Virgilio Piñera: El cubo. Cuento

Virgilio 2 (1) (1)Cuando Juan cumplió dieciocho años y se graduó de enfermero, una señora obtuvo para él una plaza en el Hospital Municipal. Con este acto, quiso la señora darle importancia a la vida de Juan, y al mismo tiempo, engrandecer la suya propia con algo edificante. Pero esta misma vida, sin ninguna importancia, resultó también muy extraña: Juan hizo sus primeras armas como enfermero en el cuerpo de su benefactora. La dama, con sus virtudes, murió aplastada al pasar bajo un balcón ruinoso. Juan llenó ese día su primer cubo de algodones ensangrentados.

Consideró horrible la muerte de su benefactora, y no menos horrible la casualidad que le ponía sus despojos por delante. Pensó renunciar a su puesto, que le pareció un receptáculo de vidas aplastadas, y era tanta su necesidad y tanto su deseo de defender la vida (no olviden, por favor, que no tiene ninguna importancia), que se vio obligado a llenar un segundo cubo.

Así, desde ese momento, organizó sus cubos ensangrentados. De vez en cuando iba al cine o a la playa, se compraba un par de zapatos nuevos o se acostaba con su mujer, pero sentía que resultaban como accidentes: el fundamento de su existencia era el cubo.

A los treinta años seguía desempeñándose como enfermero en la sala de accidentados del Hospital Municipal. Entre tanto, crecía y se transformaba la ciudad. Fueron demolidas viejas casas y otras nuevas y altísimas fueron edificadas. Visitó la ciudad el famoso ayunador Burko y debutó en el teatro de la ópera la celebérrima cantatriz Olga Nolo. Juan, día a día, cumplía con sus funciones. Cosa singular: ni Olga Nolo, ni antes tampoco Burko pudieron evitar que el cubo fuera llenado.

Como a todos, le llegó a Juan la jubilación. Recibió la suya un día después de cumplir sus sesenta años -término prescrito por la ley para dejarlo todo de la mano, incluso el cubo.

Ese mismo día, el notabilísimo patinador Niro comenzó su actuación en el Palacio del Hielo. Patinaba sobre la helada pista con el inmenso coraje de tener el trasero al descubierto. Aunque un patinador con el trasero al descubierto es un acontecimiento importante (vista la poca importancia que tienen las vidas), Juan no pudo verlo. Cuando salía del Hospital con su jubilación en el bolsillo y dispuesto a asistir a la actuación de un patinador tan original, se detuvo y contempló largo rato la fachada del Hospital, lamió las paredes con la mirada, y acto seguido, al cruzar la calle, se tiró bajo las ruedas de un camión que pasaba.

Al fin estaba en la sala de accidentados. Iba a morir y oyó murmullos sin importancia. Hizo señas al médico de turno y expresó su última voluntad. El médico abrió tamaños ojos, tendió la vista buscando y se agachó. Descubrió el cubo debajo de la mesa de curaciones. Se lo puso a Juan en los brazos. Con maestría consumada, Juan empezó, sin ninguna importancia, a meter en el cubo los algodones ensangrentados. Bastaba su desasosiego para darse cuenta de que su única aspiración, en los pocos minutos que le quedaban, era llenar el enorme cubo hasta los bordes.

Gabriel García Márquez: Diálogo del espejo. Cuento

497342El hombre de la estancia anterior después de haber dormido largas horas como un santo,  olvidado  de  las  preocupaciones  y  desasosiegos  de  la  madrugada  reciente, despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —total— el aire de la habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muerte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su hermano debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que clarificaba el jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacía su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo recordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hígado alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como un burgués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa— en el trabalenguas de cifras, en los rompecabezas financieros de la oficina.

Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos por la me- jilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraído, cuidadosamente, con la serena tranquilidad del cirujano que conoce el núcleo del tumor; y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro, la dura sustancia de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas — y después de las yemas, hueso contra hueso— su irrevocable condición anatómica había sepultado un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una altura menos duradera que la natural y última posición de sus huesos.

Sí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un mejor acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo de cerrar los párpados, esa larga, esa fatigante tarea que le aguardaba empezaría a resolverse en un clima descomplicado, sin compromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura química que constituía su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por el contrario, así, con los párpados cerrados, había una economía total de recursos vitales, una ausencia absoluta de orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales en las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir quedaría completamente satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería —entonces— mucho más fácil la tarea de convivir con los seres y las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. La tarea de rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina, sería simple y descomplicada en su sueño, y le produciría, a la postre, la misma satisfacción interior.

Sí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un gesto  que  debió  ser  una  sonrisa  involuntaria.  Fastidioso. (En  el  fondo  continuaba sonriendo.) Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho rápidamente cinco desayuno siete. Salchichas viejas desagradables almacén de Mabel salsamentaria tornillos drogas licores eso es como una caja de qué sé yo quién se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo. Pedora. Empieza con pe.

Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, como un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún de despertar.

Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo —contrariando sus propósitos— una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial, exuberante y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Así —aprovechando la interrupción con un rápido movimiento— logra ponerse de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.

Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la nube —desvanecida ya— le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría intentaba una nueva manera de volumen, una forma concreta de la luz. Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una seriedad sonriente y burlona, asomada al otro cristal húmedo que había dejado la condensación del vapor.

Sonrió. (Sonrió.) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró —al de la realidad— la len- gua.) El del espejo la tenía pastosa, amarilla: “Andas mal del estómago”, diagnosticó (gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello (.) (Se alisó el cabello) con la mano derecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). Extrañaba su propia conducta de  pararse frente al  espejo a  hacer gestos como un  cretino. Sin embargo, pensó que todo el mundo observaba frente al espejo idéntica conducta y su indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y diecisiete.

Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en el sitio de partida de sus propios funerales diarios.

El jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria vital… Así, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o  droguería. O todo a la  vez: Pendora.

Sobre la jabonería hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la brocha, casi con pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegría de niño grande que se le trepara al corazón pesada y dura, como un licor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y frutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas, de un mismo sistema, no ajustarán con exactitud para lograr la totalidad orgánica y él se dispuso a desistir para siempre de la palabra. ¡Pendora! Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque (ambos alzaron la vista y se encontraron en los ojos) su hermano gemelo, con la brocha espumeante, había empezado a cubrirse el mentón de frescura blancurazul, dejando correr la mano izquierda (él lo imitó con la derecha) con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista y la geometría de las    manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haciendo muy lentamente. Así que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuer- no obediente a la movilidad del meñique.

Calculando que en tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la ob- servación de que nada debía resultar tan difícil como afeitarse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. Había derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, CASI simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista  se  fue  hacia  los  movimientos de  la  hoja  que  verdeazulblanqueaba con  los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la mejilla izquierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.

No acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humo cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el estremecimiento debajo de la lengua, y el torrente de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. Tampoco. El ruido de la glándula entre la salsa le reventó en el oído, con un recuerdo de lluvia martilleante, que era, en efecto, el mismo de la madrugada reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.

De todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza (el matemático y el artista se mostraron los dientes) subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante) hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la orilla metálica, de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de arriba (arriba) hacia abajo, terminando (ambos jadeantes) el trabajo simultáneo.

Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio, grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente grandes  e  igualmente  desconocidos, buscaban  desorbitados  la  dirección  del  acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.

Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No había heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligeramente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia del desdoblamiento. Pero  allí  estaba ya el  mentón (redondo: caras iguales). Esos  pelos  en  el  hoyuelo necesitan una navaja en punta.

Creyó observar que una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de su imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando (y el matemático se adueñó por entero de la situación) la velocidad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes que ella? ¿O sería posible (y el artista tras una breve lucha, logró desalojar al matemático) que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado— terminar con mayor lentitud que su sujeto externo?

Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva le llenaba los oídos de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra: Pandora.

Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno. Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. ¡El almacén de Mabel es una caja de Pandora!

El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva satisfacción— que dentro de su alma un perro grande se había puesto a menear la cola.

Franz Kafka: Un fragmento.

franz kafka-sw-2wA nuestro mundo llegó entonces la noticia de la construcción de la muralla. Lo hizo con retraso, unos treinta años después de su proclamación. Era una tarde de verano. Yo, de unos diez años, me hallaba con mi padre a la orilla del río. Por la trascendencia de esa hora, comentada muchas veces, recuerdo todavía los detalles más nimios. Me tenía de la mano —lo hacía con placer, hasta en su vejez avanzada—y deslizaba la otra por la pipa, larga y muy fina, como si fuese una flauta. Su gran barba movediza y armada avanzaba en el espacio; saboreando la pipa, miraba a lo alto por encima del río. Su trenza, objeto de la veneración de los niños, caía hacia abajo y susurraba suavemente sobre la seda bordada en oro del traje de fiesta. Entonces se detuvo una barca ante nosotros; el barquero, con un gesto, indicó a mi padre de que bajara por el talud; él mismo ascendió también. Se encontraron en el medio; el barquero susurró algo en secreto al oído de mi padre; para acercársele más lo abrazó. No comprendí lo que decían, sólo vi que mi padre no parecía creer la noticia, que el barquero trataba de reforzar su veracidad, que mi padre aún no podía creerla, que el barquero, con el apasionamiento que lo caracteriza, casi se desgarró sus ropas en el pecho para probar lo que decía, que mi padre se tornó más silencioso y que el barquero saltó ruidosamente a la barca, alejándose. Mi padre, pensativo, se volvió hacia mí, golpeó la pipa, la metió en el cinturón y me acarició la mejilla. Era lo que más me gustaba, me hacía feliz, y así llegamos a casa. El arroz ya humeaba sobre la mesa, había algunos huéspedes y se vertía vino en las copas. Sin prestar atención a ello, mi padre, desde el umbral, comenzó a contar lo que había oído. No recuerdo exactamente las palabras, pero sí el sentido, debido a lo extraordinario de las circunstancias, aun para un niño, me penetró tan profundamente, que todavía hoy me atrevo a dar la versión oral. Y lo hago porque es muy demostrativo de las ideas del pueblo. Mi padre dijo esto aproximadamente: «Un barquero desconocido —conozco a todos los que habitualmente pasan por aquí, pero éste era desconocido—me contó que se piensa construir una gran muralla para proteger al emperador; a menudo pueblos no creyentes se reúnen ante el palacio imperial, entre ellos también demonios, y disparan sus negras flechas contra el emperador.

José Saramago: La realidad es otra; entrevista por Carlos Payán. Entrevista

Saramgo(París, otoño de 2006. Carmen Castillo recibe en su casa a José Saramago, a Laura Restrepo, a Ramón Chao, a Carlos Payán. Al término de la cena se levanta de la mesa e invita a Payán a conversar en la biblioteca. ¿Grabamos?, le pregunta Payán. Saramago asiente.)

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-Acabas de escribir Pequeñas memorias, un bello libro sobre tu infancia. ¿Es la infancia como un jardín secreto, misterioso que siempre llevamos dentro?

-Bueno, ese jardín encantado quizá haya sido para el niño feliz, el que está descubriendo el mundo. Pero quise sacar a luz también al niño infeliz, al niño melancólico. Yo le digo a la gente, ¿tu niño está triste? Déjalo estar, está creciendo. Pequeñas memorias tiene un epígrafe que dice «déjate llevar por el niño que has sido». Tengo tan presente a ese niño como si yo fuera por ahí llevado por él, de la mano.

-El problema de ese niño es que muchas veces se nos queda tan atrás, que ya no sabemos bien quién fue realmente.

-Yo no lo he olvidado nunca, pero se me había quedado atrapado en el pasado. Un día empecé a hacerme insistentemente la pregunta, ¿quién era ese niño? Probablemente ya no hay en mi cuerpo ni una sola célula de las que tenía entonces, ya soy otro, al fin de cuentas podemos decir que somos otro en cada día que pasa. Pero al mismo tiempo entre ese niño y yo hay una continuidad biológica, seguimos siendo la misma persona. Y la única herramienta que tenía a mano para recuperarlo era la memoria, con toda la carga que ella nos devuelve, de caras, sentimientos, paisajes, situaciones.

-También contamos con esa niebla que es el olvido, esa otra cara de la memoria.

-Así es, tienes que pedirle a la niebla que te vaya devolviendo lo que pretende ocultarte. La memoria es selectiva y tiende a borrar las partes duras, va armando un recuerdo basado sólo en lo más dulce… Pero hay que tratar de ser honesto. Por ejemplo, mi padre le pegaba a mi madre, y yo lo digo en las memorias. No me gustaría omitirlo porque es algo que marcó al niño que fui, y tengo que luchar contra la tendencia a omitirlo.

-El escritor libanés Elías Khoury dice que una vida es una novela que no se ha contando, y una novela es una vida que no se ha vivido.

