Néstor Valdivia: El brillo de obsidiana. Cuento

Esta vez un sueño distinto al que siempre le aquejaba lo despertó antes del amanecer. Un sueño repentino y sin explicación alguna, como todo sueño sí, pero este más fatídico e incomprensible, con un gusto agrio de premonición que le asqueó la lengua al paladearlo y le apretó el pecho en una angustia bravía. Despierto y exaltado, procuró recordarlo pero todo fue tan rápido que no pudo retener las imágenes terribles en la memoria. Le quedó solo esa sensación extraña de ser más un recuerdo que un insólito sueño, una evocación que parecía haber lactado directo de su madre a través del dulce calostro que bebió al ser alumbrado.

Aquella mañana Hombre la ocupó puliendo un pedazo de obsidiana negra contra una piedra más grande y dura, adelgazando a pulso de paciencia y goterones de agua los bordes toscos e irregulares de la piedra volcánica. Con el dedo gordo de la mano comprobó la delgadez del filo. La pequeña gota de sangre era la prueba infalible que el esfuerzo había dado frutos y se sintió satisfecho. Sentado en el pórtico de su covacha tomó las tiras de cuero de un roedor y con ellas ató la piedra alisada al hueso de la cadera de un animal salvaje ya tallado con anticipación y puesto a secar a la intemperie. Mientras aguzaba la punta del cuchillo ya acabado y el hambre le retorcía las tripas, lamentó su poca suerte. Pero suerte no es. Aunque él no lo sepa, cada acto de su vida, cada decisión lo encaminó a este punto, a este instante de modo irremediable, como a todos los personajes de su universo conocido, donde cada uno, a su vez, daba su aporte para ello y del que nadie y menos Hombre, ya viejo, solitario y cansado, podía desprenderse de las ataduras de lo que ahora bien llamamos destino y que le había encadenado a una sucesión de hechos desde siempre, incluso, antes de su propia existencia.

Ya caía la tarde y desde el pequeño otero donde ubicó su casa para guarecerse de las lluvias y el sol; debajo de un gran molle frondoso, observa distraído su aldea de casas dispuestas en un orden aparentemente sin tino pero que guardaba relación con la incipiente división social imperante. Las covachas de piedras, con puertas orientadas al sol naciente, eran circulares, de una sola entrada y con una altura no superior a la de sus habitantes, esto para mantener el calor dentro de ellas. Techos de paja brava las protegían de las inclemencias climáticas. Al centro de ellas había un amplio patio, también circular, a modo de plaza, donde los más pequeños retozaban y los viejos disfrutaban del calor solar tirados en el suelo aplanado de tierra. Al medio del patio cuatro troncos largos a manera de bancas formaban un cuadrado, que servía de sala de reuniones a cielo abierto y de comedor permanente de la tribu. Por las noches se encendía el fogón para calentar los cuerpos y cocer la comida recolectada y las carnes secas de las presas cazadas en épocas de abundancia. Hombre espera que anochezca y con lentitud baja por la pendiente. Algunos niños al verle entrar al patio, juegan con él lanzándole objetos, tironeándole de sus ropas sucias y gastadas. Los adultos lo miran con desprecio y arrogancia. Se ríen y él, complaciente y resignado, hace lo mismo.

Todos están al rededor de la fogata. El humo se levanta sinuoso hasta lo más alto y Hombre, manteniendo cierta distancia al inicio y temeroso, se aproxima al fogón central. De a pocos va acercándose, casi a rastras y con la cerviz humillada, hasta llegar a sentir el calor de la hoguera que le calienta los pies y le sonroja las mejillas. El olor de la carne cocida le hace salivar, vuelven los retortijones del estómago, quiere estirar la mano para coger un bocado pero su estatus no se lo permite. Todos comen en orden de rangos definidos. Los hombres adultos se alimentan primero, luego los más viejos, los jóvenes, las mujeres, las mujeres viejas, los niños, niñas y al último, Hombre, disputa las sobras con los perros. Nadie, si quiera, le brinda una mirada de desprecio mientras va arrancando a mordiscos las piltrafas de carne y tendones pegadas al hueso.

Ya de regreso a casa tomó la quena que heredó de Padre cuando este murió. Sintió en sus dedos las muescas entrañables, los orificios suavizados por el uso. La melodía dulce y triste que comenzó a entonar fue bajando por la colina como una brisa gélida aquietando todo a su paso: a los árboles, matorrales, al incipiente pasto, a las nubes y a los sueños de todos para luego, lánguida, irse perdiendo entre el largo valle de su comarca.

