Jean Paul Sartre: El existencialismo es un humanismo. Discurso-Postulado

1265719619_0Quisiera defender aquí el existencialismo de una serie de reproches que se le han formulado.

En primer lugar, se le ha reprochado el invitar a las gentes a permanecer en  un quietismo de desesperación, porque si todas las soluciones están cerradas, habría que considerar que la acción en este mundo es totalmente imposible y desembocar finalmente en una filosofía contemplativa, lo que además, dado que la contemplación es un lujo, nos conduce a una filosofía burguesa. Éstos son sobre todo los reproches de los comunistas.

Se nos ha reprochado, por otra parte, que subrayamos la ignominia humana, que mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo viscoso, y que desatendemos cierto número de bellezas risueñas, el lado luminoso de la naturaleza humana; por ejemplo, según Mlle. Mercier, crítica católica, que hemos olvidado la sonrisa del niño. Los unos y los otros nos reprochaban que hemos faltado a la solidaridad humana, que consideramos que el hombre está aislado, en gran parte, además, porque partimos dicen los comunistas de la subjetividad pura, por lo tanto del yo pienso cartesiano, y por lo tanto del momento en que el hombre se capta en su soledad, lo que nos haría incapaces, en consecuencia, de volver a la solidaridad con los hombres que están fuera del yo, y que no puedo captar en el cogito.

Y del lado cristiano, se nos reprocha que negamos la realidad y la seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, no queda más que la estricta gratuidad, pudiendo cada uno hacer lo que quiere y siendo incapaz, desde su punto de vista, de condenar los puntos de vista y los actos de los demás.

A estos diferentes reproches trato de responder hoy; por eso he titulado esta pequeña exposición: El existencialismo es un humanismo. Muchos podrán extrañarse de que se hable aquí de humanismo. Trataremos de ver en qué sentido lo entendemos. En todo caso, lo que podemos decir desde el principio  es que entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana. El reproche esencial que nos hacen, como se sabe, es que ponemos el acento en el lado malo de la vida humana. Una señora de la que me acaban de hablar, cuando por nerviosidad deja escapar una palabra vulgar, dice excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista. En consecuencia, se asimila fealdad a existencialismo; por eso se declara que somos naturalistas; y si lo somos, resulta extraño que asustemos, que escandalicemos mucho más de lo que el naturalismo propiamente dicho asusta e indigna hoy día. Hay quien se traga perfectamente una novela de Zola como La tierra, y no puede leer sin asco una novela existencialista; hay quien utiliza la sabiduría de los pueblos que es bien triste y nos encuentra más tristes todavía. No obstante, ¿hay algo más desengañado que decir la caridad bien entendida empieza por casa, o bien al villano con la vara del avellano? Conocemos los lugares comunes que se pueden utilizar en este punto y que muestran siempre la misma cosa: no hay que luchar contra los poderes establecidos, no hay que luchar contra la fuerza, no hay que pretender salir de la propia condición, toda acción que no se inserta en una tradición es romanticismo, toda tentativa que no se apoya en una experiencia probada está condenada al fracaso; y la experiencia muestra que los hombres van siempre hacia lo bajo, que se necesitan cuerpos sólidos para mantenerlos: si no, tenemos la anarquía. Sin embargo, son las gentes que repiten estos tristes proverbios, las gentes que dicen: qué humano cada vez que se les  muestra un acto más o menos repugnante, las gentes que se alimentan de canciones realistas, son ésas las gentes que reprochan al existencialismo ser demasiado sombrío, y a tal punto que me pregunto si el cargo que le hacen es, no de pesimismo, sino más bien de optimismo. En el fondo, lo que asusta en la doctrina que voy a tratar de exponer ¿no es el hecho de que deja una posibilidad de elección al hombre? Para saberlo, es necesario que volvamos a examinar la cuestión en un plano estrictamente filosófico. ¿A qué se llama existencialismo?

La mayoría de los que utilizan esta palabra se sentirían muy incómodos para justificarla, porque hoy día que se ha vuelto una moda, no hay dificultad en declarar que un músico o que un pintor es existencialista. Un articulista de Clartés firma El existencialista; y en el fondo, la palabra ha tomado hoy tal amplitud y tal extensión que ya no significa absolutamente nada. Parece que, a falta de una doctrina de vanguardia análoga al superrealismo, la gente ávida de escándalo y de movimiento se dirige a esta filosofía, que, por otra parte, no les puede aportar nada en este dominio; en realidad, es la doctrina menos escandalosa, la más austera; está destinada estrictamente a los técnicos y filósofos. Sin embargo, se puede definir fácilmente. Lo que complica las cosas es que hay dos especies de existencialistas: los primeros, que son cristianos, entre los cuales yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica; y, por otra parte, los existencialistas ateos, entre los cuales hay que colocar a Heidegger, y también a los existencialistas franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común es simplemente que consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad.

¿Qué significa esto a punto fijo?

Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.

Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el ateísmo de  los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta  universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.

El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define.

El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.

El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace… este es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad, que se nos echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir con esto sino que el hombre tiene una dignidad mayor que la piedra o la mesa? Pues queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser. No lo que querrá ser. Pues lo que entendemos ordinariamente por querer es una decisión consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo esto no es más que la manifestación de una elección más original, más espontánea que lo que se llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que  cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que, al elegirse, elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si,  por  otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero, y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi proceder ha comprometido a la humanidad entera. Y si quiero hecho más individual casarme, tener hijos, aun si mi casamiento depende  únicamente de mi situación, o de  mi pasión, o de mi deseo, con esto no me encamino yo solamente, sino que encamino a la humanidad entera en la vía de la monogamia. Así soy responsable para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre.

Esto permite comprender lo que se oculta bajo palabras un tanto grandilocuentes como angustia, desamparo, desesperación. Como verán ustedes, es sumamente sencillo. Ante todo, ¿qué se entiende por angustia? El existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad. Ciertamente hay muchos que no están angustiados; pero nosotros pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad, muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice: pero ¿si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre: ¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no se escapa uno de este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe. El que miente y se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien que no está bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un valor universal atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se enmascara, aparece. Es esta angustia la que Kierkegaard llamaba la angustia de Abraham. Conocen ustedes la historia: un ángel ha ordenado a Abraham sacrificar a su hijo; todo anda bien si es verdaderamente un ángel el que ha venido y le ha dicho: tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. Pero cada cual puede preguntarse; ante todo, ¿es en verdad un ángel, y yo soy en verdad Abraham? ¿Quién me lo prueba? Había una loca que tenía alucinaciones: le hablaban por teléfono y le daban órdenes. El médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla? Ella contestó: Dice que es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que fuera Dios? Si un ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo voces, ¿qué me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente, o de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí? ¿Quién me prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba, ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no malo. Nadie me designa para ser Abraham, y sin embargo estoy obligado a cada instante a hacer actos ejemplares. Todo ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace. Y cada hombre debe decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera que la humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se enmascara su angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al quietismo, a la inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen todos los que han tenido responsabilidades. Cuando, por ejemplo, un jefe militar toma la responsabilidad de un ataque y envía cierto número de hombres a la muerte, elige hacerlo y elige él solo. Sin duda hay órdenes superiores, pero son demasiado amplias y se impone una interpretación que proviene de él, y de esta interpretación depende la vida de catorce o veinte hombres. No se puede dejar de tener, en la decisión que toma, cierta angustia. Todos los jefes conocen esta angustia. Esto no les impide obrar: al contrario, es la condición misma de su acción; porque esto supone que enfrentan una pluralidad de posibilidades, y cuando eligen una, se dan cuenta que sólo tiene valor porque ha sido la elegida. Y esta especie de angustia que es la que describe el existencialismo, veremos que se explica además por una responsabilidad directa frente a los otros hombres que compromete.

No es una cortina que nos separa de la acción, sino que forma parte de la  acción misma. Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las últimas consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Cuando hacia 1880 algunos profesores franceses trataron de constituir una moral laica, dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos; pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad, un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga hijos, etc., etc. O Haremos, por lo tanto, un pequeño trabajo que permitirá demostrar que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo inteligible, aunque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma y es, según creo yo, la tendencia de todo lo que se llama en Francia radicalismo, nada se cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que morirá tranquilamente y por sí misma. El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres. Dostoievsky escribe: Si Dios no existiera, todo estaría permitido. Este es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que  legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo,  por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.

El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la  tierra  que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre. Ponge ha dicho, en un artículo muy hermoso: el hombre es el porvenir del hombre. Es perfectamente exacto. Sólo que si se entiende por esto que ese porvenir está inscrito en el cielo, que Dios lo ve, entonces es falso, pues ya no sería ni siquiera un porvenir. Si se entiende que, sea cual fuere el hombre que aparece, hay un porvenir por hacer, un porvenir virgen que lo espera, entonces es exacto. En tal caso está uno desamparado. Para dar un ejemplo que permita comprender mejor lo que es el desamparo, citaré el caso de uno de mis alumnos que me vino a ver en las siguientes circunstancias: su padre se había peleado con la madre y tendía al colaboracionismo; su hermano mayor había sido muerto en la ofensiva  alemana de 1940, y este joven, con sentimientos un poco primitivos, pero generosos, quería vengarlo. Su madre vivía sola con él muy afligida por la semitraición del padre y por la muerte del hijo mayor, y su único consuelo era él. Este joven tenía, en ese momento, la elección de partir para Inglaterra y entrar en las Fuerzas francesas libres es decir, abandonar a su madre o bien de permanecer al lado de su madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta perfectamente de que esta mujer sólo vivía para él y que su desaparición y tal vez su muerte la hundiría en la desesperación. También se daba cuenta de que en el fondo, concretamente, cada acto que llevaba a cabo con respecto a su madre tenía otro correspondiente en el sentido de que la ayudaba a vivir, mientras que cada acto que llevaba a cabo para partir y combatir era un acto ambiguo que podía perderse en la arena, sin servir para nada: por ejemplo, al partir para Inglaterra, podía permanecer indefinidamente, al pasar por España, en un campo español; podía llegar a Inglaterra o a Argel y ser puesto en un escritorio para redactar documentos. En consecuencia, se encontraba frente a dos tipos de acción muy diferentes: una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser interrumpida en el camino. Al mismo tiempo dudaba entre dos tipos de moral. Por una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por otra, una moral más amplia, pero de eficacia más discutible. Había que elegir entre las dos. ¿Quién podía ayudarlo a elegir? ¿La doctrina cristiana? No. La doctrina cristiana dice: sed caritativos, amad a vuestro prójimo, sacrificaos por los demás, elegid el camino más estrecho, etc., etc. Pero ¿cuál es el camino más estrecho? ¿A quién hay que amar como a un hermano? ¿Al soldado o a la madre? ¿Cuál es la utilidad mayor: la utilidad vaga de combatir en un conjunto, o la utilidad precisa de ayudar a un ser a vivir? ¿Quién puede decidir a priori? Nadie. Ninguna moral inscrita puede decirlo. La moral kantiana dice: no tratéis jamás a los demás como medios, sino como fines. Muy bien; si vivo al lado de mi madre la trataré como fin, y no como medio, pero este hecho me pone en peligro de tratar como medios a los que combaten en torno mío; y recíprocamente, si me uno a los que combaten, los trataré como fin, y este hecho me pone en peligro de tratar a mi madre como medio.

Si los valores son vagos, y si son siempre demasiado vastos para el caso preciso y concreto que consideramos, sólo nos queda fiarnos de nuestros instintos. Es lo que ha tratado de hacer este joven; y cuando lo vi, decía: en el fondo, lo que importa es el sentimiento; debería elegir lo que me empuja verdaderamente en cierta dirección. Si siento que amo a mi madre lo bastante para sacrificarle el resto mi deseo de venganza, mi deseo de acción, mi deseo de aventura me quedo al lado de ella. Si, al contrario, siento que mi amor por mi madre no es suficiente, parto. Pero ¿cómo determinar el valor de un sentimiento? ¿Qué es lo que constituía el valor de su sentimiento hacia la madre? Precisamente el hecho de que se quedaba por ella. Puedo decir: quiero lo bastante a tal amigo para sacrificarle tal suma de dinero; no puedo decirlo si no lo he hecho. Puedo decir: quiero lo bastante a mi madre para quedarme junto a ella, si me he quedado junto a ella. No puedo determinar el valor de este afecto si no he hecho precisamente un acto que lo ratifica y lo define. Ahora bien, como exijo a este afecto justificar mi acto, me encuentro encerrado de un círculo vicioso.

Por otra parte, Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que yo permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho en otra forma, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlos para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirán  actuar. Por lo menos, dirán ustedes, ha ido a ver a un profesor para pedirle consejo. Pero si ustedes, por ejemplo, buscan el consejo de un sacerdote, han elegido ese sacerdote y saben más o menos ya, en el fondo, lo que él les va a aconsejar. Dicho en otra forma, elegir el consejero es ya comprometerse. La prueba está en que si ustedes son cristianos, dirán: consulte a un sacerdote. Pero hay sacerdotes colaboracionistas, sacerdotes conformistas, sacerdotes de la resistencia. ¿Cuál elegir? Y si el joven elige un sacerdote de la resistencia o un sacerdote colaboracionista ya ha decidido el género de consejo que va a recibir. Así, al venirme a ver, sabía la respuesta que yo le daría y no tenía más que una respuesta que dar: usted es libre, elija, es decir, invente. Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay signos. Admitámoslo: soy yo mismo el que elige el sentido que tienen. He conocido, cuando estaba prisionero, a un hombre muy notable que era jesuita. Había entrado en la orden de los jesuitas en la siguiente forma: había tenido que soportar cierto número de fracasos muy duros; de niño, su padre había muerto dejándolo en la pobreza, y él había sido becario en una institución religiosa donde se le hacía sentir continuamente que era  aceptado por caridad; luego fracasó en cierto número de distinciones honoríficas que halagan a los niños; después hacia los dieciocho años, fracasó en una aventura sentimental; por fin, a los veintidós, cosa muy pueril, pero que fue la gota de agua que hizo desbordar el vaso, fracasó en su preparación militar. Este joven podía, pues, considerar que había fracasado en todo; era un signo, pero, ¿signo de qué? Podía refugiarse en la amargura o en la desesperación. Pero juzgó, muy hábilmente según él, que era el signo de que no estaba hecho para los triunfos seculares, y que sólo los triunfos de la religión, de la santidad, de la fe, le eran accesibles. Vio entonces en esto la palabra de Dios, y entró en la orden. ¿Quién no ve que la decisión del sentido del signo ha sido tomada por él solo? Se habría podido deducir otra cosa de esta serie de fracasos: por ejemplo, que hubiera sido mejor que fuese carpintero o revolucionario. Lleva, pues, la entera responsabilidad del desciframiento. El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser.

El desamparo va junto con la angustia. En cuanto a la desesperación, esta expresión tiene un sentido extremadamente simple. Quiere decir que nos limitaremos a contar con lo que depende de nuestra voluntad, o con el conjunto de probabilidades que hacen posible nuestra acción. Cuando se quiere alguna cosa, hay siempre elementos probables. Puedo contar con la llegada de un amigo. El amigo viene en ferrocarril o en tranvía: eso supone que el tren llegará a la hora fijada, o que el tranvía no descarrilará. Estoy en el dominio de las posibilidades; pero no se trata de contar con los posibles, sino en la medida estricta en que nuestra acción implica el conjunto de esos posibles. A partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigurosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque ningún Dios, ningún designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi voluntad. En el fondo, cuando Descartes decía: vencerse más bien a sí mismo que al mundo, quería decir la misma cosa: obrar sin esperanza. Los marxistas con quienes he hablado me contestan: Usted puede, en su acción, que estará evidentemente limitada por su muerte, contar con el apoyo de otros. Esto significa contar a la vez con lo que los otros harán en otra parte, en China, en Rusia para ayudarlo, y a la vez sobre lo que harán más tarde, después de su muerte, para reanudar la acción y llevarla hacia su cumplimiento, que será la revolución. Usted debe tener en cuenta todo eso; si no, no es moral. Respondo en primer lugar que contaré siempre con los camaradas de lucha en la medida en que esos camaradas están comprometidos conmigo en una lucha concreta y común, en la unidad de un partido o de un grupo que yo puedo controlar más o menos, es decir, en el cual estoy a título de militante y cuyos movimientos conozco a cada instante. En ese momento, contar con la unidad del partido es exactamente como contar con que el tranvía llegará a la hora o con que el tren no descarrilará. Pero no puedo contar con hombres que no conozco fundándome en la bondad humana, o en el interés del hombre por el bien de la sociedad, dado que el hombre es libre y que no hay ninguna naturaleza humana en que pueda yo fundarme. No sé qué llegará a ser de la revolución rusa; puedo admirarla y ponerla de ejemplo en la medida en que hoy me prueba que el proletariado desempeña un papel en Rusia como no lo desempeña en ninguna otra nación. Pero no puedo afirmar que esto conducirá forzosamente a un triunfo del proletariado; tengo que limitarme a lo que veo; no puedo estar seguro de que los camaradas de lucha reanudarán mi trabajo después de mi muerte para llevarlo a un máximo de perfección, puesto que estos hombres son libres y decidirán libremente mañana sobre los que será el hombre; mañana, después de mi muerte, algunos hombres pueden decidir establecer el fascismo, y los otros pueden ser lo bastante cobardes y desconcertados para dejarles hacer; en ese momento, el fascismo será la verdad humana, y tanto peor para nosotros; en realidad, las cosas serán tales como el hombre haya decidido que sean.

¿Quiere decir esto que deba abandonarme al quietismo? No. En primer lugar, debo comprometerme; luego, actuar según la vieja fórmula: no es necesario tener esperanzas para obrar. Esto no quiere decir que yo no deba pertenecer a un partido, pero sí que no tendré ilusión y que haré lo que pueda.

Por ejemplo, si me pregunto: ¿llegará la colectivización, como tal, a realizarse? No sé nada; sólo sé que haré todo lo que esté en mi poder para que llegue; fuera de esto no puedo contar con nada.

El quietismo es la actitud de la gente que dice: Los demás pueden hacer lo que yo no puedo. La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto al quietismo, porque declara: Sólo hay realidad en la acción. Y va más lejos todavía, porque agrega: El hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es, por lo tanto, más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida. De acuerdo con esto, podemos comprender por qué nuestra doctrina horroriza a algunas personas. Porque a menudo no tienen más que una forma de soportar su miseria, y es pensar así: Las circunstancias han estado contra mí; yo valía mucho más de lo que he sido; evidentemente no he tenido un gran amor, o una gran amistad, pero es porque no he encontrado ni un hombre ni una mujer que fueran dignos; no he escrito buenos libros porque no he tenido tiempo para hacerlos; no he tenido hijos a quienes dedicarme, porque no he encontrado al hombre con el que podría haber realizado mi vida. Han quedado, pues, en mí, sin empleo, y enteramente viables, un conjunto de disposiciones, de inclinaciones, de posibilidades que me dan un valor que la simple serie de mis actos no permite inferir. Ahora bien, en realidad, para el existencialismo, no hay otro amor que el que se construye, no hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor; no hay otro genio que el se manifiesta en las obras de arte; el genio de Proust es la totalidad de las obras de Proust; el genio de Racine es la serie de sus tragedias; fuera de esto no hay nada. ¿Por qué atribuir a Racine la posibilidad de escribir una nueva tragedia, puesto que precisamente no la ha escrito? Un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura, y fuera de esta figura no hay nada. Evidentemente, este pensamiento puede parecer duro para aquel que ha triunfado en la vida. Pero, por otra parte, dispone a las gentes  para  comprender que sólo cuenta la realidad, que los sueños, las esperas, las esperanzas, permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como esperanzas abortadas, como esperas inútiles; es decir que esto lo define negativamente y no positivamente; sin embargo, cuando se dice: tú no eres otra cosa que tu vida, esto no implica que el artista será juzgado solamente por sus obras de arte; miles de otras cosas contribuyen igualmente a definirlo. Lo que queremos decir es que el hombre no es más que una serie de empresas, que es la suma, la organización, el conjunto de las relaciones que constituyen estas empresas.

En estas condiciones, lo que se nos reprocha aquí no es en el fondo nuestro pesimismo, sino una dureza optimista.

Si la gente nos reprocha las obras novelescas en que describimos seres flojos, débiles, cobardes y alguna vez francamente malos, no es únicamente porque estos seres son flojos, débiles, cobardes o malos; porque si, como Zola, declaráramos que son así por herencia, por la acción del medio, de la sociedad, por un determinismo orgánico o psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así, y nadie puede hacer nada; pero el existencialista, cuando describe a un cobarde, dice que el cobarde es  responsable de  su cobardía. No lo es porque tenga un corazón, un pulmón o cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica, sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay  temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene una sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un temperamento no es un acto; el cobarde está definido a partir del acto que realiza. Lo que la gente siente oscuramente y le causa horror es que el cobarde que nosotros presentamos es culpable de ser cobarde. Lo que la gente quiere es que se nazca cobarde o héroe. Uno de los reproches que se hace a menudo a Chemins de la Liberté se formula así: pero, en fin, de esa gente que es tan floja, ¿cómo hará usted héroes? Esta objeción hace más bien reír, porque supone que uno nace héroe. Y en el fondo es esto lo que la gente quiere pensar: si se nace cobarde, se está perfectamente tranquilo, no hay nada que hacer, se será cobarde toda la vida, hágase lo que se haga; si se nace héroe, también se estará perfectamente tranquilo, se será héroe toda la vida, se beberá como héroe, se comerá como héroe. Lo que dice el existencialista es que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe. Lo que tiene importancia es el compromiso total, y no es un caso particular, una acción particular lo que compromete totalmente.

Así, creo yo, hemos respondido a cierto número de reproches concernientes al existencialismo. Ustedes ven que no puede ser considerada como una filosofía del quietismo, puesto que define al hombre por la acción; ni como una descripción pesimista del hombre: no hay doctrina más optimista, puesto que el destino del hombre está en él mismo; ni como una tentativa para descorazonar al hombre alejándole de la acción, puesto que le dice que sólo hay esperanza en su acción, y que la única cosa que permite vivir al hombre es el acto. En consecuencia, en este plano, tenemos que vérnoslas con una moral de acción y de compromiso. Sin embargo, se nos reprocha además, partiendo de estos postulados, que aislamos al hombre en su subjetividad individual.

Aquí también se nos entiende muy mal.

Nuestro punto de partida, en efecto, es la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente filosóficas. No porque somos burgueses, sino porque queremos una doctrina basada sobre la verdad, y no un conjunto de bellas teorías, llenas de esperanza y sin fundamentos reales. En el punto de partida no puede haber otra verdad que ésta: pienso, luego soy; ésta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí misma. Toda teoría que toma al hombre fuera de ese momento en que se capta a sí mismo es ante todo una teoría que suprime la verdad, pues, fuera de este cogito cartesiano, todos los objetos son solamente probables, y una doctrina de probabilidades que no está suspendida de una verdad se hunde en la nada; para definir lo probable hay que poseer lo verdadero. Luego para que haya una verdad  cualquiera se necesita una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de alcanzar, está a la mano de todo el mundo; consiste en captarse sin intermediario.

En segundo lugar, esta teoría es la única que da una dignidad al hombre, la única que no lo convierte en un objeto. Todo materialismo tiene por efecto tratar a todos los hombres, incluido uno mismo, como objetos, es decir, como un conunto de reacciones determinadas, que en nada se distingue del conjunto de cualidades y fenómenos que constituyen una mesa o una silla o una piedra.

Nosotros queremos constituir precisamente el reino humano como un conjunto de valores distintos del reino material. Pero la subjetividad que alcanzamos a título de verdad no es una subjetividad rigurosamente  individual porque hemos demostrado que en el cogito uno no se descubría solamente a sí mismo, sino también a los otros. Por el yo pienso, contrariamente a la filosofía de Descartes, contrariamente a la filosofía de Kant, nos captamos a nosotros mismos frente al otro, y el otro es tan cierto para nosotros como nosotros mismos. Así, el hombre que se capta directamente por el cogito, descubre también a todos los otros y los descubre como la condición de su existencia.

Se da cuenta de que no puede ser nada (en el sentido que se dice que es espiritual, o que se es malo, o que se es celoso), salvo que los otros lo reconozcan por tal.

Para obtener una verdad cualquiera sobre mí, es necesario que pase por otro. El otro es indispensable a mi existencia tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo. En estas condiciones, el descubrimiento de mi intimidad me descubre al mismo tiempo el otro, como una libertad colocada frente a mí, que no piensa y que no quiere sino por o contra mí. Así descubrimos en seguida un mundo que llamaremos la intersubjetividad, y en este mundo el hombre decide lo que es y lo que son los otros.

Además, si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que  constituya la naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad, el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no varía es la necesidad para él de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros y de ser allí mortal. Los límites no son ni subjetivos ni objetivos, o más bien tienen una faz objetiva y una faz subjetiva. Objetivos, porque se encuentran en todo y son en todo reconocibles; subjetivos, porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive, es decir, si no se determina libremente en su existencia por relación a ellos. Y si bien los proyectos pueden ser diversos, por lo menos ninguno puede permanecerme extraño, porque todos presentan en común una tentativa para franquear esos límites o para ampliarlos o para negarlos o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo proyecto, por más individual que sea, tiene un valor universal. Todo proyecto, aun el del chino, el del hindú, o del negro, puede ser comprendido por un europeo.

Puede ser comprendido; esto quiere decir que el europeo de 1945 puede lanzarse a partir de una situación que concibe hasta sus límites de la misma manera, y que puede rehacer en sí el camino del chino, del hindú o del africano. Hay universalidad en todo proyecto en el sentido de que todo proyecto es comprensible para todo hombre. Lo que no significa de ninguna manera que este proyecto defina al hombre para siempre, sino que puede ser reencontrado. Hay siempre una forma de comprender al idiota, al niño, al primitivo o al extranjero, siempre que se tengan los datos suficientes. En este sentido podemos decir que hay una universalidad del hombre; pero no está dada, está perpetuamente construida. Construyo lo universal eligiendo; lo construyo al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea. Este absoluto de la elección no suprime la relatividad de cada época. Lo que el existencialismo tiene interés en demostrar es el enlace del carácter absoluto del compromiso libre, por el cual cada hombre se realiza al realizar un  tipo de humanidad, compromiso siempre comprensible para cualquier época y por cualquier persona, y la relatividad del conjunto cultural que puede resultar de tal elección; hay que señalar a la vez la relatividad del cartesianismo y el carácter absoluto del compromiso cartesiano. En este sentido se puede decir, si ustedes quieren, que cada uno de nosotros realiza lo absoluto al respirar, al comer, al dormir, u obrando de una manera cualquiera. No hay ninguna diferencia entre ser libremente, ser como proyecto, como existencia que elige su esencia, y ser absoluto; y no hay ninguna diferencia entre ser un absoluto temporalmente localizado, es decir que se ha localizado en la historia, y ser comprensible universalmente.

Esto no resuelve enteramente la objeción de subjetivismo. En efecto, esta objeción toma todavía muchas formas. La primera es la que sigue. Se nos dice: Entonces ustedes pueden hacer cualquier cosa; lo cual se expresa de diversas maneras. En primer lugar se nos tacha de anarquía; en seguida se declara: no pueden ustedes juzgar a los demás, porque no hay razón para preferir un proyecto a otro; en fin, se nos puede decir: todo es gratuito en lo que ustedes eligen, dan con una mano lo que fingen recibir con la otra. Estas tres objeciones no son muy serias. En primer lugar, la primera objeción: pueden elegir cualquier cosa, no es exacta. La elección es posible en un sentido, pero lo que no es posible es no elegir. Puedo siempre elegir, pero tengo que saber que, si no elijo, también elijo. Esto, aunque parezca estrictamente formal, tiene una gran importancia para limitar la fantasía y el capricho. Si es cierto que frente a una situación, por ejemplo, la situación que hace que yo sea un ser sexuado que puede tener relaciones con un ser de otro sexo, que yo sea un ser que puede tener hijos estoy obligado a elegir una actitud y que de todos modos lleva la responsabilidad de una elección que, al comprometerme, compromete a la humanidad entera, aunque ningún valor a priori determine mi elección, esto no tiene nada que ver con el capricho; y si se cree encontrar aquí la teoría gideana del acto gratuito, es porque no se ve la enorme diferencia entre esta doctrina y la de Gide. Gide no sabe lo que es una situación; obra por simple capricho. Para nosotros, al contrario, el hombre se encuentra en una situación organizada, donde está él mismo comprometido, compromete con su elección a la humanidad entera, y no puede evitar elegir: o bien permanecerá casto, o bien se casará sin tener hijos, o bien se casará y tendrá hijos; de todos modos, haga lo que haga, es imposible que no tome una responsabilidad total frente a este problema. Sin duda, elige sin referirse a valores preestablecidos, pero es injusto tacharlo de capricho. Digamos más bien que hay que comparar la elección moral con la construcción de una obra de arte. Y aquí hay que hacer en seguida un alto para decir que no se trata de una moral estética, porque nuestros adversarios son de tan mala fe que nos reprochan hasta esto. El ejemplo que elijo no es más que una comparación. Dicho esto, ¿se ha reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisamente el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero que hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay entre la voluntad de creación y el resultado. Nadie puede decir lo que será la pintura de mañana; sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con la moral? Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad de una obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso, nunca decimos que es gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha construido tal como es, al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se incorpora a su vida.

Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral es que, con los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo que hay que hacer. Creo haberlo mostrado suficientemente al hablarles del caso de ese alumno que me vino a ver y que podía dirigirse a todas las morales, kantiana u otras, sin encontrar ninguna especie de indicación; se vio obligado a inventar él mismo su ley. Nunca diremos que este hombre que ha elegido quedarse con su madre tomando como base moral los sentimientos, la acción individual y la caridad concreta, o que ha elegido irse a Inglaterra prefiriendo el sacrificio, ha hecho una elección gratuita. El hombre se hace, no está todo hecho desde el principio, se hace al elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir una. No definimos al hombre sino en relación con un compromiso. Es, por tanto, absurdo reprocharnos la gratuidad de la elección.

En segundo lugar se nos dice: no pueden ustedes juzgar a los otros. Esto es verdad en cierta medida, y falso en otra. Es verdadero en el sentido de que, cada vez que el hombre elige su compromiso y su proyecto con toda sinceridad y con toda lucidez, sea cual fuere por lo demás este proyecto, es imposible hacerle preferir otro; es verdadero en el sentido de que no creemos en el progreso; el progreso es un mejoramiento; el hombre es siempre el mismo frente a una situación que varía y la elección se mantiene siempre una elección en una situación. El problema moral no ha cambiado desde el momento en que se podía elegir entre los esclavistas y los no esclavistas, en el momento de la guerra de Secesión, por ejemplo, hasta el momento presente, en que se puede optar por el M.R.P. o los comunistas.

Pero, sin embargo, se puede juzgar, porque, como he dicho, se elige frente a los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y éste no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre diciendo que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe.

Se podría objetar: pero ¿por qué no podría elegirse a sí mismo de mala fe? Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala fe como un error. Así, no se puede escapar a un juicio de verdad. La mala fe es evidentemente una mentira, porque disimula la total libertad del compromiso. En el mismo plano, diré que hay también una mala fe si elijo declarar que ciertos valores existen antes que yo; estoy en contradicción conmigo mismo si, a la vez, los quiero y declaro que se me imponen. Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala fe?, responderé: no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe. Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a través de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma, si el hombre ha reconocido que establece valores, en el desamparo no puede querer sino una cosa, la libertad, como fundamento de todos los valores. Esto no significa que la quiera en abstracto. Quiere decir simplemente que los actos de los hombres de buena fe tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal. Un hombre que se adhiere a tal o cual sindicato comunista o revolucionario, persigue fines concretos; estos fines implican una voluntad abstracta de libertad; pero esta libertad se quiere en lo concreto. Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra. Ciertamente la libertad, como definición del  hombre, no depende de los demás, pero en cuanto hay compromiso, estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros; no puedo tomar mi libertad como fin si no tomo igualmente la de los otros como fin. En consecuencia, cuando en el plano de la autenticidad total, he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, sino querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos de querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esta voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la total gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas,  los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, cuando es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré inmundos. Pero cobardes o inmundos no pueden ser juzgados más que en el plano de la estricta autenticidad. Así, aunque el contenido de la moral sea variable, cierta forma de esta moral es universal. Kant declara que la libertad se quiere a sí misma y la libertad de los otros.

De acuerdo; pero él cree que lo formal y lo universal son suficientes para constituir una moral. Nosotros pensamos, por el contrario, que los principios demasiado abstractos fracasan para definir la acción. Todavía una vez más tomen el caso de aquel alumno: ¿en nombre de qué, en nombre de qué gran máxima moral piensan ustedes que podría haber decidido con toda tranquilidad de espíritu abandonar a su madre o permanecer al lado de ella? No hay ningún medio de juzgar. El contenido es siempre concreto y, por tanto, imprevisible; hay siempre invención. La única cosa que tiene importancia es saber si la invención que se hace, se hace en nombre de la libertad. Examinemos, por ejemplo, los dos casos siguientes; verán en qué medida se acuerdan y sin embargo se diferencian. Tomemos El molino a orillas del Floss. Encontramos allí una joven, Maggie Tulliver, que encarna el valor de la pasión y que es consciente de ello; está enamorada de un joven, Stephen, que está de novio con otra joven insignificante. Esta Maggie Tulliver, en vez de preferir atolondradamente su propia felicidad, en nombre de la solidaridad humana elige sacrificarse y renunciar al hombre que ama. Por el contrario, la Sanseverina de la Cartuja de Parma, que estima que la pasión constituye el verdadero valor del hombre, declararía que un gran amor merece sacrificios; que hay que preferirlo a la trivialidad de un amor conyugal que uniría a Stephen y a la joven tonta con quien debe casarse; elegiría sacrificar a ésta y realizar su felicidad; y como Stendhal lo muestra, se sacrificará a sí misma en el planoa pasionado, si esta vida lo exige. Estamos aquí frente a dos morales estrictamente opuestas: pretendo que son equivalentes; en los dos casos, lo que se ha puesto como fin es la libertad. Y pueden ustedes imaginar dos actitudes rigurosamente parecidas en cuanto a los efectos: una joven, por resignación prefiere renunciar a su amor; otra, por apetito sexual prefiere desconocer las relaciones anteriores del hombre que ama. Estas dos acciones se parecen exteriormente a las que acabamos de describir. Son, sin embargo, enteramente distintas: la actitud de la Sanseverina está mucho más cerca que la de Maggie Tulliver de una rapacidad despreocupada. Así ven ustedes que este segundo reproche es, a la vez, verdadero y falso. Se puede elegir cualquier cosa si es en el plano del libre compromiso.

La tercera objeción es la siguiente: reciben ustedes con una mano lo que dan con la otra: es decir, que en el fondo los valores no son serios, porque los eligen. A eso contesto que me molesta mucho que sea así: pero si he suprimido a Dios padre, es necesario que alguien invente los valores. Hay que tomar las cosas como son. Y, además, decir que nosotros inventamos los valores no significa más que esto: la vida, a priori, no tiene sentido. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen.

Por esto se ve que hay la posibilidad de crear una comunidad humana. Se me ha reprochado el preguntar si el existencialismo era un humanismo. Se me ha dicho: ha escrito usted en Nausée que los humanistas no tienen razón, se ha burlado de cierto tipo de humanismo; ¿por qué volver otra vez a lo mismo ahora? En realidad, la palabra humanismo tiene dos sentidos muy distintos. Por humanismo se puede entender una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior. Hay humanismo en este sentido en Cocteau, por  ejemplo, cuando, en su relato Le tour du monde en 80 heures, un personaje dice, porque pasa en avión sobre las montañas: el hombre es asombroso. Esto significa que yo, personalmente, que no he construido los aviones, me  beneficiaré con estos inventos particulares, y que podré personalmente, como hombre, considerarme responsable y honrado por los actos particulares de algunos hombres. Esto supone que podríamos dar un valor al hombre de acuerdo con los actos más altos de ciertos hombres. Este humanismo es absurdo, porque sólo el perro o el caballo podrían emitir un juicio de conjunto sobre el hombre y declarar que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo menos que yo sepa. Pero no se puede admitir que un hombre pueda formular un juicio sobre el hombre. El existencialismo lo dispensa de todo juicio de este género; el existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse. Y no debemos creer que hay una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera de Augusto Comte. El culto de la humanidad conduce al humanismo cerrado sobre sí, de Comte, y hay que decirlo, al fascismo. Es un humanismo que no queremos.

Pero hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir; siendo el hombre este rebasamiento mismo, y no captando los objetos sino en relación a este rebasamiento, está en el corazón y en el centro de este rebasamiento.

No hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la trascendencia, como constitutiva del hombre no en el sentido en que Dios es trascendente, sino en el sentido de rebasamiento y de la subjetividad en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano.

De acuerdo con estas reflexiones se ve que nada es más injusto que las objeciones que nos hacen. El existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente. No busca de ninguna manera hundir al hombre en la desesperación. Pero sí se llama, como los cristianos, desesperación a toda actitud de incredulidad, parte de la desesperación original. El existencialismo no es de este modo un ateísmo en el sentido de que se extenuaría en demostrar que Dios no existe. Más bien declara: aunque Dios existiera, esto no cambiaría; he aquí nuestro punto de vista. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no es el de su existencia; es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada pueda salvarlo de sí mismo, así sea una prueba válida de la existencia de Dios. En este sentido, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y sólo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, es como los cristianos pueden  llamarnos desesperados.

Franz Kafka: La metamorfosis. Cuento

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Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico.

«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.

«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.

«¡Dios del cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.

¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto-, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.

-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?

¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:

-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.

-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!

Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.

-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?

Gregorio contestó hacia ambos lados:

-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:

-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.

Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.

Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.

«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.

Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.

Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.

Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.

«Las siete ya -se dijo cuando sonó de nuevo el despertador-, las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:

«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.

Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama -el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones- se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y en la criada- hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.

Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle.

«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.

«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.

Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.

-Ahí dentro se ha caído algo- dijo el apoderado en la habitación contigua de la izquierda.

Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:

-Gregorio, el apoderado está aquí.

«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.

-Gregorio -dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha-, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación.

-Buenos días, señor Samsa -interrumpió el apoderado amablemente.

-No se encuentra bien -dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la puerta-, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.

-Voy enseguida -dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no perderse una palabra de la conversación.

-De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo -dijo el apoderado-. Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.

-Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? -preguntó impaciente el padre.

-No- dijo Gregorio.

En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.

¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.

-Señor Samsa -exclamó entonces el apoderado levantando la voz-. ¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.

-Pero señor apoderado -gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás-, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.

Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.

-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a los padres-. ¿O es que nos toma por tontos?

-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté gravemente enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó después.

-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?

-Es una voz de animal -dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre.

-¡Anna! ¡Anna! -gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y dando palmadas-. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!

Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala -¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?- y abrieron la puerta de par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.

Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.

Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella -las callosidades de sus patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa- y descansó allí durante un momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos -¿con qué iba a agarrar la llave?-, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.

-Escuchen ustedes -dijo el apoderado en la habitación contigua- está dando la vuelta a la llave.

Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado, incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! -debían haber aclamado-. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.

Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente. La madre -a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba- miró en primer lugar al padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.

Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable -era un hospital-, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.

-Bueno- dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad-, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón.

Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.

Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:

-¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!

Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.

-¡Madre, madre! -dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.

Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.

Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.

Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.

II

Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana -casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida-, y se arrastraba sin vida.

Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo -sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando-, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.

En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que -como era habitual a estas horas del día- el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.

En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera.

Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.

Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.

Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé -¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!- se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregorio ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba.

De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.

Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo -naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo-, cazaba Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».

Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.

Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.

Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre comercial que los había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.

Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.

-¿Qué es lo que hará? -decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.

De esta forma Gregorio se enteró muy bien -el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera- de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo. Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa -él sólo había guardado para sí unos pocos florines- no se había gastado del todo y se había convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había organizado el padre.

Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien, el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y tristeza.

A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.

Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible.

Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.

Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda -para ello necesitó cuatro horas- la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición.

Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.

El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregorio había descubierto -al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas partes, huellas de su sustancia pegajosa- y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues, no le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre ausente.

Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que, de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé. Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta vez a la madre y se contentaba sólo conque hubiese venido.

-Vamos, acércate, no se le ve -dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase demasiado. Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.

-Y es que acaso no… -finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de que él no entendía las palabras.

-¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.

Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le había animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.

Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para la hermana motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un principio, sino todos los muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica de su edad, que busca su satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Greta.

Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Greta.

A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.

Y así salió de repente -las mujeres estaban en ese momento en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento-, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar para observar a las mujeres cuando volviesen.

No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.

-¿Qué nos llevamos ahora? -dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:

-Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?

Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.

Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y estridente:

-¡Ay Dios mío, ay Dios mío! -y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.

-¡Cuidado, Gregorio! -gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería ayudar -había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro-, pero estaba pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.

Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba, naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.

-¿Qué ha ocurrido? -fueron sus primeras palabras.

El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda apretaba su rostro contra el pecho del padre:

-Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.

-Ya me lo esperaba -dijo el padre-, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes, las mujeres, nunca hacen caso.

Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir tales sutilezas.

-¡Ah! -gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.

Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él -ya empezaba a fallarle la vista a Gregorio-, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregorio.

III

La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes -la manzana permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla-, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos -no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas-, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.

Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.

Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como si -y éste era el caso más frecuente- ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad.

Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua -la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé-, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres -el padre se despertó sobresaltado en su silla-, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.

Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregorio hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.

Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano -una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera que ya se acercaba- cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.

-¿Conque no seguimos adelante? -preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.

Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos -los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta- ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.

La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.

-Pero si yo no tengo apetito -se decía Gregorio preocupado-, pero me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!

Precisamente aquella noche -Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo- se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:

-¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.

-Al contrario -dijo el señor de en medio-. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?

-Naturalmente -exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.

Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un rincón apartado.

La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida… Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.

Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien… Su rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música?

Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada -probablemente la Navidad ya había pasado- se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.

-¡Señor Samsa! -gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.

Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.

-Participo a ustedes -dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también a la madre y a la hermana- que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia -en este punto escupió decididamente sobre el suelo-, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vívido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.

Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:

-También nosotros dejamos en este momento la habitación.

A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.

-Queridos padres -dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa-, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.

-Tienes razón una y mil veces -dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.

La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía en silencio.

-Tenemos que intentar quitárnoslo de encima -dijo entonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada-. Los va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más- y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.

-Pero hija -dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión-. ¡Qué podemos hacer!

Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.

-Sí él nos entendiese… -dijo el padre en tono medio interrogante.

La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello.

-Sí él nos entendiese… -repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello-, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así…

-Tiene que irse -exclamó la hermana-, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre -gritó de repente-, ya empieza otra vez!

Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de permanece cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso también en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.

Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.

«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto… Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.

Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.

«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.

Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.

Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta -de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa- en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.

-¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!

El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.

-¿Muerto? -dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo

-Digo, ¡ya lo creo! -dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.

-Bueno -dijo el señor Samsa-, ahora podemos dar gracias a Dios -se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo.

Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:

-Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas salían tal como entraban.

Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada.

-Greta, ven un momento a nuestra habitación -dijo la señora Samsa con una sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo.

Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:

-¿Dónde está el desayuno? -preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.

-Salgan ustedes de mi casa inmediatamente -dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.

-¿Qué quiere usted decir? -dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable.

-Quiero decir exactamente lo que digo -contestó el señor Samsa, dirigiéndose con sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.

-Pues entonces nos vamos -dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.

El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completamente infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.

Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.

-¿Qué pasa? -preguntó el señor Samsa.

La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente en todas las direcciones.

-¿Qué es lo que quiere usted? -preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que más respetaba la asistenta.

-Bueno- contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír amablemente-, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.

La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo.

-Esta noche la despido- dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:

-Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de consideración conmigo.

Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio.

Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.

Fiódor Dostoyevski: El señor Projarchin. Cuento

dostoyevskii Ustinia Fiodorovna había subarrendado el rincón más humilde y oscuro de su casa a Semion Ivanovich Projarchin, un hombre de cierta edad, sobrio y muy formal. Se trataba de un empleado modesto, al que apenas le llegaba el sueldo para las necesidades más elementales, y en vista de ello Ustinia Fiodorovna consideraba que en conciencia no podía cobrarle más de cinco rublos mensuales de alquiler. Algunos decían que tal generosidad era la consecuencia de ciertas razones personales. De todos modos, como despreciando a las malas lenguas, el señor Projarchin había acabado convirtiéndose en el huésped favorito de Ustinia Fiodorovna, que era una mujer tan respetable como opulenta, y especialmente aficionada a la carne y al café, al mismo tiempo que se mostraba como una gran enemiga de los días de vigilia. Tenía otros huéspedes, pero éstos pagaban efectivamente el doble que Semion Ivanovich. En realidad, aquellos espíritus revoltosos y guasones habían perdido su batalla frente a la patrona, al mofarse de la ínfima posición de su compañero de hospedaje. De no ser porque eran formales en el pago, Ustinia Fiodorovna jamás hubiera consentido que estuvieran en su casa.

 En cuanto a Semion Ivanovich, podría decirse que fue elevado al rango de favorito de la patrona desde el día en que hubieron de conducir hasta el cementerio de Valcovo a cierto cadáver que en vida había sido muy aficionado a las bebidas alcohólicas de elevada graduación. Aquel personaje, retirado —por no decir arrojado— del servicio civil, a pesar de ser tuerto y faltarle una pierna a consecuencia de lo que suele llamarse un acto de bravura, había conseguido captarse todos los favores que una persona como Ustinia podía dispensar, y seguramente habría vivido mucho más tiempo en aquellas tesituras de no haber sido porque un buen día sobrepasó el límite de sus posibilidades con el alcohol y murió de repente a causa de la borrachera. El hecho ocurrió en Pieski, un barrio característico de San Petersburgo, cuando Ustinia Fiodorovna tenía únicamente tres huéspedes, de los cuales —al trasladar y ampliar sus actividades— tan sólo habría de quedarle el señor Projarchin.

Ya fuese por culpa de los inalienables defectos del señor Projarchin o por los de sus nuevos compañeros de hospedaje, la cuestión fue que las relaciones entre unos y otros no fueron cordiales desde un principio. A tal respecto, se habrá de constatar que los nuevos huéspedes de Ustinia Piodorovna se llevaban entre ellos como auténticos hermanos. Algunos incluso trabajaban en una misma oficina. Y la mayoría acostumbraban a dilapidar gran parte de su sueldo en el juego durante los primeros días de cada mes, aparte de que eran bastante aficionados a gozar en compañía de las alegrías de la existencia. A veces, justo es decirlo, encontraban cierto placer en hablar de temas elevados y, aunque frecuentemente acababan enzarzados en violentas discusiones, no pasaba mucho tiempo sin que se restableciera entre ellos la armonía, pues en su pequeña república se hallaban desterrados los prejuicios.

Entre los huéspedes, destacaban por su personalidad: Mark Ivanovich, un intelectual que gustaba de la literatura; Oplevaniev y Prepolovienko, dos jóvenes tan sencillos como simpáticos, además de un tal Zinovi Prokofievich, qué aspiraba sobre todo a frecuentar el gran mundo, y el escribiente de juzgado Okeanov, quien por un momento estuvo a punto de ocupar el puesto de Semion Ivanovich en la obtención de los favores de Ustinia Piodorovna. Pero estaban también Sudvin, otro escribiente de juzgado, el burgués Kontariov, y algunos más. Ninguno de ellos llegó a considerar nunca como un camarada a Semion Ivanovich, aunque tampoco llegara nadie a quererle mal, pues todos le hicieron justicia desde un principio, reconociendo su bondad y su buen carácter, así como su discreción en el trato con las gentes. Era indudable que tenía sus defectos, pero todos creían que el único realmente grave era el de su absoluta falta de imaginación. Por otra parte, el señor Projarchin tenía un aspecto físico que no podía decirse que impresionara a nadie favorablemente, y esto es tanto más importante si se tiene en cuenta que las gentes de espíritu burlón suelen fijarse de forma especial en la apariencia física.

A tal respecto, y en su prurito de hombre ecuánime, Mark Ivanovich se había erigido en defensor de Semion Ivanovich frente a los otros huéspedes, proclamando que el señor Projarchin era un hombre maduro y muy serio, para el que ya había pasado el tiempo de los elogios fútiles. En consecuencia, cabe decir que, si Semion Ivanovich no tenía una amistad mayor con sus compañeros de hospedaje, era culpa suya solamente. Lo que primero saltó a la vista de aquéllos fue su sórdida avaricia, que se manifestó en él desde un principio; no consentía, por ejemplo, en prestar su tetera bajo ninguna excusa, a pesar de que no tomaba té casi nunca, pues prefería reemplazarlo por la tisana u otras hierbas de campo, de las que siempre tenía una buena provisión. Su régimen de comidas era igualmente muy personal, ya que jamás se concedía ni siquiera la mitad de la ración que Ustinia Fiodorovna servía a los demás huéspedes. Esto quería decir que, si el precio general de la comida era de cincuenta copecs, Semion Ivanovich sólo gastaba veinticinco, conformándose por lo tanto con una sopa de coles, un trozo de pan y un plato de carne, aunque lo más frecuente era que no tomase ni carne ni coles, limitándose a un bocadillo de pan con cebolla y queso blanco o una ración de melón con sal. Si se producía cualquier sustitución, los límites siempre estaban marcados por una serie de alimentos esencialmente económicos. Su lema era no pasar de los veinticinco copecs de gasto, salvo en los casos perentorios en que se sentía a punto de caer desvanecido por el hambre…

(El biógrafo debe confesar en este punto que jamás habría descendido a la descripción de unos pormenores tan insignificantes, aparentemente tan mezquinos y casi ofensivos —en especial para los lectores partidarios de los estilos literarios «nobles»—, si tales pormenores no constituyeran en verdad un distintivo particular de nuestro personaje, una especie de rasgo dominante de su carácter, ya que el señor Projarchin no se encontraba tan desprovisto de recursos económicos como se complacía en afirmar. Si se imponía todas aquellas privaciones, y además lo hacía sin temor alguno al qué dirán, era únicamente para satisfacer su avaricia y por un exceso de previsión, como veremos más adelante. Por otra parte, consideramos que no sería correcto aburrir al lector con una prolija enumeración de todos los defectos de Semion Ivanovich. Renunciaremos, por ejemplo, a describir su indumentaria, tan pintoresca como divertida, y sólo daremos cuenta de algún detalle, como el de que Semion Ivanovich jamás entregó una prenda a la lavandera. Esto es lo que aseguraba al menos Ustinia Fiodorovna. Durante veinte años consecutivos el bueno de Semion Ivanovich consideró útil el ir acumulando toda la basura que se creaba alrededor de su persona, sin dar muestras del menor sonrojo. En toda su vida jamás había utilizado calcetines, pañuelos y otras prendas por el estilo, y Ustinia Fiodorovna, que un día atisbo a su huésped por detrás del viejo biombo que le servía de tabique separador, consideraba oportuno afirmar que «el buen hombre apenas tenía nada con que cubrir la desnudez de su cuerpo». Esta clase de comentarios no comenzaron a hacerse sino después de que hubo fallecido Semion Ivanovich, pues mientras vivió —y de ello provenía principalmente su desacuerdo con los demás huéspedes— jamás pudo sufrir que nadie —incluidas sus más amistosas relaciones— fuera a meter la nariz en su rincón sin antes haberle pedido autorización para hacerlo.)

La verdad es que Semion Ivanovich resultaba un hombre casi intratable, en extremo reconcentrado y de todo punto inaccesible. No hacía caso ni de los consejos ni de las burlas, y en más de una ocasión se le había oído rechazar a cajas destempladas a quien había osado aconsejarle, diciéndole: «¿Y por qué me vienes a mí con ésas? ¡Un tunante como tú más valdría que se aconsejara a sí mismo!» Por lo demás, no era nada orgulloso, y se tuteaba de buena gana con todo el mundo, pero no podía soportar las indiscreciones ni consentir que nadie que estuviese enterado de sus manías le preguntara con segunda intención qué era lo que guardaba en su baúl. Se trataba de un mueble que estimaba más que a las niñas de sus ojos y que guardaba debajo de la cama. Aun cuando dicho baúl pareciera el reducto de los más misteriosos secretos, lo cierto es que Semion Ivanovich no guardaba en él más que una serie de cosas viejas sin valor. Sin embargo, lo tenía en tanto aprecio que incluso llegó a hacerse el propósito de comprar una cerradura con clave,, a fin de hacerlo más inaccesible. El día en que, inspirado por su falta de tacto, Zinovi Prokofievich dejó escapar la absurda idea de que Semion Ivanovich guardaba en aquel baúl sus ahorros, con el fin de legárselos en su día a sus herederos, todos se quedaron aterrados ante las extraordinarias consecuencias que podía acarrear una manifestación tan intempestiva.

En un primer momento, el señor Projarchin no acertó a encontrar expresiones adecuadas para rebatir tan absurda suposición. Durante largo rato no salieron de su boca más que palabras sueltas como toda respuesta, sin ninguna ilación ni sentido, hasta que al final pareció recordar algo y decidió echar en cara a Zinovi Prokofievich un sórdido episodio de su pasado, directamente relacionado con su prurito de acceder al gran mundo, al mismo tiempo que le recordaba el aprieto en que en cierta ocasión le había puesto un sastre al que le debía dinero.

—¡Vamos! —añadió, al final Semion Ivanovich, en su ataque al indiscreto Prokofievich—. ¡Y pensar que tú aspiras a ser abanderado de los húsares! Jamás lo conseguirás…, y menos aún si tus presuntos jefes se enteran de todas esas historias que vergonzosamente no cuentas a nadie… ¿Comprendes lo que quiero decir, tunante del demonio?

Después de aquel desahogo, Semion Ivanovich pareció sentirse más sosegado. Pero al cabo de algunas horas de silencio volvió a la carga y comenzó de nuevo a sermonear a Zinovi Prokofievich, con la natural estupefacción de todos los que se hallaban presentes en la escena. Y lo más insólito fue que no quedó allí la cosa, pues por la noche, aprovechando la circunstancia de que Mark Ivanovich y Prepolovienko habían organizado un té e invitado al oficinista Okeanov, el bueno de Semion Ivanovich se levantó de la cama y fue a reunirse con ellos, pagando lo que le correspondía por participar en la reunión. Aquella especie de capricho, que tan inusitadamente se permitía el tacaño Semion Ivanovich, no era en realidad sino una excusa para hablar ante sus compañeros de pensión del tema del «hombre pobre que, siendo realmente pobre, jamás puede pensar en hacer ahorros». Después, juzgando la ocasión propicia, el señor Projarchin aprovechó la coyuntura para reiterar su profesión de pobreza, declarando que dos días antes incluso había estado a punto de pedir un rublo prestado a cierto insolente, cosa que ya no pensaba hacer, a fin de evitar que aquel indiscreto fuese por ahí propagándolo. Se refirió también a algunas de sus obligaciones, como era la de que todos los meses tenía que enviar cinco rublos a su cuñada, que de no ser por aquella ayuda haría ya tiempo que se habría muerto de hambre. Era un acto de caridad que hacía a gusto, según afirmó Semion Ivanovich, aunque ello supusiera privarse de un traje nuevo y alguna que otra cosa.

Semion Ivanovich habló durante largo rato de aquel tema, llegando a hacer una auténtica apología de su generosidad para con aquella necesitada mujer que era su pobre cuñada. Al final, se hizo una especie de lío aritmético con los cinco rublos… y prefirió guardar silencio definitivamente. Pero tres días después, y cuando ya nadie pensaba en ninguna clase de alusión, afirmó que, Zinovi Prokofievich se rompería una pierna en cuanto entrase a formar parte de los húsares, y esto le obligaría a ponerse otra de madera, ocurriendo entonces que se vería forzado a pedir un pedazo de pan a él, a Semion Ivanovich, quien aprovecharía la circunstancia para negárselo y para mandar a paseo a aquel mequetrefe.

Como es lógico, todo aquel afán de Semion Ivanovich por demostrar algo acabó resultando particular, mente curioso a los demás huéspedes, que acordaron seguir atacándole en aquel punto. No obstante, desde que el señor Projarchin decidiera integrarse en la reunión, mostró un especial empeño por estar al corriente de todo, y multiplicaba sus preguntas con no se sabía qué misteriosos fines, de forma que las discusiones y los diálogos conñictivos se desarrollaban sin apenas preámbulos. Parecía que se tratara de un juego preestablecido entre las distintas partes.

El medio de entrar en materia era siempre el mismo, por lo que a Semion Ivanovich se refiere: a la hora del té saltaba de la cama, se acercaba al grupo con extremada humildad, al mismo tiempo que con una especie de simpática predisposición, y entregaba sus veinticinco copecs estipulados para los gastos de la reunión, anunciando su intención de tomar parte en ella. Entonces todos los jóvenes se ponían de acuerdo mediante gestos convenidos para entablar una conversación que en principio siempre era decorosa y seria. Al cabo de cierto tiempo, sin embargo, indefectiblemente había alguien que comunicaba a los demás algunas noticias tan apócrifas como inverosímiles. Un ejemplo podía ser el siguiente: se le había oído decir a Su Excelencia que los empleados casados eran mucho más eficientes que los solteros y que, en consecuencia, se les debía dar preferencia en los ascensos, pues resultaba comprensible que los hombres realmente sensatos y juiciosos adquirieran en la práctica de la vida matrimonial toda clase de virtuosas aptitudes. A continuación, el comentarista exponía su propósito de contraer matrimonio con una determinada muchacha, ya que le parecía lo más sensato. En otras ocasiones, el bromista de turno decía haber notado en algunos de sus compañeros tal ignorancia de las costumbres mundanas y de las buenas formas, que le parecía imposible que fuesen nunca admitidos en el trato de ciertas damas, y que, como consecuencia de todo ello, se había decidido en las altas esferas retener los sueldos a dichos empleados con objeto de organizar un salón de baile donde pudieran adquirir una determinada distinción para sus maneras, además de un porte correcto, bondad de corazón, sentimientos de gratitud y otras estimables condiciones por el estilo. A veces, alguno de los componentes de la tertulia salía diciendo que todos los empleados, incluso los más antiguos, iban a ser sometidos a un examen para que acreditasen su grado de ilustración, de lo cual resultaría que, por fin, se iba a saber quién era quién, puesto que muchos se verían obligados a enseñar sus cartas.

En resumen, como se comprobará, en aquellas reuniones se decían y comentaban las cosas más disparatadas, que todos fingían creer, demostrando además que les interesaban especialmente, ya que incluso hacían las correspondientes alusiones o comentarios con respecto a los efectos que tal o cual medida acarrearía a tal o cual miembro de la tertulia. En ocasiones, se apoderaba de ellos un supuesto aire melancólico, pues movían la cabeza como si pidiesen consejo a alguien invisible sobre la conducta que habrían de seguir en un trance semejante.

El lector comprenderá fácilmente que cualquier persona menos tímida que el señor Projarchin habría perdido su paciencia ante todas aquellas patrañas y embustes tan toscamente urdidos. Los indicios demostraban, por tanto, que Semion Ivanovich era una criatura de cortos alcances y muy poco apta para el discernimiento de cualquier nueva idea. Era evidente que comenzaba a dar vueltas y más vueltas en su cabeza a todas aquellas noticias sensacionales, acabando por perderse en el dédalo de los pensamientos más insólitos, sin lograr acomodarlos a su particular comprensión. Este juego mental descubrió en Semion Ivanovich un cierto número de facultades singulares que nadie habría sido capaz de suponerle nunca.

A tal respecto se divulgaron rumores lo suficientemente extendidos como para que llegaran hasta la oficina. El efecto de tales habladurías quedó subrayado además por el cambio que acabó operándose en nuestro personaje, de quien nadie recordaba que hubiera cambiado jamás de expresión. Su rostro denotaba ahora inquietud, mientras que su mirada era recelosa y tímida. Temblaba como si tuviese el mal del azogue y podía notarse fácilmente que, a cada nuevo infundio, alargaba las orejas con una febril ansiedad. En el colmo de su preocupación, incluso se llegó a convertir en un apasionado de la investigación, ya que, por lo menos en dos ocasiones, y en su afán de verificar cuál era la verdad, tuvo la osadía de interpelar al propio Demid Vasilievich, es decir, a Su Excelencia. En este sentido, si pasamos por alto las consecuencias que para Semion Ivanovich tuvieron tales gestiones, lo hacemos tan sólo por respeto a su memoria.

En un principio, las gentes tomaron a Semion Ivanovich por una especie de misántropo desdeñoso de los miramientos sociales, y no se equivocaban, pues frecuentemente se quedaba como alelado, con la boca abierta y la pluma en el aire; su apariencia no pasaba de ser la de una persona medianamente inteligente. A veces, al ver aquella mirada ausente, algún compañero distraído exteriorizaba su preocupación, comunicándosela a los demás. La indecorosa conducta de Semion Ivanovich desconcertaba, por así decirlo, a todas las personas más o menos normales y sujetas a un comportamiento correcto, e hizo que se le llegara a considerar como una especie de desequilibrado mental.

Un día se comenzó a decir por la oficina que el señor Projarchin había dado un gran susto con su extraño aspecto al propio Demid Vasilievich, quien retrocedió instintivamente unos pasos al encontrarse en un pasillo con el inquietante personaje. Cuando Semion Ivanovich se enteró de esto, se levantó muy despacio, se abrió paso por entre las mesas, recogió su abrigo y no apareció por allí en una temporada.

¿A qué se debió este proceder? ¿Fue por miedo o por alguna otra causa? Nadie pudo averiguarlo. La cuestión es que durante un cierto tiempo nadie dio razón de él. No estaba en su casa, ni en ningún otro de los pocos lugares que frecuentaba. ¿Adonde huyó Semion Ivanovich? ¿Qué hizo mientras se halló ausente? Ni que decir tiene que nuestra intención no es la de explicar los actos de nuestro héroe utilizando las particularidades de su juicio o de su estado mental. Diremos, simplemente, que Semion Ivanovich no era un hombre de mundo y que, hasta entonces, había vivido en una soledad casi completa, distinguiéndose allí donde iba por su carácter taciturno. En el barrio de Pieski se pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en su cama, al iguail que sus dos compañeros de pensión, tan misteriosos como él, pudiéndose decir que aquel terceto de extraños seres pasaron quince años viviendo juntos y sin dirigirse apenas la palabra. Las horas y los días transcurrían venturosos y en medio de un soporífero silencio, y todo marchaba tan bien que ni Semion Ivanovich ni Ustinia Fiodorovna recordaban ya cómo ni cuándo llegaron a conocerse.

—Debe hacer diez, quince…, o quizá veinticinco años que está en casa —solía decir la patrona, cuando se refería a su insólito huésped.

No debe extrañarnos, pues, que Semion Ivanovich se sintiera un poco a disgusto en los últimos tiempos, al verse mezclado en la pensión con todos aquellos jóvenes, que armaban ruido y siempre estaban de broma, siendo como era él tan serio y reservado.

La desaparición de Semion Ivanovich suscitó un gran alboroto en la casa de huéspedes. En primer lugar, porque era el favorito de la patrona, y después por otras varias causas, entre las cuales estaba el hecho de que no se hubiera encontrado su pasaporte, que había entregado para que se lo guardara a Ustinia Fiodorovna; ésta se pasó dos días derramando lágrimas a torrentes, tal como acostumbraba a hacer en los momentos críticos. Durante aquellos dos días, no dejó de zaherir además a los otros pensionistas, recriminándoles el haber ahuyentado a Semion Ivanovich con sus burlas. Al tercer día, sin embargo, dejó de llorar y les conminó muy seriamente para que fuesen en busca del fugitivo y se lo trajesen lo antes posible.

Al atardecer de aquel mismo día llegó Sudvin y aseguró a la patrona que estaba sobre la pista del desaparecido, pues le había visto en un mercado y seguido muy de cerca, aunque sin atreverse a hablarle por no ahuyentarle… Primero se detuvo en un incendio de la calle Krivoi y después le siguió, con la esperanza de ver dónde se alojaba, pero al final le había perdido de vista. A juicio de Sudvin, era cuestión de volver por aquellos parajes para averiguar cuál era su nuevo domicilio.

Una media hora después llegaron Okeanov y Kontariov, que corroboraron en todo lo dicho por Sudvin. Kilos también habían visto al fugitivo muy de cerca, pero tampoco llegaron a hablarle. No obstante, pudieron constatar el hecho de que Semion Ivanovich iba acompañado de un individuo con aspecto de mendigo o de borracho. Por último llegaron los otros dos compañeros del grupo de pensionistas más allegados al desaparecido, y aunque ellos no le habían visto, después de escuchar a sus dos amigos, coincidieron en deducir que el señor Projarchin no podía estar muy lejos y que lo más probable era que no tardara en volver a su redil. Añadieron, no obstante, que ellos sabían desde hacía tiempo que Semion Ivanovich frecuentaba el trato de aquél mendigo, un hombre con aspecto de taimado, que seguramente le habría engañado con alguna treta.

Aquel sujeto, en realidad, no era desconocido de nadie. Había hecho su aparición bajo los auspicios del huésped Remniov y pasó algunos días en la pensión, aproximadamente un par de semanas antes de la desaparición del señor Projarchin. Según él, era una «víctima de la iniquidad», y había ejercido como oficinista en provincias, donde a consecuencia de una visita de inspección le destituyeron junto con otros compañeros. Entonces había venido a San Petersburgo y se había echado a los pies de Porfiri Grigorievich, pidiéndole un puesto en cualquier oficina que fuese, cosa que obtuvo con cierta rapidez. Sin embargo, perseguido por la desdicha, se encontró muy pronto en la calle al ser cerradas aquellas oficinas, que luego se reorganizaron; pero entonces nadie contó con él a causa de su demostrada incapacidad administrativa, como también a causa de su capacidad no menos demostrada para ciertos trabajos de muy distinta índole, sin mencionar su admitido «amor a la verdad» y las maniobras de los enemigos que se había granjeado dentro de la gerencia de la compañía. Un día, tras contar todas estas peripecias en la pensión, el tal Zimoveikin abrazó varias veces a su amigo Remniov, hombre de barba hirsuta, saludó con grandes inclinaciones de cabeza a todos los presentes, sin olvidarse siquiera de la criada Avdotia, diciendo que eran sus bienhechores y que se consideraba culpable de diversas faltas, entre otras la de ser un necio y una persona indigna, y a continuación rogó a toda aquella honrada asamblea que no le tomasen nada en cuenta, a la vista de su denigrante estado. Habiéndose granjeado de esta manera la protección, si no la conmiseración, de todos los presentes, el señor Zimoveikin se mostró mas satisfecho, por haberse quitado un gran peso de encima, y se puso a besar las manos a Ustinia Fiodorovna, a pesar de las protestas de la patrona, que alegaba modestamente lo sucias que las llevaba.

El señor Zimoveikin, llevado por su buen estado espiritual de aquel momento, prometió a los presentes darles a conocer aquella misma noche todas sus habilidades en una danza característica. Pero al día siguiente los huéspedes se encontraron con un imprevisto y lamentable desenlace de aquella aventura. Sea porque había «deshonrado y afrentado a Ustinia Fiodorovna —según afirmó ella—, que hacía ya tiempo qu hubiera podido ser la esposa del oficial Yaroslav Ilich», o por cualesquiera otras razones, la cuestión es que Zimoveikin desapareció de la pensión. Poco después volvió, pero lo único a que dio lugar fue a que le expulsaran ignominiosamente, si bien aprovechó la ocasión para congraciarse con Semion Ivanovich, al que no se sabe cómo consiguió sonsacar los pantalones más decentes que tenía nuestro personaje. Ahora, Zimoveikin volvía a aparecer, y lo hacía bajo todas las apariencias de haber seducido a Semion Ivanovich.

A tal respecto, en cuanto Ustinia Fiodorovna se hubo enterado de que el fugitivo se encontraba sano y salvo, y de que por consiguiente no había que dar parte a las autoridades de la desaparición de su huésped, se sosegó inmediatamente y optó por marcharse a la cama a descansar. Los huéspedes, sin embargo, se quedaron parlamentando sobre la situación, y acordaron dispensar al fugitivo una triunfal recepción. Sin temor a estropear nada, apartaron el biombo del lecho, revolvieron éste ligeramente, y colocaron a su pie el famoso baúl. Después, sobre la cama, colocaron una muñeca, que confeccionaron con el chai de la patrona, poniéndole incluso su cofia y su mantón. Con aquella puesta en escena no cabe duda de que hubieran podido sorprender a cualquiera. Por último, decidieron esperar impacientes la llegada de Semion Ivanovich. Pensaban anunciarle que su cuñada había venido de provincias para verle, y que la infortunada, al no encontrarle, no había tenido más remedio que acostarse en su cama, puesto que él no la ocupaba.

Aquella noche se la pasaron en vela, esperando y esperando… Tanto esperaron, que Mark Ivanovich tuvo tiempo para perder su sueldo de una quincena, que ganaron Prepolovienko y Kontariov. En cuanto a Okeanov, tuvieron que darle tantas veces con los naipes en las narices como castigo, que acabaron poniéndosela roja por completo. Se hizo tan tarde, que incluso Avdotia se levantó para emprender sus primeras tareas de la mañana, que eran las de traer leña y encender la estufa. Zinovi Prokofievich acabó completamente empapado a causa de tanto entrar y salir a la calle para ver si Semion Ivanovich llegaba, pues durante toda la noche y la madrugada estuvo lloviendo sin parar. Pero ni nuestro héroe ni su amigo, el andrajoso Zimoveikin, dieron señales de vida. Por último, rendidos, fueron todos a acostarse, dejando, sin embargo, a la «cuñada» sobre el lecho del señor Projarchin.

Había amanecido ya cuando se oyó resonar ¡a puerta de un coche con un formidable estrépito que por sí solo habría sido capaz de despertar a todo un batallón. Era él, Semion Ivanovich, el tan esperado fugitivo… ¡Pero en qué estado llegaba! Ante aquel tumulto, se despertaron todos, y al verle no pudieron hacer otra cosa que coincidir en una expresión general de emocionada sorpresa. El señor Projarchin parecía haber perdido el conocimiento. El cochero que le había traído le condujo hasta su rincón, y allí le depositó, exánime y medio harapiento.

La patrona preguntó al cochero dónde se había emborrachado su huésped, pero el buen hombre le contestó:

—Señora, ¿no ve que ese hombre no está borracho? Puedo asegurarle que no ha bebido ni una gota de alcohol… El estado en que se halla tiene todo el aspecto de ser la consecuencia de un síncope o de un ataque de apoplejía.

En función de una mayor comodidad, pusieron al enfermo junto a la estufa. Después de mirarle detenidamente, coincidieron todos en que, en efecto, aquello no tenía aspecto de ser una borrachera. Era indudable que al señor Projarchin le ocurría algo, pero ¿qué podía ser? No podía mover la lengua y temblaba como un azogado. Apenas podía pestañear, pero cuando entreabría los ojos lanzaba miradas de asombro a su alrededor, como si no conociera a sus demás compañeros de pensión, que habían acudido todos con sus ropas de dormir. Alguien preguntó al cochero dónde le había recogido.

—Unos señoritos, que iban muy alegres, me lo entregaron tal como ustedes le están viendo en estos momentos… —dijo el buen hombre—. Al parecer venía de. la parte del barrio Kolomna. En un principio me dije que se habría efectuado algún duelo, pero luego ya no supe qué pensar… Lo que sí puedo asegurarles es que aquella gente se divertía mucho… Debía tratarse de una de esas juergas que se arrastran desde la noche hasta la madrugada, ¿comprenden lo que quiero decir?

Levantaron a Semion Ivanovich y le metieron en la cama. Cuando al estirarse en el lecho sintió a la «cuñada» a su lado y el cofre a los pies, lanzó un terrible grito, se puso a cuatro patas y comenzó a temblar, afanándose por tapar con sus manos y el cuerpo la mayor parte posible del baúl, al mismo tiempo que dirigía a los presentes miradas hurañas, como si hubiera querido decirles que prefería antes la muerte que perder ni siquiera la centésima parte de su miserable peculio…

Semion Ivanovich permaneció lo menos tres días en cama, detrás de su biombo, apartado del mundo y de sus vanas agitaciones, sumido en aquella especie de retiro voluntario, pues a partir del día siguiente ya nadie volvió a preocuparse de él. Iban sucediéndose las horas y los días, mientras que una especie de sopor hacía presa en el ardiente y pesado ánimo del enfermo. Sin embargo, no se movía ni se quejaba, guardando un silencio absoluto. Se pegaba a la cama del mismo modo que una liebre se pega a la tierra en cuanto oye que el cazador se acerca.

A veces pesaba sobre el cuarto una quietud triste y desesperante. Aquello era la señal de que todos los huéspedes habían salido a sus ocupaciones y de que las demás dependencias se hallaban vacías. Semion Ivanovich podía entonces distraerse a sus anchas y adormecer su tristeza escuchando los rumores cercanos de la cocina, donde la patrona desempeñaba sus quehaceres cotidianos, mientras Avdotia, con sus ligeros pasos, recorría la casa de un lado a otro, haciendo la limpieza. Así transcurrían para nuestro héroe las horas, horas de pereza y de sopor, y tan monótonas como las gotas de agua que caían en el fregadero de la cocina. Más tarde, poco a poco, regresaban los huéspedes, y Semion Ivanovich los oía quejarse del tiempo, pedir la comida, armar sus acostumbrados alborotos, discutir entre ellos, jugar a las cartas y preparar el té. Instintivamente, el enfermo hacía ademán de levantarse, con la intención de unirse a ellos, pero, de pronto, volvía a dejarse caer en el lecho, completamente aletargado. En tales momentos se dedicaba a soñar que ya estaba en la mesa, tomando su taza de té y conversando con todos. Zinovi Prokofievich, siempre dispuesto a coger las ocasiones por los pelos, deslizaba en la conversación alguna palabra relativa a las cuñadas y a sus relaciones con las personas decentes. Al llegar a este punto, Semion Ivanovich hacía lo imposible por disculparse y responder, pero la frase protocolaria de «como ya hemos dicho en otras ocasiones», pronunciada por todos los labios a un mismo tiempo, hacía que el señor Projarchin se desanimara por completo en su intención de replicar, no quedándole otro recurso que pensar en el primer día del próximo mes, que era el día esperado en que cobraba su sueldo. Mientras descendía por la escalera iba doblando los billetes que le habían dado, después lanzaba una furtiva mirada a su alrededor y se apresuraba a esconder la mitad de su mensualidad en la caña de las botas. Todavía en la escalera (y sin ser consciente de que aquella escena ocurría en su mente mientras se encontraba en la cama) se prometía que, en cuanto llegara a casa, pagara a la patrona y se comprara algunas cosillas necesarias, procuraría enviar lo más posible a su cuñada, a la que después compadecería, como era su costumbre. En tales ocasiones, no era capaz de hablar de otra cosa durante dos días, y pasada una semana volvía a su tema de la pobreza, en la confianza, sin duda, de que insistiendo sobre ello acabaría convenciendo a sus compañeros de pensión…

Una vez tomadas todas estas decisiones, caía inevitablemente en la cuenta de que Yefimovich, aquel hombrecillo taciturno y calvo que a lo largo de veinte años viviera a su lado, sin que nunca hubiera llegado siquiera a saber cómo era el timbre de su voz, solía detenerse también en la escalera para contar su paga, murmurando para sí: «¡Esto es una cantidad de dinero…!» Después, mientras bajaba la escalera, aquel hombre aún decía, con acento de tristeza: «Está claro; si no hay dinero, no hay comida ni hay nada.» Y en el último peldaño añadía: «¡En mi casa somos siete de familia, mi querido señor!» A continuación, y sin preocuparse de conducirse como un fantasma, én contra de todas las leyes del comportamiento en la vida real, aquel hombrecillo calvo se alzaba sobre la punta de sus pies y, trazando en el aire una línea descendente con mano temblorosa, refunfuñaba algo entre dientes, asegurando que su hijo mayor iría al liceo, a la vez que asaeteaba con una mirada fulgurante al señor Projarchin, como si le hiciese responsable de su numerosa familia y de las penurias que se veía obligado a soportar. Una vez en la puerta, se calaba él sombrero hasta los ojos, daba media vuelta a la izquierda y desaparecía.

Semion Ivanovich quedaba siempre muy impresionado ante aquella escena, y, aunque estaba seguro de su inocencia, había comenzado a concebir como algo verosímil que él tuviese alguna culpa de los apuros de aquel desventurado. En tales momentos se sentía sobrecogido de un cierto temor y su primera reacción era echarse a correr, tan aprisa como podía, pues le parecía que el hombrecillo calvo iba a volver sobre sus pasos con la decidida intención de registrarle y quitarle su dinero de los bolsillos, en nombre de las necesidades de su familia y prescindiendo de toda consideración para con las necesidades del propio Semion Ivanovich… En efecto, el señor Projarchin corría y corría hasta perder el aliento, al mismo tiempo que notaba cómo a su lado corría también mucha gente con dinero en los bolsillos. Después se dejaban oír las campanas de los bomberos, él se sentía encumbrado hasta la cima de aquella oleada humana, y luego se veía rodar… hasta aquel incendio que recientemente había presenciado en compañía de su amigo el mendigo Zimoveikin, que saliendo a su encuentro le tendía una mano para volver a conducirle hasta lo más apretado del gentío. Una especie de borrascosa marea humana se encrespaba a su alrededor, obstruyendo el paso hacia el muelle de la Fontanfca, tanto por los dos puentes como por todas las callejuelas circundantes. La muchedumbre les empujaba hacia el inmenso arsenal de madera, lleno de curiosos que sin duda procedían de todas las partes de la ciudad, y principalmente de las casas y tabernas más próximas…

El señor Projarchin volvía a verlo todo tan claramente como si lo estuviera presenciando de nuevo entre los torbellinos de la fiebre y el delirio. Las más extrañas figuras pasaban por delante de sus ojos, pudiendo reconocer a algunas de ellas. Allí estaba, por ejemplo, aquel caballero de aspecto tan imponente, de considerable estatura y con unos grandes bigotes, que durante todo el incendio permaneció a sus espaldas, felicitándole cuando nuestro héroe, poseído por una especie de rapto frenético, se puso a saltar y vitorear a los bomberos por las proezas que éstos realizaban, y a los que él, desde su punto de observación, podía contemplar sin perderse ningún detalle. También veía al vigoroso joven que de un salto salvó un muro, con el propósito de llevar a cabo no se sabía qué salvamento… De la misma forma, el señor Projarchin vio desfilar ante él la cara de un anciano de tez terrosa, arropado en una bata muy usada y teñida por algo completamente indefinible: aquel buen hombre había salido, al parecer antes de iniciarse el incendio, a comprar galletas y tabaco a alguna tienda vecina, y ahora pretendía atravesar la multitud con dirección a su casa, en cuyo interior se hallaban su mujer, su hija y todos sus ahorros, treinta rublos escondidos en un lecho de plumas. La figura que más nítidamente veía era, sin embargo, la de una pobre mujer con la que ya había soñado más de una vez en el transcurso de su enfermedad, y a la que veía tal y como era en realidad, con su calzado de madera, un palo en la mano y cubierta de harapos, con un atadijo a la espalda: ella sola armaba más alboroto que los bomberos y la muchedumbre que, la rodeaba, pues gritaba que sus hijos la habían arrojado a la calle y que, además, había perdido dos monedas de cinco copecs… «¡Los hijos! ¡El dinero! ¡Mis diez copecs! ¿Dónde están mis hijos?», repetía una y otra vez, en medio de un galimatías que por lo demás resultaba absolutamente incomprensible. Al final, todo el mundo acabó volviéndole la espalda y no haciéndole caso, lo cual no arredró a la buena mujer, que seguía chillando y manoteando al aire, sin prestar ninguna atención al incendio, ni a la gente, ni a la desgracia ajena, como tampoco a las chispas y a los escombros, que casi le caían encima.

El señor Projarchin, en su visión, volvió a sentir el pánico que sintiera cuando, muy cerca de él, un anciano de cabellos y barba rubios, envuelto en una pelliza hecha jirones, se puso a azuzar a la muchedumbre en contra de su persona. Pudo ver cómo crecía aquel gentío, y experimentó el mismo terror que experimentara al contemplar aquella muchedumbre que amenazaba con aplastarle, mientras el aldeano seguía vociferando. Nuestro héroe, petrificado por el terror, recordó de pronto cómo había identificado a aquel hombre con cierto cochero al que hacía cinco años le había robado de un modo innoble, saltando del coche antes de que se detuviera, para no pagarle el importe del alquiler de su carruaje… El señor Projarchin quería gritar, hablar, explicarse, pero la voz no le salía de la garganta. Además, sentía sobre todo su ser la presión de aquel gentío furioso, que le apretujaba como una serpiente, impidiéndole casi respirar.

Ante aquella angustia, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, el señor Projarchin se despertaba… Pero entonces descubría que su rincón también estaba ardiendo, así como el biombo y el resto del piso, mientras que Ustinia Fiodorovna y los demás huéspedes se debatían en medio de la gigantesca hoguera. La cama, las ropas, el baúl, todo ardía, y por supuesto también su apreciado colchón, con el cual cargaba para darse a la fuga y ponerse a salvo cuanto antes mejor… Y así fue como, en un momento dado, penetró descalzo y con sus ropas de dormir en la alcoba de la patrona, donde le cogieron y le ataron con unas cuerdas, restituyéndole a su rincón, que, por supuesto, ardía mucho menos que su pobre cabeza.

Es así también como el animador de los polichinelas reintegra al fondo de su caja a los muñecos que ya danzaron bastante, expresando su comedia, insultando a todo el mundo y vendiendo su alma al diablo. El pelele interrumpe así su existencia hasta la próxima representación, quedando acostado en su receptáculo y teniendo por compañía no sólo al mencionado demonio, sino también a Pierrot y Colombina, y al feliz amante de ésta, el oficial de la policía rural…

Todos los huéspedes de la casa se congregaron alrededor del lecho de Semion Ivanovich, y allí se quedaron durante largo rato, mirándose unos a otros con gestos de interrogación. El primero que rompió el silencio fue Mark Ivanovich, quien guiado por la sensatez comenzó diciendo que era preciso guardar la calma. Al enfermo, entre otras cosas, le dijo que estar enfermo era algo muy feo y propio de niños, por lo cual era necesario que se repusiera y volviera a la oficina. A tal respecto, incluso se permitió una broma, manifestando que consideraba el sueldo que, en buena ley, debían cobrar los empleados enfermos, si bien parecía evidente que no podía ser muy ventajoso… En resumen, todos los de la casa se hacían partícipes del estado de Semion Ivanovich, por quien sentían una especie de humana compasión.

El enfermo, sin embargo, cegado por la más irracional de las incomprensiones, se empeñó en seguir en la cama, tirando el cobertor hacia un lado y sin pronunciar ni una sola palabra. Mark Ivanovich no se dio por vencido, y prosiguió, con sus amabilidades dentro de la mayor contención, pues consideraba que con los enfermos hay que guardar siempre ciertos miramientos. Pero Semion Ivanovich no le hacía ningún caso, y no cesaba de refunfuñar con aire desconfiado, hasta que de pronto dirigió miradas recelosas a diestro y siniestro, como si hubiese querido fulminar a todos los presentes. Aquella actitud hacía que resultaran superfiuas todas las precauciones de Mark Ivanovich, quien al final, entre resentido y defraudado, comenzó a dar muestras de estar a punto de encolerizarse… Dijo al enfermo, de una forma clara y terminante, que ya era hora de que se levantara de la cama, puesto que no se iba a pasar toda la vida tumbado, relatándoles historias más o menos inverosímiles de incendios, cuñadas, borrachos, baúles y toda clase de zarandajas. Le reprochó, además, que si no tenía ganas de dormir, ello no le autorizaba a quitar el sueño a los demás.