-Es una bonita manera de decir. Hay personajes de novela que están más vivos que algunos que andan por allí; piensa por ejemplo en Emma Bovary, o en Julian Sorel. ¿Hay alguien más vivo que ellos? O esos personajes de Shakespeare, grandes, pequeños, mediocres, magníficos, que vienen de la literatura pero que también están aquí, vivos, entre nosotros…

-¿Cuál es el personaje literario que llega más lejos en eso de acercarse a lo humano?

-Creo que lo podemos encontrar en fragmentos de Shakespeare, pero donde lo encontramos en su totalidad, es en el Quijote.

-¿Y entre los tuyos, los que has creado en tus novelas?

-Yo diría que los personajes femeninos. Al lado de mis personajes femeninos, los masculinos son insignificantes.

-Y el Jesucristo de El Evangelio…, como lo describes, no resulta un ser humano espléndido…

-Puede ser, pero si lo pones al lado de María de Magdala, ella se lo lleva por delante. Cuando Jesús va a resucitar a Lázaro, María de Magdala lo detiene, diciéndole: «nadie ha pecado tanto que merezca morir dos veces». Sólo una mujer es capaz de comprender que no tiene sentido resucitar, si tienes que morir de nuevo. Siento que las mujeres de La balsa de piedra demuestran que la mujer es más sabia, más generosa, más abierta, más real. Cuando empiezo una novela no es que me diga a mí mismo: «ahora tienes que poner aquí una mujer extraordinaria». Lo que sucede es que ella va naciendo a partir de las situaciones creadas que se van narrando. Y cuando la veo dibujarse poquito a poco, le digo: ahí estás, ya apareciste de nuevo, te andaba buscando…

-Ya hablamos del niño que fuiste; háblame ahora del adulto que eres. Eric Hobsbaum, el historiador, dice que en la mitad del siglo pasado quien no era comunista, no tenía corazón…Te hablo de esa idea magnífica que nos marcó: la de cambiar el mundo…

-Era, sí, una idea magnífica, y nos prometía también un hombre nuevo, pero si tú miras hoy a la ex Unión Soviética, ves que ese hombre nuevo resultó ser un mafioso, un gángster. No quiero decir que no haya gente buena, fiel a sus ideales y convicciones, pero … Mira China, que tiene un partido único, el Partido Comunista, detrás del cual lo que hay es un capitalismo puro y duro, que somete a sus trabajadores a doce, catorce y dieciséis horas de trabajo.

-Las enormes equivocaciones que cometieron…

-No creo que se pueda hablar de equivocación. Si hubiera sido una equivocación, podríamos ver dónde y cuándo se cometió. Habría que empezar a buscar el quiebre en el propio origen, la idea de que un partido debe encargarse de hacer la felicidad de la gente. Es una mala idea, porque desde luego lo va a hacer según sus propios intereses. El error mortal ha sido la no participación del ciudadano en la vida de su país; esa ha sido la enfermedad.

-Permíteme que insista en el tema con una pregunta hecha por este viejo miembro del Partido Comunista que soy, a ese otro viejo miembro del Partido Comunista que eres tú. ¿Qué crees que dejó nuestra generación para la historia, para la izquierda, para los que vienen detrás de nosotros?

-Aparentemente, no hemos dejado nada. Pero ya lo sabremos en el futuro. Es posible que hayamos dejado más de lo que podemos ver en este momento, que nos encuentra desesperanzados y cansados; tristes, para decir la palabra exacta. Hoy creemos que no, que no dejamos nada, salvo ruinas. Pero quizá en esas ruinas haya quedado un poquito de hierba. Hay que volver a Marx, desde luego. Pero con muchísimo cuidado. Porque hay una cosa terrible, un escollo casi insalvable, y es que el poder lo contamina todo, es tóxico. Es posible mantener la pureza de los principios mientras estás alejado del poder. Pero necesitamos llegar al poder para poner en práctica nuestras convicciones. Y ahí la cosa se derrumba, cuando nuestras convicciones se enturbian con la suciedad del poder.

-¿No piensas que de todas maneras ese movimiento que empezó con la Revolución de octubre le abrió el camino a luchas e ideales sin los cuales el mundo de hoy sería muy oscuro?

-Sería una injusticia histórica decir que no, pero también es cierto que muy pronto la Unión Soviética empezó a degenerar, y degeneró totalmente. Por eso te decía, el problema que no vamos a poder solucionar nunca, es la relación de quien tiene el poder, con el poder mismo. Ya sabemos que el poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero yo añadiría que el poder no necesita ser absoluto para corromper absolutamente. Como no sabemos manejarlo, él es el que nos maneja a nosotros. ¿Cómo es posible que quienes protagonizaron la epopeya de la Revolución rusa no hayan sabido mantener viva la llama? La llama sagrada, por así decir, aunque esa palabra suene un poco tonto, pero la verdad es que no le conocemos el reemplazo. ¿Por qué todo se fue volviendo poco a poco putrefacto? Otro tanto sucedió con la Revolución francesa, que arranca con la promesa de algo nuevo, que da lugar ni más ni menos que a los derechos del hombre, y mira en qué acabó.

-En la guillotina. ¿Crees que haya algo nuevo que esté esperando a los jóvenes?

-Lo que voy a decir es una barbaridad, pero me preocupa que los jóvenes estén confundiendo libertad con permisividad. Este es uno de los pecados más graves de nuestra cultura y nuestra civilización. Hemos pronunciado no sé cuántos millones de veces la palabra «libertad», pero no sabemos lo que es, porque no la hemos vivido, y la estamos interpretando como permisividad. Cuando el Mayo del ’68 irrumpió con algo nuevo y sano, se escribió una frase infeliz en las paredes de París: «Prohibido prohibir». Pues no, no es prohibido prohibir. Es necesario prohibir cuando la seguridad de unos está en riesgo por la permisividad que se otorgan otros. Tu libertad tiene límites cuando se tropieza contra los límites de la libertad del otro, y ahí tienen que armonizarse, tienen que ponerse de acuerdo. Veo muchas señales que indican que hoy los jóvenes olvidan eso.

-Te estás cuestionando, con razón, el sentido de una de esas grandes palabras, «libertad», que puestas en el contexto equivocado, adquieren un sentido contrario al original. Otro tanto haces en tu novela Ensayo sobre la lucidez con la palabra «democracia», que han querido convertirla en mera cuestión de ir a votar.

-Nos han querido convencer de que la democracia es eso, votar, y nada más. Vivimos en una época donde todo se puede debatir, el sida, la homosexualidad, la vida en el espacio, y sin embargo hay una cosa, una sola, que no se discute ni se cuestiona: la democracia. No hay un congreso en el mundo donde el tema sea ¿para dónde va la democracia? ¿Qué es en realidad la democracia? ¿A dónde ha ido a parar el ideario democrático? Desde el punto de vista de ellos, de los políticos en turno, la democracia es algo que ya está, y como ya está, no vale la pena debatirlo. Pero la verdad es que no está, y que está cada vez menos. Nosotros no vivimos en democracia; vivimos sometidos a una plutocracia, que es el gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos. Esta es la verdad.

-Vivimos bajo la tiranía del capital económico y financiero. Que no es un decir sino que es justamente eso, una tiranía.

-Así es. ¿Cómo podemos hablar de democracia en países cuya gestión está determinada por los intereses del capital económico y financiero? Lo más curioso, para no decir lo más tristemente divertido, es que las instituciones democráticas son buscadas y queridas por organismos no democráticos. El FMI no es democrático, tú no eliges al FMI. Es la paradoja total. Se ocupan muchísimo del voto, como estabas diciendo, y a eso quieren ellos que se limite la democracia. Al poder, en muchos casos un poco ridículo, que tenemos que quitar un gobierno y poner otro en su lugar.

-Y eso sólo a medias…

-A medias, claro, porque los gobiernos no son más que los comisarios políticos del poder económico, y a los verdaderos comandos nunca llegas, a ésos no puedes cambiarlos. Te doy un ejemplo. Hace veinte o treinta años, todavía se hablaba del pleno empleo. El empleo para todo el mundo era una utopía, pero por lo menos estaba planteada. ¿Y ahora? Es que ni siquiera nos hemos dado cuenta de a qué horas sucedió el cambio; no podemos ponerle fecha al momento en que pasamos de pensar en el pleno empleo, a conformarnos con el empleo precario o el empleo basura, como sucede ahora. ¿Y por qué es así? ¿Porque a algún gobierno se le ocurrió? No, porque el poder económico le dio la orden a los gobiernos: acaben con esa historia del pleno empleo, porque nosotros necesitamos tener las manos libres. Y las tienen.

-El abandono del Estado de bienestar, que tiene que ver con el derecho a la educación, al empleo, a la salud, ha significado una gran pérdida para la humanidad.

-Desde luego, una gran pérdida, y si a eso le añades que ya no se habla más de los derechos humanos… Es que mira, Carlos, estamos perdidos si la gente no despierta del sueño, si no hay un movimiento de los que despiertan de la borrachera que producen el engaño y la mentira que son difundidos por la información, los medios, la cultura audiovisual, el bombardeo de la propaganda. Has dicho que los dos somos viejos militantes comunistas. Bueno. Pero desde luego no podemos decir: «vamos a implantar el comunismo». No, eso no funcionaría. Pero sí podemos decirles a los del poder: «lo que ustedes han opuesto al comunismo, no es una democracia». No se necesita ninguna elucubración filosófica para demostrar que la democracia en el mundo no pasa de una fachada. Debemos plantear la urgencia de una reflexión mundial sobre la democracia.

-Por qué te inquieta el predominio de la cultura audiovisual…

-Nos han colocado otra vez en la caverna de Platón, mirando hacia la pared y viendo allí sombras que pasan, haciéndonos creer que esa es la realidad, que la pantalla es la realidad. Pero la realidad es otra.

-Siempre he pensado que tú eres un combatiente, un hombre que no se calla nada de lo que piensa, nada de lo que cree. Sé que vas a morir disparando ideas…

-Pues quizá sea así, además porque ya es demasiado tarde para cambiar. Me gusta una frase que hay que manejar con mucho cuidado, sobre la que no se puede generalizar: cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical. Claro que la condición de la libertad no es la vejez, al contrario, en general la vejez te quita libertad, pero en el caso mío, y sin querer extrapolar, esta es la sensación que tengo, así me defino yo: cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical. Creo que ese espíritu me acompañará hasta el final de mis días.

-¿En qué momento de tu vida has tenido la sensación de estar experimentando un instante de plenitud; uno de esos instantes que te hacen pensar que por el solo hecho de vivirlo, merece la pena haber nacido?

-Podría hablarte del momento en que Pilar y yo decidimos vivir juntos… Pero si te refieres a mi vida como escritor, tendría que hablarte del momento en que tomé una cierta decisión, que fue la siguiente. En el año ’75 yo era director adjunto de un periódico importante, cuando vino un contragolpe militar, de derecha. Como tantos otros, yo estaba muy comprometido con la revolución popular, y por supuesto me quedé sin trabajo. La posibilidad de encontrar uno nuevo era mínima, así que ni siquiera lo intenté. Había escrito unos cuantos libros, algunos de poesía, otros de crónica… es decir, tenía libros, pero no tenía una obra. Tenía libros, pero no era un escritor. Y a esas alturas, ya iba yo por los cincuenta y tres años. Al perder el empleo pensé, si acaso consigo uno nuevo, voy a caer en la rutina de entrar a las nueve, salir a las seis, escribir sólo en los fines de semana…Y me dije: no. No voy a buscar ningún trabajo. Voy a intentar ser lo que siempre he querido ser, un escritor. Entonces me decidí a dar un salto en la oscuridad, sin saber en realidad qué me esperaba… Ese, al menos como escritor, ha sido el momento definitivo de mi vida.

-Quisiera hablarte de un sueño mío. Sueño con el derrumbe de ese muro que han levantado los Estados Unidos en la frontera, para dejar al otro lado no sólo a México, sino a toda la América Latina. Sueño también con que caiga el muro con el que han pretendido aislar a los palestinos. ¿Tú qué piensas de eso?

-Cuando uno levanta muros, está volviendo a la Edad Media. Si no encuentras ninguna otra forma de resolver los problemas humanos, estás dando marcha atrás en el tiempo. Esos dos muros son una verdadera vergüenza. En el caso de la frontera con México, el muro divide a los pobres de los ricos, para defender los intereses de los ricos de los Estados Unidos. Y el muro que está levantando Israel frente a Palestina, condena a los palestinos al ghetto. Una vez más, el ghetto. Así como suena.

-Para cerrar esta conversación, quiero que me digas cuál es para ti la palabra más bella.

