Rubem Fonseca: Febrero o marzo. Cuento

RUBEM-FONSECA-EN-CHILELa condesa Bernstroff usaba una boina de la que colgaba una medalla del káiser. Era vieja, pero podía decir que era una mujer joven y lo decía. Decía: pon la mano aquí, en mi pecho, y ve cómo está duro. Y el pecho era duro, más duro que el de las muchachas que yo conocía. Ve mi pierna, decía, cómo está dura. Era una pierna redonda y fuerte, con dos músculos salientes y sólidos. Un verdadero misterio. Explíqueme ese misterio, le preguntaba, borracho y agresivo. Esgrima, explicaba la condesa, formé parte del equipo olímpico austríaco de esgrima —pero yo sabía que ella mentía.

Un miserable como yo no podía conocer a una condesa, ni aunque fuese falsa; pero ésta era verdadera; y el conde era verdadero, tan verdadero como el Bach que oía mientras tramaba, por amor a los esquemas y al dinero, su crimen.

Era de mañana, el primer día del carnaval. He oído decir que ciertas personas viven de acuerdo a un plan, saben todo lo que les va a ocurrir durante los días, los meses, los años. Parece que los banqueros, los amanuenses de carrera y otros hombres organizados hacen eso. Yo —yo vagué por las calles, mirando a las mujeres. Por la mañana no hay mucho que ver. Me detuve en una esquina, compré una pera, la comí y empecé a ponerme inquieto. Fui a la academia.

De eso me acuerdo muy bien: comencé con un supino de noventa kilos, tres veces ocho. Se te van a salir los ojos, dijo Fausto, dejando de mirarse en el espejo grande de la pared y espiándome mientras sumaba los pesos de la barra. Voy a hacer cuatro series por pecho, de caballo, y cinco para el brazo, dije, serie de masa, hijo, para hombre, voy a hinchar.

Y comencé a castigar el cuerpo, con dos minutos de intervalo entre una serie y la otra para que el corazón dejara de latir tan fuerte y para poder mirarme en el espejo y ver el progreso. Hinché: cuarenta y dos de brazo, medidos con la cinta métrica.

Entonces Fausto explicó: iré vestido de marica y también Sílvio, y Toão, y Roberto, y Gomalina. Tú no quedas bien de mujer, tu cara es fea, tú vas en el grupo de choque, tú, el Ruso, Bebeto, Paredón, Futrica y João. La gente nos rodeará pensando que somos putas, nosotros cuchichearemos con voz fina, cuando ellos quieran manosear, nosotros, y ustedes si fuera necesario, pondremos la maldad para golpear y hacemos un carnaval de palazos hacia todos lados. Vamos a acabar con todo lo que sea grupos de criollos, hasta en el pito les daremos, para hacernos valer. ¿Qué dices, te esperamos?

Silvio ya se vestía de marica, se pintaba los labios con bilé. El año pasado, decía, una mujer de las pampas puso un papelito en mi mano, con un teléfono; casi todas putas, pero había una que era mujer de un chulo, anduve con ella más de seis meses, me dio un reloj de oro.

Ella pasaba, dijo el Ruso, y volvía la cabeza hacia todo lo que fuera mujer. No había mujer que no mirara a Silvio en la calle. Debería ser artista de cine.

¿Entonces? ¿Nos encuentras?, insistió Fausto.

A esas alturas el conde Bernstroff y su mayordomo ya debían haber hecho planes para aquella noche. Ni yo, ni la condesa sabíamos nada; ni yo mismo sabía si habría de salir partiéndole la cara a personas que no conocía. El lado ruin del sujeto es no ser banquero ni amanuense del Ministerio de Hacienda.

Por la tarde, sábado, la ciudad aún no estaba animada. Los cinco maricas se contoneaban sin entusiasmo y sin gracia. Los grupos en la ciudad se forman así: una batería con algunos sordos, varias cajas y tamborcitos y a veces una cuíca, salen golpeando por la calle, los sucios van llegando, juntándose, cantando, abultándose y el grupo crece.

Salió un grupo frente a nosotros. Seis individuos descalzos, caminando lentamente, mientras golpeaban a coro. Moreno, mi moreno sabroso, préstame tu tambor, dijo Silvio. Los hombres se detuvieron y pensaron, y cambiaron de pensamiento, la mano de Silvio agarró por el pescuezo a uno de ellos, dame ese tambor, hijo de puta. Como un rayo los maricas cayeron encima del grupo. ¡Sólo en el pecho!, ¡sólo en el pecho!, gritaba Silvio, que están flacos. Aun así uno quedó en el suelo, caído de espaldas, un pequeño tambor en la mano cerrada. Un golpe de Silvio podía reventar la puerta del departamento, de la sala y de los cuartos juntos.

Teníamos varios tambores, que golpeábamos sin ritmo. La cuíca, como nadie sabía tocarla, Ruso la reventó de una patada. Una sola patada, en el mero centro, la hizo pedazos. Después Ruso anduvo diciendo que su mano se había hinchado de golpear la cara de un vago tiñoso en la plaza Once. Yo no lo se, pues no fui a la plaza Once, luego de aquello que ocurrió en el terraplén me separé del grupo y acabé encontrando a la condesa, pero creo que su mano se hinchó al reventar la cuíca, pues la cara de un vagabundo no le hincha la mano a nadie.

Una mujer había llegado y dijo, llévenme con ustedes, nunca he visto tantos hombres hermosos juntos; y se agarraba de nosotros, nos enterraba las uñas. Fuimos al terraplén y ella decía, jódeme, pero no me maltrates, con cariño, como si estuviera hablando al novio; y eso se lo dijo al tercero, y al cuarto sujeto que entró, que anduvo con ella; pero a mí, estirando la mano de uñas sucias y pintadas de rojo, me dijo, hombre guapo, mi bien —y rió, una risa limpia; no pude hacer nada, y vestí a la mujer, tiré el atomizador de perfume que olía, y dije para que todos me oyeran, basta, y vi los ojos azules pintados de Silvio y le dije, bajo, la voz saliendo del fondo, ruin— basta. El Ruso agarró a Silvio con fuerza, los tríceps saltando como si fueran yunques. Se va a llevar a la mujer, dijo Silvio, empujando el pecho; pero todo quedó en eso; me llevé a la mujer.

Fui caminando con ella por la orilla del mar. Al principio ella cantaba, luego se calló. Entonces le dije, ahora vete a tu casa, ¿me oyes?, si te encuentro vagando por ahí te rompo los cuernos, ¿entendiste?, te voy a seguir, si no haces lo que te estoy ordenando te vas a arrepentir —y agarré su brazo con toda mi fuerza, de manera que le quedase doliendo los tres días del carnaval y una semana más marcado. Gimió y dijo que sí, y se fue caminando, yo siguiéndola, en dirección al tranvía, atravesó la calle, tomó el tranvía que venía vacío de regreso de la ciudad, me miró, yo hacía muecas feas, el tranvía se fue, ella tirada en un banco, un bulto.

Volví a la playa, con ganas de ir a casa, pero no a mi casa, pues mi casa era un cuarto y en mi cuarto no había nadie, sólo yo mismo. Me fui caminando, caminando, atravesé la calle, comenzó a caer una llovizna y por donde yo estaba no había carnaval, sólo edificios elegantes y silenciosos.

Fue entonces que conocí a la condesa. Apareció en la ventana gritando y yo no sabía que ella era condesa ni nada. Gritaba palabras de auxilio, pero sonaba extraño. Corrí al edificio, la portería estaba vacía: volví a la calle pero ya no había nadie en la ventana; calculé el piso y subí por el elevador.

Era un edificio de lujo, lleno de espejos. El elevador se detuvo, toqué el timbre. Un hombre vestido con rigor abrió la puerta. ¿Sí, qué desea?, mirándome con aire de superioridad. Hay una mujer en la ventana pidiendo socorro, dije. Me miró como si hubiera dicho una grosería —¿socorro?, ¿aquí? Insistí, sí, aquí, en su casa. Soy el mayordomo, dijo. Aquello sacó a flote mi autoridad, nunca en mi vida había visto un mayordomo. Está usted equivocado, dijo y ya me disponía a irme cuando apareció la condesa, con un vestido que en aquella ocasión pensé que era un vestido de baile, aunque después supe que era ropa de dormir. Yo fui, sí, pedí socorro, entre, por favor, entre.

Me llevó de la mano mientras me decía, usted me hará un gran favor, revisar la casa, hay una persona escondida aquí dentro que quiere hacerme mal, no tenga miedo, no, es tan fuerte, tan joven, voy a hablarte de tú. Soy la condesa Bernstroff.

Empecé a revisar la casa. Tenía salones enormes, llenos de luces, pianos, cuadros en las paredes, candiles, mesitas y jarras y jarrones y estatuas y sofás y sillas enormes en las que cabían dos personas. No vi a nadie, hasta que, en una sala más chica donde un tocadiscos tocaba música muy alto, un hombre en bata de terciopelo se levantó cuando abrí la puerta y dijo despacio, colocándose un monóculo en el ojo, buenas noches.

Buenas noches, dije. Conde Bernstroff, dijo él, extendiendo la mano. Después de mirarme un poco sonrió, pero no para mí, para sí mismo. Con permiso, dijo, Bach me transforma en un egoísta, y me dio la espalda y se sentó en una butaca, la cabeza apoyada en la mano.

Si he de ser franco, quedé confundido, aún ahora estoy confundido, pues ya olvidé muchas cosas, la cara del mayordomo, la medalla del káiser, el nombre de la amiga de la condesa, con quien me acosté en la cama, junto con la condesa, en el departamento del Copacabana Palace. Además, antes de que saliéramos, ella me dio una botella llena de Canadian Club que me bebí casi por completo dentro del carro cuando íbamos al Copacabana, sintiéndome como un lord: pero bajé derechito del carro y subimos al departamento y tengo la impresión de que los tres nos divertimos bastante en el cuarto de la amiga de la condesa, pero de esa parte me olvidé completamente.

Desperté con dolor de cabeza y dos mujeres en la cama. La condesa quería ir a su casa para enseñarme un animal que la quería morder y que había invadido su casa y que ella tenía encerrado dentro del piano de cola. Volvimos en taxi, no sé ni que horas eran pues no tenía hambre y lo mismo podían ser las diez como las tres de la tarde. Fue directamente al piano de cola y no encontró nada. Debí enseñártelo ayer, decía, ahora ellos lo han sacado de aquí, son muy inteligentes, son diabólicos. ¿Qué animal era ése?, pregunté, el terrible dolor de cabeza no me dejaba pensar bien, apenas podía abrir los ojos. Es una especie de cucaracha grande, dijo la condesa, con un aguijón de escorpión, dos ojos saltones y patas de escarabajo. No lograba imaginar un animal así, y se lo dije. La condesa se sentó en una de las cincuenta mesitas que había en la casa y dibujó el animal, una cosa muy extraña, en un papel de seda azul, que doblé y guardé en el bolsillo y lo perdí. He perdido muchas cosas en mi vida, pero la cosa que más lamento haber perdido es el dibujo del animal que la condesa hizo y me pongo triste sólo de pensar en eso.

La condesa me afeitaba cuando apareció el conde, con el monóculo y diciendo buenos días. La condesa afeitaba mejor que cualquier barbero; una navaja afilada que rozaba la cara como si fuera una esponja, y luego me hizo masaje en la cara con un líquido perfumado; el masaje en mi trapecio y en mis deltoides mejor que el de Pedro Vaselina, el de la academia. El conde miraba todo esto con cierto desinterés, diciendo, debes simpatizarle mucho como para que te haga la barba, hace años que no me la hace a mí. A eso la condesa respondió irritada: tú sabes muy bien por qué; el conde se encogió de hombros como si no supiera nada y se alejó, desde la puerta me dijo, me gustaría hablar contigo después.

Cuando el conde salió la condesa me dijo: quiere comprarte, compra a todo el mundo, su dinero se está acabando, pero aún tiene algo, muy poco, y eso lo desespera aun más, pues el tiempo pasa y yo no me muero, y si no me muero él se queda sin nada, pues no le doy más dinero; ya está viejo, ¿cuántos años crees que tiene?, podría ser mi padre, dentro de poco no podrá beber, se quedará sordo y no podrá oír música; el tiempo, después de mí, es su mayor enemigo; ¿viste cómo me mira? Un ojo frío de pez cazador, esperando un momento para liquidar sin misericordia a su presa; tú entiendes, un día me arrojan por la ventana, o me inyectan mientras esté dormida y luego ni quien se acuerde de mí y él coge todo mi dinero y vuelve a su tierra a ver la primavera y las flores del campo que tanto me pidió, con lágrimas en los ojos, que quería volver a ver; lágrimas fingidas, lo sé, su labio ni temblaba; y yo podría irme, abandonarlo, sin nada, sin oportunidad para sus planes siniestros, un pobre diablo; hasta creo que está empezando a quedarse sordo, la música que oye la sabe de memoria y quizá por eso ni se ha dado cuenta que se está quedando sordo —y la condesa se alejó diciendo que algo ocurriría uno de esos días y que estaba muy horrorizada y que nunca se había sentido tan excitada en toda su vida, ni siquiera cuando fue amante del príncipe Paravicini, en Roma.

Fui a buscar al conde mientras la condesa tomaba un baño. Me preguntó con delicadeza, pero de manera directa, como quien quiere tener una conversación corta, dónde ganaba yo mi dinero. Le expliqué, también brevemente, que para vivir no es necesario mucho dinero; que ganaba mi dinero aquí y allá. Se ponía y quitaba el monóculo, mirando por la ventana. Continué: En la academia hago ejercicio gratis y ayudo a João, el dueño, que además me da un dinerito; vendo sangre al banco de sangre, no mucha para no perturbar el ejercicio, pero la sangre es bien pagada y el día que deje de hacer ejercicio voy a vender más y quizás viva de eso, o principalmente de eso. En ese momento el conde estaba muy interesado y quiso saber cuántos gramos vendía, si no me quedaba tonto, cuál era mi tipo de sangre y otras cosas. Después el conde me dijo que tenía una propuesta muy interesante que hacerme y que si la aceptaba nunca más tendría que vender sangre, a no ser que ya estuviera enviciado con eso, lo que él entendía, pues respetaba todos los vicios.

No quise oír la propuesta del conde, no dejé que la hiciera; a fin de cuentas yo había dormido con la condesa, estaría mal que me pasara al otro bando. Le dije, nada de lo que usted pueda darme me interesa. Tengo la impresión de que se molestó con lo que le dije, pues se alejó de mí y se quedó viendo por la ventana, un largo silencio que me puso inquieto. Por eso, continué, no le ayudaré a hacer ningún mal a la condesa, no cuente conmigo para eso. ¿Pero cómo?, exclamó, tomando el monóculo con delicadeza en la punta de los dedos como si fuera una hostia, pero si yo sólo quiero su bien, quiero ayudarla, ella me necesita, y también a usted, déjeme explicarle todo, parece que hay una gran confusión, déjeme explicarle, por favor.

No lo dejé. Me fui. No quise explicaciones. A fin de cuentas, de nada servían.

Rubem Fonseca: La fuerza humana. Cuento

rubem-fonseca (1)Quería seguir de frente pero no podía. Me quedaba parado en medio de aquel montón de negros: unos balanceando el pie o la cabeza, otros moviendo los brazos; pero algunos, como yo, duros como un palo, fingiendo que no estábamos allí, fingiendo que miraban un disco en la vitrina, avergonzados. Es gracioso, que un sujeto como yo sienta vergüenza de quedarse oyendo la música en la puerta de la tienda de discos. Si suena alto es para que las personas lo escuchen; y si no les gustara que la gente se quedara allí oyendo, bastaba con desconectar y listo: todo el mundo se alejaría en seguida. Además sólo ponen música buena, de la que tienes que ponerte a oír y que hace que las mujeres buenas caminen diferente, como caballo del ejército enfrente de la banda.

El caso es que pasé por ahí todos los días. A veces estaba en la ventana de la academia de João, en el intervalo de un ejercicio, y desde ahí arriba veía a la multitud en la puerta de la tienda y no me aguantaba: me vestía corriendo, mientras João preguntaba, “¿a dónde vas, muchacho? Todavía no terminas las flexiones”, y me iba derecho para allá. João se ponía como loco con esto, pues se le había metido en la cabeza que me iba a preparar para el concurso del mejor físico del año y quería que entrenara cuatro horas diarias, y yo me detenía a la mitad y me iba a la calle a oír música. “Estás loco”, decía, “así no se puede, me estoy hartando de ti, ¿crees que soy un payaso?”

Él tenía razón, me fui pensando ese día, comparte conmigo la comida que le mandan de casa, me da vitaminas que su mujer que es enfermera consigue, aumentó mi sueldo de instructor auxiliar de alumnos sólo para que dejara de vender sangre y me pudiera dedicar a los ejercicios, ¡puta!, cuántas cosas, y yo no lo reconocía y además le mentía; podría decirle que no me diera más dinero, decirle la verdad, que Leninha me daba todo lo que yo quería, que podría hasta comer en restaurantes, si lo quisiera, bastaba con que le dijera: quiero más.

Desde lejos me di cuenta que había más gente que de costumbre en la puerta de la tienda. Personas diferentes de las que iban allí; algunas mujeres. Sonaba una samba de un balanceo infernal —tum schtictum tum: las dos bocinas grandes en la puerta a punto de estallar, llenaban la plaza de música. Entonces vi, en el asfalto, sin dar la menor importancia a los carros que pasaban cerca, a ese negro bailando. Pensé: otro loco, pues la ciudad cada vez está más llena de locos, de locos y de maricas. Pero nadie reía. El negro tenía zapatos marrón todos chuecos, un pantalón mal remendado, roto en el trasero, camisa blanca sucia de mangas largas y estaba empapado en sudor. Pero nadie reía. Él hacía piruetas, mezclaba pasos de ballet con samba gafieira, pero nadie reía. Nadie reía porque el tipo bailaba con finura y parecía que bailaba en un escenario, o en una película, un ritmo endemoniado, nunca había visto algo como aquello. Ni yo ni nadie, pues los demás también lo miraban boquiabiertos. Pensé: eso es cosa de un loco, pero un loco no baila de ese modo, para bailar de ese modo el sujeto debe tener buenas piernas y buen ritmo, pero también es necesario tener buena cabeza. Bailó tres piezas del long-play que estaban tocando, y cuando paró todos empezaron a hablar unos con otros, cosa que nunca había ocurrido a la entrada de la tienda, pues las personas se quedan ahí calladas oyendo la música. Entonces el negro tomó una jícara que estaba en el suelo cerca de un árbol y la gente fue poniendo billetes en la jícara que muy pronto se llenó. Ah, esto lo explica, pensé. Rio se estaba poniendo diferente. Antiguamente veías uno que otro ciego tocando cualquier cosa, a veces acordeón, otras violín, incluso había uno que tocaba el pandero acompañándose con un radio de pilas; pero era la primera vez que veía a un bailarín. He visto también una orquesta de tres nordestinos golpeando cocos y a un niño tocando el “Tico-tico no fubá” con botellas llenas de agua. Todo eso lo he visto. ¡Pero un bailarín! Eché doscientos pesos en la jícara. Él puso la jícara llena de dinero cerca del árbol, en el suelo, tranquilo y seguro de que nadie le metería mano, y volvió a bailar.

Era alto; en mitad del baile, sin dejar de bailar, se arremangó la camisa, un gesto hasta bonito, parecía un gesto ensayado, aunque creo que tenía calor, y aparecieron dos brazos muy musculosos que la camisa de mangas largas escondía. Este tipo es definición pura, pensé. Y no fue una corazonada, pues basta con mirar a cualquier sujeto vestido que llega a la academia por vez primera para poder decir qué tipo de pectorales tiene, o cómo es su abdomen, si su musculatura es buena para hinchar o para definir. Nunca me equivoco.

Empezó a sonar una música aburrida, de esas de cantante de voz fina y el negro dejó de bailar, volvió a la acera, sacó un pañuelo inmundo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara. La multitud se dispersó, sólo se quedaron allí los que siempre están oyendo música, con o sin show. Me acerqué al negro y le dije que había bailado muy bien. Se rió. Plática va plática viene me dijo que nunca antes había hecho aquello. “Quiero decir, sólo lo había hecho una vez. Un día pasé por aquí y algo me pasó, cuando me di cuenta estaba bailando en el asfalto. Bailé sólo una melodía, pero un tipo enrolló un billete y lo arrojó a mis pies. Era un cabral. Hoy vine con la jícara. Ya sabes, estoy duro como, como…” “Poste”, dije. Me miró, de esa manera que tiene de mirar a la gente sin que se pueda saber lo que está pensando. ¿Pensaría que me estaba burlando de él? ¿Hay postes blancos también, o no?, pensé. Lo dejé pasar. Le pregunté, “¿haces gimnasia?” “¿Qué gimnasia, mi amigo?” “Tienes el físico de quien hace gimnasia.” Se rió enseñando unos dientes blanquísimos y fuertes y su cara que era hermosa se puso feroz como la de un gorila grande. Sujeto extraño. “¿Tú haces?”, preguntó. “¿Qué?” “Gimnasia”, y me miró de arriba abajo, sin decir ninguna palabra, pero tampoco estaba interesado en lo que él estuviera pensando; lo que los demás piensan de nosotros no importa, sólo interesa lo que nosotros pensamos de nosotros; por ejemplo, si pienso que soy una mierda, lo soy, pero si alguien piensa eso de mí, ¿qué importa?, no necesito de nadie, deja que el tipo lo piense, a la hora de la hora ya veremos. “Hago pesas”, dije. “¿Pesas?” “Halterofilismo.” “¡Ja, ja!”, se rió de nuevo, un gorila perfecto. Me acordé de Humberto, de quien decían que tenía la fuerza de dos gorilas y casi la misma inteligencia. ¿Cuanta fuerza tendría el negro? “¿Cómo te llamas?”, pregunté, diciendo antes mi nombre. “Vaterlu, se escribe con doble u y dos os.” “Mira, Waterloo, ¿quieres ir a la academia donde hago gimnasia?” Miró un poco el suelo, luego cogió la jícara y dijo “vamos”. No preguntó nada más, echamos a andar, mientras ponía el dinero en su bolsillo, todo enrollado, sin mirar los billetes.

Cuando llegamos a la academia, João estaba debajo de la barra con Corcundinha. “João, éste es Waterloo”, dije. João me miró de soslayo, me dijo “quiero hablar contigo”, y caminó hacia los vestidores. Fui tras él. “Así no se puede, así no se puede”, dijo João. Por su cara vi que estaba encabronado conmigo. “Parece que no entiendes”, continuó João, “todo lo que estoy haciendo es por tu bien, si hicieras lo que te digo ganas el campeonato ese con una pierna en la espalda y listo. ¿Cómo crees que llegué hasta el sitio donde estoy? Siendo el mejor físico del año. Pero tuve que esforzarme, no fue dejando las series a la mitad, no, fue machacando de la mañana a la tarde, dándole duro; hoy tengo la academia, tengo automóvil, tengo doscientos alumnos, me he hecho un nombre, estoy comprando un departamento. Y ahora que te quiero ayudar tú no ayudas. Es para que se amargue cualquiera. ¿Qué gano yo con esto? ¿Que un alumno de mi academia gane el campeonato? Tengo a Humberto, ¿o no?, a Gomalina, ¿o no? A Fausto, a Donzela… pero te escojo a ti entre todos ellos y ésta es la manera como me pagas.” “Tienes razón”, dije mientras me quitaba la ropa y me colocaba la malla. Continuó: “¡Si tuvieras la fuerza de voluntad de Corcundinha! ¡Cincuenta y tres años de edad! Cuando llegó aquí, hace seis meses, tú lo sabes, tenía una dolencia horrible que le comía los músculos de la espalda y le dejaba la espina sin apoyo, el cuerpo se caía cada vez más a los lados, llegaba a dar miedo. Me dijo que cada vez se estaba encogiendo más y estaba quedando más torcido, que los médicos no sabían ni un carajo, ni inyecciones ni masajes tenían resultado en él; hubo quien se quedó con la boca abierta mirando su pecho puntiagudo como sombrero de almirante, la joroba saliente, todo torcido hacia enfrente, hacia el costado, haciendo muecas, hasta daban ganas de vomitar sólo de estar viéndolo. Dije a Corcundinha, te voy a aliviar, pero tienes que hacer todo lo que te mande, todo, todo, no voy a hacer de ti un Steve Reeves, pero dentro de seis meses serás otro hombre. Míralo ahora. ¿Hice un milagro? Él hizo el milagro, castigándose, sufriendo, penando, sudando: ¡no hay límites para la fuerza humana!”. Dejé que João me gritara toda la historia para ver si su enojo conmigo pasaba. Dije, para ponerlo de buen humor, “Tu pectoral está bárbaro.” João abrió los brazos e hizo que los pectorales saltaran, dos masas enormes, cada pecho debía pesar diez kilos; pero ya no era el mismo de las fotografías esparcidas por la pared. Aún con los brazos abiertos, João caminó hacia el espejo grande de la pared y se quedó mirando lateralmente su cuerpo. “Éste es el supino que quiero que hagas; en tres fases: sentado, acostado con la cabeza hacia abajo en la plancha y acostado en el banco; en el banco lo hago de tres maneras, ven a ver.” Se acostó en el banco con la cara bajo la pesa apoyada en el caballete. “Así, cerrado, las manos casi juntas; después, una abertura media; y, por último, las manos bien abiertas en los extremos de la barra. ¿Viste cómo? Ya está puesto en tu ficha nueva. Ya verás tu pectoral dentro de un mes”, y diciendo esto me dio un golpe fuerte en el pecho.

“¿Quién es ese negro?”, preguntó João mirando a Waterloo, quien sentado en un banco tarareaba con calma. “Es Waterloo”, respondí, “lo traje para que hiciera unos ejercicios, pero no puede pagar.” “¿Y crees que daré clases gratis a cualquier vagabundo que se aparezca por aquí?” “Tiene madera, João, el modelado de su cuerpo debe ser cualquier cosa.” João hizo una mueca de desprecio: “¿Qué qué?, ¡ese tipo!, ¡ay!, échalo de aquí, échalo de aquí, estás loco.” “Pero todavía no lo has visto, João, su ropa no le ayuda.” “¿Ya lo viste?” “Sí”, mentí, “voy a conseguirle una malla.”

Le di la malla al negro, le dije: “Ponte esto ahí dentro.”

Aún no había visto al negro sin ropa, pero tenía fe: su aceptación sólo sería posible con una musculatura firme. Empecé a preocuparme; ¿y si fuera puro esqueleto? El esqueleto es importante, es la base de todo, pero empezar de un esqueleto es duro como el demonio, exige tiempo, comida, proteínas y João no iba a querer trabajar sobre unos huesos.

Waterloo salió del vestidor con la malla. Vino caminando normalmente; aún no conocía los trucos de los veteranos, no sabía que incluso en una posición de aparente reposo es posible tensar todos los músculos, pero eso es algo difícil de hacer, como por ejemplo definir el omóplato y los tríceps al mismo tiempo y además simultáneamente los sartorios y los recto-abdominales, y los bíceps y el trapecio, y todo armoniosamente, sin que parezca que el tipo está sufriendo un ataque epiléptico. Él no sabía hacer eso, ni podía, es cosa de maestros, sin embargo, tengo que decirlo, aquel negro tenía el desarrollo muscular natural más perfecto que había visto en mi vida. Hasta Corcundinha detuvo su ejercicio y vino a verlo. Bajo la piel fina de un negro profundo y brillante, diferente del negro opaco de ciertos negros, sus músculos se distribuían y se ligaban, de los pies a la cabeza, en un bordado perfecto.

“Cuélgate de la barra”, dijo João. “¿Aquí?”, preguntó Waterloo, ya bajo la barra. “Sí. Cuando tu cabeza llegue a la altura de la barra te detienes.” Waterloo empezó a suspender su cuerpo, pero a medio camino rió y cayó al suelo. “No quiero payasadas aquí, esto es cosa seria”, dijo João, “vamos nuevamente.” Waterloo subió y se detuvo como João le había mandado. João se quedó mirándolo. “Ahora, lentamente, pasa la barba por encima de la barra. Lentamente. Ahora baja, lentamente. Ahora vuelve a la posición inicial y detente.” João examinó el cuerpo de Waterloo. “Ahora, sin mover el tronco, levanta las dos piernas, rectas y juntas.” El negro empezó a levantar las piernas, despacio, y con facilidad, y la musculatura de su cuerpo parecía una orquesta afinada, los músculos funcionando en conjunto, una cosa bella y poderosa. João debía estar impresionado, pues empezó también a contraer los propios músculos y entonces noté que yo y Corcundinha hacíamos lo mismo, como si cantáramos a coro una música irresistible; y João dijo, con una voz amiga que no usaba para ningún alumno, “puedes bajar”, y el negro bajó y João continuó. “¿Ya has hecho gimnasia?”, y Waterloo respondió negativamente y João concluyó “claro que no has hecho, yo sé que no has hecho; miren, voy a contarles, esto ocurre una vez en cien millones; qué cien millones, ¡en un billón! ¿Qué edad tienes?” “Veinte años”, dijo Waterloo. “Puedo hacerte famoso, ¿quieres hacerte famoso?”, preguntó João. “¿Para qué?”, preguntó Waterloo, realmente interesado en saber para qué. “¿Para qué? ¿Para qué? Qué gracioso, qué pregunta más idiota”, dijo João. Para qué, me quedé pensando, es cierto, ¿para qué? ¿Para que los otros nos vean en la calle y digan ahí va el fulano famoso? “¿Para qué, João?”, pregunté. João me miró como si me hubiera cogido a su madre. “Tú también. ¡Qué cosa! ¿Qué tienen ustedes en la cabeza, eh?” João de vez en cuando perdía la paciencia. Creo que tenía unas ganas locas de ver a un alumno ganar el campeonato. “No me explicó usted para qué”, dijo Waterloo con respeto. “Entonces te lo explico. En primer lugar, para no andar andrajoso como un mendigo, y poder bañarte cuando quieras, y comer… pavo, fresas, ¿ya has comido fresas?…, y tener un lugar confortable para vivir, y tener mujer, no una negra apestosa, una rubia, muchas mujeres tras de ti, peleándose por ti, ¿entiendes? Ustedes ni siquiera saben lo que es eso, son ustedes unos culo-sucio.” Waterloo miró a João, más sorprendido que cualquier otra cosa, pero a mí me dio rabia; me dieron ganas de ponerle la mano encima allí mismo, no por causa de lo que había dicho de mí, por mí que se joda, sino porque se estaba burlando del negro; hasta llegué a imaginar cómo sería el pleito: él es más fuerte, pero yo soy más ágil, tendría que pelear de pie, a base de cuchilladas.

Miré su pescuezo grueso: tenía que ser allí en el gañote, un palo seguro en el gañote, pero para darle un garrotazo bien dado por dentro tendría que colocarme medio de lado y mi base no quedaría tan firme si él respondiera con una zancadilla; y por dentro el bloqueo sería fácil, João tenía reflejos, me acordé de él entrenando al Mauro para aquella lucha libre con Juárez en la que el Mauro fue destrozado; reflejos tenía, estaba gordo pero era un tigre; golpear a los lados no servía de nada, allí tenía dos planchas de acero; podría tirarme al suelo para intentar un final limpio, una llave con el brazo: dudoso. “Vamos a quitarnos la ropa, vámonos de aquí”, dije a Waterloo. “¿Por qué?”, preguntó João aprensivo, “¿estás enojado conmigo?” Bufé y dije: “Sí, estoy hasta los cojones de todo esto, estuve a punto de saltarte encima ahora mismo, es bueno que lo sepas.” João se puso tan nervioso que casi perdió la pose, su barriga se arrugó como si fuera una funda de almohada, pero no era miedo de la pelea, no, de eso no tenía miedo, lo que tenía era miedo de perder el campeonato. “¿Ibas a hacer eso conmigo?”, cantó, “eres como un hermano para mí, ¿ibas a pelear conmigo?” Entonces fingió una mueca muy compungida, el actor, y se sentó abatido en un banco con el aire miserable de quien acaba de recibir la noticia de que la mujer le anda poniendo los cuernos. “Acaba con eso, João, no sirve de nada. Si fueras hombre, pedías una disculpa.” Tragó en seco y dijo “está bien, discúlpame, ¡carajo!, discúlpame también tú (al negro), discúlpame; ¿está bien así?”. Había dado lo máximo, si lo provocaba explotaría, olvidaría el campeonato, apelaría a la ignorancia, pero yo no haría eso, no sólo porque mi rabia ya había pasado después de que peleé con él en el pensamiento, sino también porque João se había disculpado y cuando un hombre pide disculpas lo disculpamos. Apreté su mano, solemnemente; él apretó la mano de Waterloo. También yo apreté la mano del negro. Permanecimos serios, como tres doctores.

“Voy a hacer una serie para ti, ¿está bien?”, dijo João, y Waterloo respondió “sí señor.” Yo tomé mi ficha y dije a João: “Voy a hacer la rosca derecha con sesenta kilos y la inversa con cuarenta, ¿te parece bien?.” João sonrió satisfecho, “óptimo, óptimo.”

Terminé mi serie y me quedé viendo a João que enseñaba a Waterloo. Al principio aquello era muy aburrido, pero el negro hacía los movimientos con placer, y eso es raro: normalmente la gente tarda en encontrarle gusto al ejercicio. No había misterio para Waterloo, hacía todo exactamente como João quería. No sabía respirar bien, es verdad, la médula de la caja aún tenía que abrírsele, pero carajo, ¡estaba empezando!

