Charles Bukowski: Tres mujeres. Cuento

64-SOLOBUKOWSKILinda y yo vivíamos justo frente al parque McArthur, y una noche que estábamos bebiendo vimos por la ventana que caía un hombre. una visión extraña, parecía un chiste, pero no era ningún chiste pues el cuerpo se estrelló en la calle. «dios mío», le dije a Linda, «¡se espachurró como un tomate pasado! ¡no somos más que tripas y mierda y material pegajoso! ¡ven! ¡ven! ¡míralo! ». Linda se acercó a la ventana, luego corrió al baño y vomitó. luego volvió. me volví y la miré. «te lo digo de veras, querida, es exactamente igual que un gran cuenco de espaguettis y carne podrida, aderezado con una camisa y un traje rotos!». Linda volvió corriendo al baño y vomitó otra vez.
Me senté y seguí bebiendo vino. pronto oí la sirena. lo que necesitaban en realidad era el departamento de basuras. bueno, qué coño, todos tenemos nuestros problemas. yo no sabía nunca de dónde iba a venir el dinero del alquiler y estábamos demasiado enfermos de tanto beber para buscar trabajo. cuando nos preocupábamos, lo único que podíamos hacer para eliminar nuestras preocupaciones era joder. esto nos hacía olvidar un rato. jodíamos mucho y, para suerte mía, Linda tenía un polvo magnífico. todo aquel hotel estaba lleno de gente como nosotros, que bebían vino y jodían y no sabían después qué. de vez en cuando, uno de ellos se tiraba por la ventana. Pero el dinero siempre nos llegaba de algún sitio; justo cuando todo parecía indicar que tendríamos que comernos nuestra propia mierda, una vez trescientos dólares de una tía muerta, otra un reembolso fiscal demorado. otra vez, iba yo en autobús y en el asiento de enfrente aparecen aquellas monedas de cincuenta centavos. yo no sabía, ni lo sé todavía, qué significaba aquello, quién lo había dejado allí. me cambié de asiento y empecé a guardarme las monedas. cuando llené los bolsillo, apreté el timbre y bajé en la primera parada. nadie dijo nada ni intentó detenerme. en fin, cuando estás borracho, sueles ser afortunado; aunque no seas un tipo de suerte, puedes ser afortunado.
Pasábamos siempre parte del día en el parque mirando los patos. te aseguro que cuando andas mal de salud por darle sin parar a la botella y por falta de comida decente, y estás cansado de joder intentando olvidar, no hay como irse a ver los patos. Quiero decir, tienes que salir del cuarto, porque puedes caer en la tristeza profunda profunda y puedes verte en seguida saltando por la ventana. Es más fácil de lo que te imaginas. así que Linda y yo nos sentábamos en un banco a mirar los patos. a los patos les da todo igual, no tienen que pagar alquiler, ni ropa, tienen comida en abundancia, les basta con flotar de aquí para allá cagando y graznando. picoteando, mordisqueando, comiendo siempre. de cuando en cuando, de noche, uno de los del hotel captura un pato, lo mata, lo mete en su habitación, lo limpia y lo guisa. nosotros lo pensamos pero nunca lo hicimos. Además es difícil cogerlos; en cuanto te acercas ¡SLUUUSCH! una rociada de agua y el cabrón se fue… nosotros solíamos comer pastelitos hechos de harina y agua, o de vez en cuando robábamos alguna mazorca de maíz (había un tipo que tenía un plantel de maíz) no creo que llegase a conseguir comer ni una mazorca, y luego robábamos siempre algo en los mercados al aire libre… me refiero a las tiendas que tienen mercancías expuestas a la puerta; esto significaba un tomate o dos o un pepino pequeño de cuando en cuando, pero éramos ladronzuelos, raterillos, y nos basábamos sobre todo en la suerte. los cigarrillos era más fácil, te dabas un paseo de noche y siempre alguien dejaba la ventanilla de un coche sin subir y un paquete o medio paquete de cigarrillos en la guantera. en fin nuestros auténticos problemas eran la bebida y el alquiler. Y jodíamos y nos preocupábamos por esto.
Y como siempre llegan los días de desesperación total, llegaron los nuestros. No había vino, no había suerte, ya no había nada. no había crédito de la casera ni de la bodega. Decidí poner el despertador a las cinco y media de la mañana y bajar al Mercado de Trabajo Agrícola, pero ni siquiera el despertador funcionó bien. se había estropeado y yo lo había abierto para arreglarlo. Tenía un muelle roto y el único medio que se me ocurrió de arreglarlo fue romper un trozo y enganchar de nuevo el resto, cerrarlo y darle cuerda. ¿queréis saber lo que les pasa a los despertadores, y supongo que a toda clase de relojes, si les pones un muelle más pequeño? os lo diré: cuanto más pequeño sea el muelle, más deprisa andan las manecillas. era una especie de reloj loco, os lo aseguro, y cuando nos cansábamos de joder para olvidar las preocupaciones, solíamos contemplar aquel reloj e intentar determinar la hora que era realmente. y veías correr aquel minutero… nos reíamos mucho.
Luego, un día, tardamos una semana en adivinarlo, descubrimos que el reloj andaba treinta horas por cada doce horas reales de tiempo. y había que darle cuerda cada siete u ocho, porque si no se paraba. a veces despertábamos y mirábamos el reloj y nos preguntábamos qué hora sería.
—¿te das cuenta, querida? —decía yo— el reloj anda dos veces y media más deprisa de lo normal. es muy fácil.
—sí, pero ¿qué hora era cuando pusiste el reloj por última vez? —me preguntó ella.
—que me cuelguen si lo sé, nena, estaba borracho.
—bueno, será mejor que le des cuerda porque si no se parará.
—de acuerdo.
Le di cuerda, luego jodimos.
Así que la mañana que decidí ir al Mercado de Trabajo Agrícola no conseguí que el reloj funcionase. conseguimos en algún sitio una botella de vino y la bebimos lentamente. yo miraba aquel reloj, sin entenderlo, temiendo no despertar. simplemente me tumbé en la cama y no dormí en toda la noche. luego me levanté, me vestí y bajé a la calle San Pedro. había demasiada gente por allí, paseando y esperando. vi unos cuantos tomates en las ventanas y cogí dos o tres y me los comí. había un gran cartel: SE NECESITAN RECOGEDORES DE ALGODÓN PARA BAKERSFIELD. COMIDA Y ALOJAMIENTO. ¿qué demonios era aquello? ¿algodón en Bakersfield, California? pensé en Eli Whitney y el motor que había eliminado todo aquello. luego apareció un camión grande y resultó que necesitaban recogedores de tomates. bueno, mierda, me fastidiaba dejar a Linda en aquella cama tan sola. no la creía capaz de dormir sola mucho tiempo. pero decidí intentarlo. todos empezaron a subir al camión. yo esperé y me aseguré de que todas las damas estaban a bordo, y las había grandes. cuando todos estaban arriba, intenté subir yo. un mejicano alto, evidentemente el capataz, empezó a subir el cierre de la caja: «¡lo siento, señor, completo»! y se fueron sin mí.
eran casi las nueve y el paseo de vuelta hasta el hotel me llevó una hora. me cruzaba con mucha gente bien vestida y con expresión estúpida. estuvo a punto de atropellarme un tipo furioso con un Caddy negro. no sé por qué estaba furioso. quizás el tiempo. hacía mucho calor. cuando llegué al hotel, tuve que subir andando porque el ascensor quedaba junto a la puerta de la casera y ella andaba siempre jodiendo con el ascensor, limpiándolo y frotándolo, o simplemente allí sentada espiando.
eran seis plantas y cuando llegué oí risas en mi habitación. la zorra de Linda no había esperado mucho. en fin, le daré una buena zurra y también a él. abrí la puerta.
eran Linda, Jeannie y Eve.
—¡querido! —dijo Linda. se acercó a mí. estaba toda elegante, con zapatos de tacón alto. me dio un montón de lengua cuando nos besamos.
—¡Jeannie acaba de recibir su primer cheque del desempleo y Eve está en la ayuda a los desocupados! ¡estamos celebrándolo!
había mucho vino de Oporto. entré y me di un baño y luego salí con mis pantalones cortos. me gusta mucho enseñar las piernas. nunca he visto unas piernas de hombre tan grandes y vigorosas como las mías. el resto de mi persona no vale demasiado. me senté con mis raídos pantalones cortos y posé los pies en la mesita de café.
—¡mierda! ¡mirad esas piernas! —dijo Jeannie. —sí, sí —dijo Eve.
Linda sonrió.
me sirvieron un vaso de vino.
ya sabéis cómo son esas cosas. bebimos y hablamos, hablamos y bebimos. las chicas salieron a por más botellas. más charla. el reloj daba vueltas y vueltas. pronto oscureció. yo bebía solo, aún con mis raídos pantalones cortos. Jeannie había ido al dormitorio y se había derrumbado en la cama. Eve se había derrumbado en el sofá y Linda en otro sofá de cuero más pequeño que había en el vestíbulo, delante del baño. yo seguía sin entender por qué me había dejado en tierra aquel mejicano. me sentía desgraciado. entré en el dormitorio y me metí en la cama con Jeannie. era una mujer grande, estaba desnuda. empecé a besarle los pechos, chupándolos.
—eh, ¿qué haces?
—¿qué hago? ¡joderte! le metí el dedo en el coño y lo moví arriba y abajo.
—¡voy a joderte!
—¡no! ¡Linda me mataría!
—¡nunca lo sabrá!
la monté y luego muy lenta lenta quedamente para que los muelles no rincharan, pues no debía oírse el menor rumor, entré y salí y entré y salí siempre despacio despacio y cuando me corrí pensé que nunca pararía. uno de los mejores polvos de mi vida. mientras me limpiaba con las sábanas, se me ocurrió este pensamiento: quizás el hombre lleve siglos jodiendo mal.
luego salí de allí, me senté en la oscuridad, bebí un poco más. no recuerdo cuánto tiempo estuve allí sentado. bebí bastante. luego me acerqué a Eve. Eve la de la ayuda a los desocupados. era una cosa gorda, un poco arrugada, pero tenía unos labios muy atractivos, obscenos, feos, muy cachondos. Empecé a besar aquella boca terrible y bella. no protestó en absoluto, abrió las piernas y entré. se portó como una cerdita, gruñendo y tirando pedos y sornando y retorciéndose. no fue como con Jeannie, largo y emocionante, fue sólo plaf plaf y fuera. salí de allí. y antes de que pudiese llegar a mi sillón otra vez la oí roncar de nuevo. sorprendente… jodía igual que respiraba… no le daba la menor importancia. cada mujer jode de un modo distinto, y eso es lo que mantiene al hombre en movimiento. eso es lo que mantiene a un hombre atrapado.
me senté y bebí algo más pensando en lo que me había hecho aquel sucio mejicano hijo de puta. no merece la pena ser cortés. luego empecé a pensar en la ayuda a los desocupados. ¿podrían acogerse a ella un hombre y una mujer que no estuviesen casados? por supuesto que no. que se muriesen de hambre. y amor era una especie de palabra sucia. pero eso era algo de lo que había entre Linda y yo: amor. por eso pasábamos hambre juntos, bebíamos juntos, vivíamos juntos. ¿qué significaba matrimonio? matrimonio significaba un JODER santificado y un JODER santificado siempre y finalmente, sin remisión, significa ABURRIMIENTO, llega a ser un TRABAJO. pero eso era lo que el mundo quería: un pobre hijo de puta, atrapado y desdichado, con un trabajo que hacer. bueno, mierda, me iré a vivir al barrio chino y traspasaré a Linda a Big Eddie. Big Eddie era un imbécil, pero al menos compraría a Linda algo de ropa y le metería filetes en el estómago, que era más de lo que yo podía hacer.
Bukowski Piernas de Elefante, el fracasado.
terminé la botella y decidí que necesitaba dormir un poco. di cuerda al despertador y me acosté con Linda. se despertó y empezó a frotarse conmigo.
—oh mierda, oh mierda —dijo—. ¡no sé que me pasa!
—¿qué hubo, nena? ¿estás mala? ¿quieres que llame al Hospital General?
—oh no, mierda, sólo estoy ¡CALIENTE! ¡CALIENTE! ¡MUY CALIENTE!
—¿qué?
—¡digo que estoy muy caliente! ¡JODEME!
—Linda…
—¿qué? ¿qué? —estoy cansadísimo. llevo dos noches sin dormir. ese largo paseo hasta el mercado de trabajo y luego la vuelta, treinta y dos manzanas, con aquel sol… es inútil. no hay nada que hacer. estoy hecho migas.
—¡yo te AYUDARE!
—¿qué quieres decir?
se arrastró por el sofá y empezó a chupármela. gruñí agotado.
—querida, treinta y dos manzanas con aquel sol… estoy liquidado.
ella siguió. tenía una lengua como papel de lija y sabía usarla.
—querida —le dije— ¡soy una nulidad social! ¡no te merezco! ¡déjalo, por favor!
como digo, ella sabía hacerlo. unas pueden; otras no. La mayoría sólo conocen el viejo chup chup. Linda empezó con el pene, lo dejó, pasó a las bolas, luego las dejó, volvió otra vez al pene, fue subiendo en espiral, despertando un maravilloso volumen de energía, Y DEJANDO SIEMPRE EL CAPULLO PROPIAMENTE DICHO. INTACTO. Por último, yo me disparé y me lancé a decirle las diversas mentiras sobre lo que haría por ella cuando consiguiese por fin enderezar el culo y dejar de ser un golfo.
entonces ella atacó el capullo, colocó la boca a un tercio de su longitud, hizo esa pequeña presión con los dientes, el mordisquito de lobo y yo me corrí OTRA VEZ… lo cual significaba cuatro veces aquella noche. quedé completamente agotado. Hay mujeres que saben más que la ciencia médica.
cuando desperté estaban todas levantadas y vestidas, y con buen aspecto. Linda, Jeannie y Eve. intentaron destaparme, riendo.
—¡bueno, Hank, vamos a divertirnos un poco! ¡y necesitamos un trago! ¡estaremos en el bar de Tommi-Hi!
—¡vale, vale, adiós! salieron las tres meneando el culo.
todo el Género Humano estaba condenado para siempre.
cuando ya iba a dormirme sonó el teléfono interior.
—¿sí?
—¿señor Bukowski?
—¿sí?
—¡vi a esas mujeres! ¡venían de su casa!
—¿y cómo lo sabe? tiene usted ocho pisos y unas siete u ocho habitaciones por piso.
—conozco a todos mis inquilinos, señor Bukowski. aquí no hay más que gente trabajadora y respetable.
—¿sí?
—sí, señor Bukowski, llevo regentando este lugar veinte años, y nunca jamás había visto cosas como las que pasan en su casa. siempre hemos tenido aquí gente respetable, señor Bukowski.
—sí, son tan respetables que cada poco un hijo de puta se sube a la terraza y se tira de cabeza a la calle y va a caer a la entrada entre esas plantas artificiales que tienen ustedes allí.
—¡le doy de plazo hasta el mediodía para irse, señor Bukowski!
—¿qué hora es en este momento?
—las ocho.
—gracias.
colgué..
busqué un alka-seltzer. lo bebí en un vaso sucio. luego busqué un poco de vino. corrí las cortinas y miré el sol. era un mundo duro, no me decía nada, pero odiaba la idea de volver otra vez al barrio chino. me gustan las habitaciones pequeñas, sitios pequeños donde poder pelearse un poco. una mujer. un trago. pero nada de trabajo diario. no podía soportarlo. no era lo bastante listo. pensé en tirarme por la ventana pero no podía. me vestí y bajé a Tommi-Hi’s. las chicas reían al fondo del bar con dos tipos. Marty, el encargado, me conocía. le hice una seña. no hay dinero. me senté allí.
apareció ante mí un whisky con agua y una nota.
«reúnete conmigo en el Hotel Cucaracha, habitación 12, a medianoche, la habitación será para nosotros. amor, Linda.»
bebí el whisky, salí de allí, fui al Hotel Cucaracha a medianoche.
—no, señor —me dijo el recepcionista—, no hay ninguna habitación 12 reservada a nombre de Bukowski.
volví a la una. había estado todo el día en el parque, toda la noche. allí sentado. lo mismo.
—no hay ninguna habitación 12 reservada para usted, señor.
—¿ninguna habitación reservada para mí a ese nombre o a nombre de Linda Bryan?
comprobó sus libros.
—nada, señor.
—¿le importa que mire en la habitación 12?
—no hay nadie allí, señor. se lo aseguro.
—estoy enamorado, amigo, lo siento. ¡déjeme echar un vistazo, por favor!
me echó una de esas miradas que se reservan para los idiotas de cuarta categoría y me dio la llave.
—si tarda más de cinco minutos en volver, tendrá problemas. abrí la puerta, encendí las luces.
—¡Linda!
las cucarachas, al ver la luz, volvieron todas corriendo a meterse debajo del empapelado. había miles. cuando apagué la luz, las oí corretear saliendo otra vez. el propio empapelado no parecía más que una gran piel de cucaracha.
volví a bajar en ascensor.
—gracias dije—, tenía usted razón. no hay nadie en la habitación 12.
por primera vez, su voz pareció adoptar un vago tono amable.
—lo siento, amigo.
—gracias —dije.
salí del hotel y giré a la izquierda, es decir hacia el Este, es decir, hacia el barrio chino. mientras mis pies me arrastraban lentamente hacia allí, me preguntaba, «¿por qué mienten las personas?» ahora ya no me lo pregunto, pero aún recuerdo, y ahora, cuando mienten, casi lo sé mientras están mintiendo, pero aún no soy tan sabio como el recepcionista del Hotel Cucaracha que sabía que la mentira estaba en todas partes, o la gente que pasaba volando ante mi ventana mientras yo bebía oporto en cálidas tardes de Los Angeles frente al parque McArthur, donde aún cazan, matan y devoran a los patos, y a la gente.
el hotel aún sigue allí, y también la habitación en la que parábamós, y si algún día te molestas en venir, te lo enseñaré. pero eso tiene poco sentido, ¿verdad? digamos sólo que una noche jodí a tres mujeres, o me jodieron ellas. y cerremos con esto la historia.

Charles Bukowski: Una ciudad maligna. Cuento

20080222PHOWWW00199

Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.

Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.

El empleado de recepción le llamó:

—¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?

Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.

—Hemos estado observándole, señor Evans.

El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.

—Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.

El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.

—Tengo ganas de ir al cine —dijo Frank—. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?

—No nos desviemos del asunto, señor Evans.

—De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?

—Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?

—De acuerdo, devuélvame ese trozo de mi juicio.

El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.

—Aquí tiene, señor Evans.

—Gracias.

Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió. Era una noche fresca de otoño y bajó la calle, hacia el Este. Paró en la primera bocacalle. Entró. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete y quitó el celofán. Parecía queso. Olía a queso. Dio un mordisco. Sabía a queso. Se lo comió todo. Luego salió de la calleja y volvió a seguir bajando la calle.

Entró en el primer cine que vio, pagó la entrada y se adentró en la oscuridad. Se sentó en la parte de atrás. No había mucha gente. El local olía a orina. Las mujeres de la pantalla vestían como en los años veinte y los hombres llevaban fijador en el pelo, peinado hacia atrás, apretado y liso. Las narices parecían muy largas y los hombres parecían llevar también pintura alrededor de los ojos. Ni siquiera hablaban. Las palabras aparecían debajo de las imágenes: BLANCHE ACABABA DE LLEGAR A LA GRAN CIUDAD. Un tipo de pelo liso y grasiento estaba haciendo beber a Blanche una botella de ginebra. Blanche se emborrachaba, al parecer. BLANCHE SE SENTÍA MAREADA. DE PRONTO ÉL LA BESÓ.

Frank miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela. El queso le había gustado. Ojalá el del hotel le hubiese dado más.

Y AQUEL HOMBRE EMPEZÓ A DESNUDAR A BLANCHE.

Cada vez que miraba, aquel tipo estaba más cerca de él. Cuando Frank volvía a mirar a la pantalla, el tipo se acercaba dos o tres asientos.

Y AQUEL INDIVIDUO VIOLÓ A BLANCHE MIENTRAS ESTA ESTABA INDEFENSA.

Volvió a mirar. El tipo estaba a tres butacas de distancia. Respiraba pesadamente. Luego, el tipo estaba ya en el asiento de al lado.

—Oh mierda —decía el tipo—, oh, mierda, oh, ooooh, ooooh, oooooh. ¡Ah, ah! ¡Uyyyyy! ¡Oh!

CUANDO BLANCHE DESPERTÓ A LA MAÑANA SIGUIENTE COMPRENDIÓ QUE HABÍA SIDO MANCILLADA.

Aquel tipo olía como si no se hubiese limpiado nunca el culo. Se inclinaba hacia él, le caían hilos de saliva por las comisuras de los labios.

Frank apretó el botón de la navaja automática.

—¡Cuidado! —le dijo a aquel tipo—. ¡Si te acercas más a lo mejor te haces daño con esto!

—¡Oh, Dios santo! —dijo el tipo. Se levantó y corrió por la fila hasta el pasillo. Luego bajó por el pasillo rápido hacia las filas delanteras. Había allí otros dos. Uno se la meneaba al otro y el otro se la chupaba. El que había estado molestando a Frank se sentó allí a mirar.

POCO DESPUÉS, BLANCHE ESTABA EN UNA CASA DE PROSTITUCIÓN.

Entonces a Frank le entraron ganas de mear. Se levantó y fue hacia el letrero: CABALLEROS. Entró. El lugar apestaba. Sintió náuseas, abrió la puerta del retrete, entró. Sacó el pijo y empezó a mear. Luego oyó un ruido.

—Oooooh mierda oooooh mierda ooooh ooooooh Dios mío es una serpiente una cobra oooh Dios mío oooh oooh!

En la partición que separaba los waters había un agujero. Vio el ojo de un tipo. Desvió el pijo y meó por el agujero.

—¡Ooooh ooooh, marrano! —dijo el tipo—. ¡Oooh eres un salvaje, un cacho mierda!

Oyó al tipo arrancar el papel higiénico y limpiarse la cara. Luego el tipo empezó a llorar. Frank salió del retrete y se lavó las manos. No le apetecía ya ver la película. Salió y volvió andando al hotel. Entró. El empleado de recepción le hizo una seña.

—¿Sí? —preguntó Frank.

—Por favor, señor Evans, lo siento mucho. Sólo era una broma.

—¿El qué? —Ya sabe.

—No, no sé.

—Bueno, lo de que estaba perdiendo el juicio. Es que he estado bebiendo, sabe. No se lo diga a nadie, si no me echarán. Es que estuve bebiendo. Ya sé que no está usted perdiendo el juicio. No era más que una broma.

—Sí estoy perdiendo el juicio —dijo Frank—. Y gracias por el queso.

Luego se volvió y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación, se sentó a la mesa. Sacó la navaja automática, apretó el botón, miró la hoja. Sólo estaba afilada, muy bien, por un lado. Podía clavar y cortar. Apretó de nuevo el botón y guardó la navaja en el bolsillo. Luego cogió pluma y papel y empezó a escribir:  

Querida madre:

Esta es una ciudad maligna. Controlada por el Diablo. Hay sexo por todas partes y no se utiliza como instrumento de Belleza según los deseos de Dios, sino como instrumento de Maldad. Sí, la ciudad ha caído sin duda en manos del demonio, en manos del Maligno. Obligan a las jóvenes a beber ginebra y luego las desfloran y las obligan a entrar en casas de prostitución. Es terrible. Es increíble. Tengo el corazón destrozado.

Ayer estuve paseando a la orilla del mar. No exactamente a la orilla sino por unos acantilados, y luego me detuve y me senté allí respirando toda aquella Belleza. El mar, el cielo, la arena. La vida se convirtió en Bendición Eterna. Luego sucedió algo aún más milagroso. Tres pequeñas ardillas me vieron desde abajo y empezaron a subir por el acantilado. Vi sus caritas atisbándome desde detrás de las rocas y desde las hendiduras de los acantilados mientras subían hacia mí. Por último llegaron a mis pies. Sus ojos me miraban. Nunca, madre, he visto ojos más bellos… tan libres de Pecado: todo el cielo, todo el mar. La Eternidad estaba en aquellos ojos. Por último, me moví y ellas…

 

Alguien llamaba a la puerta. Frank se levantó, se acercó a la puerta, la abrió. Era el empleado de recepción.

—Por favor, señor Evans, tengo que hablar con usted.

—Muy bien, pase.

El recepcionista cerró la puerta y se quedó plantado frente a Frank. El empleado de recepción olía a vino.

—Por favor, señor Evans, no le hable al encargado de nuestro malentendido.

—No sé de qué me habla usted.

-—Es usted un gran tipo, señor Evans. Es que, sabe, he estado bebiendo.

—Le perdono. Ahora váyase.

—Hay algo que tengo que decirle, señor Evans.

—Está bien. ¿De qué se trata?

—Le quiero, señor Evans.

—¿Cómo? ¿Querrá decir usted que aprecia mi carácter, verdad?

—No, su cuerpo, señor Evans.

—¿Qué?

—Su cuerpo, señor Evans. ¡No se ofenda, por favor, pero quiero que usted me dé por el culo!

—¿Qué?

—QUE ME DE POR EL CULO, señor Evans. ¡Me ha dado por el culo la mitad de la Marina de los Estados Unidos! Esos muchachos saben lo que es bueno, señor Evans. No hay nada como un buen ojete.

—¡Salga usted inmediatamente de esta habitación!

El recepcionista le echó a Frank los brazos al cuello, luego posó su boca en la de Frank. La boca del empleado de recepción estaba muy húmeda y fría. Apestaba. Frank le dio un empujón.

—¡Sucio bastardo! ¡ME HAS BESADO!

—¡Le amo, señor Evans!

—¡Cerdo asqueroso!

Frank sacó la navaja, apretó el botón, surgió la hoja y Frank la hundió en el vientre del empleado de recepción. Luego la sacó.

—Señor Evans… Dios mío…

El empleado cayó al suelo. Se sujetaba la herida con ambas manos intentando contener la sangre.

—¡Cabrón! ¡ME HAS BESADO!

Frank se agachó y bajó la cremallera de la bragueta del empleado de recepción. Luego le cogió el pijo, lo estiró y cortó unos tres cuartos de su longitud.

—Oh Dios mío Dios mío Dios mío… —dijo el empleado.

Frank fue al baño, y tiró el trozo de carne en el water. Luego tiró de la cadena. Luego se lavó meticulosamente las manos con agua y jabón. Salió, se sentó otra vez a la mesa. Cogió la pluma.

…se fueron pero yo había visto la Eternidad.

Madre, debo irme de esta ciudad, de este hotel: el Diablo controla casi todos los cuerpos. Volveré a escribirte desde la próxima ciudad… quizá sea San Francisco o Portland, o Seattle. Tengo ganas de ir hacia el Norte. Pienso continuamente en ti y espero que seas feliz y te encuentres bien de salud, y que nuestro Señor te proteja siempre.

Recibe todo el cariño de tu hijo

Frank.  

Escribió la dirección en el sobre, lo cerró, puso el sello y luego metió la carta en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada en el armario. Luego, sacó una maleta del armario, la colocó en la cama, la abrió, y empezó a hacer el equipaje.

Charles Bukowski: Demasiado sensible. Cuento

4600094_f520«muéstrame un hombre que viva solo y tenga una cocina perpetuamente sucia, y cinco veces de cada nueve se tratará de un hombre excepcional»

 

Charles Bukowski, 27-6-67′, hacia  la 19.a botella de cerveza.

 

 

«muéstrame un hombre que viva solo y tenga una cocina perpetuamente limpia, y ocho veces de cada nueve se tratará de un hombre de cualidades espirituales detestables».

Charles Bukowski, 27-6-67 hacia  la 20.a botella de cerveza.

 

 

a menudo, el estado de la cocina es el estado de la mente, los pensadores son hombres confusos e inseguros, hombres flexibles, sus cocinas son como sus mentes, llenas de basura, de cubiertos sucios, de impureza, pero ellos son conscientes de su estado mental y encuentran cierto humor en él. a veces, en una violenta explosión de fuego, desafían a las deidades eternas y aparecen todos resplandecientes con lo que solemos llamar creación; y lo mismo hay otras veces que están medio borrachos y limpian sus cocinas. pero pronto cae todo de nuevo en desorden y ellos vuelven a verse en la oscuridad, y necesitan, píldoras, oración, sexo, suerte y salvación, el hombre que tiene la cocina siempre ordenada es un chiflado, sin embargo, cuidado con él. el estado de su cocina es el estado de su mente: todo en orden, asentado, ese hombre ha dejado que la vida le condicione rápidamente a un complejo vil y endurecido de orden mental, defensivo y suave, si le escuchas diez minutos te darás cuenta de que todo lo que dice en su vida será básicamente insignificante y siempre estúpido, es un hombre de cemento, hay más hombres de cemento que de otras clases, así que si buscas un hombre vivo, mira primero su cocina y ahorrarás tiempo.

ahora bien, la mujer que tiene la cocina sucia es otro asunto… desde el punto de vista del varón, si no está empleada en otro sitio y no tiene hijos, la limpieza o la suciedad de su cocina está casi siempre (hay excepciones, por supuesto) en relación directa con lo que se preocupa por ti. unas mujeres tienen teorías sobre cómo salvar el mundo, pero no son capaces de lavar una taza de café, si se lo mencionas, te dirán: «lavar tazas de café no es importante», por desgracia lo es. sobre todo para un hombre que se ha pasado ocho horas seguidas más dos extras con un torno, se empieza a salvar el mundo salvando a los hombres de uno en uno. todo lo demás o es romanticismo grandilocuente o es política. hay mujeres buenas en el mundo, yo he conocido incluso a una o dos. luego, hay de la otra clase, por entonces, el maldito trabajo me destrozaba tanto que al final de ocho o doce horas todo mi cuerpo quedaba agarrotado en una tabla de dolor, digo «tabla» porque no encuentro otro término que lo exprese mejor, quiero decir que, por la noche, ni siquiera podía ponerme la chaqueta, me resultaba imposible levantar los brazos y meterlos en las mangas, el dolor era excesivo y no podía alzar tanto los brazos, cualquier movimiento provocaba unas explosiones de dolor horribles y calambres, en fin algo de locura, me habían puesto por entonces una serie de multas de tráfico, la mayoría de ellas a las tres o las cuatro de la madrugada, volviendo a casa del trabajo, esta noche concreta, cuando intentaba protegerme de pequeñas formalidades, quise sacar el brazo izquierdo para indicar un giro a la izquierda, las luces indicadoras del coche ya no funcionaban, pues había arrancado los cables del volante estando borracho, así que intenté sacar el brazo izquierdo, sólo conseguí llegar con la muñeca hasta la ventanilla y sacar un dedito. mi brazo no se alzaba más y el dolor era ridículo, tan ridículo que empecé a reírme, me parecía divertidísimo, aquel dedito saliendo para obedecer a las reglas de cortesía de Los Angeles, en aquella noche negra y vacía, sin nadie por ninguna parte, y yo haciendo aquella frustrada y absurda señal, no podía parar de reírme y estuve a punto de chocar con un coche aparcado mientras giraba, riendo, e intentando controlar el volante con aquel otro brazo piojoso, el caso es que salí bien librado, aparqué como pude, cerré la puerta del coche y entré en casa, ay, el hogar.

allí estaba ella, en la cama, comiendo chocolatinas (¡de veras!) y repasando el New Yorker y la Saturday Review of Literature. era miércoles o jueves y los periódicos del domingo aún estaban en el suelo de la habitación principal, yo estaba demasiado cansado para comer y llené la bañera sólo hasta la mitad para no ahogarme (es mejor elegir el momento a que lo elijan por ti).

cuando salí de la condenada bañera centímetro a centímetro, como un ciempiés, me abrí camino hasta la cocina con el propósito de beber un vaso de agua, la fregadera estaba atascada, con agua gris y hedionda hasta el borde; casi vomito, había basura por todas partes, y además, aquella mujer parecía tener la afición de guardar tarros vacíos y tapas de tarros, y, flotando en el agua, entre platos, etc., estaban aquellos tarros medio vacíos y aquellas tapas, en una especie de amable e irracional burla de todo.

lavé un vaso y bebí un poco de agua, luego me dirigí al dormitorio, no podéis imaginaros el calvario que fue llevar mi cuerpo de la posición erecta a la posición horizontal sobre la cama, la única salida era no moverme, y así, allí me quedé como un jodido pez congelado, torpe y tonto, la oía pasar páginas, y queriendo establecer cierto contacto humano, probé a hacer preguntas.

—¿cómo te ha ido esta noche en el taller de poesía?

—oh, estoy muy preocupada con lo de Benny Adimson —contestó.

—¿Benny Adimson?

—sí, el que escribe esas historias tan divertidas sobre la iglesia católica, tienen mucha gracia, sólo ha publicado una vez en una revista canadiense, y ya no manda sus cosas a nadie, no creo que las revistas estén preparadas para él. pero es muy divertido, de veras, tiene mucha gracia.

—¿y qué problema tiene?

—bueno, perdió el trabajo que tenía con el camión de reparto, hablé con él fuera de la iglesia antes de que empezara la lectura, dice que cuando no tiene trabajo no puede escribir, para escribir necesita tener un trabajo.

—qué extraño —dije yo—, yo escribí algunas de mis mejores cosas cuando no trabajaba, cuando estaba muriéndome de hambre.

—¡pero Benny Adimson —contestó ella—, Benny Adimson no escribe sobre SI MISMO! escribe sobre OTRA gente.

—ah.

decidí olvidarlo, sabía que habrían de pasar por lo menos tres horas para que pudiese dormir, por entonces, algunos de los dolores se habrían filtrado al fondo del colchón, y pronto sería hora de levantarse y volver al mismo sitio, la oía pasar páginas del New Yorker. me sentía muy mal, pero decidí que HABÍA otros modos de pensar, quizás en el taller de poesía hubiese realmente algunos escritores; era improbable pero PODÍA ser.

esperé a que mi cuerpo se relajara, oí el rumor de otra página, el rumor del envoltorio de otra chocolatina. luego habló otra vez:

—sí, Benny Adimson necesita un trabajo, necesita una base para trabajar, estamos intentando todos animarle a que envíe cosas a las revistas, me gustaría que leyeses sus relatos anticatólicos, el fue católico, sabes.

—no, no lo sabía.

—pero necesita un trabajo, estamos intentando buscarle un trabajo para que pueda escribir.

hubo un espacio de silencio, francamente, yo no pensaba siquiera en Benny Adimson y su problema, luego intenté pensar en Benny Adimson y su problema.

—oye —dije—, yo puedo resolver el problema de Benny Adimson.

—¿TU?

—sí.

—¿cómo?

—están contratando gente en correos, mucha gente, puede ir mañana mismo por la mañana, así podrá escribir.

—¿correos?

—sí.

pasó otra página, luego habló:

—¡Benny Adimson es demasiado SENSIBLE para trabajar en una oficina de correos.

—ah.

escuché pero no oí más rumor de páginas ni de papeles de chocolatinas. ella estaba muy interesada por entonces en un autor de relatos cortos llamado Choates o Coates o Caos o algo así, que escribía una prosa deliberadamente desmañada que llenaba las largas columnas entre los anuncios de licores y de viajes en barco con bostezos y luego acababa siempre, por ejemplo, con un tipo que tiene una colección completa de Verdi y una resaca de Bacardí y que asesina a una niñita de tres años de bombachos azules en alguna sucia calleja de Nueva York a las cuatro y trece de la tarde, ésta era la jodida y subnormal idea que tenían los editores del New Yorker de la sofisticación vanguardista: queriendo decir que la muerte siempre gana y que todos tenemos mierda debajo de las uñas, esto lo hizo todo y mejor hace cincuenta años alguien llamado Ivan Bunin, en una cosa que se llamaba El caballero de San francisco, desde la muerte de Thurber, el New Yorker ha estado vagando como un murciélago muerto entre las resacas hielo-cueva de la guardia roja china, dando a entender que lo habían logrado.

—buenas noches —le dije.

hubo una larga pausa, luego, decidió corresponderme.

—buenas noches —dijo por fin.

desolados chillidos azules rasgueaban sus banjos, pero sin un sonido, me puse bocabajo tardé en hacerlo por lo menos cinco minutos, y esperé a que llegara la mañana y otro día.

quizás haya sido malévolo con esta dama, quizás haya pasado de las cocinas a la venganza, hay mucha basura en todas nuestras almas, muchísima en la mía, y me enredé en las cocinas, casi siempre me enredo, la dama que he mencionado tenía mucho valor en varios sentidos, fue sólo que aquella noche no era una buena noche ni para ella ni para mí.

y espero que ese bastardo de las historias anticatólicas y las angustias haya encontrado un trabajo que se ajuste a su sensibilidad y que todos nos veamos recompensados con su genio inédito (salvo en Canadá).

entretanto, yo escribo sobre mí mismo y bebo demasiado.

pero eso ya lo sabéis.

Charles Bukowski: Los cristos estúpidos. Cuentos

4438698_60fa2a533d_mtres hombres tenían que alzar la masa de goma y colocarla en la máquina y la máquina la fragmentaba en las diversas cosas para las que estaba prevista; la calentaba y la cortaba y luego la cagaba: pedales de bicicleta, gorros de baño, bolsas de agua caliente… tenías que mirar cómo metías aquello en la máquina porque si no te comía un brazo, y cuando estabas de resaca te preocupaba especialmente el que te dejara sin un brazo, les había pasado a dos tipos en los tres últimos años. Durbin y Peterson. a Durbin le pusieron en nómina… podías verle allí sentado con la manga colgando, a Peterson le dieron una escoba y una bayeta y limpiaba las letrinas, vaciaba los cubos de basura, colocaba el papel higiénico, etc., todos decían que era asombroso lo bien que hacía Peterson todas aquellas cosas sólo con un brazo.

las ocho horas estaban a punto de terminar. Dan Skorski ayudó a meter la última masa de goma, había trabajado las ocho horas con una de las peores resacas de su carrera: los minutos se le habían convertido en el trabajo en horas, los segundos habían sido minutos, siempre que alzabas los ojos, allí estaban sentados cinco tipos en la rotonda, siempre que alzabas la vista estaban allí aquellos diez OJOS mirándote.

Dan se volvió para ir a la estantería de las fichas cuando entró un hombre delgado que parecía un cigarro puro, cuando el cigarro caminaba, sus pies ni siquiera tocaban el suelo, el cigarro se llamaba señor Blackstone.

—¿dónde demonios va? —preguntó a Dan.

—fuera de aquí, ahí es adonde voy.

—HORAS EXTRAS —dijo el señor Blackstone.

—¿qué?

—lo que dije: HORAS EXTRAS, vamos, hay que sacar eso.

Dan miró, había por todas partes montones y montones de goma para las máquinas, y lo peor de las horas extras era que nunca podías saber cuándo terminaban, podían ser dos horas o cinco, nunca sabías, sólo te quedaba tiempo para volver a la cama, tumbarte, levantarte otra vez y empezar a meter aquella goma en las máquinas, y nunca terminabas, siempre había más goma, más pedidos, más máquinas, todo el edificio explotaba, se corría, soltando goma, montones de goma goma goma y los cinco tipos de la rotonda iban haciéndose más ricos y más ricos y más ricos.

—¡vuelva usted al TRABAJO! —dijo el cigarro puro.

—no, no puedo —dijo Dan—. no puedo levantar una pieza más de goma.

—¿y cómo vamos a sacarnos todo este material de encima? —preguntó el cigarro—. tenemos que hacer sitio para el suministro que llega mañana.

—alquile otro edificio, contrate más gente, están matando al personal, destrozándoles el cerebro, ni siquiera saben dónde están, ¡MÍRELOS! ¡mire a esos pobres idiotas!

y era verdad, los obreros apenas parecían humanos, tenían los ojos vidriosos, tenían un aire abatido y demente, se reían por cualquier cosa y se burlaban unos de otros continuamente, los habían vaciado por dentro, habían sido asesinados.

—son sus compañeros, son buena gente —dijo el cigarro.

—claro que lo son. la mitad de su salario va al Estado en impuestos, la otra mitad se va en coches nuevos, televisión en color, esposas estúpidas y cuatro o cinco tipos distintos de seguros.

—si no trabaja usted las horas extras como los demás, se queda sin trabajo, Skorski.

—entonces me quedo sin trabajo, Blackstone.

—soy un hombre honrado y quiero pagarle.

—en la oficina de trabajo del Estado.

—allí le enviaremos su cheque por correo.

—muy bien, y háganlo rápido.

al abandonar el edificio, tuvo la misma sensación de libertad y maravilla que experimentaba siempre que le despedían o que dejaba un trabajo, al dejar aquel edificio, al dejarles allí dentro… «¡has encontrado un hogar, Skorski! ¡nunca habías tenido una cosa tan buena!» por muy mierda que fuese el trabajo, los obreros siempre le decían eso.

Skorski paró en la bodega, compró una botella de Grandad y empezó a darle, era una tarde agradable y terminó la botella y se fue a la cama y durmió en una cómoda gloria que no había sentido en muchos años, ningún despertador le arrojaría a las seis y media hacia una falsa y bestial humanidad.

durmió hasta el mediodía, se levantó, tomó dos alka-seltzers y bajó hasta el buzón, había una carta:

Querido señor Skorski:

Soy desde hace mucho tiempo admirador de sus poemas y relatos cortos, y pude apreciar también la gran calidad de los cuadros que expuso usted recientemente en la Universidad de N. Tenemos un puesto libre aquí en el departamento editorial de World-Way Books, Incs. Estoy seguro de que habrá oído hablar de nosotros. Nuestras publicaciones se distribuyen en Europa, África, Australia y, sí, incluso en Oriente. Hemos estado siguiendo su trabajo durante varios años y hemos visto que fue usted editor de la pequeña revista LAMEBIRD, los años 1962-63, y nos gusta mucho su criterio en la selección de poesía y prosa. Creemos que es usted el hombre que necesitamos aquí, en nuestro departamento editorial. Creo que podríamos llegar a un acuerdo, ha proposición inicial sería de doscientos dólares por semana y nos honraría mucho tenerle con nosotros. Si le atrae nuestra proposición, telefonéenos, por favor a…, y le enviaremos por giro telegráfico el precio del billete del avión y una suma que consideramos generosa para los gastos de traslado.

Humildemente suyo,

 

D. R. Signo, 

Redactor Jefe 

WorldWay Books, Inc.»

Dan tomó una cerveza, puso un par de huevos a hervir y telefoneó a Signo. Signo parecía hablar a través de un trozo de acero enrollado, pero Signo había publicado a algunos de los mejores escritores del mundo, y Signo parecía muy distante, muy distinto a la carta.

—¿quieren de verdad que trabaje ahí? —le preguntó Dan.

—desde luego —dijo Signo—. tal como le indicamos.

—de acuerdo, envíenme el dinero y me pondré en camino.

—el dinero está en camino —dijo Signo—. lo adivinamos.

colgó. Signo, claro. Dan sacó los huevos, se fue a la cama y durmió otras dos horas…

en el avión de Nueva York, las cosas podrían haber ido mejor. Dan no podía determinar si la causa había sido el que fuese la primera vez que volaba o el extraño tono de la voz de Signo hablando a través de acero enrollado, de la goma al acero, bueno, quizá Signo estuviese muy ocupado, podría ser. había hombres que estaban muy ocupados, siempre, de todos modos, cuando Skorski subió en el avión, estaba ya bastante colocado, y llevaba además con él un poco de Grandad. Sin embargo, se le acabó a mitad de camino y empezó a acosar a la azafata pidiéndole bebida, no tenía la menor idea de lo que le servía la azafata: era una cosa dulce, de color purpúreo, y no parecía ligar muy bien con el Grandad, pronto estaba hablando a todos los pasajeros, diciéndoles que él era Rocky Graziano. ex boxeador, al principio se reían, pero luego se quedaron callados, al ver que él seguía insistiendo:

—soy Rock, sí, soy Rock, ¡vaya puños que tenía! ¡coraje y pegada! ¡cómo aullaba la gente!

luego se puso malo y se fue al cagadero, al vomitar, parte del vómito se le quedó en los zapatos y los calcetines y se sacó zapatos y calcetines y salió descalzo, puso los calcetines a secar en algún sitio y luego los zapatos en otro y luego se olvidó de dónde había puesto ambas cosas.

caminaba pasillo arriba y pasillo abajo, descalzo.

—señor Skorski —le dijo la azafata—, quédese en su asiento, por favor.

—Graziano. Rocky. ¿y quién demonios me robó mis zapatos y mis calcetines? ¿voy a atizarles un puñetazo en la barriga a cada uno de ustedes.

vomitó allí en el pasillo y una vieja lanzó un bufido realmente como de una culebra.

—señor Skorski —dijo la azafata—. ¡insisto en que vuelva a su asiento!

Dan la agarró por la cintura.

—me gustas, creo que te violaré aquí mismo en el pasillo, ¡piénsalo! ¡violación en el cielo! ¡te encantará! ¡ex boxeador, Rocky Graziano, viola a azafata en el cielo de Illinois! ¡ven p’acá!

Dan la tenía cogida por la cintura, ella de cara pálida e insulsa. joven, mezquina y fea. con el coeficiente de inteligencia de una rata tetuda pero sin tetas, pero fuerte, se soltó y corrió al compartimiento del piloto. Dan vomitó un poco más y luego se sentó.

salió el copiloto. un hombre de gran trasero y mandíbula alargada, casa de tres plantas, cuatro hijos y una esposa loca.

—¿qué pasa, amigo? —dijo el copiloto.

—¿qué pasa, gilipollas?

—compórtese, tengo entendido que está usted organizando un escándalo.

—¿un escándalo? ¿qué es eso? ¿es que eres marica, niño volador?

—¡le repito que se comporte!

—¡cierra el pico, comemierda! ¡yo pago mi pasaje!

Trasero Inmenso agarró el cinturón de seguridad y ató a Dan a su asiento con despreocupado desdén y gran aparato y amenaza de fuerza, como un elefante que arrancase un mango del suelo con la trompa.

—¡ahora QUÉDESE ahí!

—soy Rocky Graziano —dijo Dan al copiloto. el copiloto estaba ya en su compartimiento, cuando pasó la azafata y vio a Skorski atado a su asiento, rió entre dientes.

—¡tengo más de TREINTA CENTÍMETROS de polla! —le gritó Dan.

la vieja volvió a bufarle como una culebra…

en el aeropuerto, descalzo, cogió un taxi y se dirigió al nuevo Village. encontró una habitación sin problemas, y también un bar a la vuelta de la esquina, bebió en el bar hasta primera hora de la mañana y nadie hizo comentario alguno sobre sus pies descalzos, nadie se fijó en él siquiera, ni le habló, estaba en Nueva York, no había duda.

incluso cuando compró zapatos y calcetines a la mañana siguiente, al entrar descalzo en la tienda, nadie le dijo nada, era una ciudad con siglos de vejez y refinada más allá de todo significado y/o sentimiento.

un par de días después telefoneó a Signo.

—¿ha tenido buen viaje, señor Skorski?

—oh, sí.

—bueno, yo como en Griffo’s. queda justo en la esquina de WorldWay. ¿podemos vernos allí dentro de media hora?

—¿dónde está Griffo’s? quiero decir, ¿cuál es la dirección?

—basta que le dé el nombre al taxista: Griffo’s —colgó.

—sí, claro.

le dijo al taxista lo de Griffo’s. y allá se fueron, entró, se quedó en la entrada, había cuarenta y cinco personas dentro, ¿cuál era Signo?

—Skorski —dijo una voz—. ¡aquí!

estaba a una mesa. Signo, otro, estaban tomando cocktails. cuando se sentó apareció el camarero y le puso un cocktail delante. bueno, aquello estaba mejor.

—¿cómo supo usted quién era? —preguntó a Signo.

—bueno, lo supe —digo Signo.

Signo jamás miraba a los ojos, siempre miraba por encima de uno, como si estuviese esperando un mensaje o que entrara un pájaro volando o un dardo envenenado de un ubangi.

—sí que lo es —dijo Dan.

—quiero decir que éste es el señor Extraño, uno de nuestros jefes de redacción.

—hola —dijo Extraño—. siempre he admirado su obra.

Extraño era exactamente lo contrario: siempre miraba hacia el suelo como si esperase que brotara algo de entre las tablas: aceite rezumante o un gato montes o una invasión de cucarachas enloquecidas por la cerveza, nadie decía nada. Dan terminó su combinado y les esperó, ellos bebían muy despacio, como si no importase, como si fuese agua de tiza, tomaron otra ronda y se fueron a la oficina…

le enseñaron su mesa, cada mesa estaba separada de las otras por aquellos altos acantilados de cristal blanquecino, no se podía ver a través del cristal, y detrás de la mesa había una puerta de cristal blanquecino, cerrada, y apretando un botón, se cerraba un cristal allí mismo delante de la mesa y quedabas absolutamente solo, uno podía tirarse allí mismo a una secretaria sin que nadie se enterara, una de las secretarias le había sonreído. ¡Dios mío, qué cuerpo! toda aquella carne, fluida y bamboleante y deseando ser jodida, y luego la sonrisa… qué tortura medieval.

jugueteó con una regla de cálculo que había en su mesa, era para medir cíceros o píceros o algo así. él no sabía manejar aquella regla, claro, sólo se sentaba allí a jugar con ella, pasaron cuarenta y cinco minutos, empezó a sentir sed. abrió la puerta posterior y caminó entre las hileras de mesas con aquellas paredes de cristal blanco, tras cada una de aquellas paredes de cristal había un hombre, unos hablaban por teléfono, otros jugaban con papeles, todos parecían saber qué estaban haciendo, encontró Griffo’s. se sentó en la barra y echó dos tragos, luego volvió a subir, se sentó y se puso a jugar otra vez con la regla, pasaron treinta minutos, se levantó y volvió a bajar a Griffo’s. tres tragos, vuelta otra vez a la regla, y así estuvo bajando a Grifo’s y subiendo, perdió la cuenta, pero más tarde, ese mismo día, cuando pasaba frente a las mesas, cada redactor apretó su botón y la hoja de cristal se cerró frente a él. flip, flip, flip, flip, y así todo el camino hasta que llegó a su mesa, sólo un redactor no cerró su pared de cristal. Dan se quedó parado frente a él y le miró: era un hombre inmenso, agonizante, con un cuello grueso pero flácido, los tejidos fofos, y la cara redonda e hinchada, redonda como el balón de playa de un niño con los rasgos difusamente marcados, el hombre no le miraba, miraba al techo, por encima de la cabeza de Dan, y estaba furioso… rojo primero, pálido después, decayendo, decayendo. Dan llegó hasta su mesa, apretó el botón y se encerró, alguien llamó a su puerta, la abrió, era Signo. Signo miraba por encima de la cabeza de Dan.

—hemos decidido que no podemos utilizarle.

—¿y los gastos de vuelta?

—¿cuánto necesita?

—ciento setenta y cinco bastarían.

Signo extendió un cheque por ciento setenta y cinco, lo dejó sobre la mesa y…

Skorski, en vez de coger el avión para Los Angeles, se decidió por San Diego, llevaba mucho tiempo sin ir a la pista de carreras de Caliente, y consiguió que resultase lo del 5-10. pensó que podría coger 5 X 6 sin demasiadas combinaciones, prefirió establecer una relación peso-distancia-velocidad que pareciese lo bastante segura, se mantuvo aceptablemente sobrio en el viaje de vuelta, se quedó una noche en San Diego y luego cogió un taxi para Tijuana. cambió de taxi en la frontera y el taxista mejicano le encontró un buen hotel en el centro de la ciudad, metió su bolsa de andrajos en un armario del cuarto del hotel y luego salió a ver la población, eran las seis de la tarde y el sol rosado parecía suavizar la pobreza y la cólera del pueblo, pobres mierdas, lo bastante cerca de los Estados Unidos para hablar el idioma y conocer su corrupción, pero sin poder más que rebañar un poco de la riqueza, como una rémora adosada al vientre de un tiburón.

Dan encontró un bar y tomó un tequila, la máquina tocaba música mejicana, había cuatro o cinco hombres sentados por allí bebiendo y haciendo tiempo, no había ninguna mujer, bueno, eso no era problema en Tijuana. y lo que menos deseaba en aquel momento era una mujer, asediándole, presionándole; las mujeres fastidian siempre, pueden matar a un hombre de nueve mil modos distintos, después de conseguir el 5-10, cogería sus cincuenta o sesenta de los grandes, se agenciaría una casita en la costa, entre Los Angeles y Dago, y luego compraría una máquina de escribir eléctrica y sacaría el pincel, bebería vino francés y daría largos paseos nocturnos por la orilla del mar. pasar de vivir mal a vivir bien era sólo cuestión de un poco de suerte y Dan tenía la sensación de que le llegaba aquel poco de suerte, los libros, los libros contables, se lo debían…

preguntó al tipo del bar qué día era y el del bar dijo «jueves», así que tenía un par de días, no había carreras hasta el sábado. Aleseo tenía que esperar a que las multitudes norteamericanas pasaran la frontera para sus dos días de locura tras cinco de infierno. Tijuana se cuidaba de ellos. Tijuana se cuidaba de su dinero por ellos, pero los norteamericanos nunca sabían cuánto les odiaban los mejicanos; el dinero les cegaba y no podían verlo, y andaban por Tijuana como si fuesen los amos de todo, y toda mujer era un polvo y todo poli sólo era una especie de payaso, pero los norteamericanos habían olvidado que le habían ganado a Méjico unas cuantas guerras, como norteamericanos o téjanos o lo que fuese, para los norteamericanos esto era sólo una historia en un libro, para los mejicanos era muy real, no te sentías a gusto como norteamericano en un bar mejicano un jueves por la noche, los norteamericanos habían acabado con las corridas de toros, los norteamericanos habían acabado con todo.

Dan pidió más tequila.

—¿quiere una chica guapa, señor? —dijo el del bar.

—gracias, amigo —contestó él—, pero soy escritor, estoy más interesado en la humanidad en general que en joder en concreto.

el comentario nacía de su timidez, se sintió muy mal después de hacerlo, el otro se fue.

pero se estaba tranquilo allí, bebió y escuchó la música mejicana, era agradable dejar un rato el suelo patrio, estar sentado allí y sentir y escuchar el trasero de otra cultura, ¿qué clase de palabra era aquélla? cultura, de cualquier modo, era agradable.

estuvo cuatro o cinco horas bebiendo y nadie le molestó y él no molestó a nadie y salió un poco cargado y subió a su cuarto, levantó la persiana, contempló la luna de Méjico, se estiró, se sintió absoluta y totalmente en paz con todo, se durmió…

encontró un café por la mañana donde pudo obtener jamón y huevos, y alubias refritas, el jamón duro, los huevos quemados por los bordes, el café malo, pero le gustó, el sitio estaba vacío. y la camarera era tan gorda y boba como una cucaracha, un ser no pensante… jamás había tenido un dolor de muelas, nunca había estado siquiera acatarrada, nunca había pensado en la muerte y sólo un poco en la vida, tomó otro café y fumó un cigarrillo mejicano dulce-azúcar, los cigarrillos mejicanos ardían de modo distinto… ardían caliente como si estuviesen vivos.

era temprano, alrededor del mediodía, demasiado temprano sin duda para empezar a beber, pero la carrera no era hasta el sábado y no tenía máquina de escribir, tenía que escribir directamente a máquina, no podía escribir con lápiz o pluma, le gustaba el rumor de ametralladora de la máquina, le ayudaba a escribir.

Skorski volvió al mismo bar. seguía habiendo música mejicana, parecían seguir sentados allí los cuatro o cinco tipos del día anterior, el camarero llegó con el tequila, parecía más amable que el día antes, quizás aquellos cuatro o cinco tipos tuviesen una historia que contar. Dan se acordó de cuando andaba por los bares negros de Avenida Central, solo, mucho antes de que ser pronegro se convirtiese en la cosa intelectual que había que ser, se convirtiese en juego y puro cuento, se acordó de que se ponía a hablar con ellos y tenía que cortar y largarse porque hablaban y pensaban exactamente igual que los blancos… eran materialistas, mucho, y se había derrumbado borracho encima de sus mesas y no le habían asesinado, cuando lo que él quería en realidad era que le asesinasen, cuando la muerte era el único sitio adonde ir.

y ahora aquello. Méjico.

se emborrachó muy pronto y empezó a meter monedas en la máquina, música mejicana, apenas si la entendía, parecía tener toda el mismo sonsonete romántico jerga-mierda tañido-sueño.

aburrido, pidió una mujer, la mujer vino y se sentó a su lado, era algo más vieja de lo que había supuesto, tenía un diente de oro en el centro de la boca y él no sentía absolutamente ningún deseo, ninguno, de joderla. le dio sus cinco dólares y le dijo de la forma más amable posible, creía él, que se fuese. Se fue.

más tequila, los cinco tipos y el del bar seguían sentados, observándole, ¡tenía que llegar a sus almas! tenían que tenerlas, ¿cómo podían estar allí así? ¿cómo dentro de capullos? ¿como moscas en el cristal de una ventana tomando perezosamente el sol de la tarde?

Skorski se levantó y metió más monedas en la máquina.

luego abandonó su sitio y empezó a bailar, ellos reían y gritaban, era alentador, ¡al fin se animaba la cosa!

Dan siguió echando monedas en la máquina y bailando, pronto los otros dejaron de gritar y de reír y se limitaron a observarle, en silencio, pidió tequila tras tequila, pagó tragos a los cinco silenciosos, y luego al camarero cuando el sol ya se ocultaba, cuando la noche empezaba a arrastrarse como un gato mojado y sucio a través del alma de Tijuana, Dan bailaba, bailaba y bailaba, sin ningún control ya, claro, pero era perfecto, la ruptura, al fin. era Avenida Central de nuevo, 1955. él era perfecto, estaba siempre allí primero antes de que la masa y los oportunistas viniesen a joderlo.

toreó incluso con uno silla y el paño del camarero…

Dan Skorski despertó en el parque público, la plaza, sentado en un banco, lo primero que advirtió fue el sol. eso era bueno, luego advirtió las gafas sobre su cabeza, colgaban de una oreja. y uno de los cristales estaba salido de la montura, colgaba sujeto sólo por la punta, cuando alzó la mano y lo tocó, el roce de su mano hizo que se desprendiera y cayera, cayó el cristal, después de estar colgando toda la noche, cayó en el cemento y se rompió.

Dan cogió lo que quedaba de las gafas y lo metió en el bolsillo de la camisa, luego pasó al movimiento siguiente que SABÍA que sería inútil, inútil, inútil… pero TENÍA que hacerlo, que saberlo, finalmente…

buscó su cartera.

no estaba, en ella tenía todo su dinero.

ante sus pies pasó andando perezosamente una paloma, le resultaba siempre odioso el movimiento del cuello de las palomas, estupidez, como esposas estúpidas y jefes estúpidos y presidentes estúpidos y Cristos estúpidos.

y había una historia estúpida que nunca había sido capaz de contarles, la noche que estaba borracho y vivía en aquel barrio donde tenían LA LUZ PÚRPURA, tenían aquel pequeño cubículo de cristal y en medio de aquel jardín de flores estaba aquel Cristo de tamaño natural, un poco triste y un poco cochambroso, que miraba hacia abajo, hacia los dedos de sus pies … SOBRE EL BRILLABA LA LUZ PÚRPURA.

a Dan le fastidiaba, por último, una noche que estaba bastante borracho, estaban sentadas las viejas allí en el jardín, mirando su Cristo púrpura y Skorski había entrado, borracho, y empezó a trabajar, intentando sacar el Cristo de su jaula de plástico, pero era difícil, luego salió un tío corriendo.

—¡señor! ¿qué intenta hacer usted?

—… sólo quería sacar a este cabrón de su jaula, ¿qué pasa?

—lo siento, señor, pero hemos llamado a la policía…

—¿la policía?

Skorski dejó el Cristo y se largó rápido.

y había bajado hasta la plaza mejicana de ningún sitio.

le tocó en la rodilla un jovencito. un jovencito todo vestido de blanco, hermosos ojos, no había visto nunca ojos tan lindos.

—¿quiere usted joder a mi hermana, señor? —preguntó el muchacho—. tiene doce años.

—no, no, de veras, hoy, no.

el muchachito se alejó realmente triste, baja la cabeza, había fracasado, a Dan le dio pena.

luego se levantó y salió de la plaza, pero no hacia el norte, hacia la tierra de la Libertad, sino hacia el sur. hacia el interior de Méjico.

algunos niños, cuando pasaba por un fangoso callejón, camino de algún sitio, le tiraban piedras.

pero no importaba, al menos, esta vez, tenía zapatos.

y él sólo quería lo que ellos le diesen. y lo que ellos diesen era lo que él quería.

todo estaba en manos de idiotas.

cruzando un pueblecito, a pie, camino de Ciudad de Méjico, dicen que parecía casi un Cristo púrpura, bueno, estaba en realidad AZUL, lo cual es aproximarse.

luego, jamás volvieron a verle.

lo cual significa que quizá nunca debió haberse bebido aquellos combinados tan deprisa en la ciudad de Nueva York.

o quizá sí.

Charles Bukowski: La gran boda Zen. Cuento

1334952Yo iba en la parte de atrás, embutido entre el pan rumano, las salchichas de hígado, la cerveza, las gaseosas; con corbata verde, la primera corbata desde la muerte de mi padre diez años atrás. Ahora era el padrino de una boda zen, Hollis iba a casi ciento cuarenta por hora, y la barba de metro de Roy flotaba alrededor de mi cara. íbamos en mi Comer del 62, pero yo no podía conducir… no tenía seguro, dos accidentes conduciendo borracho y estaba medio trompa ya. Hollis y Roy habían vivido sin casarse tres años. Hollis mantenía a Roy. Yo sorbía cerveza sentado allí detrás. Roy me explicaba quiénes eran los miembros de la familia de Hollis uno por uno. A Roy le iba mejor con la mierda intelectual. O con la lengua. Las paredes de la casa en que vivían estaban cubiertas con fotos de ésas de tíos agachados hacia el chisme y chupando.

También una instantánea de Roy corriéndose al final de una paja. La había hecho Roy solo. Quiero decir, él mismo accionó la cámara. Un hilo o un alambre. Algún truco. Roy afirmaba haber tenido que meneársela seis veces para lograr la foto perfecta. Toda una jornada de trabajo. Allí estaba: aquel globo lechoso: una obra de arte. Hollis se desvió de la autopista. No era muy lejos. Algunos ricos tienen caminos de coches de kilómetro y medio. Este no estaba mal del todo: casi un kilómetro. Salimos. Jardines tropicales. Cuatro o cinco perros. Grandes bestias negras lanudas, estúpidas, babosas. No llegamos a la puerta: allí estaba él, el rico, de pie en la baranda, mirando hacia abajo, un vaso en la mano. Y Roy gritó:

—¡Ay, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte!

Harvey esbozó una sonrisilla:

—También yo me alegro de verte, Roy.

Uno de aquellos grandes bichos lanudos y negros empezó a mordisquearme la pierna izquierda.

—¡Echa a tu perro, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte! —grité.

—¡Aristóteles, vamos, BASTA ya!

Aristóteles se apartó, justo a tiempo.

Y.

Subimos y bajamos escaleras, con el salami, el pescado escabechado a la húngara, los camarones. Las colas de langosta. Los roscos de pan. Los culos de paloma troceados.

Cuando lo tuvimos todo allí, me senté y agarré una cerveza. Era el único que llevaba corbata. Era también el único que había comprado un regalo de boda. Lo escondí entre la pared y la pierna que Aristóteles había mordisqueado.

—Charles Bukowski…

Me levanté.

—Oh, Charles Bukowski.

—Uj juj.

Luego:

—Este es Marty.

—Hola, Marty.

—Y ésta es Elsie.

—Qué hay, Elsie.

¿De veras —preguntó ella— rompes los muebles y las ventanas y te destrozas las manos y todo eso cuando, te emborrachas?

—Uj juj.

—Pues eres un poco viejo para eso.

—Vamos, Elsie, déjate de historias…

—Y ésta es Tina.

—Hola, Tina.

Me senté.

¡Nombres! Había estado casado con mi primera mujer dos años y medio. Una noche vino gente. Le había dicho a mi mujer: «Esta es Louie, la medio culo. Y ésta Marie, Reina de la Mamada Super Rápida, y éste Nick, el medio cojo». Luego me había vuelto a ellos y les había dicho: «Esta es mi mujer… ésta es mi mujer… ésta es…» y por último tuve que mirarla y preguntarle: «¿COMO DEMONIOS TE LLAMAS EN REALIDAD?»,

—Barbara.

—Esta es Barbara —dije…

No había llegado el maestro zen. Seguí sentado, soplando cerveza.

Luego llegó más gente. Fueron subiendo las escaleras. Eran todos familia de Hollis. Parecía que Roy no tuviera familia. Pobre Roy. No había trabajado un solo día en toda su vida. Cogí otra cerveza.

Seguían subiendo las escaleras: ex presidiarios, estafadores, lisiados, traficantes de artículos diversos. Familia y amigos. A docenas. Ningún regalo de boda. Ninguna corbata.

Me retrepé en mi rincón.

Había uno que estaba bastante jodido. Tardó veinticinco minutos en subir la escalera. Tenía unas muletas hechas a medida, unos chismes que parecían muy fuertes, con tiras redondas para los brazos. Y varios agarraderos especiales. Aluminio y goma. Nada de madera para aquel chico. Me lo figuré: material acuoso o un mal paso. Había recibido la metralla en la vieja silla de barbería con la toalla de afeitar húmeda y caliente sobre la cara. Sólo que no le habían dado en los puntos vitales.

Había otros. Alguien que daba clase en la Universidad de California, Los Angeles. Otro que traficaba en mierda con los barcos de pesca chinos por puerto San Pedro. Me presentaron a los mayores asesinos y traficantes del siglo.

Yo, bueno yo traficaba por ahí.

Luego se acercó Harvey.

—Bukowski, ¿te apetece un poco de whisky con agua?

—Claro, Harvey, claro.

Fuimos hacia la cocina.

—¿Para qué es la corbata?

—Es que tengo rota la parte de arriba de la cremallera de los pantalones. Y los calzoncillos son demasiado cortos. El final de la corbata cubre la pelambrera apestosa que va encima del pijo.

—Creo que eres el maestro máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti.

—Claro, Harvey. ¿Dónde está el whisky?

Harvey me enseñó la botella de whisky.

—Yo siempre bebo de éste… desde que tú lo mencionas en tus relatos.

—Pero Harv, ya he cambiado de marca. Encontré uno mucho mejor.

—¿Cómo se llama?

—Que me condenen si me acuerdo.

Busqué un vaso grande de agua y serví mitad whisky, mitad agua.

—Para los nervios —le dije—. Ya sabes.

—Claro, Bukowski.

Me lo bebí de un trago.

—¿Otra ronda?

—Claro.

Cogí el vaso y fui al salón principal y me senté en un rincón. Nueva animación: ¡El maestro zen HABÍA LLEGADO!

El maestro zen llevaba aquel atuendo tan fantástico y mantenía siempre los ojos entrecerrados. Quizá fueran así.

El maestro zen necesitaba mesas. Roy empezó a buscar mesas.

Y el maestro zen estaba muy tranquilo entretanto, muy afable. Terminé mi whisky, fui a por más. Volví.