-Un día conocí a un inglés a quien le gustaba mucho una palabra portuguesa, y la palabra era piolho, que quiere decir piojo, pero a él le sonaba muy bien. Eso para decirte que es difícil contestar tu pregunta. La respuesta obvia sería saudade, como si sólo los portugueses pudieran sentir saudade. Saudade es una nostalgia, y punto, se acabó. Te podría decir otra palabra, madre, y también sería un embuste, porque uno quiere mucho a su madre, desde luego, pero de ahí a afirmar que la palabra más hermosa es madre, pues no señor, no lo es, de hermosa no tiene nada. Hace unos días me hicieron la misma pregunta de un periódico francés y sólo se me ocurrió responder montaña, que también es una mala respuesta. ¿Por qué montaña? Pues no lo sé, tampoco es demasiado bonita como palabra.

-Así que para despedirnos hacemos como el señor inglés y nos quedamos con piojo, que, dicho sea de paso, es una palabra clave en ese gran libro que es el Diario de un ladrón, de Jean Genet.

Rodolfo Walsh: Cuentos para tahúres. Cuento

rodolfo_walshSalió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.

-Lo que quieran… -dijo.

Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.

-La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir.

Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.

-Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.

-¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.

Flores lo midió de arriba abajo.

-¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.

Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.

El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.

-El cuatro -cantó alguno.

En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y ahora buscaba otra vez el 4.

El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:

-¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.

Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:

-¡El cuatro!

En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.

Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: «Pobre Flores, era demasiada suerte». Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.

En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.

«Le erraron a Flores», pensé en el primer momento, «y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte.»

Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.

Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.

Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los «chivos» tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.

Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.

Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.

Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.

El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.

Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces… y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.

Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso…

Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.

Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.

Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los «chivos» y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.

Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor…

Roberto Arlt: La pista de los dientes de oro. Cuento

imagesLauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:

El enigma del bárbaro crimen del diente de oro

Son las diez de la mañana.

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.

No se equivoca.

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

-Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

-Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de «profesión» ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {…}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.

Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

-Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:

-¿Cuesta mucho platinarlo?

-No; la diferencia es muy poca.

Mientras Diana prepara el torno, habla:

-A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:

-Yo creo que ese crimen es una venganza… ¿Y usted?…

-Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?… Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

-Véngase pasado mañana.

Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe…

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!… Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra… Está allí… Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

-¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

-Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.

Diana lo escucha y responde:

-Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue:

-Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.

-¿No lo encontrarán a usted?

-No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira:

-Es espantoso lo que usted ha hecho.

Lauro la interrumpió, frío:

-La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:

-¿No lo encontrarán a usted?

-Yo creo que no…

-¿Vendrá usted a curarse mañana?

-Sí, señorita; mañana iré.

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

Roberto Arlt: Ejercicio de artillería: Cuento

HISTORIA ROBERTO ARLTEsta historia debía llamarse no «Ejercicio de artillería», sino «Historia de Muza y los siete tenientes españoles», y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un «zelje» que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho «zelje» era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este «zelje», es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

-Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.

Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del «zelje» de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano.

En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.

El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.

El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.

El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.

¡Pensaba en sus deudas!

Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de limones, con «parterres» tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. Él no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.

Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza.

Tan advertido estaba su gigantesco portero -un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante-, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía:

-Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.

Cuando Herminio Benegas respondió: «Cinco mil pesetas», Muza se lanzó a reír.

-¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más que cinco mil pesetas!… ¡Tú, un oficial español!… ¡Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!… ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español!

Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas…, y firmó un recibo por quince mil.

-Tú no te preocupes -le había dicho Muza-. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.

Benegas volvió una vez, y luego otra y otra.

Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:

-¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!… ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!…

Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió:

-Dame tres días de plazo…, cuatro…

Muza se dejó caer sobre los cojines y respondió:

-Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel.

Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas.

El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas:

-¿Qué te ha dicho Muza?

-El lunes verá al coronel.

Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo:

-Mañana saldremos para los bosques de Rahel

-¿Rahel?

-Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.

Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa.

¿Qué hacer?

Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz.

Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta.

Una voz ronca respondió:

-Adelante.

Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:

-Pase teniente -le señaló una silla-. Siéntese.

Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos…

-¿Qué le pasa?

Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad.

El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:

-Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza…, aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente.

Benegas, tieso, saludó. Había comprendido.

La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel.

Muza, sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.

Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque.

Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque.

Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a…

Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque.

Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron.

Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.

Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.

Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes.

Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible.

Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.

Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa:

-Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el «reglage» del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.

El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:

-Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino argelina.

Horacio Quiroga: El hombre muerto. Cuento

el hombre muertoEl hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses,semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa.

A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste.

Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso… ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al mala-cara inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y  tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

Jean Paul Sartre: La cámara. Cuento

sartreI

La señora Darbedat tenía un “rahat-loukoum”[1] entre los dedos. Lo aproximó a sus labios con precaución y retuvo la respiración por temor de que se volase con su aliento el fino polvo de azúcar con que estaba salpicado: “Es de rosa”, se dijo. Mordió bruscamente en esa carne vidriosa y un perfume corrompido le llenó la boca. “Es curioso cómo afina las sensaciones la enfermedad.” Se puso a pensar en las mezquitas, en los orientales obsequiosos (había estado en Argel durante su viaje de bodas) y sus labios pálidos esbozaron una sonrisa; el “rahat- loukoum” también era obsequioso.

Tuvo que pasar varias veces la palma de la mano sobre las páginas de su libro, porque, pese a su precaución, se habían recubierto de una delgada capa de polvo blanco. Sus manos hacían rodar, deslizarse, rechinar los granitos de azúcar sobre el liso papel: “Esto me recuerda a Arcachon cuando leía en la playa”. Había pasado el verano de 1907 al borde del mar. Llevaba entonces un gran sombrero de paja con una cinta verde, se instalaba muy cerca de la escollera, con una novela de Gyp o de Colette Yver. El viento hacía llover sobre sus rodillas turbiones de arena, y ella sacudía de vez en cuando el libro sosteniéndolo de las puntas. Era exactamente la misma sensación: sólo que los granos de arena eran secos, mientras que esos granitos de azúcar se pegaban un poco al borde de sus dedos. Volvió a ver una banda de cielo gris perla por encima de un mar negro. “Eva no había nacido todavía.” Se sentía pesada de recuerdos y preciosa como un cofre de sándalo. El nombre de la novela que leía entonces le volvió dé pronto a la memoria: se llamaba La pequeña señora; no era aburrida. Pero desde que un mal desconocido la retenía en su habitación, la señora Darbedat prefería las memorias y las obras históricas. Deseaba que el sufrimiento, las lecturas graves, una atención vigilante y vuelta hacia sus recuerdos, hacia sus sensaciones más exquisitas, la madurasen como a un bello fruto de invernáculo.

Pensó, con algo de enervamiento, que bien pronto su marido iba a llamar a la puerta. Los demás días de la semana venía sólo por la noche, le besaba en silencio la frente y leía Le Temps en el sillón, frente a ella. Pero el jueves era “el día” del señor Darbedat; iba a pasar una hora a casa de su hija, generalmente de tres a cuatro. Antes de salir entraba a la habitación de su mujer y los dos conversaban, con amargura, de su yerno. Estas conversaciones de los jueves, previsibles hasta en sus menores detalles extenuaban a la señora Darbedat. El señor Darbedat llenaba la tranquila habitación con su presencia. No se sentaba, caminaba de un lado a otro girando sobre sí mismo. Cada uno de estos movimientos hería a la señora Darbedat como la rotura de un vidrio. Este jueves era aún peor que de costumbre; al pensamiento de que, en seguida, tendría que repetir a su marido la confesión de Eva y ver su cuerpo grande y aterrorizado saltar de furor, la señora Darbedat experimentaba sudores. Tomó un “loukoum” del platillo, lo miró un momento dudando, luego lo volvió a dejar tristemente: no le agradaba que su marido la viera comer “loukoums”.

Se sobresaltó al oír que llamaban.

—Adelante —dijo con voz débil.

El señor Darbedat entró en puntas de pie.

—Voy a ver a Eva —dijo como todos los jueves.

La señora Darbedat le sonrió.

—Bésala en mi nombre.

El señor Darbedat no respondió y arrugó la frente con aire preocupado; todos los jueves a la misma hora una sorda irritación se mezclaba en él a la pesadez de la digestión.

—Al salir de su casa pasaré a ver a Franchot; querría que le hablara seriamente y que tratara de convencerla.

Hacía frecuentes visitas al doctor Franchot. Pero en vano. La señora Darbedat alzó las cejas. Antes, cuando estaba bien de salud, se encogía a menudo de hombros. Pero desde que la enfermedad había entorpecido su cuerpo, reemplazaba los gestos, que la hubieran fatigado mucho, con juegos de fisonomía: decía que sí con los ojos, que no con los extremos de la boca, levantaba las cejas en lugar de los hombros.

—Sería necesario poder quitárselo a la fuerza.

—Ya te he dicho que es imposible- Por lo demás la ley está muy mal hecha. Franchot me decía el otro día que tienen disgustos inimaginables con las familias; gente que no se decide, que quiere conservar el enfermo con ellos; los médicos tienen las manos atadas, pueden dar su opinión, eso es todo. Se necesitaría —agregó—- que diera él un escándalo público, o si no que ella misma pidiera que lo internaran.

—Y eso —dijo la señora Darbedat— no será mañana.

—No.

Él se dio vuelta hacia el espejo y hundiendo sus dedos en la barba se puso a peinársela.

La señora Darbedat miraba sin cariño la nuca roja y fuerte de su marido.

—Si ella continúa así —dijo el señor Darbedat— se volverá más maniática que él, eso es espantosamente malsano. No lo deja ni un paso, no sale nunca sino para venir a verte, no recibe a nadie La atmósfera de su aposento es simplemente irrespirable. No abre nunca la ventana porque Pedro no quiere. Como si se debiera consultar a un enfermo. Queman perfumes, creo, una porquería en una cazoleta, uno se cree en la iglesia. De veras, a veces me pregunto… ella tiene ojos extraños, ¿sabes?

—No lo he notado —dijo la señora Darbedat—. Le encuentro el aire natural. Aire triste, evidentemente.

—Tiene cara de desenterrada. ¿Duerme? ¿Come? Es inútil interrogarla sobre estos asuntos. Pero pienso que con un hastial como Pedro a su lado no debe pegar los ojos en toda la noche. —Se encogió de hombros—. Lo que encuentro fabuloso es que nosotros, sus padres, no tengamos el derecho de protegerla contra sí misma. Advierte bien que Pedro estaría mejor cuidado con Franchot. Y luego, pienso —agregó sonriendo un poco— que se entendería mejor con gente de su especie. Esos seres son como los niños, es necesario dejarlos entre ellos; forman una especie de francmasonería. Ahí es donde lo debieran haber puesto desde el primer día: por él mismo. En su interés, bien entendido.

Agregó al cabo de un momento:

—Te diré que no me agrada saberla sola con Pedro, sobre todo por la noche. Imagina que pasa cualquier cosa. Pedro tiene un aire terriblemente solapado.

—No sé —dijo la señora Darbedat— si es cuestión de inquietarse por eso, teniendo en cuenta que es un aire que ha tenido siempre. Daba la impresión de burlarse de todo el mundo. Pobre muchacho —continuó suspirando— haber tenido ese orgullo y haber venido a parar en eso. Se creía más inteligente que todos nosotros. Tenía una manera de decir: “Ustedes tienen razón” para terminar las discusiones… Para él es una bendición que no pueda darse cuenta de su estado.

Evocó con disgusto ese largo rostro irónico, siempre un poco inclinado de costado. Durante el primer tiempo del matrimonio de Eva, la señora Darbedat no hubiera querido nada mejor que tener algo de intimidad con su yerno. Pero él había desalentado sus esfuerzos; casi no hablaba, aprobaba siempre con precipitación, con aire ausente.

El señor Darbedat proseguía con su idea:

—Franchot —dijo— me hizo visitar su instalación, es soberbia. Los enfermos tienen habitaciones particulares con sillones de cuero, y sofás-camas. Hay cancha de tenis, ¿sabes? y van a construir una piscina.

Se había colocado frente a la ventana y miraba a través del vidrio, penduleando un poco sobre sus piernas arqueadas. Giró de pronto sobre sus talones, los hombros bajos, las manos en los bolsillos, con agilidad. La señora Darbedat sintió que iba a ponerse a transpirar; siempre era la misma cosa; ahora iba a marchar de largo a largo como un oso en la jaula, y a cada paso crujirían sus zapatos.

—Amigo mío —dijo— te lo suplico, siéntate, me fatigas. —Agregó sudando—: Tengo algo grave que decirte.

El señor Darbedat se sentó en la butaca y colocó las manos sobre las rodillas; un ligero estremecimiento recorrió la espina dorsal de la señora Darbedat; había llegado el momento, era necesario que hablara.

—Sabes —dijo con tono embarazado— que el martes vi a Eva.

—Sí.

—Hemos charlado sobre un montón de cosas, estaba muy amable, hacía mucho que no la había visto tan confiada. Entonces la interrogué un poco, le hice hablar de Pedro. Pero bien, supe —agregó con tono nuevamente embarazado— que tiene mucho de común con él.

—Maldición, lo sé bien —dijo el señor Darbedat.