Mientras Waterloo se daba un baño, João me dijo: “Tengo ganas de prepararlo también a él para el campeonato, ¿qué te parece?.” Le dije que me parecía una buena idea. João continuó: “Con ustedes dos en forma, es difícil que la academia no gane. El negro sólo necesita hinchar un poco, definición ya tiene.” Dije: “No creo que vaya a ser así de fácil, João; Waterloo es bueno, pero va a necesitar machacar mucho, sólo debe tener unos cuarenta de brazo.” “Tiene cuarenta y dos o cuarenta y tres”, dijo João. “No sé, será mejor medir.” João dijo que mediría el brazo, el antebrazo, el pecho, el muslo, la pantorrilla, el pescuezo. “¿Y tú cuánto tienes de brazo”, me preguntó con astucia; lo sabía, pero le dije, “cuarenta y seis.” “Hum… es poco, ¿verdad?, para el campeonato es poco… faltan seis meses… y tú, y tú…” “¿Qué es lo que temes?” “Estás aflojando…” La plática estaba atorada y decidí prometerle, para terminar con aquello: “Descuida, João, ya verás, en estos meses me voy para arriba.” João me dio un abrazo, “eres un tipo inteligente… ¡Puta!, ¡con la pinta que tienes, y siendo campeón! ¿te imaginas? Fotos en el periódico… Vas a acabar en el cine, en Norteamérica, en Italia, haciendo películas en color, ¿te imaginas?.” João colocó varias anillas de diez kilos en el pulley. “¿De cuánto es tu pulley?”, preguntó. “Ochenta.” “Y la muchacha que tienes, ¿qué va a pasar con ella?” Hablé seco: “¿Cómo que qué va a pasar con ella?”. Él: “Soy tu amigo, acuérdate de eso”. Yo: “Está bien, eres mi amigo, ¿y?” “Soy como un hermano para ti.” “Eres como un hermano para mí, ¿y?” João agarró la barra del pulley, se arrodilló y alzó la barra hasta el pecho mientras los ochenta kilos de anillas subían lentamente, ocho veces. Después: “¿Cuánto pesas?”, “Noventa.” “Entonces haz el pulley con noventa. Pero mira, volviendo al asunto, sé que las pesas despiertan unas ganas grandes, ganas, hambre, sueño… pero eso no quiere decir que tengamos que hacer todo esto sin medida; a veces quedamos en la punta de los cascos, pero hay que controlarse, se necesita disciplina; mira a Nelson, la comida acabó con él, hacía una serie de caballo para compensar, creó masa, eso creó, pero comía como un puerco y terminó con un cuerpo de puerco… miserable…” João hizo una cara de pena. No me gusta comer, y João lo sabe. Noté que el Corcundinha, acostado de espaldas, haciendo un crucifijo quebrado, prestaba atención a nuestra plática. “Creo que estás jodiendo demasiado”, dijo João, “no es bueno. Llegas aquí todas las mañanas marcado con chupetones, arañado en el pescuezo, en el pecho, en las espaldas, en las piernas. No se ve bien, tenemos un montón de muchachos en la academia, es un mal ejemplo. Por eso es que te voy a dar un consejo —y João me miró con cara de la amistad y los negocios por separado, con cara de contar dinero; ¿se estaba apoyando ya en el negro?—, esa muchacha no sirve, consigue una que quiera sólo una vez a la semana, o dos, y aun así moderándote.” En ese instante Waterloo salió del vestidor y João le dijo, “Vamos a salir, te voy a comprar ropa; pero es un préstamo, trabajarás en la academia y después me pagas.” A mí: “Necesitas un ayudante. Pon las manos ahí, que ya vuelvo.”

Me senté, pensando. Dentro de poco empiezan a llegar los alumnos. Leninha, Leninha. Antes de que tuviera una luz, el Corcundinha habló: “¿Quieres ver si estoy jalando bien en la barra?” Fui a ver. No me gusta mirar al Corcundinha. Tiene más de seis tics diferentes. “Estás mejorando de los tics”, dije; pero qué cretino, no mejoraba, ¿por qué dije aquello? “Sí, ¿verdad?”, dijo satisfecho, guiñando varias veces con increíble rapidez el ojo izquierdo. “¿Qué ejercicio estás haciendo?” “Por detrás y por delante, y con las manos juntas en la punta de la barra. Tres series para cada ejercicio, con diez repeticiones. Noventa movimientos en total, y no siento nada.” “Sin prisa y siempre”, le dije. “Oí tu plática, con João”, dijo el Corcundinha. Moví la cabeza. “Los negocios con la mujer son fuego”, continuó, “me peleé con Elza.” Rayos, ¿quién era Elza? Por si las dudas dije “¿sí?” Corcundinha: “No era mujer para mí. Pero sucede que ahora estoy con otra chica y la Elza se la pasa llamando a casa diciéndole insultos, haciendo escándalos. El otro día a la salida del cine fue para morirse. Eso me perjudica, soy un hombre responsable.” Corcundinha con un salto ágil agarró la barra con las dos manos y balanceó el cuerpo para enfrente y atrás, sonriendo y diciendo: “Esta muchacha que tengo ahora es un tesoro, jovencita, treinta años más nueva que yo, treinta años, pero yo aún estoy en forma, ella no necesita de otro hombre.” Con jalones rápidos Corcundinha izó el cuerpo varias veces por atrás, por enfrente, rápidamente: una danza; horrible; pero no aparté el ojo. “¿Treinta años más nueva?”, dije maravillado. Corcundinha gritó desde lo alto de la barra: “¡Treinta años! ¡Treinta años!.” Y diciendo esto, Corcundinha dio una octava en la barra, una subida de cintura y luego de balancearse como péndulo intentó girar como si fuera una hélice, su cuerpo completamente rojo del esfuerzo, con excepción de la cabeza que se puso más blanca. Agarré sus piernas; cayó pesadamente, de pie, en el piso. “Estoy en forma”, jadeó. Le dije: “Corcundinha, necesitas tener cuidado, no eres… no eres un niño.” Él: “Yo me cuido, me cuido, no me cambio por ningún muchacho, estoy mejor que cuando tenía veinte años y bastaba que una mujer me rozara para que me pusiera loco; ¡toda la noche, amiguito, toda la noche!.” Los músculos de su rostro, párpado, nariz, labio, frente empezaron a contraerse, latir, estremecerse, convulsionarse; sus tics al mismo tiempo. “¿De vez en cuando vuelven los tics?”, pregunté. Corcundinha respondió: “Sólo cuando me distraigo.” Fui hasta la ventana pensando que la gente vive distraída. Abajo, en la calle, estaba el montón de gente frente a la tienda y me dieron ganas de correr hacia allá, pero no podía dejar la academia sola.

Después llegaron los alumnos. Primero llegó uno que quería ponerse fuerte porque tenía espinillas en la cara y la voz delgada, después llegó otro que quería ponerse fuerte para golpear a los demás, pero ése no le pegaría a nadie, pues un día lo llamaron para una pelea y tuvo miedo; y llegaron los que gustan de mirarse en el espejo todo el tiempo y usan camisa de manga corta apretada en el brazo para parecer más fuertes; y llegaron los muchachos de pantalones Lee, cuyo objetivo es desfilar en la playa; y llegaron los que sólo vienen en verano, cerca del carnaval, y hacen una serie violenta para hinchar rápido y vestir sus disfraces de griego o cualquier otro que sirva para mostrar la musculatura; y llegaron los viejos cuyo objetivo es quemar la grasa de la barriga, lo que es muy difícil y, después de algún tiempo, imposible; y llegaron los luchadores profesionales: Príncipe Valiente, con su barba, Cabeza de Hierro, Capitán Estrella, y la banda de lucha libre: Mauro, Orando, Samuel; éstos no son buenos para el modelado, sólo quieren fuerza para ganarse mejor la vida en el ring: no se aglomeran enfrente de los espejos, no molestan pidiendo instrucciones; me gustan, me gusta entrenar con ellos en la víspera de una lucha, cuando la academia está vacía; y verlos salir de una montada, escapar de un arm-lock o bien golpear cuando consiguen un estrangulamiento perfecto; o bien conversar con ellos sobre las luchas que ganaron o perdieron.

João volvió, y con él Waterloo con ropa nueva. João encargó al negro que arreglara las anillas, colocara las barras y pesas en los lugares correctos, “antes necesitas aprender para enseñar.”

Ya era de noche cuando Leninha me telefoneó, preguntando a qué horas iría a casa, a su casa, y le dije que no podría ir pues iría a mi casa. Al oír esto Leninha se quedó callada: en los últimos treinta o cuarenta días yo iba todas las noches a su casa, donde ya tenía pantuflas, cepillo de dientes, pijama y una porción de ropas; me preguntó si estaba enfermo y le dije que no; y otra vez se quedó callada, y yo también, hasta parecía que queríamos ver quien caía primero; fue ella: “¿Entonces no me quieres ver hoy?.” “No es nada de eso”, dije, “hasta mañana, me llamas por teléfono, ¿está bien?”

Fui a mi cuarto, el cuarto que alquilaba a doña María, la vieja portuguesa que tenía cataratas en el ojo y quería tratarme como si fuera su hijo. Subí las escaleras en la punta de los pies, agarrado al pasamanos con suavidad y abrí la puerta sin hacer ruido. Me acosté de inmediato en la cama, luego de quitarme los zapatos. En su cuarto la vieja oía novelas: “¡No, no, Rodolfo, te lo imploro!”, oí desde mi cuarto, “¿Jura que me perdonas? ¿Perdonarte?, cómo, si te amo más que a mí mismo… ¿En qué piensas? ¡Oh!, no me preguntes… Anda, respóndeme… a veces no sé si eres mujer o esfinge….” Desperté con los golpes en la puerta de doña María que decía “Ya le dije que no está”, y Leninha: “Usted me disculpa, pero me dijo que venía a su casa y tengo que arreglar un asunto urgente.” Me quedé quieto: no quería ver a nadie… nunca más. Nunca más. “Pero él no está.” Silencio. Debían estar frente a frente. Doña María intentando ver a Leninha en la débil luz amarilla de la sala y la catarata confundiéndola, y Leninha… (es bueno quedarse dentro del cuarto todo oscuro), “…sar más tarde?” “No ha venido, hace más de un mes que no duerme en casa, aunque paga religiosamente, es un buen muchacho.”

Leninha se fue y la vieja estaba de nuevo en el cuarto: “Permíteme contradecirte, perdona mi osadía… pero hay un amor que una vez herido sólo encontrará sosiego en el olvido de la muerte… ¡Ana Lúcia! Sí, sí, un amor irreductible que se sostiene mucho más allá de todo y de cualquier sentimiento, un amor que para sí resume la delicia del cielo dentro del corazón…” Vieja miserable que vibraba con aquellas estupideces. ¿Miserable? Mi cabeza pesaba en la almohada, una piedra encima de mi pecho… ¿un niño? ¿Como era ser niño? Ni eso sé, sólo me acuerdo que orinaba con fuerza, hacia arriba: alto. Y también me acuerdo de las primeras películas que vi, de Carolina, pero entonces ya era grande, ¿doce?, ¿trece?, ya era hombre. Un hombre. Hombre…

Por la mañana cuando iba al baño doña María me vio. “¿Dormiste aquí?”, me preguntó. “Sí.” “Vino a buscarte una chica, estaba muy inquieta, dijo que era urgente.” “Sé quién es, hoy hablaré con ella”, y entré al baño. Cuando salí, doña María me preguntó, “¿No vas a afeitarte?.” Volví y me afeité. “Ahora sí, tienes cara de limpieza”, dijo doña María, que no se separaba de mí. Tomé café, huevo tibio, pan con mantequilla, plátano. Doña María cuidaba de mí. Después fui a la academia.

Cuando llegué ya estaba ahí Waterloo. “¿Cómo estás? ¿Está gustándote?”, pregunté. “Por lo pronto está bien.” “¿Dormiste aquí?” “Sí. Don João me dijo que durmiera aquí.” Y no dijimos nada más, hasta que llegó João.

João empezó por darle instrucciones a Waterloo: “Por la mañana, brazos y piernas; en la tarde, pecho, espaldas y abdomen”; y se puso a vigilar el ejercicio del negro. A mí no me hizo caso. Me quedé mirando. “De vez en cuando bebe jugo de frutas”, decía João, tomando un vaso, “así”, João se llenó la boca de líquido, hizo un buche y tragó despacio, “¿viste cómo?”, y le dio el vaso a Waterloo, quien repitió lo que él había hecho.

Toda la mañana João la pasó mimando al negro. Me quedé dirigiendo a los alumnos que llegaban. Acomodé las pesas que regaban por la sala. Waterloo sólo hizo su serie. Cuando llegó el almuerzo —seis marmitas—João me dijo: “Mira, no lo tomes a mal, voy a compartir la comida con Waterloo, él la necesita más que tú, no tiene dónde almorzar, está flaco y la comida sólo alcanza para dos.” En seguida se sentaron colocando las marmitas sobre la mesa de los masajes cubierta con periódicos y empezaron a comer. Con las marmitas venían siempre dos platos y cubiertos.

Me vestí y salí a comer, pero no tenía hambre y me comí dos pasteles en un café. Cuando volví, João y Waterloo estaban estirados en las sillas de lona. João contaba la historia de lo duro que le había dado para ser campeón.

Un alumno me preguntó cómo hacía el pulóver recto y fui a enseñarle, otro se quedó hablando conmigo del juego del Vasco y el tiempo fue pasando y llegó la hora de la serie de la tarde —cuatro horas— y Waterloo se paró cerca del leg-press y preguntó cómo funcionaba y João se acostó y le enseñó diciendo que el negro haría flexiones, que era mejor. “Pero ahora vamos al supino”, dijo, “en la tarde, pecho, espalda y abdomen, no lo olvides.”

A las seis más o menos el negro acabó su serie. Yo no había hecho nada. Hasta aquella hora João no había hablado conmigo. Entonces me dijo: “Voy a preparar a Waterloo, nunca vi un alumno igual, es el mejor que he tenido”, y me miró, rápido y disimuladamente; no quise saber a dónde quería llegar; saber, lo sabía, me sé sus trucos, pero no mostré interés. João continuó: “¿Has visto algo igual? ¿No crees que él puede ser el campeón?” Dije: “Quizá; lo tiene casi todo, sólo le falta un poco de fuerza en la masa.” El negro, que nos oía, preguntó: “¿Masa?” Dije: “Aumentar un poco el brazo, la pierna, el hombro, el pecho… lo demás está”, iba a decir óptimo pero dije, “bien”. El negro: “¿Y fuerza?” Yo: “Fuerza es fuerza, un negocio que ya está dentro de uno.” Él: “¿Cómo sabes que no tengo?” Iba a decir que era una corazonada, y corazonada es corazonada, pero me miraba de una manera que no me gustó y por eso: “Tú no tienes.” “Creo que sí tiene”, dijo João, dentro de su esquema. “Pero el muchacho no cree en mí”, dijo el negro.

¿Para qué llevar las cosas más allá?, pensé. Pero João preguntó: “¿Tiene más o menos la misma fuerza que tú?”

“Menos”, dije. “Eso está por verse”, dijo el negro. João era don João, yo era el muchachote: el negro tenía que estar de mi parte, pero no estaba. Así es la vida. “¿Cómo quieres probarlo?”, pregunté irritado. “Tengo una propuesta”, dijo João, “¿qué tal unas vencidas?” “Lo que sea”, dije. “Lo que sea”, repitió el negro.

João trazó una línea horizontal en la mesa. Colocamos los antebrazos encima de la línea de modo que mi dedo medio extendido tocara el codo de Waterloo, pues mi brazo era más corto. João dijo: “Yo y el Gomalina seremos los jueces; la mano que no es la del empuje puede quedar con la palma sobre la mesa o agarrada a ella; las muñecas no podrán curvarse en forma de gancho antes de iniciada la competencia.” Ajustamos los codos. Al centro de la mesa nuestras manos se agarraron, los dedos cubriendo solamente las falanges de los pulgares del adversario, y envolviendo el dorso de las manos, Waterloo iba más lejos pues sus dedos eran más largos y tocaban la orilla de mi mano. João examinó la posición de nuestros brazos. “Cuando diga ya, pueden empezar.” Gomalina se arrodilló a un lado de la mesa, João al otro. “Ya”, dijo João.

Se puede empezar unas vencidas de dos maneras: atacando, arremetiendo enseguida, echando toda la fuerza al brazo inmediatamente, o bien resistiendo, aguantando la embestida del otro y esperando el momento oportuno para virar. Escogí la segunda. Waterloo dio un arranque tan fuerte que casi me liquidó; ¡puta mierda!, no me esperaba aquello; mi brazo cedió hasta la mitad del camino, qué estupidez la mía, ahora quien tenía que hacer fuerza, gastarse, era yo. Empujé desde el fondo, lo máximo que me era posible sin hacer muecas, sin apretar los dientes, sin mostrar que lo estaba dando todo, sin crear moral en el adversario. Fui empujando, empujando, mirando el rostro de Waterloo. Él fue cediendo, cediendo, hasta qué volvimos al punto de partida, y nuestros brazos se inmovilizaron. Nuestras respiraciones eran profundas, sentía el viento que salía de mi nariz pegar en mi brazo. No puedo olvidar la respiración, pensé, esta jugada será ganada por el que respire mejor. Nuestros brazos no se movían un milímetro. Me acordé de una película que vi, en la que dos camaradas, dos campeones, se quedan un largo tiempo sin tomar ventaja uno del otro, y mientras tanto uno de ellos, el que iba a ganar, el jovencito, tomaba whisky y chupaba su puro. Pero allí no era el cine, no; era una lucha a muerte, vi que mi brazo y mi hombro empezaban a ponerse rojos; un sudor fino hacía que el tórax de Waterloo brillara; su cara empezó a torcerse y sentí que venía con todo y mi brazo cedió un poco, más, ¡rayos!, más aún, y al ver que podía perder me entró desesperación, ¡rabia! ¡Apreté los dientes! El negro respiraba por la boca, sin ritmo, pero llevándome, y entonces cometió el gran error, su cara de gorila se abrió en una sonrisa y peor aun, con la provocación graznó una carcajada ronca de ganador, echó fuera aquella pizca de fuerza que faltaba para ganarme. Un relámpago cruzó por mi cabeza diciendo: ¡ahora!, y el tirón que di nadie lo aguantaría, él lo intentó, pero la potencia era mucha; su rostro se puso gris, el corazón se le salía por la lengua, su brazo se ablandó, su voluntad se acabó —y de maldad, al ver que entregaba el juego, pegué con su puño en la mesa dos veces. Se quedó agarrado a mi mano, como en una larga despedida sin palabras, su brazo vencido sin fuerzas, abandonado, caído como un perro muerto en la carretera.

Liberé mi mano. João, Gomalina querían discutir lo que había ocurrido pero yo no los oía —aquello estaba terminado. João intentó mostrar su esquema, me llamó a un rincón. No fui. Ahora Leninha. Me vestí sin bañarme, me fui sin decir palabra, siguiendo lo que mi cuerpo mandaba, sin adiós: nadie me necesitaba, yo no necesitaba de nadie. Eso es, eso es.

Tenía la llave del departamento de Leninha. Me acosté en el sofá de la sala, no quise quedarme en el cuarto, la colcha rosa, los espejos, el tocador, el peinador lleno de frasquitos, la muñeca sobre la cama estaban haciéndome mal. La muñeca sobre la cama: Leninha la peinaba todos los días, le cambiaba ropa —calzoncito, enagua, sostén— y hablaba con ella, “mi hijita linda, extrañaste a tu mamita?.” Me dormí en el sofá.

Leninha me despertó con un beso en la cara. “Llegaste temprano, ¿no fuiste hoy a la academia?” “Sí”, dije sin abrir los ojos. “¿Y ayer? Te fuiste temprano a tu casa?” “Sí”, ahora con los ojos abiertos: Leninha se mordía los labios. “No juegues conmigo, querido, por favor…” “Fui, no estoy jugando.” Ella suspiraba. “Sé que fuiste a mi casa. No sé a qué hora; oí que hablabas con doña María, ella no sabía que estaba en el cuarto.” “¡Hacerme una porquería de ésas a mí!”, dijo Leninha, aliviada. “No fue ninguna porquería”, dije. “No se le hace una cosa así a… a los amigos,” “No tengo amigos, podría tener, hasta el príncipe, si quisiera.” “¿Quién?”, dijo ella dando una carcajada, sorprendida. “No soy ningún vagabundo, conozco al príncipe, al conde, para que lo sepas.” Ella rió: “¡¿Príncipe?!, ¡príncipe!, en Brasil no hay príncipe, sólo hay príncipe en Inglaterra, ¿crees que soy tonta?”, Dije: “Eres una burra, ignorante; ¿no hay príncipe en Italia? Este príncipe es italiano.” “¿Y tú ya fuiste a Italia?” Debía haberle dicho que ya había jodido con una condesa que había andado con un príncipe italiano y, carajo, cuando andas con una dama con quien anduvo también otro tipo, ¿no es una forma de conocerlo? Pero Leninha tampoco creía en la historia de la condesa, que acabó con un final triste como todas las historias verdaderas: pero eso no se lo cuento a nadie. Me quedé callado de repente y sintiendo esa cosa que me da de vez en cuando, en esas ocasiones en que los días se hacen largos, lo que empieza en la mañana cuando me despierto sintiendo una aflicción enorme y pienso que después de bañarme pasará, después de tomar el café pasará, después de hacer gimnasia pasará, después de que pase el día pasará, pero no pasa y llega la noche y estoy en las mismas, sin querer mujer o cine, y al día siguiente tampoco acaba. Ya he pasado una semana así, me dejé crecer la barba y miraba a las personas, no como se mira un automóvil, sino preguntándome, ¿quién es?, ¿quién es?, ¿quién-es-más-allá-del-nombre?, y las personas pasando frente a mí, gente como moscas en el mundo, ¿quién es?

Leninha, al verme así, apagado como si fuera una fotografía vieja, sacudió un paño delante de mí diciendo, “mira la camisa fina que te compré; póntela, póntela para verte.” Me puse la camisa y ella dijo: “Estás hermoso, ¿vamos a bailar?” “Quiero divertirme, mi bien, trabajé demasiado todo el día.” Ella trabaja de día, sólo anda con hombres casados y la mayoría de los hombres casados sólo hacen eso de día. Llega temprano a la casa de doña Cristina y a las nueve de la mañana ya tiene clientes telefoneándole. El mayor movimiento es a la hora del almuerzo y al final de la tarde; Leninha no almuerza nunca, no tiene tiempo.

Entonces fuimos a bailar. Creo que a ella le gusta mostrarme, pues insistió en que llevara la camisa nueva, escogió el pantalón, los zapatos y hasta quiso peinarme, pero eso era demasiado y no la dejé. Es simpática, no le molesta que las demás mujeres me vean. Pero sólo eso. Si alguna mujer viene a hablar conmigo se pone hecha una fiera.

El lugar era oscuro, lleno de infelices. Apenas habíamos acabado de sentarnos un sujeto pasó cerca de nuestra mesa y dijo: “¿Cómo te va, Tania?.” Leninha respondió: “Bien, gracias, ¿cómo está usted?.” Él también estaba bien gracias. Me miró, hizo un movimiento con la cabeza como si estuviera saludándome y se fue a su mesa. “¿Tania?”, pregunté. “Mi nombre de batalla”, respondió Leninha. “¿Pero tu nombre de batalla no es Betty?”, pregunté. “Sí, pero él me conoció en la casa de doña Viviane, y allá mi nombre de batalla es Tania.”

En ese momento el tipo volvió. Un viejo, medio calvo, bien vestido, enjuto para su edad. Sacó a Leninha a bailar. Le dije: “Ella no va a bailar, amigo.” Él quizá se ruborizó, en la oscuridad, dijo: “Yo pensé….” Ya no pelé al idiota, estaba ahí, de pie, pero no existía. Dije a Leninha: “Estos tipos se la viven pensando, el mundo está lleno de pensadores.” El sujeto desapareció.

“Qué cosa tan horrible hiciste”, dijo Leninha, “él es un cliente antiguo, abogado, un hombre distinguido, y tú le haces eso. Fuiste muy grosero.” “Grosero fue él, ¿no vio que estabas acompañada, por un amigo, cliente, enamorado, hermano, quien fuera? Debí haberle dado una patada en el culo. ¿Y qué historia es ésa de Tania, doña Viviane?” “Es una casa antigua que frecuenté.” “¿Casa antigua? ¿Qué casa antigua?” “Fue poco después de que me perdí, mi bien… al principio…”

Es para amargarse.

“Vámonos”, dije. “¿Ahora?” “Ahora.”:

Leninha salió molesta, pero sin valor para mostrarlo. “Vamos a tomar un taxi”, dijo. “¿Por qué?”, pregunté, “no soy rico para andar en taxi.” Esperé a que dijera “el dinero es mío”, pero no lo dijo; insistí: “Estás muy buena para andar en ómnibus, ¿verdad?”; ella siguió callada; no desistí: “Eres una mujer fina”; —”con clase”—; “de categoría”, Entonces habló, calmada, la voz clara, como si nada ocurriera: “Vámonos en ómnibus.”

Nos fuimos en ómnibus a su casa.

“¿Qué quieres oír?”, preguntó Leninha. “Nada”, respondí. Me desnudé, mientras Leninha iba al baño. Con los pies en el borde de la cama y las manos en el piso hice cincuenta lagartijas. Leninha volvió desnuda del baño. Quedamos los dos desnudos, parados dentro del cuarto, como si fuéramos estatuas.

Como principio, ese principio estaba bien: quedamos desnudos y fingíamos, sabiendo que fingíamos, que teníamos ganas. Ella hacía cosas sencillas, arreglaba la cama, se sujetaba los cabellos mostrando en todos sus ángulos el cuerpo firme y saludable —los pies y los senos, el trasero y las rodillas, el vientre y el cuello. Yo hacía unas flexiones, después un poco de tensión de Charles Atlas, como quien no quiere la cosa, pero mostrando el animal perfecto que yo también era, y sintiendo, como debía sentirlo ella, un placer enorme al saber que estaba siendo observado con deseo, hasta que ella miraba abiertamente hacia el lugar preciso y decía con una voz honda y crispada, como si estuviera sintiendo el miedo de quien va a tirarse al abismo, “mi bien”, y entonces la representación terminaba y nos íbamos uno hacia el otro como dos niños que aprenden a andar, y nos fundíamos y hacíamos locuras, y no sabíamos de qué garganta salían los gritos, e implorábamos uno al otro que se detuviera, pero no nos deteníamos, y redoblábamos nuestra furia, como si quisiéramos morir en aquel momento de fuerza, y subíamos y explotábamos, girando como ruedas rojas y amarillas de fuego que salían de nuestros ojos y de nuestros vientres y de nuestros músculos y de nuestros líquidos y de nuestros espíritus y de nuestro dolor pulverizado. Después la paz: oíamos alternativamente el latido fuerte de nuestros corazones sin sobresalto; yo apoyaba mi oreja en su seno y enseguida ella, entre los labios exhaustos, soplaba suavemente en mi pecho, aplacándolo; y sobre nosotros descendía un vacío que era como si hubiéramos perdido la memoria.

Pero aquel día nos quedamos parados como si fuéramos dos estatuas. Entonces me envolví en el primer paño que encontré, ella hizo lo mismo y se sentó en la cama y dijo “sabía que iba a ocurrir”, y fue eso, y por lo tanto ella, a quien yo consideraba una idiota, quien me hizo entender lo que había ocurrido. Vi entonces que las mujeres tienen dentro de sí algo que les permite entender lo que no se ha dicho. “Mi bien, ¿qué fue lo que hice?”, preguntó, y me entró una pena loca por ella; tanta pena que me eché a su lado, le arranqué la ropa que la envolvía, besé sus senos, me excité pensando en el pasado, y empecé a amarla, como un obrero hace su trabajo, inventé gemidos, la apreté con fuerza calculada. Su rostro empezó a quedar húmedo, primero en torno a sus ojos, luego toda la cara. Dijo: “¿Qué va a ser de mí sin ti?”, y con la voz salían también sollozos.

Agarré mi ropa, mientras ella permanecía en la cama, con un brazo sobre los ojos. “¿Qué horas son?”, preguntó. Dije: “Tres y quince.” “Tres y quince… quiero grabarme la última vez que te estoy viendo…”, dijo Leninha. De nada servía que dijera algo y por eso salí, cerrando la puerta de la calle con cuidado.

Estuve caminando por las calles vacías y cuando el día rayó estaba en la puerta de la tienda de discos loco porque abrieran. Primero llegó un sujeto que abrió la puerta de acero, luego otro que lavó la acera y otros, que arreglaron la tienda, pusieron afuera las bocinas, hasta que finalmente pusieron el primer disco y con la música ellos empezaron a salir de sus cuevas, y se apostaron allí conmigo, más quietos que en una iglesia. Exacto: como en una iglesia, y me dieron ganas de rezar, y de tener amigos, un padre vivo, y un automóvil. Y recé por dentro, imaginando cosas, si tuviera padre lo besaría en el rostro, y en la mano, tomando su bendición, y sería su amigo y ambos seríamos personas diferentes.

Rubem Fonseca: La ejecución. Cuento

ng1835330Consigo agarrar a Rubão, acorralándolo contra las cuerdas. El hijo de puta tiene fuerza, se agarra a mí, apoya su rostro en mi rostro para impedir que le dé cabezazos en la cara; estamos abrazados, como dos enamorados, casi inmóviles fuerza contra fuerza, el público empieza a burlarse. Rubão me da un pisotón en el dedo del pie, aflojo, se suelta, me da un rodillazo en el estómago, una patada en la rodilla, un golpe en la cara. Oigo los gritos. El público está cambiando a su favor. Otro bofetón: gritos enloquecidos en el público. No puedo darle importancia a eso, no puedo darle importancia a esos hijos de puta mamones. Intento agarrarlo pero no se deja, quiere pelear de pie, es ágil, su puñetazo es como una coz.

Los cinco minutos más largos de la vida se pasan en un ring de lucha libre. Cuando el round acaba, el primero de cinco por uno de descanso, apenas y puedo llegar a mi esquina. El Príncipe me echa aire con la toalla, Pedro Vaselina me da masajes. Esos putos me están cambiando por él, ¿verdad? Olvida eso, dice Pedro Vaselina. Están con él, ¿o no?, insisto. Sí, dice Pedro Vaselina, no sé qué pasa, siempre se inclinan por la buena pinta, pero hoy no está funcionando la regla. Intento ver a las personas en las gradas, hijos de puta, cornudos, perros, prostitutas, cagones, cobardes, mamones, me dan ganas de sacarme el palo y sacudirlo en sus caras. Cuidado con él, cuando ya no aguantes, pasa a su guardia, no intentes como tonto, él tiene fuerzas y está entero, y tú, y tú, eh, ¿anduviste jodiendo ayer? Cada vez que te acierte un golpe en los cuernos no te quedes viendo al público con cara de culo de vaca, ¿que te pasa? ¿Vino a verte tu madre? Ponle atención al sujeto, carajo, no quites la vista de él, olvídate del público, ojo con él, y no te preocupes con las cachetadas, no te va a arrancar un pedazo y no gana nada con eso. Cuando te dio el último golpe y la chusma gozó en el gallinero, hizo tanta faramalla que parecía una puta de la Cinelandia. Es en uno de esos momentos cuando tienes que pegarle. Paciencia, Paciencia, ¿oíste?, guarda energías, que te tienen con un pie afuera, dice Pedro Vaselina.

Suena la campana. Estamos en medio del ring. Rubão balancea el tórax frente a mí, los pies plantados, mueve las manos, izquierda enfrente y derecha atrás. Me quedo parado, mirando sus manos. ¡Vap!, la patada me da en el muslo, me le echo encima, ¡plaft!, una golpe en la cara que casi me tira al piso, miro a las gradas, el sonido que viene de ahí parece un chicotazo, soy una animal, qué mierda, si sigo ¡plaft! dando importancia a esos pendejos voy a acabar jodiéndome ¡plaft! — bloquea, bloquea, oigo a Pedro Vaselina — mi cara debe estar hinchada, siento alguna dificultad para ver con el ojo izquierdo — levanto la izquierda — ¡bloquea! — ¡blam! un zurdazo me da en el lado derecho de los cuernos — ¡bloquea! La voz de Pedro Vaselina es fina como la de una mujer — levanto las dos manos — ¡bum! la patada me da en el culo. Rubão gira y de espaldas me atina, me pone el pie en el pescuezo — de las gradas viene el ruido de una ola de mar que rompe en la playa — con un físico como ése vas a acabar en el cine, mujeres, fresas con crema, automóvil, departamento, película en tecnicolor, dinero en el banco, ¿dónde está todo eso? me echo encima de él con los brazos abiertos, ¡bum! el golpe me tira — Rubão salta sobre mí, ¡va a montarme! — intento huir arrastrándome como lombriz entre las cuerdas — el juez nos separa — me quedo tirado flotando en la burla, inyección de morfina. Gong.

Estoy en mi esquina. Nunca te he visto tan mal, en lo físico y en la técnica, ¿jodiste hoy?, ¿andas tomando? Es la primera vez que un luchador de nuestra academia huye por debajo de las cuerdas, estás mal, ¿qué pasa contigo? ¿Así es como quieres luchar con el Carlson?, ¿con Iván? Estás haciendo el ridículo. Déjalo, dice el Príncipe. Pedro Vaselina: lo van a destrozar, según vayan las cosas en este ring veré si arrojo la toalla. Jalo la cara de Pedro Vaselina hacia la mía, le digo escupiendo en sus cuernos, si arrojas la toalla, puto, te reviento, te meto un fierro en el culo, lo juro por Dios. El Príncipe me arroja un chorro de agua, para ganar tiempo. Gong.

Estamos en medio del ring. Tiempo, ¡segundos!, dice el juez — así mojado no está bien, no vuelvas a hacer eso — el Príncipe me seca fingiendo sorpresa — ¡segundos, fuera!, dice el juez. Nuevamente en medio del ring. Estoy inmóvil. Mi corazón salió de la garganta, volvió al pecho pero aún late fuerte. Rubão se balancea. Miro bien su rostro, tiene la moral alta, respira por la nariz sin apretar los dientes, no hay un solo músculo tenso en su cara, un sujeto espantado pone mirada de caballo, pero él está tranquilo, apenas y se ve lo blanco de sus ojos. Rápido hace una finta, amenaza, un bloqueo, recibo un pisotón en la rodilla, un dolor horrible, menos mal que fue de arriba abajo, si hubiera sido horizontal me rompía la pierna — ¡Zum!, el puñetazo en el oído me deja sordo de un lado, con el otro oído escucho a la chusma delirando en las gradas — ¿qué hice? Siempre me apoyaron, ¿qué les hice a estos escrotos, comemierdas ¡plaft, plaft, plaft! para que se volvieran contra mí? — con ese físico vas a acabar en el cine, Leninha, ¿donde estás?, hija de puta — retrocedo, pego con la espalda en las cuerdas, Rubão me agarra — ¡al suelo! chilla Pedro Vaselina — aún estoy bloqueando y ya es tarde: Rubão me da un rodillazo en el estómago, se aleja; por primera vez se queda inmóvil, a unos dos metros de distancia, mirándome, debe estar pensando en arrancar para terminar con esto — estoy zonzo, pero es cauteloso, quiere estar seguro, sabe que en el piso soy mejor y por eso no quiere arriesgarse, quiere cansarme primero, no meterse en problemas — siento unas ganas locas de bajar los brazos, mis ojos arden por el sudor, no logro tragar la saliva blanca que envuelve mi lengua — levanto el brazo, preparo un golpe, amenazo — no se mueve — doy un paso al frente — no se mueve — doy otro paso al frente — él da un paso al frente — los dos damos un lento paso al frente y nos abrazamos — el sudor de su cuerpo me hace sentir el sudor de mi cuerpo — la dureza de sus músculos me hace sentir la dureza de mis músculos — el soplo de su respiración me hace sentir el soplo de mi respiración — Rubão abraza por debajo de mis brazos — intento una llave en su cuello — coloca su pierna derecha por atrás de mi pierna derecha, intenta derribarme — mis últimas fuerzas — Leninha, desgraciada — me va a derribar — intento agarrarme de las cuerdas como un escroto — el tiempo no pasa — yo quería luchar en el suelo, ahora quiero irme a casa — Leninha — caigo de espaldas, giro antes de que se monte en mí — Rubão me sujeta por la garganta, me inmoviliza — ¡tum, tum, tum! tres rodillazos seguidos en la boca y la nariz — gong — Rubão va a su esquina recibiendo los aplausos.