Aquel discurso hizo su efecto en el enfermo, que se encaró a Mark Ivanovich para decirle con entereza, aunque con voz débil y ronca:

—¡Cállate ya, pareces un charlatán! ¿Quién te has creído que eres?

Por un momento pareció que Mark Ivanovich iba a perder el control dé sí mismo, pero recordó una vez más que se hallaba ante un enfermo y se apaciguó, limitándose a reprochar su conducta a Semion Ivanovich con cierta suavidad, lo cual no sirvió de nada, porque aquél le replicó, interrumpiéndole, que no estaba dispuesto a soportar ninguna clase de sermones, por muy convincentes que pudieran parecer.

Después se hizo un prolongado silencio, que duró hasta que Mark Ivanovich, repuesto de su asombro, declaró, con tono firme y no sin elocuencia, que Semion Ivanovich debería tener presente que se encontraba entre personas decentes, y, por lo tanto, su deber era comportarse de una forma mínimamente correcta.

Cuando era preciso, Mark Ivanovich gustaba dea cultivar un cierto estilo oratorio, pues sabía que de aquel modo intimidaba con facilidad a sus oyentes. Semion Ivanovich, por el contrario, y debido quizá a su larga práctica del silencio, era hombre de pocas palabras. Cuando se arriesgaba a soltar una parrafada algo extensa, las palabras se agolpaban en sus labios y le llenaban la boca, de suerte que se veía obligado a soltarlas en el más arbitrario y pintoresco de los desórdenes. Por esto solía decir cosas incongruentes y sin demasiado sentido, como ocurrió en aquella ocasión.

—¡Mientes y eres un libertino! —respondió nuestro héroe al bienintencionado Mark Ivanovich—. Mientes y obras de mala fe, pero Dios te castigará y hará que te veas pidiendo limosna… ¡No eres más que un librepensador y un muerto de hambre!

—Semion Ivanovich, continúa usted desvariando, y sólo teniendo en cuenta su estado…

—¿Qué dices, imbécil? —le interrumpió el enfermo—. El necio es quien desvaría, pero el sabio emplea su inteligencia. Tú no sabes nada de nada. Eres un ignorante, que lo único que hace es hablar como un libro… ¡Algún día arderás como lo que eres, como un simple atadijo de papel!

—¿Qué es lo que dice? ¿Que voy a arder como el papel? ¡Oh! ¡Este hombre está loco!

Pero Mark Ivanovich ni siquiera se molestó en terminar la réplica que había pensado. Los demás, por su parte, comprendieron asimismo que Semion Ivanovich no había recuperado su equilibrio mental y que seguía desvariando. La patrona, sin embargo, no dejó de recordar que el incendio de la calle Krivoi tuvo su origen en una vela que una muchacha se había dejado encendida, advirtiendo que ella no estaba dispuesta a que allí ocurriera otro tanto, así es que todos podían considerarse seguros.

—Vamos a ver, Semion Ivanovich, ¿por quién nos ha tomado usted? —exclamó de pronto Zinovi Prokofievich, interrumpiendo a la patrona—. ¿Acaso cree que estamos aquí para contarle chismes de su cuñada o para hablar de bailes y exámenes? ¡Vamos, conteste!

—No. Contéstame antes tú —replicó a su vez nuestro héroe, que pareció reunir todas sus fuerzas para incorporarse en la cama—. Dime, Zinovi Prokofievich, ¿sabes lo que es un bufón? ¿Qué eres tú? ¿Un bufón, el perro del bufón, el que dice las bufonerías…, o un simple criado de no se sabe quién? En lo que a mí concierne, te diré que no estoy dispuesto a ser criado de nadie, ¿lo has oído bien, mequetrefe de los demonios?

Semion Ivanovich se disponía a decir algo más, pero sin duda sintió que se le agotaban las fuerzas y optó por callar, mientras se desplomaba de nuevo en el lecho. Todos los presentes se quedaron un tanto estupefactos, pues comprendían el estado en que se hallaba el enfermo y no sabían muy bien qué hacer para ayudarle.

De pronto se abrió la puerta de la cocina y vieron asomar por ella la cabeza del señor Zimoveikin, el amigo borracho de Semion Ivanovich. El recién llegado, sin pasar adelante, echó una minucioso vistazo a la habitación. Parecía que le hubieran esperado, pues todos los huéspedes le hicieron señas a un mismo tiempo para que se acercara. El visitante, al percibir aquella especie de bienvenida, no dudó ni un segundo en pasar al interior de la pieza, cosa que hizo muy ufano, y quitándose el abrigo se acercó al lecho donde se encontraba el enfermo.

Todos los indicios parecían indicar que las últimas horas del señor Zimoveikin habían sido algo agitadas, pues llevaba una venda a lo largo del lado derecho de su rostro, a la vez que una especie de líquido purulento se desprendía de sus ojos. Por lo demás, el lado izquierdo del gabán y de sus harapos aparecían empapados de una especie de barrillo. Debajo del brazo llevaba un váolín, que sin duda iba a vender. Cuando comprobó el estado de su amigo, se encaró a él y, empleando un tono de superioridad muy consciente, como hombre que conocía el resorte más apropiado, exclamó:

—Veamos, Sionka, ¿qué haces ahí en la cama…? Debes levantarte. Tú eres un hombre sensato y sabes cuál es tu deber. No obstante, si te empeñas en mantener esa actitud, tendré que echarte de la cama… ¿Verdad que no me darás lugar a hacer una cosa así?

La energía de aquel breve discurso no dejó de asombrar a los presentes. Pero todavía fue mayor su sorpresa cuando comprobaron la impresión que aquellas palabras habían causado en el señor Projarchin, que apenas se atrevió a refunfuñar entre dientes:

—¡Cállate ya, desdichado! Es lo mejor que puedes hacer. ¡Miserable! ¡No eres otra cosa que un ratero! Por lo que veo, tú también te crees un príncipe. Hoy me encuentro rodeado de príncipes… ¡Hum! ¡Vaya unos príncipes de pacotilla!

—Amigo mío, creo que nadie mejor que tú sabe que ese comportamiento no es correcto… —replicó Zimoveikin, sin perder ni un ápice de su sangre fría—. Pero, si es así, dime una cosa: ¿a quién pretendes engañar? ¡Vamos, deja de comportarte de esa manera! Te aconsejo que me hagas caso, porque de lo contrario contaré a esta gente lo que sé… y de esta forma tendrás que quitarte la máscara. ¡Vamos, Sionka, obedéceme de una maldita vez! ¿Me oyes?

Semion Ivanovich quedó realmente impresionado ante aquellas palabras. Dio una especie de respingo y comenzó a mirar a todos, asustado. Zimoveikin se sentía, al parecer, satisfecho de los resultados obtenidos, y ya iba a continuar cuando Mark Ivanovich, anticipándose a su celo y viendo al enfermo en otra actitud más normal, le hizo notar que el empleo de semejantes métodos de coacción podía ser nocivo, si no inmoral, dada la situación del señor Projarchin. Todos los presentes esperaban que aquella reprensión tuviera los mejores resultados, tanto más cuanto que Semion Ivanovich parecía estar ya más sosegado, como lo demostró el que contestara a sus interlocutores con la mayor mesura. El crispado intercambio de insultos del principio dio paso de este modo a una cortés discusión, y con fraternal interés preguntaron los huéspedes al enfermo sobre la causa por la que se había asustado de aquel modo. Semion Ivanovich les respondió a todos, pero lo hizo con evasivas. Los demás insistieron, y él se mantuvo en su ambigua postura explicativa. Se sucedieron las preguntas y las respuestas, hasta que al ñnal acabó hablando todo el mundo a la vez. Se organizó tal barahúnda, y la conversación tomó un giro tan extraño y sorprendente, que por último se transfiguró en algo imposible de describir. La moderación se trocó en enojo, el enojo en gritos, y éstos en lamentos, hasta que Mark Ivanovich, furioso, se marchó, jurando que jamás había topado con un hombre tan antipático e intratable como Semion Ivanovich. Por su parte, Oplevaniev escupió en el suelo en señal de desprecio. Okeanov estaba asustado. Zinovi Prokofievich se lamentaba en tono dramático. Y Ustinia Fiodorovna vertió un torrente de lágrimas, gritando que aquel desagradecido había perdido la razón, y se lamentaba de su orfandad y de que entre todos sólo buscaban llevarla a la ruina.

En resumen, los huéspedes pudieron convencerse de que la semilla había arraigado en el terreno más propicio, pues Semion Ivanovich parecía haber perdido el equilibrio mental de una forma tan prodigiosa como irremediable. Todos guardaron silencio; seguramente pensaban que, si bien es verdad que habían conseguido amedrentar en cierto modo al enfermo, no podían evitar cierto temor por las consecuencias…

—¡Cómo! —exclamó de pronto Mark Ivanovich—. Veamos, ¿de qué se asusta usted? ¿Qué es lo que le ha hecho perder la cabeza de esa manera? ¿No será que se cree demasiado importante? ¿Quién se cree que quiere hacerle daño? La verdad es que no comprendo su miedo. ¿Cómo puede tener miedo un cero a la izquierda, o una peladura de naranja, o una simple piltrafa humana? Porque, no se haga ilusiones, usted no es otra cosa… ¿O acaso cree que porque hayan matado a una mujer en la calle le va a ocurrir a usted lo mismo? ¡Vamos, hombre, vamos!

—Tú…, tú…, tú eres un necio… —refunfuñó Semion Ivanovich—. ¡Eso es lo que eres! TJn día te comerás tú mismo las narices… y no te darás ni cuenta. ¡Eres un imbécil!

—¿Imbécil yo? ¿Imbécil yo? —repetía una y otra vez Mark Ivanovich, como si no fuese capaz de dar crédito a sus oídos—. Está bien, supongamos que yo soy un imbécil, pero entonces, ¿qué será usted, puesto que cree que se va a hundir el mundo y se le va a caer el techo encima por una simple aprensión de nada?

—¡Bah! ¡Cállate ya! Lo que puedes hacer es contestar cuando te pregunten, porque después de todo, ¿quién te ha mandado meterte donde no te llaman…? Yo sé lo que ocurrirá… ¡La cerrarán y todo acabado!

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir? ¿Qué nuevo enredo es éste?

—Bien, pero eso no ha sido obstáculo para que echaran a ese pobre borracho, así es que…

—¿Y qué quiere decir con ese nuevo enigma del borracho? ¿Se refiere a su amigo? ¡Bah, él no es una persona decente!

—¡Decente! ¡Decente…! ¡Y pensar que ella sigue ahí!

—¿Quién sigue ahí? ¿Quién es ella?

—¡La ofi-ci-na! ¡La ofi-ci-na!

—¡Pues claro que sí! Porque la oficina es necesaria, ¿no lo comprende?

—¡Necesaria! ¡Necesaria…! Tal vez sea hoy necesaria, y mañana, y al otro, pero ¿quién podría asegurar que lo será siempre?

—Si se cerrara la oficina, entonces le pagarían el sueldo de un año… ¡Ah, por lo que veo, usted es la incredulidad en persona! Y además, no ha pensado que, en consideración a sus pasados servicios, podría ser trasladado a otra oficina…

—¡El sueldo de un año! ¿Y para qué sirve el sueldo de un año? Todo el mundo acaba comiéndoselo antes de encontrar otra ocupación… Aparte de qué yo tengo la responsabilidad de mi pobre cuñada, sin contar con el peligro constante de que el dinero siempre puede ser robado por los ladrones…

—¿Una cuñada? ¿Los ladrones? Pero… ¿qué dice usted, hombre de Dios? A veces, parece un ser que no es de este mundo. No se le puede comprender… Díganos, Semion Ivanovich, ¿es usted realmente un hombre?

—¡Por supuesto que soy un hombre! ¡Al contrario que tú, que no eres más que un imbécil! Un imbécil al que no tengo por qué contestar a ninguna de sus preguntas. Para que lo sepas, pedazo de idiota, hay ocasiones en que se suprime a todo el personal. El propio Demid Vasilievich lo ha dicho, así es que…

—¡Ah, Demid Vasilievich! ¡Vaya con Demid Vasilievich!

—Si todo el mundo se queda en la calle, ya me dirás de qué sirven las esperanzas de encontrar otro puesto… Las posibilidades entonces son nulas, puesto que hay mucha gente en las mismas condiciones. Bien, Mark Ivanovich, ¿qué me dices a eso?

—Vamos, Semion Ivanovich, no puedo creer que esté hablando en serio, a menos que se le acabe de caer algún tornillo. Usted no es hombre para creer en los falsos rumores…

—¿Y llama falsos rumores a las palabras de Demid Vasilievich…? ¡Ah! Lo que yo digo: ¡Este Mark Ivanovich es un imbécil!

—¡No está en sus cabales! ¡Se ha vuelto loco! —exclamaron los presentes casi al unísono, mirándose los unos a los otros con evidente inquietud.

Entretanto, la patrona tuvo que sujetar a Mark Ivanovich para que no respondiera con la violencia a los insultos del enfermo. La escena, a fuerza de tener poco sentido, parecía evidentemente un incidente de manicomio.

—¡ Sionka! ¡Por favor, Sionka, cálmate! —comenzó a suplicar de repente su amigo Zimoveikin—. Tú siempre has sido una persona prudente… ¿Acaso te has vuelto un pagano de pronto, tú que siempre has sido una persona tan sencilla y virtuosa? ¿Oyes lo que te digo? Estoy seguro de que esa actitud procede de un exceso de virtud… Siempre te lo he dicho. En cambio, yo no soy más que un lioso y un miserable, indigno de tu amistad, y, sin embargo, debo decirte que esta gente que te rodea, y en especial la patrona, me han tratado con una encomiable. consideración, cosa que no puedo sino agradecerles a todos…

Mientras pronunciaba estas palabras, Zimoveikin hacía exagerados gestos de reverencia y agradecimiento a todos los presentes. Hay que decir que sus ademanes, aunque pretendían ser de reconocimiento casi servil, no por ello dejaban de tener cierta nobleza.

Semion Ivanovich, entretanto, intentó continuar sus razonamientos. Pero esta vez no se lo permitieron, ya que los demás emitieron súplicas y toda clase de argumentos persuasivos para que no siguiera en su actitud, de forma que nuestro héroe acabó sintiendo vergüenza.

—Está bien —dijo al final, en tono suplicante—. Al menos dejen que me explique… Al parecer, es cosa convenida que yo soy una persona buena y amable, un ser fiel y abnegado. De acuerdo, pero quiero que sepan todos una cosa, y es que estaría dispuesto a dar hasta la última gota de mi sangre por conservar el empleo que ahora tengo, ya que de lo contrario tendría que irme por esos caminos de Dios con un petate a la espalda… ¿Tan difícil de comprender es esto?

—Sionka —observó entonces Zimoveikin, dominando con su voz al tumulto—, ¿sabes lo que te digo? ¡Que no eres más que un librepensador! Estoy decidido y voy a contarlo todo. Diré a toda esta gente lo que eres en realidad. ¡Tú no eres más que un ingenuo, un hombre de buena fe que, a pesar de sus desconfianzas, cuando llegue el momento, dejará que le pongan en la calle sin más requisitos! ¡Dime si tengo razón o no! ¡Vamos, ten el valor de confesar la verdad!

—Creo que tienes toda la razón, amigo Zimoveikin —dijo Semion Ivanovich con humildad.

—¡Cómo! ¿Dices que tengo toda la razón? ¡En ese caso, debes ir a hablar con ese hombre!

—¿Con quién?

—¿Y con quién ha de ser? Vamos, no te hagas el ignorante… Tú lo sabes bien. Cuando uno es realmente libre, se pone a hacer cosas, y no piensa en quedarse en la cama, ¿comprendes lo que quiero decir?

—¿Qué es lo que quieres decir?

—Que cuando un hombre se acostumbra a quedarse en la cama acaba convirtiéndose en un librepensador… ¡Eso es lo que realmente eres tú, Sionka! ¡Un librepensador!

—¡Basta ya! —gritó de pronto Semion Ivanovich, manoteando en el aire como para imponer silencio—. Compréndelo de una vez, insensato: lo que soy en realidad… sólo yo lo sé. ¿Sabes lo que soy de verdad? ¡Un tímido! Sin embargo, ello no impide que mañana o pasado, si me da por ahí, pierda de pronto la timidez… y me eche al mundo para ser de verdad un librepensador.

—¿Pero qué le ocurre ahora? —exclamó Mark Ivanovich, levantándose de la silla en la que se había sentado con gesto de cansancio—. ¡Bah, este hombre no sabe lo que habla! Y cuando no tenga casa ni hogar, ¿qué dirá entonces? Vamos, señor Projarchin, ¿acaso cree que el mundo sólo se ha hecho para usted? ¿Acaso se imagina que es una especie de Napoleón o algo así? Dígame, ¿cree de verdad que es usted Napoleón?

A pesar de la insistencia, el señor Projarohin no se molestó en contestar a Mark Ivanovich. Y no es que la idea de ser Napoleón le disgustara, ni que temiera asumir una responsabilidad semejante, sino que se sentía incapaz de seguir discutiendo, para lo cual tenía que hilvanar las palabras con cierto sentido. Esta sensación de impotencia acabó por sacarle de quicio, y ello originó una nueva crisis. De pronto comenzó a llorar, y un raudal de lágrimas manó de sus ojos color pardo, requemados por la fiebre, al mismo tiempo que se cubría el rostro con sus huesudas y enflaquecidas manos. Al cabo de un momento, volvió a hablar, jurando y perjurando entre sollozos que era tan pobre y tan desgraciado, que si alguien había en el mundo digno de lástima esa persona era él… Debían, por lo tanto, perdonarle todos: debían defenderle, darle de comer y beber, y sobre todo no abandonarlo. Sin dejar de lamentarse, lanzaba miradas temerosas a su alrededor, como si esperara que le cayese el techo encima o que el suelo se hundiese. Todos le compadecían y todos se enternecían. La patrona, por ejemplo, estaba deshecha en llanto, y tanto era así que ella misma se encargó de acostar nuevamente al enfermo. En cuanto a Mark Ivanovich, convencido de la inutilidad de sus ataques a la memoria de Napoleón, recobró su habitual benevolencia y ayudó en su tarea a Ustinia Rodorovna. Los demás, deseosos también de ser útiles, se ofrecieron en seguida para preparar una tisana de frambuesas, que estaba considerada como un gran remedio para toda clase de enfermedades, pero Zimoveikin se opuso a ello, aduciendo que en tales casos lo más indicado era la manzanilla. En cuanto a Zinovi Prokofievich, que sollozaba a raudales y con todo su corazón, juraba a voz en grito que se arrepentía de haber asustado a Semion Ivanovich contándole aquellos necios infundios, y a continuación, recordando que el enfermo se había quejado de su pobreza, propuso abrir una suscripción, que de momento podrían cumplimentar los allí presentes.

Aquello hizo que todos, efectivamente, compadecieran la mísera suerte de Semion Ivanovich, sin que por ello hubieran comprendido el repentino pánico que había experimentado el enfermo. Porque, a fin de cuentas, ¿había motivos para tanta preocupación? En todo caso, si ocupara una posición importante o tuviera mujer e hijos, aún habría tenido alguna razón de ser aquel temor. Pero, así, todo parecía más bien absurdo, ya que Semion Ivanovich únicamente poseía un baúl viejo, y él mismo no era sino un hombre que se había pasado veinte años tumbado detrás de un biombo, lo cual hacía suponer que no debía saber demasiado de la vida ni de sus pesares. De pronto, una simple broma había hecho que comenzara a desvariar y se sintiera atemorizado ante la revelación, por otra parte bastante vulgar, de que la vida es dura y problemática. ¿Acaso no lo era para todos? Como dijo más tarde Okeanov, si el enfermo se hubiese tomado al menos el trabajo de pensar que la vida es igualmente dura para todos, no se hubiera visto afectado por aquella crisis mental. En cualquier caso, lo cierto es que. a partir de entonces, ya no se habló de otra cosa en la pensión que de Semion Ivanovich. Todos iban a verle. Le preguntaban afectuosamente por sus dolencias y no dejaban de prodigarle consuelo. Sin embargo, al anochecer, ya no tenía necesidad de aquellas atenciones, pues fue presa de la fiebre y el delirio.

Tuvieron que llamar al médico, y todos los huéspedes, sin excepción, se comprometieron a cuidar y velar al enfermo durante la noche, relevándose unos a otros, a fin de prever cualquier peligro o alarma. Así fue como, tras haber situado al amigo borracho de Semion Ivanovich en la cabecera de éste, los demás se pusieron a jugar una partida de cartas, con el objeto de no dormirse. Sin embargo, como no se jugaban dinero, se aburrieron pronto. Dejaron entonces el juego y se dedicaron a discutir hasta la exasperación dando golpes en la mesa, hasta que, al fin, volvieron todos a stis respectivas habitaciones, lanzándose amenazas e insultos. En medio del furor, nadie se acordó ya de velar al enfermo, cosa en la que tanto empeño habían puesto. Por el contrario, acabaron durmiéndose, y al poco tiempo reinó en toda la casa un silencio casi sepulcral.

La temperatura había bajado considerablemente en el curso de la noche. Okeanov fue el último en quedarse dormido, y más tarde contaría que «fuese sueño o realidad, la cuestión era que a él le había parecido que hacia las tres o las cuatro de la madrugada hablaban dos hombres muy cerca de su habitación». Uno de ellos, siempre según la versión de Okeanov, era Zimoveikin, el cual despertó a su amigo Remniov. Ambos charlaron durante largo rato, hasta que el primero se separó del otro, para intentar abrir la puerta de la cocina con una llave. La patraña certificó más tarde que tal llave solía esconderla ella debajo de la almohada y que aquella noche había desaparecido… Okeanov, después, creyó oír voces detrás del biombo, y también que alguien encendía una vela. Esto fue todo lo que Okeanov pudo contar, porque a continuación también se quedó dormido, y no despertó hasta que, como los demás, hubo de saltar de la cama bajo los efectos de un terrible grito, capaz de despertar a un muerto. Á todos les pareció ver que se apagaba la luz de una vela, oyéndose detrás del biombo un rumor de lucha. Cuando encendieron la luz, pudieron ver que se trataba de Bemniov y de Zimoveikin, que se aporreaban sañudamente, al mismo tiempo que se cubrían de recriminaciones e insultos.

En medio de aquel alboroto, se oyó decir a Remniov:

—¡Yo no he sido! ¡La culpa es de éste!

—¡Suéltame inmediatamente! —gritó a su vez Zimoveikin—. ¡Soy inocente y estoy dispuesto a jurarlo!

Lo cierto era que ninguno de los dos tenía el aspecto de una figura humana, si bien la atención general se desentendió en seguida de ellos para preocuparse del señor Projarchin. En cuanto hubieron separado a los dos beligerantes, se dieron cuenta de que el enfermo no estaba en la cama. Le buscaron y le encontraron debajo del lecho. Al parecer, estaba sin conocimiento. Había arrastrado consigo el cobertor y la almohada, y en el lecho no quedaba más que el colchón, viejo y grasiento. Sacaron a Semion Ivanovich de su reducto y volvieron a acostarle en la cama, pero pronto advirtieron que toda preocupación iba a ser inútil. Apenas respiraba y tenía el cuerpo rígido casi por completo. Cuando le rodearon, preocupados todos los huéspedes notaron cómo se esforzaba por hacer gestos y hablar, sin que pudiera mover las manos ni la lengua. En cambio, movía los párpados, como si se tratara de una cabeza recién cercenada por el verdugo.

Al final cesaron aquellos temblores y espasmos. El señor Projarchin estiró las piernas y se marchó al otro mundo para responder de sus buenas o malas acciones, mientras los presentes quedaban mudos por la estupefacción, sin atreverse de momento a hablar ni a emitir ningún comentario.

Nadie podía explicarse lo sucedido. ¿Qué le había ocurrido al enfermo? Remniov hablaba de una pesadilla, pero nadie le hacía caso. La verdad era que el señor Projarchin estaba muerto, pero esto apenas hacía variar el decorado, porque con anterioridad, aunque hubiese ido el comisario de policía a detenerle por sus ideas volterianas, o aunque hubiese entrado por la puerta una mendiga diciendo que era su cuñada, o ardido la casa, el recién fallecido tampoco habría movido ni un solo dedo.

Poco a poco se disipó el asombro de los presentes, que recobraron así la facultad de hablar, comenzando a emitir toda clase de suposiciones. Ustinia Piodorovna, entretanto, se puso a registrar febrilmente debajo de la almohada y el colchón, e incluso en las botas del difunto. Por su parte, Remniov y Zimoveikin fueron sometidos a un severo interrogatorio, pues Okeanov, el más tímido de los huéspedes, de pronto recordó todo lo que había oído antes de dormirse. Unos entraban y otros salían de la habitación y de la casa, pero en el momento en que la situación parecía más caótica, se abrió la puerta y vieron aparecer por ella a un caballero de noble porte, semblante severo y gesto malhumorado, al que seguían Yaroslav Ilioh y su cabildo, aparte del propio Okeanov, que había ido en busca de tales personajes. El caballero de noble aspecto se fue derecho a la cama donde yacía el cadáver de Semion Ivanovich. Lo examinó, hizo una mueca, se encogió de hombros y declaró que no había nada que hacer, pues aquel hombre estaba muerto. Y a continuación recordó el caso de un personaje de cierta alcurnia, al que recientemente le había ocurrido el mismo percance, es decir, que «le había dado por morirse». Una vez que hubo dado esta explicación a los presentes, el caballero se apartó de la cama, manifestó su opinión de que le habían molestado inútilmente y se marchó. Yaroslav Ilich ocupó entonces su puesto. El comisario hizo algunas preguntas a Remniov y Zimoveikin, y después se apoderó muy discretamente del baúl, que la patrona ya se disponía a abrir. El diligente funcionario se preocupó igualmente de volver a colocar las botas del difunto en su sitio, haciendo notar que estaban llenas de agujeros y prácticamente inservibles. Ordenó colocar en su sitio la almohada, llamó a Okeanov, pidió que buscaran la llave del baúl (que fue encontrada por casualidad en el bolsillo del borrachín) y seguidamente procedió a abrir el receptáculo de los tesoros de Semion Ivanovich. Allí había de todo… Podían verse un par de calcetines, dos rodilleras, un pañuelo, un sombrero viejo, numerosos botones, unas suelas viejas y los contrafuertes de unas botas. El conjunto de todo ello no era otra cosa que un hacinamiento de guiñapos que apestaban a miseria. En realidad, lo más valioso era el candado alemán que cerraba el baúl.

Okeanov, requerido de forma severa, se mostró dispuesto a prestar juramento en lo referente a sus testimonios. El comisario lo examinó todo, sin encontrar nada excepcional, salvo la relevante suciedad de cuanto rodeaba al difunto, acabando por requisar las ropas de la cama, en especial el colchón y la almohada. En el momento de proceder al levantamiento, ocurrió sin embargo algo insólito. Ante la sorpresa de los presentes, cayó al suelo un objeto metálico. Lo recogieron y comprobaron que se trataba de un envoltorio que contenía diez rublos.

—¡Vaya! —exclamó Yaroslav Ilion, señalando un roto del colchón, por donde evidentemente se había caído el envoltorio.

Entonces miraron todos con más cuidado y comprobaron que aquel roto había sido hecho recientemente con un cuchillo o algo parecido. Cuando alguien exploró las interioridades del colchón, encontró, en efecto, un cuchillo, que todo el mundo reconoció como el perteneciente a la cocina de la patrona.

Yaroslav Ilich no había tenido tiempo de pronunciar ni siquiera un segundo «¡Vaya!», cuando cayó al suelo un segundo envoltorio con varias monedas de distinto valor. El comisario declaró inmediatamente que se incautaba de todo, y a continuación juzgó oportuno rasgar el colchón de arriba abajo, para lo cual pidió unas tijeras.

Un pedazo de vela alumbraba la interesante escena. Alrededor del lecho había agrupadas varias personas, algunas de las cuales eran huéspedes ataviados de la forma más pintoresca, ya que unos llevaban los cabellos alborotados, otros tenían ojos de sueño y los más se cubrían con sus respectivas ropas de dormir. Algunos estaban muy pálidos y otros sudaban o daban diente con diente. La patrona, entre expectante y temerosa, permanecía callada y sin pestañear. Esperaba con los brazos cruzados a que Yaroslav Ilich tomara una decisión, mientras que la criada Avdotia, con su gata favorita en los brazos, contemplaba la escena desde la estufa con ojos asustados.

El baúl del señor Projarchin, violentado por todas partes, mostraba el nauseabundo misterio de sus entrañas. El cobertor y la almohada yacían en el suelo, debajo de todo lo que había salido del colchón. Por último, relucieron sobre la superficie de la mesa gran cantidad de monedas.

Entretanto, Semion Ivanovich, tendido tranquilamente en la cama, conservaba su aspecto sosegado, sin el menor vestigio de que estuviera presintiendo su ruina. No obstante, en el momento en que llevaron las tijeras, tan pronto como un celoso subordinado de Yaroslav Ilich tiró con cierta brusquedad del colchón para sacarlo lo antes posible de debajo de su dueño, Semion Ivanovich pareció dar una vuelta de costado, como si quisiera facilitar cortésmente la tarea del funcionario. Al segundo tirón, se volvió boca abajo. Luego dio otra vuelta, pero como a la cama le faltaba una tabla, se le hundió primero la cabeza en el hueco y a continuación todo el cuerpo, no quedando visibles más que sus dos pies descalzos, flacos y amoratados, cual dos ramas requemadas. Cuando el cuerpo del señor Projarchin efectuó aquella segunda sacudida, los presentes experimentaron cierto recelo, y en especial Zinovi Prokoflevich, que incluso se encaramó sobre la cama para averiguar sí no habría algo más escondido en aquel hueco. Pero todo era inútil, pues nadie pudo descubrir nada. Ante la intimación de Yaroslav Ilich, que invitó a los huéspedes a que abandonaran la habitación, a fin de efectuar sus indagaciones con más tranquilidad, dos de los más prudentes tiraron cada uno de una de las piernas del insospechado capitalista y volvieron a acomodarlo sobre el lecho, colocándolo en su postura inicial.

Los puñados de borra y algodón desprendidos del interior del colchón seguían volando por todas partes, formando aquí y allá pequeños montones. El inopinado tesoro estaba formado por gruesas y nobles monedas de rublo, de medio rublo y de un cuarto de rublo, pero también por otras más pequeñas de veinte y quince copecs. Todo aquel dinero fue ordenado sobre la mesa en grupos de monedas de igual valor. Entonces se pudo comprobar que quedaban aparte algunas piezas sueltas, tales como dos monedas de origen indeterminado, un napoleón de oro y una gruesa pieza, muy antigua y no identificable, pero que probablemente tenía un gran valor. Por lo demás, algunas de aquellas monedas se remontaban a una considerable antigüedad: las había isabelinas, imperiales alemanas y rublos de la época de Pedro el Grande y Catalina II. Otras, sin embargo, eran de una rareza que hubiera hecho las delicias de algún coleccionista. Como máxima curiosidad, se encontró asimismo un billete de diez rublos.

Cuando fue concluida la autopsia del colchón y fue sacudida la funda, para cerciorarse de que no había nada dentro, se hizo un recuento valorativo de las monedas. No es que allí hubiese un millón, pero la cantidad era de cierta consideración, ya que ascendía exactamente a dos mil cuatrocientos noventa y siete rublos y medio, de forma que si se hubiera llevado a cabo la suscripción propuesta por Zinovi Prokofievich la noche anterior, con toda seguridad la suma habría alcanzado más de los dos mil quinientos rublos.

El tesoro fue recogido, haciéndose con él un paquete. El baúl del difunto fue confiscado, y como la patrona comenzara a prorrumpir en lamentaciones, uno de los funcionarios le explicó dónde y cuándo debería presentar una declaración debidamente certificada de todo lo que le adeudaba el finado. Fue requerida la firma de algunos de los presentes y entonces alguien recordó la existencia de la famosa cuñada del señor Projarchin, pero en seguida se afirmó que la tal cuñada era solamente un mito, producto de la corta imaginación que tantas veces le había sido criticada a Semion Ivanovich en aquella misma pensión. Se acordó, por tanto, no tener en cuenta a aquella supuesta familiar del difunto, entre otras cosas porque era absurdo buscar a alguien que no existía, pero también porque tal búsqueda lo único que podía significar era un perjuicio para la buena reputación del señor Projarchin.

Una vez pasada la primera emoción y sabido el secreto del difunto, se quedaron todos los huéspedes silenciosos. A lo más que se atrevieron fue a intercambiar recelosas miradas entre sí. Al considerar la forma de proceder de Semion Ivanovich, algunos se creyeron en la obligación de mostrarse resentidos. No obstante, la pregunta que se hacían todos era poco más o menos la misma: ¿cómo pudo aquel hombre llegar a reunir semejante cantidad de dinero?

Mark Ivanovich, más dueño de sí que los demás, fue el primero que se decidió a hablar. Según él, ahora podían explicarse por qué le había entrado aquel extraño terror a Semion Ivanovich poco antes de morir. Pero, pese a la convicción de sus palabras, nadie le hizo caso. Zinovi Prokofievich parecía ensimismado en algo. Okeanov se ocupó en beber un traguito. Y los demás se agruparon unos junto a otros, mientras que Kontariov, cuya nariz se asemejaba tanto al pico de un gorrión, decidía cambiar de pensión, y a este fin se había puesto a hacer paquetes con sus cosas, replicando a los que le preguntaron sobre sus intenciones que «los tiempos no eran buenos y que vivir como huésped le resultaba demasiado caro».

En cuanto a la patrona, seguía llorando sin tregua, a la vez que no dejaba de maldecir a Semion Ivanovich, que según ella no había tenido el merfor reparo en perjudicar a una «pobre huérfana». Cuando alguien se preguntó por qué el difunto «no habría puesto su dinero en algún establecimiento de crédito», Ustinia Fiodorovna respondió con la mayor naturalidad del mundo:

—Está claro que era un pobre de espíritu. Semion Ivanovich no tenía imaginación.

—¡Ah, pues usted no es menos simple! —le respondió Okeanov—. Porque tuvo a ese hombre durante veinte años en su casa y no fue capaz de husmear esa pequeña fortuna. ¡Ah, qué tonta fue usted!

—¿Qué dice? —replicó la patrona a aquel que había hablado antes que Okeanov, fingiendo no haber oído las intencionadas palabras de éste—. ¿Para qué necesitaba Semion Ivanovich un establecimiento de crédito? Lo que habría debido hacer era haberme entregado un buen puñado de monedas y haberme dicho: «Mira, Ustinia Fiodorovna, aquí tienes dinero: dame de comer mientras viva.» Yo entonces le habría alimentado como Dios manda. No le habría faltado de nada… ¡Ah, era un farsante! ¡Qué bien me engañó Semion Ivanovich, a mí, que soy una pobre huérfana!

Los huéspedes y la patrona volvieron al lugar donde se encontraba la cama de Semion Ivanovich, que ahora se hallaba decorosamente acostado, y vestido con su mejor y único traje, aun cuando la mal puesta corbata casi quedaba oculta por su afilada barbilla. Le habían lavado y peinado. Por el contrario, no había podido ser afeitado, ya que resultaba imposible encontrar una navaja en toda la casa: es decir, había una, propiedad de Zinovi Prokofievich, pero hacía tanto tiempo que no era utilizada, que se hallaba en un lamentable estado. Estaba mellada por completo. Y ésta era la razón de que todo el mundo en la casa hubiera tenido que adoptar la costumbre de ir a raparse a la barbería. Por otra parte, no hubo tiempo material para adecentar mínimamente el rincón de Semion Ivanovich. El biombo yacía por el suelo, dejando ver la soledad que envolvía a aquel a quien había cubierto durante tanto tiempo, simbolizando así esa verdad de que la muerte corre todos los velos, descubre todos los secretos y pone a la luz del día todas las mentiras. La borra del colchón seguía esparcida por el suelo, lo que seguramente habría dado pie a un poeta para comparar aquel tabuco, ahora frío y desolado, con el «deshecho nido de una golondrina hacendosa». Era como si la borrasca lo hubiese arrasado todo: habían muerto la madre y sus crías, y ahora el tibio nidito, hecho tan amorosamente de plumas, aparecía revuelto y en completo abandono.

En cuanto a Semion Ivanovich, hay que reconocer que tenía más aspecto de viejo egoísta que de gorrión indefenso. Allí estaba tan tranquilo, como si se sintiera en paz con su conciencia, como si nunca hubiera roto un plato, como si engañar durante años a la gente hubiera sido lo más natural del mundo. Y, por supuesto, se mostraba sordo e impasible ante los gemidos de su abandonada patrona. Por el contrario, cual un maligno y calculador usurero, resuelto a no caer en la ociosidad ni siquiera en la tumba, se le hubiese podido suponer ensimismado en sus innumerables cálculos egoístas. Su rostro mostraba, en efecto, todas las apariencias de una profunda meditación. Tenía la boca cerrada y su aspecto era de una absoluta gravedad, un aspecto del que nunca se le hubiese creído capaz mientras estuvo vivo. Era como si de pronto se hubiera convertido en un hombre inteligente. Tal impresión se hallaba refrendada sobre todo por la circunstancia de que su ojo derecho había quedado a medio cerrar; esto hacía parecer que el difunto se hallaba en disposición de atrapar al vuelo alguna idea importante…, que no había tenido tiempo de madurar. En el fondo, parecía estar diciendo a Ustinia Fiodorovna: «Pero, bueno, ¿por qué eres tan necia? ¿No has llorado ya bastante? Márchate de una vez a dormir. Estoy muerto y ya no necesito nada. ¿De qué crees que van a servirme tus lágrimas? Es lógico que te parezca imposible, pero por otra parte, si me levantara de pronto, ¿crees tú que ocurriría algo de particular?»

Fiódor Dostoyevski: El jugador. Cuento

dostoyevskiCapítulo 1

Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que nos expliquemos. Hay mucho que contar.

Me asignaron una habitación exigua en el cuarto piso del hotel. Saben que formo parte del séquito del general. Todo hace pensar que se las han arreglado para darse a conocer. Al general le tienen aquí todos por un acaudalado magnate ruso. Aun antes de la comida me mandó, entre otros encargos, a cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la caja del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar de paseo a Misha y Nadya, pero me avisaron desde la escalera que fuera a ver al general, quien había tenido a bien enterarse de adónde iba a llevarlos. No cabe duda de que este hombre no puede fijar sus ojos directamente en los míos; él bien quisiera, pero le contesto siempre con una mirada tan sostenida, es decir, tan irrespetuosa que parece azorarse. En tono altisonante, amontonando una frase sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que llevara a los niños de paseo al parque, más allá del Casino, pero terminó por perder los estribos y añadió mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir que los llevara usted al Casino, a la ruleta. Perdone -añadió-, pero sé que es usted bastante frívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar. En todo caso, aunque no soy mentor suyo ni deseo serlo, tengo al menos derecho a esperar que usted, por así decirlo, no me comprometa … ».

-Pero si no tengo dinero -respondí con calma-. Para perderlo hay que tenerlo.

-Lo tendrá enseguida -respondió el general ruborizándose un tanto. Revolvió en su escritorio, consultó un cuaderno y de ello resultó que me correspondían unos ciento veinte rublos.

-Al liquidar -añadió- hay que convertir los rublos en táleros. Aquí tiene cien táleros en números redondos. Lo que falta no caerá en olvido.

Tomé el dinero en silencio.

-Por favor, no se enoje por lo que le digo. Es usted tan quisquilloso… Si le he hecho una observación ha sido por ponerle sobre aviso, por así decirlo; a lo que por supuesto tengo algún derecho…

Cuando volvía a casa con los niños antes de la hora de comer, vi pasar toda una cabalgata. Nuestra gente iba a visitar unas ruinas. ¡Dos calesas soberbias y magníficos caballos!

Mademoiselle Blanche iba en una de ellas con Marya Filippovna y Polina; el francesito, el inglés y nuestro general iban a caballo. Los transeúntes se paraban a mirar. Todo ello era de muy buen efecto, sólo que a expensas del general. Calculé que con los cuatro mil francos que yo había traído y con los que ellos, por lo visto, habían conseguido reunir, tenían ahora siete u ocho mil, cantidad demasiado pequeña para mademoiselle Blanche.

Mademoiselle Blanche, a la que acompaña su madre, reside también en el hotel. Por aquí anda también nuestro francesito. La servidumbre le llama monsieur le comte y a mademoiselle Blanche madame la comtesse. Es posible que, en efecto, sean comte y comtesse.

Yo bien sabía que monsieur le comte no me reconocería cuando nos encontráramos a la mesa. Al general, por supuesto, no se le ocurriría presentarnos o, por lo menos, presentarme a mí, puesto que monsieur le comte ha estado en Rusia y sabe lo poquita cosa que es lo que ellos llaman un outchitel, esto es, un tutor. Sin embargo, me conoce muy bien. Confieso que me presenté en la comida sin haber sido invitado; el general, por lo visto, se olvidó de dar instrucciones, porque de otro modo me hubiera mandado de seguro a comer a la mesa redonda. Cuando llegué, pues, el general me miró con extrañeza. La buena de Marya Filippovna me señaló un puesto a la mesa, pero el encuentro con mister Astley salvó la situación y acabé formando parte del grupo, al menos en apariencia.

Tropecé por primera vez con este inglés excéntrico en Prusia, en un vagón en que estábamos sentados uno frente a otro cuando yo iba al alcance de nuestra gente; más tarde volví a encontrarle cuando viajaba por Francia y por último en Suiza dos veces en quince días; y he aquí que inopinadamente topaba con él de nuevo en Roulettenburg. En mi vida he conocido a un hombre más tímido, tímido hasta lo increíble; y él sin duda lo sabe porque no tiene un pelo de tonto. Pero es hombre muy agradable y flemático. Le saqué conversación cuando nos encontramos por primera vez en Prusia. Me dijo que había estado ese verano en el Cabo Norte y que tenía gran deseo de asistir a la feria de Nizhni Novgorod. Ignoro cómo trabó conocimiento con el general. Se me antoja que está locamente enamorado de Polina. Cuando ella entró se le encendió a él el rostro con todos los colores del ocaso. Mostró alegría cuando me senté junto a él a la mesa y, al parecer, me considera ya como amigo entrañable.

A la mesa el francesito galleaba más que de costumbre y se mostraba desenvuelto y autoritario con todos. Recuerdo que ya en Moscú soltaba pompas de jabón. Habló por los codos de finanzas y de política rusa. De vez en cuando el general se atrevía a objetar algo, pero discretamente, para no verse privado por entero de su autoridad.

Yo estaba de humor extraño y, por supuesto, antes de mediada la comida me hice la pregunta usual y sempiterna: «¿Por qué pierdo el tiempo con este general y no le he dado ya esquinazo?». De cuando en cuando lanzaba una mirada a Polina Aleksandrovna, quien ni se daba cuenta de mi presencia. Ello ocasionó el que yo me desbocara y echara por alto toda cortesía.

La cosa empezó con que, sin motivo aparente, me entrometí de rondón en la conversación ajena. Lo que yo quería sobre todo era reñir con el francesito. Me volví hacia el general y en voz alta y precisa, interrumpiéndole por lo visto, dije que ese verano les era absolutamente imposible a los rusos sentarse a comer a una mesa redonda de hotel. El general me miró con asombro.

-Si uno tiene amor propio -proseguí- no puede evitar los altercados y tiene que aguantar las afrentas más soeces. En París, en el Rin, incluso en Suiza, se sientan a la mesa redonda tantos polaquillos y sus simpatizantes franceses que un ruso no halla modo de intervenir en la conversación.

Dije esto en francés. El general me miró perplejo, sin saber si debía mostrarse ofendido o sólo maravillado de mi desplante.

-Bien se ve que alguien le ha dado a usted una lección -dijo el francesito con descuido y desdén.

-En París, Para empezar, cambié insultos con un polaco -respondí- y luego con un oficial francés que se puso de parte del polaco. Pero después algunos de los franceses se pusieron a su vez de parte mía, cuando les conté cómo quise escupir en el café de un monsignore.

-¿Escupir? -preguntó el general con fatua perplejidad y mirando en torno suyo. El francesito me escudriñó con mirada incrédula.

-Así como suena –contesté-. Como durante un par de días creí que tendría que hacer una rápida visita a Roma por causa de nuestro negocio, fui a la oficina de la legación del Padre Santo en París para que visaran el pasaporte. Allí me salió al encuentro un clérigo pequeño, cincuentón, seco y con cara de pocos amigos. Me escuchó cortésmente, pero con aire avinagrado, y me dijo que esperase. Aunque tenía prisa, me senté, claro está, a esperar, saqué L’Opinion Nationale y me puse a leer una sarta terrible de insultos contra Rusia. Mientras tanto oí que alguien en la habitación vecina iba a ver a Monsignore y vi al clérigo hacerle una reverencia. Le repetí la petición anterior y, con aire aún más agrio, me dijo otra vez que esperara. Poco después entró otro desconocido, en visita de negocios; un austriaco, por lo visto, que también fue atendido y conducido al piso de arriba. Yo ya no pude contener mi enojo: me levanté, me acerqué al clérigo y le dije con retintín que puesto que Monsignore recibía, bien podía atender también a mi asunto. Al oír esto el clérigo dió un paso atrás, sobrecogido de insólito espanto. Sencillamente no podía comprender que un ruso de medio pelo, una nulidad, osara equipararse a los invitados de Monsignore. En el tono más insolente, como si se deleitara en insultarme, me miró de pies a cabeza y gritó: «¿Pero cree que Monsignore va a dejar de tomar su café por usted?». Yo también grité, pero más fuerte todavía: » ¡Pues sepa usted que escupo en el café de su Monsignore! ¡Si ahora mismo no arregla usted lo de mi pasaporte, yo mismo voy a verle!».

»»¡Cómo! ¿Ahora que está el cardenal con él?, exclamó el clérigo, apartándose de mí espantado, lanzándose a la puerta y poniendo los brazos en cruz, como dando a entender que moriría antes que dejarme pasar.

»Yo le contesté entonces que soy un hereje y un bárbaro, que je suis hérétique et barbare, y que a mí me importan un comino todos esos arzobispos, cardenales, monseñores, etc., etc.; en fin, mostré que no cejaba en mi propósito. El clérigo me miró con infinita ojeriza, me arrancó el pasaporte de las manos y lo llevó al piso de arriba. Un minuto después estaba visado. Aquí está. ¿Tiene usted a bien examinarlo? -saqué el pasaporte y enseñé el visado romano.

-Usted, sin embargo… -empezó a decir el general.

-Lo que le salvó a usted fue declararse bárbaro y hereje -comentó el francesito sonriendo con ironía-. Cela n’était pas si bête.

-¿Pero es posible que se mire así a nuestros compatriotas? Se plantan aquí sin atreverse a decir esta boca es mía y dispuestos, por lo visto, a negar que son rusos. A mí, por lo menos, en mi hotel de París empezaron a tratarme con mucha mayor atención cuando les conté lo de mi pelotera con el clérigo. Un caballero polaco, gordo él, mi adversario más decidido a la mesa redonda, quedó relegado a segundo plano. Hasta los franceses se reportaron cuando dije que dos años antes había visto a un individuo sobre el que había disparado un soldado francés en 1812 sólo para descargar su fusil. Ese hombre era entonces un niño de diez años cuya familia no había logrado escapar de Mosni.

-¡No puede ser! -exclamó el francesito-. ¡Un soldado francés no dispararía nunca contra un niño!

-Y, sin embargo, así fue -repuse-. Esto me lo contó un respetable capitán de reserva y yo mismo vi en su mejilla la cicatriz que dejó la bala.

El francés empezó a hablar larga y rápidamente. El general quiso apoyarle, pero yo le aconsejé que leyera, por ejemplo, ciertos trozos de las Notas del general Perovski, que estuvo prisionero de los franceses en 1812. Finalmente, Marya Filippovna habló de algo para dar otro rumbo a la conversación. El general estaba muy descontento conmigo, porque el francés y yo casi habíamos empezado a gritar. Pero a mister Astley, por lo visto, le agradó mucho mi disputa con el francés. Se levantó de la mesa y me invitó a tomar con él un vaso de vino. A la caída de la tarde, como era menester, logré hablar con Polina Aleksandrovna un cuarto de hora. Nuestra conversación tuvo lugar durante el paseo. Todos fuimos al parque del Casino. Polina se sentó en un banco frente a la fuente y dejó a Nadyenka que jugara con otros niños sin alejarse mucho. Yo también solté a Misha junto a la fuente y por fin quedamos solos.

Para empezar tratamos, por supuesto, de negocios. Polina, sin más, se encolerizó cuando le entregué sólo setecientos gulden. Había estado segura de que, empeñando sus brillantes, le habría traído de París por lo menos dos mil, si no más.

-Necesito dinero -dijo-, y tengo que agenciármelo sea como sea. De lo contrario estoy perdida.

Yo empecé a preguntarle qué había sucedido durante mi ausencia.

-Nada de particular, salvo dos noticias que llegaron de Petersburgo: primero, que la abuela estaba muy mal, y dos días después que, por lo visto, estaba agonizando. Esta noticia es de Timofei Petrovich -agregó Polina-, que es hombre de crédito. Estamos esperando la última noticia, la definitiva.

-¿Así es que aquí todos están a la expectativa? -pregunté.

-Por supuesto, todos y todo; desde hace medio año no se espera más que esto.

-¿Usted también? -inquirí.

~¡Pero si yo no tengo ningún parentesco con ella! Yo soy sólo hijastra del general. Ahora bien, sé que seguramente me recordará en su testamento.

-Tengo la impresión de que heredará usted mucho -dije con énfasis.

-Sí, me tenía afecto. ¿Pero por qué tiene usted esa impresión?

-Dígame -respondí yo con una pregunta-, ¿no está nuestro marqués iniciado en todos los secretos de la familia?

-¿Y a usted qué le va en ello? -preguntó Polina mirándome seca y severamente.

– ¡Anda, porque si no me equivoco, el general ya ha conseguido que le preste dinero!

-Sus sospechas están bien fundadas.

-¡Claro! ¿Le daría dinero si no supiera lo de la abuela? ¿Notó usted a la mesa que mencionó a la abuela tres veces y la llamó «la abuelita», la baboulinka? ¡Qué relaciones tan íntimas y amistosas!

-Sí, tiene usted razón. Tan pronto como sepa que en el testamento se me deja algo, pide mi mano. ¿No es esto lo que quería usted saber?

-¿Sólo que pide su mano? Yo creía que ya la había pedido hacía tiempo

-¡Usted sabe muy bien que no! -dijo Polina, irritada-. ¿Dónde conoció usted a ese inglés? -añadió tras un minuto de silencio.

-Ya sabía yo que me preguntaría usted por él.

Le relaté mis encuentros anteriores con mister Astley durante el viaje.

-Es hombre tímido y enamoradizo y, por supuesto, ya está enamorado de usted.

Sí, está enamorado de mí -repuso Polina.

-Y, claro, es diez veces más rico que el francés. ¿Pero es que el francés tiene de veras algo? ¿No es eso motivo de duda?

-No, no lo es. Tiene un cháteau o algo por el estilo. Ayer, sin ir más lejos, me hablaba el general de ello, y muy positivamente. Bueno, ¿qué? ¿Está usted satisfecho?

-Yo que usted me casaría sin más con el inglés.

-¿Por qué? -preguntó Polina.

-El francés es mejor mozo, pero es un granuja, y el inglés, además de ser honrado, es diez veces más rico -dije con brusquedad.

-Sí, pero el francés es marqués y más listo -respondió ella con la mayor tranquilidad.

-¿De veras?

-Como lo oye.

A Polina le desagradaban mucho mis preguntas, y eché de ver que quería enfurecerme con el tono y la brutalidad de sus respuestas. Así se lo dije al momento.

-De veras que me divierte verle tan rabioso. Tiene que pagarme de algún modo el que le permita hacer preguntas y conjeturas parecidas.

-Es que yo, en efecto, me considero con derecho a hacer a usted toda clase de preguntas -respondí con calma-, precisamente porque estoy dispuesto a pagar por ellas lo que se pida, y porque estimo que mi vida no vale un comino ahora.

Polina rompió a reír.

-La última vez, en el Schlangenberg, dijo usted que a la primera palabra mía estaba dispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desde una altura, según parece, de mil pies. Alguna vez pronunciaré esa palabra, aunque sólo sea para ver cómo paga usted lo que se pida, y puede estar seguro de que seré inflexible. Me es usted odioso, justamente porque le he permitido tantas cosas, y más odioso aún porque le necesito. Pero mientras le necesite, tendré que ponerle a buen recaudo.

Se dispuso a levantarse. Hablaba con irritación. últimamente, cada vez que hablaba conmigo, terminaba el coloquio en una nota de enojo y furia, de verdadera furia.

-Permítame preguntarle: ¿qué clase de persona es mademoiselle Blanche? -dije, deseando que no se fuera sin una explicación.

-Usted mismo sabe qué clase de persona es mademoiselle Blanche. No hay por qué añadir nada a lo que se sabe hace tiempo. Mademoiselle Blanche será probablemente esposa del general, es decir, si se confirman los rumores sobre la muerte de la abuela, porque mademoiselle Blanche, lo mismo que su madre y que su primo el marqués, saben muy bien que estamos arruinados.

-¿Y el general está perdidamente enamorado?

-No se trata de eso ahora. Escuche y tenga presente lo que le digo: tome estos setecientos florines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda a la ruleta; necesito ahora dinero de la forma que sea.

Dicho esto, llamó a Nadyenka y se encaminó al Casino, donde se reunió con el resto de nuestro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tomé por la primera vereda que vi a la izquierda. La orden de jugar a la ruleta me produjo el efecto de un mazazo en la cabeza. Cosa rara, tenía bastante de qué preocuparme y, sin embargo, aquí estaba ahora, metido a analizar mis sentimientos hacia Polina. Cierto era que me había sentido mejor durante estos quince días de ausencia que ahora, en el día de mi regreso, aunque todavía en el camino desatinaba como un loco, respingaba como un azogado, y a veces hasta en sueños la veía. Una vez (esto pasó en Suiza), me dormí en el vagón y, por lo visto, empecé a hablar con Polina en voz alta, dando mucho que reír a mis compañeros de viaje. Y ahora, una vez más, me hice la pregunta: ¿la quiero?

Y una vez más no supe qué contestar; o, mejor dicho, una vez más, por centésima vez, me contesté que la odiaba. Sí, me era odiosa. Había momentos (cabalmente cada vez que terminábamos una conversación) en que hubiera dado media vida por estrangularla. Juro que si hubiera sido posible hundirle un cuchillo bien afilado en el seno, creo que lo hubiera hecho con placer. Y, no obstante, juro por lo más sagrado que si en el Schlangenberg, en esa cumbre tan a la moda, me hubiera dicho efectivamente: «¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto, y hasta con gusto. Yo lo sabía. De una manera u otra había que resolver aquello. Ella, por su parte, lo comprendía perfectamente, y sólo el pensar que yo me daba cuenta justa y cabal de su inaccesibilidad para mí, de la imposibilidad de convertir mis fantasías en realidades, sólo el pensarlo, estaba seguro, le producía extraordinario deleite; de lo contrario, ¿cómo podría, tan discreta e inteligente como es, permitirse tales intimidades y revelaciones conmigo? Se me antoja que hasta entonces me había mirado como aquella emperatriz de la antigüedad que se desnudaba en presencia de un esclavo suyo, considerando que no era hombre. Sí, muchas veces me consideraba como sí no fuese hombre…

Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese. No tenía tiempo para pensar con qué fin y con cuánta rapidez era menester ganar y qué nuevas combinaciones surgían en aquella cabeza siempre entregada al cálculo. Además, en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos factores, de los cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar todo ello, adentrarse en muchas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero de momento no había tiempo. Tenía que ir a la ruleta.

Capítulo 2

Confieso que el mandato me era desagradable, porque aunque había resuelto jugar no había previsto que empezaría jugando por cuenta ajena. Hasta me sacó un tanto de quicio, y entré en las salas de juego con ánimo muy desabrido. No me gustó lo que vi allí a la primera ojeada. No puedo aguantar el servilismo que delatan las crónicas de todo el mundo, y sobre todo las de nuestros periódicos rusos, en las que cada primavera los que las escriben hablan de dos cosas: primera, del extraordinario esplendor y lujo de las salas de juego en las «ciudades de la ruleta» del Rin; y, segunda, de los montones de oro que, según dicen, se ven en las mesas. Porque en definitiva, no se les paga por ello, y sencillamente lo dicen por puro servilismo. No hay esplendor alguno en estas salas cochambrosas, y en cuanto a oro, no sólo no hay montones de él en las mesas, sino que apenas se ve. Cierto es que alguna vez durante la temporada aparece de pronto un tipo raro, un inglés o algún asiático, un turco, como sucedió este verano, y pierde o gana sumas muy considerables; los demás, sin embargo, siguen jugándose unos míseros gulden, y la cantidad que aparece en la mesa es por lo general bastante modesta.

Cuando entré en la sala de juego (por primera vez en m vida) dejé pasar un rato sin probar fortuna. Además, la muchedumbre era agobiante. Sin embargo, aunque hubiera estado solo, creo que en esa ocasión me hubiera marchado sin jugar. Confieso que me latía fuertemente el corazón y que no las tenía todas conmigo; muy probablemente sabía, y había decidido tiempo atrás, que de Roulettenburg no saldría como había llegado; que algo radical y definitivo iba a ocurrir en mi vida. Así tenía que ser y así sería. Por ridícula que parezca mi gran confianza en los beneficios de la ruleta, más ridícula aún es la opinión corriente de que es absurdo y estúpido esperar nada del juego. ¿Y por qué el juego habrá de ser peor que cualquier otro medio de procurarse dinero, por ejemplo, el comercio? Una cosa es cierta: que de cada ciento gana uno. Pero eso ¿a mí qué me importa?

En todo caso, decidí desde el primer momento observarlo todo con cuidado y no intentar nada serio, en esa ocasión. Si algo había de ocurrir esa noche, sería de improviso, y nada del otro jueves; y de ese modo me dispuse a apostar. Tenía, por añadidura, que aprender el juego mismo, ya que a pesar de las mil descripciones de la ruleta que había leído con tanta avidez, la verdad es que no sabría nada de su funcionamiento hasta que no lo viera con mis propios ojos.

En primer lugar, todo me parecía muy sucio, algo así como moralmente sucio e indecente. No me refiero, ni mucho menos, a esas caras ávidas e intranquilas que a decenas, hasta a centenares, se agolpan alrededor de las mesas de juego. Francamente, no veo nada sucio en el deseo de ganar lo más posible y cuanto antes: siempre he tenido por muy necia la opinión de un moralista acaudalado y bien nutrido, quien, oyendo decir a alguien, por vía de justificación, que «al fin y al cabo estaba apostando cantidades pequeñas», contestó: «Tanto peor, pues el afán de lucro también será mezquino». ¡Como si ese afán no fuera el mismo cuando se gana poco que cuando se gana mucho! Es cuestión de proporción. Lo que para Rothschild es poco, para mí es la riqueza; y si de lo que se trata es de ingresos o ganancias, entonces no es sólo en la ruleta, sino en cualquier transacción, donde uno le saca a otro lo que puede. Que las ganancias y las pérdidas sean en general algo repulsivo es otra cuestión que no voy a resolver aquí. Puesto que yo mismo sentía agudamente el afán de lucro, toda esa codicia y toda esa porquería codiciosa me resultaban, cuando entré en la sala, convenientes y, por así decirlo, familiares. Nada más agradable que cuando puede uno dejarse de cumplidos en su trato con otro y cada cual se comporta abiertamente, a la pata la llana. ¿Y de qué sirve engañarse a sí mismo? ¡Qué menester tan trivial y poco provechoso! Repelente en particular, a primera vista, en toda esa chusma de la ruleta era el respeto con que miraba lo que se estaba haciendo, la seriedad, mejor dicho, la deferencia con que se agolpaba en torno a las mesas. He aquí por qué en estos casos se distingue con esmero entre los juegos que se dicen de mauvais genre y los permitidos a las personas decentes. Hay dos clases de juego: una para caballeros y otra plebeya, mercenaria, propia de la canalla. Aquí la distinción se observa rigurosamente; ¡y qué vil, en realidad, es esa distinción! Un caballero, por ejemplo, puede hacer una puesta de cinco o diez luises, rara vez más; o puede apostar hasta mil francos, si es muy rico, pero sólo por jugar, sólo por divertirse, en realidad sólo para observar el proceso de la ganancia o la pérdida; pero de ningún modo puede mostrar interés en la ganancia misma. Si gana, puede, por ejemplo, soltar una carcajada, hacer un comentario a cualquiera de los concurrentes, incluso apuntar de nuevo o doblar su puesta, pero sólo por curiosidad, para estudiar y calcular las probabilidades, pero no por el deseo plebeyo de ganar. En suma, que no debe ver en todas estas mesas de juego, ruletas y trente et quarante, sino un entretenimiento organizado exclusivamente para su satisfacción. Los vaivenes de la suerte, en que se apoya y se justifica la banca, no debe siquiera sospecharlos. No estaría mal que se figurara, por ejemplo, que todos los demás jugadores, toda esa chusma que tiembla ante un guiden, son en realidad tan ricos y caballerosos como él y que juegan sólo para divertirse y pasar el tiempo. Este desconocimiento completo de la realidad, esta ingenua visión de lo que es la gente, son, por supuesto, típicos de la más refinada aristocracia. Vi que muchas mamás empujaban adelante a sus hijas, jovencitas inocentes y elegantes de quince o dieciséis años, y les daban unas monedas de oro para enseñarlas a jugar. La señorita ganaba o perdía sonriendo y se marchaba tan satisfecha. Nuestro general se acercó a la mesa con aire grave e imponente. Un lacayo corrió a ofrecerle una silla, pero él ni siquiera le vio. Con mucha lentitud sacó el portamonedas; de él, con mucha lentitud, extrajo trescientos francos en oro, los apuntó al negro y ganó. No recogió lo ganado y lo dejó en la mesa. Salió el negro otra vez y tampoco recogió lo ganado. Y cuando la tercera vez salió el rojo, perdió de un golpe mil doscientos francos. Se retiró sonriendo y sin perder la dignidad. Yo estaba seguro de que por dentro iba consumido de rabia y que si la puesta hubiera sido dos o tres veces mayor, hubiera perdido la serenidad y dado suelta a su turbación. Por otra parte, un francés, en mi presencia, ganó y perdió hasta treinta mil francos, alegre y tranquilamente. El caballero auténtico, aunque pierda cuanto tiene, no debe alterarse. El dinero está tan por bajo de la dignidad de un caballero que casi no vale la pena pensar en él. Sería muy aristocrático, por supuesto, no darse cuenta de la cochambre de toda esa chusma y esa escena. A veces, sin embargo, no es menos aristocrático y refinado el darse cuenta, es decir, observar con cuidado, examinar con impertinentes, como si dijéramos, a toda esa chusma; pero sólo viendo en esa cochambre y en toda esa muchedumbre una forma especial de pasatiempo, un espectáculo organizado para divertir a los caballeros. Uno puede abrirse paso entre el gentío y mirar en torno, pero con el pleno convencimiento de que, en rigor, uno es sólo observador y de ningún modo parte del grupo. Pero, por otro lado, no se debe observar con demasiada atención, pues ello sería actitud impropia de un caballero, ya que al fin y al cabo el espectáculo no merece ser observado larga y atentamente; y sabido es que pocos espectáculos son dignos de la cuidadosa atención de un caballero. Sin embargo, a mí me parecía que todo esto merecía la atención más solícita, especialmente cuando venía aquí no sólo para observar, sino para formar parte, sincera y conscientemente, de esa chusma. En cuanto a mis convicciones morales más íntimas, es claro que no hallan acomodo en el presente razonamiento. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Hablo sólo para desahogar mi conciencia. Pero una cosa sí haré notar: que últimamente me ha sido -no sé por qué- profundamente repulsivo ajustar mi conducta y mis pensamientos a cualquier género de patrón moral. Era otro patrón el que me guiaba…

Es verdad que la chusma juega muy sucio. No ando lejos de pensar que a la mesa de juego misma se dan casos del más vulgar latrocinio. Para los crupieres, sentados a los extremos de la mesa, observar y liquidar las apuestas es trabajo muy duro. ¡Ésa es otra chusma! Franceses en su mayor parte. Por otro lado, yo observaba y estudiaba no para describir la ruleta, sino para «hacerme al juego», para saber cómo conducirme en el futuro. Noté, por ejemplo, que nada es más frecuente que ver salir de detrás de la mesa una mano que se apropia lo que uno ha ganado. Se produce un altercado, a menudo se oye una gritería, ¡y vaya usted a buscar testigos para probar que la puesta es suya!

Al principio todo me parecía un galimatías sin sentido. Sólo adiviné y distinguí no sé cómo que las puestas eran al número, a pares y nones y al color. Del dinero de Polina Aleksandrovna decidí arriesgar esa noche cien gulden. La idea de entrar a jugar y no por propia incumbencia me tenía un poco fuera de quicio. Era una sensación sumamente desagradable y quería sacudírmela de encima cuanto antes. Se me antojaba que empezando con Polina daba al traste con mi propia suerte. ¿No es verdad que es imposible acercarse a una mesa de juego sin sentirse en seguida contagiado por la superstición? Empecé sacando cinco federicos de oro, esto es, cincuenta gulden, y poniéndolos a los pares. Giró la rueda, salió el quince y perdí. Con una sensación de ahogo, sólo para liberarme de algún modo y marcharme, puse otros cinco federicos al rojo. Salió el rojo. Puse los diez federicos, salió otra vez el rojo. Lo puse todo al rojo, y volvió a salir el rojo. Cuando recibí cuarenta federicos puse veinte en los doce números medios sin tener idea de lo que podría resultar. Me pagaron el triple. Así, pues, mis diez federicos de oro se habían trocado de pronto en ochenta. La extraña e insólita sensación que ello me produjo se me hizo tan insoportable que decidí irme. Me parecía que de ningún modo jugaría así si estuviera jugando por mi propia cuenta. Sin embargo, puse los ochenta federicos una vez más a los pares. Esta vez salió el cuatro; me entregaron otros ochenta federicos, y cogiendo el montón de ciento sesenta federicos de oro salí a buscar a Polina Aleksandrovna.

Todos se habían ido de paseo al parque y no conseguí verla hasta después de la cena. En esta ocasión no estaba presente el francés, y el general se despachó a sus anchas: entre otras cosas juzgó necesario advertirme una vez más que no le agradaría verme junto a una mesa de juego. Pensaba que le pondría en un gran compromiso si perdía demasiado; «pero aunque ganara usted mucho, quedaría yo también en un compromiso -añadió con intención-. Por supuesto que no tengo derecho a dirigir sus actos, pero usted mismo estará de acuerdo en que … ». Ahí se quedó, como era costumbre suya, sin acabar la frase. Yo respondí secamente que tenía muy poco dinero y, por lo tanto, no podía perder cantidades demasiado llamativas aun si llegaba a jugar. Cuando subía a mi habitación logré entregar a Polina sus ganancias y le anuncié que no volvería a jugar más por cuenta de ella.

-¿Y eso por qué? -preguntó alarmada.

-Porque quiero jugar por mi propia cuenta -respondí mirándola asombrado- y esto me lo impide.

-¿Conque sigue usted convencido de que la ruleta es su única vía de salvación? -preguntó irónicamente. Yo volví a contestar muy seriamente que sí; en cuanto a mi convencimiento de que ganaría sin duda alguna …. bueno, quizá fuera absurdo, de acuerdo, pero que me dejaran en paz.

Polina Aleksandrovna insistió en que fuera a medias con ella en las ganancias de hoy, y me ofreció ochenta federicos de oro, proponiendo que en el futuro continuásemos el juego sobre esa base. Yo rechacé la oferta, de plano y sin ambages, y declaré que no podía jugar por cuenta de otros, no porque no quisiera hacerlo, sino porque probablemente perdería.

-Y, sin embargo, yo también, por estúpido que parezca, cifro mis esperanzas casi únicamente en la ruleta -dijo pensativa-. Por consiguiente, tiene usted que seguir jugando conmigo a medias, y, por supuesto, lo hará.

Con esto se apartó de mí sin escuchar mis ulteriores objeciones.

Capítulo 3

Polina, sin embargo, ayer no me habló del juego en todo el día, más aún, evitó en general hablar conmigo. Su previa manera de tratarme no se alteró; esa completa despreocupación en su actitud cuando nos encontrábamos, con un matiz de odio y desprecio. Por lo común no procura ocultar su aversión hacia mí; esto lo veo yo mismo. No obstante, tampoco me oculta que le soy necesario y que me reserva para algo. Entre nosotros han surgido unas relaciones harto raras, en gran medida incomprensibles para mí, habida cuenta del orgullo y la arrogancia con que se comporta con todos. Ella sabe, por ejemplo, que yo la amo hasta la locura, me da venia incluso para que le hable de mi pasión (aunque, por supuesto, nada expresa mejor su desprecio que esa licencia que me da para hablarle de mi amor sin trabas ni circunloquios: «Quiere decirse que tengo tan en poco tus sentimientos que me es absolutamente indiferente que me hables de ellos, sean los que sean». De sus propios asuntos me hablaba mucho ya antes, pero nunca con entera franqueza. Además, en sus desdenes para conmigo hay cierto refinamiento: sabe, por ejemplo, que conozco alguna circunstancia de su vida o alguna cosa que la trae muy inquieta; incluso ella misma me contará algo de sus asuntos si necesita servirse de mí para algún fin particular, ni más ni menos que si fuese su esclavo o recadero; pero me contará sólo aquello que necesita saber un hombre que va a servir de recadero) y aunque la pauta entera de los acontecimientos me sigue siendo desconocida, aunque Polina misma ve que sufro y me inquieto por -causa de sus propios sufrimientos e inquietudes, jamás se dignará tranquilizarme por completo con una franqueza amistosa, y eso que, confiándome a menudo encargos no sólo engorrosos, sino hasta arriesgados, debería, en mi opinión, ser franca conmigo. Pero ¿por qué habría de ocuparse de mis sentimientos, de que también yo estoy inquieto y de que quizá sus inquietudes y desgracias me preocupan y torturan tres veces más que a ella misma?

Desde hacía unas tres semanas conocía yo su intención de jugar a la ruleta. Hasta me había anunciado que tendría que jugar por cuenta suya, porque sería indecoroso que ella misma jugara. Por el tono de sus palabras saqué pronto la conclusión de que obraba a impulsos de una grave preocupación y no simplemente por el deseo de lucro. ¿Qué significaba para ella el dinero en sí mismo? Ahí había un propósito, alguna circunstancia que yo quizá pudiera adivinar, pero que hasta este momento ignoro. Claro que la humillación y esclavitud en que me tiene podrían darme (a menudo me dan) la posibilidad de hacerle preguntas duras y groseras. Dado que no soy para ella sino un esclavo, un ser demasiado insignificante, no tiene motivo para ofenderse de mi ruda curiosidad. Pero es el caso que, aunque ella me permite hacerle preguntas, no las contesta. Hay veces que ni siquiera se da cuenta de ellas. ¡Así están las cosas entre nosotros!

Ayer se habló mucho del telegrama que se mandó hace cuatro días a Petersburgo y que no ha tenido contestación. El general, por lo visto, está pensativo e inquieto. Se trata, ni que decir tiene, de la abuela. También el francés está agitado. Ayer, sin ir más lejos, estuvieron hablando largo rato después de la comida. El tono que emplea el francés con todos nosotros es sumamente altivo y desenvuelto. Aquí se da lo del refrán: «les das la mano y se toman el pie». Hasta con Polina se muestra desembarazado hasta la grosería; pero, por otro lado, participa con gusto en los paseos por el parque y en las cabalgatas y excursiones al campo. Desde hace bastante tiempo conozco algunas de las circunstancias que ligan al francés y al general. En Rusia proyectaron abrir juntos una fábrica, pero no sé si el proyecto se malogró o si sigue todavía en pie. Además, conozco por casualidad parte de un secreto de familia: el francés, efectivamente, había sacado de apuros al general el año antes, dándole treinta mil rublos para que completara cierta cantidad que faltaba en los fondos públicos antes de presentar la dimisión de su cargo. Y, por supuesto, el general está en sus garras; pero ahora, cabalmente ahora, quien desempeña el papel principal en este asunto es mademoiselle Blanche, y en esto estoy seguro de no equivocarme.

¿Quién es mademoiselle Blanche? Aquí, entre nosotros, se dice que es una francesa de noble alcurnia y fortuna colosal, a quien acompaña su madre. También se sabe que tiene algún parentesco, aunque muy remoto, con nuestro marques: prima segunda o algo por el estilo. Se dice que hasta mi viaje a París el francés y mademoiselle Blanche se trataban con bastante más ceremonia, como si quisieran dar ejemplo de finura y delicadeza. Ahora, sin embargo, su relación, amistad y parentesco parecen menos delicados y más íntimos. Quizá estiman que nuestros asuntos van por tan mal camino que no tienen por qué mostrarse demasiado corteses con nosotros o guardar las apariencias. Yo ya noté anteayer cómo mister Astley miraba a mademoiselle Blanche y a la madre de ésta. Tuve la impresión de que las conocía. Me pareció también que nuestro francés había tropezado previamente con mister Astley; pero éste es tan tímido, reservado y taciturno que es casi seguro que no lavará en público los trapos sucios de nadie. Por lo pronto, el francés apenas le saluda y casi no le mira, lo que quiere decir, por lo tanto, que no le teme. Esto se comprende. ¿Pero por qué mademoiselle Blanche tampoco le mira? Tanto más cuanto el marqués reveló anoche el secreto- de pronto, no recuerdo con qué motivo, dijo en conversación general que mister Astley es colosalmente rico y que lo sabe de buena fuente. ¡Buena ocasión era ésa para que mademoiselle Blanche mirara a mister Astley! De todos modos, el general estaba intranquilo. Bien se comprende lo que puede significar para él el telegrama con la noticia de la muerte de su tía.

Aunque estaba casi seguro de que Polina evitaría, como de propósito, conversar conmigo, yo también me mostré frío e indiferente, pensando que ella acabaría por acercárseme. En consecuencia, ayer y hoy he concentrado principalmente mi atención en mademoiselle Blanche. ¡Pobre general, ya está perdido por completo! Enamorarse a los cincuenta y cinco años y con pasión tan fuerte es, por supuesto, una desgracia. Agréguese a ello su viudez, sus hijos, la ruina casi total de su hacienda, sus deudas, y, para acabar, la mujer de quien le ha tocado en suerte enamorarse. Mademoiselle Blanche es bella, pero no sé si se me comprenderá si digo que tiene uno de esos semblantes de los que cabe asustarse. Yo al menos les tengo miedo a esas mujeres. Tendrá unos veinticinco años. Es alta y ancha de hombros, terminados en ángulos rectos. El cuello y el pecho son espléndidos. Es trigueña de piel, tiene el pelo negro como el azabache y en tal abundancia que hay bastante para dos coiffures. El blanco de sus ojos tira un poco a amarillo, la mirada es insolente, los dientes son de blancura deslumbrante, los labios los lleva siempre pintados, huele a almizcle. Viste con ostentación, en ropa de alto precio, con chic, pero con gusto exquisito. Sus manos y pies son una maravilla. Su voz es un contralto algo ronco. De vez en cuando ríe a carcajadas y muestra todos los dientes, pero por lo común su expresión es taciturna y descarada, al menos en presencia de Polina y de Marya Filippovna. (Rumor extraño: Marya Filippovna regresa a Rusia.) Sospecho que mademoiselle Blanche carece de instrucción; quizá incluso no sea inteligente, pero por otra parte es suspicaz y astuta. Se me antoja que en su vida no han faltado las aventuras. Para decirlo todo, puede ser que el marqués no sea pariente suyo y que la madre no tenga de tal más que el nombre. Pero hay prueba de que en Berlín, adonde fuimos con ellos, ella y su madre tenían amistades bastante decorosas. En cuanto al marqués, aunque sigo dudando de que sea marqués, es evidente que pertenece a la buena sociedad, según ésta se entiende, por ejemplo, en Moscú o en cualquier parte de Alemania. No sé qué será en Francia; se dice que tiene un cháteau. He pensado que en estos quince días han pasado muchas cosas y, sin embargo, todavía no sé a ciencia cierta si entre mademoiselle Blanche y el general se ha dicho algo decisivo. En resumen, todo depende ahora de nuestra situación económica, es decir, de si el general puede mostrarles dinero bastante. Si, por ejemplo, llegara la noticia de que la abuela no ha muerto, estoy seguro de que mademoiselle Blanche desaparecería al instante. A mí mismo me sorprende y divierte lo chismorrero que he llegado a ser. ¡Oh, cómo me repugna todo esto! ¡Con qué placer mandaría a paseo a todos y todo! ¿Pero es que puedo apartarme de Polina? ¿Es que puedo renunciar a huronear en torno a ella? El espionaje es sin duda una bajeza, pero ¿a mí qué me importa?

Interesante también me ha parecido mister Astley ayer y hoy. Sí, tengo la seguridad de que está enamorado de Polina. Es curioso y divertido lo que puede expresar a veces la mirada tímida y mórbidamente casta de un hombre enamorado, sobre todo cuando ese hombre preferiría que se lo tragara la tierra a decir o sugerir nada con la lengua o los ojos. Mister Astley se encuentra con nosotros a menudo en los paseos. Se quita el sombrero y pasa de largo, devorado sin duda por el deseo de unirse a nuestro grupo. Si le invitan, rehúsa al instante. En los lugares de descanso, en el Casino, junto al quiosco de la música o junto a la fuente, se instala siempre no lejos de nuestro asiento; y dondequiera que estemos -en el parque, en el bosque, o en lo alto del Schlangenberg- basta levantar los ojos y mirar en torno para ver indefectiblemente -en la vereda más cercana o tras un arbusto- a mister Astley en su escondite. Sospecho que busca ocasión para hablar conmigo a solas. Esta mañana nos encontramos y cambiamos un par de palabras. A veces habla de manera sumamente inconexa. Sin darme los «buenos días» me dijo:

-¡Ah, mademoiselle Blanche! ¡He visto a muchas mujeres como mademoiselle Blanche!

Guardó silencio, mirándome con intención. No sé lo que quiso decir con ello, porque cuando le pregunté «¿y eso qué significa?», sonrió astutamente, sacudió la cabeza y añadió: «En fin, así es la vida. ¿Le gustan mucho las flores a mademoiselle Polina?».

-No sé; no tengo idea.

-¿Cómo? ¿Que no lo sabe? -gritó presa del mayor asombro.

-No lo sé. No me he fijado -repetí riendo.

-Hmm. Eso me da que pensar. -Inclinó la cabeza y prosiguió su camino. Pero tenía aspecto satisfecho. Estuvimos hablando en un francés de lo más abominable.

Capítulo 4

Hoy ha sido un día chusco, feo, absurdo. Son ahora las once de la noche. Estoy sentado en mi cuchitril y hago inventario de lo acaecido. Empezó con que por la mañana tuve que jugar a la ruleta por cuenta de Polina Aleksandrovna. Tomé sus ciento sesenta federicos de oro, pero bajo dos condiciones: primera, que no jugaría a medias con ella, es decir, que si ganaba no aceptaría nada; y segunda, que esa noche Polina me explicaría por qué le era tan urgente ganar y exactamente cuánto dinero. Yo, en todo caso, no puedo suponer que sea sólo por dinero. Es evidente que lo necesita, y lo más pronto posible, para algún fin especial. Prometió explicármelo y me dirigí al Casino. En las salas de juego la muchedumbre era terrible. ¡Qué insolentes y codiciosos eran todos! Me abrí camino hasta el centro y me coloqué junto al crupier; luego empecé cautelosamente a «probar el juego» en posturas de dos o tres monedas. Mientras tanto observaba y tomaba nota mental de lo que veía; me pareció que la «combinación» no significa gran cosa y no tiene, ni con mucho, la importancia que le dan algunos jugadores. Se sientan con papeles llenos de garabatos, apuntan los aciertos, hacen cuentas, deducen las probabilidades, calculan, por fin realizan sus puestas y.. pierden igual que nosotros, simples mortales, que jugamos sin «combinación». Sin embargo, saqué una conclusión que me parece exacta: aunque no hay, en efecto, sistema, existe no obstante, una especie de pauta en las probabilidades, lo que, por supuesto, es muy extraño. Ocurre, por ejemplo, que después de los doce números medios salen los doce últimos; dos veces -digamos- la bola cae en estos doce últimos y vuelve a los doce primeros. Una vez que ha caído en los doce primeros, vuelve otra vez a los doce medios, cae en ellos tres o cuatro veces seguidas y pasa de nuevo a los doce últimos; y de ahí, después de salir un par de veces, pasa de nuevo a los doce primeros, cae en ellos una vez y vuelve a desplazarse para caer tres veces en los números medios; y así sucesivamente durante la hora y media o dos horas. Uno, tres y dos; uno, tres y dos. Es muy divertido. Otro día, u otra mañana, ocurre, por ejemplo, que el rojo va seguido del negro y viceversa en giros consecutivos de la rueda sin orden ni concierto, hasta el punto de que no se dan más de dos o tres golpes seguidos en el rojo o en el negro. Otro día u otra noche no sale más que el rojo, llegando, por ejemplo, hasta más de veintidós veces seguidas, y así continúa infaliblemente durante un día entero. Mucho de esto me lo explicó mister Astley, quien pasó toda la mañana junto a las mesas de juego, aunque no hizo una sola puesta. En cuanto a mí, perdí hasta el último kopek -y muy deprisa-. Para empezar puse veinte federicos de oro a los pares y gané, puse cinco y volví a ganar, y así dos o tres veces más. Creo que tuve entre manos unos cuatrocientos federicos de oro en unos cinco minutos. Debiera haberme retirado entonces, pero en mí surgió una extraña sensación, una especie de reto a la suerte, un afán de mojarle la oreja, de sacarle la lengua. Apunté con la puesta más grande permitida, cuatro mil gulden, y perdí. Luego, enardecido, saqué todo lo que me quedaba, lo apunté al mismo número y volví a perder. Me aparté de la mesa como atontado. Ni siquiera entendía lo que me había pasado y no expliqué mis pérdidas a Polina Aleksandrovna hasta poco antes de la comida. Mientras tanto estuve vagando por el parque.

Durante la comida estuve tan animado como lo había estado tres días antes. El francés y mademoiselle Blanche comían una vez más con nosotros. Por lo visto, mademoiselle Blanche había estado aquella mañana en el Casino y había presenciado mis hazañas. En esta ocasión habló conmigo más atentamente que de costumbre. El francés se fue derecho al grano y me preguntó sin más si el dinero que había perdido era mío. Me pareció que sospechaba de Polina. En una palabra, ahí había gato encerrado. Contesté al momento con una mentira, diciendo que el dinero era mío.

El general quedó muy asombrado. ¿De dónde había sacado yo tanto dinero? Expliqué que había empezado con diez federicos de oro, y que seis o siete aciertos seguidos, doblando las puestas, me habían proporcionado cinco o seis mil gulden; y que después lo había perdido todo en dos golpes.