Su marido irritaba un poco a la señora Darbedat; siempre era necesario explicarle minuciosamente las cosas, poniendo los puntos sobre las íes. La señora Darbedat soñaba vivir en relación con personas finas y sensibles que comprendiesen todo a medias palabras.

—Pero quiero decir —continuó— que tiene más de lo que nosotros imaginábamos.

El señor Darbedat giró los ojos furiosos e inquieto como siempre que no comprendía muy bien el sentido de una alusión o de una noticia:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Carlos —dijo la señora Darbedat— no me fatigues más. Debías comprender que a una madre puede costarle decir algunas cosas.

—No comprendo ni una palabra de todo lo que me cuentas —dijo el señor Darbedat con irritación—. En cualquier forma, ¿no quieres decir?…

—Pues bueno ¡sí! —dijo ella.

—¿Tienen todavía… todavía ahora?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo ella molesta, con tres golpecitos secos.

El señor Darbedat separó el brazo, bajó la cabeza y se calló.

—Carlos —dijo su mujer inquieta—, no hubiera debido decírtelo. Pero no podía guardar esto para mí sola.

— ¡Nuestra hija! —dijo con voz lenta—. ¡Con ese loco! Ni siquiera la conoce, la llama Ágata. Es necesario que haya perdido la conciencia.

Levantó la cabeza y miró a su mujer con severidad.

— ¿Estás segura de haber comprendido bien?

—No había duda posible. Yo soy como tú —agregó vivamente— no podía creerlo y por lo demás no la comprendo. Yo, nada más que a la idea de que me toque ese pobre desdichado… En fin —suspiró—, supongo que la tiene sujeta por ahí.

— ¡Ay! —dijo el señor Darbedat—. ¿Te acuerdas de lo que te dije cuando vino a pedirnos su mano? Te dije: “Creo que le gusta demasiado a Eva”. No quisiste creerme.

Golpeó de pronto sobre la mesa y enrojeció violentamente:

—¡Es una perversidad! ¡La toma en los brazos y la besa llamándola Ágata, y contándole tonterías sobre las estatuas que vuelan y no sé qué más! ¡Y ella se deja! Pero ¿qué es lo que hay entre ellos? Que lo compadezca con todo el corazón, que lo ponga en una casa de reposo donde pueda verlo todos los días, desde temprano. Pero nunca hubiera pensado… La consideraba viuda. Escucha, Juana —dijo con voz grave— voy a hablarte francamente; bien, ¡si tiene temperamento, preferiría que buscara un amante!

—¡Carlos, cállate! —exclamó la señora Darbedat.

El señor Darbedat tomó con aire cansado el sombrero y el bastón que había dejado al entrar sobre una mesita.

—Después de lo que acabas de decirme —concluyó— no me quedan muchas esperanzas. En fin, en cualquier forma le hablaré, porque es mi deber.

La señora Darbedat tenía prisa porque se fuera.

—Sabes —dijo para animarlo— creo que pese a todo en Eva hay más empecinamiento que… otra cosa. Sabe que es incurable pero se obstina, no quiere desmentirse.

El señor Darbedat se acariciaba soñadoramente la barba.

—¿Empecinamiento?… Sí, quizá. Y bien, tiene razón, terminará por cansarse. No es muy tratable todos los días y además no tiene conversación. Cuando le digo buenos días me tiende una mano floja y no habla. Pienso que en cuanto quedan solos vuelve a sus ideas fijas; ella me ha dicho que llega a gritar como si lo degollaran, porque tiene alucinaciones. Las estatuas. Le dan miedo porque zumban. Dice que vuelan a su alrededor y que le clavan ojos blancos.

Se puso los guantes; continuó.

—Ella se cansará, no digo que no, Pero ¿si se trastorna antes? Querría que saliera un poco, que viera gente; encontraría algún muchacho agradable, sabes, un tipo como Schröder, que es ingeniero en el Simplón, alguien de porvenir; le vería un poco aquí, otro poco allá, y se habituaría lentamente a la idea de rehacer su vida.

La señora Darbedat no respondió por temor de hacer renacer la conversación. Su marido se inclinó sobre ella.

—Vamos —dijo— es necesario que me vaya.

—Adiós, papá —dijo la señora Darbedat tendiéndole la frente—. Bésala y dile de mi parte que es mi pobrecita…

Cuando partió su marido, la señora Darbedat se dejó deslizar hasta el fondo del sillón y cerró los ojos, agotada. “Qué vitalidad”, pensó con reproche. Cuando recobró un poco de fuerza estiró dulcemente su pálida mano y tomó a tientas y sin abrir los ojos un “loukoum” del platito.

Eva vivía con su marido en el quinto piso de un viejo inmueble de la calle Bac, El señor Darbedat subió ágilmente los ciento doce escalones de la escalera. Cuando tocó el botón del timbre ni siquiera estaba sofocado. Recordó con satisfacción las palabras de la señorita Dormoy: “Para su edad, Carlos, usted está simplemente maravilloso”. Nunca se sentía más fuerte ni más sano que los jueves, después de estas rápidas subidas.

Fue Eva quien abrió: “Es verdad, no tiene sirvienta. Las muchachas no pueden quedarse en su casa: me pongo en su lugar”. La besó. “Buenos días, pobrecita mía… ” Eva le dijo buenos días con cierta frialdad.

—Estás un poco paliducha -—dijo el señor Darbedat tocándole la mejilla— no haces bastante ejercicio.

Hubo un silencio.

—¿Está bien mamá? —preguntó Eva.

—Más o menos. ¿La viste el martes? Bueno, está como siempre. Tu tía Luisa fue a verla ayer, eso la distrajo. Le agrada recibir visitas, pero que no se queden mucho tiempo. Tu tía Luisa ha venido a París con los niños por ese asunto de la hipoteca. Creo que te he hablado de eso, es una fea historia. Pasó por mi escritorio para pedirme consejo. Le dije que no había dos partidos que tomar; es necesario que venda. Por lo demás ha encontrado comprador, es Bretonnel. ¿Te acuerdas de Bretonnel? Actualmente se ha retirado de los negocios.

Se detuvo bruscamente; Eva le escuchaba apenas. Pensó con tristeza que no se interesaba más en nada. “Es como con los libros. Antes había que arrancárselos. Ahora ni siquiera lee.”

—¿Cómo está Pedro?

—Bien —dijo Eva— ¿quieres verlo?

—Naturalmente —dijo el señor Darbedat con alegría— voy a hacerle una- pequeña visita.

Estaba lleno de compasión por ese desventurado muchacho pero no podía verlo sin repugnancia. “Tengo horror a los seres enfermos. Evidentemente no era culpa de Pedro; tenía una herencia terriblemente pesada.” El señor Darbedat suspiró: “Hubiera sido bueno tomar precauciones, estas cosas se saben siempre demasiado tarde”. No, Pedro no era responsable. Pero, de cualquier modo, había llevado siempre esa tara en él, formaba el fondo de su carácter; no era como un cáncer o una tuberculosis de los que se puede hacer abstracción cuando se quiere juzgar a un hombre tal cual es en sí mismo. Esa gracia nerviosa y esa sutileza que tanto había agradado a Eva cuando le hacía la corte, eran flores de locura. “Estaba ya loco cuando se casó con ella; sólo que no se advertía. Uno se pregunta, pensó el señor Darbedat, dónde comienza la responsabilidad o mejor aún dónde termina. Se analizaba siempre mucho, estaba todo el tiempo inclinado sobre sí mismo. ¿Pero esto era la causa o era el efecto de su mal?” Siguió a su hija a través de un largo corredor sombrío.

—Este departamento es demasiado grande para ustedes —dijo— deberían mudarse.

—Me dices eso todas las veces, papá —respondió Eva— pero ya te he contestado que Pedro no quiere dejar su aposento.

Eva era asombrosa; era como para preguntarse si se daba cuenta exacta del estado de su marido. Estaba loco de atar y ella respetaba sus decisiones y sus opiniones como si hubiera estado en su sano juicio.

—Te lo digo por ti —respondió el señor Darbedat ligeramente irritado—. Me parece que si fuera mujer tendría miedo en estas viejas piezas mal iluminadas. Desearía para ti un departamento luminoso, como se han construido estos últimos años hacia Auteuil, tres piecitas bien aireadas. Han -bajado el precio de los alquileres porque no encuentran inquilinos, sería el momento.

Eva torció suavemente el picaporte de la puerta y entraron en el aposento. Un pesado olor a incienso se prendió a la garganta del señor Darbedat. Las cortinas estaban corridas. Distinguió en la penumbra una delgada nuca por encima del respaldo del sillón; Pedro le volvía la espalda: comía.

—Buen día, Pedro —dijo el señor Darbedat levantando la voz—. Y bien, ¿cómo vamos hoy?

El señor Darbedat se aproximó; el enfermo estaba sentado ante una mesita; tenía un aire socarrón.

—Comemos huevos pasados por agua —dijo el señor Darbedat levantando aún más el tono—. ¡Eso es bueno, eh!

—No soy sordo —dijo Pedro con voz suave.

Irritado, el señor Darbedat volvió los ojos hacia Eva para tomarla por testigo. Pero Eva le devolvió una mirada dura y se calló. El señor Darbedat comprendió que la había herido. “Bueno, peor para ella.” Era imposible encontrar el tono justo con este desventurado muchacho; tenía menos razón que un niño de cuatro años y Eva quería que se le tratara como a un hombre. El señor Darbedat no podía dejar de esperar con impaciencia el momento en que todos estos cuidados ridículos estuvieran fuera de lugar. Los enfermos, le molestaban siempre algo —y muy particularmente los locos porque eran irracionales. El pobre Pedro, por ejemplo, era irracional en toda la línea, no podía decir palabra sin desvariar y no obstante hubiera sido inútil pedirle la menor humildad; ni aun un pasajero reconocimiento de sus errores.

Eva levantó las cáscaras de huevo y la huevera. Puso ante Pedro un cubierto con tenedor y cuchillo.

—¿Qué va a comer ahora? —dijo jovialmente Darbedat.

—Un bife.

Pedro había tomado el tenedor y lo sostenía con la punta de sus largos dedos pálidos. Lo inspeccionó detenidamente, luego rio ligeramente.

—No será para esta vez —murmuró dejándolo—. Estaba prevenido.

Eva se aproximó y miró el tenedor con apasionado interés.

—Ágata —dijo Pedro— dame otro.

Obedeció Eva y Pedro se puso a comer. Ella había tomado el tenedor sospechoso y lo mantenía apretado entre sus manos sin sacarle los ojos de encima: parecía hacer un violento esfuerzo. “Qué trastornados son todos sus gestos y todas sus relaciones”, pensó el señor Darbedat.

Estaba incómodo.

—Atención —dijo Pedro— tómalo por la mitad del lomo, a causa de las pinzas.

Eva suspiró y dejó el tenedor sobre los restos de la comida. El señor Darbedat sintió que se irritaba. No creía que fuera bueno ceder a todas las fantasías de ese desdichado —aun desde el punto de vista de Pedro, era pernicioso. Franchot le había dicho claramente: “Nunca se debe entrar en el delirio de un enfermo”. En lugar de darle otro tenedor, hubiera sido mejor razonar dulcemente y hacerle comprender que era igual a los otros. Se adelantó hacia las sobras, tomó ostensiblemente el tenedor y le recorrió los dientes con dedo ligero. Luego se volvió hacia Pedro. Pero éste cortaba la carne con aire apacible; levantó hacia su suegro una mirada dulce e inexpresiva.

—Querría charlar un rato contigo —dijo el señor Darbedat a Eva.

Eva le siguió dócilmente al salón. Al sentarse en el canapé, el señor Darbedat notó que había conservado el tenedor en la mano. Lo arrojó con fastidio sobre una consola.

—Se está mejor aquí —dijo.

—Yo no vengo nunca.

—¿Puedo fumar?

—Claro que sí, papá —dijo Eva apresuradamente—. ¿Quieres un cigarro?

El señor Darbedat prefirió hacer un cigarrillo. Pensaba sin temor en la discusión que iba a entablar. Cuando hablaba con Pedro se sentía embarazado por su razón como pudiera estarlo un gigante por su fuerza al jugar con un niño. Todas sus condiciones de claridad, nitidez, precisión se volvían contra él. “Es necesario confesar que con mi pobre Juana es un poco la misma cosa.” Ciertamente la señora Darbedat no estaba loca, pero la enfermedad la había… amodorrado. Por el contrario Eva se parecía a su padre, era una naturaleza recta y lógica; la discusión con ella se volvía un placer. “Por eso no quiero que me la estropeen.” El señor Darbedat levantó los ojos; quería volver a ver los rasgos inteligentes y finos de su hija. Se sintió defraudado: en ese rostro antes tan razonable y transparente había ahora algo de turbio, de opaco. Eva seguía siendo bellísima. El señor Darbedat notó que se había pintado con mucho cuidado, casi con ostentación. Había azulado sus párpados y pasado rimmel por sus largas pestañas. Este maquillaje perfecto y violento produjo una penosa impresión en su padre.