Entró una chica de pelo dorado. Unos once años.

—Bukowski, he leído algunos de tus relatos. ¡Creo que eres el mejor escritor que he leído en mi vida!

Largos bucles rubios. Gafas. Cuerpo delgado.

—Muy bien, niña. Tú hazte mayor. Nos casaremos. Viviremos de tu dinero. Estoy ya cansándome. Puedes pasearme por ahí en una caja de cristal con agujeritos para respirar. Te dejaré joder con los chavales. Miraré, incluso.

—¡Bukowski! ¡Sólo porque tengo el pelo largo piensas que soy una chávala! ¡Me llamo Paul! ¡Nos presentaron! ¿No te acuerdas?

El padre de Paul, Harvey, me miraba. Vi sus ojos. Me di cuenta de que había decidido que yo no era tan buen escritor, en realidad. Puede incluso que fuese mal escritor. En fin, nadie logra engañar eternamente.

Pero el chaval era estupendo:

—¡Da igual, Bukowski! ¡Aún sigues siendo el mejor escritor que he leído! Papá me dejó leer algunos de tus relatos.

Entonces se apagaron todas las luces. Era lo que se merecía el chico, por bocazas…

Pero se encendieron velas por todas partes. Todo el mundo se dedicó a buscar velas, a buscar velas y a encenderlas.

—Mierda, son sólo los plomos. Hay que cambiarlos —dije.

Alguien dijo que no eran los plomos, que era otra cosa, así que cedí y mientras todos los enciendevelas seguían, yo entré en la cocina a por más whisky. Mierda, allí estaba Harvey.

—Tienes un hijo estupendo, Harvey. Tu chico, Peter…

—Paul.

—Perdona. Lo bíblico.

—Entiendo.

(Los ricos entienden; simplemente no obran en consecuencia.)

Harvey descorchó otra botella. Hablamos de Kafka. De Dos. De Turgueniev, de Gogol. Toda esa mierda sosa. Luego ya había velas por todas partes. El maestro zen quería empezar el asunto. Roy me había dado los dos anillos. Palpé. Aún seguían allí. Nos esperaban todos. Yo esperaba que Harvey se cayese al suelo después de haberse zampado todo aquel whisky. El no tenía aguante. Había bebido el doble que yo, y aún seguía en pie. No solía pasar. Nos habíamos liquidado media botella en los diez minutos de búsqueda de velas. Nos unimos de nuevo a la masa. Le pasé los anillos a Roy. Roy había informado días antes al maestro zen de que yo era un borracho… en quien no se podía confiar, débil de espíritu o vicioso. En consecuencia, durante la ceremonia, no había que pedirle a Bukowski los anillos porque Bukowski podía no estar allí o podía perder los anillos, o vomitar, o perder a Bukowski.

Así que por fin el asunto se ponía en marcha. El maestro zen empezó a jugar con su librito negro. No parecía muy grueso. Unas ciento cincuenta páginas, diría yo.

—Ruego —dijo el zen— que no fumen ni beban durante la ceremonia.

Vacié el vaso. Me puse a la derecha de Roy. Se vaciaban vasos por todas partes.

Luego, el maestro zen esbozó una sonrisilla boba.

Yo conocía las ceremonias nupciales cristianas por triste experiencia. Y la ceremonia zen se parecía, en realidad, a la cristiana. Con un pequeño volumen de chorradas añadidas. En determinado momento del asunto, se encendían tres varillas. El zen tenía una caja entera de aquellos chismes. Dos o trescientos. Después de encenderlas, se colocaba una en el centro de una jarra de arena. Aquella era la varilla zen. Luego, el maestro pidió a Roy que colocase su varilla encendida a un lado de la varilla zen y a Holis que colocase la suya al otro lado.

Pero las varillas no iban del todo bien. El maestro zen tuvo que inclinarse con media sonrisa y ajustar las varillas a nuevas profundidades y alturas.

Luego, sacó un aro de cuentas marrones.

Entregó el aro de cuentas a Roy.

—¿Ahora? —preguntó Roy.

Maldita sea, pensé, Roy siempre se ha dedicado a leerlo todo sobre cualquier cosa. ¿Por qué no lo ha hecho con su propia boda?

El zen se inclinó hacia delante y colocó la mano derecha de Hollis en la izquierda de Roy. Y luego las cuentas rodearon ambas manos.

—Quieres…

—Quiero…

(¿Aquello era zen?, pensé.)

—Y quieres tú, Hollis…

—Quiero…

Mientras tanto, a la luz de las velas, había un imbécil tomando cientos de fotos de la ceremonia. Me puso nervioso. Podría haber sido el FBI.

¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!

Por supuesto, todos estábamos limpios. Pero era irritante porque resultaba poco delicado.

Luego me fijé en las orejas del maestro zen a la luz de las velas. La luz de las velas brillaba a través de ellas como si estuviesen hechas del más fino papel higiénico.

El maestro zen tenía las orejas más finas que yo había visto en toda mi vida. ¡Aquello era lo que le hacía sagrado! ¡Yo tenía que tener aquellas orejas! Para mi cartera o mi gato o mi memoria. Para meter debajo de la almohada.

Por supuesto, yo sabía que eran el whisky y el agua y la cerveza quienes hablaban por mí. Y luego, al mismo tiempo, olvidé esto por completo.

Seguí mirando fijamente las orejas del maestro zen.

Y seguían las palabras.

—…Y tú Roy, ¿prometes no tomar drogas mientras mantengas tu relación con Hollis?

Pareció producirse una pausa embarazosa. Luego, sus manos se apretaron entre las cuentas marrones:

—Prometo —dijo Roy—, no…

Pronto terminó. O pareció terminar. El maestro zen se irguió, con una levísima sonrisa.

Toqué a Roy en un hombro:

—Enhorabuena.

Luego me incliné. Cogí la cabeza de Hollis, besé sus espléndidos labios.

Aún seguían todos sentados. Una nación de subnormales.

Nadie se movía. Las velas brillaban como velas subnormales.

Me acerqué al maestro zen. Le estreché la mano:

—Gracias. Hizo usted muy bien la ceremonia.

Pareció realmente complacido. Me hizo sentirme un poco mejor. Pero todos los otros gángsters… mafiosos… eran demasiado orgullosos y estúpidos para estrecharle la mano a un oriental. Sólo otro besó a Hollis. Sólo otro estrechó la mano al maestro zen. Podría haber sido un matrimonio pistola en mano… ¡Toda aquella familia! En fin, yo habría sido el último en saber o el último al que se lo dijeran.

Después de terminada la boda, el ambiente era muy frío allí dentro. La gente estaba sentada, mirándose. Yo no era capaz de entender el género humano, pero alguien tenía que hacer el payaso. Me arranqué la corbata verde, la tiré al aire:

—¡EH! ¡MAMONES! ¿ES QUE NO TENÉIS HAMBRE?

Me lancé y empecé a agarrar queso y patas de cerdo escabechado y coños de gallina. Algunos, animados, se acercaron y empezaron a atacar la comida, no sabiendo qué otra cosa hacer.

Les dejé mascando y me fui a por el whisky y el agua.

Cuando estaba en la cocina, repostando, oí decir al maestro zen:

—Debo irme ya.

—Ooooh, no se vaya… —oí elevarse una vieja voz cascada y femenina entre la mayor asamblea de gángsters de los últimos tres años. Y ni siquiera ella parecía hablar sinceramente. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí con aquella gente? ¿O el profesor de la Universidad de California? No, el profesor de la Universidad de California pertenecía a aquello.

Debía ser un arrepentimiento. O algo. Algún acto para humanizar los procedimientos.

En cuanto oí al maestro zen cerrar la puerta de la calle, vacié mi vaso lleno de whisky. Luego atravesé corriendo el salón, iluminado por las velas y lleno de balbucientes cabrones, busqué la puerta (que fue todo un trabajo, durante unos instantes) y la abrí, y la cerré luego y allí estaba yo… unos quince escalones detrás del señor zen. Aún quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta escalones para llegar al aparcamiento.

Le alcancé, bajando los escalones de dos en dos.

—¡Eh, maestro! —grité.

Zen se volvió.

—¿Sí, viejo?

—¿Viejo?

Los dos quedamos allí plantados, mirándonos, en aquella retorcida escalera, en el jardín tropical iluminado por la luna. Parecía momento adecuado para una relación más íntima. Entonces le dije:

—Quiero o tus jodidas orejas o tu jodida ropa: ¡ese albornoz color neón que llevas!

—¡Estás chiflado, viejo!

—Yo creí que el zen tenía más vigor, que no cabían en él esas afirmaciones tan directas y espontáneas. ¡Me desilusionas, maestro!

El zen juntó las manos y miró hacia arriba.

—Quiero —le dije— ¡o tu jodida ropa o tus jodidas orejas!

Siguió con las manos juntas, mirando hacia arriba.

Me lancé escaleras abajo, un poco tambaleante, pero sin caerme, lo cual me impidió partirme la cabeza, y mientras caía hacia delante, sobre él, intenté desviarme, pero me pudo el impulso y me convertí en algo suelto y sin dirección. El zen me cogió y me enderezó:

—Hijo mío, hijo mío…

Estábamos cuerpo a cuerpo. Le lancé un golpe. Le alcancé bastante bien. Le oí bufar. Retrocedió un paso. Volví al ataque. Erré. Muy a la izquierda. Caí entre unas plantas importadas del infierno. Me levanté. Avancé de nuevo hacia él. Y a la luz de la luna vi la parte delantera de mis pantalones… salpicada de sangre, cera de las velas y vómito.

—¡Encontraste a tu maestro, cabrón! —le notifiqué mientras avanzaba hacia él. El esperó. Los años de trabajo como factótum no habían resultado tan inútiles para los músculos. Conseguí atizarle un buen golpe en la barriga, con todos mis noventa kilos de peso.

Zen soltó un breve jadeo, suplicó una vez más al cielo, dijo algo en su cosa oriental, me dio un breve golpe de kárate, amablemente, y me dejó enrollado entre unos insensibles cactus mejicanos, que me parecieron plantas antropófagas de lo más profundo de las selvas brasileñas. Estuve reponiéndome tumbado allí, a la luz de la luna, hasta que aquella flor púrpura pareció avanzar hacia mi nariz y empezó a asfixiarme delicadamente.

Mierda, lleva por lo menos ciento cincuenta años introducirse en los Clásicos Harvard. No había elección: me liberé de aquel chisme y empecé a gatear otra vez escaleras arriba. Cerca de la cima, me puse de pie, abrí la puerta y entré. Nadie advirtió mi presencia. Todos seguían diciendo chorradas. Me metí en mi rincón. El golpe de kárate me había hecho un corte sobre la ceja izquierda. Busqué el pañuelo.

—¡Mierda! ¡Necesito un trago! —aullé.

Apareció Harvey con uno. Whisky puro. Lo vacié. ¿Por qué podía ser tan insensato el ronroneo de seres humanos hablando? Vi una mujer que me habían presentado como la madre de la novia, que estaba ahora enseñando abundante pierna, no tenía mal aspecto, todo aquel largo nylon con los caros zapatos de tacón, más las pequeñas puntas enjoyadas abajo junto a los dedos. Podría haber puesto caliente a un tonto, y yo sólo era medio tonto.

Me levanté, me acerqué a la madre de la novia, le alcé la falda hasta los muslos, besé rápidamente sus lindas rodillas y empecé a subir, besando.

La luz de las velas ayudaba. Todo.

—¡Eh! —se despertó bruscamente—. ¿Qué demonios hace?

—¡Menudo polvo voy a echarte! ¡Te vas a cagar de gusto! ¿Qué te parece?

Me empujó y caí hacía atrás sobre la alfombra. Luego, me vi tumbado de espaldas en el suelo, debatiéndome, intentando levantarme.

—¡Condenada amazona! —le grité.

Por último, tres o cuatro minutos después, logré levantarme. Alguien reía. Luego, sintiendo otra vez los píes asentados en el suelo, me dirigí a la cocina. Me serví un trago, me lo trinqué. Luego me serví otro y salí.

Allí estaban: todos los malditos parientes.

—¿Roy o Hollis? —pregunté—. ¿Por qué no abrís vuestro regalo de bodas?

—Claro —dijo Roy—, ¿por qué no?

El regalo estaba envuelto en cuarenta y cinco metros de papel de estaño. Roy estuvo un bueno rato desenvolviéndolo. Por fin, terminó.

—¡Feliz matrimonio! —grité.

Todos lo vieron. La habitación quedó en silencio.

Era un pequeño ataúd de artesanía, obra de uno de los mejores artesanos de España. Tenía incluso su fondo de fieltro rojo rosado. Era la reproducción exacta de un ataúd mayor, salvo que quizás estuviese hecho con más amor.

Roy me lanzó una mirada asesina, arrancó el folleto de instrucciones, en que explicaba qué había que hacer para conservar limpia la madera, lo metió dentro del ataúd y cerró la tapa.

Todos seguían callados. El único regalo no había tenido éxito. Pero pronto se recuperaron y empezaron otra vez a soltar chorradas.

Yo guardé silencio. En realidad, me había sentido muy orgulloso de mi pequeño ataúd. Me había pasado horas buscando un regalo. Había estado a punto de volverme loco. Luego lo había visto allí solo, en la estantería. Lo acaricié por fuera, lo volví, miré el interior. Era caro, pero había que pagar la perfecta artesanía. La madera. Las visagritas. Todo. Necesitaba también un pulverizador matahormigas. Encontré un Bandera Negra al fondo de la tienda. Las hormigas me habían hecho un hormiguero en casa, debajo de la puerta de entrada. Fui con aquello al mostrador. Había una chica joven, lo coloqué delante de ella, señalé el ataúd.

—¿Sabe usted lo que es esto?

—¿Qué?

—¡Esto es un ataúd!

Lo abrí y se lo enseñé.

—Esas hormigas están volviéndome loco. ¿Sabe usted lo que voy a hacer?

—¿Qué?

—Voy a matar a todas esas hormigas y a meterlas en este ataúd y a enterrarlas.

Se echó a reír.

—¡Lo mejor del día! —dijo.

Y es que ya no se puede uno burlar de los jóvenes; son de una especie totalmente superior. Pagué y salí de allí…

Pero ahora, en la boda, nadie se reía. Una olla a presión con una cinta roja les habría hecho felices. ¿O no? Harvey, el magnate, finalmente, fue el más amable de todos. ¿Quizá porque podía permitirse ser amable? Recordé entonces algo que había leído, una cosa de los antiguos chinos:

«¿Preferirías ser rico o ser un artista?»

«Preferiría ser rico, pues según parece los artistas siempre han de sentarse a la entrada de las casas de los ricos.»

Eché un trago de la botella y no me preocupé más. En realidad, cuando volví en mí todo había terminado. Estaba en el asiento trasero de mi propio coche. Hollis conduciendo de nuevo, y de nuevo la barba de Roy flotando en mi cara. Eché otro trago de mi botella.

—Decidme, ¿tirasteis mi pequeño ataúd, amigos? ¡Os quiero mucho a los dos, y lo sabéis! ¿Por qué tirasteis mi pequeño ataúd?

—¡Vamos, Bukowski! ¡Aquí tienes tu ataúd!

Roy lo alzó hacia mí, lo echó hacia mí.

—¡Está bien, está bien!

—¿Lo quieres?

—¡No! ¡No! ¡Es mi regalo para vosotros! ¡Vuestro único regalo! ¡Quedáoslo! ¡Por favor!

—De acuerdo.

El resto del viaje fue bastante tranquilo. Yo vivía en una plazoleta cerca de Hollywood (por supuesto). Era difícil encontrar aparcamiento. Por fin dieron con un sitio a una media manzana de donde yo vivía. Aparcaron mi coche y me entregaron las llaves. Luego vi cómo cruzaban la calle hacia su propio coche. Les observé un momento, me volví camino de mi casa y cuando aún seguía observándoles y sujetando el resto de la botella de Harvey, se me enganchó el zapato en la pernera y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de espaldas, el primer instinto fue proteger el resto de aquella excelente botella para que no se rompiera contra el cemento (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo sobre los hombros manteniendo alzadas cabeza y botella. Salvé la botella, pero la cabeza chocó con la acera. ¡PAF!

Ambos se pararon y contemplaron mi caída. Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero conseguí gritarles:

—¡Roy! ¡Hollis! ¡Ayudadme a llegar a la puerta de mi casa, por favor, me he hecho daño!

Se quedaron parados un momento, mirándome. Luego entraron en su coche, mirándome, encendieron el motor, dieron marcha atrás y, limpiamente, se alejaron.

Aquello era el pago por algo. ¿El ataúd? Fuera lo que fuera, el uso de mi coche, o yo como payaso y/o padrino… yo había dejado de ser útil. La especie humana me ha repugnado siempre. Y lo que les hacía repugnantes era, básicamente, la enfermedad relación-familia, que incluía matrimonio, intercambio de poder y ayuda, que como una llaga, una lepra, se convertía luego en tu vecino de la puerta de al lado, tu barrio, tu distrito, tu ciudad, tu condado, tu estado, tu nación… cada cual cogiendo el culo del otro en el panal de la supervivencia por pura estupidez y miedo animal.

Lo entendí todo allí, comprendí por qué me habían dejado, a pesar de mis súplicas. Cinco minutos más, pensé. Si puedo seguir cinco minutos más aquí tumbado sin que me molesten, me levantaré y conseguiré llegar a casa, entrar. Era el último de los forajidos. No tenía nada que envidiar a Billy el Niño. Cinco minutos más. Dejadme que llegue hasta mi cueva. Me enmendaré. La próxima vez que me inviten a una de sus funciones, les diré dónde pueden meterse la invitación. Cinco minutos. No necesito más.

Pasaron dos mujeres, se volvieron y me miraron.

—¡Oh, mira! ¿Qué le pasará?

—Está borracho.

—No está enfermo, ¿verdad?

—Qué va, mira cómo agarra esa botella, como si fuese un niño de pecho.

Oh, mierda. Les grité:

—¡VOY A CHUPAROS LA VAGINA A LAS DOS! ¡OS DEJARE SECO EL COÑO!

—¡Oooooh!

Las dos salieron corriendo y se metieron en el alto edificio encristalado. Cruzaron la puerta de cristal. Yo estaba allí fuera en la calle sin poder levantarme, padrino de alguna cosa. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta mi casa: treinta metros de distancia, que eran como tres millones de años luz. A treinta metros de una puerta alquilada. Dos minutos más y podría levantarme. Cada vez que lo intentaba me sentía más fuerte. Un viejo borracho siempre lo conseguiría, si le daban suficiente tiempo. Un minuto. Un minuto más. Podría haberlo conseguido.

Entonces, aparecieron. Parte de la disparatada estructura familiar del mundo. Locos, en realidad, que jamás se preguntan lo que les mueve a hacer lo que hacen. Dejaron encendida su luz roja al aparcar. Luego salieron. Uno levaba una linterna.

—Bukowski —dijo el de la linterna—, siempre metido en líos, ¿eh?

Conocía mi nombre de alguna parte, de otros tiempos.

—Mira —dije—, resbalé. Me di en la cabeza. Yo nunca pierdo el sentido o la coherencia. No soy peligroso. ¿Por qué no me ayudáis, muchachos, a llegar a mi puerta? Está a treinta metros. Dejadme que me eche en la cama y la duerma. ¿No creéis, realmente, que sería lo más decente?

—Señor, dos damas informaron que usted intentó violarlas.

—Caballeros, yo jamás intentaría violar a dos damas al mismo tiempo.

Uno de los policías mantenía enfocada su estúpida linterna hacia mi cara. Esto debía darle una gran sensación de superioridad.

—¡Sólo treinta metros para la Libertad! ¿Es que no lo comprenden?

—Eres el peor comediante de la ciudad, Bukowski. Danos una excusa mejor.

—Bien, veamos… Esta cosa que veis aquí espatarrada en el suelo, es el producto final de una boda, una boda zen.

—¿Quieres decir que una mujer intentó realmente casarse contigo?

—No conmigo, gilipollas…

El de la linterna la acercó a mi nariz.

—Exigimos respeto a los funcionarios de policía.

—Lo lamento. Por un momento se me olvidó.

Me bajaba la sangre por el cuello y luego hacia y sobre la camisa. Me sentía muy cansado… De todo.

—Bukowski —dijo el que acababa de utilizar la linterna—, ¿es que nunca vas a dejar de meterte en líos?

—Basta de coñazo —dije yo—, vamos a la cárcel.

Me esposaron y me metieron en el asiento de atrás. La misma vieja y triste escena de siempre.

Fuimos despacio, hablando de diversas cosas, cosas posibles y cosas disparatadas… como de ampliar el porche delantero, instalar una piscina o hacer una habitación más en la parte trasera para la abuela. Y en cuanto a los deportes (eran hombres auténticos) los Dodgers aún tenían una oportunidad. Pese a la feroz competencia de los otros dos o tres equipos que estaban a su altura. Vuelta a la familia: si los Dodgers ganaban, ganaban ellos. Si un hombre aterrizaba en la luna, ellos aterrizaban en la luna. Pero que un hombre que se muera de hambre les pida unos centavos… ¿no tiene identificación? jódete. Comemierda. Quiero decir, cuando iban vestidos de paisano. Aún no se ha dado el caso de un muerto de hambre que haya ido a pedirle unos centavos a un policía. Las estadísticas son claras.

Y, sí, me hicieron pasar por el molino. Después de encontrarme a treinta metros de mi casa. Después de ser el único humano en una casa llena de cincuenta y nueve personas.

Allí estaba, una vez más, en la larga cola de los de algún modo culpables. Los jóvenes no sabían lo que se avecinaba. Estaban embaucados con ese artilugio llamado La Constitución y sus Derechos. Los policías jóvenes, tanto en la jaula de la ciudad como en la del condado, se entrenaban con los borrachos. Tenían que demostrar que valían. Metieron, estando yo mirando, a un tipo en el ascensor y le subieron y le bajaron, sube y baja, sube y baja; cuando salió, apenas sabías quién era o lo que había sido… un negro que exigía a gritos respeto por los Derechos Humanos. Luego cogieron a un blanco que gritaba algo sobre DERECHOS CONSTITUCIONALES; le cogieron cuatro o cinco, y le agarraron por los pies tan deprisa que apenas pudo moverse, y cuando le trajeron otra vez le apoyaron contra la pared y se quedó allí temblando, con todo el cuerpo lleno de cintarazos rojos, allí temblando y tiritando.

Me sacaron la foto otra vez. Otra vez las huellas dactilares.

Me bajaron a la celda de los borrachos, abrieron la puerta.

Después, sólo fue cuestión de buscar un cuadrado de suelo entre los ciento cincuenta hombres que había. Aquello era un orinal. Vómitos y meadas por todas partes. Encontré un sitio entre mis camaradas. Yo era Charles Bukowski, figuraba en los archivos literarios de la Universidad de California, Santa Bárbara. Alguien pensaba allí que yo era un genio. Me estiré sobre las tablas. Oí una voz infantil. La voz de un muchacho.

—¡Se la chupo por veinticinco centavos, señor!

En principio, te quitan todo, las monedas, los billetes, los carnets, las llaves, los cuchillos, etc., y además los cigarrillos, y luego te dan el recibo. Que pierdes o vendes o te roban. Pero aún así, allí siempre había dinero y cigarrillos.

—Lo siento amigo —le dije—, me quitaron hasta el último céntimo.

Cuatro horas después, conseguí dormir.

Allí.

Padrino en una boda zen, y apuesto que ellos, la novia y el novio, ni siquiera jodieron aquella noche. Claro que alguien acabó bien jodido.

Charles Bukowski: En la cárcel con el enemigo público número uno. Cuento

28549_19249_6estaba escuchando a Brahms en Filadelfia, en 1942. tenía un pequeño tocadiscos, era el segundo movimiento de Brahms. vivía solo entonces, iba bebiendo lentamente una botella de oporto y fumando un puro barato, la habitación era pequeña y limpia, alguien llamó a la puerta, pensé que vendrían a darme el premio Nobel o el Pulitzer. eran dos zoquetes grandes con pinta de palurdos.

¿Bukowski?

sí.

me enseñaron la chapa: FBI.

venga con nosotros, es mejor que se ponga la chaqueta, estará fuera un tiempo.

yo no sabía lo que había hecho, no pregunté, imaginé que todo estaba perdido, de cualquier modo, uno apagó a Brahms. bajamos, salimos a la calle, había cabezas en las ventanas como si todos supieran.

luego la eterna voz de mujer: ¡oh ahí va ese hombre horrible! ¡le han cogido!

tengo poco éxito con las damas, no hay duda.

empecé a pensar en lo que podría haber hecho y lo único que se me ocurrió fue que hubiese asesinado a alguien estando borracho. pero no podía entender por qué intervenía en aquello el FBI.

¡manos en las rodillas y sin moverse!

iban dos delante y dos atrás, así que pensé que tenía que haber matado a alguien, a alguien importante.

arrancamos de allí y luego se me olvidó y levanté la mano para rascarme la nariz.

¡¡LA MANO QUIETA!!

cuando llegamos a la oficina, uno de los agentes señaló una hilera de fotos que recorría las cuatro paredes.

¿ve esas fotos?, preguntó con dureza.

miré las fotos, estaban muy bien enmarcadas pero ninguna de las caras me decía nada.

sí, ya vi las fotos, le dije.

eso son hombres que han sido asesinados sirviendo al FBI.

como no sabía lo que él esperaba que dijera, no dije nada.

me llevaron a otra habitación, había un hombre detrás de una mesa.

¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN? me gritó.

¿qué? pregunté.

¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN?

yo no sabía qué quería decir, por un momento, pensé que quería decir que yo llevaba una especie de herramienta secreta con la que mataba a la gente cuando estaba borracho, me sentía muy nervioso y todo me parecía absurdo y sin sentido.

me refiero a ¡JOHN BUKOWSKI!

oh, murió.

¡mierda!, ¡por eso no podemos localizarle!

me bajaron a una celda amarillo-naranja, era un sábado por la tarde, desde la ventana de la celda veía pasar a la gente caminando ¡qué suerte tenían! al otro lado de la calle, había una tienda de discos, un altavoz lanzaba música hacia mí. todo parecía tan libre y cómodo allá fuera, me quedé allí intentando descubrir lo que había hecho, me daban ganas de llorar, pero no conseguí averiguar nada, era una especie de enfermedad triste, de tristeza enferma, en que llega un momento en que ya no puedes sentirte peor, creo que sabes lo que quiero decir, creo que todo el mundo siente esto de vez en cuando, pero yo lo he sentido muy a menudo, demasiado a menudo.

la Prisión de Moyamensing me recordaba a un viejo castillo, los grandes portones de madera se abrieron para dejarme paso, me sorprende que no tuviésemos que pasar por un puente levadizo.

me metieron con un hombre gordo que parecía un contable.

soy Courtney Taylor, enemigo público número uno, me dijo.

¿y por qué estás aquí?, me preguntó.

(entonces ya lo sabía, lo había preguntado al entrar.)

por no querer hacer el servicio militar.

hay dos cosas que no podemos soportar aquí: los que rehuyen el servicio militar y los exhibicionistas.

honor entre ladrones, ¿eh? mantener firme al país para poder saquearlo.

aún no nos gustan quienes rehuyen el servicio militar.

en realidad, soy inocente, me trasladé y se me olvidó dejar la dirección en la oficina militar, lo notifiqué en la oficina de correos, recibí una carta de San Luis estando en esa ciudad, en la que me decían que me presentara para un examen relacionado con el servicio militar, les dije que no podía ir a San Luis para que me hicieran aquí el examen, me agarraron y me metieron aquí, no lo comprendo: si intentase eludir el servicio militar, no les hubiese dado mi dirección.

vosotros siempre sois inocentes, eso a mí me suena a cuento.

me tumbé en el jergón.

pasó un segundo.

¡LEVANTA EL CULO DE AHÍ! me gritó.

alcé mi culo prófugo.

¿quieres suicidarte? me preguntó Taylor.

sí, dije.

no tienes más que sacar esa tubería de arriba donde está la luz de la celda, luego llenas este cubo de agua y metes los pies dentro, sacas la bombilla y metes el dedo, así saldrás de aquí.

miré la luz largo rato.

gracias, Taylor, eres muy amable.

apagadas las luces me tumbé y empezaron, las chinches.

¿qué coño es esto? grité.

chinches, dijo Taylor, tenemos chinches.

apostaría a que yo tengo más que tú, dije.

apuesta.

¿diez centavos?

diez centavos.

empecé a capturar y matar las mías, fui dejándolas en la mesita de madera.

cuando se acabó el tiempo, llevamos nuestras chinches junto a la puerta de la celda, donde había luz, y las contamos, yo tenía trece, él tenía dieciocho, le di el dinero, más tarde descubrí que él partía las suyas por la mitad y las estiraba, había sido estafador, era un buen profesional el muy hijoputa.

tuve suerte con los dados en el patio, ganaba todos los días y estaba haciéndome rico, rico de cárcel, ganaba de quince a veinte billetes diarios, los dados estaban prohibidos y nos apuntaban con las ametralladoras desde las torres y aullaban ¡DISUÉLVANSE! pero siempre conseguíamos organizar otra vez el juego, precisamente fue un exhibicionista el que consiguió pasar los dados, era un exhibicionista que no me gustaba un pelo, en realidad no me gustaba ninguno, todos tenían barbillas débiles, ojos acuosos, caderas estrechas y modales relamidos, sólo eran hombres en una décima parte, no tenían la culpa, supongo, pero no me gustaba mirarles, éste se dedicaba a rondarme después de cada juego. estás de suerte, estás ganando mucho, dame un poco, anda, yo dejaba caer unas cuantas monedas en aquella mano de lirio y él se largaba, aquel marrano que soñaba con enseñarles la polla a niñas de tres años, tenía que hacerlo para quitármelo de encima sin pegarle porque si le pegabas a alguien te mandaban a celda de castigo, y el agujero era depresivo, pero era aún peor lo de estar a pan y agua, les había visto salir de allí y tardaban un mes en recuperar el aspecto normal, pero todos estábamos locos, yo era un loco, un chiflado, y a aquel tipo lo tenía atravesado, sólo podía razonar cuando no le miraba.

yo era rico, el cocinero bajaba después de apagarse las luces, con platos de comida, comida buena y abundante, helados, tartas, pasteles, buen café. Taylor dijo que nunca le diera más de quince centavos, que era suficiente, el cocinero susurraba gracias y preguntaba si debía volver la noche siguiente.

desde luego, le decía yo.

aquélla era la comida de los guardias, y los guardias, evidentemente, comían bien, los presos se morían todos de hambre, y Taylor y yo andábamos que parecíamos con embarazo de nueve meses.

es un buen cocinero, decía Taylor. asesinó a dos hombres, mató a uno y luego salió y se cargó en seguida a otro, está aquí para mucho tiempo, si no puede fugarse, la otra noche agarró a un marinero y le dio por el culo, le dejó destrozado, no podrá andar en una semana.

me gusta el cocinero, dije, creo que es buen tío.

es buen tío, confirmó Taylor.

nos quejábamos siempre de las chinches al carcelero, y el carcelero nos gritaba:

¿pero qué creéis que es esto? ¿un hotel? ¡las trajisteis vosotros !

esto, por supuesto, lo considerábamos un insulto.

los carceleros eran serviles, los carceleros eran tontos y malos, los carceleros tenían miedo, lo sentía por ellos.

por fin, nos colocaron a Taylor y a mí en celdas distintas y fumigaron la nuestra.

me encontré con Taylor en el patio.

me han metido con un chaval, dijo Taylor, un infeliz, es tonto, no sabe nada, es insoportable.

a mí me metieron con un viejo que no hablaba inglés y que se pasaba el día sentado en el water diciendo, ¡TARA BUBBA COMER TARA BUBBA CAGAR! lo decía sin parar, su vida consistía en comer y cagar, creo que hablaba de alguna figura mitológica de su tierra natal, quizá Taras Bulba… no sé. el viejo me rasgó la sábana de mi jergón la primera vez que fui al patio y se hizo con ella una cuerda para tender la ropa, y colgó allí los calcetines y los calzoncillos y yo entré y todo goteaba, el viejo no salía nunca de la celda, ni siquiera para ducharse, decían que no había cometido ningún delito, que simplemente quería estar allí y le dejaban, ¿un acto de bondad? a mí me volvía loco porque no me gusta que las mantas de lana me rocen la piel, tengo una piel muy delicada.

¡viejo de mierda, le grité, ya he matado a un hombre, y si no miras lo que haces, serán dos!

pero él seguía allí sentado riéndose de mí y diciendo ¡TARA BUBBA COMER, BUBBA CAGAR!

tuve que dejarlo, pero he de reconocer, de todos modos, que nunca tuve que fregar el suelo, su maldito hogar estaba siempre húmedo y fregado, teníamos la celda más limpia de Norteamérica, del mundo, le encantaba aquella comida extra de la noche. le entusiasmaba.

el FBI decidió que yo era inocente de tentativa deliberada de eludir el servicio militar y me llevaron al centro de reclutamiento, nos llevaron a muchos, y pasé el examen físico y luego entré a ver al psiquiatra.

¿cree usted en la guerra? me preguntó.

no.

¿quiere usted ir a la guerra?

sí.

(tenía la loca idea de salir de la trinchera y avanzar hacia las ametralladoras hasta que me mataran.)

estuvo un rato callado escribiendo en un papel, luego, alzó los ojos. por cierto, el próximo miércoles por la noche haremos una fiesta para médicos, artistas y escritores, deseo invitarle, ¿vendrá?

no.

de acuerdo, dijo, no tiene que ir.

¿ir adonde?

a la guerra.

le miré.

no creyó usted que lo entenderíamos, ¿verdad?

no.

déle este papel al hombre de la mesa siguiente.

fue un largo paseo, el papel estaba doblado y pegado a mi carnet con un clip, alcé el borde y miré: «…oculta una sensibilidad extrema bajo una cara de póquer…» qué risa, pensé, ¡por amor de Dios! yo ¡¡sensible!!

y así fue lo de Myamensing. y así fue como gané la guerra.

Charles Bukowski: Un 45 para pagar los gastos del mes. Cuento

6832_b_2538Duke tenía aquella hija, Lala, le llamaban, de cuatro años era su primer crío y él siempre había procurado no tener hijos, temiendo que pudiesen asesinarle, o algo así, pero ahora estaba loco y ella le encantaba, ella sabía todo lo que Duke pensaba, pues había una especie de cable que iba de ella a él y de él a ella.

Duke estaba en el supermercado con Lala, y hablaban, decían cosas, hablaban de todo y ella le decía todo lo que sabía, y sabía mucho, instintivamente, y Duke no sabía mucho, pero le decía lo que podía, y el asunto funcionaba, eran felices juntos.

—¿qué es eso? —preguntó ella.

—eso es un coco.

—¿qué tiene dentro?

—leche y cosa de masticar.

—¿por qué está ahí?

—porque se siente a gusto ahí, toda esa leche y esa carne mascable, se siente bien dentro de esa cáscara, se dice: «¡oh qué bien me siento aquí!».

—¿y por qué se siente bien ahí?

—porque cualquier cosa se sentiría bien ahí. yo me sentiría bien.

—no, tú no. no podrías conducir el coche desde ahí dentro, ni verme desde ahí dentro, no podrías comer huevos con jamón desde ahí.

—los huevos y el jamón no lo son todo.

—¿qué es todo?

—no sé. quizás el interior del sol, sólido congelado.

—¿el INTERIOR del SOL…? ¿SOLIDO CONGELADO?

—sí.

—¿cómo sería el interior del sol si fuese sólido congelado?

—bueno, el sol debe ser corno una pelota de fuego, no creo que los científicos estuviesen de acuerdo conmigo, pero yo creo que debe ser eso.

Duke cogió un aguacate.

—¡oh!

—sí, eso es un aguacate: sol congelado, comemos el sol y luego podemos andar por ahí y sentirnos calientes.

—¿está el sol en toda esa cerveza que tú bebes?

—sí, lo está.

—¿está el sol dentro de mí?

—no he conocido a nadie que tenga dentro tanto sol como tú.

—¡pues yo creo que tú tienes dentro un SOL INMENSO!

—gracias, querida.

siguieron y terminaron sus compras. Duke no eligió nada. Lala llenó el cesto de cuanto quiso, parte de ello no comestible: globos, lapiceros, una pistola de juguete, un hombre espacial al que le salía un paracaídas de la espalda al lanzarlo al cielo, un hombre espacial magnífico.

a Lala no le gustó la cajera, la miró ceñuda, hosca, pobre mujer: le habían ahuecado la cara y se la habían vaciado. era un espectáculo de horror y ni siquiera lo sabía.

—¡hola bonita! —dijo la cajera. Lala no contestó. Duke no la empujó a hacerlo, pagaron su dinero y volvieron al coche.

—cogen nuestro dinero —dijo Lala.

—sí.

—y luego tú tienes que ir a trabajar de noche para ganar más. no me gusta que marches de noche, yo quiero jugar a mamá, quiero ser mamá y que tú seas un niño.

—bueno, yo seré el niño ahora mismo, ¿qué tal, mamá?

—muy bien, niño, ¿puedes conducir el coche?

—puedo intentarlo.

luego, en el coche, cuando iban conduciendo, un hijo de puta apretó el acelerador e intentó embestirlos en un giro a la izquierda.

—¿por qué quiere la gente pegarnos con sus coches, niño?

—bueno, mamá, es porque son desgraciados y a los desgraciados les gusta destrozar las cosas.

—¿no hay gente feliz?

—hay mucha gente que finge ser feliz.

—¿por qué?

—porque están avergonzados y asustados y no tienen el valor de admitirlo.

—¿tú estás asustado?

—yo sólo tengo el valor de admitirlo contigo… estoy tan asustado y tengo tanto miedo, mamá, que podría morirme en este mismo instante.

—¿quieres tu biberón, niño?

—sí, mamá, pero espera a que lleguemos a casa.

siguieron su camino, giraron a la derecha en Normandie. Por la derecha les resultaba más difícil embestir.

—¿trabajarás esta noche, niño?

—sí.

—¿por qué trabajas de noche?

—porque está más oscuro y la gente no puede verme.

—¿por qué no quieres que la gente te vea?

—porque si me viesen podrían detenerme y meterme en la cárcel.

—¿qué es cárcel?

—todo es cárcel.

—¡yo no soy cárcel!

aparcaron y subieron las compras a casa.

—¡mamá! —dijo Lala— ¡hemos comprado muchas cosas! ¡soles congelados, hombres espaciales, todo!

mamá (la llamaban «Mag») mamá dijo:

—qué bien.

luego dijo a Duke:

—diablos, no quiero que salgas esta noche, tengo un presentimiento, no salgas, Duke.

¿tú tienes un presentimiento, querida? yo lo tengo siempre, es cosa del oficio, tengo que hacerlo, estamos sin blanca, la niña echó de todo en el carrito, desde jamón enlatado a caviar.

—¿pero es que no puedes controlar a la niña?

—quiero que sea feliz.

—no será feliz si tú estás en la cárcel.

—mira, Mag, en mi profesión, sólo tienes que hacerte a la idea de que pasarás temporadas en la cárcel, yo ya pasé una, muy corta, he tenido más suerte que la mayoría.

—¿y si hicieras un trabajo honrado?

—nena, trabajar a presión es espantoso, te hunde, y además no hay trabajos honrados, de un modo u otro te mueres, y yo ya estoy metido por este camino… soy una especie de dentista, digamos, que le saca dientes a la sociedad, no sé hacer otra cosa, es demasiado tarde, y ya sabes cómo tratan a los ex presidiarios, ya sabes las cosas que te hacen, ya te lo he dicho, yo…

—ya sé que me lo has dicho, pero…

—¡pero pero pero… perooo! —dijo Duke—. déjame acabar, condenada!

—acaba, acaba.

—esos soplapollas industriales de esclavos que viven en Beverly Hills y Malibu. esos tipos especializados en «rehabilitar» presidiarios, ex presidiarios, es algo que hace que la libertad vigilada de mierda huela a rosas, un cuento, trabajo de esclavos, los funcionarios de libertad vigilada lo saben, lo saben de sobra, y lo sabemos nosotros, ahorra dinero al estado, haz dinero para otro, mierda, mierda todo. todo, hacen trabajar el triple al individuo normal mientras ellos roban a todos dentro de la ley: les venden mierda por diez o veinte veces su valor real, pero eso está dentro de la ley, su ley…

—cállate ya, he oído eso tantas veces…

—¡pues lo oirás OTRA VEZ, maldita sea! ¿crees que no lo veo y no lo siento? ¿crees que debo callármelo? ¿delante de mi propia mujer? tú eres mi mujer, ¿no? ¿no jodemos? ¿no vivimos juntos? ¿eh?

—el jodido eres tú. ahora te pones a gritar.

—¡TU eres la jodida! ¡cometí un error, un error técnico! era joven; no entendía sus reglas de mierda…

—¡y ahora intentas justificar tu estupidez!

—¡ésa sí que es buena! eso ME GUSTO, mi mujercita, mi coñito. mi coñito. eres sólo un coñito en las escaleras de la Casa Blanca, abierto del todo y acribillado mentalmente…

—Duke, que nos oye la niña.

—bueno, terminaré, coñito mío. REHABILITADO, ésa es la palabra, eso es lo que dicen los mamones de Beverly Hills. son tan condenadamente decentes, tan HUMANOS, sus mujeres escuchan a Mahler en el centro musical y hacen caridad, donaciones libres de impuestos, y las eligen entre las diez mejores mujeres del año en el Times de Los Angeles, ¿y sabes lo que te hacen sus MARIDOS? te tratan como a un perro, te recortan el jornal y se lo embolsan, y no hay más que hablar, ¿cómo no verá la gente que todo es una mierda? ¿es que nadie lo ve?

—yo…

—¡CÁLLATE! ¡Mahler, Beethoven, STRAVINSKY! te hacen trabajar de más por nada, están siempre dándote patadas en el culo, y como digas una palabra, cogen el teléfono y hablan con el funcionario de libertad vigilada, y estás listo, «lo siento, Jensen, pero no tengo más remedio que decírtelo, tu hombre robó veinticinco dólares de la caja, empezaba a caernos simpático, pero…»

—¿y qué clase de justicia quieres tú? Dios mío, Duke, no sé qué hacer, gritas y gritas, te emborrachas y me cuentas que Dillinger fue el hombre más grande de todos los tiempos, te acunas en la mecedora, completamente borracho, y te pones a dar vivas a Dillinger. yo también estoy viva, escúchame…

—¡a la mierda Dillinger! está muerto, ¿justicia? en Norteamérica no hay justicia, sólo hay una justicia, pregunta a los Kennedy, pregunta a los muertos, pregunta a cualquiera.

Duke se levantó de la mecedora, se acercó al armario, hurgó debajo de la caja de adornos navideños y sacó la pipa, un cuarenta y cinco.

—ésta, ésta, ésta es la única justicia de Norteamérica, esto es lo único que entienden todos.

y agitó en el aire el condenado trasto.

Lala estaba jugando con el hombre espacial, el paracaídas no abría bien, lógico: una estafa, otra estafa, como la gaviota de los ojos muertos, como el bolígrafo, como Cristo dando voces al Papa con las líneas cortadas.

—oye —dijo Mag—, guarda ese maldito revólver, trabajaré yo. déjame trabajar.

—¡trabajarás tú! ¿cuánto hace que oigo eso? tú sólo sirves para joder, para andar sin hacer nada tumbada por ahí leyendo revistas y comiendo bombones.

—oh, Dios mío, eso no es cierto… yo te amo, Duke, de veras. a él ya le cansaba.

—de acuerdo vale, entonces, recoge y coloca las compras, y prepárame algo de comer antes de que salga a la calle.

Duke volvió a guardar la pipa en el armario, se sentó y encendió un cigarrillo.

—Duke —preguntó Lala—, ¿quieres que te llame Duke o que te llame papá?

—como tú quieras, cariño, como tú quieras.

—¿por qué tienen pelo los cocos?

—ay, Dios mío, y yo qué sé. ¿por qué tengo yo pelos en los huevos?

Mag salió de la cocina con una lata de guisantes en la mano.

—no tienes por qué hablarle a mi hija de ese modo.

—¿tu hija? ¿es que no ves esa boca que tiene? como la mía. ¿y esos ojos? exactamente iguales que los míos, tu hija… sólo porque salió de tu agujero y mamó de ti. ella no es hija de nadie, ella es su propia niña.

insisto —dijo Mag— ¡en que no le hables así a la niña!

—insistes… insistes…

—¡sí, insisto! —sostuvo en el aire la lata de guisantes, equilibrada en la palma de la mano izquierda—. ¡insisto!

—¡si no quitas esa lata de mi vista te juro por Dios que te la meto POR EL CULO!

Mag entró en la cocina con los guisantes, se quedó allí.

Duke sacó del armario el abrigo y la pistola, dio un beso de despedida a su hijita. era más dulce aquella niña que un bronceado de diciembre y seis caballos blancos corriendo por una loma verde, eso era lo que le evocaba; empezaba a dolerle. se largó deprisa, cerró la puerta despacio.

Mag salió de la cocina.

—Duke se fue —dijo la niña.

—sí, ya lo sé.

—tengo un poco de sueño, mamá, léeme un libro.

se sentaron juntas en el sofá.

—¿volverá Duke, mamá?

—sí, claro que volverá ese hijo de puta.

—¿qué es un hijo de puta?

—Duke lo es. y yo le amo.

—¿amas a un hijo de puta?

—si —dijo Mag riendo—. sí, ven aquí, cariño, siéntate encima de mí.

abrazó a la niña.

—¡eres tan rica tan rica como el jamón como las galletas!

—¡yo, no soy jamón ni galletas! ¡tú eres jamón y galletas!

—esta noche hay luna llena, demasiada luna, demasiada luz. tengo miedo, mucho miedo. Dios mío, le amo, oh Dios mío…

Mag cogió una carpeta de cartón y sacó un libro de cuentos.

—mamá, ¿por qué tienen pelo los cocos?

—¿los cocos tienen pelo?

—sí.

—escucha, puse un poco de café, acabo de oír que hierve, déjame ir a apagarlo.

—bueno.

Mag entró en la cocina y Lala se quedó esperando sentada en el sofá.

mientras Duke estaba a la puerta de una bodega entre Hollywood y Normandie, cavilando: demonios demonios demonios.

no tenía buen aspecto, no le olía bien, podía haber un tipo detrás con una Luger, mirando por un agujero, así habían cazado a Louis. le habían hecho trizas, como a un muñeco de barro, asesinato legal, todo el jodido mundo nada en la mierda del asesinato legal.

el sitio no parecía bueno, quizás un bar pequeño esta noche, un bar de maricas, algo fácil, dinero suficiente para un mes.

estoy perdiendo el valor, pensaba Duke, cuando me dé cuenta estaré sentado oyendo a Shostakovitch.

volvió a meterse en el ford negro del 61.

y enfiló hacia el norte, tres manzanas, cuatro manzanas, seis manzanas, doce manzanas en el mundo en congelación, mientras Mag sentada con la niña en el regazo empezaba a leer un libro, LA VIDA EN EL BOSQUE…

«las comadrejas y sus primos, los visones, y las martas son criaturas delgadas, ágiles, rápidas y feroces, son carnívoros y compiten continua y sanguinariamente por el…» entonces, la hermosa niña se quedó dormida y salió la luna llena.

Charles Bukowski: Un coño blanco. Cuento

3577_f248es un bar que queda cerca de la estación de ferrocarril, ha cambiado de dueño seis veces en un año. pasó de bar top-less a restaurante chino, después a mejicano y luego a varias cosas más, pero a mí me gustaba sentarme allí a mirar el reloj de la estación por una puerta lateral que siempre dejan entornada, es un bar bastante aceptable: no hay mujeres que molesten, sólo un grupo de comedores de mandioca y jugadores del volante que me dejan en paz. están siempre allí sentados viendo la aburrida retransmisión de un partido de algo en la tele, se está mejor en el cuarto de uno, por supuesto, pero hemos aprendido con los años de trinque que si bebes solo entre cuatro paredes, las cuatro paredes no sólo te destruyen sino que les ayudan a ELLOS a destruirte. No hay por qué darles victorias fáciles. Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, ésa es la clave, ésa es la táctica, para no acabar en el manicomio.

así que estoy allí sentado muy serio cuando se sienta a mi lado el mejicano de la Sonrisa Eterna.

—necesito tres verdes, ¿puedes dármelos?

—los muchachos dicen que «no»… por ahora, ha habido muchos problemas últimamente.

—pero lo necesito.

—todos lo necesitamos, págame una cerveza.

la Sonrisa Mejicana Eterna me paga una cerveza.

a) está tomándome el pelo.

b) está loco.

c) quiere liarme.

d) es un poli.

e) no sabe nada.

—quizá pueda conseguirte tres verdes —le digo.

—ojalá, perdí a mi socio, él sabía cómo agujerear una caja fuerte, sabía encontrarle el punto débil y aplicar la presión necesaria hasta que la plancha saltaba, todo perfecto, sin un ruido, ahora le han cazado, y yo tengo que usar el martillo, sacar la combinación y dinamitar el agujero, muy anticuado y muy ruidoso, pero necesito tres verdes hasta que me salga un asunto.

me cuenta todo esto muy bajo, acercándose, para que nadie oiga, apenas puedo oírle.

—¿cuánto hace que eres policía? —le pregunto.

—te equivocas conmigo, soy estudiante, de la escuela nocturna, estudio trigonometría superior.

—¿y para eso necesitas robar cajas fuertes?

—claro, y cuando acabe yo también tendré cajas fuertes y una casa en Beberly Hills, donde no lleguen los motines.

—mis amigos me dicen que la palabra es Rebelión, no Motín.

—-¿qué clase de amigos tienes?

—de todas clases, y de ninguna, quizá cuando llegues al cálculo superior, entiendas mejor lo que quiero decir, creo que te queda mucho por delante.

—por eso necesito tres verdes.

—un préstamo de tres verdes significa cuatro verdes dentro de treinta y cinco días.

—¿cómo sabes que no voy a largarme?

—nunca lo ha hecho nadie, tú ya me entiendes.

tomamos otras dos cervezas, mientras veíamos el partido.

—¿cuánto hace que eres policía? —volví a preguntarle.

—me gustaría que dejases eso. ¿te importa que te pregunte yo algo?

—bueno —dije.

—te vi por la calle una noche hace unas dos semanas, hacia la una, con la cara llena de sangre, y también la camisa, una camisa blanca, quise ayudarte pero parecías no saber dónde estabas, me asustaste: no te tambaleabas pero era como si anduvieras en sueños, luego vi cómo entrabas en una cabina de teléfonos y más tarde te recogió un taxi.

—bueno —dije.

—¿eras tú?

—supongo.

—¿qué pasó?

—tuve suerte.

—¿qué?

—claro, sólo me tocaron un poco, estamos en la Década Loca de los Asesinos. Kennedy. Oswald. el doctor King. Che G. Lumumba. olvido varios, seguro, tuve suerte, no era lo bastante importante para un asesinato.

—¿y quién te hizo aquello?

—todos.

—¿todos?

—claro.

—¿qué piensas del asunto de King?

—una chorrada, como todos los asesinatos desde Julio César.

—¿crees que los negros tienen razón?

—no creo que yo merezca morir a manos de un negro, pero creo que hay algunos blancos enfermos de fantasías que sí, quiero decir ELLOS quieren morir a manos de un negro, pero creo que una de las cosas mejores de la Revolución Negra es que ellos están INTENTÁNDOLO, la mayoría de nosotros los lindos blanquitos hemos olvidado ya esto, incluido yo. ¿pero qué tiene eso que ver con los tres verdes?

—bueno, a mí me dijeron que tenías contactos y necesito pasta, pero creo que estás un poco loco.

—FBI.

—¿cómo?

—¿eres del FBI?

—¿estás paranoico? —pregunta él.

—por supuesto, ¿qué hombre sano no?

—¡tú estás loco! —parece fastidiado y echa hacia atrás la silla y se va. Teddy, el nuevo propietario, llega con otra cerveza.

—¿quién era? —pregunta.

—un tío que quería liarme.

—¿sí?

—sí. así que le lié yo.

Teddy se alejaba nada impresionado pero así son los de los bares, termino la cerveza, salgo y bajo hasta el bar mejicano grande de la baranda de bronce, querían matarme allí dentro, yo era mal actor estando borracho, era agradable ser blanco y estar loco y ser tan desenvuelto, ella se acerca, la camarera, recuerdo la cara, la banda empieza «Vuelven los días felices», quieren engañarme, esto activa la navaja automática.

—necesito recuperar mis llaves.

ella busca en el delantal (le sienta bien ese delantal; a las mujeres siempre les sientan bien los delantales; algún día joderé a una que no tenga más que el delantal, quiero decir encima de ELLA) y coloca las llaves sobre la barra, allí estaban: las llaves del coche, las del apartamento, las llaves para llegar al interior de mi cráneo.

—anoche dijiste que volvías.

miro alrededor, hay por allí, por la barra, dos o tres, groguis. revolotean las moscas sobre sus cabezas, sin carteras, el asunto olía a droga en la bebida, en fin, ellos se lo merecen, yo no. pero los mejicanos eran fríos: nosotros les robamos su tierra pero ellos siguieron tocando sus trompetas, y yo digo:

—se me olvidó volver.

—la consumición es por mi cuenta.

—oye, ¿crees que soy Bob Hope contando chistes navideños a los soldados? un whisky con droga, fuerte.

se echa a reír y va a mezclar el veneno, vuelvo la cabeza para facilitarle las cosas, se sienta frente a mí.

—me gusta —dice—. quiero que jodamos otra vez. haces buenos trucos para ser un viejo.

—gracias, es por esa peluca blanca que llevas, soy un chiflado: me gustan las jóvenes que se fingen viejas, y las viejas que se fingen jóvenes, me gustan los ligueros, los tacones altos, las braguitas rosa, todo ese rollo picante.

—hago una escena en que me tiño el coño de blanco.

—perfecto.

—bebe tu veneno.

—oh sí, gracias.

—no hay de qué.

bebí el whisky con droga, pero les engañé, salí inmediatamente y tuve la suerte de ver un taxi allí mismo en Sunset, al sol, entré y cuando llegué a casa apenas pude pagar, abrir la puerta y cerrarla, luego quedé paralizado, un coño blanco, sí, ella no quería joder conmigo, quería joderme. conseguí llegar al sofá y quedar paralizado allí, salvo en el pensamiento, oh sí, tres verdes, ¿quién no lo aceptaría? al diablo el interés y la cláusula de penalización final, treinta y. cinco días, ¿cuántos hombres han tenido treinta y cinco días libres en sus vidas? y luego, se puso oscuro, así que no pude contestarme mi propia pregunta.

ujjujj.

Charles Bukowski: La barba blanca. Cuento

800x533-Faye-Dunaway-Charles-Bukowski-Mickey-Rourke-barfly507Y Herb hacía un agujero en una sandía y se jodía la sandía y luego obligaba a Talbot, al pequeño Talbot, a comérsela. Nos levantábamos a las seis y media de la mañana a recoger las manzanas y las peras y estábamos casi en la frontera y los bombardeos estremecían la tierra mientras tú arrancabas manzanas y peras, procurando ser buen chico, procurando recoger sólo las maduras, y luego bajabas a mear (hacía frío por las mañana) y a fumar un poco de hash en el water. No había quién entendiera todo aquello. Estábamos cansados y nos daba igual. Estábamos a miles de kilómetros de casa en un país extranjero y todo nos daba igual. Era como si hubiesen excavado un espantoso agujero en la tierra y nos hubiesen tirado por él. Trabajábamos sólo por el alojamiento y la comida y un pequeñísimo salario y lo que podíamos robar. Ni siquiera el sol se portaba bien; estaba cubierto de aquella especie de sutil celofán rojo que los rayos no podían atravesar, así que siempre andábamos enfermos, siempre en la enfermería, donde lo único que hacían era alimentarte con aquellos inmensos pollos fríos. Aquellos pollos sabían a goma y te sentabas en la cama y comías aquellos pollos de goma, uno detrás de otro, moqueando sin parar, chorreándote los mocos por la nariz, por la cara, y tenías que aguantar los pedos de aquellas enfermeras culigordas. Tan mal estaba uno allí que tenía que sanar y volver en seguida a aquellos estúpidos manzanos y perales.

La mayoría habíamos huido de algo: mujeres, facturas, niños, incapacidad para soportar. Estábamos descansando y cansados, enfermos y cansados, estábamos liquidados.

—No deberías obligarle a comerse esa sandía —dije.

—Venga, cómela —dijo Herb—. ¡Cómela o te juro que te arranco la cabeza de los hombros!

El pequeño Talbot mordía aquella sandía, tragando las pepitas y el semen de Herb, llorando en silencio. A los hombres cuando se aburren, les gusta pensar cosas para no volverse locos. O quizá se vuelvan locos. El pequeño Talbot estuvo enseñando álgebra en un instituto de enseñanza media de los Estados Unidos, pero había tenido algún problema y se había largado a nuestro pozo de mierda, y ahora estaba comiendo semen mezclado con jugo de sandía.

Herb era un tipo grande, con unas manos como palas mecánicas, barba negra como de alambre y tiraba tantos pedos como aquellas enfermeras. Llevaba siempre aquel inmenso cuchillo de caza a la cadera, metido en una vaina de cuero. No lo necesitaba, podía matar a cualquiera sin él.

—Oye Herb —dije—, ¿por qué no sales ahí y terminas de una vez con esta guerra? Ya estoy harto.

—No quiero desequilibrar la balanza —dijo Herb.

Talbot había acabado con la sandía.

—Sí, ¿por qué no echas un vistazo a los calzoncillos, a ver si los tienes cagados? —preguntó a Herb.

—Una palabra más —contestó Herb— y tendrás que llevar el culo en una mochila.

Salimos a la calle y allí estaba toda aquella gente culiflaca en pantalones cortos, armados y con barba de días. Hasta algunas de las mujeres parecían necesitar un afeitado. Había por todas partes un vago olor a mierda, y de cuando en cuando ¡BURUMB… BURUMB!, oías el bombardeo. Menudo «alto el fuego»…

Entramos en un sitio, cogimos una mesa y pedimos un poco de vino barato. En el local ardían velas. Había algunos árabes sentados en el suelo, inertes y soñolientos. Uno tenía un cuervo en el hombro y de vez en cuando alzaba la palma de la mano. En la palma había una o dos semillas. El cuervo las cogía y parecía tener dificultades para tragarlas. Vaya mierda de tregua. Vaya mierda de cuervo.

Luego vino y se sentó a nuestra mesa una chica de trece o catorce años. Tenía los ojos de un azul lechoso, si es que puede concebirse un azul lechoso, y la pobrecilla no tenía más que pechos. Era sólo un cuerpo, brazos, cabeza, etc., colgando de aquellos pechos. Unos pechos mayores que el mundo, que aquel mundo que estaba matándonos. Talbot la miraba a los pechos, Herb la miraba a los pechos, yo la miraba a los pechos. Era como si nos hubiese visitado el último milagro, y sabíamos que los milagros habían terminado. Estiré la mano y toqué uno de aquellos pechos. No pude evitarlo. Luego lo apreté. La chica se echó a reír y dijo, en inglés:

—Te ponen caliente, ¿eh?

Me eché a reír. Ella vestía una cosa amarilla transparente. Llevaba bragas y sostén rojos; zapatos de tacón alto verdes y grandes pendientes verdes. Le brillaba la cara como si la hubiesen barnizado y tenía la piel entre marrón pálido y amarillo oscuro. En fin, no soy pintor, no sé decirlo exactamente. Tenía pezones. Tenía pechos. Era todo un espectáculo.

El cuervo voló una vez alrededor del local en un falso círculo, aterrizó otra vez en el hombro del árabe. Yo, allí sentado, pensaba en los pechos, y en Herb y en Talbot también. En Herb y en Talbot, en que jamás me habían dicho qué les había llevado allí y en que yo jamás había dicho qué me había llevado allí y en que éramos unos absolutos fracasos, unos imbéciles que nos escondíamos, intentando no pensar ni sentir, pero sin decidirnos todavía a matarnos, vegetando aún por el mundo. Nuestro sitio era aquél. Pertenecíamos a aquello. Luego cayó una bomba en la calle y la vela de nuestra mesa se desprendió de su soporte. Herb la cogió y yo besé a la chica, acariciándole los pechos. Estaba volviéndome loco.

—¿Quieres joder? —preguntó ella.

Me indicó el precio, pero era demasiado alto. Le dije que éramos sólo recolectores de fruta y que cuando aquello acabase tendríamos que ir a trabajar a las minas. Las minas no eran ninguna juerga. La última vez la mina estaba en la montaña. En vez de cavar en el suelo, derribamos la montaña. El filón estaba en la cima y el único medio de extraerlo era desde abajo. Así que excavamos aquellos agujeros hacia arriba formando un círculo, cortamos la dinamita, cortamos las mechas y metimos los cartuchos en aquel círculo de agujeros. Había que unir todas las mechas a una mecha general más larga, encenderla y largarle. Tenías dos minutos y medio para alejarte lo más posible. Luego, después de la explosión, volvías y paleabas toda aquella mierda y luego repetías el proceso. Subías y bajabas corriendo aquella escalerilla como un mono. De vez en cuando, encontraban una mano o un pie, y nada más. Los dos minutos y medio no habían bastado. O una de las mechas estaba mal, y el fuego se había corrido. El fabricante había hecho trampas, pero estaba demasiado lejos para preocuparse. Era como tirarse en paracaídas: si no se abría, no había a quién reclamar en realidad.

Subí con la chica. El cuarto no tenía ventana, y la luz era también de velas. Había un colchón en el suelo. Nos sentamos los dos en él. Ella encendió la pipa de hash y me la pasó. Le di una chupada y se la pasé, contemplando otra vez aquellos pechos. Me parecía casi ridícula, allí colgada de aquellas dos cosas. Era casi un crimen. Ya dije casi. Y, después de todo, hay otras cosas además de los pechos. Las cosas que van con ellos, por ejemplo. En fin, yo no había visto nada parecido en Norteamérica. Pero claro, en Norteamérica, cuando había algo como aquello, los ricos le echaban mano y lo escondían hasta que se estropeaba o cambiaba, y entonces nos dejaban probar a los demás.

Pero yo estaba furioso contra Norteamérica porque me habían echado de allí. Siempre habían intentado matarme, enterrarme. Hubo incluso un poeta conocido mío, Larsen Castile, que escribió un largo poema sobre mí en el que al final encontraban un montículo en la nieve una mañana y paleaban la nieve y allí estaba yo. «Larsen, gilipollas —le dije—, eso es lo que tú quieres.»

En fin, me lancé a los pechos, chupando primero uno, luego el otro, me sentía como un niño. Al menos sentía lo que yo imaginaba que podría sentir un niño. Me daban ganas de llorar de lo bueno que era. Teñía la sensación de poder estar allí chupando aquellos pechos eternamente. A la chica parecía no importarle. ¡De hecho, brotó una lágrima! ¡Era tan delicioso, el que brotara una lágrima! Una lágrima de plácido gozo. Navegando, navegando. Dios, ¡lo que tienen que aprender los hombres! Yo había sido siempre hombre de pierna, mis ojos siempre quedaban atrapados por las piernas: las mujeres que salían de los coches me dejaban siempre absolutamente extasiado. No sabía qué hacer. Ay, cuando salía una mujer de un coche y yo veía aquellas PIERNAS… SUBIENDO. Todo aquel nylon, aquellas trampas, toda aquella mierda… ¡SUBIENDO! ¡Demasiado! ¡No puedo soportarlo! ¡Piedad! ¡Que me capen como a los bueyes!… Sí, era demasiado… Y ahora, me veía chupando pechos. En fin.

Metí las manos bajo aquellos pechos, los alcé. Toneladas de carne. Carne sin boca ni ojos. CARNE CARNE CARNE. Me la metí en la boca y volé al cielo.

Luego me lancé a su boca y empecé a bajarle las bragas rojas. Luego la monté. Pasaban navegando vapores en la oscuridad. Me echaban chorros de supor por la espalda los elefantes. Temblaban en el viento flores azules. Ardía trementina. Eructaba Moisés. Un neumático bajó rodando una verde ladera. Y así terminó todo. No tardé mucho. Bueno… en fin.

Ella sacó una pequeña palangana y me lavó y luego me vestí y bajé la escalera. Herb y Talbot estaban esperándome. La eterna pregunta:

—¿Qué tal?

—Bueno, casi como las demás.

—¿Quieres decir que no se lo hiciste en los pechos?

—Demonios. Yo sólo sé que se lo hice en algún sitio.

Herb subió.

—Voy a matarle —me dijo Talbot—. Le mataré esta noche con su propio cuchillo cuando esté dormido.

—¿Te cansaste de comer sandías?

—Nunca me gustaron las sandías.

—¿No quieres probarla? Quizá lo haga también.

—Los árboles están casi vacíos. Creo que pronto tendremos que irnos a las minas.

—Al menos allí no estará Herb apestando los pozos con sus pedos.

—Ah sí, no me acordaba. Vas a matarle.

—Sí, esta noche, con su propio cuchillo. No me lo estropearás, ¿verdad?

—No es asunto mío. Supongo que me lo dices como un secreto.

—Gracias.

—De nada…

Luego bajó Herb. Las escaleras se estremecían con sus pisadas. Todo el local se estremecía. No podías diferenciar el ruido de las bombas del ruido que hacía Herb. Luego bombardeó él. Pudimos oírlo, FLURRRRPPPP, luego pudimos olerlo, por todas partes se extendió el olor. Un árabe que había estado durmiendo apoyado en la pared, despertó, soltó un taco y salió corriendo a la calle.

—Se la metí entre los pechos —dijo Herb—. Y luego fue como un mar debajo de su barbilla. Cuando se levantó, le colgaba como una barba blanca. Necesitó dos toallas para limpiarse. Después de hacerme a mí, tiraron el molde.

—Después de hacerte a ti se olvidaron de tirar de la cadena —dijo Talbot.

Herb se limitó a sonreír.

—¿No vas a probarla tú, pajarillo? —le dijo.

—No, cambié de idea.

—Miedo, ¿eh? Me lo figuraba.

—No, es que tengo otra cosa en la cabeza.

—Probablemente la polla de alguien.

—Puede que tengas razón. Me has dado una idea.

—No hace falta mucha imaginación. Basta con que te la metas en la boca. En fin, haz lo que quieras.

—No es eso lo que pienso.

—¿Sí? ¿Y qué es lo que piensas? ¿Que te la metan por el culo?

—Ya lo descubrirás.

—Lo descubriré, ¿eh? ¿Qué me importa a mí lo que hagas con la polla de otro?

Luego, Talbot se echó a reír.

—Este pajarillo se ha vuelto loco. Ha comido demasiada sandía.

—Quizá, quizá —dije yo.

Bebimos un par de rondas de vino y nos fuimos. Era nuestro día libre, pero nos habíamos quedado sin dinero. Lo único que podíamos hacer era volver, tumbarnos en los catres y esperar el sueño. Hacía mucho frío allí de noche, y no había calefacción y sólo nos daban dos mantas muy finas. Tenías que echar encima de las mantas toda la ropa: chaquetas, camisas, calzoncillos, toallas, todo. Ropa sucia, ropa limpia, todo. Y cuando Herb tiraba un pedo, tenías que taparte la cabeza con todo aquello. Volvimos, pues, y yo me sentía muy triste. Nada podía hacer. A las manzanas les daba igual, a las peras les daba igual. Norteamérica nos había echado o nosotros habíamos escapado. A dos manzanas de distancia cayó una bomba encima de un autobús escolar. Los niños volvían de una excursión. Cuando pasamos había trozos de niños por todas partes. La carretera estaba llena de sangre.