Todo esto, por supuesto, era verosímil. Mientras lo explicaba miraba a Polina, pero no pude leer nada en su rostro. Sin embargo, me había dejado mentir y no me había corregido; de ello saqué la conclusión de que tenía que mentir y encubrir el hecho de haber jugado por cuenta de ella. En todo caso, pensé para mis adentros, está obligada a darme una explicación, y poco antes había prometido revelarme algo.

Yo pensaba que el general me haría alguna observación, pero guardó silencio; noté, sin embargo, por su cara, que estaba agitado e intranquilo. Acaso, dados sus apuros económicos, le era penoso escuchar cómo un majadero manirroto como yo había ganado y perdido en un cuarto de hora ese respetable montón de oro.

Sospecho que anoche tuvo con el francés una acalorada disputa, porque estuvieron hablando largo y tendido a puerta cerrada. El francés se fue por lo visto irritado, y esta mañana temprano vino de nuevo a ver al general, probablemente para proseguir la conversación de ayer.

Habiendo oído hablar de mis pérdidas, el francés me hizo observar con mordacidad, más aún, con malicia, que era menester ser más prudente. No sé por qué agregó que, aunque los rusos juegan mucho, no son siquiera, a su parecer, diestros en el juego.

-En mi opinión, la ruleta ha sido inventada sólo para los rusos -observé yo; y cuando el francés sonrió desdeñosamente al oír mi dictamen, dije que yo llevaba razón porque, cuando hablo de los rusos como jugadores, lo hago para insultarlos y no para alabarlos, y, por lo tanto, es posible creerme.

-¿En qué funda usted su opinión? -preguntó el francés.

-En que en el catecismo de las virtudes y los méritos del hombre civilizado de Occidente figura histórica y casi primordialmente la capacidad de adquirir capital. Ahora bien, el ruso no sólo es incapaz de adquirir capital, sino que lo derrocha sin sentido, indecorosamente. Lo que no quita que el dinero también nos sea necesario a los rusos -añadí-; por consiguiente, nos atraen y cautivan aquellos métodos, como, por ejemplo, la ruleta, con los cuales puede uno enriquecerse de repente, en dos horas, sin esfuerzo. Esto es para nosotros una gran tentación; y como jugamos sin sentido, sin esfuerzo, pues perdemos.

-Eso es hasta cierto punto verdad -subrayó el francés con fatuidad.

-No, eso no es verdad, y debería darle vergüenza hablar así de su patria -apuntó el general en tono severo y petulante.

-Perdón -le respondí-; en realidad no se sabe todavía qué es más repugnante: la perversión rusa o el método alemán de acumular dinero por medio del trabajo honrado.

-¡Qué idea tan indecorosa! -exclamó el general.

-¡Qué idea tan rusa! -exclamó el francés.

Yo me reí. Tenía unas ganas locas de azuzarlos.

-Yo prefiero con mucho vivir en tiendas de lona como un quirguiz a inclinarme ante el ídolo alemán.

-¿Qué ídolo? -gritó el general, que ya empezaba a sulfurarse en serio.

-El método alemán de acumular riqueza. No llevo aquí mucho tiempo, pero lo que hasta ahora vengo observando y comprobando subleva mi sangre tártara. ¡Juro por lo más sagrado que no quiero tales virtudes! Ayer hice un recorrido de unas diez verstas. Pues bien, todo coincide exactamente con lo que dicen esos librillos alemanes con estampas que enseñan moralidad. Aquí, en cada casa, hay un Vater, terriblemente virtuoso y extremadamente honrado. Tan honrado es que da miedo acercarse a él. Yo no puedo aguantar a las personas honradas a quienes no puede uno acercarse sin miedo. Cada uno de esos Vater tiene su familia, y durante las veladas toda ella lee en voz alta libros de sana doctrina. Sobre la casita murmuran los olmos y los castaños. Puesta de sol, cigüeña en el tejado, y todo es sumamente poético y conmovedor..

-No se enfade, general. Permítame contar algo todavía más conmovedor. Yo recuerdo que mi padre, que en paz descanse, también bajo los tilos, en el jardín, solía leernos a mi madre y a mí durante las veladas libros parecidos… Así pues, puedo juzgar con tino. Ahora bien, cada familia de aquí se halla en completa esclavitud y sumisión con respecto al Vater. Todos trabajan como bueyes y todos ahorran como judíos. Supongamos que el Vater ha acaparado ya tantos o cuantos gulden y que piensa traspasar al hijo mayor el oficio o la parcela de tierra; a ese fin, no se da una dote a la hija y ésta se queda para vestir santos; a ese fin, se vende al hijo menor como siervo o soldado y el dinero obtenido se agrega al capital doméstico. Así sucede aquí; me he enterado. Todo ello se hace por pura honradez, por la más rigurosa honradez, hasta el punto de que el hijo menor cree que ha sido vendido por pura honradez; vamos, que es ideal cuando la propia víctima se alegra de que la lleven al matadero. Bueno, ¿qué queda? Pues que incluso para el hijo mayor las cosas no van mejor: allí cerca tiene a su Amalia, a la que ama tiernamente; pero no puede casarse porque aún no ha reunido bastantes gulden. Así pues, los dos esperan honesta y sinceramente y van al sacrificio con la sonrisa en los labios. A Amalia se le hunden las mejillas, enflaquece. Por fin, al cabo de veinte años aumenta la prosperidad; se han ido acumulando los gulden honesta y virtuosamente. El Vater bendice a su hijo mayor, que ha llegado a la cuarentena, y a Amalia, que con treinta y cinco años a cuestas tiene el pecho hundido y la nariz colorada… En tal ocasión echa unas lagrimitas, pronuncia una homilía y muere. El hijo mayor se convierte en virtuoso Vater y.. vuelta a las andadas. De este modo, al cabo de cincuenta o sesenta años, el nieto del primer Vater junta, efectivamente, un capital considerable que lega a su hijo, éste al suyo, este otro al suyo, y al cabo de cinco o seis generaciones sale un barón Rothschild o una Hoppe y Compañía, o algo por el estilo. Bueno, señores, no dirán que no es un espectáculo majestuoso: trabajo continuo durante uno o dos siglos, paciencia, inteligencia, honradez, fuerza de voluntad, constancia, cálculo, ¡y una cigüeña en el tejado! ¿Qué más se puede pedir? No hay nada que supere a esto, y con ese criterio los alemanes empiezan a juzgar a todos los que son un poco diferentes de ellos, y a castigarlos sin más. Bueno, señores, así es la cosa. Yo, por mi parte, prefiero armar una juerga a la rusa o hacerme rico con la ruleta. No me interesa llegar a ser Hoppe y Compañía al cabo de cinco generaciones. Necesito el dinero para mí mismo y no me considero indispensable para nada ni subordinado al capital. Sé que he dicho un montón de tonterías, pero, en fin, ¿qué se le va a hacer? Ésas son mis convicciones.

-No sé si lleva usted mucha razón en lo que ha dicho -dijo pensativo el general-, pero lo que sí sé es que empieza a bufonear de modo inaguantable en cuanto se le da la menor oportunidad…

Según costumbre suya, no acabó la frase. Si nuestro general se ponía a hablar de un tema algo más importante que la conversación cotidiana, nunca terminaba sus frases. El francés escuchaba distraídamente, con los ojos algo saltones. No había entendido casi nada de lo que yo había dicho. Polina miraba la escena con cierta indiferencia altiva. Parecía no haber oído mis palabras ni nada de lo que se había dicho a la mesa.

Capítulo 5

Estaba más absorta que de ordinario, pero no bien nos levantamos de la mesa me mandó que fuera con ella de paseo. Recogimos a los niños y nos dirigimos a la fuente del parque.

Como me encontraba sobremanera agitado, pregunté estúpida y groseramente por qué el marqués Des Grieux, nuestro francés, no sólo no la acompañaba ahora cuando iba a algún sitio, sino que ni hablaba con ella durante días enteros.

-Porque es un canalla -fue la extraña contestación. Hasta ahora, nunca la había oído hablar en esos términos de Des Grieux. Guardé silencio, por temor a comprender su irritación.

-¿Ha notado que hoy no se llevaba bien con el general?

-¿Quiere usted saber de qué se trata? -respondió con tono seco y enojado-. Usted sabe que el general lo tiene todo hipotecado con el francés; toda su hacienda es de él, y si la abuela no muere, el francés entrará en posesión de todo lo hipotecado.

-¡Ah! ¿Conque es verdad que todo está hipotecado? Lo había oído decir, pero no lo sabía de cierto.

-Pues sí.

-Si es así, adiós a mademoiselle Blanche -dije yo-. En tal caso no será generala. ¿Sabe? Me parece que el general está tan enamorado que puede pegarse un tiro si mademoiselle Blanche le da esquinazo. Enamorarse así a sus años es peligroso.

-A mí también me parece que algo le ocurrirá -apuntó pensativa Polina Aleksandrovna.

-¡Y qué estupendo sería! -exclamé-. No hay manera más burda de demostrar que iba a casarse con él sólo por dinero. Aquí ni siquiera se han observado las buenas maneras; todo ha ocurrido sin ceremonia alguna. ¡Cosa más rara! Y en cuanto a la abuela, ¿hay algo más grotesco e indecente que mandar telegrama tras telegrama preguntando: ¿ha muerto? ¿ha muerto?¿Qué le parece, Polina Aleksandrovna?

-Todo eso es una tontería -respondió con repugnancia, interrumpiéndome-. Pero me asombra que esté usted de tan buen humor. ¿Por qué está contento? ¿No será por haber perdido mi dinero?

-¿Por qué me lo dio para que lo perdiera? Ya le dije que no puedo jugar por cuenta de otros y mucho menos por la de usted. Obedezco en todo aquello que usted me mande; pero el resultado no depende de mí. Ya le advertí que no resultaría nada positivo. Dígame, ¿le duele haber perdido tanto dinero? ¿Para qué necesita tanto?

-¿A qué vienen estas preguntas?

-¡Pero si usted misma prometió explicarme … ! Mire, estoy plenamente seguro de que ganaré en cuanto empiece a jugar por mi cuenta (y tengo doce federicos de oro). Entonces pídame cuanto necesite.

Hizo un gesto de desdén.

-No se enfade conmigo -proseguí- por esa propuesta. Estoy tan convencido de que no soy nada para usted, es decir, de que no soy nada a sus ojos, que puede usted incluso tomar dinero de mí. No tiene usted por qué ofenderse de un regalo mío. Además, he perdido su dinero.

Me lanzó una rápida ojeada y, notando que yo hablaba en tono irritado y sarcástico, interrumpió de nuevo la conversación.

-No hay nada que pueda interesarle en mis circunstancias. Si quiere saberlo, es que tengo deudas. He pedido prestado y quisiera devolverlo. He tenido la idea extraña y temeraria de que aquí ganaría irremisiblemente al juego. No sé por qué he tenido esta idea, pero he creído en ella porque no me quedaba otra alternativa.

-O porque era absolutamente necesario ganar. Por lo mismo que el que se ahoga se agarra a una paja. Confiese que si no se ahogara, no creería que una paja es una rama de árbol.

Polina se mostró sorprendida.

-¡Cómo! -exclamó-. ¡Pero si usted también pone sus esperanzas en lo mismo! Hace quince días me dijo usted con muchos pormenores que estaba completamente convencido de que ganaría aquí a la ruleta, y trató de persuadirme de que no le tuviera por loco. ¿Hablaba usted en broma entonces? Recuerdo que hablaba usted con tal seriedad que era imposible creer que era guasa.

-Es cierto -repliqué pensativo-. Todavía tengo la certeza absoluta de que ganaré. Confieso que me lleva usted ahora a hacerme una pregunta: ¿por qué la pérdida estúpida y vergonzosa de hoy no ha dejado en mí duda alguna? Sigo creyendo a pies juntillas que tan pronto como empiece a jugar por mi cuenta ganaré sin falta.

-¿Por qué está tan absolutamente convencido?

-Si puede creerlo, no lo sé. Sólo sé que me es preciso ganar, que ésta es también mi única salida. He aquí quizá por qué tengo que ganar irremisiblemente, o así me lo parece.

-Es decir, que también es necesario para usted, si está tan fanáticamente seguro.

-Apuesto a que duda de que soy capaz de sentir una necesidad seria.

-Me es igual -contestó Polina en voz baja e indiferente-. Bueno, si quiere, sí. Dudo que nada serio le traiga a usted de cabeza. Usted puede atribularse, pero no en serio. Es usted un hombre desordenado, inestable. ¿Para qué quiere el dinero? Entre las razones que adujo usted entonces, no encontré ninguna seria.

-A propósito -interrumpí-, decía usted que necesitaba pagar una deuda. ¡Bonita deuda será! ¿No es con el francés?

-¿Qué preguntas son éstas? Hoy está usted más impertinente que de costumbre. ¿No está borracho?

-Ya sabe que me permito hablar de todo y que pregunto a veces con la mayor franqueza. Repito que soy su esclavo y que no importa lo que dice un esclavo. Además, un esclavo no puede ofender.

-¡Tonterías! No puedo aguantar esa teoría suya sobre la «esclavitud».

-Fíjese en que no hablo de mi esclavitud porque me guste ser su esclavo. Hablo de ella como de un simple hecho que no depende de mí.

-Diga sin rodeos, ¿por qué necesita dinero?

-Y usted, ¿por qué quiere saberlo?

-Como guste -respondió con un movimiento orgulloso de la cabeza.

-No puede usted aguantar la teoría de la esclavitud, pero exige esclavitud: «¡Responder y no razonar!». Bueno, sea. ¿Por qué necesito dinero, pregunta usted? ¿Cómo que por qué? El dinero es todo.

-Comprendo, pero no hasta el punto de caer en tal locura por el deseo de tenerlo. Porque usted llega hasta el frenesí, hasta el fatalismo. En ello hay algo, algún motivo especial. Dígalo sin ambages. Lo quiero.

Empezaba por lo visto a enfadarse y a mí me agradaba mucho que me preguntara con acaloramiento.

-Claro que hay un motivo -dije-, pero temo no saber cómo explicarlo. Sólo que con el dinero seré para usted otro hombre, y no un esclavo.

-¿Cómo? ¿Cómo conseguirá usted eso?

-¿Que cómo lo conseguiré? ¿Conque usted no concibe siquiera que yo pueda conseguir que no me mire como a un esclavo? Pues bien, eso es lo que no quiero, esa sorpresa, esa perplejidad.

-Usted decía que consideraba esa esclavitud como un placer. As! lo pensaba yo también.

-Así lo pensaba usted -exclamé con extraño deleite-. ¡Ah, qué deliciosa es esa ingenuidad suya! ¡Conque sí, sí, usted mira mi esclavitud como un placer. Hay placer, sí, cuando se llega al colmo de la humildad y la insignificancia -continué en mi delirio-. ¿Quién sabe? Quizá lo haya también en el knut cuando se hunde en la espalda y arranca tiras de carne… Pero quizá quiero probar otra clase de placer. Hoy, a la mesa, en presencia de usted, el general me predicó un sermón a cuenta de los setecientos rublos anuales que ahora puede que no me pague. El marqués Des Grieux me mira alzando las cejas, y ni me ve siquiera. Y yo, por mi parte, quizá tenga un deseo vehemente de tirar de la nariz al marqués Des Grieux en presencia de usted.

-Palabras propias de un mocosuelo. En toda situación es posible comportarse con dignidad. Si hay lucha, que sea noble y no humillante.

-Eso viene derechito de un manual de caligrafía. Usted supone sin más que no sé portarme con dignidad. Es decir, que podré ser un hombre digno, pero que no sé portarme con dignidad. Comprendo que quizá sea verdad. Sí, todos los rusos son así y le diré por qué: porque los rusos están demasiado bien dotados, son demasiado versátiles, para encontrar de momento una forma de la buena crianza. Es cuestión de forma. La mayoría de nosotros, los rusos, estamos tan bien dotados que necesitamos genio para lograr una forma de la buena crianza. Ahora bien, lo que más a menudo falta es el genio, porque en general se da raramente. Sólo entre los franceses y quizá entre algunos otros europeos, está tan bien definida la buena crianza que una persona puede tener un aspecto dignísimo y ser totalmente indigna. De ahí que la forma signifique tanto para ellos. El francés aguanta un insulto, un insulto auténtico y directo, sin pestañear, pero no tolerará un papirotazo en la nariz, porque ello es una violación de la forma recibida y consagrada de la buena crianza. De ahí la afición de nuestras mocitas rusas a los franceses, porque los modales de éstos son impecables. A mi modo de ver, sin embargo, no tienen buena crianza, sino sólo «gallo», le coq gaulois. Pero claro, yo no comprendo eso porque no soy mujer. Quizá los gallos tienen también buenos modales. Está visto que estoy desbarrando y que no me para usted los pies. Interrúmpame más a menudo. Cuando hablo con usted quiero decirlo todo, todo, todo. Pierdo todo sentido de lo que son los buenos modales; hasta convengo en que no sólo no tengo buenos modales, sino ni dignidad siquiera. Se lo explicaré. No me preocupo en lo más mínimo de las cualidades morales. Ahora en mí todo está como detenido. Usted misma sabe por qué. No tengo en la cabeza un solo pensamiento humano. Hace ya mucho que no sé lo que sucede en el mundo, ni en Rusia ni aquí., He pasado por Dresde y ni recuerdo cómo es Dresde. Usted misma sabe lo que me ha sorbido el seso. Como no abrigo ninguna esperanza y soy un cero a los ojos de usted, hablo sin rodeos. Dondequiera que estoy sólo veo a usted, y lo demás me importa un comino. No sé por qué ni cómo la quiero. ¿Sabe? Quizá no tiene usted nada de guapa. Figúrese que ni tengo idea de si es usted hermosa de cara. Su corazón, huelga decirlo, no tiene nada de hermoso y acaso sea usted innoble de espíritu.

-¿Es por eso por lo que quiere usted comprarme con dinero? -preguntó-. ¿Porque no cree en mi nobleza de espíritu?

-¿Cuándo he pensado en comprarla con dinero? -grité.

-Se le ha ido la lengua y ha perdido el hilo. Si no comprarme a mí misma, sí piensa comprar mi respeto con dinero.

-¡Que no, de ningún modo! Ya le he dicho que me cuesta trabajo explicarme. Usted me abruma. No se enfade con mi cháchara. Usted comprende por qué no Vale la pena enojarse conmigo: estoy sencillamente loco. Pero, por otra parte, me da lo mismo que se enfade usted. Allá arriba, en mi cuchitril, me basta sólo recordar e imaginar el rumor del vestido de usted y ya estoy para morderme las manos. ¿Y por qué se enfada conmigo? ¿Porque me llamo su esclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese de ella! ¿Sabe que la mataré algún día? Y no la mataré por haber dejado de quererla, ni por celos; la mataré sencillamente porque siento ganas de comérmela. Usted se ríe…

-No me río, no, señor -dijo indignada-. Le mando que se calle.

Se detuvo, con el aliento entrecortado por la ira. ¡Por Dios vivo que no sé si era hermosa! Lo que si sé es que me gustaba mirarla cuando se encaraba conmigo así, por lo que a menudo me agradaba provocar su enojo. Quizá ella misma lo notaba y se enfadaba de propósito. Se lo dije.

– ¡Qué porquería! -exclamó con repugnancia.

-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligro en que nos paseemos juntos; más de una vez he sentido el deseo irresistible de golpearla, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree usted que las cosas no llegarán a ese extremo? Usted me lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a mí qué me importa su enojo? Yo la quiero sin esperanza y sé que después de esto la querré mil veces más. Si algún día la mato tendré que matarme yo también (ahora bien, retrasaré el matarme lo más posible para sentir el dolor intolerable de no tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Que con cada día que pasa la quiero a usted más, lo que es casi imposible. Y después de esto, ¿cómo puedo dejar de ser fatalista? Recuerde que anteayer, provocado por usted, le dije en el Schlangenberg que con sólo pronunciar usted una palabra me arrojaría al abismo. Si la hubiera pronunciado me habría lanzado. ¿No cree usted que lo hubiera hecho?

-¡Qué cháchara tan estúpida! -exclamó.

-Me da igual que sea estúpida o juiciosa -respondí-. Lo que sé es que en presencia de usted necesito hablar, hablar, hablar… y hablo. Ante usted pierdo por completo el amor propio y todo me da lo mismo.

. -¿Y con qué razón le mandaría tirarse desde el Schlangenberg? Eso para mí no tendría ninguna utilidad.

-¡Magnífico! -exclamé-. De propósito, para aplastarme, ha usado usted esa magnífica expresión «ninguna utilidad». Para mí es usted transparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? La satisfacción es siempre útil; y el poder feroz sin cortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El ser humano es déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo. Usted lo es en alto grado.

Recuerdo que me miraba con atención reconcentrada. Mi rostro, por lo visto, expresaba en ese momento todos mis sentimientos absurdos e incoherentes. Recuerdo todavía que nuestra conversación de entonces fue en efecto, casi palabra por palabra, como aquí queda descrita. Mis ojos estaban inyectados de sangre. En las comisuras de mis labios espumajeaba la saliva. Y en lo tocante al Schlangenberg, juro por mi honor, aun en este instante, que si me hubiera mandado que me tirara ¡me hubiera tirado! Aunque ella sólo lo hubiera dicho en broma, por desprecio, escupiendo las palabras, ¡me hubiera tirado entonces!

-No, pero sí le creo -concedió, pero de la manera en que a veces ella se expresa, con tal desdén, con tal rencor, con tal altivez, que vive Dios que podría matarla en ese momento. Ella cortejaba el peligro. Yo tampoco mentía al decírselo.

-¿Usted no es cobarde? -me preguntó de pronto.

-No sé; quizá lo sea. No sé … ; hace tiempo que no he pensado en ello.

-Si yo le dijera: «mate a esa persona», ¿la mataría usted?

-¿A quién?

-A quien yo quisiera.

-¿Al francés?

-No pregunte. Conteste. A quien yo le indicara. Quiero saber si hablaba usted en serio hace un momento. -Aguardaba la contestación con tal seriedad e impaciencia que todo ello me pareció un tanto extraño.

-¡Pero acabemos, dígame qué es lo que pasa aquí! -exclamé-. ¿Es que me teme usted? Veo bien la confusión que reina aquí. Usted es hijastra de un hombre loco y arruinado, a quien ha envenenado la pasión por ese diablo de mujer, Blanche. Luego está ese francés con su misteriosa influencia sobre usted y he aquí que ahora me hace usted seriamente una pregunta… insólita. Por lo menos tengo que saber qué hay; de lo contrario me haré un lío y meteré la pata. ¿O es que le da a usted vergüenza de honrarme con su franqueza? ¿Pero es posible que tenga usted vergüenza de mí?

-No le hablo a usted en absoluto de eso. Le he hecho una pregunta y espero contestación.

-Claro que mataría a quien me mandara usted -exclamé-, pero ¿es posible que… es posible que usted mande tal cosa?

-¿Qué se cree? ¿Que le tendré lástima? Se lo mandaré y escurriré el bulto. ¿Aguantará eso? ¡Claro que no podrá aguantarlo! Puede que matara usted cumpliendo la orden, pero vendría a matarme a mí por haberme atrevido a dársela.

Tales palabras me dejaron casi atontado. Por supuesto, yo pensaba que me hacía la pregunta medio en broma, para provocarme, pero había hablado con demasiada seriedad. De todos modos, me asombró que se expresara así, que tuviera tales derechos sobre mi persona, que consintiera en ejercer tal ascendiente sobre mí y que dijera tan sin rodeos: «Ve a tu perdición, que yo me echaré a un lado». En esas palabras había tal cinismo y desenfado que la cosa pasaba de castaño oscuro. Porque, vamos a ver, ¿qué opinión tenía de mí? Esto rebasaba los límites de la esclavitud y la humillación. Opinar así de un hombre es ponerlo al nivel de quien opina. Y a pesar de lo absurdo e inverosímil de nuestra conversación, el corazón me temblaba.

De pronto soltó una carcajada. Estábamos sentados en el banco, junto a los niños, que seguían jugando, de cara al lugar donde se detenían los carruajes para que se apeara la gente en la avenida que había delante del Casino.

-¿Ve usted a esa baronesa gorda? -preguntó-. Es la baronesa Burmerhelm. Llegó hace sólo tres días. Mire a su marido: ese prusiano seco y larguirucho con un bastón en la mano. ¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya usted al momento, acérquese a la baronesa, quítese el sombrero y dígale algo en francés.

-¿Para qué?

-Usted juró que se tiraría desde lo alto del Schlangenberg. Usted jura que está dispuesto a matar si se lo ordeno. En lugar de muertes y tragedias quiero sólo pasar un buen rato. Hala, vaya, no hay pero que valga. Quiero ver cómo le apalea a usted el barón.

-Usted me provoca. ¿Cree que no lo haré?

-Sí, le provoco. Vaya. Así lo quiero.

-Perdone, voy, aunque es un capricho absurdo. Sólo una cosa: ¿qué hacer para que el general no se lleve un disgusto o no se lo dé a usted? Palabra que no me preocupo por mí, sino por usted … y, bueno, por el general. ¿Y qué antojo es éste de ir a insultar a una mujer?

-Ya veo que se le va a usted la fuerza por la boca -dijo con desdén-. Hace un momento tenía usted los ojos inyectados de sangre, pero quizá sólo porque había bebido demasiado vino con la comida. ¿Cree que no me doy cuenta de que esto es estúpido y grosero y que el general se va a enfadar? Quiero sencillamente reírme; lo quiero y basta. ¿Y para qué insultar a una mujer? Para que cuanto antes le den a usted una paliza.

Giré sobre los talones y en silencio fui a cumplir su encargo. Sin duda era una acción estúpida, y por supuesto no sabía cómo evitarla, pero recuerdo que cuando me acercaba a la baronesa algo en mí mismo parecía azuzarme, algo así como la picardía de un colegial. Me sentía totalmente desquiciado, igual que si estuviera borracho.

Capítulo 6

Han pasado ya veinticuatro horas desde ese día estúpido, ¡y cuánto jaleo, escándalo, bulle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qué embrollo, qué necedad, qué ordinariez ha habido en esto, de todo lo cual he sido yo la causa! A veces, sin embargo, me parece cosa de risa, a mí por lo menos. No consigo explicarme lo que me sucedió: ¿estaba, en efecto, fuera de mí o simplemente me salí un momento del carril y me porté como un patán merecedor de que lo aten? A veces me parece que estoy ido de la cabeza, pero otras creo que soy un chicuelo no muy lejos todavía del banco de la escuela, y que lo que hago son sólo burdas chiquilladas de escolar.

Ha sido Polina, todo ello ha sido obra de Polina. Sin ella no hubiera habido esas travesuras. ¡Quién sabe! Acaso lo hice por desesperación (por muy necio que parezca suponerlo). No comprendo, no comprendo en qué consiste su atractivo. En cuanto a hermosa, lo es, debe de serlo, porque vuelve locos a otros hombres. Alta y bien plantada, sólo que muy delgada. Tengo la impresión de que puede hacerse un nudo con ella o plegarla en dos.

Su pie es largo y estrecho -una tortura, eso es, una tortura-. Su pelo tiene un ligero tinte rojizo. Los ojos, auténticamente felinos ¡y con qué orgullo y altivez sabe mirar con ellos! Hace cuatro meses, a raíz de mi llegada, estaba ella hablando una noche en la sala con Des Grieux. La conversación era acalorada. Y ella le miraba de tal modo… que más tarde, cuando fui a acostarme, saqué la conclusión de que acababa de darle una bofetada. Estaba de pie ante él y mirándole… Desde esa noche la quiero.

Pero vamos al caso.

Por una vereda entré en la avenida, me planté en medio de ella y me puse a esperar al barón y la baronesa. Cuando estuvieron a cinco pasos de mí me quité el sombrero y me incliné.

Recuerdo que la baronesa llevaba un vestido de seda de mucho vuelo, gris oscuro, con volante de crinolina y cola. Era mujer pequeña y de corpulencia poco común, con una papada gruesa y colgante que impedía verle el cuello. Su rostro era de un rojo subido; los ojos eran pequeños, malignos e insolentes. Caminaba como si tuviera derecho a todos los honores. El marido era alto y seco. Como ocurre a menudo entre los alemanes, tenía la cara torcida y cubierta de un sinfín de pequeñas arrugas. Usaba lentes. Tendría unos cuarenta y cinco años. Las piernas casi le empezaban en el pecho mismo, señal de casta. Ufano como pavo real. Un tanto desmañado. Había algo de carnero en la expresión de su rostro que alguien podría tomar por sabiduría.

Todo esto cruzó ante mis ojos en tres segundos.

Mi inclinación de cabeza y mi sombrero en la mano atrajeron poco a poco la atención de la pareja. El barón contrajo ligeramente las cejas. La baronesa navegaba derecha hacia mí.

-Madame la baronne -articulé claramente en voz alta, acentuando cada palabra-, j’ai I’honneur d’étre votre esclave.

Me incliné, me puse el sombrero y pasé junto al barón, volviendo mi rostro hacia él y sonriendo cortésmente.

Polina me había ordenado que me quitara el sombrero, pero la inclinación de cabeza y el resto de la faena eran de mi propia cosecha. El diablo sabe lo que me impulsó a hacerlo. Fue sencillamente un patinazo.

-Hein! -gritó o, mejor dicho, graznó el barón, volviéndose hacia mí con mortificado asombro.

Yo también me volví y me detuve en respetuosa espera, sin dejar de mirarle y sonreír. Él, por lo visto, estaba perplejo y alzó desmesuradamente las cejas. Su rostro se iba entenebreciendo. La baronesa se volvió también hacia mí y me miró asimismo con irritada sorpresa. Algunos de los transeúntes se pusieron a observarnos. Otros hasta se detuvieron.

-Heín! -graznó de nuevo el barón, con redoblado graznido y redoblada furia.

-Ja wohl -dije yo arrastrando las sílabas sin apartar mis ojos de los suyos.

-Sind Sie rasend? -gritó enarbolando el bastón y empezando por lo visto a acobardarse. Quizá le desconcertaba mi atavío. Yo estaba vestido muy pulcramente, hasta con atildamiento, como hombre de la mejor sociedad.

-Ja wo-o-ohl! -exclamé de pronto a voz en cuello, arrastrando la o a la manera de los berlineses, quienes a cada instante introducen en la conversación las palabras ja wohl, alargando más o menos la o para expresar diversos matices de pensamiento y emoción.

El barón y la baronesa, atemorizados, giraron sobre sus talones rápidamente y casi salieron huyendo. De los circunstantes, algunos hacían comentarios y otros me miraban estupefactos. Pero no lo recuerdo bien.

Yo di la vuelta y a mi paso acostumbrado me dirigí a Polina Aleksandrovna; pero aún no había cubierto cien pasos de la distancia que me separaba de su banco cuando vi que se levantaba y se encaminaba con los niños al hotel.

La alcancé en la escalinata.

-He llevado a cabo … la payasada -dije cuando estuve a su lado.

-Bueno, ¿y qué? Ahora arrégleselas como pueda -respondió sin mirarme y se dirigió a la escalera.

Toda esa tarde estuve paseando por el parque. Atravesándolo y atravesando después un bosque, llegué a un principado vecino. En una cabaña tomé unos huevos revueltos y vino. Por este idilio me cobraron nada menos que un tálero y medio.

Eran ya las once cuando regresé a casa. En seguida vinieron a buscarme porque me llamaba el general.

Nuestra gente ocupa en el hotel dos apartamentos con un total de cuatro habitaciones. La primera es grande, un salón con piano. Junto a ella hay otra, amplia, que es el gabinete del general, y en el centro de ella me estaba esperando éste de pie, en actitud majestuosa. Des Grieux estaba arrebañado en un diván.

-Permítame preguntarle, señor mío, qué ha hecho usted -dijo para empezar el general, volviéndose hacia mí.

-Desearía, general, que me dijera sin rodeos lo que tiene que decirme. ¿Usted probablemente quiere aludir a mi encuentro de hoy con cierto alemán?

-¿Con cierto alemán? Ese alemán es el barón Burmerhelm, un personaje importante, señor mío. Usted se ha portado groseramente con él y con la baronesa.

-No, señor, nada de eso.

-Los ha asustado usted.

-Repito que no, señor. Cuando estuve en Berlín me chocó oír constantemente tras cada palabra la expresión ja wohl! que allí pronuncian arrastrándola de una manera desagradable. Cuando tropecé con ellos en la avenida me acordé de pronto, no sé por qué, de ese ja wohl! y el recuerdo me irritó… Sin contar que la baronesa, tres veces ya, al encontrarse conmigo, tiene la costumbre de venir directamente hacia mí, como si yo fuera un gusano que se puede aplastar con el pie. Convenga en que yo también puedo tener amor propio. Me quité el sombrero y cortésmente (le aseguro que cortésmente) le dije: Madame, j’ai l’honneur d’être votre esclave. Cuando el barón se volvió y gritó hein!, de repente me dieron ganas de gritar ja wohl. Lo grité dos veces: la primera, de manera corriente, y la segunda, arrastrando la frase lo más posible. Eso es todo.

Confieso que quedé muy contento de esta explicación propia de un mozalbete. Deseaba ardientemente alargar esta historia de la manera más absurda posible.

-¿Se ríe usted de mí? -exclamó el general. Se volvió al francés y le dijo en francés que yo, sin duda, insistía en dar un escándalo. Des Grieux se rió desdeñosamente y se encogió de hombros.

-¡Oh, no lo crea! ¡No es así ni mucho menos! -exclamé-; mi proceder, por supuesto, no ha sido bonito, y lo reconozco con toda franqueza. Cabe incluso decir que ha sido una majadería, una travesura de colegial, pero nada más. Y sepa usted, general, que me arrepiento de todo corazón. Pero en ello hay una circunstancia que, a mi modo de ver, casi me exime del arrepentimiento. Recientemente, en estas últimas dos o tres semanas, no estoy bien: me siento enfermo, nervioso, irritado, antojadizo, y en más de una ocasión pierdo por completo el dominio sobre mí mismo. A decir verdad, algunas veces he sentido el deseo vehemente de abalanzarme sobre el marqués Des Grieux y.. en fin, no hay por qué acabar la frase; podría ofenderse. En suma, son síntomas de una enfermedad. No sé si la baronesa Burmerhelm tomará en cuenta esta circunstancia cuando le presente mis excusas (porque tengo la intención de presentarle mis excusas). Sospecho que no, que últimamente se ha empezado a abusar de esta circunstancia en el campo jurídico. En las causas criminales, los abogados tratan a menudo de justificar a sus clientes alegando que en el momento de cometer el delito no se acordaban de nada, lo que bien pudiera ser una especie de enfermedad: «Asestó el golpe -dicen- y no recuerda nada». Y figúrese, general, que la medicina les da la razón, que efectivamente corrobora la existencia de tal enfermedad, de una ofuscación pasajera en que el individuo no recuerda casi nada, o recuerda la mitad o la cuarta parte de lo sucedido. Pero el barón y la baronesa son gentes chapadas a la antigua, sin contar que son junker prusianos y terratenientes. Lo probable es que todavía ignoren ese progreso en el campo de la medicina legal y que, por lo tanto, no acepten mis explicaciones. ¿Qué piensa usted, general?

-¡Basta, caballero! -dijo el general en tono áspero y con indignación mal contenida-. ¡Basta ya! Voy a intentar de una vez para siempre librarme de sus chiquilladas. No presentará usted sus excusas a la baronesa y el barón. Toda relación con usted, aunque sea sólo para pedirles perdón, será humillante para ellos. El barón, al enterarse de que pertenece usted a mi casa, ha tenido una conversación conmigo en el Casino, y confieso que faltó poco para que me pidiera una satisfacción. ¿Se da usted cuenta de la situación en que me ha puesto usted a mí, a mí, señor mío? Yo, yo mismo he tenido que pedir perdón al barón y darle mi palabra de que en seguida, hoy mismo, dejará usted de pertenecer a mi casa…

-Un momento, un momento, general, ¿conque ha sido él mismo quien ha exigido que yo deje de pertenecer a la casa de usted, para usar la frase de que usted se sirve?

-No, pero yo mismo me consideré obligado a darle esa satisfacción y, por supuesto, el barón quedó satisfecho. Nos vamos a separar, señor mío. A usted le corresponde percibir de mí estos cuatro federicos de oro y tres florines, según el cambio vigente. Aquí está el dinero y un papel con la cuenta; puede usted comprobar la suma. Adiós. De ahora en adelante somos extraños uno para el otro. Salvo inquietudes y molestias no le debo a usted nada más. Voy a llamar al hotelero para informarle que desde mañana no respondo de los gastos de usted en el hotel. Servidor de usted.

Tomé el dinero y el papel en que estaba apuntada la cuenta con lápiz, me incliné ante el general y le dije muy seriamente:

-General, el asunto no puede acabar así. Siento mucho que haya tenido usted un disgusto con el barón, pero, con perdón, usted mismo tiene la culpa de ello. ¿Por qué se le ocurrió responder de mí ante el barón? ¿Qué quiere decir eso de que pertenezco a la casa de usted? Yo soy sencillamente un tutor en casa de usted, nada más. No soy hijo de usted, no estoy bajo su tutela y no puede usted ser responsable de mis acciones. Soy persona jurídicamente competente. Tengo veinticinco años, poseo el título de licenciado, soy de familia noble y enteramente extraño a usted. Sólo la profunda estima que profeso a su dignidad me impide exigirle ahora una satisfacción y pedirle, además, que explique por qué se arrogó el derecho de contestar por mí al barón.

El general quedó tan estupefacto que puso los brazos en cruz, se volvió de repente al francés y apresuradamente le hizo saber que yo casi le había retado a un duelo. El francés lanzó una estrepitosa carcajada.

-Al barón, sin embargo, no pienso soltarle así como así -proseguí con toda sangre fría, sin hacer el menor caso de la risa de M. Des Grieux-; y ya que usted, general, al acceder hoy a escuchar las quejas del barón y tomar su partido, se ha convertido, por así decirlo, en partícipe de este asunto, tengo el honor de informarle que mañana por la mañana a lo más tardar exigiré del barón, en mi propio nombre, una explicación en debida forma de por qué, siendo yo la persona con quien tenía que tratar, me pasó por alto para tratar con otra -como si yo no fuera digno o no pudiera responder por mí mismo.

Sucedió lo que había previsto. El general, al oír esta nueva majadería, se acobardó horriblemente.

-¿Cómo? ¿Es posible que se empeñe todavía en prolongar este condenado asunto? –exclamó-. ¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué hace usted conmigo? ¡No se atreva usted, no se atreva, señor mío, o le juro que… También aquí hay autoridades y yo… yo… por mi posición social… y el barón también …. en una palabra, que lo detendrán a usted y que la policía le expulsará de aquí para que no alborote. ¡Téngalo presente! -Y si bien hablaba con voz entrecortada por la ira, estaba terriblemente acobardado.

-General -respondí con calma que le resultaba intolerable-, no es posible detener a nadie por alboroto hasta que el alboroto mismo se produzca. Todavía no he iniciado mis explicaciones con el barón y usted no sabe en absoluto de qué manera y sobre qué supuestos pienso proceder en este asunto. Sólo deseo esclarecer la suposición, que estimo injuriosa para mí, de que me encuentro bajo la tutela de una persona que tiene dominio sobre mi libertad de acción. No tiene usted, pues, por qué preocuparse o alarmarse.

-¡Por Dios santo, por Dios santo, Aleksei Ivanovich, abandone ese propósito insensato! -murmuró el general, cambiando súbitamente su tono airado en otro de súplica, e incluso cogiéndome de las manos-. ¡Imagínese lo que puede resultar de esto! ¡Más disgustos! ¡Usted mismo convendrá en que debo conducirme aquí de una manera especial, sobre todo ahora!… ¡sobre todo ahora!… ¡Ay, usted no conoce, no conoce, todas mis circunstancias! Cuando nos vayamos de aquí estoy dispuesto a contratarle de nuevo. Hablaba sólo de ahora… en fin, usted conoce los motivos! -gritó desesperado- ¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich!

Una vez más, desde la puerta, le dije con voz firme que no se preocupara, le prometí que todo se haría pulcra y decorosamente, y me apresuré a salir.

A veces los rusos que están en el extranjero se muestran demasiado pusilánimes, temen sobremanera el qué dirán, la manera cómo la gente los mira, y se preguntan si es decoroso hacer esto o aquello; en fin, viven como encorsetados, sobre todo cuando aspiran a distinguirse. Lo que más les agrada es cierta pauta preconcebida, establecida de una vez para siempre, que aplican servilmente en los hoteles, en los paseos, en las reuniones, cuando van de viaje… Ahora bien, al general se le escapó sin querer el comentario de que, además de eso, había otras circunstancias particulares, de que le era preciso «conducirse de manera algo especial». De ahí que se apocara tan de repente y cambiara de tono conmigo. Yo lo observé y tomé nota mental de ello. Y como, sin duda, por pura necedad, él podía apelar mañana a las autoridades, me era preciso tomar precauciones.

Por otra parte, yo en realidad no quería enfurecer al general; pero sí quería enfurecer a Polina. Polina me había tratado tan cruelmente, me había puesto en situación tan estúpida que quería obligarla a que me pidiera ella misma que cesara en mis actos. Mis travesuras Podían llegar a comprometerla, sin contar que en mí iban surgiendo otras emociones y apetencias; porque si ante ella me veo reducido voluntariamente a la nada, eso no significa que sea un «gallina» ante otras gentes, ni por supuesto que pueda el barón «darme de bastonazos». Lo que yo deseaba era reírme de todos ellos y salir victorioso en este asunto. ¡Que mirasen bien! Quizá ella se asustaría y me llamaría de nuevo. Y si no lo hacía, vería de todos modos que no soy un «gallina».

(Noticia sorprendente. Acaba de decirme la niñera, con quien he tropezado en la escalera, que Marya Filippovna ha salido sola, en el tren de esta noche, para Karlsbad con el fin de visitar a una prima suya. ¿Qué significa esto? La niñera dice que venía preparando el viaje desde hacía tiempo, pero ¿cómo es que nadie lo sabía? Aunque bien pudiera ser que yo fuese el único en no saberlo. La niñera me ha dicho, además, que anteayer Marya Filippovna tuvo una disputa con el general. Lo comprendo. El tema, sin duda, fue mademoiselle Blanche. Sí, algo decisivo va a ocurrir aquí.)

Capítulo 7

Al día siguiente llamé al hotelero y le dije que preparase mi cuenta por separado. Mi habitación no era lo bastante cara para alarmarme y obligarme a abandonar el hotel. Contaba con diecisiete federicos de oro, y allí… allí estaba quizá la riqueza. Lo curioso era que todavía no había ganado, pero sentía, pensaba y obraba como hombre rico y no podía imaginarme de otro modo.

A pesar de lo temprano de la hora, me disponía a ir a ver a mister Astley en el Hotel d’Angleterre, cercano al nuestro, cuando inopinadamente se presentó Des Grieux. Esto no había sucedido nunca antes; más aún, mis relaciones con este caballero habían sido últimamente harto raras y tirantes. Él no se recataba para mostrarme su desdén, mejor dicho, se esforzaba por mostrármelo; y yo, por mi parte, tenía mis razones para no manifestarle aprecio. En una palabra, le detestaba. Su llegada me llenó de asombró. Me percaté en el acto de que sucedía algo especial.

Entró muy amablemente y me dijo algo lisonjero acerca de mi habitación. Al verme con el sombrero en la mano, me preguntó si salía de paseo a una hora tan temprana. Al oír que iba a visitar a mister Astley para hablar de negocios, pensó un instante, caviló, y su rostro reflejó la más aguda preocupación.

Des Grieux era como todos los franceses, a saber, festivo y amable cuando serlo es necesario y provechoso, y fastidioso hasta más no poder cuando ser festivo y amable deja de ser necesario. Raras veces es el francés naturalmente amable; lo es siempre, como si dijéramos, por exigencia, por cálculo. Si, pongamos por caso, juzga indispensable ser fantasioso, original, extravagante, su fantasía resulta sumamente necia y artificial y reviste formas aceptadas y gastadas por el uso repetido. El francés natural es la encarnación del pragmatismo más angosto, mezquino y cotidiano, en una palabra, es el ser más fastidioso de la tierra. A mi juicio, sólo las gentes sin experiencia,,y en particular las jovencitas rusas, se sienten cautivadas por los franceses. A toda persona como Dios manda le es familiar e inaguantable este convencionalismo, esta forma preestablecida de la cortesía de salón, de la desenvoltura y de la jovialidad.

-Vengo a hablarle de un asunto -empezó diciendo con excesiva soltura, aunque con amabilidad- y no le ocultaré que vengo como embajador, o,,mejor dicho, como mediador, del general. Como conozco el ruso muy mal, no comprendí casi nada anoche; pero el general me dio explicaciones detalladas, y confieso que…

-Escuche, monsieur Des Grieux -le interrumpí-. Usted ha aceptado en este asunto el oficio de mediador. Yo, claro, soy un outchitel y nunca he aspirado al honor de ser amigo íntimo de esta familia o de establecer relaciones particularmente estrechas con ella; por lo tanto, no conozco todas las circunstancias. Pero ilumíneme: ¿es que es usted ahora, con todo rigor, miembro de la familia? Porque como veo que toma usted una parte tan activa en todo, que es indefectiblemente mediador en tantas cosas…

No le agradó mi pregunta. Le resultaba demasiado transparente, y no quería irse de la lengua.

-Me ligan al general, en parte, ciertos asuntos, y, en parte, también, algunas circunstancias personales -dijo con sequedad-. El general me envía a rogarle que desista de lo que proyectaba ayer. Lo que usted urdía era, sin duda, muy ingenioso; pero el general me ha pedido expresamente que indique a usted que no logrará su objeto. Por añadidura, el barón no le recibirá, y, en definitiva, cuenta con medios de librarse de toda futura importunidad por parte de usted. Convenga en que es así. Dígame, pues, de qué sirve persistir. El general promete que, con toda seguridad, le repondrá a usted en su puesto en la primera ocasión oportuna y que hasta esa fecha le abonará sus honorarios, vos appointements. Esto es bastante ventajoso, ¿no le parece?

Yo le repliqué con calma que se equivocaba un tanto; que bien podía ser que no me echasen de casa del barón; que, por el contrario, quizá me escuchasen; y le pedí que confesara que había venido probablemente para averiguar qué medidas pensaba tomar yo en este asunto.

-¡Por Dios santo! Puesto que el general está tan implicado, claro que le gustará saber qué hará usted y cómo lo hará. Eso es natural.

Yo me dispuse a darle explicaciones y él, arrellanándose cómodamente, se dispuso a escucharlas, ladeando la cabeza un poco hacia mí, con un evidente y manifiesto gesto de ironía en el rostro. De ordinario me miraba muy por encima del hombro. Yo hacía todo lo posible por fingir que ponderaba el caso con toda la seriedad que requería. Dije que puesto que el barón se había quejado de mí al general como si yo fuera un criado de éste, me había hecho perder mi colocación, en primer lugar, y, en segundo, me había tratado como persona incapaz de responder por sí misma y con quien ni siquiera valía la pena hablar. Por supuesto que me sentía ofendido, y con sobrado motivo; pero, en consideración de la diferencia de edad, del nivel social, etc., etc. (y aquí apenas podía contener la risa), no quería aventurarme a una chiquillada más, como sería exigir satisfacción directamente del barón o incluso sencillamente sugerir que me la diera. De todos modos, me juzgaba con derecho a ofrecerle mis excusas, a la baronesa en particular, tanto más cuanto que últimamente me sentía de veras indispuesto, desquiciado y, por así decirlo, antojadizo, etc., etc. No obstante, el barón, con su apelación de ayer al general, ofensiva para mí, y su empeño en que el general me privase de mi empleo, me había puesto en situación de no poderles ya ofrecer a él y a la baronesa mis excusas, puesto que él, y la baronesa, y todo el mundo pensarían de seguro que lo hacía por miedo, a fin de ser repuesto en mi cargo. De aquí que yo estimase necesario pedir ahora al barón que fuera él quien primero me ofreciera excusas, en los términos más moderados, diciendo, por ejemplo, que no había querido ofenderme en absoluto; y que cuando el barón lo dijera, yo por mi parte, como sin darle importancia, le presentaría cordial y sinceramente mis propias excusas. En suma -dije en conclusión-, sólo pedía que el barón me ofreciera una salida.

-¡Uf, qué escrupulosidad y qué finura! ¿Y por qué tiene usted que disculparse? Vamos, monsieur; reconozca, monsieur.. que lo hace usted adrede para molestar al general… y quizá con otras miras personales… mon cher monsieur, pardon, j’ai oublié votre nom, monsieur Alexis ?.. n’est-ce pas?

-Pero, perdón, mon cher marquis, ¿a usted qué le va en ello?

-Mais le général..

-¿Y qué le va al general? ]Él dijo algo ayer de que tenía que conducirse de cierta manera… y que estaba inquieto …. pero yo no comprendí nada.

-Aquí hay,.. aquí hay efectivamente una circunstancia personal -dijo Des Grieux con tono suplicante en el que se notaba cada vez más la mortificación-. ¿Usted conoce a mademoiselle de Cominges?

-¿Quiere usted decir mademoiselle Blanche?

-Pues si, mademoiselle Blanche de Cominges… et madame sa mère…; reconozca que el general … para decirlo de una vez, qué el general está enamorado y que hasta es posible que se celebre la boda aquí. Imagínese que en tal ocasión hay escándalos, historias…

-No veo escándalos ni historias que tengan relación con la boda.

-Pero le baron est si irascible, un caractère prussien, vous savez, enfin, il fera une querelle d’Allemand.

-Pero a mí y no a ustedes, puesto que yo ya no pertenezco a la casa… (Yo trataba adrede de parecer lo más torpe posible.) Pero, perdón, ¿ya está resuelto que mademoiselle Blanche se casa con el general? ¿A qué esperan? Quiero decir.. ¿a qué viene ocultarlo, por lo menos de nosotros, la gente de la casa?

-A usted no puedo… es que todavía no está por completo … ; sin embargo… usted sabe que esperan noticias de Rusia; el general necesita arreglar algunos asuntos…

-¡Ah, ah! ¡la baboulinka!

Des Grieux me miró con encono.

-En fin -interrumpió-, confío plenamente en su congénita amabilidad, en su inteligencia, en su tacto … ; al fin y al cabo, lo haría usted por una familia en la que fue recibido como pariente, querido, respetado…

-¡Perdone, he sido despedido! Usted afirma ahora que fue por salvar las apariencias; pero reconozca que si le dicen a uno: «No quiero, por supuesto, tirarte de las orejas, pero para salvar las apariencias deja que te tire de ellas … ». ¿No es lo mismo?

-Pues si es así, si ninguna súplica influye sobre usted -dijo con severidad y arrogancia-, permítame asegurarle que se tomarán ciertas medidas. Aquí hay autoridades que le expulsarán hoy mismo, que diablel, un blanc-bec comme vous desafiar a un personaje como el barón! ¿Cree usted que le van a dejar en paz? Y, créame, aquí nadie le teme a usted. Si he venido a suplicarle ha sido por cuenta propia, porque ha molestado usted al general. ¿De veras cree usted, de veras, que el barón no mandará a un lacayo que le eche a usted a la calle?

-¡Pero si no soy yo quien irá! -respondí con insólita calma-. Se equivoca usted, monsieur Des Grieux. Todo esto se arreglará mucho más decorosamente de lo que usted piensa. Ahora mismo voy a ver a mister Astley para pedirle que sea mi segundo, mi second. Ese señor me tiene aprecio y probablemente no rehusará. Él irá a ver al barón y el barón lo recibirá. Aunque yo soy sólo un outchitel y parezco hasta cierto punto un subalterne, y aunque en definitiva carezco de protección, mister Astley es sobrino de un lord, de un lord auténtico, todo el mundo lo sabe, lord Pibrock, y ese lord está aquí. Puede usted estar seguro de que el barón se mostrará cortés con mister Astley y le escuchará. Y si no le escucha, mister Astley lo considerará como un insulto personal (ya sabe usted lo tercos que son los ingleses) y enviará a un amigo suyo al barón -y por cierto tiene buenos amigos-. Calcule usted ahora que puede pasar algo distinto de lo que piensa.

El francés quedó claramente sobrecogido; efectivamente, todo esto tenía visos de verdad; por consiguiente yo podía muy bien provocar un disgusto.

-Le imploro que deje todo -dijo con voz verdaderamente suplicante-. A usted le agradaría que ocurriera algo desagradable. No es una satisfacción lo que usted busca, sino una contrariedad. Ya he dicho que todo esto es divertido y aun ingenioso que bien pudiera ser lo que usted busca. En fin -terminó diciendo al ver que me levantaba y cogía el sombrero-, he venido a entregarle estas dos palabras de cierta persona. Léalas, porque se me ha encargado que aguarde contestación.

Dicho esto, sacó del bolsillo un papelito doblado y sellado con lacre y me lo alargó. Del puño de Polina, decía así:

«Me parece que se propone usted continuar este asunto. Está usted enfadado y empieza a hacer travesuras. Hay, sin embargo, circunstancias especiales que quizá le explique más tarde. Por favor, desista y deje el camino franco. ¡Cuántas bobadas hay en esto! Le necesito y usted prometió obedecerme. Recuerde Schlangenberg. Le pido que sea obediente y, si es preciso, se lo mando.

Su P.

P S. Si está enojado conmigo por lo de ayer, perdóneme.»

Cuando leí estos renglones me pareció que se me iba la cabeza. Mis labios perdieron su color y empecé a temblar. El maldito francés me miraba con aire de intensa circunspección y apartaba de mí los ojos como para no ver mi zozobra. Mejor hubiera sido que se hubiera reído de mí abiertamente.

-Bien -respondí-, diga a mademoiselle que no se preocupe. Permítame, no obstante, hacerle una pregunta -añadí con aspereza-, ¿por qué ha tardado tanto en darme esta nota? En lugar de decir tantas nimiedades, creo que debiera usted haber comenzado con esto… si, en efecto, vino con este encargo.

-Ah, yo quería… todo esto es tan insólito que usted perdonará mi natural impaciencia… Yo quería enterarme por mi cuenta, personalmente, de cuáles eran las intenciones de usted. Pero como no conozco el contenido de esa nota, pensé que no corría prisa en dársela.

-Comprendo. A usted sencillamente le mandaron que la entregara sólo como último recurso, y que no la entregara si lograba su propósito de palabra. ¿No es así? ¡Hable con franqueza, monsieur Des Grieux!

-Peut-étre -dijo, tomando un aire muy comedido y dirigiéndome una mirada algo peculiar.

Cogí el sombrero; él hizo una inclinación de cabeza y salió. Tuve la impresión de que llevaba una sonrisa burlona en los labios. ¿Acaso cabía esperar otra cosa?

-Tú y yo, franchute, tenemos todavía cuentas que arreglar. Mediremos fuerzas -murmuré bajando la escalera. Aún no sabía qué era aquello que había causado tal mareo. El aire me refrescó un poco.

Un par de minutos después, cuando apenas había empezado a discurrir con claridad, surgieron luminosos en mi mente dos pensamientos: primero, que de unas naderías, de unas cuantas amenazas inverosímiles de escolar, lanzadas anoche al buen tuntún, había resultado un desasosiego general, y segundo, ¿qué clase de ascendiente tenía este francés sobre Polina? Bastaba una palabra suya para que ella hiciera cuanto él necesitaba: me escribía una nota y hasta me suplicaba. Sus relaciones, por supuesto, habían sido siempre un enigma para mí, desde el principio mismo, desde que empecé a conocerlos. Sin embargo, en estos últimos días había notado en ella una evidente aversión, por no decir desprecio, hacia él; y él, por su parte, apenas se fijaba en ella, la trataba con la grosería más descarada. Yo lo había notado. Polina misma me había hablado de aversión; ahora se le escapaban revelaciones harto significativas. Es decir, que él sencillamente la tenía en su poder; que ella, por algún motivo, era su cautiva…

Capítulo 8

En la promenade, como aquí la llaman, esto es, en la avenida de los castaños, tropecé con mi inglés.

-¡Oh, oh! -dijo al verme-, yo iba a verle a usted y usted venía a verme a mí. ¿Conque se ha separado usted de los suyos?

-Primero, dígame cómo lo sabe -pregunté asombrado-. ¿o es que ya lo sabe todo el mundo?

-¡Oh, no! Todos lo ignoran y no tienen por qué saberlo. Nadie habla de ello.

-¿Entonces, cómo lo sabe usted?

-Lo sé, es decir, que me he enterado por casualidad. Y ahora ¿adónde irá usted desde aquí? Le tengo aprecio y por eso iba a verle.

-Es usted un hombre excelente, míster Astley -respondí (pero, por otra parte, la cosa me chocó mucho: ¿de quién lo había sabido?)-. Y como todavía no he tomado café y usted, de seguro, lo ha tomado malo, vamos al café del Casino. Allí nos sentamos, fumamos, yo le cuento y usted me cuenta.

El café estaba a cien pasos. Nos trajeron café, nos sentamos y yo encendí un cigarrillo. Míster Astley no fumó y, fijando en mí los ojos, se dispuso a escuchar.

-No voy a ninguna parte -empecé diciendo-. Me quedo aquí.

-Estaba seguro de que se quedaría -dijo mister Astley en tono aprobatorio.

Al dirigirme a ver a mister Astley no tenía intención de decirle nada, mejor dicho, no quería decirle nada acerca de mi amor por Polina. Durante esos días apenas le había dicho una palabra de ello. Además, era muy reservado. Desde el primer momento advertí que Polina le había causado una profunda impresión, aunque jamás pronunciaba su nombre. Pero, cosa rara, ahora, de repente, no bien se hubo sentado y fijado en mí sus ojos color de estaño, sentí, no sé por qué, el deseo de contarle todo, es decir, todo mi amor, con todos sus matices. Estuve hablando media hora, lo que para mí fue sumamente agradable. Era la primera vez que hablaba de ello. Notando que se turbaba ante algunos de los pasajes más ardientes, acentué de propósito el ardor de mi narración. De una cosa me arrepiento: quizá hablé del francés más de lo necesario…

-Míster Astley escuchó inmóvil, sentado frente a mí, sin decir palabra ni emitir sonido alguno y con sus ojos fijos en los míos; pero cuando comencé a hablar del francés, me interrumpió de pronto y me preguntó severamente si me juzgaba con derecho a aludir a un terna que nada tenía que ver conmigo. Míster Astley siempre hacía preguntas de una manera muy rara.

-Tiene usted razón. Me temo que no -respondí.

-¿De ese marqués y de miss Polina no puede usted decir nada concreto? ¿Sólo conjetura?

Una vez más me extrañó que un hombre tan. apocado como míster Astley hiciera una pregunta tan categórica.

-No, nada concreto –contesté-; nada, por supuesto.

-En tal caso ha hecho usted mal no sólo en hablarme a mí de ello, sino hasta en pensarlo usted mismo.

-Bueno, bueno, lo reconozco; pero ahora no se trata de eso -interrumpí asombrado de mí mismo. Y entonces le conté toda la historia de ayer, con todos sus detalles, la ocurrencia de Polina, mi aventura con el barón, mi despido, la insólita pusilanimidad del general y, por último, le referí minuciosamente la visita de Des Grieux esa misma mañana, sin omitir ningún detalle. En conclusión le enseñé la nota.

-¿Qué saca de esto? -pregunté-. He venido precisamente para averiguar lo que usted piensa. En lo que a mí toca, me parece que hubiera matado a ese franchute y quizá lo haga todavía.

-Yo también -dijo míster Astley-. En cuanto a miss Polina, usted sabe que entramos en tratos aun con gentes que nos son odiosas, si a ello nos obliga la necesidad. Ahí puede haber relaciones que ignoramos y que dependen de circunstancias ajenas al caso. Creo que puede estar usted tranquilo -en parte, claro-. En cuanto a la conducta de ella ayer, no cabe duda de que es extraña, no porque quisiera librarse de usted exponiéndole al garrote del barón (quien, no sé por qué, no lo utilizó aunque lo tenía en la mano), sino porque semejante travesura en una miss tan… tan excelente no es decorosa. Claro que ella no podía suponer que usted pondría literalmente en práctica sus antojos…

-¿Sabe usted? -grité de repente, clavando la mirada en míster Astley-. Me parece que usted ya ha oído hablar de todo esto. ¿Y sabe quién se lo ha dicho? La misma miss Polina.

Míster Astley me miró extrañado.

-Le brillan a usted los ojos y en ellos veo la sospecha -dijo, y en seguida volvió a su calma anterior-, pero no tiene usted el menor derecho a revelar sus sospechas. No puedo reconocer ese derecho y me niego en redondo a contestar a su pregunta.

-¡Bueno, basta! ¡Por otra parte no es necesario! -exclamé extrañamente agitado y sin comprender por qué se me había ocurrido tal cosa. ¿Cuándo, dónde y cómo hubiera podido míster Astley ser elegido por Polina como confidente? Sin embargo, a veces en días recientes había perdido de vista a míster Astley, y Polina siempre había sido un enigma para mí, un enigma tal que ahora, por ejemplo, habiéndome lanzado a contar a míster Astley la historia de mi amor, vi de pronto con sorpresa mientras la contaba que de mis relaciones con ella apenas podía decir nada preciso y positivo. Al contrario, todo era ilusorio, extraño, infundado, sin la menor semejanza con cosa alguna.-Bueno, bueno, desbarro; y ahora no puedo sacar en limpio mucho más -respondí, como si me faltara el aliento-. De todos modos, es usted una buena persona. Ahora a otra cosa, y le pido, no consejo, sino su opinión.

Callé un instante y proseguí.

-En opinión de usted, ¿por qué se asustó tanto el general? ¿Por qué todos ellos han hecho de mi estúpida picardía algo que les trae de cabeza? Tan de cabeza que hasta el propio Des Grieux ha creído necesario intervenir (y él interviene sólo en los casos más importantes), me ha visitado (¡hay que ver!), me ha requerido y suplicado, ¡a mí, él, Des Grieux, a mí! Por último, observe usted que ha venido a las nueve, y que la nota de miss Polina ya estaba en sus manos. ¿Cuándo, pues, fue escrita?, cabe preguntar. ¡Quizá despertaran a miss Polina para ello! Salvo deducir de esto que miss Polina es su esclava (¡porque hasta a mí me pide perdón!), salvo eso, ¿qué le va a ella, personalmente, en este asunto? ¿Por qué está tan interesada? ¿Por qué se asustaron tanto de un barón cualquiera? ¿Y qué tiene que ver con ello que el general se case con mademoiselle Blanche de Cominges? Ellos dicen que cabalmente por eso necesita conducirse de una manera especial, pero convenga en que esto es ya demasiado especial. ¿Qué piensa usted? Por lo que me dicen sus ojos estoy seguro de que de esto sabe usted más que yo.

Míster Asdey sonrió y asintió con la cabeza.

-En efecto, de esto creo saber mucho más que usted -apuntó-. Aquí se trata sólo de mademoiselle Blanche, y estoy seguro de que es la pura verdad.

-¿Pero por qué mademoiselle Blanche? -grité impaciente (tuve de pronto la esperanza de que ahora se revelaría algo acerca de mademoiselle Polina).

-Se me antoja que en el momento presente mademoiselle Blanche tiene especial interés en evitar a toda costa un encuentro con el barón y la baronesa, tanto más cuanto que el encuentro sería desagradable, por no decir escandaloso.

-¿Qué me dice usted?

-El año antepasado, mademoiselle Blanche estuvo ya aquí, en Roulettenberg, durante la temporada. Yo también andaba por aquí. Mademoiselle Blanche no se llamaba todavía mademoiselle de Cominges y, por el mismo motivo, tampoco existía su madre, madame veuve Cominges. Al menos, no había mención de ella. Des Grieux… tampoco había Des Grieux. Tengo la profunda convicción de que no sólo no hay parentesco entre ellos, sino que ni siquiera se conocen de antiguo. Tampoco empezó hace mucho eso de marqués Des Grieux; de ello estoy seguro por una circunstancia. Cabe incluso suponer que empezó a llamarse Des Grieux hace poco. Conozco aquí a un individuo que le conocía bajo otro nombre.

-¿Pero no es cierto que tiene un respetable círculo de amistades?

-¡Puede ser! También puede tenerlo mademoiselle Blanche. Hace dos años, sin embargo, a resultas de una queja de esta misma baronesa, fue invitada por la policía local a abandonar la ciudad y así lo hizo.

-¿Cómo fue eso?

-Se presentó aquí primero con un italiano, un príncipe o algo así, que tenía un nombre histórico, Barberini o algo por el estilo. Iba cubierto de sortijas y brillantes, y por cierto de buena ley. Iban y venían en un espléndido carruaje. Mademoiselle Blanche jugaba con éxito a trente et quarante, pero después su suerte cambió radicalmente, si mal no recuerdo. Me acuerdo de que una noche perdió una cantidad muy elevada. Pero lo peor de todo fue que un beau matin su príncipe desapareció sin dejar rastro. Desaparecieron los caballos y el carruaje, desapareció todo. En el hotel debían una suma enorme. Mademoiselle Zelma (en lugar de Barberini empezó a llamarse de pronto mademoiselle Zelma) daba muestras de la más profunda desesperación. Chillaba y gemía por todo el hotel, y de rabia hizo jirones su vestido. Había entonces en el hotel un conde polaco (todos los viajeros polacos son condes), y mademoiselle Blanche, con aquello de rasgar su vestido y arañarse el rostro como una gata con sus manos bellas y perfumadas, produjo en él alguna impresión. Conversaron, y a la hora de la comida ella había recobrado la calma. A la noche se presentaron del brazo en el casino. Mademoiselle Zelma, según su costumbre, reía con estrépito y en sus ademanes se notaba mayor desenvoltura que antes. Entró sin más en esa clase de señoras que, al acercarse a la mesa de la ruleta, dan fuertes codazos a los jugadores para procurarse un sitio. Aquí, entre tales damas, se considera eso como especialmente chic. Usted lo habrá notado, sin duda.

-Sí.

-No vale la pena notarlo. Por desgracia para las personas decentes, estas damas no desaparecen, por lo menos las que todos los días cambian a la mesa billetes de mil francos. Pero cuando dejan de cambiar billetes se les pide al momento que se vayan. Mademoiselle Zelma seguía cambiando billetes; pero la fortuna le fue aún más adversa. Observe que muy a menudo estas señoras juegan con éxito; saben dominarse de manera asombrosa. Pero mi historia toca a su fin. Llegó un momento en que, al igual que el príncipe, desapareció el conde. Mademoiselle Zelma se presentó una noche a jugar sola, ocasión en que nadie se presentó a ofrecerle el brazo. En dos días perdió cuanto le quedaba. Cuando hubo arriesgado su último louis d’or y lo hubo perdido, miró a su alrededor y vio junto a sí al barón Burmerhelm, que la observaba atentamente y muy indignado. Pero mademoiselle Zelma no notó la indignación y, mirando al barón con la consabida sonrisa, le pidió que le pusiera diez louis dor al rojo. Como consecuencia de esto y por queja de la baronesa, aquella noche fue invitada a no presentarse más en el Casino. Si le extraña a usted que me sean conocidos estos detalles nimios y francamente indecorosos, sepa que, en versión definitiva, los oí de labios de míster Feeder, un pariente mío que esa misma noche condujo en su coche a mademoiselle Zelma de Roulettenburg a Spa. Ahora mire: mademoiselle Blanche quiere ser generala, seguramente para no recibir en adelante invitaciones como la que recibió hace dos años de la policía del Casino. Ya no juega, pero es porque, según todos los indicios, tiene ahora un capital que da a usura a los jugadores locales. Esto es mucho más prudente. Yo hasta sospecho que el infeliz general le debe dinero. Quizá también se lo debe Des Grieux. Quizá ella y Des Grieux trabajan juntos. Comprenderá usted que, al menos hasta la boda, ella no quiera atraerse por ningún motivo la atención del barón y la baronesa. En una palabra, que en su situación nada sería menos provechoso que un escándalo. Usted está vinculado a ese grupo, y las acciones de usted podrían causar ese escándalo, tanto más cuanto ella se presenta a diario en público del brazo del general o acompañada de miss Polina. ¿Ahora lo entiende usted?

-No, no lo entiendo -exclamé golpeando la mesa con tal fuerza que el garzón, asustado, acudió corriendo.

-Diga, míster Astley -dije con arrebato-, si usted ya conocía toda esta historia y, por consiguiente, sabe al dedillo qué clase de persona es mademoiselle Blanche de Cominges, ¿cómo es que no me avisó usted, a mí al menos; luego al general y, sobre todo, a miss Polina, que se presentaba aquí en el Casino, en público, del brazo de mademoiselle Blanche? ¿Cómo es posible?

-No tenía por qué avisarle a usted, ya que usted no podía hacer nada -replicó tranquilamente míster Astley-. Y, por otro lado, ¿avisarle de qué? Puede que el general sepa de mademoiselle Blanche todavía más que yo y, en fin de cuentas, se pasea con ella y con miss Polina. El general es un infeliz. Ayer vi que mademoiselle Blanche iba montada en un espléndido caballo junto con míster Des Grieux y ese pequeño príncipe ruso, mientras que el general iba tras ellos en un caballo de color castaño. Por la mañana decía que le dolían las piernas, pero se tenía muy bien en la silla. Pues bien, en ese momento me vino la idea de que ese hombre está completamente arruinado. Además, nada de eso tiene que ver conmigo, y sólo desde hace poco tengo el honor de conocer a miss Polina. Por otra parte (dijo míster Astley reportándose), ya le he advertido que no reconozco su derecho a hacer ciertas preguntas, a pesar de que le tengo a usted verdadero aprecio…

-Basta -dije levantándome-, ahora para mí está claro como el día que también miss Polina sabe todo lo referente a mademoiselle Blanche. Tenga usted la seguridad de que ninguna otra influencia la haría pasearse con mademoiselle Blanche y suplicarme en una nota que no toque al barón. Ésa cabalmente debe de ser la influencia ante la que todos se inclinan. ¡Y pensar que fue ella la que me azuzó contra el barón! ¡No hay demonio que lo entienda!

-Usted olvida, en primer lugar, que mademoiselle de Cominges es la prometida del general, y en segundo, que miss Polina, hijastra del general, tiene un hermano y una hermana de corta edad, hijos del general, a quienes este hombre chiflado tiene abandonados por completo y a quienes, según parece, ha despojado de sus bienes.

-¡Sí, sí, eso es! Apartarse de los niños significa abandonarlos por completo; quedarse significa proteger sus intereses y quizá también salvar un jirón de la hacienda. ¡Sí, sí, todo eso es cierto! ¡Y, sin embargo, sin embargo! ¡Ah, ahora entiendo por qué todos se interesan por la abuelita!

-¿Por quién?

-Por esa vieja bruja de Moscú que no se muere y acerca de la cual esperan un telegrama diciendo que se ha muerto.

-¡Ah, sí, claro! Todos los intereses convergen en ella. Todo depende de la herencia. Se anuncia la herencia y el general se casa; miss Polina queda libre, y Des Grieux..

-Y Des Grieux, ¿qué?

-Y a Des Grieux se le pagará su dinero; no es otra cosa lo que espera aquí.

-¿Sólo eso? ¿Cree usted que espera sólo eso?

-No tengo la menor idea. -Míster Astley guardó obstinado silencio.

-Pues yo sí, yo sí -repetí con ira-. Espera también la herencia porque Polina recibirá una dote y, en cuanto tenga el dinero, le echará los brazos al cuello. ¡Así son todas las mujeres! Aun las más orgullosas acaban por ser las esclavas más indignas. Polina sólo es capaz de amar con pasión y nada más. ¡Ahí tiene usted mi opinión de ella! Mírela usted, sobre todo cuando está sentada sola, pensativa… ¡es como si estuviera predestinada, sentenciada, maldita! Es capaz de echarse encima todos los horrores de la vida y la pasión …. es… es… ¿pero quién me llama? -exclamé de repente-. ¿Quién grita? He oído gritar en ruso «¡Aleksei Ivanovich!». Una voz de mujer. ¡Oiga, oiga!

Para entonces habíamos llegado ya a nuestro hotel. Hacía rato que, sin notarlo apenas, habíamos salido del café.

-He oído gritos de mujer, pero no sé a quién llamaban. Y en ruso. Ahora veo de dónde vienen -señaló míster Astley-. Es aquella mujer la que grita, la que está sentada en aquel sillón que los lacayos acaban de subir por la escalinata. Tras ella están subiendo maletas, lo que quiere decir que acaba de llegar el tren.

-¿Pero por qué me llama a mí? Ya está otra vez voceando. Mire, nos está haciendo señas.

-¡Aleksei Ivanovich! ¡Aleksei Ivanovich! ¡Ay, Dios, se habrá visto mastuerzo! -llegaban gritos de desesperación desde la escalinata del hotel.

Fuimos casi corriendo al pórtico. Y cuando llegué al descansillo se me cayeron los brazos de estupor y las piernas se me volvieron de piedra.

Capítulo 9

En el descansillo superior de la ancha escalinata del hotel, transportada peldaños arriba en un sillón, rodeada de criados, doncellas y el numeroso y servil personal del hotel, en presencia del Oberkellner, que había salido al encuentro de una destacada visitante que llegaba con tanta bulla y alharaca, acompañada de su propia servidumbre y de un sinfín de baúles y maletas, sentada como reina en su trono estaba… la abuela. Sí, ella misma, formidable y rica, con sus setenta y cinco años a cuestas: Antonida Vasilyevna Tarasevicheva, terrateniente y aristocrática moscovita, la baboulinka, acerca de la cual se expedían y recibían telegramas, moribunda pero no muerta, quien de repente aparecía en persona entre nosotros como llovida del cielo. La traían, por fallo de las piernas, en un sillón, como siempre en estos últimos años, pero, también como siempre, marrullera, briosa, pagada de sí misma, muy tiesa en su asiento, vociferante, autoritaria y con todos regañona; en fin, exactamente como yo había tenido el honor de verla dos veces desde que entré como tutor en casa del general. Como es de suponer, me quedé ante ella paralizado de asombro. Me había visto a cien pasos de distancia cuando la llevaban en el sillón, me había reconocido con sus ojos de lince y llamado por mi nombre y patronímico, detalle que, también según costumbre suya, recordaba de una vez para siempre. «¡Y a ésta –pensé- esperaban verla en un ataúd, enterrada y dejando tras sí una herencia! ¡Pero si es ella la que nos enterrará a todos y a todo el hotel! Pero, santo Dios, ¿qué será de nuestra gente ahora? ¿qué será ahora del general? ¡Va a poner el hotel patas arriba! »

-Bueno, amigo, ¿por qué estás plantado ahí con esos ojos saltones? -continuó gritándome la abuela-. ¿Es que no sabes dar la bienvenida? ¿No sabes saludar? ¿O es que el orgullo te lo impide? ¿Quizá no me has reconocido? ¿Oyes, Potapych? -dijo volviéndose a un viejo canoso, de calva sonrosada, vestido de frac y corbata blanca, su mayordomo, que la acompañaba cuando iba de viaje-; ¿oyes? ¡No me reconoce! Me han enterrado. Han estado mandando un telegrama tras otro: ¿ha muerto o no ha muerto? ¡Pero si lo sé todo! ¡Y yo, como ves, vivita y coleando!

-Por Dios, Antonida Vasilyevna, ¿por qué había yo de desearle nada malo? -respondí alegremente cuando volví en mi acuerdo-. Era sólo la sorpresa… ¿y cómo no maravillarse cuando tan inesperadamente … ?

-¿Y qué hay de maravilla en ello? Me metí en el tren y vine. En el vagón va una muy cómoda, sin traqueteo ninguno. ¿Has estado de paseo?

-Sí, me he llegado al Casino.

-Esto es bonito -dijo la abuela mirando en torno-; el aire es tibio y los árboles son hermosos. Me gusta. ¿Está la familia en casa? ¿El general?

-En casa, sí; a esta hora están todos de seguro en casa.

-¿Y qué? ¿Lo hacen aquí todo según el reloj y con toda ceremonia? Quieren dar el tono. ¡Me han dicho que tienen coche, les seigneurs ruses! Se gastan lo que tienen y luego se van al extranjero. ¿Praskovya está también con ellos?

-Sí, Polina Aleksandrovna está también.

-¿Y el franchute? En fin, yo misma los veré a todos. Aleksei Ivanovich, enseña el camino y vamos derechos allá. ¿Lo pasas bien aquí?

-Así, así, Antonida Vasilyevna.

-Tú, Potapych, dile a ese mentecato de Kellner que me preparen una habitación cómoda, bonita, baja, y lleva las cosas allí en seguida. ¿Pero por qué quiere toda esta gente llevarme? ¿Por qué se meten donde no los llaman? ¡Pero qué gente más servil! ¿Quién es ése que está contigo? -preguntó dirigiéndose de nuevo a mí.

-Éste es mister Astley -contesté.

-¿Y quién es mister Astley?

-Un viajero y un buen amigo mío; amigo también del general.

-Un inglés. Por eso me mira de hito en hito y no abre los labios. A mí, sin embargo, me gustan los ingleses. Bueno, levantadme y arriba; derechos al cuarto del general. ¿Por dónde cae?

Cargaron con la abuela. Yo iba delante por la ancha escalera del hotel. Nuestra procesión era muy vistosa. Todos los que topaban con ella se paraban y nos miraban con ojos desorbitados. Nuestro hotel era considerado como el mejor, el más caro y el más aristocrático del balneario. En la escalera y en los pasillos se tropezaba de continuo con damas espléndidas e ingleses de digno aspecto. Muchos pedían informes abajo al Oberkellner, también hondamente impresionado. Éste, por supuesto, respondía que era una extranjera de alto copete, une russe, une comtesse, grande dame, que se instalaría en los mismos aposentos que una semana antes había ocupado la grande duchesse de N. El aspecto imperioso e imponente de la abuela, transportada en un sillón, era lo que causaba el mayor efecto. Cuando se encontraba con una nueva persona la medía con una mirada de curiosidad y en voz alta me hacía preguntas sobre ella. La abuela era de un natural vigoroso y, aunque no se levantaba del sillón, se presentía al mirarla que era de elevada estatura. Mantenía la espina tiesa como un huso y no se apoyaba en el respaldo del asiento. Llevaba alta la cabeza, que era grande y canosa, de fuertes y acusados rasgos. Había en su modo de mirar algo arrogante y provocativo, y estaba claro que tanto esa mirada como sus gestos eran perfectamente naturales. A pesar de sus setenta y cinco años tenía el rostro bastante fresco y hasta la dentadura en buen estado. Llevaba un vestido negro de seda y una cofia blanca.

-Me interesa extraordinariamente -murmuró mister Astley, que subía junto a mí.

«Ya sabe lo de los telegramas -pensaba yo-. Conoce también a Des Grieux, pero por lo visto no sabe todavía mucho de mademoiselle Blanche.» Informé de esto a mister Astley.

¡Pecador de mí! En cuanto me repuse de mi sorpresa inicial me alegré sobremanera del golpe feroz que íbamos a asestar al general dentro de un instante. Era como un estimulante, y yo iba en cabeza con singular alegría.

Nuestra gente estaba instalada en el tercer piso. Yo no anuncié nuestra llegada y ni siquiera llamé a la puerta, sino que sencillamente la abrí de par en par y por ella metieron a la abuela en triunfo. Todo el mundo, como de propósito, estaba allí, en el gabinete del general. Eran las doce y, al parecer, proyectaban una excursión: unos irían en coche, otros a caballo, toda la pandilla; y además habían invitado a algunos conocidos. Amén del general, de Polina con los niños y de la niñera, estaban en el gabinete Des Grieux, mlle. Blanche, una vez más en traje de amazona, su madre mile. veuve Cominges, el pequeño príncipe y un erudito alemán, que estaba de viaje, a quien yo veía con ellos por primera vez. Colocaron el sillón con la abuela en el centro del gabinete, a tres pasos del general. ¡Dios mío, nunca olvidaré la impresión que ello produjo! Cuando entramos, el general estaba contando algo, y Des Grieux le corregía. Es menester indicar que desde hacía dos o tres días, y no se sabe por qué motivo, Des Grieux y mlle. Blanche hacían la rueda abiertamente al pequeño príncipe à la barbe du pauvre général, y que el grupo, aunque quizá con estudiado esfuerzo, tenía un aire de cordial familiaridad. A la vista de la abuela el general perdió el habla y se quedó en mitad de una frase con la boca abierta. Fijó en ella los ojos desencajados, como hipnotizado por la mirada de un basilisco. La abuela también le observó en silencio, inmóvil, ¡pero con qué mirada triunfal, provocativa y burlona! Así estuvieron mirándose diez segundos largos, ante el profundo silencio de todos los circunstantes. Des Grieux quedó al principio estupefacto, pero en su rostro empezó pronto a dibujarse una inquietud inusitada. Mlle. Blanche, con las cejas enarcadas y la boca abierta, observaba atolondrada a la abuela. El príncipe y el erudito, ambos presa de honda confusión, contemplaban la escena. El rostro de Polina reflejaba extraordinaria sorpresa y perplejidad, pero de súbito se quedó más blanco que la cera; un momento después la sangre volvió de golpe y coloreó las mejillas. ¡Sí, era una catástrofe para todos! Yo no hacía más que pasear los ojos desde la abuela hasta los concurrentes y viceversa. mister Astley, según su costumbre, se mantenía aparte, tranquilo y digno.

~¡Bueno, aquí estoy! ¡En lugar de un telegrama! -exclamó por fin la abuela rompiendo el silencio-. ¿Qué, no me esperabais?

-Antonida Vasilyevna… tía… ¿pero cómo … ? -balbuceó el infeliz general. Si la abuela no le hubiera hablado, en unos segundos más le habría dado quizá una apoplejía.

-¿Cómo que cómo? Me metí en el tren y vine. ¿Para qué sirve el ferrocarril? ¿Y vosotros pensabais que ya había estirado la pata y que os había dejado una fortuna? Ya sé que mandabas telegramas desde aquí; tu buen dinero te habrán costado, porque desde aquí no son baratos. Me eché las piernas al hombro y aquí estoy. ¿Es éste el francés? ¿Monsieur Des Grieux, por lo visto?

-Oui, madame -confirmô Des Grieux- et croyez je suis si enchanté.. votre santé.. c’est un miracle… vous voir ici, une surprise charmante…

-Sí, sí, charmante. Ya te conozco, farsante, ¡No me fío de ti ni tanto así! -y le enseñaba el dedo meñique-. Y ésta, ¿quién es? -dijo volviéndose y señalando a mile. Blanche. La llamativa francesa, en traje de amazona y con el látigo en la mano, evidentemente la impresionó-. ¿Es de aquí?

-Es mademoiselle Blanche de Cominges y ésta es su madre, madame de Cominges. Se hospedan en este hotel -dije yo.

-¿Está casada la hija? -preguntó la abuela sin pararse en barras.

-Mademoiselle de Cominges es soltera -respondí lo más cortésmente posible y, de propósito, a media voz,

-¿Es alegre?

Yo no alcancé a entender la pregunta.

-¿No se aburre uno con ella? ¿Entiende el ruso? Porque cuando Des Grieux estuvo con nosotros en Moscú llegó a chapurrearlo un poco.

Le expliqué que mlle. de Cominges no había estado nunca en Rusia.

-Bonjour! -dijo la abuela encarándose bruscamente con mlle. Blanche.

-Bonjour, madame! -Mlle. Blanche, con elegancia y ceremonia, hizo una leve reverencia. Bajo la desusada modestia y cortesía se apresuró a manifestar, con toda la expresión de su rostro y figura, el asombro extraordinario que le causaba una pregunta tan extraña y un comportamiento semejante.