—Estás verde bajo tu pintura —le dijo— tengo miedo de que te enfermes. ¡Y cómo te pintas ahora! ¡Tú, que eras tan discreta!’

Eva no contestó y Darbedat consideró un instante con molestia ese rostro brillante y gastado bajo la pesada masa de los cabellos negros. Pensó que presentaba el aspecto de una trágica. “Hasta sé a quien se parece. A esa mujer, esa rumana que representó Fedra en francés en el teatro de Orange.” Lamentó haber hecho esa observación desagradable: “¡Se me escapó! Más vale no indisponernos por pequeñeces”.

—Discúlpame —dijo sonriendo— sabes que soy un viejo sencillo. No me gustan todas esas pomadas que las mujeres de hoy se ponen en la cara. Pero soy yo el equivocado, es necesario vivir con la época.

Eva le sonrió amablemente. El señor Darbedat encendió su cigarrillo y aspiró algunas bocanadas.

—Mi chiquita —comenzó— quería justamente decirte; vamos a charlar los dos como antes. Vamos, siéntate y escúchame con amabilidad; hay que tener confianza en el viejo papá.

—Prefiero estar de pie —dijo Eva—. ¿Qué quieres decirme?

—Voy a hacerte una pregunta —dijo el señor Darbedat algo más secamente—. ¿A qué te llevará todo esto?

—¿Todo esto? —repitió Eva asombrada.

—Bueno, sí, todo, toda esta vida que tú te has hecho. Escucha —prosiguió— no creas que no te comprendo (había tenido una súbita idea). Pero lo que quieres hacer está por encima de las fuerzas humanas. Quieres vivir únicamente con la imaginación, ¿no es así? ¿No quieres admitir que está enfermo? ¿No quieres ver al Pedro de hoy? ¿No es así? Sólo tienes ojos para el Pedro de ayer. Mi queridita, mi chiquita, es una apuesta imposible de mantener —continuó el señor Darbedat—. Mira, te voy a contar una historia que quizá todavía no conoces; cuando estuvimos en Sables-d’Olonne, tenías entonces tres años, tu madre hizo relación con una joven encantadora que tenía un niñito soberbio. Jugabas con el niñito en la playa, no tenían tres palmos de alto, tú eras su novia. Un tiempo más tarde, en París, quiso tu madre volver a ver a la joven; le dijeron que había sufrido una espantosa desgracia, su hermoso niño había sido decapitado por un automóvil. Le dijeron a tu madre: “Vaya a verla, pero ante todo no le hable de la muerte de su niño, no quiere creer que está muerto”. Tu madre fue allí, encontró una criatura medio trastornada; vivía como si su pequeño existiera todavía; le hablaba, le ponía cubierto en la mesa. Pues bien, vivió en tal estado de tensión nerviosa que al cabo de seis meses fue necesario llevarla por fuerza a una casa de reposo en donde permaneció tres años. No, mi chiquita —dijo el señor Darbedat sacudiendo la cabeza—, esas cosas son imposibles. Hubiera sido mejor que ella reconociera valientemente la verdad. Hubiera sufrido de una buena vez y después el tiempo hubiera pasado su esponja. Créeme, no hay nada como mirar las cosas de frente.

—Te engañas —dijo Eva con esfuerzo— sé muy bien que Pedro está…

La palabra no le salió. Se mantenía muy derecha con las manos sobre el respaldo de un sillón. Había algo de árido y de feo en la parte inferior de su rostro.

—Pues bien… ¿entonces? —preguntó asombrado el señor Darbedat.

—¿Entonces qué?

—¿Tú?

—Lo amo como es —dijo Eva rápidamente y con aire fastidiado.

—Eso no es verdad —dijo el señor Darbedat con violencia—. Eso no es verdad: no le amas; no puedes amarlo. Esos sentimientos sólo pueden experimentarse por un ser sano y normal, No dudo que tengas compasión por Pedro y guardas también sin duda el recuerdo de los tres años de felicidad que le debes. Pero no me digas que le amas, no te creeré.

Eva permanecía muda y miraba la alfombra con aire ausente.

—Podrías contestarme —dijo el señor Darbedat con frialdad—. No creas que esta conversación me sea menos penosa que a ti.

—Puesto que no me crees.

—Pues bien, si le amas —exclamó exasperado— es una gran desgracia para ti, para mí y para tu pobre madre, porque voy a decirte algo que hubiera preferido ocultarte: antes de tres años Pedro habrá caído en la demencia más completa, será como una bestia.

Miró a su hija con ojos duros; le molestaba que lo hubiera obligado, con su testarudez, a hacerle esta penosa revelación.

Eva no se impresionó, ni siquiera levantó los ojos.

—Lo sabía.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó estupefacto.

—Franchot. Hace seis meses que lo sé.

— ¡Y yo que le había recomendado ocultártelo! —dijo el señor Darbedat con amargura—. En fin, quizá sea mejor así. Pero en estas condiciones debes comprender que sería imperdonable conservar a Pedro contigo. La lucha que has emprendido está destinada al fracaso, su enfermedad no perdona. Si hubiera algo que hacer, si se lo pudiera salvar a fuerza de cuidados, no diría nada. Pero mira un poco; eras linda, inteligente y alegre, te destruyes por gusto y sin provecho. Pues bien, ya sabemos que has estado admirable, pero basta, se terminó. Has cumplido con tu deber, más que con tu deber; insistir todavía sería inmoral. También se tienen deberes hacia sí mismo, hija. Y luego, no piensas en nosotros. Es necesario —agregó martillando las palabras— que mandes a Pedro a la clínica de Franchot. Abandonarás este departamento donde no has tenido más que desgracias y volverás con nosotros. Si tienes deseos de ser útil y de aliviar los dolores ajenos, pues bien, tienes a tu madre. La pobre mujer está cuidada por enfermeras, necesita alguna compañía. Y ella —agregó— podrá apreciar lo que hagas, y quedarte reconocida.

Hubo un largo silencio. El señor Darbedat escuchó cantar a Pedro en el aposento vecino. Era apenas una sombra de canto; mejor aún una especie de declamación aguda y precipitada. El señor Darbedat levantó los ojos hacia su hija.

—Entonces ¿no?

—Pedro se quedará conmigo —dijo dulcemente— me entiendo bien con él.

—A condición de desvariar todo el día.

Eva sonrió y lanzó a su padre una mirada burlona y casi alegre. “Es verdad, pensó el señor Darbedat furioso, no hacen sólo eso; se acuestan juntos.”

—Estás completamente loca —dijo levantándose.

Eva sonrió tristemente y murmuró como para sí misma:

—No lo bastante.

—¿No lo bastante? Sólo te puedo decir una cosa, hija, me das miedo.

La besó apresuradamente y salió. “Sería necesario, pensó bajando la escalera, enviarle dos sólidos muchachones que se llevaran por la fuerza a ese pobre despojo y que lo colocaran bajo la ducha sin preguntarle su opinión.”

Era un bello día de otoño, tranquilo y sin misterio; el sol doraba el rostro de los transeúntes. El señor Darbedat quedó asombrado por la simplicidad de esos rostros. Los había curtidos, otros eran claros, pero todos reflejaban felicidades y cuidados que le eran familiares.

“Sé muy exactamente lo que reprocho a Eva, se dijo, tomando por el boulevard Saint-Germain. Le reprocho que viva fuera de lo humano. Pedro no es ya un ser humano. Todos los cuidados, todo el amor que le da, se los quita en cierto modo a toda esta gente. No hay derecho de negarse a los hombres; aunque el diablo mismo se opusiera, vivimos en sociedad.”

Enfrentaba a los transeúntes con simpatía, le agradaban sus miradas graves y límpidas. En estas calles soleadas, entre los hombres, se sentía seguro como en medio de una gran familia.

Una mujer en cabeza se había detenido ante una exposición al aire libre. Llevaba una niñita de la mano.

—¿Qué es eso? —-preguntó la niñita señalando un aparato de T. S. F.

—No toques nada —dijo su madre— es un aparato; toca música.

Se quedaron un momento sin hablar, en éxtasis. El señor Darbedat, enternecido, se inclinó hacia la niñita y le sonrió.

II

“Se ha ido.” La puerta de entrada se había cerrado con un golpe seco. Eva estaba sola en el salón: “Ojalá se muera”.

Crispó las manos sobre el respaldo del sillón; acababa de recordar los ojos de su padre. El señor Darbedat se había inclinado sobre Pedro con aire competente; le había dicho: “¿Es bueno eso?”, como alguien que sabe hablar a los enfermos; lo había mirado y el rostro de Pedro se había pintado en el fondo de sus ojos gruesos y vivos. “Lo odio cuando lo mira, cuando pienso que lo ve.”

Las manos de Eva se deslizaron a lo largo del sillón y se volvió hacia la ventana. Estaba deslumbrada. La pieza estaba llena de sol; lo había en todas partes, sobre la alfombra en redondeles pálidos, en el aire como polvo encandilador. Eva había perdido la costumbre de esta luz indiscreta y fuerte que escudriñaba por todas partes, recorría los rincones, frotaba los muebles y los hacía relucir como una buena ama de casa. No obstante, avanzó hasta la ventana y levantó la cortina de muselina que colgaba contra el vidrio. En el mismo momento el señor Darbedat salía de la casa; Eva vio de pronto sus amplias espaldas. Él levantó la cabeza y miró el cielo parpadeando, luego se alejó a zancadas, como un hombre joven. “Se esfuerza, pensó Eva, pronto tendrá su puntada al costado.” Casi no lo odiaba ya, había tan poca cosa en esa cabeza; apenas la pequeñísima preocupación de parecer joven. Se volvió a encolerizar, no obstante, cuando lo vio dar vuelta la esquina del bulevar Saint-Germain y desaparecer. “Piensa en Pedro.” Algo de su vida se escapaba del cerrado aposento y caminaba por las calles, al sol, entre la gente. «¿Es que no podrán olvidarnos nunca?”

La calle de Bac estaba casi siempre desierta. Una vieja señora atravesó la calzada a pasos menudos, tres jovencitas pasaron riendo. Luego algunos hombres, hombres fuertes y graves que llevaban portafolios y hablaban entre sí. “Gente normal”, pensó Eva asombrada de encontrar en sí misma tal fuerza de odio. Una mujer hermosa y gruesa corrió pesadamente al encuentro de un señor elegante. Lo abrazó y lo besó en la boca. Eva lanzó una risa seca y dejó caer la cortina.

Pedro no cantaba ya, pero la joven del tercero se había sentado al piano; ejecutaba un estudio de Chopin. Eva se sintió más calmada, dio un paso hacia el aposento de Pedro pero se detuvo en seguida y se apoyó contra la pared con algo de angustia. Como siempre que dejaba el aposento, la llenaba de pánico la idea de que era necesario volver a entrar en él. Sabía no obstante que no hubiera podido vivir en otra parte; amaba ese aposento. Recorrió con la mirada, con curiosidad fría como para ganar un poco de tiempo, esa pieza sin sombra y sin olor en la que esperaba que renaciera su valor. “Se diría la sala de espera de un dentista.” Los sillones de seda rosa, el diván, los taburetes, eran sobrios y discretos, un poco paternales, buenos amigos del hombre. Eva imaginó que señores graves, vestidos con ropa clara, iguales a los que había visto por la ventana, entraban en el salón prosiguiendo la conversación comenzada. No se tomaban ni siquiera tiempo para reconocer el lugar; avanzaban con paso firmé hasta el medio de la pieza; uno de ellos, que dejaba colgar la mano detrás como si fuera una estela, frotaba al pasar algunos almohadones y objetos de sobre las mesas, y no se sobresaltaba por estos contactos. Y cuando encontraban un mueble en su camino, estos hombres reposados, lejos de hacer una curva para evitarlo lo cambiaban tranquilamente de lugar. Se sentaban por fin, siempre sumergidos en su conversación, sin arrojar ni una mirada a su espalda. “Un salón para gente normal”, pensó Eva. Miraba el picaporte de la puerta cerrada y la angustia le apretaba la garganta: “Es necesario que vaya. Nunca lo dejo solo tanto tiempo”. Había que abrir esa puerta; luego Eva permanecería en el umbral tratando de habituar sus ojos a la penumbra, y el aposento la rechazaría con todas sus fuerzas. Era necesario que Eva triunfara de esa resistencia y que se hundiera hasta el corazón de la pieza. Tuvo de pronto un violento deseo de ver a Pedro; le hubiera agradado burlarse con él del señor Darbedat. Pero Pedro no la necesitaba, Eva no podía prever la acogida que le reservaba. Pensó de pronto con una especie de orgullo que no había para ella lugar en ninguna parte. “Los normales creen que todavía soy de los suyos. Pero no podría permanecer ni una hora entre ellos. Tengo necesidad de vivir allá, del otro lado de esta pared. Pero allá tampoco me necesitan.”