Pedro Vaselina no dice una palabra, con el rostro triste de segundo del perdedor. Estamos perdidos, mi amigo, dice el Príncipe limpiando mi sudor. No me jodas, respondo, un diente se balancea en mi boca, apenas sujeto a la encía. Meto la mano, arranco el diente con rabia y lo arrojo en dirección a los mamones. Todos se burlan. No hagas eso, dice Pedro Vaselina dándome agua para que haga un buche. Escupo fuera del balde el agua roja de sangre, para ver si le cae encima a algún mamón. Gong. Al centro, dice el juez.

Rubão está enterito, yo estoy jodido. No sé ni en qué round estamos. ¿Es el último? Último o penúltimo, Rubão va a querer liquidarme ahora. Me arrojo encima de él a ver si acierto a darle un cabezazo en la cara — Rubão se desvía, me asegura entre las piernas, me arroja fuera del ring — los mamones deliran — tengo ganas de irme — si fuera valiente me iría, así en calzoncillo — ¡por dónde! — el juez está contando — irme — siempre hay un juez contando — automóvil, departamento, mujeres, dinero, — siempre un juez — pulley de ochenta kilos, rosca de cuarenta, vida dura — Rubão me está esperando, el juez lo detiene con la mano, para que no me ataque en el momento en que vuelva al ring — de veras que estoy jodido — me inclino, entro al ring — al centro, dice el juez — Rubão me agarra, me derriba — rodamos en la lona, queda preso en mi guardia — entre las piernas con la cara en mi palo — quedamos algún tiempo así, descansando — Rubão proyecta el cuerpo hacia enfrente y acierta a darme un cabezazo en la cara — la sangre llena mi boca de un sabor dulce empalagoso — golpeó con las dos manos sus oídos, Rubão encoje un poco el cuerpo — súbitamente rebasa mi pierna izquierda en una montada especial — estoy jodido, si completa la montada estaré jodido y mal pagado, jodido y deshecho, jodido y despedazado, jodido y acabado — se detiene un momento antes de iniciar la montada definitivamente — ¡jodido, jodido! — doy un giro fuerte, rodamos por la lona, paramos, ¡la puta que lo parió!, conmigo-montado-montada-completa encima de él, ¡la puta que lo parió!, mis rodillas en el suelo, su tórax inmóvil entre mis piernas — ¡lo monté!, ¡la puta que lo parió!, ¡lo monté! — alegría, alegría, viento caliente de odio de la chusma que se reía de verme con la cara destrozada — bola de mamones putos escrotos cobardes — golpeo la cara de Rubão en la mera nariz, uno, dos, tres — ahora en la boca — de nuevo en la nariz — palo, garrote, paliza — siento cómo se rompe un hueso — Rubão levanta los brazos intentando impedir los golpes, la sangre brota por toda su cara, de la boca, de la nariz, de los ojos, de los oídos, de la piel — la llave del brazo, ¡la llave del brazo!, grita Pedro Vaselina, metiendo la cabeza por debajo de las cuerdas — es fácil hacer una llave de brazo en una montada, para defenderse, quien está abajo tiene que sacar los brazos por encima, basta con caer a uno de los lados con su brazo entre las piernas, el sujeto se ve obligado a golpear la lona — un silencio de muerte en el estadio — ¡la llave del brazo!, grita el Príncipe — Rubão me ofrece el brazo para acabar con el sufrimiento, para que pueda golpear la lona rindiéndose, rendirse en la llave es digno, rendirse debajo del palo es vergonzoso — los mamones y las putas se callaron, ¡griten! — el rostro de Rubão es una pasta roja, ¡griten! — Rubão cierra los ojos, se cubre el rostro con las manos — el hombre montado no pide el orinal — Rubão debe estar rezando para desmayarse y que todo acabe, ya se dio cuenta que no le voy a aplicar la llave de la misericordia — chusma — me duelen las manos, le pego con los codos — el juez se arrodilla, Rubão se desmayó, el juez me quita de encima de él — en medio del ring el juez me levanta los brazos — las luces están encendidas, de pie, en las gradas, hombres y mujeres aplauden y gritan mi nombre — levanto los brazos bien alto — doy saltos de alegría — los aplausos aumentan — salto — aplausos cada vez más fuertes — miro conmovido las gradas llenas de admiradores y me inclino enviando besos a los cuatro costados del estadio.

Rubem Fonsca: Relato de acontecimiento. Cuento

img_art_12878_4895En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Rio de Janeiro.

Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo.

Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río.

Encima del puente la vaca está muerta.

Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovídia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años.

El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucília, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucília. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucília. Lucília corre.

Aparece Marcílio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca.

Buenos días, don Elías, dice Marcílio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías.

Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están sólo Elías, Marcílio e Ivonildo.

La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca.

Es cierto, dice Marcílio.

Los tres miran a la vaca.

A lo lejos se ve el bulto de Lucília, corriendo.

Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcílio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucília, que se acerca corriendo. A Lucília tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días doña Lucília, dice Marcílio. Lucília responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido.

Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcílio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca.

En el lomo es donde está el filete, dice Lucília. Elías corta la vaca.

Marcílio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcílio. No, responde Elías.

Marcílio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad.

Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías.

Lucília corre.

Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcílio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca.

Lucília llega corriendo. Apenas y puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucília trajo un segundo cuchillo. Lucília corta en la vaca.

Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor.

Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes.

Usted no puede, grita Elías.

João Leitão se arrodilla junto a la vaca.

No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado.

No puede, gritan los hermanos Medrado.

No puede, gritan todos, con excepción del policía.

João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando.

La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas.

Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos.

El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucília. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucília.

Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente sólo queda una poca de sangre.

Rubem Fonseca: Feliz año nuevo. Cuento

img_art_9210_2180Vi en la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo como locos ropas caras para que las madames vistan en el reveillon. Vi también que las casas de artículos finos para comer y beber habían vendido todas las existencias.

Pereba, voy a tener que esperar que amanezca y levantar aguardiente, gallina muerta y farofa de los macumberos.

Pereba entró en el baño y dijo, qué hedor.

Vete a mear a otra parte, estoy sin agua.

Pereba salió y fue a mear a la escalera.

¿Dónde afanaste la TV?, preguntó Pereba.

No afané ni madres. La compré. Tiene el recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que soy tan bruto como para tener algo robado en mi cuchitril?

Estoy muriéndome de hambre, dijo Pereba.

Por la mañana llenaremos la barriga con los desechos de los babalaos*, dije, sólo por joder.

No cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas de Crispín? Dio un pellizco en una macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la pierna negra, se la cortaron en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo, caminando con muletas.

Pereba siempre ha sido supersticioso. Yo no. Hice la secundaria, se leer, escribir y hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me da la gana.

Encendimos unos porros y nos quedamos viendo la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a un bang-bang. Otra mierda.

Las madames están todas con ropa nueva, van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco. Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su vida está en dar el coño por ahí?

Lástima que no nos lo dan a nosotros, dijo Pereba. Hablaba despacio, tranquilo, cansado, enfermo.

Pereba, no tienes dientes, eres bizco, negro y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte una puñeta. Cierra los ojos y dale.

¡Yo quería ser rico, salir de la mierda en que estaba metido! Tanta gente rica y yo jodido.

Zequinha entró en la sala, vio a Pereba masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba?

¡Se arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo Pereba.

¿Por qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo Zequinha.

En el baño hay un hedor insoportable, dijo Pereba.

Estoy sin agua.

¿Las mujeres esas del conjunto ya no están jodiendo?, preguntó Zequinha.

Él estaba cortejando a una rubia excelente, con vestido de baile y llena de joyas.

Ella estaba desnuda, dijo Pereba.

Ya veo que están en la mierda, dijo Zequinha.

Quiere comer los restos de Iemanjá, dijo Pereba.

Era una broma, dije. A fin de cuentas, Zequinha y yo habíamos asaltado un supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta, pero pasamos mucho tiempo en São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo y jodiendo mujeres. Nos respetábamos.

A decir verdad tampoco ando con buena suerte, dijo Zequinha. La cosa está dura. Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que hicieron con el Buen Criollo? Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca, ¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos en Caxias, el tipo era tan miope que no veía de aquí a allí, y también medio tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al Guandú, todo reventado.

Fue peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo frieron como tocino. Los del orden no están dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba no me lo como.

Ya verán pasado mañana.

¿Qué vamos a ver?

Sólo estoy esperando que llegue el Lambreta de São Paulo.

¡Carajo!, ¿estás trabajando con el Lambreta?, dijo Zequinha.

Todas sus herramientas están aquí.

¿Aquí?, dijo Zequinha. Estás loco.

Reí.

¿Qué fierros tienes?, preguntó Zequinha.

Una Thompson lata de guayabada, una carabina doce, de cañón cortado y dos Magnum.

¡Puta madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes jalándosela sentados en ese moco de pavo?

Esperando que amanezca para comer farofa de macumba, dijo Pereba. Tendría éxito en la TV hablando de aquella forma, mataría de risa a la gente.

Fumamos. Vaciamos un pitú.

¿Puedo ver el material?, dijo Zequinha.

Bajamos por la escalera, el ascensor no funcionaba y fuimos al departamento de doña Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta.

¿Ya llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra.

Ya, dije, está allá arriba.

La vieja trajo el paquete, caminando con esfuerzo. Era demasiado peso para ella. Cuidado, hijos míos, dijo.

Subimos por la escalera y volvimos a mi departamento. Abrí el paquete. Armé primero la lata de guayabada y se la pasé a Zequinha para que la sujetase. Me amarro en esta máquina, tarratátátátá, dijo Zequinha.

Es antigua pero no falla, dije.

Zequinha cogió la Magnum. Formidable, dijo. Después aseguró la Doce, colocó la culata en el hombro y dijo: aún doy un tiro con esta hermosura en el pecho de un tira, muy de cerca, ya sabes cómo, para aventar al puto de espaldas a la pared y dejarlo pegado allí.

Pusimos todo sobre la mesa y nos quedamos mirando.

Fumamos un poco más.

¿Cuándo usarán el material?, dijo Zequinha.

El día 2. Vamos a reventar un banco en la Penha. El Lambreta quiere hacer el primer golpe del año.

Es un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado en São Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio. Más de treinta bancos.

Sí, pero dicen que pone el culo, dijo Zequinha.

No sé si lo pone, ni tengo valor para preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras.

¿Ya lo has visto con alguna mujer?, dijo Zequinha.

No, nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué importa?

Los hombres no deben poner el culo. Menos aún un tipo importante como el Lambreta, dijo Zequinha.

Un tipo importante hace lo que quiere, dije.

Es verdad, dijo Zequinha.

Nos quedamos callados, fumando.

Los fierros en la mano y nada, dijo Zequinha.

El material es del Lambreta. ¿Y dónde lo usaríamos a estas horas?

Zequinha chupó aire, fingiendo que tenía cosas entre los dientes. Creó que él también tenía hambre.

Estaba pensando que invadiéramos una casa estupenda que esté dando una fiesta. El mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo que compra todo lo que le llevo. Y los barbones tienen las carteras llenas de billetes. ¿Sabes que tiene un anillo que vale cinco grandes y un collar de quince, en esa covacha que conozco? Paga en el acto.

Se acabó el tabaco. También el aguardiente. Comenzó a llover.

Se fue al carajo tu farofa, dijo Pereba.

¿Qué casa? ¿Tienes alguna a la vista?

No, pero está lleno de casas de ricos por ahí. Robamos un carro y salimos a buscar.

Coloqué la lata de guayabada en una bolsa de compra, junto con la munición. Di una Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la carabina en el cinto, el cañón hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí tres medias de mujer y una tijera. Vamos, dije.

Robamos un Opala. Seguimos hacia San Conrado. Pasamos varías casas que no nos interesaron, o estaban muy cerca de la calle o tenían demasiada gente. Hasta que encontramos el lugar perfecto. Tenía a la entrada un jardín grande y la casa quedaba al fondo, aislada. Oíamos barullo de música de carnaval, pero pocas voces cantando. Nos pusimos las medias en la cara. Corté con la tijera los agujeros de los ojos. Entramos por la puerta principal.

Estaban bebiendo y bailando en un salón cuando nos vieron.

Es un asalto, grité bien alto, para ahogar el sonido del tocadiscos. Si se están quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de tocadiscos!

Pereba y Zequinha fueron a buscar a los empleados y volvieron con tres camareros y dos cocineras. Todo el mundo tumbado, dije.

Conté. Eran veinticinco personas. Todos tumbados en silencio, quietos como si no estuvieran siendo registrados ni viendo nada.

¿Hay alguien más en la casa?, pregunté.

Mi madre. Está arriba, en el cuarto. Es una señora enferma, dijo una mujer emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de la casa.

¿Niños?

Están en Cabo Frío, con los tíos.

Gonçalves, vete arriba con la gordita y trae a su madre.

¿Gonçalves?, dijo Pereba.

Eres tú mismo ¿Ya no sabes cuál es tu nombre, bruto?

Pereba cogió a la mujer y subió la escalera.

Inocencio, amarra a los barbones.

Zequinha ató a los tipos utilizando cintos, cordones de cortinas, cordones de teléfono, todo lo que encontró.

Registramos a los sujetos. Muy poca pasta. Estaban los cabrones llenos de tarjetas de crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran buenos, de oro y platino. Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en oro y brillantes. Pusimos todo en la bolsa.

Pereba bajó la escalera solo.

¿Dónde están las mujeres?, dije.

Se encabritaron y tuve que poner orden.

Subí. La gordita estaba en la cama, las ropas rasgadas, la lengua fuera. Muertecita. ¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida? Pereba estaba necesitado. Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas. La vieja estaba en el pasillo, caída en el suelo. También había estirado la pata. Toda peinada, con aquel pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva, rostro arrugado, esperando el nuevo año, pero estaba ya más para allá que para acá. Creo que murió del susto. Arranqué los collares, broches y anillos. Tenía un anillo que no salía. Con asco, mojé con saliva el dedo de la vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné y le di una dentellada, arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón. El cuarto de la gordita tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un agujero cuadrado, grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo, coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo. Después me limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé.

Vamos a comer, dije, poniendo el almohadón dentro de la bolsa. Los hombres y las mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados, como corderitos. Para asustarlos más dije, al puto que se mueva le reviento los sesos.

Entonces, de repente, uno de ellos dijo, con calma, no se irriten, llévense lo que quieran, no haremos nada.

Me quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda de colores alrededor del pescuezo.

Pueden también comer y beber a placer, dijo.

Hijo de puta. Las bebidas, las comidas, las joyas, el dinero, todo aquello eran migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres moscas en el azucarero.

¿Cuál es su nombre?

Mauricio, dijo.

Señor Mauricio, ¿quiere levantarse, por favor?

Se levantó. Le desaté los brazos.

Muchas gracias, dijo. Se nota que es usted un hombre educado, instruido. Pueden ustedes marcharse, que no daremos parte a la policía. Dijo esto mirando a los otros, que estaban inmóviles, asustados, en el suelo, y haciendo un gesto con las manos abiertas, como quien dice, calma mi gente, ya convencí a esta mierda con mi charla.

Inocencio, ¿ya acabaste de comer? Tráeme una pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa había comida que daba para alimentar al presidio entero. Comí la pierna de peru. Cogí la carabina doce y cargué los dos cañones.

Señor Mauricio, ¿quiere hacer el favor de ponerse cerca de la pared?

Se recostó en la pared.

Recostado no, no, a unos dos metros de distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas gracias.

Tiré justo en medio del pecho, vaciando los dos cañones, con aquel trueno tremendo. El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la pared. Fue resbalando lentamente y quedó sentado en el suelo. En el pecho tenía un orificio que daba para colocar un panetone.

Viste, no se pegó a la pared, qué coño.

Tiene que ser en la madera, en una puerta. La pared no sirve, dijo Zequinha.

Los tipos tirados en el suelo tenían los ojos cerrados, ni se movían. No se oía nada, a no ser los eructos de Pereba.

Tú, levántate, dijo Zequinha. El canalla había elegido a un tipo flaco, de cabello largo.

Por favor, el sujeto dijo, muy bajito.

Ponte de espaldas a la pared, dijo Zequinha.

Cargué los dos cañones de la doce. Tira tú, la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya bien la culata, si no te parte la clavícula.

Verás cómo éste va a pegarse. Zequinha tiró. El tipo voló, los pies saltaron del suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto para atrás. Pegó con estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue poco tiempo, pero el cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo grueso en la madera.

¿No lo dije? Zequinha se frotó el hombro dolorido. Este cañón es jodido.

¿No vas a tirarte a una tía buena de éstas?, preguntó Pereba.

No estoy en las últimas. Me dan asco estas mujeres. Me cago en ellas. Sólo jodo con las mujeres que me gustan.

¿Y tú… Inocencio?

Creo que voy a tirarme a aquella morenita.

La muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha le dio unos sopapos en los cuernos, se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos abiertos, mirando al techo, mientras era ejecutada en el sofá.

Vámonos, dije. Llenamos toallas y almohadones con comida y objetos.

Muchas gracias a todos por su cooperación, dije. Nadie respondió.

Salimos. Entramos en el Opala y volvimos a casa.

Dije al Pereba, dejas el rodante en una calle desierta de Botafogo, coges un taxi y vuelves. Zequinha y yo bajamos.

Este edificio está realmente jodido, dijo Zequinha, mientras subíamos con el material, por la escalera inmunda y destrozada.

Jodido pero es Zona Sur, cerca de la playa. ¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis?

Llegamos arriba cansados. Coloqué las herramientas en el paquete, las joyas y el dinero en la bolsa y lo llevé al departamento de la vieja negra.

Doña Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto quema.

Pueden dejarlo, hijos míos. Los del orden no vienen aquí.

Subimos. Coloqué las botellas y la comida sobre una toalla en el suelo. Zequinha quiso beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba.

Cuando el Pereba llegó, llené los vasos y dije, que el próximo año sea mejor. Feliz año nuevo.

Rubem Fonseca: El juego del muerto. Cuento

fonsecaSe reunían en el Bar de Anísio todas las noches. Marinho, dueño de la farmacia más importante de la ciudad, Fernando y Gonçalves, socios de un almacén, y Anísio. Ninguno de ellos había nacido en Baixada, ni siquiera en la ciudad. Anísio y Fernando eran de Minas, y Marinho de Ceará. Gonçalves había venido de Portugal. Eran pequeños comerciantes, prósperos y ambiciosos. Poseían modestas casitas de veraneo en la misma parcela de la región de los lagos, eran del Lion’s, iban a la iglesia, llevaban una vida morigerada. Tenían en común, además, un interés enorme por las apuestas. Apostaban entre ellos a las cartas, a los partidos de futbol, a las carreras de caballos y de automóviles, a los concursos de mises. Todo lo que fuera aleatorio les servía. Jugaban fuerte, pero ninguno solía perder mucho, pues una racha de pérdidas iba seguida casi siempre por otra de ganancias. Aunque en los últimos meses Anísio, el dueño del bar, venía perdiendo constantemente.

Jugaban a las cartas y bebían cerveza aquella noche en que inventaron el juego del muerto.

Fue Anísio quien lo inventó.

Apuesto a que el escuadrón mata más de veinte este mes, dijo.

Fernando observó que más de veinte era muy vago.

Apuesto a que el escuadrón mata veintiuno este mes, dijo Anísio.

¿Sólo aquí, en la ciudad, o en toda la región?, preguntó Gonçalves. A pesar de llevar muchos años en Brasil, tenía aún un acento muy fuerte.

Apuesto mil a que el escuadrón mata veintiuno este mes, aquí, en Meriti, insistió Anísio.

Apuesto a que mata sesenta y nueve, dijo Gonçalves riendo.

Son demasiados, dijo Marinho.

Es una broma dijo Gonçalves.

Ni broma ni nada, dijo Anísio tirando con fuerza la carta en la mesa, lo dicho, dicho. Estoy harto de que anden siempre con eso de “era una broma.” Se acabó. Se apuesta y a callar. A ver quién se echa atrás.

Era verdad.

¿Conocen la historia del portugués del sesenta y nueve?, preguntó Anísio. Le explicaron al portugués qué era el sesenta y nueve. Quedó horrorizado y dijo, Dios mío, qué cosa más asquerosa, yo no hacía eso ni con mi madre.

Todos se echaron a reír. Menos Gonçalves.

¿Sabes que no está mal la apuesta?, dijo Fernando. Mil a que el escuadrón mata una docena. ¡Eh, Anísio! ¿Qué tal un poquito de queso para acompañar las cervezas? ¿Y unas rajitas de embutido?

Anota ahí, dijo Anísio a Marinho, que iba registrando las apuestas en una libreta de tapa verde: mil más a que de los veintiún míos, diez son mulatos, ocho negros y dos blancos.

¿Quién va decidir quién es blanco, negro o mulato? Aquí todos son mezclados. ¿Y cómo se va a saber si fue exactamente el escuadrón?, preguntó Gonçalves.

Lo que salga en O Día es lo que vale. Si dice que es negro, es negro, y si dice que fue el escuadrón, fue el escuadrón. ¿De acuerdo?, preguntó Marinho.

Otros mil a que el más joven tiene dieciocho años, y el más viejo, veintiséis, dijo Anísio.

Entró en aquel momento el Falso Perpetuo y los cuatro se callaron. El Falso Perpetuo tenía el pelo liso, negro, cara huesuda, la mirada impasible y nunca se reía, igual que el Perpetuo Verdadero, un policía famoso asesinado años atrás. Ninguno de los jugadores sabía qué hacía el Falso Perpetuo, tal vez fuera empleado de banca, o funcionario público, pero su presencia, cuando de vez en cuando aparecía por el bar de Anísio, atemorizaba siempre a los cuatro amigos. Nadie sabía su nombre. Lo de Falso Perpetuo era un mote que le había puesto Anísio, que había conocido al Verdadero.

Llevaba dos Colt 45, uno a cada lado del cinturón, y se le notaba el bulto de las cartucheras. Tenía la costumbre de quedarse acariciando levemente los faldones de la chaqueta, una señal de alerta, de que estaba siempre a punto de sacar el arma y de que tiraba con las dos manos. Para matarlo, tendría que ser por la espalda.

El Falso Perpetuo se sentó y pidió una cerveza sin mirar a los jugadores, pero moviendo un poco la cabeza, el cuello tieso, tal vez prestando atención a lo que el grupo decía.

Creo que es sólo una manía nuestra, murmuró Fernando, que sea lo que quiera, para qué preocuparnos, quien nada debe, nada teme.

No sé, no sé, dijo Anísio pensativo. Siguieron jugando a las cartas en silencio, esperando que se fuera el Falso Perpetuo.

A fin de mes, de acuerdo con O Día, el escuadrón había ejecutado a veintiséis personas, dieciséis mulatos, nueve negros y un blanco; el más joven tenía quince años, y el más viejo, treinta y ocho.

Vamos a celebrar la victoria, dijo Gonçalves a Marinho, que junto con él había ganado la mayor parte de las apuestas. Bebieron cerveza, comieron queso, jamón y pastelillos.

Tres meses de mala racha, dijo Anísio pensativo. Había perdido también al póker, a las carreras y al fútbol. El tenderete que había comprado en Caxias daba pérdidas, su cuenta iba de mal en peor y la mujer con quien se había casado seis meses atrás gastaba demasiado.

Y ahora vamos a entrar en agosto, dijo, el mes en que Getúlio se pegó el tiro en el corazón. Yo era un chiquillo entonces, trabajaba en un bar de la calle del Catete y lo vi todo, las lágrimas, los gritos, la gente desfilando ante el ataúd, el cuerpo, cuando lo llevaban al Santos Dumont, los soldados disparando las metralletas contra la gente. Si tuve mala racha en julio, ya verás en agosto.

Pues no apuestes este mes, dijo Gonçalves, que acababa de prestarle doscientos mil cruceiros.

No, este mes tengo que recuperar parte de lo que llevo perdido, dijo Anísio con aire sombrío.

Los cuatro amigos ampliaron para aquel mes de agosto las reglas del juego. Aparte de la cantidad, la edad y el color de los muertos, añadieron el estado civil y la profesión. El juego se iba haciendo más complejo.

Creo que hemos inventado un juego que va a resultar más popular que la lotería, dijo Marinho. Ya medio borrachos, se rieron tanto, que Fernando hasta se orinó en los pantalones.

Se acercaba el fin de mes y Anísio, cada vez más irritado, discutía frecuentemente con los compañeros. Pero aquel día estaba más nervioso y exasperado que nunca y sus amigos esperaban, incómodos, la hora de que acabase la partida de cartas.

¿Quién me acepta una apuesta?, dijo Anísio.

¿Qué apuesta?, preguntó Marinho, que era el que más veces había ganado.

Apuesto a que el escuadrón mata este mes a una chiquilla y a un comerciante. Doscientos mil.

Qué locura, dijo Gonçalves, pensando en su dinero y en el hecho de que el escuadrón jamás mataba chiquillas ni comerciantes.

Doscientos mil, repitió Anísio con voz amargada, y tú, Gonçalves, a ver si dejas de llamar locos a los demás, el loco eres tú, que dejaste tu tierra para venir a este país de mierda.

Creo que no tienes ninguna posibilidad de ganar, dijo Marinho. Además, ya está acabando el mes.

Casi eran las once; remataron la partida y se despidieron apresuradamente.

Los camareros se fueron en seguida y Anísio se quedó solo en el bar. Los demás días se iba rápido a casa, junto a su joven esposa, pero aquella vez se quedó sentado bebiendo cerveza hasta poco después de la una de la madrugada, cuando llamaron a la puerta de atrás.

Entró el Falso Perpetuo y se sentó a la mesa de Anísio.

¿Una cerveza?, dijo Anísio vacilando entre tratar al Falso Perpetuo de tú o de usted, dudoso sobre qué grado de respeto debía tributarle.

No. ¿De qué se trata? El Falso Perpetuo hablaba bajo, con una voz sin relieve, apática, indiferente.

Anísio le explicó las apuestas en el juego del muerto que él y sus compañeros cruzaban todos los meses. El visitante oía en silencio, rígido, las manos apoyadas en los brazos del asiento. Por un momento le pareció a Anísio que el Falso Perpetuo se frotaba las manos en los faldones de la chaqueta, como el Verdadero, pero no, había sido un error.

Anísio empezó a sentirse incómodo ante la suavidad del hombre. Tal vez sólo fuera un funcionario, un burócrata. Dios santo, pensó Anísio, doscientos mil, tirados así como así. Iba a tener que vender el tenderete de Caxias. Inesperadamente pensó en su joven esposa, en su cuerpo tibio y rotundo.

El escuadrón tiene que matar a una chiquilla y a un comerciante este mes, a ver si puedo salir de apuros, dijo Anísio.

¿Y qué tengo yo que ver con eso? Suave.

Anísio se llenó de valor. Había bebido mucha cerveza, estaba al borde de la ruina y se encontraba mal, como si apenas pudiera respirar.

Para mí que usted es del Escuadrón de la Muerte.

El Falso Perpetuo se mantuvo impasible.

¿Cuál es la propuesta?

Diez mil, si mata a una chiquilla y a un comerciante. Usted o sus compadres, a mí me da igual.

Anísio suspiró, inquieto. Ahora que veía su plan a punto de realizarse, se iba apoderando de su cuerpo una sensación de debilidad.

¿Tiene aquí el dinero? Puedo hacer la cosa hoy mismo.

Lo tengo en casa.

¿Por dónde empiezo?

Los dos de una vez.

¿Pero no tiene alguna preferencia?

Gonçalves, el dueño de la tienda y su hija.

¿Ese gallego amigo suyo?

No es mi amigo. Otro suspiro.

¿Qué edad tiene su hija?

Doce años. La imagen de la pequeña tomándose un refresco en el bar surgía y desaparecía en su cabeza con una punzada dolorosa.

Está bien, dijo el Falso Perpetuo, muéstreme la casa del gallego. Anísio notó entonces que sobre el cinturón de los pantalones llevaba otro, ancho.

Entraron en el coche del Falso Perpetuo y se dirigieron a casa de Gonçalves. A aquella hora estaba desierta la ciudad. Se detuvieron a cincuenta pasos de la casa. De la guantera, el Falso Perpetuo sacó dos hojas de papel donde dibujó, de forma tosca, dos calaveras con las iniciales E. M.

Será cosa de un momento, dijo el Falso Perpetuo saliendo del automóvil.

Anísio se tapó los oídos con las manos, cerró los ojos y se inclinó hasta que su rostro rozó el forro de plástico del asiento, del que salía un olor desagradable que le recordaba su infancia. Le zumbaban los oídos. Pasó un tiempo, hasta que oyó tres tiros.

El Falso Perpetuo volvió y entró en el coche.

A ver, venga el dinero, ya me he cargado a la pareja. De propina maté también a la vieja.

Se pararon ante la casa de Anísio. Éste entró. Su mujer estaba acostada, de espaldas a la puerta del cuarto. Solía acostarse de lado y su cuerpo visto de espaldas era aún más hermoso. Anísio cogió el dinero y salió.

¿Sabe que ni siquiera sé su nombre?, dijo Anísio en el coche, mientras el Falso Perpetuo contaba el dinero.

Es mejor así.

Le he puesto un mote.

¿Cuál?

Falso Perpetuo. Anísio intentó reír, pero su corazón estaba pesado y triste.

¿Habría sido una ilusión? El otro le había mirado como alterado de súbito, y mientras tanto se acariciaba delicadamente los faldones de la chaqueta. Los dos quedaron mirándose en la penumbra del automóvil. Al darse cuenta de lo que iba a ocurrir, Anísio sintió como una especie de alivio.

El Falso Perpetuo se sacó del cinturón una enorme pistola negra, apuntó al pecho de Anísio y disparó. Anísio oyó el estruendo y luego un silencio muy largo. Perdón, intentó decir, sintiendo la boca llena de sangre e intentado recordar una oración mientras el rostro huesudo de Cristo a su lado, iluminado por la luz de la calle, se oscurecía rápidamente.

Rubem Fonseca: Mandrake. Cuento

a-historia-de-rubem-fonseca98-Yo jugaba con las blancas y avanzaba el alfil en fianqueto. Berta preparaba un fuerte centro de peones.

Aquí es el despacho del doctor Paulo Mendes, dijo mi voz en la grabadora del teléfono dando a quien llamaba treinta segundos para dejar su mensaje. El individuo aquel decía llamarse Cavalcante Méier, como si hubiera un guión entre los dos apellidos, y que estaban intentando complicarlo en un crimen, pero —tlec— los treinta segundos se acabaron antes de que pudiera terminar de decir lo que quería.

Siempre llama la gente cuando uno está en lo más duro de la partida, dijo Berta. Bebíamos un vino de Faísca.

El tipo volvió a marcar pidiendo que le llamara yo a su casa. Un teléfono de la zona sur. Contestó una voz vieja, reverencial, como si estuviera acostumbrada a aquel tono. Era el mayordomo. Fue a llamar al señor.

Hay un mayordomo en la historia. Ya sé quién es el asesino. Pero a Berta no le hizo gracia. Aparte de su afición al ajedrez, todo lo tomaba en serio.

Reconocí la voz de la cinta: lo que tengo que decirle es algo muy personal. ¿Puedo pasar por su despacho?

Estoy en casa, dije, y le di la dirección.

Has fallado, Bebé (Berta Bronstein), dije, al tiempo que marcaba.

¿El doctor Madeiros? ¿Cómo va eso?

Medeiros dijo que la situación no era tan grave, pero tampoco tranquila. Medeiros sólo pensaba en política, había tenido algo que ver en los inicios de la Revolución y, a pesar de que su despacho de abogado era el mejor de la ciudad, no lograba liberarse de la nostalgia del poder. Le pregunté si conocía a un tal Cavalcante Méier.

Todo el mundo lo conoce.

Pues yo no. Hasta pensé que podría tratarse de un nombre falso.

Medeiros dijo que el tipo aquel era un rico hacendado de Sao Paulo, con tierras también en el Norte, exportador de café, azúcar y soya, senador suplente por Alagoas, hombre rico.

¿Y qué más? ¿Anduvo metido en líos financieros, tiene algún desarreglo de tipo sexual, aparte de ser latifundista?

Para ti en el mundo sólo hay canallas, ¿verdad? El senador es un hombre público de inmaculada honorabilidad, un líder empresarial, un ciudadano ejemplar, intachable.

Le recordé que el banquero J. J. Santos también era intachable y tuve que librarlo de las garras de un travestí maníaco en un motel de la Barra.

Pues tú le sacaste un Mercedes, ¿es así como se lo agradeces?

Yo no había ganado el coche, se había tratado de una extorsión, tal como hacen los banqueros, fue mi minuta, incluidas las tasas de administración.

Medeiros, con voz meliflua: ¿y qué problema tiene Cavalcante Méier?

Le dije que no lo sabía.

Vamos a acabar la partida, dijo Berta.

No puedo recibir a este tipo así, desnudo, ¿o sí?, dije.

Me estaba vistiendo cuando sonó el timbre. Tres veces en diez segundos. Un tipo impaciente, acostumbrado a que le abrieran las puertas con rapidez.