¿Cómo pude caer tan bajo?- Reflexionó con tristeza. En tan poco tiempo había pasado de ser el líder de su asentamiento a alguien postergado a la menor posición del escalafón social.

Hombre está viejo. Sus cabellos encanecieron. Sus músculos que antes mostraba orgulloso a los más jóvenes, cada vez los siente más flácidos. Sus piernas, casi inútiles, no soportan los largos trotes del grupo de caza. Se quedaba relegado y, a pesar de ello, hasta unas estaciones atrás, aún mantenía el respeto y la cabeza de la tribu. Pero llegó aquel día infortunado cuando un macho más joven, también cazador, le espetó sus errores tras dejar escapar una presa fácil. Y en el patio, delante de todos, le retó mostrando los dientes y furioso se le fue encima. No dándole a Hombre tiempo para nada, ni para evitar los golpes que le cegaban la visión, ni limpiarse la sangre que corría por su rostro. Solo de manera automática, instintiva, pudo desenfundar el puñal y en movimientos involuntarios, cercenarle algunos dedos de la mano al macho joven, antes que este, más frenético aún, le hiriera casi de muerte golpeándole la cabeza con una roca.

Sintió a Sol irritándole el rostro, despertó lento al cabo de unos días. Se encontraba tirado a las orillas de Río, sobre un esponjoso colchón natural de hierbas y lodo que le enfriaba la espalda. Se incorporó como pudo. La cabeza le daba vueltas. El estomago se le revolvió y las arcadas solo le permitieron expulsar un vómito amarillo y espumoso y se sintió morir. Ya mejorado, lavó sus heridas, su ropa, su cuerpo dolido, sus cabellos pegoteados de sangre y la herida de la frente le ardió en fuego vivo. Se quedó sentado pensando en lo ocurrido. Todo era confuso. Rostros, miradas, indiferencia, sangre, el suelo, nubes, golpes, puños y lo único claro, la piedra acercándosele veloz para luego llenarle toda la memoria de una blancura tan espesa como la neblina más tupida de las tardes de verano.

Hombre, adolorido y aún con mareos repentinos que le hacían trastrabillar y con más resignación que valor, tomó la pequeña cuesta rocosa para llegar a Aldea. Y mientras se sujetaba de una piedra para darse impulso y con la otra mano presionaba otra para calcular la resistencia al peso, cuestionó su decisión:

– ¿Por qué nadie salió en mi defensa? – Pensó- ¿Por qué me dejaron ahí tirado? ¡Nadie me defendió, nadie me auxilió!- Ni Hembra, su joven pareja, salió a protegerle o detener la pelea o ya tirado en Río limpiarle las heridas, cubrirla con plantas para acelerar la curación y no dejarlo ahí, como una simple osamenta que abandonaban luego de algún festín tribal. – ¿Todo habría sido planeado? – Se preguntó.– Sí, puede ser – Recapacitó – Pero… Y si fue así… ¿Para qué volver? – Sería repelido por el grupo al instante y quizá, ya no correría la misma suerte de ahora. Herido, maltrecho pero vivo al fin.

Hombre está sentado a la ribera. Hombre y sus pensamientos. Hombre y Río bramando su bajo caudal. Hombre y Río respondiéndole a cada una de sus preguntas en un eco de lenguaje sibilino. Y recordó que Padre alguna vez le dijo que ellos habían aprendido de los animales que habitaban las alturas. Cuando un joven macho llega a la edad de procreación se aleja del núcleo familiar, se junta con otros de su misma condición y forman una manada nómade, recorriendo nuevas regiones de pastoreo hasta encontrar una hembra para el apareamiento. Con la diferencia que los hombres errantes o raptaban a las hembras y las hacían suyas por la fuerza y formaban un nuevo clan o simplemente merodeaban por los alrededores de las poblaciones vecinas y poco a poco eran admitidos por su colaboración e identificación con el grupo.