Un cambio profundo se efectuó a su alrededor. La luz envejecía, encanecía, se ponía pesada como el agua de un florero que no se ha renovado desde la víspera. Sobre los objetos, entre esta luz envejecida, Eva volvía a encontrar una melancolía hacía mucho tiempo olvidada: la de un mediodía de fines de otoño. Miraba a su alrededor, dudando, casi tímida; todo estaba tan lejos; en el aposento no existía ni día ni noche, ni estaciones, ni melancolía. Recordó vagamente otoños anteriores, otoños de su infancia, luego, de pronto se resistió; tenía miedo a los recuerdos.

Escuchó la voz de Pedro:

—¿Dónde estás, Ágata?

—Voy —gritó.

Abrió la puerta y penetró en el aposento.

El espeso olor del incienso le llenó la nariz y la boca mientras entornaba los ojos y tendía las manos hacia adelante —el perfume y la penumbra no formaban para ella desde hacía tiempo más que un solo elemento acre y algodonoso, tan simple, tan familiar como el aire, el agua o el fuego—, y avanzó prudentemente hacia una mancha pálida que parecía flotar en la bruma. Era el rostro de Pedro; el traje de Pedro (desde que estaba enfermo vestía de negro) se fundía en la oscuridad. Pedro había echado su cabeza hacia atrás y cerrado los ojos. Era bello. Eva miró sus largas cejas curvas, luego se sentó a su lado en la silla baja. “Parece sufrir”, pensó. Sus ojos se habituaban poco a poco a la penumbra. El escritorio surgió primero, después la cama, luego los objetos personales de Pedro, las tijeras, el pote de engrudo, los libros, el herbario que cubría la alfombra cerca del sillón.

—¿Ágata?

Pedro había abierto los ojos y la miraba sonriendo.

—¿Sabes, el tenedor? —dijo— lo hice para asustar al tipo. No tenía casi nada.

Las aprensiones de Eva se desvanecieron y largó una ligera risa:

—Lo lograste muy bien —dijo— lo enloqueciste completamente.

Pedro sonrió:

—¿Viste? Lo manipuló un buen rato, lo tenía con toda la mano. Lo que hay —dijo— es que no saben tomar las cosas; las empuñan.

—Es verdad —dijo Eva.

Pedro golpeó ligeramente en la palma de su mano izquierda con el índice de la mano derecha.

—Es con esto que agarran. Aproximan sus dedos y cuando han tomado el objeto, colocan la palma por encima para moldearlo.

Hablaba con voz rápida y con la punta de los labios; parecía perplejo.

—Me pregunto qué quieren —dijo por último—. Ese tipo ya ha venido antes. ¿Por qué me lo mandan? Si quieren saber lo que hago, no tienen más que leer en la pantalla; ni siquiera precisan moverse de sus casas. Cometen algunos errores. Tienen el poder, pero cometen errores. Yo no lo hago nunca; ése es mi triunfo. Hoffka —dijo— hoffka. —Agitaba sus largas manos junto a su frente—: ¡Picarona! Hoffka paffka suffka. ¿Quieres más todavía?

—¿Es la campana? —preguntó Eva.

—Sí, ya se fue. —Y prosiguió con severidad—: Ese tipo es un subalterno. Tú le conoces, fuiste con él al salón.

Eva no contestó.

—¿Qué es lo que quería? —preguntó Pedro—. Ha debido decírtelo.

Ella dudó un momento, luego respondió brutalmente:

—Quería que te encerraran.

Cuando se decía dulcemente la verdad a Pedro, desconfiaba, era necesario descargársela con violencia para aturdir y paralizar las sospechas. Eva prefería tratarlo con brutalidad a mentirle; cuando mentía y él parecía creerle no podía dejar de sentir una ligera impresión de superioridad que la horrorizaba de sí misma.

—Encerrarme —repitió Pedro con ironía—. Se descarrilan. ¿Qué es lo que pueden hacerme algunas paredes? Creen quizá que eso va a detenerme. A veces me pregunto si no hay dos bandas. La verdadera, la del negro. Y luego otra banda de chismosos que tratan de meter la nariz aquí adentro y que hacen tontería sobre tontería.

Hizo saltar la mano sobre el brazo del sillón y la consideró con aire divertido.

—Las paredes se atraviesan. ¿Qué le contestaste? —preguntó volviéndose hacia Eva con curiosidad.

—Que no te encerrarían.

Él se encogió de hombros.

—No había que decir eso. También cometiste un error, salvo que lo hayas hecho expresamente. Es necesario dejarlos mostrar su juego.

Se calló. Eva bajó tristemente la cabeza: “¡Los empuñan!” Con qué tono despreciativo había dicho eso —y qué justo era. “¿Acaso también yo empuño los objetos? Haré bien en observarme, creo que la mayoría de mis gestos lo irritan.” Se sintió de pronto desesperada, como cuando tenía catorce años y la señora Darbedat, viva y ligera, le decía: “Se diría que no sabes qué hacer de tus manos”. No se atrevía a hacer ningún movimiento, y justo en ese momento tuvo un deseo irresistible de cambiar de posición. Removió suavemente los pies bajo la silla tocando apenas la alfombra. Miraba la lámpara sobre la mesa —la lámpara cuyo zócalo Pedro había pintado de negro— y el juego de ajedrez. Sobre el tablero. Pedro sólo había dejado los peones negros. A veces se levantaba, iba hasta la mesa y tomaba los peones uno por uno entre sus manos. Les hablaba, les llamaba robots y parecían, entre sus dedos, animarse con una vida sorda. Cuando los dejaba, Eva iba a tocarlos (tenía la impresión de estar un poco en ridículo); se habían convertido de nuevo en pequeños objetos de madera muerta pero quedaba en ellos algo de vago y de inasible, algo como un sentido. “Son sus objetos, pensó ella. No hay nada mío en el aposento.” Antes poseía algunos muebles. El espejo y la pequeña mesa de tocador de marquetería que venían de su abuela y que Pedro, por jugar, llamaba: tu tocador. Pedro los había atraído hacia él; sólo a Pedro mostraban las cosas su verdadero rostro. Eva podía mirarlos durante horas; ponían una testarudez incansable y malvada en engañarla, en no ofrecerle nunca sino su apariencia —como al doctor Franchot y al señor Darbedat, “Sin embargo, se dijo con angustia, no los veo enteramente igual que mi padre. No es posible que los vea igual que él.”

Removió un poco las rodillas, sentía hormigueos en las piernas. Su cuerpo estaba rígido y tenso. Le dolía; lo sentía demasiado vivo, indiscreto: “Querría ser invisible y quedarme aquí; verlo sin que me viera. No me necesita, estoy de más en la habitación”. Volvió la cabeza y miró la pared por encima de Pedro. Había amenazas escritas en la pared. Eva lo sabía pero no podía leerlas. A menudo miraba las grandes rosas rojas de la pintura hasta que se ponían a bailar ante sus ojos. Las rosas ardían en la penumbra. La amenaza estaba, casi siempre, escrita cerca del techo, a la izquierda, por encima del lecho; pero algunas veces se desplazaba: “Es necesario que me levante. No puedo más; no puedo quedarme sentada tanto tiempo”. Había también en la pared discos blancos que parecían rodajas de cebolla. Los discos giraron sobre sí mismos y las manos de Eva se pusieron a temblar: “Hay momentos en que me vuelvo loca. Pero no, pensó con amargura, no puedo volverme loca. Simplemente me enervo”.

De pronto sintió sobre la suya la mano de Pedro.

—Ágata —dijo Pedro con ternura.

Le sonreía, pero le tenía la mano con la punta de los dedos con una especie de repulsión, como si tuviera un cangrejo por el dorso y quisiera evitar sus pinzas.

—Ágata —dijo— cuánto quisiera tener confianza en ti.

Eva cerró los ojos y su pecho se levantó: “Es preciso no contestar, si no desconfiará y no dirá nada más”.

—Te quiero bien, Ágata —le dijo—Pero no puedo comprenderte. ¿Por qué te quedas todo el tiempo en la habitación?

Eva no respondió.

—Dime, ¿por qué?

Bien sabes que te amo —dijo con sequedad.

—No te creo —dijo Pedro—. ¿Por qué habías de amarme? Debo darte horror; estoy hechizado.

Sonrió, pero se puso grave de golpe:

—Hay un muro entre tú y yo. Te veo, te hablo, pero estás del otro lado. ¿Qué es lo que nos impide amarnos? Me parece que era más fácil antes. En Hamburgo.

—Sí -—dijo Eva tristemente. Siempre Hamburgo, nunca hablaba de su verdadero pasado. Ni Eva, ni él habían estado en Hamburgo.

—Nos paseábamos a lo largo de los canales. Había una chalana, ¿te acuerdas? La chalana era negra; había un perro sobre el puente.

Inventaba a medida que hablaba, tenía aspecto falso.

—Te tenía de la mano. Tenías otra piel. Yo creía todo lo que me decías. Cállense —gritó.

Escuchó un momento:

—Van a venir —dijo con voz sorda.

Eva se sobresaltó:

—¿Van a venir? Creía que ya no volverían más.

Desde hacía tres días Pedro estaba más tranquilo; las estatuas no habían vuelto. Pedro tenía un miedo horrible a las estatuas, aunque nunca convino en ello. Eva no les temía, pero cuando se ponían a volar por el aposento, zumbando, tenía miedo de Pedro,

—Dame el ziuthre —dijo Pedro.

Eva se levantó y tomó el ziuthre; era un conjunto de pedazos de cartón que Pedro había pegado personalmente; él lo utilizaba para conjurar las estatuas. El ziuthre parecía una araña. En uno de los cartones Pedro había escrito: “Poder sobre la emboscada” y en otro: “Negro”. En un tercero había dibujado una cabeza risueña con los ojos plegados: era Voltaire.

Pedro asió el ziuthre por una pata y lo consideró con aspecto sombrío.

—No me puede servir ya —dijo.

—¿Por qué?

—Lo han dado vuelta.

—¿Te harás otro?

La miró largamente:

—Eso querrías tú —dijo entre dientes.

Eva estaba irritada contra Pedro. “Cada vez que vienen, está prevenido, ¿cómo hace? no se engaña nunca.”

El ziuthre colgaba lastimosamente de la punta de los dedos de Pedro: “Encuentra siempre buenas razones para servirse de él. El domingo, cuando vinieron, pretendía haberlo perdido, pero yo lo veía detrás del pote de la cola y él no podía dejar de verlo. Me pregunto si no es él quien las atrae.” Nunca se podía saber si era del todo sincero. En algunos momentos Eva tenía la impresión de que Pedro era invadido a su pesar por una multitud malsana de pensamientos y de visiones. Pero en otros momentos, Pedro parecía inventar. “Sufre. ¿Pero hasta qué punto cree en las estatuas y en el negro? En todo caso sé que a las estatuas no las ve, sólo las escucha; cuando pasan vuelve la cabeza; e igual dice que las ve y las describe.” Se acordó del rostro encendido del doctor Franchot: “Pero querida señora, todos los alienados son mentirosos, usted perderá su tiempo si pretende distinguir lo que sienten realmente de lo que dicen sentir”. Se sobresaltó: “¿Qué viene a hacer Franchot aquí? No voy a ponerme a pensar como él”.

Pedro se levantó, fue a arrojar el ziuthre en el canasto de papeles. “Quisiera pensar como tú”, murmuró ella. Él caminaba a pasitos, sobre la punta de los pies, apretando los codos contra las caderas, para ocupar el menor lugar posible. Volvió a sentarse y miró a Eva con aspecto reservado.

—Es necesario poner cortinas negras —dijo—, no hay bastante negro en este aposento.

Se había hundido en el sillón. Eva miró tristemente ese cuerpo avaro, siempre presto a retirarse, a encogerse; los brazos, las piernas, la cabeza parecían órganos retráctiles. Sonaron las campanadas de las seis; el piano había callado. Eva suspiró; las estatuas no volverían de inmediato; era necesario esperarlas.

—-¿Quieres que encienda?

Eva prefería no esperarlas en la oscuridad.

—Haz lo que quieras —dijo Pedro.

Eva encendió la lámpara del escritorio y una niebla rojiza invadió la pieza. Pedro también esperaba.