Cavalcante Méier era un hombre elegante, delgado, de unos cincuenta años. La nariz, un poco torcida. Los ojos, profundos, castaño-verdosos, intensos.

Soy Rodolfo Cavalcante Méier. No sé si usted me conoce.

Naturalmente. Tengo su ficha.

¿Mi ficha?

Sí. Vi que miraba el vaso en mi mano. ¿Le apetece un vaso de Faísca?

No, gracias, dijo evasivo. El vino me da dolor de cabeza. ¿Puedo sentarme?

Hacendado, exportador, senador suplente por Alagoas, con servicios prestados a la Revolución, dije.

Servicios irrelevantes, cortó secamente.

Miembro del Rotary Club, añadí como quien no quiere la cosa.

Sólo Country Club.

Un líder, un hombre de bien, un patriota.

Me miró, y dijo con firmeza, no bromee.

No es broma. También yo soy patriota. Aunque de manera diferente. Por ejemplo: no quiero declarar la guerra a la Argentina.

También yo tengo su ficha, dijo imitándome. Cínico, sin escrúpulos, competente. Especialista en casos de extorsión y fraude.

Hablaba como si fuera una grabación, recordándome una de esas cajas de carcajadas a las que se da cuerda y sale un sonido que no es humano ni animal. Cavalcante Méier se había dado cuerda a sí mismo, la cuerda que hacia que su voz de hacendado sonara como la de un aparcero.

Competente, sí. Falto de escrúpulos y cínico, no. Sólo soy un hombre que ha perdido la inocencia, dije.

Más cuerda en la caja. ¿Ha leído usted los periódicos?

Le respondí que nunca leía los periódicos, y me explicó que habían encontrado una muchacha muerta en la Barra, en su coche. La noticia aparecía en todos los periódicos.

Esa muchacha, era, ummm, mi ummm, tenía cierta relación conmigo. ¿Comprende?

¿Era su amante?

Cavalcante Méier tragó en seco.

Ya habíamos terminado. Yo pensaba que era conveniente que Marly encontrara un joven como ella, que se casara, que tuviera hijos.

Nos quedamos callados. Sonó el teléfono, aló, Mandrake. Corté.

Bien, y ¿qué más?

Nuestras relaciones eran muy discretas, podría decir incluso secretas. Nadie sabía nada de nada. Ella apareció muerta el viernes. El sábado recibí una llamada telefónica. Un hombre me amenazaba diciendo que yo la había matado y que tenía pruebas de que éramos amantes. Cartas. No sé qué cartas pueden ser ésas.

Cavalcante Méier dijo que no había ido a la policía, porque tenía muchos adversarios políticos que podrían aprovecharse del escándalo. Además, dijo, no sabía cómo aclarar el crimen. Y que su hija única iba a casarse aquel mismo mes.

Mi denuncia a la policía sería un gesto ética y socialmente inútil. Me gustaría que usted buscara a quien me llamó, que se enterara de qué es lo que quiere, que defendiera mis intereses de la mejor manera posible. Estoy dispuesto a pagar para evitar el escándalo.

¿Cómo se llama el tipo ese?

Márcio, fue el nombre que me dio. Quiere que vaya a verlo a un lugar llamado Gordon’s, en Ipanema, esta noche, a las diez. Él esperará en una moto, con cazadora negra, y en la espalda lleva escrito “Jesús”.

Acordamos que yo iría a entrevistarme con Márcio para negociar el precio del silencio. Podría costar mucho o no costar nada.

Le pregunté quién le había indicado mi nombre.

El doctor Medeiros, dijo levantándose. Salió sin tenderme la mano, sólo un movimiento de cabeza.

Fui a buscar la caja de las carcajadas. Revolví en el armario de la ropa, en el estante, en muchos cajones, hasta que la encontré en la cocina. A Balbina le encanta oír las carcajadas.

Me llevé la caja al cuarto. Me tumbé y enchufé el aparato. Una carcajada convulsa e inquietante, estrangulada en la garganta, como congestionada, una carcajada de alguien a quien le hubieran metido un embudo por el culo y las carcajadas atravesaran el cuerpo y salieran mortíferas por la boca, congestionando los pulmones y el cerebro. Aquello exigía unos tragos más de Faísca. Cuando era niño, un hombre, ante mí, en el cine, fue víctima de un ataque de risa tan fuerte, que murió. De vez en cuando me acuerdo de aquel hombre.

¿Pero por qué escuchas ese ruido horrible? Pareces loco, dijo Berta. Anda, ven, vamos a continuar la partida.

Ahora no. Voy a leer los periódicos, dije.

Mierda, dijo Berta, tirando el tablero y las piezas al suelo. Era una mujer impulsiva.

En la mesita de noche estaban todos los periódicos. Joven secretaria muerta en su propio coche en la Barra. Un disparo en la cabeza. La víctima llevaba joyas y documentos. Se descarta la intención de robo. La muerta iba hacia su casa, siempre regresaba temprano. Salía muy poco por la noche. No tenía novio. Los vecinos decían que era amable y tímida. Los padres decían que en cuanto llegaba del trabajo se encerraba en su cuarto, a leer. Leía mucho, dijo la madre, le gustaba la poesía y las novelas, era buena y obediente, sin ella nuestra vida quedará vacía, sin sentido. Había en los periódicos varias fotos de Marly, alta y delgada, de cabello abundante. Su mirada parecía triste. ¿O sería sólo una impresión mía? Soy un romántico incurable.

Al fin decidí seguir jugando con Berta. Abrí con las negras, peón de rey. Berta repitió mi jugada. Luego moví los caballos. Berta me siguió creando posiciones simétricas que llevarían a la victoria al más paciente, al que cometiera menos errores, o sea, a Berta. Yo soy muy nervioso, juego al ajedrez para irritarme, para explotar in camera; allá fuera es peligroso, tengo que mantener la calma.

Intenté recordar la partida de Capablanca con Tarrash, San Petersburgo, 1914, con una apertura de los cuatro caballos y una terrible celada. Pero ¿cuál era? No conseguí recordarla. Tenía en la cabeza al hombre del Gordon’s.

No vale la pena que te quedes mirándome con esa cara de victoria, le dije, tengo que irme ahora.

¿Ahora? ¿En medio de la partida? ¿Otra vez? Lo que pasa es que eres un cobarde, sabes que vas a perder y huyes.

Es verdad. Pero, aparte de eso, tengo que ir a ver a un cliente.

Berta, con los brazos alzados, empezó a ahuecarse el pelo. El sobaco de una mujer es una obra maestra, especialmente si la mujer es delgada y musculosa como Berta. Su axila huele, además, muy bien, cuando no lleva desodorante, claro. Un olor agridulce y que me excita a fondo. Ella lo sabe muy bien.

Voy a ver a un motociclista en Gordon’s.

¡Ah! ¿Uno con una moto?

Hay una película de Hitchcock a las once en la TV.

No me gusta la tele, detesto las películas dobladas, dijo Berta de mal humor.

Entonces quédate estudiando la apertura de Nimzovitch. Permite muy buenas celadas posicionales. Vuelvo en seguida.

Berta dijo que no me esperaría, que yo no tenía ninguna consideración con ella, ni respeto.

Cuando me detuve en la puerta de Gordon’s, aún dentro del coche, vi al de la moto. Era un muchacho bajo, fuerte, de pelo castaño oscuro. Estaba discutiendo, de manera insolente, con una chica. Ella tenía el pelo tan negro, que parecía teñido, la cara muy pálida, distinta de las mocitas bronceadas que frecuentaban el Gordon’s. Tal vez su palidez hiciera que el cabello pareciese más negro, y éste, a su vez, diera un tono más pálido al rostro, y a su vez —mientras me divertía con esta proposición, recordando al cuáquero de la lata de avena que tomaba cuando era niño —un cuáquero con una lata de avena en la mano donde había otro cuáquero con otra lata de avena en la mano, etc., ad infinitum—, la chica se sentó en la grupa de la moto y partieron velozmente por la calle del Visconde de Pirajá. No podía seguirlos, mi automóvil había quedado bloqueado. Salté, fui hasta el mostrador del Gordon’s, pedí una coca y un bocadillo. Comí lentamente. Esperé una hora. No volvieron.

Berta estaba en la cama, durmiendo, la televisión encendida.

Llamé a Cavalcante Méier.

El apóstol ése no apareció por allá, le dije. De nada servía contarle con detalle lo ocurrido.

¿Y qué va a hacer usted ahora? Hablaba en voz baja, con la boca pegada al aparato. Mis clientes hablan siempre así. Me ponen furioso.

Nada. Me voy a la cama. Mañana hablaremos. Colgué.

Besé suavemente a Berta en los labios. Se despertó.

Di que me quieres, dijo Berta.

Me levanté de la cama con ganas de beber un vaso de Faísca. A Berta no le gustaba que bebiera tan temprano, pero el vino portugués no hace daño a ninguna hora del día ni de la noche. Puse en marcha la grabadora. Había un recado de Cavalcante Méier.

Marqué el número.

¿Ha leído los periódicos?, preguntó Cavalcante Méier.

Acabo de despertarme, mentí. ¿Qué hora es?

Las doce ya. ¿Ha leído los periódicos? No, es claro que aún no los ha leído. La policía dice que hay un sospechoso.

Siempre hay un sospechoso, que suele ser inocente.

De acuerdo con su lógica, siendo inocente puedo ser el sospechoso. Otra cosa: me ha llamado ese Márcio. Dice que vendrá a mi casa esta tarde.

Estaré ahí. Puede usted presentarme como su secretario particular.

¿Cuánto tiempo llevas encharcándote de vino?, preguntó Berta entrando en el despacho.

Le expliqué que Churchill tomaba champán al levantarse, fumaba puros y ganaba guerras.

Leí los periódicos mientras me fumaba un cigarro negro de Suerdieck. Dedicaban mucho espacio a la muerte de Marly, pero no había novedades. Nadie hablaba de un sospechoso.

Llamé a Raúl.

Oye, lo de esa chica de la Barra. Cuéntame algo.

¿Qué chica? ¿La que estrangularon, la que aplastó un auto, la que murió de un tiro en la cabeza, o la que…?

La del tiro en la cabeza.

Marly Moreira, secretaria del Cordovil & Méier. Es gente mía la que lleva el caso.

Dicen que hay un sospechoso. ¿Sabes algo?

Ya me enteraré.

Cavalcante Méier vivía en Gávea Pequena. Paré el coche ante el portal y llamé al timbre. Salió de su garita un guardia particular. Llevaba pistola al cinto, pero tenía cara de no saber usarla. Abrió el portón.

¿Es usted el doctor Paulo Mendes?, preguntó.

Sí.

Puede entrar.

Tendría usted que pedirme que me identificara.

Puso cara de desconcierto y me pidió que me identificara. Esos falsos profesionales de hoy andan metidos en todas partes.

Subí por una alameda a través de un césped bien cuidado. Césped inglés, desde luego. El mayordomo abrió la puerta. Era el mismo viejo que yo había previsto, con rencor en el rostro y la joroba del lameculos. Con voz reverente me preguntó el nombre y me rogó que esperara.

Me quedé paseando de un lado al otro del hall de mármol. Una amplia escalinata llevaba al piso superior. Por ella bajó una joven acompañada de un perro dálmata. Tenía el pelo rubio, vestía unos jeans y una blusita ajustada. Yo no podía apartar los ojos de ella. Al llegar junto a mí, preguntó con voz impersonal:

¿Espera a alguien? Ojos azules.

Al doctor Cavalcante Méier.

¿Ya sabe papá que está usted aquí? Su mirada me atravesaba como si fuera yo de vidrio.

El mayordomo ha ido a anunciarme.

Sin otra palabra me dio la espalda, abrió la puerta y se fue, acompañada por el perro.

Un día, cuando era adolescente, iba andando por la calle cuando vi una mujer bonita y me enamoré de manera súbita y avasalladora. Ella pasó ante mí y continuamos caminando en dirección opuesta, yo volviendo la cara, viéndola distanciarse ágil y noble, avec sa jambe de statue, hasta que desapareció entre la multitud. Entonces, con un impulso desconsolado, me volví y me di de narices contra el poste.

Me quedé mirando la puerta por donde había salido la muchacha y pasándome la mano por la cicatriz que el tiempo no había borrado.

Por favor, ¿quiere acompañarme?, dijo el mayordomo.

Atravesamos una sala enorme en cuyo centro había una gran mesa redonda, rodeada por sillas de terciopelo. Luego otra, con sillones y grandes cuadros en las paredes.

Cavalcante Méier me esperaba en su despacho abarrotado de libros.

¿Quién es esa chica del perro? Es una rubia preciosa.

Es mi hija Eva. Se casa el veintitrés, ya se lo dije.

Cavalcante Méier iba, como la primera vez, vestido con un traje elegante. El pelo, bien peinado, con raya al lado, ni un cabello fuera de lugar. Parecía Rodolfo Valentino en La Dama de las Camelias, con Alia Nazimova.

Le pregunté si había visto la película. No, no había nacido siquiera cuando la exhibieron. Yo tampoco, pero frecuentaba las cinematecas.

¿Tiene algo que ver con usted la casa Cordovil & Méier?

Es mi empresa de exportación.

Así pues, la muchacha muerta era empleada suya… Era secretaria de mi gerente de marketing internacional.

Pasó una sombra por el rostro de Cavalcante Méier. Son pocos los actores que saben hacer pasar una sombra por su rostro. Everett Sloane lo sabía hacer, Bogart, no. Hacer muecas es otra cosa.

Sonó el teléfono. Cavalcante Méier contestó.

Déjelo pasar, dijo.

Oí el ruido de la motocicleta. El sonido se apagó por algún tiempo y volvió a oírse de nuevo. Cavalcante Méier pareció no prestar interés al ruido. Estaba dándole instrucciones al mayordomo, para que trajera inmediatamente a su presencia a aquel recién llegado.

Márcio, el de la moto, entró en la sala, en el rostro la misma arrogancia que ostentaba en el Gordon’s. Mirándole mejor, parecía una máscara mal colocada.

Usted dijo que íbamos a estar solos. ¿Quién es este tipo?

Es mi secretario.

Tenemos que hablar a solas, échelo de aquí.

Se queda, dijo Cavalcante Méier controlando su ira.

Entonces, quien se va soy yo, dijo Márcio.

Esperen, calma, no vamos a empezar con problemas, puedo esperar ahí fuera, dije.

Salí al salón. Desde la ventana vi a Eva sentada en el césped, el dálmata a su lado. El sol, filtrado entre las ramas de los árboles, doraba aún más su pelo.

Se abrió la puerta del despacho y Márcio pasó rápidamente ante mí, sin mirarme siquiera. Oí el ruido de la moto. La muchacha, en ese momento, se levantó rápidamente.

Todo resuelto, dijo Cavalcante Méier desde la puerta del despacho.

¿Cómo dice?, pregunté sin alejarme de la ventana. Eva corrió por el césped seguida por el perro y desapareció de mi campo visual.

He llegado a un acuerdo con ese muchacho. Ya no preciso de sus servicios. ¿Cuánto le debo?

¿Quién ha dicho que el lenguaje existe precisamente para ocultar el pensamiento?, pregunté apartándome de la ventana.

No lo sé, ni me interesa. ¿Cuánto le debo?

Nada.

Le volví la espalda. El mayordomo estaba en el hall. Parecía haber andado tras las puertas escuchando todas las conversaciones.

Subí al coche. Ni señal de Eva. El guarda abrió la puerta y le pregunté si el motociclista se había detenido en medio del camino antes de entrar en la casa.

Se paró junto al lago para hablar con la señorita Eva.

El guarda miraba algo por encima del capot del coche. Miré también y vi a una muchacha pálida, de cabello oscuro, parada a unos veinte metros. Era la muchacha a quien había visto a la grupa de la moto, en el Gordon’s. Al notar que yo la miraba, se alejó caminando lentamente.

¿Quién es esa chica?, pregunté.

Es sobrina del doctor, dijo el guarda. Se llamaba Lili y vivía cerca de la casa del tío.

Sonó el teléfono de la garita y el guarda fue a atenderlo. Al volver, abrió el portalón. Acerqué el coche.

¿Ha estado por aquí otras veces el tipo ese de la moto?

No sé nada, dijo el guarda volviendo la cara. Debía haber recibido instrucciones de evitar charlas conmigo.

Llegué a casa, abrí la nevera, saqué una botella de Faísca. En la mesa, una nota: podías haber utilizado la salida de Würtzberg. Te bastaba con sacrificar la dama, pero eso es algo que eres incapaz de hacer. Te quiero. Berta.

Llamé a mi socio, Wexler.

Hoy no voy al despacho.

Ya lo sé, dijo Wexler. Te vas a pasar el día jugando al ajedrez con una mujer y atizándole al vino. Y yo aquí, dando el callo, mientras tú te acuestas con mujeres.

Ando metido en un caso que me mandó el doctor Medeiros. Se lo conté todo.

Eso no va a servir para nada, dijo Wexler.

Llamé a Raúl. Había concertado una cena en el Albamar con el inspector que llevaba el caso de Marly.

¿Es de la ciudad?, grité.

Los de homicidios trabajan aquí, en la ciudad. Se llama Guedes.

Guedes era un hombre joven, precozmente calvo, flaco, con ojos de un castaño tan claro, que parecían amarillos. Pidió una coca-cola. Raúl tomaba güisqui. No había Faísca y pedí un Casa de Calçada. Prefiero los vinos maduros, pero a veces uno joven, bien fresco, no cae mal.

Marly llevaba un Rólex de oro en la muñeca, una alianza de brillantes y seis mil cruceiros en el bolso, dijo Guedes.

Eso facilita las cosas, dijo Raúl.

Las facilita, pero estamos en plena oscuridad.

Los periódicos dicen que tienen un sospechoso.

Eso es para despistar.

¿Ha aparecido ya en este lío el nombre del jefe de la chica en Cordovil & Méier, el gerente de marketing?, pregunté.

Artur Rocha. Los amarillos ojo suspicaces de Guedes examinaron mi rostro.

Leí su nombre en el periódico, dije.

El nombre no ha salido en el periódico. Los ojos de Guedes ardían sobre mí. Vi que no iba a sonsacarle nada, parecía un tira decente.

He hecho un pequeño trabajo para el presidente de la empresa, el senador Cavalcante Méier.

Yo personalmente le he tomado declaración a Artur Rocha. Afirmó que no sabía nada de la secretaria, dijo Guedes.

¿Y crees que dijo la verdad?

Ya hemos investigado su vida, de arriba abajo. La chica fue asesinada el viernes, entre ocho y nueve de la noche. A las once, Rocha estaba en Petrópolis, en casa de unos amigos. No le interesan las mujeres, parece que lo que realmente le gusta es ostentar su riqueza. Se hizo un picadero en su casa, en Petrópolis, y dicen que ni siquiera sabe montar. ¿Entiende la cosa? La gente de por allá tiene en su casa piscina y campo de tenis; pues él tiene todo eso y, además, un picadero. Y caballos, para prestárselos a los amigos.

Pues si un gerente gana para eso, imagínate el presidente, dijo Raúl.

No debe ser un asalariado, debe ser socio. Asalariados somos nosotros, quiero decir Raúl y yo, usted no.

¡Eh! No me trates de usted, llámame Mandrake, dije.

Dicen que usted es un abogado rico.

Ojalá lo fuera.

Mandrake es un genio, dijo Raúl, que se había bebido ya la mitad de la botella de güisqui. Y un tremendo hijo de puta. Se tiró a mi mujer. Hem, ¿Mandrake, te acuerdas?

Aún estoy sufriendo por aquello, dije.

Te he perdonado, dijo Raúl. Y a aquella hija de puta también.

Su mujer se lo daba a todo el mundo. Y, además, no estaban casados. En fin…

El crimen se configura en principio como un crimen pasional, dijo Guedes, poco interesado en mi charla con Raúl. Artur Rocha no tiene capacidad para enamorarse ni para matar, quiero decir en un crimen pasional. Ni por dinero o por cualquier otra cosa. Pero tengo la impresión de que está mintiendo. ¿Qué le parece?

Cuando investigo un asesinato, hasta mi madre es sospechosa, dijo Raúl.

Guedes continuaba mirándome, esperando una respuesta.

La gente mata cuando siente miedo, tergiversé. Cuando odia, cuando envidia.

Cita del Almanaque Capivarol, dijo Raúl.

Sé que miente, dijo Guedes.

Yo solo, en el coche, más tarde, dije al espejo retrovisor que todo el mundo está mintiendo.

Al día siguiente los periódicos ya no destacaban la muerte de Marly. Todo cansa, cariño, como decía el poeta inglés. Los muertos hay que renovarlos, la prensa es de una necrofilia incansable. Llamó mi atención una noticia en los Ecos de Sociedad: se aplazaba la boda de Eva Cavalcante Méier con Luis Alfredo Vieira Souto. Algunos columnistas lamentaban que se hubiera roto el compromiso. Uno de ellos exclamaba: ¿Qué harán ahora con la cantidad inmensa de regalos que el ex futuro matrimonio había recibido de todos los rincones de Brasil? Era un problema realmente serio.

Cogí el coche y me acerqué a la carretera de Gávea. Me detuve a cien metros del portalón de la casa. Metí en el toca-cintas del coche un cassette de Jorge Ben y me quedé allí, siguiendo el ritmo, con los nudillos, en el panel del coche.

Apareció primero el Mercedes. Cavalcante Méier sentado en el asiento de atrás. El chofer vestido de azul marino, camisa blanca, corbata negra, gorra negra en la cabeza. Esperé más de media hora y se abrieron las puertas y salió disparado un Fiat deportivo.

Lo seguí. El coche tomaba las curvas a una velocidad tremenda, con los neumáticos rechinando. No era fácil seguirlo. Hoy la palmo, pensé. ¿Cuál de mis mujeres iba a sufrir más? Berta quizá dejara de roerse las uñas.

El Fiat se detuvo en Leblón, a la puerta de un pequeño edificio. La muchacha saltó del auto y entró por la puerta donde se veía un cartel: Bernard-Gimnasia Femenina. Esperé dos minutos.

Sala de espera tapizada, las paredes llenas con reproducciones de bailarinas de Degas y pósters de danza. Detrás de una mesa de acero y vidrio, una recepcionista de cabello oxigenado, muy maquillada, con uniforme rosa, me dio los buenos días y me preguntó si deseaba algo.

Quería inscribir a mi esposa en el curso de gimnasia.

Miró el fichero. No puede ser, dijo.

Me rasqué la cabeza y le expliqué que no quería que mi esposa asistiera a un curso cualquiera, que podían llamarme anticuado, pero que yo era así.

La recepcionista abrió la boca en una amplia sonrisa como sólo saben hacer los que tienen todos los dientes, y dijo que aquél era el lugar que buscaba, una academia frecuentada por señoras y señoritas de clase. Dijo esto con la boca llena. Llevaba las uñas largas, pintadas de un rojo fuerte.

¿Cómo se llama su esposa?

Pérola… Ummm… Pero, vamos a ver… Bueno, ¿quién es el que les enseña, una mujer o un hombre?

Un profesor. Pero que no me preocupara, Bernard sabía mantenerse en su sitio.

Le pedí que me dejara ver un poco el aula.

Sólo un poquito, dijo la rubia levantándose. Era de mi estatura, cuerpo esbelto, senos pequeños, sólida.

¿También usted hace gimnasia?

Yo no, este cuerpo me lo dio Dios, pero podía ser obra de Bernard, hace verdaderos milagros.

Salió deslizándose ante mí hasta una puerta con espejo, que entreabrió.

Las alumnas seguían el ritmo agitado de la música transmitida a todo volumen por unas bocinas dispersas por el suelo. Con un gesto rápido inclinaron el tórax hacia delante, la cabeza abajo, metieron las manos entre las rodillas, hacia atrás, luego enderezaron el cuerpo, levantaron de nuevo los brazos y volvieron a empezar.

Eran unas quince mujeres, vestidas con mallas de distintos colores, aunque dominaba el azul, pero había también rojo, rosa y verde. En medio de la sala, con una varita en la mano, estaba Bernard, también en maillot. Debía haber sido bailarín, y desde luego se le veía orgulloso de sus firmes nalgas.

¡No doble las rodillas, Pia Azambuja! ¡Contraiga las nalgas, Ana María Melo!

¡Zas! Un varazo en el trasero de Ana María Melo.

¡Siga el ritmo, Eva Cavalcante Méier! ¡No pare, Renata Alburquerque Lins! Bernard decía los nombres de las alumnas enteros, eran apellidos importantes, de los padres, de los maridos.

La recepcionista cerró la puerta.

¿Qué? ¿Lo ha visto todo?

¿Siempre les arrea golpecitos a las alumnas?, pregunté.

Suavemente, no les hace daño, no tenga miedo. No se enfadan. Hasta les gusta. Bernard es una maravilla. Llegan las alumnas llenas de celulitis, fláccidas, con posturas equivocadas, la piel hecha una pena, y Bernard las deja con un cuerpo de miss.

Llenamos la ficha de mi mujer.

¿Pearl White?

Mi mujer es norteamericana. Pearl quiere decir Perla. No sé por qué me paso la vida haciendo chistes que nadie entiende, pero qué le vamos a hacer. Así soy.

Me quedé yendo y viniendo junto al Fiat, jugando con las blancas, controlando el centro 3R, 3D, 4AR, 4R, 4AD, 5AR, 5R, 5D, 5AD, 6R y 6D. El poder inmenso de la acción. Giuoco Piano. Siciliana. Nimzoindia.

Eva apareció con el pelo mojado, pantalones de dril, blusa de malla, los brazos al aire. Llevaba una bolsa grande.

Hola. Me coloqué ante ella.

¿Nos conocemos?, preguntó fríamente.

En casa de su padre. Me contrató como abogado.

¿Sí…?

Pero ya me despidió.

¿Sí…? Hablaba con cierta rigidez, pero no se iba.

Quería oír lo que tenía que decirle. Las mujeres son curiosas como los gatos. (Los hombres también son como los gatos. En fin.)

Alguien quería enredarlo con la muerte de Marly Moreira, la chica que apareció en la Barra con un tiro en la cabeza.

¿Sólo eso?

Un chantajista llamado Márcio dice que tiene documentos que pueden servir de base para una acusación contra su padre.

¿Y nada más?

La policía sospecha de él. Podría decirle más cosas, pero no aquí, en la calle.

Cuando vino el camarero, ella pidió agua mineral. Dios, Bernard y Régimen Feroz habían hecho el milagro. Yo pedí Faísca. Nos quedamos en silencio.

Si mi padre está en peligro, con quien realmente debía usted hablar es con él. No sé de qué le sirve hablar conmigo.

Su padre ha prescindido de mis servicios.

Alguna razón tendrá.

Le expliqué a Eva las entrevistas que había mantenido con Cavalcante Méier, mi ida al Gordon’s cuando vi a su prima Lili con el de la moto. Su rostro permanecía impenetrable.

¿Cree usted realmente que mi padre mató a esa chica? Sonrisa de desprecio.

No sé.

Mi padre tiene muchos defectos, es vanidoso y débil, y otras cosas peores, pero no es un asesino. Basta verlo para tener la seguridad de que no lo es.

Recordé los rostros de los asesinos que conocía. Ninguno de ellos tenía cara de asesino.

Pues alguien mató a la chica, y no fue un ladrón.

Ni mi padre.

Márcio, el de la moto, cuando fue a ver a su padre, se detuvo un momento en el jardín para hablar con usted.

Está equivocado. Yo no sé quién es ese hombre.

Observé con atención el rostro inocente de la chica. Sabía que ella sabía que yo sabía que ella mentía. Eva tenía una cara como pintada por Boticelli, poco brasileña en aquel día de sol, y, tal vez por eso, más atractiva para mí. No me gustan las mujeres quemadas por el sol. Es un artificio. La piel sabe su color, y el pelo, y los ojos. Usar el sol como cosmético es una estupidez.

Es usted muy hermosa, dije.

Pues usted es un tipo desagradable, feo, ridículo, dijo ella.

Eva se levantó y salió, pisando como enseñaba Bernard.

Llegué a casa, descolgué la grabadora del teléfono. Berta se había ido a su casa. Me he pasado toda la vida sin soñar o bien olvidando la mayor parte de lo que había soñado. Pero siempre recordaba dos sueños, sólo esos dos. En uno soñaba que estaba durmiendo y soñaba un sueño que olvidaba al despertarme, con la sensación de que con mi olvido se perdía una importante revelación. En el otro estaba yo en la cama con una mujer y ella acariciaba mi cuerpo y yo sentía la sensación de la mujer al tocar mi cuerpo como si mi cuerpo no fuera de carne y hueso. Yo despertaba (fuera del sueño, en la realidad) y me pasaba la mano por la piel y sentía como si estuviera cubierta de metal frío.

Desperté con el ruido del timbre de la puerta. Wexler.

¿Qué has andado haciendo? ¿Sabes a quién tienes a tus talones? Al comisario Pacheco. ¿Es que andas ahora liado con los comunistas?

Wexler me explicó que aquella mañana, muy temprano, apareció por el despacho el comisario Pacheco preguntando por mí. Pacheco era famoso en todo el país.

Quiere que vayas a la jefatura de Policía, a hablar con él.

Yo no quería ir, pero Wexler me convenció. De Pacheco nadie escapa, me dijo.

Wexler fue conmigo. Pacheco no nos hizo esperar mucho. Era un hombre gordo, de cara agradable; no aparentaba la maldad que su fama proclamaba.

Estamos investigando sus actividades, dijo Pacheco con aire soñoliento.

No sé qué hago aquí. Yo soy un corrupto, no un subversivo. Otro chiste.

Usted no es ni una cosa ni otra, dijo Pacheco con voz cansada, pero sería difícil demostrar que no es las dos cosas. Me miró como un hermano mayor mira a un mocoso metido en un lío.

Un amigo ha venido a verme y me dijo que usted anda fastidiándolo. Pare eso.

¿Puedo preguntarle quién es su amigo? Yo molesto a mucha gente.

Usted sabe perfectamente quién es. Déjelo en paz, payaso.

Bueno, entonces nos vamos, dijo Wexler. Su padre había sido muerto en el pogromo del gheto de Varsovia, en 1943, delante de él, un chiquillo de ocho años. Sabía leer en la cara de la gente.

Cuidado con ese nazi, dijo Wexler en la calle. Y, vamos a ver, ¿en qué condenado lío te has metido?

Le conté el caso de Cavalcante Méier. Wexler escupió con fuerza en el suelo —no decía groserías, pero escupía en el suelo cuando se ponía furioso— y me agarró el brazo.

Tienes que dejar el caso. Óyeme bien. Sal de eso como puedas. Estos tipos son unos nazis. Otro escupitajo.

Llamé a Berta.

Bebé, tú abres con la Ruy López y yo te gano en quince movimientos.

Mentira. Las dificultades de las negras en esta apertura son enormes cuando los dos jugadores son parejos, como ocurría en nuestro caso. Pero yo quería tener cerca de mí a alguien que me amaba.

No tienes buena cara, dijo Berta al llegar.

Mi cara es un collage de varias caras, empezó a los dieciocho años. Hasta entonces mi rostro tenía unidad y simetría, yo era uno sólo. Después me convertí en muchos.

Puse una botella de Faísca al lado del tablero.

Empezamos a jugar. Ella abrió con Ruy López, como habíamos acordado. Al llegar al decimoquinto movimiento, mi situación era difícil.

¿Qué te pasa? ¿Por qué no has usado la defensa Steinitz para dejar la columna del rey abierta a la torre? O la defensa Tchigorin, desarrollando el flanco de la dama. No puedes quedarte así, inmóvil ante la Ruy López.

Mira, Berta, Benita, Bertona, Berteta, Bertísima, Bertérrima, Bertititísima, Bertontorrona, Bebé.

Estás borracho, dijo Berta.

Efectivamente.

Pues no sigo jugando.

Quiero abrazarte, apoyar la cabeza en tu pecho, sentir el calorcito de tu entrepierna. Estoy cansado, Bebé. Y además, estoy enamorado de otra mujer.

¿Cómo? ¿Conque ahora me vienes con una de Le Bonheur?

Es una película mediocre, le dije. Berta tiró las piezas por el suelo. Era una mujer impulsiva.

¿Quién es esa mujer? Aborté, tuve un aborto tuyo, tengo derecho a saberlo.

Es la hija de un cliente.

¿Cuántos años tiene? ¿Como yo? ¿O es que ya estás bajando? ¿Dieciséis? ¿Doce?

Tu edad.

¿Es más bonita que yo?

No sé. Quizá no. Pero es una mujer que me atrae enormemente.

Ustedes, los hombres, son infantiles, débiles, fanfarrones. ¡Tonto, eres un tonto!

Te quiero, Bebé, dije pensando en Eva.

Entonces nos fuimos a la cama, yo pensando todo el tiempo en Eva. Después de hacer el amor Berta se quedó dormida boca arriba. Roncaba levemente, con la boca abierta, inerte. Cuando he bebido mucho, sólo logro dormir media hora, y me despierto con complejo de culpa. Allí estaba Berta, con la boca abierta, como un muerto soñando. ¡Qué debilidad esta de dormir! Los chiquillos lo saben. Por eso duermo poco, tengo miedo de quedarme desarmado. Berta roncaba. Qué raro, una mujer tan deliciosamente suave. Iba amaneciendo, una luz fantástica entre blanco y rojo. Aquello merecía una botella de Faísca. Acabé de beber, me bañé, me vestí, salí para el despacho. El portero preguntó: ¿Tenía hormigas en la cama, doctor?

Me senté y compuse las alegaciones finales de un cliente. Llegó Wexler y empezamos a discutir cosas sin importancia, pero que nos irritaron a los dos.

Debe de ser una buena mierda eso de ser hijo de un inmigrante portugués, me dijo Wexler.

¿Y qué te parece ser hijo de un judío muerto en un pogromo?, pregunté.

Mi padre era profesor de latín, mi madre tocaba Bach, Beethoven y Brahms al piano; pero tu padre pescaba bacalao y tu madre era costurera.

Wexler se fue a la ventana y escupió.

Bach, Beethoven, Brahms, Belsen y Buchenwald, cinco bes al piano, dije.

Puso cara dolorida, una mirada que sólo los judíos son capaces de poner.

Perdona, dije. Su madre había muerto en Buchenwald; una mujer joven, bonita en el retrato, con un rostro dulce y moreno. Perdona.