—Pobres niños —dijo Herb—. Nunca les joderán.

Yo pensé que ya lo habían hecho. Seguimos nuestra ruta.

Charles Bukowski: Un compañero de trago. Cuento

600full-charles-bukowskiConocí a Jeff en un almacén de piezas de automóvil de la calle Flower, o quizá de la calle Figueroa, siempre las confundo. En fin, yo estaba de dependiente y Jeff era más o menos el mozo. Tenía que descargar las piezas usadas, barrer el suelo, poner el papel higiénico en los cagaderos, etc. Yo había hecho trabajos parecidos por todo el país, así que nunca los miraba por encima del hombro. Salía precisamente por entonces de un mal paso con una mujer que había estado a punto de acabar conmigo. Quedé sin ganas de mujeres un tiempo y, como sustituto, jugaba a los caballos, me la meneaba y bebía. Yo, francamente, me sentí mucho más feliz haciendo esto, y cada vez que me pasaba una cosa así pensaba, se acabaron las mujeres, para siempre. Por supuesto, siempre aparecía otra. Acababan cazándote, por muy indiferente que fueses. Creo que cuando llegas a hacerte indiferente de veras es cuando más te lo ofrecen, para fastidiarte. Las mujeres son capaces de eso; por muy fuerte que sea un hombre, las mujeres siempre pueden conseguirlo. Pero, de todos modos, yo me encontraba en esa situación de paz y libertad cuando conocí a Jeff (sin mujer) y no había en la relación nada de homosexual. Sólo dos tíos que vivían sin normas, viajaban y les habían abandonado las mujeres. Recuerdo una vez que estaba sentado en La Luz Verde, tomando una cerveza, recuerdo que estaba en una mesa leyendo los resultados de las carreras y que aquel grupo hablaba de algo cuando de pronto alguien dijo, «…y, sí, a Bukowski le ha dejado la pequeña Flo, ¿verdad? ¿No es cierto que te dejó plantado, Bukowski?». Miré. La gente se reía. No sonreí. Sólo alcé mi cerveza:

—Sí —dije, bebí un trago, dejé el vaso.

Cuando volví a mirar, una joven negra se había traído su cerveza.

—Mira, amigo —dijo—, mira amigo…

—Hola —dije yo.

—Mira, amigo, no dejes que esa Flo te hunda, no la dejes que te hunda, amigo. Puedes superarlo.

—Ya sé que puedo superarlo. Aún no me he rendido.

—Bueno. Es que pareces triste, sabes. Pareces tan triste.

—Claro, lo estoy. La tenía muy dentro. Pero pasará. ¿Cerveza?

—Sí. Y pago yo.

Dormimos esa noche en mi casa, pero fue mi despedida de las mujeres… por catorce o dieciocho meses. Si no andas a la caza, puedes conseguir esos períodos de descanso.

Así que después del trabajo, me dedicaba a beber solo todas las noches, en mi casa, y me quedaba lo suficiente para ir a las carreras el sábado y la vida era simple y no demasiado dolorosa. Quizá sin demasiada razón, pero apartarse del dolor era bastante razonable. Conocí muy pronto a Jeff. Aunque era más joven que yo, reconocí en él un modelo más joven de mí mismo.

—Tienes una resaca infernal, muchacho —le dije una mañana.

—Qué le vamos a hacer —dijo él—. Hay que olvidar.

—Quizá tengas razón —dije—. Es mejor la resaca que el manicomio.

Aquella noche fuimos a un bar cercano después del trabajo. El era como yo, no le preocupaba la comida, un hombre nunca pensaba en la comida. Y, en realidad, éramos dos de los hombres más fuertes del almacén, aunque nunca se llegara a hacer comprobaciones. La comida era simplemente algo aburrido. Yo ya estaba harto de los bares por entonces: todos aquellos imbéciles chiflados esperando a que entrara una mujer y les llevara al país de las maravillas. Los dos grupos más detestables eran los que iban a las carreras de caballos y los de los bares, y me refiero básicamente a los varones de ambos grupos. Los perdedores que seguían perdiendo y no eran capaces de plantarse y afrontar el asunto. Y allí estaba yo, en el medio mismo de ellos. Jeff me hacía más fáciles las cosas. Quiero decir con esto que el rollo era más nuevo para él y él animaba la fiesta, conseguía casi hacerla realista, como si estuviésemos haciendo algo significativo en vez de derrochar nuestros míseros salarios bebiendo o jugando, viviendo en habitaciones miserables, perdiendo empleos, encontrándolos, rechazados por las mujeres, siempre en el infierno e ignorándolo. Todo ese rollo.

—Quiero que conozcas a mi amigo Gramercy Edwards —dijo. —¿Gramercy Edwards? —Sí, Gram ha estado más dentro que fuera.

—¿Cárcel?

—Cárcel y manicomio.

—No está mal. Dile que baje.

—Voy a llamarle por teléfono. Vendrá, si no está demasiado borracho…

Gramercy Edwards vino como una hora después. Para entonces, yo ya me sentía más capaz de manejar las cosas, y esto fue bueno, pues allí llegaba Gramercy, cruzando la puerta: una auténtica víctima de reformatorios y cárceles. Parecía hacer rodar constantemente los ojos hacia atrás, hacia el interior de la cabeza, como si intentase mirar al interior de su cerebro para ver qué error había. Vestía con andrajos y de un bolsillo rasgado de sus pantalones salía una gran botella de vino. Apestaba y llevaba en los labios un cigarrillo liado. Jeff nos presentó. Gram sacó del bolsillo la botella de vino y me ofreció un trago. Bebí. Y allí estuvimos bebiendo hasta la hora de cerrar. Luego, bajamos por la calle hasta el hotel de Gramercy. En aquellos tiempos, antes de que se instalara la industria en la zona, había casas viejas que alquilaban habitaciones a los pobres, y en una de aquellas casas la propietaria tenía un bulldog al que dejaba suelto por la noche para que guardase su preciosa propiedad. Era un perro de lo más cabrón e hijoputa. Me había asustado más de una noche de borrachera hasta que aprendí qué lado de la calle era el suyo y qué lado el mío. Y elegí el lado que él no quería.

—Vale —dijo Jeff—. Vamos a agarrar a ese cabrón esta noche. Bueno, Gram, yo me encargo de agarrarle. Pero cuando lo tenga agarrado, tendrás que rajarlo tú.

—Tú agárralo —dijo Gramercy—. Traje el corte. Está recién afilado.

Y hacia allá fuimos. Pronto oímos gruñidos y vimos acercarse a saltos al bulldog. Era muy hábil mordiendo pantorrillas. Un perro guardián magnífico. Venía saltando con mucho aplomo. Jeff esperó a que estuviese casi encima de nosotros y entonces se puso de lado y saltó por encima de él. El bulldog patinó, se movió rápidamente y Jeff le agarró cuando le pasaba por debajo. Le metió los brazos debajo de las patas delanteras y tiró hacia arriba. El bulldog pataleaba y lanzaba mordiscos desesperado, con la barriga al descubierto.

—Jejejejeje —decía Gramercy—. ¡Jejejeje!

Y metió el cuchillo y cortó un rectángulo. Luego lo dividió en cuatro partes.

—Jesús —dijo Jeff.

Había sangre por todas partes. Jeff dejó al perro. El perro no se movía.

—Jejejeje —-siguió Gramercy—. Ese hijoputa no volverá a molestar a nadie.

—Me dais asco —dije yo. Subí a mi habitación pensando en aquel pobre bulldog. Estuve enfadado con Jeff dos o tres días. Luego lo olvidé…

Nunca volví a ver a Gramercy, pero seguí emborrachándome con Jeff. Qué otra cosa podíamos hacer.

Todas las mañanas, en el trabajo, nos sentíamos enfermos… Era nuestro chiste particular. Y todas las noches volvíamos a emborracharnos. ¿Qué va a hacer un pobre? Las chicas no buscan a los vulgares trabajadores. Las chicas buscan médicos, científicos, abogados, negociantes, etc. Nosotros las conseguimos cuando ya les repugnan a ellos, cuando ya no son chicas… nos toca el material usado, deformado, nos tocan las enfermas, las locas. Cuando llevas un tiempo aguantando esto, en vez de conformarte con segundos o terceros o cuartos platos, renuncias. O intentas renunciar. El trago ayuda. Y a Jeff le gustaban los bares, así que yo le acompañaba. El problema de Jeff era que cuando se emborrachaba le gustaba la bronca. Por suerte, no se peleaba conmigo. Era muy bueno en eso, era un buen luchador, sabía esquivar y tenía fuerza, quizá sea el hombre más fuerte que haya conocido. No era fanfarrón, pero después de beber un rato, sencillamente parecía volverse loco. Le vi en una ocasión arrear a tres tipos. Era de noche y les miró tirados en la calleja, metió las manos en los bolsillos, luego me miró:

—Venga, vamos a echar otro trago.

Nunca presumía de ello.

Por supuesto, las noches de los sábados eran las mejores. Teníamos el domingo para superar la resaca. Casi siempre nos preparábamos otra para el día siguiente, pero por lo menos la mañana del domingo no tenías que estar en aquel almacén por un salario de esclavos en un trabajo que acabarías dejando o del que te echarían.

Aquella noche de sábado estábamos sentados en La Luz Verde y al final se nos despertó el hambre. Nos acercamos al Chino, que era un sitio bastante limpio y con cierta clase. Subimos por la escalera a la segunda planta y cogimos una mesa al fondo. Jeff estaba borracho y tiró una lámpara de mesa. Se rompió con mucho estrépito. Todo el mundo miraba. El camarero chino que estaba en otra mesa nos dirigió una mirada particularmente hostil.

—Tómeselo con calma —dijo Jeff—. Puede incluirlo en la cuenta. Lo pagaré.

Una mujer embarazada miraba fijamente a Jeff. Parecía muy contrariada por lo que Jeff había hecho. Yo no era capaz de entenderlo. No podía ver que fuese tan grave. El camarero no quería servirnos, o quería hacernos esperar, y aquella mujer embarazada seguía mirando. Era como si Jeff hubiese cometido el más odioso de los crímenes.

—¿Qué pasa, nena? ¿Necesitas un poquito de amor? Si quieres puedo entrar por la puerta trasera. ¿Te encuentras sola. cariño?

—Llamaré ahora mismo a mi marido. Está abajo, ha ido al servicio. Voy a llamarle. Ahora mismo, le llamaré. ¡El le enseñará!

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Jeff—. ¿Una colección de sellos? ¿O mariposas debajo de un cristal?

—¡Voy a decírselo! ¡Ahora mismo! —dijo ella.

—No lo haga, señora, por favor —dije yo—. Necesita usted a su marido. No lo haga, señora, por favor.

—Claro que lo haré —dijo ella—. ¡Ahora mismo!

Se levantó y corrió hacia la escalera. Jeff corrió detrás de ella, la agarró, le dio la vuelta y dijo:

—¡Toma, te ayudaré a bajar!

Y le pegó un puñetazo en la barbilla y allá la mandó saltando y rodando escaleras abajo. Aquello me puso enfermo. Era tan terrible como lo del perro.

—¡Dios del cielo, Jeff! Has tirado por la escalera de un puñetazo a una mujer embarazada. Eso es cobarde y estúpido. Puedes haber matado a dos personas. Eres un mal bicho, ¿qué diablos quieres demostrar?

—¡Calla o te arreo a ti también! —dijo Jeff.

Jeff estaba bestialmente borracho, allí plantado de pie en lo alto de la escalera, tambaleándose. Abajo se había reunido mucha gente alrededor de la mujer. Aún parecía viva y no parecía tener nada roto, pero yo no sabía del niño. Deseé que el niño estuviese perfectamente. Luego salió el marido del water y vio a su mujer. Le explicaron lo que había pasado y luego le señalaron a Jeff. Jeff se volvió y se dispuso a regresar a la mesa. El marido subió las escaleras como un tiro. Era alto, tan alto como Jeff e igual de joven. Yo no me sentía nada a gusto con Jeff, así que no le avisé. El marido le saltó a la espalda y le sujetó en una llave de estrangulamiento. Jeff se ahogaba y se le puso toda la cara roja, pero por debajo sonreía. Le encantaban las peleas. Consiguió poner una mano en la cabeza del tipo y luego maniobró con la otra y logró alzar el cuerpo del tipo y colocarlo paralelo al suelo. El marido aún le tenía cogido por el cuello cuando Jeff se aproximó a la boca de la escalera. Se plantó allí y luego simplemente se apartó al tipo del cuello, lo alzó en el aire y lo lanzó al espacio. El marido, cuando dejó de rodar, se quedó muy quieto. Yo empecé a pensar en la forma de salir de allí. Abajo había varios chinos dando vueltas. Cocineros, camareros, propietarios. Parecían comunicarse entre sí. Empezaron a subir por la escalera. Yo tenía media botella en el abrigo y me senté en la mesa a contemplar el espectáculo. Jeff se plantó al final de la escalera y fue echándoles abajo a puñetazos. Pero venían más y más. No sé de dónde saldrían todos aquellos chinos. La simple presión del número fue haciendo retroceder a Jeff de la escalera y, por último, se vio en el centro de la estancia derribándolos a puñetazos. En otra ocasión, yo habría ayudado a Jeff, pero entonces no podía dejar de pensar en aquel pobre perro y aquella pobre mujer embarazada y seguí allí sentado bebiendo de la botella y observando.

Por fin un par de ellos agarraron a Jeff por detrás, uno le agarró un brazo, otros dos el otro brazo, otro una pierna, el otro por el cuello. Era como una araña arrastrada por una masa de hormigas. Luego cayó al suelo y todos intentaban inmovilizarle. Como dije, era el hombre más fuerte que he visto en mi vida. Le tenían allí sujeto, pero no conseguían inmovilizarle del todo. De vez en cuando, salía volando un chino del montón, como lanzado por una fuerza invisible. Luego volvía a saltar encima. Jeff simplemente no se rendía. Y aunque le tenían allí sujeto, no podían hacer nada con él. Seguía luchando y los chinos parecían muy desconcertados y muy preocupados al ver que no se rendía.

Bebí otro trago, metí la botella en el abrigo, me levanté. Me acerqué allí.

—Si vosotros le sujetáis —dije— yo lo dejaré listo. Me matará por esto, pero no hay otra salida.

Me agaché y me senté en su pecho.

—¡Sujetadle! ¡Ahora sujetadle la cabeza! ¡No puedo atizarle si sigue moviéndose así! ¡Agarradle bien, coño! ¡Maldita sea, sois una docena! ¿Es que no vais a ser capaces de sujetar a un hombre? ¡Vamos, vamos, agarradle bien!

No eran capaces de inmovilizarle. Jeff seguía dando vueltas y debatiéndose. Parecía tener una fuerza inagotable. Renuncié, me senté otra vez en la mesa, eché otro trago. Debieron pasar otros cinco minutos.

Luego, de pronto, Jeff se quedó muy quieto. Dejó de moverse. Los chinos le observaban sin dejar de sujetarle. Empecé a oír un llanto. ¡Jeff estaba llorando! Tenía la cara cubierta de lágrimas. Toda la cara le brillaba como un lago. Luego gritó, muy quejumbrosamente, una palabra…

—¡MADRE!

Fue entonces cuando oí la sirena. Me levanté, pasé ante ellos y bajé la escalera. Cuando iba a la mitad, me crucé con la policía.

—¡Está allá arriba, agentes! ¡Deprisa!

Salí lentamente por la puerta principal. Luego, en la primera calleja, empecé a correr. Salí a la otra calle y cuando lo hacía pude oír las ambulancias que se acercaban. Me metí en mi habitación, cerré todas las cortinas y apagué la luz. Terminé la botella en la cama.

Jeff no fue a trabajar el lunes. Jeff no fue a trabajar el martes. Ni el miércoles. En fin, no volví a verle. No indagué en las cárceles. Poco después, me echaron por absentismo y me mudé a la zona oeste de la ciudad, donde encontré trabajo como mozo de almacén en Sears Roebuck. Los mozos de almacén de Sears Roebuck nunca tenían resaca y eran muy dóciles, y bastante flacuchos. Nada parecía alterarlos. Yo comía solo y hablaba muy poco con el resto.

No creo que Jeff fuese un ser humano excelente. Cometió muchos errores, errores brutales, pero había sido interesante, bastante interesante. Supongo que ahora está cumpliendo condena o que le ha matado alguien. Nunca encontraré otro compañero de trago como él. Todo el mundo está dormido y es sensato y correcto. Se necesita, de vez en cuando, un verdadero hijo de puta como él. Pero como dice la canción: «¿Dónde se han ido todos?».

Charles Bukowski: El asesinato de Ramón Vásquez. Cuento

600full-charles-bukowski (3)Este relato es ficción, y el acontecimiento o semiacontecimiento de la vida real que pueda reflejar no ha influido en el autor a favor o en contra de ninguna de las personas implicadas o no implicadas. En otras palabras, se dejaron correr libres pensamiento, imaginación y capacidad creadora, y eso significa invención, que creo motivada y causada por el hecho de vivir un año menos de medio siglo entre la especie humana… Y no se ciñó la historia a ningún caso concreto, o casos, o noticias de periódico, y no se escribió para perjudicar, sacar consecuencias o hacer injusticia a ninguno de mis semejantes que se haya visto en circunstancias similares a las que se verán en la historia que sigue.

Sonó el timbre de la puerta. Dos hermanos, Lincoln, 23, y Andrew, 17.

El mismo salió a abrir.

Allí estaba, Ramón Vasquez, el viejo astro del cine mudo y principios del sonoro. Andaba ya por los sesenta. Pero aún tenía el mismo aire delicado. En los viejos tiempos, en la pantalla y fuera de ella, llevaba el pelo empastado en brillantina y peinado recto hacia atrás. Y con la nariz larga y fina y el fino bigote y la forma que tenía de mirar intensamente a las mujeres a los ojos, en fin, era demasiado. Le habían llamado «El Gran Amante». Las mujeres se desmayaban cuando le veían en la pantalla. Pero en realidad Ramón Vasquez era homosexual. Ahora tenía el pelo majestuosamente blanco y el bigote un poco más ancho.

Era una cruda noche californiana y la casa de Ramón estaba en una zona aislada de colinas. Los muchachos vestían pantalones del ejército y camisetas blancas. Los dos eran del tipo musculoso, con caras bastante agradables, agradables y tímidas.

Lincoln fue quien habló.

—Hemos leído sobre usted, señor Vasquez. Siento molestarle, pero estamos interesadísimos por los ídolos de Hollywood. Nos enteramos dónde vivía y pasábamos por aquí y no pudimos evitar llamar al timbre.

—Debe hacer bastante frío ahí fuera, muchachos.

—Sí, sí que lo hace.

—¿Por qué no entráis un momento?

—No queremos molestarle, no queremos interrumpirle para nada.

—No hay problema. Entrad. Estoy solo.

Los chicos entraron. Se quedaron de pie en el centro de la habitación, mirando, embarazados y confusos.

—¡Sentaos, por favor! —dijo Ramón.

Indicó un sofá. Los chicos se acercaron a él, se sentaron, torpemente. Había un pequeño fuego en la chimenea.

—Os traeré algo para que entréis en calor. Un momento.

Ramón volvió con una botella de buen vino francés, la abrió. Se fue otra vez, luego volvió con tres vasos. Sirvió tres tragos.

—Bebed un poco. Es muy bueno.

Lincoln vació el suyo con bastante rapidez. Andrew, que lo vio, hizo lo mismo. Ramón volvió a llenar los vasos.

—¿Sois hermanos?

—Sí.

—Me lo imaginé.

—Yo me lamo Lincoln. El es mi hermano menor, se llama Andrew.

—Vaya, vaya. Andrew tiene un rostro fascinante, muy delicado. Un rostro caviloso. Con un pequeño toque cruel también. Quizá sea el grado de crueldad justo. Mmmmm. Podría entrar en el cine. Aún tengo cierta influencia, sabéis.

—¿Y mi cara, señor Vasquez? —preguntó Lincoln.

—No es tan delicada y es más cruel. Tan cruel como para tener casi una belleza animal; eso y con tu… cuerpo. Perdona, pero tienes una constitución… como un mono al que le hubiesen afeitado el pelo… pero me gustas mucho… Irradias… algo.

—Quizá sea hambre —dijo Andrew, hablando por primera vez—. Acabamos de llegar a la ciudad. Venimos en coche de Kansas. Tuvimos varios pinchazos. Luego se nos jodió un pistón. Se nos fue casi todo el dinero entre neumáticos y reparaciones. Lo tenemos ahí fuera, un Plymouth del 56, no nos daban ni diez dólares por él como chatarra.

—¿Tenéis hambre?

—¡Mucha!

—Bueno, esperad, demonios, os traeré algo, os prepararé algo. ¡Mientras tanto, bebed!

Ramón entró en la cocina.

Lincoln cogió la botella y bebió a morro. Mucho rato. Luego se la pasó a Andrew.

—Termínala.

Andrew acababa de terminar la botella cuando volvió Ramón con una bandeja grande: aceitunas, rellenas y con hueso; queso; salami, pastrami, galletas, cebolletas, jamón y huevos rellenos.

—¡Oh, el vino! ¡Lo habéis acabado! ¡Estupendo!

Ramón salió y volvió con dos botellas frías. Las abrió.

Los chicos se lanzaron sobre la comida. No duró mucho. La bandeja quedó limpia.

Luego empezaron con el vino.

—¿Conoció usted a Bogart?

—Bueno, muy poco.

—¿Y a la Garbo?

—Claro, qué tonto eres.

—¿Y a Gable?

—Superficialmente.

—¿Y a Cagney?

—No conocí a Cagney. La mayoría de los que mencionáis son de épocas distintas. A veces creo que algunos de los astros posteriores estaban resentidos conmigo, por el hecho de que hubiese ganado la mayor parte de mi dinero antes de que los impuestos fuesen tan terribles. Pero se olvidan de que en términos de ganancias yo nunca gané su tipo de dinero inflacionario. Que están ahora aprendiendo a proteger con el asesoramiento de especialistas fiscales que les enseñan las artimañas… Reinvertir y todo eso. De todos modos, en fiestas y demás, esto provoca sentimientos contradictorios. Creen que soy rico; yo creo que los ricos son ellos. Todos nos preocupamos demasiado del dinero y de la fama y el poder. A mí sólo me queda lo suficiente para vivir con holgura lo que me queda de vida.

—Hemos leído cosas sobre usted, Ramón —dijo Lincoln—. Un periodista, no, dos periodistas, dicen que usted siempre tiene en casa escondidos cinco de los grandes en efectivo. Una especie de reserva. Y que desconfía usted de los bancos y del sistema bancario.

—No sé de dónde habéis sacado eso. No es cierto.

—De SCREEN —dijo Lincoln—, el número de septiembre de 1968. THE HOLLYWOOD STAR, YOUNG AND OLD, número de enero de 1969. Tenemos la revista ahí fuera en el coche.

—Es falso. El único dinero que tengo en casa es el que llevo en la cartera. Aquí la tengo. Veinte o treinta dólares.

—A ver.

—¿Por qué no?

Ramón sacó la cartera. Había un billete de veinte y tres de dólar.

Lincoln agarró la cartera.

—¡Eso me lo quedo!

—¿Qué te pasa, Lincoln? Si quieres el dinero cógelo, pero devuélveme la cartera. Llevo ahí mis cosas… el permiso de conducir, son cosas que necesito.

—¡Vete a la mierda!

—¿Qué?

—¡Que te vayas a la mierda, he dicho!

—Óyeme, tendré que pediros que salgáis de esta casa. ¡Os estáis comportando muy groseramente!

—¿Hay más vino?

—¡Sí, sí, hay más vino! Podéis cogerlo todo, hay diez o doce botellas de los mejores vinos franceses. ¡Cogedlas y marchaos, por favor! ¡Os lo suplico!

—¿Estás preocupado por los cinco billetes?

—Te aseguro que no tengo cinco mil dólares escondidos. ¡Te digo con toda sinceridad que no los tengo!

—¡Chupapollas mentiroso!

—¿Por qué tienes que ser tan grosero?

—¡Chupapollas! ¡CHUPAPOLLAS!

—Os ofrezco mi hospitalidad, soy amable con vosotros y vosotros correspondéis así.

—¿Lo dices por esa mierda de comida que nos diste? ¿Llamas comida a eso?

—¿Qué tenía de malo?

—¡Era comida de maricas!

—¡No comprendo!

—Aceitunas, huevitos rellenos… ¡Los hombres no comen esa mierda!

—Vosotros lo comisteis.

—¿Intentas tomarme el pelo, CHUPAPOLLAS?

Lincoln se levantó del sofá, se acercó a Ramón que seguía sentado en su silla, le abofeteó, fuerte, a mano abierta. Tres veces. Lincoln tenía unas manos muy grandes.

Ramón bajó la cabeza y empezó a llorar.

—Lo siento. Yo intenté hacerlo lo mejor posible.

Lincoln miró a su hermano.

—¿Le ves? ¡Jodido marica! ¡LLORANDO COMO UN NIÑO! ¡AMIGO, VOY A HACERLE LLORAR! ¡VOY A HACERLE LLORAR DE VERAS SI NO SUELTA ESOS 5 MIL!

Lincoln cogió una botella de vino y bebió a morro un buen trago.

—Bebe —le dijo a Andrew—. Tenemos que trabajar. Andrew bebió de su botella, también bastante. Luego, mientras Ramón lloraba, los dos se sentaron bebiendo vino y mirándose y pensando.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó Lincoln a su hermano.

—¿Qué?

—¡Voy a hacer que me la chupe!

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Sólo por reírnos, por eso!

Lincoln bebió otro trago. Luego se acercó a Ramón. Le agarró por la barbilla y le alzó la cabeza.

—Eh, mamón…

—¿Qué? ¡Oh, por favor, DEJADME, POR FAVOR!

—¡Vas a chupármela, CHUPAPOLLAS!

—¡Oh no, por favor!

—¡Sabemos que eres marica! ¡Venga, mamón!

—¡NO! ¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR!

Lincoln abrió la bragueta.

—ABRE LA BOCA.

—¡Oh, no, por favor!

Esta vez Lincoln pegó con el puño cerrado.

—Te amo, Ramón: ¡chupa!

Ramón abrió la boca. Lincoln le puso la punta de la polla en los labios.

—¡Si me muerdes, cabrón, TE MATO!

Ramón, llorando, empezó a chupar.

Lincoln le dio un revés en la frente.

—¡Un poco de ACCIÓN! ¡Dale un poco de vida al asunto!

Ramón chupó con más fuerza. Movió la lengua. Luego Lincoln, cuando vio que iba a correrse, agarró a Ramón por la nuca y apretó, sujetándole bien. Ramón mascullaba, ahogándose. Lincoln se la dejó dentro hasta terminar.

—¡Vamos! ¡Ahora chúpasela a mi hermano!

—Oye Linc, prefiero que no lo haga.

—¿Tienes miedo?

—No, no es eso.

—¿No te atreves?

—No, no…

—Echa otro trago.

Andrew bebió. Caviló un rato.

—Bueno, puede chupármela.

—¡OBLÍGALE A HACERLO!

Andrew se levantó, abrió la bragueta.

—Prepárate a chupar, mamón.

Ramón seguía sentado allí, quieto, llorando.

—Levántale la cabeza. Si en realidad le gusta.

Andrew le alzó la cabeza a Ramón.

—No quiero pegarte, viejo, separa los labios. Acabaré en seguida.

Ramón abrió la boca.

—Ves —dijo Lincoln—, vés cómo lo hace. Si no hay ningún problema.

Ramón movía la cabeza, usó la lengua, Andrew se corrió.

Ramón lo escupió en la alfombra.

—Pedazo de cabrón —dijo Lincoln—. ¡Tenías que tragarlo!

Y se acercó y abofeteó a Ramón, que había dejado de llorar y parecía en una especie de trance.

Los hermanos volvieron a sentarse, terminaron las botellas de vino. Encontraron más en la cocina. Las trajeron, las descorcharon, bebieron otro poco.

Ramón Vasquez, parecía ya la figura de cera de una estrella muerta del museo de Hollywood.

—Vamos a hacernos con esos cinco billetes y luego nos largamos —dijo Lincoln.

—El dijo que no los tenía aquí —dijo Andrew.

—Los maricas son mentirosos natos. Yo se los sacaré. Tú quédate aquí sentado disfrutando del vino. Ya me encargaré yo de este mierda.

Lincoln cogió a Ramón, se lo echó al hombro y lo llevó al dormitorio.

Andrew siguió allí sentado bebiendo vino. Oía voces y gritos en el dormitorio. Luego vio el teléfono. Marcó un número de la ciudad de Nueva York, y cargó la llamada al teléfono de Ramón. Allí era donde estaba su chica. Se había ido de Kansas City para actuar en el musical. Pero aún le escribía cartas. Largas. Aún no había empezado a triunfar.

—¿Quién?

—Andrew.

—Oh, Andrew, ¿pasa algo?

—¿Estabas dormida?

—Acababa de acostarme.

—¿Sola?

—Claro.

—Bueno, no pasa nada. Este tío va a meterme en lo de las películas. Dice que tengo una cara muy fina.

—¡Qué maravilla, Andrew! Tienes una cara bellísima, y te quiero, ya lo sabes.

—Lo sé. ¿Y tú qué tal, gatita?

—No tan bien, Andrew. Nueva York es una ciudad fría. Todos intentan meterte la mano en las bragas. Es lo único que quieren. Estoy trabajando de camarera, es una mierda. Pero creo que conseguiré un papel en una obra de Broadway.

—¿Qué tipo de obra?

—Oh, no sé. Parece un poco verde. Una cosa que escribió un negro.

—No te fíes de los negros, nena.

—No me fío. Es sólo por la experiencia. Han conseguido la colaboración de una actriz muy famosa.

—Bueno, eso está bien. ¡Pero no te fíes de los negros!

—No me fío, Andrew, demonios. No me fío de nadie. Es sólo por la experiencia.

—¿Quién es el negro?

-—No sé. Un escritor. Sólo está por allí sentado, fumando yerba y hablando de la revolución. Es el rollo de ahora. Hay que seguirlo mientras dure.

—¿No estarás jodiendo con ese escritor?

—No seas imbécil, Andrew. Me trata muy bien, pero es sólo un pagano, un animal… Si vieras qué harta estoy de ser camarera. Todos esos aprovechados pellizcándote el culo porque dejan unos centavos de propina. Es una mierda.

—Pienso en ti constantemente, nena.

—Yo pienso en ti, cara linda, Andy pijo grande. Y te amo.

—A veces dices cosas divertidas, divertidas y reales, por eso te amo, nena.

—¡Eh! ¡Qué gritos son esos que oigo!

—Es una broma, nena. Estoy en una fiesta aquí en Beverly Hills. Ya sabes cómo son los actores.

—Pues parece que estuvieran matando a alguien.

—No te preocupes, nena. Interpretan. Están todos borrachos. Y ensayan sus papeles. Te amo. Te telefonearé otra vez o te escribiré pronto.

—Hazlo, por favor, Andrew. Te amo.

—Buenas noches, querida.

—Buenas noches, Andrew.

—Andrew colgó y se acercó al dormitorio. Entró. Allí estaba Ramón en la cama de matrimonio. Ramón estaba lleno de sangre. Las sábanas estaban llenas de sangre. Lincoln tenía el bastón en la mano. Era el famoso bastón que utilizaba en la película El Gran Amante. Estaba todo ensangrentado.

—Este hijo de puta no suelta prenda —dijo Lincoln—. Tráeme otra botella de vino.

Andrew volvió con el vino, lo descorchó, Lincoln bebió un buen trago.

—Quizá no estén aquí los cinco mil —dijo Andrew.

—Están. Y los necesitamos. Los maricas son peor que los judíos. Tengo entendido que los judíos prefieren morir a dar un centavo. ¡Y los maricas MIENTEN! ¿Entiendes?

Lincoln volvió a mirar el cuerpo de la cama.

—¿Dónde escondiste los cinco grandes, Ramón?

—Lo juro… Lo juro… ¡Juro por mi madre que no los tengo, lo juro! ¡Lo juro!

Lincoln cruzó otra vez con el bastón la cara del Gran Amante. Luego otra. Corrió la sangre. Ramón perdió el conocimiento.

—Así no adelantamos nada. ¡Dale una ducha! —dijo Lincoln a su hermano—. Reanímalo. Límpiale la sangre. Empezaremos otra vez. Y ahora… no sólo la cara sino también la polla y los huevos. Hablará. Cualquiera hablaría. Límpiale mientras echo un trago. Lincoln salió. Andrew contempló la masa de rojo ensangrentado, le dio una arcada y vomitó en el suelo. Se sintió mejor después de vomitar. Levantó el cuerpo, lo arrastró hacia el baño. Ramón pareció revivir por un momento.

—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios…

Lo dijo una vez más antes de llegar al baño.

—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios…

Andrew le metió en el baño y le quitó la ropa empapada de sangre, luego le puso en la ducha y comprobó el agua hasta ponerla a la temperatura adecuada. Luego se quitó él mismo los zapatos, calcetines, pantalones, calzoncillos y camiseta, se metió en la ducha con Ramón, le sujetó debajo del chorro de agua. La sangre empezó a desaparecer. Andrew vio cómo el agua aplastaba los cabellos grises sobre el cráneo del que había sido ídolo de la Feminidad. Ramón sólo parecía un viejo triste, hundido en la misericordia de sí mismo. Luego, de pronto, como por un impulso, cerró el agua caliente, dejó sólo la fría.

Apoyó la boca en el oído de Ramón.

—Sólo queremos tus cinco mil, viejo. Nos largaremos. Danos los cinco, luego te dejaremos en paz, ¿entendido?

—Virgen Santa… —decía el viejo.

Andrew le sacó de la ducha. Le llevó al dormitorio, le echó en la cama. Lincoln tenía otra botella de vino. Estaba bebiéndola.

—Bueno —dijo—. ¡Esta vez habla!

—No creo que tenga los cinco mil. Yo no aguantaría una paliza así por cinco mil!

—¡Los tiene! ¡Es un marica de mierda! ¡Esta vez HABLA!

Le pasó la botella a Andrew que se la llevó inmediatamente a la boca. Lincoln cogió el bastón:

—¡Venga! ¡Mamón ¿DONDE ESTÁN LOS CINCO MIL?

El hombre de la cama no contestó. Lincoln dio la vuelta al bastón, es decir, cogió el extremo más delgado, luego con la punta curvada bajó hasta la polla y los huevos de Ramón.

Lo único que Ramón hizo fue lanzar series continuas de gemidos.

Los órganos sexuales de Ramón quedaron casi completamente borrados.

Lincoln se tomó un momento para echar un buen trago de vino y luego agarró el bastón y empezó a atizarle en todas partes: en la cara, en vientre, manos, nariz, cabeza, por todas partes, sin preguntar ya nada sobre los cinco mil. Ramón tenía la boca abierta y la sangre de la nariz rota y de otras partes de la cara se le metió en ella. La tragó y se ahogó en su propia sangre. Luego se quedó muy quieto y el batir del bastón tuvo muy poco efecto ya.

—Lo mataste —dijo Andrew desde la silla, mirando—. Iba a meterme en las películas.

—¡No lo maté yo! —dijo Lincoln—. ¡Lo mataste tú! Yo estaba sentado ahí viendo cómo le matabas con su propio bastón. ¡El bastón que le hizo famoso en sus películas!

—No jodas, anda —dijo Andrew—, hablas como un borracho. Ahora lo principal es salir de aquí. El resto ya lo arreglaremos más tarde. ¡Este tío esta muerto! ¡Vámonos!

—Primero hay que despistarles —dijo Lincoln—. He leído en las revistas de estas cosas. Lo de mojar los dedos en su sangre y escribir cosas en las paredes, todo ese rollo.

—¿Qué?

—Sí. Podemos poner, por ejemplo: «¡CERDOS DE MIERDA! ¡MUERTE A LOS CERDOS!». Luego, escribes un nombre encima, un nombre masculino… Por ejemplo «Louie». ¿Entiendes?

—Entiendo.

Mojaron los dedos en su sangre y escribieron sus letreritos. Luego salieron.

El Plymouth del 56 arrancó. Pusieron rumbo sur con los 23 dólares de Ramón más el vino que le habían robado. Entre Sunset y Western vieron a dos chicas de mini junto a la esquina haciendo auto-stop. Pararon. Cruzaron unas palabras y luego las dos chicas entraron. El coche tenía radio. Era casi todo lo que tenía. La encendieron. Rodaban botellas de caro vino francés por el coche.

—Oye —dijo una de las chicas—, creo que estos tíos tienen muy buen rollo.

—Óyeme tú —dijo Lincoln—, vamos hasta la playa a tumbarnos en la arena y beber este vino y ver salir el sol.

—Vale —dijo la otra chica.

Andrew consiguió descorchar una, era difícil. Tuvo que usar su navaja, que era de hoja fina, habían dejado atrás a Ramón y el magnífico sacacorchos de Ramón… y la navaja no servía tan bien, tenían que beber el vino mezclado con trozos de corcho.

Lincoln iba delante conduciendo, así que sólo podía mirar a la suya. Andrew, en el asiento trasero, ya le había metido a la suya la mano entre las piernas. Le abrió las bragas por un lado. Le costó trabajo, pero por fin consiguió meterle el dedo. De pronto ella se apartó, le dio un empujón y dijo:

—Creo que antes debemos conocernos un poco.

—De acuerdo —dijo Andrew—. Nos faltan aún 20 o 30 minutos para llegar a la arena y hacerlo. Me llamo —dijo Andrew— Harold Anderson.

—Yo me llamo Claire Edwards.

Volvieron a abrazarse.

El Gran Amante estaba muerto. Pero ya habría otros. Y también muchachos medianos. Sobre todo de éstos. Así funcionaban las cosas. O no funcionaban.

Charles Bukowski: Cuantos chochos queramos. Cuento

600full-charles-bukowski (2)Harry y Duke. La botella en medio, un hotel barato del centro de Los Angeles. Noche de sábado en una de las ciudades más crueles del mundo. La cara de Harry era completamente redonda y estúpida con sólo una puntita de nariz saliendo y unos ojos odiosos; en realidad, Harry resultaba odioso en cuanto le mirabas, así que no le mirabas. Duke era un poco más joven, buen oyente, sólo una levísima sonrisa cuando escuchaba. Le gustaba escuchar; la gente era su mayor espectáculo y no había que pagar entrada. Harry estaba parado y Duke era conserje. Los dos habían estado en chirona y volverían otra vez. Lo sabían. Daba igual.

De la botella faltaban dos tercios y había latas de cerveza vacías por el suelo. Liaban cigarrillos con la tranquila calma de los que han vivido vidas duras e imposibles antes de los treinta y cinco y siguen vivos. Sabían que todo era un cubo de mierda, pero se negaban a renunciar.

—Mira —dijo Harry, dando una calada al cigarro—, te escogí, amigo. Sé que puedo confiar en ti. Tú no te asustarás. Creo que tu coche sirve. Iremos a medias.

—Explícame el asunto —dijo Duke.

—No vas a creerlo.

—Explícamelo.

—Mira, hay oro allí, tirado en el suelo. Oro auténtico. Sólo hay que ir y cogerlo. Sé que parece una locura, pero está allí. Yo lo he visto.

—¿Y cuál es el problema?

—Bueno, es un terreno del Ejército, de la artillería. Bombardean todo el día y a veces de noche, ése es el problema. Hacen falta huevos. Pero el oro está allí. Puede que las bombas y los proyectiles lo desenterraran, no sé. Lo que sí sé es que de noche no suelen bombardear.

—Iremos de noche.

—De acuerdo. Y cogeremos el oro y lo sacaremos de allí. Seremos ricos. Tendremos cuantos chochos queramos. Piénsalo… cuantos chochos queramos.

—Parece buena idea.

—Si tiran, nos metemos en el primer agujero de bomba. No van a apuntar allí otra vez. Si dan en el blanco, se dan por satisfechos; si no, no van a dirigir el tiro siguiente al mismo sitio.

—Sí, claro, natural.

Harry sirvió más whisky.

—Pero hay otra pega.

—¿Sí?

—Allí hay serpientes. Por eso hacen falta dos hombres. Sé que eres bueno con el revólver. Mientras yo recojo el oro, tú te ocupas de las serpientes. Si aparecen, les vuelas la cabeza. Hay serpientes de cascabel. Creo que para esto eres el indicado.

—¿Por qué no? ¡Claro!

Siguieron fumando y bebiendo, sentados allí, pensándose el asunto.

—Tendremos oro —dijo Harry—. Tendremos mujeres.

—Sabes —dijo Duke— quizá los cañonazos desenterrasen un cofre de un tesoro antiguo.

—Sea lo que sea, lo cierto es que ahí hay oro.

Cavilaron un rato más.

—¿Y sí —preguntó Duke— después de recogido el oro disparo contra ti?

—Bueno, tengo que correr ese riesgo.

—¿Te fías de mí?

—Yo no me fío de nadie.

Duke abrió otra cerveza, bebió otro trago.

.—Mierda, ya no tienes por qué ir a trabajar el lunes, ¿verdad?

—Ya no.

—Yo ya me siento rico.

—Yo casi también.

—Todo lo que uno necesita es una oportunidad —dijo Duke—, después te tratan como a un señor.

—Sí.

—¿Y dónde está ese sitio? —preguntó Duke.

—Ya lo sabrás cuando lleguemos.

—¿Vamos a medias?

—A medias.

—¿No tienes miedo que te liquide?

—¿Por qué vuelves con eso, Duke? Podría matarte yo a ti.

—Vaya, no se me ocurrió. ¿Serías capaz de matar a un camarada?

—¿Somos amigos?

—-Bueno, sí, yo diría que sí, Harry.

—Habrá oro y mujeres suficientes para los dos. Seremos ricos toda la vida. Se acabará la mierda de libertad vigilada. Se acabó el lavar platos. Las putas de Beverly Hills andarán detrás de nosotros. No tendremos más preocupaciones.

—¿Crees de veras que podremos sacarlo?

—Claro.

—¿De verdad hay oro allí?

—Hazme caso, te digo que sí.

—De acuerdo.

Bebieron y fumaron un rato más. Sin hablar. Pensaban los dos en el futuro. Era una noche calurosa. Algunos de los inquilinos tenían la puerta abierta. Casi todos tenían su botella de vino. Los hombres estaban sentados en camiseta, cómodos, pensativos, tristes. Algunos tenían incluso mujeres, no precisamente damas, pero sí capaces de aguantarles el vino.

—Será mejor que cojamos otra botella —dijo Duke— antes de que cierren.

—Yo no tengo un céntimo.

—Pago yo.

—Vale.

Se levantaron, salieron a la puerta. Giraron a la derecha al fondo del pasillo, camino de la parte de atrás.

La bodega estaba al fondo de la calleja, a la izquierda. En lo alto de las escaleras posteriores había un tipo andrajoso tumbado a la entrada.

—Vaya, si es mi viejo camarada Franky Cannon. La ha cogido buena esta noche. Lo quitaré de la entrada.

Harry le agarró por los pies y, a rastro, le retiró de allí. Luego se inclinó sobre él.

—¿Crees que ya le habrán registrado?

—No sé -—dijo Duke—. Comprueba.

Duke dio vuelta a todos los bolsillos de Franky. Tanteó la camisa. Le abrió los pantalones, palpó por la cintura. Sólo encontró una caja de cerillas que decía:

 

APRENDA

A DIBUJAR

EN CASA

Miles de trabajos

bien pagados le esperan

—Me parece que alguien pasó antes —dijo Harry.

Bajaron las escaleras posteriores hasta la calleja.

—¿Estás seguro de que hay oro allí? —preguntó Duke.

—¡Oye —dijo Harry—, es que quieres tomarme el pelo! ¿Crees que estoy loco?

—No.

—¡Pues entonces no vuelvas a preguntármelo!

Entraron en la bodega. Duke pidió una botella de whisky y una caja de cerveza de malta. Harry robó una bolsa de frutos secos. Duke pagó lo que había pedido y salieron.

Cuando llegaron a la calleja apareció una mujer joven; bueno, joven para aquel barrio, debía tener unos treinta, buena figura, pero despeinada y farfullante.

—¿Qué lleváis en esa bolsa?

—Tetas de gato —dijo Duke.

Ella se acercó a Duke y se frotó contra la bolsa.

—No quiero beber vino. ¿Tienes whisky ahí?

—Claro, niña, ven.

—Déjame ver la botella.

A Duke le pareció bien. Era esbelta y llevaba el vestido ceñido, muy ceñido, y estaba muy buena. Sacó la botella.

—Vale —dijo ella—, vamos.

Subieron por la calleja, ella en medio. Le daba con la cadera a Harry al andar. Harry la agarró y la besó. Ella le apartó bruscamente.

—¡Déjame, hijoputa! —gritó.

—¡Vas a estropearlo todo, Harry! —dijo Duke—. ¡Si vuelves a hacer eso, te doy una hostia.

—¡Tú qué vas a dar!

—¡Vuelve a hacerlo y vas a ver!

Subieron la calleja y luego la escalera y abrieron la puerta. Ella miró a Franky Cannon que seguía allí tirado, pero no dijo nada. Siguieron hasta la habitación. Ella se sentó, cruzando las piernas. Unas lindas piernas.

—Me llamo Ginny —dijo.

Duke sirvió los tragos.

—Yo Duke. Y él Harry.

Ginny sonrió y cogió su vaso.

—El hijo de puta con el que estaba me tenía desnuda, me encerraba la ropa con llave en el armario. Estuve allí una semana. Esperé a que se durmiera, le quité la llave, cogí este vestido y me largué.

—Está bien el vestido.

—Muy bien.

—Te favorece mucho.

—Gracias. Decidme, chicos, ¿vosotros qué hacéis?

—¿Hacer? —preguntó Duke.

—Sí, quiero decir, ¿cómo os lo montáis?

—Somos buscadores de oro —dijo Harry.

—Venga, no me vengáis con cuentos.

—De verdad —dijo Duke—, somos buscadores de oro.

—Y además ya lo hemos encontrado. En una semana seremos ricos —dijo Harry.

Luego, Harry tuvo que ir a echar una meada. El retrete quedaba al final del pasillo- En cuanto se fue, Ginny dijo:

—Quiero joder primero contigo, chato. El no me gusta gran cosa.

—Vale —dijo Duke.

Sirvió tres tragos más. Cuando Harry volvió, Duke le dijo:

—Joderá primero conmigo.

—¿Quién lo dijo?

—Nosotros —dijo Duke.

—Así es —dijo Ginny.

—Creo que deberíamos incluirla también a ella —dijo Duke.

—Primero vamos a ver cómo jode —dijo Harry.

—Vuelvo locos a los hombres —dijo Ginny—. Los hago aullar. ¡No hay mejor coño en toda California!

—De acuerdo —dijo Duke— ahora lo veremos.

—Primero otro trago —dijo ella, vaciando el vaso.

Duke le sirvió.

—Te advierto que yo también tengo un buen aparato, nena, lo más probable es que te parta en dos.

—Como no le metas los pies —dijo Harry.

Ginny se limitó a sonreír sin dejar de beber. Terminó el vaso.

—Venga —dijo a Duke—. Vamos.

Ginny se acercó a la cama y se quitó el vestido. Tenía bragas azules y un sostén de un rosa desvaído sujeto atrás con un imperdible. Duke tuvo que quitarle el imperdible.

—¿Va a quedarse mirando? —le preguntó.

—Si quiere —dijo Duke—, qué coño importa.

—Bueno —dijo Ginny.

Se metieron los dos en la cama. Hubo unos minutos de calentamiento y maniobraje mientras Harry observaba. La manta estaba en el suelo. Harry sólo podía ver movimiento debajo de una sábana bastante sucia. Luego, Duke la montó, Harry veía el trasero de Duke subir y bajar debajo la sábana.

Luego Duke dijo:

—¡Oh, mierda!

—¿Qué pasa? —preguntó Ginny.

—¡Me salí! ¿No decías que era el mejor coño de California?

—¡Yo la meteré! ¡Ni siquiera me di cuenta de que estabas dentro!

—¡Pues en algún sitio estaba! —dijo Duke.

Luego, el culo de Duke volvió a subir y bajar. Nunca debí contarle a ese hijo de puta lo del oro, pensó Harry. Ahora está por medio esa zorra. Pueden aliarse contra mí. Claro que si él muriera, se quedaba conmigo, seguro.

Entonces Ginny lanzó un gemido y empezó a hablar:

—¡Oh, querido, querido! ¡Oh Dios, querido, oh Dios mío!

Puro cuento, pensó Harry.

Se levantó y se acercó a la ventana de atrás. La parte de atrás del hotel quedaba muy cerca del desvío de Vermont de la autopista de Hollywood. Miró los faros y luces de los coches. Siempre la asombraba el que unos tuvieran tanta prisa por ir en una dirección y otros por ir en otra. Alguien tenía que estar equivocado. O si no, no era todo más que un juego sucio. Entonces oyó la voz de Ginny:

—¡Ay que me corro ya! ¡Ay, Dios mío, que me corro! ¡Ay, Dios mío…!

Cuento, pensó, y luego se volvió para mirarla. Duke estaba trabajando firmemente. Ginny tenía los ojos vidriosos miraba fijamente al techo, tenía la vista clavada en una bombilla sin pantalla que colgaba de él; aquellos ojos vidriosos miraban fijamente por encima de la oreja izquierda de Duke…

Quizá tenga que pegarle un tiro en ese campo de artillería, pensó Harry. Sobre todo, si ella tiene un coño tan prieto. Oro, todo ese oro.

Charles Bukowski: El día que hablamos de James Thurber. Cuento

500fullO estaba de mala suerte, o se me había terminado el talento. Creo que fue Huxley, o uno de sus personajes, quien dijo en Contrapunto: «A los veinticinco años, cualquiera puede ser un genio. A los cincuenta, cuesta bastante trabajo». En fin, yo tenía cuarenta y nueve, que no son cincuenta, faltan unos meses. Mis perspectivas no eran nada alentadoras. Había publicado hacía poco un librito de poemas: El cielo es el mayor de todos los coños, por el que había recibido cien dólares cuatro meses antes, y que había pasado a ser ejemplar de coleccionista, valorado en veinticinco dólares en las listas de los traficantes de libros raros. Ni siquiera tenía un ejemplar de mi propio libro. Me lo había robado un amigo estando yo borracho. ¿Un amigo?

La suerte me era adversa. Me conocían Genet, Henry Miller, Picasso, etc., etc., y ni siquiera podía conseguir trabajo como lavaplatos. Probé en un sitio pero sólo duré una noche con mi botella de vino. Una señora gorda y grande, una de las propietarias, proclamó: «¡Este hombre no sabe lavar platos!». Luego me enseñó que había que poner primero los platos en una parte de la fregadera (donde había una especie de ácido) y luego trasladarlos a la otra parte, donde había agua y jabón. Me despidieron aquella noche. Pero, de todos modos, conseguí liquidar dos botellas de vino y zamparme media pata de cordero que habían dejado justo detrás de mí.

Era, en cierto modo, aterrador terminar siendo un cero a la izquierda, pero lo que más me dolía era que había una hija mía de cinco años en San Francisco, la única persona que quería en el mundo, que tenía necesidad de mí, y de zapatos y vestidos y comida y amor y cartas y juguetes y una visita de vez en cuando.

Me vi obligado a vivir con cierto gran poeta francés que estaba por entonces en Venice, California, y el tipo era ambidextro… quiero decir que se jodía a hombres y a mujeres y le jodían hombres y mujeres. Era agradable y hablaba con gracia y con inteligencia. Tenía además una peluca pequeña que se le escurría siempre, y andaba colocándosela continuamente mientras hablaba contigo. Hablaba siete idiomas, pero si estaba yo, tenía que hablar inglés. Y hablaba todos esos idiomas como si fuesen su lengua materna.

—No té preocupes, Bukowski —me decía sonriendo—. ¡Yo me cuidaré de ti!

Tenía una polla de veinticinco centímetros, sin empalmar, y había aparecido en algunos de los periódicos underground al llegar a Venice, con noticias de él y comentarios sobre sus virtudes como poeta (uno de los comentarios lo había escrito yo), pero algunos de los periódicos underground habían publicado la foto del gran poeta francés… desnudo. Medía más o menos uno cincuenta de altura y tenía pelo por todo el pecho y los brazos. Tenía pelo desde el cuello a las bolas (negro, rizado, apestoso) y allí en medio de la foto aparecía su monstruoso chisme colgando, con la cabeza redonda, grueso: una polla de toro en un muñequito mal hecho.

Frenchy era uno de los grandes poetas del siglo. Lo único que hacía era andar por allí sentado y escribir sus mierdosos poemitas inmortales y tenía dos o tres mecenas que le mandaban dinero. Así cualquiera: polla inmortal, poemas inmortales. Conocía a Corso, a Burroughs, a Ginsberg, la tira. Conocía a todo aquel primer grupo del hotel que vivían juntos, empeñaban juntos, jodían juntos y creaban separadamente. Se había encontrado incluso a Miró y a Hem bajando por la avenida, Miró llevaba los guantes de boxeo de Hem cuando ambos iban hacia el campo de batalla donde esperaba Hemingway para arrearle una paliza a alguien. Por supuesto, se conocían todos y pararon un momento a soltar un poquito de inteligente mierda dialogal.

El inmortal poeta francés había visto a Burroughs arrastrarse por el suelo «borracho perdido» en casa de B.

—Me lo recuerdas, Bukowski. No hay fachada. Bebe hasta que cae, hasta que se le ponen los ojos vidriosos. Y aquella noche se arrastraba por la alfombra demasiado borracho para incorporarse y me miró y me dijo: «¡Me jodieron, me emborracharon! Firmé el contrato. ¡Vendí los derechos cinematográficos de Almuerzo desnudo por quinientos dólares! ¡Mierda, ahora ya es demasiado tarde!».

Por supuesto, Burroughs tuvo suerte: la opción caducó y ganó quinientos dólares. A mí me emborracharon y me sacaron una mierda mía a cincuenta dólares la opción por dos años, y aún me quedan por sudar dieciocho meses. Cazaron a Nelson Algren del mismo modo con El hombre del brazo de oro; millones para ellos y para Algren cáscaras de cacahuetes. Se emborrachó y no leyó la letra pequeña.

También me la jugaron con los derechos cinematográficos de Notas de un viejo asqueroso. Yo estaba borracho y me trajeron aquel chochito de dieciocho años con minifalda hasta las caderas, tacones altos y largas medias: llevaba dos años sin poder llevarme nada a la boca. Comprometí mi vida. Y probablemente podría haber entrado por aquella vagina con un camión de cuatro ejes. En realidad, no pude comprobarlo siquiera.

Así estaba yo, pues, absolutamente liquidado, sin suerte ni talento, incapaz de conseguir un trabajo ni de repartidor de periódicos, portero, lavaplatos, y el poeta francés inmortal siempre tenía algún asunto en su casa, jovencitos y jovencitas llamando siempre a su puerta. ¡Y un apartamento tan limpio! Parecía que nadie hubiese cagado nunca en aquel water. Los mosaicos brillaban blancos y pulidos, y había aquellas alfombritas gordas y blandas por todas partes. Sofás nuevos, sillones nuevos. Una nevera que brillaba como un diente inmenso y majestuoso al que hubiesen lavado y cepillado hasta hacerle llorar. Todo, todo adornado con la delicadeza de ningún dolor, ninguna preocupación, ningún mundo fuera de allí. Por otra parte, todos sabían qué decir y qué hacer y cómo actuar, era el código, discretamente y sin ruidos: dar por el culo, chuparla, meter el dedo y todo lo demás. Se admitían hombres, mujeres y niños. Y muchachos.

Y allí estaba el Gran C. El gran H. y Hash. Mary. Todos. Era un arte que se hacía con calma, todos sonreían corteses, suaves, esperando, luego haciendo. Se iban, volvían de nuevo.

Había incluso whisky, cerveza, vino para tipos como yo… cigarros y la estupidez del pasado.

El inmortal poeta francés seguía y seguía con sus diversas cosas. Se levantaba temprano y hacía varios ejercicios de yoga. Y luego se dedicaba a contemplarse en el espejo de cuerpo entero, frotándose su poquito de sudor, y luego, estiraba la mano y acariciaba su inmensa polla, sus huevos; dejaba la polla y los huevos para el final, los alzaba, los palpaba, luego los dejaba caer: PLUNK. Y entonces yo entraba en el baño y vomitaba. Salía.

—¿No habrás ensuciado el suelo, eh Bukowski?

No me preguntaba si estaba muriéndome. Sólo le preocupaba tener limpio el suelo del baño.

—No, André, deposité todo el vómito en los canales adecuados.

—¡Buen chico!

Luego, por exhibirse, sabiendo que yo estaba peor que diez infiernos, se dirigía al rincón, se plantaba de cabeza con sus jodidas bermudas, cruzaba las piernas, me miraba al revés y decía:

—Oye, Bukowski, si te mantuvieses sereno un día y te pusieses un smoking, te aseguro una cosa: no tendrías más que entrar así vestido en un sitio y todas las mujeres se desmayarían.

—No lo dudo.

Luego hizo un pequeño floreo y aterrizó de pie:

—¿Te apetece desayunar?

—André, llevo treinta y dos años sin que me apetezca desayunar.

Luego sonaba una llamadita en la puerta, muy leve, tan delicada que parecía como si fuese un pajarillo que llamase con un ala, en plena agonía, a pedir un traguito de agua.

Solían ser dos o tres jóvenes, sexo masculino, mierdosas barbas pajizas.

Predominaban los hombres, aunque de vez en cuando aparecía una jovencita, absolutamente deliciosa, y a mí siempre me fastidiaba irme cuando era una chica. Pero él tenía casi treinta centímetros sin erección más la inmortalidad. Así que yo siempre sabía cuál era mi papel.

—Oye, André, no se me quita este dolor de cabeza… creo que voy a salir a dar una vuelta por la playa.

—¡Oh, no, Charles! ¡No hay ninguna necesidad!

Y antes incluso de que yo llegase a la puerta, si miraba hacia atrás furtivamente, la chica le había abierto ya la bragueta a André, o si las bermudas no tenían bragueta, allí estaban en el suelo, rodeando sus tobillos franceses, y la tipa agarrando aquello casi treinta centímetros sin erección para ver de lo que era capaz si la azuzaban un poco. Y André la tenía siempre desnuda ya hasta las caderas y escarbaba con el dedo buscando el agujero secreto en el hueco que quedaba entre sus apretadas bragas color rosa impecablemente lavadas. Y siempre había algo para el dedo: el ojo del culo aparentemente nuevo y melodramático o si, siendo como era un maestro, podía deslizarse alrededor y a través de la apretada y lavada tela rosa, hacia arriba, allá se iba, a preparar aquel coño que sólo había tenido dieciocho horas de descanso.

Y yo siempre tenía que darme aquel paseo por la playa. Como era tan temprano no tenía que contemplar aquella gigantesca extensión de humanidad desperdiciada, codo con codo, trozos de carne que croaban y parloteaban, tumores de Frogs. No tenía que verles caminar ni haraganear por allí con sus cuerpos horribles y sus vidas vendidas (sin ojos, ni voces, sin nada, y sin saberlo), aquella mierda, aquella basura, el olor a lo largo del paseo. Pero por las mañanas temprano no era tan malo, sobre todo en los días de trabajo. Todo me pertenecía, hasta las feísimas gaviotas (que se hacían más feas cuando empezaban a desaparecer las bolsas y las migajas y desperdicios, hacia el jueves o el viernes) pues esto era para ellas el final de la Vida. No tenían medio de saber que el sábado y el domingo la gente estaría de vuelta con sus perros calientes y sus diversos bocadillos y emparedados. En fin, pensaba yo, quizá las gaviotas estén peor que yo. Quizás.

André aceptó un buen día una oferta para ir a hacer una lectura de poemas a un sitio, no recuerdo cuál (Chicago, Nueva York, San Francisco, no sé), y se fue y yo me quedé allí en aquella casa solo. Tenía la oportunidad de utilizar la máquina de escribir. Poco bueno salió de aquella máquina. André era capaz de hacer que aquel chisme funcionase casi perfectamente. Era extraño que él fuese tan gran escritor y yo no. No parecía que hubiese tanta diferencia entre nosotros. Pero la había: él sabía cómo colocar una palabra tras otra. Y cuando yo me senté delante de aquella hoja en blanco simplemente me quedé allí sentado y la hoja me miró. Cada hombre tiene sus diversos infiernos, pero yo llevaba una ventaja de tres largos a todos los demás.

Así que bebía más y más vino y esperaba la noche. André se había ido hacía un par de días cuando una mañana sobre las diez y media alguien llamó a la puerta. Yo dije «un momento», entré en el baño, vomité, me lavé la boca. Me puse unos pantalones cortos y luego me eché encima una de las túnicas de seda de André. Abrí la puerta.

Eran un chico y una chica. Ella llevaba una falda muy corta y tacones altos y las medias de nylon le subían casi hasta el culo. El chico era sólo un chico, joven, una especie de tipo Buquet Cachemira: jersey blanco de manga corta, delgado, la boca abierta, las manos a los lados un poco separadas, como si estuviese a punto de despegar y salir volando.

—¿André? —preguntó la chica.

—No. Soy Hank. Charles. Bukowski.

—¿Bromeas, verdad André? —preguntó la chica.

—Sí. Soy una broma —contesté.

Llovía un poco allí fuera. Ellos seguían bajo la lluvia.

—Bueno, en fin, entrad, que llueve.

—¡Tú eres André! —dijo la zorra—. Te reconozco, esa cara de anciano… ¡como de doscientos años!

—Bueno, bueno —dije—. Adelante. Soy André.

Traían dos botellas de vino. Fui a la cocina a por el sacacorchos y los vasos. Serví tres vinos. Y allí me planté de pie a beber mi vino, mirando todo lo posible aquellas piernas, cuando el tipo se abalanzó sobre mí, me abrió la bragueta y empezó a chupármela.

Hacía mucho ruido con la boca. Le di unas palmaditas en la nuca y luego le pregunté a la chica:

—¿Cómo te llamas?

—Wendy —dijo—, y he admirado siempre tu poesía, André. Creo que eres uno de los poetas más grandes del mundo.

El chico seguía con lo suyo, chupando y sorbiendo, y cabeceando como una máquina descompuesta.

—¿Uno de los más grandes? —pregunté—. ¿Quiénes son los otros?

—El otro —dijo Wendy—. Ezra Pound.

—Ezra siempre me aburrió —dije.

—¿De veras?

—De veras. Trabaja demasiado las cosas. Es demasiado serio, demasiado sabio y en último término no es más que un torpe artesano.

—¿Por qué firmas tus obras simplemente «André»?

—Porque me gusta.

Por entonces, el tipo estaba culminando ya su tarea. Agarré su cabeza, la empujé hacia mí, descargué.

Luego me subí la cremallera y serví otros tres vinos.

Seguimos simplemente allí sentados, hablando y bebiendo. No sé cuánto duró el asunto. Wendy tenía unas piernas maravillosas y unos tobillos finos y torneados que giraba constantemente como si tuviese fuego debajo o algo así. Conocían su literatura. Hablamos de varias cosas. Sherwood Anderson… Wines-burg, todo ese rollo. Dos. Camus. Los Granecs, los Dickeys, las Bronté; Balzac, Thurber, etc., etc..

Terminamos los vinos y busqué más material en la nevera. Seguimos con aquello. Luego, no sé. Creo que perdí el control y empecé a meterle la mano por debajo de la falda, lo que no era mucho camino a recorrer. Vi un poco de enagua y bragas. Luego arranqué el vestido por la parte superior, arranqué el sostén. Agarré una teta. Agarré una teta. Era gorda. La besé y la chupé. Luego la retorcí con la mano hasta que ella chilló, y cuando lo hizo puse mi boca sobre la suya, ahogando los chillidos.

Rasgué por completo el vestido: nylon, piernas, rodillas, carne de nylon. Y la levanté de la silla y le quité aquellas mierdosas bragas y se la metí.

—André —dijo—. Oh, André.

Miré por encima del hombro de la chica y el tipo nos miraba meneándosela en su sillón.

Estábamos de pie, pero nos movíamos por toda la habitación. Chocamos con las sillas, rompimos lámparas. En determinado momento, la eché encima de la mesita del café, pero sentí que las patas cedían bajo el peso de ambos, así que volví a levantarla antes de que aplastáramos la mesa contra el suelo.

—¡Oh André!

Luego se estremeció toda ella una vez, luego volvió a estremecerse, como si estuviera en un altar de sacrificios. Luego, sabiendo que ella estaba debilitada y sin control de sí misma, de su propio yo, simplemente le metí todo el chisme como si fuese un gancho, lo mantuve quieto, la colgué allí como una especie de disparatado pez atravesado para siempre. En medio siglo había aprendido unos cuantos trucos. Ella perdió la conciencia. Luego me eché hacia atrás y la taladré, la taladré, la taladré, mientras ella cabeceaba como una muñeca descompuesta, y se corrió otra vez justo cuando yo, y cuando nos corrimos estuve a punto de morir. Los dos estuvimos a punto de morir.

Para levantar a alguien así, su tamaño debe guardar cierta relación con el tuyo. Recuerdo que una vez estuve a punto de morir en Detroit en la habitación de un hotel. Intenté hacerlo, pero no funcionó. Quiero decir que ella alzó las piernas del suelo y me enroscó con ellas. Lo cual significaba que yo sostenía a dos personas con dos piernas. Eso es malo. Quise dejarlo. La sostenía sólo con dos cosas: mis manos debajo de su culo y mi polla.

Pero ella seguía diciendo:

—¡Dios mío, que piernas tan soberbias tienes! ¡Qué piernas tan fuertes, tan poderosas, tan bellas!

Es cierto. El resto de mi persona es mierda mayormente, incluyendo el cerebro y todo lo demás. Pero alguien ha colocado unas inmensas y poderosas piernas en mi cuerpo. No es broma. De cualquier modo estuve a punto de morir (con el polvo del hotel de Detroit). Debido al equilibrio, el movimiento de la polla hacia delante y hacia atrás, entrando y saliendo, exige en esa posición un ajuste muy especial. Sostienes el peso de dos cuerpos. El movimiento debe transferirse en consecuencia, todo él, a la espina dorsal. Es una maniobra dura y peligrosa. Por fin nos corrimos los dos y yo simplemente la tiré en algún sitio. Me la quité de encima.

Pero con la de casa de André, ella mantuvo los pies en el suelo, y eso me permitió hacer trucos: girar, arponear, reducir, acelerar, etc.

Por fin terminé con ella. Yo estaba en mala posición… los calzoncillos y los pantalones cortos allí abajo alrededor de mis zapatos. Simplemente dejé que Wendy se separara. No sé dónde demonios se cayó, ni me preocupó. Pero cuando me agachaba para subirme los calzoncillos y los pantalones, el tipo, se levantó, se acercó y me metió el dedo medio de la mano derecha recto por el culo. Lancé un grito, me volví y le aticé en la boca. Salió por el aire.