-¡Ah, ha bajado los ojos, es amanerada y artificiosa! Ya se ve qué clase de pájaro es: una actriz de ésas. Estoy abajo, en este hotel -dijo dirigiéndose de pronto al general-, Seré vecina tuya. ¿Estás contento o no?

-¡Oh, tía! Puede creer en mi sentimiento sincero… de satisfacción -dijo el general cogiendo al vuelo la pregunta. Ya había recobrado en parte su presencia de ánimo, y como cuando se ofrecía ocasión sabía hablar bien, con gravedad y cierta pretensión de persuadir, se preparó a declamar ahora también-. Hemos estado tan afectados y alarmados con las noticias sobre su estado de salud… Hemos recibido telegramas que daban tan poca esperanza, y de pronto…

-¡Pues mientes, mientes! -interrumpió al momento la abuela.

-¿Pero cómo es -interrumpió a su vez en seguida el general, levantando la voz y tratando de no reparar en ese «mientes»-, cómo es que, a pesar de todo, decidió usted emprender un viaje como éste? Reconozca que a sus años y dada su salud… ; de todos modos ha sido tan inesperado que no es de extrañar nuestro asombro. Pero estoy tan contento…; y todos nosotros (y aquí inició una sonrisa afable y seductora) haremos todo lo posible para que su temporada aquí sea de lo más agradable…

-Bueno, basta; cháchara inútil; tonterías como de costumbre; yo sé bien cómo pasar el tiempo. Pero no te tengo inquina; no guardo rencor. Preguntas que cómo he venido. ¿Pero qué hay de extraordinario en esto? De la manera más sencilla. No veo por qué todos se sorprenden. Hola, Praskovya. ¿Tú qué haces aquí?

-Hola, abuela -dijo Polina acercándose a ella-. ¿Ha estado mucho tiempo en camino?

-Ésta ha hecho una pregunta inteligente, en vez de soltar tantos «ohs» y «ahs». Pues mira: me tenían en cama día tras día, y me daban medicinas y más medicinas; conque mandé a paseo a los médicos y llamé al sacristán de Nikola, que le había curado a una campesina una enfermedad igual con polvos de heno. Pues a mí también me sentó bien. A los tres días tuve un sudor muy grande y me levanté. Luego tuvieron otra consulta mis médicos alemanes, se calaron los anteojos y dijeron en coro: «Si ahora va a un balneario extranjero y hace una cura de aguas, expulsaría esa obstrucción que tiene». ¿Y por qué no?, pensé yo. Esos tontos de los Zazhigin se escandalizaron: «¿Hasta dónde va a ir usted?», me preguntaban. Bueno, en un día lo dispuse todo, y el viernes de la semana pasada cogí a mi doncella, y a Potapych, y a Fiodor el lacayo (pero a Fiodor le mandé a casa desde Berlín porque vi que no lo necesitaba), y me vine solita… Tomé un vagón particular, y hay mozos en todas las estaciones que por veinte kopeks te llevan adonde quieras. ¡Vaya habitaciones que tenéis! -dijo en conclusión mirando alrededor-. ¿De dónde has sacado el dinero, amigo? Porque lo tienes todo hipotecado. ¿Cuántos cuartos le debes a este franchute, sin ir más lejos? ¡Si lo sé todo, lo sé todo!

-Yo, tía… -apuntó el general todo confuso-, me sorprende, tía …. me parece que puedo sin fiscalización de nadie …. sin contar que mis gastos no exceden de mis medios, y nosotros aquí…

-¿Que no exceden de tus medios? ¿Y así lo dices? ¡Como guardián de los niños les habrás robado hasta el último kopek!

-Después de esto, después de tales palabras… -intervino el general con indignación- ya no sé qué…

-¡En efecto, no sabes! Seguramente no te apartas de la ruleta aquí. ¿Te lo has jugado todo?

El general quedó tan desconcertado que estuvo a punto de ahogarse en el torrente de sus agitados sentimientos.

-¿De la ruleta? ¿Yo? Con mi categoría… ¿yo? Vuelva en su acuerdo, tía; quizá sigue usted indispuesta…

-Bueno, mientes, mientes; de seguro que no pueden arrancarte de ella; mientes con toda la boca. Pues yo, hoy mismo, voy a ver qué es eso de la ruleta. Tú, Praskovya, cuéntame lo que hay que ver por aquí; Aleksei Ivanovich me lo enseñará; y tú, Potapych, apunta todos los sitios adonde hay que ir. ¿Qué es lo que se visita aquí? -preguntó volviéndose a Polina.

-Aquí cerca están las ruinas de un castillo; luego hay el Schlangenberg.

-¿Qué es ese Schlangenberg? ¿Un bosque?

-No, no es un bosque; es una montaña, con una cúspide…

-¿Qué es eso de una cúspide?

-El punto más alto de la montaña, un lugar con una barandilla alrededor. Desde allí se descubre una vista sin igual.

-¿Y suben sillas a la montaña? No podrán subirlas, ¿verdad?

– ¡Oh, se pueden encontrar cargadores! -contesté yo.

En este momento entró Fedosya, la niñera, con los hijos del general, a saludar a la abuela.

-¡Bueno, nada de besos! No me gusta besar a los niños; están llenos de mocos. Y tú, Fedosya, ¿cómo lo pasas aquí?

-Bien, muy bien, Antonida Vasilyevna -replicó Fedosya-. ¿Y a usted cómo le ha ido, señora? ¡Aquí hemos estado tan preocupados por usted!

-Lo sé, tú eres un alma sencilla. ¿Y éstos qué son? ¿Más invitados? -dijo encarándose de nuevo con Polina-. ¿Quién es este tío menudillo de las gafas?

-El príncipe Nilski, abuela -susurró Polina.

-¿Conque ruso? ¡Y yo que pensaba que no me entendería! ¡Quizá no me haya oído! A mister Astley ya le he visto. ¡Ah, aquí está otra vez! -la abuela le vio-. ¡Muy buenas! -y se volvió de repente hacia él.

Mister Astley se inclinó en silencio.

-¿Qué me dice usted de bueno? Dígame algo. Tradúcele eso, Praskovya.

Polina lo tradujo.

-Que estoy mirándola con grandísimo gusto y que me alegro de que esté bien de salud -respondió mister Astley seriamente, pero con notable animación. Se tradujo a la abuela lo que había dicho y a ella evidentemente le agradó.

-¡Qué bien contestan siempre los ingleses! -subrayó-. A mí, no sé por qué, me han gustado siempre los ingleses; ¡no tienen comparación con los franchutes! Venga usted a verme -dijo de nuevo a mister Astley-. Trataré de no molestarle demasiado, Tradúcele eso y dile que estoy aquí abajo -le repitió a mister Astley señalando hacia abajo con el dedo.

Mister Astley quedó muy satisfecho de la invitación.

La abuela miró atenta y complacida a Polina de pies a cabeza.

-Yo te quería mucho, Praskovya -le dijo de pronto-. Eres una buena chica, la mejor de todos, y con un genio que ¡vaya! Pero yo también tengo mi genio ¡Da la vuelta! ¿Es eso que llevas en el pelo moño postizo?

-No, abuela, es mi propio pelo.

-Bien, no me gustan las modas absurdas de ahora. Eres muy guapa. Si fuera un señorito me enamoraría de ti. ¿Por qué no te casas? Pero ya es hora de que me vaya. Me apetece dar un paseo después de tanto vagón… ¿Bueno, qué? ¿Sigues todavía enfadado? -preguntó mirando al general.

-¡Por favor, tía, no diga tal! -exclamó el general rebosante de contento-. Comprendo que a sus años…

-Cette vieílle est tombée en enfance -me dijo en voz baja Des Grieux.

-Quiero ver todo lo que hay por aquí. ¿Me prestas a Aleksei Ivanovich? -inquirió la abuela del general.

-Ah, como quiera, pero yo mismo… y Polina y monsieur Des Grieux… para todos nosotros será un placer acompañarla…

-Mais, madame, cela sera un plaisir -insinuó Des Grieux con sonrisa cautivante.

-Sí, sí, plaisir. Me haces reír, amigo. Pero lo que es dinero no te doy -añadió dirigiéndose inopinadamente al general-. Ahora, a mis habitaciones. Es preciso echarles un vistazo y después salir a ver todos esos sitios. ¡Hala, levantadme!

Levantaron de nuevo a la abuela, y todos, en grupo, fueron siguiendo el sillón por la escalera abajo. El general iba aturdido, como si le hubieran dado un garrotazo en la cabeza. Des Grieux iba cavilando alguna cosa. Mademoiselle Blanche hubiera preferido quedarse, pero por algún motivo decidió irse con los demás. Tras ella salió en seguida el príncipe, y arriba, en las habitaciones del general, quedaron sólo el alemán y madame veuve Cominges.

Capitulo 10

En los balnearios -y al parecer en toda Europa- los gerentes y jefes de comedor de los hoteles se guían, al dar acomodo al huésped, no tanto por los requerimientos y preferencias de éste cuanto por la propia opinión personal que de él se forjan; y conviene subrayar que raras veces se equivocan. Ahora bien, no se sabe por qué, a la abuela le señalaron un alojamiento tan espléndido que se pasaron de rosca; cuatro habitaciones magníficamente amuebladas, con baño, dependencias para la servidumbre, cuarto particular para la camarera, etc., etc. Era verdad que estas habitaciones las había ocupado la semana anterior una grande duchesse, hecho que, ni que decir tiene, se comunicaba a los nuevos visitantes para ensalzar el alojamiento. Condujeron a la abuela,,mejor dicho, la transportaron, por todas las habitaciones y ella las examinó detenida y rigurosamente. El jefe de comedor, hombre ya entrado en años, medio calvo, la acompañó respetuosamente en esta primera inspección.

Ignoro por quién tomaron a la abuela, pero, según parece, por persona sumamente encopetada y, lo que es más importante, riquísima. La inscribieron en el registro, sin más, como «madame la générale princesse de Tarassevitcheva», aunque jamás había sido princesa. Su propia servidumbre, su vagón particular, la multitud innecesaria de baúles, maletas, y aun arcas que llegaron con ella, todo ello sirvió de fundamento al prestigio; y el sillón, el timbre agudo de la voz de la abuela, sus preguntas excéntricas, hechas con gran desenvoltura y en tono que no admitía réplica, en suma, toda la figura de la abuela, tiesa, brusca, autoritaria, le granjearon el respeto general. Durante la inspección la abuela mandaba de cuando en cuando detener el sillón, señalaba algún objeto en el mobiliario y dirigía insólitas preguntas al jefe de comedor, que sonreía atentamente pero que ya empezaba a amilanarse. La abuela formulaba sus preguntas en francés, lengua que por cierto hablaba bastante mal, por lo que yo, generalmente, tenía que traducir. Las respuestas del jefe de comedor no le agradaban en su mayor parte y le parecían inadecuadas; aunque bien es verdad que las preguntas de la señora no venían a cuento y nadie sabía a santo de qué las hacía. Por ejemplo, se detuvo de improviso ante un cuadro, copia bastante mediocre de un conocido original de tema mitológico:

-¿De quién es el retrato?

El jefe respondió que probablemente de alguna condesa.

-¿Cómo es que no lo sabes? ¿Vives aquí y no lo sabes? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué es bizca?

El jefe no pudo contestar satisfactoriamente a estas preguntas y hasta llegó a atolondrarse.

-¡Vaya mentecato! -comentó la abuela en ruso.

Pasaron adelante. La misma historia se repitió ante una estatuilla sajona que la abuela examinó detenidamente y que mandó luego retirar sin que se supiera el motivo. Una vez más asedió al jefe: ¿cuánto costaron las alfombras del dormitorio y dónde fueron tejidas? El jefe prometió informarse.

-¡Vaya un asno! -musitó la abuela y dirigió su atención a la cama.

-¡Qué cielo de cama tan suntuoso! Separad las cortinas.

Abrieron la cama.

-¡Más, más! ¡Abridlo todo! ¡Quitad las almohadas, las fundas; levantad el edredón!

Dieron la vuelta a todo. La abuela lo examinó con cuidado.

-Menos mal que no hay chinches. ¡Fuera toda la ropa de cama! Poned la mía y mis almohadas. ¡Todo esto es demasiado elegante! ¿De qué me sirve a mí, vieja que soy, un alojamiento como éste? Me aburriré sola. Aleksei Ivanovich, ven a verme a menudo, cuando hayas terminado de dar lección a los niños.

-Yo, desde ayer, ya no estoy al servicio del general -respondí-. Vivo en el hotel por mi cuenta.

-Y eso ¿por qué?

-El otro día llegó de Berlín un conocido barón alemán con su baronesa. Ayer, en el paseo, hablé con él en alemán sin ajustarme ala pronunciación berlinesa.

-Bueno, ¿y qué?

-Él lo consideró como una insolencia y se quejó al general; y el general me despidió ayer.

-¿Es que tú le insultaste? ¿Al barón, quiero decir? Aunque si lo insultaste, no importa.

-Oh, no. Al contrario. Fue el barón el que me amenazó con su bastón.

-Y tú, baboso, ¿permitiste que se tratara así a tu tutor? -dijo, volviéndose de pronto al general-; ¡y como si eso no bastara le has despedido! ¡Veo que todos sois unos pazguatos, todos unos pazguatos!

-No te preocupes, tía -replicó el general con un dejo de altiva familiaridad-, que yo sé atender a mis propios asuntos. Además, Aleksei Ivanovich no ha hecho una relación muy fiel del caso.

-¿Y tú lo aguantaste sin más? -me preguntó a mí.

-Yo quería retar al barón a un duelo -respondí lo más modesta y sosegadamente posible-, pero el general se opuso.

-¿Por qué te opusiste? -preguntó de nuevo la abuela al general-. Y tú, amigo, márchate y ven cuando se te llame -ordenó dirigiéndose al jefe de comedor-. No tienes por qué estar aquí con la boca abierta. No puedo aguantar esa jeta de Nuremberg. -El jefe se inclinó y salió sin haber entendido las finezas de la abuela.

-Perdón, tía, ¿acaso es permisible el duelo? -inquirió el general con ironía.

-¿Y por qué no habrá de serlo? Los hombres son todos unos gallos, por eso tienen que pelearse. Ya veo que sois todos unos pazguatos. No sabéis defender a vuestra propia patria. ¡Vamos, levantadme! Potapych, pon cuidado en que haya siempre dos cargadores disponibles; ajústalos y llega a un acuerdo con ellos. No hacen falta más que dos; sólo tienen que levantarme en las escaleras; en lo llano, en la calle, pueden empujarme; díselo así. Y págales de antemano porque así estarán más atentos. Tú siempre estarás junto a mí, y tú, Aleksei Ivanovich, señálame a ese barón en el paseo. A ver qué clase de von-barón es; aunque sea sólo para echarle un vistazo. Y esa ruleta, ¿dónde está?

Le expliqué que las ruletas estaban instaladas en el Casino, en las salas de juego. Menudearon las preguntas: ¿Había muchas? ¿Jugaba mucha gente? ¿Se jugaba todo el día? ¿Cómo estaban dispuestas? Yo respondí al cabo que lo mejor sería que lo viera todo con sus propios ojos, porque describirlo era demasiado difícil.

-Bueno, vamos derechos allá. ¡Tú ve delante, Aleksei Ivanovich!

-Pero ¿cómo, tía? ¿No va usted siquiera a descansar del viaje? -interrogó solícitamente el general-. Parecía un tanto inquieto; en realidad todos ellos reflejaban cierta confusión y empezaron a cambiar miradas entre sí. Seguramente les parecía algo delicado, acaso humillante, ir con la abuela directamente al Casino, donde cabía esperar que cometiera alguna excentricidad, pero esta vez en público; lo que no impidió que todos se ofrecieran a acompañarla.

-¿Y qué falta me hace descansar? No estoy cansada; y además llevo sentada cinco días seguidos. Luego iremos a ver qué manantiales y aguas medicinales hay por aquí Y dónde están. Y después… ¿cómo decías que se llamaba eso, Praskovya … ? ¿Cúspide, no?

-Cúspide, abuela.

-Cúspide; bueno, pues cúspide. ¿Y qué más hay por aquí?

-Hay muchas cosas que ver, abuela -dijo Polina esforzándose por decir algo.

-¡Vamos, que no lo sabes! Marfa, tú también irás conmigo -dijo a su doncella.

~¿Pero por qué ella, tía? -interrumpió afanosamente el general-. Y, de todos modos, quizá sea imposible. Puede ser que ni a Potapych le dejen entrar en el Casino.

~¡Qué tontería! ¡Dejarla en casa porque es criada! Es un ser humano como otro cualquiera. Hemos estado una semana viaja que te viaja, y ella también quiere ver algo. ¿Con quién habría de verlo sino conmigo? Sola no se atrevería a asomar la nariz a la calle.

-Pero abuela…

-¿Es que te da vergüenza ir conmigo? Nadie te lo exige; quédate en casa. ¡Pues anda con el general! Si a eso vamos, yo también soy generala. ¿Y por qué viene toda esa caterva tras de mi? Me basta con Aleksei Ivanovich para verlo todo.

Pero Des Grieux insistió vivamente en que todos la acompañarían y habló con frases muy amables del placer de ir con ella, etc., etc. Todos nos pusimos en marcha.

-Elle est tombée en enfance -repitió Des Grieux al general-, seule elle fera des bêtises… -No pude oír lo demás que dijo, pero al parecer tenía algo entre ceja y ceja y quizás su esperanza había vuelto a rebullir.

Hasta el Casino había un tercio de milla. Nuestra ruta seguía la avenida de los castaños hasta la glorieta, y una vez dada la vuelta a ésta se llegaba directamente al Casino. El general se tranquilizó un tanto, porque nuestra comitiva, aunque harto excéntrica, era digna y decorosa. Nada tenía de particular que apareciera por el balneario una persona de salud endeble imposibilitada de las piernas. Sin embargo, se veía que el general le tenía miedo al Casino: ¿por qué razón iba a las salas de juego una persona tullida de las piernas y vieja por más señas? Polina y mademoiselle Blanche caminaban una a cada lado junto a la silla de ruedas. Mademoiselle Blanche reía, mostraba una alegría modesta y a veces hasta bromeaba amablemente con la abuela, hasta tal punto que ésta acabó por hablar de ella con elogio. Polina, al otro lado, se veía obligada a contestar a las numerosas y frecuentes preguntas de la anciana: «¿Quién es el que ha pasado? ¿Quién es la que iba en el coche? ¿Es grande la ciudad? ¿Es grande el jardín? ¿Qué clase de árboles son éstos? ¿Qué son esas montañas? ¿Hay águilas aquí? ¡Qué tejado tan ridículo!». Mister Astley caminaba juntó a mí y me decía por lo bajo que esperaba mucho de esa mañana. Potapych y Marfa marchaban inmediatamente detrás de la silla: él en su frac y corbata blanca, pero con gorra; ella -una cuarentona sonrosada pero que ya empezaba a encanecer- en chapelete, vestido de algodón estampado y botas de piel de cabra que crujían al andar. La abuela se volvía a ellos muy a menudo y les daba conversación. Des Grieux y el general iban algo rezagados y hablaban de algo con mucha animación. El general estaba muy alicaído; Des Grieux hablaba con aire enérgico. Quizá quería alentar al general y al parecer le estaba aconsejando. La abuela, sin embargo, había pronunciado poco antes la frase fatal: «lo que es dinero no te doy». Acaso esta noticia le parecía inverosímil a Des Grieux, pero el general conocía a su tía. Yo noté que Des Grieux y mademoiselle Blanche seguían haciéndose señas. Al príncipe y al viajero alemán los columbré al extremo mismo de la avenida: se habían detenido y acabaron por separarse de nosotros. Llegamos al Casino en triunfo. El conserje y los lacayos dieron prueba del mismo respeto que la servidumbre del hotel. Miraban, sin embargo, con curiosidad. La abuela ordenó, como primera providencia, que la llevaran por todas las salas, aprobando algunas cosas, mostrando completa indiferencia ante otras, y preguntando sobre todas. Llegaron por último a las salas de juego. El lacayo que estaba de centinela ante la puerta cerrada la abrió de par en par presa de asombro.

La aparición de la abuela ante la mesa de ruleta produjo gran impresión en el público. En torno a las mesas de ruleta y al otro extremo de la sala, donde se hallaba la mesa de trente et quarante, se apiñaban quizá un centenar y medio o dos centenares de jugadores en varias filas. Los que lograban llegar a la mesa misma solían agruparse apretadamente y no cedían sus lugares mientras no perdían, ya que no se permitía a los mirones permanecer allí ocupando inútilmente un puesto de juego. Aunque había sillas dispuestas alrededor de la mesa, eran pocos los jugadores que se sentaban, sobre todo cuando había gran afluencia de público, porque de pie les era posible estar más apretados, ahorrar sitio y hacer las puestas con mayor comodidad. Las filas segunda y tercera se apretujaban contra la primera, observando y aguardando su turno; pero en su impaciencia alargaban a veces la mano por entre la primera fila para hacer sus puestas. Hasta los de la tercera fila se las arreglaban de ese modo para hacerlas; de aquí que no pasaran diez minutos o siquiera cinco sin que en algún extremo de la mesa surgiera alguna bronca sobre una puesta de equívoco origen. Pero la policía del Casino se mostraba bastante eficaz. Resultaba, por supuesto, imposible evitar las apreturas; por el contrario, la afluencia de gente era, por lo ventajosa, motivo de satisfacción para los administradores; pero ocho crupieres sentados alrededor de la mesa no quitaban el ojo de las puestas, llevaban las cuentas, y cuando surgían disputas las resolvían. En casos extremos llamaban a la policía y el asunto se concluía al momento. Los agentes andaban también desparramados por la sala en traje de paisano, mezclados con los espectadores para no ser reconocidos. Vigilaban en particular a los rateros y los caballeros de industria que abundan mucho en las cercanías de la ruleta por las excelentes oportunidades que se les ofrecen de ejercitar su oficio. Efectivamente, en cualquier otro sitio hay que desvalijar el bolsillo ajeno o forzar cerraduras, lo que si fracasa puede resultar muy molesto. Aquí, por el contrario, basta con acercarse a la mesa, ponerse a jugar, y de pronto, a la vista de todos y con desparpajo, echar mano de la ganancia ajena y metérsela en el bolsillo propio. Si surge una disputa el bribón jura y perjura a voz en cuello que la puesta es suya. Si la manipulación se hace con destreza y los testigos parecen dudar, el ratero logra muy a menudo apropiarse el dinero, por supuesto si la cantidad no es de mayor cuantía, porque de lo contrario es probable que haya sido notada por los crupieres o, incluso antes, por algún otro jugador. Pero si la cantidad no es grande el verdadero dueño a veces decide sencillamente no continuar la disputa y, temeroso de un escándalo, se marcha. Pero si se logra desenmascarar a un ladrón, se le saca de allí con escándalo.

Todo esto lo observaba la abuela desde lejos con apasionada curiosidad. Le agradó mucho que se llevaran a unos ladronzuelos. El trente et quarante no la sedujo mucho; lo que más la cautivó fue la ruleta y cómo rodaba la bolita. Expresó por fin el deseo de ver el juego más de cerca. No sé cómo, pero es el caso que los lacayos y otros individuos entremetidos (en su mayor parte polacos desafortunados que asediaban con sus servicios a los jugadores con suerte y a todos los extranjeros) pronto hallaron y despejaron un sitio para la abuela, no obstante la aglomeración, en el centro mismo de la mesa, junto al crupier principal, y allí trasladaron su silla. Una muchedumbre de visitantes que no jugaban, pero que estaban observando el juego a cierta distancia (en su mayoría ingleses y sus familias), se acercaron al punto a la mesa para mirar a la abuela desde detrás de los jugadores. Hacia ella apuntaron los impertinentes de numerosas personas. Los crupieres comenzaron a acariciar esperanzas: en efecto, una jugadora tan excéntrica parecía prometer algo inusitado. Una anciana setentona, baldada de las piernas y deseosa de jugar no era cosa de todos los días. Yo también me acerqué a la mesa y me coloqué junto a la abuela. Potapych y Marfa se quedaron a un lado, bastante apartados, ,entre la gente. El general, Polina, Des Grieux y mademoiselle Blanche también se situaron a un lado, entre los espectadores.

La abuela comenzó por observar a los jugadores. A media voz me hacía preguntas bruscas, inconexas: ¿quién es ése? Le agradaba en particular un joven que estaba a un extremo de la mesa jugando fuerte y que, según se murmuraba en torno, había ganado ya hasta cuarenta mil francos, amontonados ante él en oro y billetes de banco. Estaba pálido, le brillaban los ojos y le temblaban las manos. Apostaba ahora sin contar el dinero, cuanto podía coger con la mano, y a pesar de ello seguía ganando y amontonando dinero a más y mejor. Los lacayos se movían solícitos a su alrededor, le arrimaron un sillón, despejaron un espacio en torno suyo para que estuviera más a sus anchas y no sufriera apretujones -todo ello con la esperanza de recibir una amplia gratificación-. Algunos jugadores con suerte daban a los lacayos generosas propinas, sin contar el dinero, gozosos, también cuanto con la mano podían sacar del bolsillo. junto al joven estaba ya instalado un polaco muy servicial, que cortésmente, pero sin parar, le decía algo por lo bajo, seguramente indicándole qué puestas hacer, asesorándole y guiando el juego, también con la esperanza, por supuesto, de recibir más tarde una dádiva. Pero el jugador casi no le miraba, hacía sus puestas al buen tuntún y ganaba siempre. Estaba claro que no se daba cuenta de lo que hacía.

La abuela le observó algunos minutos.

-Dile -me indicó de pronto agitada, tocándome con el codo-, dile que pare de jugar, que recoja su dinero cuanto antes y que se vaya. Lo perderá, lo perderá todo en seguida! -me apremió casi sofocada de ansiedad-. ¿Dónde está Potapych? Mándale a Potapych. Y díselo, vamos, díselo -y me dio otra vez con el codo-; pero ¿dónde está Potapych? Sortez, sortez -empezó ella misma a gritarle al joven-. Yo me incliné y le dije en voz baja pero firme que aquí no se gritaba así, que ni siquiera estaba permitido hablar alto porque ello estorbaba los cálculos, y que nos echarían de allí en seguida.

– ¡Qué lástima! Ese chico está perdido, es decir, que él mismo quiere… no puedo mirarle, me revuelve las entrañas. ¡Qué pazguato! -y acto seguido la abuela dirigió su atención a otro sitio.

Allí a la izquierda, al otro lado del centro de la mesa entre los jugadores, se veía a una dama joven y junto a ella a una especie de enano. No sé quién era este enano si pariente suyo o si lo llevaba consigo para llamar la atención. Ya había notado yo antes a esa señora: se presentaba ante la mesa de juego todos los días a la una de la tarde y se iba a las dos en punto, así, pues, cada día jugaba sólo una hora. Ya la conocían y le acercaron un sillón. Sacó del bolso un poco de oro y algunos billetes de mil francos y empezó a hacer posturas con calma, con sangre fría, con cálculo, apuntando con lápiz cifras en un papel y tratando de descubrir el sistema según el cual se agrupaban los «golpes». Apostaba sumas considerables. Ganaba todos los días uno, dos o cuando más tres mil francos, y habiéndolos ganado se iba. La abuela estuvo observándola largo rato.

-¡Bueno, ésta no pierde! ¡Ya se ve que no pierde! ¿De qué pelaje es? ¿No lo sabes? ¿Quién es?

-Será una francesa de … bueno, de ésas -murmuré.

-¡Ah, se conoce al pájaro por su modo de volar! Se ve que tiene buenas garras. Explícame ahora lo que significa cada giro y cómo hay que hacer la puesta.

Le expliqué a la abuela, dentro de lo posible, lo que significaban las numerosas combinaciones de posturas, rouge e noir, pair et impair, manque et passe, y, por último, los diferentes matices en el sistema de números. Ella escuchó con atención, fijó en la mente lo que le dije, hizo nuevas preguntas y se lo aprendió todo. Para cada sistema de posturas era posible mostrar al instante un ejemplo, de modo que podía aprender y recordar con facilidad y rapidez. La abuela quedó muy satisfecha.

-¿Y qué es eso del zéro? ¿Has oído hace un momento a ese crupier del pelo rizado, el principal, gritar zéro? ¿Y por qué recogió todo lo que había en la mesa? ¡Y qué montón ha cogido! ¿Qué significa eso?

-El zéro, abuela, significa que ha ganado la banca. Si la bola cae en zéro, todo cuanto hay en la mesa pertenece sin más a la banca. Es verdad que cabe apostar para no perder el dinero, pero la banca no paga nada.

-¡Pues anda! ¿Y a mí no me darían nada?

-No, abuela, si antes de ello hubiera apostado usted al zéro y saliera el zéro, le pagarían treinta y cinco veces la cantidad de la puesta.

-¡Cómo! ¿Treinta y cinco veces? ¿Y sale a menudo? ¿Cómo es que los muy tontos no apuestan al zéro?

-Tienen treinta y seis posibilidades en contra, abuela.

-¡Qué tontería! ¡Potapych, Potapych! Espera, que yo también llevo dinero encima; aquí está! -Sacó del bolso un portamonedas bien repleto y de él extrajo un federico de oro-. ¡Hala, pon eso en seguida al zéro!

-Abuela, el zéro acaba de salir -dije yo-, por lo tanto tardará mucho en volver a salir. Perderá usted mucho dinero. Espere todavía un poco.

-¡Tontería! Ponlo.

-Está bien, pero quizás no salga hasta la noche; podría usted poner hasta mil y puede que no saliera. No sería la primera vez.

-¡Tontería, tontería! Quien teme al lobo no se mete en el bosque. ¿Qué? ¿Has perdido? Pon otro.

Perdieron el segundo federico de oro; pusieron un tercero. La abuela apenas podía estarse quieta en su silla; con ojos ardientes seguía los saltos de la bolita por los orificios de la rueda que giraba. Perdieron también el tercero. La abuela estaba fuera de sí, no podía parar en la silla, y hasta golpeó la mesa con el puño cuando el banquero anunció «trente-six» en lugar del ansiado zéro.

-¡Ahí lo tienes! -exclamó enfadada-, ¿pero no va a salir pronto ese maldito cerillo? ¡Que me muera si no me quedo aquí hasta que salga! La culpa la tiene ese condenado crupier del pelo rizado. Con él no va a salir nunca. ¡Aleksei Ivanovich, pon dos federicos a la vez! Porque si pones tan poco como estás poniendo y sale el zéro, no ganas nada.

-¡Abuela!

-Pon ese dinero, ponlo. No es tuyo.

Aposté dos federicos de oro. La bola volteó largo tiempo por la rueda y empezó por fin a rebotar sobre los orificios. La abuela se quedó inmóvil, me apretó la mano y, de pronto, ¡pum!

-Zéro! -anunció el banquero.

~¿Ves, ves? -prorrumpió la abuela al momento, volviéndose hacia mí con cara resplandeciente de satisfacción-. ¡Ya te lo dije, ya te lo dije! Ha sido Dios mismo el que me ha inspirado para poner dos federicos de oro. Vamos a ver, ¿cuánto me darán ahora? ¿Pero por qué no me lo dan? Potapych, Marfa, ¿pero dónde están? ¿Adónde ha ido nuestra gente? ¡Potapych, Potapych!

-Más tarde, abuela -le dije al oído-. Potapych está a la puerta porque no le permiten entrar aquí. Mire, abuela, le entregan el dinero; cójalo. -Le alargaron un pesado paquete envuelto en papel azul con cincuenta federicos de oro y le dieron unos veinte sueltos. Yo, sirviéndome del rastrillo, los amontoné ante la abuela.

-Faites le jeu, messieurs! Faites lejeu, messieurs! Rien ne va plus? -anunció el banquero invitando a hacer posturas y preparándose para hacer girar la ruleta.

-¡Dios mío, nos hemos retrasado! ¡Van a darle a la rueda! ¡Haz la puesta, hazla! -me apremió la abuela-. ¡Hala, de prisa, no pierdas tiempo! -dijo fuera de sí, dándome fuertes codeos.

-¿A qué lo pongo, abuela?

-¡Al zéro, al zéro! ¡Otra vez al zéro! ¡Pon lo más posible! ¿Cuánto tenemos en total? ¿Setenta federicos de oro? No hay por qué guardarlos; pon veinte de una vez.

-¡Pero serénese, abuela! A veces no sale en doscientas veces seguidas. Le aseguro que todo el dinero se le irá en puestas.

-¡Tontería, tontería! ¡Haz la puesta! ¡Hay que ver cómo le das a la lengua! Sé lo que hago. -Su agitación llegaba hasta el frenesí.

-Abuela, según el reglamento no está permitido apostar al zéro más de doce federicos de oro a la vez. Eso es lo que he puesto.

~¿Cómo que no está permitido? ¿No me engañas? ¡Musié musié! -dijo tocando con el codo al crupier que estaba a su izquierda y que se disponía a hacer girar la ruleta-. Combien zéro? douze ? douze?

Yo aclaré la pregunta en francés.

-Oui, madame -corroboró cortésmente el crupier puesto que según el reglamento ninguna puesta sencilla puede pasar de cuatro mil florines -agregó para mayor aclaración.

-Bien, no hay nada que hacer. Pon doce.

-Le jeu estfait -gritó el crupier. Giró la ruleta y salió e treinta. Habíamos perdido.

-¡Otra vez, otra vez! ¡Pon otra vez! -gritó la abuela. Yo ya no la contradije y, encogiéndome de hombros, puse otros doce federicos de oro. La rueda giró largo tiempo. La abuela temblaba, así como suena, siguiendo sus vueltas. «¿Pero de veras cree que ganará otra vez con el zéro? -pensaba yo mirándola perplejo. En su rostro brillaba la inquebrantable convicción de que ganaría, la positiva anticipación de que al instante gritarían: zéro!

-Zéro! -gritó el banquero.

-¡Ya ves! -exclamó la abuela con frenético júbilo, volviéndose a mí.

Yo también era jugador. Lo sentí en ese mismo instante. Me temblaban los brazos y las piernas, me martilleaba la cabeza. Se trataba, ni que decir tiene, de un caso infrecuente: en unas diez jugadas había salido el zéro tres veces; pero en ello tampoco había nada asombroso. Yo mismo había sido testigo dos días antes de que habían salido tres zéros seguidos, y uno de los jugadores, que asiduamente apuntaba las jugadas en un papel, observó en voz alta que el día antes el zéro había salido sólo una vez en veinticuatro horas.

A la abuela, como a cualquiera que ganaba una cantidad muy considerable, le liquidaron sus ganancias atenta y respetuosamente. Le tocaba cobrar cuatrocientos veinte federicos de oro, esto es, cuatro mil florines y veinte federicos de oro. Le entregaron los veinte federicos en oro y los cuatro mil florines en billetes de banco.

Esta vez, sin embargo, la abuela ya no llamaba a Potapych; no era eso lo que ocupaba su atención. Ni siquiera daba empujones ni temblaba visiblemente; temblaba por dentro, si así cabe decirlo. Toda ella estaba concentrada en algo, absorta en algo:

-¡Aleksei Ivanovich! ¿Ha dicho ese hombre que sólo pueden apostarse cuatro mil florines como máximo en una jugada? Bueno, entonces toma y pon estos cuatro mil al rojo -ordenó la abuela.

Era inútil tratar de disuadirla. Giró la rueda.

-Rouge! -anunció el banquero.

Ganó otra vez, lo que en una apuesta de cuatro mil florines venían a ser, por lo tanto, ocho mil.

-Dame cuatro -decretó la abuela- y pon de nuevo cuatro al rojo.

De nuevo aposté cuatro mil.

-Rouge! -volvió a proclamar el banquero.

-En total, doce mil. Dámelos. Mete el oro aquí en el bolso y guarda los billetes.

-Basta. A casa. Empujad la silla.

Capítulo 11

Empujaron la silla hasta la puerta que estaba al otro extremo de la sala. La abuela iba radiante. Toda nuestra gente se congregó en torno suyo para felicitarla. Su triunfo había eclipsado mucho de lo excéntrico de su conducta, y el general ya no temía que le comprometieran en público sus relaciones de parentesco con la extraña señora. Felicitó a la abuela con una sonrisa indulgente en la que había algo familiar y festivo, como cuando se entretiene a un niño. Por otra parte, era evidente que, como todos los demás espectadores, él también estaba pasmado. Alrededor, todos señalaban a la abuela y hablaban de ella. Muchos pasaban junto a ella para verla más de cerca. Mister Astley, desviado del grupo, daba explicaciones acerca de ella a dos ingleses conocidos suyos. Algunas damas de alto copete que habían presenciado el juego la observaban con la mayor perplejidad, como si fuera un bicho raro. Des Grieux se deshizo en sonrisas y enhorabuenas.

-Quelle victoire! -exclamó.

-Mais, madame, c’était du feu! -añadió mlle. Blanche con sonrisa seductora.

-Pues sí, que me puse a ganar y he ganado doce mil florines. ¿Qué digo doce mil? ¿Y el oro? Con el oro llega casi hasta trece mil. ¿Cuánto es esto en dinero nuestro? ¿Seis mil, no es eso?

Yo indiqué que pasaba de siete y que al cambio actual quizá llegase a ocho.

-¡Como quien dice una broma! ¡Y vosotros aquí, pazguatos, sentados sin hacer nada! Potapych, Marfa, ¿habéis visto?

-Señora, ¿pero cómo ha hecho eso? ¡Ocho mil rublos! -exclamó Marfa retorciéndose de gusto.

-¡Ea, aquí tenéis cada uno de vosotros cinco monedas de oro!

Potapych y Marfa se precipitaron a besarle las manos.

-Y entregad a cada uno de los cargadores un federico de oro. Dáselos en oro, Aleksei Ivanovich. ¿Por qué se inclina este lacayo? ¿Y este otro? ¿Me están felicitando? Dadles también a cada uno un federico de oro.

-Madame la princesse… un pauvre expatrié.. malheur continuel.. les princes russes sont si généreux -murmuraba lisonjero en torno a la silla un individuo bigotudo que vestía una levita ajada y un chaleco de color chillón, y haciendo aspavientos con la gorra y con una sonrisa servil en los labios.

-Dale también un federico de oro. No, dale dos; bueno, basta, con eso nos lo quitamos de encima. ¡Levantadme y andando! Praskovya -dijo volviéndose a Polina Aleksandrovna-, mañana te compro un vestido, y a ésa… ¿cómo se llama? ¿Mademoiselle Blanche, no es eso?, le compro otro. Tradúcele eso, Praskovya.

-Merci, madame -dijo mlle. Blanche con una amable reverencia, torciendo la boca en una sonrisa irónica que cambió con Des Grieux y el general. Éste estaba abochornado y se puso muy contento cuando llegamos a la avenida.

-Fedosya…, lo que es Fedosya sé que va a quedar asombrada -dijo la abuela acordándose de la niñera del general, conocida suya-. También a ella hay que regalarle un vestido. ¡Eh, Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, dale algo a ese mendigo!

Por el camino venía un pelagatos, encorvado de espalda, que nos miraba.

-¡Dale un gulden; dáselo!

Me llegué a él y se lo di. Él me miró con vivísima perplejidad, pero tomó el gulden en silencio. Olía a vino.

-¿Y tú, Aleksei Ivanovich, no has probado fortuna todavía?

-No, abuela.

-Pues vi que te ardían los ojos.

-Más tarde probaré sin falta, abuela.

-Y vete derecho al zéro. ¡Ya verás! ¿Cuánto dinero tienes?

-En total, sólo veinte federicos de oro, abuela.

-No es mucho. Si quieres, te presto cincuenta federicos Tómalos de ese mismo rollo. ¡Y tú, amigo, no esperes, que no te doy nada! -dijo dirigiéndose de pronto al general. Fue para éste un rudo golpe, pero guardó silencio. Des Grieux frunció las cejas.

-Que diable, cest une terrible vieille! -dijo entre dientes al general.

-¡Un pobre, un pobre, otro pobre! -gritó la abuela-. Aleksei Ivanovich, dale un gulden a éste también.

Esta vez se trataba de un viejo canoso, con una pata de palo, que vestía una especie de levita azul de ancho vuelo y que llevaba un largo bastón en la mano. Tenía aspecto de veterano del ejército. Pero cuando le alargué el gulden, dio un paso atrás y me miró amenazante.

– Was ist’s der Teufel! -gritó, añadiendo luego a la frase una decena de juramentos.

-¡Idiota! -exclamó la abuela despidiéndole con un gesto de la mano-. Sigamos adelante. Tengo hambre. Ahora mismo a comer, luego me echo un rato y después volvemos allá.

-¿Quiere usted jugar otra vez, abuela? -grité.

-¿Pues qué pensabas? ¿Que porque vosotros estáis aquí mano sobre mano y alicaídos, yo debo pasar el tiempo mirándoos?

-Mais, madame -dijo Des Grieux acercándose-, les chances peuvent tourner, une seule mauvaise chance et vous perdrez tout.. surtout avec votre jeu… c’était terrible!

– Vous perdrez absolument -gorjeó mlle. Blanche.

-¿Y eso qué les importa a ustedes? No será su dinero el que pierda, sino el mío. ¿Dónde está ese mister Astley? -me preguntó.

-Se quedó en el Casino, abuela.

-Lo siento. Es un hombre tan bueno.

Una vez en el hotel la abuela, encontrando en la escalera al Oberkellner, lo llamó y empezó a hablar con vanidad de sus ganancias. Luego llamó a Fedosya, le regaló tres federicos de oro y le mandó que sirviera la comida. Durante ésta, Fedosya y Marfa se desvivieron por atender a la señora.

-La miré a usted, señora -dijo Marfa en un arranque-, y le dije a Potapych ¿qué es lo que quiere hacer nuestra señora? Y en la mesa, dinero y más dinero, ¡santos benditos! En mi vida he visto tanto dinero. Y alrededor todo era señorío, nada más que señorío. ¿Pero de dónde viene todo este señorío? le pregunté a Potapych. Y pensé: ¡Que la mismísima Madre de Dios la proteja! Recé por usted, señora, y estaba temblando, toda temblando, con el corazón en la boca, así como lo digo. Dios mío -pensé- concédeselo, y ya ve usted que el Señor se lo concedió. Todavía sigo temblando, señora, sigo toda temblando.

-Aleksei Ivanovich, después de la comida, a eso de las cuatro, prepárate y vamos. Pero adiós por ahora. Y no te olvides de mandarme un mediquillo, porque tengo que tomar las aguas. Y a lo mejor se te olvida.

Me alejé de la abuela como si estuviera ebrio. Procuraba imaginarme lo que sería ahora de nuestra gente y qué giro tomarían los acontecimientos. Veía claramente que ninguno de ellos (y, en particular, el general) se había repuesto todavía de la primera impresión. La aparición de la abuela en vez del telegrama esperado de un momento a otro anunciando su muerte (y, por lo tanto, la herencia) quebrantó el esquema de sus designios y acuerdos hasta el punto de que, con evidente atolondramiento y algo así como pasmo que los contagió a todos, presenciaron las ulteriores hazañas de la abuela en la ruleta. Mientras tanto, este segundo factor era casi tan importante como el primero, porque aunque la abuela había repetido dos veces que no daría dinero al general, ¿quién podía asegurar que así fuera? De todos modos no convenía perder aún la esperanza. No la había perdido Des Grieux, comprometido en todos los asuntos del general. Yo estaba seguro de que mademoiselle Blanche, que también andaba en ellos (¡cómo no! generala y con una herencia considerable), tampoco perdería la esperanza y usaría con la abuela de todos los hechizos de la coquetería, en contraste con las rígidas y desmañadas muestras de afecto de la altanera Polina. Pero ahora, ahora que la abuela había realizado tales hazañas en la ruleta, ahora que la personalidad de la abuela se dibujaba tan nítida y típicamente (una vieja testaruda y mandona y tombée en enfance); ahora quizá todo estaba perdido, porque estaba contenta, como un niño, de «haber dado el golpe» y, como sucede en tales casos, acabaría por perder hasta las pestañas. Dios mío, pensaba yo (y, que Dios me perdone, con hilaridad rencorosa), Dios mío, cada federico de oro que la abuela acababa de apostar había sido de seguro una puñalada en el corazón del general, había hecho rabiar a Des Grieux y puesto a mademoiselle de Cominges al borde del frenesí, porque para ella era como quedarse con la miel en los labios. Un detalle más: a pesar de las ganancias y el regocijo, cuando la abuela repartía dinero entre todos y tomaba a cada transeúnte por un mendigo, seguía diciendo con desgaire al general: «¡A ti, sin embargo, no te doy nada!». Ello suponía que estaba encastillada en esa idea, que no cambiaría de actitud, que se había prometido a sí misma mantenerse en sus trece. ¡Era peligroso, peligroso!

Yo llevaba la cabeza llena de cavilaciones de esta índole cuando desde la habitación de la abuela subía por la escalera principal a mi cuchitril, en el último piso. Todo ello me preocupaba hondamente. Aunque ya antes había podido vislumbrar los hilos principales, los más gruesos, que enlazaban a los actores, lo cierto era, sin embargo, que no conocía todas las trazas y secretos del juego. Polina nunca se había sincerado plenamente conmigo. Aunque era cierto que de cuando en cuando, como a regañadientes, me descubría su corazón, yo había notado que con frecuencia, mejor dicho, casi siempre después de tales confidencias, se burlaba de lo dicho, o lo tergiversaba y le daba de propósito un tono de embuste. ¡Ah, ocultaba muchas cosas! En todo caso, yo presentía que se acercaba el fin de esta situación misteriosa y tirante. Una conmoción más y todo quedaría concluido y al descubierto. En cuanto a mí, implicado también en todo ello, apenas me preocupaba de lo que podía pasar. Era raro mi estado de ánimo: en el bolsillo tenía en total veinte federicos de oro; me hallaba en tierra extraña, lejos de la propia, sin trabajo y sin medios de subsistencia, sin esperanza, sin posibilidades, y, sin embargo, no me sentía inquieto. Si no hubiera sido por Polina, me hubiera entregado sin más al interés cómico en el próximo desenlace y me hubiera reído a mandíbula batiente. Pero Polina me inquietaba; presentía que su suerte iba a decidirse, pero confieso que no era su suerte lo que me traía de cabeza. Yo quería penetrar en sus secretos. Yo deseaba que viniera a mí y me dijera: «Te quiero»; pero si eso no podía ser, si era una locura inconcebible, entonces… ¿qué cabía desear? ¿Acaso sabía yo mismo lo que quería? Me sentía despistado; sólo ambicionaba estar junto a ella, en su aureola, en su nimbo, siempre, toda la vida, eternamente. Fuera de eso no sabía nada. ¿Y acaso podía apartarme de ella?

En el tercer piso, en el corredor de ellos, sentí algo así como un empujón. Me volví y a veinte pasos o más de mí vi a Polina que salía de su habitación. Se diría que me había estado esperando y al momento me hizo seña de que me acercara.

-Polina Aleks…

-¡Más bajo! -me advirtió.

-Figúrese -murmuré-, acabo de sentir como un empellón en el costado. Miro a mi alrededor y ahí estaba usted. Es como si usted exhalara algo así como un fluido eléctrico.

-Tome esta carta -dijo Polina pensativa y ceñuda, probablemente sin haber oído lo que le había dicho- y en seguida entréguesela en propia mano a mister Astley. Cuanto antes, se lo ruego. No hace falta contestación. Él mismo…

No terminó la frase.

~¿A mister Astley? -pregunté con asombro. Pero Polina ya había cerrado la puerta.

-¡Hola, conque cartitas tenemos! -Fui, por supuesto, corriendo a buscar a mister Astley, primero en su hotel, donde no lo hallé, luego en el Casino, donde recorrí todas las salas, y, por último, camino ya de casa, irritado, desesperado, tropecé con él inopinadamente. Iba a caballo, formando parte de una cabalgata de ingleses de ambos sexos. Le hice una seña, se detuvo y le entregué la carta. No tuvimos tiempo ni para mirarnos; pero sospecho que mister Astley, adrede, espoleó en seguida a su montura.

¿Me atormentaban los celos? En todo caso, me sentía deshecho de ánimo. Ni siquiera deseaba averiguar sobre qué se escribían. ¡Con que él era su confidente! «Amigo, lo que se dice amigo -pensaba yo-, está claro que lo es (pero ¿cuándo ha tenido tiempo para llegar a serlo?); ahora bien, ¿hay aquí amor? Claro que no» -me susurraba el sentido común. Pero el sentido común, por sí solo, no basta en tales circunstancias. De todos modos, también esto quedaba por aclarar. El asunto se complicaba de modo desagradable.

Apenas entré en el hotel cuando el conserje y el Oberkellner, que salía de su habitación, me hicieron saber que se preguntaba por mí, que se me andaba buscando y que se había mandado tres veces a averiguar dónde estaba; y me pidieron que me presentara cuanto antes en la habitación del general. Yo estaba de pésimo humor. En el gabinete del general se encontraban, además de éste, Des Grieux y mademoiselle Blanche, sola, sin la madre. Estaba claro que la madre era postiza, utilizada sólo para cubrir las apariencias; pero cuando era cosa de bregar con un asunto de verdad, entonces mademoiselle Blanche se las arreglaba sola. Sin contar que la madre apenas sabía nada de los negocios de su supuesta hija.

Los tres estaban discutiendo acaloradamente de algo, y hasta la puerta del gabinete estaba cerrada, lo cual nunca había ocurrido antes. Cuando me acerqué a la puerta oí voces destempladas -las palabras insolentes y mordaces de Des Grieux, los gritos descarados, abusivos y furiosos de Blanche y la voz quejumbrosa del general, quien, por lo visto, se estaba disculpando de algo-. Al entrar yo, los tres parecieron serenarse y dominarse. Des Grieux se alisó los cabellos y de su rostro airado sacó una sonrisa, esa sonrisa francesa repugnante, oficialmente cortés, que tanto detesto. El acongojado y decaído general tomó un aire digno, aunque un tanto maquinalmente. Sólo mademoiselle Blanche mantuvo inalterada su fisonomía, que chispeaba de cólera. Calló, fijando en mí su mirada con impaciente expectación. Debo apuntar que hasta entonces me había tratado con la más absoluta indiferencia, sin contestar siquiera a mis saludos, como si no se percatara de mi presencia.

-Aleksei Ivanovich -dijo el general en un tono de suave reconvención-, permita que le indique que es extraño, sumamente extraño, que…, en una palabra, su conducta conmigo y con mi familia…, en una palabra, sumamente extraño…

-Eh! ce n’est pas ça! -interrumpió Des Grieux irritado y desdeñosamente. (Estaba claro que era él quien llevaba la voz cantante)-. Mon cher monsieur, notre cher général se trompe, al adoptar ese tono -continuaré sus comentarios en ruso-, pero él quería decirle… es decir, advertirle, o, mejor dicho, rogarle encarecidamente que no le arruine (eso, que no le arruine). Uso de propósito esa expresión…

-¿Pero qué puedo yo hacer? ¿Qué puedo? -interrumpí.

-Perdone, usted se propone ser el guía (¿o cómo llamarlo?) de esa vieja, cette pauvre terrible vieille -el propio Des Grieux perdía el hilo-, pero es que va a perder; perderá hasta la camisa. ¡Usted mismo vio cómo juega, usted mismo fue testigo de ello! Si empieza a perder no se apartará de la mesa, por terquedad, por porfía, y seguirá jugando y jugando, y en tales circunstancias nunca se recobra lo perdido, y entonces… entonces…

-¡Y entonces -corroboró el general-, entonces arruinará usted a toda la familia! A mí y a mi familia, que somos sus herederos, porque no tiene parientes más allegados. Le diré a usted con franqueza que mis asuntos van mal, rematadamente mal. Usted mismo sabe algo de ello… Si ella pierde una suma considerable o ¿quién sabe? toda su hacienda (¡Dios no lo quiera! ), ¿qué será entonces de ellos, de mis hijos? (el general volvió los ojos a Des Grieux), ¿qué será de mi? (Miró a mademoiselle Blanche que con desprecio le volvió la espalda.) ¡Aleksei Ivanovich, sálvenos usted, sálvenos!

-Pero dígame, general, ¿cómo puedo yo, cómo puedo … ? ¿Qué papel hago yo en esto?

-¡Niéguese, niéguese a ir con ella! ¡Déjela!

-¡Encontrará a otro! -exclamé.

-Ce n’est pas la, ce n’est pas ça -atajó de nuevo Des Grieux-, que diable! No, no la abandone, pero al menos amonéstela, trate de persuadirla, apártela del juego… y, como último recurso, no la deje perder demasiado, distráigala de algún modo.

-¿Y cómo voy a hacer eso? Si usted mismo se ocupase de eso, monsieur Des Grieux… -agregué con la mayor inocencia.

En ese momento noté una mirada rápida, ardiente e inquisitiva que mademoiselle Blanche dirigió a Des Grieux. Por la cara de éste pasó fugazmente algo peculiar, algo revelador que no pudo reprimir.

-¡Ahí está la cosa; que por ahora no me aceptará! -exclamó Des Grieux gesticulando con la mano-. Si por acaso… más tarde…

Des Grieux lanzó una mirada rápida y significativa a mademoiselle Blanche.

-O mon cher monsieur Alexis, soyez si bon -la propia mademoiselle Blanche dio un paso hacia mí sonriendo encantadoramente, me cogió ambas manos y me las apretó con fuerza. ¡Qué demonio! Ese rostro diabólico sabía transfigurarse en un segundo. ¡En ese momento tomó un aspecto tan suplicante, tan atrayente, se sonreía de manera tan candorosa y aun tan pícara! Al terminar la frase me hizo un guiño disimulado, a hurtadillas de los demás; se diría que quería rematarme allí mismo. Y no salió del todo mal, sólo que todo ello era grosero y, por añadidura, horrible.

Tras ella vino trotando el general, así como lo digo, trotando.

-Aleksei Ivanovich, perdóneme por haber empezado a decirle hace un momento lo que de ningún modo me proponía decirle… Le ruego, le imploro, se lo pido a la rusa, inclinándome ante usted… ¡Usted y sólo usted puede salvarnos! Mlle. Blanche y yo se lo rogamos… ¿Usted me comprende, no es verdad que me comprende? -imploró, señalándome con los ojos a mademoiselle Blanche. Daba lástima.

En ese instante se oyeron tres golpes leves y respetuosos en la puerta. Abrieron. Había llamado el camarero de servicio. Unos pasos detrás de él estaba Potapych. Venían de parte de la abuela, quien los había mandado a buscarme y llevarme a ella en seguida. Estaba «enfadada», aclaró Potapych.

-¡Pero si son sólo las tres y media!

-La señora no ha podido dormir; no hacía más que dar vueltas; y de pronto se levantó,,pidió la silla y mandó a buscarle a usted. Ya está en el pórtico del hotel.

~Quelle mégére! -exclamó Des Grieux.

En efecto, encontré a la abuela en el pórtico, consumida de impaciencia porque yo no estaba allí. No había podido aguantar hasta las cuatro.

-¡Hala, levantadme! -chilló, y de nuevo nos pusimos en camino hacia la ruleta.

Capítulo 12

La abuela estaba de humor impaciente e irritable; era evidente que la ruleta le había causado honda impresión. Estaba inatenta para todo lo demás, y en general, muy distraída; durante el camino, por ejemplo, no hizo una sola pregunta como las que había hecho antes. Viendo un magnífico carruaje que pasó junto a nosotros como una exhalación apenas levantó la mano y preguntó: «¿Qué es eso? ¿De quién?», pero sin atender por lo visto a mi respuesta. Su ensimismamiento se veía interrumpido de continuo por gestos y estremecimientos abruptos e impacientes. Cuando ya cerca del Casino le mostré desde lejos al barón y a la baronesa de Burmerhelm, los miró abstraída y dijo con completa indiferencia: «¡Ah!». Se volvió de pronto a Potapych y Marfa, que venían detrás, y les dijo secamente:

-Vamos a ver, ¿por qué me venís siguiendo? ¡No voy a traeros todas las veces! ¡Idos a casa! Contigo me basta -añadió dirigiéndose a mí cuando los otros se apresuraron a despedirse y volvieron sobre sus pasos.

En el Casino ya esperaban a la abuela. Al momento le hicieron sitio en el mismo lugar de antes, junto al crupier. Se me antoja que estos crupieres, siempre tan finos y tan empeñados en no parecer sino empleados ordinarios a quienes les da igual que la banca gane o pierda, no son en realidad indiferentes a que la banca pierda, y por supuesto reciben instrucciones para atraer jugadores y aumentar los beneficios oficiales; a este fin reciben sin duda premios y gratificaciones. Sea como fuere, miraban ya a la abuela como víctima. Acabó por suceder lo que veníamos temiendo.

He aquí cómo pasó la cosa.

La abuela se lanzó sin más sobre el zéro y me mandó apostar a él doce federicos de oro. Se hicieron una, dos, tres posturas… y el zéro no salió. « ¡Haz la puesta, hazla! »-decía la abuela dándome codazos de impaciencia. Yo obedecí.

-¿Cuántas puestas has hecho? -preguntó, rechinando los dientes de ansiedad.

-Doce, abuela. He apostado ciento cuarenta y cuatro federicos de oro. Le digo a usted que quizá hasta la noche…

-¡Cállate! -me interrumpió-. Apuesta al zéro y pon al mismo tiempo mil gulden al rojo. Aquí tienes el billete.

Salió el rojo, pero esta vez falló el zéro; le entregaron mil gulden.

-¿Ves, ves? -murmuró la abuela-. Nos han devuelto casi todo lo apostado. Apuesta de nuevo al zéro; apostaremos diez veces más a él y entonces lo dejamos.

Pero a la quinta vez la abuela acabó por cansarse.

-¡Manda ese zéro asqueroso a la porra! ¡Ahora pon esos cuatro mil gulden al rojo! -ordenó.

-¡Abuela, eso es mucho! ¿Y qué, si no sale el rojo? -le dije en tono de súplica; pero la abuela casi me molió a golpes. (En efecto, me daba tales codazos que parecía que se estaba peleando conmigo.) No había nada que hacer. Aposté al rojo los cuatro mil gulden que ganamos esa mañana. Giró la rueda. La abuela, tranquila y orgullosa, se enderezó en su silla sin dudar de que ganaría irremisiblemente.

-Zéro -anunció el crupier.

Al principio la abuela no comprendió; pero cuando vio que el crupier recogía sus cuatro mil gulden junto con todo lo demás que había en la mesa, y se dio cuenta de que el zéro, que no había salido en tanto tiempo y al que habíamos apostado en vano casi doscientos federicos de oro, había salido como de propósito tan pronto como ella lo había insultado y abandonado,, dio un suspiro y extendió los brazos con gesto que abarcaba toda la sala. En torno suyo rompieron a reír.

-¡Por vida de … ! ¡Conque ha asomado ese maldito! -aulló la abuela-. ¡Pero se habrá visto qué condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! -y se echó sobre mí con saña, empujándome-. ¡Tú me lo quitaste de la cabeza!

-Abuela, yo le dije lo que dicta el sentido común. ¿Acaso puedo yo responder de las probabilidades?

-¡Ya te daré yo probabilidades! -murmuró en tono amenazador-. ¡Vete de aquí!

-Adiós, abuela -y me volví para marcharme.

-¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, quédate! ¿Adónde vas? ¿Pero qué tienes? ¿Enfadado, eh? ¡Tonto! ¡Quédate, quédate, no te sulfures! La tonta soy yo. Pero dime, ¿qué hacemos ahora?

-Abuela, no me atrevo a aconsejarla porque me echará usted la culpa. Juegue sola. Usted decide qué puesta hay que hacer y yo la hago.

– ¡Bueno, bueno! Pon otros cuatro mil gulden al rojo. Aquí tienes el monedero. Tómalos. -Sacó del bolso el monedero y me lo dio-. ¡Hala, tómalos! Ahí hay veinte mil rublos en dinero contante.

-Abuela -dije en voz baja-, una suma tan enorme…

-Que me muera si no gano todo lo perdido… ¡Apuesta! -Apostamos y perdimos.

-¡Apuesta, apuesta los ocho mil!

-¡No se puede, abuela, el máximo son cuatro mil!…

-¡Pues pon cuatro!

Esta vez ganamos. La abuela se animó. «¿Ves, ves? -dijo dándome con el codo-. ¡Pon cuatro otra vez!»

Apostamos y perdimos; luego perdimos dos veces más.

-Abuela, hemos perdido los doce mil -le indiqué.

-Ya veo que los hemos perdido -dijo ella con tono de furia tranquila, si así cabe decirlo-; lo veo, amigo, lo veo -murmuró mirando ante sí, inmóvil y como cavilando algo-. ¡Ay, que me muero si no … ! ¡Pon otros cuatro mil gulden!

-No queda dinero, abuela. En la cartera hay unos certificados rusos del cinco por ciento y algunas libranzas, pero no hay dinero.

-¿Y en el bolso?

-Calderilla, abuela.

-¿Hay aquí agencias de cambio? Me dijeron que podría cambiar todo nuestro papel -preguntó la abuela sin pararse en barras.

– ¡Oh, todo el que usted quiera! Pero de lo que perdería usted en el cambio se asustaría un judío.

-¡Tontería! Voy a ganar todo lo perdido. Llévame. ¡Llama a esos gandules!

Aparté la silla, aparecieron los cargadores y salimos del Casino. «¡De prisa, de prisa, de prisa!» -ordenó la abuela-. Enseña el camino, Aleksei Ivanovich, y llévame por el más corto… ¿Queda lejos?

-Está a dos pasos, abuela.

Pero en la glorieta, a la entrada de la avenida, salió a nuestro encuentro toda nuestra pandilla: el general, Des Grieux y mlle. Blanche con su madre. Polina Aleksandrovna no estaba con ellos, ni tampoco mister Astley.

-¡Bueno, bueno, bueno! ¡No hay que detenerse! -gritó la abuela-. Pero ¿qué queréis? ¡No tengo tiempo que perder con vosotros ahora!

Yo iba detrás. Des Grieux se me acercó.

-Ha perdido todo lo que había ganado antes, y encima doce mil gulden de su propio dinero. Ahora vamos a cambiar unos certificados del cinco por ciento -le dije rápidamente por lo bajo.

Des Grieux dio una patada en el suelo y corrió a informar al general. Nosotros continuamos nuestro camino con la abuela.

-¡Deténgala, deténgala! -me susurró el general con frenesí.

-¡A ver quién es el guapo que la detiene! -le contesté también con un susurro.

-¡Tía! -dijo el general acercándose-, tía… casualmente ahora mismo… ahora mismo… -le temblaba la voz y se le quebraba- íbamos a alquilar caballos para ir de excursión al campo… Una vista espléndida… una cúspide… veníamos a invitarla a usted.

-¡Quítate allá con tu cúspide! -le dijo con enojo la abuela, indicándole con un gesto que se apartara.

-Allí hay árboles… tomaremos el té… -prosiguió el general, presa de la mayor desesperación.

-Nous boirons du lait, sur l’herbe fraîche -agregó Des Grieux con vivacidad brutal.

Du laít, de I’herbe fraiche -esto es lo que un burgués de París considera como lo más idílico; en esto consiste, como es sabido, su visión de «la nature et la vérité».

-¡Y tú también, quítate allá con tu leche! ¡Bébetela tú mismo, que a mí me da dolor de vientre. ¿Y por qué me importunáis? -gritó la abuela-. He dicho que no tengo tiempo que perder.

-¡Hemos llegado, abuela! -dije-. Es aquí.

Llegamos a la casa donde estaba la agencia de cambio. Entré a cambiar y la abuela se quedó a la puerta. Des Grieux, el general y mademoiselle Blanche se mantuvieron apartados sin saber qué hacer. La abuela les miró con ira y ellos tomaron el camino del Casino.

Me propusieron una tarifa de cambio tan atroz que no me decidí a aceptarla y salí a pedir instrucciones a la abuela.

-¡Qué ladrones! -exclamó levantando los brazos-. ¡En fin, no hay nada que hacer! ¡Cambia! -gritó con resolución-. Espera, dile al cambista que venga aquí.

-¿Uno cualquiera de los empleados, abuela?

-Cualquiera, dalo mismo. ¡Qué ladrones!

El empleado consintió en salir cuando supo que quien lo llamaba era una condesa anciana e impedida que no podía andar. La abuela, muy enojada, le reprochó largo rato y en voz alta por lo que consideraba una estafa y estuvo regateando con él en una mezcla de ruso, francés y alemán, a cuya traducción ayudaba yo. El empleado nos miraba gravemente, sacudiendo en silencio la cabeza. A la abuela la observaba con una curiosidad tan intensa que rayaba en descortesía. Por último, empezó a sonreírse.

-¡Bueno, andando! -exclamó la abuela-. ¡Ojalá se le atragante mi dinero! Que te lo cambie Aleksei Ivanovich; no hay tiempo que perder, y además habría que ir a otro sitio…

-El empleado dice que otros darán menos.

No recuerdo con exactitud la tarifa que fijaron, pero era horrible. Me dieron un total de doce mil florines en oro y billetes. Tomé el paquete y se lo llevé a la abuela.

-Bueno, bueno, no hay tiempo para contarlo -gesticuló con los brazos-, ¡de prisa, de prisa, de prisa! Nunca más volveré a apostar a ese condenado zéro; ni al rojo tampoco -dijo cuando llegábamos al Casino.

Esta vez hice todo lo posible para que apostara cantidades más pequeñas, para persuadirla de que cuando cambiara la suerte habría tiempo de apostar una cantidad considerable. Pero estaba tan impaciente que, si bien accedió al principio, fue del todo imposible refrenarla a la hora de jugar. No bien empezó a ganar posturas de diez o veinte federicos de oro, se puso a darme con el codo:

-¡Bueno, ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si en lugar de diez hubiéramos apostado cuatro mil, habríamos ganado cuatro mil. ¿Y ahora qué? ¡Tú tienes la culpa, tú solo!

Y aunque irritado por su manera de jugar, decidí por fin callarme y no darle más consejos.

De pronto se acercó Des Grieux. Los tres estaban allí al lado. Yo había notado que mademoiselle Blanche se hallaba un poco aparte con su madre y que coqueteaba con el príncipe. El general estaba claramente en desgracia, casi postergado. Blanche ni siquiera le miraba, aunque él revoloteaba en torno a ella a más y mejor. ¡Pobre general! Empalidecía, enrojecía, temblaba y hasta apartaba los ojos del juego de la abuela. Blanche y el principito se fueron por fin y el general salió corriendo tras ellos.

-Madame, madame -murmuró Des Grieux con voz melosa, casi pegándose al oído de la abuela-. Madame, esa apuesta no resultará… no, no, no es posible… -dijo chapurreando el ruso-, ¡no!

-Bueno, ¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme! -contestó la abuela, volviéndose a él. De pronto Des Grieux se puso a parlotear rápidamente en francés, a dar consejos, a agitarse; dijo que era preciso anticipar las probabilidades, empezó a citar cifras… la abuela no entendía nada. Él se volvía continuamente a mí para que tradujera; apuntaba a la mesa y señalaba algo con el dedo; por último, cogió un lápiz y se dispuso a apuntar unos números en un papel. La abuela acabó por perder la paciencia.

-¡Vamos, fuera, fuera! ¡No dices más que tonterías! «Madame, madame» y ni él mismo entiende jota de esto. ¡Fuera!

-Mais, madame -murmuró Des Grieux, empezando de nuevo a empujar y apuntar con el dedo.

-Bien, haz una puesta como dice -me ordenó la abuela-. Vamos a ver: quizá salga en efecto.

Des Grieux quería disuadirla de hacer posturas grandes. Sugería que se apostase a dos números, uno a uno o en grupos. Siguiendo sus indicaciones puse un federico de oro en cada uno de los doce primeros números impares, cinco federicos de oro en los números del doce al dieciocho y cuatro del dieciocho al veinticuatro. En total aposté dieciséis federicos de oro.

Giró la rueda. «Zéro» -gritó el banquero. Lo perdimos todo.

-¡Valiente majadero! -exclamó la abuela dirigiéndose a Des Grieux-. ¡Vaya franchute asqueroso! ¡Y el monstruo se las da de consejero! ¡Fuera, fuera! ¡No entiende jota y se mete donde no le llaman!

Des Grieux, terriblemente ofendido, se encogió de hombros, miró despreciativamente a la abuela y se fue. A él mismo le daba vergüenza de haberse entrometido, pero no había podido contenerse.

Al cabo de una hora, a pesar de nuestros esfuerzos, lo perdimos todo.

~¡A casa! -gritó la abuela.

No dijo palabra hasta llegar a la avenida. En ella, y cuando ya llegábamos al hotel, prorrumpió en exclamaciones:

-¡Qué imbécil! ¡Qué mentecata! ¡Eres una vieja, una vieja idiota!

No bien llegamos a sus habitaciones gritó: « ¡Que me traigan té, y a prepararse en seguida, que nos vamos!».

-¿Adónde piensa ir la señora? -se aventuró a preguntar Marfa.

-¿Y a ti qué te importa? Cada mochuelo a su olivo. Potapych, prepáralo todo, todo el equipaje. ¡Nos volvemos a Moscú! He despilfarrado quince mil rublos.

-¡Quince mil, señora! ¡Dios mío! -exclamó Potapych, levantando los brazos con gesto conmovedor, tratando probablemente de ayudar en algo.

-¡Bueno, bueno, tonto! ¡Ya ha empezado a lloriquear! ¡Silencio! ¡Prepara las cosas! ¡La cuenta, pronto, hala!

-El próximo tren sale a las nueve y media, abuela -indiqué yo para poner fin a su arrebato.

-¿Y qué hora es ahora?

-Las siete y media.

-¡Qué fastidio! En fin, es igual. Aleksei Ivanovich, no me queda un kopek. Aquí tienes estos dos billetes. Ve corriendo al mismo sitio y cámbialos también. De lo contrario no habrá con qué pagar el viaje.

Salí a cambiarlos. Cuando volví al hotel media hora después encontré a toda la pandilla en la habitación de la abuela. La noticia de que ésta salía inmediatamente para Moscú pareció inquietarles aún más que la de las pérdidas de juego que había sufrido. Pongamos, sí, que su fortuna se salvaba con ese regreso, pero ¿qué iba a ser ahora del general? ¿Quién iba a pagar a Des Grieux? Por supuesto, mademoiselle Blanche no esperaría hasta que muriera la abuela y escurriría el bulto con el príncipe o con otro cualquiera. Se hallaban todos ante la anciana, consolándola y tratando de persuadirla. Tampoco esta vez estaba Polina presente. La abuela les increpaba con furia.

-¡Dejadme en paz, demonios! ¿A vosotros qué os importa? ¿Qué quiere conmigo ese barba de chivo? -gritó a Des Grieux-. ¿Y tú, pájara, qué necesitas? -dijo dirigiéndose a mademoiselle Blanche-. ¿A qué viene ese mariposeo?

-¡Diantre! -murmuré mademoiselle Blanche con los ojos brillantes de rabia; pero de pronto lanzó una carcajada y se marchó.

-Elle vivra cent ans! -le gritó al general desde la puerta.

-¡Ah!, ¿conque contabas con mi muerte? -aulló la abuela al general-. ¡Fuera de aquí! ¡Échalos a todos, Aleksei Ivanovich! ¿A ellos qué les importa? ¡Me he jugado lo mío, no lo vuestro!

El general se encogió de hombros, se inclinó y salió. Des Grieux se fue tras él.

-Llama a Praskovya -ordenó la abuela a Marfa.

Cinco minutos después Marfa volvió con Polina. Durante todo este tiempo Polina había permanecido en su cuarto con los niños y, al parecer, había resuelto no salir de él en todo el día. Su rostro estaba grave, triste y preocupado.

-Praskovya -comenzó diciendo la abuela-, ¿es cierto lo que he oído indirectamente, que ese imbécil de padrastro tuyo quiere casarse con esa gabacha frívola? ¿Es actriz, no? ¿O algo peor todavía? Dime, ¿es verdad?

-No sé nada de ello con certeza, abuela -respondió Colina-, pero, a juzgar por lo que dice la propia mademoiselle Blanche, que no estima necesario ocultar nada, saco la impresión…

-¡Basta! -interrumpió la abuela con energía-. Lo comprendo todo. Siempre he pensado que le sucedería algo así, y siempre le he tenido por hombre superficial y liviano. Está muy pagado de su generalato (al que le ascendieron de coronel cuando pasó al retiro) y no hace más que pavonearse. Yo, querida, lo sé todo; cómo enviasteis un telegrama tras otro a Moscú preguntando «si la vieja estiraría pronto la pata». Esperaban la herencia; porque a él, sin dinero, esa mujerzuela, ¿cómo se llama, de Cominges? no le aceptaría ni como lacayo, mayormente cuando tiene dientes postizos. Dicen que ella tiene un montón de dinero que da a usura y que ha amasado una fortuna. A ti, Praskovya, no te culpo; no fuiste tú la que mandó los telegramas; y de lo pasado tampoco quiero acordarme. Sé que tienes un humorcillo ruin, ¡una avispa! que picas hasta levantar verdugones, pero te tengo lástima porque quería a tu madre Katerina, que en paz descanse. Bueno, ¿te animas? Deja todo esto de aquí y vente conmigo. En realidad no tienes donde meterte; y ahora es indecoroso que estés con ellos. ¡Espera -interrumpió la abuela cuando Polina iba a contestar-, que no he acabado todavía! No te exigiré nada. Tengo casa en Moscú, como sabes, un palacio donde puedes ocupar un piso entero y no venir a verme durante semanas y semanas si no te gusta mi genio. ¿Qué, quieres o no?

-Permita que le pregunte primero si de veras quiere usted irse en seguida.

-¿Es que estoy bromeando, niña? He dicho que me voy y me voy. Hoy he despilfarrado quince mil rublos en vuestra condenada ruleta. Hace cinco años hice la promesa de reedificar en piedra, en las afueras de Moscú, una iglesia de madera, y en lugar de eso me he jugado el dinero aquí. Ahora nina, me voy a construir esa iglesia.

-¿Y las aguas, abuela? Porque, al fin y al cabo, vino usted a beberlas.

-¡Quítate allá con tus aguas! No me irrites, Praskovya. Lo haces adrede, ¿no es verdad? Dime, ¿te vienes o no?

-Le agradezco mucho, pero mucho, abuela -dijo Polina emocionada-, el refugio que me ofrece. En parte ha adivinado mi situación. Le estoy tan agradecida que, créame, iré a reunirme con usted y quizá pronto; pero ahora de momento hay motivos… importantes… y no puedo decidirme en este instante mismo. Si se quedara usted un par de semanas más…

-Lo que significa que no quieres,

-Lo que significa que no puedo. En todo caso, además, no puedo dejar a mi hermano y mi hermana, y como… como… como efectivamente puede ocurrir que queden abandonados, pues … ; si nos recoge usted a los pequeños y a mí, abuela, entonces sí, por supuesto, iré a reunirme con usted, ¡y créame que haré merecimientos para ello! -añadió con ardor-; pero sin los niños no puedo.

-Bueno, no gimotees (Polina no pensaba en gimotear y no lloraba nunca); ya encontraremos también sitio para esos polluelos: un gallinero grande. Además, ya es hora de que estén en la escuela. ¿De modo que no te vienes ahora? Bueno, mira, Praskovya, te deseo buena suerte, pues sé por qué no te vienes. Lo sé todo, Praskovya. Ese franchute no procurará tu bien.

Polina enrojeció. Yo por mi parte me sobresalté. (¡Todos lo saben! ¡Yo soy, pues, el único que no sabe nada!).

-Vaya, vaya, no frunzas el entrecejo. No voy a cotillear. Ahora bien, ten cuidado de que no ocurra nada malo, ¿entiendes? Eres una chica lista; me daría lástima de ti. Bueno, basta. Más hubiera valido no haberos visto a ninguno de vosotros. ¡Anda, vete! ¡Adiós!

-Abuela, la acompañaré a usted -dijo Polina.

-No es preciso, déjame en paz; todos vosotros me fastidiáis.

Polina besó la mano a la abuela, pero ésta retiró la mano y besó a Polina en la mejilla.

Al pasar junto a mí,- Polina me lanzó una rápida ojeada y en seguida apartó los ojos.

-Bueno, adiós a ti también, Aleksei Ivanovich. Sólo falta una hora para la salida del tren. Pienso que te habrás cansado de mi compañía. Vamos, toma estos cincuenta federicos de oro.

-Muy agradecido, abuela, pero me da vergüenza…

-¡Vamos, vamos! -gritó la abuela, pero en tono tan enérgico y amenazador que no me atreví a objetar y tomé el dinero.

-En Moscú, cuando andes sin colocación, ven a verme. Te recomendaré a alguien. ¡Ahora, fuera de aquí!

Fui a mi habitación y me eché en la cama. Creo que pasé media hora boca arriba, con las manos cruzadas bajo la cabeza. Se había producido ya la catástrofe y había en qué pensar. Decidí hablar en serio con Polina al día siguiente. ¡Ah, el franchute! ¡Así, pues, era verdad! ¿Pero qué podía haber en ello? ¿Polina y Des Grieux? ¡Dios, qué pareja!

Todo ello era sencillamente increíble. De pronto di un salto y salí como loco en busca de míster Astley para hacerle hablar fuera como fuera. Por supuesto que de todo ello sabía más que yo. ¿Míster Astley? ¡He ahí otro misterio para mí!

Pero de repente alguien llamó a mi puerta. Miré y era Potapych.

-Aleksei Ivanovich, la señora pide que vaya usted a verla.

-¿Qué pasa? ¿Se va, no? Faltan todavía veinte minutos para la salida del tren.

-Está intranquila; no puede estarse quieta. «¡De prisa, de prisa! », es decir, que viniera a buscarle a usted. Por Dios santo, no se retrase.

Bajé corriendo al momento. Sacaban ya a la abuela al pasillo. Tenía el bolso en la mano.

-Aleksei Ivanovich, ve tú delante, ¡andando!

-¿Adónde, abuela?

-¡Que me muera si no gano lo perdido! ¡Vamos, en marcha, y nada de preguntas! ¿Allí se juega hasta medianoche?

Me quedé estupefacto, pensé un momento, y en seguida tomé una decisión.

-Haga lo que le plazca, Antonida Vasilyevna, pero yo no voy.

-¿Y eso por qué? ¿Qué hay de nuevo ahora? ¿Qué mosca os ha picado?

-Haga lo que guste, pero después yo mismo me reprocharía, y no quiero hacerlo. No quiero ser ni testigo ni participante. ¡No me eche usted esa carga encima, Antonida Vasilyevna! Aquí tiene sus cincuenta federicos de oro. ¡Adiós! –y poniendo el paquete con el dinero en la mesita junto a la silla de la abuela, saludé y me fui.

-¡Valiente tontería! -exclamó la abuela tras mí-; pues no vayas, que quizá yo misma encuentre el camino. ¡Potapych, ven conmigo! ¡A ver, levantadme y andando!

No hallé a míster Astley y volví a casa. Más tarde, a la una de la madrugada, supe por Potapych cómo acabó el día de la abuela. Perdió todo lo que poco antes yo le había cambiado, es decir, diez mil rublos más en moneda rusa. En el casino se pegó a sus faldas el mismo polaquillo a quien antes había dado dos federicos de oro, y quien estuvo continuamente dirigiendo su juego. Al principio, hasta que se presentó el polaco, mandó hacer las posturas a Potapych, pero pronto lo despidió; y fue entonces cuando asomó el polaco. Para mayor desdicha, éste entendía el ruso e incluso chapurreaba una mezcla de tres idiomas, de modo que hasta cierto punto se entendían. La abuela no paraba de insultarle sin piedad, aunque él decía de continuo que «se ponía a los pies de la señora».

-Pero ¿cómo compararle con usted, Aleksei Ivanovich? -decía Potapych-. A usted la señora le trataba exactamente como a un caballero, mientras que ése -mire, lo vi con mis propios ojos, que me quede en el sitio si miento- estuvo robándole lo que estaba allí mismo en la mesa; ella misma le cogió con las manos en la masa dos veces. Le puso como un trapo, con todas las palabras habidas y por haber, y hasta le tiró del pelo una vez, así como lo oye usted, que no miento, y todo el mundo alrededor se echó a reír. Lo perdió todo, señor, todo lo que tenía, todo lo que usted había cambiado. Trajimos aquí a la señora, pidió de beber sólo un poco de agua, se santiguó, y a su camita. Estaba rendida, claro, y se durmió en un tris. ¡Que Dios le haya mandado sueños de ángel! ¡Ay, estas tierras de extranjis! -concluyó Potapych-. ¡Ya decía yo que traerían mala suerte! ¡Cómo me gustaría estar en nuestro Moscú cuanto antes! ¡Y como si no tuviéramos una casa en Moscú! Jardín, flores de las que aquí no hay, aromas, las manzanas madurándose, mucho sitio… ¡Pues nada: que teníamos que ir al extranjero! ¡Ay, ay, ay!

Capítulo 13

Ha pasado ya casi un mes desde que toqué por última vez estos apuntes míos que comencé bajo el efecto de impresiones tan fuertes como confusas. La catástrofe, cuya inminencia presentía, se produjo efectivamente, pero cien veces más devastadora e inesperada de lo que había pensado. En todo ello había algo extraño, ruin y hasta trágico, por lo menos en lo que a mí atañía. Me ocurrieron algunos lances casi milagrosos, o así los he considerado desde entonces, aunque bien mirado y, sobre todo, a juzgar por el remolino de sucesos a que me vi arrastrado entonces, quizá ahora quepa decir solamente que no fueron del todo ordinarios. Para mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mi propia actitud ante estas peripecias. ¡Hasta ahora no he logrado comprenderme a mí mismo! Todo ello pasó flotando como un sueño, incluso mi pasión, que fue pujante y sincera, pero… ¿qué ha sido ahora de ella? Es verdad que de vez en cuando cruza por mi mente la pregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pasé todo ese tiempo en algún manicomio, donde quizá todavía estoy, hasta tal punto que todo eso me pareció que pasaba y aun ahora sólo me parece que pasó?».

He recogido mis cuartillas y he vuelto a leerlas (¿quién sabe si las escribí sólo para convencerme de que no estaba en una casa de orates?). Ahora me hallo enteramente solo. Llega el otoño, amarillean las hojas. Estoy en este triste poblacho (¡oh, qué tristes son los poblachos alemanes!), y en lugar de pensar en lo que debo hacer en adelante, vivo influido por mis recientes sensaciones, por mis recuerdos aún frescos, por esa tolvanera aún no lejana que me arrebató en su giro y de la cual acabé por salir despedido. -A veces se me antoja que todavía sigo dando vueltas en el torbellino, y que en cualquier momento la tormenta volverá a cruzar rauda, arrastrándome consigo, que perderé una vez más toda noción de orden, de medida, y que seguiré dando vueltas y vueltas y vueltas…

Pero pudiera echar raíces en algún sitio y dejar de dar vueltas si, dentro de lo posible, consigo explicarme cabalmente lo ocurrido este mes. Una vez más me atrae la pluma, amén de que a veces no tengo otra cosa que hacer durante las veladas. ¡Cosa rara! Para ocuparme en algo, saco prestadas de la mísera biblioteca de aquí las novelas de Paul de Kock (¡en traducción alemana!), que casi no puedo aguantar, pero las leo y me maravillo de mí mismo: es como si temiera destruir con un libro serio o con cualquier otra ocupación digna el encanto de lo que acaba de pasar. Se diría que este sueño repulsivo, con las impresiones que ha traído consigo, me es tan amable que no permito que nada nuevo lo roce por temor a que se disipe en humo. ¿Me es tan querido todo esto? Sí, sin duda lo es. Quizá lo recordaré todavía dentro de cuarenta años…

Así, pues, me pongo a escribir. Sin embargo, todo ello se puede contar ahora parcial y brevemente: no se puede, en absoluto, decir lo mismo de las impresiones…

En primer lugar, acabemos con la abuela. Al día siguiente perdió todo lo que le quedaba. No podía ser de otro modo: cuando una persona así se aventura una vez por ese camino es igual que si se deslizara en trineo desde lo alto de una montaña cubierta de nieve: va cada vez más de prisa. Estuvo jugando todo el día, hasta las ocho de la noche. Yo no presencié el juego y sólo sé lo que he oído contar a otros.