Acabó el día y decidí no ir a casa. No quería ver a Berta, oír la grabadora del teléfono, nada, a nadie, sólo pensaba en Eva. Mis amores son breves, pero fulminantes.

Un hotel ordinario en la calle Corrêa Dutra, en Flamengo. Cogí la llave y me fui a la habitación. Me tumbé mirando el techo.

Había una lámpara, un globo de luz sucio que yo encendía y apagaba. El ruido de la calle se mezcló con el silencio, en una masa viscosa, opaca y neutra. Eva, Eva. Caín mató a Abel. Siempre alguien está matando a alguien. Me pasé la noche dando vueltas en la cama.

Por la mañana, pagué la habitación y me fui a cortar el pelo y afeitarme.

La defensa Steinitz, le dije al barbero, no es tan segura como parece. La torre tiene los movimientos limitados, es una pieza fuerte, pero previsible.

Tiene usted razón, dijo el barbero cuidadosamente.

La defensa Tchigorin pone en peligro la dama, y yo nunca pongo en peligro la dama, continué. Todo es un inmenso error, el himno nacional con su letra estúpida, la bandera positivista sin el color rojo, todas las banderas deben tener el color rojo. ¿De qué vale el verde de nuestros bosques y el amarillo de nuestro oro sin la sangre de nuestras venas?

Todo es una mierda, dijo el barbero.

Mientras el barbero hablaba del costo de la vida, yo leía el periódico. Márcio Amaral, también conocido como Márcio el de la Suzuki, había aparecido muerto en su piso del barrio de Fátima, Un tiro en la cabeza. En la mano derecha, el revólver Taurus, calibre 38, con un cartucho disparado en el tambor. La policía sospechaba que pudiera tratarse de un homicidio. Márcio el de la Suzuki parecía estar complicado en el tráfico de estupefacientes en los barrios del sur de la ciudad.

Me importa un bledo, que se jodan todos, el senador canalla y su hija dedetizada, la sobrinita pálida, la secretaria muerta y sus padres parlanchines, el tío de la moto y el rayo que lo parta, estoy harto.

El barbero me miró asustado.

En mi departamento, una nota:

¿Dónde te has metido? ¿Es que estás loco? Wexler quiere hablar contigo, es algo urgente. Estoy en la tienda. Llámame. Te quiero. Muero de añoranza de ti. Berta.

Berta me gustaba aún, pero mi corazón ya no se disparaba al oír su voz y leer sus notas. Berta se iba convirtiendo en una persona perfecta para casarse uno cuando fuera ya viejo y empezaran a jorobarle los achaques.

Llamé a Berta, concertamos una cita para aquella noche. ¿Qué podía hacer yo? Llamé a Wexler.

Creí que Pacheco te había echado la mano encima, dijo Wexler. Raúl te anda buscando, dice que es importante.

Sonó el teléfono de Raúl, sonó, sonó y cuando ya iba a colgar, lo cogieron.

Estaba en la ducha. Guedes se muere de ganas de hablar contigo. Pasa por Homicidios, dijo.

Le conté lo de las amenazas de Pacheco. Raúl me dijo que anduviera con tiento.

En Homicidios, Guedes me recibió en seguida.

Yo juego limpio con usted, me dijo. Lea eso.

Letra redonda, los puntitos de las íes eran pequeños círculos: Rodolfo, no creas que puedes tratarme así, como un objeto que se usa y se tira. Estoy dispuesta a hacer las mayores locuras, a hablar con tu mujer, a armar un escándalo en la empresa, a contárselo a todo el mundo, a escribir a los periódicos; no sabes de qué soy capaz. Y ya no quiero tu apartamento. Tú no me compras a mí como haces con todo el mundo. Eres el hombre de mi vida, nunca he conocido a otro, ni quiero conocerlo. Ahora no quieres verme, como si me anduvieras esquivando, pero no es así como se acaba una relación como la nuestra. Quiero verte. Llámame en seguida. Estoy como loca. Soy capaz de todo. Marly.

¿Y bien…?, dijo Guedes.

Bien, ¿qué?

¿Se le ocurre algo?

¿Y qué se me puede ocurrir?

¿Qué la parece la carta?

¿La ha visto algún perito calígrafo?

No. Pero estoy seguro de que la letra es de Marly Moreira. ¿Sabe dónde encontraron la carta? La tenía un tal Márcio Amaral, alias Márcio el de la Suzuki. Quien mató a Márcio puso el cuarto patas arriba, posiblemente buscando la carta, pero se olvidó de buscarla en el bolsillo de la víctima. La carta estaba allí.

Trabajo de aficionado, dije.

Exactamente, de aficionado. Trató de organizar la cosa como para que pareciese un suicidio. Pero no conocía los trucos. Márcio no tenía señales de pólvora en los dedos, la trayectoria del proyectil va de arriba abajo; muchos errores. El asesino estaba de pie y la víctima sentada. Y creo que sé quién es el asesino. Un tipo importante.

Cuidado, los tipos importantes compran a todo el mundo.

No todos se venden, dijo Guedes. Podría decir que era incorruptible, pero los que realmente no se venden, como él, no lo presumen.

El senador Rodolfo Cavalcante Méier mató a Marly, continuó Guedes. Márcio, no sabemos cómo, consiguió la carta y sometió a chantaje al senador. Para ocultar el primer crimen, el senador cometió el segundo, matando a Márcio.

Tenía ante mí a un hombre decente haciendo su trabajo con dedicación e inteligencia. Me dieron ganas de contarle todo lo que sabía, pero no lo conseguí. Cavalcante Méier no era siquiera cliente mío, era un burgués rico, asqueroso y tal vez un asesino torpe, pero incluso así no conseguía denunciarlo. Mi negocio consiste en arrancar a la gente de las garras de la policía, y no puedo hacer lo contrario.

¿Entonces?, dijo Guedes.

El senador no necesitaba matar personalmente; encontraría sin duda a alguien capaz de hacerlo por él, dije.

No estamos en Alagoas, dijo Guedes.

Aquí también hay pistoleros que matan por unos pesos.

Pero en ésos no se puede confiar. La policía los agarra, los muele a palos y cantan en un santiamén. No son como esos bandidos rurales protegidos por los hacendados, dijo Guedes. Por otra parte usted está de acuerdo en que los dos delitos son cosa de aficionado. Repetí que no sabía nada de los asesinatos, que mi opinión era superficial.

Raúl dijo que usted podía ayudarnos, dijo Guedes, decepcionado, cuando me despedí.

Preparé el tablero. Puse una botella de Faísca en el cubo de hielo.

No quiero jugar al ajedrez ni beber vino, dijo Berta.

¿Pero qué te pasa, cariño?, pregunté, harto de saberlo.

Si quieres que siga contigo, tienes que acabar con esa chica.

¡Pero si no tengo nada con ella! ¿Cómo puedo acabar lo que no existe?

Te gusta. Eso existe. Quiero que deje de gustarte. Una vez me dijiste que sólo te pueden gustar las personas a quienes gustas, que sólo te gustan las que quieres que te gusten. Pues quiero gustarte yo. Yo sola. De lo contrario, adiós. Y se acabó lo de las partidas de ajedrez a la hora que te da la gana, y acabar sacando vino por las orejas. No me gusta el vino. Odio el vino, para que te enteres. Si bebo vino, es por ti. Lo odio, lo odio, lo odio.

¿Y el ajedrez?

El ajedrez me gusta, dijo Berta secándose las lágrimas. En vez de ser protagonista de su propia vida, Berta lo era de la mía.

Le prometí que iba a esforzarme en olvidar a Eva. Dejé que ganara utilizando el contragambito Blemenfeld. La verdad es que habría ganado de cualquier forma, pues yo estuve todo el tiempo pensando en quién habría hecho que la carta de Marly Moreira llegara a manos de Márcio el de la Suzuki. P4D, C3BR. Cavalcante Méier, desde luego, guardaría la carta con cuidado. C3BR, P3R. ¿Por qué no la destruyó? Quizá no la hubiera recibido, interceptada por alguien. P4B, P4B. En ese caso sería alguien de su casa, si es que la carta llegó a su casa. Podía haberse recibido en el despacho. Tenía la corazonada de que había sido en la casa. ¿El mayordomo? Me dieron ganas de reír. P5D, P4CD. ¿De qué te ríes?, dijo Berta. Ya verás dentro de un momento. P x PR, PB x P. Berta se echó a reír a su vez. Alguien en quien confiaba. O la mujer, a quien nunca había visto yo, o la hija, o la sobrina. Como decía Raúl, uno debe desconfiar hasta de su madre. P x P, P4D. ¡Mate!, dijo Berta.

Bebé, ni Alekhine jugaría tan brillantemente, dije.

Es que tú jugaste muy mal, dijo Berta.

Estaba dispuesto a olvidar a Eva, como había prometido a Berta, pero al llegar a casa de Cavalcante Méier, Eva abrió la puerta y renació mi entusiasmo. Había ido primero al despacho y me habían dicho que el senador estaba en casa, indispuesto. En la mano llevaba un periódico con noticias de la muerte de Marly Moreira. El asunto había vuelto otra vez a primera página. Los peritos habían establecido que Márcio el de la Suzuki había sido muerto por la misma arma que mató a Marly. El comisario Guedes, en una entrevista, decía que había un pez gordo metido en aquel lío y que la policía estaba dispuesta a detenerlo costara lo que costara. Se hablaba también de tráfico de estupefacientes.

Quiero hablar con tu padre.

No puede atender a nadie.

Dile que es algo importante para él. Que la policía tiene la carta. Sólo eso.

Me miró con su rostro impasible, de muñeca; la piel saludable parecía de porcelana, mejillas rosadas, labios rojos, radiantes ojos azules, una violenta lozanía en la flor de la edad. Parecía una diapositiva en colores proyectada en el aire.

No puede atender a nadie, repitió Eva.

Mira, pequeña, tu padre está metido en un lío, y yo lo que quiero es ayudarlo. Haz el favor de ir ahí dentro y le dices que la policía tiene la carta.

Cavalcante Méier me recibió en bata de terciopelo rojo, una bata corta. Llevaba el pelo cuidadosamente peinado y engomado, como si acabara de salir del cuarto de baño.

La policía tiene la carta, le dije. Saben que iba dirigida a un tal Rodolfo, y creen que ese Rodolfo es usted. Afortunadamente no han encontrado el sobre y no pueden probar nada.

Rompí el sobre, dijo él. No sé por qué no rompí también la carta. La guardé en el cajón de la mesita de noche, en mi habitación.

Un vicio de banquero, pensé, ése de guardar documentos.

Yo no he matado a Marly. Y no tengo la menor idea de quién lo ha hecho.

No sé si creerle. Yo creo que ha sido usted.

Demuéstrelo.

Parecía Jack Palance, Wilson el pistolero poniéndose los guantes negros y diciendo “demuéstrelo” a Elisha Cook, Jr., antes de sacar rápidamente el Colt y pegarle un tiro resonante en el pecho y tirarlo de bruces en el barro surcado por las huellas de las diligencias.

Hay muchos Rodolfos en el mundo. Puedo probar que no he visto a esa chica en mi vida. ¿Sabe dónde estaba yo a la hora del crimen? Cenando con el Gobernador del Estado. Él puede confirmarlo. Usted es un tipo destrozado por la envidia. Eso es. Odia a los que hemos triunfado en la vida, a los que no hemos acabado como está acabando usted, hecho un picapleitos que casa clientela a la puerta de las comisarías.

Yo no odio a nadie. Pero desprecio a los canallas como usted.

Entonces ¿qué ha venido a hacer aquí? Viene tras el dinero.

No. La verdad es que vengo tras su hija.

Cavalcante Méier levantó la mano para golpearme. Se la cogí en el aire. Su brazo no tenía fuerza. Dejé la mano de aquel fantoche, explotador áulico, sibarita, parásito.

Raúl estaba esperándome en el despacho.

Guedes fue separado del caso Marly por orden del Jefe de Policía, hoy mismo. Concedió unas entrevistas a la prensa y eso está prohibido por el reglamento. Creen que anda intentando promocionarse. Lo han trasladado a la comisaría de Bangú. Ya no puede abrir el pico.

Guedes no quería promocionarse. Estaba convencido de que el culpable era Cavalcante Méier y quería lanzar la noticia a la calle antes de que echaran tierra encima. Era un hombre con fe en la prensa, en la opinión pública, un ingenuo, pero a veces la gente así hace cosas increíbles.

¿Cómo va eso?, preguntó Wexler.

¡Ah, León, estoy enamorado!

Bueno, siempre lo estás. Berta es buena chica.

Pero es que es otra. Es la hija del senador Cavalcante Méier.

Amigo, parece que quieres tirarte a todas las mujeres del mundo, dijo Wexler recriminándome.

Es verdad.

Era verdad. Tengo un alma de sultán de las mil y una noches; cuando era niño me enamoraba y me pasaba las noches llorando de amor, por lo menos una vez al mes. Ya de adolescente, empecé a dedicar mi vida a tirarme mujeres. Las hijas de mis amigos, las mujeres de mis amigos, las conocidas y las desconocidas, lo que fuera, sólo no me cogí a mi madre.

Hay una chica en la sala de espera que quiere hablar con usted, dijo Gertrudes, la secretaria. Gertrudes estaba cada día más fea. Empezaba a quedarse calva y le salía bigote. Tuve la impresión de que me miraba bizca, con un ojo para cada lado. Una santa mujer. Pensándolo bien, ¿sería realmente así?

Eva en la sala de espera. Nos quedamos leyendo cada uno en la mirada del otro.

¿Juegas ajedrez?, le pregunté.

No. Bridge.

¿Me enseñas?, pregunté.

Sí.

Me estaba controlando para no salir volando por el despacho como un abejorro loco.

No fue mi padre. Sé quién fue.

Te amo, le dije. Te amo desde el primer momento en que te vi.

Sus ojos parecían un soplete.

También yo quedé muy perturbada aquel día.

Wexler, al entrar, nos encontró cogidos de las manos.

Acaba de llegar Raúl. Le dije que estabas ocupado. ¿Quieres hablar con él?

Debe de ser algo relacionado con el caso Marly. Hablaré con él. Espérame aquí, dije a Eva.

Estaba en la puerta cuando Eva dijo, salva a mi padre.

Volví.

Para eso tienes que ayudarme.

¿Cómo?

Empieza dejando de mentirme.

No mentiré más.

¿Qué es lo que hablaste con Márcio el de la Suzuki en tu casa? ¿De qué lo conocías?

Márcio le proporcionaba cocaína a mi prima Lili, pero hace seis meses más o menos que ella dejó el vicio. Aquel día le pregunté a Márcio si Lili había vuelto a tomar, y me dijo que no. Yo tenía miedo de que hubiera ido para llevarle droga.

¿De dónde sacaba Lili el dinero para comprar el polvo?

Papá le da a Lili todo lo que pide. Es hija de un hermano suyo, que murió cuando Lili era muy niña. Su madre no quiso saber nada de la hija, se casó de nuevo y Lili se vino a vivir con nosotros cuando tenía ocho años.

¿Y por qué dices que sabes que tu padre no mató a Marly ni a Márcio?

Mi padre no sería capaz de matar a nadie.

Entonces es sólo un presentimiento, una simple presunción.

Sí, dijo desviando sus ojos de los míos.

Raúl estaba de pie, en el despacho de Wexler, yendo y viniendo de un lado para otro. Guedes dice que va a presentar una denuncia contra el senador, por asesinato, y que no le importa lo que pueda ocurrir.

Guedes está loco, dije. Tenemos que evitar que haga esa tontería.

Raúl y yo salimos en busca de Guedes. Eva se fue a su casa. Le prometí que luego le telefonearía.

Guedes estaba en el Instituto Oswaldo Éboli hablando con un perito amigo. Preparaba la documentación que iba a entregar a los periódicos.

No fue Cavalcante Méier, le dije.

Hace dos días usted no sabía nada del caso, y ahora me viene con eso.

Le conté una parte de lo que sabía.

Y si no fue Cavalcante Méier, ¿quién fue entonces?

No lo sé. Tal vez un traficante de drogas.

Desmenucé la vida de Marly Moreira, no hay la menor posibilidad de que esté complicada en un asunto de tráfico de estupefacientes. Y los dos fueron muertos por la misma persona. Su teoría no se sostiene.

Intenté defender mi punto de vista. Mencioné la coartada de Cavalcante Méier. Al fin y al cabo, no podía dejar de lado el testimonio del gobernador.

Todos son unos corruptos. Ya verá cómo el gobernador aparece como socio de Cavalcante Méier en cuanto deje el cargo.

Guedes, cuidado, que se va a dar un batacazo.

Me da igual. ¿Qué puedo perder? ¿La carrera? Estoy harto ya de ser policía.

Acusar a un inocente es calumnia, un delito.

Cavalcante Méier no es inocente. Tengo pruebas. Los ojos de Guedes rutilaban de rectitud, de sentido de justicia, de honradez y probidad. ¿Sabía que el senador Cavalcante Méier tiene licencia para un revólver Taurus 38, el mismo calibre de los proyectiles que causaron la muerte de Marly y de Márcio?

Hay mucha gente que tiene un 38 en casa. ¿Cuándo va a ser esa entrevista?, pregunté.

Mañana, a las diez.

Llegué a la casa de la Gávea cuando empezaba a caer la noche.

¿Qué pasa? ¿Qué cara es ésa?, preguntó Eva.

¿Dónde está tu padre?

En su cuarto. No se encuentra bien.

Tengo que hablar con él. Es importante.

Quedé sorprendido al ver a Cavalcante Méier. Iba desgreñado, sin afeitar, con los ojos enrojecidos, como si hubiera estado bebiendo mucho o llorando. La mirada de Jannings, haciendo de profesor Rath, en El Ángel Azul, luchando por no sentir vergüenza, sorprendido ante la incomprensión del mundo. Junto a Cavalcante Méier estaba Lili con el rostro más pálido que nunca, la piel parecía pintada con cal. Llevaba un bolso en la mano. El vestido negro acentuaba su hermoso aire fantasmagórico.

Fui yo, sí, dijo Cavalcante Méier.

¡Papá!, exclamó Eva.

Algo sonaba falso en la voz de Cavalcante Méier. He visto muchas películas y conozco a los peces gordos.

Fui yo, he dicho que fui yo. Dígale a su amigo el policía que puede detenerme. ¡Y váyase de mi casa!

Se acercó a mí como si fuera agredirme. Eva lo sujetó.

Vete, por favor, vete, suplicó Eva.

Lili me acompañó al salir. Se detuvo junto a mi coche.

¿Puedo acompañarlo?

Sí.

Lili se sentó a mi lado. Avancé lentamente por las alamedas oscuras del jardín de la casa y llegamos a la carretera.

Miente, dije. Debe ser para proteger a alguien. Tal vez a Eva.

Lili empezó a temblar, pero no salía sonido alguno de su garganta. Al pasar junto a un farol vi que su rostro estaba mojado de lágrimas.

No fue él; ni tampoco Eva, dijo Lili, en voz tan baja, que yo apenas entendía las palabras.

Así pues, era verdad. Lo sabía ya, pero ¿qué más da? ¿Hay realmente culpables e inocentes?

Te escucho, dije. Puedes empezar.

Hace dos años me di cuenta de que amaba a tío Rodolfo, pero no como a un tío o a un padre, que era lo que había sido para mí hasta entonces, sino como amante.

Me quedé callado. Sé cuando una persona empieza a abrir su alma hasta el fondo.

Hace seis meses que somos amantes. Él lo es todo para mí, y yo para él.

¿Y por eso mataste a Marly?

Sí.

¿Lo sabía él?

No. Se lo he contado hoy. Quiso protegerme. Me quiere tanto como yo a él.

En la penumbra del automóvil, su rostro parecía una efigie fluorescente iluminada por una luz negra.

Puedo contarle cómo ocurrió.

Pues cuenta.

Mi tío me dijo que tenía problemas con una chica de una de sus empresas, con la que había tenido un lío. Lo amenazaba con un escándalo, con contárselo todo a mi tía. Mi tía es una mujer enfermiza. La quiero como si fuera mi madre.

No la he visto nunca. Las familias ricas tienen secretos inviolables, rostros secretos, complicidades sombrías.

No sale de su cuarto. Tiene siempre una enfermera a su cabecera. Puede morir en cualquier momento.

Sigue.

Mi tío recibió la carta, creo que fue un lunes. Todas las noches, hacia las once, yo iba a su habitación, y volvía a la mía temprano, antes de que los criados empezaran a dar vueltas por la casa.

¿Lo sabía Eva?

Sí.

Continúa, dije.

Tío Rodolfo me mostró la carta de esa Marly, y luego la dejó en la mesilla de noche. Al día siguiente cogí la carta, localicé a aquella mujer y le telefoneé. Le dije quién era yo, y que tenía un recado de tío Rodolfo. Fijamos una cita. Elegí un lugar desierto, donde a veces voy a bañarme. Llegó muy segura de sí, agresiva. Me dijo que advirtiera a mi tío que no iba a abandonarla así como así. Cuando muera la vieja, dijo, ese cerdo va a tener que casarse conmigo. Yo llevaba en el bolso el revólver de tío Rodolfo. Disparé un solo tiro. Cayó de bruces, gimiendo. Salí de allí a la carrera, cogí el coche y fui a buscar a Márcio, a pedirle que me vendiera un poco de polvo. Me quedé aspirando cocaína en su casa. Era la primera vez en más de seis meses. Estaba desesperada. Me quedé dormida y Márcio debió registrarme el bolso mientras yo dormía. Encontró la carta. Cuando tío Rodolfo me dijo que usted iba a ver a Márcio en el Gordon’s, yo me adelanté para evitar que lo encontrara. Le dije que tío Rodolfo había mandado a un policía a detenerlo.

No le sigas llamando tío, por favor.

Siempre lo he llamado así, no voy a cambiar ahora. Márcio se puso furioso y al día siguiente fue a casa de tío Rodolfo. Usted lo vio todo. Esta parte ya la conoce.

Todo no.

Encontré a Márcio en el jardín, cuando salí. Me dijo que tío Rodolfo había pagado, pero que no le iba a devolver la carta. Fijamos una cita para comprarle cocaína. Estaba dispuesta a acabar con él. Márcio estaba sentado en un sillón, viendo la tele, lleno ya de polvo y güisqui. Me acerqué y disparé a la cabeza. No sentí nada, sólo asco, como si fuera una cucaracha.

Y no hallaste la carta. Estaba en el bolsillo de Márcio.

Busqué por todas partes. Ni se me ocurrió mirar en los bolsillos. Me daba asco tocarlo, dijo Lili.

¿Y el dinero?

Estaba en un maletín. Me lo llevé a casa. Está en el armario de mi habitación.

Detuve el coche. Lili sujetaba el bolso con fuerza, le temblaban las manos.

Dame eso, dije.

¡No!, respondió apretando más el bolso contra su pecho.

Le arranqué el bolso de las manos. Dentro estaba el Taurus, cañón dos pulgadas, culata de nácar. Los ojos de Lili eran un abismo sin fondo.

Déjeme el revólver, pidió.

Moví la cabeza negativamente.

Entonces, lléveme otra vez junto a tío Rodolfo.

Tengo que encontrar a Guedes. Coge un taxi. Y busca inmediatamente un buen abogado.

Todo está perdido, ¿no?

Desgraciadamente. Para todos nosotros, respondí.

La metí en un taxi. Salí en busca de Guedes. Pensé en Eva. Adiós, mi amor, un largo adiós. El gran sueño. No había nadie en mi cuerpo, mis manos en el volante parecían ser de otra persona.

Rubem Fonseca: El globo fantasma. Cuento

5139555313_e205f31c0fUn globo gigantesco, el más grande del mundo, dijo el informante.

¿Dónde?, pregunté.

Todo lo que sé es que ya compraron diez toneladas de papel de seda.

Así son los informantes: oyeron decir, sólo saben la mitad, la mitad que es falsa.

Yo formaba parte de un Grupo especial creado para estudiar y proponer maneras de evitar que los globeros construyeran y soltaran globos, sobre todo durante el mes de junio, en las fiestas dedicadas a San Juan y San Pedro, los santos de los coheteros. Los globos eran ilegales. Al caer incendiaban la vegetación de los parques de la ciudad, instalaciones industriales, residencias particulares. Se habían hecho campañas publicitarias, con la colaboración de los medios, sin resultado.

Yo era el representante de la policía en el Grupo. Los otros miembros eran dos mujeres, una del ayuntamiento y la otra de la agencia federal responsable del medio ambiente. Siempre me gustó trabajar con mujeres. Las dos eran inteligentes y dedicadas. Y también fanáticas de la ecología, para ellas el árbol era la mejor cosa que existía en el mundo. Creían que el problema tenía una solución simple: cárcel para los globeros. En junio los cielos se llenaban de globos y junio estaba por llegar y sabía que mi vida se convertiría en un infierno. Además, por si fuera poco, cometí la imprudencia de contar a mis compañeras del Grupo la historia del globo de diez toneladas de papel de seda. Las dos quedaron indignadas.

Ya me imagino el tamaño de la mecha de un globo como ése.

Está preocupado por el tamaño de la mecha, no por las calamidades que puede causar, dijo Marina. Tienes hombres, armas, la ley, ¿por qué no acabas con esos globeros?

El problema es muy complicado.

Ya oímos esa disculpa antes, dijo Marina.

Y ese globo gigante es sólo un rumor.

Vamos a suponer que no sea sólo un rumor, dijo Fabiana. Encarcelar a los responsables de ese superglobo serviría de ejemplo, tendría un efecto persuasivo.

Los portugueses trajeron el globo a Brasil hace cientos de años. Pero, como ocurre con todas las tradiciones, el tiempo acabará también con ésta. La urbanización…

Mientras tanto los bosques y los cerros de la ciudad se incendian, cortó Marina. Finalmente, ¿qué es lo que estás haciendo en este grupo?

Vivía provocándome, pero yo nunca perdía la paciencia con ella. Ni con nadie.

Por favor, dijo Fabiana.

Todo lo que pedía Fabiana, yo lo hacía. Incluso cuando era una pérdida de tiempo.

En dos días coloqué seis detectives en la calle recorriendo los suburbios, infiltrándose, sólo para descubrir dónde iba a ser construido el megaglobo, si es que fueran a hacerlo. Conseguí en el Gabinete que me cedieran al detective Diogo Cão * para ese trabajo.

En la reunión semanal del Grupo relaté a mis colegas las prevenciones que estaba tomando. Hablé de los seis detectives, principalmente de Diogo Cão. Él nos va a ayudar mucho, agregué.

¿Cão? ¿El policía se llama Cão?

¿No hay gente que se llama Gato? ¿Pinto? ¿Leitão? ** Diogo Cão es de familia portuguesa. Es posible que descienda del navegante del siglo cuatrocentista.

Estás rehuyendo el asunto. ¡El bosque se va a incendiar!, dijo Marina.

Diogo sabe todo sobre el globo. Me dijo que los incendios son causados por los globos pequeños. Los globos grandes son hechos por especialista y se apagan cuando aún están en el cielo. Cuando caen, la mecha ya no arde.

No les conté que a veces, por un defecto de la mecha o de la estructura, los globos grandes estallan, lo que en el lenguaje de los globeros significa que se incendian. Y al caer incendian todo lo que está abajo.

Ahora además esa falacia, los globeros se preocupan por el medio ambiente, dijo Marina.

Lo que ellos quieren es recuperar el globo, admití.

Necesito hablar contigo, dijo Fabiana.

Cão policía, una combinación perfecta, dije bromeando, y ellas me miraron de soslayo.

Me urge hablar contigo, repitió Fabiana.

Ya me voy, dijo Marina, que sabía de mi relación con Fabiana. Al salir nos miró, balanceó la cabeza y azotó la puerta.

¿Vamos al cine?

No tengo ganas de ir al cine.

Vamos a buscar comida china.

No tengo ganas de comida china.

Vamos al centro comercial a comprar un CD.

Llévame a mi casa. Tengo dolor de cabeza.

Cuando llegamos, en la puerta de su casa, le pregunté si podía subir.

Hoy no.

Me muero si no tomo de tu café con leche, ahora, me muero.

Ya conozco todos tus trucos, deja de hacer el ridículo.

Estoy hablando en serio.

Soy yo quien necesita hablar de un asunto muy serio contigo.

Entramos al departamento. ¿Vas a hacer café con leche?

No. Tengo que decirte una cosa.

Después, mi amor.

Ahora, necesito hablar ahora.

Te amo, dije, abrazándola.

Yo también te amo. Tengo que decirte una cosa.

Después.

Fuimos a la cama.

Ir a la cama con ella era la mayor felicidad que la vida me daba. Nos poníamos alegres y reíamos y sudábamos aun con el aire acondicionado de tanto rodar en la cama, y en los intervalos tomábamos café con leche que ella hacía echando café soluble en la leche hirviendo, y yo salía de ahí en la madrugada para que ella pudiera dormir, pues no sé dormir con nadie, ni siquiera con la mujer que amo, y decía en voz alta su nombre al sol, si el sol ya había aparecido, a la lluvia, cuando llovía, Fabiana, a los carros que pasaban. Y ella siempre sentía dolor en los músculos de las piernas al día siguiente.

Aquella noche no se rió ni una vez siquiera. Mientras me vestía, repitió muy seria, tengo que decirte una cosa.

Mañana. Ahora duérmete.

Hoy. Ese globo es una cosa monstruosa. Todos los globos son una cosa monstruosa. Los globeros son una banda de criminales.

¿Por qué no una banda de soñadores? El sueño de Bartolomeu Lourenço de Gusmão. De los Montgolfier.

¿Lo ves? Marina tiene razón. Tú simpatizas con ellos, estás de su lado.

Son comunidades enteras las que hacen el globo, hombres, mujeres, viejos, niños. Sólo quieren ver cómo sube el globo hacia el cielo, lo más alto que sea posible.

¿Comunidades enteras? Qué justificación más idiota. Si comunidades enteras practican el linchamiento, ¿te pones de parte de los asesinos? Estamos perdiendo el tiempo con tu sociología equivocada.

No estoy del lado de nadie. No le caigo bien a Marina.

Soñadores fueron los que hicieron el bosque de Tijuca, años y años en un trabajo de amor. Sabes que Rio es la única ciudad en el mundo que tiene en su perímetro urbano un bosque, la Floresta de Tijuca. ¿O no lo sabías?

Sí.

Y esos globeros cretinos todos los años destruyen un pedazo del bosque y tú los llamas soñadores. Necesito decirte una cosa.

Entonces dime lo que necesitas decirme. Pero antes recuerda que hice un esfuerzo demente para conseguir a seis detectives y además a Diogo Cão para que hicieran esa investigación idiota sobre un globo gigante que probablemente nunca será hecho y que si fuera hecho sólo será uno más entre miles. Miles, mi amor, pon eso en tu cabeza, son muchos miles los globos fabricados en esta época del año y hay decenas de miles de personas envueltas en esto. Cuando soltar un globo no era un crimen, los globeros imprimían invitaciones convocando al pueblo a que asistiera al lanzamiento de los globos grandes. Y el globo tenía nombre y celebraba alguna cosa, un santo, un acontecimiento, una fecha histórica, un deseo. Y los poetas de la comunidad escribían odas al globo, que eran cantadas durante el lanzamiento. Ahora dime lo que estás queriendo decirme.

Qué bueno que se prohibió esa perversidad cultural.

Di lo que me quieres decir.

No lo dijo inmediatamente. Salió de la cama enredándose en la sábana para que no viera su cuerpo desnudo, cosa que nunca había ocurrido, a no ser en los primeros días. Se enjugó los ojos en la sábana, cuidándose para que no se descubriera ninguna parte íntima de su cuerpo. Lo que Fabiana iba a decir era algo serio, ella sólo muy raramente lloraba.

Anda, puedes hablar, no aguanto verte llorar y no voy a dejar de amarte, no importa lo que me digas.

Marina y yo estamos escribiendo un oficio para el secretario de Seguridad Pública pidiendo que se designe a otro delegado en tu lugar para integrar el Grupo.

Deja de llorar, mi bien. ¿Qué es lo que dicen ustedes para argumentar mi sustitución? ¿Que soy incapaz? ¿Flojo?

No con esas palabras.

¿Incompetente? ¿Negligente?

El Grupo se reúne desde hace casi un año y no se ha hecho nada. Te pedí que aprehendieras a los globeros que están construyendo ese monstruo y tú no le diste importancia.

Ese globo no existe.

Marina dice que estás del lado de ellos.

¿Y tú? ¿También lo crees?

No sé. Sí, lo creo. ¿Estás enojado conmigo?

¿Enojado? Ese es el nombre de uno de los enanos de Blanca Nieves.

Pero no me hizo gracia ni a ella le hizo gracia y pasé la mano con suavidad sobre su cabeza. Ahora lloraba sin ocultarlo.

Cuídate, pequeña.

Yo nunca había salido de su casa sufriendo. Todo por causa de un maldito globo fantasma. Todos los bosques del mundo no valían el amor que yo sentía por Fabiana, pero aquel bosquecito de mierda trepado en las cumbres de la ciudad, cuyo árbol más antiguo tenía la edad de mi abuela, valía más que el amor de Fabiana por mí. Las mujeres, pensaba yo mientras caminaba por la calle oscura, no sabían amar como los hombres. Nosotros, los hombres, habíamos inventado el romanticismo y el suicidio por amor, por ellas teníamos el coraje de parecer payasos, de ser asesinos, ladrones. Pensé en los suicidas que conocía. Pero no había ningún hombre, sólo mujeres, que por amor se habían cortado las muñecas, tomado barbitúricos, encendido fuego en los vestidos, arrojado frente al tren, arrojado por la ventana, ahorcándose, sólo mujeres. El único hombre de quien me acordé fue Werther. Ése no valía. Las mujeres sí sabían amar. Entonces me entró añoranza por Fabiana y empecé a decir su nombre en medio de la calle y un mendigo que intentaba dormir debajo de una marquesina se me quedó viendo y yo le dije ven acá y no vino y yo le grité ven acá, te lo ordeno, y vino aterrado y le dije repite conmigo Fabiana, Fabiana. Y nos quedamos los dos diciendo Fabiana, Fabiana, y después le di el billete de más valor que tenía en el bolsillo y regresó abajo de la marquesina. Y cuando yo ya estaba lejos gritó Fabiana, ya acostado, haciendo ademanes con la mano, y yo le grité Dios te bendiga mi buen mendigo, haciendo ademanes también. Pura telenovela de las seis.