Luego, me puse los calzoncillos y los pantalones y me senté en un sillón, a beber vino y cerveza, resplandeciente, sin decir nada. Finalmente, ellos se repusieron.

—Buenas noches, André —dijo él.

—Buenas noches, André —dijo ella.

—Tened cuidado con las escaleras —dije—, se ponen muy resbaladizas con la lluvia.

—Gracias, André —dijo él.

—Ya tendremos cuidado, André —dijo ella.

—¡Amor! —dije yo.

—¡Amor! —contestaron ambos al unísono.

Cerré la puerta. ¡Dios mío, era delicioso ser un poeta francés inmortal!

Fui a la cocina, cogí una buena botella de vino francés, unas anchoas y unas aceitunas rellenas. Lo saqué todo y lo coloqué en la mesita de café.

Me serví un buen vaso de vino. Luego me acerqué a la ventana que dominaba el mundo y el océano. Aquel mar era delicioso: seguía haciendo lo que estaba haciendo. Terminé aquel vino, tomé otro, comí un poco y luego me sentí cansado. Me quité la ropa y me espatarré en mitad de la cama de André. Me tiré un pedo, miré hacia el sol que brillaba fuera, escuché el rumor del mar.

—Gracias, André —dije—. Después de todo, eres un buen tío.

Y mi talento aún no estaba liquidado.

Charles Bukowski: Nacimiento, vida y muerte de un periódico underground. Cuento

500full (1)Hubo unas cuantas reuniones en casa de Joe Hyans al principio, y yo solía aparecer borracho, así que no recuerdo mucho de los principios de Open Pussy, el periódico underground, y sólo por lo que más tarde me contaron supe cómo fue. O más bien, lo que yo había hecho.

Hyans: «Dijiste que limpiarías todo esto y que empezarías por el tipo de la silla de ruedas. Entonces él empezó a chillar y la gente empezó a irse y tú le pegaste un botellazo en la cabeza».

Cherry (esposa de Hyans): «Te negaste a marchar y bebiste un botella entera de whisky y no parabas de decirme que ibas a joderme allí mismo contra la librería».

—¿Lo hice?

—No.

—Bueno, espera a la próxima vez.

Hyans: «Escucha, Bukowski, intentamos organizarnos y tú lo único que haces es estropearlo todo. ¡Eres el borracho más repugnante que he visto en mi vida!».

—De acuerdo, me largo. Por mí podéis joderos. ¿A quién le importan los periódicos?

—No, queremos que hagas una columna. Te consideramos el mejor escritor de Los Angeles.

Alcé mi copa.

—¡Es un insulto hijoputesco! ¡No vine aquí a que me insultaran!

—Bueno, quizá seas el mejor escritor de California.

—¡Qué dices! ¡Aún sigues insultándome!

—En fin, queremos que hagas una columna.

—Soy un poeta.

—¿Qué diferencia hay entre poesía y prosa?

—La poesía dice demasiado en demasiado poco tiempo; la prosa dice demasiado poco y se toma demasiado tiempo.

—Queremos una columna para Open Pussy.

—Sírveme un trago y de acuerdo.

Hyans me lo sirvió. Yo estaba de acuerdo. Terminé el trago y me fui a mi patio barriobajero, considerando el error que estaba cometiendo. Tenía casi cincuenta años y andaba haciendo el tonto con aquellos chavales melenudos y barbudos. ¡Oh qué alucinante, papi, qué alucinante! Guerra es mierda. Guerra es infierno. Jode, no luches. Hace cincuenta años que sé todo eso. Para mí no fue tan emocionante ni tan interesante. Oh, y no se olvide la yerba. La mandanga. ¡Alucinante, niño!

Encontré una pinta de whisky en casa, la bebí, luego bebí cuatro latas de cerveza y escribí la primera columna. Era sobre una puta de ciento veinte kilos que me había tirado una vez en Filadelfia. Era una buena columna. Corregí los errores mecanográficos, la envié y me fui a dormir…

El asunto empezó en la planta baja de la casa que había alquilado Hyans. Había algunos voluntarios medio memos y la cosa era nueva y todos estaban emocionados menos yo. Me dediqué a perseguir a las mujeres, pero todas parecían y actuaban igual: todas tenían diecinueve años, pelo rubio sucio, culo pequeño, pecho pequeño; eran tontuelas y aturdidas, y, en cierto modo, engreídas sin saber bien por qué. Cuando posaba mis manos borrachas sobre ellas se quedaban absolutamente frías. Absolutamente.

—¡Mira, abuelo, lo único que quiero que levantes es una bandera norvietnamita!

—¡Pero de todos modos tu coño probablemente apeste!

—¡Oh, qué viejo sucio! ¡Eres realmente… repugnante!

Y luego se alejaban meneando sus deliciosos culitos de manzana, llevando sólo en la mano (en vez de mi amoroso corazón púrpura) algún tebeo juvenil en el que los policías atizaban a los chicos y se llevaban sus chupachups en el Sunset Strip. Allí estaba yo, el mejor poeta vivo desde Auden y sin ni siquiera poder darle por el culo a un perro…

El periódico se hizo demasiado grande. O a Cherry le preocupaba el que yo anduviese por allí borracho en el sofá, atisbando a su hijita de cinco años. Cuando la cosa se puso mal de veras fue cuando la hija empezó a sentárseme en las rodillas y a mirarme a la cara frotándose contra mí, diciendo:

—Me gustas, Bukowski. Cuéntame cosas. ¿Quieres que te traiga otra cerveza, Bukowski?

—¡Deprisa, querida!

Cherry: «Escucha, Bukowski, haz el favor de…».

—Cherry, los niños me aman. Yo qué voy a hacer.

La niñita, Zaza, volvió corriendo con la cerveza y volvió a sentarse en mis rodillas. Abrí la cerveza.

—Me gustas, Bukowski. Cuéntame un cuento.

—De acuerdo, bonita. Bueno, érase una vez un viejo y una encantadora niñita que se perdieron juntos en el bosque…

Cherry: «Oye, viejo lascivo…».

—Cállate, Cherry, ¡tienes el alma sucia!

Cherry corrió escaleras arriba a buscar a Hyans que estaba echando una cagada.

—¡Joe, Joe, tenemos que trasladar el periódico a otro sitio! ¡Te lo digo en serio!

Encontraron un edificio libre enfrente, de dos plantas, y una medianoche que estaba bebiendo vino de Oporto le sujeté la linterna a Joe mientras él abría la caja telefónica que había a un costado de la casa y modificaba los cables para poder disponer de teléfonos interiores sin cargo. Por entonces, sólo había otro periódico underground en Los Angeles y acusó a Joe de robar una copia de su lista de direcciones. Yo sabía, por supuesto, que Joe tenía su moral y sus escrúpulos y sus ideales: por eso dejó de trabajar para el gran diario metropolitano. Por eso dejó de trabajar para el otro periódico underground. Joe era una especie de Cristo. De eso no había duda.

—Sostén bien la linterna —decía…

Por la mañana sonó el teléfono en mi casa. Era mi amigo Mongo, el Gigante de la Nube Eterna.

—¿Hank?

—¿Sí?

—Cherry se fue anoche.

—¿Sí?

—Tenía esa lista de direcciones. Estaba muy nerviosa. Quería que la escondiera yo. Dijo que Jensen anda tras la pista. La metí en la bodega debajo de un montón de bocetos a tinta china que hizo Jimmy el Enano antes de morir.

—¿Te la tiraste?

—¿Para qué? Sólo tiene huesos. Sus costillas me destrozarían.

—Pues te tiraste a Jimmy el Enano y sólo pesaba treinta y cinco kilos, cabrón.

—Pero tenía gancho.

—¿Sí?

—Sí.

Colgué…

Durante los cuatro o cinco números siguientes, Open Pussy salió con frases como éstas: «NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «OH, NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «NOS ENCANTA, NOS CHIFLA, NOS ENTUSIASMA LOS ANGELES FREE PRESS». Debía ser verdad. Tenían su lista de direcciones.

Uno noche Jensen y Joe cenaron juntos. Joe me explicó más tarde que todo iba ya «perfectamente». No sé quién jodió a quién o lo que pasó por debajo de la mesa. No me importaba…

Y pronto descubrí que tenía otros lectores lo que yo escribía, además de los barbudos y los encollarados…

En Los Angeles, el nuevo Edificio Federal se eleva, todo alto cristal, moderno y absurdo, con sus kafkianas series de oficinas, todas ellas provistas de su poquito de burocracia personal; todo alimentándose de todo y palpitando en una especie de calor y torpeza gusano-en-la-manzana. Pagué mis cuarenta y cinco centavos por medía hora de aparcamiento, o más bien me dieron un billete de tiempo por esa cantidad, y entré en el Edificio Federal, que tenía murales en el vestíbulo como Diego Rivera hubiese hecho si le hubiesen extirpado nueve décimas partes de su sensibilidad: marinos norteamericanos e indios y soldados sonrientes, procurando parecer nobles, en amarillos baratos y repugnantes y podridos verdes y azules meones. Me llamaban a personal. Sabía que era para un ascenso. Cogieron la carta y me congelaron en el duro asiento durante cuarenta y cinco minutos. Formaba parte de la vieja rutina: tú tienes mierda en los intestinos y nosotros no. Afortunadamente, por pasadas experiencias, leí el verrugoso anuncio, y me quedé allí pensando cómo resultarían en la cama las chicas que pasaban, o con las piernas alzadas o cogiéndomela en la boca. Pronto me encontré con un cosa inmensa entre las piernas (bueno, inmensa para mí) y hube de clavar los ojos en el suelo.

Por fin me llamaron, una negra muy negra y grácil y bien vestida y agradable, con mucha clase e incluso cierta recámara, cuya sonrisa decía que sabía muy bien que me iban a joder, pero que insinuaba también que no le importaría hacerme un favor. Esto facilitaba las cosas. No es que fuera importante.

Y entré.

—Coja una silla.

Hombre detrás de la mesa. La misma mierda de siempre. Me senté.

—¿Mr. Bukowski?

—Sí.

Me dijo su nombre. No me interesaba.

Se echó hacia atrás, me miró fijamente desde su silla giratoria.

Estoy seguro de que esperaba a alguien más joven y de mejor aspecto, más vistoso, de aire más inteligente, de aire más traicionero… Yo era simplemente un viejo cansado, indiferente, con resaca. El era un poco canoso y distinguido, si entiendes el tipo de distinguido a que me refiero. Jamás arrancó remolachas de la tierra con una pandilla de emigrantes mejicanos ni estuvo en la cárcel por borrachera quince o veinte veces. Ni recogió limones a las seis de la mañana sin camisa, porque sabes que al mediodía hará más de cuarenta grados. Sólo los pobres saben lo que significa la vida: los ricos y aposentados tienen que imaginarlo. Luego, curiosamente, empecé a pensar en los chinos. Rusia se había suavizado. Quizá sólo los chinos supiesen, por subir desde el fondo, cansados de mierda blanda. Pero entonces no tenía ideas políticas, todo esto eran cuentos: la historia nos jodía a todos al final. Yo me adelantaba a mi época: cocido, jodido, machacado, no quedaba nada.

—¿Mr. Bukowski?

—¿Sí?

—Bueno, hemos recibido un informe…

—Sí. Adelante.

—…en el que nos dicen que usted no está casado con la madre de su hija.

Le imaginé entonces decorando un árbol de Navidad con una copa en la mano.

—Así es. No estoy casado con la madre de mi hija, que tiene cuatro años.

—¿Paga usted los gastos de manutención de la niña?

—Sí.

—¿Cuánto?

—No tengo por qué decírselo.

Se echó hacia atrás de nuevo.

—Debe usted comprender que los que servimos al gobierno debemos observar ciertas normas.

Como en realidad no me sentía culpable de nada, no contesté.

Esperé.

Oh, ¿dónde estáis vosotros, muchachos? ¿Dónde estás tú, Kafka? ¿Y tú, Lorca, fusilado en una cuneta, dónde estás? Hemingway, clamando que le vigilaba la CIA y sin que nadie lo creyera, salvo yo…

Entonces, el canoso y anciano y distinguido y bien descansado señor que jamás había arrancado remolachas de la tierra, se giró y buscó en un bien barnizado armarito que tenía detrás y sacó seis o siete ejemplares de Open Pussy.

Los tiró sobre la mesa como si fuesen apestosos, humeantes y violados cagarros. Los palmeó con una de aquellas manos que jamás habían recogido limones.

—Nos vemos obligados a creer que usted es el autor de estas columnas: Notas de un viejo asqueroso.

—Sí.

—¿Qué tiene que decir de estas columnas?

—Nada.

—¿Llama usted a esto escribir?

—Lo hago lo mejor que puedo.

—Pues bien, yo mantengo a dos hijos que estudian periodismo en la mejor universidad, y ESPERO…

Palmeó las hojas, las apestosas hojas cerotescas, con la palma de su anillada mano que nada sabía de fábricas o cárceles y dijo:

—¡Espero que mis hijos no escriban jamás como USTED!

—No lo harán —le prometí.

—Mr. Bukowski, creo que la entrevista ha concluido.

—Sí —dije, y encendí un cigarrillo, me levanté, rasqué mí panza cervecera y salí.

La segunda entrevista fue antes de lo que yo esperaba. Estaba plenamente entregado (por supuesto) a una de mis importantes tareas subalternas cuando el altavoz bramó: «¡Henry Charles Bukowski, preséntese en la oficina del supervisor de turno!».

Abandoné mi importante tarea, cogí una hoja de ruta que me dio el carcelero local y pasé a la oficina. El secretario del supervisor, un anciano pellejo canoso, me miró de arriba abajo.

—¿Es usted Charles Bukowski? —me preguntó, muy desilusionado.

—Sí, amigo.

—Sígame, por favor.

Le seguí. Era un edificio grande. Bajamos varios tramos de escaleras y rodeamos luego un largo vestíbulo y entramos en una gran estancia a oscuras que daba a otra gran estancia aún más a oscuras. Allí había dos hombres sentados al fondo de una mesa que debía medir por lo menos veinticinco metros. Estaban sentados bajo una solitaria lámpara. Y al fondo de la mesa había una sola silla: para mí.

—Puede usted pasar —dijo el secretario. Y luego se esfumó.

Entré. Los dos hombres se levantaron. Y allí quedamos bajo una lámpara en la oscuridad. Pensé en asesinatos, no sé por qué razón.

Luego pensé, esto son los Estados Unidos, papi, Hitler ha muerto. ¿O no?

—¿Bukowski?

—Sí.

Los dos me estrecharon la mano.

—Siéntese.

Alucinante, amigo:

—Este es el señor… de Washington —dijo el otro tipo que era uno de los grandes cagarros perrunos del lugar.

Yo no dije nada. Era una lámpara bonita. ¿Hecha con piel humana?

El que habló fue Mr. Washington. Llevaba una carpeta con unos cuantos papeles.

—Bien, Mr. Bukowski…

—¿Sí?

—Tiene usted cuarenta y ocho años y lleva once trabajando para el gobierno de los Estados Unidos.

—Sí.

—Estuvo usted casado con su primera esposa dos años y medio. Luego se divorció y se casó con su esposa actual, ¿cuándo? Querríamos saber la fecha.

—No hay fecha. No me casé.

—¿Tienen ustedes una hija?

—Sí.

—¿De qué edad?

—Cuatro años.

—¿Y no están casados?

—No.

—¿Paga usted la manutención de la niña?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Lo normal.

Entonces retrocedió y nos sentamos. Estuvimos los tres sin decir nada por lo menos cuatro o cinco minutos. Luego aparecieron los ejemplares del periódico underground Open Pussy.

—¿Escribe usted estas columnas, Notas de un viejo asqueroso? —preguntó Mr. Washington.

—Sí.

Entregó un ejemplar a Mr. Los Angeles.

—¿Ha visto usted éste?

—No, no, no lo he visto.

Cruzando la cabecera de la columna, caminaba una polla con piernas. Una andarina e inmensa INMENSA polla con piernas. La columna hablaba de un amigo mío al que le había dado por el culo por error, estando borracho, por creerme que era una de mis amigas. Me llevó dos semanas obligar a mi amigo a dejar mi casa. Era una historia auténtica.

—¿Llama a esto escribir? —preguntó el señor Washington.

—No sé si está bien escrito, pero la historia me pareció muy divertida. ¿A usted no le hizo gracia?

—Pero esta… esta ilustración de la cabecera? ¿Qué me dice de esto?

—¿La polla que anda?

—Sí.

—No la dibujé yo.

—¿No tiene usted nada que ver con la selección de las ilustraciones?

—El periódico se compone los martes por la noche.

— ¿Y no está usted allí los martes por la noche?

—Tendría que estar, sí.

Esperaron un rato, ojeando Open Pussy, leyendo mis columnas.

—Sabe —dijo Mr. Washington, palmeando de nuevo los Open Pussies—, no habría habido problema si hubiese seguido usted escribiendo poesía, pero cuando empezó usted a escribir estas cosas…

Volvió a palmear los Open Pussies.

Esperé dos minutos treinta segundos. Luego pregunté:

—¿Hemos de considerar que los funcionarios de correos son los nuevos críticos literarios?

—Oh, no, no —dijo Mr. Washington—. No queremos decir eso.

Seguí allí sentado, esperando.

—Pero se espera determinada conducta de un empleado de correos. Usted está a la vista del público. Tiene que ser un modelo de conducta ejemplar.

—Pues yo creo —dije— que está usted amenazando mi libertad de expresión con una consecuente pérdida de mi empleo. Quizá le interesa eso a la A.C.L.U.

—Preferiríamos que no escribiese usted la columna.

—Caballeros, llega un momento en la vida del hombre en que éste tiene que elegir entre escapar o plantar cara. Yo elijo plantar cara.

Su silencio.

Espera.

Espera.

Barajeo de los Open Pussies.

Luego Mr. Washington:

—¿Mr. Bukowski?

—¿Sí?

—¿Va a escribir usted más columnas sobre la administración de correos?

Había escrito una sobre ellos que consideraba más humorística que degradante… pero en fin, quizá mi mente no funcionase como era debido.

Les dejé tomarse su tiempo. Luego contesté:

—No, si no me obligan a hacerlo.

Entonces esperaron ellos. Era una especie de partida de ajedrez-interrogatorio en la que estabas esperando a que el otro hiciese el movimiento equivocado: desbaratase peones, alfiles, caballos, rey, reina, sus fuerzas. (Y entretanto, mientras tú lees esto, allá se va mi maldito trabajo. Alucinante, niño. Pueden enviar dólares para cerveza y coronas de flores al Fondo de Rehabilitación de Charles Bukowski…)

Mr. Washington se levantó.

Mr. Los Angeles se levantó.

Mr. Charles Bukowski se levantó.

Mr. Washington dijo: «Creo que la entrevista ha terminado».

Nos estrechamos todos las manos como serpientes enloquecidas por el sol.

Mr. Washington dijo: «Y, por favor, no se tire de ningún puente…».

(Extraño: ni siquiera se me había ocurrido.)

—…llevábamos diez años sin tener un caso así.

(¿Diez años? ¿quién habría sido el último pobre mamón?)

—¿Sí? —pregunté.

—Mr. Bukowski —dijo Mr. Los Angeles—. Vuelva a su puesto.

Pasé un rato inquieto (¿o mejor inquietante?) intentando dar con la ruta de vuelta hasta la zona de trabajo por aquel subterráneo laberinto kafkiano y, cuando conseguí llegar, todos mis subnormales compañeros de trabajo (un buen atajo de cabrones) empezaron a gorjearme:

—¿Dónde has estado, muchacho?

—¿Qué querían, viejo?

—¿Te liquidaste a otra chica negra, papaíto?

Les di SILENCIO. Uno aprende del queridísimo Tío Sam.

Siguieron cotorreando y chismorreando y frotándose sus ojetes mentales. Estaban asustados de veras. Yo era el Viejo Frío y si eran capaces de liquidar al Viejo Frío, serían capaces de liquidar a cualquiera.

—Querían hacerme jefe de oficina —les dije.

—¿Y qué pasó, viejo?

—Les mandé a la mierda.

El capataz del pasillo pasó y todos le rindieron la adecuada pleitesía, salvo yo, yo, Bukowski, yo encendí un cigarrillo con un lindo floreo, tiré la cerilla al suelo y me puse a mirar al techo como si tuviese grandes y maravillosos pensamientos. Era cuento. Tenía la mente en blanco. Lo único que quería era una media pinta de Grandad y seis o siete buenas cervezas frías…

El jodido periódico creció, o pareció crecer, y se trasladó a un edificio de Melrose. Me fastidiaba siempre ir allí con mis originales, sin embargo, porque todos eran muy mierdas, muy mierdas y muy presumidos y no valían gran cosa, en fin. Nada cambiaba. La evolución histórica del Hombre-bestia es muy lenta. Eran como los mierdas que me encontré cuando entré en la redacción del periódico del City College de Los Angeles en 1939 o 1940, los mismos muñequitos petulantes con sombreritos de papel de periódico en la cabeza que escribían tonterías y estupideces. Se hacían los importantes… no eran lo bastante humanos para reconocer tu presencia. La gente del periódico siempre fue lo más bajo de la especie; los miserables que recogían las compresas de las mujeres en los retretes, tenían más alma… sí, no hay duda.

Cuando vi a aquellos tipos, a aquellos freaks de universidad, me largué, para no volver.

Ahora. Open Pussy. Veintiocho años después.

En mi mano las hojas. Allí en la mesa, Cherry. Cherry hablaba por teléfono. Muy importante. Silencio. O Cherry no estaba al teléfono. Escribía algo en un papel. Silencio. La misma vieja mierda de siempre. Treinta años no habían significado nada. Y Joe Hyans corriendo por allí, haciendo grandes cosas, subiendo y bajando las escaleras. Tenía un cuartito arriba. Un lugar íntimo, claro. Y tenía a un pobre mierda en un cuarto trasero con él allí donde Joe pudiera vigilarle, disponiendo las cosas para imprimir en la IBM. Le daba al pobre mierda treinta y cinco a la semana por sesenta horas de trabajo y el pobre mierda estaba contento, con su barba y sus encantadores ojos soñolientos, y el pobre mierda preparaba aquel patético periódico de tercera fila. Mientras los Beatles tocaban a todo volumen por el intercom y el teléfono sonaba sin parar, Joe Hyans, director, estaba siempre CAMINO DE ALGÚN SITIO IMPORTANTE. Pero cuando leías el periódico a la semana siguiente te preguntabas dónde habría estado. Allí no estaba.

Open Pussy siguió saliendo un tiempo. Mis columnas siguieron siendo buenas, pero el periódico en sí no valía gran cosa. Olía a coño muerto…

El equipo se reunía algún que otro viernes por la noche. Fui algunas veces. Y después de ver los resultados, no volví a ir. Si el periódico quería vivir, que viviese. Me mantuve al margen y me limité a echar mi material por debajo de la puerta en un sobre.

Entonces Hyans me llamó por teléfono:

—Se me ha ocurrido una idea. Quiero que me reúnas a los mejores poetas y prosistas que conozcas para sacar un suplemento literario.

Lo preparé todo. El lo editó. Y la bofia le metió en chirona por «obscenidad».

Pero era un buen tío. Le llamé por teléfono.

—¿Hyans?

—¿Sí?

—Ya que te metieron en la cárcel por ese asunto, te haré la columna gratis. Los diez dólares que me pagabas, que vayan al fondo de defensa de Open Pussy.

—Muchísimas gracias —dijo él.

Y así consiguió gratis al mejor escritor de Norteamérica…

Luego Cherry me telefoneó una noche.

—¿Por qué no vienes ya a nuestras reuniones de redacción? Todos te echamos muchísimo de menos.

—¿Qué? ¿Qué demonios dices, Cherry? ¿Me echas de menos?

—No, Hank, no sólo yo. Todos te queremos. De veras. Ven a nuestra próxima reunión.

—Lo pensaré.

—Estará muerta sin ti.

—Y muerta conmigo.

—Te queremos, viejo.

—Lo pensaré, Cherry.

Así pues, aparecí. El propio Hyans me había dado la idea de que como era el primer aniversario de Open Pussy, habría vino, jodienda, vida y amor a raudales.

Pero lleno de grandes esperanzas y con la idea de ver a la gente jodiendo por el suelo amando desatadamente, sólo vi a todas aquellas criaturitas del amor trabajando afanosamente. Me recordaban muchísimo, tan encorvados y desvaídos, a las ancianitas que trabajaban a destajo y a las que yo solía entregar ropa, abriéndome camino hasta allí en ascensores manuales todos llenos de ratas y hedores, de cien años, destajistas orgullosas y muertas y neuróticas como todos los infiernos, trabajando, trabajando, para hacer millonario a alguien… En Nueva York, en Filadelfia, en San Luis.

Y aquéllos, trabajaban sin salario por Open Pussy. Y allí estaba Joe Hyans, con su aspecto algo brutal y tosco paseando detrás de ellos, las manos a la espalda, controlando que cada voluntario cumpliese perfectamente su deber.

—¡Hyans! ¡Hyans, eres un asqueroso gilipollas! —grité al entrar—. Estás dirigiendo un mercado de esclavos, eres un miserable esclavista. ¡Pides a la policía y a Washington justicia y eres un cerdo mucho mayor que todos ellos! ¡Eres Hitler multiplicado por cien, bastardo esclavista! ¡Hablas de atrocidades y luego las repites tú mismo! ¿A quién coño crees que estás engañando, gilipollas? ¿Quién coño te crees que eres?

Afortunadamente para Hyans, el resto del equipo estaba muy acostumbrado a mí y pensaban que lo que yo dijese serían tonterías y que Hyans defendía la Verdad.

Hyans se acercó y me puso una grapadora en la mano.

—Siéntate —dijo—. Intentamos aumentar la circulación. Siéntate y grapa uno de estos anuncios verdes en cada periódico. Enviamos los ejemplares que sobran a posibles suscriptores…

El condenado Hyans, el Niño-Amor-Libertad, utilizando los métodos de las multinacionales para comer el coco al prójimo. Con el cerebro absolutamente lavado.

Por fin se acercó y me cogió la grapadora de la mano.

—Vas muy despacio.

—Vete a tomar por el culo, gilipollas. Iba a haber champán aquí. Y me das grapas…

—¡Eh, Eddie!

Llamó a otro miembro del equipo de esclavos: cara chupada, brazos de alambre, patético. El pobre Eddie andaba muriéndose de hambre. Todos andaban muriéndose de hambre por la causa. Salvo Hyans y su mujer, que vivían en una casa de dos plantas y mandaban a uno de sus hijos a un colegio privado, y luego estaba el viejo papá allá en Cleveland, uno de los cabezas tiesas del Plain Dealer, con más dinero que ninguna otra cosa.

Así, Hyans me echó y también a un tipo con una pequeña hélice en el pico de una gorra tipo casquete, Adorable Doctor Stanley, creo que se llamaba, y también a la mujer del Adorable Doctor, y cuando los tres salíamos por la puerta de atrás muy tranquilamente, compartiendo una botella de vino barato, llegó la voz de Joe Hyans.

—¡Y largaos de aquí, y no volváis ninguno nunca, pero no me refiero a ti, Bukowski!

Pobre gilipollas, qué bien sabía lo que mantenía en pie el periódico.

Luego intervino otra vez la policía. Esta vez por publicar la foto del coño de una mujer. También esta vez, como siempre, estaba comprometido Hyans. Quería aumentar la circulación, por cualquier medio, o liquidar el periódico y largarse. Al parecer era un tornillo que no podía manipular adecuadamente y se apretaba cada vez más. Sólo los que trabajaban gratis o por treinta y cinco dólares a la semana, parecían tener algún interés por el periódico. Pero Hyans consiguió tirarse a un par de las voluntarias más jóvenes, así que por lo menos no perdió el tiempo.

—¿Por qué no dejas tu cochino trabajo y vienes a trabajar con nosotros? —me preguntó Hyans.

—¿Por cuánto?

—Cuarenta y cinco dólares a la semana. Eso incluye tu columna. Distribuirías además por los buzones el miércoles por la noche, en tu coche, yo pagaría la gasolina, y escribirías también encargos especiales. De once de la mañana a siete y media de la tarde, viernes y sábados libres.

—Lo pensaré.

Vino de Cleveland el papá de Hyans. Nos emborrachamos juntos en casa de Hyans. Hyans y Cherry parecían muy desgraciados con papá. Y papá le daba al whisky. A él no le iba la yerba. Yo también le di al whisky. Bebimos toda la noche.

—Bueno, el modo de librarse de la Free Press es liquidar sus puntos de apoyo, echar de las calles a los vendedores, detener a unos cuantos cabecillas. Eso era lo que hacíamos en los viejos tiempos. Tengo dinero, puedo contratar a unos cuantos hampones, que sean unos buenos hijos de puta. Puedo contratar a Bukowski.

—¡Maldita sea! —chilló el joven Hyans—. ¡No quiero que me sueltes toda tu mierda, comprendes!

—¿Qué piensas tú de mi idea, Bukowski? —me preguntó papá.

—Creo que es una buena idea. Pasa la botella.

—¡Bukowski está loco! —chilló Joe Hyans.

—Tú publicas su columna —dijo papá.

—Es el mejor escritor de California —dijo el joven Hyans.

—El mejor escritor loco de California —corregí yo.

—Hijo —continuó papá—, tengo mucho dinero. Quiero que salga adelante tu periódico. Lo único que tenemos que hacer es detener a unos cuantos…

—No. No. ¡No! —chilló Joe Hyans—. ¡No lo soportaré!

Y salió corriendo de la casa. Qué hombre maravilloso era Joe Hyans. Salió corriendo de la casa. Me serví otro trago y le dije a Cherry que iba a joderla allí mismo contra la librería. Papá dijo que después le tocaba a él. Cherry nos insultó mientras Joe Hyans escapaba en la calle con su sensibilidad…

El periódico siguió, saliendo más o menos una vez por semana. Luego llegó el juicio de la foto del coño.

El fiscal preguntó a Hyans:

—¿Se opondría usted a la copulación oral en las escaleras del ayuntamiento?

—No —dijo Joe—, pero probablemente habría un atasco de tráfico.

Oh Joe, pensé, qué mal lo hiciste. Deberías haber dicho: «Para copulación oral preferiría el interior del ayuntamiento, donde suele hacerse normalmente».

Cuando el juez preguntó al abogado de Hyans qué sentido tenía la foto del órgano sexual femenino, el abogado de Hyans contestó:

—Bueno, es sencillamente lo que es. Es lo que es, amigo.

Perdieron el juicio, claro, y apelaron.

—Una provocación —dijo Joe Hyans a los pocos medios de información que se preocuparon—. No es más que una provocación policial.

Qué hombre inteligente era Joe Hyans…

La siguiente noticia que me llegó de Joe Hyans fue por teléfono:

—Bukowski, acabo de comprarme un revólver. Ciento doce dólares. Una bonita arma. Voy a matar a un hombre.

—¿Dónde estás ahora?

—En el bar, junto al periódico.

—Voy para allá.

Cuando llegué estaba paseando delante del bar.

—Vamos —dijo—. Te invito a una cerveza.

—Nos sentamos. Aquello estaba lleno. Hyans hablaba muy alto. Podían oírle en Santa Mónica.

—¡Voy a aplastarle los sesos contra la pared…! ¡Voy a matar a ese hijo de puta!

—¿Pero quién es, muchacho? ¿Por qué quieres matarle?

Miraba fijo al frente.

—Vamos, amigo, ¿Por qué quieres matar a ese hijo de puta, dime?

—¡Está jodiéndose a mi mujer, por eso!

—Oooh.

Siguió mirando al frente fijamente un poco más. Era como una película. Ni siquiera tan bueno como una película.

—Es una bonita arma —dijo Joe—. Se coloca en esta pequeña abrazadera. Dispara diez tiros. Fuego rápido. ¡Acabaré con ese cabrón!

Joe Hyans.

Aquel hombre maravilloso de la gran barba pelirroja.

Alucinante, sí.

En fin, de todos modos, le pregunté:

—¿Y qué me dices de todos esos artículos antibélicos que has publicado? ¿Y qué me dices del amor? ¿Qué fue de todo eso?

—Vamos, vamos, Bukowski, tú nunca te has creído toda esa mierda pacifista…

—Bueno, no sé, en fin… creo que no exactamente.

—Le dije a ese tipo que iba matarle si no se largaba, y entro y allí está sentado en el sofá en mi propia casa. ¿Qué harías tú, dime?

—Estás convirtiendo esto en cuestión de propiedad privada. ¿No comprendes? Mándalo al carajo. Olvídalo. Lárgate. Déjales allí juntos.

—¿Eso es lo que has hecho tú?

—A partir de los treinta años, siempre. Y después de los cuarenta, resulta aún más fácil. Pero entre los veinte y los treinta me sacaba de quicio. Las primeras quemaduras son las peores.

—¡Pues yo voy a matar a ese hijo de puta! ¡Voy a volarle la tapa de los sesos!

Todo el bar escuchaba. Amor, nene, amor.

—Salgamos de aquí —le dije.

Después de cruzar la puerta del bar, Hyans cayó de rodillas y se puso a gritar, un largo grito leche cuajada de cuatro minutos. Debían oírle en Detroit. Le levanté y le llevé a mi coche. Cuando llegó a la puerta agarró el manillar, cayó de rodillas y lanzó otro aullido hasta Detroit. Cherry le tenía enganchado, pobre imbécil. Le levanté, le metí en su asiento, entré por el otro lado, enfilé hacia el norte camino de Sunset y luego al este a lo largo de Sunset y en la señal, roja, entre Sunset y Vermont, lanzó otro. Yo encendí un puro. Los otros conductores miraban espantados cómo lloraba aquel pelirrojo barbudo.

Pensé, no va a parar. Tendré que atizarle.

Pero luego al ponerse verde el disco, lo dio por terminado y salimos de allí. Seguía gimiendo. Yo no sabía qué decir. No había nada que decir. Pensé, le llevaré a ver a Mongo el Gigante de la Nube Eterna. Mongo está lleno de mierda. Quizá pueda volcar alguna mierda en Hyans. Yo llevaba cuatro años sin vivir con una mujer. Estaba ya demasiado alejado del asunto para verlo con claridad.

La próxima vez que chille, pensé, le atizaré. No puedo soportar otro chillido de ésos.

—¡Eh! ¿A dónde vamos?

—A ver a Mongo.

—¡Oh, no! ¡Mongo no! ¡Odio a ese tío! ¡No hará más que reírse de mí! ¡Es un hijoputa de lo más cruel!

Era verdad. Mongo era inteligente pero cruel. No serviría de nada ir allí. Y yo tampoco podía hacer nada. Seguimos.

—Escucha —dijo Hyans—, por aquí vive una amiga mía. Un par de manzanas al norte. Déjame allí. Ella me comprende.

Giré hacia el norte.

—Oye —dije—, no te cargues al tío.

—¿Por qué?

—Porque eres el único capaz de publicar mi columna.

Le llevé hasta allí, le dejé, esperé hasta que abrieron la puerta y luego me fui.

Unas buenas cachas le suavizarían, sin duda. Yo también las necesitaba…

La siguiente noticia que tuve de Hyans fue que se había mudado de casa.

—No podía soportarlo más. En fin, la otra noche me di una ducha, me disponía a echar un polvo con ella, quería meter un poco de vida en sus huesos y, ¿sabes lo que hizo?

—¿Qué?

—Cuando yo entré escapó corriendo y se largó de casa. La muy zorra.

—Escucha, Hyans, conozco el juego. No puedo hablar contra Cherry porque en seguida estaréis juntos otra vez y entonces recordarás todas las porquerías que dijera de ella.

—Nunca volveré.

—Bah, bah.

—He decidido no matar a ese cabrón.

—Bien.

—Voy a desafiarle a un combate de boxeo. Con todas las reglas del ring. Arbitro, ring, guantes y todo.

—Me parece muy bien —dije.

Dos toros luchando por la vaca. Por aquella vaca huesuda, además. Pero en Norteamérica los perdedores se llevan a menudo la vaca. ¿Instinto maternal? ¿Mejor cartera? ¿Polla mayor? Dios sabe qué…

Hyans, mientras se volvía loco, alquiló a un tipo de pipa y pajarita para llevar el periódico. Pero era evidente que Open Pussy andaba por su último polvo. Y nadie se preocupaba por la gente de los veinticinco o treinta dólares por semana y de la ayuda gratuita. Ellos disfrutaban con el periódico. No era muy bueno, pero tampoco era muy malo. En fin, estaba mi columna: Notas de un viejo asqueroso.

Y pipa y pajarita dirigió el periódico. No había diferencia. Y entretanto, yo no hacía más que oír: «Joe y Cherry andan juntos de nuevo. Joe y Cherry se separan otra vez. Joe y Cherry están otra vez juntos. Joe y Cherry…».

Luego, una cruda y triste noche de miércoles salí a un quiosco a comprar un ejemplar de Open Pussy. Había escrito una de mis mejores columnas y quería ver si tenían el valor de publicarla. En el quiosco había el número de la semana anterior. Lo olí en el aire azul muerte. El juego había terminado. Compré bebida en abundancia y volví a casa y bebí por el difunto. Siempre preparado para el final, no lo estaba cuando llegó. Quité el cartel de la pared y lo tiré a la basura. «OPEN PUSSY. REVISTA SEMANAL DEL RENACIMIENTO DE LOS ANGELES.»

El gobierno ya no tendría que preocuparse. Yo volvía a ser un ciudadano magnífico. Veinte mil de tirada. Si hubiéramos podido llegar a los sesenta (sin problemas familiares, sin provocaciones policiales) podríamos haber triunfado. No lo conseguimos.

Al día siguiente telefoneé a la oficina. La chica del teléfono lloraba.

—Intentamos localizarte anoche, Bukowski, pero nadie sabía tu dirección. Es terrible. Se acabó. No hay nada que hacer. El teléfono sigue sonando. Estoy sola aquí. Celebraremos una reunión todo el personal el martes próximo por la noche para intentar seguir con el periódico. Pero Hyans se lo llevó todo: todos los ejemplares, la lista de direcciones y la máquina IBM que no le pertenecía. Nos hemos quedado limpios. No queda nada.

Oh qué voz más dulce se te pone, niña, una voz dulce y triste, me gustaría follarte, pensé.

—Estamos pensando empezar un periódico hippie. El underground está muerto. Por favor, vete el martes por la noche a casa de Lonny.

—Procuraré ir —dije, sabiendo que no iría. Así que allí estaba… casi dos años. Había terminado. Había ganado la policía, había ganado la ciudad, había ganado el gobierno, la decencia reinaba de nuevo en las calles. Quizá los policías dejarían de ponerme multas siempre que veían mi coche. Y Cleaver no nos enviaría ya notitas desde su escondite. Y siempre podías comprar Los Angeles Times en cualquier parte. Por Dios y por la Madre Celestial, qué triste es la vida.

Pero le di a la chica mi dirección y mi teléfono, pensando que podríamos hacer algo de provecho. (Harriet, nunca viniste.)

Pero Barney Palmer, el escritor político, sí vino. Le dejé entrar y abrí unas cervezas.

—Hyans —dijo—, se puso el revólver en la boca y apretó el gatillo.

—¿Y qué pasó?

—Se encasquilló. Así que vendió el revólver.

—Podía haberlo intentado otra vez.

—Hace falta mucho coraje para intentarlo una.

—Tienes razón. Perdona. Tengo una resaca tremenda.

—¿Quieres saber lo que pasó?

—Claro. También es mi suerte.

—Bueno, fue el martes por la noche, estábamos intentando preparar el periódico. Teníamos tu columna y gracias a Dios era larga, porque andábamos escasos de material. Nos faltaban páginas. Apareció Hyans, con los ojos vidriosos, borracho. El y Cherry habían roto otra vez.

—Uf.

—Sí. En fin, no teníamos material para cubrir todas las páginas. Y Hyans seguía estorbando y metiéndose en medio. Por fin se fue arriba y se tumbó en el sofá y se quedó traspuesto. En cuanto se fue, el periódico empezó a encajar. Conseguimos terminarlo y nos quedaban cuarenta y cinco minutos para la imprenta. Dije que lo bajaría yo a la imprenta. ¿Sabes lo que pasó entonces?

—Se despertó Hyans.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy así.

—Bueno, insistió en llevarlo a la imprenta él mismo. Metió el material en el coche, pero no fue a la imprenta. Al día siguiente llegamos y encontramos la nota que dejó, y el local limpio: la IBM, la lista de direcciones, todo…

—Ya me enteré. Bueno, enfoquémoslo así: él empezó este maldito asunto, así que tenía derecho a terminar con él.

—Pero la máquina IBM no era suya. Podría verse en un lío por eso.

—Hyans está acostumbrado a los líos. Le encantan. Está chiflado. Si le oyeras llorar…

—Pero qué me dices de la otra gente, Buk, los de veinticinco dólares semanales que lo dieron todo para que el periódico siguiera. Los de suelas de cartón en los zapatos. Los que dormían en el suelo.

—A los pequeños siempre les dan por el culo. Palmer. Así es la historia.

—Pareces Mongo.

—Mongo suele tener razón, aunque sea un hijoputa.

Hablamos un poco más. Luego se acabó todo. Aquella noche cuando estaba trabajando vino a verme un gran gatazo negro.

—Oye, hermano, oí que tu periódico cerró.

—Así es, hermano, pero, ¿dónde lo oíste?

—Está en Los Angeles Times, primera página de la sección segunda. Supongo que están celebrándolo.

—Supongo que sí.

—Nos gustaba tu periódico, amigo. Y también tu columna. Un buen material, sí señor.

—Gracias, hermano.

A la hora de comer (diez y veinticuatro), salí y compré el Los Angeles Times. Me lo llevé al bar de enfrente, pedí una jarra de cerveza de a dólar, encendí un puro y fui a sentarme en una mesa bajo una luz:

 

OPEN PUSSY EN LA BANCARROTA.

Open Pussy, el periódico underground número dos de Los Angeles, deja de publicarse, según declararon sus directores el martes. El periódico cumpliría dentro de diez semanas su segundo aniversario.

Cuantiosas deudas, problemas de distribución y una multa de mil dólares consecuencia de un proceso por obscenidad en octubre, contribuyeron a la ruina de esta publicación semanal, según Mike Engel, el director ejecutivo. Este situó la circulación última del periódico en veinte mil ejemplares.

Pero Engel y los demás miembros del equipo editorial dijeron también que creían que Open Pussy podría haber seguido publicándose y que su cierre fue decisión de Joe Hyans, su propietario-director jefe, de treinta y cinco años.

Cuando los miembros del equipo de redacción llegaron a la oficina del periódico, Avenida Melrose 4369, el miércoles por la mañana, encontraron una nota de Hyans que decía, entre otras cosas:

«El periódico ha cumplido ya su objetivo artístico. Políticamente no fue nunca demasiado eficaz, en realidad. Lo que ha aparecido en sus páginas últimamente no significa ningún avance sobre lo que imprimíamos hace un año.

»Como artista, debo abandonar un trabajo que no progresa… aunque sea un trabajo que haya hecho con mis propias manos y aunque esté dando pasta (dinero).»

Terminé la jarra de cerveza y fui a mi trabajo de funcionario del gobierno…

Unos días después encontré una nota en el buzón:

Lunes, 10,45 de la noche

Hank: Encontré en mi buzón esta mañana una nota de Cherry Hyans. (Estuve fuera todo el día y la noche del domingo.) Dice que tiene los chicos y está enferma y pasando muchos apuros en Calle Douglas… No puedo localizar Douglas en este jodido plano, pero quería que supieras de esta nota.

Barney.

Unos dos días después sonó el teléfono. No era una mujer salida que no podía más. No. Era Barney.

—Oye, Joe Hyans está en la ciudad.

—También estamos tú y yo —dije.

—Joe ha vuelto con Cherry.

—¿Sí?

—Van a trasladarse a San Francisco.

—Deben hacerlo.

—Lo del periódico hippie fracasó.

—Sí. Siento no haber podido ir. Me emborraché.

—No te preocupes. Pero escucha, ahora estoy escribiendo un encargo. En cuanto acabe, quiero hablar contigo.

—¿Para qué?

—He conseguido un socio con cincuenta de los grandes.

—¿Cincuenta de los grandes?

—Sí. Dinero de verdad. Quiere hacerlo. Quiere empezar otro periódico.

—Tenme informado, Barney. Siempre me caíste simpático. ¿Recuerdas aquella vez que empezamos a beber en mi casa a las cuatro de la tarde, hablamos toda la noche y no terminamos hasta las once de la mañana siguiente?

—Sí. Fue una noche tremenda. A pesar de lo viejo que eres, tumbas a cualquiera bebiendo.

—Sí.

—Bueno, cuando termine de escribir esto, ya te informaré.

—Sí. Tenme informado, Barney.

—Lo haré. Entretanto, aguanta firme.

—Claro.

Entré en el cagadero, solté una hermosa mierdacerveza. Luego me fui a la cama, me hice una paja y me dormí.

Charles Bukowski: Doce monos voladores que no querían fornicar adecuadamente. Cuento

136-SOLOBUKOWSKISuena el timbre y abro la ventana lateral que hay junto a la puerta. Es de noche.

—¿Quién es? —pregunto.

Alguien se acerca a la ventana, pero no puedo verle la cara. Tengo dos luces sobre la máquina de escribir. Cierro de golpe la ventana, pero hay gente hablando fuera. Me siento frente a la máquina, pero aún siguen hablando allí fuera. Me levanto de un salto y abro furioso la puerta y grito:

—¡YA LES DIJE QUE NO MOLESTARAN, ROMPEHUEVOS!

Miro y veo a un tipo de pie al fondo de las escaleras y a otro en el porche, meando. Está meando en un arbusto a la izquierda del porche, colocado en el borde del porche; la meada se arquea en un sólido chorro, hacia arriba, y luego hacia los matorrales.

—¡Ese tipo está meando en mis plantas! —digo.

El tipo se echa a reír y sigue meando. Le agarro por los pantalones, le alzo y le tiro, aún meando, por encima del matorral, hacia la noche. No vuelve.

—¿Por qué hizo eso? —dice el otro tío.

—Porque me dio la gana.

—Está usted borracho.

—¿Borracho? —pregunto.

Dobla la esquina y desaparece. Cierro la puerta y me siento de nuevo a la máquina. Muy bien, tengo este científico loco, ha enseñado a volar a los monos, tiene ya once monos con esas alas. Los monos son muy buenos. El científico les ha enseñado a hacer carreras. Hacen carreras alrededor de esos postes marcadores, sí. Ahora veamos. Hay que hacerlo bien. Para librarse de una historia tiene que haber jodienda, en abundancia a ser posible. Mejor que sean doce monos, seis machos y seis del otro género. Vale así. Ahí van. Empieza la carrera. Dan vuelta al primer poste. ¿Cómo voy a hacerles joder? Llevo dos meses sin vender un relato. Debía haberme quedado en aquella maldita oficina de correos. De acuerdo. Allá van. Rodean el primer poste. Quizá sólo se escapen volando. De pronto. ¿Qué tal eso? Vuelan hasta Washington, y se dedican a revolotear y saltar por el Capitolio cagando y meando sobre la gente, llenando la Casa Blanca con el aroma de sus cerotes. ¿No podría caerle un cerote encima al presidente? No, eso es pedir mucho. De acuerdo, que el cerote le caiga al secretario de estado. Se dan órdenes de acabar con ellos a tiros. Trágico, ¿verdad? ¿Y de joder qué? De acuerdo, de acuerdo. Veamos. Bueno, diez de ellos son abatidos a tiros, pobrecillos. Sólo quedan dos. Uno macho y uno del otro género. Al parecer no pueden localizarlos. Luego un policía cruza el parque una noche y allí están, los dos últimos, abrazados con las alas, jodiendo como diablos. El poli se acerca. El macho oye, vuelve la cabeza, alza la vista, esboza una estúpida sonrisa simiesca, sin dejar el asunto, y luego se vuelve y se concentra en su tarea. El policía le vuela la cabeza. La cabeza del mono, quiero decir. La hembra aparta al macho con disgusto y se incorpora. Para ser una mona, es bastante pequeñita. Por un momento, el policía piensa en, piensa… Pero no, sería demasiado, quizás, y además ella podría morderle. Mientras piensa esto, la mona se vuelve y levanta el vuelo. El poli apunta, dispara y la alcanza, ella cae. El poli se acerca corriendo. La mona está herida pero no de muerte. El poli mira a su alrededor, la levanta, se saca el chisme, prueba. No hay nada que hacer. Sólo cabe el capullo. Mierda. Tira la mona al suelo, se lleva el revólver a la sien y ¡BAM! Se acabó.

Vuelve a sonar el timbre.

Abro la puerta.

Eran tres tíos. Siempre estos tíos. Nunca viene una mujer a mear en mi porche, apenas si pasan siquiera mujeres por aquí. ¿Cómo se me van a ocurrir ideas? Ya casi se me ha olvidado lo que es joder. Pero dicen que es como lo de andar en bicicleta, que nunca se olvida. Es mejor que lo de andar en bicicleta.

Son Jack el Loco y dos que no conozco.

—Oye, Jack —digo—, creí que me había librado de ti.

Jack simplemente se sienta. Los otros dos se sientan. Jack me ha prometido no volver nunca, pero casi siempre está borracho, así que las promesas no significan mucho. Vive con su madre y pretende ser pintor. Conozco a cuatro o cinco tipos que viven con su madre o a costa de ella y que pretenden ser genios. Y todas las madres son iguales: «Oh, Nelson nunca ha conseguido que acepten sus trabajos. Va demasiado por delante de su época». Pero supongamos que Nelson es pintor y consigue colgar algo en una galería: «Oh, Nelson tiene un cuadro expuesto esta semana en las Galerías Warner-Finch. ¡Por fin reconocen su genio! Pide cuatro mil dólares por el cuadro. ¿Tú crees que es demasiado?». Nelson, Jack, Biddie, Norman, Jimmy y Katya. Mierda.

Jack lleva unos vaqueros azules, va descalzo, no tiene camisa ni camiseta, sólo lleva encima un chal marrón. Uno de los otros, tiene barba y hace muecas y se ruboriza continuamente. El otro tío es sólo gordo. Una especie de sanguijuela.

—¿Has visto últimamente a Borst? —pregunta Jack.

—No.

—¿Puedo tomar una de tus cervezas?

—No. Vosotros, amigos, venís, os bebéis todo mi material, os largáis y me dejáis en seco.

—De acuerdo.

Se levanta de un salto, sale y coge la botella de vino que había escondido debajo del cojín de la silla del porche. Vuelve. Descorcha y echa un trago.

—Yo estaba abajo en Venice con esa chica y cien arcoiris.

Creí que me habían guipado y subí corriendo a casa de Borst con la chica y los cien arcoiris. Llamé a la puerta y le dije «¡rápido, déjame pasar! ¡Tengo cien arcoiris y vienen siguiéndome!». Borst cerró la puerta. La abrí a patadas y entré con la chica. Borst estaba en

el suelo, meneándosela a uno. Entré en el baño con la chica y cerré la puerta. Borst llamó. «¡No te atrevas a entrar aquí!» dije. Estuve allí con la chica sobre una hora. Echamos dos para divertirnos. Luego nos fuimos.

—¿Tiraste los arcoiris?

—No, que coño, era una falsa alarma. Pero Borst se cabreó mucho.

—Mierda —dije—, Borst no ha escrito un poema decente desde 1955. Le mantiene su madre. Perdona. Pero quiero decir que lo único que hace es ver la televisión, comer esas delicadas verduras y pasearse por la playa en camiseta y calzoncillos sucios. Cuando vivía con aquellos muchachos en Arania era un buen poeta. Pero no me cae simpático. No es un ganador. Como dice Huxley, Aldous, «todo hombre puede ser un…».

—¿Qué andas haciendo tú? —pregunta Jack.

—Nada, todo me lo rechazan —dije.

Mientras la sanguijuela seguía allí sentada sin hacer nada, el otro tipo empieza a tocar la flauta. Jack alza su botella de vino. La noche es hermosa ahí en Hollywood, California. Entonces el tipo que vive en el patio de atrás se cae de la cama, borracho. Se oye un gran golpe. Estoy acostumbrado. Estoy acostumbrado a todo el patio. Todos están sentados en sus casas, con las persianas bajadas. Se levantan al mediodía. Tienen los coches fuera cubiertos de polvo, los neumáticos deshinchados, sin batería. Mezclan alcohol y droga y no tienen ningún medio visible de vida. Me gustan. No me molestan.

El tipo sube otra vez a la cama, se cae.

—Condenado y maldito imbécil —se le oye decir—, vuelve a esa cama.

—¿Qué ruido es ése? —pregunta Jack.

—El que vive ahí atrás. Es muy solitario. De vez en cuando bebe unas cervezas. Su madre murió el año pasado y le dejó veinte de los grandes. Se pasa la vida sentado en su casa, meneándosela y viendo los partidos de béisbol y las películas del oeste por la televisión. Antes trabajaba de ayudante en una gasolinera.

—Tenemos que largarnos —dice Jack—. ¿Quieres venir con nosotros?

—No —digo.

Explican que es algo relacionado con la Casa de Seven Gables. Van a ver a alguien relacionado con la Casa de Seven Gables. No es el escritor, el productor ni los actores, es otro.

—No, no —digo, y se largan. Magnífica perspectiva.

Así que me siento otra vez con los monos. Si pudiese manipularlos, hacer algo con ellos. ¡Si consiguiese ponerlos a joder todos al mismo tiempo! ¡Eso es! ¿Pero cómo? ¿Y por qué? Piensa en el Ballet Real de Londres. ¿Pero por qué? Me estoy volviendo loco. Vale, el Ballet Real de Londres es buena idea. Doce monos volando mientras bailan ballet, sólo que antes de la representación alguien les da a todos cantáridas. Pero la cantárida es un mito, ¿no? ¡Vale, introduce otro científico loco con una cantárida real! ¡No, no, oh Dios mío, no hay forma de arreglarlo!

Suena el teléfono. Lo cojo. Es Borst:

—¿Hank?

—¿Sí?

—Seré breve. Estoy arruinado.

—Sí, Jerry.

—Bueno, perdí mis dos patrocinadores. La bolsa y el duro dólar.

—Vaya, vaya.

—Bueno, siempre supe que esto iba a pasarme. Así que me voy de Venice. Aquí no puedo triunfar. Me iré a Nueva York.

-¿Qué?

—Nueva York.

—Ya me pareció que decías eso, ya.

—En fin, bueno, ya sabes, no tengo un céntimo y creo que allí triunfaré, realmente.

—Claro, Jerry.

—El perder a mis patrocinadores es lo mejor que podía haberme ocurrido.

—¿De veras?

—Ahora me siento de nuevo luchando. Ya has oído hablar de esa gente que se pudre en la playa. Pues bien, eso es lo que he estado haciendo yo hasta ahora: pudriéndome. He conseguido salir de esto. Y no me preocupa. Salvo los baúles.

—¿Qué baúles?

—No termino de hacerlos. Así que mi madre vuelve de Arizona para vivir aquí mientras yo esté fuera y para cuando vuelva, si es que vuelvo.

—Bien, Jerry, bien.

—Pero antes de ir a Nueva York voy a acercarme a Suiza y quizás a Grecia. Luego volveré a Nueva York.

—De acuerdo, Jerry, ya me tendrás informado. Me gusta saber de tu vida.

Luego, otra vez con los monos. Doce monos que pueden volar, jodiendo. ¿Cómo hacerlo? Ya van doce botellas de cerveza. Busco mi dosis de whisky de reserva en el refrigerador. Mezclo un tercio de vaso de whisky con dos tercios de agua. Nunca debí salir de aquella maldita oficina de correos. Pero incluso aquí, de este modo, uno tiene su pequeña oportunidad. Esos doce monos jodiendo, por ejemplo. Si hubiese nacido en Arabia y fuese camellero no tendría siquiera esta oportunidad. Así que endereza la espalda y dedícate a esos monos. Se te ha concedido la bendición de un pequeño talento y no estás en la India, donde probablemente dos docenas de muchachos podrían escribir para ti si supiesen escribir. Bueno, quizá no dos docenas, quizá sólo una docena pelada.

Termino el whisky, bebo media botella de vino, me acuesto, lo olvido.

A la mañana siguiente, a las nueve, suena el timbre. Hay una chica negra allí con un chico blanco con cara de tonto y gafas sin montura. Me cuentan que hace tres meses en una fiesta prometí ir en barco con ellos. Me visto, entro en el coche con ellos. Me llevan hasta un apartamento y allí sale un tipo de pelo oscuro.

—Hola, Hank —dice.

No le conozco. Al parecer, le conocí en la fiesta. Saca pequeños salvavidas color naranja. Luego estamos en el muelle. No puedo diferenciar el muelle del agua. Me ayudan

a bajar a un balanceante artilugio de madera que lleva a un muelle colgante. Entre el artilugio y el muelle flotante hay como un metro de separación. Me ayudan a pasar.

—¿Qué coño es esto? —pregunto—. ¿Nadie tiene un trago?

Esta no es mi gente. Nadie tiene bebida. Luego estoy en un pequeño bote de remos, alquilado, al que alguien ha unido un motor de medio caballo. El fondo del bote está lleno de agua en la que flotan dos peces muertos. No sé qué gente es ésta. Ellos me conocen. Magnífico. Magnífico. Salimos al mar. Bonito. Pasamos ante una rémora que flota casi en la superficie del agua. Una rémora, pienso, una rémora enroscada a un mono volador. No, eso es horrible. Vomito otra vez.

—¿Cómo está el gran escritor? —pregunta el tipo con cara de tonto que va en la proa de la barca, el de las gafas sin montura.

—¿Qué gran escritor? —pregunto, pensando que está hablando de Rimbaud, aunque jamás consideré a Rimbaud un gran escritor.

—Tú —dice.

—¿Yo? —digo—. Oh, muy bien. Creo que el año que viene me iré a Grecia.

—¿Grasa? —dice él—. ¿Para metértela en el culo?

—No —contesto—. En el tuyo.

Y seguimos hacia alta mar, donde Conrad triunfó. Al diablo con Conrad. Tomaré coca-cola con whisky en un dormitorio a oscuras en Hollywood en 1970, o en el año en que tú lees esto, sea el que sea. El año de la orgía simiesca que nunca sucedió. El motor farfulla y sorna en el mar. Vamos camino de Irlanda. No, es el Pacífico. Vamos camino del Japón. Al diablo.

Charles Bukowski: Quince centímetros. Cuento

88-SOLOBUKOWSKILos primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.

—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.

—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.

Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a Harry, al camionero.

—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?

—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.

—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas no existen.

—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.

—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.

—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.

—¿Cómo lo sabes? .

—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.

—¿Qué les pasó?

—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente… podías verles irse, desvanecerse. ..

—¿Qué quieres decir?

—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.

Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.

—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.

—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?

—Lo sé —dijo ella.

—No me dijo mucho.

—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.

—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.

—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.

Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.

Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí. Una noche llegó a casa y me dijo:

—¡Quítate esa maldita ropa!

—¿Cómo dices, querida?

—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!

No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!

—¿Cómo dices, querida?

—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!

—Pero querida, qué te pasa… ¿Estás en plan de bronca esta noche?

—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!

Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.

—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células…

Me atizó otra vez, varias veces.

—¡Ay! ¡Que duele, querida!

—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!

—¿Yo mismo?

—¡Sí, venga, condenado!

Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.

—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.

Yo supuse que era amor y decidí cooperar… Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los pantalones en casa.

—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la cerveza no!

—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.

—¿Qué conseguiremos?

—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.

-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.

—Ya lo verás, ya.

Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.

—¿Te pegaste hoy en los lomos?

—¡Si, mierda, sí!

—¿Cuántas veces?

—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.

Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no…

La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.

Una noche di en la báscula los setenta kilos.

—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!

Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.

—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.

—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?

Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:

—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.

—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.

—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.

Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los pantalones me arrastraban… y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos. Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.

Una noche me subí a la báscula.

Sesenta kilos.

—Oye Sara, ven.

—Sí, querido…

—Hay algo que no entiendo.

—¿Qué?

—Parece que estoy encogiendo.

—¿Encogiendo?

—Sí, encogiendo.

—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!

Luego se echó a reír.

—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.

—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.

Trazó la raya.

Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más. —Ven aquí, Sara.

—Sí, niño bobo.

.—Vamos, traza la raya.

Trazó la raya.

Me volví.

—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana. ¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!

—Niño bobo…

Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.

Me subí en la silla que había frente a su mesa.

—¿Henry Markson Jones II?

—Sí señor, dígame.

—¿Es usted Henry Markson Jones II?

—Claro señor.

—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto… quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero…

—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.

—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.

Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así…

Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso una cadenita de plata.

Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.

—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!

Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.

—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!

—¡No soy un pato, soy un hombre!

—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!

Y me cogía y me besaba con sus labios rojos…

Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:

—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!

En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.

Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.

Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:

sí, no soy más que un mosquito,

no hay problema mientras no me pongo caliente,

entonces no tengo dónde meterla,

salvo en una maldita cabeza de alfiler.

Sara aplaudía y se reía.

si quieres ser almirante de la marina de la reina 

no tienes más que hacerte del servicio secreto, 

conseguir quince centímetros de altura 

y cuando la reina vaya a mear 

atisbar en su chorreante coñito…

Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro modo…

Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.

—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa estupenda cerveza.

—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.

—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.

—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos conseguir la Culminación de los Opuestos.

—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación de los Opuestos?

—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.

Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara. Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro… había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.

Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.

De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.

—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.

Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí… una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré… El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.

Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.

—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo!  —me dijo.

Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos. ¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo… me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo… estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.

Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.

Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.

Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo… lo cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.

Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.

Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.

Entonces quedó inmóvil. Escuché.

Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno…

Se paró.

Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección. Devoré cuanto pude… peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.

Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.

No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba. Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.

El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.

Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.

—¿Oiga, qué demonios es eso?

—¿Qué —preguntó una cliente.

—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.

Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.

—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.

Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.

La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.

Charles Bukowski: Vida en un prostíbulo de tejas. Cuento

64-SOLOBUKOWSKISalí del autobús en aquel lugar de Tejas y hacía frío y yo tenía catarro, y uno nunca sabe, era una habitación muy grande, limpia, por sólo cinco dólares a la semana, y tenía chimenea, y apenas me había quitado la ropa cuando de pronto entró aquel negro viejo y empezó a hurgar en la chimenea con aquel atizador largo. No había leña en la chimenea y me pregunté qué haría allí aquel viejo hurgando en la chimenea con el atizador. Y entonces me miró, se agarró el pijo y emitió un sonido así como, «¡isssssss!» y yo pensé, bueno, por alguna razón debe creer que soy marica, pero como no lo soy, no puedo hacer nada por él. En fin, pensé, así es el mundo, así funciona. Dio unas cuantas vueltas por allí con el atizador y luego se fue. Entonces me metí en la cama. Cuando viajo en autobús siempre me acatarro y además me da insomnio, aunque la verdad es que siempre tengo insomnio de todos modos.

En fin, la cosa es que el negro del atizador se largó y yo me tumbé en la cama y pensé, bueno, puede que un día de éstos consiga cagar.

Volvió a abrirse la puerta y entró una criatura, hembra, bastante sabrosa, y se echó de rodillas y empezó a fregar el suelo de madera, y a mover y mover y mover el culo mientras fregaba el suelo de madera.

—¿Quieres una chica guapa? —me preguntó.

—No. Estoy molido. Acabo de bajarme del autobús. Sólo quiero dormir.

—Un buen chocho te ayudaría a dormir, de veras. Sólo son cinco dólares.

—Estoy hecho migas.

—Es una chica muy guapa… y limpia.

—¿Dónde está esa chica?

—Yo soy la chica —se levantó y se plantó delante de mí.

—Lo siento, pero estoy agotado, de veras.

—Sólo dos dólares.

—No, lo siento.

Se fue. Al cabo de unos minutos oí la voz de hombre.

—Oye, ¿vas a decirme que eres incapaz de camelerarle? Le dimos nuestra mejor habitación por sólo cinco dólares. ¿Me vas a decir que no puedes?

—¡Lo intenté, Bruno! ¡De verdad que lo intenté, Bruno!

—¡Sucia zorra!

Identifiqué el sonido. No era un bofetón. La mayoría de los buenos chulos procuran no espachurrar la cara. Pegan en la mejilla, junto a la mandíbula, evitando los ojos y la boca. Bruno debía tener un establo bien surtido. Era sin lugar a dudas el sonido de puñetazos en la cabeza. Ella chilló y cayó al suelo y el hermano Bruno le atizó otro lanzándola contra la pared. Anduvo un rato rebotando de puño a pared y de pared a puño entre chillidos; yo me estiré en la cama y pensé, bueno, a veces la vida resulta interesante. Pero no quiero de ninguna manera oír esto. Si hubiese sabido que iba a pasar le habría dejado acostarse conmigo.

Luego me dormí.

Por la mañana, me levanté, me vestí. Normalmente lo hago. Pero de cagar nada. Me fui a la calle y empecé a buscar estudios fotográficos. Entré en el primero.

—Buenos días, caballero. ¿Quiere usted una foto?

Era una guapa pelirroja y sonreía.

—¿Una foto con esta cara? Ando buscando a Gloria Westhaven.

—Yo soy Gloria Westhaven —dijo ella y cruzó las piernas y se subió un poquito la falda! Pensé que el hombre ha de morir para llegar al cielo.

—¿Pero qué dices? —dije—. Tú no eres Gloria Westhaven. Conocí a Gloria Westhaven en un autobús de Los Angeles.

—¿Y qué pasó?

—Bueno, me enteré de que su madre tenía un estudio fotográfico. Ando buscándola. Es que en el autobús pasó algo…

—Vaya, vaya, ¿qué pasó?

—Que la conocí. Había lágrimas en sus ojos cuando se bajó. Yo seguí hasta Nueva Orleans, al llegar cogí el autobús de vuelta. Nunca una mujer había llorado por mí.

—Quizá llorase por otra cosa.

—Eso creí yo también hasta que los otros pasajeros empezaron a insultarme.

—¿Y lo único que sabes es que su madre tiene un estudio fotográfico?

—Eso es todo lo que sé.

—Muy bien, escucha. Conozco al director del periódico más importante de esta ciudad.

—No me sorprende —dije mirándole las piernas.

—Escucha, déjame tu nombre y dirección. Le explicaré por teléfono la historia, aunque habrá que cambiarla. Os conocisteis en un avión, ¿entiendes? Amor en el aire. Ahora estáis separados y perdidos, ¿entiendes? Y tú has volado hasta aquí desde Nueva Orleans y lo único que sabes es que su madre tiene un estudio fotográfico. ¿Comprendido? Lo pondremos en la columna de M…K… en la edición de mañana. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije y eché una última ojeada a sus piernas y salí mientras ella marcaba en el teléfono. Y allí estaba yo en la segunda o tercera ciudad de Tejas, el amo de la ciudad. Entré en el primer bar…

Estaba muy lleno para aquella hora del día. Me senté en el único taburete vacío. Bueno, no. Había dos taburetes vacíos, uno a cada lado de aquel tipo grande. Tendría unos veinticinco años, con cerca de uno noventa y unos cien kilos. Ocupé uno de los taburetes y pedí una cerveza. Me zampé la cerveza y pedí más.