No hablaba pero removía los labios que formaban dos manchas sombrías entre la niebla rojiza. Eva amaba los labios de Pedro. Antes habían sido emocionantes y sensuales, pero habían perdido su sensualidad, se alejaban uno de otro estremeciéndose un poco y se volvían a juntar sin cesar; se apretaban entre sí para separarse de nuevo. Sólo ellos vivían en ese rostro cerrado; parecían dos bestias medrosas. Pedro podía mascullar así durante horas sin que saliera ni un sonido de su boca, y a menudo Eva se dejaba fascinar por ese pequeño movimiento obstinado: “Amo su boca”. Él no la besaba nunca; experimentaba horror de los contactos; por la noche lo tocaban manos de hombre, duras y secas, le pellizcaban todo el cuerpo; manos de mujer, de largas uñas, le hacían sucias caricias. A menudo se acostaba vestido pero las manos se deslizaban bajo sus ropas y andaban sobre su camisa. Una vez escuchó reír y unos labios hinchados se posaron sobre sus labios. Desde esa noche, él no besaba más a Eva.

—Ágata —dijo Pedro— no mires mi boca.

Eva bajó los ojos.

—No ignoro que se puede aprender a leer sobre los labios —continuó con insolencia.

Su mano temblaba sobre el brazo del sillón; el índice extendido fue a golpear tres veces sobre el pulgar y los otros dedos se crisparon: era un conjuro. “Ya va a comenzar”, pensó ella. Tenía deseos de tomar a Pedro entre sus brazos.

Pedro se puso a hablar muy alto en tono mundano:

—¿Te acuerdas de San Pauli?

No hubo respuesta. Quizá era una trampa.

—Es allí donde te conocí —dijo con aire satisfecho—. Te quité a un marino danés. Habíamos decidido batirnos, pero pagué la vuelta y me dejó llevarte. Todo no era más que una comedia.

“Miente, no cree ni una palabra de lo que dice. Sabe que no me llamo Ágata. Le odio cuando miente.” Pero vio sus ojos fijos y desapareció su cólera. “No miente, pensó. Está al cabo de sus fuerzas. Siente que se aproximan, habla para evitar el escucharlas.” Pedro tenía asidas fuertemente sus dos manos al brazo del sillón. Su rostro estaba pálido; sonreía.

—Estos encuentros son a menudo extraños —dijo—, pero no creo en el azar. No te pregunto quién te había enviado, sé que no contestarías. En todo caso has sido bastante hábil para salpicarme.

Hablaba penosamente, con voz aguda y apresurada. Había palabras que no podía pronunciar y que salían de su boca como una sustancia blanda e informe.

—Me llevaste en plena fiesta entre maniobras de automóviles negros. Pero detrás de los autos había un ejército de ojos rojos que relucían en cuanto volvía la espalda. Pienso que les hacías señas, tomada de mi brazo, pero yo no veía nada. Estaba demasiado absorto en las grandes ceremonias de la coronación.

Miraba fijo ante él, con los grandes ojos abiertos. Se pasó la mano por la frente, muy rápido, con un gesto breve, sin dejar de hablar; no quería dejar de hablar.

—Era la coronación de la República —dijo con voz estridente— un espectáculo impresionante en su género a causa de los animales de toda especie que enviaban las colonias para la ceremonia. Tú temías perderte entre los monos. He dicho entre los monos —repitió con aire arrogante, mirando a su alrededor—. ¡Podría decir entre los negros! Los engendros que se deslizan bajo las mesas y creen pasar desapercibidos, son descubiertos y clavados de inmediato por mi mirada. La consigna es callarse —gritó—, callarse. Todos en su lugar y en guardia para la. entrada de las estatuas: es la orden. Tralalá —aullaba y ponía sus manos como corneta delante de la boca—. Tralalá, tralalá.

Se calló y Eva supo que las estatuas acababan de entrar en la cámara. Él se mantenía rígido, pálido y despreciativo. Eva se puso también rígida y los dos esperaron en silencio. Alguien caminaba por el corredor; era María, la sirvienta; sin duda acababa de llegar. Eva pensó: “Es necesario que le dé el dinero para el gas”. Y luego las estatuas se pusieron a volar; pasaban entre Eva y Pedro.

Pedro hizo “Han” y se hundió en el sillón cruzando las piernas debajo; volvía la cabeza, reía de tiempo en tiempo pero algunas gotas de sudor perlaban su frente. Eva no pudo soportar la visión de esa mejilla pálida, de esa boca deformada por una mueca temblorosa: cerró los ojos. Hilos dorados se pusieron a bailar sobre el fondo rojo de sus párpados; se sentía vieja y pesada. No lejos de ella, Pedro resoplaba ruidosamente: “Vuelan, zumban, se inclinan sobre él…” Sintió un ligero cosquilleo, una molestia en el hombro y en el costado derecho. Instintivamente su cuerpo se inclinó hacia la izquierda como para evitar un contacto desagradable, como para dejar un objeto pesado y torpe. De pronto, las tablas crujieron y sintió un deseo loco de abrir los ojos, de mirar a su derecha barriendo el aire con la mano.

No hizo nada; conservó los ojos cerrados y una acre alegría la hizo estremecer: “Yo también tengo miedo”, pensó. Toda su vida se había refugiado en su costado derecho. Se inclinó, sin abrir los ojos, hacia Pedro. Le bastaría un pequeñísimo esfuerzo y por primera vez entraría en ese mundo trágico. “Tengo miedo de las estatuas” — pensó. Era una afirmación violenta y ciega, un sortilegio; con todas sus fuerzas quería creer en su presencia; ensayaba convertir en un sentido nuevo, en un contacto, la angustia que paralizaba su costado derecho. En el brazo, en el flanco y en el hombro, sentía el paso de las estatuas.

Las estatuas volaban bajo y dulcemente: zumbaban. Eva sabía que tenían aire malicioso y que las pestañas salían de la piedra alrededor de sus ojos: pero se las representaba mal. Sabía también que no eran totalmente vivientes pero que algunas placas de carne, algunas escamas tiernas aparecían sobre sus grandes cuerpos; la piedra se pelaba al borde de sus dedos y le ardían las palmas. Eva no podía ver todo esto; pensaba simplemente que enormes mujeres se deslizaban contra ella solemnes y grotescas con aire humano y con la obstinación compacta de la piedra. “Se inclinan sobre Pedro —Eva hizo un esfuerzo tan violento que sus manos se pusieron a temblar— se inclinan sobre mí”… De pronto la heló un grito horrible. “Lo han tocado”. Abrió los ojos; Pedro tenía la cabeza entre las manos, jadeaba. Eva se sintió agotada: “Un juego, pensó con remordimiento; no era más que un juego, ni un instante he creído sinceramente en ello. Y durante ese tiempo él sufría verdaderamente”.

Pedro se aflojó y respiró con fuerza. Pero sus pupilas quedaron extrañamente dilatadas; transpiraba.

—¿Las has visto? —preguntó.

—No puedo verlas.

—Es mejor para ti. Te darían miedo. Yo ya estoy acostumbrado —dijo.

Las manos de Eva seguían temblando; tenía la sangre en la cabeza. Pedro tomó un cigarrillo del bolsillo y lo llevó a la boca, pero no lo encendió:

—Verlas me es indiferente —dijo— pero no quiero que me toquen; tengo miedo de que me contagien granos.

Reflexionó un instante y prosiguió:

—¿Las oíste, acaso?

(Pedro le había dicho esas mismas palabras, el domingo anterior.)

—Sí —dijo Eva—, es como el motor de un avión.

Pedro sonrió con algo de condescendencia:

—Exageras —dijo, pero se quedó pálido. Miró las manos de Eva—. Tus manos tiemblan. Te has impresionado, mi pobre Ágata. Pero no precisas hacerte mala sangre: no volverán antes de mañana.

Eva no podía hablar; le castañeteaban los dientes y temía que Pedro lo notara. Pedro la miró largamente:

—Eres bárbaramente bella —dijo inclinando la cabeza—. Es lástima. Es verdaderamente una lástima.

Avanzó rápidamente una mano y le rozó la oreja.

—¡Mi bello demonio! Me molestas un poco, eres demasiado bella; eso me distrae. Si no se tratara de la “recapitulación…”.

Se detuvo y miró a Eva con sorpresa:

—No se trataba de esa palabra… ha venido… ha venido —dijo sonriendo con aire vago—. Tenía otra en la punta de la lengua… y ésta… se ha puesto en su lugar. Olvidé lo que te decía.

Reflexionó un instante y sacudió la cabeza:

—Vamos —dijo— me voy a dormir.—Y agregó con voz infantil—. Sabes, Ágata, estoy fatigado. No encuentro mis ideas.

Arrojó el cigarrillo y miró la alfombra con aire inquieto. Eva le deslizó una almohada bajo la cabeza.

—Puedes dormir también —le dijo cerrando los ojos—; ellas no volverán.

“Recapitulación.” Pedro dormía, tenía una semisonrisa cándida; inclinaba la cabeza; hubiérase dicho que quería acariciar su mejilla con su hombro. Eva no tenía sueño, pensaba: “recapitulación”. Pedro había tomado de pronto un aire estúpido y la palabra había corrido fuera de su boca larga y blanquecina. Pedro había mirado hacia adelante con asombro, como si viera la palabra y no la reconociera; su boca estaba abierta, blanda; algo parecía haberse roto en él. “Ha tartamudeado, es la primera vez que le ocurre. Por lo demás no lo ha notado. Dijo que no encontraba más sus ideas.” Pedro lanzó un pequeño gemido voluptuoso y su mano hizo un gesto ligero.

Eva le miró duramente: “Cómo irá a despertarse”. Eso la corroía. En cuanto Pedro se dormía pensaba en eso, no podía evitarlo. Tenía miedo de que se despertara con los ojos turbios y se pusiera a tartamudear. “Qué estúpida soy, pensó, eso no debe comenzar antes de un año. Franchot lo ha dicho.” Pero la angustia no la abandonaba; un año; un invierno; una primavera; un verano; el comienzo de otro otoño. Un día se confundirían esos rasgos, dejaría colgar la mandíbula, abriría a medias los ojos lacrimosos. Eva se inclinó sobre la mano de Pedro y posó en ella los labios: “Te mataré antes”.

Julio Cortázar: Continuidad en los parques. Cuento

cortazarHabía empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subio los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oidos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar: Todos los Fuegos el Fuego. Cuento

717698Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite: «Te reservaba esta sorpresa», dice el procónsul. «Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador». Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. «Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos», agrega el procónsul, «es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada». «¡Eres la sal del mundo!», grita Licas. «¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!» «No has visto más que la mitad», dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda. «¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?», pregunta excitadamente Licas. «Mejor que eso», dice el procónsul. «Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse». Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.

«Hola», dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. «Hola», repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. «Soy yo», dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. «Soy yo», repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: «Sonia acaba de irse».

Su obligación es mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.

Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: «Hola», su voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: «Soy yo», dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: «Soy yo», es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. «Sonia acaba de irse», dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.

«Ah», dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces -el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír- ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. «Está perdido», piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que le ofrece Urania. «No es el que era», piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.

«Decídete», dice Roland, «a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?» «Sí», dice Jeanne, «se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos». Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. «En todo caso», dice Roland, «está utilizando el teléfono para algo práctico». La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: «Sonia acaba de irse». Vacila antes de agregar: «Probablemente estará llegando a tu casa». A Roland le sorprendería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. «No mientas», dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. «No era una mentira», dice Roland. «Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora». Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: «¿La estación del Norte?»

Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. «Ahora o nunca», dice el procónsul. «Nunca», contesta Irene. «No es el que era», repite Licas, «y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo». A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. «Tienes razón, no es el mismo», dice el procónsul. «¿Habías apostado por él, Irene?» Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. «El veneno», se dice Irene, «alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora». La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. «Comprendo que para ti será muy duro», a repetido Sonia, «pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad». Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. «No me importa si va a tu casa o no», dice Jeanne, «ahora ya no me importa nada». En vez de otra cifra hay un largo silencio. «¿Estás ahí?», pregunta Jeanne. «Sí», dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de coñac. «Lo que no puedo entender…», empieza Jeanne. «Por favor», dice Roland, «en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?» La voz menuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. «Pero tú», dice absurdamente Jeanne, «entonces, tú…»

Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. «Fíjate bien», explica Licas a su mujer, «se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta». Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. «Te lo había dicho», grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. «La suerte lo ha abandonado», dice el procónsul a Irene. «Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve.» «Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté», ríe Licas. «Por favor, no te pongas así», dice Roland, «es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe». La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. «¿Evitarme el golpe?», dice Jeanne. «Mintiendo, claro, engañándome una vez más». Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. «Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar», dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. «Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos». Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. «No vengas», dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho. «No vengas nunca más, Roland». El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. «No seas tonta», aconseja Roland, «mañana lo comprenderás mejor, es preferible para los dos». Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. «Bueno, hasta mañana», dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. «No perdió tiempo en llamarte», dice Sonia dejando el bolso y una revista. «Hasta mañana, Jeanne», repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. «¡Basta de dictar esos números idiotas!», grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.

Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.

«No es frecuente», dice el procónsul volviéndose hacia Irene, «que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio».

Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.