– Así es como Abuelo llegó a Aldea– Le dijo Padre una tarde mientras descansaban luego que le enseñase el modo adecuado de tocar la quena. La confesión de Padre, escasa en detalles y con la mirada fugitiva, le causó extrañeza. Raudo, evitando la pregunta no formulada, acomodó los dedos en los agujeros del instrumento de hueso, enjugó los labios y luego sopló suave arrancándole una vieja canción que le estremeció el alma, como una gota el agua, como un relámpago quiebra al aire. – Al inicio no fue aceptado– Continuó luego. Era evidente, un macho joven y de tribu diferente guardaba mucho recelo en sus pares. Pero con el transcurrir de las estaciones, Abuelo fue ganándose un lugar en los tablones del patio. Con su destreza con las armas, pericia y fortaleza, tomó el liderazgo de los cazadores. Y así, al cabo de un tiempo fue visto como uno más. Pero Hombre nunca había salido de su entorno. De pequeño y con los demás niños del clan sólo se habían aventurado a cruzar, pocas veces, a la otra ribera sabiendo la prohibición de los mayores:

– ¡No es nuestro territorio! – Le decían señalándole una piedra apuntalada en el suelo, con diseños raspados en su superficie, a modo de hito de la tribu vecina; del cual pendían bestias desgarradas por la muerte, con las carnes ennegrecidas y los huesos expuestos y partidos destilando aceites rancios y hediondos debido al calor del medio día; como claro recordatorio de la suerte que se correría al traspasar la frontera. Y se quedaba observando el más allá, hasta que Sol parecía haberse convertido en un gigante ojo irritado que ensangrentaba el yermo de piedras grises y las nubes del extenso territorio inexplorado por los suyos. Y del otro lado, por el oriente, por encima del valle, el bosque de cceñuas de troncos retorcidos y cortezas escamadas. Más allá el pajonal y más lejos aún, los cerros tutelares de blancuras inescrutables, cuyas cumbres, apenas visibles desde su caserío, eran como las afiladas dentaduras de un viejo puma petrificado, en una constante y eterna lucha por querer morder la inalcanzable panza abovedada de Cielo.

¿Pero Hombre, a dónde iría? En su condición le sería difícil adaptarse a la nueva situación, sin tomar en cuenta que podrían pasar días, incluso semanas antes de encontrar al grupo. Y si lo lograse, ¿De qué serviría? Nadie en absoluto aceptaría su presencia. Un estorbo dirían, una carga para la gavilla de jóvenes en la plenitud de sus capacidades, con liderazgos ya definidos y objetivos amatorios bien proyectados. No cargarían con él a cuestas. Entonces ¿Le quedaría el exilio? Marcharse lo más lejos posible y vérselas él solo: construir su morada, recolectar, cazar. Sí, era una opción. Y sus pensamientos se le esfumaron al observar sus manos huesudas, las pecas de ancianidad en el dorso de ellas y de pronto como si hubiera descubierto el camino no previsto, se vio en el reflejo del agua y este le devolvió implacable, un rostro viejo, arrugado, reseco. Con las mismas grietas de un leño añejo y se sintió desolado y vulnerable. Y como momentos antes, comenzó a subir la pendiente que marcaba la garganta de la ribera.

Ya en la explanada el blando tufo almizclado de carnes y frutos descompuestos, característico de Aldea, lo sintió pegado a sus narices como un recuerdo que no podía quitarse de la cabeza. A cada paso su presencia era más irrisoria y detestable. Como un mecanismo de defensa, o de derrota, su cuerpo enjuto, viejo para su época a pesar de sus escasos 35 años, se le fue encorvando como el tallo de las quinuas salvajes por el peso de su fruto, hasta llegar a convertirse en la miserable estampa de un futuro roído por la desesperanza y la traición. Nadie le dijo nada, nadie le sonrío al entrar al patio, nadie expresó una mueca de asombro. Sólo las miradas de vilipendio le calaron el espíritu como cuando el viento arranca desde sus raíces a las hierbas moribundas. Eso era, un hombre moribundo.

¿Cómo pude caer tan bajo?- Volvió a cuestionarse al recordar aquel episodio de su vida, que le arremolinó la memoria en un estrépito de voces acusadoras que no cesaban de sonar. Puso la quena a un lado e ingresó a su covacha y en un largo suspiro fue calmando los bostezos que luego se convirtieron en ronquidos y quietud.