—Así me gusta, eso es beber, sí señor —dijo el tipo grande—. En cambio estos maricas de aquí, se sientan y están horas con una cerveza. Me gusta cómo se comporta usted, forastero. ¿De dónde es, qué hace?

—No hago nada —dije—. Y soy de California.

—¿Y no tiene proyectos?

—No, ninguno. Yo sólo ando por ahí.

Bebí la mitad de mi segunda cerveza.

—Usted me gusta, forastero —dijo el tipo grande— Confiaré en usted. Pero hablaré bajo, porque aunque soy un tipo grande, son muchos para mí.

—Diga diga —dije terminando la segunda cerveza.

El tipo grande se inclinó y me dijo al oído, en un susurro:

—Los téjanos apestan.

Miré alrededor. Asentí lentamente. Sí.

Cuando acabó, yo estaba debajo de una de las mesas que atendía la camarera por la noche. Salí a gatas, me limpié la boca furtivamente, vi que todos se reían y me largué…

Cuando llegué al hotel no podía entrar. Había un periódico debajo de la puerta y la puerta estaba abierta sólo unos milímetros.

—Eh, déjeme pasar —dije.

—¿Quién es usted? —preguntó el tipo.

—Estoy en la ciento dos. Pagué por una semana. Me llamo Bukowski.

—Usted no lleva botas, ¿verdad?

—¿Botas? ¿Cómo dice?

—Rangers.

—¿Rangers? ¿Qué es eso?

—Pase pase —dijo…

No llevaba diez minutos en mi habitación, estaba en la cama con toda aquella red alrededor. Toda la cama (y era una cama grande con una especie de techo) tenía alrededor aquella red. Tiré de ella por los lados y me quedé allí tumbado con toda aquella red alrededor. Me producía una sensación bastante extraña hacer una cosa así, pero tal como iban las cosas pensé que de todos modos me sentiría extraño. Por si no bastara esto, sentí una llave en la puerta y la puerta se abrió. Esta vez era una negra baja y maciza de rostro bonachón y culo inmenso.

Y aquella amable y enorme negra se puso a colocar de nuevo la extraña red, diciendo:

—Es hora de cambiar las sábanas, querido.

—Pero sí llegué ayer —dije yo.

—Querido, nuestro turno de cambio de sábanas no depende de ti. Venga, saca de ahí tu culito rosado y déjame hacer mi trabajo.

—Bueno bueno —dije, y salté de la cama, absolutamente desnudo. No pareció asustarse.

—Conseguiste una cama muy linda y muy grande, querido —me dijo—. Tienes la mejor habitación y la mejor cama de este hotel.

—Debo ser un hombre de suerte.

Estiró aquellas sábanas y me enseñó todo aquel culo. Me enseñó todo aquel culo y luego se volvió y dijo:

—Vale, querido, ya está hecha la cama. ¿Algo más?

—Bueno, sí puedes subirme doce o quince cuartos de cerveza.

—Te lo subiré. Primero dame el dinero.

Le di el dinero y pensé, en fin, hasta nunca. Eché la red alrededor decidido a dormir. Pero la negrita volvió y corrió la red y nos sentamos allí a charlar y a beber cerveza.

—Háblame de ti —le dije.

Se rió y empezó a contar. Por supuesto, no había tenido una vida fácil. No sé cuánto tiempo estuvimos bebiendo. Por fin se metió en la cama y fue uno de los polvos mejores de mi vida…

Al día siguiente, me levanté, bajé a la calle y compré el periódico y allí estaba, en la columna del popular columnista. Se mencionaba mi nombre. Bukowski, novelista, periodista, viajero. Nos habíamos conocido en el aire. La encantadora dama y yo. Y ella había aterrizado en Tejas y yo había seguido hasta Nueva Orleans cumpliendo mi trabajo de periodista, pero, como no podía borrar del pensamiento a aquella maravillosa mujer, había cogido otro avión rumbo a Tejas. Sólo sabía que su madre tenía un estudio fotográfico. En el hotel, me hice con una botella de whisky y cinco o seis cuartos de cerveza y cagué al fin. ¡Qué gozosa experiencia! ¡Debería haber figurado en la columna!

Me metí de nuevo en la red. Sonó el teléfono. Era el teléfono interior. Estiré la mano y descolgué.

—Una llamada para usted, señor Bukowski, del director del… ¿se la paso?

—Sí, pásemela —dije—. Diga.

—¿Es usted Charles Bukowski?

—Sí.

—¿Qué hace en un sitio así?

—¿Qué quiere decir? ¿Qué tiene este sitio? Me parece una gente muy agradable.

—Es el peor prostíbulo de la ciudad. Llevamos quince años intentando cerrarlo. ¿Cómo fue a parar ahí?

—Hacía frío. Entré en el primer sitio que vi. Vine en autobús y hacía frío.

—Vino usted en avión. ¿No recuerda?

—Recuerdo.

—Muy bien, tengo la dirección de la chica. ¿La quiere?

—Sí, si no tiene usted inconveniente. Si lo tiene, olvídelo.

—No entiendo, la verdad, cómo vive usted en un sitio así.

—Está bien. Es usted el director del periódico más importante de la ciudad y está hablando conmigo por teléfono y estoy en un burdel de Tejas. En fin, amigo, dejémoslo. La chica lloraba o algo así; y eso me impresionó. Sabe, cogeré el próximo autobús y me iré de la ciudad.

—¡Espere!

—¿Qué he de esperar?

—Le daré la dirección. La chica leyó la columna. Leyó entre líneas. Telefoneó. Quiere verle. No le dije dónde estaba viviendo. En Tejas somos gente hospitalaria.

—Sí, estuve en un bar anoche. Pude comprobarlo.

—¿También bebe?

—No es que beba, soy un borracho.

—Creo que no debería darle la dirección.

—Entonces olvide este jodido asunto —dije, y colgué.

Sonó otra vez el teléfono.

—Una llamada para usted, señor Bukowski. Del director del…

—Pásela.

—Mire, señor Bukowski, necesitamos completar la historia. Hay mucha gente interesada.

—Dígale al columnista que utilice su imaginación.

—Escuche, ¿le importa que le pregunte qué hace usted para ganarse la vida?

—No hago nada.

—¿Sólo viajar por ahí en autobús y hacer llorar a las jóvenes?

—No todos pueden hacerlo.

—Escuche, voy a darle una oportunidad. Voy a darle esa dirección. Vaya usted y véala.

—Puede que sea yo el que esté dándole una oportunidad.

Me dio la dirección.

—¿Quiere que le explique cómo puede ir allí?

—No se preocupe. Si puedo encontrar un burdel, podré encontrarla a ella.

—Hay algo en usted que no acaba de gustarme —dijo.

—Olvídelo. Si la chica merece la pena, volveré a llamarle.

Colgué. Era una casita marrón. Me abrió una vieja.

—Busco a Charles Bukowski —dije—. No, perdón —añadí—. Busco a una tal Gloria Westhaven.

—Soy su madre —dijo ella—. ¿Es usted el del avión?

—Soy el del autobús.

—Gloria leyó la columna. Supo inmediatamente que era usted.

—Magnífico. ¿Qué hacemos ahora?

—Oh, pase pase.

Pasé.

—Gloria —aulló la vieja.

Salió Gloría. Seguía con muy buen aspecto. Exactamente una más de esas saludables pelirrojas tejanas.

—Pase, pase, no se quede ahí —dijo—. Discúlpanos, mamá.

Me hizo pasar a su cuarto, pero dejó la puerta abierta. Nos sentamos, muy separados.

—¿Qué hace usted? —preguntó.

—Soy escritor.

—¡Oh, qué maravilla! ¿Dónde le han publicado?

—No me han publicado.

—Entonces, en cierto modo, en realidad no es usted escritor.

—Así es. Y vivo en una casa de putas.

—¿Que?

—Lo dicho, tiene usted razón, no soy escritor, en realidad.

—No, me refiero a lo otro.

—Estoy viviendo en un burdel.

—¿Vive usted siempre en burdeles?

—No.

—¿Cómo es que no está usted en el ejército?

—No pude pasar el psiquiatra.

—Bromea usted.

—No, gracias a Dios.

—¿No quiere usted combatir?

—No.

—Ellos bombardearon Pearl Harbor.

—Ya me enteré, ya.

—¿No quiere usted luchar contra Adolfo Hitler?

—Pues, no, la verdad, prefiero que sean otros.

—Es usted un cobarde.

—Sí, claro, lo soy. No es que me importe mucho matar a un hombre, pero no me gusta dormir en barracones con un montón de tíos roncando y luego que me despierte un idiota a cornetazos, y no me gusta llevar esas cochambrosas camisas color aceituna que pican muchísimo. Soy de piel muy sensible.

—Me alegro que tenga usted algo sensible.

—Yo también, pero ojalá que no fuese la piel.

—Quizá debiese usted escribir con la piel.

—Quizá debiese usted escribir con el chocho.

—Es usted ruin. Y cobarde. Alguien ha de enfrentarse a las hordas fascistas. Estoy prometida a un teniente de la marina norteamericana que si estuviese aquí ahora, le daría a usted una buena zurra.

—Ya puede ser, pero eso sólo me haría aún más ruin.

—Le enseñaría al menos a portarse como un caballero delante de una dama.

—Sí, claro, tiene usted razón. ¿Si matase a Mussolini sería un caballero?

—Sin duda.

—Me alisto ahora mismo.

—No le quieren. ¿Se acuerda?

—Me acuerdo.

Estuvimos sentados allí mucho tiempo en silencio. Luego dije yo:

—Oiga, ¿puedo preguntarle algo?

—Adelante —dijo ella.

—¿Por qué me pidió que me bajara del autobús con usted? ¿Y por qué lloró al ver que no lo hacía?

—Bueno, se trata de su cara. Es usted tan feo.

—Sí, ya lo sé.

—En fin, tiene esa cara tan fea y tan trágica. No quería perder esa «cosa trágica». Me daba usted lástima, por eso lloré. ¿Cómo consiguió una cara tan trágica?

—Ay Dios mío —dije. Luego me levanté y me fui.

Volví andando al burdel. El tipo de la puerta me reconoció.

—Eh, amigo, ¿dónde le hicieron ese cardenal?

—Un asunto relacionado con Tejas.

—¿Tejas? ¿Estaba usted a favor o en contra de Tejas?

—A favor, desde luego.

—Va usted aprendiendo, amigo.

—Sí, lo sé.

Subí a la habitación y cogí el teléfono y le dije al tipo que me pusiera con el director del periódico.

—Oiga amigo, aquí Bukowski.

—¿Vio usted a la chica?

—Vi a la chica.

—¿Cómo fueron las cosas?

—Bien, muy bien. Estuve corriéndome como una hora. Dígaselo a su columnista. Colgué.

Bajé y salí y busqué el mismo bar. No había cambiado nada. Aún seguía allí el tipo grande, con un taburete vacío a cada lado.

Me senté y pedí dos cervezas. Bebí la primera de un trago. Luego bebí la mitad de la otra.

—Yo a usted le recuerdo —dijo el tipo grande—. ¿Qué le pasó?

—La piel. Es muy sensible.

—¿Usted me recuerda? —preguntó.

—Le recuerdo.

—Creí que no volvería nunca.

—Pues aquí estoy. ¿Jugamos el jueguecito?

—Aquí en Tejas no jugamos jueguecitos, forastero.

—¿No?

—¿Aún cree usted que los téjanos apestan?

—Algunos.

Y allá fui yo otra vez debajo de la mesa. Salí, me levanté y me fui. Volví al burdel.

Al día siguiente, el periódico decía que el «Romance» había fracasado. Yo había vuelto a Nueva Orleans. Recogí mis cosas y bajé hasta la estación de autobuses. Llegué a Nueva Orleans, conseguí una habitación legal y me instalé. Conservé los recortes de periódico un par de semanas, y luego los tiré. ¿Tú no habrías hecho lo mismo?

Charles Bukowski: La máquina de follar. Cuento

chb2Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. ni siquiera pensaba en follar. sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor… había otros cinco o seis mirando sus cervezas. imbéciles. así que Tony se sentó con nosotros.

-¿qué hay de nuevo, Tony? -pregunté.

-es una mierda -dijo Tony.

-no hay nada nuevo.

-mierda -dijo Tony.

-ay, mierda -dijo Mike el Indio.

bebimos las cervezas.

-¿qué piensas tú de la Luna? -pregunté a Tony.

-mierda -dijo Tony.

-sí -dijo Mike el Indio-, el que es un carapijo en la Tierra, es un carapijo en la Luna, qué mas da.

-dicen que probablemente no haya vida en Marte -comenté.

-¿y qué coño importa? -preguntó Tony.

-ay, mierda -dije-. dos cervezas más.

Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero. lo guardó. volvió.

-mierda, vaya calor. me gustaría estar más muerto que los antiguos.

-¿adónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony?

-¿y qué coño importa?

-¿tú no crees en el Espíritu Humano?

-¡eso son cuentos!

-¿y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos esos?

-cuentos, cuentos.

bebimos las cervezas pensando en esto.

-bueno -dije-, voy a echar una meada.

fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el Búho.

la saqué y empecé a mear.

-vaya polla más pequeña que tienes -me dijo.

-cuando meo y cuando medito sí. pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis.

-hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. porque ahí veo por lo menos cinco centímetros.

-es sólo el capullo.

-te doy un dólar si me dejas chupártela.

-no es mucho.

-eso es más que el capullo. seguro que no tienes más que eso.

-vete a la mierda, Petey.

-ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza.

volví a mi asiento.

-dos cervezas más -pedí.

Tony hizo la operación habitual. luego volvió.

-vaya calor, voy a volverme loco -dijo.

-el calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo -le expliqué a Tony.

-¡corta ya! ¿me estás llamando loco?

-la mayoría lo estamos. pero permanece en secreto.

-sí, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime, ¿cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿hay alguno?

-unos cuantos.

-¿cuántos?

-¿de todos los millones que existen?

-sí, sí.

-bueno, yo diría que cinco o seis.

-¿cinco o seis? -dijo Mike el Indio-. ¡hombre no jodas!

-¿cómo sabes que estoy loco? di -dijo Tony-. ¿cómo podemos funcionar si estamos locos?

-bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo unos cuantos para controlarnos, demasiado pocos, así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras. de momento, es todo lo que pueden hacer. yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. pero ahora sé que también los locos controlan el espacio.

-¿cómo lo sabes?

-porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna.

-¿y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna?

-sería lo mismo -dije.

-¿entonces tú eres imparcial? -preguntó Tony.

-soy imparcial con todos los tipos de locura.

silencio. seguimos bebiendo. Tony también; empezó a servirse whisky con agua. podía; era el dueño.

-coño, qué calor hace -dijo Tony.

-mierda, sí -dijo Mike el Indio.

entonces Tony empezó a hablar.

-locura -dijo- ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura?

-claro -dije.

-no, no, no… ¡quiero decir AQUI, en mi bar!

-¿sí?

-sí. algo tan loco que a veces me da miedo.

-explícame eso, Tony -dije, siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.

Tony se acercó más.

-conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar. no esas chorradas de las revistas de tías. esas cosas que se ven en los anuncios.

botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. este tipo lo ha conseguido de veras. es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir nuestro gobierno. antes de que pudieran agarrarlo los rusos. no lo contéis por ahí.

-claro hombre, no te preocupes…

-von Brashlitz. el gobierno intentó hacerle trabajar en el ESPACIO. no hubo nada que hacer. es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa MAQUINA DE FOLLAR. al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Angel… le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos, mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo. así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche, llega aquí y empieza a beber. me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos. y le escondí aquí. aquí vienen muchos locos, ya sabéis.

-sí -dije yo.

-luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo.

había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia… además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones.

-llevo toda la vida buscando una mujer así -dije yo.

Tony se echó a reír.

-y quién no. yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MAQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.

-¿y?

-fue como ir al cielo antes de morir.

-déjame que imagine el resto -le pedí.

-imagina.

-von Brashlitz y su MAQUINA DE FOLLAR están en este momento arriba, en esta misma casa.

-eso es -dijo Tony.

-¿cuánto?

-veinte billetes por sesión.

-¿veinte billetes por follarse una máquina?

-ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. ya lo

verás.

-Petey el Búho me la chupa y me da un dólar.

-Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses.

le di mis veinte.

-te advierto, Tony, que si se trata de una chifladura del calor, perderás a tu mejor cliente.

-como dijiste antes, todos estamos locos de todas formas. Puedes subir.

-de acuerdo -dije.

-vale -dijo Mike el Indio-. aquí están mis veinte.

-os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. el resto es para von Brashlitz. quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y von B. bebe cerveza como un loco.

-de acuerdo -dije-. ya tienes los cuarenta. ¿dónde está esa inmortal MAQUINA DE FOLLAR?

Tony levantó una parte del mostrador y dijo:

-pasad por aquí. tenéis que subir por la escalera del fondo. Cuando lleguéis llamáis y decís «nos manda Tony».

-¿en cualquier puerta?

-la puerta 69.

-vale -dije-, ¿qué más?

-listo -dijo Tony-, preparad las pelotas.

encontramos la escalera. subimos.

-Tony es capaz de todo por gastar una broma -dije.

llegamos. allí estaba: puerta 69.

llamé:

-nos manda Tony.

-¡oh, pasen, pasen, caballeros!

allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo, vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble. como en las viejas películas. tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.

cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul…

-caballeros… mi hija Tanya…

-¿qué?

-sí, ya lo sé, soy tan… viejo… pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar. pueden creer lo que quieran. de todos modos, ésta es mi hija Tanya…

-hola, muchachos -dijo ella sonriendo.

luego todos miramos hacia la puerta en que había ese letrero: SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR.

terminó su cerveza.

-bueno… supongo, muchachos, que venís a por el mejor POLVO de todos los tiempos…

-¡papaíto! -dijo Tanya-. ¿por qué tienes que ser siempre tan grosero?

Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro.

luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR. se volvió y nos sonrió. luego, muy despacio, abrió la puerta. entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas.

el chisme estaba DESNUDO, una mesa de metal.

el profesor nos plantó aquel maldito traste delante y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán.

una masa de metal con aquel agujero en el centro. el profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar de aquel aceite. sin dejar de tararear aquella insensata canción alemana.

y siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos miró por encima del hombro y dijo: «bonita, ¿eh?». luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.

Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:

-maldita sea… ¡han vuelto a tomarnos el pelo!

-si -dije yo-, estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo, pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.

von Brashlitz soltó una carcajada. se acercó al armario de bebidas. sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago y se sentó frente a nosotros.

-cuando empezamos a saber en Alemania que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco, hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo: la auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes. si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica… los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegar a Marte… los primeros en todo. en fin, el resultado exacto no lo sé… numéricamente o en términos de energía cerebral científica. sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron un trago, me pusieron una pistola en la sien, hicieron promesas, hablaron y hablaron. yo lo firmé todo…

-todas esas consideraciones históricas me parecen muy bien -dije yo-.

pero no voy a meter la polla, mi pobrecita polla, en ese cacharro de acero o de lo que sea. Hitler debía ser realmente un loco para confiar en usted. ¡ojalá le hubieran echado el guante los rusos! ¡yo lo que quiero es que me devuelvan mis veinte dólares!

von Brashlitz se echó a reír.

-jiii jiii jiii ji… es sólo mi bromita de siempre. jiii jiii jiii ji!

metió otra vez el cacharro en el cuartito. cerró la puerta.

-¡ay, ji jiii ji! -bebió otro trago de schnaps.

luego se sirvió más. lo liquidó.

-caballeros, ¡yo soy un artista y un inventor! mi MAQUINA DE FOLLAR es en realidad mi hija, Tanya…

-¿más chistecitos, von? -pregunté.

-¡no es ningún chiste! ¡Tanya! ¡ponte en el regazo de este caballero!

Tanya soltó una carcajada, se levantó, se acercó, y se sentó en mi regazo.

¿Una MAQUINA DE FOLLAR? ¡no podía serlo! su piel era piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica… cada movimiento era distinto, y respondía a los míos.

me lancé inmediatamente, le arranqué la blusa, le metí mano en las bragas, hacía años que no estaba tan caliente; luego nos enredamos; de algún modo acabamos de pie… y la entré de pie, tirándole de aquel pelo largo y rubio, echándole la cabeza hacia atrás, luego bajando, separándole las nalgas y acariciándole el ojo del culo mientras le atizaba, y se corrió… la sentí estremecerse, palpitar, y me corrí también.

¡nunca había echado polvo mejor!

Tanya se fue al baño, se limpió y se duchó, y volvió a vestirse para Mike el Indio. supuse.

-el mayor invento de la especie humana -dijo muy serio von Brashlitz.

tenía toda la razón.

por fin Tanya salió y se sentó en mi regazo.

-¡NO! ¡NO! ¡TANYA! ¡AHORA LE TOCA AL OTRO! ¡CON ESE ACABAS DE FOLLAR!

ella parecía no oír, y era extraño, incluso en una MAQUINA DE FOLLAR, porque yo nunca había sido muy buen amante, la verdad.

-¿me amas? -preguntó.

-sí.

-te amo, y soy muy feliz. y… teóricamente no estoy viva. ya lo sabes, ¿verdad?

-te amo, Tanya, eso es lo único que sé.

-¡cago en tal! -chilló el viejo-. ¡esta JODIDA MAQUINA!

se acercó a la caja barnizada en que estaba escrita la palabra TANYA a un lado. salían unos pequeños cables; había marcadores y agujas que temblequeaban, y varios indicadores, luces que se apagaban y se encendían, chismes que tictaqueaban… von B. era el macarra más loco que había visto en mi vida. empezó a hurgar en los marcadores, luego miró a Tanya:

-¡25 AÑOS! ¡toda una vida casi para construirte! ¡tuve que esconderte incluso de HITLER! y ahora… ¡pretendes convertirte en una simple y vulgar puta!

-no tengo veinticinco -dijo Tanya-. tengo veinticuatro.

-¿lo ves? ¿lo ves? ¡como una zorra normal y corriente!

volvió a sus marcadores.

-te has puesto un carmín distinto -dije a Tanya.

-¿te gusta?

-¡oh, sí!

se inclinó y me besó.

von B. seguía con sus marcadores. tenía el presentimiento de que ganaría él.

von Brashlitz se volvió a Mike el Indio:

-no se preocupe, confíe en mí, no es más que una pequeña avería. lo arreglaré en un momento.

-eso espero -dijo Mike el Indio-. se me ha puesto en treinta y cinco centímetros esperando y he pagado veinte dólares.

-te amo -me dijo Tanya-. no volveré a follar con ningún otro hombre.

si puedo tenerte a ti, no quiero a nadie más.

– te perdonaré Tanya, hagas lo que hagas.

el profe estaba corridísimo. seguía con los cables pero nada lograba.

-¡TANYA! ¡AHORA TE TOCA FOLLAR CON EL OTRO! estoy… cansándome ya… tengo que echar otro traguito de aguardiente… dormir un poco… Tanya…

-oh -dijo Tanya- ¡este jodido viejo! ¡tú y tus traguitos, y luego te pasas la noche mordisqueándome las tetas y no puedo dormir! ¡ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente! ¡eres asqueroso!

-¿COMO?

-¡DIJE «QUE NI SIQUIERA ERES CAPAZ DE CONSEGUIR UN EMPALME DECENTE»!

-¡esto lo pagarás Tanya! ¡eres creación mía, no yo creación tuya!

seguía hurgando en sus mágicos marcadores. quiero decir, en la máquina. estaba fuera de sí, pero se veía claramente que la rabia le daba una clarividencia que le hacía superarse.

-es sólo un momento, caballero -dijo dirigiéndose a Mike-. ¡sólo tengo que ajustar los cuadros electrónicos! ¡un momento! ¡vale! ¡ya está!

entonces se levantó de un salto. aquel tipo al que habían salvado de los rusos.

miró a Mike el Indio.

-¡ya está arreglado! ¡la máquina está en orden! ¡a divertirse caballero!

luego, se acercó a su botella de aguardiente, se sirvió otro pelotazo y se sentó a observar.

Tanya se levantó de mi regazo y se acercó a Mike el Indio. vi que Tanya y Mike el Indio se abrazaban.

Tanya le bajó la cremallera. le sacó la polla, ¡menuda polla tenía el tío! había dicho treinta y cinco centímetros, pero parecían por lo menos cincuenta.

luego Tanya rodeó con las manos la polla de Mike.

él gemía de gozo.

luego la arrancó de cuajo. la tiró a un lado.

vi el chisme rodar por la alfombra como una disparatada salchicha, dejando tristes regueruelos de sangre. fue a dar contra la pared. allí se quedó como algo con cabeza pero sin piernas y sin lugar alguno a donde ir… lo cual era bastante cierto.

luego, allá fueron las BOLAS volando por el aire. una visión saltarina y pesada. simplemente aterrizaron en el centro de la alfombra y no supieron qué hacer más que sangrar.

así que sangraron.

von Brashlitz, el héroe de la invasión rusonorteamericana, miró ásperamente lo que quedaba de Mike el Indio, mi viejo camarada de sople, rojo rojo allá en el suelo, manando por su centro… von B. se dio el piro, escaleras abajo…

la habitación 69 había hecho de todo salvo aquello.

luego le pregunté a ella:

-Tanya, habrá problemas aquí muy pronto. ¿por qué no dedicamos el número de la habitación a nuestro amor?

-¡como quieras, amor mío!

lo hicimos, justo a tiempo; y luego entraron aquellos idiotas.

uno de aquellos enterados declaró entonces muerto a Mike el Indio.

y como von B. era una especie de producto del gobierno norteamericano, en seguida se llenó aquello de gente, varios funcionarios de mierda de diversos tipos, bomberos, periodistas, la pasma, el inventor, la CIA, el FBI y otras diversas formas de basura humana.

Tanya vino y se sentó en mi regazo.

-ahora me matarán. procura no entristecerte, por favor.

no contesté.

luego von Brashlitz se puso a chillar, apuntando a Tanya:

-¡SE LO ASEGURO, CABALLEROS, ELLA NO TIENE NINGUN SENTIMIENTO! ¡CONSEGUI QUE HITLER NO LA AGARRASE! ¡se lo aseguro, no es más que una MAQUINA!

todos se limitaron a quedarse allí mirándole. nadie le creía.

era ni más ni menos la máquina más bella, la mujer por así decirlo, que habían visto en su vida.

-¡maldita sea! ¡majaderos! toda mujer es una máquina de follar, ¿es que no se dan cuenta? ¡apuestan al mejor caballo! ¡EL AMOR NO EXISTE! ¡ES UN ESPEJISMO DE CUENTO DE HADAS COMO LOS REYES MAGOS!

aun así no le creían.

-¡ESTO es sólo una máquina! ¡no tengan ningún MIEDO! ¡MIREN!

von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya.

lo arrancó de cuajo del cuerpo.

y dentro, dentro del agujero del hombro, se veía claramente, no había más que cables y tubos, cosas enroscadas y entrelazadas, además de cierta sustancia secundaria que recordaba vagamente la sangre.

y yo vi a Tanya allí de pie con aquellos alambres enroscados colgándole del hombro donde antes tenía el brazo. me miró:

-¡por favor, hazlo por mí! recuerda que te pedí que no te pusieras triste.

vi como se echaban sobre ella, como la destrozaban y la violaban y la mutilaban.

no pude evitarlo. apoyé la cabeza en las rodillas y me eché a llorar…

Mike el Indio nunca llegó a cobrarse sus veinte dólares.

pasaron unos meses. no volví al bar. hubo juicio, pero el gobierno eximió de toda culpa a von B. y a su máquina. me trasladé a otra ciudad. lejos. y un día estaba sentado en la peluquería y cogí una revista pornográfica. había un anuncio:

«¡Hinche su propia muñequita! veintinueve dólares noventa y cinco.

goma resistente, muy duradera. cadenas y látigos incluidos en el lote.

un bikini, sostén, bragas, dos pelucas, barra de labios y un tarrito de poción de amor incluidos. von Brashlitz Co.».

envié un pedido. a un apartado de Massachusetts. también él se había trasladado.

el paquete llegó al cabo de unas tres semanas. fue bastante embarazoso porque yo no tenía bomba de bicicleta, y me puse muy caliente cuando saqué todo aquello del paquete. tuve que bajar a la gasolinera de la esquina y utilizar la bomba de aire.

hinchada tenía mejor pinta. grandes tetas, un culo. inmenso.

-¿qué es eso que tiene ahí, amigo? -me preguntó el de la gasolinera.

-oiga, oiga, yo le he pedido prestado un poco de aire. soy un buen cliente, ¿no?

-bueno, bueno, puede coger el aire. pero es que no puedo evitar la curiosidad… ¿qué tiene ahí?

-¡vamos, déjeme en paz! -dije.

-¡DIOS MIO! ¡que TETAS! ¡mire, mire!

-¡ya las veo, imbécil!

le dejé con la lengua fuera, me eché el chisme al hombro y volví a casa. me metí en el dormitorio.

aún estaba por plantearse la gran cuestión…

abrí las piernas buscando algún tipo de abertura.

von B. no lo había hecho mal del todo.

me eché encima y empecé a besar aquella boca de goma. de cuando en cuando echaba mano a una de las gigantescas tetas de goma y la chupaba. le había puesto una peluca amarilla y me había frotado con la poción de amor toda la polla. no hizo falta mucha poción de amor, con la del tarro habría para un año.

la besé apasionadamente detrás de las orejas, le metí el dedo en el culo y le di sin parar. luego la dejé, di un salto, le encadené los brazos a la espalda, con el candadito y la llave, y le azoté el culo de lo lindo con los látigos.

¡dios mío, voy a volverme loco! pensé.

después de azotarla bien, volví a metérsela. follé y follé. era más bien aburrido, la verdad. imaginé perros follando con gatas; imaginé dos personas follando en el aire mientras caían de un rascacielos. imaginé un coño grande como un pulpo, reptando hacia mí, apestoso, anhelante de orgasmo. recordé todas las bragas, rodillas, piernas, tetas y coños que había visto. la goma sudaba; yo sudaba.

-¡te amo, querida! -susurré jadeante en sus oídos de goma.

me fastidia admitirlo, pero me obligué a eyacular en aquella sarnosa masa de goma. no se parecía en nada a Tanya.

cogí una navaja de afeitar y destrocé el artefacto. lo tiré donde las latas vacías de cerveza.

¿cuántos hombres compran esos chismes absurdos en Norteamérica?

¿no pasas ante medio centenar de máquinas de joder si das una vuelta por cualquier calle céntrica de una gran ciudad de Norteamérica? con la única diferencia de que éstas pretenden ser mujeres.

pobre Mike el Indio, con su polla muerta de cincuenta centímetros.

todos los pobres mikes. todos los que escalan el Espacio. todas las putas de Vietnam y Washington.

pobre Tanya, con su vientre que había sido el vientre de un cerdo. sus venas que habían sido las venas de un perro. apenas cagaba o meaba, follar, sólo follaba (corazón, voz y lengua prestados por otros). por entonces, sólo debían haber hecho unos diecisiete transplantes de órganos. von B. iba muy por delante de todos.

pobre Tanya, qué poco había comido la pobre… básicamente queso barato y uvas pasas. nunca había deseado dinero ni propiedades ni grandes coches nuevos, ni casas supercaras. jamás había leído el diario de la tarde. no deseaba en absoluto una televisión en color, ni sombreros nuevos, ni botas de lluvia, ni charlas de patio con mujeres idiotas; jamás había querido un marido médico, o corredor de bolsa, o miembro del Congreso o policía.

y el tipo de la gasolinera sigue preguntándome:

-oiga, ¿qué fue de aquello que trajo a hinchar aquel día?

pero ya no me lo preguntará más. voy a echar gasolina en otro sitio. y no volveré tampoco a la barbería donde vi la revista del anuncio de la muñeca de goma de von B. voy a intentar olvidarlo todo.

¿no harías tu lo mismo?

Charles Bukowski: No funciona el negocio. Cuento

bukowski_thumb[4]Manny Hyman estaba en el mundo del espectáculo desde los dieciséis años. Cuatro décadas en lo mismo y aún no tenía donde caerse muerto. Trabajaba en uno de los salones del Sunset Hotel. El salón pequeño. Él, Manny, era la «Comedia». Las Vegas ya no era la de antes. El dinero se había ido a Atlantic City, donde las cosas eran más frescas, más nuevas. Además, estaba la maldita recesión.

—Recesión —decía— es cuando tu mujer se escapa con alguien. Depresión es cuando alguien te la trae de vuelta. Alguien me trajo la mía de vuelta. Eso tiene su lado divertido, y cuando lo encuentre vendré aquí a contarlo…

Manny estaba sentado en el camerino tomándose a sorbos una botella de vodka. Se veía en el espejo. Entradas profundas… frente lustrosa, nariz torcida hacia la izquierda… ojos negros y tristes…

Mierda, pensó, creo que a todos les resulta difícil. Cada vez cuesta más, pero hay que seguir adelante. Eso o poner la cabeza sobre la vía del tren.

Alguien golpeó en la puerta.

—Adelante —dijo—, no hay aquí nada más que tranquilidad y un poco de vegetación judía…

Era Joe. Joe Silver. Joe contrataba los espectáculos del hotel. Joe acercó una silla, se sentó en ella al revés, apoyó los brazos y la barbilla en el respaldo y miró a Manny. Joe había estado contratando números durante el mismo tiempo que Manny había estado actuando. Tenían casi el mismo aspecto, con la diferencia de que Joe no tenía aspecto de pobre.

Joe suspiró, se desperezó y se frotó la nuca.

—Cuando estás con tu público, Manny, lo que haces es muy amargo. Quizá llevas demasiado tiempo metido en esto y la situación empieza a afectarte. Yo recuerdo cuando eras gracioso. Me hacías reír. Hasta hacías que se riera la gente. No parece algo tan lejano…

—¿Ah, sí? —sonrió Manny—. ¿Hablas de anoche?

—Hablo del año pasado. Hablo de… no me acuerdo cuándo.

—Vamos, Joe, no van tan mal las cosas —dijo Manny, sin dejar de mirar el espejo.

—No viene nadie, Manny. No atraes público. Tu número es tan chato que lo podrías pasar por debajo de una puerta.

—Pero ¿lo podrías pasar por debajo de una puerta corredera?

—Aquí tenemos una puerta giratoria, Manny. La puerta gira y te hace entrar, y si no das la talla en la vuelta siguiente te echa a la puta calle…

Manny torció la cabeza y miró a Joe.

—¿Qué me estás diciendo, Joe? ¡Yo soy uno de los grandes cómicos! Tengo los recortes para probarlo. «Uno de los grandes cómicos de nuestra era.» ¡Tú lo sabes!

—Hablas de la era glacial, Manny. ¡Ahora estamos en el presente! Tenemos que sentar a más personas en las mesas. Podría ir ahora por allí y arrojar tres kilos de arroz crudo y no acertar a nadie.

—Quizá a la gente no le gusta el arroz, Joe. Quizá lo prefiere cocido…

Joe negó con la cabeza.

—Manny, sales y te portas como un viejo amargado. ¡La gente sabe que el mundo es una mierda! Es lo que quiere olvidar.

Manny tomó un sorbo de vodka.

—Tienes razón, Joe. No entiendo qué me pasa. Como bien sabes, en este país vuelve a haber colas para tomar un plato de sopa. Como en los años treinta. Salgo y veo a esos cerdos comiendo y bebiendo y son tontos, tontos de verdad. ¿Qué derecho tienen a poseer tanto dinero? No entiendo nada.

Joe tocó a Manny en el brazo.

—Mira, sácate eso de la cabeza. No estás aquí para mejorar las cosas. Tu trabajo consiste en hacer reír.

—Sí, no lo dudo…

—Manny, como persona me caes bien. Sé que despilfarras el sueldo en mesas de juego y en chicas. Eso no me importa. Necesitas un desahogo. Y no me importa lo del vodka… siempre que produzcas algo. Pero A. J. me ha dicho que si no llenamos más mesas se acabó aquí mi empleo de promotor. ¡Tú no los haces reír, Manny! ¡Y ahora estoy yo con el culo al aire! Y tampoco me río. Estoy pensando en traer a ese chico, Benny Blue. No sólo inventa chistes sino que hace guarradas con pompas de jabón.

—Es un mediocre, un imbécil de pésimo nivel, Joe. ¿Oíste lo que hizo el otro día? Ciego de cocaína, meó a una de las camareras. Después le dio cinco dólares y le dijo que volviera a la noche siguiente para un bis.

—Lo oí. Pero el chico es bueno en el escenario. ¡Y eso es lo que me preocupa!

—Yo no tomo cocaína, Joe.

—¡Qué me importa lo que tomas! ¡Me importa lo que haces! Fuera figura tu nombre en letras luminosas, y en las mesas no veo a nadie…

—¡Joder! ¿No te has enterado? ¡Hay recesión, Joe!

—Y por favor, Manny, ¡basta de chistes sobre la recesión! ¡Pones incómoda a la gente! ¡La gente quiere reír! ¡Algo falla, Manny, porque no entra nadie!

Manny tomó otro trago de vodka, se dio la vuelta y se quedó mirando a Joe.

—Bueno… ¿quieres que te diga la verdad? ¡Son esas malditas coristas! ¡Hace tres o cuatro temporadas que tienen las mismas chicas con el mismo vestuario! ¡Se les empiezan a caer las tetas! ¡El culo les ha crecido más que la deuda nacional! Y… ¡después de hora se dedican a la prostitución! Las Tortolitas ¡un cuerno! ¡Habría que ponerles Hermanitas Herpes! ¡A quién le interesa ver un lote de putas enfermas levantando las piernas al mismo tiempo!

—No podemos comprarles vestuario nuevo, Manny. ¿Sabes cuánto cuesta vestirlas?

—Pongan al menos algo nuevo dentro de esa ropa.

—Manny, no es ése el problema. Tú eres el problema. ¡Levantas o te vas! Tendré que traer a Benny Blue y sus Burbujas Guarras.

—¿Levantar? ¿Levantar?

—No es más que una frase. Quiero decir que necesitas levantar la puntería con tu número, hacerlo despegar. Y si tenemos que sacrificar un culo, será el tuyo…

—Gracias, Joe.

—Supongo que sabes que Ginny tiene cáncer de mama. Estoy hasta las cejas de facturas del hospital.

—Me había enterado… —Manny le ofreció la botella a Joe—. Tómate un trago de vodka.

—Gracias, Manny…

Joe tomó un sorbo.

—Dime, Manny, ¿cuánto sacaste anoche en las mesas?

—No me vas a creer, pero saqué mil quinientos.

—¡Magnífico! Escucha, Manny…

—¿Sí?

—No los gastes.

Joe se levantó.

—Bueno, ¡te deseo toda la suerte del mundo!

—¿Por que no la del universo?

—Esa también.

Manny estaba sentado delante del espejo; la botella había bajado bastante. Oía al solista cantando una balada sentimentaloide. Nunca se burlaban de esos imbéciles. Las mujeres los adoraban y los hombres los sufrían, encantados de no ser como ellos. Manny había conocido a ese tipo. Un marginado del Pasadena City College con patillas hasta el culo. El cabronazo tomaba batidos de leche malteada y jugaba a las máquinas tragaperras con las abuelas. Tenía tanta clase como el ojete de un gato.

Sonó otro golpe en la puerta.

—Te toca ahora, Manny…

Manny tomó un buen trago, se miró en el espejo y se sacó la lengua. La lengua era de un blanco grisáceo. La guardó con rapidez.

Allí fuera había mucha luz y hacía mucho calor. Manny dejó que se le acostumbraran los ojos, vio tal vez a cinco o seis parejas en las mesas. El lugar contaba con veintiséis mesas. Todas las parejas tenían un aspecto hosco. No se hablaban. No se movían más que para levantar lo que estaban bebiendo, dejarlo en la mesa y pedir más.

—Bueno, hola… amigos —improvisó Manny—. Sabéis que entre Johnny Carson y yo hay poca diferencia. Carson usa un traje nuevo cada noche. Nunca se lo ve dos veces con el mismo traje. Me pregunto qué hará con los usados. Una cosa sé: que no se los regala a Ed McMahon…

Silencio.

—Ed McMahon no cabe en los pantalones de Carson… ¿Se entiende? Claro que sí. Pero creo que no es muy divertido. Bueno, me gusta ir ajustando el humor poco a poco, de manera sigilosa…

—¡Espero que lo consigas antes del amanecer! —gritó un borracho corpulento desde el fondo de la sala.

Manny miró con ojos de miope hacia la oscuridad.

—Ah, ya te veo, amigo. ¡Eres un GRANDÍSIMO gilipollas! ¡Un gilipollas tan grandísimo que por el culo te podrían meter el Queen Mary y aún quedaría sitio para la procesión de Semana Santa!

—¡Qué pésimo eres! —respondió el borracho—. ¿No puedes bailar un poco de claqué?

—Bueno… —empezó a decir Manny.

—O mejor aún, hacer que te trague la tierra —gritó otro borracho.

El escaso público aplaudió con entusiasmo.

Manny esperó a que volviera el silencio.

—Ahora —dijo— entiendo por qué sois tan desdichados: vuestras novias se acuestan con los árabes y habéis tenido que vender el Volkswagen para pagar el próximo recibo de la hipoteca, pero aquí estoy yo para haceros reír aunque no queráis…

—¡Pues hazlo de una vez, mamón kosher! —gritó el borracho corpulento.

—Gracias por indicarme lo que tengo que hacer —dijo Manny sin levantar la voz—. Ahora, si dejas de follar a tu mujer con los dedos por debajo del mantel, sigo con el número.

—¡Más te valdrá! ¡Está a punto de amanecer!

—De acuerdo. ¿Habéis oído el del soldado de chocolate que se acostó con la chica de chocolate que compró por correo?

—¡Sí!

—Muy bien, ¿y el del presidente Reagan y la enorme sorpresa que Nancy le tenía preparada?

—¡Lo contaste anoche!

—¿Tú estuviste aquí anoche?

—¡Sí!

—¿Y estás hoy aquí?

—¡Sí!

—Entonces, gilipollas, somos dos los imbéciles. ¡Con la única diferencia de que a mí me pagan!

—¡Si vengo mañana y tú sigues ahí todavía, tendrán que pagarme a mí!

El público aplaudió. Manny esperó hasta que volvió el silencio.

—La única diferencia entre vosotros y los pobladores de un cementerio es que vosotros estáis sentados —dijo muy tranquilo.

—¡La única diferencia entre tu número y un cementerio es que en un cementerio no hay consumición mínima!

Se oyeron algunas risas. Manny parpadeó.

—A ver… ¿De dónde habéis salido? ¿Del útero o de las paredes?

—¡Hemos salido del útero! Tú ¿has salido de algún sitio?

Manny sacó el micrófono portátil de la base y se sentó en el borde del escenario con las piernas colgando. Sacó la botella de vodka, la vació y la tiró.

—Me gustáis mucho. Estáis llenos de mierda. ¿Sabéis una cosa? Yo solía correr con Lenny Bruce.

—¡Con razón se murió de una sobredosis!

—Y todas esas preciosas damas, ¿de dónde han salido? Para mí, del Museo de Cera. ¿Alguna necesita una vela para el coño?

—¡Judío, no me haces ninguna gracia! ¡No puedes hablar así de mi mujer!

Era el borracho corpulento del fondo de la sala, que se levantó de la mesa. Tenía un tamaño impresionante.

Como una ola de carne, se puso en marcha hacia Manny. Manny parecía incapaz de moverse.

Las luces del escenario se apagaron y se encendieron. La orquesta atacó. Las coristas salieron con sus culos grandes y sus tetas caídas. Agitaban las piernas y la música sonaba con fuerza.

El borracho seguía avanzando hacia Manny a través del sonido. Cuando lo tuvo a su alcance, Manny le dio una tremenda patada en los huevos. El gigantón soltó un gruñido pero no se cayó. Siguió allí de pie y cuando Manny se levantó para huir del escenario el borracho logró agarrarle una pernera del pantalón y bajarlo. Manny aterrizó de bruces. El borracho lo cogió, lo levantó por encima de la cabeza y lo estrelló contra una mesa desocupada mientras entraban corriendo los guardas de seguridad. La banda seguía tocando. Las chicas levantaban las piernas todo lo que podían.

Benny Blue había llegado un rato antes. Estaba de pie en la entrada. Como siempre, tenía consigo el equipo para fabricar burbujas. Lo sacó y se puso a trabajar. Sopló un pene flácido con huevos caídos. Su creación flotó por encima del tumulto. Había nacido una estrella.

Charles Bukowski: Violación, violación. Cuento

bukowskiEl médico estaba haciendo una especie de prueba. Consistía en una triple extracción de sangre, la segunda diez minutos después de la primera, la tercera diez minutos más tarde. Ya me habían hecho las dos primeras extracciones y yo estaba dando vueltas por la calle, esperando que pasaran los quince minutos para volver. Allí en la calle, vi que había una mujer sentada en la parada del autobús, al otro lado. De los millones de mujeres que ves, aparece de pronto una que te impresiona. Hay algo en sus formas, en cómo está hecha, en el vestido concreto que lleva, algo, a lo que no puedes sobreponerte. Tenía un cruce de piernas espectacular, y llevaba un vestido amarillo claro. Las piernas terminaban en unos finos y delicados tobillos, pero tenía unas magníficas pantorrillas y unas nalgas y unos muslos espléndidos. Y en la cara aquella expresión juguetona, como si estuviese riéndose de mí, pero intentando ocultarme algo.

Bajé hasta el semáforo, crucé la calle. Fui hacia ella, hacia el banco de la parada del autobús. Era como un trance. No podía controlarme. Cuando me acercaba, se levantó y se alejó calle abajo. Aquel trasero me hechizó, me hizo perder el juicio. Fui tras ella embrujado por el tintineo de sus tacones, devorando su cuerpo con los ojos.

¿Qué demonios me pasa? pensé. He perdido el control.

Me da igual, me contestó algo.

Llegó a una oficina de correos y entró. Entré detrás de ella. En la cola había cuatro o cinco personas. Era una tarde agradable y cálida. Todos parecían como sonámbulos. Yo, desde luego, lo estaba.

Estoy a unos centímetros de ella, pensé. Podría tocarla con la mano.

Recogió un giro postal de siete dólares ochenta y cinco. Escuché su voz. Hasta su voz parecía brotar de una máquina sexual especial. Salió. Yo compré una docena de postales aéreas que no quería. Luego salí apresuradamente detrás. Ella esperaba el autobús y el autobús llegaba. Conseguí entrar detrás de ella. Luego encontré asiento justo detrás. Recorrimos una larga distancia. Ella debe darse cuenta de que estoy siguiéndola, pensé. Sin embargo, no parece incómoda. Tenía el pelo amarillo rojizo. Todo era fuego a su alrededor.

Debíamos llevar recorridos de cinco a seis kilómetros. De pronto se levantó y apretó el botón. Vi cómo se alzaba su ceñido vestido por todo su cuerpo al estirarse a pulsar el botón. Dios mío, no puedo soportarlo, pensé.

Salió por la puerta de delante y yo por la de atrás. Dobló la esquina a la derecha y la seguí. Nunca miraba atrás. Era una zona de casas de apartamentos. Tenía un aspecto más espléndido que nunca. Una mujer como aquélla no debería andar por la calle.

Luego entró en un sitio llamado «Hudson Arms». Me quedé fuera mientras ella esperaba el ascensor. La vi entrar. La puerta se cerró y entonces entré yo y me quedé a la puerta del ascensor. Lo oí subir, oí abrirse las puertas, la oí salir. Cuando pulsé el botón, lo oí bajar e hice un cálculo de los segundos:

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

Cuando llegó abajo, yo había calculado dieciocho segundos de descenso.

Entré y apreté el botón del último piso, el cuarto. Luego conté. Cuando llegué a la cuarta planta habían pasado veinticuatro segundos. Eso significaba que ella estaba en la tercera planta. En alguna de las puertas. Di al tercero. Seis segundos. Salí.

Había allí muchos apartamentos. Pensando que sería demasiado fácil que estuviese en el primero, prescindí de él y llamé al segundo.

Abrió la puerta un hombre calvo, con camiseta y tirantes.

—Soy de la Empresa de Seguros de Vida Concord. ¿Tienen ustedes hecho su seguro de vida?

—Lárguese —dijo Calvo, y cerró la puerta.

Probé en la siguiente puerta. Abrió una mujer de unos cuarenta y ocho, gorda, muy arrugada.

—Soy de la Empresa de Seguros Concord. ¿Tienen hecho su seguro de vida, señora?

—Pase por favor, caballero —dijo ella.

Entré.

—Escuche —dijo—, mi niño y yo estamos muriéndonos de hambre. Mi marido cayó muerto en la calle hace dos años. Muerto en la calle, se quedó el pobre. No puedo vivir con ciento noventa dólares al mes. Mi hijo pasa hambre. ¿Tiene usted algo de dinero para que pueda comprarle a mi hijo un huevo?

La miré de arriba abajo. El chico estaba de pie en el centro de la habitación, sonriendo. Era un arrapiezo muy alto, de unos doce años y un poco subnormal. No dejaba de sonreír.

Le di un dólar a la mujer.

—¡Oh, gracias, señor! ¡Muchas gracias!

Me rodeó con sus brazos, me besó. Tenía la boca húmeda, acuosa, fofa. Luego me metió la lengua en la boca. Casi vomito Era una lengua gorda, llena de saliva. Tenía pechos muy grandes, muy blandos, tipo bizcocho. Me aparté.

—Oiga, ¿nunca ha estado solo? ¿No necesita una mujer? Soy una mujer buena y limpia, de veras. Conmigo no cogerá ninguna enfermedad, no se preocupe.

—Mire, tengo que irme —dije. Salí de allí.

Probé en otras tres puertas. Sin suerte.

Luego, en la cuarta puerta apareció ella. Abrió unos diez centímetros. Me eché hacia delante y empujé. Cerré la puerta después de entrar. Era un lindo apartamento. Ella se quedó allí plantada mirándome. ¿Cuándo chillará? pensé. Tenía aquella cosa larga frente a mí.

Me acerqué a ella, la agarré por el pelo y por el culo y la besé.

Ella me empujó, rechazándome. Aún llevaba puesto aquel vestido amarillo tan ceñido. Retrocedí y la abofeteé, con fuerza, cuatro veces. Cuando volví a cogerla, la resistencia fue menor. Fuimos tambaleándonos por el piso, Le rasgué el vestido por el cuello, le rompí toda la pechera, le arranqué el sostén. Eran unos pechos inmensos. Volcánicos. Los besé. Luego llegué a la boca. Le había levantado el vestido y estaba trabajando con las bragas. De pronto, cayeron. Y yo la tenía dentro. La atravesé allí mismo, de pie. Después de hacerlo, la tiré de espaldas en el sofá. Su coño me miraba. Aún era tentador.

—Vete al baño —le dije—. Límpiate.

Fui a la nevera. Había una botella de buen vino. Busqué dos vasos. Serví dos tragos. Luego ella salió y le di un vaso. Me senté en el sofá a su lado.

—¿Cómo te llamas?

—Vera.

—¿Te gustó?

—Sí. Me gusta que me violen. Sabía que estabas siguiéndome. Te esperaba. Cuando subí en el ascensor sin ti, creí que habías perdido el valor. Sólo me habían violado una vez. A las mujeres guapas nos resulta muy difícil conseguir un hombre. Todo el mundo piensa que somos inaccesibles. Es un infierno.

—Pero con la pinta que tienes y como vistes… ¿Te das cuenta de que torturas a los hombres por la calle?

—Sí. Quiero que la próxima vez utilices el cinturón.

—¿El cinturón?

—Sí, que me azotes, en el culo, en los muslos, en las piernas, que me hagas daño y luego que me la metas. ¡Dime que vas a violarme!

—De acuerdo, te pegaré, te violaré.

La agarré por el pelo, la besé violentamente, la mordí el labio.

—¡Jódeme! —dijo ella—. ¡Jódeme!

—Espera —dije—, ¡tengo que descansar!

Me bajó la cremallera y sacó el pene.

—¡Qué hermoso es! ¡Así todo rosado y doblado!

Lo metió en la boca. Empezó a trabajar. Lo hacía muy bien.

—¡Oh, mierda! —dije—. ¡Oh, mierda!

Me tenía enganchado. Estuvo trabajando sus buenos seis o siete minutos y luego el aparato empezó a bombear. Clavó los dientes justo debajo del capullo y me sorbió el tuétano.

—Escucha —dije—, parece como si hubiese estado aquí toda la noche. Creo que voy a necesitar recuperar fuerzas. ¿Qué te parece si tomo un baño mientras tú preparas algo de comer?

—De acuerdo —dijo.

Entré en el baño. Solté el agua caliente. Cerré la puerta. Colgué la ropa en la manilla.

Me di un buen baño caliente y luego salí con una toalla por encima.

Justo cuando salía, entraban dos polis.

—¡Ese hijo de puta me violó! —les decía ella.

—¡Un momento, un momento! —dije.

—Vístase, amigo —dijo el poli más grande.

—Oye, Vera, esto es una broma o qué.

—¡No, tú me violaste! ¡Me violaste! ¡Y luego me obligaste a hacerlo con la boca!

—Vístase amigo —dijo el poli grande—. ¡Que no tenga que repetirlo!

Entré en el baño y empecé a vestirme. Cuando salí me pusieron las esposas.

Vera lo dijo otra vez:

—¡Violador!

Bajamos en el ascensor. Cuando cruzábamos el vestíbulo, varias personas me miraron. Vera se había quedado en su apartamento. Los polis me metieron violentamente en el asiento de atrás.

—¿Pero qué le pasa, amigo? —preguntó uno de ellos—. ¿Por qué arruinó su vida por un polvo? Es un disparate.

—No fue exactamente una violación —dije.

—Pocas lo son.

—Sí —dije—. Creo que tiene razón.

Pasé por el papeleo. Luego me metieron en una celda.

Confían sólo en la palabra de una mujer, pensé. ¿Dónde está la igualdad?

Luego pensé: ¿La violaste tú a ella o te violó ella a ti?

No lo sabía.

Por fin me dormí. Por la mañana me dieron uvas, gachas de maíz, café y pan. ¿Uvas? Un sitio con verdadera clase. Sí.

Quince minutos después abrieron la puerta.

—Tienes suerte, Bukowski, la señora retiró las acusaciones.

—¡Magnífico! ¡Magnífico!

—Pero cuidadito con lo que haces.

—¡Claro, claro!

Recogí mis cosas y salí de allí. Cogí el autobús, hice transbordo, me bajé en la zona de casas de apartamentos y por fin me vi frente al «Hudson Arms». No sabía qué hacer. Debí estar allí unos veinticinco minutos. Era sábado. Probablemente ella estuviese en casa. Fui hasta el ascensor, entré y apreté el botón del tercer piso. Salí. Llamé a la puerta. Apareció ella. Entré.

—Tengo otro dólar para su chico —dije.

Lo cogió.

—¡Oh, gracias! ¡Muchas gracias!

Pegó su boca a la mía. Fue como una ventosa de goma húmeda. Apareció la lengua gorda. La chupé. Luego le alcé el vestido. Tenía un culo grande y lindo. Mucho culo. Bragas azules anchas con un agujerito en el lado izquierdo. Estábamos enfrente de un espejo de cuerpo entero. Agarré aquel gran culo y luego metí la lengua en aquella boca-ventosa. Nuestras lenguas se enredaron como serpientes locas. Tenía frente a mí algo grande.

El hijo idiota estaba de pie en el centro de la habitación y nos sonreía.

Charles Bukowski: Exactamente no fue Bernadette. Cuento

600full-charles-bukowski (1)Me envolví en una toalla el pene ensangrentado y telefoneé al consultorio del médico. Tuve que descolgar y marcar con la misma mano con que sujetaba el teléfono descolgado, mientras con la otra aguantaba la toalla. Y mientras marcaba el número, una mancha roja comenzó a empapar la toalla. Se puso la recepcionista del consultorio.

—Ah, señor Chinaski, es usted. ¿Qué le pasa ahora? ¿Ha vuelto a perder los tapones dentro de los oídos?

—No, esto es un poquito más grave. Necesito que me dé hora inmediatamente.

—¿Qué le parece mañana por la tarde a las cuatro?

—Señorita Simms, es una situación de emergencia.

—¿Pero de qué naturaleza?

—Por favor, debo ver al doctor inmediatamente.

—Está bien. Venga y procuraremos que le vea.

—Gracias, señorita Simms.

Me fabriqué un vendaje provisional haciendo tiras de una camisa limpia. Por suerte, tenía un poco de esparadrapo, pero era viejo y estaba amarillento y no pegaba bien. No me resultó fácil ponerme los pantalones. Era como si tuviera una erección gigante. Sólo pude subirme la cremallera hasta la mitad. Logré llegar al coche, sentarme y salir hacia el consultorio. Al salir del aparcamiento, dejé estremecidas a dos señoras viejas que salían del oftalmólogo de la planta baja. Logré entrar en el ascensor solo y llegar a la tercera planta. Vi que venía alguien por el corredor, me volví de espaldas y fingí beber agua de un pilón metálico. Luego, enfilé el pasillo y llegué al consultorio. La sala de espera estaba llena de gente sin problemas serios: gonorrea, herpes, sífilis, cáncer o cosas por el estilo. Me fui directo a la recepcionista.

—Hola, señor Chinaski…

—¡Por favor, señorita Simms, no es ninguna broma! Es una emergencia, se lo aseguro. ¡Dése prisa!

—Podrá entrar usted, en cuanto el doctor acabe con el paciente que está atendiendo ahora.

Me quedé plantado junto a la pared divisoria que separaba la recepción de la sala de espera y esperé. En cuanto salió el paciente, entré como una bala en el consultorio del médico.

—¿Qué pasa, Chinaski?

—Una emergencia, doctor.

Me quité los zapatos, los calcetines, pantalones y calzoncillos, me eché sobre la camilla.

—¿Qué tiene usted aquí? ¡Vaya vendaje!

No contesté. Con los ojos cerrados sentía al médico quitarme el vendaje.

—Sabe —dije—, conocí a una chica en un pueblecito. Tenía menos de veinte años y estaba jugando con una botella de Coca Cola. Se la metió por allí y no podía sacarla. Tuvo que ir al médico. Ya sabe cómo son los pueblos. La cosa se corrió. Le destrozó la vida. Quedó condenada. Nadie se atrevería ya a tocarla. La chica más guapa del pueblo. Acabó casándose con un enano que iba en silla de ruedas porque tenía una especie de parálisis.

—Esa es una vieja historia —dijo el médico, desprendiendo el último trozo del vendaje—. ¿Cómo le ha pasado esto?

—Bueno, se llamaba Bernadette, 22 años, casada. Cabello largo y rubio; se le cae continuamente sobre la cara y tiene que retirárselo. ..

—¿Veintidós años?

—Sí, vaqueros…

—Es una fea herida.

—Llamó a la puerta. Preguntó si podía entrar. «Claro», le dije. «Estoy lista», dijo. Y entró corriendo en mi cuarto de baño, y sin cerrar la puerta del todo se bajó los vaqueros y las bragas, se sentó y se puso a mear. ¡OOH! ¡JESÚS!

—Calma, calma. Estoy desinfectando la herida.

—Sabe, doctor, la sabiduría llega a una hora infernal… cuando la juventud se ha ido, la tormenta se ha alejado y las chicas se han marchado a su casa.

—Muy cierto.

—¡AY! ¡UY! ¡JESÚS!

—Por favor. Hay que limpiarlo bien.

—Salió y me dijo que anoche, en su fiesta, yo no había resuelto el problema de su desdichada aventura amorosa. Que, en vez de eso, había emborrachado a todo el mundo y me había caído sobre un rosal. Que me había rasgado los pantalones, me había caído de espaldas y me había dado en la cabeza con un pedrusco. Un tal Willy me había llevado a casa y se me habían caído los pantalones y luego los calzoncillos, pero que no había resuelto el problema amoroso. Dijo que el problema había desaparecido, de todos modos, y que al menos yo había dicho un par de verdades.

—¿Dónde conoció a esa chica?

—Vino a la lectura de poesía en Venice. La conocí después, en el bar de al lado.

—¿Puede recitarme un poema?

—No, doctor. En fin, ella dijo: «No puedo más, hombre.» Se sentó en el sofá. Me senté enfrente en la butaca. Ella bebió su cerveza y me lo explicó: «Le quiero, sabes, pero no puedo establecer ningún contacto. No habla. Le digo: «¡Háblame!», pero, santo cielo, no hay forma, no habla. Me dice: «No se trata de ti, es otra cosa.» Y no hay modo de sacarle de ahí.»

—Ahora voy a coserle, Chinaski. No será agradable.

—Sí, doctor. En fin, se puso a hablarme de su vida. Me dijo que se había casado tres veces. Le dije que no parecía tan gastada. Y me dijo: «¿No? Pues he estado dos veces en un manicomió.» Le dije: «¿Tú también?» Y ella dijo: «¿Has estado en un manicomio?» Y yo dije: «Yo no; algunas mujeres que he conocido.»

—Ahora —dijo el médico—, un poquito de hilo. Eso es todo. Hilo. Trabajo de aguja.

—Hostias, ¿no hay otra forma?

—No, es una fea herida.

—Me dijo que se había casado a los quince años. La llamaban puta por ir con aquel tipo. Sus padres le decían que era una puta, así que se casó con el tipo, para fastidiarles. Su madre era una borracha que iba de manicomio en manicomio. Su padre le pegaba sin parar. ¡OOOOHH DIOS SANTO! ¡POR FAVOR! ¿QUE HACE?

—Chinaski, no he conocido a ningún hombre que tuviera tantos problemas como usted con las mujeres.

—Luego, conoció a la lesbiana. La lesbiana la llevó a un bar homosexual. Dejó a la lesbiana y se fue con un chico homosexual. Vivieron juntos. Discutían por el maquillaje. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Por favor! Ella le robaba el lápiz de labios a él y luego se lo robaba él a ella. Luego, se casaron…

—Habrá que dar bastantes puntos. ¿Cómo se lo hizo?

—Estoy explicándoselo, doctor. Tuvieron un hijo. Luego se divorciaron y él se largó y la dejó con el crío. Consiguió un trabajo, tenía un canguro para el niño, pero el trabajo no le rendía mucho y después de pagar el canguro apenas le quedaba dinero. Tenía que salir de noche y hacer la calle. Diez billetes por polvo. Siguió así un tiempo. Pero aquello no tenía salida. Luego, un día, en el trabajo (trabajaba para Avon) empezó a gritar y no había forma de pararla. La llevaron a un manicomio. ¡CUIDADO! ¡CUIDADO! ¡HOMBRE, POR FAVOR!

—¿Cómo se llama la chica?

—Bernadette. Salió del manicomio, vino a Los Angeles y conoció a Karl y se casó con él. Me contó que le gustaba mi poesía y que se quedaba admirada al verme conducir mi coche por la acera a noventa por hora después de mis lecturas. Luego dijo que tenía hambre y la invité a una hamburguesa con patatas fritas, así que me llevó a un MacDonald. ¡HOMBRE, POR FAVOR! ¡VAYA MÁS DESPACIO! ¡O BUSQUE UNA AGUJA BIEN AFILADA, POR DIOS!

—Ya casi he terminado.

—En fin, nos sentamos a una mesa con nuestras hamburguesas, las patatas fritas, el café, y entonces Bernadette me contó lo de su madre. Estaba preocupada por su madre. Estaba preocupada también por sus dos hermanas. Una hermana era muy desgraciada y la otra era simplemente tonta y se sentía satisfecha. Luego, estaba el crío y a ella le preocupaban las relaciones de Karl con el crío…

El doctor bostezó y dio otra puntada.

—Le dije que llevaba demasiada carga sobre las espaldas, que lo que tenía que hacer era dejar que la gente se las apañara. Entonces me di cuenta de que la chica estaba temblando y le dije que sentía haberle dicho aquello. Le cogí una mano y empecé a acariciársela. Luego le acaricié la otra. Deslicé sus manos por mis muñecas arriba, por debajo de las mangas de la chaqueta. «Lo siento —le dije—. Lo único que haces es preocuparte por los demás, eso no tiene nada de malo.»

—¿Pero cómo fue? ¿Cómo se hizo usted esto?

—Bueno, cuando bajábamos las escaleras, la llevaba cogida de la cintura. Ella aún parecía una estudiante de bachiller, una colegiala, aquel pelo largo y rubio y sedoso; aquellos labios tan sensibles y atractivos… El único sitio donde asomaba el infierno era en sus ojos. Estaban en un perpetuo estado de conmoción.

—Por favor, vaya a los hechos —dijo el médico—. Ya casi he terminado.

—Bueno, el caso es que cuando llegamos a mi casa, había en la acera un imbécil, con un perro. Le dije que siguiera con el coche un poco más arriba. Aparcó en doble fila y le eché la cabeza hacia atrás y la besé. Le di un largo beso, retiré los labios y luego le di otro. Ella me llamó hijo de puta. Le dije que le diera una oportunidad a un viejo. La besé otra vez. Un beso de verdad. «Eso no es un beso —dijo—. ¡Eso es lujuria, casi una violación!»

—¿Y qué pasó entonces?

—Salí del coche y ella dijo que me telefonearía a la semana siguiente. Entré en casa y entonces fue cuando sucedió.

—¿Cómo?

—¿Puedo ser franco con usted, doctor?

—Pues claro.

—Pues, en fin, de mirar aquel cuerpo, y aquella cara, el pelo, los ojos…, oírle hablar, luego los besos, me puse… muy caliente.

—¿Y?

—Entonces fue cuando cogí el jarrón. Es de mi medida, me va perfecto. Así que la metí y empecé a pensar en Bernadette. Todo iba muy bien hasta que el maldito chisme se rompió. Ya lo había usado antes varias veces, pero supongo que esta vez estaba demasiado excitado… Es una mujer tan atractiva…

—No se le ocurra nunca meter el chisme en nada que sea de cristal.

—¿Me curaré, doctor?

—Sí, podrá usted volver a utilizarlo. Ha tenido suerte.

Me vestí y me fui. Aún me hacía daño el roce con los calzoncillos. Subiendo por Vermont paré en la tienda. No tenía nada de comer. Hice un recorrido con el carro y compré hamburguesas, pan, huevos.

Tengo que contárselo algún día a Bernadette. Si me lee, lo sabrá. Lo último que he sabido de ella es que se fue con Karl a Florida. Quedó embarazada. Karl quería que abortase. Ella no quiso. Se separaron. Ella sigue aún en Florida. Vive con el amigo de Karl, Willy. Willy hace pornografía. Me escribió hace un par de semanas. Aún no le he contestado.

Charles Bukowski: Vida de un vagabundo. Cuento

images (4)Harry se despertó en su cama con resaca. Una resaca horrible.

-Mierda -dijo en voz baja.

Había un pequeño lavabo en la habitación.

Harry se levantó, alivió su estómago en el lavabo que después aclaró con agua del grifo, metió la cabeza debajo y bebió un poco de agua. Después se mojó la cara y se la secó con la camiseta que llevaba puesta. Era el año 1943.

Harry cogió algunas prendas del suelo y comenzó a vestirse lentamente. Las persianas estaban echadas y todo estaba oscuro menos los lugares donde el sol se colaba por los trozos rotos de la persiana. Había dos ventanas. Un sitio distinguido.