Al día siguiente, en la delegación, mandé llamar a Diogo Cão.

¿Qué hay?

Quizás sí existe el globo. Quizás lo van a hacer, quizás. Y si lo hacen, va a ser en la Baixada. En Caxias contrataron a un meteorólogo para saber con certeza la dirección y la hora de los vientos buenos. Tengo el ojo puesto en Caveirinha, para descubrir quién se va a quedar con él. Nadie sigue mejor a los globos que Caveira, conoce todos los caminos de la ciudad y todos los caminos de la Baixada y todas las carreteras que van a dar a Minas, São Paulo y Espirito Santo. Ya hubo un globo grande que atravesó las fronteras. En el volante de una pick-up él es mejor que Senna piloteando el McLaren. Si Caveira fue a Caxias, ya es una pista. Sao João de Meriti y Caxias se están disputando a un americano que trabajó soltando cohetes en Cabo Cañaveral, el gringo vino al carnaval, se piró y se quedó. Son los dos grupos que están invirtiendo más, por lo visto. Vamos a ver para qué lado va el rastreador Zé de Souza.

El tiempo está pasando, Diogo. Mis colegas del Grupo dicen que ese globo va a causar un gran incendio.

¿Cuál globo, doctor? Nosotros no sabemos nada. El Caveirinha y el Gringo apenas pueden significar que se harán los globos de siempre.

Supongamos que el globo fantasma existe. Y que está siendo hecho por partes, en locales diferentes, para que no lo descubramos, y después van a juntarlo todo, encienden la mecha y sueltan el animal. ¿No puedes descubrir algo?, ¿algún soplón?

Después de que se prohibió soltar globos ya nadie abre el pico. Es una especie de religión.

Cristianos en las catacumbas.

Algo así. ¿Se acuerda, doctor, de aquel avión francés que los terroristas secuestraron? Un pasajero que iba en el avión dijo que estaba tranquilo hasta que los secuestradores se reunieron en un rincón y empezaron a rezar. Entonces se dio cuenta que aquellas oraciones significaban que los pasajeros estaban jodidos. Enseguida empezó la matanza de rehenes. Eso es la religión. El globo es la oración de los globeros. Usted puede traer a uno de ellos hasta aquí y arrancarle los cojones con unas pinzas, que él no dirá nada. Y los cojones son el bien más preciado de un hombre, ¿no es cierto?

Es cierto, respondí, pensando en Fabiana.

Usted sabe que Zé de Souza es mi amigo, ¿verdad?

Me estoy enterando ahora.

Zé de Souza un día me dijo que se caga en la ley de los tribunales y en la frescura de los ecologistas. Nuestra lucha, me dijo, es contra la ley de Newton. Cuando le hablé de los bosques me respondió que se jodan los bosques, los bosques se incendian desde hace millones de años y el mundo no se ha acabado.

Diez toneladas de papel de seda hacen un volumen enorme, dije.

Puede ser una exageración de quien dio el pitazo. Ya investigué, nadie vendió esa cantidad de papel.

Pudieron haberlo comprado en varias ciudades, en pequeñas cantidades, en fechas espaciadas. Brasil es grande.

Puede ser. Pero tengo mis dudas.

Cão, ¿alguna vez te pedí una cosa diciendo que era asunto de vida o muerte?

No, señor.

Este es de vida o muerte.

Entiendo. Pero el globo es una cosa bonita, ¿o no, doctor?

Un incendio también.

La cosa más bonita que he visto fue el incendio de la refinería.

Lo bello horrible, Cão.

Que se jodan los bosques. Estoy bromeando, doctor.

Todas las noches salía a investigar con Cão. Descubrimos decenas de lugares donde los tipos estaban haciendo globos, pero de nada servía detener a nadie, tendríamos que detener a mucha gente, incluso dejando a los viejos y niños fuera. Cristianos en las catacumbas. Tampoco había como confiscar el material, los globos eran hechos por partes. El corte de las hojas, el pegado de los gajos, el armado de los banderines y banderas, el encadenamiento de los armazones de los fuegos artificiales, la flexión del aro de la boca, el tejido de las mechas, cada cosa era elaborada en un local diferente, patios, llanos con canchas de futbol, galpones abandonados, para después armarlo todo en el lugar en que iba a ser lanzado el globo. En las investigaciones sólo íbamos los dos, en el viejo carro de Cão, para que nadie sospechara que éramos de la policía. Y oímos el chisme que circulaba en todas las plazas, en todas las huertas: en algún lugar se estaba haciendo un globo gigantesco que iba a asombrar al mundo entero y entraría para siempre en el Guinness. Cão, dije, el hijo de puta está siendo construido.

Empezamos a llamar al globo El Cabrón. Si lo están haciendo, dije a mis detectives, quiero agarrar al Cabrón, agarrarlo entero, antes de que lo suelten, a la hora en que enciendan la mecha, antes de que la llama se ponga azul. Y esto sólo podría ocurrir en la víspera de San Juan, en la noche del día veintitrés.

Hablé con el comandante de la PM y él garantizó que ese día pondría a mi disposición cincuenta hombres de la tropa de choque.

¿Cincuenta hombres de la tropa de choque? Es poco, tenían que movilizar a todos los efectivos de la PM, dijo Marina.

Creo que vamos a coger el globo fantasma.

A ellas no podíamos decirles el nombre grosero que Cão y yo habíamos dado al globo. Fabiana no decía ni una palabra. Yo hacía cara de sufrimiento y buscaba sus ojos, pero Fabiana fingía estar ocupada en la lectura de un libro.

De nada sirve destruir sólo esa monstruosidad y a la cuadrilla responsable de ella, dijo Marina, la policía tiene que coger a todos los globeros de la ciudad, procesarlos uno a uno.

Inclusive a los niños.

Despreció mi ironía. Los niños tienen que ser educados. Si tuviéramos una policía eficaz los niños estarían haciendo otra cosa.

Todo el mundo debería ser policía durante un año, para que vieran la mierda que es. Lo pensé, pero no lo dije.

Cão llegó y me llamó a un rincón. El Caveiriña se emborrachó en un bar de Vila Isabel y decía a gritos, ¡miren al cielo el día veintitrés!, ¡miren al cielo el día veintitrés! Creo que el Caveira va a ser el seguidor. No sabemos para quién.

¿En Vila Isabel?

Eso no quiere decir nada.

Tenemos que hallar al rastreador. ¿Si fuera Zé de Souza te haría el favor?

No. Ni voy a joderme al Zé de Souza, es mi amigo.

Está bien.

¿Esa plática es secreta?, preguntó Marina. Ustedes están cuchicheando, ¿quieren que salgamos de la sala? Vámonos, Fabiana.

Fabiana cerró el libro, me miró tan rápidamente que ni siquiera me dio tiempo de poner cara de sufrimiento para que tuviera pena de mí, y se levantó.

Calma, calma. Estoy platicando con el detective Cão sobre el rastreador, hablábamos bajito para no incomodar la lectura de Fabiana.

Fabiana aprovechó la oportunidad y preguntó con cierta dulzura, ¿rastreador, qué es eso?

Es el sujeto que dice al personal de la captura cuál es la dirección que el globo va a tomar de acuerdo con las corrientes de aire de la atmósfera, le dije, haciendo cara de sufrimiento. Fabiana, conmovida, hizo un leve gesto de aproximación, como si fuera a abrazarme, pero se contuvo.

Después de que el globo es soltado por una comunidad con recursos, que suelta muchos globos grandes, dijo Cão, entran en escena el seguidor, que es el elemento que tiene que conocer todos los caminos de la ciudad y maneja una pick-up, el rastreador, que es la figura que ya explicó el doctor, y la multitud de la captura. La función de esa muchedumbre es rescatar el globo, de ser posible intacto, doblarlo, colocarlo en la pick-up y llevar el animal apagado de regreso, para después soltarlo de nuevo. Si alguien se mete, un grupo rival, o bien vagos rasgadores, les dan en su puta madre, con su perdón. Ha muerto gente en esos enfrentamientos.

La psicología del rasgador…, comencé.

Ahórranos esas digresiones, dijo Marina.

¿Por qué en una pick-up?, preguntó Fabiana.

Tiene que ser un vehículo grande para que pueda transportar al grupo de la captura, al rastreador y al globo rescatado, si es el caso. Otros grupos, de otras comunidades, puede que quieran capturar el globo. Si fuera un grupo amigo, entregan el globo a los dueños y después, juntos, sueltan nuevamente el animal. Y siempre que cae un globo aparecen rasgadores vagos. Rasgan el globo porque no fueron ellos quienes lo pusieron en el cielo, porque no perdonan al globo que haya caído de las alturas, porque el globo es un cuerpo extraño en las calles. Es como los pájaros migratorios muertos a palos en las playas del Nordeste porque andan exhaustos en la arena cuando deberían estar volando.

Ellos matan pájaros porque tienen hambre.

Los rasgadores también tienen hambre. Hay muchos tipos de hambre.

Te equivocaste de profesión, dijo Marina. Eso ya lo sabíamos, por las demostraciones obvias que nos han dado, y ahora, con estos rollos de almanaque…

Cão me defendió: conocer la psicología de los infractores ayuda a la investigación criminal.

Yo estaba hablando con Fabiana.

Pero yo estoy aquí y no soy sorda. Miserable, la Marina.

No vamos a pelear, dijo Fabiana.

Yo no estoy peleando, respondí.

Pero yo sí. Nosotras estamos escribiendo un oficio al secretario de Seguridad pidiendo tu sustitución.

Ya se lo dije, dijo Fabiana, volviendo a leer.

No se olviden de echar un vistazo al decreto que creó el Grupo. La burocracia tiene normas, procedimientos, reglamentos, etcétera, que deben ser obedecidos.

Ya lo sabemos.

Diogo Cão y yo haremos una investigación. Hasta luego.

Nos detuvimos en una lonchería para tomar un agua de coco.

Esa mujer, o lo ama o lo odia a usted.

La psicología del almanaque nos atacó a los dos.

Existen lugares en los que nunca apareció el arco iris.

Cão, esto no tiene pies ni cabeza. Es poesía pura.

Invita a esa mujer a que abrace un árbol contigo.

No puedo. Ya hice eso con Fabiana. Así fue como entré en su corazón.

Y ahora salió, ¿o no?

Eres un tira listo.

Nos olvidamos del mechero, dijo Cão, un globo de ese tamaño, si realmente lo están haciendo, deben tener el mejor especialista en mechas. Un tipo como el viejo Silva Mattoso. Él hace la mejor mecha de etapas en todo Brasil, ya sabes cómo, se quema primero una, después otra…

Sí, ya sé cómo.

Hace globos de hasta ocho etapas, que vuelan más de quinientos kilómetros. Van a dar a Minas, o a Espírito Santo.

Descubre por dónde anda y qué es lo que está haciendo. Edgar te ayudará.

Me dediqué al Cabrón. Anduve por todas partes, con Cão y sin él. Méier, Madureira, Caxambi, Del Castilho, Bangu, Penha, Campinho, Quintino Bocaiúva, Cascadura, Anil, Pavuna, Costa Bastos, Realengo, Camorim, Padre Miguel, Senador Cámara, Vargem Pequeña y Vargem Grande, Santíssimo, Curupia, Senador Vasconcelos, Campo Grande, Memdanha, Cosmos, Nova Iguaçu, São João de Meriti, Caxias, Nilópolis, no en ese orden, pero yendo cada vez más lejos. Di la vuelta al mundo, me perdí innumerables veces, ni la Muerte conoce todas las calles y plazas y carreteras del Gran Rio. En todas partes estaban haciendo globos, en los municipios adyacentes, en la zona rural, en los suburbios, en los cerros, en los barrios. Hasta en la Zona Sur había gente haciendo globos. Globeros surfistas. Pero el Cabrón era demasiado grande como para ser soltado en una calle o en una plaza, necesitaba de un patio grande, de un campo largo, y eso nos favorecía.

El día veintitrés se acercaba. Fabiana no respondía los recados que le dejaba en su contestadora electrónica. En la reunión semanal del Grupo se quedaba callada. También Marina hablaba poco. Después de haberme apuñalado por la espalda las dos debían sentirse incómodas. Yo no sabía si habían o no mandado el oficio en el que pedían mi sustitución, ni, en caso afirmativo, qué decisión había sido tomada en la Secretaría. Ya lo sabría por el Boletín, que es la manera más miserable de tener noticias miserables.

El día veintiuno, dos días antes de la fecha del probable lanzamiento del Cabrón, tuve una reunión con los detectives y discutimos el asunto. Uno de ellos, el detective Arsênio, estaba convencido de que el globo sería soltado en Caxias.

Contrataron al Gringo, el tipo de Cabo Cañaveral, dijo Arsênio, el Gringo desfiló en el Carnaval en la Escuela de Samba Gran Rio, que es de Caxias. A esos gringos les gustan las cosas exóticas, se debe haber enculado con una mulata y está en el negocio por amor.

¿Y Zé de Souza?

Está peleado con el grupo de Caxias. Pero ese globo puede hacer que el tipo olvide cualquier divergencia.

¿Si lo llamaran iría?

Sí, dijo Cão.

¿Y el Caveirinha?

Dicen que el Caveira anda bebiendo mucho, es una carta fuera de la baraja. No vale la pena perder tiempo con él, dijo uno de los detectives.

¿Y el mechero? ¿Silva Mattoso?

Desapareció, pero él es amigo del personal de São João de Meriti, dijo el detective Edgar.

Sólo puede ser Caxias, insistió Arsênio. Ellos tienen dinero. El bicheiro jefe de la Escuela de Samba está financiando todo. Y Meriti es un huevo, ciudad dormitorio.

Es un huevo pero está lleno de globeros en Éden, Coelho da Rocha, São Mateus, Vilar dos Teles, Vila Rosali, dijo Cão.

Si Caxias lo llama, ¿Zé de Souza va?

Si lo llamaran y el globo estuviera siendo en Caxias, va. Pero no sé si lo llamarán, dijo Cão.

Tampoco sabemos si están haciendo el Cabrón. Hay muchas comunidades haciendo globos grandes. Como ocurre todos los años, dijo Edgar.

No podemos olvidar al gringo de Cabo Cañaveral, dijo Arsênio, que estaba infiltrado en Caxias. Me tome unos tragos con él y con un grupo de globeros y el gringo sólo hablaba de, de, déjame sacar el papel en el que escribí todo: fuerzas gravitacionales, fuerza de atracción, arrastre aerodinámico, ecuaciones de movimiento, órbitas keplerianas.

Carajo, dijo alguien.

Sólo puede tratarse del Cabrón, continuó Arsênio. Van a soltar el animal a las nueve.

Vamos a votar. Éramos ocho. Yo, además del mío, tendría el voto de Minerva. Pero no fue necesario desempatar. Caxias ganó por siete a uno. Cão votó por São João de Meriti, pero con poca convicción.

Si no fuera Caxias, ¿da tiempo de que desplacemos nuestro personal a São João de Meriti?, pregunté.

Está la carretera Caxias-Meriti. Pero cincuenta hombres se desplazan con lentitud. Son muchas órdenes pasando de un nivel a otro, dijo Cão.

Jefe, dijo Edgar, todo esto puede ser un chisme, el Cabrón no existe y vamos a hacer el ridículo.

Telefoneé a Fabiana.

Mañana atraparemos el globo fantasma. Me gustaría que vinieras con nosotros.

No quiero ir.

Te lo pido yo. Después no vuelvo a molestarte nunca. Alguien del Grupo, además de mí, debe ir. No quiero llevar a Marina. No le caigo bien.

Sí le caes bien. Hasta soñó contigo el otro día.

Pero yo preferiría que fueras tú. ¿Recuerdas lo que dijiste? ¿El significado persuasivo de esta aprehensión?

¿Habrá violencia?

Ninguna. Lo prometo. Paso por tu casa en la tarde.

Después fui a la Comandancia de la PM y lo preparé todo. Los hombres de la tropa de choque estarían alertas. Desde el radio de mi coche les daría las coordenadas.

Pasé por casa de Fabiana a las seis. Después recogí a Cão en la Av. Presidente Vargas esquina con Senhor dos Passos. ¿Todo está OK?, pregunté por el radio al comandante de la tropa de choque.

Los hombres ya están en los vehículos esperando las órdenes.

¿Arsênio está ahí con ustedes? Él conoce el lugar.

Arsênio estaba con ellos. Cão, que estaba conmigo, también sabía dónde era.

Me encontré con los carros de la tropa de choque en la Av. Brasil, frente a la refinería de Manguinhos. Cogimos la carretera y paramos en la entrada de Caxias.

La tropa de choque usaba escudos, chalecos, macanas, ametralladoras, uniformes y cascos oscuros.

¿Es necesario todo eso?, preguntó Fabiana.

Sólo es para asustar, dije.

Llegamos con la tropa de choque al lugar del lanzamiento. Una gran y compacta aglomeración de personas hacían un enorme círculo en torno al globo, ya inflado, aún sujeto a las amarras. Los soldados saltaron de los vehículos e irrumpieron entre la multitud, abriéndose camino a macanazos, hasta cercar el globo.

Era un globo grande, pero el Cão y yo ya habíamos visto docenas iguales.

Puta madre, ése no puede ser el Cabrón, dijo el detective.

El Cabrón va a ser lanzado en Meriti, dije. ¿Conoces la carretera para Meriti? Vámonos para allá.

¿Sólo nosotros? No hay tiempo para reagrupar a la tropa de choque. Mira el alboroto, ya empezó la paliza, la cagamos completamente, dijo Cão.

Estábamos tan nerviosos que nos olvidamos de la presencia de Fabiana y gritábamos palabrotas uno al otro.

Vámonos, carajo, te lo estoy ordenando.

Entonces déjeme el volante, dijo Cão.

Salimos a alta velocidad por la carretera Caxias-Meriti. Por el radio del carro intenté hacer contacto con el comandante de la tropa de choque, pero no lo logré.

Ya estamos en Meriti, esta es la carretera del Munguengo. Ya deben estar lanzando el Cabrón en alguna huerta en las orillas del Sarapuí, dijo Cão.

Y así era. El Cabrón subía al cielo, la cosa más espantosa que había visto volando en toda mi vida. El mayor globo de aire caliente de todos los tiempos. El lanzamiento era saludado con exclamaciones de júbilo, y los gritos agudos de las mujeres y niños cubrían las voces de los hombres.

Bajamos del carro.

Dios mío, dijo Fabiana. Cão y yo nos quedamos callados. ¿Qué decir? Sólo miramos, y miramos, y miramos al Cabrón que subía lentamente a los cielos, mientras en las guías explotaban los cohetes y los fuegos artificiales despedían fulgores creando una claridad que iluminaba hasta donde la vista podía alcanzar.

Fabiana volvió al carro y se sentó en el asiento de atrás en silencio.

Cão y yo continuamos mirando el globo hasta que quedó del tamaño de una estrella en el cielo.

Una vez más, no logré hacer contacto por la radio con la tropa de choque que estaba en Caxias jodiéndose y jodiendo a los otros. Sentí hambre. Pregunté si alguien más quería comer alguna cosa. Solamente Cão respondió.

Nos detuvimos en una lonchería. Fabiana tomó una agua mineral. Todos mis intentos por hacerla decir alguna cosa fueron inútiles. Cão hablaba del globo. Palpitaba en la altura, el diámetro, tantas decenas de millares de metros cúbicos de aire caliente habría dentro de él que iría a caer en Minas Gerais, o en Espírito Santo, o en São Paulo, y que no era un gringo de mierda que se cogía a las mulatas inocentes, farsante de Cabo Cañaveral, el que había calculado la trayectoria.

Volvimos por la Linha Vermelha.

¿Qué es aquello? ¿Qué es aquello?, gritó Cão.

La Linha Vermelha * tiene una topografía plana y un amplio horizonte y circulando por ella se puede ver toda la bóveda celeste. O casi toda.

¿Qué es aquello? ¿Qué es aquello?, dijo Cão, excitado.

El globo, dijo Fabiana. La segunda vez que abría la boca en toda la noche.

Ahí estaba.

¿Cómo es posible? Imposible, gritó el detective.

Es él, el Cabrón. Alguna cosa le ocurrió a la mecha, dije.

Podíamos ver el globo volando lentamente. Fuimos tras él. El carro iba a veinte por hora. Un policía de motocicleta se detuvo a un lado. ¿Cuál es el problema?, preguntó. Le mostré mi credencial, estoy siguiendo aquel globo. Va hacia Penha, dijo el patrullero y arrancó en la motocicleta. Seguimos el globo. A cada momento deteníamos el carro. Va a caer en el aeropuerto, decía Cão, no, está cambiando de rumbo, va para Ramos, no, está yéndose para São Cristóvão. Tardamos un tiempo enorme sin saber para dónde ir. Hasta que decidimos que iba hacia el centro de la ciudad.

Tomamos la salida de la Cidade Nova y paramos en el canal del Mangue para observar el animal aquel. El globo había perdido mucha altura, su energía se estaba acabando, caía muy aprisa. Se desviaba hacia la Zona Sur, iba a caer dentro de algunos minutos y para llegar antes atravesamos el Rio Branco pasándonos todos los semáforos, agarramos el terraplén a doscientos por hora, atravesamos el túnel de Copacabana, salimos en la Atlántica, siempre a más de ciento cincuenta, en la madrugada es fácil. Cuando llegamos a la Vieira Souto vimos que el globo estaba cayendo al mar, frente a las islas Cagarras, a unos dos mil metros de la playa.

El Caveirinha ya estaba ahí, en la playa de Leblon, en una pick-up japonesa nuevecita. Su grupo sabía calcular los vientos. Él y el personal de captura, y también Zé de Souza, y un sujeto de barba blanca que debía ser mechero Silva Mattoso contemplaban en silencio la caída del globo al mar. El sol rayaba a la izquierda, a la altura del Arpoador, y hacía brillar el papel metálico que cubría el globo. Había dos carros más, alejados uno del otro, de globeros rivales, y los hombres dentro de los carros estaban inmóviles contemplando el espectáculo en silencio.

Habría ocurrido una masacre si el mayor globo del mundo hubiera caído en tierra.

Nuestro carro se detuvo atrás de la pick-up del Caveirinha. Algunos de los hombres de la captura, con el bulto de las armas de fuego que se notaba en las camisas, bajaron a la playa y se sentaron en la arena, mirando. Uno de ellos, desanimado, dejó caer la cabeza sobre las rodillas. Aquel globo no había sido hecho para volar sólo cincuenta kilómetros y caer en el lugar equivocado.

El globo parecía mayor que el cerro de piedra del islote Cagarra, que queda a la izquierda del conjunto de islas. Cayó lentamente y tocó el mar, primero la armazón de banderines, después la hilera de faroles ya apagados, después las cuerdas con fuegos artificiales, hasta que la inmensa boca de fierro se posó en el océano y el globo se quedó inmóvil, una carabela fantástica sobre el mar en calma. Se mantuvo inflado mucho tiempo, antes de desaparecer en las aguas.

Fabiana lo presenció todo, el rostro muy pálido.

Zé, gritó Cão.

Zé de Souza se acercó a nuestro carro, los binoculares colgando en el pecho. ¿Tú por aquí, Cão?

Zé, ¿el mechero es Silva Mattoso?

El viejo se va a morir de tristeza, la mecha pifió.

Nosotros también queríamos el globo, Zé.

No fue creado para ser prisionero, ni para morir en el mar como si fuera un marinero. Era mejor que hubiera estallado y caído en la tierra como una bola de fuego, incendiando el mundo. Dan ganas de llorar, dijo Zé de Souza.

Que se jodan los bosques, dijo Cão.

Que se jodan los bosques, repitió el rastreador. Vámonos, Diogo Cão, dije.

Doctor, si a usted no le importa, me voy a quedar aquí.

Está bien, dije, y el detective se fue con el rastreador a juntarse con los globeros. Cuando arranqué el carro Cão estaba abrazando al viejo Silva Mattoso.

¿Quieres que te lleve a tu casa?

Sí, por favor. Estoy cansada.

Fabiana vivía en la calle de las Laranjeiras. Cuando entramos al túnel Rebouças me dijo, te amo.

No hablamos del globo. Ni en el túnel ni en la cama, ni después tomando café con leche, ni en todo aquel día, ni nunca más.

Rubem Fonseca: La carne y los huesos. Cuento

1127490Mi avión no partiría sino hasta el día siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo, pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo, más aun el de mi madre.

No me incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso esperándome.

Caminé el día entero respirando monóxido de carbono. Por la noche mi anfitrión me invitó a cenar. Una mujer nos acompañaba.

Comimos gusanos, el platillo más caro del restaurante. Al mirar a uno de ellos en la punta del tenedor, me pareció una especie de larva o ninfa de mosca que al ser frita hubiera perdido los pelos negros y el color lechoso. Era un gusano raro, me explicaron, extraído de un vegetal. Si fuera una mosca el platillo sería aun más caro, respondí, irónico, ya he tenido nidos de larva de mosca en mi cuerpo tres veces, dos en la pierna y una en la barriga, y mis caballos y mis perros también tuvieron, es difícil sacarla entera, de manera que pueda comerse frita, solamente frita podría ser sabrosa, como —y me llené la boca de gusanos.

Después fuimos a un lugar que mi anfitrión quería enseñarme.

El amplio salón tenía al centro un pasillo por donde las mujeres desfilaban desnudas, bailando y haciendo poses. Pasamos entre las mesas, en torno a las cuales se sentaban hombres encorbatados. Pedimos algo al mesero, luego de que nos instalamos. A nuestro lado una mujer con sólo un cache-sexe, a gatas, frotaba las nalgas en el pubis de un hombre de saco y corbata sentado con las piernas abiertas. Ella exhibía una fisonomía neutra y el hombre, un sujeto de unos cuarenta años, parecía tranquilo como si estuviera sentado en el sillón de un peluquero. El conjunto recordaba una instalación de arte moderno. Pocos días antes, en otra ciudad, en otro país, había ido a un salón de arte a ver un puerco muerto que se pudría dentro de una caja de vidrio. Como me quedé pocos días en esa ciudad, sólo pude ver al animal ponerse verdoso, me dijeron que era una pena que no pudiera contemplar la obra en toda su fuerza trascendente, los gusanos devorando la carne.

Allí, en el cabaret, aquella exhibición también me parecía metafísica como la visión del puerco muerto en su recipiente de cristal brillante. La mujer me recordó, por un momento, a un sapo gigantesco, porque estaba agachada y porque su rostro, mulato o indio, tenía algo de anfibio. En la mesa había otros tres hombres, que fingían no darse cuenta de los movimientos de la mujer.

Desde nuestro lugar no podíamos ver todo lo que ocurría en el salón. Pero en las mesas de nuestro alrededor había siempre una o dos mujeres prendidas a un hombre enteramente vestido. El boleto de entrada daba derecho a que una de las innumerables mujeres que hacían strip-tease en varios lugares del salón se frotaran por algún tiempo en el portador del ticket de entrada. Había un patrón coreográfico en las caricias: la mujer se ponía a gatas, rozaba las nalgas en el pubis del hombre que permanecía sentado en la silla, después bailaba frente a él. Algunas, más rebuscadas, se subían encima del sujeto y le sujetaban la cara en el vértice de los muslos. Después agarraban el ticket de entrada y se retiraban.

La única mujer que asistía a aquel espectáculo era nuestra acompañante. Mi anfitrión la llamaba Condesa, no sé si era su nombre o su título. Cuando era joven conocí a una mujer que me dijo que era una condesa verdadera, pero creo que era mentira. De todos modos yo llamaba señora Condesa a mi compañera de mesa, como antiguamente lo hacía con la otra. Ella miraba lo que ocurría en torno y sonreía discretamente, se comportaba como suponía que un adulto debe comportarse en un circo.

De todas las esquinas venía un sonido alto de dance music. Para poder hablar con la Condesa tenía que aproximar mi boca a su oreja. Le dije alguna cosa que me distinguía como un observador distante y fastidiado, ya olvidé lo que fue. También con la boca casi pegada a mi oreja, la Condesa, después de comentar la actitud de una mujer que cerca de nosotros frotaba el coño en la cara de un hombre de corbata de moño, citó en latín la conocida frase de Terencio: las cosas humanas no le eran ajenas, y por lo tanto no la asustaban. Y para demostrarlo balanceó el cuerpo al ritmo del sonido retumbante y cantó la letra de una de las piezas. Yo la acompañé, golpeando en la mesa.

En el salón había un cancel de vidrio con regadera, fuertemente iluminado por spots de luz, en el cual las mujeres se alternaban dándose un baño, algunas se mojaban y se lavaban el cuerpo entero, se enjabonaban los tobillos, los pelos del pubis, las rodillas, los codos, los cabellos. Otras hacían abluciones estilizadas. Están diciendo estoy limpia, confía en mí, susurró la Condesa en mi oído.

Esperamos que se realizara la rifa. El ganador podría escoger a cualquiera de las mujeres para pasar el resto de la noche con él, según palabras del maestro de ceremonias.

Nosotros, mi anfitrión y yo, no fuimos sorteados. La Condesa no había comprado boletos para la rifa.

Entonces permanecimos callados, sin cantar y sin golpear en la mesa al ritmo de la música. Pagamos —el anfitrión pagó— y salimos.

Nos despedimos en la acera frente al bar. La Condesa ofreció llevarme al hotel. El anfitrión también. Les dije que quería caminar un poco, las ciudades grandes son muy bonitas al amanecer.

Ya llevaba unos diez minutos caminando, doliéndome de no tener una foto de mi madre en el bolsillo, ni en un álbum, ni en ningún cajón, cuando el carro de la Condesa se detuvo a mi lado.

Entra, dijo, tengo ganas de llorar y no quiero llorar sola.

Cuando llegamos al hotel había un recado de mi hermano. Lo llamé desde el cuarto. La Condesa oyó nuestra conversación. Lo siento mucho, dijo, sentándose en la cama, cubriéndose el rostro con las manos, pero no estoy llorando por ti, estoy llorando por mí.

Me acosté en la cama y miré el techo. Ella se acostó a mi lado. Apoyó su rostro húmedo en el mío y dijo que coger era una manera de celebrar la vida. Cogimos en silencio y luego nos bañamos juntos, ella imitó a una de las mujeres del cabaret lavándose y cantando y yo la acompañe golpeando en las paredes de la ducha. Dijo que ya se sentía mejor y yo le dije que ya me sentía mejor.

Tomé el avión.

Nueve horas y media después llegué al hospital.

El cuerpo de mi madre estaba en la capilla, dentro de un cajón cubierto de flores, sobre un catafalco. Mi hermano fumaba a un lado. No había nadie más.

Ella preguntaba mucho por ti, dijo mi hermano, entonces me acerqué a ella y le dije que yo era tú, agarró mi mano con fuerza, dijo tu nombre y murió.

En el túmulo de la familia ya estaban los restos de mi padre y de mi hermano. Un funcionario del cementerio dijo que alguien tendría que asistir a la exhumación. Fui yo. Mi hermano parecía más cansado que yo.

Eran cuatro sepultureros. Abrieron la losa de mármol rosa y rompieron con martillos la placa de cemento que cerraba la sepultura. El túmulo estaba dividido en dos por una piedra plana. Uno de los sepultureros se metió dentro del hoyo abierto, con cuidado para no pisar los restos de mi hermano, en la parte superior. Las ropas de mi hermano estaban en buen estado. Tenía buenos dientes, los molares tapados con oro. Cuando retiraron la cabeza el maxilar inferior se desprendió del resto del cráneo. El fémur y la tibia estaban más o menos enteros; las costillas parecían de cartón.

Los huesos fueron arrojados por el sepulturero en una caja blanca de plástico al lado de la sepultura. Tres cucarachas y un ciempiés rojo subieron por las paredes, el ciempiés parecía más veloz que las cucarachas, pero las cucarachas huyeron primero. Dije en voz alta que el ciempiés era venenoso. El sepulturero, o como se llamara, no le dio importancia a lo que yo había dicho.

Después de que los restos de mi hermano fueron colocados en la caja de plástico, su nombre fue escrito con letras grandes en la tapa. Uno de los hombres entró a la sepultura y deshizo con un marro y cincel la losa que cerraba la parte inferior donde se encontraban los restos de mi padre, que había muerto dos años antes que mi hermano. El enterrador volvió a entrar a la sepultura. Los huesos de mi padre estaban en peor estado que los de mi hermano, algunos tan pulverizados que parecían tierra. Todo fue arrojado dentro de otra caja de plástico, mezclado con los restos de telas, las ropas de mi padre no eran tan buenas como las de mi hermano y se habían podrido tanto como los huesos. Del cráneo de mi padre sólo quedaba la dentadura postiza; el acrílico rojo de la dentadura brillaba más que el ciempiés.

Les di una buena propina. Las dos cajas fueron colocadas a un lado de la sepultura.

Volví a la capilla.

Mi hermano fumaba mirando por la ventana el tránsito de la calle.

Un sacerdote apareció y rezó.

El cajón cerrado fue colocado en una camilla con ruedas. Seguimos, mi hermano y yo, a la camilla empujada por el sepulturero hasta la fosa abierta. El cajón de mi madre fue colocado en la parte inferior. Una losa fue sellada con cemento, dejando la parte superior vacía, a la espera del futuro ocupante. Sobre esa losa fueron depositadas provisionalmente las dos cajas con los restos de mi padre y mi hermano. La loza de mármol rosa con los nombres de los dos, grabados en bronce, cerró la sepultura.

Deben haber robado las obturaciones de oro de los dientes de mi hermano mientras fui a la capilla para traer a mi madre, pensé. Pero estaba muy cansado para comentar eso. Caminamos en silencio hasta la puerta del cementerio. Mi hermano me dio un abrazo. ¿Quieres que te lleve?, preguntó. Le dije que iba a caminar un poco. Miré su carro que se alejaba. Me quedé allí, de pie, hasta que oscureció.

Rubem Fonseca: Joana. Cuento

191955_14720_1Solamente me gustaban las mujeres bonitas, de cara y cuerpo. Podían ser ignorantes, idiotas, pero si eran bonitas me gustaban.

Mi novia, Íngrid, era así, linda, tonta, delgada, pesaba cuarenta y cinco kilos, perfecta como una de esas figurillas que giran sobre una caja de música. Yo la levantaba, sosteniéndola del trasero, ella me rodeaba la cintura con las piernas, me abrazaba como una sanguijuela, yo la penetraba y trepábamos. Siempre empezábamos así a hacer el amor.