Al amanecer del día siguiente la Estrella Solitaria y el rojo indio pálido de Cielo marcaban la hora para que Hombre se levantara de una noche pesada por la ansiedad, en la que apenas pudo dormir y complacerse en el imaginario de su retorno a Aldea, con la presa despanzurrada sobre sus espaldas, siendo la envidia de muchos y el orgullo de los más pequeños por la hazaña de haber logrado una cacería impecable sin la ayuda de nadie. Entre vítores ingresaría por las fronteras invisibles de Aldea, teniendo el reconocimiento del grupo y haciéndose merecedor de las atenciones de todos, de las hembras jóvenes y, cómo no, de escoger el mejor pedazo de carne para sí. Ya no sería mal visto ni reprochado por los demás.

Llegó la hora. Se colgó el cuchillo al cuello con una cuerda. Tomó el arco y se lo cruzó por el hombro. Seleccionó las mejores flechas, las ajustó con la soga de maguey a la espalda y se alejó de Aldea. En una marcha ligera y al cabo de pocas horas, Hombre remontó el valle y desde ahí pudo distinguir a lo lejos la planicie. El frío arreciaba pero eso es lo que menos le importaba. Siguió el resto del camino apretando el paso, mientras los rayos solares iban reduciendo las sombras de las descomunales rocas míticas, que según contaban en las noches, alrededor de la hoguera, eran colosos petrificados por desobediencias imperdonables al Dios de las Varas, que vino en tiempos inmemoriales desde el gran lago salado a poner orden por estas tierras. Siguió su correría hasta adentrarse en el pajonal. Con cautela, agitado y de panza al suelo, se situó detrás de una elevación, a recuperar el aliento.

– ¡Va a llover¡– Pensó al ver como aparecía tras los cerros una pared de nubes negras. Respiró profundo, con los ojos cerrados, como queriendo distinguir un aroma delicioso y esperado en el aire que se hacía más frío y húmedo.- ¡Sí, va a llover¡– Sentenció para sí.

Ya recuperado del cansancio sacó de su bolso el idolillo de trapo que preparó para esta ocasión y lo enterró haciendo el ritual de pago a la tierra. Luego, asomó la cabeza y divisó un abrevadero. Se escabulló, tratando de pasar desapercibido, arrastrándose hasta llegar a ocultarse detrás del montículo de piedras que le permitía una proximidad adecuada al ojo de agua. Esperó paciente. Ya las nubes estaban sobre él preñadas de agua a punto de romperse y  caer. Siguió tirado, esperando la cercanía del momento, con el cuerpo laxo. Siendo arrullado por el sonido del viento al atravesar por entre el ischu, se fue sumiendo en un sueño liviano, el mismo de la madrugada, dónde ahora sí pudo distinguir con claridad las lenguas de fuego que abrazaban las casas de Aldea y la voz de Padre retumbando en su cabeza recordándole sus orígenes como aquella tarde que le enseñó a tocar la quena. Se despertó, otra vez, sobresaltado por el extraño sueño. Le pareció tan vívido que el humo tóxico del incendio inexistente, le irritó la garganta y le hizo lagrimear los ojos vivarachos de águila que tenía. Oyó pasos. Volvió a levantar la cabeza por entre las rocas y allí, frente a él, a una treintena de pasos, divisó a una familia de vicuñas que saciaban su sed en el aguadero. Éstas estaban separadas de la enorme manada que pastaba calma, alimentándose del tierno herbaje que crecía después de las lluvias. Dispuso las flechas de punta de pedernal en el suelo. Tomó una de ellas, ensalivó la pluma guía y mientras tiraba de la cuerda hasta el punto adecuado, afinando la vista, imploró al Dios Perro por una buena puntería. Soltó el cable del arco que rechinaba a la presión recibida. La saeta marcó una trayectoria curva a lo largo del recorrido a causa del viento que lo empujaba de lado y terminó por atravesar el cuello del macho alfa que segundos antes, y distraído, sin advertir la presencia de Hombre, había girado la cabeza hacia el silbido, que no demoró más que un parpadeo para apagarle la respiración en un resoplido quedo cuyo sonido se propagó como el resplandor de un trueno por la pradera, alertando a los demás. El macho se desplomó y el núcleo familiar, sin saber qué hacer, se movió siguiendo en tropel a la masa compacta marrón de la manada que asemejaba un bloque gigante de tierra en cataclismo, que de pronto había cobrado vida, trasladándose de un lado al otro de la estepa, dejando al descubierto la pisoteada hierba amarillenta de la pampa. Hombre presuroso corrió al encuentro de su presa. Se agachó para beber de los últimos borbotones de sangre con el mismo placer y determinación de un cachorro al succionar la teta de su madre. Ya satisfecho, estrenó en rápidos cortes el cuchillo de obsidiana degollando al animal, sacándole las vísceras y tripas para luego lavarlas en el riachuelo que como una cicatriz en un rostro, partía en 2 el frío páramo. Limpió sus manos aún manchadas de sangre, que resplandecía a sus ojos exaltados por la proeza, en el fino vellón del animal del que todavía brotaban vapores de su cuerpo tibio.