Potapych pasó con ella en el Casino todo el día. Los polacos que dirigían el juego de la abuela se relevaron varias veces durante la jornada. Ella empezó mandando a paseo al polaco del día antes, al que había tirado del pelo, y tomó otro, pero éste resultó casi peor. Cuando despidió al segundo y volvió a tomar el primero -que no se había marchado sino que durante su ostracismo había seguido empujando tras la silla de ella y asomando a cada minuto la cabeza-, la abuela acabó por desesperarse del todo. El segundo polaco, a quien había despedido, tampoco quería irse por nada del mundo; uno se colocó a la derecha de la señora y otro a la izquierda. No paraban de reñir y se insultaban con motivo de las puestas y el juego, llamándose mutuamente laidak y otras lindezas polacas por el estilo. Más tarde hicieron las paces, movían el dinero sin orden ni concierto y apostaban a la buena de Dios. Cuando se peleaban, cada uno hacía puestas por su cuenta, uno, por ejemplo, al rojo y otro al negro. De esta manera acabaron por marear y sacar de quicio a la abuela, hasta que ésta, casi llorando, rogó al viejo crupier que la protegiera echándoles de allí. En seguida, efectivamente, los expulsaron a pesar de sus gritos y protestas; ambos chillaban en coro y perjuraban que la abuela les debía dinero, que los había engañado en algo y que los había tratado indigna y vergonzosamente. El infeliz Potapych, con lágrimas en los ojos, me lo contó todo esa misma noche, después de la pérdida del dinero, y se quejaba de que los polacos se llenaban los bolsillos de dinero; decía que él mismo había visto cómo lo robaban descaradamente y se lo embolsaban a cada instante. Uno de ellos, por ejemplo, le sacaba a la abuela cinco federicos de oro por sus servicios y los ponía junto por junto con las apuestas de la abuela. La abuela ganaba y él exclamaba que era su propia puesta la que había ganado y que la de ella había perdido, Cuando los expulsaron, Potapych se adelantó y dijo que llevaban los bolsillos llenos de oro. Inmediatamente la abuela pidió al crupier que tomara las medidas pertinentes, y aunque los dos polacos se pusieron a alborotar como gallos apresados, se presentó la policía y en un dos por tres vaciaron sus bolsillos en provecho de la abuela. Ésta, hasta que lo perdió todo, gozó durante ese día de indudable prestigio entre los crupieres y los empleados del Casino. Poco a poco su fama se extendió por toda la ciudad. Todos los visitantes del balneario, de todas las naciones, la gente ordinaria lo mismo que la de más campanillas, se apiñaban para ver a une vieille comtesse russe, tombée en enfance, que había perdido ya «algunos millones».

La abuela, sin embargo, no sacó mucho provecho de que la rescataran de los dos polaquillos. A reemplazarlos en su servicio surgió un tercer polaco, que hablaba el ruso muy correctamente. Iba vestido como un gentleman aunque parecía un lacayo, con enormes bigotes y mucha arrogancia. También él besó «los pies de la señora» y «se puso a los pies de la señora», pero con los circunstantes se mostró altivo y se condujo despóticamente, en suma, que desde el primer momento se instaló no como sirviente, sino como amo de la abuela. A cada instante, con cada jugada, se volvía a ella y juraba con terribles juramentos que era un «pan honorable» y que no tomaría un solo kopek del dinero de la abuela. Repetía estos juramentos tan a menudo que ella acabó por asustarse. Pero como al principio el pan pareció, en efecto, mejorar el juego de ella y empezó a ganar, la abuela misma ya no quiso deshacerse de él. Una hora más tarde los otros dos polaquillos expulsados del Casino aparecieron de nuevo tras la silla de la abuela, ofreciendo una vez más sus servicios, aunque sólo fuera para hacer mandados. Potapych juraba que el «honorable pan» cambiaba guiños con ellos y, por añadidura, les alargaba algo. Como la abuela no había comido y casi no se había movido de la silla, uno de los polacos quiso, en efecto, serle útil: corrió al comedor del Casino, que estaba allí al lado, y le trajo primero una taza de caldo y después té. En realidad, los dos no hacían más que ir y venir. Al final de la jornada, cuando ya todo el mundo veía que la abuela iba a perder hasta el último billete, había detrás de su silla hasta seis polacos, nunca antes vistos u oídos. Cuando la abuela ya perdía sus últimas monedas, no sólo dejaron de escucharla, sino que ni la tomaban en cuenta, se deslizaban junto a ella para llegar a la mesa, cogían ellos mismos el dinero, tomaban decisiones, hacían puestas, discutían y gritaban, charlaban con el «honorable pan» como con un compinche, y el honorable pan casi dejó de acordarse de la existencia de la abuela. Hasta cuando ésta, después de perderlo todo, volvía a las ocho de la noche al hotel, había aún tres o cuatro polacos que no se resignaban a dejarla, corriendo en torno a la silla y a ambos lados de ella, gritando a voz en cuello y perjurando en un rápido guirigay que la abuela les había engañado y debía resarcirles de algún modo. Así llegaron hasta el mismo hotel, de donde por fin los echaron a empujones.

Según cálculo de Potapych, en ese solo día había perdido su señora hasta noventa mil rublos, sin contar lo que había perdido la víspera. Todos sus billetes -todas las obligaciones de la deuda interior al cinco por ciento, todas las acciones que llevaba encima-, todo ello lo había ido cambiando sucesivamente. Yo me maravillaba de que hubiera podido aguantar esas siete u ocho horas, sentada en su silla y casi sin apartarse de la mesa, pero Potapych me dijo que en tres ocasiones empezó a ganar de veras sumas considerables, y que, deslumbrada de nuevo por la esperanza, no pudo abandonar el juego. Pero bien saben los jugadores que puede uno estar sentado jugando a las cartas casi veinticuatro horas sin mirar a su derecha o a su izquierda.

En ese mismo día, mientras tanto, ocurrieron también en nuestro hotel incidentes muy decisivos. Antes de las once de la mañana, cuando la abuela estaba todavía en casa, nuestra gente, esto es, el general y Des Grieux, habían acordado dar el último paso. Habiéndose enterado de que la abuela ya no pensaba en marcharse, sino que, por el contrario, volvía al Casino, todos ellos (salvo Polina) fueron en cónclave a verla para hablar con ella de manera definitiva y sin rodeos. El general, trepidante y con el alma en un hilo, habida cuenta de las consecuencias tan terribles para él, llegó a sobrepasarse: al cabo de media hora de ruegos y súplicas y hasta de hacer confesión general, es decir, de admitir sus deudas y hasta su pasión por mademoiselle Blanche (no daba en absoluto pie con bola), el general adoptó de pronto un tono amenazador y hasta se puso a chillar a la abuela y a dar patadas en el suelo. Decía a gritos que deshonraba su nombre, que había escandalizado a toda la ciudad y por último… por último: «¡Deshonra usted el nombre ruso, señora -exclamaba- y para casos así está la policía! ». La abuela lo arrojó por fin de su lado con un bastón (con un bastón de verdad). El general y Des Grieux tuvieron una o dos consultas más esa mañana sobre si efectivamente era posible recurrir de algún modo a la policía. He aquí, decían, que una infeliz, aunque respetable anciana, víctima de la senilidad, se había jugado todo su dinero, etc., etc. En suma, ¿no se podía encontrar un medio de vigilarla o contenerla?… Pero Des Grieux se limitaba a encogerse de hombros y se reía en las barbas del general, que ya desbarraba abiertamente corriendo de un extremo al otro del gabinete. Des Grieux acabó por encogerse de hombros y escurrir el bulto. A la noche se supo que había abandonado definitivamente el hotel, después de haber tenido una conversación grave y secreta con mademoiselle Blanche. Mademoiselle Blanche, por su parte, tomó medidas definitivas a partir de esa misma mañana. Despidió sin más al general y ni siquiera le permitió que se presentara ante ella. Cuando el general corrió a buscarla en el Casino y la encontró del brazo del príncipe, ni ella ni madame veuve Cominges le reconocieron. El príncipe tampoco le saludó. Todo ese día mademoiselle Blanche estuvo trabajando al príncipe para que éste acabara por declararse (sin ambages). Pero, ¡ay!, se equivocó cruelmente en sus cálculos. Esta pequeña catástrofe sucedió también esa noche. De pronto se descubrió que el príncipe era más pobre que Job y que, por añadidura, contaba con pedirle dinero a ella, previa firma de un pagaré, y probar fortuna a la ruleta. Blanche, indignada, le mandó a paseo y se encerró en su habitación.

En la mañana de ese mismo día fui a ver a míster Astley, o, mejor dicho, pasé toda la mañana buscando a míster Astley sin poder dar con él. No estaba en casa, ni en el Casino, ni en el parque. No comió en su hotel ese día. Eran más de las cuatro de la tarde cuando tropecé con él; volvía de la estación del ferrocarril al Hótel d’Angleterre. Iba de prisa y estaba muy preocupado, aunque era difícil distinguir en su rostro preocupación o pesadumbre. Me alargó cordialmente la mano con su exclamación habitual: «¡Ah!», pero no detuvo el paso y continuó su camino apresuradamente. Emparejé con él, pero se las arregló de tal modo para contestarme que no tuve tiempo de preguntarle nada. Además, por no sé qué razón, me daba muchísima vergüenza hablar de Polina. Él tampoco dijo una palabra de ella. Le conté lo de la abuela, me escuchó atenta y gravemente y se encogió de hombros.

-Lo perderá todo -dije.

-Oh, sí -respondió-, porque fue a jugar cuando yo salía y después me enteré que lo había perdido todo. Si tengo tiempo iré al Casino a echar un vistazo porque se trata de un caso curioso…

-¿A dónde ha ido usted? -grité, asombrado de no haber preguntado antes.

-He estado en Francfort.

-¿Viaje de negocios?

-Sí, de negocios.

Ahora bien, ¿qué más tenía que preguntarle? Sin embargo, seguía caminando junto a él, pero de improviso torció hacia el «Hotel des Quatre Saisons», que estaba en el camino, me hizo una inclinación de cabeza y desapareció. Cuando regresaba a casa me di cuenta de que aun si hubiera hablado con él dos horas no habría sacado absolutamente nada en limpio porque… ¡no tenía nada que preguntarle! ¡Sí, así era yo, por supuesto! No sabía formular mis preguntas.

Todo ese día lo pasó Polina errando por el parque con los niños y la niñera o recluida en casa. Hacía ya tiempo que evitaba encontrarse con el general y casi no hablaba con él de nada, por lo menos de nada serio. Yo ya había notado esto mucho antes. Pero conociendo la situación en que ahora estaba el general pensé que éste no podría dar esquinazo a Polina, es decir, que era imposible que no hubiese una importante conversación entre ellos sobre asuntos de familia. Sin embargo, cuando al volver al hotel después de hablar con míster Astley, tropecé con Polina y los niños, el rostro de ella reflejaba la más plácida tranquilidad, como si sólo ella hubiera salido indemne de todas las broncas familiares. A mi saludo contestó con una inclinación de cabeza. Volví a casa presa de malignos sentimientos.

Yo, naturalmente, había evitado hablar con ella y no la había visto (apenas) desde mi aventura con los Burmerhelm. Cierto es que a veces me había mostrado petulante y bufonesco, pero a medida que pasaba el tiempo sentía rebullir en mí verdadera indignación. Aunque no me tuviera ni pizca de cariño, me parecía que no debía pisotear así mis sentimientos ni recibir con tanto despego mis confesiones. Ella bien sabía que la amaba de verdad, y me toleraba y consentía que le hablara de mi amor. Cierto es que ello había surgido entre nosotros de modo extraño. Desde hacía ya bastante tiempo, cosa de dos meses a decir verdad, había comenzado yo a notar que quería hacerme su amigo, su confidente, y que hasta cierto punto lo había intentado; pero dicho propósito, no sé por qué motivo, no cuajó entonces; y en su lugar habían surgido las extrañas relaciones que ahora teníamos, lo que me llevó a hablar con ella como ahora lo hacía. Pero si le repugnaba mi amor, ¿por qué no me prohibía sencillamente que hablase de él?

No me lo prohibía; hasta ella misma me incitaba alguna vez a hablar y …. claro, lo hacía en broma. Sé de cierto -lo he notado bien- que, después de haberme escuchado hasta el fin y soliviantado hasta el colmo, le gustaba desconcertarme con alguna expresión de suprema indiferencia y desdén. Y, no obstante, sabía que no podía vivir sin ella. Habían pasado ya tres días desde el incidente con el barón y yo ya no podía soportar nuestra separación. Cuando poco antes la encontré en el Casino, me empezó a martillar el corazón de tal modo que perdí el color. ¡Pero es que ella tampoco podía vivir sin mí! Me necesitaba y, ¿pero es posible que sólo como bufón o hazmerreír?

Tenía un secreto, ello era evidente. Su conversación con la abuela fue para mí una dolorosa punzada en el corazón. Mil veces la había instado a ser sincera conmigo y sabía que estaba de veras dispuesto a dar la vida por ella; y, sin embargo, siempre me tenía a raya, casi con desprecio, y en lugar del sacrificio de mi vida que le ofrecía me exigía una travesura como la de tres días antes con el barón. ¿No era esto una ignominia? ¿Era posible que todo el mundo fuese para ella ese francés? ¿Y míster Astley? Pero al llegar a este punto, el asunto se volvía absolutamente incomprensible, y mientras tanto… ¡ay, Dios, qué sufrimiento el mío!

Cuando llegué a casa, en un acceso de furia cogí la pluma y le garrapateé estos renglones:

«Polina Aleksandrovna, veo claro que ha llegado el desenlace, que, por supuesto, la afectará a usted también. Repito por última vez: ¿necesita usted mi vida o no? Si la necesita, para lo que sea, disponga de ella. Mientras tanto esperaré en mi habitación, al menos la mayor parte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si es necesario, escríbame o llámeme.»

Sellé la nota y la envié con el camarero de servicio, con orden de que la entregara en propia mano. No esperaba respuesta, pero al cabo de tres minutos volvió el camarero con el recado de que se me mandaban «saludos».

Eran más de las seis cuando me avisaron que fuera a ver al general. Éste se hallaba en su gabinete, vestido como para ir a alguna parte. En el sofá se veían su sombrero y su bastón. Al entrar me pareció que estaba en medio de la habitación, con las piernas abiertas y la cabeza caída, hablando consigo mismo en voz alta; mas no bien me vio se arrojó sobre mí casi gritando, al punto de que involuntariamente di un paso atrás y casi eché a correr; pero me cogió de ambas manos y me llevó a tirones hacia el sofá. En él se sentó, hizo que yo me sentara en un sillón frente a él ya sin soltarme las manos, temblorosos los labios y con las pestañas brillantes de lágrimas, me dijo con voz suplicante:

-¡Aleksei Ivanovich, sálveme, sálveme, tenga piedad!

Durante algún tiempo no logré comprender nada. Él no hacía más que hablar, hablar y hablar, repitiendo sin cesar: «¡Tenga piedad, tenga piedad!». Acabé por sospechar que lo que de mí esperaba era algo así como un consejo; o, mejor aún, que, abandonado de todos, en su angustia y zozobra se había acordado de mí y me había llamado sólo para hablar, hablar, hablar.

Desvariaba, o por lo menos estaba muy aturdido. juntaba las manos y parecía dispuesto a arrodillarse ante mí para que (¿lo adivinan ustedes?) fuera en seguida a ver a mademoiselle Blanche y le pidiera, le implorara, que volviese y se casara con él.

-Perdón, general -exclamé-, ¡pero si es posible que mademoiselle Blanche no se haya fijado en mí todavía! ¿Qué es lo que yo puedo hacer?

Era, sin embargo, inútil objetar; no entendía lo que se le decía. Empezó a hablar también de la abuela, pero de manera muy inconexa. Seguía aferrado a la idea de llamar a la policía.

-Entre nosotros, entre nosotros -comenzó, hirviendo súbitamente de indignación-, en una palabra, entre nosotros, en un país con todos los adelantos, donde hay autoridades, hubieran puesto inmediatamente bajo tutela a viejas como ésa. Sí, señor mío, sí -continuó, adoptando de pronto un tono de reconvención, saltando de su sitio y dando vueltas por la habitación-, usted todavía no sabía esto, señor mío -dijo dirigiéndose a un imaginario señor suyo en el rincón-; pues ahora lo sabe usted… sí, señor.. en nuestro país a tales viejas se las mete en cintura, en cintura, en cintura, sí, señor.. ¡Oh, qué demonio!

Y se lanzó de nuevo al sofá; pero un minuto después, casi sollozando y sin aliento, se apresuró a decirme que mademoiselle Blanche no se casaba con él porque en lugar de un telegrama había llegado la abuela y ahora estaba claro que no heredaría. Él creía que yo no sabía aún nada de esto. Empecé a hablar de Des Grieux; hizo un gesto con la mano: «Se ha ido. Todo lo mío lo tengo hipotecado con él: ¡me he quedado en cueros! Ese dinero que trajo usted… ese dinero… no sé cuánto era, parece que quedan setecientos francos, y.. bueno, eso es todo, y en cuanto al futuro … no sé, no sé».

-¿Cómo va a pagar usted el hotel? -pregunté alarmado-; ¿y después qué hará usted?

Me miraba pensativo, pero parecía no comprender y quizá ni siquiera me había oído. Probé a hablar de Polina Aleksandrovna, de los niños, me respondió con premura: «¡Sí, sí! », pero en seguida volvió a hablar del príncipe, a decir que Blanche se iría con él y entonces… y entonces… ¿qué voy a hacer, Aleksei Ivanovich? -preguntó, volviéndose de pronto a mí-, -‘Juro a Dios que no lo sé! ¿Qué voy a hacer? Dígame, ¿ha visto usted ingratitud semejante? ¿No es verdad que es ingratitud? -Por último, se disolvió en un torrente de lágrimas.

Nada cabía hacer con un hombre así. Dejarle solo era también peligroso; podía ocurrirle algo. De todos modos, logré librarme de él, pero advertí a la niñera que fuera a verle a menudo y hablé además con el camarero de servicio, chico despierto, quien me prometió vigilar también por su parte.

Apenas dejé al general cuando vino a verme Potapych con una llamada de la abuela. Eran las ocho, y ésta acababa de regresar del Casino después de haberlo perdido todo. Fui a verla. La anciana estaba en su silla, completamente agotada y, a juzgar por las trazas, enferma. Marfa le daba una taza de té y la obligaba a bebérselo casi a la fuerza. La voz y el tono de la abuela habían cambiado notablemente.

-Dios te guarde, amigo Aleksei Ivanovich -dijo con lentitud e inclinando gravemente la cabeza-. Lamento volver a molestarte; perdona a una mujer vieja. Lo he dejado allí todo, amigo mío, casi cien mil rublos. Hiciste bien en no ir conmigo ayer. Ahora no tengo dinero, ni un ochavo. No quiero quedarme aquí un minuto más y me marcho a las nueve y media. He mandado un recado a ese inglés tuyo, Astley, ¿no es eso? y quiero pedirle prestados tres mil francos por una semana. Convéncele, pues, de que no tiene nada que temer y de que no me lo rehúse. Todavía, amigo, soy bastante rica. Tengo tres fincas rurales y dos urbanas; sin contar el dinero, pues no me lo traje todo. Digo esto para que no tenga recelo alguno… ¡Ah, aquí viene! Bien se ve que es un hombre bueno.

Míster Astley vino así que recibió la primera llamada de la abuela. No mostró recelo alguno y no habló mucho. Al momento le contó tres mil francos bajo pagaré que la abuela firmó. Acabado el asunto, saludó y se marchó de prisa.

-Y tú vete también ahora, Aleksei Ivanovich. Falta hora y pico y quiero acostarme, que me duelen los huesos. No seas duro conmigo, con esta vieja imbécil. En adelante no acusaré a la gente joven de liviandad, y hasta me parecería pecado acusar a ese infeliz general vuestro. Pero, con todo, no le daré dinero a pesar de sus deseos, porque en mi opinión es un necio; sólo que yo, vieja imbécil, no tengo más seso que él. Verdad es que Dios pide cuentas y castiga la soberbia incluso en la vejez. Bueno, adiós. Marfusha, levántame.

Yo, sin embargo, quería despedir a la abuela. Además, estaba un poco a la expectativa, aguardando que de un momento a otro sucediese algo. No podía parar en mi habitación. Salía al pasillo, y hasta erré un momento por la avenida. Mi carta a Polina era clara y terminante y la presente catástrofe, por supuesto, definitiva. En el hotel oí hablar de la marcha de Des Grieux. En fin de cuentas, si me rechazaba como amigo quizá no me rechazase como criado, pues me necesitaba aunque sólo fuera para hacer mandados. Le sería útil, ¡cómo no!

A la hora de la salida del tren corrí a la estación y acomodé a la abuela. Todos tomaron asiento en un compartimiento reservado. «Gracias, amigo, por tu afecto desinteresado -me dijo al despedirse- y repite a Praskovya lo que le dije ayer: que la esperaré.»

Fui a casa. Al pasar junto a las habitaciones del general tropecé con la niñera y pregunté por él. «Va bien, señor» -me respondió abatida-. No obstante, decidí entrar un momento, pero me detuve a la puerta del gabinete presa del mayor asombro. Mademoiselle Blanche y el general, a cual mejor, estaban riendo a carcajadas. La veuve Cominges se hallaba también allí, sentada en el sofá. El general, por lo visto, estaba loco de alegría, cotorreaba toda clase de sandeces y se deshacía en una risa larga y nerviosa que le encogía el rostro en una incontable multitud de arrugas, entre las que desaparecían los ojos. Más tarde supe por la propia mademoiselle Blanche que, después de mandar a paseo al príncipe y habiéndose enterado del llanto del general, decidió consolar a éste y entró a verle un momento. El pobre general no sabía que ya en ese momento estaba echada su suerte, y que Blanche había empezado a hacer las maletas para irse volando a París en el primer tren del día siguiente.

En el umbral del gabinete del general cambié de parecer y me escurrí sin ser visto. Subí a mi cuarto, abrí la puerta y en la semioscuridad noté de pronto una figura sentada en una silla, en el rincón, junto a la ventana. No se levantó cuando yo entré. Me acerqué, miré… y se me cortó el aliento: era Polina.

Capítulo 14

Lancé un grito.

-¿Qué pasa?, ¿qué pasa? -me preguntó en tono raro. Estaba pálida y su aspecto era sombrío.

-¿Cómo que qué pasa? ¿Usted? ¿Aquí en mi cuarto?

-Si vengo, vengo toda. Ésa es mi costumbre. Lo verá usted pronto. Encienda una bujía.

Encendí la bujía. Se levantó, se acercó a la mesa y me puso delante una carta abierta.

-Lea -me ordenó.

-Ésta… ¡ésta es la letra de Des Grieux! -exclamé tomando la carta. Me temblaban las manos y los renglones me bailaban ante los ojos. He olvidado los términos exactos de la carta, pero aquí va, si no palabra por palabra, al menos pensamiento por pensamiento.

«Mademoiselle -escribía Des Grieux-: Circunstancias desagradables me obligan a marcharme inmediatamente Usted misma ha notado, sin duda, que he evitado adrede tener con usted una explicación definitiva mientras no se aclarasen esas circunstancias. La llegada de su anciana pariente (de la vieille dame) y su absurda conducta aquí han puesto fin a mis dudas. El embrollo en que se hallan mis propios asuntos me impide alimentar en el futuro las dulces esperanzas con que me permitió usted embriagarme durante algún tiempo. Lamento el pasado, pero espero que en mi comportamiento no haya usted encontrado nada indigno de un caballero y un hombre de bien (gentíl-homme et honnête homme). Habiendo perdido casi todo mi dinero en préstamos a su padrastro, me encuentro en la extrema necesidad de utilizar con provecho lo que me queda. Ya he hecho saber a mis amigos de Petersburgo que procedan sin demora a la venta de los bienes hipotecados a mi favor. Sabiendo, sin embargo, que el irresponsable de su tío ha malversado el propio dinero de usted, he decidido perdonarle cincuenta mil francos y a este fin le devuelvo la parte de hipoteca sobre sus bienes correspondiente a esta suma; así, pues, tiene usted ahora la posibilidad de recuperar lo que ha perdido, reclamándoselo por víajudicial. Espero, mademoiselle, que, tal como están ahora las cosas, este acto mío le resulte altamente beneficioso. Con él espero asimismo cumplir plenamente con el deber de un hombre honrado y un caballero. Créame que el recuerdo de usted quedará para siempre grabado en mi corazón.»

-¿Bueno, y qué? Esto está perfectamente claro -dije volviéndome a Polina-. ¿Esperaba usted otra cosa? -añadí indignado.

-No esperaba nada -respondió con sosiego aparente, pero con una punta de temblor en la voz-. Hace ya tiempo que tomé una determinación. Leía sus pensamientos y supe lo que pensaba. Él pensaba que yo procuraría… que insistiría… (se detuvo, y sin terminar la frase se mordió el labio y guardó silencio). De propósito redoblé el desprecio que sentía por él -prosiguió de nuevo-, y aguardaba a ver lo que haría. Si llegaba el telegrama sobre la herencia, le hubiera tirado a la cara el dinero que le debía ese idiota (el padrastro) y le hubiera echado con cajas destempladas. Me era odioso desde hacía mucho, muchísimo tiempo. ¡Ah, no era el mismo hombre de antes, mil veces no, y ahora, ahora … ! ¡Oh, con qué gusto le tiraría ahora a su cara infame esos cincuenta mil francos! ¡Cómo le escupiría y le restregaría la cara con el escupitajo!

-Pero el documento ese de la hipoteca por valor de cincuenta mil francos que ha devuelto lo tendrá el general. Tómelo y devuélvaselo a Des Grieux.

-¡Oh, no es eso, no es eso!

-¡Sí, es verdad, es verdad que no es eso! Y ahora, ¿de qué es capaz el general? ¿Y la abuela?

-¿Por qué la abuela? -preguntó Polina con irritación-. No puedo ir a ella… y no voy a pedirle perdón a nadie -agregó exasperada.

-¿Qué hacer? -exclamé-. ¿Cómo… sí, cómo puede usted querer a Des Grieux? ¡Oh, canalla, canalla! ¡Si usted lo desea, lo mato en duelo! ¿Dónde está ahora?

-Ha ido a Francfort y estará allí tres días.

-¡Basta una palabra de usted y mañana mismo voy allí en el primer tren! -dije con entusiasmo un tanto pueril.

Ella se rió.

-¿Y qué? Puede que diga que se le devuelvan primero los cincuenta mil francos. ¿Y para qué batirse con él?… ¡Qué tontería!

-Bien, pero ¿dónde, dónde agenciarse esos cincuenta mil francos? -repetí rechinando los dientes, como si hubiera sido posible recoger el dinero del suelo-. Oiga, ¿y míster Astley? -pregunté dirigiéndome a ella con el chispazo de una idea peregrina.

Le centellearon los ojos.

-¿Pero qué? ¿Es que tú mismo quieres que me aparte de ti para ver a ese inglés? -preguntó, fijando sus ojos en los míos con mirada penetrante y sonriendo amargamente. Por primera vez en la vida me tuteaba.

Se diría que en ese momento tenía trastornada la cabeza por la emoción que sentía. De pronto se sentó en el sofá como si estuviera agotada.

Fue como si un relámpago me hubiera alcanzado. No daba crédito a mis ojos ni a mis oídos. ¿Pero qué? Estaba claro que me amaba. ¡Había venido a mí y no a míster Astley! Ella, ella sola, una muchacha, había venido a mi cuarto, en un hotel, comprometiéndose con ello ante los ojos de todo el mundo … ; y yo, de pie ante ella, no comprendía todavía.

Una idea delirante me cruzó por la mente.

-¡Polina, dame sólo una hora! ¡Espera aquí sólo una hora …. que volveré! ¡Es… es indispensable! ¡Ya verás! ¡Quédate aquí, quédate aquí!

Y salí corriendo de la habitación sin responder a su mirada inquisitiva y asombrada. Gritó algo tras de mí, pero no me volví.

Sí, a veces la idea más delirante, la que parece más imposible, se le clava a uno en la cabeza con tal fuerza que acaba por juzgarla realizable… Más aún, si esa idea va unida a un deseo fuerte y apasionado acaba uno por considerarla a veces como algo fatal, necesario, predestinado, como algo que es imposible que no sea, que no ocurra. Quizá haya en ello más: una cierta combinación de presentimientos, un cierto esfuerzo inhabitual de la voluntad, un autoenvenenamiento de la propia fantasía, o quizá otra cosa… no sé. Pero esa noche (que en mi vida olvidaré) me sucedió una maravillosa aventura. Aunque puede ser justificada por la aritmética, lo cierto es que para mí sigue siendo todavía milagrosa. ¿Y por qué, por qué se arraigó en mí tan honda y fuertemente esa convicción y sigue arraigada hasta el día de hoy? Cierto es que ya he reflexionado sobre esto -repito-, no cómo sobre un caso entre otros (y, por lo tanto, que puede no ocurrir entre otros), sino como sobre algo que tenía que producirse irremediablemente.

Eran las diez y cuarto. Entré en el casino con una firme esperanza y con una agitación como nunca había sentido hasta entonces. En las salas de juego había todavía bastante público, aunque sólo la mitad del que había habido por la mañana.

Entre las diez y las once se encuentran junto a las mesas de juego los jugadores auténticos, los desesperados, los individuos para quienes el balneario existe sólo por la ruleta, que han venido sólo por ella, los que apenas se dan cuenta de lo que sucede en torno suyo ni por nada se interesan durante toda la temporada sino por jugar de la mañana a la noche y quizá jugarían de buena gana toda la noche, hasta el amanecer si fuera posible. Siempre se dispersan con enojo cuando se cierra la sala de ruleta a medianoche. Y cuando el crupier más antiguo, antes del cierre de la sala a las doce, anuncia: Les trois derniers coups, messieurs!, están a veces dispuestos a arriesgar en esas tres últimas posturas todo lo que tienen en los bolsillos -y, en realidad- lo pierden en la mayoría de los casos-. Yo me acerqué a la misma mesa a la que la abuela había estado sentada poco antes. No había muchas apreturas, de modo que muy pronto encontré lugar, de pie, junto a ella. Directamente frente a mí, sobre el paño verde, estaba trazada la palabra Passe. Este passe es una serie de números desde el 19 hasta el 36 inclusive. La primera serie, del 1 al 18 inclusive, se llama Manque. ¿Pero a mí qué me importaba nada de eso? No hice cálculos, ni siquiera oí en qué número había caído la última suerte, y no lo pregunté cuando empecé a jugar, como lo hubiera hecho cualquier jugador prudente. Saqué mis veinte federicos de oro y los apunté alpasse que estaba frente a mí.

-Vingt-deux! -gritó el crupier.

Gané y volví a apostarlo todo: lo anterior y lo ganado.

-Trente et un! -anunció el crupier-. ¡Había ganado otra vez!

Tenía, pues, en total ochenta federicos de oro. Puse los ochenta a los doce números medios (triple ganancia pero dos probabilidades en contra), giró la rueda y salió el veinticuatro. Me entregaron tres paquetes de cincuenta federicos cada uno y diez monedas de oro. junto con lo anterior ascendía a doscientos federicos de oro. Estaba como febril y empujé todo el montón de dinero al rojo y de repente volví en mi acuerdo. Y sólo una vez en toda esa velada, durante toda esa partida, me sentí poseído de terror, helado de frío, sacudido por un temblor de brazos y piernas. Presentí con espanto y comprendí al momento lo que para mí significaría perder ahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta.

-Rouge! -gritó el crupier-, y volví a respirar. Ardientes estremecimientos me recorrían el cuerpo. Me pagaron en billetes de banco: en total cuatro mil florines y ochenta federicos de oro (aun en ese estado podía hacer bien mis cuentas).

Recuerdo que luego volví a apostar dos mil florines a los doce números medios y perdí; aposté el oro que tenía además de los ochenta federicos de oro y perdí. Me puse furioso: cogí los últimos dos mil florines que me quedaban y los aposté a los doce primeros números al buen tuntún, a lo que cayera, sin pensar. Hubo, sin embargo, un momento de expectación parecido quizá a la impresión que me produjo madame Blanchard en París cuando desde un globo bajó volando a la tierra.

-Quatre! -gritó el banquero. Con la apuesta anterior resultaba de nuevo un total de seis mil florines. Yo tenía ya aire de vencedor; ahora nada, lo que se dice nada, me infundía temor, y coloqué cuatro mil florines al negro. Tras de mí, otros nueve individuos apostaron también al negro. Los crupieres se miraban y cuchicheaban entre sí. En torno, la gente hablaba y esperaba.

Salió el negro. Ya no recuerdo ni el número ni el orden de mis posturas. Sólo recuerdo, como en sueños, que por lo visto gané dieciséis mil florines; seguidamente perdí doce mil de ellos en tres apuestas desafortunadas. Luego puse los últimos cuatro mil a passe (pero ya para entonces no sentía casi nada; estaba sólo a la expectativa, se diría que mecánicamente, vacío de pensamientos) y volví a ganar, y después de ello gané cuatro veces seguidas. Me acuerdo sólo de que recogía el dinero a montones, y también que los doce números medios a que apunté salían más a menudo que los demás. Aparecían con bastante regularidad, tres o cuatro veces seguidas, luego desaparecían un par de veces para volver de nuevo tres o cuatro veces consecutivas. Esta insólita regularidad se presenta a veces en rachas, y he aquí por qué desbarran los jugadores experimentados que hacen cálculos lápiz en mano. ¡Y qué crueles son a veces en este terreno las burlas de la suerte!

Pienso que no había transcurrido más de media hora desde mi llegada. De pronto el crupier me hizo saber que había ganado treinta mil florines, y que como la banca no respondía de mayor cantidad en una sola sesión se suspendería la ruleta hasta el día siguiente. Eché mano de todo mi oro, me lo metí en el bolsillo, recogí los billetes y pasé seguidamente a otra sala, donde había otra mesa de ruleta; tras mí, agolpada, se vino toda la gente. Al instante me despejaron un lugar y empecé de nuevo a apostar sin orden ni concierto. ¡No sé qué fue lo que me salvó!

Pero de vez en cuando empezaba a hurgarme un conato de cautela en el cerebro. Me aferraba a ciertos números y combinaciones, pero pronto los dejaba y volvía a apuntar inconscientemente. Estaba, por lo visto, muy distraído, y recuerdo que los crupieres corrigieron mi juego más de una vez. Cometí errores groseros. Tenía las sienes bañadas en sudor y me temblaban las manos. También vinieron trotando los polacos con su oferta de servicios, pero yo no escuchaba a nadie. La suerte no me volvió la espalda. De pronto se oyó a mi alrededor un rumor sordo y risas. «¡Bravo, bravo!», gritaban todos, y algunos incluso aplaudieron. Recogí allí también treinta mil florines y la banca fue clausurada hasta el día siguiente.

-¡Váyase, váyase! -me susurró la voz de alguien a mi derecha. Era la de un judío de Francfort que había estado a mi lado todo ese tiempo y que, al parecer, me había ayudado de vez en cuando en mi juego.

-¡Váyase, por amor de Dios! -murmuró a mi izquierda otra voz. Vi en una rápida ojeada que era una señora al filo de la treintena, vestida muy modesta y decorosamente, de rostro fatigado, de palidez enfermiza, pero que aun ahora mostraba rastros de su peregrina belleza anterior. En ese momento estaba yo atiborrándome el bolsillo de billetes, arrugándolos al hacerlo, y recogía el oro que quedaba en la mesa. Al levantar el último paquete de cincuenta federicos de oro logré ponerlo en la mano de la pálida señora sin que nadie lo notara. Sentí entonces grandísimo deseo de hacer eso, y recuerdo que sus dedos finos y delicados me apretaron fuertemente la mano en señal de viva gratitud. Todo ello sucedió en un instante.

Una vez embolsado todo el dinero me dirigí apresuradamente a la mesa de trente et quarente. En torno a ella estaba sentado un público aristocrático. Esto no es ruleta; son cartas. La banca responde de hasta 100.000 táleros de una vez. La postura máxima es también aquí de cuatro mil florines. Yo no sabía nada de este juego y casi no conocía las posturas, salvo el rojo y el negro, que también existen en él. A ellos me adherí. Todo el casino se agolpó en torno. No recuerdo si pensé una sola vez en Polina durante ese tiempo. Lo que sentía era un deleite irresistible de atrapar billetes de banco, de ver crecer el montón de ellos que ante mí tenía.

En realidad, era como si la suerte me empujase. En esta ocasión se produjo, como de propósito, una circunstancia que, sin embargo, se repite con alguna frecuencia en el juego. Cae, por ejemplo, la suerte en. el rojo y sigue cayendo en él diez, hasta quince veces seguidas. Anteayer oí decir que el rojo había salido veintidós veces consecutivas la semana pasada, lo que no se recuerda que haya sucedido en la ruleta y de lo cual todo el mundo hablaba con asombro. Como era de esperar, todos abandonaron al momento el rojo y al cabo de diez veces, por ejemplo, casi nadie se atrevía a apostar a él. Pero ninguno de los jugadores experimentados tampoco apuesta entonces al negro. El jugador avezado sabe lo que significa esta «suerte veleidosa», a saber, que después de salir el rojo dieciséis veces, la decimoséptima saldría necesariamente el negro. A tal conclusión se lanzan casi todos los novatos, quienes doblan o triplican las posturas y pierden sumas enormes.

Ahora bien, no sé por qué extraño capricho, cuando noté que el rojo había salido siete veces seguidas, continué apostando a él. Estoy convencido de que en ello terció un tanto el amor propio: quería asombrar a los mirones con mi arrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento!- recuerdo con toda claridad que, efectivamente, sin provocación alguna de mi orgullo, me sentí de repente arrebatado por una terrible apetencia de riesgo. Quizá después de experimentar tantas sensaciones, mi espíritu no estaba todavía saciado, sino sólo azuzado por ellas, y exigía todavía más sensaciones, cada vez más fuertes, hasta el agotamiento final. Y, de veras que no miento: si las reglas del juego me hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, los hubiera apostado seguramente. En torno mío gritaban que esto era insensato, que el rojo había salido por decimocuarta vez.

-Monsieur a gagné déjà cent mille florins -dijo una voz junto a mí.

De pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Había ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué más necesitaba? Me arrojé sobre los billetes, los metí a puñados en los bolsillos, sin contarlos, recogí todo el oro, todos los fajos de billetes, y salí corriendo del casino. En torno mío la gente reía al verme atravesar las salas con los bolsillos abultados y al ver los trompicones que me hacía dar el peso del oro. Creo que pesaba bastante más de veinte libras. Varias manos se alargaron hacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, a puñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.

-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeron-, pero márchese sin falta mañana por la mañana, lo más temprano posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo…

No les hice caso. La avenida estaba oscura, tanto que me era imposible distinguir mis propias manos. Había media versta hasta el hotel. Nunca he tenido miedo a los ladrones ni a los atracadores, ni siquiera cuando era pequeño. Tampoco pensaba ahora en ellos. A decir verdad, no recuerdo en qué iba pensando durante el camino; tenía la cabeza vacía de pensamientos. Sólo sentía un enorme deleite: éxito, victoria, poderío, no sé cómo expresarlo. Pasó ante mí también la imagen de Polina. Recordé y me di plena cuenta de que iba a su encuentro, de que pronto estaría con ella, de que le contaría, le mostraría …. pero apenas recordaba ya lo que me había dicho poco antes, ni por qué yo había salido; todas esas sensaciones recientes, de hora y media antes, me parecían ahora algo sucedido tiempo atrás, algo superado, vetusto, algo que ya no recordaríamos, porque ahora todo empezaría de nuevo. Cuando ya llegaba casi al final de la avenida me sentí de pronto sobrecogido de espanto: «¿Y si ahora me mataran y robaran?». Con cada paso mi temor se redoblaba. Iba corriendo. Pero al final de la avenida surgió de pronto nuestro hotel, rutilante de luces innumerables. ¡Gracias a Dios, estaba en casa!

Subí corriendo a mi piso y abrí de golpe la puerta. Polina estaba allí, sentada en el sofá y cruzada de brazos ante una bujía encendida. Me miró con asombro y, por supuesto, mi aspecto debía de ser bastante extraño en ese momento. Me planté frente a ella y empecé a arrojar sobre la mesa todo mi montón de dinero.

Capítulo 15

Recuerdo que me miró cara a cara, con terrible fijeza, pero sin moverse de su sitio para cambiar de postura.

-He ganado 200.000 francos -exclamé, arrojando el último envoltorio. La ingente masa de billetes y paquetes de monedas de oro cubría toda la mesa. Yo no podía apartar los ojos de ella. Durante algunos minutos olvidé por completo a Polina. Ora empezaba a poner orden en este cúmulo de billetes de banco juntándolos en fajos, ora ponía el oro aparte en un montón especial, ora lo dejaba todo y me ponía a pasear rápidamente por la habitación; a ratos reflexionaba, luego volvía a acercarme impulsivamente a la mesa y empezaba a contar de nuevo el dinero. De pronto, como si hubiera recobrado el juicio, me abalancé a la puerta y la cerré con dos vueltas de llave. Luego me detuve, sumido en mis reflexiones, delante de mi pequeña maleta.

-¿No convendría quizá meterlo en la maleta hasta mañana? -pregunté volviéndome a Polina, de quien me acordé de pronto. Ella seguía inmóvil en su asiento, en el mismo sitio, pero me observaba fijamente. Había algo raro en la expresión de su rostro, y esa expresión no me gustaba. No me equivoco si digo que en él se retrataba el aborrecimiento.

Me acerqué de prisa a ella.

-Polina, aquí tiene veinticinco mil florines, o sea, cincuenta mil francos; más todavía. Tómelos y tíreselos mañana a la cara.

No me contestó.

-Si quiere usted, yo mismo se los llevo mañana temprano. ¿Qué dice?

De pronto se echó a reír y estuvo riendo largo rato. Yo la miraba asombrado y apenado. Esa risa era muy semejante a aquella otra frecuente y sarcástica con que siempre recibía mis declaraciones más apasionadas. Cesó de reír por fin y arrugó el entrecejo. Me miraba con severidad, ceñudamente.

-No tomaré su dinero -dijo con desprecio.

-¿Cómo? ¿Qué pasa? -grité-. Polina, ¿por qué no?

-No tomo dinero de balde.

-Se lo ofrezco como amigo. Le ofrezco a usted mi vida.

Me dirigió una mirada larga y escrutadora como si quisiera atravesarme con ella.

-Usted paga mucho -dijo con una sonrisa irónica-. La amante de Des Grieux no vale cincuenta mil francos.

-Polina, ¿cómo es posible que hable usted así conmigo? -exclamé en tono de reproche-. ¿Soy yo acaso Des Grieux?

-¡Le detesto a usted! ¡Sí …. sí … ! No le quiero a usted más que a Des Grieux -exclamó con ojos relampagueantes.

Y en ese instante se cubrió la cara con las manos y tuvo un ataque de histeria. Yo corrí a su lado.

Comprendí que le había sucedido algo en mi ausencia. Parecía no estar enteramente en su juicio.

-¡Cómprame! ¿Quieres? ¿Quieres? ¿Por cincuenta mil francos como Des Grieux? -exclamaba con voz entrecortada por sollozos convulsivos. Yo la cogí en mis brazos, la besé las manos, y caí de rodillas ante ella.

Se le pasó el acceso de histeria. Me puso ambas manos en los hombros y me miró con fijeza. Quería por lo visto leer algo en mi rostro. Me escuchaba, pero al parecer sin oír lo que le decía. Algo como ansiedad y preocupación se reflejaba en su semblante. Me causaba sobresalto, porque se me antojaba que de veras iba a perder el juicio. De pronto empezó a atraerme suavemente hacia sí, y una sonrisa confiada afloró a su cara; pero una vez más, inesperadamente, me apartó de sí y se puso a escudriñarme con mirada sombría.

De repente se abalanzó a abrazarme.

-¿Conque me quieres? ¿Me quieres? -decía-. ¡Conque querías batirte con el barón por mí! -Y soltó una carcajada, como si de improviso se hubiera acordado de algo a la vez ridículo y simpático. Lloraba y reía a la vez. Pero yo ¿qué podía hacer? Yo mismo estaba como febril. Recuerdo que empezó a contarme algo, pero yo apenas pude entender nada. Aquello era una especie de delirio, de garrulidad, como si quisiera contarme cosas lo más de prisa posible, un delirio entrecortado por la risa más alegre, que acabó por atemorizarme.

-¡No, no, tú eres bueno, tú eres bueno! -repetía-. ¡Tú eres mi amigo fiel! -y volvía a ponerme las manos en los hombros, me miraba y seguía repitiendo: «Tú me quieres… me quieres… ¿me querrás?». Yo no apartaba los ojos de ella; nunca antes había visto en ella estos arrebatos de ternura y amor. Por supuesto, era un delirio, y sin embargo … Notando mi mirada apasionada, empezó de pronto a sonreír con picardía. Inopinadamente se puso a hablar de míster Astley.

Bueno, habló de míster Astley sin interrupción (sobre todo cuando trató de contarme algo de esa velada), pero no pude enterarme de lo que quería decir exactamente. Parecía incluso que se reía de él. Repetía sin cesar que la estaba esperando… ¿sabía yo que de seguro estaba ahora mismo debajo de la ventana? « ¡Sí, sí, debajo de la ventana; anda, abre, mira, mira, que está ahí, ahí! » Me empujaba hacia la ventana, pero no bien hacía yo un movimiento, se derretía de risa y yo permanecía junto a ella y ella se lanzaba a abrazarme.

-¿Nos vamos? Porque nos vamos mañana, ¿no? -idea que se le metió de repente en la cabeza-. Bueno (y se puso a pensar). Bueno, pues alcanzamos a la abuela, ¿qué te parece? Creo que la alcanzaremos en Berlín. ¿Qué crees que dirá cuando nos vea? ¿Y míster Astley? Bueno, ése no se tirará desde lo alto del Schlangenberg, ¿no crees? (soltó una carcajada). Oye, ¿sabes adónde va el verano que viene? Quiere ir al Polo Norte a hacer investigaciones científicas y me invita a acompañarle, ¡ja, ja, ja! Dice que nosotros los rusos no podemos hacer nada sin los europeos y que no somos capaces de nada… ¡Pero él también es bueno! ¿Sabes que disculpa al general? Dice que si Blanche, que si la pasión…, pero no sé, no sé -repitió de pronto como perdiendo el hilo-. ¡Son pobres! ¡Qué lástima me da de ellos! Y la abuela… Pero oye, oye, ¿tú no habrías matado a Des Grieux? ¿De veras, de veras pensabas matarlo? ¡Tonto! ¿De veras podías creer que te dejaría batirte con él? Y tampoco matarás al barón -añadió, riendo-. ¡Ay, qué divertido estuviste entonces con el barón! Os estaba mirando a los dos desde el banco. ¡Y de qué mala gana fuiste cuando te mandé! ¡Cómo me reí, cómo me reí entonces! -añadió entre carcajadas.

Y vuelta de nuevo a besarme y abrazarme, vuelta de nuevo a apretar su rostro contra el mío con pasión y ternura. Yo no pensaba en nada ni nada oía. La cabeza me daba vueltas…

Creo que eran las siete de la mañana, poco mas o menos, cuando desperté. El sol alumbraba la habitación. Polina estaba sentada junto a mí y miraba en torno suyo de modo extraño, como si estuviera saliendo de un letargo y ordenando sus recuerdos. También ella acababa de despertar y miraba atentamente la mesa y el dinero. A mí me pesaba y dolía la cabeza. Quise coger a Polina de la mano, pero ella me rechazó y de un salto se levantó del sofá. El día naciente se anunciaba encapotado; había llovido antes del alba. Se acercó a la ventana, la abrió, asomó la cabeza y el pecho y, apoyándose en los brazos, con los codos pegados a las jambas, pasó tres minutos sin volverse hacia mí ni escuchar lo que le decía. Me pregunté con espanto qué pasaría ahora y cómo acabaría esto. De pronto se apartó de la ventana, se acercó a la mesa y, mirándome con una expresión de odio infinito con los labios temblorosos de furia, me dijo:

-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos!

-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez? -empecé a decir.

-¿O es que lo has pensado mejor? ¡ja, ja, ja! ¿Quizá ahora te arrepientes?

En la mesa había veinticinco mil florines contados ya la noche antes. Los tomé y se los di.

-¿Con que ahora son míos? ¿No es eso, no es eso? -me preguntó aviesamente con el dinero en las manos.

-¡Siempre fueron tuyos! -dije yo.

-¡Pues ahí tienes tus cincuenta mil francos! -levantó el brazo y me los tiró. El paquete me dio un golpe cruel en la cara y el dinero se desparramó por el suelo. Hecho esto, Polina salió corriendo del cuarto.

Sé, claro, que en ese momento no estaba en su juicio, aunque no comprendo esa perturbación temporal. Cierto es que aun hoy día, un mes después, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la causa de ese estado suyo y, sobre todo, de esa salida? ¿El amor propio lastimado? ¿La desesperación por haber decidido venir a verme? ¿Acaso di muestra de jactarme de mi buena fortuna, de que, al igual que Des Grieux, quería desembarazarme de ella regalándole cincuenta mil francos? Pero no fue así; lo sé por mi propia conciencia. Pienso que su propia vanidad tuvo parte de la culpa; su vanidad la incitó a no creerme, a injuriarme, aunque quizá sólo tuviera una idea vaga de ello. En tal caso, por supuesto, yo pagué por Des Grieux y resulté responsable, aunque quizá no en demasía. Es verdad que era sólo un delirio; también es verdad que yo sabía que se hallaba en estado delirante, y .. no lo tomé en cuenta.

Acaso no me lo pueda perdonar ahora. Sí, ahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que su enfermedad y delirio eran tan graves que había olvidado por completo lo que hacía cuando vino a verme con la carta de Des Grieux? ¡Claro que sabía lo que hacía!

A toda prisa metí los billetes y el montón de oro en la cama, lo cubrí todo y salí diez minutos después de Polina. Estaba seguro de que se había ido corriendo a casa, y yo quería acercarme sin ser notado y preguntar a la niñera en el vestíbulo por la salud de su señorita. ¡Cuál no sería mi asombro cuando me enteré por la niñera, a quien encontré en la escalera, que Polina no había vuelto todavía a casa y que la niñera misma iba a la mía a buscarla!

-Hace un momento -le dije-, hace sólo un momento que se separó de mí; hace diez minutos. ¿Dónde podrá haberse metido?

La niñera me miró con reproche.

Y mientras tanto salió a relucir todo el lance, que ya circulaba por el hotel. En la conserjería y entre las gentes del Oberkellner se murmuraba que la Fráulein había salido corriendo del hotel, bajo la lluvia, con dirección al Hotel d’Angleterre. Por sus palabras y alusiones me percaté de que ya todo el mundo sabía que había pasado la noche en mi cuarto. Por otra parte, hablaban ya de toda la familia del general: se supo que éste había perdido el juicio la víspera y había estado llorando por todo el hotel. Decían, además, que la abuela era su madre, que había venido ex professo de Rusia para impedir que su hijo se casase con mlle. de Cominges y que si éste desobedecía, le privaría de la herencia; y como efectivamente había desobedecido, la condesa,’ante los propios ojos de su hijo, había perdido aposta todo su dinero a la ruleta para que no heredase nada. «Diesen Russen!» -repetía el Oberkellner meneando la cabeza con indignación. Otros reían. El Oberkellner preparó la cuenta. Se sabía ya lo de mis ganancias. Karl, el camarero de mi piso, fue el primero en darme la enhorabuena. Pero yo no tenía humor para atenderlos. Salí disparado para el Hotel d’Angleterre.

Era todavía temprano y míster Astley no recibía a nadie, pero cuando supo que era yo, salió al pasillo y se me puso delante, mirándome de hito en hito con sus ojos color de estaño y esperando a ver lo que yo decía. Le pregunté al instante por Polina.

-Está enferma -respondió míster Astley, quien seguía mirándome con fijeza y sin apartar de mí los ojos.

-¿De modo que está con usted?

-¡Oh, sí! Está conmigo.

-¿Así es que usted… que usted tiene la intención de retenerla consigo?

– Oh, sí! Tengo esa intención.

-Míster Astley, eso provocaría un escándalo; eso no puede ser. Además, está enferma de verdad. ¿No lo ha notado usted?

-¡Oh, sí! Lo he notado, y ya he dicho que está enferma. Si no lo estuviese no habría pasado la noche con usted.-¿Conque usted también sabe eso?-Lo sé. Ella iba a venir aquí anoche y yo iba a llevarla a casa de una pariente mía, pero como estaba enferma se equivocó y fue a casa de usted.-¡Hay que ver! Bueno, le felicito, míster Astley. A propósito, me hace usted pensar en algo. ¿No pasó usted la noche bajo nuestra ventana? Miss Polina me estuvo pidiendo toda la noche que la abriera y que mirase a ver si estaba usted bajo ella, y se reía a carcajadas.-¿De veras? No, no estuve debajo de la ventana; pero sí estuve esperando en el pasillo y dando vueltas.-Pues es preciso ponerla en tratamiento, rníster Astley.- Oh, sí! Ya he llamado al médico; y si muere, le haré a usted responsable de su muerte.

Me quedé perplejo.

-Vamos, Míster Astley, ¿qué es lo que quiere usted?

-¿Es cierto que ganó usted ayer 200.000 táleros?

-Sólo 100.000 florines.

-Vaya, hombre. Se irá usted, pues, esta mañana a París.

-¿Por qué?

-Todos los rusos que tienen dinero van a París -explicó míster Astley con la voz y el tono que emplearía si lo hubiera leído en un libro.

-¿Qué haría yo en París ahora, en verano? La quiero, míster Astley, usted mismo lo sabe.

-¿De veras? Estoy convencido de que no. Además, si se queda usted aquí lo perderá probablemente todo y no tendrá con qué ir a París. Bueno, adiós. Estoy completamente seguro de que irá usted a París hoy.

-Pues bien, adiós, pero no iré a París. Piense, míster Astley, en lo que ahora será de nosotros. En una palabra, el general… y ahora esta aventura con miss Polina; porque lo sabrá toda la ciudad.

-Sí, toda la ciudad. Creo, sin embargo, que el general no piensa en eso y que le trae sin cuidado. Además, miss Polina tiene el perfecto derecho de vivir donde le plazca. En cuanto a esa familia, cabe decir que en rigor ya no existe.

Me fui, riéndome del extraño convencimiento que tenía este inglés de que me iría a París. «Con todo, quiere matarme de un tiro en duelo -pensaba- si mademoiselle Polina muere, ¡vaya complicación! » Juro que sentía lástima de Polina, pero, cosa rara, desde el momento en que la víspera me acerqué a la mesa de juego y empecé a amontonar fajos de billetes, mi amor pareció desplazarse a un segundo término. Esto lo digo ahora, pero entonces no me daba cuenta cabal de ello. ¿Soy efectivamente un jugador? ¿Es que efectivamente… amaba a Polina de modo tan extraño? No, la sigo amando en este instante, bien lo sabe Dios. Cuando me separé de míster Astley y fui a casa, sufría de verdad y me culpaba a mí mismo. Pero… entonces me sucedió-un lance extraño y ridículo.

Iba de prisa a ver al general cuando no lejos de sus habitaciones se abrió una puerta y alguien me llamó. Era madame veuve Cominges, y me llamaba por orden de mademoiselle Blanche. Entré en la habitación de ésta.

Su alojamiento era exiguo, compuesto de dos habitaciones. Oí la risa y los gritos de mademoiselle Blanche en la alcoba. Se levantaba de la cama.

-Ah, c’est lui! Viens donc, bête! Es cierto que tu as gagné une montagne d’or et d’argent? J’aimerais mieux l’or.

-La he ganado -dije riendo.

-¿Cuánto?

-Cien mil florines.

-Bibi, comme tu es béte. Sí, anda, acércate, que no oigo nada. Nous ferons bombance, n’est-cepas?

Me acerqué a ella. Se retorcía bajo la colcha de raso color de rosa, de debajo de la cual surgían unos hombros maravillosos, morenos y robustos, de los que quizá sólo se ven en sueños, medio cubiertos por un camisón de batista guarnecido de encajes blanquísimos que iban muybien con su cutis oscuro.

-Mon fils, as-tu du coeur? -gritó al verme y soltó una carcajada. Se reía siempre con mucho alborozo y a veces con sinceridad

-Tout autre… -empecé a decir parafraseando a Corneille.

-Pues mira, vois-tu -parloteó de pronto-, en primer lugar, búscame las medias y ayúdame a calzarme; y, en segundo lugar, si tu n’es pas trop béte, je te prends à Paris. ¿Sabes? Me voy en seguida.

-¿En seguida?

-Dentro de media hora.

En efecto, estaba hecho el equipaje. Todas las maletas y los efectos estaban listos. Se había servido el café hacía ya rato.

-Eh, bien! ¿quieres? Tu verras Paris. Dis donc, qu’est-ce que c’est qu’un outchitel? Tu étais bien bête, quand tu étais outchitel! ¿Dónde están mis medias? ¡Pónmelas, anda!

Levantó un pie verdaderamente admirable, moreno, pequeño, perfecto de forma, como lo son por lo común esos piececitos que lucen tan bien en botines. Yo, riendo, me puse a estirarle la media de seda. Mademoiselle Blanche mientras tanto parloteaba sentada en la cama.

-Eh bien, que feras-tu si je te prends avec? Para ernpezar je veux cinquante mille francs. Me los darás en Francfort. Nous allons à Paris. Allí viviremos juntos et je te ferai voir des étoiles en plein jour. Verás mujeres como no las has visto nunca. Escucha…

-Espera, si te doy cincuenta mil francos, ¿qué es lo que me queda a mí?

-Et cent cinquante mille francs, ¿lo has olvidado? y, además, estoy dispuesta a vivir contigo un mes, dos meses, que sais-je? No cabe duda de que en dos meses nos gastaremos esos ciento cincuenta mil francos. Ya ves que je suis bonne enfant y que te lo digo de antemano, mais tu verras des étoiles.

-¿Cómo? ¿Gastarlo todo en dos meses?

-¿Y qué? ¿Te asusta eso? Ah, vil esclave! ¿Pero no sabes que un mes de esa vida vale más que toda tu existencia? Un mes… et aprés le déluge! Mais tu ne peux comprendre, va! ¡Vete, vete de aquí, que no lo vales! Aïe, que fais-tu?

En ese momento estaba yo poniéndole la otra media, pero no pude contenerme y le besé el pie. Ella lo retiró y con la punta de él comenzó a darme en la cara. Acabó por echarme de la habitación.

-Eh bien, mon outchitel, je t’attends, si tu veux, ¡dentro de un cuarto de hora me voy! -gritó tras mí.

Cuando volvía a mi cuarto me sentía como mareado. Pero, al fin y al cabo, no tengo yo la culpa de que mademoiselle Polina me tirara todo el dinero a la cara ni de que ayer, por añadidura, prefiriera míster Astley a mí. Algunos de los billetes estaban aún desparramados por el suelo. Los recogí. En ese momento se abrió la puerta y apareció el Oberkellner (que antes ni siquiera quería mirarme) con la invitación de que, si me parecía bien, me mudara abajo, a un aposento soberbio, ocupado hasta poco antes por el conde V.

Yo, de pie, reflexioné.

-¡La cuenta! -exclamé-. Me voy al instante, en diez minutos. «Pues si ha de ser París, a París» -pensé para mis adentros. Es evidente que ello está escrito.

Un cuarto de hora después estábamos, en efecto, los tres sentados en un compartimiento reservado: mademoiselle Blanche, madame veuve Cominges y yo. Mademoiselle Blanche me miraba riéndose, casi al borde de la histeria. Veuve Cominges la secundaba; yo diré que estaba alegre. Mi vida se había partido en dos, pero ya estaba acostumbrado desde el día antes a arriesgarlo todo a una carta. Quizá, y efectivamente es cierto, ese dinero era demasiado para mí y me había trastornado. Peut-étre, je ne demandais pas mieux. Me parecía que por algún tiempo -pero sólo por algún tiempo- había cambiado la decoración. «Ahora bien, dentro de un mes estaré aquí, y entonces… y entonces nos veremos las caras, míster Astley.» No, por lo que recuerdo ahora ya entonces me sentía terriblemente triste, aunque rivalizaba con la tonta de Blanche a ver quién soltaba las mayores carcajadas.

~¿Pero qué tienes? ¡Qué bobo eres! ¡Oh, qué bobo! -chillaba Blanche, interrumpiendo su risa y riñéndome en serio-. Pues sí, pues sí, sí, nos gastaremos tus doscientos mil francos, pero… mais tu seras heureux, comme un petit roi; yo misma te haré el nudo de la corbata y te presentaré a Hortense. Y cuando nos gastemos todo nuestro dinero vuelves aquí y una vez más harás saltar la banca. ¿Qué te dijeron los judíos? Lo importante es la audacia, y tú la tienes, y más de una vez me llevarás dinero a París. Quant à moi, je veux cinquante mille francs de rente et alors…

-¿Y el general? -le pregunté.

-El general, como bien sabes, viene ahora a verme todos los días con un ramo de flores. Esta vez le he mandado de propósito a que me busque flores muy raras. Cuando vuelva el pobre, ya habrá volado el pájaro. Nos seguirá a toda prisa, ya veras. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué contenta estaré con él! En París me será útil. Míster Astley pagará aquí por él…

Y he aquí cómo fui entonces a París.

Capítulo 16

¿Qué diré de París? Todo ello, por supuesto, fue una locura y estupidez. En total permanecí en París algo más de tres semanas y en ese tiempo se volatilizaron por completo mis cien mil francos. Hablo sólo de cien mil; los otros cien mil se los di a mademoiselle Blanche en dinero contante y sonante: cincuenta mil en Francfort, y al cabo de tres días en París le entregué cincuenta mil más, en un pagaré, por el cual me sacó también dinero al cabo de ocho días, «et les cent mille francs que nous restent tu les mangeras avec moi, mon outchitel». Me llamaba siempre «outchitel», esto es, tutor. Es difícil imaginarse nada en este mundo más mezquino, más avaro más ruin que la clase de criaturas a que pertenecía mademoiselle Blanche. Pero esto en cuanto a su propio dinero. En lo tocante a mis cien mil francos, me dijo más tarde, sin rodeos que los necesitaba para su instalación inicial en París: «puesto que ahora me establezco como Dios manda y durante mucho tiempo nadie me quitará del sitio; al menos así lo tengo proyectado» -añadió. Yo, sin embargo, casi no vi esos cien mil francos. Era ella la que siempre guardaba el dinero, y en mi faltriquera, en la que ella misma huroneaba todos los días nunca había más de cien francos y casi siempre menos.

-¿Pero para qué necesitas dinero? -me preguntaba de vez en cuando con la mayor sinceridad; y yo no disputaba con ella. Ahora bien, con ese dinero iba amueblando y decorando su apartamento bastante bien, y cuando más tarde me condujo al nuevo domicilio me decía enseñándome las habitaciones: «Mira lo que con cálculo y gusto se puede hacer aun con los medios más míseros». Esa miseria ascendía, sin embargo, a cincuenta mil francos, ni más ni menos. Con los cincuenta mil restantes se procuró un carruaje y caballos, amén de lo cual dimos dos bailes, mejor dicho, dos veladas a las que asistieron Hortense y Lisette y Cléopátre, mujeres notables por muchos conceptos y hasta bastante guapas. En esas dos veladas me vi obligado a desempeñar el estúpido papel de anfitrión, recibir y entretener a comerciantes ricos e imbéciles, inaguantables por su ignorancia y descaro, a varios tenientes del ejército, a escritorzuelos miserables y a insectos del periodismo, que llegaban vestidos de frac muy a la moda, con guantes pajizos, y dando muestras de un orgullo y una arrogancia inconcebibles aun entre nosotros, en Petersburgo, lo que ya es decir. Se les ocurrió incluso reírse de mí, pero yo me emborraché de champaña y fui a tumbarme en un cuarto trasero. Todo esto me resultaba repugnante en alto grado. «C’est un outchitel -decía de mí mademoiselle Blanche-. Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él.» Recurrí muy a menudo al champaña porque a menudo me sentía horriblemente triste y aburrido. Vivía en un ambiente de lo más burgués, de lo más mercenario, en el que se calculaba y se llevaba cuenta de cada sou. Blanche no me quería mucho en los primeros quince días, cosa que noté; es verdad que me vistió con elegancia y que todos los días me hacía el nudo de la corbata, pero en su fuero interno me despreciaba cordialmente, lo cual me traía sin cuidado. Aburrido Y melancólico, empecé a frecuentar el «Cháteau des Fleurs», donde todas las noches, con regularidad, me embriagaba y aprendía el cancán (que allí se baila con la mayor desvergüenza) y, en consecuencia, llegué a adquirir cierta fama en tal quehacer. Por fin Blanche llegó a calar mi verdadera índole; no sé por qué se había figurado que durante nuestra convivencia yo iría tras ella con papel y lápiz, apuntando todo lo que había gastado, lo que había robado y lo que aún había de gastar y robar; y, por supuesto, estaba segura de que por cada diez francos se armaría entre nosotros una trifulca. Para cada una de las embestidas mías que había imaginado de antemano tenía preparada una réplica: pero viendo que yo no embestía empezó a objetar por su cuenta. Algunas veces se arrancaba con ardor, pero al notar que yo guardaba silencio -porque lo corriente era que estuviera tumbado en el sofá mirando inmóvil el techo- acabó por sorprenderse. Al principio pensaba que yo era simplemente un mentecato, «un outchitel», y se limitaba a poner fin a sus explicaciones, pensando probablemente para sí: «Pero si es tonto; no hay por qué explicarle nada, puesto que ni se entera». Entonces se iba, pero volvía diez minutos después (esto ocurría en ocasiones en que estaba haciendo los gastos más exorbi,,tantes, gastos muy por encima de nuestros medios: por ejemplo, se deshizo de los caballos que tenía y compró otro tronco en dieciséis mil francos).

-Bueno, ¿conque no te enfadas, Bibi? -dijo acercándose a mí.

-¡Noooo! Me fastidias -contesté apartándola de mí con el brazo. Esto le pareció tan curioso que al momento se sentó junto a mí.

-Mira, si he decidido pagar tanto es porque los vendían de lance. Se pueden revender en veinte mil francos.

-Sin duda, sin duda. Los caballos son soberbios. Ahora tienes un magnífico tronco. Te va bien. Bueno, basta.

-¿Entonces no estás enfadado?

-¿Por qué había de estarlo? Haces bien en adquirir las cosas que estimas indispensables. Todo te será de utilidad más tarde. Yo veo que, efectivamente, necesitas establecerte bien; de otro modo no llegarás a millonaria. Nuestros cien mil francos son nada más que el principio, una gota de agua en el mar.

Lo menos que Blanche esperaba de mí eran tales razonamientos en vez de gritos y reproches; para ella fue como caer del cielo.

-Pero tú… ¡hay que ver cómo eres! Mais tu as I’esprit pour comprendre! Sais-tu, mon garçon, aunque sólo eres un outchitel, deberías haber nacido príncipe. ¿Conque no lamentas que el dinero se nos acabe pronto?

-Cuanto antes, mejor.

-Mais… sais-tu… mais dis donc, ¿es que eres rico? Mais, sais-tu, desprecias el dinero demasiado. Qu’est-ce que tu feras après, dis donc?

-Aprés, voy a Homburg y vuelvo a ganar cien mil francos.

-Oui, oui! c’est ça, c’est magnifique! Y yo sé que los ganarás y que los traerás aquí. Dis donc, vas a hacer que te quiera. Eh bien, por ser como eres te voy a querer todo este tiempo y no te seré infiel ni una sola vez. Ya ves, no te he querido hasta ahora parce queje croyais que tu n’es qu’un outchitel (quelque chose comme un laquais, n’est-ce pas?), pero a pesar de ello te he sido fiel, parce queje suís bonnefille.

-¡Anda, que mientes! ¿Es que crees que no te vi la última vez con Albert, con ese oficialito moreno?

-Oh, Oh, mais tu es…

-Vamos, mientes, mientes, pero ¿piensas que me enfado? Me importa un comino; il faut que jeunesse se passe. No debes despedirlo si fue mi predecesor y tú le quieres. Ahora bien, no le des dinero, ¿me oyes?

~¿Conque no te enfadas por eso tampoco? Mais tu es un vrai philosophe, sais-tu? Un vrai philosophe! -exclamó con entusiasmo-. Eh, bien, je t’aimerai, je t’aimerai, tu verras, tu seras content!

Y, en efecto, desde ese momento se mostró conmigo muy apegada, se portó hasta con afecto, y así pasaron nuestros últimos diez días. No vi las «estrellas» prometidas; pero en ciertos particulares cumplió de veras su palabra. Por añadidura, me presentó a Hortense que era, a su modo, una mujer admirable y a quien en nuestro círculo llamaban Thérésephilosophe…

Pero no hay por qué extenderse en estos detalles; todo esto podría constituir un relato especial, con un colorido especial que no quiero intercalar en esta historia. Lo que quiero subrayar es que deseaba con toda el alma que aquello acabara lo antes posible. Pero con nuestros cien mil francos hubo bastante, como ya he dicho, casi para un mes, lo que de veras me maravillaba. De esta suma, ochenta mil francos por lo menos los invirtió Blanche en comprarse cosas: vivimos sólo de veinte mil francos y, sin embargo, fue bastante. Blanche, que en los últimos días era ya casi sincera conmigo (por lo menos no me mentía en algunas cosas), confesó que al menos no recaerían sobre mí las deudas que se veía obligada a contraer. «No te he dado a firmar cuentas y pagarés porque me ha dado lástima de ti; pero otra lo hubiera hecho sin duda y te hubiera llevado a la cárcel. ¡Ya ves, ya ves, cómo te he querido y lo buena que soy! ¡Sólo que esa endiablada boda me costará un ojo de la cara! »

Y, efectivamente, tuvimos una boda. Se celebró al final mismo de nuestro mes, y es preciso admitir que en ella se fueron los últimos residuos de mis cien mil francos. Con ello se terminó el asunto, es decir, con ello se terminó nuestro mes y pasé formalmente a la condición de jubilado.

Ello ocurrió del modo siguiente: ocho días después de instalarnos en París se presentó el general. Vino directamente a ver a Blanche y desde la primera visita casi se alojó con nosotros. Tenía, es cierto, su propio domicilio, no sé dónde. Blanche le recibió gozosamente, con carcajadas y chillidos, y hasta se precipitó a abrazarlo; la cosa llegó al punto de que ella misma era la que no le soltaba y él hubo de seguirla a todas partes: al bulevar, a los paseos en coche, al teatro y a visitar a los amigos. Para estos fines el general era todavía útil, pues tenía un porte bastante impresionante y decoroso, con su estatura relativamente elevada, sus patillas y bigote teñido (había servido en los coraceros) y su rostro agradable aunque algo adiposo. Sus modales eran impecables y vestía el frac con soltura. En París empezó a llevar sui condecoraciones. Con alguien así no sólo era posible, sino hasta recomendable, si se permite la expresión, circular por el bulevar. Por tales motivos el bueno e inútil general estaba que no cabía en sí de gozo, porque no contaba con ello cuando vino a vernos a su llegada a París. Entonces se presentó casi temblando de miedo, creyendo que Blanche prorrumpiría en gritos y mandaría que lo echaran; y en vista del cariz diferente que habían tomado las cosas, estaba rebosante de entusiasmo y pasó todo ese mes en un estado de absurda exaltación, estado en que seguía cuando yo le dejé. Me enteré en detalle de que después de nuestra repentina partida de Roulettenburg, le había dado esa misma mañana algo así como un ataque. Cayó al suelo sin conocimiento y durante toda la semana siguiente estuvo como loco, hablando sin cesar. Le pusieron en tratamiento, pero de repente lo dejó todo, se metió en el tren y se vino a París. Ni que decir tiene que el recibimiento que le hizo Blanche fue la mejor medicina para él, pero, a despecho de su estado alegre y exaltado, persistieron durante largo tiempo los síntomas de la enfermedad. Le era imposible razonar o incluso mantener una conversación si era un poco seria; en tal caso se limitaba a mover la cabeza y a decir «¡hum!» a cada palabra, con lo que salía del paso. Reía a menudo con risa nerviosa, enfermiza, que tenía algo de carcajada; a veces también permanecía sentado horas enteras, tétrico como la noche, frunciendo sus pobladas cejas. Por añadidura, era ya poco lo que recordaba; llegó a ser escandalosamente distraído y adquirió la costumbre de hablar consigo mismo. Blanche era la única que podía animarle; y, en realidad, los accesos de depresión y taciturnidad, cuando se acurrucaba en un rincón, significaban sólo que no había visto a Blanche en algún tiempo, que ésta había ido a algún sitio sin llevarle consigo o que se había ido sin hacerle alguna caricia. Por otra parte, ni él mismo hubiera podido decir qué quería y ni siquiera se daba cuenta de que estaba triste y decaído. Después de permanecer sentado una hora o dos (noté esto un par de veces cuando Blanche estuvo fuera todo el día, probablemente con Albert), empezaba de pronto a mirar a su alrededor, a agitarse, a aguzar la mirada, a hacer memoria, como si quisiera encontrar alguna cosa; pero al no ver a nadie y al no recordar siquiera lo que quería preguntar, volvía a caer en la distracción hasta que se presentaba Blanche, alegre, vivaracha, emperifollada, con su risa sonora, quien iba corriendo a él, se ponía a zarandearlo y hasta lo besaba, galardón, sin embargo, que raras veces le otorgaba. En una ocasión el general llegó a tal punto en su regocijo que hasta se echó a llorar, de lo cual quedé maravillado.

Tan pronto como el general apareció en París, Blanche se puso a abogar su causa ante mí. Recurrió incluso a la elocuencia; me recordaba que le había engañado por mí, que había sido casi prometida suya, que le había dado su palabra; que por ella había él abandonado a su familia y, por último, que yo había servido en casa de él y debía recordarlo; y que ¿cómo no me daba vergüenza … ? Yo me limitaba a callar mientras ella hablaba como una cotorra. Por fin, solté una risotada, con lo que terminó aquello; esto es, primero me tomó por un imbécil, pero al final quedó con la impresión de que era hombre bueno y acomodaticio. En resumen, que tuve la suerte de acabar mereciendo el absoluto beneplácito de esta digna señorita (Blanche, por otra parte, era en efecto una chica excelente, claro que en su género; yo no la aprecié como tal al principio). «Eres bueno y listo -me decía hacia el final- y.. y.. ¡sólo lamento que seas tan pazguato! ¡Nunca harás fortuna!»

«Un vrai Russe, un calmouk!» Algunas veces me mandaba sacar al general de paseo por las calles, ni más ni menos que como un lacayo sacaría de paseo a una galguita. Yo, por lo demás, lo llevaba al teatro, al Bal-Mabille y a los restaurantes. A este fin Blanche facilitaba el dinero, aunque el general tenía el suyo propio y gustaba de tirar de cartera en presencia de la gente. En cierta ocasión tuve casi que recurrir a la fuerza para impedir que comprase un broche en setecientos francos, del que se prendó en el Palais Royal y que a toda costa quería regalar a Blanche. ¿Pero qué representaba para ella un broche de setecientos francos? Al general no le quedaban más que mil francos y nunca pude enterarme de cómo se los había procurado. Supongo que procedían de míster Astley, puesto que éste había pagado lo que el general debía en el hotel. En cuanto a cómo me consideraba durante todo este tiempo, creo que ni siquiera sospechaba mis relaciones con Blanche. Aunque había oído vagamente que yo había ganado una fortuna, probablemente suponía que en casa de Blanche yo era algo así como secretario particular o quizá sólo criado. Al menos me hablaba siempre con altivez, en tono autoritario, igual que antes, y de vez en cuando hasta me echaba una filípica. En cierta ocasión nos dio muchísimo que reír una mañana a Blanche y a mí. No era hombre susceptible al agravio, que digamos; y he aquí que de pronto se ofendió conmigo; ¿por qué?, hasta este momento sigo sin enterarme. Por supuesto que él mismo lo ignoraba. En resumen, que se puso a despotricar sin ton ni son, à bátons rompus, gritaba que yo era un pilluelo, que iba a darme una lección …. que me haría comprender… etcétera, etcétera. Nadie pudo entender nada. Blanche se partía de risa, hasta que por fin lograron tranquilizarle no sé cómo y lo sacaron a dar un paseo. Muchas veces noté, sin embargo, que se ponía triste, que sentía lástima de algo o de alguien, incluso cuando Blanche estaba presente. En tal estado se puso a hablar conmigo un par de veces, aunque sin explicarse claramente, trajo a colación sus años de servicio, a su difunta esposa, sus propiedades, su hacienda. Se le ocurría una frase y se entusiasmaba con ella, y la repetía cien veces al día, aunque no correspondiera ni por asomo a sus sentimientos ni a sus ideas. Intenté hablar con él de sus hijos, pero dio esquinazo al tema con el consabido trabalenguas y pasó en seguida a otro: «¡Sí, sí! Los niños, los niños, tiene usted razón, los niños». Sólo una vez se mostró conmovido, cuando iba con nosotros al teatro: «¡Son unos niños infelices!». Y luego, durante la velada repitió varias veces las palabras «niños infelices». Una vez, cuando empecé a hablar de Polina, montó en cólera: « ¡Es una desagradecida! -gritó-; ¡es mala y desagradecida! ¡Ha deshonrado a la familia! ¡Si aquí hubiera leyes, ya la ataría yo corto! ¡Sí, señor, sí!». De Des Grieux ni siquiera podía escuchar el nombre. «Me ha arruinado ~decía-, me ha robado, me ha perdido! ¡Ha sido mi pesadilla durante dos años enteros! ¡Se me ha aparecido en sueños durante meses y meses! Es… es … es… ¡Oh, no vuelva usted a hablarme de él!»

Vi que traían algo entre manos, pero guardé silencio como de costumbre. Fue Blanche la primera en explicármelo, justamente ocho días antes de separarnos. «Il a du chance -chachareó-; la babouchka está ahora enferma de veras y se muere sin remedio. Míster Astley ha telegrafiado; no puedes negar que a pesar de todo es su heredero. Y aunque no lo sea, no es ningún estorbo para mí. En primer lugar, tiene su pensión, y en segundo lugar, vivirá en el cuarto de al lado y estará más contento que unas pascuas. Yo seré «mádame la générale». Entraré en la buena sociedad (Blanche soñaba con esto continuamente), luego llegaré a ser, una terrateniente rusa, j’aurai un château, des moujiks, et puis j’aùrai toujours mon million!»

-Bueno, pero si empieza a tener celos, preguntará… sabe Dios qué cosas, ¿entiendes?

-¡Oh, no, non, non, non! ¡No se atrevería! He tomado mis medidas, no te preocupes. Ya le he hecho firmar algunos pagarés en nombre de Albert. Al menor paso en falso será castigado en el acto. ¡No se atreverá!

-Bueno, cásate con él…

La boda se celebró sin especial festejo, en familia y discretamente. Entre los invitados figuraban Albert y algunos de los íntimos. Hortense, Cléopátre y las demás quedaron excluidas sin contemplaciones. El novio se interesó enormemente en su situación. La propia Blanche le anudó la corbata y le puso pomada en el pelo. Con su frac y chaleco blanco ofrecía un aspecto trés comme ilfaut.

-Il est pourtant trés comme il faut -me explicó la misma Blanche, saliendo de la habitación del general, como sorprendida de que éste fuera en efecto trés comme il faut. Yo, que participé en todo ello como espectador indolente, me enteré de tan pocos detalles que he olvidado mucho de lo que sucedió. Sólo recuerdo que el apellido de Blanche resultó no ser «de Cominges» -y, claro, su madre no era la veuve Cominges-, sino «du Placet». No sé por qué ambas se habían hecho pasar por de Cominges hasta entonces. Pero el general también quedó contento de ello, y hasta prefería du Placet a de Cominges. La mañana de la boda, ya enteramente vestido, se estuvo paseando de un extremo a otro de la sala, repitiendo en voz baja con seriedad e importancia nada comunes, «¡Mademoiselle Blanche du Placet! ¡Blanche du Placet! ¡Du Placet!». Y en su rostro brillaba cierta fatuidad. En la iglesia, en la alcaldía y en casa, donde se sirvió un refrigerio, se mostró no sólo alegre y satisfecho, sino hasta orgulloso. Algo les había ocurrido a los dos, porque también Blanche revelaba una particular dignidad.

-Es menester que ahora me conduzca de manera enteramente distinta -me dijo con seriedad poco común-, mais vois-tu, no he pensado en una cosa horrenda- imagínate que todavía no he podido aprender mi nuevo apellido: Zagorianski, Zagozianski, madame la générale de Sago-Sago, ces diables de noms russes, en fin madame la générale à quatorze consonnes! Comme c’est agréable, n’est-ce pas?

Por fin nos separamos, y Blanche, la tonta de Blanche, hasta derramó unas lagrimitas al despedirse de mí: «Tu étais bon enfant -dijo gimoteando-. je te croyais bête et tu en avais l’air; pero eso te sienta bien». Y al darme el último apretón de manos exclamó de pronto: Attends!, fue corriendo a su gabinete y volvió al cabo de un minuto para entregarme dos billetes de mil francos. ¡Nunca lo hubiera creído! «Esto te vendrá bien; quizá como outchitel seas muy listo, pero como hombre eres terriblemente tonto. Por nada del mundo te daré más de dos mil, porque los perderías al juego. ¡Bueno, adiós! Nous serons toujours bons amis, y si ganas otra vez ven a verme sin falta, et tu seras heureux!»

A mí me quedaban todavía quinientos francos, sin contar un magnífico reloj que valdría mil, un par de gemelos de brillantes y alguna otra cosa, con lo que podría ir tirando bastante tiempo todavía sin preocuparme de nada. Vine a instalarme de propósito en este villorio para hacer inventario de mí mismo, pero sobre todo para esperar a míster Astley. He sabido que probablemente pasará por aquí en viaje de negocios y se detendrá. Me enteraré de todo… y después… después me iré derecho a Homburg. No iré a Roulettenburg; quizá el año que viene. En efecto, dicen que es de mal agüero probar suerte dos veces seguidas en la misma mesa de juego; y en Homburg se juega en serio.