Olvidé decir que soy muy católico. Fui al confesionario y le dije al cura, señor cura, solamente me gustan las mujeres bonitas, ¿eso es pecado?

Él guardó silencio, hasta pensé que se había ido, no lograba ver bien el interior del confesionario, el escalón que nos separaba lo impedía, pero no dejé de pensar que podía verme, e hice una cara contrita de pecador arrepentido.

Después de algún tiempo empecé a ponerme nervioso y pregunté, señor cura, ¿está usted ahí?

Sí, respondió él. No reconocí la voz, debía ser un cura nuevo, yo me confesaba todos los meses y conocía la voz de los curas que me atendían y siempre me ordenaban rezar algunos padrenuestros y avemarías antes de absolverme.

¿Es pecado que solo me gusten las mujeres bonitas?, repetí.

Durante un buen tiempo el cura siguió guardando silencio, después dijo, hijo mío, el pecado es una transgresión de la ley o de un precepto religioso, no hay un mandamiento que hable de eso…

Señor cura, dije, discúlpeme, pero leí en Tomás de Aquino que los pecados capitales son la vanidad, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la acedia… ¿Acedia? Cuando leí esa palabra, señor cura, tuve que consultar en el diccionario para descubrir que era pereza.

Me reí al decir aquello, pero del otro lado no obtuve respuesta. Inquieto por el silencio del reverendo me olvidé de Tomás de Aquino. Permanecimos los dos callados, parecía cosa de locos.

Rompí el silencio. Señor cura, ¿el hecho de que solo me gusten las mujeres bonitas no es un indicio de lujuria?

Tal vez, dijo el cura; y creí oír un leve suspiro que venía de su cubículo.

Insistí: un pensador ateo cuyo nombre olvidé dijo que fue el miedo cristiano a la carne lo que hizo de la lujuria un pecado mortal.

Más silencio al otro lado del confesionario.

¿Por qué solo me gustan las mujeres bonitas? Yo mismo me respondí: para trepar. Mi amante para mí es apenas un cuerpo, lengua y orificios, eso tiene que ser pecado.

Hijo mío, dijo el padre, modera tu lenguaje, estamos en la casa de Dios.

Discúlpeme, dije.

El padre permaneció callado un tiempo más, y luego dijo, hijo mío, para obtener el perdón y purificarte de tus pecados debes rezar un rosario completo. Puedes irte.

Me fui a casa, hice la señal de la cruz y recé el credo. Después un padrenuestro, tres avemarías, una gloria, y después de cada rezo recitaba la oración pedida por la Virgen María en Fátima: Oh Jesús mío, perdonad nuestros pecados, libradnos del fuego del Infierno, llevad nuestras almas al Cielo y socorred ante todo a los que más precisen de Tu misericordia. Finalmente, recé otros dos padrenuestros y terminé con una salve. Todo en voz alta. Cuando terminé, sentí que estaba perdonado y me fui a la cama.

No pude dormir. No estaba perdonado. Sabía que solo estaría perdonado cuando enamorara a una mujer fea. Pero, al contrario de lo que piensa la mayoría de las personas, conseguir a una mujer fea es más difícil que conseguir a una bonita. Ciertas feas sublimaron el deseo y se escudaron obsesivamente en variadas obsesiones; otras lo excluyeron del campo de la conciencia. Todas se defienden con razones que juzgan acordes con el comportamiento que adoptaron, sin advertir el verdadero motivo: son feas, y ningún hombre se interesa en ellas.

¿A qué lugares van las mujeres feas? A la iglesia, por supuesto. Ese era el sitio adecuado para encontrar a una penitente fea que quisiera entregarse al pecado de la lujuria. O que ya lo hubiera cometido. Me restaba imaginar en cuál día y horario preferían rezar las feas. Elegí el domingo. Y examinar todas las misas de ese día.

La iglesia que escogí celebraba la primera misa a las seis de la mañana. Estudié a todas las mujeres de ese horario y no encontré una sola que sirviera a mis propósitos. Todas eran feas, y también viejas. Cortejar a una mujer fea y vieja era una penitencia que ni en tiempos de la Inquisición sería impuesta al peor de los pecadores.

Mi frustración iba creciendo, misa tras misa. Hasta que en la misa del mediodía encontré a una mujer que tal vez fuera la adecuada. Debía tener unos treinta años, gordita, sin cuello, totalmente asimétrica. Me le acerqué junto a la fuente del agua bendita. Mientras me bendecía le dije, es la primera vez que vengo a misa de doce, siempre vengo a las seis de la mañana.

A esa hora estoy durmiendo, respondió ella, lo que más me gusta en la vida es dormir.

¡Ah! suspiré, ojalá pudiera decir lo mismo, duermo muy mal.

Debe tener algún peso en la conciencia, dijo ella sonriendo.

Sus dientes eran oscuros, sin duda fumaba mucho. Caminamos. ¿Puedo encender un cigarrillo? preguntó ella. Claro, respondí, fumé mucho por un tiempo, pero lo dejé después de leer artículos y estadísticas médicas que demostraban que el cigarrillo es un veneno.

Como todo ex fumador y ex vicioso de algo, no dejo pasar la oportunidad de hablar mal de mi antiguo vicio.

Ya lo sé, dijo ella, pero si dejo el cigarrillo me voy a engordar terriblemente.

Al oírle decir eso tuve la certidumbre de haber encontrado a la mujer que buscaba. Poseía al menos un cierto grado de vanidad, y esto, dadas las circunstancias, hacía de ella la mujer ideal. Además de ser un pecado, la vanidad es, de todos los riesgos, el que hace a la mujer más vulnerable. Puede ella resistirse a la gula, evitando comer papas fritas, a la avaricia, pagándole más a la criada, a la envidia, reconociendo el éxito de la operación plástica de su amiga, a la pereza, comprando un despertador ruidoso para despertar más temprano, a la lujuria, huyendo a la iglesia, pero nadie se resiste a la vanidad. Y la vanidad conduce a los otros pecados. Y el primero de ellos es la lujuria.

Su nombre era Joana. La llevé hasta la puerta de su casa, distante unos quince minutos de la iglesia. No lo invito a tomar un café porque tuve un problema con mi estufa, y siendo hoy domingo no tengo a nadie que pueda arreglarla.

Soy capaz de arreglar cualquier estufa, dije, ¿quiere que arregle la suya?

Ah, sería estupendo, respondió ella.

La estufa tenía cuatro parrillas y un horno. Para ser sincero, no sé nada sobre estufas. Situado frente al artefacto, me dediqué a apretar botones y a torcer cosas, acercando mi nariz a las bocas de gas. Al cabo de un rato, dije que para arreglar la estufa necesitaba cierta pieza, un calibrador. Era una buena palabra, calibrador, de uso múltiple como esos detergentes que anuncian en la televisión.

Así que no tendrá su café, dijo ella.

Estaba nerviosa, con un hombre dentro de su casa, sin saber a ciencia cierta cómo se comportaría y cómo lo haría ella misma en una emergencia. Yo sabía que mi tarea inicial era ganarme su confianza.

Hice mi primera comunión a los siete años, ¿y tú?

A los ocho, respondió, ¿no quieres sentarte?

Me senté en la poltrona y ella en el sofá.

Le conté entonces que mi madre me había comprado un trajecito blanco, con una cinta en el brazo, blanca y dorada. Fue una experiencia inolvidable, recibir a Jesucristo Sacramentado, dije, mis padres sabían que la primera comunión debe recibirse cuando se comienza a tener uso de razón, pero yo, a pesar de tener solo siete años, era un chico muy sensato, y lo sigo siendo hasta hoy, responsable, confiable.

No me acuerdo muy bien de mi primera comunión, dijo ella, creo que la hice con un grupo de niñas del colegio.

Miré mi reloj, me puse de pie. Tengo un compromiso dentro de una hora, dije, discúlpame no haber arreglado tu estufa.

No te preocupes. ¿A qué hora vas a misa el domingo?

A la misma de hoy, respondí.

Pues allá nos veremos, ¿te parece bien?

Claro, aseguré.

Me despedí formalmente, nada de besitos en la mejilla, aunque ella había acercado su rostro para recibirlos.

Al domingo siguiente nos encontramos de nuevo. Joana se había acicalado cuidadosamente, para impresionarme. Los atavíos funcionan con las mujeres bonitas, las feas quedan todavía más feas cuando se adornan.

La invité a almorzar. Ella se limitó a una ensalada de lechuga y tomate. Tengo que perder unos cuantos kilos. Qué bien, se estaba preparando para mí. Me preguntó si tenía algún compromiso, una novia, casado ya sabía que no era, pues no veía ninguna alianza en mi dedo. Le dije que no tenía a nadie, que aquella era la primera vez que iba a un restaurante con una mujer. ¿Y con un hombre, preguntó ella, con un cierto pánico en la voz, una súbita sospecha sobre mis inclinaciones sexuales debía haber crepitado en su cabeza. Para disipar esa duda respondí, con nadie, hace tiempos tuve una novia, pero a ella le gustaba cocinar para mí y comíamos en su casa o en la mía. ¿Y cocinaba bien? Muy bien, respondí. Yo también sé cocinar, dijo Joana, un día de estos prepararé un plato para ti.

Aquello se tardó otros quince días, es decir, otras dos misas, después de las cuales siempre la acompañaba hasta su casa.

Joana está adelgazando, lo que la tornaba aún más asimétrica, las partes de su cuerpo, tórax, cuello, brazos, piernas, abdomen, quedaron todavía más desproporcionadas. Una noche soñé con ella, y en el sueño era una especie de grillo o cigarra, uno de esos insectos que se mueven de manera desarticulada.

La cena que Joana preparó en mi honor estaba deliciosa. Ella casi no comió, pero tomó bastante vino, bebimos dos botellas de tinto portugués Periquita, ella la mayor parte.

Después fuimos a la sala, donde nos sentamos, ella en el sofá, yo en la poltrona. Joana encendió un cigarrillo. Súbitamente se levantó y dijo, abrázame.

Le di un abrazo largo y estrecho. Luego ella volvió al sofá y yo a la poltrona. Me puse a mirar su rostro, los labios con un leve toque de carmín, pensando si lograría hacerle el amor. Tal vez mi pene se desmayaría, cosa que nunca me ha sucedido, ni a nadie de mi familia. Cuando llegara el momento le diría que era muy tímido y tenía que apagar por completo la luz del cuarto.

Cené en su casa otras cuatro veces. En la última sucedió. Ella, más embriagada y pintada que nunca, me dijo que quería ser mía, me tomó de la mano y me llevó a su alcoba.

Tiene que ser en una oscuridad total, le dije, soy muy tímido.

Nos desnudamos en la oscuridad y nos tendimos en la cama. Pensé en Íngrid, en las cosas que hacíamos en el lecho y mi palo se endureció. Cuando eso pasó, ni se me vino a la mente un condón, tenía que aprovechar mientras mi instrumento estaba en condiciones y la penetré.

Estaba oscuro, pero aún así cerré los ojos, pues Joana empezó a gemir y a besarme en la boca y temí que mis ojos se habituaran en las sombras a ver su cara.

Después de algún tiempo no necesité pensar en Íngrid. La vagina de Joana era estrecha y jugosa, caliente, húmeda.

Prolongué lo más que pude el placer de aquella penetración. Ella gozó con un ardor tan ardiente y lanzó un grito tan agudo que perdí el control y gocé también. Confieso que fue una de las mejores trepadas de mi vida.

Tú me salvaste, dije, ya no soy un pecador.

Joana no respondió. Encendí la luz para agradecerle esa bendición. A mi lado Joana, pálida, inmóvil, no respiraba ni se movía. Estaba muerta.

Besé con cariño su rostro, finalmente bonito y feliz. Yo estaba a salvo, había dado felicidad y belleza eterna a una buena mujer.

Rubem Fonseca: Corazones solitarios. Cuento

2012_6_12_mdo2bfZ0bQRJEqfDiwZCN1Trabajaba yo en un diario popular, como reportero de la sección Policiales. Hacía mucho tiempo que no sucedía en la ciudad un crimen interesante, involucrando a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.

– Crímenes así, ni en Roma, París o Nueva Cork -decía el editor del diario-, estamos en una mala época. Pero ya vendrán. La cosa es cíclica; cuando menos se lo espera, estalla una de aquellos escándalos que dan material para un año. Está todo podrido, a punto. Sólo hay que saber esperar.

Antes del estallido me despidieron.

– Sólo hay pequeños comerciantes que matan al socio, pequeños bandidos que matan a pequeños comerciantes, policías que matan a pequeños bandidos. Cosas pequeñas -le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer…

– Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas -dijo Peçanha…

– Pero fuera de mi área -le dije.

– ¿Ya leíste Mujer? -preguntó Peçanha.

Admití que no. Me gusta más leer libros.

Peçanha sacó una caja de habanos de dentro del cajón y me ofreció uno. Encendimos los habanos. En poco tiempo, el ambiente se volvió irrespirable. Los habanos eran ordinarios, estábamos en verano, con las ventanas cerradas y el aparato de aire acondicionado que no funcionaba bien.

– Mujer no es una de esas publicaciones acarameladas para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de clase C, que come arroz con porotos, y a la que no le importa engordar. Dale un vistazo.

Peçanha me tiró un ejemplar del diario, Formato tabloide, titulares en azul, algunas fotos fuera de foco, fotonovelas, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y confección.

-¿Serías capaz de hacer la sección De Mujer a Mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que la hacía se fue. De Mujer a Mujer era firmada por una tal Elisa Gabriela. Querida Elísa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y…

– Creo que puedo – dije.

– Bárbaro. Comienzas hoy. ¿Qué nombre quieres usar?

Pensé un poco.

– Nathanael Lessa.

– ¿Nathanael Lessa? – dijo Peçanha, sorprendido y chocado, como si hubiese dicho una mala palabra u ofendido a su madre.

– ¿Qué tiene? Es un nombre como cualquier otro. Y estoy rindiendo dos homenajes.

Peçanha pitó el habano, irritado.

– Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es nombre de Clase C. Aquí sólo usamos nombres del agrado de la Clase C, nombres lindos. Tercero, el diario sólo homenajea a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente la irritación de Peganha había ido aumentando gradualmente, como si estuviese sacando un cierto provecho de ella- aquí nadie, ni yo mismo, usa seudónimo masculino. ¡Mi nombre es María de Lourdes! Miré otra vez el diario, incluso el equipo editorial. Sólo había nombres de mujer.

– ¿No crees que un nombre masculino da más credibilidad a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas deben hacer, Nathanael Lessa pega más que Elisa Gabriela.

– Es eso mismo lo que no quiero. Aquí ellas se sienten dueñas de su nariz, confían en uno, como si fuésemos todas comadres. Estoy hace veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas que pasaron ayer por la televisión.

Estaba tan irritado que no le pregunté qué se proponía Mujer. Más tarde o más temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo.

Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, acostumbra decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y encima de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo. Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco en el habano para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus labios gordos temblaron como si tuviese un grano de pimienta en la lengua. Enseguida apretó los dientes y golpeó con la uña del pulgar en la dentadura sucia de nicotina, mientras me miraba de una manera que debía considerar cargada de significados.

– Podría agregar “dr.” a mi nombre. Dr. Nathanael Lessa.

-¡Cuernos!, está bien, está bien – masculló Peçanha entre dientes -, comienzas hoy.

Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer.

Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba la sección Horóscopo. Sandra era también conocida como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había egresado hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología, por qué?

Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablase con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos.

Queda mal ser el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer. Van a pensar que soy marica. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de Clase C escribe cartas? Elisa las inventaba todas.

Estimado Dr. Nathanael Lessa: Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela superfina del barrio norte. Todas sus compañeritas van a la peluquería, por lo menos una vez por semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es chofer de ómnibus de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar extra para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿Usted no cree que los hijos merecen todos los sacrificios? Madre Diligente. Villa Kennedy.

Respuesta: Lave la cabeza de su hijita con jabón de coco y rícele el pelo con pedacitos de papel. Queda como de peluquería. De cualquier manera, su hija no nació para ser una muñequita. A decir verdad, la hija de nadie. Agarre el dinero de las extras y compre alguna cosa más útil: comida, por ejemplo.

Estimado Dr. Nathanael Lessa: Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy a la feria, al almacén, a la frutería, se burlan de mí. Me engañan en el peso, en el vuelto, el poroto está podrido, la harina de maíz mohosa, cosas así. Yo solía sufrir mucho pero ahora estoy resignada. Dios está con los ojos puestos en ellos y en el Juicio Final las van a pagar. Doméstica Resignada. Peçanha.

Respuesta: Dios no está con los ojos puestos en nadie. Tú misma eres quien tiene que defenderse. Sugiero que grites, hagas oír tu voz, haz escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? 0 si no un bandido amigo, también sirve. Búscale la vuelta, gordita.

Estimado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy dactilógrafa y virgen. Encontré a este muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué piensa? Virgen Loca, Parada de Lucas. Respuesta: Fíjate bien, Virgen Loca, pregúntale qué es lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te deja, entrégate, pues es un hombre sincero. No eres grosella ni sopa de verdura para que tengas que ser probada, pero, hombres sinceros quedan pocos, vale la pena intentar. Fe y mantente firme.

Fui a almorzar.

Al regreso Peçanha me mandó a llamar. Estaba con mis trabajos en la mano.

– Hay algo aquí que no me gusta – dijo.

– ¿Qué? – pregunté.

– ¡Ah, Dios mío, la idea que la gente se hace de la Clase C! – exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba el techo y fruncía la boca -. Quienes gustan ser tratadas con malas palabras y puntapiés son las mujeres de la Clase A. Recuerda a aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres se debía a que él trataba a las señoras como putas y a las putas como señoras.

– Está bien. Entonces, ¿cómo debo tratar a nuestras lectoras?

– No me vengas con dialéctica. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y seguridad en las cartas, eso es lo que quiero.

Dr. Nathanael Lessa: Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz.

Respuesta: Grabe esto en su corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni el dinero, ni la belleza, ni la juventud, ni un barrio fino dan la felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y bellos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sea buena, sea justa, ame al prójimo como así misma, sonríale al tesorero del Instituto Nacional de Previsión Social, cuando vaya a cobrar su pensión.

Al día siguiente, Peçanha me llamó y me preguntó si podía, además, escribir la fotonovela.

– Nosotros producimos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre.

Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no dije nada de eso a Peçanha.

El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo.

– Mi nombre es Mónica Tutsi – dijo -, pero puedes llamarme Agnaldo. ¿Estás con la papa lista?

Papa era la novela. Le expliqué que Peçanha acababa de comunicarme eso y que necesitaba por lo menos dos días para escribir.

– ¿Días? Ja, ja – se rió, haciendo un ruido de perro grande, ronco y domesticado, que le ladra al dueño.

– ¿Dónde está la gracia? – pregunté.

Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Él tenía una fórmula.

– Yo también tengo una fórmula. Date una vuelta, regresa en quince minutos y tendrás tu novela lista.

¿Qué es lo que pensaba de mí ese fotógrafo idiota? El hecho de haber sido reportero de policiales no significaba que yo fuese una bestia. Si Norma Virginia o cualquiera fuese su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también lo haría.

Había leído todos los trágicos griegos, los ibsens, los o neills, los beckets, los chéjovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. No tenía más que tomar una idea aquí, otra allí, y listo.

Un niño rico es robado por los gitanos y lo dan por muerto. El chico crece pensando que es un gitano verdadero. Un día encuentra a una muchacha riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una fastuosa mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en una carreta. Las dos familias no quieren que se casen, Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía a apresar a los gitanos. Uno de los gitanos es baleado por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es mayor que todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con sus familias. En la fuga encuentran a un monje piadoso y sabio que consagra la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran para la cámara nupcial. Son lindos esbeltos, rubios de ojos azules. Se sacan la ropa – ¡Oh! – dice la chica -, ¿qué es esa cadena de oro con medalla salpicada de brillantes que tienes en el pecho? – ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! – ¡Tú eres mi hermano desaparecido! –grita la joven. Los dos se abrazan. (Atención Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal? ¿Eh? Puedo también modificar el final y volverlo más sofocleano: los dos sólo descubren que son hermanos después del hecho consumado; desesperada, la joven salta por la ventana del convento, estrellándose allá abajo.)

– Me gustó tu historia – dijo Mónica Tutsi.

– Una pizca de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey – dije modestamente.

– Pero no sirve para fotografiar, muchacho. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a conseguir la mansión rica?, ¿los automóviles?, ¿el convento pintoresco?, ¿el bosque florido?

– ¿Dónde voy a conseguir – continuó Mónica Tutsi como si no me hubiese oído – los dos jóvenes rubios esbeltos de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio mulatos. ¿Dónde voy a conseguir la carreta? Haz otra, muchacho. Vuelvo en quince minutos. ¿Y qué es eso de sofocleano?

Roberto y Betty están comprometidos y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economizó dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión en colores, combinado, heladera, lavarropas, enceradora, licuadora, batidora, máquina de lavar platos, tostadora, plancha automática y secador de cabellos. Betty también trabaja. Ambos son castos. La fecha de casamiento ha sido fijada. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta: ¿Vas a casarte virgen? Precisas iniciarte en los misterios del sexo. Tiago lleva entonces a Roberto a la casa de la Superputa Betatrón. (Atención Mónica Tutsi, el nombre tiene una pizca de ficción científica.) Cuando Roberto llega verifica que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh!, ¡cielos!, sorpresa terrible. Alguien dirá, tal vez el portero: ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela.

– Una palabra vale por mil fotografías – dijo Mónica Tutsi -, a mí me toca siempre la peor parte. Ya vuelvo.

Dr. Nathanael: Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Pero por sobre todo me gusta colocarme un vestido largo de baile, pintar mis labios con rouge carmesí, ponerme bastante colorete, pasarme rímel en los ojos. Ah, ¡qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca. Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo mal a alguien con eso? Tuve ya otro consultante al que le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero modelo. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca escarlata, pon color en tu vida.

– Todas las cartas deben ser de mujeres -advirtió Peçanha.

– Pero ésa es verdadera – dije.

– No lo creo.

Le entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de tira que examina un billete groseramente falsificado.

– ¿Crees que sea una broma? – preguntó Peçanha.

– Puede ser – dije -, y puede no ser.

Peçanha puso cara de reflexión. Después añadió:

– Agrega en tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre. Me senté a la máquina.

Escribe siempre, Pedro, sé qué ese no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa.

– Diablos – dijo Mónica Tutsi -, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado en un film italiano.

– Canallas, sucios babosos, sólo porque fui reportero de policiales me llaman plagiario.

– Calma, Virginia.

– ¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone – dije -. ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya tuve oportunidad de conocer una novia de esas bien serias, era hasta hermana de caridad, y fueron a ver: resultó que también era puta.

– Está bien muchacho, voy a fotografiar la historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón?

– Tiene que ser pelirroja, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, activado por la sección de un campo magnético que varía rápidamente – dije.

– ¡Diablos! Ese es un nombre de puta – dijo Mónica Tutsi con admiración, retirándose.

Comprensivo Nathanael Lessa: He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha estado roja como la sangre de un tigre y el despertar de la aurora. Estoy pensando en usar un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué piensas? Ahora voy a hacerte una maravillosa y gran confidencia, pero quiero que mantengas el mayor secreto sobre mi confesión. ¿Lo juras? No sé si decirlo o no. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los otros. Soy, básicamente, una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, el impudor, las canalladas, me chocan mucho. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta te contaré más, todo, tal vez. Pedro Redgrave.

Respuesta: Pedro. Aguardo tu carta con tus secretos, que prometo guardar en las arcas inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu.

Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu corajuda mente.

Peçanha preguntó:

– ¿Estas cartas también son verdaderas?

– Las de Pedro Redgrave lo son.

– Extraño, muy extraño – dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes -, ¿qué es lo que crees?

– No creo nada – dije.

Él parecía estar preocupado por algo. Me hizo preguntas sobre la fotonovela sin interesarse, no obstante, por las respuestas.

– ¿Qué tal la carta de la cieguita? – pregunté.

Peçanha agarró la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael: No puedo leer lo que tú escribes. Mi abuelita adorada me lee todo. Pero no pienses que soy analfabeta. Soy cieguita. Mi querida abuelita está escribiendo la carta por mí, pero las palabras son mías. Quiero enviar una palabra de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su Pueblo. Cieguita Feliz. Camino del Unicornio. Nueva Iguazú. Posdata: Olvidé decir que también soy paralítica.

Peçanha encendió un habano.

– Conmovedor, pero Camino del Unicornio suena a falso. Quedaría mejor que colocaras Camino del Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta. Cieguita Feliz, felicitaciones por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquellos que se desesperan en la adversidad deberían nutrirse de tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta.

Peçanha me devolvió los papeles.

– Tu futuro está en la literatura. Esto es de gran escuela. Aprende, aprende, dedícate, no te desanimes, suda tu camisa.

Me senté a la máquina:

Tesio, bancario, vive en la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos; casado en segundas nupcias con Frederica; tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio, Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso de los dos. Frederica se ahorca en el árbol de la quinta de la casa. Hipólito pide perdón a su padre, huye de su casa y vaga desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil.

– ¿Cuál es el condimento aquí? – preguntó Mónica Tutsi.

– Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: conozco el alma humana y no preciso a ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta con mirar a su alrededor. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto ya alguna persona más alerta, más despierta?

Mónica Tutsi me miró bien a los ojos y dijo:

– Creo que estás loco. Continué:

– Cito los clásicos apenas para mostrar mi conocimiento. Como fui reportero de policiales, si no hago eso los cretinos no me respetan. Leí millares de libros. ¿Cuántos libros crees que leyó Peçanha?

– Ninguno, ¿Frederica puede ser negra?

– Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos.

Nathanael: Amo, un amor prohibido, un amor interdicto, un amor secreto, un amor escondido. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle tomados de las manos, como los otros, besarnos en los jardines y en los cines, como los otros, acostarnos abrazados en las arenas de las playas, como los otros, bailar en boites, como los otros. No podemos casarnos, como los otros, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los otros. No tengo fuerzas para resistir y luchar, Es mejor morir. Adiós. Esta es mi última carta. Haz rezar una misa en mi memoria. Pedro Redgrave.

Respuesta: ¡Vamos, Pedro! ¿Vas a renunciar ahora que encontraste el amor?

Oscar Wilde sufrió como el diablo, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó. Si no puedes casarte, júntate. Hagan testamento, uno en favor del otro. -Defiéndanse. Usen la Ley y el Sistema en vuestro beneficio. Sean, como los otros, egoístas, disimulados, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Despojen. Es en legítima defensa. Pero, por favor, no hagas ningún gesto alocado.

Hice llegar a Peçanha la carta y la respuesta. Las cartas sólo eran publicadas con su visto.

Mónica Tutsi apareció con una muchacha.

– Esta es Mónica – dijo Mónica Tutsi.

– Qué coincidencia – dije.

– Coincidencia, ¿qué cosa? – preguntó Mónica, señalando al fotógrafo.

– Que tengan el mismo nombre – dije.

– ¿El se llama Mónica? – preguntó Mónica, señalando al fotógrafo.

– Mónica Tutsi. ¿También eres Tutsi?

– No. Mónica Amelia.

Mónica Amelia se quedó mordiéndose una uña y mirando a Mónica Tutsi.

– Me dijiste que tu nombre era Agnaldo – dijo.

– Afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi.

– Mi nombre es Clarice Simone – dije.

Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía a dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas por el propio nombre.

– Cuando me case, mi hijo o mi hija se va a llamar Hei Psiu – dije.

– ¿Es un nombre chino? – preguntó Mónica.

– O Fiu Fiu – silbé.

– Te estás volviendo nihilista – dijo Mónica Tutsi, retirándose con la otra Mónica.

Nathanael: ¿Sabes lo que es que dos personas se gusten? Eso éramos nosotros dos, yo y María. ¿Sabes lo que son dos personas perfectamente sincronizadas? Esas éramos nosotros dos, yo y María. Mi plato preferido es arroz, poroto, coliflor, harina de mandioca y longaniza frita. ¿Imagina cuál era el de María? Arroz, poroto, coliflor, harina de mandioca y longaniza frita. Mi piedra preciosa preferida es el rubí. La de María, lo debes imaginar, era también el rubí. Número de la suerte 7, color el azul, día lunes, filme de far-west, libro El Principito, bebida chop, colchón el Anatom, Club el “Vasco de Gama”, música la samba, pasatiempo el Amor, todo igual entre yo y ella, una maravilla. Lo que nosotros hacíamos en la cama, muchacho, no es por ufanarme, pero si hubiésemos estado en un circo y cobrado entrada, nos volvíamos ricos. En la cama ninguna pareja fue presa de tamaña locura, resplandeciente, capaz de desempeño tan hábil, imaginativa, original, obstinada, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y lo repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna, continuaría amándote, me decía ella. Si fueras jorobada, no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueses sordomudo, continuaría amándote, decía ella. Si fueras bizca no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueses barrigón y feo, continuaría amándote, decía ella. Si estuvieses toda marcada de viruela, no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueses viejo e impotente, continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando esos juramentos cuando una voluntad de ser verdadero me golpeó hondo como una puñalada y le pregunté: ¿si no tuviese dientes, me amarías? y ella respondió, si no tuvieses dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, en un gesto grave, religioso y metafísico. Nos quedamos los dos mirando la dentadura, encima de la sábana, hasta que María se levantó, se colocó el vestido y dijo: voy a comprar cigarrillos. Hasta hoy no volvió. Nathanael, explícame lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? Algunos dientes, míseros pedacitos de marfil, ¿valen tanto? Odontos Silva.

Cuando iba a responder, apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando.

En la sala de Peçanha había un hombre de anteojos y barba.

– Este aquí es el Dr. Pontecorvo, que se dedica a… ¿a qué se dedica usted? – preguntó Peçanha.

– Investigación motivacional – dijo Pontecorvo -. Como le iba contando, nosotros hacemos seguimiento de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo, ¿quién es el lector de Mujer? Vamos a suponer que es la mujer de Clase C. En nuestras pesquisas anteriores ya investigamos todo sobre la mujer de Clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bombachitas tiene, a qué hora hace el amor, a qué hora ve televisión, los programas de televisión que prefiere, en fin, un perfil completo.

– ¿Cuántas bombachitas tiene? – preguntó Peçanha.

– Tres – respondió Pontecorvo sin vacilar.

– ¿A qué hora hacer el amor?

-A las 21.30 – respondió Pontecorvo rápidamente.

– Y, ¿cómo hacen ustedes para descubrir todo eso? ¿Llaman a la puerta de Doña Aurora, entran en los monobloques del Instituto Nacional de Previsión Social; ella abre la puerta y ustedes dicen, buenos días Doña Aurora, a qué hora se pega su encarnada? Oiga, amigo, estoy hace veinticinco años en este negocio y no preciso que nadie venga a decirme cuál es el perfil de la mujer de Clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entiende? Tres bombachitas… ¡Ja!

– Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, estadígrafos, y matemáticos en nuestro staff – dijo Pontecorvo, imperturbable.

– Todo para sacarles dinero a los ingenuos – dijo Peçanha con mal disimulado desprecio.

– Además, antes de venir para acá, reuní algunas informaciones sobre su diario, que supongo serán de su interés – dijo Pontecorvo.

– ¿Cuánto cuesta? – preguntó Peçanha con sarcasmo.

– Esta información se la doy gratis – dijo Pontecorvo. El hombre parecía de hielo -. Nosotros hicimos una mini pesquisa sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido del muestreo, puedo asegurarle, sin lugar a duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres de la Clase B.

-¿Qué? – gritó Peçanha.

– Eso mismo, hombres de la Clase B.

Primero, Peçanha palideció. Después fue enrojeciendo hasta quedar morado como si lo estuviesen estrangulando, la boca abierta y los ojos desencajados; se levantó de su silla, caminó tambaleante, los brazos abiertos como un gorila enfurecido en dirección a Pontecorvo. Una visión chocante, aun para un hombre de acero, como Pontecorvo, o para un ex reportero de policiales. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, de espaldas en la pared, dijo, intentando mantener la calma y la compostura:

– Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado.

Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro enloquecido. Agarró sus propios cabellos con fuerza y comenzó a arrancarlos, mientras gritaba farsantes, tunantes, ladrones, aprovechado-res, mentirosos, canallas. Pontecorvo se escabulló ágilmente en dirección a la puerta, en tanto Peçanha corría detrás de él tirándole los mechones de cabellos que había arrancado de su propia cabeza.

– ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B! – gruñía Peçanha con aires de loco.

Después, ya serenado, creo que Pontecorvo huyó por las escaleras, Peçanha volvió a sentarse detrás de su escritorio y me dijo:

– Es a ese tipo de gente a la cual el Brasil está entregado; manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, bromistas con sus computadoras, todos creando la Gran Mentira. Pero conmigo no la van. Coloqué al hipócrita en su lugar, ¿no es cierto?

Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de matarratones de su cajón y me ofreció uno. Nos quedamos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevase a composición.

A mitad de camino, verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había entregado. El texto era otro:

Estimado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No cometeré ningún acto enloquecido, prometo que…

La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en el medio. Extraño. No lo entendí. Algo andaba mal.

Me dirigí a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta a Odontos Silva: Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y, como dijo el héroe de la conocida pieza Papo Furado, no hubo nunca un filósofo que pudiese aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. Recuerda lo que Hitler le dijo a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco: Prefiero arrancarle cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella pieza Tudo legal se no fim ninguém se ferra, sin gusto, sin nada. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no es buena, da gritos y puntapiés.

Estaba ya en la mitad de la carta de Odontos Silva cuando entendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que le mandase rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta en la que hablaba sobre Oscar Wilde, Peçanha me había entregado una nueva carta, incompleta, ciertamente por error, y que debería llegar a mis manos por correo.

Tomé la carta de Pedro Redgrave y fui hasta la sala de Peçanha.

– ¿Puedo entrar? – pregunté.

– ¿Qué pasa? Entra – dijo Peçanha.

Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y percibiendo el error que había cometido palideció, como era su costumbre. Nervioso, revolvió los papeles sobre su mesa.

– Todo era una broma -dijo después, intentando encender un habano – ¿Estás enojado?

– En serio o en broma, me da lo mismo – dije.

– Mi vida serviría para escribir una novela… – dijo Peçanha -. Esto queda entre nosotros dos. ¿Está claro?