La tarde se acercaba y el viento soplaba acariciando en ráfagas el rostro agradecido de Hombre que, como si de un hálito divino se tratase, le hizo sentirse rejuvenecido. Con la carga preciada sobre sus espaldas, ya sin cansancio y resuelto, con premura emprendió el camino a casa.

– ¡Ya estoy cerca! – Pensó al cabo de unas horas, al cruzar los cceñuales.

Se sentó a descansar y otra vez recayó, como deslizándose dentro de un desfiladero del que no se puede ni quiere escapar, en las imágenes del sueño que instantes antes lo había sacudido. Masticó la coca sagrada refrescando el sabor áspero de la hoja y de los malos recuerdos con la cal del pequeño recipiente de calabaza que siempre llevaba consigo.

Nadie en Aldea tenía recuerdo de cómo comenzó todo. Si primero fue una casa, luego otra o vinieron todos juntos y fueron levantando de a pocos el pueblo disponiendo las puertas al naciente. Para cuando Hombre tenía uso de razón, todo ya era viejo, como si siempre Aldea hubiera estado ahí, como un ser milenario cuyo destino era enterrar en su vientre a todos sus hijos por la eternidad. Tan vieja como las piedras, como Cerro, como Sol, como Luna. Tan antigua como su propia estirpe pero ya desmemoriada, quizá, por propia voluntad. Un pasado tan confuso y tal vez tan siniestro que ya nadie tiene el valor de recordar. Como cerrar los ojos y pretender que lo visible desaparecerá al abrirlos otra vez. Pero se convierte en un recordatorio rutinario. Una pestilencia ya lejana pero que carga el ambiente y nos transporta a un momento justo, indicado, del pasado.

– ¿Cómo llegamos acá?– Hombre le preguntó alguna vez a Padre, y este le respondió con un silencio profundo.

Y quizá la respuesta sea única. Quizá. Sus antepasados llegaron de madrugada y a mansalva quemaron a sus habitantes dentro de sus casas. A los que se resistieron los colgaron de los pies para luego arrancarles la piel aún estando vivos. Hicieron tambores de guerra con sus pellejos curtidos. Con sus cabellos, conjuros para evitar el maleficio de sus enemigos. Comieron de sus carnes. De sus cráneos bebieron chicha. De sus tripas tensaron arcos y fabricaron amuletos de sus dientes. Mataron y violaron a las mujeres (nadie puede especular el orden adecuado). Lanzaron a los niños y lactantes y recién destetados a Río, y sólo dejaron con vida a las hembras más jóvenes y vírgenes para que los guerreros las desposaran y los líderes disfrutaran de ellas, en otro tipo de festín cárnico, compartiendo sus camas, con sus mujeres del clan, tal y como indicaba la usanza de sus épocas, para aumentar la prole. Con Aldea desolada ya solo bastaba entrar a la vivienda elegida recientemente deshabitada. Tomar posesión de ella, redecorar las paredes, mejoras por aquí y por allá, nada especial. Unos simples retoques bastaban para convertirlas en suyas y hacer como si nada hubiese pasado, para sentirse como en casa.

Masticando la coca, la lluvia le sorprendió y a Hombre le embargó en una sensación de placidez parecida a la felicidad. Hombre nació en una familia de cazadores, lo criaron como cazador, morirá como cazador. Sus gustos, como de los otros de la tribu, ya adulto, era sentirse complacido con cotidianidades básicas. Sacarse los piojos de encima, después de los alimentos. Masticarlos disfrutando el chasquido de sus cuerpos al reventarlos con los dientes. Sentarse a contemplar la lluvia caer por horas sobre el verde pasto. Recordar a Hembra en sus faenas diarias de amamantar a su único hijo que le quedó vivo después de aquel invierno crudo que mató a dos de sus críos. Sobrevivencia que tampoco valió de mucho, ya que llegado el siguiente invierno, luego de la pelea que perdió ante Tullido, éste terminó por liquidarlo estrellándole contra los cantos rodados que dejó a la vista el bajo caudal para evitar futuras venganzas.