Capítulo 17

Ya hace un año y ocho meses que no he echado un vistazo a estas notas, y sólo ahora, desalentado y melancólico, con la intención de distraerme, las he vuelto a leer por casualidad. Me quedé entonces en el punto en que salía para Homburg. ¡Dios mío! ¡Con qué ligereza de corazón, hablando relativamente, escribí entonces esas últimas frases! ¡Mejor dicho, no con qué ligereza, sino con qué presunción, con qué firmes esperanzas! ¿Tenía acaso alguna duda de mí mismo? ¡Y he aquí que ha pasado algo más de año y medio y, a mi modo de ver, estoy mucho peor que un mendigo! ¿Qué digo mendigo? ¡Nada de eso! Sencillamente estoy perdido. Pero no hay nada con qué compararlo y no tengo por qué darme a mí mismo lecciones de moral. Nada sería más estúpido que moralizar ahora. ¡Oh, hombres satisfechos de sí mismos! ¡Con qué orgullosa jactancia se disponen esos charlatanes a recitar sus propias máximas! Si supieran cómo yo mismo comprendo lo abominable de mi situación actual, no se atreverían a darme lecciones. Porque vamos a ver, ¿qué pueden decirme que yo no sepa? ¿Y acaso se trata de eso? De lo que se trata es de que basta un giro de la rueda para que todo cambie, y de que estos moralistas -estoy seguro de ello- serán entonces los primeros en venir a felicitarme con chanzas amistosas. Y no me volverán la espalda, como lo hacen ahora. ¡Que se vayan a freír espárragos! ¿Qué soy yo ahora? Un cero a la izquierda. ¿Qué puedo ser mañana? Mañana puedo resucitar de entre los muertos Y empezar a vivir de nuevo. Aún puedo, mientras viva, rescatar al hombre que va dentro de mí.

En efecto, fui entonces a Homburg, pero … más tarde estuve otra vez en Roulettenburg, estuve también en Spa, estuve incluso en Baden, adonde fui como ayuda de cámara del Consejero Hinze, un bribón que fue mi amo aquí. Sí, también serví de lacayo ¡nada menos que cinco meses! Eso fue recién salido de la cárcel (porque estuve en la cárcel en Roulettenburg por una deuda contraída aquí. Un desconocido me sacó de ella. ¿Quién sería? ¿Míster Astley? ¿Polina? No sé, pero la deuda fue pagada, doscientos táleros en total, y fui puesto en libertad). ¿En dónde iba a meterme? Y entré al servicio de ese Hinze. Es éste un hombre joven y voluble, amante de la ociosidad, y yo sé hablar y escribir tres idiomas. Al principio entré a trabajar con él en calidad de secretario o algo por el estilo, con treinta gulden al mes, pero acabé como verdadero lacayo, porque llegó el momento en que sus medios no le permitieron tener un secretario y me rebajó el salario. Como yo no tenía adonde ir, me quedé, y de esa manera, por decisión propia, me convertí en lacayo. En su servicio no comí ni bebí lo suficiente, con lo que en cinco meses ahorré setenta gulden. Una noche, en Baden, le dije que quería dejar su servicio, y esa misma noche me fui a la ruleta. ¡Oh, cómo me martilleaba el corazón! No, no era el dinero lo que me atraía. Lo único que entonces deseaba era que todos estos Hinze, todos estos Oberkellner, todas estas magníficas damas de Baden hablasen de mí, contasen mi historia, se asombrasen de mí, me colmaran de alabanzas y rindieran pleitesía a mis nuevas ganancias. Todo esto son quimeras y afanes pueriles, pero… ¿quién sabe?, quizá tropezaría con Polina y le contaría -y ella vería- que estoy por encima de todos estos necios reveses del destino. ¡Oh, no era el dinero lo que me tentaba! Seguro estoy de que lo hubiera despilfarrado una vez más en alguna Blanche y de que una vez más me hubiera paseado en coche por París durante tres semanas, con un tronco de mis propios caballos valorados en dieciséis mil francos; porque la verdad es que no soy avaro; antes bien, creo que soy un manirroto. Y sin embargo, ¡con qué temblor, con qué desfallecimiento del corazón escucho el grito del crupier: trente et un, rouge, impaire et passe, o bien: quatre, noir, pair et manque! icon qué avidez miro la mesa de juego, cubierta de luises, federicos y táleros, las columnas de oro, el rastrillo del crupier que desmorona en montoncillos, como brasas candentes, esas columnas o los altos rimeros de monedas de plata en torno a la rueda. Todavía, cuando me acerco a la sala de juego, aunque haya dos habitaciones de por medio, casi siento un calambre al oír el tintín de las monedas desparramadas.

Ah, esa noche en que llegué a la mesa de juego con mis setenta gulden fue también notable. Empecé con diez gulden, una vez más enpasse. Perdí. Me quedaban sesenta gulden en plata; reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé a apuntar al zéro cinco gulden por puesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; casi desfallecí de gozo cuando me entregaron ciento setenta y cinco gulden. No había sentido tal alegría ni siquiera aquella vez que gané cien mil gulden; seguidamente aposté cien gulden al rojo, y salió; los doscientos al rojo, y salió; los cuatrocientos al negro, y salió; los ochocientos al manque, y salió; contando lo anterior hacía un total de mil setecientos gulden, ¡y en menos de cinco minutos! Sí, en tales momentos se olvidan todos los fracasos anteriores. Porque conseguí esto arriesgando más que la vida; me atreví a arriesgar… y me pude contar de nuevo entre los hombres.

Tomé habitación en un hotel, me encerré en ella y estuve contando mi dinero hasta la tres de la madrugada. A la mañana siguiente, cuando me desperté, ya no era lacayo. Decidí irme a Homburg ese mismo día; allí no había servido como lacayo ni había estado en la cárcel. Media hora antes de la salida del tren fui a hacer dos apuestas, sólo dos, y perdí centenar y medio de florines. A pesar de ello me trasladé a Homburg y hace ya un mes que estoy aquí…

Vivo, ni que decir tiene, en perpetua zozobra; juego cantidades muy pequeñas y estoy a la espera de algo, hago cálculos, paso días enteros junto a la mesa de juego observándolo, hasta lo veo en sueños; y de todo esto deduzco que voy como insensibilizándome, como hundiéndome en agua estancada. Llego a esta conclusión por la impresión que me ha producido tropezar con míster Astley. No nos habíamos visto desde entonces y nos encontramos por casualidad. He aquí cómo sucedió eso. Fui a los jardines y calculé que estaba casi sin dinero pero que aún tenía cincuenta gulden, amén de que tres días antes había pagado en su totalidad la cuenta del hotel en que tengo alquilado un cuchitril. Por lo tanto, me queda la posibilidad de acudir a la ruleta, pero sólo una vez; si gano algo, podré continuar el juego; si pierdo, tendré que meterme a lacayo otra vez, a menos que se presenten en seguida algunos rusos que necesiten un tutor. Pensando así, iba yo dando mi paseo diario por el parque y por el bosque en el principado vecino. A veces me paseaba así hasta cuatro horas y volvía a Homburg cansado y hambriento. Apenas hube pasado d( los jardines al parque cuando de repente vi a míster Astley sentado en un banco. Él fue el primero en verme y me llamó a voces. Me senté junto a él. Al notar en él cierta gravedad moderé al momento mi regocijo, pero aun así me alegré muchísimo de verle.

~¡Conque está usted aquí! Ya pensaba yo que iba a tropezar con usted ~me dijo-. No se moleste en contarme nada: lo sé todo, todo. Me es conocida toda la vida de usted durante los últimos veinte meses.

-¡Bah, conque espía usted a los viejos amigos! -respondí-. Le honra a usted el hecho de que no se olvida… Pero, espere, me hace usted pensar en algo: ¿no fue usted quien Te sacó de la cárcel de Roulettenburg donde estaba preso por una deuda de doscientos gulden? Fue un desconocido quien me rescató.

-¡No, oh, no! Yo no le saqué de la cárcel de Roulettenburg donde estaba usted por una deuda de doscientos gulden, pero sí sabía que estaba usted en la cárcel por una deuda de doscientos gulden.

-¿Quiere decir eso, sin embargo, que sabe usted quién me sacó?

-Oh no, no puedo decir que sepa quién le sacó.

-Cosa rara. No soy conocido de ninguno de nuestros rusos, y quizá aquí los rusos no rescatan a nadie. Allí en Rusia es otra cosa: los ortodoxos rescatan a los ortodoxos. Pensé que algún inglés estrambótico podría haberlo hecho por excentricidad.

Míster Astley me escuchó con cierto asombro. Por lo visto esperaba encontrarme triste y abatido.

-Me alegra mucho, de todos modos, ver que conserva plenamente su independencia espiritual y hasta su jovialidad -dijo con tono algo desagradable.

-Es decir, que está usted rabiando por dentro porque no me ve deprimido y humillado -dije yo, riendo.

No comprendió al instante, pero cuando comprendió se sonrió.

-Me gustan sus observaciones. Reconozco en esas palabras a mi antiguo amigo, listo y entusiasmado al par que único. Los rusos son los únicos que pueden reconciliar en sí mismos tantas contradicciones a la vez. Es cierto; a uno le gusta ver humillado a su mejor amigo; y en gran medida la amistad se funda en la humillación. Ésta es una vieja verdad conocida de todo hombre inteligente. Pero le aseguro a usted que esta vez me alegra de veras que no haya perdido el coraje. Diga, ¿no tiene intención de abandonar el juego?

-¡Maldito sea el juego! Lo abandonaré en cuanto…

-¿En cuanto se desquite? Ya me lo figuraba; no siga …. ya lo sé; lo ha dicho usted sin querer, por consiguiente ha dicho la verdad. Diga, fuera del juego, ¿no se ocupa usted en nada?

-No, en nada.

Empezó a hacerme preguntas. Yo no sabía nada, apenas había echado un vistazo a los periódicos, y durante todo ese tiempo ni siquiera había abierto un libro.

-Se ha anquilosado usted -observó-; no sólo ha renunciado a la vida, a sus intereses personales y sociales, a sus deberes como ciudadano y como hombre, a sus amigos (porque los tenía usted a pesar de todo)…, no sólo ha renunciado usted a todo propósito que no sea ganar en el juego, sino que ha renunciado incluso a sus recuerdos. Yo le recuerdo a usted en un momento ardiente y pujante de su vida, pero estoy seguro de que ha olvidado todas sus mejores impresiones de entonces. Sus ilusiones, sus ambiciones de ahora, aun las más apremiantes, no van más allá del pair et impair, rouge, noir, los doce números medios, etcétera, etcétera. Estoy seguro.

-Basta, míster Astley, por favor, por favor, no haga memoria -exclamé con enojo vecino al rencor-. Sepa que no he olvidado absolutamente nada, sino que por el momento he excluido todo eso de mi mente, incluso los recuerdos, hasta que mejore mi situación de modo radical. Entonces… ¡entonces ya verá usted cómo resucito de entre los muertos!

-Estará usted aquí todavía dentro de diez años -dijo-. Le apuesto que se lo recordaré a usted en este mismo banco, si vivo todavía.

-Bueno, basta -interrumpí con impaciencia-, y para demostrarle que no me he olvidado tanto del pasado, permita que le pregunte: ¿dónde está miss Polina? Si no fue usted quien me sacó de la cárcel sería probablemente ella. No he tenido noticia ninguna de ella desde aquel tiempo.

-¡No, oh no! No creo que fuera ella quien le sacara. Está ahora en Suiza, y me haría usted un gran favor si dejara de preguntarme por miss Polina -dijo sin ambages y hasta con enfado.

-Eso quiere decir que le ha herido también a usted mucho -dije riendo involuntariamente.

-Miss Polina es la mejor de todas las criaturas más dignas de respeto, pero le repito que me hará un gran favor si deja de preguntarme por miss Polina. Usted no la conoció nunca, y considero insultante a mi sentido moral oír su nombre en labios de usted.

-¡Conque ahí estamos! Pero se equivoca usted. ¿De qué cree usted que hablaríamos, usted y yo, si no de eso? Porque en eso consisten todos nuestros recuerdos. Pero no se preocupe, que no me hace falta conocer ninguno de sus asuntos íntimos o confidenciales… Me interesan sólo, por así decirlo, las condiciones externas de miss Polina, sólo su situación aparente en la actualidad. Eso puede decirse en dos palabras.

-Bueno, para que todo quede concluido con esas dos palabras: miss Polina estuvo enferma largo tiempo; lo está todavía. Durante algún tiempo estuvo viviendo con mi madre y mi hermana en el norte de Inglaterra. Hace medio año su abuela -usted se acuerda, aquella mujer tan loca- murió y le dejó, a ella personalmente, bienes por valor de siete mil libras. En la actualidad miss Polina viaja en compañía de la familia de mi hermana, que ahora está casada. Su hermano y su hermana menores también llevaron su parte en el testamento de la abuela y están en colegios de Londres. El general, su padrastro, murió de apoplejía en París hace un mes. Mademoiselle Blanche se portó bien con él, aunque consiguió apoderarse de todo lo que le dejó la abuela …. me parece que eso es todo.

-¿Y Des Grieux? ¿No está viajando también por Suiza?

-No, Des Grieux no está viajando por Suiza, y no sé dónde está Des Grieux; por lo demás, le prevengo por última vez que desista de tales alusiones y conexiones innobles de nombres, o tendrá usted que vérselas conmigo.

-¿Cómo? ¿A pesar de nuestras relaciones amistosas de antes?

-Sí, a pesar de nuestras relaciones amistosas de antes.

-Le pido mil perdones, míster Astley, pero permítame decirle que nada injurioso o innoble hay en ello, porque de nada culpo a miss Polina. Amén de que un francés y una señorita rusa, hablando en términos generales, forman una conexión, míster Astley, que ni a usted ni a mí nos es dado calibrar ni entender por completo.

-Si no menciona usted el nombre de Des Grieux en relación con otro nombre, le pido que me explique qué quiere usted dar a entender con la expresión «un francés y una señorita rusa». ¿Qué conexión es ésa? ¿Por qué precisamente un francés y necesariamente una señorita rusa?

-Ya veo que se interesa usted. Pero es largo de contar míster Astley. Habría mucho que saber de antemano. Por lo demás, es una cuestión importante, aunque parezca ridícula a primera vista. El francés, míster Astley, es una forma bella, perfecta. Usted, como británico, puede no estar conforme con este aserto; yo, como ruso, tampoco lo estoy, aunque quizá por envidia; pero nuestras damas Pueden opinar de manera muy distinta. Usted puede juzgar a Racine artificial, amanerado y relamido; es probable que ni siquiera aguante su lectura. También yo lo encuentro artificial, amanerado y relamido, hasta ridículo desde cierto punto de vista; pero es delicioso, míster Astley, y, lo que es aún más importante, es un gran poeta, querámoslo o no usted y yo. La forma nacional del francés, es decir, del parisiense, adquirió su finura cuando nosotros éramos osos todavía. La revolución fue heredera de la aristocracia. Hoy día el francés más vulgar tiene maneras, expresiones y hasta ideas del mayor refinamiento, sin que haya contribuido a ello ni con su iniciativa, ni con su espíritu, ni con su corazón; todo ello lo tiene por herencia. En sí mismos, los franceses pueden ser fatuos e infames hasta más no poder. Bueno, míster Astley, le hago saber ahora que no hay criatura en este mundo más crédula y sincera que una mocita rusa que sea buena, juiciosa y no demasiado afectada. Des Grieux, presentándose en un papel cualquiera, presentándose enmascarado, puede conquistar su corazón con facilidad extraordinaria; posee una forma refinada, míster Astley, y la señorita creerá que esa forma es la índole real del caballero, la forma natural de su ser y su sentir, y no la tomará por un disfraz que ha adquirido por herencia. Por muy desagradable que a usted le parezca, debo confesarle que la mayoría de los ingleses son desmañados y toscos; los rusos, por su parte, saben reconocer con bastante tino la belleza y son sensibles a ella. Pero para reconocer la belleza espiritual y la originalidad de la persona se requiere mucha más independencia, mucha más libertad de la que tienen nuestras mujeres, sobre todo las jovencitas, y en todo caso más experiencia. Miss Polina, pues, necesitaba mucho, muchísimo tiempo para darle a usted la preferencia sobre el canalla de Des Grieux. Le estimará a usted, le dará su amistad, le abrirá su corazón, pero en él seguirá reinando ese odioso canalla, ese Des Grieux mezquino, ruin y mercenario. Y esto será incluso consecuencia, por así decirlo, de la terquedad y el orgullo, ya que este mismo Des Grieux se presentó tiempo atrás ante ella con la aureola de un marqués elegante, de un liberal desilusionado, que se había arruinado por lo visto tratando de ayudar a la familia de ella y al mentecato del general. Todas estas bribonadas salieron a la luz más tarde; pero no importa que hayan salido. Devuélvale usted ahora al Des Grieux de antes -eso es lo que necesita-. Y cuanto más detesta al Des Grieux de ahora, tanto más echa de menos al de antes, aunque el de antes existía sólo en su imaginación. ¿Es usted fabricante de azúcar, míster Astley?

-Sí, soy socio de la conocida fábrica de azúcar Lowell and Company.

-Bueno, pues ya ve, míster Astley. De un lado un fabricante de azúcar, y de otro el Apolo de Belvedere. Estas dos cosas me parece que no tienen relación entre sí. Yo ni siquiera soy fabricante de azúcar; no soy más que un insignificante jugador de ruleta y hasta he servido de lacayo, lo que seguramente conoce miss Polina porque al parecer tiene una policía excelente.

-Está usted furioso y por eso dice esas tonterías -comentó míster Astley con calma y en tono pensativo-. Además, lo que dice no tiene nada de original.

-De acuerdo; pero lo terrible del caso, noble amigo mío, es que todas estas acusaciones mías, por trilladas, chabacanas y grotescas que sean, son verdad. En fin, usted y yo no hemos sacado nada en limpio.

-Eso es una tontería repugnante, porque… porque… sepa usted -dijo míster Astley con voz trémula y un relámpago en los ojos-, sepa usted, hombre innoble e indigno, hombre mezquino y desgraciado, que he venido a Homburg por encargo de ella para verle a usted, para hablarle detenida y seriamente, y para dar a ella cuenta de todo, de los sentimientos de usted, de sus pensamientos, de sus esperanzas y.. ¡de sus recuerdos!

~¿De veras? ¿De veras? -grité, y se me saltaron las lágrimas. No pude contenerlas, al parecer por primera vez en m vida.

-Sí, desgraciado; ella le quería a usted, y puedo revelárselo porque es usted ya un hombre perdido. Más aún, si le digo que aún ahora le quiere… pero, en fin, da lo mismo, porque usted se quedará aquí. Sí, se ha destruido usted. Usted tenía ciertas aptitudes, un carácter vivaz y era hombre bastante bueno; hasta hubiera podido ser útil a su país, que tan necesitado anda de gente útil, pero… permanecerá usted aquí y con ello acabará su vida. No le echo la culpa. En mi opinión, así son todos los rusos o así tienden a serlo. Si no es la ruleta, es otra cosa por el estilo. Las excepciones son raras. No es usted el primero que no comprende lo que es el trabajo (y no hablo del pueblo ruso). La ruleta es un juego predominantemente ruso. Hasta ahora ha sido usted honrado y ha preferido ser lacayo a robar…, pero me aterra pensar en lo que puede pasar en el futuro. ¡Bueno, basta, adiós! Supongo que necesita usted dinero. Aquí tiene diez louis d’or, no le doy más porque de todos modos se los jugará usted. ¡Tómelos y adiós! ¡Tómelos, vamos!

-No, míster Astley, después de todo lo que se ha dicho…

-¡Tó-me-los! -gritó-. Estoy convencido de que es usted todavía un hombre honrado y se los doy como un amigo puede dárselos a un amigo de verdad. Si pudiera estar seguro de que al instante dejaría de jugar, de que se iría de Homburg y volvería a su país, estaría dispuesto a darle a usted inmediatamente mil libras para que empezara una nueva carrera. Pero no le doy mil libras y sí sólo diez louis d’or porque a decir verdad mil libras o diez louis d’or vienen a ser para usted, en su situación presente, exactamente lo mismo: se las jugaría usted. Tome el dinero y adiós.

-Lo tomaré si me permite un abrazo de despedida.

-¡Oh, con gusto!

Nos abrazamos sinceramente y míster Astley se marchó.

¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostré áspero y estúpido con respecto a Polina y Des Grieux, él se mostró áspero y estúpido con respecto a los rusos. De mí mismo no digo nada. Sin embargo…. sin embargo, no se trata de eso ahora. ¡Todo eso son palabras, palabras y palabras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahora lo importante es Suiza! Mañana… ¡oh, si fuera posible irse de aquí mañana! Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles… Que Polina sepa que todavía puedo ser un hombre. Basta sólo con … ahora, claro, es tarde, pero mañana… ¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser de otro modo! Tengo ahora quince luises y empecé con quince gulden. Si comenzara con cautela… ¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo! ¿De veras que no me doy cuenta de que estoy perdido? Pero… ¿por qué no puedo volver a la vida? Sí, basta sólo con ser prudente y perseverante, aunque sólo sea una vez en la vida… y eso es todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora puedo cambiar todo mi destino. Firmeza de carácter, eso es lo importante. Recordar sólo lo que me ocurrió hace siete meses en Roulettenburg, antes de mis pérdidas definitivas en el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable de firmeza: lo perdí todo entonces, todo… salí del casino, me registré los bolsillos, y en el del chaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah. al menos me queda con qué comer! », pensé, pero cien pasos más adelante cambié de parecer y volví al casino. Aposté ese gulden a manque (esa vez fue a manque) y, es cierto, hay algo especial en esa sensación, cuando está uno solo, en el extranjero, lejos de su patria, de sus amigos, sin saber si va a comer ese día, y apuesta su último gulden, así como suena, el último de todos. Gané y al cabo de veinte minutos salí del casino con ciento setenta gulden en el bolsillo. ¡Así sucedió, sí! ¡Eso es lo que a veces puede significar el último gulden! ¿Y qué hubiera sido de mí si me hubiera acobardado entonces, si no me hubiera atrevido a tomar una decisión?

¡Mañana, mañana acabará todo!

Fiódor Dostoyevski: Noches blancas. Cuento

Feodor DostoyevskyNoche primera

Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo. Hablando de gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo Petersburgo me es conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban cuando Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las personas que solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aquella hora. Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las conozco a fondo, casi me he aprendido de memoria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me en-tristezco cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un anciano a quien encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante, tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas veces estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las casas me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale al encuentro, me mira con.todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa salud? A mí mañana me ponen en reparaciones.» O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un buen susto.» Y así por el estilo. Entre ellas tengo mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento este verano con un arquitecto. Iré de propósito a verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía de gozo cuando pasaba ante ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando bajaba por la calle y eché una mirada a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No han perdonado nada, ni siquiera las columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desecrada, teñida del color nacional del Imperio Celeste.

Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo Petersburgo.

Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien -éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adónde habrá ido aquel otro?-, ni tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué me es tan molesto permanecer en él? Miraba perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario, a inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar (porque basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano…, no hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por lo de las telarañas y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se limitó a mirarme con asombro y me volvió la espalda sin decir palabra; así, pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo de estampía para el campo. Pido perdón por la frase vulgar, pero es que ahora no estoy para expresarme en estilo elevado …. porque, así como suena, todo lo que encierra Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo. Todo caballero de digno y próspero aspecto que tomaba un coche de alquiler se convertía al punto en mis ojos en un honrado padre de familia que, después de las consabidas labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su familia en una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro de un par de horas nos vamos al campo.» Se abría una ventana, se oía primero el teclear de unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la cabeza de una muchacha bonita que llamaba al vendedor ambulante de flores; al punto me figuraba yo que estas flores se compraban, no para disfrutar de ellas y de la primavera en el aire cargado de una habitación ciudadana, sino porque todos se iban pronto al campo y querían llevarse las flores consigo. Pero hay más, y es que había adquirido ya tal destreza en este nuevo e insólito género de descubrimientos que podía, sin equivocarme, guiado sólo por el aspecto físico, determinar en qué tipo de casa de campo vivía cada cual. Los que las tenían en las islas Kamenny y Aptekarski o en el camino de Peterhof, se distinguían por la estudiada elegancia de sus modales, por su atildada indumentaria veraniega y por los soberbios carruajes en que venían a la ciudad. Los que las tenían en Pargolov, o aún más lejos, impresionaban desde el primer momento por su prestancia y prudencia. Los de la isla Krestovski destacaban por su continente invariablemente alegre. Sucedía que tropezaba a veces con una larga hilera de carreteros que con las riendas en la mano caminaban perezosamente junto a sus carromatos, cargados de verdaderas montañas de muebles de toda laya; mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros enseres domésticos; y encima de todo ello, en la cumbre misma de la montaña, iba a menudo sentada una macilenta cocinera, protectora de la hacienda de sus señores como si fuera oro en paño. O veía pasar, cargadas hasta los topes de utensilios domésticos, barcas que se deslizaban por el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny o las islas. Los carros y las barcas se multiplicaban por diez o por ciento a mis ojos. Parecía que todo se levantaba y se iba, que todo se trasladaba al campo en caravanas enteras, que Petersburgo amenazaba con quedarse desierto -y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme ofendido y triste. Yo no tenía adónde ir, ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a irme con cualquier carromato, con cualquier caballero de aspecto respetable que alquilara un coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos.

Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como me ocurre a menudo, perdí la noción de dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me hallé a las puertas de la ciudad. De pronto me sentí contento, rebasé el puesto de peaje y me adentré por los sembrados y praderas sin parar mientes en el cansancio, sintiendo sólo con todo mi cuerpo que se me quitaba un peso del alma. Los transeúntes me miraban con tanta afabilidad que se diría que les faltaba poco para saludarme. No sé por qué todos estaban alegres, y todos, sin excepción, iban fumando cigarros. También yo estaba alegre, alegre como hasta entonces nunca lo había estado. Era como si de pronto me encontrase en Italia -tanto me afectaba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad, medio enfermo, que casi comenzaba a asfixiarme entre los muros urbanos.

Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces, sencillamente, no se fija uno en ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella…

Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que pasó:

Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De repente me sucedió la aventura mas inesperada.

A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que parecía observar con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es extraño -me dije-, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El corazón me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano. Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.

Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto un caballero vestido de frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera por su manera de andar. Caminaba haciendo eses y apoyándose con tiento en la pared. La muchacha iba como una flecha, rauda y tímida, como van por lo común las mocitas que no quieren que se las acompañe a casa de noche, y, por supuesto, el caballero tambaleante no hubiera podido alcanzarla si mi suerte no le hubiera sugerido recurrir a una estratagema. Sin decir palabra, el caballero se arrancó de repente y se puso a galopar en persecución de mi desconocida. Ella volaba, pero no obstante el caballero de los trompicones iba alcanzándola, la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un grito… y yo doy gracias al destino por el excelente bastón de nudos que mi mano derecha empuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrar de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero importuno comprendió al instante de qué se trataba, tomó en consideración el argumento irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y sólo cuando se halló bastante lejos protestó contra mí en términos bastante enérgicos, pero sus palabras apenas se percibían desde donde estábamos.

-Deme usted la mano -le dije a mi desconocida-. Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.

Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento! La miré fugazmente. Era bonita y morena. Había acertado. En sus pestañas negras brillaban aún lágrimas de miedo reciente o de tristeza anterior. No sé. Pero a los labios afloraba ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo, se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.

-¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo hubiera estado allí no habría pasado esto.

-No le conocía. Pensé que también usted…

-¿Pero es que me conoce usted ahora?

-Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?

-¡Ah, ha acertado a la primera mirada! -respondí entusiasmado de saberla inteligente, lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas-. Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué clase de persona soy. Es verdad, soy tímido con las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más ni menos que usted misma lo estaba hace un minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero ni aun en sueños hubiera creído que hablaría con una mujer.

-¿Cómo? ¿Es posible?

-Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta ahora no había apretado nunca otra tan pequeña y bonita como la suya. He perdido la costumbre de estar con las mujeres; mejor dicho, nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquiera sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he soltado a usted alguna majadería? Dígamelo con franqueza. Le advierto que no me ofendo.

-No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted que sea franca le diré que a las mujeres les gusta esa clase de timidez. Y si quiere saber algo más, también a mí me gusta, y no le diré que se vaya hasta que lleguemos a casa.

-Lo que hará usted conmigo -dije jadeante de entusiasmo- es que dejaré de ser tímido y entonces ¡adiós a todos mis métodos!

-¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para qué sirven? Eso ya no me suena bien.

-Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero ¿como quiere que en un momento como éste no tenga el deseo … ?

-¿De agradar, no es eso?

-Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás? ¿qué no he conocido a ninguna ? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!

-Pero ¿cómo? ¿Con quién?

-Con nadie, con un ideal, con la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especie de patronas… Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas veces he pensado entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuarle incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe… Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír…

-No se enfade. Me río porque es usted su propio enemigo. Si probara usted, quizá lograra todo eso aun en la calle misma. Cuanto más sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos que sea tonta o esté enfadada en ese momento por cualquier motivo, que pensara despedirle a usted sin esas dos palabras que implora con tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para hablar? Lo más probable es que le tuviera a usted por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yo cómo viven las gentes en el mundo!

-Se lo agradezco -exclamé-. ¡No sabe usted lo que acaba de hacer por mí!

-Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que soy de las mujeres con quienes …. bueno, a quienes usted considera dignas de… atención y amistad. En otras palabras, no una patrona, como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse a mí?

-¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola, porque ese caballero era demasiado atrevido y porque es de noche. No dirá usted que no es obligación…

-No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la calle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?

-¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué decir. Temo que… Hoy, sabe usted, me he sentido feliz. He estado andando y cantando. Salí a las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos tan felices. Usted… me parecía quizá… Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía que lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Cree usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue pecado sentir compasión fraternal por usted? Perdone que diga compasión… En suma, ¿acaso podía ofenderla cuando se me ocurrio acercarme a usted?

-Bueno, basta; no diga más -repuso la joven, ba jando los ojos y apretándome la mano-. Yo misma tengo la culpa por haber hablado de eso. Pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo que meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada más. Adiós, le agradezco…

-¿Pero es de veras posible que no volvamos a ver nos? ¿Es posible que las cosas queden así?

-Mire -dijo riendo la muchacha-. Al principio sólo queria usted dos palabras, y ahora… Pero, en fin, no le prometo nada. Puede que nos encontremos.

-Mañana vengo aquí -dije-. Ah, perdone, ya estoy exigiendo… -Sí, es usted impaciente. Exige casi…

-Escuche -la interrumpí-. Perdone que se lo diga otra vez, pero no puedo dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan poca vida real, los momentos como éste, como el de ahora, son para mí tan raros que me es imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a soñar con usted toda la noche, toda la semana, todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí mismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, y seré feliz recordando el día de hoy. Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios como éste en Petersburgo. Una vez hasta lloré recordando algo, igual que usted. Quién sabe, quizá usted también hace diez minutos lloraba recordando alguna cosa. Pero perdón, estoy desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna vez, fuera especialmente feliz en este lugar.

-Bueno -dijo la muchacha-. Quizá yo también venga aquí mañana. A las diez también. Veo que ya no puedo impedirle… pero, mire, es que necesito venir aquí. No piense usted que le doy una cita. Le aseguro que tengo que estar aquí por asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sin titubeos: no me importaría que también viniera usted. En primer lugar porque pudieran ocurrir incidentes desagradables como el de hoy; pero dejemos eso… En suma, sencillamente me gustaría verle… para decirle dos palabras. Ahora, vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa que le estoy dando una cita sin más ni más? No se la daría si … ; pero, bueno, eso es un secreto mío. Antes de todo una condición.

-¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano. Estoy de acuerdo con todo, dispuesto a todo -exclamé exaltado-. Respondo de mí, seré atento, respetuoso… Usted me conoce.

-Precisamente porque le conozco le invito para mañana -dijo la joven riendo-. Le conozco muy bien. Pero, mire, venga con una condición: en primer lugar (sea usted bueno y ha ga lo que le pido; ya ve que hablo con franqueza) no se enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi mano. Pero lo de enamorarse no puede -ser. Se lo ruego.

-Le juro -grité yo, cogiéndole la mano…

-Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar como la pólvora. No piense mal de mí porque le hablo así. Si usted supiera… Yo tampoco tengo a nadie con quien poder cambiar una palabra o a quien pedir consejo. Claro que la calle no es sitio indicado para encontrar consejeros. Usted es la excepción. Le conozco a usted como si fuésemos amigos desde hace veinte años. ¿De veras que no cambiará usted?

-Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es cómo voy a sobrevivir las próximas veinticuatro horas.

-Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches. Recuerde que ya he confiado en usted. Hace un momento lanzó usted una exclamación tan hermosa que justifica cualquier, sentimiento, incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe? Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante pensé que podía fiarme de usted.

-¿Pero en qué asunto?.¿Para qué?

-Hasta mañana. Mientras tanto hay que guardar secreto. Tanto mejor para usted, porque a cierta distancia parece una novela. Quizá mañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos, nos conoceremos mejor…

-Yo mañana le voy a contar a usted todo lo mío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocurriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No está usted contenta de no haberse enfadado conmigo, como lo hubiera hecho otra mujer? ¿De no haberme rechazado desde el primer momento? En dos minutos me ha hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado usted conmigo mismo, quizá ha resuelto mis dudas… Quizá hay también para mí minutos así… Pero ya le contaré todo mañana, ya se enterará usted de todo.

-Bueno, acepto. Usted empezará.

-De acuerdo.

-Hasta la vista.

-Hasta la vista.

Nos separamos. Pasé la noche andando, sin decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz! ¡Hasta mañana!

Noche segunda

-Bueno, ya veo que ha sobrevivido usted -me dijo riendo y estrechándome ambas manos.

-Ya llevo aquí dos horas. ¡No puede usted figurarse qué día he pasado!

-Me lo figuro, sí. Pero al grano. ¿Sabe usted para qué he venido? Pues no para decir tonterías como ayer. Mire, es preciso que en adelante seamos más sensatos Ayer estuve pensando mucho en todo esto.

-¿Pero en qué ser más sensatos? ¿En qué? Por mí estoy dispuesto, pero la verdad es que en mi vida me han ocurrido cosas tan sensatas como ahora.

-¿De veras? Para empezar le ruego que no me apriete las manos tanto. En segundo lugar le advierto que hoy ya he pensado mucho en usted.

-Bien, ¿y con qué conclusión?

-¿Con qué conclusión? Pues con la conclusión de que tenemos que empezar por el principio, porque hoy estoy persuadida de que aún no le conozco bien. Ayer me porté como una niña, como una chicuela. Por supuesto, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Me estuve dando importancia, como sucede siempre que empezamos a examinar nuestra vida. Y para corregir esa falta me he propuesto enterarme detalladamente de todo lo que toca a usted. Ahora bien, como no tengo a nadie que me pueda dar informes, usted mismo habrá de contármelo todo, revelarme todo el secreto. A ver, ¿qué clase de hombre es usted? ¡Hala, empiece, cuénteme toda la historia!

-¡Historia! -exclamé sobrecogido-. ¡Historia! ¿Pero quién le ha dicho que tengo historia? Yo no tengo historia…

-Puesto que ha vivido usted, ¿cómo no va a tener historia? -me interrumpió riendo.

-No ha habido historia de ninguna clase, ninguna. He vivido, como quien dice, conmigo mismo, es decir, enteramente solo, solo, completamente solo. ¿Entiende usted lo que es estar solo?

-¿Cómo solo? ¿Es que no ve nunca a nadie?

-¡Ah, no! Ver, sí veo; pero solo, a pesar de ello.

-¿Entonces qué? ¿Es que no habla con nadie?

-En sentido estricto, con nadie.

-Entonces, explíquese. ¿Qué clase de hombre es usted? Déjeme adivinarlo. Usted, como yo, probablemente tiene una abuela. La mía está ciega. Nunca me deja ir a ninguna parte, de modo que casi se me ha olvidado hablar. Y cuando un par de años atrás hice ciertas travesuras, y ella vio que no podía hacer carrera de mí, me llamó y prendió mi vestido al suyo con un imperdible. Desde entonces así nos pasamos sentadas días enteros. Ella hace calceta aunque está ciega; y yo, sentada a su lado, coso o le leo algún libro. De esta manera tan rara, prendida a otra persona con un alfiler, llevo ya dos años.

-¡Qué desgracia, Dios santo! No, yo no tengo una abuela como ésa.

-Si no la tiene, ¿por qué se queda usted en casa?

-Escuche. ¿Quiere saber qué clase de persona soy?

-Pues sí.

-¿En el sentido riguroso de la palabra?

-En el sentido más riguroso de la palabra.

-Pues bien, soy… un tipo.

-Un tipo. ¿Un tipo? ¿Qué clase de tipo? -gritó la muchacha, riendo a borbotones, como si no lo hubiera hecho en todo un año-. Es usted divertidísimo. Mire, aquí hay un banco. Sentémonos. Por aquí no pasa nadie. Nadie nos oye y… empiece su historia. Porque, no pretenda lo contrario, usted tiene una historia y trata sólo de escurrir el bulto. En primer lugar, ¿qué es un tipo?

-¿Un tipo? Un tipo es un original, un hombre ridículo -contesté con una carcajada que empalmaba con su risa infantil-. Es un bicho raro. Oiga, ¿sabe usted lo que es un soñador?

-¿Un soñador? ¿Cómo no voy a saberlo? Yo misma soy una soñadora. Hay veces, cuando estoy sentada junto a la abuela, que no sé por qué motivo no se me ocurre nada.

Pero me pongo a soñar y a ensimismarme hasta que…, en fin, qué me caso con un príncipe chino. A veces eso de soñar está bien… Por otra parte, quizá no. Sobre todo si ya hay bastantes cosas en que pensar -agregó la joven hablando ahora con relativa seriedad.

-¡Magnífico! Si alguna vez decide casarse con un emperador chino, entenderá lo que digo. Bueno, oiga… Pero, perdón, todavía no sé cómo se llama usted.

-Por fin. ¡Pues sí que se ha acordado usted temprano!

-¡Ay, Dios mío! No se me ha ocurrido siquiera. Como lo he estado pasando tan bien…

-Me llamo… Nastenka.

-Nastenka. ¿Nada más?

-¿Nada más? ¿Le parece poco, hombre insaciable?

-¿Poco? Todo lo contrario. Mucho, mucho, muchísimo. Nastenka, es usted una chica estupenda si desde el primer momento ha sido Nastenka para mí.

-Precisamente. Ya ve.

-Bueno, Nastenka, escuche y verá qué historia más ridícula me sale.

Me senté junto a ella, tomé una postura pedantescamente seria y empecé como si leyera un texto escrito:

-Hay en Petersburgo, Nastenka, si no lo sabe usted, bastantes rincones curiosos. Se diría que a esos lugares no se asoma el mismo sol que brilla para todos los petersburgueses, sino que es otro el que se asoma, otro diferente, que parece encargado de propósito para esos sitios y que brilla para ellos con una luz especial. En esos rincones, querida Nastenka, se vive una vida muy peculiar, nada semejante a la que bulle en torno nuestro, una vida que cabe concebir en lejanas y misteriosas tierras, pero no aquí, entre nosotros, en este tiempo nuestro tan excesivamente serio. En esa otra vida hay una mezcla de algo puramente fantástico, ardientemente ideal, y de algo (¡ay, Nastenka!) terriblemente ordinario y prosaico, por no decir increíblemente chabacano.

-¡Uf! ¡Qué prólogo, Dios mío! ¿Qué es lo que oigo?

-Lo que oye usted, Nastenka (me parece que no me cansaré ya nunca de llamarla Nastenka), lo que oye usted es que en esos rincones viven unas gentes extrañas: los soñadores. El soñador -si se quiere una definición más precisa- no es un hombre ¿sabe usted? sino una criatura de género neutro. Por lo común se instala en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo cotidiano. Una vez en él, se adhiere a su cobijo como lo hace el caracol, o, al menos, se parece mucho al interesante animal, que es a la vez animal y domicilio, llamado tortuga. ¿Por qué piensa usted que se aficiona tanto a sus cuatro paredes, inde fectiblemente pintadas de verde, cubiertas de hollín, tristes y llenas de un humo inaguantable? ¿Por qué este ridículo señor, cuando viene a visitarle uno de sus raros conocidos (pues lo que pasa al cabo es que se le agotan los amigos), por qué este ridículo señor le recibe tan turbado, tan alterado de rostro y en tal confusión que se diría que acaba de cometer un delito entre sus cuatro paredes, que ha fabricado billetes falsos, o que ha compuesto algunos versecillos para mandar a alguna revista bajo carta anónima en la que declara que el verdadero autor de ellos ha muerto ya y que un amigo suyo considera deber sagrado darlos a la estampa? Diga, Nastenka, ¿por qué no cuaja la conversación entre estos dos interlocutores? ¿Por qué ni la risa ni siquiera una frasecilla vivaz brotan de los labios del perplejo visitante, quien en otras ocasiones ama la risa, las frasecillas vivaces los comentarios sobre el bello sexo y otros temas festivos? ¿Por qué también ese amígo, probablemente reciente, en su primera visita (porque en tales casos no habrá una segunda, ya que ese amigo no volverá), por qué también el amigo se queda azorado, lelo, a pesar de toda su agudeza (si efectivamente la tiene), mirando el torcido gesto del dueño, quien por su parte ha tenido ya tiempo bastante para embrollarse por completo tras los esfuerzos tan titánicos como inútiles que ha hecho por avivar la conver-sación, por mostrar su propio conocimiento de las cosas mundanales, por hablar a su vez del bello sexo y aun por agradar humildemente a ese pobre hombre que allí nada tiene que hacer y que ha venido por equivocación a visitarle? ¿Por qué, en fin, el visitante coge de pronto su sombrero y sale disparado, habiendo recordado de pronto un asunto urgentísimo que por supuesto no existe, una vez que ha librado la mano del cálido apretón de la del -dueño, quien trata en vano de mostrar su contrición y recobrar el terreno perdido? ¿Por qué el visitante, traspasada la puerta de salida, suelta la carcajada y jura no volver a visitar a ese sujeto estrafalario, aunque ese sujeto estrafalario es en realidad un chico excelente? ¿Por qué, con todo, el visitante no puede resistir la tentación de comparar, siquiera forzadamente, la cara de su amigo durante la entrevitsa con la de un gato infeliz que han maltratado, vapuleándolo y aterrorizándolo a mansalva, unos niños quienes, habiéndolo capturado insidiosamente, lo han dejado hecho una lástima? ¿Gato que logra por fin meterse debajo de una silla, en la oscuridad, donde se ve obligado a pasar una hora entera, erizado todo él, dando resoplidos, lavándose las heridas recibidas, y que durante largo tiempo, mirará con desvío la naturaleza y la vida, incluso los restos de comida que de la mesa del amo le guarda, compasiva, una ama de llaves … ?

-Oiga interrumpió Nastenka, que me había escuchado todo ese tiempo absorta, con los ojos y la boca abiertos-. Oiga, yo no sé por qué ha ocurrido todo eso ni por qué me hace usted esas preguntas ridículas. Lo que sí sé de cierto es que sin duda todas esas aventuras le han ocurrido a usted -tal como las cuenta.

-Ni que decir tiene -contesté yo con cara muy seria.

-Bueno, si es así, siga -prosiguió Nastenka-, porque me interesa mucho saber cómo termina la cosa.

-¿Usted quiere saber, Nastenka, qué hacía en su rincón nuestro héroe, o, mejor dicho, qué hacía yo, porque el héroe de todo ello soy yo, mi propia y modesta persona? ¿Usted quiere saber por qué me alarmó y turbó tanto la visita inesperada de un amigo? ¿Usted quiere saber por qué me solivianté y me ruboricé tanto cuando se abrió la puerta de mi cuarto? ¿Por qué no sabía recibir visitas y por qué quedé aplastado tan vergonzosamente bajo el peso de mi propia hospitalidad?

-Sí, sí -respondió Nastenka-. De eso se trata. Oiga, usted cuenta muy bien las cosas, pero ¿no es posible hablar un poco menos bien? Porque usted habla como si estuviera leyendo un libro.

-Nastenka -objeté con voz imponente y severa, haciendo esfuerzos para no reír-, mi querida Nastenka, sé que cuento las cosas muy bien, pero, lo siento, no puedo contarlas de otro modo. En este momento, querida Nastenka, me parezco al espíritu del rey Salomón, que estuvo mil años dentro de una hucha, bajo siete sellos. Y por fin han levantado los siete sellos. Ahora, querida Nastenka, cuando nos encontramos de nuevo tras larga separación (porque hace ya mucho tiempo que la conozco, Nastenka, porque hace ya mucho tiempo que busco a alguien, lo que es señal de que buscaba precisamente a usted y de que estaba escrito que nos encontrásemos ahora), se me han abierto mil esclusas en la cabeza y tengo que derramarme en un río de palabras, porque si no lo hago me ahogo. Por eso le ruego, Nastenka, que no me interrumpa, que escuche atenta y humildemente. De lo contrario, guardaré silencio.

-De ninguna manera. Hable. Ya no digo más esta boca es mía.

-Prosigo. Hay en mi día, Nastenka, amiga mía, una hora que aprecio extraordinariamente. Es la hora en que han terminado los negocios, el trabajo, las obligaciones, y la gente regresa apresuradamente a casa para comer y descansar. En camino piensa en cosas agradables que hacer durante la velada, la noche y todo el tiempo libre de que dispone. A esa hora también nuestro héroe (y permítame, Nastenka, que hable en tercera persona, porque en primera me resultaría sumamente vergonzoso decirlo), repito, a esa hora también nuestro héroe, que como todo hijo de vecino tiene sus ocupaciones, vuelve a casa con los demás. En su rostro pálido y surcado de arrugas se dibuja un extraño sentimiento de satisfacción. Mira con interés el crepúsculo vespertino que se apaga lentamente en el cielo frío de Petersburgo. Cuando digo que mira, miento. No mira, sino que contempla distraídamente, como si estuviera fatigado o preocupado de algo más interesante en ese momento. De modo que quizá sólo fugazmente, casi sin querer, puede ocuparse de lo que le rodea. Está satisfecho porque se ha desembarazado hasta el día siguiente de asuntos enojosos, y está alegre como un colegial a quien permiten que deje el banco de la escuela para entregarse a sus travesuras y juegos favoritos. Obsérvele de soslayo, Nastenka, y al punto verá que esa sensación de gozo ha influido ya de manera positiva en sus débiles nervios y en su fantasía morbosamente irritada. Mire, está pensando en algo… ¿En la comida quizá? ¿En cómo va a pasar la velada? ¿En qué fija los ojos? ¿En ese caballero de aspecto importante que saluda tan pintorescamente a la dama que pasa junto a él en un espléndido carruaje tirado por veloces caballos? No, Nastenka. Ahora no le importan nada esas menudencias. Ahora se siente rico de su propia vida. De pronto, por un motivo ignorado, se sabe rico. Y no en vano el sol poniente le lanza un alegre rayo de despedida y despierta en su tibio corazón todo un enjambre de impre-siones. Ahora apenas se da cuenta del camino en el que poco antes le hubiera llamado la atención la minucia más insignificante. Ahora la «diosa Fantasía» (si ha leído usted a Zhukovski, querida Nastenka) ha bordado con caprichosa mano su tela de oro y ha mandado, para que las desplieguen ante él, alfombras de vida inaudita, milagrosa. ¿Quién sabe si no le ha transportado con su mano mágica de la acera de excelente granito por la que vuelve a casa al séptimo cielo de cristal? Trata usted de detenerle ahora, de preguntarle dónde se encuentra ahora, por qué calles va. Lo probable es que no recuerde ni por dónde va ni dónde está en ese momento, y enrojeciendo de irritación soltará sin duda alguna mentira para salir del paso. Por eso se sorprende, está a punto de lanzar un grito y mira atemorizado a su alrededor cuando una anciana venerable le detiene cortésmente en la acera para pedirle direcciones por haberse equivocado de camino. Sigue ade lante con el entrecejo fruncido de enojo, sin percatarse apenas de que más de un transeúnte se sonríe al verle y se vuelve a mirarle cuando pasa, ni de que una muchachita, que le cede tímidamente la acera, rompe a reír estrepitosamente, hecha toda ojos, al ver su ancha sonrisa contemplativa y los aspavientos que hace. Y, sin embargo, esa misma fantasía ha arrebatado también en su vuelo juguetón a la anciana, a los transeúntes curiosos, a la chica de la risa y a los marineros que al anochecer se sientan a comer en las barcazas con las que forman un dique en la Fontanka (supongamos que nuestro héroe pasa por allí a esa hora). Ha prendido traviesamente en su lienzo a todo y a todos, como moscas en una telaraña. Y con esa riqueza recién adquirida el tipo estrafalario entra en su acogedora ma driguera, se sienta a cenar, termina de cenar y al cabo de un rato se despabila sólo cuando la pensativa y siempre triste Matryona, la criada que le sirve, levanta los manteles y le da la pipa. Se despabila y recuerda con asombro que ya ha cenado, sin darse la menor cuenta de cómo ha ocurrido la cosa. La habitación está a oscuras. La aridez y la tristeza se adueñan del alma de nuestro héroe. El castillo de sus ilusiones se ha venido sin estrépito, sin dejar rastro, se ha esfumado como un sueño; y él ni siquiera se percata de que ha estado soñando. Pero en su pecho siente todavía una vaga sensación que lo agita ligeramente. Un nuevo deseo le cosquillea tentadoramente la fantasía, la estimula e imperceptiblemente suscita todo un conjunto de nue vas quimeras. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la indolencia acarician la fantasía. asta se enciende poco a poco, empieza a bullir como el agua en la cafetera de la vieja Matryona, que tranquilamente sigue con sus faenas en la cocina, preparando su detestable café. La fantasía empieza a desbordarse entre alguna que otra llamarada. Y he aquí que el libro cogido al azar, maquinalmente, se le cae de la mano a mi soñador, que no ha llegado ni a la tercera página. Su fantasía despierta de nuevo, está en su punto. De pronto, un mundo nuevo, una vida nueva y fascinante, resplandece ante él con brillantes perspectivas. Nuevo sueño, nueva felicidad. Nueva dosis de veneno sutil y voluptuoso. ¿Qué le importa a él nuestra vida real? ¡A sus ojos hechizados, usted, Nastenka, y yo llevamos una existencia tan apagada, tan lenta y desvaída, estamos todos, en su opinión, tan descontentos con nuestra suerte, nos aburrimos tanto en nuestra vida! En efecto, fíjese bien y verá cómo a primera vista todo es frío, lúgubre y, por así decirlo, enojoso entre nosotros. «¡Pobre gente!» piensa mi soñador; y no es extraño que así lo piense. Observe esas visiones mágicas que de manera tan encantadora, tan sugestiva y fluida componen ante sus ojos ese cuadro animado y subyugante, en cuyo primer plano la figura principal es, por supuesto, él mismo, nuestro soñador, su propia persona querída. Fíjese en las diversas aventuras, en la infinita procesión de sueños ardientes. Quizá pregunta usted con qué sueña. ¿Para qué preguntarlo? Sueña con todo, con la misión del poeta, desconocido primero e inmortalizado después, con que es amigo de Hoffmann, con la noche de San Bartolomé, con Diana Vernon, la heroína de Rob Roy, con actos de heroísmo en ocasión de la toma de Kazan por Iván el Terrible, con Clara Mowbray y Effie Deans, otras heroínas de Walter Scott, con el sínodo de prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de los muertos en Roberto el Diablo (¿se acuerda de la música? ¡huele a cementerio!), con la batalla de Berezina, con la lectura de poemas en casa de la condesa V.D., con Danton, con Cleopatra e i suoi amanti, con La casita en Kolomma de Pushkin, con su propio rincón, junto a un ser querido que le escucha como usted me escucha ahora, ángel mío, con la boca y los ojos abiertos en una noche de invierno. No, Nastenka, ¿qué le importa a él, hombre voluptuoso, esta vida a la que usted y yo nos aferramos tanto? A juicio suyo es una vida pobre, miserable, aunque no prevé que también para él acaso sonará alguna vez la hora fatal en que por un día de esta vida miserable daría todos sus años de fantasía, y no los daría a cambio de la alegría o la felicidad, ni tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimiento y dolor puro y simple. Pero has ta tanto que llegue ese momento amenazador nuestro héroe no desea nada, porque está por encima del deseo, porque está saciado, porque es artista de su propia vida y se forja cada hora según su propia voluntad. ¡Es tan fácil, tan natural, crear ese mundo legendario, fantástico! Se diría, en efecto, que no es una ilusión. A decir verdad, en algunos momentos, está dispuesto a creer que esa vida no es una excitación de los sentidos, ni un espejismo, ni un engaño de la fantasía, sino algo real, auténtico, palpable. Dígame, Nastenka, ¿por qué en tales momentos se corta el aliento? ¿Por qué arte de magia, por qué incógnito arbitrio se le acelera el pulso al soñador, se le saltan las lágrimas, le arden las mejillas humedecidas y se siente penetrado por un inmenso deleite? ¿Por qué pasan en un segundo noches enteras de insomnio, en gozo y felicidad inagotables? ¿Y por qué, cuando la aurora toca las ventanas con sus dedos rosados y el alba ilumina el cuarto sombrío con su luz incierta y fantástica, como sucede aquí en Petersburgo, nuestro soñador, fatigado, extenuado, se deja caer en el lecho, presa de un sopor causado por la exaltación enfermiza y aberrante de su espíritu, y con un dolor de corazón en que se mezclan la angustia y la dulzura? Sí, Nastenka, nuestro héroe se engaña y cree a pesar suyo que una pasión genuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesar suyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueños incorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha prendido en su pecho con su gozo infinito, con sus agudos tormentos. Basta mirarle para con vencerse. ¿Querrá usted creer al mirarle,- querida Nastenka, que nunca ha conocido de verdad a la que tanto ama en sus sueños desenfrenados? ¿Es posible que tan sólo la haya visto en sus quimeras seductoras, que esta pasión no sea sino un sueño? ¿Es posible que, en realidad, él y ella no hayan caminado juntos por la vida tantos años, cogidos de la mano, solos, después de renunciar a todo y a todos y de fundir cada uno su mundo, su vida, con la vida del compañero? ¿Es posible que en la última hora antes de la separación no se apoyara ella en el pecho de él, sufriendo, sollozando, sorda a la tempestad que bramaba bajo el cielo adusto, e indiferente al viento que barría las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Es posible que todo esto no fuera más que un sueño? ¿Lo mismo que ese jardín melancólico, abandonado, selvático, con veredas cubiertas de musgo, solitario, sombrío, donde tan a menudo paseaban juntos, acariciando esperanzas, padeciendo melancolías, y amándose, amándose tan larga y tiernamente? ¿Y esa extraña casa linajuda en la que ella vivió tanto tiempo sola y triste, con un marido viejo y lúgubre, siempre taciturno y bilioso, que les causaba temor, como si fueran niños tímidos que, tristes y esquivos, disimulaban el amor que se tenían? ¡Cuánto sufrían! ¡Cuánto temían! ¡Cuán puro e inocente era su amor! Y, por supuesto, Nastenka, ¡qué aviesa era la gente! ¿Y es posible, Dios mío, que él no la encontrara más tarde lejos de su país, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, en medio del estruendo de la música, en un palazzo (ha de ser un palazzo) visible apenas bajo un mar de luces, en un balcón revestido de mirto y rosas, donde ella, reconociéndole, al punto se quitó el antifaz y murmuró: «¿Soy libre?» Y trémula se lanzó a sus brazos. Y con exclamaciones de éxtasis, fuertemente abrazados, al punto olvidaron su tristeza, su separación, todos sus sufrimientos, la casa lúgubre, el viejo, el jardín tenebroso allí en la patria lejana y el banco en el que, con un último beso apasionado, ella se arrancó de los brazos de él, entumecidos por un dolor desesperado… Convenga usted, Nastenka, en que queda uno turbado, desconcertado, avergonzado, como chicuelo que esconde en el bolsillo la manzana robada en el huerto vecino, cuando un sujeto alto y fuerte, jaranero y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si tal cosa: «Amigo, en este momento vuelvo de Pavlovsk.» ¡Dios mío! Ha muerto el viejo conde, empieza una felicidad inefable… y, nada, ¡que acaba de llegar alguien de Pavlovsk!

Me callé patéticamente después de mis apasionadas exclamaciones. Recuerdo que tenía unas ganas enormes de reír a carcajadas, aunque la risa fuese forzada, porque notaba que un diablillo se removía dentro de mí, que empezaba a agarrárseme la garganta, a temblarme la barbilla y que los ojos se me iban humedeciendo. Esperaba a que Nastenka, que me había estado escuchando, abriera sus ojos inteligentes y rompiera a reír con su risa infantil, irresistibiemente alegre. Ya me arrepentía de haberme excedido, de haber contado vanamente lo que desde tiempo atrás bullía en mi corazón, lo que podía relatar como si estuviese leyendo algo escrito, porque hacía ya tiempo que había pronunciado sentencia contra mí mismo y ahora no había resistido la tentación de leerla, sin esperar, por supuesto, que se me comprendiera. Pero, con sorpresa mía, Nastenka siguió callada y luego me estrechó la mano y me dijo con tímida simpatía:

-¿Es posible que haya vivido usted toda su- vida como dice?

-Toda mi vida, Nastenka -contesté-. Toda ella, y al parecer así la acabaré.

-No, imposible -replicó intranquila-. Eso no. Puede que yo también pase la vida entera junto a mi abuela. Oiga, ¿sabe que vivir de esa manera no es nada bonito?

-Lo sé, Nastenka, lo sé -exclamé sin poder contener mi emoción-. Ahora más que nunca sé que he malgastado mis años mejores. Ahora lo sé, y ese cono cimiento me causa pena, porque Dios mismo ha sido quien me ha enviado a usted, a mi ángel bueno, para que me lo diga y me lo demuestre. Ahora que estoy sentado junto a usted y que hablo con usted me aterra pensar en el futuro, porque el futuro es otra vez la soledad, esta vida rutinaria e inútil. ¿Y ya con qué voy a sonar, cuando he sido tan feliz despierto? ¡Bendita sea usted, niña querida, por no haberme rechazado desde el primer momento, por haberme dado la posibilidad de decir que he vivido al menos dos noches en mi vida!

-¡Oh, no, no! -exclamó Nastenka con lágrimas en los ojos-. No, eso ya no pasará. No vamos a separarnos así. ¿Qué es eso de dos noches?

-¡Ay, Nastenka , Nastenka! ¿Sabe usted por cuánto tiempo me ha reconciliado conmigo mismo? ¿Sabe usted que en adelante no pensaré tan mal de mí como he pensado otras veces? ¿Sabe usted que ya no me causará tristeza haber delinquido y pecado en mi vida, porque esa vida ha sido un delito, un pecado? ¡Por Dios santo, no crea que exagero, no lo crea, Nastenka, porque ha habido momentos en mi vida de mucha, de muchísima tristeza! En tales momentos he pensado que ya nunca sería capaz de vivir una vida auténtica, porque se me antojaba que había perdido el tino, el sentido de lo genuino, de lo real, y acababa por maldecir de mí mismo, ya que tras mis noches fantásticas empezaba a tener momentos de horrible resaca. Oye uno entre tanto cómo en torno suyo circula ruidosamente la muchedumbre en un torbellino de vida, ve y oye cómo vive la gente, cómo vive despierta, se da cuenta de que para ella la vida no es una cosa de encargo, que no se desvanece como un sueño, como una ilusión, sino que se renueva eternamente, vida eternamente joven en la que ninguna hora se parece a otra; mientras que la fantasía es asustadiza, triste y monótona hasta la trivialidad, esclava de la sombra, de la idea, esclava de la primera nube que de pronto cubre al sol y siembra la congoja en el corazón de Petersburgo, que tanto aprecia su sol. ¿Y para qué sirve la fantasía cuando uno está triste? Acaba uno por cansarse y siente que esa inagotable fantasía se agota con el esfuerzo constante por avivarla. Porque, al fin y al cabo, va uno siendo maduro y dejando atrás sus ideales de antes; éstos se quiebran, se desmoronan, y si no hay otra vida, la única posibilidad es hacérsela con esos pedazos. Mientras tanto, el alma pide y quiere otra cosa. En vano escarba el soñador en sus viejos sueños, como si fueran ceniza en la que busca algún rescoldo para reavivar la fantasía, para recalentar con nuevo fuego su enfriado corazón y resucitar en él una vez más lo que antes había amado tanto, lo que conmovía el alma, lo que enardecía la sangre, lo que arrancaba lágrimas de los ojos y cautivaba con espléndido hechizo. ¿Sabe usted, Nastenka, a qué punto he llegado? ¿Sabe usted que me siento obligado a celebrar el cumpleaños de mis sensaciones, el cumpleaños de lo que antes me fue tan querido, de lo que en realidad no ha existido nunca? Porque ese cumpleaños es el de cada uno de esos sueños inanes e incorpóreos, y esos sueños inanes no existen y no hay por qué sobrevivirlos. También los sueños se sobreviven. ¿Sabe usted que ahora me complazco en recordar y visitar en fechas determinadas los lugares donde a mi modo he sido feliz? ¿Que me gusta elaborar el presente según la pauta del pasado irreversible? ¿Que a menudo corro sin motivo como una sombra, triste, afligido, por las calles y callejas de Petersburgo? ¡Y qué recuerdos! Recuerdo por ejemplo, que hace un año justo, justamente a esta hora, pasé por esta acera tan solo y tan triste como lo estoy en este instante. Y recuerdo que también entonces mis sueños eran deprimentes. Sin embargo aunque el pasado no fue mejor, piensa uno que quizá no fuera tan agobiante, que vivía uno más tranquilo que no tenía este fúnebre pensamiento que ahora me sobrecoge, que no sentía este desagradable y sombrío cosquilleo de la conciencia que ahora no me deja en paz a sol ni a sombra. Y uno se pregunta: ¿dónde, pues están tus sueños? Sacude la cabeza y dice: ¡qué de prisa pasa el tiempo! Vuelve a preguntarse: ¿qué has hecho con tus años?, ¿dónde has sepultado los mejores días de tu vida?, ¿has vivido o no? ¡Mira, se dice uno mira cómo todo se congela en el mundo! Pasarán más años y tras ellos llegará la lúgubre soledad, llegará báculo en mano la trémula vejez, y en pos de ella la tristeza y la angustia. Tu mundo fantástico perderá su colorido, se marchitarán y morirán tus sueños y caeran como las hojas secas de los árboles. ¡Ay, Nastenka será triste quedarse solo, enteramente solo, sin tener siquiera nada que lamentar, nada, absolutamente nada! Porque todo eso que se ha perdido, todo eso no ha sido nada, un cero redondo y huero, no ha sido más que un sueño.

-Basta, no me haga llorar más – dijo Nastenka secándose una lágrima que resbalaba por su mejilla-. Todo eso se ha acabado. En adelante estaremos juntos y no nos separaremos nunca pase lo que pase. Escuche Yo soy una muchacha sencilla y sé poco, aunque mi abuela me puso maestro. Pero de veras que le comprendo a usted, porque todo lo que acaba de contarme me ha pasado a mí también desde que mi abuela me prendió con un alfiler a su vestido. Yo, por supuesto, no podría contarlo tan bien como usted porq ue no tengo estudios -añadió con timidez, manifestando todavía admiración por mi discurso patético y mi estilo grandilocuente-, pero me alegro de que usted se haya retratado por completo. Ahora le conozco, le conozco a fondo, lo sé todo. ¿Y sabe usted? Yo, por mi parte, quiero contarle mi propia historia, toda ella, sin callar nada, y después me dará usted un consejo. Usted es un hombre muy listo. ¿Promete darme ese consejo?

-Nastenka -respondí-, aunque antes nunca he sido consejero, y mucho menos consejero inteligente, lo que usted me propone me parece muy sensato. Cada uno de nosotros dará al otro buenos consejos. Ahora, dígame, Nastenka bonita, ¿qué clase de consejo necesita? Dígamelo sin rodeos. En este instante estoy tan alegre, tan feliz, me siento tan atrevido, tan listo, que tendré la respuesta pronta.

-No, no -me interrumpió riendo-. No me hace falta sólo un consejo inteligente, sino un consejo cordial, fraterno, como si me quisiera usted de toda su vida.

-¡Conforme, Nastenka, conforme! -exclamé excitado-. Aunque la quisiera desde hace veinte años, no la querría tanto como en este momento.

-Deme su mano -dijo Nastenka. -Aquí está — contesté alargándosela.

-Pues comencemos la historia.

Historia de Nastenka

-Ya conoce usted la mitad de la historia, es decir, ya sabe que tengo una abuela anciana…

-Si la segunda mitad es tan breve como ésta… – me aventuré a interrumpir riendo.

-Calle Y escuche. Ante todo una condición: no me interrumpa, porque pierdo el hilo. Escuche callado. Tengo una abuela anciana. Fui a vivir con ella cuando yo era todavía muy niña porque murieron mis padres. Mi abuela, según parece, era antes rica, porque todavía habla de haber conocido días mejores. Ella misma me enseñó el francés y más tarde me puso maestro. Cuando cumplí quince años (ahora tengo diecisiete) termi naron mis estudios. Hice por entonces algunas travesuras, pero no le diré a usted de qué género; sólo diré que fueron de poca monta. Pero la abuela me llamó una mañana y me dijo que como era ciega no podía vigilarme. Cogió, pues, un imperdible y prendió mi vestido al suyo, diciendo que así pasaríamos lo que nos quedara de vida si yo no sentaba cabeza. En suma, que al principio era imposible apartarse de ella. Trabajar, leer, estudiar, todo lo hacía junto a la abuela. Una vez intenté un truco y convencí a Fyokla de que se sentara en mi puesto. Fyokla es nuestra asistenta y está sorda. Fyokla se sentó en mi sitio. En ese momento mi abuela estaba dormida en su sillón y yo fui a ver a una amiga que no vivía lejos. Pero el truco salió mal. La abuela se despertó cuando yo estaba fuera y preguntó por algo, pensando que yo seguía tan campante en mi puesto. Fyokla, que vio que la abuela preguntaba algo pero que no oía lo que era, empezó a pensar en qué debía hacer. Lo que hizo fue abrir el imperdible y echar a correr…

En ese punto Nastenka se detuvo y soltó una carcajada. Yo hice coro. Al instante dejó de reír.

-Oiga, no se ría de mi abuela. Yo me río porque es cosa de risa… Bueno, ¿qué va a hacer una cuando la abuela es así? Pero aun así la quiero un poco. Pues bien, aquella vez me dio una pasada de las buenas. Tuve que volver a sentarme en mi sitio sin decir palabra y ya fue imposible moverse de él. ¡Ah, sí! Se me olvidaba decirle que teníamos -mejor dicho, que la abuela tenía- casa propia, una casita pequeña, de madera, con tres ventanas en total, y casi tan vieja como la abuela. En lo alto tenía un desván. A ese desván vino a vivir un inquilino nuevo…

-Es decir que había habido un inquilino viejo –observé yo de paso.

-Pues claro que lo había habido -respondió Nastenka-. Y sabía callar mejor que usted. En serio, apenas decía esta boca es mía. Era un viejecito seco, mudo, ciego, cojo, a quien al cabo le resultó imposible vivir en este mundo y se murió. Con ello se hizo necesario tomar un inquilino nuevo, porque sin inquilino no po díamos vivir, ya que lo que él nos daba de alquiler y la pensión de la abuela eran nuestros únicos recursos. Por contraste, el nuevo inquilino resultó ser un joven forastero que estaba de paso. Como no regateó, la abue la lo aceptó. Luego me preguntó: «Nastenka, ¿es nuestro inquilino joven o viejo?» Yo no quise mentir y dije: «No es ni joven ni viejo.» «¿Y es de buen aspecto?» -preguntó-. Una vez más no quise mentir y contesté: «Sí, es de buen aspecto, abuela.» Y la abuela exclamó: «¡Ay, qué castigo! Te lo digo, nieta, para que no trates de verle. ¡Ay, qué tiempos éstos! ¡Pues anda, un inquilino tan insignificante y tiene, sin embargo, buen aspecto! ¡Eso no pasaba en mis tiempos!»

La abuela todo lo relacionaba con sus tiempos. En sus tiempos era más joven, en sus tiempos el sol calentaba más, en sus tiempos la crema no se agriaba tan pronto… ¡todo era mejor en sus tiempos! Yo, sentada y callada, pensaba para mis adentros: ¿Por qué me da la abuela estos consejos y me pregunta si el inquilino es joven y guapo? Pero sólo lo pensaba, mientras seguía en mi sitio haciendo calceta y contando puntos. Luego me olvidé de ello.

Y he aquí que una mañana vino a vernos el inquilino para recordarnos que habíamos prometido empape larle el cuarto. Hablando de una cosa y otra, la abuela, que era aficionada a la cháchara, me dijo: «Ve a mi alcoba, Nastenka, y tráeme las cuentas.» Yo me levanté de un salto, ruborizada no sé por qué, y olvidé que estaba prendida con el imperdible. No hubo manera de desprenderme a hurtadillas para que no lo viera el in-quilino. Di un tirón tan fuerte que arrastré el sillón de la abuela. Cuando comprendí que el inquilino se había enterado de lo que me ocurría me puse aún más colo rada, me quedé clavada en el sitio y rompí a llorar. Sentí tanta vergüenza y amargura en ese momento que hubiera deseado morirme. La abuela gritó: «¿Qué haces ahí parada?», y yo llora que te llora. Cuando vio el inquilino lo avergonzada que estaba, saludó y se fue.

Después de aquello, tan pronto como oía ruido en el zaguán me quedaba muerta. Pensaba que venía el inquilino,- y cada vez que esto pasaba desprendía el imperdible a la chita callando. Pero no era él. No venía. Pasaron quince días, al cabo de los cuales el inquilino mandó a decir por Fyokla que tenía muchos libros franceses, libros buenos, que estaban a nuestra disposición. ¿No quería la abuela que yo se los leyera para matar el aburrimiento? La abuela aceptó agradecida, pero preguntó si los libros eran morales, porque, me dijo: «Si son inmorales, Nastenka, de ninguna manera deben leerse, porque aprenderías cosas malas.»

-¿Qué aprendería, abuela? ¿Qué es lo que cuentan?

-¡Ah! -respondió-. Cuentan cómo los mozos seducen a las muchachas de buenas costumbres; y cómo con el pretexto de que quieren casarse con ellas las sacan de la casa paterna; y cómo luego abandonan a las pobres chicas a su suerte y ellas quedan deshonradas. Yo he leído muchos de esos libros -dijo la abuela-, y todo está descrito tan bien que me pasaba la noche leyéndolos. ¡Así que mucho ojo, Nastenka, no los leas! ¿Qué clase de libros ha mandado? -preguntó

-Novelas de Walter Scott, abuela.

-¡Novelas de Walter Scott! Vaya, vaya, ¿no habrá ahí algún engaño? Mira bien a ver si no ha metido er ellos algún billete amoroso.

-No, abuela, no hay ningún billete.

-Mira bajo la cubierta. A veces los muy pillos los meten bajo la cubierta.

-No hay nada tampoco bajo la cubierta, abuela.

-Bueno, entonces está bien.

Así, pues, empezamos a leer a Walter Scott y en cosa de un mes leímos casi la mitad. El inquilino siguió mandándonos libros. Mandó las obras de Pushkin, y llegó el momento en que yo no podía vivir sin libros y ya dejé de pensar en casarme con un príncipe chino.

Así andaban las cosas cuando un día tropecé por casualidad con el inquilino en la escalera. La abuela me había mandado por algo. Él se detuvo, yo me ruboricé y él también, pero se echó a reír, me saludó, preguntó por la salud de la abuela y dijo: «¿Qué, han leído los libros?» Yo contesté que sí. «¿Y cuáles -volvió a preguntar- les han gustado más?» Yo respondí: «Ivanhoe y Pushkin son los que más nos han gustado.» Con eso terminó la conversación por entonces.

Ocho días después volví a tropezar con él en la escalera. Esta vez la abuela no me había mandado por nada, sino que yo había salido por mi cuenta. Ya habían dado las dos y el inquilino volvía a casa a esa hora. «Buenas tardes», me dijo, y yo le contesté: «Buenas tardes.»

-¿Y qué? -me preguntó-. ¿No se aburre usted de estar sentada todo el día junto a su abuela?

Cuando oí la pregunta, no sé por qué me puse colorada. Sentí vergüenza y pena de que ya hubieran empezado otros a hablar del asunto. Estuve por no contestar y marcharme, pero me faltaron las fuerzas.

-Mire -dijo-, es usted una chica buena. Perdone que le hable así, pero le aseguro que me intereso por su suerte más que su abuela. ¿No tiene usted amigas que visitar?

Yo dije que no, que sólo una, Mashenka, pero que se había ido a Pskov.

-Dígame -prosiguió-, ¿quiere ir al teatro conmigo?

-¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?

-La abuela no tiene por qué enterarse.

-No -dije-, no quiero engañar a la abuela. Adiós.

-Bueno, adiós- repitió él. Y no dijo más.

Pero después de la comida vino a vernos. Se sentó, habló largo rato con la abuela, le preguntó si salía alguna vez, si tenía amistades, y de repente dijo: «Hoy he sacado un palco para la ópera. Ponen El Barbero de Sevilla. Unos amigos iban a ir conmigo, pero después mudaron de propósito y me he quedado con el billete y sin compañía.

-¡El Barbero de Sevilla! -exclamó la abuela-. ¿Es ése el mismo Barbero que ponían en mis tiempos?

-Sí, el mismo -dijo, dirigiéndome una mirada-. Yo lo comprendí todo, me puse encarnada y el corazón me empezó a dar saltos de anticipación.

-¡Cómo no voy a conocerlo! -dijo la abuela-. ¡Si en mis tiempos yo misma hice el papel de Rosina en un teatro de aficionados!

-¿No quiere usted ir hoy? -preguntó el inquili no-. Si no, seria perder el billete.

-Pues sí, podríamos ir -respondió la abuela-. ¿Por qué no? Además, mi Nastenka no ha estado nunca en el teatro.

¡Qué alegría, Dios mío! En un dos por tres nos preparamos, nos vestimos y salimos. La abuela, aunque no podía ver nada, quería oír música, pero es que además es buena. Deseaba que me distrajera un poco, y nosotras solas no nos hubiéramos atrevido a hacerlo. No le contaré la impresión que me causó El Barbero de Sevilla. Sólo le diré que durante la velada nuestro inquilino me estuvo mirando con tanto interés, hablaba tan bien, que pronto me di cuenta de que aquella tarde había querido ponerme a prueba proponiéndome que fuéramos solos. ¡Qué alegría! Me acosté tan orgullosa, tan contenta, y el corazón me latía tan fuertemente que tuve un poco de fiebre y toda la noche me la pasé delirando con El Barbero de Sevilla.

Pensé que después de esto el inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no fue así. Dejó de hacerlo casi por completo, o a lo más una vez al mes y sólo para invitarnos al teatro. Fuimos un par de veces más, pero no quedé contenta. Comprendí que me tenía lástima por la manera en que me trataba la abuela, y nada más. Con el tiempo llegué a sentir que ya no podía permanecer sentada, ni leer, ni trabajar. Me echaba a reír sin motivo aparente. Algunas veces molestaba a la abuela de propósito; otras, sencillamente lloraba. Adelgacé y casi me puse mala. Terminó la temporada de ópera y el inquilino dejó por completo de visitarnos. Cuando nos encontrábamos –en la escalera de marras, por supuesto-, me saludaba en silencio y tan gravemente que parecía no querer hablar. Al llegar él al portal yo todavía seguía en mitad de la escalera, roja como una cereza, porque toda la sangre se me iba a la cabeza cuando tropezaba con él.

Y ahora viene el fin. Hace un año justo, en el mes de mayo, el inquilino vino a vernos y dijo a la abuela que ya había terminado de gestionar el asunto que le había traído a Petersburgo y que tenía que volver a Moscú por un año. Al oírlo me puse pálida y caí en la silla como muerta. La abuela no lo notó, y él, después de anunciar que dejaba libre el cuarto, se despidió y se fue.

¿Qué iba yo a hacer? Después de pensarlo mucho y de sufrir lo indecible, tomé una resolución. Él se iba al día siguiente, y yo decidí acabar con todo esa misma noche después de que se acostara la abuela. Así fue. Hice un bulto con los vestidos que tenía y la ropa interior que necesitaba y, con él en la mano, más muerta que viva, subí al desván de nuestro inquilino. Calculo que tardé una hora en subir la escalera. Cuando se abrió la puerta, lanzó un grito al verme. Creyó que era una aparición y corrió a traerme agua porque apenas podía tenerme de pie. El corazón me golpeaba con fuerza, me dolía la cabeza y me sentía mareada. Cuando me repuse un poco, lo primero que hice fue sentarme en la cama con el bulto a mi lado, cubrirme la cara con las manos y romper a llorar desconsoladamente. Él, por lo visto, se percató de todo al instante. Estaba de pie ante mí, pálido, y me miraba con ojos tan tristes que se me partió el alma.

-Escuche -me dijo-, escuche, Nastenka. No puedo hacer nada, soy pobre, no tengo nada por ahora, ni siquiera un empleo decente. ¿Cómo viviríamos si me casara con usted?

Hablamos largo y tendido y yo acabé por perder el recato. Dije que no podía vivir con la abuela, que me escaparía de casa, que no aguantaba que se me tuviera sujeta con un imperdible, y que si quería, me iba con él a Moscú, porque sin él no podía vivir. La vergüenza, el amor, el orgullo, todo hablaba en mí al mismo tiempo, y a punto estuve de caer en la cama presa de convulsiones. ¡Tanto temía que me rechazara!

Él, después de estar sentado en silencio algunos minutos, se levantó, se acercó a mí y me tomó una mano.

-Escuche, mi querida Nastenka -empezó con lágrimas en la voz-. Escuche. Le juro que si alguna vez estoy en condiciones de casarme, sólo me casaré con usted. Le aseguro que sólo usted puede ahora hacerme feliz. Escuche, voy a Moscú y pasaré allí un año justo. Espero arreglar mis asuntos. Cuando vuelva, si no ha dejado de quererme, le juro que nos casaremos. Ahora no es posible, no puedo, no tengo derecho a hacer promesa alguna. Repito que si no es dentro de un año, será de todos modos algún día, por supuesto si no ha preferido usted a otro, porque comprometerla a que me dé su palabra es algo que ni puedo ni me atrevo a hacer.

Eso me dijo, y al día siguiente se fue. Acordamos no decir palabra de esto a la abuela. Así lo quiso él. Y ahora mi historia está casi tocando a su fin. Ha pasado un año justo. Él ha llegado, lleva aquí tres días enteros y… y…

-¿Y qué? -grité yo, impaciente por oír el final.

-Y hasta ahora no se ha presentado -respondió Nastenka sacando fuerzas de flaqueza-. No ha dado señales de vida.

En ese punto se detuvo, quedó callada un momento, bajó la cabeza y, de pronto, tapándose la cara con las manos, empezó a sollozar de manera tal que me laceró el alma.

Yo ni remotamente esperaba ese desenlace. -¡Nastenka! -imploré con voz tímida-. ¡Nastenka, no llore, por amor de Dios! ¿Cómo lo sabe usted? Quizá no esté aquí todavía…

-¡Sí está, sí está! – insistió Nastenka-. Está aquí, lo sé. Esa noche, la víspera de su marcha, fijamos una condición. Cuando nos dijimos todo lo que le he contado a usted y llegamos a un acuerdo, vinimos a pasearnos aquí justamente a este muelle. Eran las diez. Nos sentamos en este banco. Yo había dejado de llorar y le escuchaba con deleite. Dijo que en cuanto regresara vendría a vernos, y que si yo todavía le quería por marido se lo contaríamos todo a la abuela. Ya ha llegado, lo sé, pero no ha venido. Y se echó a llorar de nuevo.

-¡Dios mío! ¿Pero no hay manera de ayudarla? -grité, saltando del banco con verdadera desesperación-. Diga, Nastenka, ¿no podría ir yo a verle?

-¿Cree usted que podría? -dijo alzando de súbito la cabeza.

-No, claro que no -afirmé conteniéndome a tiempo-. Pero, mire, escríbale una carta.

-No, de ninguna manera. Eso no puede ser -contestó ella con voz resuelta, pero bajando la cabeza y sin mirarme.

-¿Cómo que no puede ser? ¿Cómo que no? – insistí yo aferrándome a mi idea-. Sepa usted, Nastenka, que no se trata de una carta cualquiera. Porque hay cartas y cartas. Hay que hacer lo que digo, Nastenka. ¡Confíe en mí, por favor! No es un mal consejo. Todo esto se puede arreglar. Al fin y al cabo, ha dado usted ya el primer paso, con que ahora…

-No puede ser, no. Parecería que quiero comprometerle.

-¡Ah, mi buena Nastenka! – la interrumpí sin ocultar una sonrisa-. Le digo a usted que no. Usted, des pués de todo, está en su, derecho, porque él ya le ha hecho una promesa. Y, por lo que colijo, es hombre delicado, se ha portado bien -añadía entusiasmado cada vez más con la lógica de mis argumentos y aseveraciones- ¿Que cómo se ha portado? Se ha ligado a usted con una promesa. Dijo que si se casaba sería únicamente con usted. Y a usted la dejó en absoluta libertad para rechazarle sin más. En tal situación puede usted dar el primer paso, tiene usted derecho a ello, le lleva usted ventaja, aunque sea sólo, digamos, para devolverle la palabra dada.

-Diga, ¿cómo escribiría usted?

-¿El qué?

-La carta esa.

-Pues diría: «Muy senor mio… »

-¿Es de todo punto necesario decir «muy senor mío»?

-De todo punto. Pero, ahora que pienso, quizá no lo sea… Creo que…

-Bueno, bueno, siga.

-«Muy señor mío: Perdone que…» Pero no, no hace falta ninguna excusa. El hecho mismo lo justifica todo. Diga simplemente: «Le escribo. Perdone mi impaciencia, pero durante un año entero he vivido feliz con la esperanza de su regreso. ¿Tengo yo la culpa de no poder soportar ahora un día de duda? Ahora que ha llegado, quizá haya cambiado usted de intención. Si es así, esta carta le dirá que ni me quejo ni le condeno. No puedo condenarle por no haber logrado ha cerme dueña de su corazón. Así lo habrá querido el destino. Es usted un hombre honrado. No se sonría ni se enoje al ver estos renglones impacientes. Recuerde que los escribe una pobre muchacha, que está sola en el mundo, que no tiene quien la instruya y aconseje y que nunca ha sabido sujetar su corazón. Perdone si la duda ha hallado cobijo en mi alma, siquiera sólo un momento. Usted no sería capaz de ofender, ni siquiera con el pensamiento, a ésta que tanto le ha que rido y le quiere.»

-¡Sí, sí! ¡Eso mismo es lo que se me ha ocurrido! -exclamó Nastenka con ojos radiantes de gozo-. Ha despejado usted mis dudas. Es usted un enviado de Dios. ¡Se lo agradezco tanto!

-¿Por qué? ¿Porque soy un enviado de Dios? -pregunté, mirando con arrebato su rostro alegre.

-Sí, por eso al menos.

-¡Ay, Nastenka! ¡Demos gracias a que algunas personas viven con nosotros! Yo doy gracias a usted por haberla encontrado y porque la recordaré el resto de mi vida.

-Bien, basta. Ahora escuche. En la ocasión de que le hablo acordamos que, no bien llegara, me mandaría recado con una carta que depositaría en cierto lugar, en casa de unos conocidos míos, gente buena y sencilla, que no sabe nada del asunto. Y que si no le era posible escribirme, porque en una carta no se puede decir todo, que vendría aquí el mismo día de su llegada, a este lugar en que nos dimos cita, a las diez en punto. Sé que ha llegado ya, y hoy, al cabo de tres días, ni ha habido carta ni ha venido. Por la mañana no puedo separarme de la abuela. Entregue usted mismo la carta mañana a esa buena gente que le digo. Ellos se la remitirán. Y si hay contestación, usted mismo puede traérmela a las diez de la noche.