No sabía bien lo que él quería que quedase entre nosotros dos, si el que su vida sirviera para escribir una novela o el hecho de ser Pedro Redgrave. Pero respondí:

– Claro, entre nosotros dos.

– Gracias – dijo Peçanha. Y soltó un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuese un ex reportero de policiales.

Rubem Fonseca: Paseo nocturno. Cuento

1122Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

Rubem Fonseca: Ciudad de dios. Cuento

001121Su nombre es João Romeiro, pero es conocido como Zinho en la Ciudad de Dios, una favela en Jacarepaguá, donde controla el tráfico de drogas. Ella es Soraia Gonçalves, una mujer dócil y callada. Soraia supo que Zinho era traficante de drogas dos meses después de que empezaron a vivir juntos en un condominio de clase media alta en la Barra de Tijuca. ¿Te molesta?, preguntó Zinho y ella contestó que ya había tenido en su vida un hombre dedicado al derecho que no pasaba de ser un canalla. En el condominio Zinho es conocido como vendedor de una firma de importaciones. Cuando llega una partida grande de droga a la favela, Zinho desaparece por unos días. Para justificar su ausencia Soraia dice a las vecinas que encuentra en el playground o en la piscina que la firma tiene viajando al marido. La policía anda tras él, pero sólo sabe su apellido, y que es blanco. Zinho nunca ha estado preso.

Hoy por la noche Zinho llegó a la casa luego de pasarse tres días distribuyendo, en sus puntos, cocaína que envió su proveedor de Puerto Suárez, y marihuana que llegó de Pernambuco. Fueron a la cama. Zinho era rápido y rudo y luego de joder a la mujer le daba la espalda y se dormía. Soraia era callada y sin iniciativa, pero Zinho la quería así, le gustaba ser obedecido en la cama como era obedecido en la Ciudad de Dios. “¿Antes de que te duermas te puedo preguntar una cosa?” “Dime rápido, estoy cansado y quiero dormir, amorcito.” “¿Serías capaz de matar a una persona por mí?” “Amorcito, maté a un tipo porque me robó cinco gramos, ¿crees que no voy a matar a un sujeto si me lo pides? Dime quién es. ¿Es de aquí, del condominio?”

“No.”

“¿De dónde es?”

“Vive en Taquara.”

“¿Y qué te hizo?”

“Nada. Es un niño de siete años. ¿Has matado algún niño de siete años?”

“He mandado que agujeren las palmas de las manos a dos mierditas que desaparecieron con unos paquetes, para que sirva de ejemplo, pero creo que éstos tenían diez años. ¿Por qué quieres matar a un negrito de siete años?”

“Para hacer sufrir a su madre. Ella me humilló. Me quitó a mi novio. Me hizo menos, a todo el mundo le decía que yo era una burra. Luego se casó con él. Ella es rubia, tiene ojos azules y se cree lo máximo.”

“¿Quieres vengarte porque te quitó a tu novio? Todavía te gusta ese puto, ¿verdad?”

“Sólo me gustas tú, Zinho, eres todo para mí, ese mierda del Rodrigo no vale nada, sólo siento desprecio por él. Quiero hacer sufrir a la mujer porque me humilló, me llamó burra delante de todos.”

“Puedo matar a ese puto.”

“A ella ni siquiera le gusta él. Quiero hacer que sufra mucho. La muerte del hijo deja a las madres desesperadas.”

“Está bien. ¿Sabes dónde vive el niño?”

“Sí.”

“Voy a mandar que cojan al niño y lo lleven a Ciudad de Dios.”

“Pero no hagas que el niño sufra mucho.”

“Si la puta ésa se entera que el hijo murió sufriendo es mejor, ¿o no? Dame la dirección. Mañana mando que hagan el trabajo, Taquara está cerca de mi base.”

Por la mañana bien temprano Zinho salió en el carro y fue a Ciudad de Dios. Permaneció dos días fuera. Cuando volvió, llevó a Soraia a la cama y ella obedeció dócilmente a todas sus órdenes. Antes de que él se durmiera, ella preguntó, “¿hiciste lo que te pedí?”

“Cumplo lo que prometo, amorcito. Mandé a mi personal a que cogieran al niño cuando iba al colegio y que lo llevaran a Ciudad de Dios. En la madrugada le rompieron los brazos y las piernas al negrito, lo estrangularon, lo cortaron todo y luego lo tiraron en la puerta de la casa de la madre. Olvida a ese mierda, no quiero oír hablar más de ese asunto”, dijo Zinho.

“Sí, ya lo olvidé.”

Zinho le dio la espalda a Soraia y se durmió. Zinho tenía un sueño pesado. Soraia se quedó despierta oyendo roncar a Zinho. Después se levantó y tomó un retrato de Rodrigo que mantenía escondido en un lugar que Zinho nunca descubriría. Siempre que Soraia miraba el retrato del antiguo novio, durante todos aquellos años, sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero ese día las lágrimas fueron más abundantes.

“Amor de mi vida”, dijo, apretando el retrato de Rodrigo contra su corazón sobresaltado.

Rubem Fonseca: El Cobrador. Cuento

0,,38393577,00En la puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor está atendiendo a un cliente.

Esperé media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grandón, de unos cuarenta años, con bata blanca.

Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me dolía mucho. Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la boca de aquella manera.

Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.

Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos un tratamiento rápido los va a perder todos, hasta estos – y dio un golpecito sonoro en los de delante.

Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.

De risa. Ni hablar, dije.

¿Ni hablar, qué?

Que no tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.

Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.

¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quién cobra!

Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.

La calle abarrotada de gente. A veces digo para mi, y hasta para fuera ¡todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide limosna agitando una escudilla de aluminio con unas monedas. Le arreo una patada en la escudilla, el tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, armería, farmacia, banco, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, gente a montones. Por las mañanas no hay quien avance camino de la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga ocupando toda la acera.

Me cabrean estos tipos que tiran de Mercedes. También me fastidia la bocina de un coche. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una Mágnum con silenciador para vender y cuando estaba atravesando la calle tocó la bocina un fulano que había ido a jugar al tenis en uno de aquellos clubs finolis de por allá. Yo iba distraído, que estaba pensando en la Mágnum, cuando sonó la bocina. Vi que el auto venía lentamente y me quedé parado.

¡Eh! ¿Qué pasa?, gritó.

Era de noche y no había nadie por allí. El iba vestido de blanco. Saqué el 38 y disparé contra el parabrisas, más para cascarle el vidrio que para darle a él. Arrancó a toda prisa, como para atropellarme o huir, o las dos cosas. Me eché a un lado, pasó el coche, los neumáticos chirriando sobre el asfalto. Se paró un poco más allá. Me acerqué. El tipo estaba tumbado con la cabeza hacia atrás, la cara y el cuerpo cubiertos de millares de astillitas de cristal. Sangraba mucho, con una herida en el cuello, y llevaba ya el traje blanco todo manchado de rojo.

Volvió la cabeza, que estaba apoyada en el asiento, los ojos muy abiertos, negros y el blanco parecía de un azul lechoso, como una nuez de jabuticaba por dentro. Y como le vi los ojos así, azulados, le dije – oye, que vas a morir, ¿quieres que te pegue el tiro de gracia?

No, no, me dijo con esfuerzo, por favor.

En una ventana vi un tío mirándome. Se escondió cuando miré hacia allá. Debía de haber llamado a la policía.

Salí andando tranquilamente, volví a la Cruzada. Había sido una buena idea, aquella de partirle el parabrisas del Mercedes. Tendría que haberle pegado un tiro en el capot y otro en cada puerta, el planchista lo iba a agradecer.

El tío de la Mágnum ya había vuelto. A ver, los treinta perejiles. Ponlos aquí, en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Tenía la mano blanca, lisita, pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.

También quiero comprar una radio, le dije.

Mientras iba a buscar la radio, yo examiné a fondo mi Mágnum. Bien engrasadita, cargada. Con el silenciador puesto, parecía un cañón.

El perísta volvió con una radio de pilas. Era japonesa, me dijo.

Dale, para que lo oiga.

Lo puso.

Más alto, le pedí.

Aumentó el volumen.

Puf. Creo que murió del primer tiro. Pero le aticé dos más sólo para oír puf, puf.

Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela en la tasca de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de fútbol.

Me quedo ante la televisión para aumentar mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente a la televisión y al poco tiempo me viene el odio. Me gustaría pegarle una torta al tipo ese que hace el anuncio del güisqui. Tan atildado tan bonito, tan sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en el vaso y sonríe con todos los dientes, sus dientes, firmes y verdaderos, me gustaría atraparlo y rajarle la boca con una navaja, por los dos lados, hasta las orejas, y esos dientes tan blancos quedarían todos fuera, con una sonrisa de calavera encarnada. Ahora está ahí, sonriendo, y luego besa a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre.

Mi arsenal está casi completo: tengo la Mágnum con silenciador, un Colt cobra 38, dos navajas, una carabina 12, un Taurus 38, un puñal y un machete. Con el machete voy a cortarle a alguien la cabeza de un solo tajo. Lo vi en el cine, en uno de esos países asiáticos, aún en tiempo de los ingleses. El ritual consistía en cortar la cabeza a un animal, creo que un búfalo, de un solo tajo. Los oficiales ingleses presidían la ceremonia un poco incómodos, pero los decapitadores eran verdaderos artistas. Un golpe seco, y la cabeza del animal rodaba chorreando sangre.

En casa de una mujer que me atrapó en la calle Corona, dice que estudia de noche en una academia. Ya pasé por eso, mi escuela fue la más nocturna de todas las escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni existe. La derribaron. Hasta la calle donde estaba la han derribado. Me pregunta qué hago, y le digo que soy poeta, cosa que es rigurosamente cierta. Me pide que le recite un poema mío. Ahí va: A los ricos les gusta acostarse tarde / sólo porque saben que los currantes tienen que acostarse temprano para madrugar / Esa es otra oportunidad suya para mostrarse diferentes: / hacer el parásito, / despreciar a los que sudan para ganarse el pan / dormir hasta tarde, / tarde / un día / por fortuna / demasiado tarde, /

Me interrumpe preguntándome si me gusta el cine, ¿Y el poema? Ella no entiende. Sigo: sabia bailar la samba y enamorarse / y rodar por el suelo /sólo por poco tiempo. / Del sudor de su rostro nada se había construido. / Queria morir con ella, / pero eso fue otro día, / realmente otro dia, / En el cine Iris, en la calle Carioca / El Fantasma de la Opera / Un tipo de negro, cartera negra, el rostro oculto, / en la mano un pañuelo blanco inmaculado, / metía mano a los espectadores; / en aquel tiempo, en Copacabana. / otro / que ni apellido tenía, / se bebía los orines de los mingitorios de los cines / y su rostro era verde e inolvidable. / La Historia está hecha de gente muerta / y el futuro de gente que va a morir. / ¿Crees tú que sufre? / Ella es fuerte, aguantará. / Aguantaría también si fuera débil. / Ahora bien, tú, no sé. / Has fingido tanto tiempo, pegaste bofetadas y gritos, mentiste / Estas cansado, / has terminado / no sé qué es lo que te mantiene vivo. /

No entendía la poesía. Estaba sólo conmigo y quería fingir indiferencia, bostezaba desesperadamente. La eterna trapacería de las mujeres.

Me das miedo, acabó confesando.

Este pendejo no me debe nada, pensé, vive con estrechuras en su pisito, tiene los ojos hinchados de beber porquerías y de leer la vida de las niñas bien en la revista Vogue.

¿Quieres que te mate?, pregunté mientras bebíamos güisqui de garrafa.

Quiero que me revuelques en la cama, se rió ansiosa, dubitativa.

¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado a nadie con mis propias manos. No queda bien, ni siquiera resulta dramático, estrangular a alguien; es como si fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía hasta ganas de estrangular a alguien, pero no a una desgraciada como aquella. Para un don nadie basta quizá con un tiro en la nuca.

Lo he venido pensando últimamente. Se había quitado la ropa: pechos mustios y colgantes; los pezones, como pasas gigantescas que alguien hubiera pisoteado; los muslos, flácidos, con celulitis, gelatina estragada con pedazos de fruta podrida.

Estoy muerta de frío, dijo.

Me eché encima de ella. Me cogió por el cuello, su boca y la lengua en mi boca, una vagina chorreante, cálida y olorosa.

Jodimos.

Ahora se ha quedado dormida.

Soy justo.

Leo los periódicos. La muerte del perista de Cruzada ni viene en las noticias. El señoritingo del Mercedes con ropa de tenista murió en el Miguel Couto y los periódicos dicen que fue atacado por el bandido Boca Ancha. Es como para morirse de risa.

Hago un poema titulado Infancia o Nuevos Olores de Coño con U: Aquí estoy de nuevo / oyendo a los Beatles / en Radio Mundial / a las nueve de la noche / en un cuarto / que podría ser / y era / el de un santo mártir / No había pecado / y no sé por qué me condenaban / ¿por ser inocente o por estúpido? / De todos modos /el suelo seguía allí / para zambullirse. / Cuando no se tiene dinero / es conveniente tener músculos / y odio.

Leo los periódicos, para saber qué es lo que están comiendo, bebiendo, haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos.

Desde la calle veo la fiesta en Vieira Souto, las mujeres con vestido de noche, los hombres de negro. Ando lentamente, de un lado a otro, por la calle; no quiero despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro de la pernera, amarrado, no me deja andar bien. Parezco un lisiado, me siento como un lisiado. Un matrimonio de media edad pasa a mi lado y me mira con pena; también yo siento pena de mí, cojo, y me duele la pierna.

Desde la acera veo a los camareros sirviendo champán francés. A esa gente le gusta el champán francés, la ropa francesa, la lengua francesa.

Estaba allí desde las nueve, cuando pasé por delante, bien pertrechado de armas, entregado a la suerte y al azar, y la fiesta surgió ante mi.

Los aparcamientos que había ante la casa se ocuparon pronto todos, y los coches de los asistentes tuvieron que estacionarse en las oscuras calles laterales. Me interesó mucho uno, rojo, y en él, un hombre y una mujer, jóvenes y elegantes los dos. Fueron hasta el edificio sin cruzar palabra; él, ajustándose la pajarita, y ella, el vestido y el peinado. Se preparaban para una entrada triunfal, pero desde la acera veo que su llegada fue, como la de los otros, recibida con total desinterés. La gente se acicala en el peluquero, en la modista, en los salones de masaje, y sólo el espejo les presta, en las fiestas, la atención que esperan. Vi a la mujer con su vestido azul flotante y murmuré: te voy a prestar la atención que te mereces, por algo te pusiste tus mejores braguitas y has ido tantas veces a la modista y te has pasado tantas cremas por la piel y te has puesto un perfume tan caro.

Fueron los últimos en salir. No andaban con la misma firmeza y discutían irritados, con voz pastosa, confusa.

Llegué junto a ellos en el momento en que el hombre abría la puerta del coche. Yo venía cojeando y él apenas me lanzó una mirada distraída, a ver quién era, y descubrió sólo a un inofensivo inválido de poca monta.

Le apoyé la pistola en la espalda.

Haz lo que te diga o vais a morir los dos, dije.

Entrar con la pata rígida en el estrecho asiento de atrás no fue cosa fácil. Quedé medio tumbado, con la pistola apuntando a su cabeza. Le mandé que tirara hacia la Barra de Tijuca. Saqué el cuchillo de la pernera cuando me dijo llévate el dinero y el coche y déjanos aquí. Estábamos frente al Hotel Nacional. De risa. Él estaba ya sereno y quería tomarse el último güisqui mientras daba cuenta a la policía por teléfono. Hay gente que se cree que la vida es una fiesta. Seguimos por el Recreio dos Bandeirantes hasta llegar a una playa desierta. Saltamos. Dejé los faros encendidos.

Nosotros no le hemos hecho nada, dijo él.

¿Que no? De risa. Sentí el odio inundándome los oídos, las manos, la boca, todo mi cuerpo, un gusto de vinagre y de lágrimas.

Está en estado, dijo él señalando a la mujer, va a ser nuestro primer hijo.

Miré la barriga de aquella esbelta mujer y decidí ser misericordioso, y dije, puf, allá donde debía estar su ombligo y me cargué al feto. La mujer cayó de bruces. Le apoyé la pistola en la sien y dejé allí un agujero como la boca de una mina.

El hombre no decía ni palabra, la cartera del dinero en su mano tendida. Cogí la cartera y la tiré al aire y cuando iba cayendo le largué un taconazo, así, con la zurda, echándola lejos.

Le até las manos a la espalda con un cordel que llevaba. Después le amarré los pies.

Arrodíllate, le dije.

Se arrodilló.

Los faros iluminaban su cuerpo. Me arrodillé a su lado, le quité la pajarita, doble el cuello de la camisa, dejándole el pescuezo al aire.

Inclina la cabeza, ordené.

La inclinó. Levanté el machete, sujeto con las dos manos, vi las estrellas en el cielo, la noche inmensa, el firmamento infinito e hice caer el machete, estrella de acero, con toda mi fuerza, justo en medio del pescuezo.

La cabeza no cayó, y él intentó levantarse agitándose como una gallina atontada en manos de una cocinera incompetente. Le dí otro golpe, y otro más y otro, y la cabeza no rodaba por el suelo. Se había desmayado o había muerto con la condenada cabeza aquella sujeta al pescuezo. Empujé el cuerpo sobre el guardabarros del coche. El cuello quedó en buena posición. Me concentré como un atleta a punto de dar un salto mortal. Esta vez, mientras el cuchillo describía su corto recorrido mutilante zumbando, hendiendo el aire, yo sabía que iba a conseguir lo que quería. ¡Broc!, la cabeza saltó rodando por la arena. Alcé el alfanje y grité: ¡Salve al Cobrador! Di un tremendo grito que no era palabra alguna, sino un aullido prolongado y fuerte, para que todos los animales se estremecieran y se largaran de allí. Por donde yo paso, se derrite el asfalto.

Una caja negra bajo el brazo. Digo, trabada la lengua, que soy el fontanero y que voy al apartamento doscientos uno. Al portero le hace gracia mi lengua estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último piso. Soy el fontanero (lengua normal ahora) vengo a arreglar eso. Por la abertura, dos ojos: nadie ha llamado al fontanero. Bajo al séptimo: lo mismo. Sólo tengo suerte en el primero.

La criada me abrió la puerta y gritó hacia dentro, es el fontanero. Salió una muchacha en camisón, con un frasquito de esmalte de uñas en la mano, guapilla, de unos veinticinco años.

Debe de ser un error, dijo, no necesitamos al fontanero.

Saqué la Cobra de dentro de la funda. Claro que lo necesitáis, y quietas o me cargo a las dos.

¿Hay alguien más en casa? El marido estaba trabajando, y el chiquillo, en la escuela. Agarré a la criadita, le tapé la boca con esparadrapo. Me llevé a la mujer al cuarto.

Desnúdate.

No me da la gana, dijo con la cabeza erguida.

Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo. Anda, rápido. Le dí un porrazo en la cabeza. Cayó en la cama, con una marca roja en la cara. No disparo. Le arranqué el camisón, las braguitas. No llevaba sostén. Le abrí las piernas. Coloqué las rodillas sobre sus muslos. Tenía una pelambrera basta y negra. Se quedó quieta, con los ojos cerrados. No fue fácil entrar en aquella selva oscura, la abertura era apretada y seca. Me incliné, abrí la vagina y escupí allá dentro, un gargajo gordo. Pero tampoco así fue fácil. Sentía la verga desollada. Empezó a gemir cuando se la hundí con toda mi fuerza hasta el fin. Mientras la metía y sacaba le iba pasando la lengua por los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba levemente el dedo por el culo, le acariciaba la barriguita. Empezó a quedárseme lubricada por los jugos de su vagina, ahora tibia y viscosa.

Como ya no me tenía miedo, o quizá porque lo tenía, se corrió antes que yo. Con lo que me iba saliendo aún, le dibujé un círculo alrededor del ombligo.

A ver si ahora no abrirás al fontanero cuando llame, le dije antes de marcharme.

Salgo de la buarda de la calle del Vizconde de Maranguape. Un agujero en cada muela lleno de cera del Dr. Lustosa / masticar con los dientes de delante / caray con la foto de la revista / libros robados. / Me voy a la playa.

Dos mujeres charlan en la arena; una está bronceada por el sol, lleva un pañuelo en la cabeza; la otra está muy blanca, debe ir poco a la playa; tienen las dos un cuerpo muy hermoso; la barriguita de la más pálida es la más hermosa que he visto en mi vida. Me siento cerca y me quedo mirándola. Se dan cuenta de mi interés y empiezan a menearse inquietas, a decir cosas con el cuerpo, a hacer movimientos tentadores, de trasero. En la playa todos somos iguales, nosotros los jodidos, y ellos. Y nosotros quedamos incluso mejor, porque no tenemos esos barrigones y el culazo blando de los parásitos. Me gusta la paliducha esa. Y ella parece interesada por mí, me mira de reojo. Se ríen, se ríen, enseñando los dientes. Se despiden, y la blanca se va andando hacia Ipanema, el agua mojando sus pies. Me acerco y voy andando junto a ella, sin saber qué decir.

Soy tímido, he llevado tantos estacazos en la vida, y el pelo de la chica se ve cuidado y fino, tiene el pecho altito, los senos pequeños, los muslos sólidos, torneados, musculosos, y el trasero formado por dos hemisferios consistentes.

Cuerpo de bailarina.

¿Estudias ballet?

Estudié, me dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener alguien una boca tan bonita? Me dan ganas de lamer su boca diente a diente. ¿Vives por aquí?, me pregunta. Si, miento. Ella me señala una casa en la playa, toda de mármol.

De vuelta a la calle del Vizconde de Maranguape. Voy matando el tiempo hasta el momento de ir a casa de la paliducha. Se llama Ana. Me gusta Ana. Me gusta Ana, palindrómico. Afilo el cuchillo en una piedra especial. Los periódicos dedicaron mucho espacio a la pareja que maté en la Barra. La chica era hija de uno de esos hijos de puta que se hacen ricos, en Segipe o Piauí, robando a los muertos de hambre, y luego se vienen a Rio, y los hijos de cara chata ya no tienen acento, se tiñen el pelo de rubio y dicen que descienden de holandeses.

Los cronistas de sociedad estaban consternados. Aquel par de señoritingos que me cargué estaban a punto de salir hacia París. Ya no hay seguridad en las calles, decían los titulares de un periódico. De risa. Tiré los calzoncillos al aire e intenté cortarlos de un tajo como hacía Saladito (con un lienzo de seda) en la película.

Ahora ya no hacen cimitarras como las de antes / Yo soy una hecatombe / No fue ni Dios ni el Diablo / quien me hizo un vengador / Fui yo mismo / Yo soy el Hombre-Pene / Soy el Cobrador.

Voy al cuarto donde doña Clotilde está acostada desde hace tres años. Doña Clotilde es la dueña de la buhardilla.

¿Quiere que le barra la habitación?, le pregunto.

No, hijo mío; sólo quería que me pusieras la inyección de trinevral antes de marcharte.

Pongo la jeringuilla a hervir, preparo la inyección. El culo de doña Clotilde está seco como una hoja vieja y arrugada de papel de arroz.

Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha sido Dios quien te ha enviado, dice.

Doña Clotilde no tiene nada, podría levantarse e ir de compras al supermercado. Su mal está en la cabeza. Y después de pasarse tres años acostada, sólo se levanta para hacer pipí y caquitas, que ni fuerzas debe tener.

El día menos pensado le pego un tiro en la nuca.

Cuando satisfago mi odio, me siento poseído por una sensación de victoria, de euforia, que me da ganas de bailar – doy pequeños aullidos, gruño sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía, y mis pies se deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho de esguinces y de saltos, como un salvaje, o como un mono.

Quien quiera mandar en mí, puede quererlo, pero morirá. Tengo ganas de acabar con un figurón de esos que muestran en la tele su cara paternal de bellaco triunfador, con una de esas personas de sangre espesa a fuerza de caviares y champán. Come caviar / tu hora va a llegar./ Me deben una mocita de veinte años, llena de dientes y perfume. ¿La de la casa de mármol? Entro y me está esperando, sentada en la sala, quieta, inmóvil, el pelo muy negro, la cara blanca, parece una fotografía.

Bueno, vamonos, le digo. Me pregunta si traigo coche. Le digo que no tengo coche. Ella sí tiene. Bajamos por el ascensor de servicio y salimos en el garaje, entramos en un Puma descapotable.

Al cabo de un rato le pregunto si puedo conducir y cambiamos de sitio. ¿Te parece a Petrópolis?, pregunto. Subimos a la sierra sin decir palabra, ella mirándome. Cuando llegamos a Petrópolis me pide que pare en un restaurante. Le digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero ella tiene las dos cosas, come vorazmente, como si temiera que el cualquier momento viniesen a retirarle el plato. En la mesa de al lado, un grupo de muchachos bebiendo y hablando a gritos, jóvenes ejecutivos que suben el viernes y que beben antes de encontrarse con madame toda acicalada para jugar a cartas o para cotillear mientras van catando quesos y vinos. Odio a los ejecutivos. Acaba de comer y dice, ¿qué hacemos ahora? Pues ahora nos volvemos, le digo, y bajamos sierra abajo, yo conduciendo como un rayo, ella mirándome. Mi vida no tiene sentido, hasta a veces he pensado en suicidarme, dice. Paro en la calle del Vizconde de Maranguape. ¿Vives aquí? Salgo sin decir nada. Ella viene detrás: ¿cuándo te volveré a ver? Entro, y mientras subo las escaleras oigo el ruido del coche que se pone en marcha.

Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de cariño y comprensión. Masajistas expertas. Elegancia y distinción.

Anoto la dirección y me encamino a un local, una casa, en Ipanema. Espero a que él salga, vestido de gris ceniza, cuello duro, cartera negra, zapatos brillantes, pelo planchado. Saco un papel del bolsillo, como alguien que anda en busca de una dirección, y voy siguiéndole hasta el coche. Estos cabrones siempre cierran el coche con llave, saben que el mundo está lleno de ladrones, también ellos lo son, pero nadie los agarra. Mientras abre el coche le meto el revolver en la barriga . Dos hombres, uno ante el otro, hablando, no llama la atención. Meter el revolver en la espalda asusta más, pero eso sólo debe hacerse en lugares desiertos.

Estate quieto o te lleno de plomo esa barrigota ejecutiva.

Tiene el aire petulante y al mismo tiempo ordinario del ambicioso ascendente inmigrado del interior, deslumbrado por las crónicas de sociedad, elector, inversor, católico, cursillista, patriota, mayordomista y bocalibrista, los hijos estudiando en la Universidad, la mujer dedicada a la decoración de interiores y socia de una boutique.

A ver, ejecutivo, ¿qué te hizo la masajista? ¿Te hizo una paja o te la chupó?

Bueno, usted es un hombre y sabe de estas cosas, dijo. Palabras de ejecutivo con chofer de taxi o ascensorista. Desde Bazucada a la Dictadura, cree que se ha enfrentado ya con todas las situaciones de crisis.

Qué hombre ni qué niño muero, digo suavemente, soy el Cobrador.

¡Soy el Cobrador!, grito.

Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y aún no se ha enfrentado con ningún loco en su maldito despacho con aire acondicionado.

Vamos a tu casa, le digo.

No vivo aquí, en Rio, vivo en Sao Paulo, dice.

Ha perdido el valor, pero no las mañas. ¿Y el coche?, le pregunto., ¿El coche? ¿Qué coche? ¿Ese con matrícula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta cambiar de conversación. ¿Qué es esto? ¿Una disculpa, una contraseña, habeas corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por cada hijo en el pecho. El de la mujer, en la cabeza. Puf.

Para olvidar a la chica de la casa de mármol, voy a jugar al fútbol a un descampado. Tres horas seguidas, tengo las piernas hechas un cristo de los`patadones que me llevé, el dedo gordo del pie izquierdo hinchado, tal vez roto. Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un mulato que lee O Dia. Los titulares me interesan, le pido el periódico, el tío me dice ¿por qué no compras uno, si quieres leerlo? No me enfado. El tipo tiene pocos dientes, dos o tres retorcidos y oscuros. Digo, bueno, no vamos a pelearnos por eso. Compro dos bocadillos calientes de salchichas y dos coca-colas, le doy la mitad y entonces me deja el periódico. Los titulares dicen: La policía anda a la busca del loco de la Mágnum. Le devuelvo el periódico, el no lo acepta, sonríe para mí mientras mastica con los dientes de delante, o mejor, con las encías de delante, que de tanto usarlas, las tiene afiladas como navajas. Noticias del diario: Un grupo de peces gordos de la zona sue haciendo preparativos para el tradicional Baile de Navidad, Primer Grito del Carnaval. El baile empieza el día veinticuatro y termina el día de Año Nuevo. Vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artístas norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La Navidad se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, depilfarro.

El Primer Grito de Carnaval. De risa. Tienen gracia estos tipos…

Un loco se tiró desde el puente de Niteroi y estuvo nadando doce horas hasta que dio con el una lancha de salvamento. Y no agarró ni un resfriado.

Cuarenta viejos mueren en el incendio de un asilo. Las familias lo celebrarán.

Estoy acabando de ponerle la inyección de trinevral a doña Clotilde cuando llaman al timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las compras, arreglo la casa. Doña Clotilde no tiene parientes. Miro desde la galería. Es Ana Palindrómica.

Hablamos en la calle. ¿Es que andas huyendo de mi?, pregunta. Más o menos eso, digo. Subo con ella a la buhardilla. Doña Clotilde, estoy aquí con una chica, ¿puedo llevármela al cuarto? Hijo mío, la casa es tuya, haz lo que quieras; pero me gustaría verla.

Nos quedamos de pie al lado de la cama. Doña Clotilde se queda mirando a Ana un tiempo inmenso. Se le llenan los ojos de lágrimas. Yo rezaba todas las noches, solloza, todas las noches, para que encontraras una chica como esta. Alza los brazos flacos cubiertos de colgajos de piel flácida, junta las manos y dice, oh Dios mío, gracias, gracias.

Estamos en i cuarto, de pie, ceja contra ceja, como en el poema, y la desnudo, y ella me desnuda a mi, y su cuerpo es tan hermoso que siento una opresión en la garganta, lágrimas en mi rostro, ojos ardiendo, mis manos tiemblan

y ahora

estamos tumbados, uno junto a otro, entrelazados, gimiendo,

y más, y más, sin parar, ella grita la boca abierta, los dientes blancos, como de elefante joven;

¡ay, ay adoro tu obsesión!, grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos sin parar.

Ahora, mucho después, tumbados, mirándonos hipnotizados hasta que anochece y nuestros rostros brillan en la oscuridad y el perfume de su cuerpo traspasa las paredes de la habitación.

Ana despertó antes que yo y la luz está ya encendida. ¿Sólo tienes libros de poesía? Y todas estas armas ¿para qué? Coge la Mágnum del armario, carne blanca y acero negro, apunta hacia mí. Me siento en la cama.

¿Quieres disparar? Puedes disparar, la vieja no va a oír. Pero un poco más arriba. Con la punta del dedo alzo el cañón hasta la altura de mi frente. Aquí no duele.

¿Has matado a alguien alguna vez? Ana apunta el arma a mi cabeza.

Si.

¿Y te gustó?

Me gustó.

¿Qué sentiste?

Como un alivio.

¿Cómo nosotros dos en la cama?

No, no. Otra cosa. Lo contrario.

Yo no te tengo miedo, dice Ana.

Ni yo a ti. Te quiero.

Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago café para doña Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios oyó mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago.

Hoy es veinticuatro de diciembre, el día del Baile de Navidad o primer Grito de Carnaval. Ana Palindrómica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio ahora es diferente. Tengo una misión. Siempre he tenido una misión y ni lo sabía. Ahora lo sé. Ana me ha ayudado a ver. Sé que si todos los jodidos hicieran lo que yo, el mundo sería mejor y más justo. Ana me ha enseñado a usar los explosivos y creo que estoy ya preparado para este cambio de escala. Andar matándolos uno a uno es cosa mística, y ya me he librado de eso. En el Baile de Navidad mataremos convencionalmente a los que podamos. Será mi último gesto romántico inconsecuente. Elegimos para iniciar la nueva fase a los consumistas asquerosos de un supermercado de la zona sur. Los matará una bomba de gran poder explosivo. Adiós machete, adiós puñal, adiós mi rifle, mi Colt Cobra, mi Mágnum, hoy será el último día que os use. Beso mi cuchillo. Hoy usaré explosivos, reventaré a la gente, lograré fama, ya no seré sólo el loco de la Mágnum. Tampoco volveré a salir por el parque de Flamenco mirando a los árboles, los troncos, la raíz, las hojas, la sombra, eligiendo el árbol que querría tener, que siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada. Y los ví crecer en el parque, y me alegraba cuando llovía, y la tierra se empapaba de agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las ramas, mientras los automóviles de los canallas pasaban velozmente sin que ellos miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo en sueños.

El mundo entero sabrá quien eres tú, quienes somos nosotros, dice Ana.

Noticia: El gobernador se va a disfrazar de Papá Noel. Noticia: Menos festejos y más meditación, vamos a purificar el corazón. Noticia: No faltará cerveza. No faltará pavo. Noticia: Los festejos navideños causarán este año más víctimas de tráfico y agresiones que en años anteriores. Policía y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad. El Cardenal en la televisión: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es éste, esa historia de Papá Noel es una desgraciada invención. El Cardenal afirma que Papá Noel es un payaso ficticio.

La víspera de Navidad es un buen día para que esa gente pague lo que debe, dice Ana. Al Papá Noel del baile quiero matarlo yo mismo a cuchilladas, digo.

Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro mensaje de Navidad para los periódicos.

Nada de salir matando a diestro y siniestro, sin objetivo definido. Hasta ahora no sabía qué quería, no buscaba un resultado práctico, mi odio iba siendo desperdiciado. Estaba en lo cierto por lo que a mis impulsos se refiere, pero mi equivocación consistía en no saber quien era el enemigo y por qué era enemigo. Ahora lo sé. Ana me lo ha enseñado. Y mi ejemplo debe ser seguido por otros, sólo así cambiaremos el mundo. Esta es la síntesis de nuestro mensaje de Navidad.

Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, sólo que no sabe manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma obsoleta. Le decimos adiós a doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al baile de Navidad. No faltará cerveza, ni pavo. Ni sangre. Se cierra un ciclo de mi vida y se abre otro.

Rubem Fonseca: Paseo nocturno. Cuento

Rubem FonsecaLlegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

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