Salió pasillo adelante rumbo al retrete, cerró la puerta con llave y se sentó. Era increíble que aún pudiese defecar. No había comido desde hacía varios días.

Dios mío, pensó, la gente tiene intestinos, boca, pulmones, orejas, ombligo, órganos sexuales y… pelo, poros, lengua, a veces dientes, y todo lo demás…, uñas, pestañas, dedos de los pies, rodillas, estómago… Había algo muy fastidioso en todo eso. ¿Por qué nadie se quejaba?

Harry acabó con el áspero papel higiénico de la pensión. Seguro que las caseras se limpiaban con algo mejor. Todas aquellas caseras tan religiosas, con maridos muertos hace tiempo.

Se subió los pantalones, tiró de la cadena, salió de allí, bajó la escalera de la pensión y salió a la calle. Eran las 11 de la mañana. Se dirigió hacia el sur. La resaca era brutal, pero no le importaba. Eso significaba que había estado en algún otro lugar, algún sitio bueno. Mientras iba andando encontró medio cigarrillo en el bolsillo de la camisa. Se detuvo, miró el extremo negro y aplastado, buscó una cerilla y luego intentó encenderlo. La llama no prendía. Siguió intentándolo. Después de la cuarta cerilla, que le quemó los dedos, consiguió dar una calada. Sintió náuseas, luego tosió. Notó que su estómago se estremecía.

Un coche se acercó lentamente. Estaba ocupado por cuatro muchachos jóvenes.

-¡EH, TÚ, VEJESTORIO! ¡MUÉRETE! -gritó uno de ellos a Harry.

Los otros se rieron. Después se fueron.

El cigarrillo de Harry seguía encendido. Dio otra calada. Brotó una bocanada de humo azul. Le gustaba aquella bocanada de humo azul.

Caminaba bajo el calor del sol pensando: «Voy andando y fumando un cigarrillo.»

Harry caminó hasta llegar al parque que había frente a la biblioteca. Seguía chupando el cigarrillo. Entonces la colilla le quemó los dedos y la tiró a regañadientes. Entró en el parque y anduvo hasta encontrar un sitio entre una estatua y unos arbustos. Era una estatua de Beethoven. Y Beethoven estaba andando, con la cabeza gacha, las manos entrelazadas a la espalda, obviamente pensando en algo.

Harry se agachó y se tumbó sobre la hierba. La hierba recién cortada picaba bastante. Estaba puntiaguda, afilada, pero tenía un aroma agradable y limpio. El aroma de la paz. Insectos diminutos comenzaron a pulular alrededor de su cara en círculos irregulares, cruzándose unos con otros pero sin chocar jamás. Apenas eran unas partículas, pero eran unas partículas a la búsqueda de algo. Harry levantó la mirada, a través de las partículas, hacia el cielo. El cielo estaba azul y endemoniadamente alto. Harry siguió mirando hacia arriba, al cielo, intentando sacar algo en claro. Pero Harry no sacó nada en claro. Ninguna sensación de eternidad, ni de Dios, ni siquiera del diablo. Pero uno tiene que encontrar primero a Dios para encontrar al diablo. Van en ese orden.

A Harry no le gustaban los pensamientos profundos. Los pensamientos profundos podían conducir a errores profundos.

Después pensó un poco en el suicidio. Tranquilamente. Como la mayoría de los hombres piensa en comprarse un par de zapatos nuevos. El problema principal del suicidio es la idea de que podría ser el comienzo de algo peor. Lo que él realmente necesitaba era una botella de cerveza helada, con la etiqueta un poco mojada y esas gotas frías tan hermosas sobre la superficie del vaso.

Harry comenzó a dormitar…, a ser despertado por el sonido de voces. Las voces de colegialas muy jóvenes. Se reían con risillas bobas.

-¡Ohh, mirad!

-¡Está dormido!

-¿Le despertamos?

Harry entreabrió un poco los ojos bajo el sol, espiándolas a través de las pestañas. No estaba seguro de cuántas eran, pero vio

sus vestidos llenos de colores: amarillos y rojos y verdes y azules.

-¡Mirad, es precioso!

Soltaron unas risillas bobas, se rieron abiertamente, salieron corriendo. Harry volvió a cerrar los ojos.

¿Qué había sido aquello? Nunca le había pasado nada tan deliciosamente refrescante. Le habían llamado «precioso». ¡Qué amabilidad!

Pero no regresarían.

Se levantó y anduvo hasta el extremo del parque. Allí estaba la avenida. Encontró un banco y se sentó. Había otro vagabundo en el banco de al lado. Era mucho más viejo que Harry. El vagabundo tenía un aire pesado, oscuro y siniestro que a Harry le recordó a su padre.

No, pensó Harry, ¡qué desconsiderado soy!

El vagabundo echó una rápida mirada a Harry. El vagabundo tenía unos ojos minúsculos e inexpresivos. Harry le sonrió levemente. El vagabundo miró hacia otro lado. Entonces se oyó un ruido procedente de la avenida. Motores. Era un convoy del ejército. Una larga fila de camiones llenos de soldados. Rebosantes de soldados que iban allí como enlatados, colgando por los costados de los camiones. El mundo estaba en guerra.

El convoy se movía lentamente. Los soldados vieron a Harry sentado en el banco del parque y ahí empezó todo. Era una mezcla de silbidos, abucheos y sartas de palabrotas. Le estaban gritando a él.

-¡EH, TÚ, HIJO DE PUTA!

-¡DESERTOR!

Cuando uno de los camiones del convoy ya habla pasado, el siguiente retomaba la cantinela.

-¡MUEVE EL CULO DE ESE BANCO!

-¡COBARDE!

-¡JODIDO MARICA!

-¡GALLINA!

Era un convoy muy largo y muy lento.

-¡VENGA, ÚNETE A NOSOTROS!

-¡NOSOTROS TE ENSEÑAREMOS A PELEAR, MAMARRACHO!

Los rostros eran blancos y marrones y negros, flores del odio.

Entonces el vagabundo viejo se levantó del banco y gritó a los del convoy:

-¡SE LO VOY A HACER PAGAR POR VOSOTROS, AMIGOS! ¡YO LUCHÉ EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL!

Los de los camiones se rieron y agitaron los brazos:

-¡HAZ QUE LO PAGUE, ABUELO!

-¡HAZLE VER LA LUZ!

Y el convoy desapareció.

Le habían tirado varias cosas a Harry: latas de cerveza vacías, latas de refrescos, naranjas, un plátano. Harry se puso de pie, cogió el plátano, volvió a sentarse, lo peló y se lo comió. Estaba delicioso. Después encontró una naranja, la peló, masticó y se tragó la pulpa y el zumo. Encontró otra naranja y se la comió. Después encontró un encendedor que alguien había tirado o perdido. Lo encendió. Funcionaba.

Se dirigió hacia el vagabundo sentado en el banco, extendiendo el brazo en el que llevaba el encendedor.

-Eh, amigo, ¿tienes tabaco?

Los ojillos del vagabundo se volvieron rápidamente hacia Harry. No tenían vida, como si las pupilas les hubieran sido arrancadas. El labio inferior del vagabundo temblaba.

-Te gusta Hitler, ¿no? -dijo muy suavemente.

-Oye, amigo -dijo Harry-. ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? Puede que consigamos alguna copa.

Los ojos del vagabundo viejo se quedaron en blanco. Durante un rato lo único que Harry vio fueron los blancos globos oculares inyectados en sangre. Después los ojos volvieron a su sitio.

El vagabundo lo miró:

-¡Contigo… no!

-Muy bien -dijo Harry-, hasta la vista…

Los ojos del vagabundo viejo volvieron a ponerse en blanco y repitió lo mismo, sólo que esta vez más alto:

-¡CONTIGO… NO!

Harry salió lentamente del parque y fue calle arriba hacia su bar preferido. El bar siempre estaba allí. Harry echaba anclas en aquel bar. Era su único refugio. Era despiadado y exacto.

De camino, Harry pasó por un terreno baldío. Un grupo de hombres de mediana edad jugaba a béisbol. No estaban en forma. La mayoría tenían una barriga prominente, eran bajos de estatura y tenían grandes traseros, casi de mujer. Eran todos no aptos o demasiado viejos para ser llamados a filas.

Harry se detuvo y observó el juego. Muchos tiros fuera, lanzamientos absurdos, bateadores golpeados, errores, pelotas mal bateadas, pero seguían jugando. Casi como un rito, un deber. Y estaban furiosos. Lo que mejor les salía era la furia. La energía de su furia era lo que dominaba.

Harry se quedó mirando. Todo parecía inútil. Hasta la pelota parecía triste, botando aquí y allá inútilmente.

-Hola, Harry, ¿cómo es que no estás en el bar?

Era el viejo y flaco McDuff chupando su pipa. McDuff tenía alrededor de 62 años, siempre miraba hacia adelante, nunca te miraba a tí, pero de todas formas te veía desde detrás de aquellas gafas sin montura. Y siempre llevaba un traje negro y una corbata azul. Entraba en el bar todos los días alrededor de mediodía, se tomaba dos cervezas y luego se iba. No se le podía odiar y no se le podía querer. Era como un calendario o un portaplumas.

-Para allá voy -contestó Harry.

-Voy contigo -dijo McDuff.

Así que Harry se fue andando con el viejo y flaco McDuff, y el viejo y flaco McDuff iba chupando su pipa. McDuff siempre tenía encendida aquella pipa. McDuff era su pipa. ¿Por qué no?

Caminaban juntos sin hablar. No había nada que decir. Paraban en los semáforos. McDuff chupaba su pipa.

McDuff tenía dinero ahorrado. Nunca se había casado. Vivía en un apartamento de dos habitaciones y no hacía gran cosa. Bueno, leía los periódicos, pero sin demasiado interés. No era creyente. Pero no por falta de convicción, sino porque simplemente no se había preocupado de considerar ese aspecto de un modo u otro. Era como no ser republicano por no saber lo que es ser republicano. McDuff no era feliz ni desgraciado. Una vez se puso nervioso un instante, pareció que algo le preocupaba y durante unas décimas de segundo el terror se reflejó en sus ojos. Luego aquello pasó, rápidamente…, como una mosca que se hubiera posado… y luego saliese disparada hacia tierras más prometedoras.

Entonces llegaron al bar. Entraron. El gentío habitual.

McDuff y Harry se sentaron en sus taburetes.

-Dos cervezas -canturreó al camarero el bueno de McDuff.

-¿Qué haces, Harry? -preguntó uno de los clientes del bar.

-Buscar, moverme y cagar -contestó Harry.

Lo sintió por McDuff. Nadie lo había saludado. McDuff era como un papel secante sobre una mesa de despacho. No impresionaba. A Harry lo veían porque era un vagabundo. Les hacía sentirse superiores. Necesitaban esa sensación. McDuff les hacía sentirse débiles y ellos ya eran débiles de por sí.

No pasaba nada importante. Todo el mundo estaba sentado frente a sus bebidas, mimándolas. Pocos tenían la suficiente imaginación como para emborracharse simplemente como una cuba.

Una insulsa tarde de sábado.

McDuff pidió su segunda cerveza y tuvo la amabilidad de invitar a Harry de nuevo. La pipa de McDuff estaba roja por las seis horas que llevaba ardiendo sin parar. Acabó su segunda cerveza y salió del bar, y entonces Harry se quedó allí sentado solo, con el resto de la tripulación.

Era un sábado lento, lento, pero Harry sabía que si se quedaba allí sin hacer nada el tiempo suficiente, lo lograría. Por supuesto, el sábado por la noche era el mejor momento para gorronear copas. Pero no tenía adónde ir hasta entonces. Harry tenía que evitar a la dueña de la pensión. Pagaba por semanas y llevaba nueve días de retraso.

El ambiente se puso terrible entre copa y copa. Lo único que buscaban los clientes era sentarse y estar en algún sitio. Reinaba una soledad general, un miedo suave y una necesidad de estar juntos y charlar un poco, eso les aliviaba. Todo lo que Harry necesitaba era algo de beber. Harry podía beber sin parar y aún seguía necesitando más, no existía suficiente bebida para satisfacerle. Pero los demás… sólo estaban allí sentados, interviniendo de vez en cuando se hablara de lo que se hablase.

La cerveza de Harry se estaba desbravando. Y el asunto consistía en no terminarla, porque entonces había que pagar otra y no tenía dinero. Tenía que tener paciencia y esperanza. Como buen gorrón profesional de copas, Harry conocía la primera regla: nunca pidas que te inviten. Para los demás la gracia consistía en que estuviese sediento. Si pedía que le invitaran les quitaba el placer de sentirse espléndidos.

Harry dejó deambular su mirada por el bar. Había cuatro o cinco clientes. No eran muchos y no eran gran cosa. Uno de los que no eran gran cosa era Monk Hamilton. La razón principal por la que Monk creía merecer la inmortalidad era que se comía seis huevos para desayunar. Todos los días. Pensaba que eso le hacía superior. Pensar no se le daba bien. Era enorme, casi tan ancho como alto, tenía unos ojos pálidos y despreocupados, de mirada fija, un cuello de roble y unas manos enormes, peludas y nudosas. Monk estaba hablando con el camarero. Harry miraba una mosca que se estaba metiendo despacito en un cenicero mojado de

cerveza que había frente a él. La mosca dio varias vueltas entre las colillas, se dio contra un cigarrillo borracho y entonces emitió un zumbido furioso, se elevó en línea recta hacia arriba, pareció luego que volaba hacia atrás y hacia la izquierda y después se esfumó.

Monk era limpiacristales. Sus ojos afables vieron a Harry. Sus gruesos labios se contrajeron en una sonrisa altanera. Cogió su botella, se acercó, se sentó en el taburete contiguo al de Harry.

-¿Qué haces, Harry?

-Estoy esperando a que llueva.

-¿Te apetece una cerveza?

-Estoy esperando a que llueva cerveza, Monk. Gracias.

Monk pidió dos cervezas. Las trajeron.

A Harry le gustaba beber la cerveza directamente de la botella. Monk vació parte de la suya dentro de un vaso.

-¿Necesitas trabajo, Harry?

-No he pensado en eso.

-Lo único que tienes que hacer es sostener la escalera. Necesitamos alguien que sostenga la escalera. Claro, no pagan tan bien como a los que están en lo alto, pero te dan algo. ¿Qué te parece?

Monk estaba bromeando. Monk creyó que Harry estaba demasiado jodido para darse cuenta.

-Déjame pensarlo un rato, Monk.

Monk miró a los otros clientes, puso de nuevo su sonrisa altanera, les guiñó un ojo y luego volvió a mirar a Harry.

-Oye, lo único que tienes que hacer es sostener derecha la escalera. Yo estaré arriba, limpiando las ventanas. Lo único que tienes que hacer es sostener derecha la escalera. No es muy difícil, ¿no?

-No tan difícil como muchas otras cosas, Monk.

-Entonces, ¿vas a hacerlo?

-Creo que no.

-¡Venga! ¿Por qué no pruebas una vez?

-No sé hacerlo, Monk.

Entonces todos se sintieron bien. Harry era su chico. El perfecto idiota.

Harry miró todas aquellas botellas de detrás de la barra. Todos aquellos buenos momentos esperando, toda aquella risa, toda aquella locura…, bourbon, whisky, vino, ginebra, vodka y todo lo demás. Sin embargo, aquellas botellas estaban allí, sin abrir. Era como una vida esperando ser vivida y que nadie quería.

-Oye -dijo Monk-, voy a ir a cortarme el pelo.

Harry sintió la gordura silenciosa de Monk. Monk había ganado algo en algún sitio. Se sentía tan bien como una llave que encaja por una cerradura que permite entrar en algún lugar.

-¿Por qué no vienes y te quedas conmigo mientras me cortan el pelo?

Harry no contestó.

Monk se inclinó acercándose:

-Pararemos a tomar una cerveza por el camino y después te invitaré a otra.

-Vamos…

Harry vació sin dificultad la botella dentro de su sed y puso la botella sobre la barra. Salió del bar siguiendo a Monk. Bajaron la calle juntos. Harry se sentía como un perro siguiendo a su amo. Y Monk estaba tranquilo, todo estaba funcionando, todo encajaba. Era su sábado libre e iba a cortarse el pelo.

Encontraron un bar y pararon. Era mucho más bonito y limpio que aquel en el que Harry solía pasarse las horas muertas.

Monk pidió las cervezas.

¡Cómo estaba allí sentado! ¡Un superhombre! Y además, le gustaba sentirse así. Nunca había pensado en la muerte, por lo menos no en la suya.

Cuando estaban sentados uno junto al otro, Harry comprendió que había cometido un error: un trabajo de 8 a 5 hubiese sido menos penoso.

Monk tenía un lunar en el lado derecho de la cara, un lunar muy relajado, un lunar sin conciencia de sí mismo.

Harry observó cómo Monk levantaba su botella y chupaba de ella. Era algo que Monk hacía porque sí, como meterse el dedo en la nariz. No estaba realmente sediento de alcohol. Monk estaba simplemente allí sentado con su botella y había pagado para eso. Y el tiempo pasaba como la mierda río abajo.

Terminaron sus botellas y Monk le dijo algo al camarero y el camarero le contestó algo.

Entonces Harry salió del bar siguiendo a Monk. Iban juntos y Monk iba a cortarse el pelo.

Llegaron a la peluquería y entraron. No había ningún otro cliente. El peluquero conocía a Monk. Mientras Monk se encaramaba en su silla, se dijeron algo. El peluquero extendió la toalla y la cabeza de Monk surgió de allí dentro, con el lunar firme en la mejilla derecha, y dijo:

-Lo quiero corto alrededor de las orejas y no mucho por arriba.

Harry, desesperado por otra copa, cogió una revista, pasó algunas páginas e hizo como si tuviera interés en ella.

Entonces oyó a Monk hablar con el peluquero.

-Por cierto, Paul, Este es Harry. Harry, Este es Paul.

Paul y Harry y Monk.

Monk y Harry y Paul.

Harry, Monk, Paul.

-Oye, Monk -dijo Harry-, ¿qué tal si me voy a tomar otra cerveza mientras te cortan el pelo?

Los ojos de Monk se clavaron en Harry.

-No, nos beberemos una cerveza cuando yo termine aquí.

Luego sus ojos se clavaron en el espejo.

-No quites demasiado de encima de las orejas, Paul.

Mientras el mundo daba vueltas, Paul tijereteaba.

-¿Has ligado mucho, Monk?

-Nada, Paul.

-No me lo creo…

-Pues deberías creerlo, Paul.

-No es eso lo que he oído.

-¿Qué, por ejemplo?

-Que cuando Betsy Ross hizo aquella primera bandera, ¡las 13 estrellas no hubieran dado para envolverte la polla!

-Joder, Paul, eres demasiado!

Monk se rió. Su risa era como si se estuviesen cortando rebanadas de linóleum con un cuchillo mal afilado, O quizás era un grito de muerte.

De pronto, dejó de reírse.

-No me quites demasiado de arriba.

Harry dejó la revista y miró el suelo. La risa de linóleum se había convertido en un suelo de linóleum. Verde y azul, con diamantes púrpura. Un suelo antiguo. Algunas partes hablan empezado a pelarse, dejando al descubierto el suelo marrón oscuro de debajo. A Harry le gustaba el marrón oscuro. Empezó a contar: 3 sillones de peluquería, 5 sillas para esperar, 13 o 14 revistas. Un peluquero. Un cliente. Un… ¿qué? Paul y Harry y Monk y el marrón oscuro.

Fuera pasaban los coches. Harry empezó a contarlos, paró. No hay que jugar con la locura, la locura no juega. Más fácil era contar las copas en la mano: ninguna.

El tiempo sonaba como una campana muda.

Harry tomó conciencia de sus pies, de sus pies dentro de los zapatos, luego de los dedos… en los pies… dentro de los zapatos. Movió los dedos de los pies. Su vida se consumía yendo hacia ninguna parte como si fuese un caracol que se arrastra hacia el fuego. Las plantas echaban hojas, los antílopes levantaban la cabeza de la hierba, un carnicero de Birmingham levantaba el cuchillo y Harry estaba sentado esperando en una peluquería, con sus esperanzas puestas en una cerveza. No tenía honor, nunca era su día.

Aquello siguió, transcurrió, siguió y por fin terminó. El final de la obra del sillón del peluquero. Paul giró a Monk para que pudiese verse en los espejos de detrás del sillón.

Harry odiaba las peluquerías. El giro final en el sillón, aquellos espejos, eran momentos de horror para él.

A Monk no le importaba.

Se miró. Estudió su imagen, su cara, su pelo, todo. Parecía admirar lo que veía. Entonces habló:

-Muy bien, Paul, pero ¿te importaría cortarme ahora un poquito más del lado izquierdo? ¿Y ves estos pelillos que salen por aquí? Deberías cortarlos.

-Oh, sí, Monk…, ahora mismo…

El peluquero volvió a girar a Monk y se concentró en los pelitios que se salían de su sitio.

Harry miró las tijeras. Había mucho clic-clic pero no cortaban casi nada.

Entonces Paul giró otra vez a Monk hacia los espejos. Monk volvió a mirarse.

Una leve sonrisa le distorsionó el lado derecho de la boca. Luego en el lado izquierdo de la cara le apareció un ligero tic. Narcisismo con sólo una sombra de duda.

-Así está bien -dijo-, ahora está perfecto.

Paul cepilló a Monk con un cepillo pequeño. El pelo muerto caía hacia un mundo muerto.

Monk buscó en el bolsillo el dinero para pagar y la propina.

La transacción monetaria tintineó en la tarde muerta. Después, Harry y Monk fueron juntos calle abajo de regreso al bar.

-No hay nada como un corte de pelo -dijo Monk- para sentirse como un hombre nuevo.

Monk siempre llevaba camisas de trabajo azul pálido, remangadas para exhibir los bíceps. ¡Menudo tío! Ahora lo único que le faltaba era una hembra que le doblase los calzoncillos y las camisetas, que le enrollase los calcetines y los guardara en el cajón de la cómoda.

-Gracias por acompañarme, Harry.

-Vale, Monk…

-La próxima vez que vaya a cortarme el pelo me gustaría que me acompañaras.

-Quizás, Monk…

Monk iba andando junto al bordillo y fue como un sueño. Un sueño sensacionalista. Simplemente ocurrió. Harry no sabía de dónde había venido el impulso, pero lo permitió, simuló que tropezaba y empujó a Monk. Y Monk, como un pesado bloque de carne, cayó delante del autobús. El conductor pisó los frenos y se oyó un ruido sordo, no demasiado fuerte, pero un ruido sordo. Y allí estaba Monk sentado en la cuneta, con su corte de pelo, lunar, y todo. Y Harry bajó la mirada. Lo más extraño de todo aquello: la cartera de Monk estaba en la cuneta. Había saltado del bolsillo trasero de Monk por el impacto y allí

estaba, en la cuneta. Sólo que no estaba plana sobre el suelo, se erguía como una pequeña pirámide.

Harry se agachó, la recogió, la puso en su bolsillo delantero. Estaba tibia y llena de gracia. Dios te salve, María.

Entonces Harry se inclinó sobre Monk.

-¿Monk? Monk…, ¿estás bien?

Monk no contestó. Pero Harry notó que respiraba y vio que no había sangre. Y de repente el rostro de Monk se volvió hermoso y elegante. Está jodido, pensó Harry, y yo estoy jodido. Todos estamos jodidos sólo que de diferentes maneras. No hay verdad, no hay nada real, no hay nada.

Pero si había algo. Había una multitud.

-¡Retírense! -dijo alguien-. ¡Denle aire!

Harry retrocedió. Retrocedió hasta meterse entre la multitud. Nadie le detuvo. Iba andando hacia el sur. Oyó el lamento de la ambulancia, junto con el de su propia culpa. Entonces, de pronto, la culpa desapareció. Como acaba una vieja guerra. Había que seguir adelante. Las cosas continuaban. Como las pulgas y las tortitas con caramelo.

Harry se precipitó dentro de un bar en el que no había reparado antes. Había un camarero en la barra. Había botellas. Estaba oscuro allí dentro. Pidió un whisky doble, lo bebió de un trago. La cartera de Monk estaba hinchada y espléndida. El viernes debía de ser día de paga. Harry sacó un billete, pidió otro whisky doble. Bebió la mitad de un trago, aguardó un minuto enhomenaje a Monk y luego se bebió el resto. Por primera vez en mucho tiempo se sintió muy bien.

A última hora de la tarde Harry bajó andando hasta el Groton Steak House. Entró y se sentó en la barra. Nunca había entrado allí. Un hombre alto, delgado y anodino, con gorro de cocinero y delantal manchado, se acercó y se inclinó por encima de la barra. Necesitaba un afeitado y olía a aerosol contra cucarachas. Miró maliciosamente a Harry.

-¿Vienes por el TRABAJO? -preguntó.

¿Por qué demonios quieren todos ponerme a trabajar?, pensó Harry

-No -contestó.

-Hay un puesto de friegaplatos. Cincuenta centavos la hora y, de vez en cuando, se le puede tocar el culo a Rita.

La camarera pasó a su lado. Harry le miró el culo.

-No, gracias. Lo que quiero ahora es una cerveza. Sin vaso. De cualquier marca.

El chef se le acercó aún más. Tenía unos pelos muy largos en los agujeros de la nariz, que provocaban una enorme intimidación, como una pesadilla fuera de programa.

-Oye, cabrón, ¿tienes dinero?

-Claro que tengo -dijo Harry.

El chef dudó un momento, luego se alejó, abrió la nevera y sacó una botella. La destapó, volvió a donde estaba Harry y la puso de un golpe frente a él.

Harry dio un buen trago, bajó suavemente la botella hasta la barra.

El chef seguía examinándolo. El chef no podía comprenderlo del todo.

-Ahora -dijo Harry-, quiero un bistec de solomillo, tirando a hecho, con patatas fritas y poca salsa. Y tráigame otra cerveza. Ahora mismo.

El chef se alzó amenazadoramente frente a él, como una nube furiosa, luego se largó, volvió a la nevera, repitió la acción que incluía llevar la botella y depositarla de un golpe sobre la barra. Entonces el chef fue hacia la parrilla, lanzó un bistec encima. Se levantó un velo de humo glorioso. A través de él, el chef miraba fijamente a Harry.

No sé por qué no le gusto, pensó Harry. Bueno, quizás necesite cortarme el pelo (quíteme bastante de todas partes, por favor) y afeitarme, quizás tenga la cara un poco magullada, pero llevo la ropa bastante limpia. Gastada, pero limpia. Probablemente estoy más limpio que el alcalde de esta puta ciudad.

La camarera se acercó. No tenía mal aspecto. No era nada del otro mundo, pero no estaba mal. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, como revuelto y con unos rizos que le colgaban por los lados. Bonito.

Se inclinó por encima de la barra.

-¿Vas a quedarte de friegaplatos?

-Me gusta el sueldo, pero no es mi tipo de trabajo.

-¿Cuál es tu tipo de trabajo?

-Soy arquitecto.

-Eres un comemierda -dijo, y se alejó.

Harry sabía que no era demasiado bueno entablando conversación. Se había dado cuenta de que cuanto menos hablaba, mejor se sentía la gente.

Harry se acabó las dos cervezas. Entonces llegó el bistec con patatas fritas. El chef depositó el plato de un golpe. El chef era un gran golpeador. A Harry le parecía un milagro. Se puso a ello, cortando y masticando. Hacía un par de años que no comía un bistec. A medida

que comía sentía cómo entraba en su cuerpo una fuerza nueva. Cuando no se come a menudo, eso resulta un gran acontecimiento.

Hasta su cerebro sonreía. Y su cuerpo parecía decir gracias, gracias, gracias. Entonces Harry acabó.

El chef aún seguía mirándolo fijamente.

-Muy bien -dijo Harry-, tráigame otro plato de lo mismo.

-¿Vas a tomar otra vez lo mismo?

-Sí.

La mirada pasó de fija a feroz. El chef se alejó y lanzó otro bistec sobre la parrilla.

-Y tomaré otra cerveza, por favor. Ahora.

-¡RITA! -gritó el chef-, ¡DALE OTRA CERVEZA!

Rita se acercó con la cerveza.

-Para ser arquitecto -dijo-, le das mucho a la cerveza.

-Estoy planeando levantar algo.

-¡ja, ja! ¡Como si pudieras…!

Harry se concentró en su cerveza. Luego se levantó y se fue al lavabo de caballeros. Cuando regresó se acabó la cerveza.

El chef salió y puso de un golpe el plato de bistec delante de Harry.

-El puesto sigue vacante si lo quieres.

Harry no contestó. Empezó a comer otra vez.

El chef volvió a la parrilla desde donde continuó mirando fijamente a Harry.

-Tienes derecho a dos comidas -dijo el chef-, y a meter mano.

Harry estaba demasiado ocupado con el bistec con patatas para contestar. Seguía teniendo hambre. Cuando se es un vagabundo, y especialmente si se es bebedor, pueden pasar días y días sin que comas, muchas veces sin que sientas siquiera ganas, pero de pronto te ataca un hambre insoportable. Uno empieza a pensar en comérselo todo, cualquier cosa: ratones,

mariposas, hojas, resguardos de la casa de empeños, periódicos, corchos, lo que sea.

Ahora, en plena faena del segundo bistec, el hambre de Harry continuaba allí. Las patatas fritas estaban fantásticas, crujientes, amarillas y calientes, parecidas a la luz del sol, una gloriosa y nutritiva luz solar que podía morderse. Y el bistec no era simplemente una rebanada de algún pobre bicho asesinado, era algo apasionante que alimentaba el cuerpo y el alma y el corazón, que iluminaba la mirada y hacía que el mundo no fuera tan difícil de soportar, o tan inhóspito. De momento la muerte no importaba.

Entonces acabó el segundo plato. Sólo quedó el hueso del bistec y, además, completamente limpio. El chef seguía mirándole.

-Me voy a comer otro -le dijo Harry al chef-. Otro bistec con patatas y otra cerveza, por favor.

-¡NO! -gritó el chef-. ¡VAS A PAGAR Y TE VAS A LARGAR A LA PUTA CALLE!

Dio la vuelta a la parrilla y se paró frente a Harry. Tenía una libreta en la mano. Garabateó furiosamente en la libreta. Luego tiró la cuenta en medio del plato sucio. Harry la cogió del plato.

Había otro cliente en el restaurante, un hombre muy redondo y rosado, con una cabeza grande, llena de pelos despeinados, teñidos de un castaño bastante desalentador. El hombre había consumido numerosas tazas de café mientras leía el periódico de la tarde.

Harry se puso de pie, sacó unos billetes, apartó dos y los acercó al plato.

Luego salió de allí.

El tráfico de las primeras horas de la noche comenzaba a llenar de coches la avenida. El sol se estaba poniendo a sus espaldas.

Harry observó a los conductores de los coches. Parecían desgraciados. El mundo era desgraciado. La gente estaba en la oscuridad. La gente estaba aterrada y desilusionada. La gente había caído en las trampas. La gente estaba desesperada y a la defensiva. Se sentían como si estuvieran malgastando sus vidas. Y tenían razón.

Harry echó a andar. Se detuvo en un semáforo. Y en ese momento tuvo una sensación muy extraña. Le pareció que él era la única persona viva del mundo.

Cuando la luz se puso verde se olvidó completamente del asunto. Cruzó la calle hacia la otra acera y continuó caminando.

Charles Bukowski: Cartas de un viejo indencente. Cuento

images (3)A John William Corrington, 17 de noviembre de 1961.

soy un blando. no puedo hacerlo. estaba dando vueltas en auto con mi chica y era domingo y yo buscaba un lugar para comprar cerveza y vimos un cartel, POLLOS, y ella dijo, oh, compremos un pollo, vamos a cocinar un rico pollo, y yo dije claro, y paramos ahí y tenían pollos muy buenos, sólo que caminaban y tenían plumas blancas, había 60 o 70 y, cuando entré, un par de ellos se cagaron y otro me miraba guiñandome el ojo. me detuve en el mostrador y el tipo dijo lindos pollos, ¿no? pegué di media vuelta, salí y mi chica dijo dónde está el pollo, y le respondí qué mierda, todos parecían enfermos, no podías saber lo que te estabas llevando con todas esas plumas, y ella dijo pero es fácil, pálpalos con los dedos y mírales los ojos. agarré un pollo de ojos limpios. los pollos son como la gente, si los ojos no

están limpios es que algo anda mal.

¿cómo los matas?, le pregunté.

mi padre les retorcía el cogote, ¡WHIRRR, ZIP!!!

comamos un sandwich de banana, dije.

me acuerdo del matadero, allí por donde dobla el tranvía, los pisos estaban grasientos de sangre, verdes, la sangre tiene un olor especial que no se va nunca y no hay nada más difícil de quitar que una mancha de sangre, la sangre es vida, y la muerte llegaba minuto a minuto pero, a diferencia de los doctores y las enfermeras del hospital del condado de Los Angeles, yo nunca me pude acostumbrar. y no tenía auto. había que subirse al tranvía y la gente

olía la sangre sobre mí y me miraba, me miraba, y después llegaba a casa y me comía un churrasco. y no estoy a favor de los vegetarianos, quienes quizá sean demasiado blandos para la fórmula en que fuimos concebidos. yo como carne, pero no quiero ver cómo la consiguen nunca más, nunca más quiero oír ese sonido. cuando la vida cambia a muerte, en ese pequeño instante algo se rompe en tu cabeza, y ya no puede ser reconstruido. tampoco cazar ciervos, pibe. me pondría enfermo atar el cadáver en el baúl. tipos como Hemingway deben pensar que soy puto.

una vez me contaron una historia divertida. me la dijo un tipo que hacía terapia de grupo. tocaba no sé qué instrumento en la orquesta sinfónica, pero andaba como yo, sin hacer nada. bueno, él fue a visitar a un tipo. el tipo le dijo ven, te voy a mostrar algo. tengo 2 pollos. así ahorras plata. compras los pollitos y los criás. Ay ¿cómo los matas?, preguntó mi amigo. el tipo no sabía cómo matarlos. agarró un martillo y largó los pollos en el patio, tratando de matar los dos a la vez. fue un desastre. los pollos no se morían. y el tipo les pegaba con el martillo. el ruido, la sangre, un ojo colgando del nervio, el pico hundido en la cabeza y el pollo seguía corriendo, y mientras el martillo subía y bajaba, el otro pollo estaba quieto, esperando. al final, mi amigo, piadoso, se puso mal. y empezó a dar instrucciones y al cabo de un rato el trabajo concluyó. el tipo agarró los dos pollos y los tiró a la basura. su novia lo abandonó y nunca más le habló, y tampoco le habló al que había dado las instrucciones.

charles bukowski

A Jon y Louis Webb, 26 de marzo de 1963.

Si piensan que la entrevista que me hizo Kaye estuvo dura, tendrían que haber escuchado después… cuando los dos nos habíamos entonado un poco:

K: «Escuchame, si el mundo fuera a terminar en 15 minutos, ¿Qué harías? ¿Qué le dirías a la gente?»

B: «No les diría nada».

K: «¡MIRA, no estas cooperando! ¡Si el mundo se terminara en 15 minutos, quiero saber qué harías!»

B: «Me tiraría a descansar un rato, como ahora».

K: «¡Pero qué le dirías a la gente, hombre, LA GENTE!»

B: «Que lleven monedas para el colectivo».

Y lo más raro de todo es que si tú les dices la verdad, creen que no estás cooperando.

Charles bukowski

A Ann Bauman, 2 de mayo de 1963.

estoy escribiendo esto después de nuestra conversación telefónica, y tú no tienes plata, y deberías tener, y sin embargo también hace bien no tener, fuiste un sonido desde la oscuridad, y te amo por eso, hay algo bueno en tí, puede que no lo sepas, pero existe, y olvídate de todas las comas y de esta charla estilo libre… es tan raro escuchar un sonido en la locura. no me siento cómodo hablando por teléfono. no me siento cómodo hablando. aunque digo cosas pequeñas y tontas, es sólo por vergüenza y carencia de habilidad y de corazón y por todas las

carencias que me impiden expresar lo que quisiera, y cuando cuelgo el teléfono siempre siento que fracasé. no un fracaso ordinario, sino un fracaso que afecta a todo: a mí mismo, a vos, a nuestra próxima mañana, a todas las maneras en que se enrosca el humo. Ann, creo que tienes que saber esto: no soy básicamente un poeta, odio a los putos poetas que se complican la vida contra el mundo quejoso, y los poetas son malos, y el mundo es malo, ¡y nosotros estamos acá!, sí. lo que quiero decir es que la poesía, la que yo escribo, es sólo una décima parte de

mí. las otras nueve partes están asomadas a un acantilado sobre el mar escupiendo maldiciones baratas. Me gustaría sufrir a la manera clásica y tallar un mármol que dure siglos después de este perro que escucho tras mi ventana de 1963, pero estoy maldecido y bofeteado y malgastado hasta la nulidad en mis brazos y ojos y dedos y esta carta esta noche, 1 o 2 de mayo de 1963, luego de escuchar tu voz en el teléfono.

merezco morir. espero la muerte como a un halcón engalanado que con su pico, su canto y sus púas busca mi sangre enjaulada. suena lindo, pero no lo es. la poesía que es parte de mí, la realidad aparente, lo que escribo, es bosta y basura y saliva y viejas naves de combate que se hunden. sé que cuando el mundo -que es barato y sin clase ¿y qué más? ¿qué más?- olvidé la poca poesía que escribí, no será del todo culpa del mundo, porque yo no pienso en escribir, y sólo el filo del cuchillo, con el que unto la manteca o corto la cebolla, tiene un poco de práctica en los versos de mi mente.

no sabes lo importante que fue tu llamada para mí, aunque te debo haber parecido torpe y atolondrado y estúpido, pero me gustaría que no me volvieras a llamar porque sé cómo te están yendo las cosas (no muy bien) y no quiero que la poca buena gente del mundo sea herida por bukowski el vomitador. todo esta bien ahora, pero yo no sé si vendrá o cuando vendrá el próximo ataque, lo cual es un punto de vista cobarde, y todos los hombres son cobardes al ahogarse, escúchalos gritar, ¿y qué es la vida? ¿qué? hundiéndose en el agua, y no es la falta de aire y luz y pulmones y ojos y amor lo que cuenta: es esta picazón que pusieron en nosotros y que nos hace preguntarnos por qué carajo estamos acá; por esas pocas cosas. como una llamada desde Sacramento a las 7.30 de la noche. no sé, no sé, y eso es tan triste. si las cosas se arreglaran con mi llanto, todos nos ahogaríamos en mis lágrimas enfermas.

pero no sé qué hacer. tomo demasiado. o no lo suficiente. hago apuestas. hago el amor con mujeres que sólo viven dentro de sus cuerpos y miro los copos de sus ojos y sé que les miento y que me miento porque no soy más que un perro, y el amor o su acto deberían contener algo más que dos pedazos de carne friéndose en una sartén o todo está perdido como pasto del jardín o caracoles pisados y aplastados, abandonados a una suerte de viscosidad viviente, a

una vida triturada para siempre.

este asunto de la poesía es el peor de esos pisotones. te debilita. y si un hombre ya es débil antes de escribir poesía, entonces se convierte, finalmente, a través de los golpes de sombras y quejas, en lo que es: sólo otro muchachito rosado que hace su puto trabajo de la manera más frágil y vomitiva.

tienes que entender que hay otros modos de enfrentar la vida que no son la máquina de escribir. quienes lo hicieron así quizá no sean el mejor ejemplo. nunca tomes al Arte como un espejo sagrado. lo justo siempre es poco, y eso incluye a todos los siglos. los países más honorables no sobreviven por coraje, ni las épocas sobreviven a los buenos artistas. todo es azar y mierda y el golpe de los vientos. por favor perdóname las malas palabras. si hay

algo que odio es una palabra vil dicha vilmente o un chiste verde o el sexo y la vida de un hombre y una mujer que quieren la cosa así como está. quizás yo esté perfectamente loco y tús deberías saberlo (una nota más sombría con chillidos dorados) y no tengo intenciones de agarrarmelas con tus obras de teatro… algunas están bien… Racine, etc., y uno sólo se puede reír de eso cuando no da o intenta, y yo digo adelante: versos o llamadas telefónicas o

tarjetas de crédito o muerte o amor o enormes balnearios en playas de sonido y golpes y momentos de medianoche, te agradezco por seguir y yo, también, mientras tanto, sigo un poquito más.

p.d.: no me odies por sentir más de lo (quizás) necesario. puede que sea mejor que las ranas perdidas y el aire quemado de nylon y neón… puede que sea mejor que nos convirtamos en criaturas de gestos en vez de realidad, y el matrimonio es una realidad de la vida y muy pocos de nosotros pueden soportar el matrimonio o la realidad o la vida.

charles bukowski

A John William Corrington, 28 de agosto de 1963.

bueno, ya hicieron la marcha por la libertad hoy en la capital. muy lindo. aunque yo prefiero una libertad negra y BLANCA. algún día van a descubrir que, blanco o negro, igual no puedes conseguir trabajo. y cuando votas, cualquier partido, cualquier hombre puede ser malo. y van a descubrir que el agua tiene el mismo sabor, pero no se puede culpar a un hombre por buscar las pequeñas cosas. quieren entrar en cualquier iglesia; yo no quiero entrar a la iglesia. quieren votar; yo no quiero votar. quieren vivir donde vive el hombre blanco; me importa un carajo dónde vivo. quieren iguales derechos, es decir, los derechos que se supone que yo tengo, y éstos son tan pequeños, tan insignificantes en la vida cotidiana que los escupo. una cosa son los derechos de los que se habla y otra lo que efectivamente sucede. un hombre nunca saldrá adelante con la maquinaria del Estado. un hombre sale adelante con

sus huesos, su mente y sus propias leyes. los grandes hombres no esperan nada del Estado. lo ignoran o crean el propio que satisfaga sus pasiones. así que lo de hoy en Washington, la marcha de la libertad, el progreso del hombre, todo ese espíritu, que, aparenta mucho pero no es nada, y camina en su tranquila viscosidad ahogandose mientras se examina a sí mismo.

charles bukowski

A Douglas Blazek, 22 de marzo de 1966.

los envenenadores de perros son legión, actúan furtivamente, y rara vez los atrapan. como si no tuviéramos suficiente muerte, ellos juegan sucio con lo poco que hay. ¿y me querían mandar a la GUERRA para salvar a tipos como esos? los envenenadores de perros por lo general son antiguos vecinos del barrio, respetables, religiosos, propietarios, y a menudo sin hijos o con hijos que han crecido y no quieren verlos más. los envenenadores de perros

suelen andar entre los 55 y los 70. la mayoría de ellos amaba a los animales de chicos, pero la sociedad Americana y lo que ella extrae del cuerpo, la mente y el alma puede producir monstruos muy especiales. casi todos están preocupados por la propiedad y los «derechos de la propiedad» como ellos los llaman. y como no tienen otra cosa que abrazar, su mundo se reduce a eso. no hace mucho hubo un doctor por acá que aporreó un cachorro hasta matarlo con el mango de su pistola. ni siquiera era un perro adulto. y lo hizo abiertamente, en su jardín, con los chicos y la gente mirando. (yo no estaba ahí). su excusa fue que el cachorro no tenía derechos en su propiedad. siendo médico y alimentado con la adoración de la gente hacia los médicos y con sus $$$, resultaba más atrevido y estúpido que sus hermanos mataperros. el caso fue a los tribunales, pero no sé cómo terminó. no lo publicaron o me

perdí esa edición. probablemente fue absuelto o lo multaron con $15. la propiedad, la propiedad. yo tuve un lindo perro una vez (mitad lobo, mitad collie, pero amable, amable). un día lo estaba paseando y él se paró a mear sobre una planta que estaba enfrente de una inmobiliaria en Beverly Boulevard. yo lo había entrenado para que lo hiciera en los baldíos, pero él meó en la planta. y salió el tipo de la inmobiliaria gritandome: «¡HEY, SACA ESE PERRO DE AHI! ¡HEY, HEY, HEY! ¡EL PIS ES VENENO, MEO MI PLANTA!» podías oírlo gritar desde Bensenville, Illinois. yo lo miré, miré su cara ¡ácida y sus ojos y su cuerpo colgando ahí. «no controlo el pis de mi perro», le dije con tranquilidad. «¡Bueno, que mee en otro lado, sácalo!» no me moví. el perro o yo, cualquiera de los dos podría haberlo matado. «tu arbolito de mierda no se va a morir», le dije. «y si se muere, te lo pago». «¡¡Saca ese perro de

acá!!» nos quedamos parados hasta que se fue otra vez adentro a contar sus pedacitos de ganancia. a veces pienso que esos tipos casi saben que están muertos, que son feos, que están gastados, y no quieren ver a nada ni a nadie feliz y despreocupado; ni siquiera pueden ver a nadie infeliz, del modo en que nosotros somos infelices. hay que hacerlo a su manera. un auto atropelló a mi perro después de mi última separación. le había dejado el perro a ella. los animalitos domésticos casi nunca mueren de viejos.

¡cómo odio este puto mundo y sus modos y sus valores! Blaz, te vas a recuperar del perro (los perros) muerto, pero no de aquello que lo mata: la bandera Americana. el dinero. la propiedad. los habitantes muertos de ciudades de horror, locura y miedo. cristo, cristo.

charles bukowski

A Marina Bukowski, 16 de septiembre de 1969.

hola Marinita: es tan lindo escuchar tu voz cada vez que me llamas. tienes la voz más bella del mundo. Muchas gracias por llamarme. me siento bien durante días y días después de hablar contigo. y pienso que te voy a ver de nuevo y eso me hace andar. a veces cuando me enfermo pienso en tí y me pongo bien. POR FAVOR TEN MUCHO CUIDADO AL CRUZAR LA CALLE. MIRA PARA LOS DOS LADOS. pienso en tí todo el tiempo y te amo más que al cielo o a las montañas o al mar o a nada ni nadie. por favor portate bien y sé feliz y no te

preocupes por mí. con todo mi amor, mi pequeña, Hank.

charles bukowski

Metáforas,paradigmas y actitudes sobre el ofício del escritor

en una carta de Charles Bukowski.

A John William Corrington

Enero 17,1961

Hola, Sr. Corrington:

Bien, a veces ayuda recibir cartas como la tuya. Ya son dos. Un joven de San Francisco esccribió diciéndome que algún día habrá quien escriba libros acerca de mí, si esto podrá ayudar en algo. Bueno, no estoy en busca de ayuda, o praise tampoco, y no estoy tratando de ser pesado. Pero yo solía jugar un juego conmigo mismo un juego llamado isla desierta, y mientras estaba tirado en la cárcel, en la clase de arte o caminando hacia la ventanilla de diez dólares en las carreras, me preguntaba, Bukowski, si tú estuvieras en una isla desierta, tú solo, y nunca ser encontrado exepto por pájarros y gusanos, ¿tomarías una vara y rascarías palabras sobre la arena? Yo tenía que decir no, y por un rato esto resolvía un montón de cosas, y me dejaba seguir adelante y hacer un montón de cosas que yo no quería hacer, y me alejaba de la máquina de escribir y me ponía en el pabellón de caridad del hospital municipal, la sangre corriendo fuera de mis oídos, de mi boca y de mi culo, y ellos ahí esperando a que yo muriese, pero nada pasaba. Y cuado salía me preguntaba otra vez, Bukowsky, si estuviertas en una isla desierta y etc; y sabes pienso que era que la sangre había abandonado mi cerebro, o algo, y yo decía ,sí, sí, yo tomaría una vara y rascaría palabras sobre la arena. Bueno, esto solucionaba un montón de cosas porque me permitía seguir adelante y hacer las cosas, todas las cosas que no quería hacer, y me dejaba tener la máquina de escribir también; y desde que ellos me dijeron que un trago más me mataría, ahora le he bajado a dos galones de cerveza al día.

Pero la escritura, por supuesto. cómo el matrimonio, la caída de la nieve o las llantas de los autos, no siempre perdura. Tú puedes ir a la cama el miércoles en la noche siendo un escritor y despertar el jueves por la mañana y ser otra cosa totalmente diferente. O puedes irte a la cama el miércoles por la noche siendo un plomero y despertar el jueves por la mañana siendo un escritor. Éste es el mejor tipo de escritores… Muchos de ellos mueren. claro. por sus arduos intentos; o por otro lado, porque se vuelven famosos y todo lo que escriben es publicado y ya no tienen que buscar más. La muerte tiene muchas avenidas. y si a pesar de todo tú dices que mi material te gusta, quiero que sepas que si se vuelve rotó, no será porque trate demasiado duro o muy poco, sera porque me quedado, o sin cervezas o sin sangre.

Para lo que sirva, puedo permitirme esperar: Tengo mi vara y tengo mi arena.

Carta A Jon Webb, 4 de Septiembre de 1962.

Charles Bukowski: No puedes escribir una historia de amor. Cuento

charles-bukowski (1)Margie iba a salir con este tío pero cuando salían el tío se encontró con otro tío vestido con un abrigo de cuero y el tío del abrigo de cuero abrió el abrigo de cuero y le enseñó al otro tío sus tetas y el otro tío se dirigió a Margie y le dijo que no podía mantener su cita porque el tío del abrigo de cuero le había enseñado las tetas y tenía que ir a follarse a ese tío. Así que Margie se fue a ver a Carl. Carl estaba en su casa, y Margie se sentó y le dijo:

-Este tío iba a llevarme a la terraza de un café, íbamos a beber algo de vino y a hablar, sólo beber vino y hablar, nada más, pero en en camino este tío se encontró a otro tío con un abrigo de cuero, y el tío del abrigo de cuero le enseñó sus tetas al otro tío y ahora este tío se ha ido a follar con el tío del abrigo de cuero, así que me quedé sin mesa, sin vino y sin charla.

-No puedo escribir nada -dijo Carl-. He perdido la inspiración.

Entonces se levantó y se fue al baño, cerró la puerta, y se puso a cagar. Carl echaba cuatro o cinco cagadas al día. No tenía otra cosa que hacer. Se bañaba cuatro o cinco veces al día. No tenía otra cosa que hacer. Se emborrachaba por la misma razón.

Margie oyó el ruido de la cadena del retrete. Carl salió.

-Ocurre simplemente que un hombre no puede escribir ocho horas al día. Ni siquiera puede escribir todos los días, ni todas las semanas. Agota su mente, es una desesperación fija. Ahora no puedo hacer otra cosa que esperar.

Carl se fue hacia el frigorífico y salió con un paquete de seis cervezas. Abrió un botellín.

-Soy el escritor más grande del mundo -dijo-. ¿Sabes lo difícil que resulta?

Margie no contestó.

-Puedo sentir cómo el dolor se arrastra por todo mi ser. Igual que una segunda piel. Me gustaría poder cambiar de piel como las serpientes.

-Bueno, por qué no te revuelcas en la alfombra y tratas de desprendértela?

-Escucha -preguntó él-. ¿Dónde te conocí?

-En la tienda de legumbres de Barney.

-Bueno, eso lo explica un poco. Tómate una cerveza.

Carl abrió una botella y se la pasó.

-Ya -dijo Margie-, ya sé. Necesitas tu soledad. Necesitas estar solo. Excepto cuando necesitas algo, excepto cuando cortamos de una vez y entonces te sientes perdido y en seguida te pones a llamar por teléfono diciéndome que me necesitas, que te estás muriendo de la resaca. Eres débil y te rajas rápido.

-Sí, me debilito rápido.

-Y eres tan estúpido conmigo, nunca te pones caliente. Vosotros los escritores sois tan… delicados… No podéis soportar a la gente. La humanidad hiede, ¿cierto?

-Cierto.

-Pero cada vez que cortamos empiezas a dar fiestas gigantescas de cuatro días. Y de repente te vuelves ingenioso. ¡Empiezas a hablar! De repente estás lleno de vida, hablando, bailando, cantando. Bailas en la mesita de café, lanzas botellas por la ventana, interpretas fragmentos de Shakespeare. De repente estás vivo, cuando yo me voy. ¡Oh, me han contado cosas acerca de esto!

-No me gustan las fiestas. Me disgusta especialmente la gente en las fiestas.

-Pues para ser un tío al que no le gustan las fiestas, celebras unas cuantas.

-Escucha, Margie, no entiendes. Ya no puedo escribir. Estoy acabado. En algún lugar torcí el rumbo. En algún lugar morí en medio de la noche.

-De la única manera en que te vas a morir es de una de tus monumentales resacas.

-Jeffers dijo que incluso los hombre más fuertes pueden quedar atrapados.

-¿Quién fue Jeffers?

-Fue el tío que convirtió el Gran Sur en una trampa para turistas.

-¿Qué vas a hacer esta noche?

-Iba a irme a escuchar las canciones de Rachmaminoff.

-¿Quién es ese?

-Un ruso muerto.

-Mírate. Te quedas ahí sentado como un idiota.

-Estoy esperando. Algunos tíos aguardan dos años. A veces la inspiración no vuelve nunca.

-Supón que no te vuelve nunca.

-Entonces me pondría mis zapatos y bajaría andando por Main Street.

-¿Por qué no te buscas un trabajo decente?

-No hay ningún trabajo decente. Si un escritor abandona la creación, está muerto.

-¡Oh, vamos, Carl! Hay millones de personas en el mundo que no trabajan en la creación. Quieres decir que están muertas?

-Sí.

-¿Y tú tienes alma? ¿Eres de los pocos con alma?

-Podría decirse que sí.

-¡Podría decirse que sí! Tú y tu miserable maquinita de escribir! Tú y tus cheques enanos! Mi abuela gana más dinero que tú!

Carl abrió otra botella de cerveza.

-¡Cerveza! ¡Cerveza! ¡Tú y tu condenada cerveza! Está presente incluso en tus historias: < Marty cogió su cerveza. Al levantar su mirada, vio a una magnífica rubia entrar en el bar y sentarse a su lado… > Tienes razón. Estás acabado. Tu material es limitado, muy limitado. No puedes escribir una historia de amor, ni siquiera puedes escribir una decente historia de amor.

-Tienes razón, Margie.

-Si un hombre no puede escribir una historia de amor, es un inútil.

-¿Cuántas has escrito tú?

-Yo no pretendo ser escritora.

-Pero -dijo Carl-, pareces tomar una pose de estúpido crítico literario.

Margie se fue pronto después de eso. Carl se sentó y bebió el resto de las cervezas. Era verdad, la literatura le había abandonado. Esto haría felices a sus enemigos de las catacumbas. Podrían subir un jodido escalón. La muerte les complacía, tanto a subterráneos como a escritores con éxito. Recordaba a Endicott, sentado allí y diciendo: <Bueno, Hemingway se fue, Dos Passos se fue, Patchen se fue, Pound se fue, Berryman se tiró desde un puente, todos muertos… Las cosas cada vez están mejor y mejor y mejor >.

Sonó el teléfono. Carl lo cogió.

-¿Señor Gantling?

-¿Sí? -contestó.

-Quisiéramos saber si a usted le gustaría venir a dar una lectura en el Fairmont College.

-Bueno, sí. ¿Para qué fecha?

-El treinta del mes próximo.

-No creo tener nada que hacer para entonces.

-Nuestra paga usual son cien dólares.

-Me suelen dar ciento cincuenta. Ginsberg cobra mil.

-Pero es Ginsberg. Sólo podemos ofrecerle cien dólares.

-De acuerdo.

-Muy bien, señor Gantling. Le mandaremos los detalles.

-¿Qué me dice del viaje? Son varias horas de carretera.

-De acuerdo, veinticinco dólares por el viaje.

-O.K.

-¿Le gustaría hablar a los estudiantes en sus clases?

-No.

-Hay un almuerzo gratis.

-Entonces sí.

-Muy bien señor Gantling, estaremos por el campus esperándole.

-Adiós.

Carl dio una vueltas por la habitación. Miró la máquina de escribir. Puso una cuartilla de papel en el rodillo, se asomó a la ventana y vio pasar a una chica con una minifalda increíblemente corta. Empezó a escribir.

<Margie iba a salir con este tío pero en el camino este tío se encontró con otro tío vestido con un abrigo de cuero y el tío del abrigo de cuero abrió el abrigo de cuero y le enseñó al otro tío sus tetas y el otro tío se dirigió a Margie y le dijo que no podía mantener su cita porque el tío del abrigo de cuero le había enseñado sus tetas…>

Carl cogió su cerveza. Era agradable volver a escribir de nuevo.

Charles Bukowski: Kid Stardust en el matadero. Cuento

Lcharles-bukowski2a suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida; desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como  recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco. así que bajé al matadero y entré en la oficina.

¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.

no, mentí yo.

había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes. me habían explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa… algo muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el timbre y ya llega otro, y después se largó. cuando vi que se iba me quité la bata, el casco metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me largué de allí. y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.

pareces un poco viejo para el trabajo.

quiero endurecerme. necesito trabajo duro, muy duro, mentí.

¿y puedes aguantarlo?

otra cosa no tendré, pero coraje si. fui boxeador. y bueno.

¿ah sí?

si.

vaya, se te nota en la cara. debieron darte duro.

de lo de la cara no hagas caso. yo tenía un juego de brazos magnífico. todavía lo tengo. lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenía que parecer verdad.

sigo el boxeo. no recuerdo tu nombre.

peleaba con otro nombre, Kid Stardust.

¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.

peleé en América del Sur, en Africa, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas. Por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo no me gusta poner que fui boxeador porque la gente cree que hablo en broma o que miento. lo dejo en blanco y se acabó.

vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica. mañana a las nueve y medía te pondremos a trabajar. ¿dices que quieres trabajo duro?

bueno, si tenéis otra cosa no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta. no sé sí darte el trabajo no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.

yo no soy gente: soy Kid Stardust.

vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!

no me gustó el tono.

dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la tarjeta con mí nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí. había una fila de hombres sentados en un banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.

yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con mi mejor acento golfo:

dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.

alguien señaló.

¿Thurman?

¿Sí?

trabajo para tí.

¿Sí?

sí.

me miró.

¿y las botas?

¿botas?

no tengo, dije.

sacó un par de botas de debajo del banco y me las dió. viejas, duras, tiesas. me las puse. la historia de siempre: tres números menos. me encogían y me espachurraban los dedos. luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico. allí me quedé de pie mientras él encendía un cigarrillo. tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.

vamos.

eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes negros. yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo menos dos o tres veces más anchos.

¡Charley! aulló Thurman.

Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.

sudaba ya bajo el casco metálico.

¡¡dale TRABAJO!!

dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?

Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el

muelle.

espera aquí.

luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado con mierda de pollo. y cada carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina. no, no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.

uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y yo los cogía y se los tiraba al que estaba detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la caja. los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacía mí por el aire. comprendí que querían reventarme. pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta el último gramo de energía. apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo. estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos… los jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta luz eléctrica. era de noche en el infierno. bueno, siempre me había gustado el trabajo nocturno.

¡vamos!

me llevaron a otro local. arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho, recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.

acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho. ¿cómo pueden distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?

VENGA… ¡MENEALA!

¿Menéala?

eso es: ¡BAILA CON ELLA!

¿qué?

¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!

George se puso debajo de la ternera muerta. la agarró. UNO. corrió hacia adelante.

DOS. corrió hacia atrás. TRES. corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela al suelo. alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella. lista para las carnicerías del mundo. lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y sintiendo casi nada.

me pusieron debajo de la ternera siguiente.

UNO.

DOS.

TRES.

la tenía. sus huesos muertos contra mis huesos vivos. su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría, pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y yo tengo una copa en la mano y hablo lenta pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUELGALA DEL CAMION! caminé hacia el camión. por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además sí soltaba la ternera quizá tuviera que volver a recogerla. además se ensuciaría. yo no quería que se ensuciase. o más bien… ellos no querían que se ensuciase.

llegué al camión.

¡CUELGALA!

el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era todo cartílago y grasa, duro, duro.

¡VAMOS! ¡VAMOS!

utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro. el gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro, colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.

¡MUEVETE!

un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.

¡aquí trabajamos en cadena!

vale, campeón.

me puse delante de él. otra ternera me esperaba. cada una que agarraba estaba seguro de que sería la última que podría agarrar. pero me decía.

una más

sólo una más

luego

lo dejo.

a la

mierda.

ellos estaban esperando que me rajara. lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando creían que no miraba. no quería darles el placer de la victoria. agarré otra ternera. como el campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.

pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.

lo había conseguido. un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían derrotarme. fui tras ellos hasta un carrito que alguien había traído. vi elevarse el vapor del café en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.

¡EH, TU!

era Charley. Charley, como yo.

¿sí, Charley?

antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.

era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo. la parada dieciocho quedaba al otro extremo del patio.

conseguí abrir la puerta y subir a la cabina. tenía un asiento blando de suave piel y era tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y demás. di vuelta a la llave y conseguí encender el motor. fui probando pedales y palancas hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito. era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel. luego abrí la puerta y salí. no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro. no me hice daño, ni siquiera lo sentí. me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino de la calle.

les vi dirigirse de nuevo al muelle riendo y encendiendo cigarrillos.

me quité las botas, me quité la bata, me quité el casco metálico y fui hasta el garito del patio de entrada, tiré bata, casco y botas por encima del mostrador. El viejo me miró:

vaya, así que dejas esta BUENA colocación…

diles que me manden por correo el cheque de mis dos horas de trabajo o si no que se lo metan en el culo ¡me da igual!

salí. crucé la calle hasta un bar mejicano y bebí una cerveza. luego cogí el autobús y volví a casa. el patio escolar norteamericano me había derrotado otra vez.

Charles Bukowski: No hay camino al paraíso. Cuento

images (2)Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros… Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.

Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.

-Escocés con agua -contesté.

-Y sírvale al señor un escocés con agua -le dijo al cantinero.

Bueno, esto no era muy normal.

Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.

-Ahora los hacen así -dijo ella-. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.

Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.

-¡Tú, perra! -dijo-. No quiero saber nada más de ti.

-¡No, George, no puedes hacerme esto! -gritaba ella llorando-. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!

-No me importa -dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo-. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.

-Si tú no la quieres -dijo el otro hombrecito- yo me quedo con ella, la amo.

-Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.

-Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.

-Lo sé, pero lo amo de todos modos.

Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.

-Creo que se me está formando un triángulo -dijo la señorita que me había invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.

-¿No es triste mirar todo esto? Eh… ¿Cómo te llamas?

-Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.

-Yo soy Hank. ¿Pero no es triste…?

-No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.

-Todos tenemos una suerte horrible.

-Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.

-¿Son sexys?

-¡Muy, muy sexys! ¡Dios, me ponen de verdad caliente!

-¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.

-Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.

-¿Y lo hacen a menudo?

-Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.

Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.

-Escucha -decía Marty-, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna…

-No -decía la pequeña Anna-, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.

George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.

-Ruthie está empezando a calentarse -le dije a Dawn.

-Sí que lo está. Está empezando de verdad.

Yo también me estaba excitando. Abracé a Dawn y la besé.

-Mira -dijo ella-, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.

-Pero entonces no podré verlo.

-Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.

-De acuerdo -dije- vámonos.

Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones… Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.

-Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es grande? -me preguntó.

-Sí que lo es -contesté.

Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.

-Perdona -dijo- pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?

-Soy escritor.

-¿Y vas a escribir algo acerca de esto?

-Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.

-Mira -dijo Dawn- George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?

-Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.

-No sé -dijo Dawn-, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.

-Entiendo lo que quieres decir.

-Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.

-Sí, allá van.

-¡Míralos!

-¡Dios o la puta!

Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.

El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.

-Mira -decía Marty-, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!

-¿Oíste eso? -le pregunté a Dawn-. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?

-Espero que sea verdad -dijo Dawn.

La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del cuello.

-Te amo -dije.

-¿De verdad? ¿De verdad?

-Sí, de alguna manera, sí…

-De acuerdo -dijo la pequeña Anna al pequeño Marty- podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.

Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada…

Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.

-Estuvo tan bien -dijo.

-Fue un placer -contesté.

Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.

-¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? -me preguntó.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.

-No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.

Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.

Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.

-¡Oh, Dios mío!

-Qué ha pasado?

-Anna se lo hizo.

-¿Qué le hizo?

-¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!

-¡Uau!

-¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!

-Ese hijo de puta -decía la pequeña Anna desde la mesita de café- si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.

-¡Ahora las dos me pertenecen! -dijo Marty.

-Ah no, tienes que elegir una de nosotras -dijo Anna.

-¿A cuál prefieres? -preguntó Ruthie.

-Yo las amo a las dos -dijo Marty.

-Ha parado de sangrar -dijo Dawn -se está quedando frío.

Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.

-Quiero decir -dijo Dawn- que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.

-Creo que te amo, Dawn -dije.

-Mira -dijo ella-. ¡Marty está abrazando a Ruthie!

-¿Crees que van a hacerlo?

-No sé. Parecen excitados.

Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.

-¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! -gritaba.

George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.

-¡Mataré a todo el mundo! -gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.

Charles Bukowski: Un hombre. Cuento

images (1)George estaba recostado en su remolque, sobre su espalda, viendo el pequeño televisor portátil. Sus platos de la cena estaban sucios, los del desayuno estaban sucios, necesitaba afeitarse, y la ceniza de su cigarrillo caía sobre su camiseta. Algo de la ceniza todavía estaba encendida. En ocasiones, la ceniza encendida fallaba al caer en su camiseta y caía en su piel, entonces él maldecía, apartándola de un manotazo.

Llamaron a la puerta del remolque. Lentamente se puso de pie y atendió al llamado. Era Constance: tenía un quinto de whiskey sin abrir en una bolsa.

-George, dejé a ese hijo de puta, no podía soportar más a ese hijo de puta.

-Siéntate.

George abrió la botella, tomó dos vasos, los llenó a la tercera parte con whiskey, y dos tercios con agua. Se sentó en la cama junto a Constance. Ella tomó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Estaba ebria y sus manos temblaban.

-También me llevé su maldito dinero. Tomé su maldito dinero y me fui mientras él estaba en el trabajo. No sabes lo que he sufrido con ese hijo de puta.

-Dame un cigarrillo -dijo George. Ella se lo pasó y al acercarse a él, George puso su brazo alrededor de ella, la atrajo hacia él y la besó.

-Hijo de puta, te eché de menos.

-Yo he echado de menos esas lindas piernas tuyas, Connie. En verdad eché de menos tus lindas piernas.

-¿Todavía te gustan?

-Me excito sólo de verlas.

-Nunca podré hacerlo con un chico universitario -dijo Connie-. Son tan blandos, tan sosos. Y él mantenía su casa limpia. George, era como tener una sirvienta. Lo hacía todo. El lugar estaba inmaculado. Uno podía comer estofado directamente del basurero. Él era antiséptico, eso es lo que era.

-Bebe, te sentirás mejor.

-Y no podía hacer el amor.

-¿Quieres decir que no se le paraba?

-Oh, sí se le paraba, la tenía parada todo el tiempo. Pero no sabía cómo hacer feliz a una mujer, tú sabes. No sabía qué hacer. Todo ese dinero, toda esa educación, era un inútil.

-Yo desearía haber tenido educación universitaria.

-No la necesitas. Tú tienes todo lo que necesitas, George.

-Sólo soy un lacayo. Todos los trabajos de mierda.

-Dije que tienes todo lo que necesitas, George. Tú sabes cómo hacer feliz a una mujer.

-¿Sí?