«Perdóname por venir a esta hora», dice Sonia. «Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?» Roland busca un cigarrillo. «Hiciste mal», dice. «Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha». «Ah, pero el placer», dice Sonia sirviéndose coñac. «Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma». Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. «Hiciste mal», repite Roland atrayendo a Sonia. «¿En venir a esta hora?», ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. «Verás lo que ha inventado nuestro cocinero», está diciendo la mujer de Licas. «Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche…» Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. «Soy tan feliz», dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. «No lo digas», murmura Roland, «uno siempre piensa que es una amabilidad». «¿No me crees?», ríe Sonia. «Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos». Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. «Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja», grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. «No podremos salir», dice, «están amontonados ahí abajo como animales». Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. «Es en el décimo piso», dice el teniente. «Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos».

Augusto Roa Bastos: La flecha y la manzana. Cuento

roa_bastosFaltaba aún un buen rato para la cena. Sobre la mesa del living, los tres chicos simulaban concluir sus deberes. Es decir, los tres no; sólo la niña de trenzas rubias y cara pe cosa se afanaba de veras con sus lápices de colores sobre un cuaderno copiando algo de un libro. Los otros dos no hacían más que molestarla; o al menos lo intentaban, sin éxito. Concentrada en su trabajo, la pequeña dibujante los ignoraba por completo. Parecía sorda a sus ruidos, inmune a sus burlas, insensible a los pérfidos puntapiés bajo la mesa, a las insidiosas maquinaciones. Estaba lejos de allí, rodeada tal vez de altos árboles silenciosos o en alguna almena inaccesible sobre ese precipicio que le hacía palpitar de vértigo la nariz y morder el labio inferior dándole un aire absorto.

El niño de la lámina estaba ya en el papel, iba surgiendo de los trazos, pero era un niño nuevo, distinto, a medida que ella iba ocupando su lugar en ‘la lámina, cada vez más quieta y absorta, moviéndose sólo en ese último vestigio animado de la mano que hacía de puente entre la lámina y el cuaderno, entre el niño vivo y la niña muerta y renacida. Los aeroplanos de papel se estrellaban contra las afiladas puntas de los lápices sin lograr interrumpir su vaivén, sin poder evitar la transpiración.

Un alfiler rodó sobre el oscuro barniz de la mesa. Los dos hermanos se pusieron a soplar de un lado y de otro, en sentido contrario, levantando una nube de carbonilla de colores. El alfiler iba y venía en el viento de los tenaces carrillos, hinchados bajo la luz de la araña. La aguja mareada, enloquecida, iba marcando distintos puntos de la lámina, sin decidirse por ninguno, pero el polvillo coloreado se estaba posando en los bordes y comenzaba a invadir el dibujo animándolo con una improvisada nevisca, y formando sobre la cabeza del niño algo como la sombra tornasolada de un objeto redondo. La niña continuaba impávida; parecía contar incluso con la imprevista ayuda de esa agresión, o tal vez en ese momento su exaltación no podía hacerse cargo de ella, o quizá, con una astucia y paciencia que tomaban la forma del candor o de la impasibilidad, esperaba secretamente el instante del desquite.

Los otros dejaron de soplar. El alfiler osciló una o dos veces más y quedó quieto. Un abucheo bajito, pero bastante procaz, reemplazó al vendaval. Entonces la niña sopló a su vez con fuerza, un soplo corto y fulmíneo que arrancó el alfiler de la mesa y lo incrustó en el pómulo de uno de los chicos, donde quedó oscilando con la cabeza para abajo, mientras el herido gritaba de susto, no de dolor.

Desde un sofá el visitante observaba ensimismado ese mínimo episodio de la eterna lucha entre el bien y el mal, que hace una víctima de cada triunfador. Una mano se apoyaba con cierta rigidez en el bastón de bambú; con la otra comenzó a rascarse lenta, suavemente, la nuca atezada que conservaba su juventud bajo los cabellos canosos. Se rascó con un dedo. Otra ligera nevisca cayó sobre los bordes del cuello de la gabardina muy entallado, parecido a una guerrera.

Pasó la madre. Los gritos no cesaron con suficiente rapidez, esos gritos que traían el clamor de un campo de batalla entre el olor de un guiso casero, ruiditos de lápices y las tapas de un libro al cerrarse sobre precipicios, almenas, guerreros y caballos. Los ojos grises, moteados de oro, de la niña miraban seguros delante de sí en una especie de sueño realizado y las aletas de la nariz habían cesado de latir.

-¡A ver chicos, por favor! ¡Pórtense bien! ¡No respetan ni a las visitas!

-Déjelos, señora -abogó el visitante con una sonrisa de lenidad, como si él también buscara disculparse de algo que no tenía relación con los chicos y sólo le concernía a él mismo.

-¡Son insoportables! -sentenció la madre.

Los tres chicos eran de nuevo tres chicos, hasta en el empeño de ese dedo, de esa uña que buscaba deshollinar una nariz con riesgo de arañar un cartílago.

-Los chicos me gustan -dijo el visitante haciendo girar la caña barnizada entre los dedos y mirándola fijamente.

-No diría lo mismo si los tuviera a su lado más de un día. ¡Me tienen loca con sus diabluras! Esa chiquilla sobre todo, ahí donde la ve es una verdadera piel de Judas. Imagínese que ayer metió el canario en la heladera.

-Hacía mucho calor mamá… -la uña abandonó la diminuta fosa-. El canario se moría en la jaula. Abría la boca, pero no podía cantar. Además, allí el gato no lo podía alcanzar.

-¿Ve? -el rictus de la boca dio a la cara una expresión de ansiedad y desgano que ahora ya tampoco incluía a los chicos; surgía de ella, de ese vacío de años y de noches que le había crecido bajo la piel y que tal vez ya nada podía calmar, aunque ella se resistiera todavía a admitirlo. Se pasó las manos por las ampulosas caderas, por la cintura delgada, que la maternidad y la cuarentena habían acabado por desafinar. -Usted ve… -dijo-, ¡No tienen remedio! Y luego, otra vez es en dueña de casa-: José Félix está tardando. Esa bendita fábrica lo tiene esclavizado todo el día. Me dijo por teléfono que iba a llegar de un momento a otro. Pero usted sabe cómo es él.

-¡Uf!, si lo conoceré… -rió el visitante; podía evidentemente juzgar al padre con la misma condescendencia que un momento antes había usado para medir a los hijos. «Astillas del mismo palo», tal vez pensaron esos ojos, uno de los cuales parecía más apagado que el otro, como si se hubiesen cansado desigualmente de ver el absurdo espectáculo de vivir.

-Pepe me contó cómo se encontraron ayer, después de tanto tiempo.

-Casi treinta años. ¡Toda una vida! O media vida, si se quiere, ya que la nuestra está irremediablemente partida por la mitad. Y luego este encuentro casual, casualísimo.

-Es que Buenos Aires es una ciudad increíble. Vivir como quien dice a la vuelta de la esquina, y no saber nada el uno del otro. Es ya el colmo, ¿no le parece?

-Es que yo en realidad salgo poco señora, por lo que ando bastante desconectado de mis connacionales. Hemos llegado a ser muchos aquí, una población casi dos veces mayor que la propia Asunción. No podemos frecuentarnos demasiado.

-Pero usted y Pepe fueron compañeros de armas, ¿no es así? -De la misma promoción.

-Pepe no solía hablar mucho de usted… -una súbita pausa y el gesto de friccionarse el cuello obviaron el peligro de una indiscreción-. Y ahora está muy contento de haberlo reencontrado. También hay que decir que ustedes los paraguayos son un poco raros, ¿verdad? Nunca se puede conocerlos del todo.

El visitante rió entre los reflejos ambarinos del bastón que hacía oscilar delante de los ojos; el más vivo no parpadeaba, como si estuviera en constante alerta.

-Con nosotros vive ahora otro compatriota de ustedes, también desterrado. Un muchacho periodista, muy inteligente y despierto -la actitud de ansiedad y contención produjo otra pausa.

-Sí. Ibáñez me habló de él. El destierro es la ocupación casi exclusiva de los paraguayos. A algunos les resulta muy productiva-ironizó el visitante; el chillido sordo y sostenido de una boca aplastada contra la mesa lo interrumpió.

-¡Alicia!… ¡Voy a acabar encerrándote en el baño! Y ustedes dos, al patio, ¡vamos!

Salieron como encapuchados.

-Usted ve. No dejan paz un solo momento. -Y luego cambian-do de voz-: Le traeré un copetín mientras tanto.

-Mejor lo espero a Ibáñez.

El tufo de alguna comida que se estaba quemando invadió el living.

-Si usted me permite un momento… -¡Por favor, señora! Atienda no más.

La dueña de casa acudió hacia la chamusquina; se le oyó refunfuñar a la cocinera entre un golpear de cacharros sacados a escape del horno y luego chirriando el agua en la pileta.

El visitante se levantó y se aproximó a la mesa; puso una mano sobre la cabeza de la niña, que no dejó de dibujar.

-Así que te llamas Alicia.

-Sí. Pero es un nombre que a mí no me gusta. -¿Y qué nombre te hubiera gustado?

-No sé. Cualquier otro. Me gustaría tener muchos nombres, uno para cada día. Tengo varios, pero no me alcanzan. Los chicos me llaman Pimpi, de Pimpinela Escarlata. Papá, cuando está enojado, me llama añá, que en guaraní quiere decir diablo. En el colegio me llaman La Rueda. Pero el que más me gusta es Luba.

-¿Luba? -El visitante retiró la mano-. Y ese nombre, ¿qué significa?

-Es una palabra mágica. Me la enseñó una gitana. Pero nadie me llama así. Sólo yo, cuando hablo a solas conmigo… -se quedó un instante mirando al hombre con los ojos forzadamente bizcos; parecía decapitada al borde de la mesa.

El visitante sonreía.

-Y ese ojo que tiene es de vidrio, ¿no? -Sí. ¿En qué lo has notado?

-En que uno es un ojo y el otro una ventana sin nadie. -Pero ya la niña estaba de nuevo absorta en su trabajo, copiando otra lámina. Tal vez era la misma, pero ahora cambiada. Además del niño, con la sombra de un objeto redondo sobre la cabeza, surgía ahora la figura de un hombre en un ángulo del cuaderno, con el esbozo de un arco en las manos.

El visitante se inclinó, y a través de la rampa abierta de pronto por la mano de la niña se precipitó lejos de allí, hacia un parque, en la madrugada, con árboles oscuros y esfumados por la llovizna, hacia dos hombres que se batían haciendo entrechocar y resplandecer los sables que no habían cesado de batirse y que ahora, a lo largo de los años, ya no sabían qué hacer de la antigua furia tan envejecida y aquiescente como ellos. Por la ventana ve a los chicos que disparan sus flechas sobre un pájaro disecado puesto como blanco sobre el césped. Contempla las sombras moviéndose contra la blanca pared. Con un leve chasquido, que no se escucha pero que se ve en la vibración del chasquido, las flechas se clavan en abanico sobre el pájaro ecuatorial que va emergiendo de las reverberaciones. A cada chasquido gira un poco, da un saltito sobre el césped, pesado para volar por esa cola de flechas que va emplumando bajo el sol. Y otra vez, los hombres, a lo lejos. Uno de ellos se lleva la mano a la cara ensangrentada, al ojo vaciado por la punta de sable del adversario, al ojo que cuelga del nervio en la repentina oscuridad.

Sonó el timbre, pero en seguida la puerta se abrió y entró el dueño de casa buscando con los ojos a su alrededor, buscando afianzarse en una atmósfera de las que evidentemente había perdido el dominio hacía mucho tiempo, pero que aún le daba la ilusión de dominio. El otro tardó un poco en reponerse y acudió a su encuentro. La niña miraba en dirección al padre, enfurruñada sobre el dibujo que la mano del visitante había estrujado como una garra. Luego atravesó con la punta del lápiz al arrugado niño de la manzana. Esa manzana que un rato después la pequeña Luba ofrecerá a los hermanos que estará flechando el limonero del patio sin errar una sola vez las frutitas amarillas, y les dirá con el candor de siempre y la nariz palpitante:

-A que no son capaces de darle a ésta a veinte pasos. -Bah, ¿qué problema? Es más grande que un limón.

-Y a ésos los estamos clavando desde más lejos -añadirá el más chico.

-Pero yo digo sobre la cabeza de uno de ustedes dirá ella mirando a lo lejos delante de sí.

-Por qué no -dirá el mayor tomándole la manzana y pasándola al otro-. Primero vos, después yo.

El más chico se plantará en medio del patio con una manzana sobre la coronilla. El otro apuntará sin apuro y amagará varias veces el tiro, como si quisiera hacer  rabiar a la hermana. En los ojos de Luba se ve que la flecha sale silbando y se incrusta no en la manzana sino en un alarido, se ve la sombra del más chico retorciéndose contra la cegadora blancura de la tapia. Pero ella no tiene apuro, mirará sin pestañear el punto rojo que oscilará sobre la cabeza del más chico, parado bajo el sol, esperando.

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