Se levantó de su asiento improvisado, volvió a colgar la presa sobre sus espaldas y siguió en trote hasta llegar a Aldea.

Ya era de noche cuando arribó. El fogón central ardía y los miembros de la tribu, unos sentados en los tablones, otros en el suelo, comían entretenidos. Algunas risas sueltas, conversaciones distendidas. Nadie advirtió la presencia de Hombre, que por el día trajinado que había tenido, parecía un ser venido del más allá, como si hubiera sido parido de alguna bestia imaginaria, como si la tierra misma le haya tragado y expulsado de sus entrañas, enlodado de pies a cabeza y con rastros de sangre por todo el cuerpo. Se aproximó un poco más. Todos callaron. Las risas se convirtieron en murmullos. Parsimonioso, con el pecho henchido, mostró el producto de la cacería arrojando la presa muy cerca al fuego para que todos la vieran. Tullido con otros líderes se levantaron, cogieron al animal y en menos de lo que esperaba, una mujer vieja ya estaba troceando al animal muerto. Hombre esbozó una sonrisa y los demás volvieron a tomar sus lugares. Y cuando se disponía a sentarse con los suyos, dos cazadores le salieron en su encuentro y le empujaron hasta que Hombre cayó. Quiso ponerse de pie, no comprendía lo que pasaba. Otro empujón y entonces entendió que nunca más sería aceptado en el grupo. Que no importaba lo que hiciera ahora o hiciese en un futuro para merecerse, como antes, un puesto digno. No era más que un objeto, el recordatorio de la vergonzosa cara de lo que la tribu ya no representaba.

Hombre iracundo subió a su otero. La esperanza se le evaporó como las lágrimas de impotencia al escurrírseles por su rostro quemándole las mejillas. De alguna forma inexplicable y ruin, los logros de un hombre no se miden en sus objetivos cumplidos sino en las tragedias que le encaminaron a ellos. Tomó la quena, quiso tocarla pero sus manos y labios temblorosos no se lo permitieron. Miró el cielo ya despejado. La cruz del sur se mostraba limpia sobrepuesta ante las demás estrellas y en un momento de ira incontrolable, como si con ello quisiera acabar con el pacto oculto, no firmado de un porvenir que le era adverso, rompió entre sus manos el añorado instrumento de Padre.

Abajo terminaron de comer, saciados con la carne fresca que Hombre les había procurado, y uno a uno entraron a sus casas. El brillo del cuchillo de obsidiana que aún llevaba consigo, que aún lo tenía colgado del cuello con una cuerda, de pronto lo llevó a una idea descabellada. Este era su momento de venganza. Algo incomprensible, dirán, para aquellos hombres de aquellos tiempos. Que su cerebro tenía las facultades de un hombre moderno, sí, pero vayamos a saber de qué tipo de artilugios mentales estaba provisto aquel disco biológico. Sabemos bien que la capacidad de almacenamiento de un recipiente tiene poco que ver con la cantidad que éste trae y claro está, con la calidad de ese contenido. De lo que no cabe dudas es de los miedos, desconfianzas de su propia sobrevivencia, en este mundo inmenso y abarrotado de fenómenos que apenas, Hombre y los suyos, pueden tantear una explicación práctica y muchas veces absurda y llena de prejuicios. Útil para su época pero donde los sentimientos tan prescindibles por la rutinas y necesidades de su cotidianidad, vacía ha de estar pero asumamos nuevamente. En su pecho germinó ese algo que va creciendo pero no ocupa espacio y a la vez una llenura ardiente que no puede ser expulsada. Una comida, digámoslo así, que se resiste a ser digerida ni puede ser regurgitada. Avinagrándose a lo largo de muchas lunas y muchas estaciones, dentro de sí. La rabia le brota por los ojos en forma de lágrimas y empuñando el mango de hueso con hoja de obsidiana brillosa, destellante a la luz de Luna gorda que alumbraba todo con su refracción pálida en un gris de sombras perpetuas como aquellas que obnubilan su razonamiento arcaico. Hombre es cazador nato, sabe como acechar y acorralar a su presa, una destreza que no se olvida fácil. Imita el caminar sigiloso de los félidos que atormentan sus pesadillas de cuando en cuando repitiendo una y otra vez hasta el cansancio la escena en donde Padre fue devorado por uno de ellos un día lejano cuando Hombre era aún un cachorro inexperto. Y en ese entonces, no pudo hacer nada. ¿O tal vez sí? Había sacado su pequeño puñal del cinto, amenazante quiso lanzarse sobre el lomo de Puma para salvar a Padre pero de pronto las piernas no le respondieron, la visión se le cristalizó. Un escalofrío repentino le erizó los cabellos, le subió por la espina encorvada y sólo atinó a esconderse tras un matorral, mientras veía absorto como Padre iba pataleando, cada vez con menos ímpetu, al mordisco mortal que le abría la garganta y le quebraba las cervicales, siendo arrastrado, luego, por las alturas de la colina, dejando un rastro de sangre que Hombre no tuvo el valor de seguir.