-¡Pero la carta, la carta! Lo primero es escribir la carta. De ese modo, quizá para pasado mañana esté todo resuelto.

-La carta… -respondió Nastenka turbándose un poco-, la carta… pues…

No acabó la frase. Primero volvió la cara, que se tiñó de rosa, y de repente sentí en mi mano la carta, escrita por lo visto hacía tiempo, toda preparada y sellada. ¡Qué recuerdo tan familiar, tan simpático y gracioso ha retenido de ello!

-R,o-Ro-s,i-si-n,a-na -empecé yo.

-¡Rosina! -entonamos los dos, yo casi abrazándola de alborozo, ella ruborizándose aún más y riendo a través de sus lágrimas que, como perlas, temblaban en sus negras pestañas.

-Bueno, basta. Ahora, adiós -dijo con precipitación-. Aquí está la carta y éstas son las señas a que hay que llevarla. Adiós, hasta la vista, hasta mañana.

Me apretó con fuerza las dos manos, me hizo un saludo con la cabeza y entró disparada en su callejuela. Yo permanecí algún tiempo donde estaba, siguiéndola con los ojos.

«Hasta mañana, hasta mañana», palabras que se me quedaron clavadas en la memoria cuando se perdió de vista.

Noche tercera

Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un rayo de luz, como será mi vejez. Me acosan unos pensamientos tan extraños y unas sensaciones tan lúgubres, se agolpan en mi cabeza unas preguntas tan confusas, que no me siento ni con fuerzas ni con deseos de contestarlas. No seré yo quien ha de resolver todo esto.

Hoy no nos hemos visto. Ayer, cuando nos despedimos, empezaba a encapotarse el cielo y se estaba le vantando niebla. Yo dije que hoy haría mal tiempo Ella no contestó, porque no quería ir a contrapelo de sus esperanzas. Para ella el día sería claro y sereno, ni una sola nubecilla empanaria su felicidad.

-Si llueve no nos veremos -dijo-. No vendré.

Yo pensaba que ella no haría caso de la lluvia de hoy, pero no vino.

Ayer fue nuestra tercera entrevista, nuestra tercera noche blanca…

¡Pero hay que ver cómo la alegría y la felicidad hermosean al hombre! ¡Cómo hierve de amor el corazón! Es como si uno quisiera fundir su propio corazón con el corazón de otro, como si quisiera que todo se regocijara, que todo riera. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! ¡Ayer había en sus palabras tanto deleite y en su corazón tanta bondad para conmigo! ¡Qué tierna se mostraba, cómo me mimaba, cómo lisonjeaba y con fortaba mi corazón! ¡Cuánta coquetería nacía de su felicidad! Y yo… lo creía todo a pies juntillas, pensaba que ella. ..

Pero, Dios mío, ¿cómo podía pensarlo? ¿Cómo podía ser tan ciego, cuando ya otro se había adueñado de todo, cuando ya nada era mío? ¿Cuando, al fin y al cabo, esa ternura de ella, esa solicitud, ese amor…, sí, ese amor hacia mí, no eran sino la alegría ante la próxima entre vista con el otro, el deseo de ligarme también a su felicidad? Cuando él no vino y nuestra espera resultó inútil, se le anubló el rostro, quedó cohibida y acobardada. Sus palabras y gestos parecían menos frívolos, menos juguetones y alegres. Y, cosa rara, redoblaba su atención para conmigo, como si deseara instintivamente comunicarme lo que quería, lo que temía si la cosa no salía bien. Mi Nastenka se intimidó tanto, se asustó tanto, que por lo visto comprendió al fin que yo la amaba y buscaba cobijo en mi pobre amor. Es que cuando somos desgraciados sentimos más agudamente la desgracia ajena. El sentimicnto no se dispersa, sino que se reconcentra.

Llegué a la cita con el corazón rebosante e impaciente por verla. No podía prever lo que siento ahora, ni el giro que iba a tomar el asunto. Ella estaba radiante de felicidad. Esperaba una respuesta y la respuesta era él mismo. Él vendría corriendo en respuesta a su llamamiento. Ella había llegado una hora antes que yo. Al principio no hacía sino reír, respondiendo con carcajadas a cada una de mis palabras. Estuve a punto de hablar, pero me contuve.

-¿Sabe por qué estoy tan contenta? ¿Tan contenta de verle? -preguntó-. ¿Por qué le quiero tanto hoy?

-¿Por qué? -pregunté yo a mi vez con el corazón trémulo.

-Pues le quiero porque no se ha enamorado de mí. Otro, en su lugar, hubiera empezado a importunarme, a asediarme, a quejarse, a dolerse. ¡Usted es tan bueno!

Me apretó la mano con tanta fuerza que casi me hizo gritar. Ella se echó a reír.

-¡Dios mío, qué buen amigo es usted! -prosiguió, seria, al cabo de un minuto-. ¡Que sí, que Dios me lo ha enviado a usted! Porque ¿qué sería de mí si no estuviera usted conmigo ahora? ¡Qué desinteresado es usted! ¡Qué bien me quiere! Cuando me case, seguiremos muy unidos, más que si fuéramos hermanos. Voy a quererle a usted casi tanto como a él.

En ese instante sentí una horrible tristeza y, sin embargo, algo así como un brote de risa empezó a cosquillearme el alma.

-Está usted arrebatada –dije-: Tiene usted miedo. Piensa que no va a venir.

-Bueno –contestó-. Si no estuviera tan feliz creo que su incredulidad y sus reproches me harían llorar. Por otro lado me ha devuelto usted el buen juicio y me ha dado mucho que pensar; pero lo pensaré más tarde; ahora le confieso que tiene usted razón. Sí, estoy un poco fuera de mí. Estoy a la expectativa y las cosas mas nimias me afectan. Pero, basta, dejémonos de sentimientos…

En ese momento se oyeron pasos y de la oscuridad surgió un transeúnte que vino hacia nosotros. Los dos sentimos un escalofrío y ella casi lanzó un grito. Yo le solté la mano e hice ademán de alejarme. Pero nos habíamos equivocado; no era él.

-¿Qué teme? ¿Por qué me ha soltado la mano? -preguntó dándomela otra vez-. ¿Qué pasa? Vamos a encontrarle juntos. Quiero que él vea cuánto nos queremos.

«¡Ay, Nastenka, Nastenka -pensé-, cuánto has dicho con esa palabra! Un amor como éste, Nastenka, en ciertos momentos enfría el corazon y apesadumbra el alma. Tu mano está fría; la mía arde como el fuego. ¡Qué ciega estás, Nastenka! ¡Qué insoportable a veces es la persona feliz! Pero no puedo enfadarme contigo … »

Por fin sentí que mi corazón rebosaba:

-Oiga, Nastenka -exclamé-. ¿Sabe lo que he hecho en el día de hoy?

-Bueno, ¿qué ha hecho? ¡A ver, de prisa! ¿Por qué no lo ha dicho hasta este instante?

-En primer lugar, Nastenka, cuando hice todos sus mandados, entregué la carta, estuve a ver a esas buenas gentes… fui a casa y me acosté…

-¿Nada más? -me interrumpió riendo.

-Sí, casi nada más -respondí haciendo un esfuerzo porque en los ojos me escocían unas lágrimas estúpidas-. Me desperté como una hora antes de nuestra cita, y me parecía que no había dormido. No sé lo que me pasaba. Se me antojaba que había salido para contarle a usted todo esto y que iba por la calle como si se me hubiese parado el tiempo, como si hasta el fin de mi vida debiera tener sólo una sensación, un sentimiento, como si, un minuto. debiera convertirse en una eternidad entera, y como si la vida se hubiera detenido en su curso… Cuando desperté creí que volvía a recordar un motivo musical de gran dulzura, largo tiempo conocido, oído antes en algún sitio. Se me figuraba que ese motivo había querido brotar de mi alma durante toda mi vida y que sólo ahora…

-¡Dios mío! ¿Qué significa eso? -No entiendo palabra.

-¡Ay, Nastenka! Quería comnicarle a usted de algún modo esa extraña impresión… -indiqué con voz lastimera en la que, aunque muy remota, latía aún la esperanza.

-¡Basta, basta, no siga! -dijo, y en un momento la pícara lo comprendió todo. De súbito se volvió locuaz, alegre y retozona. Me cogía del brazo, reía, quería que yo también riera, y recibía cada confusa palabra mía con larga y sonora carcajada. Yo empecé a sulfurarme y ella entonces se puso a coquetear.

-¿Sabe? -dijo-. Me escuece un poco que no se enamore usted de mí. Después de esto, ¿qué voy a pensar de usted? Pero, de todos modos, señor inflexible, no puedo menos de alabarme por lo ingenua que soy. Yo le cuento a usted todo, todito, por grande que sea la tontería que se me viene a la cabeza.

-Escuche. Parece que están dando las once -dije cuando se oyeron las campanadas de una lejana torre de la ciudad. Ella calló en el acto, dejó de reír y se puso a contar.

-Sí, las once -acabó por decir con voz tímida e indecisa.

Yo me arrepentí al punto de haberla asustado, de haberle hecho contar la hora, y me maldije por mi arrebato de malicia. Sentí lástima de ella y no sabía cómo expiar mi conducta. Me puse a consolarla, a buscar razones que explicaran la ausencia de él, a ofrecer argumentos y pruebas. Nadie era tan fácil de enganar como ella entonces, porque en momentos así todos escuchamos con alegría cualquier palabra de consuelo y nos contentamos con una sombra de justificación.

-Pero esto es ridículo -dije yo, animándome cada vez más y muy satisfecho de la insólita claridad de mis pruebas-, pero si no podía haber venido. Usted, Nastenka, me ha cautivado y confundido hasta el punto de que he perdido la noción del tiempo… Piense usted que apenas ha habido tiempo para que reciba la carta. Supongamos que no ha podido venir; supongamos que piensa contestar; en tal caso la carta no llegará hasta mañana. Yo mañana voy a recogerla tan pronto como amanezca y en seguida le diré a usted lo que hay. Piense, por último, en un sinfín de posibilidades, por ejemplo, que no estaba en casa cuando llegó la carta, y que quizá no la haya leído todavía. Todo ello es posible.

-Sí, sí –contestó Nastenka-, no había pensado en ello. Claro que todo es posible -prosiguió con tono de asentimiento, pero en el que, como una disonancia enojosa, se percibía otra idea lejana-. Mire lo que debe hacer. Usted va mañana lo más temprano posible y si recibe algo me lo dice en seguida. ¿Pero sabe usted dónde vivo? -y empezó a repetirme sus señas.

Luego, sin transición, se puso tan tierna y tímida conmigo… Parecía escuchar con atención lo que le decía, pero cuando me volví hacia ella para hacerle una pregunta, guardó silencio, quedó confusa y volvió la cabeza. Le miré los ojos. Efectivamente, estaba llo rando.

-Pero, ¿es posible? ¡Qué niña es usted! ¡Pero qué niñería!… Vamos, basta.

Trató de sonreír y se calmó, pero aún le temblaba la barbilla y le palpitaba el pecho.

-Estoy pensando en usted -me dijo tras un momento de silencio-. Es usted tan bueno que una tendría que ser de piedra para no notarlo. ¿Sabe lo que ahora se me ha ocurrido? Pues compararles a ustedes dos. ¿Por qué él y no usted? Él no es tan bueno como usted, aunque le quiero más que a usted.

Yo no contesté. Ella, por lo visto, esperaba que dijera algo.

-Claro que quizá no le comprendo a él bien todavía, que no le conozco bien. Parecía, ¿sabe usted? como si siempre le tuviera miedo, por lo serio que estaba siempre, por lo así como orgulloso que parecía. Por supuesto que era sólo por fuera. En el corazón tiene más ternura que yo. Recuerdo cómo me miraba cuando, como ya le he dicho, fui a buscarle con el hatillo de ropa. Pero aun así, le tengo, no sé por qué, demasiado respeto y esto crea cierta desigualdad entre nosotros.

-No, Nastenka -respondí-, eso quiere decir que usted le quiere más que a nadie en el mundo, mucho más de lo que usted se quiere a sí misma.

-Bueno, supongamos que sea así -dijo la inocente Nastenka-. ¿Sabe usted lo que se me ocurre? Pero ahora no quiero hablar por mí sola, sino en general. Esto ya lo pensé hace tiempo. Escuche, ¿por qué no nos tratamos unos a otros como hermanos? ¿Por qué hasta el hombre más bueno disimula y calla en presencia de otro? ¿Por qué no decir sin rodeos lo que tiene uno en el corazón, inmediatamente, cuando sabe uno que su palabra no se la llevará el viento? ¿Por qué parecer más adusto de lo que uno es en realidad? Es como si cada cual temiera violentar los propios sentimientos si los expr:esa libremente.

-¡Ah, Nastenka, dice usted verdadl Eso resulta de varios motivos -interrumpí yo, que en ese instante re primía mis propios sentimientos más que nunca.

-No, no -respondió ella con profunda emoción-. Usted, por ejemplo, no es como los otros. Francamente, no sé cómo decirle lo que siento, pero creo que usted, por ejemplo…, aunque ahora…, me parece que usted sacrifica algo por mí -agregó con timidez, lanzándome una ojeada fugaz-. Perdone que le hable así. Soy una muchacha sencilla, he visto poco mundo y la verdad, no sé cómo expresarme a veces -añadió con voz que algún oculto sentimiento hacía temblar, y procurando sonreír al mismo tiempo-. Pero sólo quería decirle que soy agradecida y que comprendo todo esto… ¡Que Dios se lo pague haciéndole feliz! Lo que me contó usted de su soñador no tiene pizca de verdad; quiero decir, que no tiene ninguna relación con usted. Usted se repondrá. Usted es muy diferente de como se pinta a sí mismo. Si alguna vez se enamora ¡que Dios le haga feliz con ella! A ella no le deseo nada porque será feliz con usted. Lo sé porque soy mujer y debe usted creer lo que digo…

Calló y me apretó la mano con fuerza. A mí la agitación me impidió decir nada. Pasaron algunos instantes.

-Bueno, está visto que no viene hoy -dijo por último alzando la cabeza-. Es tarde…

-Vendrá mañana -dije con voz firme y confiada.

-Sí -añadió ella alegrándose-. Ahora veo que no vendrá hasta mañana. ¡Hasta la vista, pues, hasta mañana! Si llueve quizá no venga. Pero vendré pasado mañana, vendré pase lo que pase. Esté usted aquí sin falta. Quiero verle y le contaré todo.

Seguidamente, cuando nos despedimos, me dio la mano y dijo mirándome serenamente a los ojos:

-En adelante estaremos siempre juntos, ¿verdad?

¡Oh, Nastenka, Nastenka, si supieras qué solo estoy ahora!

Cuando dieron las nueve se me hizo intolerable quedarme en el cuarto. Me vestí y salí a pesar del mal tiempo. Fui al lugar de la cita y me senté en nuestro banco. Hasta entré en su callejuela, pero me dio vergüenza y giré sobre los talones, sin mirar sus ventanas y sin dar más que dos pasos hacia su casa. Llegué a la mía dominado por la tristeza más grande que he sentido en mi vida. ¡Qué tiempo tan crudo y sombrío! Si al menos fuera bueno, me hubiera estado paseando allí toda la noche…

Bueno, hasta mañana. Mañana me lo contará todo. Pero no ha habido carta hoy. Aunque bien mirado, sin embargo, quizá había de ser así. Estarán ya juntos…

Noche cuarta

¡Dios mío, cómo ha terminado todo esto! ¡Qué fin ha tenido!

Llegué a las nueve. Ella ya estaba allí. La observé desde lejos. Estaba, como aquella primera vez, apoyada en la barandilla del muelle y no me oyó acercarme.

-¡Nastenka! exclamé haciendo un esfuerzo por contener mi emoción. Ella al punto se volvió hacia mí.

-¡Bueno -dijo-. de prisa!

La miré perplejo.

-Pero, ¿donde está la carta? ¿Ha traído usted la carta? -repitió asiéndose a la barandilla.

-No, no tengo carta -dije al fin -. ¿Pero es que él no ha venido?

Ella se puso mortalmente pálida y me miró, inmóvil, largo rato. Yo había destruido su última esperanza.

-¡Sea lo que Dios quiera! -dijo al cabo con voz entrecortada-. ¡Qué Dios le perdone si me abandona así!

Bajó los ojos y luego quiso mirarme pero no pudo. Durante algunos minutos probó a dominar su emoción, pero de pronto me volvió la espalda, puso los codos en la barandilla del muelle y se deshizo en lágrimas.

-Basta, basta -empecé a decir, pero, mirándola, no tuve fuerzas para continuar. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir?

-¡Pero qué inhumano y cruel es esto! -empezó de nuevo-. ¡Ni tan siquiera un renglón! Si al menos dijera que no me necesita, que no quiere nada conmigo… ¡Pero eso de no ponerme unas líneas en tres días seguidos! ¡Qué fácil le es agraviar a otros, ofender así a una pobre chica indefensa, cuya única culpa ha sido quererle! ¡Ay, lo que he sufrido estos tres días! ¡Dios mío, Dios mío! Cuando recuerdo que soy yo la que fue a verle por primera vez, que me humillé ante él, que lloré, que mendigué una migaja de amor siquiera… ¡Y después de eso…! ¡Oiga -dijo volviéndose hacia mí, centelleantes sus ojos negros-; eso no puede ser, eso no puede ser así, eso no es natural! Uno de nosotros dos, usted o yo, se habrá equivocado. No habrá recibido la carta. Quizá ésta es la hora en que aún no sabe nada. ¿Cómo es posible? Juzgue usted mismo, dígame, por amor de Dios, explíqueme, porque yo no puedo entenderlo. ¿Cómo es posible portarse tan bárbara y groseramente como él se ha portado conmigo? ¡Ni siquiera una palabra! ¡Hasta a la persona más insignificante del mundo se la trata con más compasión! ¿Es posible que haya oído algo? ¿Es posible que alguien le haya dicho cosas de mí? -gritó volviéndose, inquisitiva, hacia mí-. ¿Qué piensa usted?

-Mire, Nastenka, mañana voy a verle de parte de usted.

-¿Y qué?

-Le pregunto todo y le cuento todo.

-¿Y qué? ¿ Y qué?

-Usted escribe una carta. No diga que no, Nastenka, no diga que no. Le obligaré a respetar el comportamiento de usted, se enterará de todo, y si…

-No, amigo mío, no -interrumpió-. Ya basta. No recibirá de mí una palabra, ni una sola palabra, ni una línea. Ya basta. Ya no le conozco, ya no le quiero, le olvidaré…

No terminó la frase.

-Cálmese, cálmese. Siéntese aquí, Nastenka -dije haciéndola sentarse en el banco.

-¡Pero si estoy tranquila! Basta, así es la vida. Y estas lágrimas ya se secarán. ¿Es que cree usted que me voy a matar? ¿Que me voy a tirar al agua?

Mi corazón rebosaba de emoción. Quise hablar, pero no pude.

-Diga -prosiguió, cogiéndome de la mano-, ¿usted no se portaría así, ¿verdad? ¿No abandonaría a quien hubiera venido a usted por su propia voluntad? ¿Usted no le echaria en cara, con burlas crueles, el tener un corazón débil y crédulo? ¿Usted la protegería? ¿Usted pensaría que era una muchacha sola, que no sabía mirar por sí misma ni cuidarse del amor que sentiría por usted… que ella no tenía la culpa …. que, en fin, no tenía la culpa de… que no había hecho nada malo? ¡Ay, Dios mío, Dios mío!

-¡Nastenka! -exclamé por fin sin poder dominar mi agitación-. Nastenka, usted me está atormentando, usted me destroza el corazón, usted me mata. ¡Nastenka, no puedo callar! ¡Tengo que hablar, decir todo lo que me oprime aquí, en el corazón! Al decir esto me levanté del banco. Ella me cogió de la mano y me miró con asombro.

-¿Qué le pasa? -preguntó por fin.

-Escuche -dije con decisión-. Escúcheme, Nastenka. Todo lo que voy a decirle es absurdo, todo es quimérico y estúpido. Sé que nada de ello puede realizarse, pero no puedo seguir más tiempo callado. ¡En nombre de lo que usted sufre ahora, le ruego de antemano que me perdone!

-Pero, ¿esto qué es? -preguntó cesando de llorar y mirándome con fijeza, mientras en sus ojos sorprendidos brillaba una extraña curiosidad-. ¿Qué le pasa?

-Esto es quimérico, lo sé, pero la quiero a usted, Nastenka. Eso es lo que pasa. Ahora ya lo sabe usted todo -agregué remachando lo dicho con el brazo-. Ahora verá usted si puede hablar conmigo como hablaba hace un momento y si puede escuchar al cabo lo que voy a decirle..,

-Bueno, ¿y qué? -me cortó Nastenka-. ¿Qué hay de nuevo en eso? Ya sabía que me quería usted, aunque creía que me quería así, sencillamente, sin segunda intención… ¡Ay, Dios mío!

-Al principio, sí, sencillamente, pero ahora…, ahora soy exactamente como usted cuando fue a verle a él con el hatillo de ropa. Pero todavía peor, Nastenka porque entonces él no queria a nadie, mientras que ahora usted quiere a otro.

-¿Qué dice usted? No le entiendo a usted en absoluto. Pero dígame, ¿con qué fin, es decir, no con qué fin, sino por qué se pone usted así tan de repente? ¡Cielo santo, estoy diciendo tonterías … ! Pero usted…

Nastenka quedó desconcertada del todo. Se le encendieron las mejillas y bajó los ojos.

-¿Qué hacer, Nastenka, qué hacer? Soy culpable, he abusado de… Pero no, ¡qué va! No, Nastenka. Conozco esto, lo siento, porque me dice el corazón que tengo razón y que de ninguna manera puedo agraviarla o injuriarla. Era amigo de usted y sigo siéndolo. No ha cambiado en nada. Mire cómo se me saltan las lágrimas, Nastenka. ¡Que se me salten, pues! No molestan a nadie. Ya se secarán…

-¡Pero siéntese, siéntese! –dijo obligándome a sentarme en el banco- ¡Ay, Dios mío!

-No, Nastenka, no quiero sentarme! yo ya no puedo seguir aquí más tiempo; usted no me verá ya más. Voy a decirlo todo y me voy. Sólo quiero decir que usted no hubiera sabido nunca que la quiero. Yo hubiera guardado el secreto y no la hubiera martirizado aquí y en este momento con mi egoísmo. Pero es que no he podido aguantar más; usted misma empezó a hablar de esto, usted misma ha tenido la culpa, toda la culpa, y no yo. Usted no puede alejarme de su lado…

-¡Pero claro que no, no señor, yo no le alejo de mi lado! -dijo Nastenka, ocultando, la pobre, su confusión como mejor pudo.

-¿No me aleja usted? Pues entonces yo mismo me voy. Me voy, sólo que antes le contaré a usted todo, porque cuando usted hablaba hace un momento no podía quedarme quieto en mi asiento; cuando usted lloraba, cuando usted sufría porque… (voy a decirlo tal como es, Nastenka), porque es usted desdeñada, porque su amor no es correspondido, ¡yo sentía, por mi parte, tanto amor por usted, tanto amor! Y me daba tanta pena no poder ayudarla con ese amor… que se me partía el alma y… ¡y no pude callar y tuve que hablar, Nastenka, tuve que hablar!…

-¡Sí, sí! ¡Hábleme, hábleme así! –dijo Nastenka con un gesto delicado-. Quizá le parezca extraño que se lo diga, pero… ¡hable! ¡Ya le diré más tarde! ¡Ya le contaré todo!

-¡Me tiene usted lástima, Nastenka, sólo lástima, amiga mía! A lo hecho, pecho. Agua pasada… ¿no es verdad? Bueno, ahora lo sabe usted todo. Algo es algo. ¡Muy bien! ¡Todo está ahora bien! Ahora escuche. Cuando estaba usted ahí sentada llorando, yo pensé para mis adentros (¡ay, déjeme decir lo que pensé!) pensé que (claro que esto, Nastenka, es imposible)… pensé que usted… pensé que usted, no sé cómo…, bueno, por algún extraño motivo ya había dejado de quererle. Entonces -y yo ya pensaba esto, Nastenka, ayer y anteayer-, entonces yo hubiera hecho de modo… hubiera hecho sin duda de modo que usted me hubiera ido tomando cariño, porque usted misma dijo, usted misma afirmó, Nastenka, que ya casi me quería. Ahora, ¿qué más? Bueno, esto es casi todo lo que quería decir: sólo queda por decir lo que pasaría si usted me tomara cariño, nada más. Escuche, amiga mía (porque de todos modos es usted mi amiga), yo, por supuesto, soy un hombre sencillo, pobre, muy poca cosa, pero no importa (estoy tan confuso, Nastenka, que no doy pie con bola); sólo sé que la querría de tal manera… de tal manera la querría, que si usted siguiera queriéndole a él, si siguiera queriendo a ese hombre para mí desconocido, vería usted que mi amor no sería para usted una carga. Usted sólo notaría… sólo sentiría a cada instante que junto a usted latía un corazón honrado, honrado, un corazón ardiente, que para usted… ¡Ay, Nastenka, Nastenka! ¿Qué ha hecho usted conmigo?

-No llore, no quiero que llore -dijo Nastenka levantándose rápidamente del banco-. Vamos, levántese, venga conmigo. No llore más, no llore -siguió diciendo mientras me enjugaba las lágrimas con su pañuelo-. Bueno, vamos; puede que le diga algo… Sí, si ahora él me abandona, si me olvida, aunque yo todavía le quiero (no me propongo engañarle a usted)… Pero escuche y contésteme. Si yo, por ejemplo, le tomara cariño a usted, es decir, si yo… ¡Ay, amigo mío, amigo mío! ¡Cómo me doy plena cuenta ahora de que le ofendí cuando me reí de su amor, cuando le elogiaba Por no haberse enamorado de mí … ! ¡Ay Dios! ¿Pero cómo no preví esto? ¿Cómo no lo preví? ¿Cómo pude ser tan tonta? pero, en fin, estoy decidida. Voy a contarle todo…

-Mire, Nastenka, ¿sabe lo que voy a hacer? Me alejo de usted. Sí, eso, me voy de su lado. No hago más que martirizarla. Ahora le remuerde la conciencia porque se rió usted de mí, y no quiero… eso, no quiero que, junto a la pena que siente…, yo, por supuesto, tengo la culpa, Nastenka, pero… ¡adiós!

-Deténgase y escúcheme. ¿Es que no puede esperar?

-¿Esperar qué?

-Yo le quiero a él, pero esto pasará, esto tiene que pasar. Es imposible que no pase, está pasando ya, lo siento… ¿Quién sabe? Quizá termine hoy mismo, porque le odio, porque se ha reído de mí, mientras que usted ha llorado aquí conmigo, porque usted no me hubiera repudiado como él lo ha hecho, porque usted me quiere y él no, porque, en suma, yo le quiero a usted… ¡Sí, le quiero! Le quiero como usted me quiere a mí; y, a decir verdad, yo misma se lo he dicho antes, usted mismo lo oyó. Le quiero porque es usted mejor que él, porque es usted más noble que él, porque, porque él…

La emoción de la pobre muchacha era tan fuerte que no terminó la frase; puso la cabeza en mi hombro, luego en mi pecho y rompió a llorar amargamente. Traté de consolarla, de convencerla, pero no cesaba en su llanto; sólo me apretaba la mano y decía entre sollozos: «¡Espere, espere, que acabo en seguida! Quiero decirle… no piense usted que estas lágrimas… esto no es más que debilidad; espere a que pase … » Por fin se serenó, se enjugó las lágrimas y proseguimos nuestro paseo. Yo hubiera querido hablar, pero ella siguió diciéndome que esperara. Guardamos silencio … Al fin, sacó fuerzas de flaqueza y rompió a hablar …

-Mire -empezó a decir con voz débil y trémula, pero en la que de pronto empezó a vibrar algo que entró en mi corazón y lo llenó de dulce alegría-, no me crea usted liviana e inconstante. No piense que soy capaz de cambiar y olvidar tan ligera y rápidamente… Le he querido a él un año entero y juro por lo más sagrado que nunca, nunca le he faltado, ni con el pensamiento siquiera. Él ha desdeñado esto y se ha reído de mí ¡qué se le va a hacer! Me ha agraviado y me ha lastimado el corazón. No… no le quiero, porque sólo puedo querer lo que es generoso, lo que es comprensivo, lo que es noble -porque yo soy así y él es indigno de mí- bueno, ¿qué se le va a hacer? Mejor es que haya obrado así ahora y no que más tarde me hubiera enterado con desengaño de cómo es… Bien, ¡pelillos a la mar! Pero ¿quién sabe, mi buen amigo? -prosiguió, apretándome la mano-. ¿Quién sabe si quizá todo el amor mío no fue más que un engaño de los sentidos, de la fantasía? ¿Quién sabe si no empezó como una travesura, como una chiquillada, por hallarme bajo la vigilancia de la abuela? Quizá debiera amar a otro, y no a él, no a un hombre como él, sino a otro que me tuviera lástima y… Pero dejemos esto, dejémoslo -interpuso Nastenka, a quien ahogaba la agitación-, sólo quería decirle… quería decirle que sí, a pesar de que le quiero a él (no, que le quería), si, a pesar de eso, dice usted todavía…, si siente usted que su cariño es tan grande que puede con el tiempo reemplazar al anterior en mi corazón… si de veras se compadece usted de mí, si no quiere dejarme sola en mi desgracia, sin consuelo, sin esperanza, si promete amarme siempre como ahora me ama, en ese caso le juro que la gratitud …. que mi cariño acabará siendo digno del suyo… ¿me cogerá usted de la mano ahora?

-Nastenka -grité ahogado por los sollozos-. ¡Nastenka, oh, Nastenka!

-¡Bueno, basta, basta! ¡Bueno, basta ya de veras! -dijo, haciendo un esfuerzo para calmarse-. Ahora ya está todo dicho, ¿verdad? ¿No es así? Usted es feliz y yo soy feliz. No se hable más del asunto. Espere, no me apure… ¡Hable de otra cosa, por amor de Dios!…

-¡Sí, Nastenka, sí! Con eso basta, ahora soy feliz… Bueno, Nastenka, bueno, hablemos de otra cosa. ¡A ver, a ver, de otra cosa! Sí, estoy dispuesto…

No sabíamos de qué hablar, reíamos, llorábamos, decíamos mil palabras sin ton ni son. Marchábamos por la acera y de repente volvíamos sobre nuestros pasos y cruzábamos la calle. Luego nos parábamos y volvíamos al muelle. Parecíamos chiquillos…

-Ahora vivo solo, Nastenka -decía yo-, pero ma ñana… Ya sabe usted, Nastenka, que, por supue sto, soy pobre. En total, no tengo más que 1.200 rublos, pero eso no importa…

-Claro que no. Además la abuela tiene una pensión y no será una carga. Tenemos que llevarnos a la abuela.

-Desde luego hay que llevarse a la abuela… Ahora bien, también está Matryona…

-¡Ah, sí, y nosotras tenemos a Fyokla!

-Matryona es buena, pero tiene un defecto. Carece de imaginación, Nastenka, carece por completo de imaginación. Pero eso no tiene importancia.

-Ninguna. Pueden vivir juntas. Entonces se muda usted a nuestra casa.

-¿Cómo? ¿A casa de ustedes? Muy bien, estoy dispuesto.

-Sí, como inquilino. Ya le he dicho que tenemos un desván en lo alto de la casa y que está vacío. Teníamos una inquilina, una vieja de familia noble, pero se nos fue, y sé que la abuela busca ahora a un joven. Yo le pregunto: «¿Por qué un joven?» Y ella dice: «Porque ya soy vieja; pero no vayas a creerte, Nastenka, que te estoy buscando marido.» Yo sospechaba que era para eso…

-¡Ay, Nastenka!

Y los dos rompimos a reír.

-Bien, basta ya. ¿Y usted dónde vive? Ya se me ha olvidado.

-Ahí, junto a uno de los puentes, en casa de Barannikov.

-¿Esa casa tan grande?

-Sí, esa casa tan grande.

-Ah, sí, ya sé, es una casa hermosa. Bueno, pues ya sabe que mañana la deja y se viene con nosotras cuanto antes…

-Pues mañana, Nastenka, mañana. Estoy algo retrasado con el pago del alquiler, pero no importa… Voy a recibir mi paga pronto y…

-Y ¿sabe?, quizá yo dé lecciones. Yo misma me instruiré y daré lecciones…

-¡Magnífico! Y yo recibiré pronto una gratificación, Nastenka…

-De modo que mañana será usted un inquilino…

-Sí, e iremos a oír El Barbero de Sevilla, porque lo van a poner pronto otra vez.

-Sí que iremos -dijo riendo Nastenka-. No. Mejor será que vayamos a oir otra cosa en lugar de El Barbero.

-Bueno, muy bien, otra cosa. Claro que será mejor. No había pensado…

Hablando así, íbamos y veníamos como aturdidos, como caminantes en la niebla, como si no supiéramos qué nos pasaba. A veces nos parábamos y charlábamos largo rato en un mismo lugar; a veces reanudábamos nuestras ¡das y venidas y llegábamos hasta Dios sabe dónde, y allí vuelta a reír y vuelta a llorar… De pronto, Nastenka decidió volver a casa. Yo no me atreví a retenerla y quise acompañarla hasta la puerta misma. Nos pusimos en camino y al cabo de un cuarto de hora nos hallamos de nuevo en nuestro banco del muelle. Allí suspiró y alguna lagrimilla volvió a bañarle los ojos. Yo quedé cohibido y perdí un tanto mi ardor… Pero ella, allí mismo, me apretó la mano y me arrastró de nuevo a caminar, a charlar, a contar cosas…

-Ya es hora de que vaya a casa, ya es hora. Pienso que debe ser muy tarde -dijo por fin Nastenka-, ¡basta ya de chiquilladas!

-Sí, Nastenka, pero lo que es dormir, no dormiré ahora. Yo no me voy a casa.

-Yo parece que tampoco voy a dormir. Pero acompañeme usted.

-Por supuesto.

-Esta vez, sin embargo, es preciso que lleguemos hasta mi casa.

-Claro. Por supuesto.

-¿Palabra de honor?… Porque alguna vez habrá que volver a casa.

-Palabra de honor –contesté riendo.

-Bueno, andando.

-Andando.

-Mire el cielo, Nastenka, mírelo. Mañana va a hacer buen día. ¡Qué cielo tan azul! ¡Qué luna! ¡Mire cómo la va a cubrir esa nube amarilla, mire, mire! No, ha pasado junto a ella. ¡Mire, mire!

Pero Nastenka no miraba la nube, sino que, clavada en el sitio, guardaba silencio. Un instante después comenzó a apretarse contra mí con una punta de timidez. Su mano temblaba en la mía. La miré… Ella se apoyó contra mí con más fuerza aún. En ese momento paso junto a nosotros un joven. Se detuvo de repente, nos miró de hito en hito y luego dio unos pasos más. Mi corazón tembló.

-Nastenka -dije yo a media voz-. ¿Quién es, Nastenka?

-Es él -respondió con un murmullo, apretándose aún más estremecida contra mí. Yo apenas podía tenerme de pie.

-¡Nastenka! ¡Nastenka! ¡Eres tú! -exclamó una voz tras nosotros y en ese momento el joven dio unos pasos hacia donde estábamos.

¡Dios mío, qué grito dio ella! ¡Cómo temblaba! ¡Cómo se libró forcejeando de mis brazos y voló a su encuentro! Yo me quedé mirándolos con el corazón deshecho. Pero apenas le dio ella la mano, apenas se hubo lanzado a sus brazos, cuando de pronto se volvió de nuevo hacia mí, corrió a mi lado como una ráfaga de viento, como un relámpago, y antes de que yo me diera cuenta, me rodeó el cuello con los brazos y me besó con fuerza, ardientemente. Luego, sin decirme una palabra, corrió otra vez a él, le cogió de la mano y le arrastró tras sí.

Yo me quedé largo rato donde estaba, siguiéndoles con la mirada. Por fin se perdieron de vista.

La mañana

Mis noches terminaron con una mañana. El día estaba feo. Llovía, y la lluvia golpeaba tristemente en mis cristajes. Mi cuarto estaba oscuro y el patio sombrío. La cabeza me dolía y me daba vueltas. La fiebre se iba adueñando de mi cuerpo.

-Carta para ti, señorito. El cartero la ha traído por correo interior –dijo Matryona inclinada sobre mí.

-¿Una carta? ¿De quien? -grité saltando de la silla.

-No tengo idea, señorito. Mira bien. Puede que esté escrito ahí.

Rompí el sello. Era de ella.

«Perdone, perdóneme -me decía Nastenka-, de rodillas se lo pido, perdóneme. Le he engañado a usted y me he engañado a mí misma. Ha sido un sueño, una ilusión… ¡No puede imaginarse cómo le he echado de menos hoy! ¡Perdóneme, perdóneme!

»No me culpe, porque en nada he cambiado con respecto a usted. Le dije que le amaría y ya le amo, y aún le amo más de la cuenta. ¡Ay, Dios mío! ¡Si fuera posible amarles a ustedes dos a la vez! ¡Ay, si fuera usted él! »

«¡Ay, si él fuera usted!» -me cruzó por la mente. ¿Recordé tus propias palabras, Nastenka?

«¡Dios sabe lo que yo haría por usted ahora! Sé que está usted apesadumbrado y triste. Le he agraviado, pero ya sabe usted que quien ama no recuerda largo tiempo el agravio. Y usted me ama.

»Le agradezco, sí, le agradezco a usted ese amor. Porque ha quedado impreso en mi memoria como un dulce sueño, un sueño de esos que uno recuerda largo rato después de despertar; siempre me acordaré del momento en que usted me abrió su corazón tan fraternalmente, en que tomó en prenda el mío, destrozado, para protegerlo, abrigarlo, curarlo… Si me perdona, mi recuerdo de usted llegará a ser un sentimiento de gratitud que nunca se borrará de mi alma… Guardaré ese recuerdo, le seré fiel, no le haré traición, no traicionaré mi propio corazón; es demasiado constante. Ayer se volvió al momento hacia aquél a quien ha pertenecido siempre.

»Nos encontraremos, usted vendrá a vernos, no nos abandonará, será siempre mi amigo, mi hermano. Y cuando me vea me dará la mano… ¿verdad? Me la dará usted en señal de que me ha perdonado, ¿verdad? ¿Me querrá usted como antes?

»Quiérame, sí, no me abandone, porque yo le quiero tanto en este momento… porque soy digna de su amor, porque lo mereceré… ¡mi muy querido amigo! La semana entrante nos casamos. Ha vuelto enamorado, nunca me olvidó. No se enfade usted porque hablo de él. Quisiera ir con él a verle a usted; usted le cobrará afecto, ¿verdad?

»Perdónenos, y recuerde y quiera a su

Nastenka.»

Leí varias veces la carta con lágrimas en los ojos. Por fin se me escapó de las manos y me cubrí la cara.

-¡Mira, mira, señorito! -exclamó Matryona.

-¿Qué pasa, vieja?

-Que he quitado todas las telarañas del techo. Ahora, cásate, invita a mucha gente, antes de que el techo se ensucie otra vez…

Miré a Matryona… Era todavía una vieja joven y vigorosa. Pero no sé por qué, de repente se me figuró apagada de vista, arrugada de piel, encorvada, decrépita. No sé por qué me pareció de pronto que mi cuarto envejecía al par que Matryona. Las paredes y los suelos perdían su lustre; todo se ajaba; las telarañas agranda ban su dominio. No sé por qué, cuando miré por la ventana, me pareció que la casa de enfrente también se deslustraba y se ajaba, que el estuco de sus columnas se desconchaba, se desprendía, que las cornisas se ennegrecían y agrietaban, y que las paredes se cubrían de manchas de un amarillo oscuro y chillón…

Quizá fuera un rayo de sol que, tras surgir de detrás de una nube preñada de lluvia, volvió a ocultarse de repente y lo oscureció todo a mis ojos. O quizá la perspectiva entera de mi futuro se dibujó ante mí tan sombría, tan melancólica, que me vi como soy efectivamente ahora, quince años después, como un hombre envejecido, que sigue viviendo en este mismo cuarto, tan solo como antes, con la misma Matryona, que no se ha despabilado nada en todos estos años.

¿Pero suponer que escribo esto para recordar mi agravio, Nastenka? ¿Para empañar tu felicidad clara y serena? ¿Para provocar con mis amargas quejas la angustia en tu corazón, para envenenarlo con secretos remordimientos y hacerlo latir con pena en el momento de tu felicidad? ¿Para estrujar una sola de esas tiernas flores con que adornaste tus negros rizos cuando te acercaste con él al altar … ? ¡Ah, nunca, nunca! ¡Que brille tu cielo, que sea clara y serena tu sonrisa, que Dios te bendiga por el minuto de bienaventuranza y fe licidad que diste a otro corazón solitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventuranza! Pero, ¿acaso eso es poco para toda una vida humana?

Jean Paul Sartre: Eróstrato. Cuento

sartreA los hombres hay que mirarlos dede arriba. Yo apagaba la luz y me asomaba a la ventana; ni siquiera sospechaban que se les pudiera observar desde arriba. Cuidan mucho la fachada, algunas veces, incluso, la espalda, pero todos sus efectos están calculados para espectadores de no más de un metro setenta.

¿Quién ha reflexionado alguna vez en la forma de hongo de un sombrero visto desde un sexto piso? No se cuidan de defender sus hombros y sus cráneos con colores vivos y con géneros chillones, no saben combatir ese gran enemigo de lo humano: la perspectiva de arriba a abajo.

Yo me asomaba y me echaba a reir; ¿dónde estaba, pues, ese famoso estar de pie del que se sienten tan orgullosos?, se aplastan contra la acera y dos largas piernas semi-rampantes salen abajo de sus hombros.

Es en el balcón de un sexto piso donde debería haber pasado toda mi vida.

Es necesario apuntalar las superioridades morales con símbolos materiales, sin lo cual se desplomarían. Pero, precisamente, ¿cuál es mi superioridad sobre los hombres? Una superioridad de posición; ninguna otra; me he colocado por encima de la humanidad que está en mí y la contemplo. He aquí porque me gustaban las torres de Notre Dame, las plataformas de la Torre Eiffel, el Sacré-Coeur, mi sexto piso de la Calle Delambre. Son excelentes símbolos.

Algunas veces era necesario volver a bajar a las calles. Para ir a la oficina, por ejemplo. Yo me ahogaba. Cuando uno está al mismo nivel de los hombres es mucho más dificil considerarlos como hormigas: tocan.

Una vez ví a un tipo muerto en la calle. Había caido de narices. Le volvieron, sangraba. Ví sus ojos abirtos, su aire opaco y toda esa sangre. Me dije:

No es nada, no es más impresionante que la pintura fresca. Le han pintado la nariz de rojo, eso es todo.

Pero sentí una sucia dulsura que me invadía desde las piernas hasta la nuca; me desvanecí. Me llevaron a una farmacia, me golpearon en la espalda y me hicieron beber alcohol. Los hubiera matado.

Yo sabía que eran mis enemigos, pero ellos no lo sabían. Se amaban entre sí, se ponían hombro con hombro, y a mí me hubieran dado una mano por aquí o por allá, porque me creían su semejante.

Pero si hubieran podido adivinar la más ínfima parte de la verdad, me hubieran golpeado.

Por lo demás, más tarde lo hicieron. Cuando me detuvieron y supieron quién era en realidad, me torturaron, me golpearon durante dos horas, en la comisaría me dieron de bofetadas y de trompadas, me retorcieron los brazos, me arrancaron el pantalón y luego, para terminar, arrojaron mis anteojos al suelo, y mientras los buscaba a tientas y materialmente en cuatro patas, me dieron, riéndose, algunos puntapiés en el culo.

Previ siempre que terminarían por golpearme: no soy fuerte y no puedo defenderme. Los había que me acechaban desde hacía mucho tiempo: los grandes. Me atropellaban en la calle, para reirse, para ver lo que hacía. Yo no decía nada. Hacía como si nada hubiera notado. Y no obstante, ellos me vejaron. Yo les tenía miedo, era un presentimiento. Pero ustedes se imaginarán que tenía razones más serias para odiarlos.

Desde este punto de vista todo fue mucho mejor a partir del día en que me compré un revolver. Uno se siente fuerte cuando lleva asiduamente una de esas cosas que pueden estallar y hacer ruido. Lo sacaba el domingo, lo ponía sencillamente en el bolsillo de mi pantalón y luego iba a pasearme -en general por los bulevares.

Sentía que tiraba de mi pantalón como un cangrejo, lo sentía completamente frío contra mi muslo. Pero se calentaba poco a poco, al contacto de mi cuerpo.

Yo andaba con cierta rigidez, tenía el aspecto de un tipo que está engallado, pero al que su verga frena a cada paso.

Deslizaba la mano en el bolsillo y tocaba el objeto. De cuando en cuando entraba en un mingitorio -aún allí adentro ponía mucha atención porque a menudo hay vecinos- sacaba mi revólver, lo sopesaba, miraba su culata de cuadros negros y su gatillo negro que parece un párpado semicerrado. Los otros, los que veían desde afuera mis píes separados y la parte de abajo de mis pantalones, creían que orinaba. Pero nunca orino en los mingitorios.

Una tarde se me ocurrió la idea de tirar a los hombres. Era un sábado por la noche, había salido en busca de Lea, una rubia que callejea ante un hotel de la calle Montparnasse. Nunca he tenido comercio íntimo con una mujer: me hubiera sentido robado. Uno se les sube encima, por supuesto, pero ellas nos devoran el bajo vientre con sus grandes bocas peludas y, por lo que he oido decir, son las que salen ganando -y con mucho- en este cambio. Yo no le pido nada a nadie, pero tampoco quiero dar nada. A lo más hubiera necesitado una mujer fría y piadosa que me soportara con disgusto.

El primer sábado de cada mes yo subia con Lea a una habitación del Hotel Duquesne. Se desvestía y yo la miraba sin tocarla. A veces, eso salía sólo en mi pantalón, otras veces tenía tiempo de volver a casa para terminar allí.

Esa noche no la encontré en su sitio de costumbre. Esperé un momento y como no la ví venir supuse que estaría enferma. Era principio de enero y hacía mucho frío. Quede desolado: soy un imaginativo y me había representado vivamente el placer que esperaba obtener de esa velada.

Había en la calle Odesa una morena que yo había visto a menudo, un poco madura, pero firme y regordeta; yo no detesto las mujeres maduras; cuando están desvestidas parecen más desnudas que las otras. Pero ella no estaba al corriente de lo que me convenía y me intimidaba un poco exponerle aquello de cabo a rabo. Y además, yo desconfío de las recién conocidas; esas mujeres pueden muy bien ocultar un granuja detrás de la puerta, y después el individuo aparece de pronto y le quita a uno el dinero. Puede uno considerarse afortunado si no le da unos puñetazos. Sin embargo, esa noche sentía no sé que audacia; decidí pasar por casa para tomar mi revolver y tentar la aventura.

Cuando un cuarto de hora más tarde abordé a la mujer, el arma estaba en mi bolsillo y ya no temía nada. Al mirarla de cerca, ví que tenía más bien un aspecto miserable. Se parecía a mi vecina de enfrente, la mujer del ayudante, y quedé muy satisfecho de esto, porque hacía mucho tiempo que tenía deseos de verla encuerada. Se desvestía con la ventana abierta cuando no estaba el ayudante, y a menudo yo me quedaba detrás de la cortina para sorprenderla. Pero se arreglaba en el fondo de la pieza.

En el Hotel Estela no quedaba más que una habitación libre en el cuarto piso. Subimos. La mujer era bastante pesada y se detenía en cada escalón para respirar. Yo subía con facilidad; tengo un cuerpo seco, pese a mi vientre, y son necesarios más de cuatro pisos para hacerme perder el aliento.

En el descansillo del cuarto piso se detuvo y se puso la mano derecha sobre el corazón respirando con fuerza. En la mano izquierda tenía la llave de la habitación.

– Es alto-, dijo tratando de sonreirme.

Le tomé la llave sin contestarle, y abrí la puerta. Tenía el revólver en la mano izquierda, apuntado derecho ante mí, a través del bolsillo y no lo dejé hasta después de haber girado la perilla de la puerta. La pieza estaba vacía. Sobre el lavabo había puesto una pequeña pastilla de jabón verde, para lavarse después de eso. Sonreí: conmigo no son necesarios ni los lavabos ni las pastillitas de jabón. La mujer seguía resoplando detrás de mí; eso me excitaba. Me volví, me tendió los labios, la rechacé.

– ¡Desvístete! -le dije.

Había un sillón de tapicería; me senté confortablemente. Es en estos casos cuando lamento no fumar. La mujer se quitó el vestido y luego se detuvo arrojándome una mirada de desconfianza.

– ¿Cómo te llamas? -le dije echándome hacia atrás.

– Renée.

– Pues bueno, Renée, date prisa, estoy esperando.

– ¿No te desvistes?

– ¡Bah, bah! -le dije-, no te ocupes de mí.

Dejó caer los calzones a sus pies, después los recogió y los colocó cuidadosamente sobre su traje junto con el corpiño.

– ¿Así que eres un viciocillo, querido, un perezosito? -me preguntó-, ¿quieres que sea tu mujercita la que haga todo el trabajo?

Al mismo tiempo dió un paso hacia mí, y apoyándose con las manos sobre los brazos de mi sillón, trató pesadamente de arrodillarse ante mis piernas. Pero la levanté con rudeza:

– ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! -le dije.

Me miró con sorpresa.

– Pero, ¿qué quieres que te haga?

– Nada, caminar, pasearte, no te pido más.

Se puso a andar de un lado a otro, con aire torpe. Nada molesta más a las mujeres que andar cuando están desnudas. No tiene costumbre de apoyar los talones en el suelo. La mujerzuela encorvaba la espalda y dejaba colgar los brazos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria: estaba allí tranquilamente sentado en un sillón, cubierto hasta el cuello; había conservado hasta los guantes puestos y esa señora madura se había desnudado totalmente bajo mis órdenes y daba vuelta a mi alrededor.

Volvió la cabeza y para salvar las apariencias me sonrió coquetamente:

– ¿Me encuentras linda? ¿Deleito tus miradas?

– ¡No te ocupes de ello! -le dije.

– Dime -preguntó con súbita indignación- ¿tienes intención de hacerme caminar así mucho tiempo?

– ¡Siéntate! -le ordené.

Se sentó sobre la cama y nos miramos en silencio. Tenía la carne de gallina. Se oía el tic-tac de un despertador al otro lado de la pared. De pronto le dije:

– ¡Abre las piernas!

Dudó un cuarto de segundo, luego obedeció. Miré y olí entre sus piernas. Luego me puse a reir tan fuerte que se llenaron los ojos de lágrimas. Le dije sencillamente:

– ¿Te das cuenta?

Y me volví a reir.

Me miró con estupor, después enrojeció violentamente y cerró las piernas.

– ¡Cochino! -dijo entre dientes.

Pero yo reía más fuerte; entonces se levantó de un salto y tomó su corpiño de la silla.

– ¡Eh! ¡Alto! -le dije- esto no ha terminado. Te daré en seguida cincuenta francos, pero quiero algo por mi dinero.

Ella tomó nerviosamente sus calzones.

– No entiendo. ¿Comprendes? No sé lo que quieres. Y si me has hecho subir para burlarte de mi.

Entonces saqué mi revólver y se lo mostré. Me miró con aire serio y dejó caer sus calzones sin decir nada.

– ¡Camina! -le ordene- ¡Paséate!

Se paseó durante cinco minutos, luego le dí mi bastón y la obligué a hacer ejercicio. Cuando sentí mi calzoncillo humedo me levanté y le tendí un billete de cincuenta francos. Lo tomó.

– Hasta luego -agregué-, no te he fatigado mucho por ese precio.

Me fui. La dejé totalmente desnuda en medio de la habitación, con su corpiño en una mano, y el billete de cincuenta francos en la otra. No lamentaba mi dinero, la había aturdido y eso que no se asombra facilmente a una ramera. Pensé bajando la escalera:

Eso es lo que quería, asombrarlos a todos.

Estaba felíz como un niño. Me llevé el jabón verde y cuando volví a casa lo froté largo tiempo bajo el agua caliente, hasta que no fue más que una delgada película entre mis dedos, parecida a un bombón muy chupado de menta.

Pero por la noche desperté sobresaltado y volví a ver su rostro, los ojos que pusó cuando le mostré el arma y su gordo vientre que saltaba a cada uno de sus pasos.

– ¿Qué estúpido fui? -me dije. Y sentí un amargo remordimiento. ¡Hubiera disparado en aquél momento! ¡Debí agujerear ese gordo vientre dejándolo como una espumadera!

Esa noche y las tres que siguieron, soñé con seis agujeritos rojos agrupados en círculo alrededor de un ombligo.

Desde entonces no volví a salir sin mi revólver. Miraba la espalda de la gente y me imaginaba, según caminaban, el modo como caerían si les disparara. Los domingos tomé la costumbre de ir a apostarme delante del Chátelet, a la salida de los conciertos clásicos.

A eso de las seis escuchaba un timbre y las obreras venían a sujetar las puertas vidrieras con los ganchos. Así empezaba la cosa: la multitud salía lentamente; la gente marchaba con paso flotante, los ojos llenos todavía de ensueño, el corazón todavía lleno de bellos sentimientos. Había muchos que miraban a su alrededor con aire asombrado; la calle debía parecerles totalmente azul. Entonces sonreían con misterio: pasaban de un mundo a otro, y era en ese otro donde yo les esperaba. Había deslizado mi mano derecha en el bolsillo y apretaba con todas mis fuerzas la culata del arma. Al cabo de un momento me veía disparándoles el arma. Los derribaba como a muñecos en un juego de feria, caían unos sobre otros y los sobrevivientes, presas de pánico, refluían en el teatro rompiendo los vidrios de las puertas. Era un juego muy enervante; mis manos temblaban; por último me veía obligado en ir a beber un cognac en Dreber para reconfortarme.

A las mujeres no las hubiera matado. Les hubiera tirado a los riñones o quizá a las pantorrillas para hacerlas bailar.

Todavía no tenía nada decidido. Pero se me ocurrió hacer todo como si mi decisión estuviera tomada. Comencé por arreglar los detalles accesorios. Fuí a ejercitarme en un polígono de la feria de Denfert-Rochereau. Mis cartones no eran muy buenos, pero los hombres ofrecen blancos más grandes, sobre todo cuando se tira a quemarropa. En seguida me ocupé de mi publicidad. Elegí un día en que todos mis colegas estaban reunidos en la oficina. Un lunes por la mañana. Por sistema era muy amable con ellos, aunque tenía horror de estrecharles la mano. Se quitaban los guantes para decir buenos días, tenían una obcena manera de desnudar la mano, de bajar el guante y deslizarlo lentamente a lo largo de los dedos, descubriendo la desnudez gruesa y arrugada de la palma. Yo conservaba siempre mis guantes puestos.

El lunes por la mañana no se hace gran cosa. La dactilógrafa del servicio comercial vino a traernos los recibos. Lemercier bromeó con ella amablemente y cuando salió, todos detallaron sus encantos con enervante competencia. Luego hablaron de Lindbergh. Les gustaba mucho Lindbergh. Yo es dije:

– A mi me gustan los héroes negros.

– ¿Los africanos? -preguntó Massé.

– No, negros, como se dice Magia Negra. Lindbergh es un héroe blanco. No me interesa.

– Vaya a ver si es facil atravesar el Atléntico -dijo agriamente Bouxin.

Les expuse mi concepto de héroe negro.

– Un anarquista -resumió Lemercier.

– No -dije suavemente-, los anarquistas quieren a su manera a los hombres.

– Sería entonces un trastornado.

Pero Massé, que tenía algunas lecturas, intervino en ese momento:

– Conozco su tipo -me dijo- se llama Eróstrato. Quiso ser célebre y no encontró mejor medio que quemar el Templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo.

– ¿Y cómo se llamaba el arquitecto de ese templo?

– No me acuerdo -confesó-, hasta creo que nunca se ha sabido su nombre.

– ¿De veras? ¿Y usted recuerda el nombre de Eróstrato? Ya ve que éste no había calculado tan mal.

La conversación terminó con estas palabras, pero quedé tranquilo; la recordarían en su momento. En cuanto a mí, que hasta entonces no había oido jamás hablar de Eróstrato, me envalentoné con su historia. hacia más de dos mil años que habia muerto y su recuerdo brillaba todavía como un diamante negro. Comencé a creer que mi destino sería corto y trágico. Aquello me dió miedo al principio y después me acostumbré. Si se mira desde cierto punto de vista es atroz; pero desde otro, otorga al instante que pasa una belleza y una fuerza considerables.

Cuando bajaba a la calle sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo; yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo, un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido del magnesio.

En esa época me ocurrió tener muchas noches el mismo sueño. Yo era un anarquista, me había colocado al paso del Zar y llevaba conmigo una máquina infernal. A la hora precisa pasaba el cortejo estallaba la bomba y saltábamos en el aire, yo, el Zar y tres oficiales adornados de oro, bajo los ojos de la multitud.

Permanecí entonces semanas enteras sin aparecer por la oficina. Me paseaba por las calles, entre mis futuras víctimas, o bien, me encerraba en mi habitación y hacía planes.

Me despidieron a comienzos de octubre. Ocupé entonces mis ocios en redactar la siguiente carta que copié en ciento dos ejemplares:

Señor:

Usted es célebre y de sus obras se imprimen treinta mil ejemplares. Voy a decirle por qué: porque ama a los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin conocerlo, siente simpatía por él. Le agrada su cuerpo por la manera en que está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos. Se deleita cuando el vecino toma una taza de la mesa, porque tiene una manera de tomarla que es exclusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-, menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no es así?

Le gusta también la carne del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden soportar.

A usted le es fácil, pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo, un acento púdico pero entusiasta.

La gente se arroja sobre sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas cosas: de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela: es una buena acción.

Supongo que tendrá usted curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no tiene más que seis balas. Es una monstruosidad, ¿no es así? Y además un acto correctamente impolítico. Pero le repito que no puedo quererlos. Comprendo muy bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mi me disgusta. Como usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos y hojeando con la mano izquierda una revista barata. ¿Es culpa mia si prefiero asistir a la comida de las focas?

El hombre no puede hacer nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca, suben y bajan y parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso le agrada, lo sé; es lo que llama la vigilancia del espíritu. Pero a mi me da nauseas; no sé por qué: así he nacido.

Si no hubiera entre nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y tres años que tropiezo contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito: Nadie entre aquí si no es humanitario. He debido abandonar todo lo que he emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada, o bien tarde o temprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de mí, a formular, los pensamientos que no le destinaba expresamente; permanecían en mi como ligeros movimientos orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo: hubiera querido palabras mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuántas conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última vez. Ya se lo digo: hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si le permiten a usted picotear.

Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos.

Adios, señor; tal vez será a usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le hare saltar los sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en el Bulevard Edgard Quinet. usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no estoy furioso; por el contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distinguida.

Paul Hilbert.

Coloqué las ciento dos cartas en ciento dos sobres y escribí sobre ellos las direcciones de ciento dos escritores franceses; luego puse todo en un cajón de mi escritorio con seis libretas de sellos de correo.

Durante los quince días que siguieron salí muy poco. Me dejaba invadir lentamente por mi crimen. En el espejo, donde a veces iba a mirarme, comprobaba con placer los cambios de mi rostro. Los ojos se habían agrandado, se comían toda la cara. Estaban negros y tiernos tras de los espejuelos, y yo los hacía girar como planetas. Bellos ojos de artista y de asesino.

Pero esperaba cambiar mucho más profundamente todavía después de la matanza.

Ví las fotos de esas dos lindas muchachas sirvientas que mataron y robaron a sus patronas. Ví las fotos del antes y después. Antes sus rostros se baanceaban como discretas flores encima de sus cuellos de tallo. Respiraban limpieza y apetecible honestidad. Una discreta tijera había ondulado del mismo modo sus cabellos. Y más tranquilizadora todavía que sus cabellos rizados, que sus cuellos y que su aire de estar de visita en casa del fotógrafo, era su semejanza de hermanas, semejanza tan evidente que ponía de inmediato de manifiesto los lazos de sangre y las raíces naturales del grupo familiar. En el después, sus caras resplandecían como incendios. Llevaban el cuello desnudo de las futuras decapitadas. Arrugas por todas partes, horribles arrugas de miedo y de odio, pliegues, agujeros en la carne como si un animal con garras hubiera arañado en redondo sobre sus caras. Y esos ojos, siempre esos grandes ojos negros y sin fondo -como los míos. Ya no se parecían. Cada una llevaba a su manera el recuerdo de su crimen común.

Si basta, me decía, un delito en el que el azar tuvo la mayor parte para transformar así esas cabezas de orfelinato, ¡qué no puedo esperar de un crímen enteramente concebido y realizado por mí!

Se apoderaría de mí, transtornaría mi fealdad demasiado humana …; un crímen, eso corta en dos la vida del que lo comete.

Ha de haber momentos en que no desearía volver atrás, pero está allí, detrás de uno, obstruyendo el túnel, ese mineral chispeante.

No pedía más que una hora para gozar del mio, para sentir su puño aplastante. ¡Por esa hora, sacrificaría todo!

Decidí ejecutarlo en la calle Odesa. Aprovecharía el enloquecimiento para huir, dejándolos recoger sus muertos. Correría, atravesaría rápidamente el Bulevard Edgar Quinet y volvería rápidamente a la calle Delambre. No necesitaría más de treinta segundos para llegar a la puerta de la casa donde vivo. En ese momento mis perseguidores estarían todavía en el Bulevard Edgard Quinet, perderían mi rastro y necesitarían seguramente más de una hora para volverlo a encontrar. Los esperaría en mi casa y cuando los sintiera golpear la puerta, volvería a cargar mi revólver y me dispararía en la boca.

Yo vivía más cómodamente; me había entendido con un fondero de la calle Vavin que me hacía llevar a la mañana y a la noche buenos platitos. El dependiente llamaba, yo no abría, esperaba algunos minutos, luego entreabría la puerta y veía en un gran cesto colocado sobre el suelo algunos platos llenos que humeaban.

El 27 de octubre a las seis de la tarde me quedaban diecisite francos con cincuenta centavos. Tomé mi revólver y el paquete de cartas, baje. Tuve el cuidado de no cerrar la puerta para poder entrar más rápidamente, después de dar el golpe. No me sentía bien; tenía las manos frías y la sangre amontonada en la cabeza, los ojos me cosquilleaban. Miraba la tienda, el hotel de las Escuelas, la papelería donde compré los lápices y no reconocía nada.

Me decía: ¿Cuál es esta calle?

El Bulevard Montparnasse estaba lleno de gente. Tropezaban conmigo, me empujaban, me golpeaban con los codos o los hombros. Yo me dejaba sacudir; me faltaban las fuerzas para deslizarme entre ellos. Me ví de pronto en el corazón de esa multitud horriblemente solo y pequeño. ¡Cuánto mal podrían hacerme si quisieran! Tuve miedo por el arma que llevaba en el bolsillo. Me parecía que debían adivinar que estaba allí. Me mirarían con ojos duros y me dirían: ¡Eh! Pero … pero … con alegre indignación, clavándome sus patas de hombres. ¡Linchado! Me arrojarían por encima de sus cabezas y volvería a caer en sus brazos como una marioneta.

Juzgué más discreto dejar para el día siguiente la ejecución de mi proyecto. Fui a comer a la Coupole por seis francos sesenta. Me quedaban setenta céntimos que tiré a la calle.

Me quedé tres días en mi habitación sin comer, sin dormir. Había cerrado las persianas y no me atrevía ni a aproximarme a la ventana ni a encender la luz.

El lunes alguien llamó a la puerta. Retuve la respiración y esperé. Al cabo de un minuto llamaron de nuevo. Fui de puntitas a mirar por el ojo de la cerradura. No ví más que un pedazo de tela negra y un botón. El individuo llamó otra vez, luego bajó; no supe quién era.

Por la noche tuve visiones. Frescas palmeras, agua que corría, un cielo violeta por encima de una cúpula. No tenia sed porque de vez en cuando iba a beber en el grifo de la cocina. Pero tenía hambre. Volví también a ver a la ramera morena. Era en un castillo que yo había hecho construir sobre las Causes noires a veinte leguas de toda población. Estaba desnuda y sola conmigo. Le había obligado a ponerse de rodillas amenazándola con mi revólver y a correr en cuatro patas; la había atado luego a un pilar y después de explicarle largamente lo que iba a hacer, la había acribillado a balazos.

Estas imágenes me turbaron en tal forma que debí satisfacerme. Después permanecí inmovil en la oscuridad, con la cabeza absolutamente en blanco. Los muebles crujían. Eran las cinco de la mañana. Hubiera dado cualquier cosa por salir de mi pieza, pero no podía bajar debido a la gente que caminaba por las calles.

Llegó el día. No sentía ya hambre, pero me había puesto a sudar: empapé mi camisa. Fuera, había sol. Entonces pensé:

En una habitación cerrada, en la oscuridad. El está agazapado. Hace tres días que él no come ni duerme. Han llamado y él no ha abierto. En seguida él va a descender a la calle y él matará.

Me daba miedo. A las seis de la tarde me volvió el hambre. Estaba loco de cólera. Tropecé un momento con los muebles, después encendí la luz en las habitaciones, en la cocina, en el baño. Me puse a cantar materialmente a gritos, me lavé las manos y salí. Necesité dos largos minutos para poner todas mis cartas en el buzón. Las echaba por paquetes de a diez. Tuve que arrugar algunos sobres. Luego seguí por el Boulevard Montparnasse hasta la calle Odesa. Me detuve ante el escaparate de una camisería, y cuando ví mi cara pensé:

Sucederá esta tarde.

Me aposté en la parte alta de la calle Odesa, no lejos de una toma de gas y esperé. Pasaron dos mujeres. Iban del brazo; la rubia decía:

– Habían puesto tapices en todas las ventanas y eran los nobles del país los que representaban.

– ¿Están tronados? -preguntó la otra.

– No es necesario estar tronado para aceptar un trabajo que da cinco luises por día.

– ¡Cinco luises! -dijo la morena, deslumbrada.

Agregó al pasar a mi lado:

– Y además me imagino que debía divertirles ponerse los trajes de sus antepasados.

Se alejaron. Tenía frío, pero sudaba abundantemente. Al cabo de un momento ví llegar a tres hombres; los dejé pasar: necesitaba seis. El de la izquierda me miró e hizo chasquear la lengua. Desvié la mirada.

A las siete y cinco dos grupos que se seguían de cerca, desembocaron del Bulevard Edgard Quinet. Eran un hombre y una mujer con dos niños. Detrás de ellos venían tres viejas. La mujer parecía colérica y sacudía al niñito por el brazo. El hombre dijo con voz monótona:

– Es latoso, también, este mocoso.

El corazón me latía tan fuerte que me hacía daño en los brazos. Avancé y me mantuve inmóvil, ante ellos. Mis dedos, en el bolsillo, estaban húmedos alrededor del gatillo.

– ¡Perdón! -dijo el hombre al empujarme.

Me acordé que había cerrado la puerta de mi departamento y eso me contrarió; perdería un tiempo precioso al abrirla. La gente se alejó. Me volví y los seguí maquinalmente. Pero ya no tenía ganas de dispararles. Se perdieron entre la multitud del Bulevard.

Me apoyé contra la pared. Escuche dar las ocho y las nueve. Me repetía:

¿Por qué es necesario matar a toda esta gente que ya está muerta?

Y tenía ganas de reir. Un perro vino a olfatearme los pies.

Cuando el hombre gordo me pasó, me sobresalté y le seguí los pasos. Veía el pliegue de su nuca roja entre su sombrero hongo y el cuello de su sobretodo. Se cantoneaba un poco y respiraba con fuerza, parecía un palurdo. Saqué mi revólver; estaba brillante y frío, y me asqueaba; no me acordaba bien lo que tenía que hacer. Tan pronto lo miraba, tan pronto miraba la nuca del tipo. El pliegue de la nuca me sonreía como una boca sonriente y amarga. Me pregunté si no iría a arrojar mi revólver a una alcantarilla.

De pronto el individuo se paró y me miró con aire irritado. Di un paso atrás.

– Es para … preguntarle.

Parecía no escuchar, miraba mis manos. Acabé trabajosamente:

– ¿Puede decirme dónde está la calle de Gaité?

Su cara era gorda y sus labios temblaban. No dijo nada, estiró la mano. Retrocedí más y le dije:

– Querría.

En ese momento supe que iba a ponerme a aullar. No quería; le solté tres balazos en el vientre. Cayó con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro izquierdo.

– ¡Cochino! -le dije-, ¡maldito cochino!

Huí, le oí toser. Oí también gritos y una carrera a mi espalda. Alguien preguntó:

– ¿Qué ocurre? ¿Hay una pelea?

Luego de pronto gritaron:

– ¡Al asesino! ¡Al asesino!

No pensé que esos gritos me concernían, pero me parecieron siniestros como la sirena de los bomberos cuando era niño. Corrí como alma que se lleva el diablo. Sólo que cometí un error imperdonable: en lugar de remontar la calle Odesa hacia el Bulevard Edgar Quinet, la bajé hacia el Bulevard Montparnasse. Cuando me dí cuenta era demasiado tarde, estaba ya en medio de la multitud; caras asombradas se volvían hacia mi. Me acuerdo de la cara de un mujer muy maquillada que llevaba un sombrero verde con una pluma.

Y escuchaba a mis espaldas a los imbéciles de la calle Odesa gritar:

– ¡Al asesino! ¡Deténganlo!

Una mano se posó en mi espalda. Entonces perdí la cabeza: no quería morir linchado por una multitud. Disparé dos tiros de mi revólver. La multitud se puso a gritar prácticamente chillando, y me abrió paso. Entré corriendo en un café. La concurrencia se levantó a mi paso, pero no intentaron detenerme. Atravesé el café a todo lo largo y me encerré en el baño. Quedaba todavía una bala en mi revólver.

Transcurrió un momento. Respiraba penosamente y jadeaba sin parar. Reinaba un extraordinario silencio, como si toda la gente se hubiese súbitamente callado. Levanté mi arma hasta los ojos y ví un agujerito negro y redondo. La bala saldría por allí, la pólvora me quemaría la cara. Dejé caer el brazo y esperé. Al cabo de un momento silenciosamente llegaron. Debían ser una turba a juzgar por el traqueteo de sus pisadas. Cuchichearon un poco, luego se callaron. Yo seguía jadeando, pensando que me escucharían jadear del otro lado de la pared. Alguien avanzó sigilosamente e intentó abrir la puerta. Debía de haberse colocado enbarrado a la pared para evitar los disparos que pudiera hacerle. Tuve, pese a todo, deseos de disparar, pero la última bala debía de guardarla para mí.

– ¿Qué es lo que esperan? -me pregunté. Si se arrojaran contra la puerta y la derribaban de inmediato, no tendría tiempo ni de matarme y de seguro me atraparían.

Pero no se apresuraban, me dejaban todo el tiempo del mundo para dispararme y acabar con mi vida. ¡Los cochinos tenían miedo!

Al cabo de un momento escuché una voz:

– Vamos abra, no le haremos daño.

Hubo un silencio y en seguida la misma voz:

– Usted sabe bien que no puede escapar.

No contesté, seguía jadeando. Para animarme a dispararme me decía:

– Si me detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo.

Hubiera querido saber si el tipo gordo había muerto. Quizá sólo lo había herido … y las otras dos balas tal vez no habían herido a nadie …

Preparaban algo, ¿estarían por tirar algún pesado objeto contra la puerta? Me apresuré a meter el cañón de mi arma dentro de mi boca y lo mordí muy fuerte. Pero no podía tirar, ni siquiera poner el dedo sobre el gatillo. Todo había vuelto a caer en el silencio.

Entonces arrojé el revólver y les abrí la puerta.

Jean Paul Sartre: La cámara. Cuento

sartreI

La señora Darbedat tenía un “rahat-loukoum”[1] entre los dedos. Lo aproximó a sus labios con precaución y retuvo la respiración por temor de que se volase con su aliento el fino polvo de azúcar con que estaba salpicado: “Es de rosa”, se dijo. Mordió bruscamente en esa carne vidriosa y un perfume corrompido le llenó la boca. “Es curioso cómo afina las sensaciones la enfermedad.” Se puso a pensar en las mezquitas, en los orientales obsequiosos (había estado en Argel durante su viaje de bodas) y sus labios pálidos esbozaron una sonrisa; el “rahat- loukoum” también era obsequioso.

Tuvo que pasar varias veces la palma de la mano sobre las páginas de su libro, porque, pese a su precaución, se habían recubierto de una delgada capa de polvo blanco. Sus manos hacían rodar, deslizarse, rechinar los granitos de azúcar sobre el liso papel: “Esto me recuerda a Arcachon cuando leía en la playa”. Había pasado el verano de 1907 al borde del mar. Llevaba entonces un gran sombrero de paja con una cinta verde, se instalaba muy cerca de la escollera, con una novela de Gyp o de Colette Yver. El viento hacía llover sobre sus rodillas turbiones de arena, y ella sacudía de vez en cuando el libro sosteniéndolo de las puntas. Era exactamente la misma sensación: sólo que los granos de arena eran secos, mientras que esos granitos de azúcar se pegaban un poco al borde de sus dedos. Volvió a ver una banda de cielo gris perla por encima de un mar negro. “Eva no había nacido todavía.” Se sentía pesada de recuerdos y preciosa como un cofre de sándalo. El nombre de la novela que leía entonces le volvió dé pronto a la memoria: se llamaba La pequeña señora; no era aburrida. Pero desde que un mal desconocido la retenía en su habitación, la señora Darbedat prefería las memorias y las obras históricas. Deseaba que el sufrimiento, las lecturas graves, una atención vigilante y vuelta hacia sus recuerdos, hacia sus sensaciones más exquisitas, la madurasen como a un bello fruto de invernáculo.

Pensó, con algo de enervamiento, que bien pronto su marido iba a llamar a la puerta. Los demás días de la semana venía sólo por la noche, le besaba en silencio la frente y leía Le Temps en el sillón, frente a ella. Pero el jueves era “el día” del señor Darbedat; iba a pasar una hora a casa de su hija, generalmente de tres a cuatro. Antes de salir entraba a la habitación de su mujer y los dos conversaban, con amargura, de su yerno. Estas conversaciones de los jueves, previsibles hasta en sus menores detalles extenuaban a la señora Darbedat. El señor Darbedat llenaba la tranquila habitación con su presencia. No se sentaba, caminaba de un lado a otro girando sobre sí mismo. Cada uno de estos movimientos hería a la señora Darbedat como la rotura de un vidrio. Este jueves era aún peor que de costumbre; al pensamiento de que, en seguida, tendría que repetir a su marido la confesión de Eva y ver su cuerpo grande y aterrorizado saltar de furor, la señora Darbedat experimentaba sudores. Tomó un “loukoum” del platillo, lo miró un momento dudando, luego lo volvió a dejar tristemente: no le agradaba que su marido la viera comer “loukoums”.

Se sobresaltó al oír que llamaban.

—Adelante —dijo con voz débil.

El señor Darbedat entró en puntas de pie.

—Voy a ver a Eva —dijo como todos los jueves.

La señora Darbedat le sonrió.

—Bésala en mi nombre.

El señor Darbedat no respondió y arrugó la frente con aire preocupado; todos los jueves a la misma hora una sorda irritación se mezclaba en él a la pesadez de la digestión.

—Al salir de su casa pasaré a ver a Franchot; querría que le hablara seriamente y que tratara de convencerla.

Hacía frecuentes visitas al doctor Franchot. Pero en vano. La señora Darbedat alzó las cejas. Antes, cuando estaba bien de salud, se encogía a menudo de hombros. Pero desde que la enfermedad había entorpecido su cuerpo, reemplazaba los gestos, que la hubieran fatigado mucho, con juegos de fisonomía: decía que sí con los ojos, que no con los extremos de la boca, levantaba las cejas en lugar de los hombros.

—Sería necesario poder quitárselo a la fuerza.

—Ya te he dicho que es imposible- Por lo demás la ley está muy mal hecha. Franchot me decía el otro día que tienen disgustos inimaginables con las familias; gente que no se decide, que quiere conservar el enfermo con ellos; los médicos tienen las manos atadas, pueden dar su opinión, eso es todo. Se necesitaría —agregó—- que diera él un escándalo público, o si no que ella misma pidiera que lo internaran.

—Y eso —dijo la señora Darbedat— no será mañana.

—No.

Él se dio vuelta hacia el espejo y hundiendo sus dedos en la barba se puso a peinársela.

La señora Darbedat miraba sin cariño la nuca roja y fuerte de su marido.

—Si ella continúa así —dijo el señor Darbedat— se volverá más maniática que él, eso es espantosamente malsano. No lo deja ni un paso, no sale nunca sino para venir a verte, no recibe a nadie La atmósfera de su aposento es simplemente irrespirable. No abre nunca la ventana porque Pedro no quiere. Como si se debiera consultar a un enfermo. Queman perfumes, creo, una porquería en una cazoleta, uno se cree en la iglesia. De veras, a veces me pregunto… ella tiene ojos extraños, ¿sabes?

—No lo he notado —dijo la señora Darbedat—. Le encuentro el aire natural. Aire triste, evidentemente.

—Tiene cara de desenterrada. ¿Duerme? ¿Come? Es inútil interrogarla sobre estos asuntos. Pero pienso que con un hastial como Pedro a su lado no debe pegar los ojos en toda la noche. —Se encogió de hombros—. Lo que encuentro fabuloso es que nosotros, sus padres, no tengamos el derecho de protegerla contra sí misma. Advierte bien que Pedro estaría mejor cuidado con Franchot. Y luego, pienso —agregó sonriendo un poco— que se entendería mejor con gente de su especie. Esos seres son como los niños, es necesario dejarlos entre ellos; forman una especie de francmasonería. Ahí es donde lo debieran haber puesto desde el primer día: por él mismo. En su interés, bien entendido.

Agregó al cabo de un momento:

—Te diré que no me agrada saberla sola con Pedro, sobre todo por la noche. Imagina que pasa cualquier cosa. Pedro tiene un aire terriblemente solapado.

—No sé —dijo la señora Darbedat— si es cuestión de inquietarse por eso, teniendo en cuenta que es un aire que ha tenido siempre. Daba la impresión de burlarse de todo el mundo. Pobre muchacho —continuó suspirando— haber tenido ese orgullo y haber venido a parar en eso. Se creía más inteligente que todos nosotros. Tenía una manera de decir: “Ustedes tienen razón” para terminar las discusiones… Para él es una bendición que no pueda darse cuenta de su estado.

Evocó con disgusto ese largo rostro irónico, siempre un poco inclinado de costado. Durante el primer tiempo del matrimonio de Eva, la señora Darbedat no hubiera querido nada mejor que tener algo de intimidad con su yerno. Pero él había desalentado sus esfuerzos; casi no hablaba, aprobaba siempre con precipitación, con aire ausente.

El señor Darbedat proseguía con su idea:

—Franchot —dijo— me hizo visitar su instalación, es soberbia. Los enfermos tienen habitaciones particulares con sillones de cuero, y sofás-camas. Hay cancha de tenis, ¿sabes? y van a construir una piscina.

Se había colocado frente a la ventana y miraba a través del vidrio, penduleando un poco sobre sus piernas arqueadas. Giró de pronto sobre sus talones, los hombros bajos, las manos en los bolsillos, con agilidad. La señora Darbedat sintió que iba a ponerse a transpirar; siempre era la misma cosa; ahora iba a marchar de largo a largo como un oso en la jaula, y a cada paso crujirían sus zapatos.

—Amigo mío —dijo— te lo suplico, siéntate, me fatigas. —Agregó sudando—: Tengo algo grave que decirte.

El señor Darbedat se sentó en la butaca y colocó las manos sobre las rodillas; un ligero estremecimiento recorrió la espina dorsal de la señora Darbedat; había llegado el momento, era necesario que hablara.

—Sabes —dijo con tono embarazado— que el martes vi a Eva.

—Sí.

—Hemos charlado sobre un montón de cosas, estaba muy amable, hacía mucho que no la había visto tan confiada. Entonces la interrogué un poco, le hice hablar de Pedro. Pero bien, supe —agregó con tono nuevamente embarazado— que tiene mucho de común con él.

—Maldición, lo sé bien —dijo el señor Darbedat.

Su marido irritaba un poco a la señora Darbedat; siempre era necesario explicarle minuciosamente las cosas, poniendo los puntos sobre las íes. La señora Darbedat soñaba vivir en relación con personas finas y sensibles que comprendiesen todo a medias palabras.

—Pero quiero decir —continuó— que tiene más de lo que nosotros imaginábamos.

El señor Darbedat giró los ojos furiosos e inquieto como siempre que no comprendía muy bien el sentido de una alusión o de una noticia:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Carlos —dijo la señora Darbedat— no me fatigues más. Debías comprender que a una madre puede costarle decir algunas cosas.

—No comprendo ni una palabra de todo lo que me cuentas —dijo el señor Darbedat con irritación—. En cualquier forma, ¿no quieres decir?…

—Pues bueno ¡sí! —dijo ella.

—¿Tienen todavía… todavía ahora?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo ella molesta, con tres golpecitos secos.

El señor Darbedat separó el brazo, bajó la cabeza y se calló.

—Carlos —dijo su mujer inquieta—, no hubiera debido decírtelo. Pero no podía guardar esto para mí sola.

— ¡Nuestra hija! —dijo con voz lenta—. ¡Con ese loco! Ni siquiera la conoce, la llama Ágata. Es necesario que haya perdido la conciencia.

Levantó la cabeza y miró a su mujer con severidad.

— ¿Estás segura de haber comprendido bien?

—No había duda posible. Yo soy como tú —agregó vivamente— no podía creerlo y por lo demás no la comprendo. Yo, nada más que a la idea de que me toque ese pobre desdichado… En fin —suspiró—, supongo que la tiene sujeta por ahí.

— ¡Ay! —dijo el señor Darbedat—. ¿Te acuerdas de lo que te dije cuando vino a pedirnos su mano? Te dije: “Creo que le gusta demasiado a Eva”. No quisiste creerme.

Golpeó de pronto sobre la mesa y enrojeció violentamente:

—¡Es una perversidad! ¡La toma en los brazos y la besa llamándola Ágata, y contándole tonterías sobre las estatuas que vuelan y no sé qué más! ¡Y ella se deja! Pero ¿qué es lo que hay entre ellos? Que lo compadezca con todo el corazón, que lo ponga en una casa de reposo donde pueda verlo todos los días, desde temprano. Pero nunca hubiera pensado… La consideraba viuda. Escucha, Juana —dijo con voz grave— voy a hablarte francamente; bien, ¡si tiene temperamento, preferiría que buscara un amante!

—¡Carlos, cállate! —exclamó la señora Darbedat.

El señor Darbedat tomó con aire cansado el sombrero y el bastón que había dejado al entrar sobre una mesita.

—Después de lo que acabas de decirme —concluyó— no me quedan muchas esperanzas. En fin, en cualquier forma le hablaré, porque es mi deber.

La señora Darbedat tenía prisa porque se fuera.

—Sabes —dijo para animarlo— creo que pese a todo en Eva hay más empecinamiento que… otra cosa. Sabe que es incurable pero se obstina, no quiere desmentirse.