-Sí. ¿y sabes qué más? ¡Su madre venía de visita! Dos o tres veces a la semana. Y se sentaba ahí mirándome, pretendiendo que yo le agradaba, pero todo el tiempo me trataba como si fuera una puta. ¡Como si fuera una puta mala que quería robarle a su hijo! ¡Su precioso Wallace! ¡Cristo! ¡Qué desastre! Él decía que me quería. Y yo decía, “¡Mírame el coño, Walter!” Y él no lo miraba. Él decía, “No quiero ver esa cosa.” ¡Esa cosa! ¡Así lo llamó! ¿Tú no le tienes miedo a mi coño, verdad George?

-Aún no me ha mordido.

-Pero tú lo has mordido, lo has mordisqueado, ¿no es así, George?

-Supongo que sí.

-Y lo has lamido. ¿Chupado?

-Supongo que sí.

-Lo sabes malditamente bien, George, sabes lo que has hecho.

-¿Cuánto dinero sacaste?

-Seiscientos dólares.

-No me gusta la gente que le roba a otra gente, Connie.

-Por eso es que eres un jodido lavaplatos. Eres honesto. Pero él es tan imbécil, George. Y puede darse ese lujo, y yo me lo he ganado… él y su madre y su amor, su madre-amor, sus limpios tazones y baños y bolsas dispensadoras y sus refrescantes de aliento y lociones para después de afeitarse y sus rarezas y su preciosa forma de amar. Todo para él, ya entiendes, ¡todo para él! Tú sabes lo que una mujer quiere, George.

-Gracias por el whiskey, Connie. Dame otro cigarrillo.

George llenó nuevamente los vasos.

-Eché de menos tus piernas, Connie. En verdad eché de menos esas piernas. Me gusta la forma en que usas esas zapatillas de tacón alto. Me vuelven loco. Estas mujeres modernas no saben lo que se pierden. El tacón alto acentúa la pantorrilla, la cadera, el culo; le pone ritmo al caminar. ¡Eso realmente me enciende!

-Hablas como un poeta, George. En ocasiones hablas justo así. Eres todo un señor lavaplatos.

-¿Sabes lo que me gustaría hacer?

-¿Qué?

-Me gustaría azotarte con mi cinturón las piernas, el culo, las caderas. Me gustaría hacerte temblar y llorar y cuando estés temblando y llorando te abofetearía con él por puro amor.

-No quiero eso, George. Nunca antes me habías hablado así. Siempre has sido bueno conmigo.

-Súbete el vestido.

-¿Qué?

-Súbete el vestido, quiero verte más las piernas.

-Te gustan mis piernas, ¿verdad, George?

-¡Deja que la luz brille en ellas!

Constance se subió el vestido.

-Dios santo, mierda -dijo George.

-¿Te gustan mis piernas?

-¡Me encantan tus piernas!

Entonces George se inclinó en la cama y abofeteó duramente el rostro de Constance. El cigarrillo se le escapó de los labios.

-¿Por qué hiciste eso?

-¡Te tiraste a Walter! ¡Te tiraste a Walter!

-¿Y qué demonios?

-¡Así que súbete más el vestido!

-¡No!

-¡Haz lo que digo!

Geroge la abofeteó otra vez, más fuerte. Constance se subió la falda.

-¡Súbelo hasta bajo las bragas! -gritó George-. ¡En realidad no quiero ver las bragas!

-Cristo, George, ¿qué es lo que te ocurre?

-¡Te tiraste a Walter!

-George, por Dios, te has vuelto loco. Quiero irme. ¡Déjame salir de aquí, George!

-¡No te muevas o te mato!

-¿Me matarías?

-¡Lo juro!

George se puso de pie y se sirvió un trago de whiskey puro, lo bebió, y se sentó junto a Constance. Él tomó el cigarrillo encendido y lo sostuvo contra la muñeca de ella.

Ella gritó. Él lo sostuvo ahí, firmemente, y luego lo retiró.

-Soy un hombre, nena. ¿Lo entiendes?

-Ya sé que eres un hombre, George.

-Mira, ¡echa un ojo a mis músculos! -George se puso de pie y flexionó ambos brazos-. Hermosos, ¿eh, nena? ¡Mira ese músculo! ¡Siéntelo! ¡Siéntelo!

Constance tocó uno de los brazos, luego el otro.

-Sí, tienes un cuerpo hermoso, George.

-Soy un hombre. Seré un lavaplatos pero soy un hombre, un hombre de verdad.

-Lo sé, George.

-No soy el blanducho que tú dejaste.

-Lo sé.

-Y también sé cantar. Tienes que oír mi voz.

Constance estaba sentada ahí. George comenzó a cantar “El Río del Viejo”. Luego cantó “Nadie sabe los problemas que he visto”. Cantó “Dios Bendiga a América” deteniéndose varias veces y riendo. Después se sentó junto a Constance. Dijo:

-Connie, tienes unas piernas hermosas.

Pidió otro cigarrillo. Lo fumó, tomó otros dos tragos, luego puso su cabeza sobre las piernas de Connie, sobre las medias, en su vientre, y dijo:

-Connie, supongo que no soy bueno, supongo que estoy loco, lamento haberte golpeado, lamento haberte quemado con el cigarrillo.

Constance estaba sentada ahí. Pasó sus dedos por el cabello de George, acariciándolo, calmándolo. Muy pronto se durmió. Ella esperó un poco más. Luego levantó su cabeza de sus piernas y la colocó sobre la almohada, levantó sus piernas y las colocó sobre la cama. Ella se puso de pie, caminó hacia la botella, se sirvió un buen trago de whiskey en su vaso, añadió un toque de agua y lo bebió hasta el fondo. Caminó hacia la puerta del remolque, la abrió, salió, cerró. Caminó por el patio trasero, abrió la puerta de la cerca, caminó por la callejuela bajo la luna de la una de la mañana. El cielo estaba libre de nubes. El cielo nublado también estaba ahí arriba. Salió hacia el boulevard y caminó hacia el este y llegó hasta la entrada del Blue Mirror. Entró y ahí estaba Walter sentado solo y borracho al final de la barra. Caminó hasta ahí y se sentó junto a él.

-¿Me echaste de menos, nene? -preguntó ella.

Walter levantó la vista. La reconoció. No respondió. Miró al cantinero y el cantinero caminó hacia ellos. Los tres se conocían bien.

Charles Bukowski: El principiante. Cuento

charles-bukowskiBien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con Madge:

-Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que

buscar algo que me apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede

hacer sino emborracharse? El cine no me gusta. Los zoos son estúpidos. No

podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un problema.

-¿Has ido alguna vez a un hipódromo?

-¿Qué es eso?

-Donde corren los caballos. Y tú apuestas.

-¿Hay algún hipódromo abierto hoy?

-Hollywood Park.

-Vamos.

Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.

-Parece que hay mucha gente -dije.

-Sí, la hay.

-¿Y qué haremos ahí dentro?

-Apostar a un caballo.

-¿A cuál?

-Al que quieras.

-¿Y se puede ganar dinero?

-A veces.

Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:

-¡Lea aquí cuales son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo gane!

Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó cómo tenía que hacer para apostar.

-¿Sirven aquí cerveza? -pregunté.

-Sí claro. Hay un bar.

Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás, donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era sólo un montón de números.

-Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos -dijo ella.

-Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.

-¡Oh! Perdona.

-Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.

-Oh, Harry, eres todo corazón -dijo ella.

En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.

-Ese es Willie Shoemaker -dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la gente que resultaba depresivo.

-Ahora vamos a apostar -dijo ella.

Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador. Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: «¡Están en la puerta!».

Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en

la línea de meta.

-Elegí a Colmillo Verde -le dije.

-Yo también -dijo ella.

Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.

Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde, muy tarde, Madge gritó:

-¡COLMILLO VERDE!

Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge empezó a saltar y a gritar:

¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!

Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.

-¿Quién ganó? -pregunté.

-No sé -dijo Madge-. Es emocionante, ¿eh?

-Sí.

Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3 tercero.

Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.

Miramos el folleto para la siguiente carrera.

-Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.

-De acuerdo -dijo Madge.

Tomamos un par de cervezas.

-Todo esto es estúpido -dije-. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?

-No sé. Tenía un nombre tan bonito.

-Pero los caballos no saben cómo se llaman… El nombre no les hace correr.

-Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.

Tenía razón. Las había.

Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».

Yo apostaba automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se acabaron al cabe de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades.

En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:

-¡Ahí viene Claremount III!

Y yo dije:

-¡Oh, no!

-¿Apostaste por él? -dijo Madge.

-Sí -dije yo.

Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían unos seis largos. Completamente solo.

-Dios mío -dije-, lo conseguí.

-¡Oh, Harry! ¡Harry!

-Vamos a tomar un trago -dije.

Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.

-Apostamos por Claremount III -dijo Madge al del bar.

-¿Sí? -dijo él.

-Sí -dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del hipódromo.

Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.

-Creo que se puede ganar a este juego -le dije a Madge -. Sabes, si ganas una vez no es necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.

-Así es, así es -dijo Madge.

Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré el tablero.

-Aquí está -dije-. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.

Fuimos a recoger mis 52,40.

Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares con él ganador.

Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron cuál era el primero:

6.

Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.

Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.

También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80 dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.

-Dejemos que se despejen las colas -dije-. Ya cobraremos luego.

-¿Te gustan los caballos, Harry?

-Se puede -dije-, se puede ganar, no hay duda.

Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino del aparcamiento.

-Por amor de Dios -le dije a Madge-, súbete las medias. Pareces una lavandera.

-¡Uy! ¡Perdona papaíto!

Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que esto.

Jajá.

Charles Bukowski: Animales hasta en la sopa. Cuento

charles_bukowskiHabía estado mucho tiempo por ahí bebiendo, y durante ese tiempo había perdido mi lindo trabajo, la habitación y (quizás) el juicio. Después de dormir la noche en una calleja, vomité en la claridad, esperé cinco minutos, acabé lo que quedaba de la botella de vino que encontré en el bolsillo de la chaqueta. Empecé a caminar por la ciudad, sin ningún objetivo. Mientras andaba, tenía la sensación de poseer una parte del significado de las cosas. Por supuesto, era falso. Pero quedarse en una calleja tampoco servía de gran cosa.

Anduve durante un rato, sin darme casi cuenta. Consideraba vagamente la fascinación de, morir de hambre. Sólo quería un sitio donde tumbarme y esperar. No sentía rencor alguno contra la sociedad, porque no pertenecía a ella. Hacía mucho que me había habituado a este hecho. Pronto llegué a los arrabales de la ciudad. Las casas estaban mucho más espaciadas. Había campo y fincas pequeñas. Yo estaba más enfermo que hambriento. Hacía calor y me quité la chaqueta y la colgué del brazo. Empezaba a notar sed. No había rastro de agua por ninguna parte. Tenía la cara ensangrentada de una caída de la noche anterior, y el pelo revuelto. Morir de sed no lo consideraba una muerte cómoda. Decidí pedir un vaso de agua. Pasé la primera casa, no sé por qué me pareció que me sería hostil, y seguí calle abajo hasta una casa verde de tres plantas, muy grande, adornada de yedra y con matorrales y varios árboles alrededor. A medida que me acercaba al porche delantero, oía dentro extraños ruidos, y me llegaba un olor como de carne cruda y orina y excrementos. Sin embargo, la casa daba una sensación amistosa; llamé al timbre.

Salió a la puerta una mujer de unos treinta años. Tenía el pelo largo, de un rojo castaño,

muy largo, y aquellos ojos pardos me miraron. Era una mujer guapa, vestía vaqueros azules ceñidos, botas y una camisa rosa pálido. No había en su cara ni en sus ojos ni miedo ni recelo.

—¿Sí? —dijo, casi sonriendo.

—Tengo sed —dije yo—. ¿Puedo tomar un vaso de agua?

—Pasa —dijo ella, y la seguí a la habitación principal—. Siéntate.

Me senté, tímidamente, en un viejo sillón. Ella entró en la cocina a por el agua. Estando allí sentado, oí correr algo vestíbulo abajo, hacia la habitación principal. Dio una vuelta a la habitación, frente a mí, luego, se detuvo y me miró. Era un orangután. El bicho empezó a dar saltos de alegría al verme. Luego corrió hacia mí y saltó a mi regazo. Pegó su cara a la mía, sus ojos se fijaron un instante en los míos y luego apartó la cabeza. Cogió mi chaqueta, saltó al suelo y corrió vestíbulo adelante con ella, haciendo extraños ruidos.

Ella volvió con mi vaso de agua, me lo entregó.

—Soy Carol —dijo.

—Yo Gordon —dije—, pero en fin, qué más da.

—¿Por qué?

—Bueno, estoy liquidado. No hay nada que hacer. Se acabó. —¿Y qué fue? ¿El alcohol?

—preguntó.

—El alcohol —dije, luego indiqué lo que quedaba más allá de las paredes—: y ellos.

—También yo tengo problemas con ellos. Estoy completamente sola.

—¿Quieres decir que vives sola en esta casa tan grande?

—Bueno, no exactamente —se echó a reír.

—Ah claro, tienes ese mono grande que me robó la chaqueta. —Oh, ése es Bilbo. Es muy lindo. Está loco.

—Necesitaré la chaqueta esta noche. Hace frío.

—Tú te quedas aquí esta noche. Necesitas descanso, se te nota.

—Si descansase, podría querer seguir con el juego.

—Creo que deberías hacerlo. Es un buen juego si lo enfocas como es debido.

—Yo no lo creo. Y, además, ¿por qué quieres ayudarme?

—Yo soy como Bilbo —dijo ella—. Estoy loca. Al menos, eso creen ellos. Estuve tres meses en un manicomio.

—¿De veras? —dije.

—De veras ——dijo ella—. Lo primero que voy a hacer es prepararte un poco de sopa.

—Las autoridades del condado —me dijo más tarde— están intentando echarme. Hay un pleito pendiente. Por suerte, papá me dejó bastante dinero. Puedo combatirlos. Me llaman Carol la Loca del Zoo Liberado.

—No leo los periódicos. ¿Zoo Liberado?

—Sí, amo a los animales. Tengo problemas con la gente. Pero, Dios mío, conecto realmente con los animales. Puede que esté loca. No sé.

—Creo que eres encantadora.

—¿De veras?

—De veras.

—La gente parece tenerme miedo. Me alegro de que tú no me tengas miedo.

Sus ojos pardos se abrían más y más. Eran de un color oscuro y melancólico y, mientras hablábamos, parte de la tensión pareció esfumarse.

—Oye —dije—, lo siento, pero tengo que ir al baño.

—Después del vestíbulo, la primera puerta a la izquerda.

—Vale.

Crucé el vestíbulo y giré a la izquierda. La puerta estaba abierta. Me detuve. Sentado en la barra de la ducha, sobre la bañera había un loro. Y en la alfombra un tigre adulto tumbado. El loro me ignoró y el tigre me otorgó una mirada indiferente y aburrida. Volví rápidamente a la habitación principal.

—¡Carol! ¡Dios mío, hay un tigre en el baño!

—Oh, es Dopey Joe. Dopey Joe no te hará nada.

—Sí, pero no puedo cagar con un tigre mirándome.

—Oh, que tonto. ¡Vamos, ven conmigo!

Seguí a Carol por el vestíbulo. Entró en el baño y dijo al tigre:

—Vamos, Dopey, muévete. El caballero no puede cagar si tú le miras. Cree que quieres comerle.

El tigre se limitó a mirar a Carol con indiferencia.

—¡Dopey, bastardo, que no tenga que repetírtelo! ¡Contaré hasta tres! ¡Venga! Vamos:

uno… dos… tres…

El tigre no se movió.

—¡De acuerdo, tú te lo has buscado!

Cogió a aquel tigre por la oreja y tirando de ella lo obligó a levantarse. El bicho bufaba,

escupía; pude ver los colmillos y la lengua, pero Carol parecía ignorarle. Sacó a aquel tigre de allí por una oreja y se lo llevó al vestíbulo. Luego le soltó la oreja y dijo:

—Muy bien, Dopey, ¡a tu habitación! ¡A tu habitación inmediatamente!

El tigre cruzó el vestíbulo, hizo un semicírculo y se tumbó en el suelo.

—¡Dopey! —dijo ella—. ¡A tu habitación!

El bicho la miró, sin moverse.

—Este hijoputa está poniéndose imposible. Voy a tener que emprender una acción disciplinaria —dijo ella—, pero me fastidia. Le amo.

—¿Le amas?

—Amo a todos mis animales, por supuesto. Dime, ¿y el loro? ¿Te molestará el loro?

—Supongo que podré descargar delante del loro —dije.

—Entonces adelante, que tengas una buena cagada.

Cerró la puerta. El loro no dejaba de mirarme. Luego dijo: «Entonces adelante, que tengas una buena cagada». Luego cagó él, directamente en la bañera.

Hablamos algo más aquella tarde y por la noche, y yo consumí un par de magníficas comidas. No estaba seguro del todo de que aquello no fuese un montaje gigante del delirium tremems.

O de que no me hubiese muerto, o me hubiese vuelto loco, o estuviese viendo visiones.

No sé cuantos tipos de animales distintos tenía Carol allí. Y la mayoría de ellos campaban a sus anchas por la casa, pero tenían buenos hábitos de limpieza. Era un Zoo Liberado.

Luego, había el «período de mierda y ejercicio», según palabras de Carol. Y allá salían todos desfilando en grupos de cinco o seis, dirigidos por ella, hacia el prado. La zorra, el lobo, el mono, el tigre, la pantera, la serpiente… en fin, ya sabes lo que es un zoo. Lo tenía casi todo. Pero lo curioso era que los animales no se molestaban unos a otros. Ayudaba el que estuviesen bien alimentados (la factura de alimentación era tremenda; papá debía haber dejado mucha pasta), pero yo estaba convencido de que el amor de Carol hacia ellos les colocaba en un estado de pasividad muy suave y casi alegre: un estado de amor transfigurado. Los animales, simplemente se sentían bien.

—Mírales, Gordon. Fíjate en ellos. ¿Cómo no amarlos? Mira cómo se mueven. Tan diferente cada uno, tan real cada uno de ellos, tan él mismo cada uno. No como los humanos. Están tranquilos, están liberados, nunca son feos. Tienen la gracia, la misma gracia con la que nacieron…

—Sí, creo que entiendo lo que quieres decir…

Aquella noche no podía conciliar el sueño. Me puse la ropa, salvo los zapatos y los calcetines, y recorrí el pasillo hasta la habitación delantera. Podía mirar sin ser visto. Allí me quedé.

Carol estaba desnuda y tumbada sobre la mesa de café, la espalda en la mesa, con sólo las partes inferiores de muslos y piernas colgando. Todo su cuerpo era de un excitante blanco, como si jamás hubiese visto el sol, y sus pechos, más vigorosos que grandes, parecían independientes, partes diferenciadas alzándose en el aire, y los pezones no eran de ese tono oscuro que son los de la mayoría de las mujeres, sino más bien de un rojo—rosa brillante, como fuego, sólo que más rosa, casi neón. ¡Cielos, la dama de los pechos de neón! Y los labios, del mismo color, estaban abiertos en un rictus de ensoñación. La cabeza colgaba un poco fuera, por el otro extremo de la mesa, y aquel pelo rojomarrón se balanceaba, largo, largo, hasta doblarse sobre la alfombra. Y todo su cuerpo daba la sensación de estar ungido… no parecía tener codos ni rodillas, ni puntas, ni bordes. Suave y aceitada. Las únicas cosas que destacaban eran los pechos afilados,. Y enroscada en su cuerpo, estaba aquella larga serpiente… no sé de qué tipo era. La lengua silbaba y su cabeza avanzaba y retrocedía lenta, flúidamente, a un lado de la cabeza de Carol. Luego, alzándose, con el cuello doblado, la serpiente miró la nariz de Carol, sus labios, sus ojos, bebiendo en su rostro.

De cuando en cuando, el cuerpo de la serpiente se deslizaba ligerísimamente sobre el cuerpo de Carol; aquel. movimiento parecía, una caricia, y tras la caricia, la serpiente hacía una leve contracción, apretándola, allí enroscada alrededor de su cuerpo. Carol jadeaba, palpitaba, se estremecía; la serpiente bajaba, deslizándose junto a su oreja, luego se alzaba, miraba su nariz, sus labios, sus ojos, y luego repetía los movimientos. La lengua de la serpiente silbaba rápida, y el coño de Carol estaba abierto, los pelos suplicantes, rojo y hermoso, a la luz de la lámpara.

Volví a mi habitación. Una serpiente muy afortunada, pensé; nunca había visto cuerpo de mujer como aquél. Me costó trabajo dormir, pero al final lo conseguí.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos juntos, le dije a Carol:

—Estás realmente enamorada de tu zoo, ¿verdad?

—Sí, de todos ellos, del primero al último —dijo.

Terminamos el desayuno, sin hablar casi. Carol estaba más guapa que nunca. Estaba cada vez más radiante. Su pelo parecía vivo; parecía saltar alrededor de ella cuando se movía, y la luz de la ventana brillaba a su través, enrojeciéndolo.

Sus ojos, muy abiertos, temblaban, pero sin miedo, sin vacilación. Aquellos ojos: lo dejaban entrar y salir todo. Ella era animal, y humana.

—Escucha —dije—, si me recuperas la chaqueta que se llevó el mono, seguiré mi camino.

—No quiero que te vayas —dijo ella.

—¿Quieres que forme parte de tu zoo?

—Sí.

—Pero yo soy humano, sabes.

—Pero estás intacto. No eres como ellos. Aún flotas por dentro. Ellos están perdidos, endurecidos. Tú estas perdido pero no te has endurecido. Lo único que necesitas es ser cariñoso.

—Pero yo quizás sea demasiado viejo para que… me ames como al resto de tu zoo.

—Yo… no sé… me gustas muchísimo. ¿No puedes quedarte? Podríamos encontrarte un…

A la noche siguiente tampoco podía dormir. Crucé el vestíbulo hasta la cortina de cuentas y miré. Esta vez Carol tenía una mesa en el centro de la habitación. Era una mesa de roble, casi negra, de anchas patas. Carol estaba tumbada en la mesa, las nalgas justo en el borde, las piernas separadas, los dedos de los pies justo rozando el suelo. Se cubría el coño con una mano, luego la apartó. Al apartarla, todo su cuerpo pareció ponerse de un rosa claro; la sangre lo bañó todo, luego desapareció. El último rosa colgó un instante justo debajo de la barbilla y alrededor del cuello y luego se desvaneció y su coño se abrió levemente.

El tigre daba vueltas a la mesa en lentos círculos. Luego empezó a hacer círculos más rápidos, la cola balanceante. Carol lanzó aquel gemido sordo. Cuando hizo esto, el tigre estaba directamente enfrente de sus piernas. Se detuvo. Se alzó. Colocó una zarpa a cada lado de la cabeza de Carol. El pene extendido; era gigantesco. El pene llamó a su coño, buscando entrada, Carol puso la mano sobre el pene del tigre, para guiarlo. Ambos se columpiaron en el borde de un calvario insoportable y ardiente. Luego, una parte del pene entró. El tigre sacudió bruscamente los lomos. Entró el resto… Carol chilló. Luego subió las manos y rodeó con ellas el cuerpo del tigre mientras él empezaba a moverse. Volví a mi habitación.

Al día siguiente comimos en el prado con los animales. Una comida campestre. Yo comí un bocado de ensalada de patatas mientras veía pasar un lince con una zorra plateada. Había penetrado en una totalidad de experiencia completamente nueva. El condado había obligado a Carol a alzar aquellas vallas altas de alambre, pero los animales aún tenían una amplia zona de tierra despejada por la que vagar. Terminamos de comer y Carol se tumbó en la yerba, mirando al cielo. Dios mío, quién fuera otra vez joven.

Carol me miró:

—¡Vamos, ven aquí, viejo tigre!

—¿Tigre?

—«Tigre tigre, luz ardiente… »3 Cuando mueras, se darán cuenta, verán las manchas.

Me tumbé junto a ella. Ella se puso de lado, apoyando la cabeza en mi brazo. La miré.

Todo el cielo y toda la tierra corrían por aquellas ojos.

—Eres como una mezcla de Randolph Scott y Humphrey Bogart —me dijo.

Me eché a reír.

Eres muy graciosa—dije.

Nos miramos. Tuve la sensación de que podía caer dentro de aquellos ojos.

Luego, posé una mano en sus labios, nos besamos y atraje su cuerpo hacia el mío. Con la otra mano acariciaba su pelo. Fue un beso de amor, un largo beso de amor. Aun así, me empalmé. Su cuerpo se movió rozando el mío, serpentinamente. Pasó a nuestro lado un avestruz. «Jesús», dije, «Jesús, Jesús…». Nos besamos de nuevo. Luego, ella empezó a decir:

—¡Ay hijoputa! ¡Hijoputa, qué estás haciéndome!

Y me cogió la mano y la metió dentro de sus vaqueros. Sentí los pelos de su coño. Estaban ligeramente húmedos. Froté y acaricié. Luego entró mi dedo. Ella me besaba arrebatadamente.

—¡Ay, qué me haces, hijoputa! ¡Hijoputa qué me haces! —luego, se apartó bruscamente.

—¡Demasiado aprisa! Tenemos que ir lentamente, muy lentamente…

Nos incorporamos y ella tomó mi mano y me leyó la palma:

—Tu línea de la vida… —dijo—. No llevas mucho tiempo en la Tierra. Mira, mira tu

palma, ¿ves esta línea?

—Sí, sí.

—Esa es la línea de la vida. Ahora mira la mía: ya he esiado en la Tierra varias veces.

Hablaba en serio y la creí. A Carol había que creerla. Era en Carol en lo único que había que creer. El tigre nos observaba a unos veinte metros de distancia. Una brisa agitó parte del pelo marrón rojizo de Carol trasladándolo de la espalda al hombro. No pude soportarlo. La agarré y nos besamos de nuevo. Caímos hacia atrás. Luego ella cortó.

—Tigre, hijoputa, ya te lo dije: despacio.

Hablamos un poco más. Luego, dijo:

—Sabes… no sé cómo explicarlo. Tengo sueños sobre eso. El mundo está cansado. Está acercándose el final. La gente se han hundido en la inconsecuencia… la gente rock. Están cansados de sí mismos. Están pidiendo la muerte y sus oraciones tendrán respuesta. Yo estoy… estoy… bueno… estoy como preparando una criatura nueva que habite lo que quede de la Tierra. Tengo la sensación de que hay alguien más aquí preparando la nueva criatura. Quizás en varios otros sitios. Esas criaturas se encontrarán y procrearán y sobrevivirán. ¿Comprendes? Pero deben tener lo mejor de todas las criaturas, incluido el hombre, para sobrevivir dentro de la pequeña partícula de vida que quedará… Mis sueños, ay, mis sueños… ¿crees que estoy loca?

Me miró y se echó a reír.

—¿Crees que soy Carol la Loca?

—No sé —dije—. No hay modo de saberlo.

De nuevo aquella noche no podía dormir y recorrí el pasillo hacia la habitación delantera. Miré entre las cuentas. Carol estaba sola, tumbada en el sofá, ardía cerca una lamparilla. Estaba desnuda y parecía dormida. Aparté las cuentas y entré en la habitación, me senté en una silla frente a ella. La luz de la lámpara caía sobre la mitad superior de su cuerpo; el resto estaba en sombras.

Me desnudé y me acerqué a ella. Me senté al borde del sofá y la miré. Abrió los ojos. Cuando me vio, no pareció mostrar sorpresa. Pero el marrón de sus ojos, aunque claro y profundo, parecía desentonado, sin acento, como si yo no fuese algo que ella conociese por el nombre o la forma, sino algo distinto: una fuerza separada de mí. Sin embargo, había aceptación.

A la luz de la lámpara era como si su pelo estuviese bajo la luz del sol: brotaba el rojo por entre el marrón. Era como fuego interior; ella era como fuego interior. Me incliné y la besé detrás de la oreja. Ella inspiró y expiró perceptiblemente. Me deslicé hacia abajo, mis piernas cayeron del sofá, me agaché y lamí sus pechos, lamí su estómago, su ombligo, volví a los pechos, luego volví a bajar, más abajo, donde empezaba el vello y empecé a besar allí, mordí levemente una vez, luego bajé más, salté, besé en el borde interno de un muslo, luego en el otro. Se agitó, gruñó un poco: «ah, aaah…» y luego me vi frente a la abertura, los labios, y muy lentamente pasé la lengua por todo el borde de los labios, y luego invertí el círculo. Mordí, metí la lengua dos veces, profundamente, la saqué, hice otro círculo. Empezó a humedecerse, a oler levemente a sal. Hice otro círculo. El gruñido: «Ah, ah. . . » y la flor se abrió, vi el pequeño capullo y con la punta de la lengua, lo más suave y dulce que pude, tictaqueé y lamí. Pataleó y, mientras intentaba bloquearme la cabeza con las piernas, fui subiendo, lamiendo, parando, subiendo hacia el cuello, mordiendo, y mi pene empezó a llamar y llamar y llamar hasta que ella bajó la mano y me colocó en la abertura. Al entrar, mi boca encontró la suya, y quedamos unidos por dos puntos: la boca húmeda y fresca, la flor húmeda y cálida, un horno de ardor allá abajo, y mantuve el pene pleno e inmóvil en su interior, mientras ella culebreaba sobre él, pidiendo…

—¡Ay hijoputa, hijoputa… muévete! ¡Muévelo!

Seguí quieto mientras ella se agitaba. Apreté los dedos de los pies en el extremo del sofá e hinqué más, sin moverme aún. Luego, obligué al pene a saltar tres veces por sí sólo sin mover el cuerpo. Ella respondió con contracciones. Lo hicimos de nuevo, y cuando no pude soportarlo más, lo saqué casi todo, y volví a meterlo (cálido y suave) de nuevo. Luego lo mantuve inmóvil mientras ella culebreaba colgada de mí como si yo fuese el anzuelo y ella el pez. Repetí esto varias veces, y luego totalmente perdido, salí y entré, sintiéndolo crecer, y escalamos juntos hechos uno (el lenguaje perfecto) escalamos dejándolo atrás todo, la historia, nosotros mismos, ego, piedad y análisis, todo salvo el oculto gozo de saborearse.

Nos corrimos juntos y seguí dentro sin que mi pene se ablandara. Al besarla, sus labios estaban totalmente blandos y cedían a los míos. Su boca estaba suelta, rendida hacia todo. Mantuvimos un leve y suave abrazo una media hora, luego Carol se levantó. Fue primero al baño. Luego la seguí. No había tigres allí aquella noche. Sólo el viejo Tigre que había ardido en luz.

Nuestra relación siguió, sexual y espiritual, pero, al mismo tiempo, he de confesarlo, Carol seguía también con los animales. Los meses pasaron en una tranquilidad feliz. Luego, advertí que Carol estaba preñada. Y yo había llegado allí a por un vaso de agua.

Un día, fuimos a comprar suministros al pueblo. Cerramos la casa como hacíamos siempre. No teníamos que preocuparnos de ladrones porque andaban por allí la pantera y el tigre y los demás animales supuestamente peligrosos. Los suministros para los animales nos los entregaban todos los días, pero teníamos que ir al pueblo a por los nuestros. Carol era muy conocida. Carol la Loca, y siempre se quedaba la gente mirándola en las tiendas, y a mí también, su nuevo animalito, su nuevo y lindo animalito.

Primero fuimos a ver una película, que no nos gustó. Cuando salimos, llovía un poco. Carol compró unos cuantos vestidos de embarazada y luego fuimos al mercado a hacer el resto de las compras. Volvíamos despacio, hablando, gozando uno de otro. Eramos gente satisfecha. Sólo queríamos lo que queríamos; no les necesitábamos a ellos y había dejado de preocuparnos hacía mucho lo que pensasen. Pero sentíamos su odio. Eramos marginados. Vivíamos como animales y los animales eran una amenaza para la sociedad… creían ellos. Y nosotros éramos una amenaza a su manera de vivir. Vestíamos ropa vieja. Y yo no me recortaba la barba; llevaba el pelo largo y revuelto y, aunque tenía cincuenta años, mi pelo era de un rojo claro. A Carol el pelo le llegaba hasta el culo. Y siempre encontrábamos cosas de las que reírnos. Risa de la buena. No podían entenderlo. En el mercado, por ejemplo, Carol había dicho:

—¡Eh papi! ¡Ahí va la sal! ¡Coge la sal, papi, cabrón!

Estaba en medio del pasillo y había tres personas entre nosotros y lanzó la sal por encima de sus cabezas. La cogí; ambos reímos. Luego yo miré la sal.

—¡No, hija, no, no me seas puta! ¿Es que quieres que se me endurezcan las arterias? Tiene que ser yodixada! ¡Toma, mis dulces, y cuidado con el niño! ¡Bastante recibirá luego ese cabroncete!

Carol cogió mis dulces y me tiró la sal yodizada. Qué caras ponían… éramos tan indecorosos.

Lo habíamos pasado bien aquel día. Aunque la película había sido mala, lo habíamos pasado bien. Nosotros hacíamos nuestras propias películas. Hasta la lluvia era buena. Bajamos las ventanillas y la dejamos entrar. Cuando enfilé la entrada, Carol lanzó un grito. Un grito de profundo dolor. Se desplomó y se puso completamente blanca.

—¡Carol! ¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien? —la atraje hacia mí—. ¿Qué pasa? Dime…

—No me pasa nada a mí. Mira lo que han hecho., Lo percibo, lo sé. Oh Dios mío, Dios mío, oh Dios mío, esos sucios cabrones, lo han hecho, lo han hecho, la terrible cerdada.

—¿Qué han hecho?

—Asesinar… la casa… asesinar por todas partes…

—Espera aquí —dije.

Lo primero que vi en la habitación delantera fue a Bilbo el orangután. Con un agujero de bala en la sien izquierda. Bajo su cabeza había un charco de sangre. Estaba muerto. Asesinado. Tenía en la cara aquella sonrisa. En la sonrisa se leía dolor, y a través del dolor; y a través del dolor era como si se hubiese reído, como si hubiese visto la Muerte y la Muerte fuese algo distinto… sorprendente, superior a su razón, y le hubiese hecho sonreír en medio del dolor. En fin, él sabía más de aquello, ahora, que yo.

A Dopey, el tigre, le habían cogido en su guarida favorita: el baño. Le habían disparado muchas veces, como si los asesinos tuviesen miedo. Había mucha sangre, en parte seca. Tenía los ojos cerrados pero la boca había quedado muerta y congelada en un bufido, y destacaban los inmensos y maravillosos colmillos. Incluso en la muerte era más majestuoso que un hombre vivo. En la bañera estaba el loro. Una bala. El loro estaba al fondo, junto al desagüe, cuello y cabeza doblados bajo el cuerpo, un ala debajo y las plumas de la otra desplegadas, como si aquel ala hubiese querido gritar y no hubiese podido.

Registré las habitaciones. No quedaba nada vivo. Todos asesinados. El oso negro. El coyote. La mofeta. Todo. Toda la casa estaba tranquila. Nada se movía. Nada podíamos hacer. Tenía ante mí un enorme proyecto funerario. Los animales habían pagado por su individualidad… y la nuestra.

Despejé la habitación delantera y el dormitorio.

Limpié cuanta sangre pude y metí allí a Carol. Al parecer, lo habían hecho mientras nosotros estábamos en el cine. Puse a Carol en el sofá. No lloraba pero temblaba toda. La froté, la acaricié, le dije cosas… De vez en cuando, un escalofrío agi. taba su cuerpo, gemía: «Oooh, oooh… Dios mío… ». Tras dos largas horas empezó a llorar. Me quedé allí con ella, la abracé. Se durmió en seguida. La llevé a la cama, la desvestí, la tapé. Luego, salí y contemplé el prado de atrás. Gracias a Dios, era grande. Pasaríamos de un zoo liberado a un cementerio de animales en un solo día.

Tardé dos en enterrarlos a todos. Carol puso marchas fúnebres en el tocadiscos y yo cavé y enterré los cuerpos y los cubrí. Era insoportablemente triste. Carol marcó las tumbas y los dos bebimos vino sin hablar. La gente vino a vernos, atisbaban por la alambrada. Adultos, niños, periodistas, fotógrafos. Hacia el final del segundo día, sellé la última tumba y entonces Carol cogió mi pala y se acercó lentamente a la multitud de la alambrada. Retrocedieron, murmurando asustados. Carol arrojó la pala contra la alambrada. La gente se agachó y se tapó con los brazos como si la pala fuese a traspasar los alambres.

—Está bien, asesinos —gritó Carol—. ¡Disfrutad!

Entramos en la casa. Había cincuenta y cinco tumbas allí fuera…

Después de varias semanas, le sugerí a Carol la posibilidad de formar otro zoo, esta vez dejando siempre alguien guardándolo.

—No —dijo ella—. Mis sueños… mis sueños me han dicho que ha llegado la hora. Se acerca el fin. Hemos llegado a tiempo justo. Lo conseguimos.

No le pregunté más. Consideré que había pasado por bastante. Cuando se acercó el nacimiento, Carol me pidió que me casara con ella. Dijo que ella no necesitaba casarse, pero que puesto que no tenía ningún pariente próximo, quería que yo heredase su hacienda. Por si moría en el parto y sus sueños no eran ciertos… sobre el fin de todo.

—Los sueños pueden no ser ciertos —dijo ella— sin embargo, hasta ahora, los míos lo han sido.

Así que hicimos una boda tranquila… en el cementerio. Llevé a uno de mis viejos compadres de calleja de testigo y padrino, y de nuevo la gente se puso a mirar. La cosa terminó en seguida. Le di al compadre algo de dinero y un poco de vino y le llevé otra vez a la calleja.

Por el camino, bebiendo de la botella, me preguntó:

—La preñaste, ¿eh?

—Bueno, eso creo.

—¿Quieres decir que hubo otro?

—Bueno… sí.

—Eso es lo que pasa con estas tías. Nunca sabes. La mitad de los de la calleja están allí

por las mujeres.

—Creí que era por el trinque.

—Primero vienen las mujeres, luego viene el trinque.

—Ya.

—Nunca sabes con estas tías.

—Sí, claro.

Me miró de aquella manera y le dejé salir.

En el hospital esperé abajo. Qué extraño había sido todo. Había pasado de la calleja a aquella casa y a todas las cosas que me habían sucedido. El amor y el dolor. Aunque en conjunto, el amor había derrotado al dolor. Pero nada había terminado. Intenté leer los resultados del béisbol, los de las carreras. Qué más me daba. Además, estaban los sueños de Carol; yo creía en ella, pero no estaba tan seguro de sus sueños. ¿Qué eran los sueños? Yo no lo sabía. Luego vi al médico de Carol en la mesa de recepción, hablando con una enfermera. Me dirigí a él.

—Oh, señor Jennings —dijo—. Su mujer está perfectamente. Y el recién nacido es… es…

varón, tres kilos y medio.

—Gracias, doctor.

Subí en ascensor hasta la partición de cristal. Debía haber allí un centenar de niños llorando. Les oía a través del cristal. No paraba. Lo de los nacimientos. Y lo de la muerte. Cada uno tenía su turno. Entrábamos solos y solos salíamos. Y la mayoría vivíamos vidas solitarias, aterradas, incompletas. Cayó sobre mí una tristeza incomparable. Al ver toda aquella vida que debía morir. Al ver toda aquella vida que tendría el primer turno para el odio, la demencia, la neurosis, la estupidez, el miedo, el asesinato, la nada… nada en la vida y nada en la muerte.

Dije mi nombre a la enfermera. Entró en la parte encristalada y buscó a nuestro hijo. A1 pasármelo, la enfermera sonrió. Era una sonrisa de lo más compasiva. Tenía que serlo. Miré aquel niño… imposible, médicamente imposible: era un tigre, un oso, una serpiente y un ser humano. Era un alce, un coyote, un lince y un ser humano. No lloraba. Sus ojos me miraron y me conocieron, lo supe. Era insoportable, Hombre y Superhombre, Superhombre y Superbestia. Era totalmente imposible y me miraba, a mí, al Padre, uno de los padres, uno de los muchos, muchísimos padres… Y el borde del sol agarró al hospital y todo el hospital empezó a temblar, los niños lloraban, las luces se apagaban y se encendían, un fogonazo púrpura cruzó el cristal de separación frente a mí. Chillaron las enfermeras. Tres barras de fluorescentes cayeron de sus soportes sobre los niños. Y la enfermera seguía allí sosteniendo a mi hijo y sonriendo mientras caía la primera bomba de hidrógeno sobre la ciudad de San Francisco.

Charles Bukowski: Deje de mirarme las tetas, señor. Cuento

Charles BukowskiBig Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir, ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más mujeres, o matado más hombres blancos.

Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos radiantes dientes amarillentos.

Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, la estaba sacando los infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a decir:

—¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!

Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de tocino, judías y galletas.

Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.

—¡Eh, chico! —dijo.

El chico no contestó.

—Te estoy hablando, chaval…

—Chúpame el culo —dijo el chico.

—Soy Big Bart.

—Chúpame el culo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Me llaman «El Niño».

—Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una sola carreta.

—Yo pienso hacerlo.

—Bueno, son tus pelotas, Niño —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.

—Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.

—Que te den por el culo, viejo —dijo el chico—. No hago caso de avisos de viejos follamadres con los calzoncillos sucios.

—He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.

El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.

—Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.

—Niño —dijo la chica asomándose por encima de él, saliéndosele una teta y poniendo cachondo al sol—. Niño, creo que este hombre tiene razón. No tenemos posibilidades contra esos cabronazos de indios si vamos solos. No seas gilipollas. Dile a este hombre que nos uniremos a ellos.

—Nos uniremos —dijo el Niño.

—¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.

—Rocío de Miel —dijo el Niño.

—Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Rocío de Miel— o le voy a sacar la mierda a hostias.

Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en Blueball Canyon. 37 indios muertos, uno prisionero. Sin bajas americanas. Big Bart le puso una argolla en la nariz…

Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar sus ojos de ella. Ese culo, casi todo por culpa de ese culo. Una vez mirándola se cayó de su caballo y uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un sólo cocinero indio.

Un día Big Bart mandó al Niño con una partida de caza a matar algunos búfalos. Big Bart esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue hacia la carreta del Niño. Subió por el sillín, apartó la cortina, y entró. Rocío de Miel estaba tumbada en el centro de la carreta masturbándose.

—Cristo, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!

—Lárgate de aquí —dijo Rocío de Miel sacando el dedo de su chocho y apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí echando leches y déjame hacer mis cosas!

—¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Rocío de Miel!

—Claro que me cuida, gilipollas, sólo que no tengo bastante. Lo único que ocurre es que después del período me pongo cachonda.

—Escucha, nena…

—¡Que te den por el culo!

—Escucha, nena, contempla…

Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.

Rocío de Miel no pudo apartar sus ojos de tal instrumento. Después de un rato

dijo:

—¡No me vas a meter esa condenada cosa dentro!

—Dilo como si de verdad lo sintieras, Rocío de Miel.

—¡NO VAS A METERME ESA CONDENADA COSA DENTRO!

—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Mírala!

—¡La estoy mirando!

—¿Pero por qué no la deseas?

—Porque estoy enamorada del Niño.

—¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento para idiotas! ¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!

—Yo amo al Niño, Big Bart.

—Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!

La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.

—Yo amo al Niño —dijo Rocío de Miel.

—Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era un trabajo de perros meter toda esa cosa, y cuando lo consiguió, Rocío de Miel gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se vio arrastrado rudamente hacia atrás.

ERA EL NIÑO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.

—Te trajimos tus búfalos, hijoputa. Ahora, si te subes los pantalones y sales afuera, arreglaremos el resto…

—Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.

—Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá sólo un poro de la piel —dijo el Niño—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito…

Los hombres se sentaron alrededor del campo de tiro, observando. Había una tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando, masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y una fama infernal. El Niño no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes. Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky, bebiéndose la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Niño.

—Mira, Niño…

—¿Sí, hijoputa…?

—Mira, quiero decir, ¿por qué te cabreas?

—¡Te voy a volar las pelotas, viejo!

—¿Pero por qué?

—¡Estabas jodiendo con mi mujer, viejo!

—Escucha, Niño, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás de otro. Sólo somos víctimas del mismo juego.

—No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a desenfundar!

—Niño…

—¡Aléjate y listo para disparar!

Los hombres en el campo de fuego se levantaron. Una ligera brisa vino del Oeste oliendo a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo caía.

Big Bart y el Niño estaban separados 30 pasos.

—Desenfunda tú, mierda seca —dijo el Niño—, desenfunda, viejo de mierda, sucio rijoso.

Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un rifle. Era Rocío de Miel. Se puso el rifle al hombro y lo apoyó en un barril.

—Vamos, violador cornudo —dijo el Niño—. ¡DESENFUNDA!

La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo cortando el crepúsculo. Rocío de Miel bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la carreta. El Niño estaba muerto en el suelo, con un agujero en la nuca. Big Bart enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.

Charles Bukowski: Clase. Cuento

bukowski-photoNo estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.

El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.

Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.

-¿Señor Hemingway?

-¿Sí, qué pasa?

-Me gustaría cruzar los guantes con usted.

-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?

-No.

-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.

-Mire, estoy aquí para romperle el culo.

Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:

-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.

El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.

-¿Estás loco, chico? -me preguntó.

-No sé. Creo que no.

-Toma. Pruébate estos calzones.

-Bueno.

-Oh, oh… Son demasiado grandes.

-A la mierda. Están bien.

-Bueno, deja que te vende las manos.

-Nada de vendas.

-¿Nada de vendas?

-Nada de vendas.

-¿Y qué tal un protector para la boca?

-Nada de protectores.

-¿Y vas a pelear en zapatos?

-Voy a pelear en zapatos.

Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.

No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.

-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo…

-No me voy a caer -le dije al árbitro.

Siguieron otras instrucciones.

-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.

Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.

Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.

Un tipo vino con una toalla.

-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.

-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.

El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.

Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.

¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.

Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.

Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.

Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.

-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?

-Henry Chinaski.

-Nunca he oído hablar de ti -dijo.

-Ya oirás.

Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.

-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.

-Follar y beber.

-No, no -quiero decir en qué trabajas.

-Soy friegaplatos.

-¿Friegaplatos?

-Sí.

-¿Tienes alguna afición?

-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.

-¿Escribes?

-Sí.

-¿El qué?

-Relatos cortos. Son bastante buenos.

-¿Has publicado algo?

-No.

-¿Por qué?

-No lo he intentado.

-¿Dónde están tus historias?

-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.

-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.

-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.

La estrella de clase y alta sociedad se acercó:

-Él estará conmigo.

Luego me dijo:

-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.

Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.

-¿Qué coño pasó?

-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.

Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.

-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.

-Estreché su mano -no te vueles los sesos.

Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.

El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.

-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.

Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.

-Tommy -dijo ella- desaparece.

Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.

-¿Quién era ese grandulón?

-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.

Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.

Entonces dijo:

-Vamos.

La seguí hasta el dormitorio.

A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.

-¿Señor Chinaski?

-¿Sí?

-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!

-¿Sólo de la década?

-Bueno, tal vez del siglo.

-Eso está mejor.

-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.

-Me lo creo -dije.

El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.

Charles Bukowski: La chica más guapa de la ciudad. Cuento

bukowski gritandoCass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no se sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada dentro…” Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrarío, realzarla.

Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.

– ¿Tomas algo?

– Claro, ¿Por qué no?

No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.

– ¿Crees que soy bonita?- preguntó.

– Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu apariencia…

– La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?

– Bonita no es la palabra, no te hace justicia.

Buscó en su bolso. Creía que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.

Ella me miró y se echó a reír.

– ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?

Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.

-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.

– ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.

– Será mejor que la controles -me dijo el encargado.

– No te preocupes -dije yo.

– Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella

– No -dije-, a mí me duele.

– ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?

– Sí, me duele, de veras.

– De acuerdo, no lo volveré a hacer. Ánimo.

Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.

Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:

– ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?

– Por la mañana -dije, y me di la vuelta.

Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama.

Se echó a reír.

– Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.

– No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por que hacerlo.

– No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.

Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor… Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.

– Ven, amor.

Fui.

Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

– ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.

Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entro ella con una hoja: una oreja de elefante.

– Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.

Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.

– ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?

– Lo sabía.

Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.

– Esos hijos de puta – decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.

– La culpa la tienes tú por aceptar la copa

– Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.

– A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.

Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.

– Vaya, cabrón, has vuelto.

Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.

– Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….

– No, no seas tonto, es la moda.

– Estas chiflada.

– Te he echado de menos -dijo

– ¿Hay otro?

– No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.

– Sácate esos alfileres.

– No, es la moda.

– Me hace muy desgraciado.

– ¿Estás seguro?

– Sí, mierda, estoy seguro.

Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.

– Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.

– Vale -dije-, tengo mucha suerte.

– No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.

– Gracias.

Tomamos otra copa.

– ¿Qué andas haciendo? -preguntó.

– Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.

– A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.

– No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.

– Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso

Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.

Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa…, de aquella manera que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel vestido del cuello alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.

– Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama

– Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?

La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:

– Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.

– Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra, te amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.

Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.

Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.

– ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!

Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos muchos. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente “NO”. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.

Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me vio el encargado.

– Siento lo de tu amiga.

– ¿El qué? -pregunté.

– Lo siento. ¿No lo sabías?

– No

– Suicidio, la enterraron ayer.

– ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?

– La enterraron las hermanas

– ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?

– Se cortó el cuello.

– Ya. Dame otro trago.

Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel “NO”. Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.

Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé “¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!”.

Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.

Charles Bukowski: Se busca una mujer: Cuento

600full-charles-bukowskiEdna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateral:

SE BUSCA UNA MUJER.

Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio. En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Sólo podía ver las letras grandes:

SE BUSCA UNA MUJER.

Era un coche nuevo y de los caros. Edna cruzó la hierba y se acercó a leer la

parte mecanografiada:

«Hombre de 49 años. Divorciado. Busca una mujer con fines matrimoniales. Que tenga entre 35 y 44 años. Me gusta la televisión y los films. La buena comida. Soy contable y tengo el trabajo bien asegurado. Tengo dinero en el banco. Me gustan las mujeres algo rellenas.

Edna tenía 37 años y estaba algo rellena. Había un número de teléfono. También había tres fotos del caballero que buscaba una mujer. Parecía rico y elegante, con su traje y corbata. También parecía algo estúpido y un poco cruel. Y hecho de madera, pensó Edna, hecho de madera…

Siguió su camino, con una pequeña sonrisa. También sentía una especie de repulsión. Pero cuando llegó a su apartamento ya se había olvidado por completo de todo. Fue varias horas más tarde, sentada en la bañera, cuando empezó a pensar en él otra vez, y esta vez pensó en lo solo, en lo terriblemente solo que debía encontrarse para haber llegado a hacer una cosa así:

SE BUSCA UNA MUJER.

Se lo imaginó llegando a la casa, encontrándose las facturas del gas y del teléfono en el buzón, desnudándose, tomando un baño, la televisión encendida. Después leería el periódico de la tarde. Luego entraría en la cocina a hacerse la cena. Allí, quieto, mirando como se fríe el pan, en calzoncillos. Luego cogería la comida y la llevaría a una mesa, se la comería. Le podía ver

bebiéndose su café. Luego más televisión. Y quizás un solitario bote de cerveza antes de acostarse. Debía haber millones de hombres como él en toda América.

Edna salió de la bañera, se secó, se vistió y salió del apartamento. El coche seguía allí. Apuntó su nombre, Joe Lighthill, y el número de teléfono. Leyó de nuevo toda la parte mecanografiada. «Films». Era un término muy culto. La gente decía «películas» normalmente. Se busca una mujer. El anuncio era bastante atrevido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.

Cuando Edna volvió a casa se tomó tres tazas de café antes de marcar el número. El teléfono sonó cuatro veces. «¿Hola?» Contestó él.

—¿Señor Lighthill?

—¿Sí?

—Es que vi su anuncio. Su anuncio en el coche…

—Ah, sí.

—Me llamo Edna.

—¿Cómo estás, Edna?

—Oh, muy bien. Pero hace tanto calor. Este tiempo es demasiado.

—Sí, hace la vida difícil.

—Bueno, señor Lighthill…

—Llámame Joe, a secas.

—Bueno, Joe, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?

—Viste mi anuncio.

—Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?

—Creo que no. Edna, dime. ¿Dónde están?

—¿Las mujeres?

—Sí.

—Oh, pues en todas partes, ya sabes.

—¿Dónde? Dime. ¿Dónde?

—Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.

—No me gusta la iglesia.

—Oh.

—Escucha. ¿Por qué no te vienes aquí, Edna?

—¿Quieres decir allí, a tu casa?

—Sí. Tengo un buen apartamento. Podemos tomarnos una copa, conversar. Sin compromiso.

—Es tarde.

—No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.

—Bueno, es que…

—Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.

—No, yo no tengo miedo.

—Entonces vente, Edna.

—Bueno, es que…

—Vamos.

—Bueno, de acuerdo. Estaré allí en quince minutos.

Era en el último piso de un moderno complejo de apartamentos. Apartamento 17. La piscina reflejaba las luces. Edna llamó. La puerta se abrió y allí estaba el señor Lighthill. Con una calvicie incipiente; la nariz afilada con pelos saliéndole de los orificios; la camisa abierta por el cuello.

—Entra, Edna…

Ella pasó y la puerta se cerró detrás. Edna se había puesto un vestido de seda azul. No se había puesto medias. Iba en sandalias y fumando un cigarrillo.

—Siéntate. Te serviré algo de beber.

Era un sitio bonito. Todo estaba decorado en azul y verde, y además estaba muy limpio. Pudo oír al señor Lighthill canturreando sordamente mientras preparaba las bebidas… Parecía relajado y eso la tranquilizó.

El señor Lighthill —Joe— salió con las bebidas. Le alcanzó a Edna la suya y fue a sentarse a una silla en el lado opuesto de la habitación.

—Sí —dijo él—, hace calor, un calor infernal. Pero yo tengo aire acondicionado. ¿Te has dado cuenta?

—Sí, ya lo noté. Está muy bien.

—Bebe algo.

—Oh, sí.

Edna probó un trago. Estaba bueno, un poco fuerte, pero sabía bien. Vio a Joe inclinar la cabeza hacia atrás al beber. Tenía una gruesa papada. Y sus pantalones eran demasiado holgados. Parecían ser varias tallas más grandes. Le daban a sus piernas un aspecto cómico, ridículo.

—Llevas un vestido muy bonito, Edna.

—¿Te gusta?

—Oh, sí, te cae muy bien. Parece cómodo, muy cómodo.

Edna no dijo nada. Y Joe tampoco. Y allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, bebiéndose sus vasos.

¿Por qué no habla?, pensó Edna. Se supone que es él quien debe empezar la conversación. Verdaderamente tenía algo de madera…

Edna terminó su bebida.

—Deja que te sirva otro —dijo Joe.

—No. Me tengo que ir ya.

—Oh, vamos —dijo él—; déjame que te sirva otro trago. Necesitamos beber algo para soltarnos.

—Está bien, pero después de éste me voy.

Joe se llevó los vasos a la cocina. Esta vez no canturreó. Salió, le dio a Edna su vaso y volvió a sentarse en la silla al lado opuesto de la habitación. La bebida era ahora más fuerte.

—Sabes —dijo—, soy bastante bueno en el sexo.

Edna bebió su vaso y no contestó nada.

—¿Qué tal eres tú en la cuestión sexual? —preguntó Joe.

—Nunca lo he hecho.

—Deberías hacerlo, sabes, así te darías cuenta de quién eres y qué eres.

—¿Tú crees que todo eso es verdad? Quiero decir, yo lo he leído en los periódicos, no sé qué pensar. Yo no lo he hecho nunca pero he visto fotos —dijo Edna.

—Por supuesto que es verdad, deberías hacerlo.

—Tal vez no sea muy buena para estas cosas —dijo Edna—. Tal vez es por eso que estoy sola. —Se tomó un buen trago del vaso.

—Cada uno de nosotros, al fin y al cabo, siempre solos —dijo Joe.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, no importe cómo vaya la cuestión sexual, o el amor, o ambos, llega un día en que todo se acaba.

—Eso es triste —dijo Edna.

—Sí, claro. Así llega un día en que todo se pasa. Y entonces, o se corta o todo se convierte en una tregua infernal: Dos personas viviendo juntas sin el menor sentimiento entre ellas. Creo que es mucho mejor vivir solo que eso.

—¿Tú te divorciaste de tu mujer, Joe?

—No, ella se divorció de mí.

—Y qué es lo que fue mal?

—Las orgías sexuales.

—¿Las orgías sexuales?

—Sí, ya sabes, una orgía es el lugar más solitario del mundo. Esas orgías… Me sentía desesperado… Esas pollas deslizándose dentro y fuera… Perdóname…

—No pasa nada.

—Bueno, esas pollas deslizándose dentro y fuera, piernas enredadas, los dedos trabajando, hurgando por todos lados, bocas, todo el mundo babeando, y sudando, y una ciega determinación a hacerlo… como sea.

—No sé mucho acerca de esas cosas, Joe —dijo Edna.

—Yo creo que, sin amor, el sexo no es nada. Las cosas sólo pueden tener un significado cuando existe algún sentimiento entre los participantes.

—¿Quieres decir que a cada uno le debe gustar el otro?

—Eso ayuda bastante.

—¿Supón que ambos se casen. Supón que tienen que seguir juntos, por cuestiones económicas, niños, cualquier cosa?

—Las orgías no arreglarán nada.

—¿Y entonces qué?

—Bueno, no sé. Tal vez el swap.

—¿El swap?

—Sí, ya sabes, cuando dos parejas se conocen muy bien y entonces hacen intercambio de componentes. Los sentimientos, al fin y al cabo, tienen una oportunidad. Por ejemplo, digamos que a mí siempre me ha gustado la mujer de Mike. Me viene gustando desde hace meses. La he visto pasear por la habitación. Me gustan sus movimientos, llaman mi atención. Me imagino, ya sabes, lo que va con esos movimientos. La he visto furiosa, la he visto

borracha, la he visto sobria. Y entonces, el swap. Estás en la cama con ella, y por fin la estás conociendo. Existe la posibilidad de que sea algo real. Por supuesto, Mike se está tirando a tu mujer en la otra habitación. Muy bien, buena suerte, Mike, piensas, y espero que seas tan buen amante como yo.

—¿Y funciona bien?

—Bueno, no sé… Los swaps pueden traer problemas… a la larga. Tiene que estar todo muy hablado… bien hablado y con tiempo. Y aún así puede haber gente que no sepa bastante, no importa cuánto se haya hablado…

—¿Tú sabes bastante, Joe?

—Bueno, estos swaps… Creo que pueden ser buenos para algunos… Tal vez para muchos. Pero me temo que conmigo no funcionan. Soy bastante mojigato.

Joe acabó su bebida. Edna se bebió de un trago el resto de la suya y se levantó.

—Escucha, Joe, me tengo que ir…

Joe cruzó la habitación hacia ella. Parecía un elefante mientras se acercaba, con esos pantalones. Vio sus grandes orejas. Entonces la agarró y comenzó a besarla. Su mal aliento arrastraba todas las bebidas; era un olor agrio. Parte de su boca no hacía contacto. Era fuerte pero su fuerza no era real. Ella apartó su cabeza pero él la siguió agarrando.

SE BUSCA UNA MUJER.

—¡Déjame, Joe! ¡Estás yendo muy de prisa, Joe! ¡Deja que me vaya!

—¿Por qué viniste aquí, zorra?

La intentó besar otra vez y lo consiguió. Era horrible. Edna subió la rodilla bruscamente. Y le alcanzó de lleno. El se llevó las manos a las partes y cayó al suelo.

—Dios, Dios… ¿Por qué has tenido que hacerme esto? Me has querido asesinar… ¡Auuggh!

Rodó por el suelo gimiendo.

Su trasero, pensó ella, tiene un trasero tan horrible.

Le dejó tirado en el suelo y bajó corriendo las escaleras. El aire estaba limpio allá fuera. Mientras bajaba, pudo oír gente hablando, pudo oír sus televisores. Su casa no estaba muy lejos. Sintió que necesitaba darse otro baño, quitarse su vestido de seda azul y lavarse bien todo el cuerpo. Hacía calor. Más tarde, salió de la bañera, se secó y se colocó unos rulos rosados en el pelo. Decidió no volver a verle más.

Chuck Palahniuk: Borrachera de ostias. Cuento

Chuck Palahniuk 2Webber miro alrededor con su cara deformada, con un pómulo mas bajo que el otro. Uno de sus ojos no era mas que una bola blanca lechosa en la hinchazón rojo oscura bajo su frente. Sus labios, los labios de Webber, están tan hundidos por el centro que tiene cuatro labios en vez de dos. Dentro de todos esos labios no puedes ver ni un solo diente.

Webber mira alrededor de la cabina del jet el cuero blanco de las paredes, el arce vista de pájaro barnizado con un brillo que refleja. Webber mira la bebida de su mano, con el hielo fundiéndose con dificultad en la ráfaga del aire acondicionado. Dice, demasiado fuerte debido a la perdida de audición, casi gritando, “¿Donde estamos?”

Ellos están en un Gulfstream G550, el mejor jet privado que se puede alquilar, dice Flint. Entonces Flint escarba con dos dedos dentro de un bolsillo de su pantalón y le ofrece algo a Webber a través del pasillo. Una pequeña píldora blanca. “Trágate esto”, dice Flint. “Y bebe tu bebida. Ya casi estamos allí.”

“¿Casi donde?” dice Webber, y se toma la píldora bebiendo.

Aun esta lo bastante encogido y doblado para ver las sillas de club de cuero blancas reclinables y giratorias. La alfombra blanca. Las mesas de arce vista de pájaro, pulidas hasta el punto que parecen húmedas. Los sofás de ante blanco que delimitan la cabina. Los cojines distribuidos a juego. Las revistas, cada una tan grande como un cartel de película, llamadas Viajero de Elite, con un precio de 35 dólares en la portada. Los soportes para las tazas chapados en oro de 24 quilates. La cocina con su maquina de expresos y las luces halógenas rebotando brillantes por la cristalería de primera clase. El micro ondas y el frigorífico y la maquina de hielo. Todo esto, volando a 51,000 pies, a mach cero-punto-ocho-ocho, en algún lugar sobre el mediterráneo. Todo ello, bebiendo whisky escocés. Todo esto, mejor que dentro de cualquier cosa de lo que tu nunca vas a estar, de cualquier cosa que no sea un cofre.

Webber tintinea su bebida hacia atrás e introduce su gran nariz roja de patata en el aire frío, y puedes ver por dentro cada orifico nasal, y como realmente no conducen a ningún sitio, ya nunca mas. Pero Webber dice, “¿Qué es ese olor?”

Y Flint aspira y dice, “¿Te suena de algo el nitrato de amoniaco?”

Es el nitrato de amoniaco que su colega Jenson les ha preparado en Florida. Su colega de la guerra del golfo. Nuestro Reverendo SinDios.

“¿Quieres decir algo como fertilizante?” Dice Webber. Y Flint dice, “Media tonelada.”

La mano de Webber esta temblando tan fuerte que puedes oír el hielo traqueteando en el vaso vacío. Ese tembleque no es mas traumático que lo que lo es el Parkinson. La encefalopatía traumática te deja así, cuando la necrosis parcial del tejido cerebral ocurre. Neuronas sustituidas por cicatrices de tejido celular muerto. Ponte una peluca roja de rizos y pestañas postizas, los labios a lo Bette Midler en el Rodeo de Feria del condado de Collaris, y ofrécele a la gente la oportunidad de golpearte la cara a 10 pavos la tirada, y puedes sacar bastante pasta.

En otros lugares tienes que llevar una peluca rubia con rizos, ensartar tu culo en traje de lentejuelas apretado, y los pies en el par de tacones mas altos que puedas encontrar. Los labios a lo Barbara Streisand cantando aquella canción de “Evergreen” y mejor que tengas a un amigo esperándote para llevarte a la sala de urgencias. Tomate un par de Vicodins de antemano, antes de pegarte esas largas uñas rosas de Barbara Streisand, tras lo cual no podrás coger nada mas pequeño que una botella de cerveza. Tomate tus analgésicos primero, y podrás cantar las dos caras de Color Me Barbara antes de que una buena ostia te tumbe.

Al comenzar la colecta nuestra idea inicial era de cinco pavos por atizar a un mimo. Y funciono, principalmente en institutos de pueblo, las escuelas tradicionales. En algunos pueblos nadie se iba a casa sin un poco de blanco payaso untado por sus nudillos. Blanco payaso y sangre.

El problema es que la novedad va pasando. Alquilar un Gulfstream cuesta pasta. Nada mas que comprar el combustible para volar desde aquí a Europa cuesta alrededor de 30 de los grandes. Solo ida no esta tan mal, pero nunca quieres ir a donde los charter diciendo que tu plan es volar solo en una dirección… Te hablaran de las luces rojas.

No. Webber podría ponerse aquel leotardo negro y la gente ya estarían salivando por golpearle. Se pintaría su cara de blanco, se metería dentro de su caja invisible, empezaría a hacer el mimo, y la pasta empezaría a fluir. Principalmente institutos, pero también se hace un buen negocio en las ferias estatales y de condados. Incluso si la gente se lo toma como la actuación de un romancero, aun así pagaran por derribarlo, por hacerlo sangrar.

En los bares de carretera, después de que la rutina del mimo de agotara, lo intentamos con 50 pavos por ostiar una tía. Flint tenia a la chica que estaba dispuesta a ello. Pero después de, mas o menos, un viaje en la cara, ella ya estaba diciendo. “Para nada….” En el suelo, sentada en las cáscaras de cacahuetes y aguantándose la nariz la chica decía “Déjame ir a la escuela de pilotos. En vez de esto déjame pilotar. Aun quiero ayudar.”

Aun debíamos tener a la mitad del bar haciendo cola con su dinero. Padres divorciados, novios abandonados, tíos entrenados en chifladura por viejos asuntos, todos ellos queriendo dar su mejor golpe.

Flint dijo, “Puedo solucionar esto.” Y ayudo a la chica a ponerse de pie. Cogièndola por el codo la condujo al servicio de señoras. Entrando con ella, Flint levanto su mano, con los dedos abiertos, y dijo, “Dadme cinco minutos.”

Estando fuera del ejercito como era el caso, no se nos ocurría otra manera de conseguir esa cantidad de dinero, no de forma legal. De la forma que lo veía Flint, aun no hay ninguna ley que diga que la gente no pueda pagar para sacudirte.

Entonces fue cuando Flint salió del lavabo de señoras llevando la peluca de la chica del Sábado noche, con todo su maquillaje aplicado sobre su gran cara recién afeitada. Se había desabotonado y anudado la camisa con toallas de papel para hacer de tetas. Con las barras de pintalabios untadas enteras alrededor de su boca Flint dijo, “Vamos a hacer esto…”

La gente que hacia cola decían que 50 pavos por ostias a un tío era un engaño. Así que Flint dijo, “Que se sean 10 pavos…” La gente aun se echaba atrás, buscando una manera mejor de gastar la pasta.

Fue entonces cuando Webber fue hasta la maquina de discos, metió una moneda, apretó unos cuantos botones y –magia. La música empezó, y en lo que dura un suspiro todo lo que podía oírse era a todos los hombres soltando un gran gruñido. La canción era la de volando sobre las olas del final de la película Titanic, la de esa tía canadiense.