Y Hombre se vio otra vez a la luz de Luna, arrastrándose por el patio central, no como lo hacía para comer, no con la humillación de siempre. Ahora con arrojo hasta llegar frente al montículo de piedras con las que él había construido su casa y que Tullido se la había arrebatado aquella funesta tarde que perdió la pelea. Lento, descorrió a un lado la tela de fibra vegetal que hacía de puerta. Al fondo vio una sombra movediza. Era Tullido que se acurrucaba y distendía cadencioso sobre el cuerpo de Hembra, como un gusano sobre una hoja, en suaves ronroneos y quejidos que ya en esa época eran distinción inequívoca de aplacar los deseos que se agitan debajo del vientre. Con sus dientes, por el mango, Hombre sostiene el cuchillo de obsidiana pulida y a cuatro patas va cercando a su presa. Hembra observa abstraída el techo oscuro, tan negro como el mohín de sus sentimientos, para olvidar y distanciarse de las acometidas toscas que le invadían sin consideración su cavidad seca. Desvió la mirada perdida al sentir la presencia de alguien más y la fija sobre los ojos también negros de Hombre que hervían en un fuego vivo e inacabable como el brillo del cuchillo de obsidiana a la luz de la Luna. Fue sólo un segundo y en ese momento Tullido también lo vio, sin más, éste se lanzó sobre él y se enredaron en una lucha de golpes secos y gruñidos indescifrables. Un instante después, otro silbido que cortaba el aire tal como el que atravesó al auquénido horas antes, como el que cercenó los dedos de Tullido mucho tiempo atrás y que ahora desvaneció a uno de ellos con el abdomen abierto de lado a lado, sobre el suelo polvoriento de la covacha.

A fuera Cielo está despejado por el brillo de Luna, ni una nube interrumpe la visión de alguien que quiera contemplar su belleza. Las estrellas parecían cientos, miles de luciérnagas atrapadas en la eterna telaraña de manto negro con que Sol se tapaba para dormir. Ni un sonido interrumpía la totalidad. El fogón central de la tribu crepitaba mudo y los insectos revoloteaban sobre los restos de la comida consumida horas antes. Dentro, ya nada importaba, ni la proximidad del día, ni las increpaciones de los otros miembros del grupo, ni las represalias que tomarían contra él por la muerte de su líder. Nada importaba, este era su momento de gloria. Ahora era Hombre sobre Hembra, como minutos antes lo estaba Tullido que yace destripado al otro extremo de la habitación roncando sus últimos alientos de vida con el cuchillo de obsidiana, brillando sobre su regazo.

Charles Bukowski: Un 45 para pagar los gastos del mes. Cuento

6832_b_2538Duke tenía aquella hija, Lala, le llamaban, de cuatro años era su primer crío y él siempre había procurado no tener hijos, temiendo que pudiesen asesinarle, o algo así, pero ahora estaba loco y ella le encantaba, ella sabía todo lo que Duke pensaba, pues había una especie de cable que iba de ella a él y de él a ella.

Duke estaba en el supermercado con Lala, y hablaban, decían cosas, hablaban de todo y ella le decía todo lo que sabía, y sabía mucho, instintivamente, y Duke no sabía mucho, pero le decía lo que podía, y el asunto funcionaba, eran felices juntos.