El señor Darbedat se acariciaba soñadoramente la barba.

—¿Empecinamiento?… Sí, quizá. Y bien, tiene razón, terminará por cansarse. No es muy tratable todos los días y además no tiene conversación. Cuando le digo buenos días me tiende una mano floja y no habla. Pienso que en cuanto quedan solos vuelve a sus ideas fijas; ella me ha dicho que llega a gritar como si lo degollaran, porque tiene alucinaciones. Las estatuas. Le dan miedo porque zumban. Dice que vuelan a su alrededor y que le clavan ojos blancos.

Se puso los guantes; continuó.

—Ella se cansará, no digo que no, Pero ¿si se trastorna antes? Querría que saliera un poco, que viera gente; encontraría algún muchacho agradable, sabes, un tipo como Schröder, que es ingeniero en el Simplón, alguien de porvenir; le vería un poco aquí, otro poco allá, y se habituaría lentamente a la idea de rehacer su vida.

La señora Darbedat no respondió por temor de hacer renacer la conversación. Su marido se inclinó sobre ella.

—Vamos —dijo— es necesario que me vaya.

—Adiós, papá —dijo la señora Darbedat tendiéndole la frente—. Bésala y dile de mi parte que es mi pobrecita…

Cuando partió su marido, la señora Darbedat se dejó deslizar hasta el fondo del sillón y cerró los ojos, agotada. “Qué vitalidad”, pensó con reproche. Cuando recobró un poco de fuerza estiró dulcemente su pálida mano y tomó a tientas y sin abrir los ojos un “loukoum” del platito.

Eva vivía con su marido en el quinto piso de un viejo inmueble de la calle Bac, El señor Darbedat subió ágilmente los ciento doce escalones de la escalera. Cuando tocó el botón del timbre ni siquiera estaba sofocado. Recordó con satisfacción las palabras de la señorita Dormoy: “Para su edad, Carlos, usted está simplemente maravilloso”. Nunca se sentía más fuerte ni más sano que los jueves, después de estas rápidas subidas.

Fue Eva quien abrió: “Es verdad, no tiene sirvienta. Las muchachas no pueden quedarse en su casa: me pongo en su lugar”. La besó. “Buenos días, pobrecita mía… ” Eva le dijo buenos días con cierta frialdad.

—Estás un poco paliducha -—dijo el señor Darbedat tocándole la mejilla— no haces bastante ejercicio.

Hubo un silencio.

—¿Está bien mamá? —preguntó Eva.

—Más o menos. ¿La viste el martes? Bueno, está como siempre. Tu tía Luisa fue a verla ayer, eso la distrajo. Le agrada recibir visitas, pero que no se queden mucho tiempo. Tu tía Luisa ha venido a París con los niños por ese asunto de la hipoteca. Creo que te he hablado de eso, es una fea historia. Pasó por mi escritorio para pedirme consejo. Le dije que no había dos partidos que tomar; es necesario que venda. Por lo demás ha encontrado comprador, es Bretonnel. ¿Te acuerdas de Bretonnel? Actualmente se ha retirado de los negocios.

Se detuvo bruscamente; Eva le escuchaba apenas. Pensó con tristeza que no se interesaba más en nada. “Es como con los libros. Antes había que arrancárselos. Ahora ni siquiera lee.”

—¿Cómo está Pedro?

—Bien —dijo Eva— ¿quieres verlo?

—Naturalmente —dijo el señor Darbedat con alegría— voy a hacerle una- pequeña visita.

Estaba lleno de compasión por ese desventurado muchacho pero no podía verlo sin repugnancia. “Tengo horror a los seres enfermos. Evidentemente no era culpa de Pedro; tenía una herencia terriblemente pesada.” El señor Darbedat suspiró: “Hubiera sido bueno tomar precauciones, estas cosas se saben siempre demasiado tarde”. No, Pedro no era responsable. Pero, de cualquier modo, había llevado siempre esa tara en él, formaba el fondo de su carácter; no era como un cáncer o una tuberculosis de los que se puede hacer abstracción cuando se quiere juzgar a un hombre tal cual es en sí mismo. Esa gracia nerviosa y esa sutileza que tanto había agradado a Eva cuando le hacía la corte, eran flores de locura. “Estaba ya loco cuando se casó con ella; sólo que no se advertía. Uno se pregunta, pensó el señor Darbedat, dónde comienza la responsabilidad o mejor aún dónde termina. Se analizaba siempre mucho, estaba todo el tiempo inclinado sobre sí mismo. ¿Pero esto era la causa o era el efecto de su mal?” Siguió a su hija a través de un largo corredor sombrío.

—Este departamento es demasiado grande para ustedes —dijo— deberían mudarse.

—Me dices eso todas las veces, papá —respondió Eva— pero ya te he contestado que Pedro no quiere dejar su aposento.

Eva era asombrosa; era como para preguntarse si se daba cuenta exacta del estado de su marido. Estaba loco de atar y ella respetaba sus decisiones y sus opiniones como si hubiera estado en su sano juicio.

—Te lo digo por ti —respondió el señor Darbedat ligeramente irritado—. Me parece que si fuera mujer tendría miedo en estas viejas piezas mal iluminadas. Desearía para ti un departamento luminoso, como se han construido estos últimos años hacia Auteuil, tres piecitas bien aireadas. Han -bajado el precio de los alquileres porque no encuentran inquilinos, sería el momento.

Eva torció suavemente el picaporte de la puerta y entraron en el aposento. Un pesado olor a incienso se prendió a la garganta del señor Darbedat. Las cortinas estaban corridas. Distinguió en la penumbra una delgada nuca por encima del respaldo del sillón; Pedro le volvía la espalda: comía.

—Buen día, Pedro —dijo el señor Darbedat levantando la voz—. Y bien, ¿cómo vamos hoy?

El señor Darbedat se aproximó; el enfermo estaba sentado ante una mesita; tenía un aire socarrón.

—Comemos huevos pasados por agua —dijo el señor Darbedat levantando aún más el tono—. ¡Eso es bueno, eh!

—No soy sordo —dijo Pedro con voz suave.

Irritado, el señor Darbedat volvió los ojos hacia Eva para tomarla por testigo. Pero Eva le devolvió una mirada dura y se calló. El señor Darbedat comprendió que la había herido. “Bueno, peor para ella.” Era imposible encontrar el tono justo con este desventurado muchacho; tenía menos razón que un niño de cuatro años y Eva quería que se le tratara como a un hombre. El señor Darbedat no podía dejar de esperar con impaciencia el momento en que todos estos cuidados ridículos estuvieran fuera de lugar. Los enfermos, le molestaban siempre algo —y muy particularmente los locos porque eran irracionales. El pobre Pedro, por ejemplo, era irracional en toda la línea, no podía decir palabra sin desvariar y no obstante hubiera sido inútil pedirle la menor humildad; ni aun un pasajero reconocimiento de sus errores.

Eva levantó las cáscaras de huevo y la huevera. Puso ante Pedro un cubierto con tenedor y cuchillo.

—¿Qué va a comer ahora? —dijo jovialmente Darbedat.

—Un bife.

Pedro había tomado el tenedor y lo sostenía con la punta de sus largos dedos pálidos. Lo inspeccionó detenidamente, luego rio ligeramente.

—No será para esta vez —murmuró dejándolo—. Estaba prevenido.

Eva se aproximó y miró el tenedor con apasionado interés.

—Ágata —dijo Pedro— dame otro.

Obedeció Eva y Pedro se puso a comer. Ella había tomado el tenedor sospechoso y lo mantenía apretado entre sus manos sin sacarle los ojos de encima: parecía hacer un violento esfuerzo. “Qué trastornados son todos sus gestos y todas sus relaciones”, pensó el señor Darbedat.

Estaba incómodo.

—Atención —dijo Pedro— tómalo por la mitad del lomo, a causa de las pinzas.

Eva suspiró y dejó el tenedor sobre los restos de la comida. El señor Darbedat sintió que se irritaba. No creía que fuera bueno ceder a todas las fantasías de ese desdichado —aun desde el punto de vista de Pedro, era pernicioso. Franchot le había dicho claramente: “Nunca se debe entrar en el delirio de un enfermo”. En lugar de darle otro tenedor, hubiera sido mejor razonar dulcemente y hacerle comprender que era igual a los otros. Se adelantó hacia las sobras, tomó ostensiblemente el tenedor y le recorrió los dientes con dedo ligero. Luego se volvió hacia Pedro. Pero éste cortaba la carne con aire apacible; levantó hacia su suegro una mirada dulce e inexpresiva.

—Querría charlar un rato contigo —dijo el señor Darbedat a Eva.

Eva le siguió dócilmente al salón. Al sentarse en el canapé, el señor Darbedat notó que había conservado el tenedor en la mano. Lo arrojó con fastidio sobre una consola.

—Se está mejor aquí —dijo.

—Yo no vengo nunca.

—¿Puedo fumar?

—Claro que sí, papá —dijo Eva apresuradamente—. ¿Quieres un cigarro?

El señor Darbedat prefirió hacer un cigarrillo. Pensaba sin temor en la discusión que iba a entablar. Cuando hablaba con Pedro se sentía embarazado por su razón como pudiera estarlo un gigante por su fuerza al jugar con un niño. Todas sus condiciones de claridad, nitidez, precisión se volvían contra él. “Es necesario confesar que con mi pobre Juana es un poco la misma cosa.” Ciertamente la señora Darbedat no estaba loca, pero la enfermedad la había… amodorrado. Por el contrario Eva se parecía a su padre, era una naturaleza recta y lógica; la discusión con ella se volvía un placer. “Por eso no quiero que me la estropeen.” El señor Darbedat levantó los ojos; quería volver a ver los rasgos inteligentes y finos de su hija. Se sintió defraudado: en ese rostro antes tan razonable y transparente había ahora algo de turbio, de opaco. Eva seguía siendo bellísima. El señor Darbedat notó que se había pintado con mucho cuidado, casi con ostentación. Había azulado sus párpados y pasado rimmel por sus largas pestañas. Este maquillaje perfecto y violento produjo una penosa impresión en su padre.

—Estás verde bajo tu pintura —le dijo— tengo miedo de que te enfermes. ¡Y cómo te pintas ahora! ¡Tú, que eras tan discreta!’

Eva no contestó y Darbedat consideró un instante con molestia ese rostro brillante y gastado bajo la pesada masa de los cabellos negros. Pensó que presentaba el aspecto de una trágica. “Hasta sé a quien se parece. A esa mujer, esa rumana que representó Fedra en francés en el teatro de Orange.” Lamentó haber hecho esa observación desagradable: “¡Se me escapó! Más vale no indisponernos por pequeñeces”.

—Discúlpame —dijo sonriendo— sabes que soy un viejo sencillo. No me gustan todas esas pomadas que las mujeres de hoy se ponen en la cara. Pero soy yo el equivocado, es necesario vivir con la época.

Eva le sonrió amablemente. El señor Darbedat encendió su cigarrillo y aspiró algunas bocanadas.

—Mi chiquita —comenzó— quería justamente decirte; vamos a charlar los dos como antes. Vamos, siéntate y escúchame con amabilidad; hay que tener confianza en el viejo papá.

—Prefiero estar de pie —dijo Eva—. ¿Qué quieres decirme?

—Voy a hacerte una pregunta —dijo el señor Darbedat algo más secamente—. ¿A qué te llevará todo esto?

—¿Todo esto? —repitió Eva asombrada.

—Bueno, sí, todo, toda esta vida que tú te has hecho. Escucha —prosiguió— no creas que no te comprendo (había tenido una súbita idea). Pero lo que quieres hacer está por encima de las fuerzas humanas. Quieres vivir únicamente con la imaginación, ¿no es así? ¿No quieres admitir que está enfermo? ¿No quieres ver al Pedro de hoy? ¿No es así? Sólo tienes ojos para el Pedro de ayer. Mi queridita, mi chiquita, es una apuesta imposible de mantener —continuó el señor Darbedat—. Mira, te voy a contar una historia que quizá todavía no conoces; cuando estuvimos en Sables-d’Olonne, tenías entonces tres años, tu madre hizo relación con una joven encantadora que tenía un niñito soberbio. Jugabas con el niñito en la playa, no tenían tres palmos de alto, tú eras su novia. Un tiempo más tarde, en París, quiso tu madre volver a ver a la joven; le dijeron que había sufrido una espantosa desgracia, su hermoso niño había sido decapitado por un automóvil. Le dijeron a tu madre: “Vaya a verla, pero ante todo no le hable de la muerte de su niño, no quiere creer que está muerto”. Tu madre fue allí, encontró una criatura medio trastornada; vivía como si su pequeño existiera todavía; le hablaba, le ponía cubierto en la mesa. Pues bien, vivió en tal estado de tensión nerviosa que al cabo de seis meses fue necesario llevarla por fuerza a una casa de reposo en donde permaneció tres años. No, mi chiquita —dijo el señor Darbedat sacudiendo la cabeza—, esas cosas son imposibles. Hubiera sido mejor que ella reconociera valientemente la verdad. Hubiera sufrido de una buena vez y después el tiempo hubiera pasado su esponja. Créeme, no hay nada como mirar las cosas de frente.

—Te engañas —dijo Eva con esfuerzo— sé muy bien que Pedro está…

La palabra no le salió. Se mantenía muy derecha con las manos sobre el respaldo de un sillón. Había algo de árido y de feo en la parte inferior de su rostro.

—Pues bien… ¿entonces? —preguntó asombrado el señor Darbedat.

—¿Entonces qué?

—¿Tú?

—Lo amo como es —dijo Eva rápidamente y con aire fastidiado.

—Eso no es verdad —dijo el señor Darbedat con violencia—. Eso no es verdad: no le amas; no puedes amarlo. Esos sentimientos sólo pueden experimentarse por un ser sano y normal, No dudo que tengas compasión por Pedro y guardas también sin duda el recuerdo de los tres años de felicidad que le debes. Pero no me digas que le amas, no te creeré.

Eva permanecía muda y miraba la alfombra con aire ausente.

—Podrías contestarme —dijo el señor Darbedat con frialdad—. No creas que esta conversación me sea menos penosa que a ti.

—Puesto que no me crees.

—Pues bien, si le amas —exclamó exasperado— es una gran desgracia para ti, para mí y para tu pobre madre, porque voy a decirte algo que hubiera preferido ocultarte: antes de tres años Pedro habrá caído en la demencia más completa, será como una bestia.

Miró a su hija con ojos duros; le molestaba que lo hubiera obligado, con su testarudez, a hacerle esta penosa revelación.

Eva no se impresionó, ni siquiera levantó los ojos.

—Lo sabía.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó estupefacto.

—Franchot. Hace seis meses que lo sé.

— ¡Y yo que le había recomendado ocultártelo! —dijo el señor Darbedat con amargura—. En fin, quizá sea mejor así. Pero en estas condiciones debes comprender que sería imperdonable conservar a Pedro contigo. La lucha que has emprendido está destinada al fracaso, su enfermedad no perdona. Si hubiera algo que hacer, si se lo pudiera salvar a fuerza de cuidados, no diría nada. Pero mira un poco; eras linda, inteligente y alegre, te destruyes por gusto y sin provecho. Pues bien, ya sabemos que has estado admirable, pero basta, se terminó. Has cumplido con tu deber, más que con tu deber; insistir todavía sería inmoral. También se tienen deberes hacia sí mismo, hija. Y luego, no piensas en nosotros. Es necesario —agregó martillando las palabras— que mandes a Pedro a la clínica de Franchot. Abandonarás este departamento donde no has tenido más que desgracias y volverás con nosotros. Si tienes deseos de ser útil y de aliviar los dolores ajenos, pues bien, tienes a tu madre. La pobre mujer está cuidada por enfermeras, necesita alguna compañía. Y ella —agregó— podrá apreciar lo que hagas, y quedarte reconocida.

Hubo un largo silencio. El señor Darbedat escuchó cantar a Pedro en el aposento vecino. Era apenas una sombra de canto; mejor aún una especie de declamación aguda y precipitada. El señor Darbedat levantó los ojos hacia su hija.

—Entonces ¿no?

—Pedro se quedará conmigo —dijo dulcemente— me entiendo bien con él.

—A condición de desvariar todo el día.

Eva sonrió y lanzó a su padre una mirada burlona y casi alegre. “Es verdad, pensó el señor Darbedat furioso, no hacen sólo eso; se acuestan juntos.”

—Estás completamente loca —dijo levantándose.

Eva sonrió tristemente y murmuró como para sí misma:

—No lo bastante.

—¿No lo bastante? Sólo te puedo decir una cosa, hija, me das miedo.

La besó apresuradamente y salió. “Sería necesario, pensó bajando la escalera, enviarle dos sólidos muchachones que se llevaran por la fuerza a ese pobre despojo y que lo colocaran bajo la ducha sin preguntarle su opinión.”

Era un bello día de otoño, tranquilo y sin misterio; el sol doraba el rostro de los transeúntes. El señor Darbedat quedó asombrado por la simplicidad de esos rostros. Los había curtidos, otros eran claros, pero todos reflejaban felicidades y cuidados que le eran familiares.

“Sé muy exactamente lo que reprocho a Eva, se dijo, tomando por el boulevard Saint-Germain. Le reprocho que viva fuera de lo humano. Pedro no es ya un ser humano. Todos los cuidados, todo el amor que le da, se los quita en cierto modo a toda esta gente. No hay derecho de negarse a los hombres; aunque el diablo mismo se opusiera, vivimos en sociedad.”

Enfrentaba a los transeúntes con simpatía, le agradaban sus miradas graves y límpidas. En estas calles soleadas, entre los hombres, se sentía seguro como en medio de una gran familia.

Una mujer en cabeza se había detenido ante una exposición al aire libre. Llevaba una niñita de la mano.

—¿Qué es eso? —-preguntó la niñita señalando un aparato de T. S. F.

—No toques nada —dijo su madre— es un aparato; toca música.

Se quedaron un momento sin hablar, en éxtasis. El señor Darbedat, enternecido, se inclinó hacia la niñita y le sonrió.

II

“Se ha ido.” La puerta de entrada se había cerrado con un golpe seco. Eva estaba sola en el salón: “Ojalá se muera”.

Crispó las manos sobre el respaldo del sillón; acababa de recordar los ojos de su padre. El señor Darbedat se había inclinado sobre Pedro con aire competente; le había dicho: “¿Es bueno eso?”, como alguien que sabe hablar a los enfermos; lo había mirado y el rostro de Pedro se había pintado en el fondo de sus ojos gruesos y vivos. “Lo odio cuando lo mira, cuando pienso que lo ve.”

Las manos de Eva se deslizaron a lo largo del sillón y se volvió hacia la ventana. Estaba deslumbrada. La pieza estaba llena de sol; lo había en todas partes, sobre la alfombra en redondeles pálidos, en el aire como polvo encandilador. Eva había perdido la costumbre de esta luz indiscreta y fuerte que escudriñaba por todas partes, recorría los rincones, frotaba los muebles y los hacía relucir como una buena ama de casa. No obstante, avanzó hasta la ventana y levantó la cortina de muselina que colgaba contra el vidrio. En el mismo momento el señor Darbedat salía de la casa; Eva vio de pronto sus amplias espaldas. Él levantó la cabeza y miró el cielo parpadeando, luego se alejó a zancadas, como un hombre joven. “Se esfuerza, pensó Eva, pronto tendrá su puntada al costado.” Casi no lo odiaba ya, había tan poca cosa en esa cabeza; apenas la pequeñísima preocupación de parecer joven. Se volvió a encolerizar, no obstante, cuando lo vio dar vuelta la esquina del bulevar Saint-Germain y desaparecer. “Piensa en Pedro.” Algo de su vida se escapaba del cerrado aposento y caminaba por las calles, al sol, entre la gente. «¿Es que no podrán olvidarnos nunca?”

La calle de Bac estaba casi siempre desierta. Una vieja señora atravesó la calzada a pasos menudos, tres jovencitas pasaron riendo. Luego algunos hombres, hombres fuertes y graves que llevaban portafolios y hablaban entre sí. “Gente normal”, pensó Eva asombrada de encontrar en sí misma tal fuerza de odio. Una mujer hermosa y gruesa corrió pesadamente al encuentro de un señor elegante. Lo abrazó y lo besó en la boca. Eva lanzó una risa seca y dejó caer la cortina.

Pedro no cantaba ya, pero la joven del tercero se había sentado al piano; ejecutaba un estudio de Chopin. Eva se sintió más calmada, dio un paso hacia el aposento de Pedro pero se detuvo en seguida y se apoyó contra la pared con algo de angustia. Como siempre que dejaba el aposento, la llenaba de pánico la idea de que era necesario volver a entrar en él. Sabía no obstante que no hubiera podido vivir en otra parte; amaba ese aposento. Recorrió con la mirada, con curiosidad fría como para ganar un poco de tiempo, esa pieza sin sombra y sin olor en la que esperaba que renaciera su valor. “Se diría la sala de espera de un dentista.” Los sillones de seda rosa, el diván, los taburetes, eran sobrios y discretos, un poco paternales, buenos amigos del hombre. Eva imaginó que señores graves, vestidos con ropa clara, iguales a los que había visto por la ventana, entraban en el salón prosiguiendo la conversación comenzada. No se tomaban ni siquiera tiempo para reconocer el lugar; avanzaban con paso firmé hasta el medio de la pieza; uno de ellos, que dejaba colgar la mano detrás como si fuera una estela, frotaba al pasar algunos almohadones y objetos de sobre las mesas, y no se sobresaltaba por estos contactos. Y cuando encontraban un mueble en su camino, estos hombres reposados, lejos de hacer una curva para evitarlo lo cambiaban tranquilamente de lugar. Se sentaban por fin, siempre sumergidos en su conversación, sin arrojar ni una mirada a su espalda. “Un salón para gente normal”, pensó Eva. Miraba el picaporte de la puerta cerrada y la angustia le apretaba la garganta: “Es necesario que vaya. Nunca lo dejo solo tanto tiempo”. Había que abrir esa puerta; luego Eva permanecería en el umbral tratando de habituar sus ojos a la penumbra, y el aposento la rechazaría con todas sus fuerzas. Era necesario que Eva triunfara de esa resistencia y que se hundiera hasta el corazón de la pieza. Tuvo de pronto un violento deseo de ver a Pedro; le hubiera agradado burlarse con él del señor Darbedat. Pero Pedro no la necesitaba, Eva no podía prever la acogida que le reservaba. Pensó de pronto con una especie de orgullo que no había para ella lugar en ninguna parte. “Los normales creen que todavía soy de los suyos. Pero no podría permanecer ni una hora entre ellos. Tengo necesidad de vivir allá, del otro lado de esta pared. Pero allá tampoco me necesitan.”

Un cambio profundo se efectuó a su alrededor. La luz envejecía, encanecía, se ponía pesada como el agua de un florero que no se ha renovado desde la víspera. Sobre los objetos, entre esta luz envejecida, Eva volvía a encontrar una melancolía hacía mucho tiempo olvidada: la de un mediodía de fines de otoño. Miraba a su alrededor, dudando, casi tímida; todo estaba tan lejos; en el aposento no existía ni día ni noche, ni estaciones, ni melancolía. Recordó vagamente otoños anteriores, otoños de su infancia, luego, de pronto se resistió; tenía miedo a los recuerdos.

Escuchó la voz de Pedro:

—¿Dónde estás, Ágata?

—Voy —gritó.

Abrió la puerta y penetró en el aposento.

El espeso olor del incienso le llenó la nariz y la boca mientras entornaba los ojos y tendía las manos hacia adelante —el perfume y la penumbra no formaban para ella desde hacía tiempo más que un solo elemento acre y algodonoso, tan simple, tan familiar como el aire, el agua o el fuego—, y avanzó prudentemente hacia una mancha pálida que parecía flotar en la bruma. Era el rostro de Pedro; el traje de Pedro (desde que estaba enfermo vestía de negro) se fundía en la oscuridad. Pedro había echado su cabeza hacia atrás y cerrado los ojos. Era bello. Eva miró sus largas cejas curvas, luego se sentó a su lado en la silla baja. “Parece sufrir”, pensó. Sus ojos se habituaban poco a poco a la penumbra. El escritorio surgió primero, después la cama, luego los objetos personales de Pedro, las tijeras, el pote de engrudo, los libros, el herbario que cubría la alfombra cerca del sillón.

—¿Ágata?

Pedro había abierto los ojos y la miraba sonriendo.

—¿Sabes, el tenedor? —dijo— lo hice para asustar al tipo. No tenía casi nada.

Las aprensiones de Eva se desvanecieron y largó una ligera risa:

—Lo lograste muy bien —dijo— lo enloqueciste completamente.

Pedro sonrió:

—¿Viste? Lo manipuló un buen rato, lo tenía con toda la mano. Lo que hay —dijo— es que no saben tomar las cosas; las empuñan.

—Es verdad —dijo Eva.

Pedro golpeó ligeramente en la palma de su mano izquierda con el índice de la mano derecha.

—Es con esto que agarran. Aproximan sus dedos y cuando han tomado el objeto, colocan la palma por encima para moldearlo.

Hablaba con voz rápida y con la punta de los labios; parecía perplejo.

—Me pregunto qué quieren —dijo por último—. Ese tipo ya ha venido antes. ¿Por qué me lo mandan? Si quieren saber lo que hago, no tienen más que leer en la pantalla; ni siquiera precisan moverse de sus casas. Cometen algunos errores. Tienen el poder, pero cometen errores. Yo no lo hago nunca; ése es mi triunfo. Hoffka —dijo— hoffka. —Agitaba sus largas manos junto a su frente—: ¡Picarona! Hoffka paffka suffka. ¿Quieres más todavía?

—¿Es la campana? —preguntó Eva.

—Sí, ya se fue. —Y prosiguió con severidad—: Ese tipo es un subalterno. Tú le conoces, fuiste con él al salón.

Eva no contestó.

—¿Qué es lo que quería? —preguntó Pedro—. Ha debido decírtelo.

Ella dudó un momento, luego respondió brutalmente:

—Quería que te encerraran.

Cuando se decía dulcemente la verdad a Pedro, desconfiaba, era necesario descargársela con violencia para aturdir y paralizar las sospechas. Eva prefería tratarlo con brutalidad a mentirle; cuando mentía y él parecía creerle no podía dejar de sentir una ligera impresión de superioridad que la horrorizaba de sí misma.

—Encerrarme —repitió Pedro con ironía—. Se descarrilan. ¿Qué es lo que pueden hacerme algunas paredes? Creen quizá que eso va a detenerme. A veces me pregunto si no hay dos bandas. La verdadera, la del negro. Y luego otra banda de chismosos que tratan de meter la nariz aquí adentro y que hacen tontería sobre tontería.

Hizo saltar la mano sobre el brazo del sillón y la consideró con aire divertido.

—Las paredes se atraviesan. ¿Qué le contestaste? —preguntó volviéndose hacia Eva con curiosidad.

—Que no te encerrarían.

Él se encogió de hombros.

—No había que decir eso. También cometiste un error, salvo que lo hayas hecho expresamente. Es necesario dejarlos mostrar su juego.

Se calló. Eva bajó tristemente la cabeza: “¡Los empuñan!” Con qué tono despreciativo había dicho eso —y qué justo era. “¿Acaso también yo empuño los objetos? Haré bien en observarme, creo que la mayoría de mis gestos lo irritan.” Se sintió de pronto desesperada, como cuando tenía catorce años y la señora Darbedat, viva y ligera, le decía: “Se diría que no sabes qué hacer de tus manos”. No se atrevía a hacer ningún movimiento, y justo en ese momento tuvo un deseo irresistible de cambiar de posición. Removió suavemente los pies bajo la silla tocando apenas la alfombra. Miraba la lámpara sobre la mesa —la lámpara cuyo zócalo Pedro había pintado de negro— y el juego de ajedrez. Sobre el tablero. Pedro sólo había dejado los peones negros. A veces se levantaba, iba hasta la mesa y tomaba los peones uno por uno entre sus manos. Les hablaba, les llamaba robots y parecían, entre sus dedos, animarse con una vida sorda. Cuando los dejaba, Eva iba a tocarlos (tenía la impresión de estar un poco en ridículo); se habían convertido de nuevo en pequeños objetos de madera muerta pero quedaba en ellos algo de vago y de inasible, algo como un sentido. “Son sus objetos, pensó ella. No hay nada mío en el aposento.” Antes poseía algunos muebles. El espejo y la pequeña mesa de tocador de marquetería que venían de su abuela y que Pedro, por jugar, llamaba: tu tocador. Pedro los había atraído hacia él; sólo a Pedro mostraban las cosas su verdadero rostro. Eva podía mirarlos durante horas; ponían una testarudez incansable y malvada en engañarla, en no ofrecerle nunca sino su apariencia —como al doctor Franchot y al señor Darbedat, “Sin embargo, se dijo con angustia, no los veo enteramente igual que mi padre. No es posible que los vea igual que él.”

Removió un poco las rodillas, sentía hormigueos en las piernas. Su cuerpo estaba rígido y tenso. Le dolía; lo sentía demasiado vivo, indiscreto: “Querría ser invisible y quedarme aquí; verlo sin que me viera. No me necesita, estoy de más en la habitación”. Volvió la cabeza y miró la pared por encima de Pedro. Había amenazas escritas en la pared. Eva lo sabía pero no podía leerlas. A menudo miraba las grandes rosas rojas de la pintura hasta que se ponían a bailar ante sus ojos. Las rosas ardían en la penumbra. La amenaza estaba, casi siempre, escrita cerca del techo, a la izquierda, por encima del lecho; pero algunas veces se desplazaba: “Es necesario que me levante. No puedo más; no puedo quedarme sentada tanto tiempo”. Había también en la pared discos blancos que parecían rodajas de cebolla. Los discos giraron sobre sí mismos y las manos de Eva se pusieron a temblar: “Hay momentos en que me vuelvo loca. Pero no, pensó con amargura, no puedo volverme loca. Simplemente me enervo”.

De pronto sintió sobre la suya la mano de Pedro.

—Ágata —dijo Pedro con ternura.

Le sonreía, pero le tenía la mano con la punta de los dedos con una especie de repulsión, como si tuviera un cangrejo por el dorso y quisiera evitar sus pinzas.

—Ágata —dijo— cuánto quisiera tener confianza en ti.

Eva cerró los ojos y su pecho se levantó: “Es preciso no contestar, si no desconfiará y no dirá nada más”.

—Te quiero bien, Ágata —le dijo—Pero no puedo comprenderte. ¿Por qué te quedas todo el tiempo en la habitación?

Eva no respondió.

—Dime, ¿por qué?

Bien sabes que te amo —dijo con sequedad.

—No te creo —dijo Pedro—. ¿Por qué habías de amarme? Debo darte horror; estoy hechizado.

Sonrió, pero se puso grave de golpe:

—Hay un muro entre tú y yo. Te veo, te hablo, pero estás del otro lado. ¿Qué es lo que nos impide amarnos? Me parece que era más fácil antes. En Hamburgo.

—Sí -—dijo Eva tristemente. Siempre Hamburgo, nunca hablaba de su verdadero pasado. Ni Eva, ni él habían estado en Hamburgo.

—Nos paseábamos a lo largo de los canales. Había una chalana, ¿te acuerdas? La chalana era negra; había un perro sobre el puente.

Inventaba a medida que hablaba, tenía aspecto falso.

—Te tenía de la mano. Tenías otra piel. Yo creía todo lo que me decías. Cállense —gritó.

Escuchó un momento:

—Van a venir —dijo con voz sorda.

Eva se sobresaltó:

—¿Van a venir? Creía que ya no volverían más.

Desde hacía tres días Pedro estaba más tranquilo; las estatuas no habían vuelto. Pedro tenía un miedo horrible a las estatuas, aunque nunca convino en ello. Eva no les temía, pero cuando se ponían a volar por el aposento, zumbando, tenía miedo de Pedro,

—Dame el ziuthre —dijo Pedro.

Eva se levantó y tomó el ziuthre; era un conjunto de pedazos de cartón que Pedro había pegado personalmente; él lo utilizaba para conjurar las estatuas. El ziuthre parecía una araña. En uno de los cartones Pedro había escrito: “Poder sobre la emboscada” y en otro: “Negro”. En un tercero había dibujado una cabeza risueña con los ojos plegados: era Voltaire.

Pedro asió el ziuthre por una pata y lo consideró con aspecto sombrío.

—No me puede servir ya —dijo.

—¿Por qué?

—Lo han dado vuelta.

—¿Te harás otro?

La miró largamente:

—Eso querrías tú —dijo entre dientes.

Eva estaba irritada contra Pedro. “Cada vez que vienen, está prevenido, ¿cómo hace? no se engaña nunca.”

El ziuthre colgaba lastimosamente de la punta de los dedos de Pedro: “Encuentra siempre buenas razones para servirse de él. El domingo, cuando vinieron, pretendía haberlo perdido, pero yo lo veía detrás del pote de la cola y él no podía dejar de verlo. Me pregunto si no es él quien las atrae.” Nunca se podía saber si era del todo sincero. En algunos momentos Eva tenía la impresión de que Pedro era invadido a su pesar por una multitud malsana de pensamientos y de visiones. Pero en otros momentos, Pedro parecía inventar. “Sufre. ¿Pero hasta qué punto cree en las estatuas y en el negro? En todo caso sé que a las estatuas no las ve, sólo las escucha; cuando pasan vuelve la cabeza; e igual dice que las ve y las describe.” Se acordó del rostro encendido del doctor Franchot: “Pero querida señora, todos los alienados son mentirosos, usted perderá su tiempo si pretende distinguir lo que sienten realmente de lo que dicen sentir”. Se sobresaltó: “¿Qué viene a hacer Franchot aquí? No voy a ponerme a pensar como él”.

Pedro se levantó, fue a arrojar el ziuthre en el canasto de papeles. “Quisiera pensar como tú”, murmuró ella. Él caminaba a pasitos, sobre la punta de los pies, apretando los codos contra las caderas, para ocupar el menor lugar posible. Volvió a sentarse y miró a Eva con aspecto reservado.

—Es necesario poner cortinas negras —dijo—, no hay bastante negro en este aposento.

Se había hundido en el sillón. Eva miró tristemente ese cuerpo avaro, siempre presto a retirarse, a encogerse; los brazos, las piernas, la cabeza parecían órganos retráctiles. Sonaron las campanadas de las seis; el piano había callado. Eva suspiró; las estatuas no volverían de inmediato; era necesario esperarlas.

—-¿Quieres que encienda?

Eva prefería no esperarlas en la oscuridad.

—Haz lo que quieras —dijo Pedro.

Eva encendió la lámpara del escritorio y una niebla rojiza invadió la pieza. Pedro también esperaba.

No hablaba pero removía los labios que formaban dos manchas sombrías entre la niebla rojiza. Eva amaba los labios de Pedro. Antes habían sido emocionantes y sensuales, pero habían perdido su sensualidad, se alejaban uno de otro estremeciéndose un poco y se volvían a juntar sin cesar; se apretaban entre sí para separarse de nuevo. Sólo ellos vivían en ese rostro cerrado; parecían dos bestias medrosas. Pedro podía mascullar así durante horas sin que saliera ni un sonido de su boca, y a menudo Eva se dejaba fascinar por ese pequeño movimiento obstinado: “Amo su boca”. Él no la besaba nunca; experimentaba horror de los contactos; por la noche lo tocaban manos de hombre, duras y secas, le pellizcaban todo el cuerpo; manos de mujer, de largas uñas, le hacían sucias caricias. A menudo se acostaba vestido pero las manos se deslizaban bajo sus ropas y andaban sobre su camisa. Una vez escuchó reír y unos labios hinchados se posaron sobre sus labios. Desde esa noche, él no besaba más a Eva.

—Ágata —dijo Pedro— no mires mi boca.

Eva bajó los ojos.

—No ignoro que se puede aprender a leer sobre los labios —continuó con insolencia.

Su mano temblaba sobre el brazo del sillón; el índice extendido fue a golpear tres veces sobre el pulgar y los otros dedos se crisparon: era un conjuro. “Ya va a comenzar”, pensó ella. Tenía deseos de tomar a Pedro entre sus brazos.

Pedro se puso a hablar muy alto en tono mundano:

—¿Te acuerdas de San Pauli?

No hubo respuesta. Quizá era una trampa.

—Es allí donde te conocí —dijo con aire satisfecho—. Te quité a un marino danés. Habíamos decidido batirnos, pero pagué la vuelta y me dejó llevarte. Todo no era más que una comedia.

“Miente, no cree ni una palabra de lo que dice. Sabe que no me llamo Ágata. Le odio cuando miente.” Pero vio sus ojos fijos y desapareció su cólera. “No miente, pensó. Está al cabo de sus fuerzas. Siente que se aproximan, habla para evitar el escucharlas.” Pedro tenía asidas fuertemente sus dos manos al brazo del sillón. Su rostro estaba pálido; sonreía.

—Estos encuentros son a menudo extraños —dijo—, pero no creo en el azar. No te pregunto quién te había enviado, sé que no contestarías. En todo caso has sido bastante hábil para salpicarme.

Hablaba penosamente, con voz aguda y apresurada. Había palabras que no podía pronunciar y que salían de su boca como una sustancia blanda e informe.

—Me llevaste en plena fiesta entre maniobras de automóviles negros. Pero detrás de los autos había un ejército de ojos rojos que relucían en cuanto volvía la espalda. Pienso que les hacías señas, tomada de mi brazo, pero yo no veía nada. Estaba demasiado absorto en las grandes ceremonias de la coronación.

Miraba fijo ante él, con los grandes ojos abiertos. Se pasó la mano por la frente, muy rápido, con un gesto breve, sin dejar de hablar; no quería dejar de hablar.

—Era la coronación de la República —dijo con voz estridente— un espectáculo impresionante en su género a causa de los animales de toda especie que enviaban las colonias para la ceremonia. Tú temías perderte entre los monos. He dicho entre los monos —repitió con aire arrogante, mirando a su alrededor—. ¡Podría decir entre los negros! Los engendros que se deslizan bajo las mesas y creen pasar desapercibidos, son descubiertos y clavados de inmediato por mi mirada. La consigna es callarse —gritó—, callarse. Todos en su lugar y en guardia para la. entrada de las estatuas: es la orden. Tralalá —aullaba y ponía sus manos como corneta delante de la boca—. Tralalá, tralalá.

Se calló y Eva supo que las estatuas acababan de entrar en la cámara. Él se mantenía rígido, pálido y despreciativo. Eva se puso también rígida y los dos esperaron en silencio. Alguien caminaba por el corredor; era María, la sirvienta; sin duda acababa de llegar. Eva pensó: “Es necesario que le dé el dinero para el gas”. Y luego las estatuas se pusieron a volar; pasaban entre Eva y Pedro.

Pedro hizo “Han” y se hundió en el sillón cruzando las piernas debajo; volvía la cabeza, reía de tiempo en tiempo pero algunas gotas de sudor perlaban su frente. Eva no pudo soportar la visión de esa mejilla pálida, de esa boca deformada por una mueca temblorosa: cerró los ojos. Hilos dorados se pusieron a bailar sobre el fondo rojo de sus párpados; se sentía vieja y pesada. No lejos de ella, Pedro resoplaba ruidosamente: “Vuelan, zumban, se inclinan sobre él…” Sintió un ligero cosquilleo, una molestia en el hombro y en el costado derecho. Instintivamente su cuerpo se inclinó hacia la izquierda como para evitar un contacto desagradable, como para dejar un objeto pesado y torpe. De pronto, las tablas crujieron y sintió un deseo loco de abrir los ojos, de mirar a su derecha barriendo el aire con la mano.

No hizo nada; conservó los ojos cerrados y una acre alegría la hizo estremecer: “Yo también tengo miedo”, pensó. Toda su vida se había refugiado en su costado derecho. Se inclinó, sin abrir los ojos, hacia Pedro. Le bastaría un pequeñísimo esfuerzo y por primera vez entraría en ese mundo trágico. “Tengo miedo de las estatuas” — pensó. Era una afirmación violenta y ciega, un sortilegio; con todas sus fuerzas quería creer en su presencia; ensayaba convertir en un sentido nuevo, en un contacto, la angustia que paralizaba su costado derecho. En el brazo, en el flanco y en el hombro, sentía el paso de las estatuas.

Las estatuas volaban bajo y dulcemente: zumbaban. Eva sabía que tenían aire malicioso y que las pestañas salían de la piedra alrededor de sus ojos: pero se las representaba mal. Sabía también que no eran totalmente vivientes pero que algunas placas de carne, algunas escamas tiernas aparecían sobre sus grandes cuerpos; la piedra se pelaba al borde de sus dedos y le ardían las palmas. Eva no podía ver todo esto; pensaba simplemente que enormes mujeres se deslizaban contra ella solemnes y grotescas con aire humano y con la obstinación compacta de la piedra. “Se inclinan sobre Pedro —Eva hizo un esfuerzo tan violento que sus manos se pusieron a temblar— se inclinan sobre mí”… De pronto la heló un grito horrible. “Lo han tocado”. Abrió los ojos; Pedro tenía la cabeza entre las manos, jadeaba. Eva se sintió agotada: “Un juego, pensó con remordimiento; no era más que un juego, ni un instante he creído sinceramente en ello. Y durante ese tiempo él sufría verdaderamente”.

Pedro se aflojó y respiró con fuerza. Pero sus pupilas quedaron extrañamente dilatadas; transpiraba.

—¿Las has visto? —preguntó.

—No puedo verlas.

—Es mejor para ti. Te darían miedo. Yo ya estoy acostumbrado —dijo.

Las manos de Eva seguían temblando; tenía la sangre en la cabeza. Pedro tomó un cigarrillo del bolsillo y lo llevó a la boca, pero no lo encendió:

—Verlas me es indiferente —dijo— pero no quiero que me toquen; tengo miedo de que me contagien granos.

Reflexionó un instante y prosiguió:

—¿Las oíste, acaso?

(Pedro le había dicho esas mismas palabras, el domingo anterior.)

—Sí —dijo Eva—, es como el motor de un avión.

Pedro sonrió con algo de condescendencia:

—Exageras —dijo, pero se quedó pálido. Miró las manos de Eva—. Tus manos tiemblan. Te has impresionado, mi pobre Ágata. Pero no precisas hacerte mala sangre: no volverán antes de mañana.

Eva no podía hablar; le castañeteaban los dientes y temía que Pedro lo notara. Pedro la miró largamente:

—Eres bárbaramente bella —dijo inclinando la cabeza—. Es lástima. Es verdaderamente una lástima.

Avanzó rápidamente una mano y le rozó la oreja.

—¡Mi bello demonio! Me molestas un poco, eres demasiado bella; eso me distrae. Si no se tratara de la “recapitulación…”.

Se detuvo y miró a Eva con sorpresa:

—No se trataba de esa palabra… ha venido… ha venido —dijo sonriendo con aire vago—. Tenía otra en la punta de la lengua… y ésta… se ha puesto en su lugar. Olvidé lo que te decía.

Reflexionó un instante y sacudió la cabeza:

—Vamos —dijo— me voy a dormir.—Y agregó con voz infantil—. Sabes, Ágata, estoy fatigado. No encuentro mis ideas.

Arrojó el cigarrillo y miró la alfombra con aire inquieto. Eva le deslizó una almohada bajo la cabeza.

—Puedes dormir también —le dijo cerrando los ojos—; ellas no volverán.

“Recapitulación.” Pedro dormía, tenía una semisonrisa cándida; inclinaba la cabeza; hubiérase dicho que quería acariciar su mejilla con su hombro. Eva no tenía sueño, pensaba: “recapitulación”. Pedro había tomado de pronto un aire estúpido y la palabra había corrido fuera de su boca larga y blanquecina. Pedro había mirado hacia adelante con asombro, como si viera la palabra y no la reconociera; su boca estaba abierta, blanda; algo parecía haberse roto en él. “Ha tartamudeado, es la primera vez que le ocurre. Por lo demás no lo ha notado. Dijo que no encontraba más sus ideas.” Pedro lanzó un pequeño gemido voluptuoso y su mano hizo un gesto ligero.

Eva le miró duramente: “Cómo irá a despertarse”. Eso la corroía. En cuanto Pedro se dormía pensaba en eso, no podía evitarlo. Tenía miedo de que se despertara con los ojos turbios y se pusiera a tartamudear. “Qué estúpida soy, pensó, eso no debe comenzar antes de un año. Franchot lo ha dicho.” Pero la angustia no la abandonaba; un año; un invierno; una primavera; un verano; el comienzo de otro otoño. Un día se confundirían esos rasgos, dejaría colgar la mandíbula, abriría a medias los ojos lacrimosos. Eva se inclinó sobre la mano de Pedro y posó en ella los labios: “Te mataré antes”.

Jean Paul Sartre: El muro. Cuento

sartreNos arrojaron en una gran sala blanca y mis ojos parpadearon porque la luz les hacía mal. Luego vi una mesa y cuatro tipos detrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles. Habían amontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesario atravesar toda la habitación para reunirnos con ellos. Había muchos a quienes yo conocía y otros que debían de ser extranjeros. Los dos que estaban delante de mí eran rubios con cabezas redondas; se parecían; franceses, pensé. El más bajo se subía todo el tiempo el pantalón: estaba nervioso.

Esto duró cerca de tres horas; yo estaba embrutecido y tenía la cabeza vacía; pero la pieza estaba bien caldeada, lo que me parecía muy agradable, hacía veinticuatro horas que no dejábamos de tiritar. Los guardianes llevaban los prisioneros uno después de otro delante de la mesa. Los cuatro tipos les preguntaban entonces su nombre y su profesión. La mayoría de las veces no iban más jejos — o bien a veces les hacían una pregunta suelta: «¿Tomaste parte en el sabotaje de las municiones?”, o bien: “¿Dónde estabas y qué hacías el 9 por la mañana?” No escuchaban la respuesta o por lo menos parecían no escucharla: se callaban un momento mirando fijamente hacia adelante y luego se ponían a escribir. Preguntaron a Tom si era verdad que servía en la Brigada Internacional: Tom no podía decir lo contrario debido a los papeles que le habían encontrado en su ropa. A Juan no le preguntaron nada, pero, en cuanto dijo su nombre, escribieron largo tiempo.

—Es mi hermano José el que es anarquista —dijo Juan—. Ustedes saben que no está aquí. Yo no soy de ningún partido, no he hecho nunca política.

No contestaron nada. Juan dijo todavía:

—No he hecho nada. No quiero pagar por los otros. Sus labios temblaban. Un guardián le hizo callar y se lo llevó. Era mi turno:

—¿Usted se llama Pablo Ibbieta?

Dije que sí.

El tipo miró sus papeles y me dijo:

—¿Dónde está Ramón Gris?

—No lo sé.

—Usted lo ocultó en su casa desde el 6 al 19.

—No.

Escribieron un momento y los guardianes me hicieron salir. En el corredor Tom y Juan esperaban entre dos guardianes. Nos pusimos en marcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:

—¿Y ahora?

—¿Qué? —dijo el guardián.

—¿Esto es un interrogatorio o un juicio?

—Era el juicio, dijo el guardián.

—Bueno. ¿Qué van a hacer con nosotros?

El guardián respondió secamente:

—Se les comunicará la sentencia en la celda.

En realidad lo que nos servía de celda era uno de los sótanos del hospital. Se sentía terriblemente el frío, debido a las corrientes de aire. Toda la noche habíamos tiritado y durante el día no lo habíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había estado en un calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debía datar de la Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugar se les metía en cualquier parte. No eché de menos mi calabozo: allí no había sufrido frío, pero estaba solo; lo que a la larga es irritante. En el sótano tenía compañía Juan casi no hablaba: tenía miedo y luego era demasiado joven para tener algo que decir. Pero Tom era buen conversador y sabía muy bien el español. En el subterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nos devolvieron, nos reunimos y esperamos en silencio. Tom dijo al cabo de un momento:

—Estamos reventados.

—Yo también lo pienso —le dije—, pero creo que no harán nada al pequeño.

—No tienen nada que reprocharle —dijo Tom—, es el hermano de un militante, eso es todo.

Yo miraba a Juan: no tenía aire de entender, Tom continuó:

—¿Sabes lo que hacen en Zaragoza? Acuestan a los tipos en el camino y les pasan encima los camiones. Nos lo dijo un marroquí desertor. Dicen que es para economizar municiones.

—Eso no economiza nafta —dije.

Estaba irritado contra Tom: no debió decir eso.

—Hay algunos oficiales que se pasean por el camino —prosiguió—, y que vigilan eso con las manos en los bolsillos, fumando cigarrillos. ¿Crees que terminan con los tipos? Te engañas. Los dejan gritar. A veces durante una hora. El marroquí decía que la primera vez casi vomitó.

—No creo que hagan eso —dije—, a menos que verdaderamente les falten municiones.

La luz entraba por cuatro respiraderos y por una abertura redonda, que habían practicado en el techo, a la izquierda y que daba sobre el cielo. Era por este agujero redondo, generalmente cerrado con una trampa, por donde se descargaba el carbón en el sótano. Justamente debajo del agujero había un gran montón de cisco; destinado a caldear el hospital, pero desde el comienzo de la guerra se evacuaron los enfermos y el carbón quedó allí, inutilizado; le llovía encima en ocasiones, porque se habían olvidado de cerrar la trampa.

Tom se puso a tiritar.

—Maldita sea, tirito —dijo—, vuelta a empezar.

Se levantó y se puso a hacer gimnasia. A cada movimiento la camisa se le abría sobre el pecho blanco y velludo. Se tendió de espaldas, levantó las piernas e hizo tijeras en el aire; yo veía temblar sus gruesas nalgas. Tom era ancho, pero tenía demasiada grasa. Pensé que balas de fusil o puntas de bayonetas iban a hundirse bien pronto en esa masa de carne tierna como en un pedazo de manteca. Esto no me causaba la misma impresión que si hubiera sido flaco.

No tenía exactamente frío, pero no sentía la espalda ni los brazos. De cuando en cuando tenía la impresión de que me faltaba algo y comenzaba a buscar mi chaqueta alrededor, luego me acordaba bruscamente que no me habían dado la chaqueta. Era muy molesto. Habían tomado nuestros trajes para darlos a sus soldados y no nos habían dejado más que nuestras camisas — y esos pantalones de tela que los enfermos hospitalizados llevan en la mitad del verano. Al cabo de un momento Tom se levantó y se sentó cerca de mí, resoplando.

—¿Entraste en calor?

—No, maldita sea. Pero estoy sofocado.

A eso de las ocho de la noche entró un comandante con dos falangistas. Tenía una hoja de papel en la mano. Preguntó al guardián:

—¿Cómo se llaman estos tres?

—Steinbock, Ibbieta y Mirbal, dijo el guardián.

El comandante se puso los anteojos y miró en la lista:

—Steinbock… Steinbock… Aquí está. Usted está condenado a muerte. Será fusilado mañana a la mañana.

Miró de nuevo:

—Los otros dos también —dijo.

—No es posible —dijo Juan—. Yo no.

El comandante le miró con aire asombrado.

—¿Cómo se llama usted?

—Juan Mirbal.

—Pues bueno, su nombre está aquí —dijo el comandante—, usted está condenado.

—Yo no he hecho nada —dijo Juan.

El comandante se encogió de hombros y se volvió hacia Tom y hacia mí.

—¿Ustedes son vascos?

—Ninguno es vasco.

Tomó un aire irritado.

—Me dijeron que había tres vascos. No voy a perder el tiempo corriendo tras ellos. Entonces, naturalmente, ¿ustedes no quieren sacerdote?

No respondimos nada. Dijo:

—En seguida vendrá un médico belga. Tiene autorización para pasar la noche con ustedes.

Hizo el saludo militar y salió.

—Que te dije —exclamó Tom—, estamos listos.

—Sí —dije—, es estúpido por el chico.

Decía esto por ser justo, pero no me gustaba el chico. Tenía un rostro demasiado fino y el miedo y el sufrimiento lo habían desfigurado, habían torcido todos sus rasgos. Tres días antes era un chicuelo de tipo delicado, eso puede agradar; pero ahora tenía el aire de una vieja alcahueta y pensé que nunca más volvería a ser joven, aun cuando lo pusieran en libertad. No hubiera estado mal tener un poco de piedad para ofrecerle, pero la piedad me disgusta; más bien me daba horror. No había dicho nada más pero se había vuelto gris: su rostro y sus manos eran grises. Se volvió a sentar y miró el suelo con ojos muy abiertos. Tom era un alma buena, quiso tomarlo del brazo, pero el pequeño se soltó violentamente haciendo una mueca.

—Déjalo —dije en voz baja—, bien ves que va a ponerse a chillar.

Tom obedeció a disgusto; hubiera querido consolar al chico; eso le hubiera ocupado y no habría estado tentado de pensar en sí mismo. Pero eso me irritaba. Yo no había pensado nunca en la muerte porque no se me había presentado la ocasión, pero ahora la ocasión estaba aquí y no había más remedio que pensar en ella.

Tom se puso a hablar;

—¿Has reventado algunos tipos? —me preguntó.

No contesté. Comenzó a explicarme que él había reventado seis desde el comienzo del mes de agosto; no se daba cuenta de la situación, y vi claramente que no quería darse cuenta. Yo mismo no lo lograba completamente todavía; me preguntaba si se sufriría mucho, pensaba en las balas, imaginaba su ardiente granizo a través de mi cuerpo. Todo esto estaba fuera de la verdadera cuestión; estaba tranquilo, teníamos toda la noche para comprender. Al cabo de un momento Tom dejó de hablar y le miré de reojo; vi que él también se había vuelto gris y que tenía un aire miserable, me dije: “empezamos”. Era casi de noche, una luz suave se filtraba a través de los respiraderos y el montón de carbón formaba una gran mancha bajo el cielo; por el agujero del techo veía ya una estrella, la noche sería pura y helada.

Se abrió la puerta y entraron dos guardianes. Iban seguidos por un hombre rubio que llevaba un uniforme castaño claro. Nos saludó:

—Soy médico —dijo—. Tengo autorización para asistirlos en estas penosas circunstancias.

Tenía una voz agradable y distinguida. Le dije:

—¿Qué viene a hacer aquí?

—Me pongo a disposición de ustedes. Haré todo lo posible para que estas horas les sean menos pesadas.

—¿Por qué ha venido con nosotros? Hay otros tipos, el hospital está lleno.

—Me han mandado aquí —respondió con aire vago.

—¡Ah! ¿Les agradaría fumar, eh? —agregó precipitadamente—. Tengo cigarrillos y hasta cigarros.

Nos ofreció cigarrillos ingleses y algunos puros, pero rehusamos. Yo le miraba en los ojos y pareció molesto. Le dije:

—Usted no viene aquí por compasión. Por lo demás lo conozco, le vi con algunos fascistas en el patio del cuartel, el día en que me arrestaron.

Iba a continuar, pero de pronto me ocurrió algo que me sorprendió: la presencia de ese médico cesó bruscamente de interesarme. Generalmente cuando me encaro con un hombre no lo dejo más. Y sin embargo, me abandonó el deseo de hablar; me encogí de hombros y desvié los ojos. Algo más tarde levanté la cabeza: me observaba con aire de curiosidad. Los guardianes se habían sentado sobre un jergón. Pedro, alto y delgado, volvía los pulgares, el otro agitaba de vez en cuando la cabeza para evitar dormirse.

¿Quiere luz? —dijo de pronto Pedro al médico. El otro hizo que “sí” con la cabeza: pensé que no tenía más inteligencia que un leño, pero que sin duda no era ruin. Al mirar sus grandes ojos azules y fríos, me pareció que pecaba sobre todo por falta de imaginación. Pedro salió y volvió con una lámpara de petróleo que colocó sobre un rincón del banco. Iluminaba mal, pero era mejor que nada: la víspera nos habían dejado a oscuras. Miré durante un buen rato el redondel de luz que la lámpara hacía en el techo. Estaba fascinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró el redondel de luz y me sentí aplastado bajo un puño enorme. No era el pensamiento de la muerte ni el temor: era lo anónimo. Los pómulos me ardían y me dolía el cráneo.

Me sacudí y miré a mis dos compañeros. Tom tenía hundida la cabeza entre las manos; yo veía solamente su nuca gruesa y blanca. El pequeño Juan era por cierto el que estaba peor, tenía la boca abierta y su nariz temblaba. El médico se aproximó a él y le puso la mano sobre el hombro como para reconfortarlo; pero sus ojos permanecían fríos. Luego vi la mano del belga descender solapadamente a lo largo del brazo de Juan hasta la muñeca. Juan se dejaba hacer con indiferencia. El belga le tomó la muñeca con tres dedos, con aire distraído; al mismo tiempo retrocedió algo y se las arregló para darme la espalda. Pero yo me incliné hacia atrás y le vi sacar su reloj y contemplarlo un momento sin dejar la muñeca del chico. Al cabo de un momento dejó caer la mano inerte y fue a apoyarse en el muro, luego, como si se acordara de pronto de algo muy importante que era necesario anotar de inmediato tomó una libreta de su bolsillo y escribió en ella algunas líneas: “El puerco —pensé con cólera—, que no venga a tomarme el pulso, le hundiré el puño en su sucia boca.”

No vino pero sentí que me miraba. Me dijo con voz impersonal:

—¿No le parece que aquí se tirita?

Parecía tener frío; estaba violeta.

—No tengo frío —le contesté

No dejaba de mirarme, con mirada dura. Comprendí bruscamente y me llevé las manos a la cara; estaba empapado en sudor. En ese sótano, en pleno invierno, en plena corriente de aire, sudaba. Me pasé las manos por los cabellos que estaban cubiertos de transpiración; me apercibí al mismo tiempo de que mi camisa estaba húmeda y pegada a mi piel: yo chorreaba sudor desde hacía por lo menos una hora y no había sentido nada. Pero eso no había escapado al cochino del belga; había visto rodar las gotas por mis mejillas y había pensado: es la manifestación de un estado de terror casi patológico; y se había sentido normal y orgulloso de serlo porque tenía frío. Quise levantarme para ir a romperle la cara, pero apenas había esbozado un gesto, cuando mi vergüenza y mi cólera desaparecieron; volví a caer sobre el banco con indiferencia.

Me contenté con frotarme el cuello con mi pañuelo, porque ahora sentía el sudor que me goteaba de los cabellos sobre la nuca y era desagradable. Por lo demás, bien pronto renuncié a frotarme, era inútil: mi pañuelo estaba ya como para retorcerlo y yo seguía sudando. Sudaba también en las nalgas y mi pantalón húmedo se adhería al banco.

De pronto, habló el pequeño Juan.

—¿Usted es médico?

—Sí —dijo el belga.

—¿Es que se sufre… mucho tiempo?

—¡Oh! ¿Cuando…? Nada de eso —dijo el belga con voz paternal—, termina rápidamente.

Tenía aire de tranquilizar a un enfermo de consultorio.

—Pero yo… me habían dicho… que a veces se necesitan dos descargas.

Algunas veces —dijo el belga agachando la cabeza—. Puede ocurrir que la primera descarga no interese ninguno de los órganos vitales.

—¿Entonces es necesario que vuelvan a cargar los fusiles y que apunten de nuevo?

Reflexionó y agregó con voz enronquecida:

—¡Eso lleva tiempo!

Tenía un miedo espantoso de sufrir, no pensaba sino en eso; propio de su edad. Yo no pensaba mucho en eso y no era el miedo de sufrir lo que me hacía transpirar.

Me levanté y caminé hasta el montón de carbón.

Tom se sobresaltó y me lanzó una mirada rencorosa: se irritaba porque mis zapatos crujían. Me pregunté si tendría el rostro tan terroso como él: vi que también sudaba. El cielo estaba soberbio, ninguna luz se deslizaba en ese sombrío rincón y no tenía más que levantar la cabeza para ver la Osa Mayor. Pero ya no era como antes; la víspera, en mi calabozo del arzobispado, podía ver un gran pedazo de cielo y cada hora del día me traía un recuerdo distinto. A la mañana, cuando el cielo era de un azul duro y ligero pensaba en algunas playas del borde del Atlántico; a mediodía veía el sol y me acordaba de un bar de Sevilla donde bebía manzanilla comiendo anchoas y aceitunas; a mediodía quedaba en la sombra y pensaba en la sombra profunda que se extiende en la mitad de las arenas mientras la otra mitad centellea al sol; era verdaderamente penoso ver reflejarse así toda la tierra en el cielo. Pero al presente podía mirar para arriba tanto como quisiera, el cielo no me evocaba nada. Preferí esto. Volví a sentarme cerca de Tom. Pasó largo rato.

Tom se puso a hablar en voz baja. Necesitaba siempre hablar, sin ello no reconocía sus pensamientos. Pienso que se dirigía a mí, pero no me miraba. Sin duda tenía miedo de verme como estaba, gris y sudoroso: éramos semejantes y peores que espejos el uno para el otro. Miraba al belga, el viviente.

—¿Comprendes tú? —decía—. En cuanto a mí, no comprendo.

Me puse también a hablar en voz baja. Miraba al belga.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que hay?

—Nos va a ocurrir algo que yo no puedo comprender.

Había alrededor de Tom un olor terrible. Me pareció que era más sensible que antes a los olores. Dije irónicamente:

—Comprenderás dentro de un momento.

—Esto no está claro —dijo con aire obstinado—. Quiero tener, valor, pero es necesario al menos que sepa… Escucha, nos van a llevar al patio. Bueno. Los tipos van a alinearse delante de nosotros. ¿Cuántos serán?

—No sé. Cinco u ocho. No más.

—Vamos. Serán ocho. Les gritarán: ¡Apunten! Y veré los ocho fusiles asestados contra mí. Pienso que querré meterme en el muro. Empujaré el muro con la espalda, con todas mis fuerzas, y el muro resistirá como en las pesadillas. Todo esto puedo imaginármelo. ¡Ah! ¡Si supieras cómo puedo imaginármelo!

—¡Vaya! —le dije—, yo también me lo imagino.

—Eso debe producir un dolor de perros. Sabes que tiran a los ojos y a la boca para desfigurar —agregó malignamente—. Ya siento las heridas, desde hace una hora siento dolores en la cabeza y en el cuello. No verdaderos dolores; es peor: son los dolores que sentiré mañana a la mañana. Pero, ¿después?

Yo comprendía muy bien lo que quería decir, pero no quería demostrarlo. En cuanto a los dolores yo también los llevaba en mi cuerpo como una multitud de pequeñas cuchilladas. No podía hacer nada, pero estando como él, no le daba importancia.

—Después —dije rudamente—, te tragarás la lengua.

Se puso a hablar consigo mismo: no sacaba los ojos del belga. Éste no parecía escuchar. Yo sabía lo que había venido a hacer; lo que pensábamos no le interesaba; había venido a mirar nuestros cuerpos, cuerpos que agonizaban en plena salud.

—Es como en las pesadillas —decía Tom— Se puede pensar en cualquier cosa, se tiene todo el tiempo la impresión de que es así, de que se va a comprender y luego se desliza, se escapa y vuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no comprendo lo que quiero decir. Hay momentos en que casi llego… y luego vuelvo a caer, recomienzo a pensar en los dolores, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro, no estoy loco, pero hay algo que no marcha. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero no soy yo quien lo ve con mis ojos. Es necesario que llegue a pensar… que no veré nada más, que no escucharé nada más y que el mundo continuará para los otros. No estamos hechos para pensar en eso, Pablo. Puedes creerme: me ha ocurrido ya velar toda una noche esperando algo. Pero esto, esto no se parece a nada; esto nos cogerá por la espalda, Pablo, y no habremos podido prepararnos para ello.

—Valor —dije—. ¿Quieres que llame un confesor?

No respondió. Ya había notado que tenía tendencia a hacer el profeta, y a llamarme Pablo hablando con una voz blanca. Eso no me gustaba mucho; pero parece que todos los irlandeses son así. Tuve la vaga impresión de que olía a orina. En el fondo no tenía mucha simpatía por Tom, y no veía por qué, por el hecho de que íbamos a morir juntos, debía sentirla en adelante. Había algunos tipos con los que la cosa hubiera sido diferente. Con Ramón Gris, por ejemplo. Pero entre Tom y Juan me sentía solo. Por lo demás prefería esto, con Ramón tal vez me hubiera enternecido. Pero me sentía terriblemente duro en ese momento, y quería conservarme duro.

Continuó masticando las palabras con una especie de distracción. Hablaba seguramente para impedirse pensar. Olía de lleno a orina como los viejos prostáticos. Naturalmente, era de su parecer; todo lo que decía, yo hubiera podido decirlo: no es natural morir. Y luego desde que iba a morir nada me parecía natural, ni ese montón de carbón, ni el banco, ni la sucia boca de Pedro. Sólo que me disgustaba pensar las mismas cosas que Tom. Y sabía bien que a lo largo de toda la noche, dentro de cinco minutos continuaríamos pensando las mismas cosas al mismo tiempo, sudando y estremeciéndonos al mismo tiempo. Le miraba de reojo, y, por primera vez me pareció desconocido; llevaba la muerte en el rostro. Estaba herido en mi orgullo: durante veinticuatro horas había vivido al lado de Tom, le había escuchado le había hablado y sabía que no teníamos nada en común. Y ahora nos parecíamos como dos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar juntos.

Tom me tomó la mano sin mirarme:

—Pablo, me pregunto… me pregunto si es verdad que uno queda aniquilado.

Desprendí mi mano, y le dije:

—Mira entre tus pies, cochino.

Había un charco entre sus pies y algunas gotas caían de su pantalón.

—¿Qué es eso? —dijo con turbación.

—Te orinas en el calzoncillo.

—No es verdad —dijo furioso—, no me orino. No siento nada.

El belga se aproximó y preguntó con falsa solicitud:

—¿Se siente usted mal?

Tom no respondió. El belga miró el charco sin decir nada.

—No sé que será —dijo Tom con tono huraño—. Pero no tengo miedo. Les juro que no tengo miedo.

El belga no contestó. Tom se levantó y fue a orinar en un rincón Volvió abotonándose la bragueta, se sentó y no dijo una palabra. El belga tomaba algunas notas.

Los tres le miramos porque estaba vivo Tenía los gestos de un vivo, las preocupaciones de un vivo; tiritaba en ese sótano como debían tiritar los vivientes; tenía un cuerpo bien nutrido que le obedecía. Nosotros casi no sentíamos nuestros cuerpos —en todo caso no de la misma manera. Yo tenía ganas de tantear mi pantalón entre las piernas, pero no me atrevía; miraba al belga arqueado sobre sus piernas, dueño de sus músculos— y que podía pensar en el mañana. Nosotros estábamos allí, tres sombras privadas de sangre; lo mirábamos y chupábamos su vida como vampiros.

Terminó por aproximarse al pequeño Juan. ¿Quiso tantearle la nuca por algún motivo profesional o bien obedeció a un impulso caritativo? Si obró por caridad fue la sola y única vez que lo hizo en toda la noche. Acarició el cráneo y el cuello del pequeño Juan. El chico se dejaba hacer, sin sacarle los ojos de encima; luego, de pronto, le tomó la mano y la miró de modo extraño. Mantenía la mano del belga entre las dos suyas, y no tenían nada de agradable esas dos pinzas grises que estrechaban aquella mano gruesa y rojiza. Yo sospechaba lo que iba a ocurrir y Tom debía sospecharlo también; pero el belga no sospechaba nada y sonreía paternalmente. Al cabo de un rato el chico llevó la gruesa pata gorda a su boca y quiso morderla. El belga se desasió vivamente y retrocedió hasta el muro titubeando. Nos miró con horror durante un segundo, de pronto debió comprender que no éramos hombres como él. Me eché a reír, y uno de los guardianes se sobresaltó. El otro se había dormido, sus ojos, muy abiertos, estaban blancos.

Me sentía a la vez cansado y sobrexcitado. No quería pensar más en lo que ocurriría al alba, en la muerte. Aquello no venía bien con nada, sólo encontraba algunas palabras y el vacío. Pero en cuanto trataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí caños de fusiles. Quizás veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta una vez creí que era real: debí de adormecerme durante un minuto. Me llevaban hasta el muro y yo me debatía, les pedía perdón. Me desperté con sobresalto y miré al belga; temí haber gritado durante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada había notado. Si hubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento: hacía cuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseaba perder dos horas de vida: vendrían a despertarme al alba, les seguiría atontado de sueño y reventaría sin hacer ni “uf”; no quería eso, no quería morir como una bestia, quería comprender. Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear de arriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vida pasada. Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos. Había entre ellos buenos y malos —o al menos así los llamaba yo antes—. Había rostros e historias. Volví a ver la cara de un pequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia, la de uno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias: cómo había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casi había reventado de hambre. Me acordé de una noche que pasé en un banco de Granada: no había comido hacía tres días, estaba rabioso, no quería reventar. Eso me hizo sonreír. Con qué violencia corría tras de la felicidad, tras de las mujeres, tras de la libertad. ¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pi y Margall, me adherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas: tomaba todo en serio como si fuera inmortal.

Tuve en ese momento la impresión de que tenía toda mi vida ante mí y pensé: “Es una maldita mentira”. Nada valía puesto que terminaba. Me pregunté cómo había podido pascar, divertirme con las muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubiera podido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada, cerrada como un saco y, sin embargo, todo lo que había en ella estaba inconcluso. Intenté durante un momento juzgarla. Hubiera querido decirme: es una bella vida. Pero no se podía emitir juicio sobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en trazar algunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casi no lo lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podido añorar, el gusto de la manzanilla o bien los baños que tomaba en verano en una pequeña caleta cerca de Cádiz; pero la muerte privaba a todo de su encanto.

El belga tuvo de pronto una gran idea.

—Amigos míos —dijo—, puedo encargarme, si la administración militar consiente en ello, de llevar una palabra, un recuerdo a las personas que ustedes quieran.

Tom gruñó:

—No tengo a nadie.

Yo no respondí nada. Tom esperó un momento, luego me preguntó con curiosidad.

—¿No tienes nada que decir a Concha?

—No.

Detestaba esa tierna complicidad: era culpa mía, la noche precedente había hablado de Concha, hubiera debido contenerme. Estaba con ella desde hacía un año. La víspera me hubiera todavía cortado un brazo a hachazos para volver a verla cinco minutos. Por eso hablé de ella, era más fuerte que yo. Ahora no deseaba volver a verla, no tenía nada más que decirle. Ni siquiera hubiera querido abrazarla: mi cuerpo me horrorizaba porque se había vuelto gris y sudaba, y no estaba seguro de no tener también horror del suyo. Cuando sepa mi muerte Concha llorará; durante algunos meses no sentirá ya gusto por la vida. Pero en cualquier forma era yo quien iba a morir. Pensé en sus ojos bellos y tiernos. Cuando me miraba, algo pasaba de ella a mí. Pensé que eso había terminado: si me miraba ahora su mirada permanecería en sus ojos, no llegaría hasta mí. Estaba solo.

Tom también estaba solo, pero no de la misma manera. Se había sentado a horcajadas y se había puesto a mirar el banco con una especie de sonrisa, parecía asombrado. Avanzó la mano y tocó la madera con precaución, como si hubiera temido romper algo, retiró en seguida vivamente la mano y se estremeció. Si hubiera sido Tom no me hubiera divertido en tocar el banco; era todavía comedia irlandesa, pero encontraba también que los objetos tenían un aire raro; eran más borrosos, menos densos que de costumbre. Bastaba que mirara el banco, la lámpara, el montón de carbón, para sentir que iba a morir. Naturalmente no podía pensar con claridad en mi muerte, pero la veía en todas partes, en las cosas, en la manera en que las cosas habían retrocedido y se mantenían a distancia, discretamente, como gente que habla bajo a la cabecera de un moribundo. Era su muerte lo que Tom acababa de tocar sobre el banco.

En el estado en que me hallaba, si hubieran venido a anunciarme que podía volver tranquilamente a mi casa, que se me dejaba salvar la vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más a nadie, en cierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, a causa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba con sus oídos, pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no lo reconocía. Estaba obligado a tocarlo y a mirarlo para saber lo que hacía como si hubiera sido el cuerpo de otro. Por momentos todavía lo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies de vuelcos, como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir mi corazón. Pero esto no me tranquilizaba: todo lo que venía de mi cuerpo tenía un aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempo se callaba, se mantenía quieto y no sentía nada más que una especie de pesadez, una presencia inmunda pegada a mí. Tenía la impresión de estar ligado a un gusano enorme. En un momento dado tanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estaba mojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinar sobre el montón de carbón.

El belga sacó su reloj y lo miró. Dijo:

—Son las tres y media.

¡Puerco! Debió de hacerlo expresamente Tom saltó en el aire, todavía no nos habíamos dado cuenta de que corría el tiempo; la noche nos rodeaba como una masa informe y sombría, ya no me acordaba cuándo había comenzado.

El pequeño Juan se puso a gritar. Se retorcía las manos, suplicaba:

—¡No quiero morir, no quiero morir!

Corrió por todo el sótano levantando los brazos en el aire, después se abatió sobre uno de los jergones y sollozó. Tom le miraba con ojos pesados y ni aun tenía deseos de consolarlo. En realidad no valía la pena; el chico hacía más ruido que nosotros, pero estaba menos grave: era como un enfermo que se defiende de su mal por medio de la fiebre. Cuando ni siquiera hay fiebre, es más grave.

Lloraba. Vi perfectamente que tenía lástima de sí mismo; no pensaba en la muerte. Un segundo, un solo segundo, tuve también deseos de llorar, de llorar de piedad sobre mí mismo. Pero lo que ocurrió fue lo contrario: arrojé una mirada sobre el pequeño, vi su delgada espalda sollozante y me sentí inhumano: no pude tener piedad ni de los otros ni de mí mismo. Me dije: “Quiero morir valientemente”.

Tom se levantó, se puso justo debajo de la abertura redonda y se puso a esperar el día. Pero, por encima de todo, desde que el médico nos había dicho la hora, yo sentía el tiempo que huía, que corría gota a gota.

Era todavía oscuro cuando escuché la voz de Tom:

—¿Los oyes?

—Sí.

Algunos tipos marchaban por el patio.

—¿Qué vienen a jorobar? Sin embargo no pueden tirar de noche.

Al cabo de un momento no escuchamos nada más. Dije a Tom:

—Ahí está el día.

Pedro se levantó bostezando y fue a apagar la lámpara. Dijo a su compañero:

-—Un frío de perros.

El sótano estaba totalmente gris. Escuchamos detonaciones lejanas.

—Ya empiezan —dije a Tom—, deben hacer eso en el patio de atrás.

Tom pidió al médico que le diera un cigarrillo. Pero yo no quise; no quería cigarrillos ni alcohol. A partir de ese momento no cesaron los disparos.

—¿Te das cuenta? —dijo Tom.

Quería agregar algo pero se calló; miraba la puerta. La puerta se abrió y entró un subteniente con cuatro soldados. Tom dejó caer su cigarrillo.

—¿Steinbock?

Tom no respondió. Fue Pedro quien lo designó.

—¿Juan Mirbal?

—Es ese que está sobre el jergón.

—Levántese —dijo el subteniente.

Juan no se movió. Dos soldados lo tomaron por las axilas y lo pararon. Pero en cuanto lo dejaron volvió a caer.

Los soldados dudaban.

—No es el primero que se siente mal —dijo el subteniente—; no tienen más que llevarlo entre los dos, ya se arreglarán allá.

Se volvió hacia Tom:

—Vamos, venga.

Tom salió entre dos soldados. Otros dos le seguían, llevaban al chico por las axilas y por las corvas. Cuando quise salir el subteniente me detuvo:

—¿Usted es Ibbieta?

—Sí.

—Espere aquí, vendrán a buscarlo en seguida.

Salieron. El belga y los dos carceleros salieron también; quedé solo. No comprendía lo que ocurría, pero hubiera preferido que terminaran en seguida. Escuchaba las salvas a intervalos casi regulares; me estremecía a cada una de ellas. Tenía ganas de aullar y de arrancarme los cabellos. Pero apretaba los dientes y hundía las manos en los bolsillos porque quería permanecer tranquilo.

Al cabo de una hora vinieron a buscarme y me condujeron al primer piso a una pequeña pieza que olía a cigarro y cuyo olor me pareció sofocante. Había allí dos oficiales que fumaban sentados en unos sillones, con algunos papeles sobre las rodillas.

—¿Te llamas Ibbieta?

—Sí.

—¿Dónde está Ramón Gris?

—No lo sé.

El que me interrogaba era bajo y grueso. Tenía ojos duros detrás de los anteojos. Me dijo:

—Aproxímate.

Me aproximé. Se levantó y me tomó por los brazos mirándome con un aire como para hundirme bajo tierra. Al mismo tiempo me apretaba los bíceps con todas sus fuerzas. No lo hacía para hacerme mal, era su gran recurso: quería dominarme. Juzgaba necesario también enviarme su aliento podrido en plena cara. Quedamos un momento así; me daban más bien deseos de reír. Era necesario mucho más para intimidar a un hombre que iba a morir: eso no tenía importancia. Me rechazó violentamente y se sentó. Dijo:

—Es tu vida contra la suya. Se te perdona la vida si nos dices dónde está.

Estos dos tipos adornados con sus látigos y sus botas, eran también hombres que iban a morir. Un poco más tarde que yo, pero no mucho más. Se ocupaban de buscar nombres en sus papeluchos, corrían detrás de otros hombres para aprisionarlos o suprimirlos; tenían opiniones sobre el porvenir de España y sobre otros temas. Sus pequeñas actividades me parecieron chocantes y burlescas; no conseguía ponerme en su lugar, me parecía que estaban locos.

El gordo bajito me miraba siempre azotando sus botas con su látigo. Todos sus gestos estaban calculados para darle el aspecto de una bestia viva y feroz.

—¿Entonces? ¿Comprendido?

—No sé dónde está Gris —contesté—, creía que estaba en Madrid.

El otro oficial levantó con indolencia su mano pálida. Esta indolencia también era calculada. Veía todos sus pequeños manejos y estaba asombrado de que se encontraran hombres que se divirtieran con eso.

—Tienes un cuarto de hora para reflexionar —dijo lentamente—. Llévenlo a la ropería, lo traen dentro de un cuarto de hora. Si persiste en negar se le ejecutará de inmediato.

Sabían lo que hacían: había pasado la noche esperando; después me hicieron esperar todavía una hora en el sótano, mientras fusilaban a Tom y a Juan y ahora me encerraban en la ropería; habían debido preparar el golpe desde la víspera. Se dirían que a la larga se gastan los nervios y esperaban llevarme a eso.

Se engañaban. En la ropería me senté sobre un escabel porque me sentía muy débil y me puse a reflexionar. Pero no en su proposición. Naturalmente que sabía dónde estaba Gris; se ocultaba en casa de unos primos a cuatro kilómetros de la ciudad. Sabía también que no revelaría su escondrijo, salvo si me torturaban (pero no parecían ni soñar en ello). Todo esto estaba perfectamente en regla, definitivo y de ningún modo me interesaba. Sólo hubiera querido comprender las razones de mi conducta. Prefería reventar antes que entregar a Gris. ¿Por qué? No quería ya a Ramón Gris. Mi amistad por él había muerto un poco antes del alba al mismo tiempo que mi amor por Concha, al mismo tiempo que mi deseo de vivir. Sin duda le seguía estimando: era fuerte. Pero ésa no era una razón para que aceptara morir en su lugar; su vida no tenía más valor que la mía; ninguna vida tenía valor. Se iba a colocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta que reventara: que fuera yo o Gris u otro era igual. Sabía bien que era más útil que yo a la causa de España, pero yo me cagaba en España y en la anarquía: nada tenía ya importancia. Y sin embargo yo estaba allí, podía salvar mi pellejo entregando a Gris y me negaba a hacerlo. Encontraba eso bastante cómico: era obstinación. Pensaba: “Hay que ser testarudo”. Y una extraña alegría me invadía.

Vinieron a buscarme y me llevaron ante los dos oficiales. Una rata huyó bajo nuestros pies y eso me divirtió. Me volví hacia uno de los falangistas y le dije:

—¿Vio la rata?

No me respondió. Estaba sombrío, se tomaba en serio. Tenía ganas de reír, pero me contenía temiendo no poder detenerme si comenzaba. El falangista llevaba bigote. Todavía le dije:

—Tendrían que cortarte los bigotes, perro.

Encontré extraño que dejara durante su vida que el pelo le invadiera la cara. Me dio un puntapié, sin gran convicción, y me callé.

—Bueno —dijo el oficial gordo— ¿reflexionaste?

Los miraba con curiosidad como a insectos de una especie muy rara. Les dije:

—Sé donde está. Está escondido en el cementerio. En una cripta o en la cabaña del sepulturero.

Era para hacerles una jugarreta. Quería verles levantarse, apretarse los cinturones y dar órdenes con aire agitado.

Pegaron un salto:

—Vamos allá. Moles, vaya a pedir quince hombres al subteniente López. En cuanto a ti —me dijo el gordo bajito—, si has dicho la verdad, no tengo más que una palabra. Pero lo pagarás muy caro si te has burlado de nosotros.

Partieron con mucho ruido y esperé apaciblemente bajo la guardia de los falangistas. Sonreía de tiempo en tiempo pensando en la cara que iban a poner. Me sentía embrutecido y malicioso. Los imaginaba levantando las piedras de las tumbas, abriendo una a una las puertas de las criptas. Me representaba la situación como si hubiera sido otro, ese prisionero obstinado en hacer el héroe, esos graves falangistas con sus bigotes y sus hombres uniformados que corrían entre las tumbas: era de un efecto cómico irresistible.

Al cabo de una media hora el gordo bajito volvió solo. Pensé que venía a dar la orden de ejecutarme. Los otros debían de haberse quedado en el cementerio:

El oficial me miró. No parecía molesto en absoluto.

—Llévenlo al patio grande con los otros —dijo—. Cuando terminen las operaciones militares un tribunal ordinario decidirá de su suerte.

Creí no haber comprendido. Le pregunté:

—Entonces, ¿no me… no me fusilarán?

—Por ahora no. Después, no me concierne.

Yo seguía sin comprender. Le dije:

—Pero, ¿por qué?

Se encogió de hombros sin contestar y los soldados me llevaron. En el patio grande había un centenar de prisioneros, mujeres, niños y algunos viejos. Me puse a dar vueltas alrededor del césped central, estaba atontado. Al mediodía nos dieron de comer en el refectorio. Dos o tres tipos me interpelaron. Debía de conocerlos pero no les contesté: no sabía ni dónde estaba.

Al anochecer echaron al patio una docena de nuevos prisioneros. Reconocí al panadero García. Me dijo:

—¡Maldito suertudo! No creí volver a verte vivo.

—Me condenaron a muerte —dije—, y luego cambiaron de idea. No sé por qué.

—Me arrestaron hace dos horas, dijo García.

—¿Por qué?

García no se ocupaba de política.

—No sé —dijo—, arrestan a todos los que no piensan como ellos.

Bajó la voz:

—Lo agarraron a Gris.

Yo me eché a temblar:

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Había hecho una idiotez. Dejó a su primo el martes porque tuvieron algunas palabras. No faltaban tipos que lo querían ocultar, pero no quería deber nada a nadie. Dijo: “Me hubiera escondido en casa de Ibbieta pero, puesto que lo han tomado, iré a esconderme en el cementerio”.

—¿En el cementerio?

—Sí. Era idiota. Naturalmente ellos pasaron por allí esta mañana. Tenía que suceder. Lo encontraron en la cabaña del sepulturero. Les tiró y le liquidaron.

—¡En el cementerio!

Todo se puso a dar vueltas y me encontré sentado en el suelo: me reía tan fuertemente que los ojos se me llenaron de lágrimas.

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