Lo primero era buscar y preparar los pabilos más gruesos q encontraba en el almacén de herramientas de mi abuelo. Era un cuarto oscuro y sumamente frío, con olores mezclados de insecticidas para la siembra de la papa y humedad, q a pesar del ambiente seco, parecía invadirlo todo. En alguna tarde de inicios de diciembre había sacado a hurtadillas las llaves del almacén q mi abuelo las guardaba en un pequeño cofre metálico en un rincón dentro de un baúl, de esos q parecen esconder una fortuna olvidada.
El manojo era pesado, al menos en mis manos de niño de ocho años lo era. Una gran argolla atravesaba el ojo de las casi medio centenar de llaves de puertas y cerraduras q sólo mi abuelo conocía. Años después tras perder el bus q lo traería devuelta a Lima por haber confundido cuál llave correspondía a q puerta y a q candado, se vio en la necesidad de marcarlas todas con el esmalte de uñas de mi abuela, q no de muy buena gana, terminó por cedérselo.
Esperé el momento oportuno para hacerlo. Después de almorzar solía contarnos sus historias mágicas pausándolas con largos sorbos sonoros de su mate de manzanilla que se servía en su tasa de metal aporcelanado de un litro q también lo usaba para medir las cantidades de leche q vendía en la mañana, y luego retomaba el relato con su infaltable, «entonces…» Al concluir una o dos historias se levantaba de la mesa y se refugiaba en su cuarto para dormir la siesta. Esperaba paciente los ronquidos y gorgojeos prueba infalible q no despertaría, bajo pocas circunstancias, dentro de una hora.
Tras la proeza de cuidar y medir bien la presión sobre el suelo de madera q crujía a cada paso para no despertarlo, logré la hazaña. Ya escogido el largo y el grosor adecuado de los cordeles de algodón lo enceraba con las velas q en todas las casas, en ese entonces, se compraban por docenas para evitar la oscuridad de las 11 de la noche, hora en la q el fluido eléctrico era cortado en la pequeña ciudad. No sé por qué tenía tantos cuidados en no ser descubierto, estoy seguro q mi abuelo de 72 años, q era también un niño así con su cabellera blanca y voz gastada, me hubiera ayudado con mi faena.
Esto de preparar los cordeles era una tarea vital, sin este riguroso proceso corría el riesgo de ver arruinada mi diversión pirotécnica de las siguientes semanas. Mantener la pequeña brasa encendida, y alimentada a pequeños soplidos, en uno de los extremos era lo fundamental para prender las mechas minúsculas de los cohetecillos q a cuenta de centavos acumulados a lo largo de todo noviembre, cuidadosamente, había guardado en el lugar más seguro de mi cuarto, el cajón de mis medias. Ni muy delgado como para q se consuma rápido ni muy grueso como para q pierda flexibilidad. La dotación de cera embadurnada también debía ser calculada, no se quería tener una llama viva.
Todos los amigos y primos nos reuníamos después de cenar en la esquina del barrio y en grupo, nuestra gran pandilla, llegábamos a la plaza central del pueblo dónde también iban los demás niños de los barrios cercanos y competíamos de q grupo reventaba más fuerte o quienes, los más osados y grandes, hacían las hazañas más descabelladas como hacerlos explotar en sus dedos y claro, quién tenía el mejor pabilo. La atmósfera era inmejorable.
La neblina diluía los cuerpos y los focos del alumbrado público daban una luz desteñida y borrosa. Los pequeños cohetecillos chisporroteaban al reventar sus panzas llenas de pólvora y los destellos, a mis ojos, eran la creación de miles de estrellas, de un universo nuevo en ese espacio gigantesco y lechoso q se había convertido la vieja plaza de veredas de sillar y bancas de granito. A las diez comenzaba el toque de queda. El tañido de las diez campanadas del reloj de la iglesia era lo único q nos sacaba de nuestro absorto mundo de fábula. Entre risas y alardes retornábamos a nuestras casas con los cabellos escarchados con el rocío de la neblina.
A las once de la noche todos estábamos acostados. Yo aún tiritando dentro de la cama esperando q mi cuerpo entibie las sábanas frías y poco a poco me quedaba dormido al suave ronroneo constante del motor diesel q electrificaba el pueblo, con la ilusión q el día siguiente empiece. A las once y uno todo era oscuridad. El ladrido lejano de un perro sin dueño hacía eco por todas las calles…