Y Flint, con su peluca rubia y su gran boca de payaso, se subió a una silla, y entonces a una mesa, y empezó a cantarla. Con el bar entero mirando, Flint dio todo lo que tenia, deslizando sus manos arriba y abajo por los lados de sus vaqueros azules. Con sus ojos cerrados, todo lo que podía verse era la sombra de ojos azul brillando. A aquel untado de rojo cantando.

Justo a tiempo, Webber llego para ofrecerle a Flint una mano para bajar. Flint la tomo, como una dama, aun moviendo los labios. Podías ver como sus uñas estaban pintadas de rojo caramelo. Y Webber le susurro, “He echado cinco pavos en monedas de cuarto.” Webber ayudo a Flint a encarar al primer hombre de la fila, y Webber dijo, “Esta canción es lo único que van a escuchar toda la noche.”

Con los cinco pavos de Webber sacaron 600 dólares esa noche. Ningún puño abandono ese bar sin estar tatuado de azul y rojo y lápiz de ojos verde , tras haber golpeado la cara de Flint. Algunos tipos lo golpearon hasta que la mano se les canso y entonces se pusieron otra vez a la cola para usar la otra.

La canción de las olas de Titanic casi jode a Flint hasta la muerte. Eso y los tíos con anillos grandes. Después de aquello pusimos la regla de sin anillos. Eso, y comprobar que no llevabas un fajo de monedas de centavo, o un plomo de pesca para hacer que el puño hiciera mas daño.

De toda la gente, las mujeres son las peores. Algunas de ellas no estaban contentas hasta que veían como tus dientes salían despedidos de tu boca. Las mujeres, cuanto mas se emborrachaban, mas les gustaba, gustaba, gustaba aporrear a ese drag queen, sabiendo que era un hombre. Especialmente si estaba vestido y tenia mejor aspecto que el que ellas tenían. Tortear también valía, pero arañar no.

Realmente rápido, el mercado se expandió. Webber y Flint empezaron a saltarse el almuerzo, y a beber cerveza light. A cada nuevo pueblo los podías pillar de lado en frente de un espejo mirándose el estomago, con los hombros hacia atrás y el culo en pompa.

En todos los pueblos podías jurar que cada uno tenia otro maldito maletín. El maletín de los vestidos elegantes, el de los vestidos de noche. Y bolsas para que los vestidos no se arrugaran mucho. Bolsas para zapatos y cajas para pelucas. Y un estuche nuevo de maquillaje para cada uno.

Se volvió de tal manera que sus indumentarias rozaban el limite. Pero, si decías una palabra sobre ello, Flint te decía, “Tienes que invertir para lograrlo.” No era equiparable el añadido a lo que se esperaba de la música. Éxito o fracaso (miss en ingles también es señorita), descubrieron que la mayoría de las personas querían zurrarles si interpretaban los siguientes álbumes: Color Me Barbara, Stoney End, The way we were, Things and Whispers, Broken Blossom y Beaches. De verdad, especialmente Beaches.

Podías meter al Mahatma Ghandi en un convento, quitarle los sesos y rellenárselos de Demerol, y aun así te daría una ostia en la cara si le interpretabas la canción “Wind beneath my wings”. Al menos esa era la experiencia de Webber.

Nada de esto es a lo que fueron instruidos en el ejercito. Pero de vuelta a casa no encuentras muchas ofertas para expertos en municiones, especialistas en objetivos, hombres para misiones criticas. De vuelta a casa no encontraron muchos trabajos de este tipo. Nada que se pagara cercano a lo que Flint estaba sacando, con sus piernas apareciendo a través de la raja lateral de un vestido de noche de satén verde, con los dedos de sus pies enmallados con medias de nylon y apareciendo por el frontal de unas sandalias doradas. Flint paraba lo justo entre canción y aporreamiento para retocarse los cardenales, con su cigarrillo ribeteado con el rojo de sus labios. Su pintalabios y su sangre.

Las ferias de los condados eran buenos negocios, pero las carreras de motocicletas las seguían muy cercanamente en segundo lugar. Los rodeos también eran buenos. Así como las regatas. O los aparcamientos junto a esas grandes convenciones de pistolas y cuchillos. No, no tenían que buscar muy lejos para encontrar una muchedumbre de buen pagar.

Conduciendo de vuelta al motel una noche, después de que Webber y Flint habían dejado la mayoría de su maquillaje difuminado en las afueras de la exposición de armas y municiones de los estados del oeste, Webber empujo el espejo del retrovisor alrededor hacia donde tenían los disparos de escopeta y dijo, “No podré continuar con esto mucho mas.”

Webber tenia buen aspecto. Por lo demás, no importaba el aspecto que tuviera. Las canciones importaban mas. La peluca y el pintalabios.

“Nunca he sido lo que tu llamarías bonito,” decía Webber, “pero por lo menos siempre tuve un aspecto… agradable.”

Flint conducía mirando la laca roja saltada de sus uñas, sujetando el volante. Arrancándose una uña rota con los dientes mellados, Flint dijo. “He estado pensando en usar un nombre artístico.” Aun mirando a sus uñas, el dijo, “¿Qué te parece el nombre Beicon de Pimienta?”

Por aquel entonces, la chica de Flint, había salido de la escuela de pilotos. Así de bien iban. Las cosas rodaban colina abajo. Por ejemplo, justo antes de estar preparados y listos en el aparcamiento del exterior del Show de gemas y minerales de los estados montañosos, Webber miro a Flint y le dijo, “Tus puñeteras tetas son demasiado grandes…. “

Flint llevaba una especie de ronzal en traje largo, con correas que apretaban su cuello para mantener la delantera alta. Y si, sus tetas parecían grandes, pero Flint dijo que era el traje nuevo. Y Webber dijo, “No, no lo es. Tus tetas has ido creciendo durante los últimos cuatro estados.”

“Toda tu regañina,” dijo Flint, “ es solo porque son mas grandes que las tuyas.”

Y Webber dijo, realmente tranquilo desde la esquina de su boca con pintalabios, “Ex sargento de plantilla Flint Stedman, te estas volviendo una puñetera vaca sensiblera…”

Entonces las lentejuelas y los pelos de peluca empezaron a volar en todas direcciones. Aquella noche recaudaron una suma total de cero. Nadie quería aporrear un desastre tal que aquel, ya sangrando y arañado. Con los ojos ensangrentados y el rimmel todo corrido de llorar. Volviendo la vista atrás, aquella pelea de gatos casi da al traste con su misión.

La razón por la que este país no puede ganar una guerra es que estamos todo el rato luchando entre nosotros en vez de luchar contra el enemigo. Lo mismo que el congreso, que no deja hacer su trabajo a los militares. Webber y Flint no son mala gente, solo algo típico de lo que intentamos hacer resurgir. Toda su misión consiste en ocuparse del asunto del terrorismo, de ocuparse a base de bien. Y hacerlo cuesta dinero. Para tener a la chica de Flint en la escuela. Para poner sus manos sobre un jet. Conseguir drogas para poner fuera de combate al piloto regular de la compañía de alquiler. Todo eso requiere dinero en metálico.

La verdad sea dicha, las tetas de Flint se estaban volviendo un poco del tipo que asustan.

Aquí volando, reclinados en cuero blanco a 51,000 pies, ellos van al sur, hacia del mar rojo, camino de Judea, donde dejaran un recado. De los otros tipos que están ahora en el aire, cada uno de ellos con sus objetivos auto asignados, tienes que preguntarte como habrán conseguido su dinero, por que dolor y tortura habrán pasado.

Aun puedes ver donde Webber tenia sus orejas agujereadas y cuan estiradas hacia abajo y dadas de si están aun por aquellos balanceantes pendientes.

Mirando hacia atrás, la mayoría de las guerras de la historia fueron por la religión de alguien.

Esto es solo el ataque para acabar con todas las guerras. O al menos con la mayoría de ellas.

Después de que Flint tomara el control de sus tetas, actuaron de instituto en instituto, dondequiera que la gente bebiera cerveza sin nada que hacer. Por aquel entonces Flint tenia una retina desechada colgándole que le cegaba de un ojo. Webber tenia el 60 por ciento de perdida de audición debido a los redobles de su cerebro. Lesiones cerebrales traumáticas, las llamaron en la sala de emergencias. Ambos estaban con temblores, y necesitaban ambas manos para sostener el lápiz del rimel fijo. Ambos demasiado agarrotados para subirse la cremallera de la espalda de su propio traje. Temblando incluso con tacones medianos. Aun así, seguían en pie.

Cuando llegara la hora, cuando los jet de combate de los emiratos árabes unidos les persiguieran, Flint estaría demasiado ciego para volar, pero el estaría en la cabina de pilotaje con todo lo que había aprendido en las fuerzas aéreas.

Aquí, en la cabina de cuero blanco de su Gulfstream G550, Flint se saca a patadas sus botas, y las uñas de sus dedos descalzos aun están pintados de rosa pastel. Aun se puede oler un poco de perfume Chanel numero 5 mezclado con su BO.

En sus últimas actuaciones en Missoula, Montana, una chica salió de la multitud para decirles que eran odiosos fanáticos, que estaban provocando que crímenes odiosos y violentos se llevaran a cabo contra miembros de genero conflictivo desproporcionados de una sociedad pluralista pacifica.

Webber se quedo parado, interrumpiendo a la mitad la interpretación de “Buttons and Bows”, en la versión de Doris Day, no la empalagosa de Dinah Shore, llevando un enguate sin botones de satén azul con todo el pelo de su pecho, el de sus hombros y brazos, ondulándose de cadera a cadera como una exuberante boa con plumas negras y le pregunto a la chica, “Entonces, ¿Vas a comprar una ostia, o no?”

Flint, un paso mas allá, en el comienzo de la cola, cogiendo el dinero de la gente, dijo, “Da tu mejor golpe.” Dijo, “Mitad de precio para las pibas.”

La chica solamente los miraba mientras clackeaba con un pie en su zapato deportivo, con su boca apretada e inclinada hacia un lado de la cara.

Al final dijo, “¿Podéis imitar la canción de Titanic?” Y Flint cogió sus 10 pavos y le dio un abrazo. “Por ti,” dijo, “la podemos tocar toda la noche…”

Esa fue la noche en la que por fin alcanzaron los 50 de los grandes para la misión.

Ahora, fuera del jet, se puede ver como se vuelve marrón y dorada la línea costera de Arabia Saudí. Las ventanas del Gulfsream son de dos, de tres veces, del tamaño de las pequeñas ventanillas de los jets comerciales. Con solo mirar afuera al sol y el océano, todo lo demás se mezcla desde esta altura, y casi quisieras vivir, abortar toda la misión y poner rumbo a casa sin importar el desolador futuro.

Un Gulfstream lleva suficiente combustible para volar 6,750 millas náuticas, incluso con viento de proa del 85 por ciento. El objetivo solo va a necesitar 6,701, dejando justo el combustible en el jet para cargar su equipaje. Sus maletines y las diversas bolsas que Jenson ha cargado en Florida, donde aterrizaron por que el piloto empezó a sentirse mal. Esto ocurrió después de darle una taza de café. Tres Vicodins diluidos y mezclados en café cargado vuelven a la mayoría de la gente mareada, grogui, enferma. Así que aterrizaron. Descargaron al piloto de la compañía, y cargaron las bolsas. El Sr. Jenson monto el nitrato de amoniaco, y allí estaba la chica de Flint, Sheila, recién salida de la escuela de pilotos, y dispuesta para despegar.

Por la puerta abierta de la cabina de vuelo puedes ver a Sheila deslizando los auriculares hacia su cuello. Mirando atrás por encima de su hombro dice, “Acabo de oírlo por la radio. Alguien ha vertido un jet lleno de fertilizante sobre el Vaticano….”

“Adivina,” dice Webber.

Mirando por su ventana, espatarrado en su cuero blanco reclinable, Flint dice, “Tenemos compañía.” A ese lado del avión, pueden verse dos jets de combate. Flint les hace un saludo. El perfil de un piloto de combate: No hacen saludos. Y Webber mira al hielo derritiéndose en su vaso vacío y dice, “¿Dónde vamos?”

Desde la cabina de vuelo Sheila dice, “Los tenemos desde que volamos tierra adentro en Judea.” Ella se vuelve a poner los auriculares sobre sus oídos. Flint se va apoyando por el pasillo para llenar el vaso vacío de whisky, otra vez, y Flint dice, “¿Te suena de algo la meca, viejo amigo? ¿El al-Haram? ¿Qué tal la Ka’ba?”

Sheila, con una mano apretando el auricular contra un oído dice, “Tienen al Tabernáculo Mormon, el cuartel de la convención nacional Baptista, el muro de las lamentaciones, la cúpula de la roca, el hotel Beverly hills…”

Po no, dice Flint. El desarme no funciono. Las naciones unidas tampoco lo hicieron. Aun así, puede que esto lo haga. Con su amigo Jenson, nuestro Revendo SinDios, como único superviviente.

Webber dice, “¿Qué es lo que hay en el hotel Beberly Hills?” Y Flint rellena su vaso y dice, “El Dalai Lama…”

A aquella chica en Missoula, Montana, Webber le pidió el nombre y el numero aquella noche. Cuando llego la hora para todos ellos de escribir su ultima voluntad y testamento, Webber le dejo a aquella chica todo lo que tenia en el mundo, incluyendo el Mustang aparcado en el callejón de sus viejos, su colección de herramientas Craftsman y 14 bolsos de viaje con sus zapatos y complementos a juego.

Aquella noche, después de que ella pagara 50 pavos por patear el culo de Webber, la colegiala miro a su ojo blanco ciego tragado casi cerrado y sus labios rotos. El era tres años mayor que ella, pero parecía su abuela, y ella dijo, “Así que, ¿Por qué estáis haciendo esto?”

Y Webber se quito la peluca y todos los botones y rizos de pelo rubio incrustado en la sangre seca de su nariz y su boca. Webber dijo, “Todo el mundo quiere hacer del mundo un lugar mejor.”

Bebiendo su cerveza light, Flint miro a Webber. Meneando su cabeza dijo, “Tu cabron….” Dijo Flint, “¿Esa es mi peluca?”

Chuck Palahniuk: Tripas. Cuento

Chuck PalahniukTomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera… mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar… pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda… aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima… la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro…”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

Tobias Wolff: Aquí empieza nuestra historia. Cuento

wolffLa niebla entró temprano otra vez. Este era el décimo día consecutivo. Los camareros y las camareras se reunieron junto al ventanal para verla, y Charlie empujó su carrito a través del comedor para poder mirarla con ellos mientras llenaba los vasos de agua. Las barcas iban entrando adelantándose a la niebla, que se alzaba amenazadora tras ellas como una enorme ola. Las gaviotas planeaban desde el cielo hasta los pilones del muelle, donde se sacudían las plumas, se balanceaban de un lado a otro y miraban furiosas a los turistas que pasaban.

La niebla cubrió los puntales del parque. El puente parecía flotar suelto a medida que la niebla penetraba ondulante en el puerto y empezaba a dar alcance a las barcas. Una por una las fue engullendo a todas.

–Eso es lo que yo llamo espeluznante –dijo uno de los camareros–. No me harías salir de ahí fuera ni por amor ni por dinero.

–Bonita conversación –dijo el camarero.

Una camarera dijo algo y los demás echaron a reír.

El maître salió de la cocina e hizo chascar los dedos.

–¡Chico! –gritó.

Una de las camareras se volvió y miró a Charlie, el cual dejó la jarra con la que estaba sirviendo el agua y empujó el carrito a través del comedor hasta el lugar que le estaba asignado. Durante la siguiente media hora, hasta que llegó el primer cliente, Charlie dobló servilletas y puso cuadraditos de mantequilla en pequeños cuencos llenos de hielo picado, y pensó en las cosas que le haría el maître si alguna vez tuviera al maître en su poder.

Pero esto era un entretenimiento; en realidad no odiaba al maître. Odiaba este trabajo sin sentido y su temor a perderlo, y más que nada odiaba que le llamaran chico, porque eso le hacía más difícil pensar en sí mismo como un hombre, cosa que estaba aprendiendo a hacer.

Esa noche sólo entraron en el restaurante unos cuantos turistas. Todos ellos estaban solos, con las bolsas  de sus compras en la silla de enfrente, y miraron taciturnos en dirección al Golden Gate, aunque no se veía nada más que la niebla presionando contra los ventanales y unas gotas de agua grasienta resbalando por el cristal. Como la mayoría de la gente que está sola, pidieron los platos más baratos, gamas o bacalao o el “Plato del Capitán”, y quizás una jarra pequeña de vino de la casa. Los camareros le sirvieron de manera descuidada. Los turistas comieron muy despacio, dieron excesivas propinas y se marcharon más profundamente hundidos en la decepción que antes.

A las nueve de la noche el maître mandó a casa a todos los camareros, excepto a tres, y se fue él. Charlie esperó que le hiciese también a él una indicación, pero le dejó de pie junto a su carrito, donde dobló más servilletas y renovó el hielo a medida que se derretía en los vasos de agua y bajo los cuadraditos de mantequilla. Los tres camareros no paraban de irse a la despensa a fumar droga. Para cuando cerraron el restaurante estaban tan colocados que apenas podían tenerse en pie.

Charlie emprendió la vuelta a casa por el camino más largo, por Columbus Avenue, porque el Columbus Avenue tenía las farolas más luminosas. Pero con esta niebla las farolas eran sólo una presencia, una mancha lechosa aquí y allí entre el vapor. Charlie anduvo despacio y pegándose a las paredes. No se encontró a nadie en el camino; pero una vez, cuando se detuvo para secarse la humedad de la cara, oyó un extraño ruido de pasos tras él, y al volverse vio a un perro de tres patas surgir entre la niebla. Pasó junto a él dando una serie de sacudidas y desapareció.

–Dios –dijo Charlie.

Luego se rió, pero el sonido fue poco convincente y decidió meterse en algún sitio durante un rato.

Justo a la vuelta de la esquina, en Vallejo, había un café donde Charlie iba a veces en sus noches libres. Jack Kerouac había mencionado este café en The Subterraneans. Hoy en día los clientes eran fundamentalmente italianos que venían a escuchar la música del tocadiscos automático, que estaba lleno de óperas italianas, pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos tiempos. Le gustaba sentarse allí con un libro abierto sobre la mesa, escuchando la música que él consideraba clásica. Le gustaba pensar que la mujer grosera y desastrada que le traía su cappucino había sido en otros tiempos la amante de Neil Cassady. Era posible.

Cuando Charlie entró en el café, los únicos clientes que había eran cuatro viejos sentados en una mesa junto a la puerta. Él cogió una mesa al otro lado del local. Alguien se había dejado una revista italiana de cine en la silla junto a la suya. Charlie ojeó las fotografías, llevando el ritmo de “El coro del yunque” con los dedos, mientras la camarera le preparaba su cappucino. La máquina del café silbó cuando ella le dio a la manivela. El local se llenó del grato olor del café. Charlie notó también el olor a pescado y se dio cuenta de que venía de él, que apestaba a pescado. Sus dedos se quedaron inmóviles sobre la mesa.

Pagó a la camarera cuando ella le sirvió. Tenía la intención de beberse el café y marcharse. Mientras esperaba a que el café se enfriara entró una mujer con dos hombres. Miraron a su alrededor, conferenciaron y finalmente se sentaron en la mesa contigua a la de Charlie. No bien se sentaron empezaron a hablar sin preocuparse de si Charlie les oía. Él escuchó, y al cabo de unos minutos empezó a lanzarles miradas. No lo notaron o no les importó. Se mostraban indiferentes a su presencia.

Charlie dedujo de su conversación que los tres eran miembros del coro de una iglesia y que iban a de copas después de ensayar. La mujer se llamaba Audrey Tenía el lápiz de labios corrido, lo cual hacía que su boca pareciese un poco torcida. El marido de Aubrey era alto y corpulento. Cambiaba de postura constantemente, arañando el suelo con las patas de su silla al hacerlo, y pasaba su sombrero de una rodilla a la otra repetidas veces. A pesar de su corpulencia, el traje verde que llevaba le sentaba perfectamente. Se llamaba Truman, y el otro hombre se llama George. George tenía una voz tranquila y aguda, que disfrutaba utilizando. Charlie le vio escuchándose al hablar. Era profesor de algo, cosa que no sorprendió a Charlie. George le recordaba a los catedráticos jóvenes que había tenido en sus tres años de universidad: gafas sin montura, jersey de cuello vuelto, el fantasma de  una sonrisa siempre en los labios. Pero George no era joven realmente. Su cabello abundante, con raya al medio, había empezado a encanecer.

No, al parecer sólo Audrey y George cantaban en el coro. Le estaban contando a Truman un viaje que habían hecho recientemente a los Ángeles, a un festiva de cors. Truman miraba alternativamente a su mujer y a George según hablaban, y meneaba la cabeza cuando describían los lamentables caracteres de los otros miembros del coro y las excentricidades del director del mismo.

 

–Por supuesto, el padre Wes no es nada comparado con monseñor Strauss –dijo George–. Monseñor Stauss estaba positivamente loco.

–¿Straus? –dijo Truman–. ¿Quién es Strauss? El único Strauss que conozco es Johann.

Truman miró a su mujer y se rió.

–Perdona –dijo George–. Estaba siendo críptico. George a veces se olvida de lo elemental. Cuando conoces a alguien como monseñor Strauss supones que todo el mundo ha oído hablar de él. Monseñor fue nuestro director durante cinco años, antes de la toma de posesión del padre Wes. Le dio un ataque de religiosidad y se fue al subcontinente justo antes de que Audrey se uniera a nosotros, así que, naturalmente, no tenías por qué conocer el nombre.

–¿El subcontinente? –dijo Truman–. ¿Qué es eso? ¿La Atlántida?

–Por Dios santo, Truman –dijo Audrey–. A veces me avergüenzas.

–La India –dijo George–. Calcuta. La Madre Teresa y todo eso.

Audrey le puso una mano en el brazo a George.

–George –dijo–, cuéntale a Truman esa maravillosa historia que me contaste a mí acerca de monseñor Strauss y el filipino.

George sonrió para sí.

–Ah, sí –dijo–, Miguel. Es una larga historia, Audrey. Quizá sería mejor dejarla para ota noche.

–Si es tan larga… –dijo Truman.

–No lo es –dijo Audrey. Golpeó con los nudillos sobre la mesa–. Cuenta la historia, George.

George miró a Truman y se encogió de hombros.

–No le eches la culpa a George –dijo. Se bebió lo que quedaba de coñac–. De acuerdo. Aquí empieza nuestra historia. Monseñor Strauss tenía algún dinero y todos los años viajaba a lugares exóticos. Al regresar a casa siempre traía algún recuerdo extraño que había adquirido en sus viajes. De Argentina se trajo unas semillas que se convirtieron en plantas cuyas flores olían a, con perdón, merde. Las había comprado en una tienda argentina de artículos de broma, si te puedes imaginar semejante cosa. Cuando volvió de Kenya pasó de contrabando un lagarto que cazaba moscas con la lengua a una distancia a metro y medio. Monseñor llevaba este lagarto a todas partes sobre un dedo, y cuando una mosca se ponía a tiro decía: “¡Mirad esto!”, y apuntaba al lagarte como si fuera una pistola, y paf… se acabó la mosca.

Audrey apuntó a Truman con un dedo y dijo:

–Paf.

Truman se limitó a mirarla.

–Necesito otra copa –dijo Audrey, y le hizo una seña a la camarera.

George pasó un dedo por el borde su copa de coñac.

–Después del lagarto –continuó– hubo un enorme roedor vivo que acabó en el zoo, y después del roedor vino un ser humano de diecinueve años originario de las Islas Filipinas. Se llamaba Miguel López de Constanza, y era un taxista de Manila a quien monseñor había contratado como chófer durante su estancia allí y al cual le había cogido afecto. Cuando monseñor volvió tocó unas cuantas teclas en Inmigración y unas semanas más tarde llegó Miguel. No hablaba inglés realmente, sólo unas cuantas palabras chapurreadas para los turistas de Manila. El primer mes o cosa así se alojó con monseñor en la rectoría; luego encontró una habitación en el hotel Overland y se trasladó allí.

–El hotel Overland –dijo Truman– Eso es un tugurio lleno de drogotas en la parte alta de Grant.

–El hotel Sobredosis –dijo Audrey. Cuando Truman la miró, ella aclaró–: Así es como le llaman.

–Pareces estar muy puesta en la nomenclatura –comentó Truman.

La camarera vino con las bebidas. Cuando vació la bandeja se quedó de pie detrás de Truman y empezó a escribir en un cuaderno que llevaba. Charlie deseó que no se acercara a su mesa. No quería que los otros se fijaran en él. Adivinarían que había estado escuchándoles y quizá no les agradara la idea. Podrían dejar de hablar. Pero la camarera terminó de hacer sus anotaciones y se volvió a la barra sin mirar siquiera a Charlie.

Los viejos sentados junto a la puerta estaban discutiendo en italiano. La ventana que había tras ellos estaba toda empañada, y Charlie notó la próxima mitad de la niebla. El tocadiscos tragaperras brillaba en el rincón. La canción que estaba sonando acabó bruscamente, la maquinaría zumbó y volvió a sonar “El coro del yunque”.

–¿Y por qué el hotel Overland? –preguntó Truman.

–Truman prefiere el Fairmont –dijo Audrey–. Truman cree que todo el mundo debiera alojarse en el Fairmont.

–Miguel no tenía dinero –explicó George–. Sólo el que le daba monseñor. La idea era que se quedara allí justo el tiempo suficiente para aprender inglés y un oficio. Luego conseguiría un trabajo y podría mantenerse.

–Parece razonable –dijo Truman.

Audrey se echó a reír.

–Truman, me haces gracia. Eso es exactamente lo que pensé que dirías. Pero demos la vuelta a las cosas por un minuto. Digamos que por alguna razón tú, Truman, te encuentras en Manila sin un céntimo. No conoces a nadie, no entiendes nada de lo que hablan y vas a parar a un hotel donde la gente se está pinchando y palmándola en las escaleras y prendiendo fuego a sus habitaciones todo el rato. ¿Cuánto español aprenderías viviendo de esa manea? ¿Qué clase de oficio? Sé realista. Esa no es una existencia razonble.

–San Francisco no es Manila –dijo Truman–. Créeme, yo he estado allí. Por lo menos aquí tienes una posibilidad. Además, no es cierto que no conociera a nadie. ¿Qué pasa con monseñor?

–Fantástico –dijo Audrey–. Un cura que va por ahí con un lagarto en un dedo. Un amigo estupendo. O, como tú dirías, un contacto estupendo.

–Nunca, que yo sepa, he usado la palabra contacto en ese sentido –dijo Truman.

George había estado con la vista  clavada en su copa de coñac, que sostenía con ambas manos. Levantó los ojos y miró a Audrey.

–En realidad –dijo–, Miguel no estaba totalmente perdido. De hecho, se las arregló bastante bien durante algún tempo. Monseñor Strauss le metió en un curso para mecánicos en la casa Porsche-Audi en Van Ness, y aprendía el inglés a una velocidad tremenda. Es asombroso, ¿verdad?, lo que uno es capaz de hacer cuando no tiene alternativa –George hizo rodar la copa entre las palmas  de sus manos–. Los drogotas le dejaron en paz, por muy increíble que parezca. No se metían con él en los vestíbulos ni nada. Era como si Miguel viviera en una dimensión distinta de la suya, y en cierto modo así era. Iba a misa diariamente y cantaba en el coro. Allí fue donde yo le conocí. Miguel tenía una hermosa voz de barítono, verdaderamente hermosa. Estaba sumamente orgulloso de su voz. Y también de su cuerpo. Comía exactamente tanto de esto y tanto de lo otro. Hacía complicados ejercicios todos los días. Y hasta se daba masajes faciales para evitar que le saliera papada.

–Ahí lo tienes –dijo Truman a Audrey–. Existe el carácter –como ella no contestó, añadió–: Lo que quiero decir es que uno no está necesariamente limitado por las circunstancias.

–Ya sé lo que quieres decir –dijo Audrey–. La historia no ha terminado todavía.

 

Truman pasó su sombrero de una rodilla a la mesa. Cruzó los brazos sobre el pecho.

–Tengo todo un día por delante –le dijo a Audrey.

Ella asintió, pero sin mirarle.

George bebió un sorbo de coñac. Después cerró los ojos y se pasó la punta de la lengua por los labios. Luego bajó la cabeza de nuevo y fijó la mirada en la copa.

–Miguel conoció a una mujer –dijo–, como nos pasa a todos. Se llamaba Senga. Yo supongo que primitivamente su nombre sería Agnes, y que le dio la vuelta con la esperanza de resultar más interesante a las personas del género masculino. Senga tenía por lo menos diez años más que Miguel, puede que más. Tenía una hija en octavo, creo. Senga era una especialista en finanzas en B. of A. No recuerdo dónde se conocieron. Salieron durante algún tiempo; luego ella cortó. Supongo que para ella fue algo intrascendente, pero para Miguel era serio. Adoraba a Senga, y uso esa palabra con conocimiento de causa. Montó un pequeño altar para ella en su habitación. Una foto de Senga cuando terminó los estudios secundarios, rodeada de diversos objetos que ella había llevado o utilizado. Peines, pañuelos, frascos de perfume vacíos. Un montón de cosas. Cómo los consiguió, no tengo ni idea, si ella se los dio o él los cogió. Lo extraño es que sólo salió con ella unas cuantas veces. Dudo mucho que llegaran a acostarse.

–No se acostaron –dijo Truman.

George le miró.

–Si se hubieran acostado –dijo Truman– no le habría puesto un altar.

Audrey meneó la cabeza.

–Truman puro –dijo–, Truman de ley.

Él le palmeó un brazo.

–No te ofendas –le dijo.

–Sea como sea –dijo George–, Miguel no estaba dispuesto a renunciar, y ésa fue la causa de todo el problema. Primero le escribió cartas, largas cartas sensibleras en un inglés entrecortado. Me dio a leer una para que le corrigiera la ortografía y esas cosas, pero era totalmente imposible. Era todo fragmentos y repeticiones. Sin párrafos. Simplemente se la devolví al cabo de unos días y le dije que estaba bien. Miguel pensaba que las cartas convencerían a Senga, pero ella nunca le contestaba, y después de algún tiempo empezó a llamarla a todas horas. Ella se negaba a hablar con él. En cuanto oía su voz le colgaba. Finalmente consiguió un número que no aparecía en la guía telefónica. Quería que fuese a B of A a defender su causa, que actuara como una especie de garante de su carácter. Cosa que, después de alguna reflexión, acepté hacer.

–Ajá –dijo Truman. La trama se complica. Entra Miles Standish.

–Sabía que dirías eso –dijo Audrey.

Se terminó su bebida y miró a su alrededor, pero la camarera estaba sentada en la barra, de espaldas a ellos, fumando un cigarrillo.

George se quitó las gafas, las sostuvo a la luz y se las volvió a poner, diciendo:

–Así que George sale resueltamente para conocer a Senga. Senga… ¿no os sugiere ese nombre a una reina de la selva? Ojos que relumbran, daga en la cadera, pechos asomando por encima de una piel de leopardo. Pues no era el caso. Esta Senga seguía siendo una Agnes. Delgada, con aspecto de ejecutiva. Y muy gruñona. No bien mencioné el nombre de Miguel, me enseñó la puerta y me dio un mensaje para él: si volvía a molestarla pondría a la policía tras él. Esas fueron sus palabras, y las decía en serio. Una semana después, más o menos, Miguel la siguió desde el trabajo a casa, e inmediatamente ella contrató a un abogado para ocuparse del caso. El resultado fue que Miguel tuvo que firmar un papel diciendo que entendía que sería arrestado si volvía a escribir, llamar o seguir a Senga. Firmó, pero con reservas, como si dijéramos. Me dijo: “Jorge, firmo, pero no acepto”. Le contesté: “Nobles palabras, pero más te vale aceptar, porque de lo contrario esa mujer te hará encerrar”. Miguel dijo que la prisión no le asustaba, que en su país todas las mejores personas estaban en prisión. Efectivamente, a los pocos días siguió a Senga a su casa una vez más y ella cumplió lo prometido: le hizo encerrar.

–Pobre chio –dijo Audrey.

Truman había estado intentado atraer la atención de la camarera, que rehuía mirarle. Se volvió a Audrey.

–¿Qué significa eso de “pobre chico”? ¿Qué me dices de la chica? ¿Se Senga? Está tratando de conservar un trabajo y de alimentar a una hija, y mientras tanto tiene a un filipino persiguiéndola por toda la ciudad. Si quieres sentir pena por alguien, siéntela por ella.

–Lo siento –dijo Audrey.

–De acuerdo entonces.

Truman miró de nuevo a la camarera y en ese momento Audrey cogió la copa e George y bebió un sorbo. George le sonrió.

–¿Qué le pasa a esa mujer? –dijo Truman. Meneó la cabeza–. Renuncio.

George asintió.

–En resumen –dijo–, fue un asunto serio. Très sérius. Fijaron una fianza de veinte mil dólares, que monseñor Strauss no pudo reunir. Y por descontado, un servidor tampoco. Así que Miguel se quedó en la cárcel. El agobado de Senga quería sangre y metió a los de Inmigración en el asunto. Amenazaban con revocar el visado de Miguel y expulsarlo del país. Finalmente monseñor Strauss consiguió sacarle, pero fue, como diría el duque, por los pelos. Resultó que a Senga iban a trasladarla a Portland al cabo de un mes o cosa así, y monseñor le convenció de que retirase los cargos, con la condición de que Miguel no se acercaría a quince kilómetros de los límites de esa ciudad mientras ella viviera allí. Hasta que ella se marchara Miguel viviría con monseñor Strauss en la rectoría, bajo su supervisión personal. Monseñor aceptó también pagar los honorarios del abogado de Senga, que eran disparatados. Absolutamente disparatados.

–¡Y cuál era la última condición? –preguntó Truman.

–La simplicidad misma –respondió George–. Si Miguel no cumplía, le pondrían en el primer avión para Manila.

–Eso parece ilegal –dijo Truman.

–Quizá. Pero ése era el acuerdo.

Empezó una nueva canción en el tocadiscos tragaperras. Los viejos de la puerta dejaron de discutir, y cada uno de ellos pareció ensimismarse de repente.

–Escuchad –dijo Audrey–. Es él. Caruso.

El disco estaba gastado y producía el efecto de ruidos parásitos detrás de la voz de Caruso. La música, llegando a través del ruido parásito, le hizo recordar a Charlie las emisiones de radio culturales de Europa que sus padres escuchaban con tanta gravedad cuando él era niño. A veces la voz de Caruso cas se perdía, pero luego volvía a subir. Los viejos estaban inmóviles. Uno de ellos empezó a llorar. Las lágrimas caían libremente de sus ojos abiertos y corrían por sus mejillas.

–Así que ése era Caruso –dijo Truman cuando la canción terminó– Siempre me había preguntado a qué se debía tanta fama. Ahora lo sé. A eso lo llamo yo cantar.

Sacó la cartera y dejó algo de dinero sobre la mesa. Examinó el dinero que quedaba en la cartera antes de guardarla.

–¿Lista¿ –le preguntó a Audrey.

–No –dijo ella–. Termina la historia, George.

George se quitó las gafas y las puso sobre la mesa, al lado de su copa. Se frotó los ojos.

–Está bien –dijo–. Volvamos a Miguel. Según lo acordado, vivió en la rectoría hasta que Senga se fue a Portland. Y además se portó bien. Ni cartas, ni llamadas, ni seguimientos. En pijama todas las  noches antes de las diez. Entonces Senga se fue y Miguel volvió al Overland. Durante algún tiempo parecía bastante desesperado, pero al cabo de una semana pareció superarlo.

»Digo “pareció” porque estaban sucediendo más cosas de las que se veían. O al menos de las que veía yo. Una noche estoy yo en su casa escuchando, lo creáis o no, Tristán, cuando suena el teléfono. Al principio nadie dice nada; luego llega una voz en un susurro: “Ayúdame, Jorge, ayúdame”, y naturalmente, sé quién es. Dice que necesita verme en seguida. Sin ninguna explicación. Ni siquiera me dice dónde está. Tengo que suponer que está en el Overland, y allí es donde le encuentro, en el vestíbulo.

–George lanzó una risita.

–En realidad –dijo–, por poco no le veo. Tenía toda la cara vendada, desde la nariz hasta la parte alta de la frente. Si no le hubiera estado buscando, no le habría reconocido. En la vida. Estaba sentado, rodeado de sus maletas y con un bastón blanco sobre las rodillas. Cuando le hice saber que estaba allí, me dijo: “Jorge, estoy ciego”. Le pregunté qué había ocurrido. No quería decírmelo. En cambio, me dio un codazo de papel y me pidió que llamara a Senga y le dijera que se había quedado ciego y que llegaría a Portland en autocar a las once de la mañana siguiente.

–Cielo santo –dijo Truman–. Lo estaba fingiendo, ¿no es eso? Quiero decir que no estaba ciego realmente, ¿verdad?

–Esa es una pregunta interesante –dijo George–. Porque si bien he de decir que Miguel no estaba realmente ciego, también he de decir que no estaba fingiendo realmente. Pero sigamos. Senga no se conmovió. Me ordenó que le dijera a Miguel que no sería ella, sino la policía, quien le estaría esperando. Miguel no le creyó. “Jorge, ella estará allí”, me dijo. Y eso fue todo. Se acabó la discusión.

–¿Fue? –preguntó Truman.

–Claro que fue –dijo Audrey–. La amaba.

George asintió.

–Yo mismo le metí en el autocar. Le conduje hasta su asiento, de hecho.

–Así que seguía llevando las vendas –dijo Truman.

–Oh, sí. Las seguía llevando.

–Pero es un viaje de doce o trece horas. Si no le pasaba nada en los ojos, ¿por qué no se quitó el vendaje y se lo volvió a poner cuando el autocar fuera a llegar a Portland?

–Audrey puso su mano sobre la de Truman.

–Truman –dijo–, tenemos que hablar de algo.

–No lo entiendo –insistió Truman–. ¿Por qué viajar ciego? ¿Por qué hacer todo ese trayecto en la oscuridad?

–Truman, escucha –dijo Audrey.

Pero cuando Truman se volvió hacia ella Audrey retiró su mano y miró a George al otro lado de la mesa. George tenía los ojos cerrados. Sus dedos estaban cruzados como si estuviera rezando.

–George –dijo Audrey–. Por favor. Yo no puedo.

George abrió los ojos.

–Díselo –dijo Audrey.

Truman miró alternativamente del uno a la otra.

–Esperad un momento –dijo.

–Lo siento –dijo George–. Esto no es fácil para mí.

Truman miraba fijamente a Audrey.

–Eh –dijo.

Ella empujó su vaso vacío adelante y atrás.

–Tenemos que hablar –dijo.

El acercó su cara a la de ella.

¿Acaso crees que porque gano mucho dinero no tengo sentimientos?

–Tenemos que hablar –repitió ella.

–Ciertamente –dijo George.

Los tres permanecieron sentados durante un rato. Luego Truman dijo:

–Se acabó el pastel.

Unos minutos más tarde los tres se levantaron y salieron del café.

 

La camarera estaba sentada en la barra sola, inmóvil, excepto cuando levantaba la cabeza para lanzar el humo al techo. Junto a la puerta, los italianos se estaban jugando los palillos de dientes a los dados. “El coro del yunque” sonaba nuevamente en el tocador tragaperras. Era la primera pieza de música clásica que Charlie había oído suficientes veces como para hartarse de ella, y ahora estaba harto de ella.

Cerró la revista que había estado fingiendo leer, la dejó sobre la mesa y salió.

Aún había niebla y hacía más frío que antes. El padre de Charlie le había desaconsejado que se trasladara a San Francisco en mitad del verano, incluso había citado a Mark Twain, en el sentido de que el invierno más frío que Mark Twain había soportado fue el verano que pasó en San Francisco. Este había sido especialmente malo; hasta los nativos lo decían. La verdad era que estaba empezando a deprimir a Charlie. Pero no se lo había reconocido a su padre, como tampoco había reconocido que su trabajo le agotaba y apenas le daba lo suficiente para vivir, o que los amigos de los que hablaba en sus cartas a casa no existían, o que los editores a quienes había enviado su novela se la habían devuelto sin comentario, todos menos uno, que había garabateado a lápiz sobre la página del título: “¿Está usted de broma?

La habitación de Charlie estaba en Broadway, en la cima de la colina. La pendiente era tan acentuada que habían tenido que hacer escalones en las aceras y cerrar la calle con un muro de cemento debido a los coches que perdían los frenos al bajar. A veces, por la noche, Charlie se sentaba sobre ese muro y miraba hacia las luces de North Beach y pensaba en todos los escritores que estarían allí, inclinados sobre sus mesas, llenando páginas y páginas con palabras bien escogidas. Pensaba que estos escritores se reunirían de madrugada para beber vino y leer la obra de los otros y hablar de las cosas que pesaban en sus corazones. Estos eran los hombres y mujeres brillantes y las conversaciones profundas de las que Charlie escribía a sus padres.

Estaba al borde de renunciar. Él mismo no sabía hasta qué punto estaba al borde de renunciar hasta que salió del café esa noche y notó que acababa de decidir continuar a pesar de todo. Se quedó allí parado y escuchó la sirena de la niebla en la bahía. La tristeza de ese sonido, la idea de él mismo deteniéndose a escucharlo, la densidad de la niebla, todo ello le proporcionó una sensación de placer.

Charlie oyó violines tras él cuando la puerta del café se abrió; luego se cerró de un portazo y los violines cesaron. Una voz profunda dijo algo en italiano. Una voz más alta le respondió y ambas voces se alejaron juntas calle abajo.

Charlie se volvió y echó a andar cuesta arriba, pasando junto a las farolas que brillaban con gotas de agua, paredes que rezumaban y ventanas oscuras. Una china apareció a su lado. Sostenía ante sí una langosta que agitaba sus patas de un lado a otro, como si estuviera dirigiendo una orquesta. La mujer apretó el paso y desapareció. La pendiente empezó a hacerse más pronunciada bajo los pies de Charlie. Se detuvo para recobrar el aliento y oyó de nuevo la sirena de la niebla. Sabía que en alguna parte, allí fuera, un barco se dirigía a puerto a pesar del solemne aviso, y mientras caminaba Charlie se imaginaba arrodillado en la proa, con un farol en la mano, atento a la luz que brillaba justo ante él. Cualquier distracción desvanecida. Demasiado vigilante para tener miedo. La lengua humedeciendo los labio, los ojos muy abiertos, listo para avisar en esta niebla cambiante, que en cualquier momento podía revelar cualquier cosa.

 

Tobias Wolff: A la espera de nuevas órdenes. Cuento

tobias wolfEl sargento Morse estaba de guardia aquella noche en la oficina de la compañía cuando llamó una mujer; preguntaba por Billy Hart. él le contó que al soldado especialista Hart lo habían mandado a Irak una semana antes. La mujer dijo:

-¿Billy Hart? ¿Está seguro? Nunca dijo nada sobre que lo mandarían fuera.

-Estoy seguro.

-Bien. Dios santo. Eso sí que es nuevo.

-¿Y quién es usted? Si no le importa que se lo pregunte.

-Soy su hermana.

-Puedo darle su email.

No cuelgue, se lo conseguiré.

-Está bien. Pero hay gente esperando para hablar. Gente que no tiene nada mejor que hacer que acogotar a los demás.

-No llevará más de un minuto.

-Da igual. Se ha ido, ¿no?

-Vuelva a llamar cuando quiera. A lo mejor la puedo ayudar.

-Ja -dijo ella, y colgó.

El sargento Morse volvió a ocuparse de los papeles, pero la llamada le había inquietado. Se levantó y fue a la máquina del agua fría, se sirvió un vaso y se quedó junto a la puerta. La noche era amenazadoramente cálida y silenciosa: ya eran más de las once, el cuartel estaba en silencio, sólo unas pocas ventanas brillaban en la bruma. Una gruesa mariposa gris tamborileaba contra la puerta de tela metálica.

Morse no conocía bien a Billy Hart, pero se había fijado en él. Hart era de los montes cercanos a Asheville y le gustaba jugar a hacerse el cateto porque eso le protegía.

Siempre estaba haciendo chanchullos, vagueando en alguna parte cuando había trabajo que hacer, aunque siempre dispuesto a desplumar a los novatos al póquer o cobrándoles por llevarlos a la ciudad en su Mustang descapotable. Se decía que traficaba con droga, pero no le habían cogido. Pensaba que todos los demás eran idiotas; podía verse que pensaba eso en aquella sonrisita tensa. Algún día tendría un tropiezo, pero por ahora le iba bien. Para los tipos como Billy Hart, allí había muchas oportunidades.

Un soldado con buena facha, sin embargo. Con algo de indio en aquellos pómulos altos, los ojos negros hundidos; guapo, de verdad, y con aquellos gestos lentos como de gato, frío, distante, casi desdeñoso en la languidez y ligereza de sus movimientos. Morse había notado que le atraía a pesar de sí mismo; era consciente de que Hart supondría problemas, por lo que siempre estaba tenso en presencia suya, luchando contra la obstinada tendencia de su mirada a dirigirse hacia la cara de Hart, hacia aquella expresión de que sabía algo secreto que le asomaba a los labios. Hart resultaba accesible, Morse lo notaba con seguridad, y estaba abierto a cualquier cosa que le ofreciera interés y ventajas. Con todo, Morse había mantenido las distancias. No hacía avances, y no podía correr el riesgo de un enredo estúpido; en cualquier caso, ahora no.

Había pasado veinte de sus treinta y nueve años en el ejército. No era de los que aseguraban que lo amaban, pero pertenecía a él como a una tribu, ligado a los que le rodeaban por los lazos de una obligación irrenunciable, y el amor a fin de cuentas no venía al caso. Era soldado, ya no se podía imaginar de paisano; la informalidad de esa vida, las interminables elecciones insignificantes que había que tomar.

Morse sabía que era de donde estaba, y sin embargo se arriesgaba a provocar un escándalo y a que lo licenciaran por mantener relaciones peligrosas. Justo antes de su destino en Irak había sido el camarero cubano, que resultó estar casado y ser un mentiroso compulsivo -mentiroso por deporte-, y al final, cuando Morse rompió con él, un chantajista. Morse no dejó que lo chantajease. Escribió el nombre y número de teléfono del oficial a cuyas órdenes estaba.

-Toma -dijo-, venga, llámale.

Y aunque no creyó que el hombre fuera a llamar de verdad, pasó las semanas siguientes encogido por dentro por si llegaba a recibir un golpe. Luego lo mandaron a Irak y pronto volvió a vivir, listo para la siguiente emoción.

ésta tomó la forma de un joven teniente al que destinaron a la unidad de Morse la misma semana en que llegó. Pasaron el cursillo de orientación juntos, y Morse estaba seguro de que el teniente sentía atracción por él, aunque parecía indeciso con respecto a su propia disposición, hasta cuando se rindió a ella, lo que hizo con una prisa sólo incrementada por la casi imposibilidad de encontrar tiempo y espacio íntimos. En realidad acababa de descubrir lo que era, y en el proceso de descubrirlo tuvo accesos de asco de sí mismo tan despiadados y oscuros que Morse tuvo miedo de que se hiciera daño o volviera su rabia hacia el exterior, puede que contra el propio Morse, o los llevara a los dos a la ruina por confesárselo berreando a un coronel paternal en algún bar de oficiales.

La cosa no llegó a tanto. El teniente había adoptado a un gato sarnoso con una sola oreja mientras estaban de patrulla; el gato le arañó el tobillo y el arañazo se infectó, y en lugar de ponerse en tratamiento se hizo el loco y trató de aguantarlo y, joder, casi se queda sin pie. Lo mandaron a casa con muletas a los cinco meses de haberlo destinado.

Para entonces Morse estaba tan harto que no sintió la menor pena; sólo alivio.

No tenía motivos para sentir alivio. No mucho después de volver a Estados Unidos, le llamaron al cuartel general del regimiento para una entrevista con dos hombres pulcros, amistosos, vestidos de paisano que aseguraron ser ayudantes del congresista del distrito del teniente. Dijeron que existía una cuestión delicada por la que habían recurrido al congresista que requería un examen detallado del destino en Irak del teniente; su comportamiento en acción, sus relaciones con los demás oficiales y con la tropa que estaba a su mando. Sus preguntas surgían durante la conversación, casi con desgana, pero insistían una y otra vez sobre sus propias relaciones con el teniente. Morse no soltó prenda, aunque se esforzó por parecer sincero, sin recelos. Imaginó que aquellos hombres eran agentes de estupefacientes del ejército, aunque dijeran otra cosa. Dejaron pasar varias semanas antes de reclamarle para otro interrogatorio, que cancelaron sin aviso; Morse apareció, pero ellos no. Todavía estaba esperando la próxima citación.

Muchas veces había deseado que sus deseos se cumplieran mejor, pero supuso que eso era lo normal; en realidad era un hombre de suerte cuyos deseos se cumplían lo suficiente.

Con todo tenía esperanzas. Durante los últimos meses había mantenido relaciones con un sargento mayor de la división de Inteligencia; un hombre tranquilo, culto, cinco años mayor que él. Aunque Morse no conseguía considerarse «pareja» de nadie, poco a poco fue abandonando su habitación en el cuartel de estado mayor para pasar noches y fines de semana en la casa de Dixon de fuera del puesto. La vivienda estaba atestada de armas antiguas, máscaras y juegos de ajedrez que Dixon había coleccionado durante sus destinos en varias partes del mundo, y al principio Morse había sentido una especie de sobrecogimiento nervioso, como si estuviera en un museo, pero ya se le había pasado.

Ahora le gustaba tener aquellas cosas alrededor. Allí estaba en casa.

Sin embargo, Dixon iba a ser destinado al otro lado del mundo en breve y el propio Morse recibiría órdenes pronto; entonces, lo sabía, todo se complicaría.

Tendrían que plantearse ciertas consideraciones sobre cada uno de ellos y sobre sí mismos. Tendrían que decidir cuánto iban a prometer. Adónde los llevaría aquello, Morse no lo sabía. Pero todo esto aún tenía que llegar.

La hermana de Billy Hart volvió a llamar una medianoche, justo cuando Morse estaba cambiando su puesto en el despacho de la compañía con otro sargento. Cuando descolgó y oyó la voz, señaló la puerta y el otro hombre sonrió y salió fuera.

-Entonces, ¿quiere la dirección? -preguntó Morse.

-Eso supongo. Para lo que me va a servir.

Morse ya le había echado una ojeada. Se la leyó.

-Gracias -dijo ella-. Yo no tengo ordenador, pero Sal sí.

-¿Sal?

-¡Sally Cronin! Mi prima.

-Podría ir usted a un cibercafé.

-Bueno, supongo que sí -dijo ella con escepticismo-.

Oiga… ¿no dijo usted que a lo mejor podría ayudarme?

-No lo sé con exactitud -dijo Morse.

-Lo dijo, sin embargo.

-Sí, y usted se rió.

-Eso no fue una risa de verdad.

-Ah, no fue una risa.

-Más bien algo así como… no sé.

Morse esperó.

-Lo siento -dijo ella-. Mire, no le estoy pidiendo ayuda, ¿vale? Pero ¿por qué lo dijo? Sólo por curiosidad.

-Por nada. No pensé en ello.

-¿Es usted amigo de Billy?

-Me cae bien.

-Bien, eso fue agradable. ¿Sabe? Una cosa agradable de oír.

Una vez Morse terminó el servicio fue en coche a la cafetería desde la que había llamado ella.

Según acordaron, estaría esperándole junto a la caja registradora, y cuando él cruzó la puerta vestido de faena vio que la mujer le miraba con intensidad y cierta prevención. Se enderezó; una mujer alta, casi tanto como el propio Morse, con lacio pelo castaño y una cara larga con aspecto de cansada, muchas pecas debajo de los ojos. Tenía los ojos oscuros, pero por lo demás no se parecía nada a Hart, y Morse se sintió desconcertado por la súbita decepción y su impulso de largarse.

La mujer dio un paso hacia él, con la cabeza ladeada, como si tratara de adivinar si era él. Llevaba una blusa roja sin mangas y se abrazaba los pecosos brazos para defenderse del frío del aire acondicionado.

-Bien, ¿debería llamarle sargento? -preguntó.

-Randall.

-Sargento Randall.

-Sólo Randall.

-Sólo Randall -repitió ella, y le tendió la mano.

La tenía seca y áspera-. Julianne. Vamos al rincón.

Le condujo a una mesa junto a la gran ventana que daba al aparcamiento. Un niño con la cara gorda, puede que de unos siete u ocho años, ya estaba sentado dibujando en la parte de atrás de un mantel individual entre los restos casi solidificados de huevos, pan de molde y salchichas. Mientras sujetaba el lápiz de colores como un pincho, levantó la cabeza cuando Morse se sentó en el banco de frente al suyo. Tenía las mismas cejas que la mujer, muy marcadas, y clavó la vista en Morse sin pestañear; luego se mordió el labio inferior y volvió a su tarea.

-Di hola, Charlie.

El chico siguió dibujando. Por fin dijo:

-Qué pasa.

-No quiere decir «hola». Ahora dice «qué pasa». No sé de dónde lo habrá sacado.

-No importa. ¿Qué pasa contigo, Charlie?

-Pareces una rana -dijo el chico. Dejó el lápiz y agarró otro de la abarrotada mesa.

-¡Charlie! -exclamó ella-. Sé educado -añadió más calmada, haciendo un gesto a la camarera que servía café en la mesa de al lado.

-Da lo mismo -dijo Morse. Imaginó que pasaría aquello. No porque él pareciera una rana (aunque era plenamente consciente de su enorme boca), sino porque le había seguido la corriente al chico. ¡»Qué pasa contigo»!

-¿Qué hace esa mujer? -dijo Julianne, cuando la camarera paseó cansinamente la mirada por el local. Entonces atrajo su atención, y la mujer se acercó muy despacio a la mesa y le rellenó la taza.

-¿Estás haciendo un dibujo? -preguntó la camarera-.

¿Qué es? -el niño la ignoró-. Pues tiene usted ahí a un pequeño artista -le dijo a Morse, y luego se alejó pensando en otra cosa.

Julianne se echó mucho azúcar en el café.

-¿Charlie es hijo suyo?

Ella se giró y miró interrogante al niño.

-No.

-Tú no eres mi madre -murmuró el niño.

-¿No acabo de decirlo? -ella acarició la redonda mejilla del niño con el dorso de la mano-. Haz ese dibujo, metomentodo.

¿Niños? -preguntó a Morse.

-Todavía no -observó que el niño trazaba rayajos en el mantelito, agarrando el lápiz como si realizara un trabajo duro.

-No se ha perdido usted nada.

-Bueno, creo que probablemente sí.

-Nada salvo malas contestaciones y complicaciones-dijo ella-.

Charlie es de Billy. De Billy y Dina.

Morse nunca lo habría supuesto al mirar al niño.

-No sabía que Hart tuviera un hijo -dijo, y esperó que ella no hubiera apreciado la nota de queja, para él demasiado evidente y extraña.

-Tampoco él, por cómo se porta. él y Dina, los dos.

Dina, explicó, estaba fuera haciendo una segunda cura de rehabilitación en Raleigh. Julianne y Belle (la madre de Julianne, dedujo Morse) habían estado cuidando de Charlie, pero no les iba bien, y después de la última riña Belle se había largado a Florida con un novio, dejando a Julianne empantanada. Conducía un autobús escolar durante el curso y por los veranos trabajaba de cocinera en un campamento para chicas, pero con Charlie a su cargo y sin dinero para que cuidaran del niño había renunciado al trabajo en el campamento. De modo que había venido hasta aquí en coche para tratar de obtener ayuda de Billy; la suficiente para ir tirando hasta que empezasen las clases o Belle decidiera volver y hacer lo que le correspondía, algo muy poco probable.

Morse hizo un gesto con la cabeza hacia el chico. No le gustaba que oyera todo aquello, si es que algo conseguía romper aquella concentración, pero Julianne continuó como si no le hubiera visto. Tenía una voz grave, casi masculina, con un tono nasal como el que puede hacer una hoja de sierra.

Carecía de aquella perezosa musicalidad característica de Hart, y su aspecto se correspondía más con el propio de las hondonadas y granjas de su tierra natal. Hablaba de la gente de allí como si Morse también debiera conocerla, como si ella no tuviera una idea de cómo funcionaba el mundo exterior al suyo.

Al principio Morse supuso que ella quería cargarle con el mochuelo, pero no lo hizo. No entendía qué quería de él, ni por qué, sin venir a cuento, se había ofrecido a ir allí aquella noche.

-De modo que se ha ido -dijo Julianne-. Está usted seguro.

-Me temo que sí.

-Bien. Pues ya sé la suerte que tengo. No podría ser peor -se reclinó y cerró los ojos.

-¿Por qué no llamó antes?

-¿Qué? ¿Que él supiera que yo venía? Usted no conoce a nuestro Billy.

Entonces Julianne pareció quedar en trance, y Morse pronto la siguió, adormecido por el tintineo de la vajilla y las voces de los de alrededor, el lápiz de colores rascando suavemente.

No supo cuánto estuvo sentado en ese plan. Lo despertó el repiqueteo de gotas de lluvia contra la ventana, unas cuantas gotas gruesas que dejaban líneas grasientas al deslizarse cristal abajo. Dejó de llover. Luego volvió a hacerlo con fuerza, chisporroteando sobre el asfalto y haciendo brillar los coches del aparcamiento; algo agradable de ver después del largo día húmedo.

-Llueve -dijo Morse.

Julianne no se molestó en mirar. De no haber asentido con la cabeza, podría haber estado dormida.

Morse reconoció a dos hombres de su compañía en una mesa al otro lado del local. Los miró hasta que le lanzaron una ojeada, entonces saludó con la cabeza y ellos le devolvieron el saludo. Cien por cien seguro; confirmado al ver al sargento Morse con una mujer y un niño. Una familia. Le molestaba pensar algo tan vulgar y duro, y lamentó lo que le llevó a pensar en ello. Con todo, ¿cómo los iban a ver si no, a los tres, en una cafetería a aquella hora? Y no sólo era que pareciesen una familia. No, había un ambiente familiar en el propio silencio de la mesa: Julianne con los ojos cerrados, el niño ocupado con su dibujo, el propio Morse con pinta de marido y padre.

-Está cansada -dijo.

La ternura de su propia voz le sorprendió, y los ojos de Julianne parpadearon al abrirse como si también ella estuviera sorprendida. Le miró con gratitud; y a Morse se le ocurrió que aquella noche le había vuelto a llamar por el motivo que le dio: porque había hablado con ella amablemente.

-Estoy cansada -dijo ella-. Así es como estoy.

-Mire, Julianne. ¿Qué necesita para mantenerse a flote?

-Nada. Olvide todo eso… Sólo me estaba desahogando.

-No me refiero a un acto de caridad, ¿vale? Sólo un préstamo, eso es todo.

-Me las arreglaré.

-No hay nadie haciendo cola para que le preste nada -dijo él, y era verdad. El padre y el hermano mayor de Morse, al fin se daba cuenta, mantenían frías relaciones con él desde hacía años. Estuvo cerca de su madre, pero ella murió justo después de que él regresara de Irak. En su nuevo testamento Morse nombraba única heredera a la residencia donde su madre pasó sus últimas semanas. Nombrar a Dixon parecía demasiado precipitado y estaría lleno de significado, así que podría atraer una atención nada deseada; y en cualquier caso, Dixon había hecho unas inversiones acertadas y estaba bien cubierto.

-No puedo aceptarlo, así de fácil -dijo Julianne-.

Pero es realmente encantador.

-Mi padre es soldado -dijo el niño, con la cabeza todavía inclinada sobre el mantelito.

-Ya lo sé -dijo Morse-. Y buen soldado. Deberías estar orgulloso.

Julianne le sonrió, sonrió de verdad, por primera vez aquella noche. Había estado apartando la vista, siempre con una expresión tensa en la boca; cuando sonreía parecía otra persona. Morse vio que no carecía de encanto, y que estar cómoda con él lo había hecho aflorar. Se sentía avergonzado. Tuvo la sensación de que era un hipócrita, pero se libró de ella inmediatamente, incluso con indignación.

-No puedo obligarla -dijo-. Haga lo que quiera.

La sonrisa desapareció.

-Lo haré -dijo ella, en el mismo tono que había utilizado él; más duro de lo que pretendía-. Pero de todos modos se lo agradezco. Charlie -se dirigió al niño-, es hora de irse. Recoge todo eso.

-No he terminado.

-Lo terminarás mañana.

Morse esperó mientras ella enrollaba el mantel de papel y ayudaba al niño a que recogiera sus lápices de colores. Se fijó en la cuenta sujeta debajo del salero y la agarró.

-Yo me ocuparé de eso -dijo ella, estirando la mano de un modo que no admitía negativa.

Morse se quedó de pie, incómodo, mientras Julianne pagaba en la caja, luego salió con ella y el niño. Se quedaron parados debajo de la marquesina, mirando la tormenta que azotaba el aparcamiento. Destellos de lluvia caían oblicuamente entre el resplandor de las luces de arriba. Los árboles cercanos se sacudían con violencia, y el viento producía ondulaciones brillantes en el asfalto. Julianne apartó un mechón de pelo de la frente del chico.

-Yo estoy preparada. ¿Y tú?

-No.

-Bueno, pues no va a dejar de llover por Charles Drew Hart -bostezó con ganas y se sacudió la cabeza-Encantada de haber hablado con usted -le dijo a Morse.

-¿Dónde se van a alojar?

-En la furgoneta.

-¿Una furgoneta? ¿Van a dormir en una camioneta de ésas?

-No puedo conducir como está ahora -y en la mirada que le lanzó, expectante y burlona, Morse vio que ella sabía que le ofrecería la habitación de un motel, y que ella ya estaba disfrutando con la satisfacción de rechazarla. Pero eso no impidió que él lo intentara.

-Orgullo de campesinos -comentó Dixon por la mañana cuando Morse le contó la historia-. Deberías haberla invitado a que se quedara aquí. La gente así, la que vive en el monte, acepta la hospitalidad aunque no acepte dinero.

Son como los árabes. La hospitalidad tiene algo de sagrado.

Uno no se niega a ofrecerla, y no se niega a aceptarla.

-No se me ocurrió -dijo Morse, aunque la verdad es que había tenido la misma intuición cuando estaba de pie delante del restaurante con los otros dos, la cartera en la mano. Hasta cuando trató de decirle a Julianne que aceptara el dinero para una habitación, invocando la furia de la tormenta y la necesidad de resguardar al niño en un sitio seguro y seco, tuvo la sensación de que si se hubiera limitado a invitarla a ir a su casa, ella habría dicho que sí. Y entonces, ¿qué? Despertar y molestar a Dixon para que llevara toallas limpias a la habitación de invitados, preparara café, bromeara con el niño; y mirara a Morse de aquel modo suyo. Su significado a Julianne le resultaría claro. ¿Y de qué le serviría saberlo? A causa de la sorpresa y el desagrado, incluso de la sensación de que habían traicionado sus sentimientos, ella podría echar a perder lo suyo.

Morse había pensado en eso pero de verdad no tenía miedo. Y Julianne le caía bien, y no pensaba que obrara con malicia. A lo que tenía miedo, lo que no podía permitir, era que ella viese cómo le miraba Dixon, y que luego ellos vieran que él no podía responder a la mirada que había recibido. Entre ellos esas cosas estaban desequilibradas, y él mismo no era nada cariñoso.

Así que aunque le ofreciera refugio a Julianne, se sentiría falso, melifluo, como si estuviese tratando de comprarla. Y lo injusto que era sentir culpabilidad mientras le ofrecía un dinero que era rechazado le demostraba demasiadas cosas. Por fin le dijo que se fuera a dormir a la maldita camioneta si era eso lo que quería.

-Yo no quiero dormir en la camioneta -dijo el niño.

-Verás lo que pasa como no lo hagas -dijo Julianne-.

Y ahora vamos… ¿Preparado o no?

-No intente volver en coche a su casa -aconsejó Morse.

Ella puso la mano en el hombro del chico y tiró de él hacia el aparcamiento.

-Está demasiado cansada -le gritó Morse, pero si ella respondió no pudo oírlo por el repiqueteo de la lluvia en la marquesina metálica. Atravesaron el asfalto. El viento venía en rachas, haciendo la lluvia tan fuerte que Morse tuvo que dar un salto atrás. Julianne recibía la lluvia en plena cara y nunca volvió la cabeza. Tampoco el niño, Charlie. Ella le cuidaría, estuviera preparado o no, mientras andaban bajo la lluvia como si no estuviera lloviendo.

Richard Ford: Rock Springs. Cuento

richardEdna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.

No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena.»

Edna y yo llevábamos juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte de ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el canódromo y pude ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se presentaba. Danny me tenía miedo porque Edna le había dicho que estuve en la cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era cierto. Una vez me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí en una pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien hizo el daño, y Edna sólo pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny no hiciese locuras y la obligase a quedarse de nuevo con los niños, porque Edna finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía conmigo a Cheryl. No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos le mataría. Helen, mi ex esposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach para atestiguarlo. Nunca hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny no lo sabía.

Estábamos ya a mitad de Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz del aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima señal.

Me hice con un buen coche, un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un oftalmólogo, en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque pensé que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca había tenido un buen coche —sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas usadas— desde que era un niño y recogía limones entre cubanos.

El coche nos levantó el ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes y nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones como si fuera un faro, y era entonces cuando se veía su belleza, en absoluto corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé directamente hasta Bozeman, y luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del Quality Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo nos fuimos en coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta después de media-noche.

Para nosotros era como comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo TIEMPOS GLORIOSOS, y Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e hicimos el amor en el asiento del coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol encendía el Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.

Fue precisamente ese entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar de empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber hecho, y lo que siempre hacía.

En el lugar donde el coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una valla de alambre de espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera yerma y unos cuantos halcones cazando insectos en el cielo de la tarde.

Bajé para echarle una ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en orden.

—¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.

Se había acercado al coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.

—Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al aceite le pasa algo.

Edna se volvió a mirar a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y perdiéndose a lo lejos.

—¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.

Aún no estaba preocupada, pero quería saber mi opinión. —Voy a probarlo otra vez.

—Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el coche.

Cuando le di a la llave de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no se oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé un poco el acelerador sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme si no habría soñado que la había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.

—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el asiento trasero.

Me volví y la miré. Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una pequeña vaquera de película.

—Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí

—Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo Cheryl, y se echó a reír.

—Menudo par —comentó Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no dormía—. Tendríamos que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.

—¿Dónde será esa primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.

—Rock Springs, Wyoming —dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma carretera. —Señaló hacia el frente.

Se me había metido en la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría considerado una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos correr riesgos estúpidos. Había llegado a pensar que era mi coche, y no el del oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas cosas.

—Entonces creo que deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.

—Me parece una gran idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.

—Me parece una gran idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.

 

Recuerdo aquel crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento mismo de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente en joyas y lentejuelas, en un estallido que jamás había visto y que jamás he vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los crepúsculos; son superiores incluso a los de Florida, pues aunque tiene fama de ser un estado llano la mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.

—Es la hora del cóctel —dijo Edna al rato de rodar por la carretera—. Tenemos que tomar un trago festejar algo, cualquier cosa.

Se sentía mejor pensando que nos íbamos a desprender del coche. Aquel Mercedes ocultaba sin duda un fallo mecánico, y más valía aba