Anoche, como tantas otras noches, no pude dormir. Me revolví en la cama como un gusano buscaría el calor de la tierra o la frialdad de la carne muerta. Buscando la postura adecuada para descansar el cuerpo ubiqué la suavidad de la almohada, en el colchón las hendiduras entrañables y en la sábana la frescura del algodón pero mi problema tiene que ver muy poco con alguna necesidad corpórea, física, digo.
Necesito la ayuda del televisor para poder dormir. Lo dejo prendido hasta caer en el sueño o en su simple alusión. Sus luces traspasan mis parpados cerrados. Intento la oscuridad pero nada sucede. Me quedo quieto esperando que la inercia me transporte a ese momento mágico de solaz. Siento mi respiración más pesada, más lenta. Todo es negro, debo estar durmiendo, pienso. Pero los sueños no son oscuros, tienen imágenes, colores, sonidos.
Es el resultado de 30 años de convivencia con una familia numerosa, trasnochadora por naturaleza y además gustosa de largas conversaciones ensalzadas con tabaco y sonoros sorbos de café enlatado. No puedo dormir en la ausencia del ruido. El sonido es el todo que me envuelve, q me embadurna con sus decibeles acariciando mi encéfalo. Me acurruco a ella como un pedazo de carne lo haría al contacto de la sartén caliente.
Es contradictorio pero es el ruido el que me despierta a las pocas horas de dormir. Un ladrido, el goteo de un caño indecente. La distención de los fierros por los cambios de la temperatura en las paredes. el ronquido incesante de mi garganta reseca. Me despierto en las madrugadas, tomo unos sorbos de agua fría. Retorno a la tibies de la cama y todo vuelve a empezar. El televisor, la cama, el ruido… lo único que cambia es la posición de la aguja en el reloj, ese aparato burlón de entrañas sin alma.
Es inevitable dejar de pensar en situaciones cuando sigo despierto pero ni una sola idea logra formarse por completo. Pasan las horas que danzan sobre mi cabeza como un grupo de sicarios amenazantes a punto de descargar sus armas al primer resquicio de lucidez en este desvelo que no quiere acabar. Todo pensamiento, al fin, se reduce a un cuerpo de mujer de caderas amplias y senos turgentes sin rostro ni color definido. Me abrazo a ella, a ti queriendo buscar ese calor de hogar con brazas húmedas y ardientes. Todo se difumina al instante.
¿Cuántas noches he pasado por esto? Incontables. Sólo logro cerrar los ojos a las 4 o 5 de la mañana. El día se hace largo y tedioso. Bostezos, lentitud, modorra. Y ese dolor de cabeza punzante que no se va. Dolor constante casi imperceptible pero repetitivo como el gorgoteo de una olla hirviente.
Las pastillas no surten efecto. He probado infusiones con las hierbas más alucinadas y alucinógenas pero este último grupo sólo me ha causado más sed, más hambre, más sueño, tientan a mis parpados a caer pero no pasa de esa sola sensación. Me seducen, me encandilan.
Ya son las 6am, debo ir a trabajar. Es invierno, cubro mi cuello, me encojo de hombros y salgo. El pasillo que me conduce al ascensor es largo y a cada paso siento que se va estrechando sobre mi cabeza. Es como si caminara dentro de un embudo y me escurro por dentro. Mis pisadas hacen eco e irritan mis tímpanos. Ingreso al ascensor, pequeña caja metálica. Miro frente al espejo que hay en uno de sus lados. Veo mis ojeras negras y profundas, como si guardara un sueño eterno de 30 años, mis cabellos revueltos, grasientos. Un inevitable bostezo que no me lleva a nada. Voy descendiendo en el suave ronroneo.
Tinnn, suena la campanita al llegar al primer piso. Las puertas se abren y como en un horno microondas gigante espero la punzada para saberme si estoy listo.