—¿qué es eso? —preguntó ella.

—eso es un coco.

—¿qué tiene dentro?

—leche y cosa de masticar.

—¿por qué está ahí?

—porque se siente a gusto ahí, toda esa leche y esa carne mascable, se siente bien dentro de esa cáscara, se dice: «¡oh qué bien me siento aquí!».

—¿y por qué se siente bien ahí?

—porque cualquier cosa se sentiría bien ahí. yo me sentiría bien.

—no, tú no. no podrías conducir el coche desde ahí dentro, ni verme desde ahí dentro, no podrías comer huevos con jamón desde ahí.

—los huevos y el jamón no lo son todo.

—¿qué es todo?

—no sé. quizás el interior del sol, sólido congelado.

—¿el INTERIOR del SOL…? ¿SOLIDO CONGELADO?

—sí.

—¿cómo sería el interior del sol si fuese sólido congelado?

—bueno, el sol debe ser corno una pelota de fuego, no creo que los científicos estuviesen de acuerdo conmigo, pero yo creo que debe ser eso.

Duke cogió un aguacate.

—¡oh!

—sí, eso es un aguacate: sol congelado, comemos el sol y luego podemos andar por ahí y sentirnos calientes.

—¿está el sol en toda esa cerveza que tú bebes?

—sí, lo está.

—¿está el sol dentro de mí?

—no he conocido a nadie que tenga dentro tanto sol como tú.

—¡pues yo creo que tú tienes dentro un SOL INMENSO!

—gracias, querida.

siguieron y terminaron sus compras. Duke no eligió nada. Lala llenó el cesto de cuanto quiso, parte de ello no comestible: globos, lapiceros, una pistola de juguete, un hombre espacial al que le salía un paracaídas de la espalda al lanzarlo al cielo, un hombre espacial magnífico.

a Lala no le gustó la cajera, la miró ceñuda, hosca, pobre mujer: le habían ahuecado la cara y se la habían vaciado. era un espectáculo de horror y ni siquiera lo sabía.

—¡hola bonita! —dijo la cajera. Lala no contestó. Duke no la empujó a hacerlo, pagaron su dinero y volvieron al coche.

—cogen nuestro dinero —dijo Lala.

—sí.

—y luego tú tienes que ir a trabajar de noche para ganar más. no me gusta que marches de noche, yo quiero jugar a mamá, quiero ser mamá y que tú seas un niño.

—bueno, yo seré el niño ahora mismo, ¿qué tal, mamá?

—muy bien, niño, ¿puedes conducir el coche?

—puedo intentarlo.

luego, en el coche, cuando iban conduciendo, un hijo de puta apretó el acelerador e intentó embestirlos en un giro a la izquierda.

—¿por qué quiere la gente pegarnos con sus coches, niño?

—bueno, mamá, es porque son desgraciados y a los desgraciados les gusta destrozar las cosas.

—¿no hay gente feliz?

—hay mucha gente que finge ser feliz.

—¿por qué?

—porque están avergonzados y asustados y no tienen el valor de admitirlo.

—¿tú estás asustado?

—yo sólo tengo el valor de admitirlo contigo… estoy tan asustado y tengo tanto miedo, mamá, que podría morirme en este mismo instante.

—¿quieres tu biberón, niño?

—sí, mamá, pero espera a que lleguemos a casa.

siguieron su camino, giraron a la derecha en Normandie. Por la derecha les resultaba más difícil embestir.

—¿trabajarás esta noche, niño?

—sí.

—¿por qué trabajas de noche?

—porque está más oscuro y la gente no puede verme.

—¿por qué no quieres que la gente te vea?

—porque si me viesen podrían detenerme y meterme en la cárcel.

—¿qué es cárcel?

—todo es cárcel.

—¡yo no soy cárcel!

aparcaron y subieron las compras a casa.

—¡mamá! —dijo Lala— ¡hemos comprado muchas cosas! ¡soles congelados, hombres espaciales, todo!

mamá (la llamaban «Mag») mamá dijo:

—qué bien.

luego dijo a Duke:

—diablos, no quiero que salgas esta noche, tengo un presentimiento, no salgas, Duke.

¿tú tienes un presentimiento, querida? yo lo tengo siempre, es cosa del oficio, tengo que hacerlo, estamos sin blanca, la niña echó de todo en el carrito, desde jamón enlatado a caviar.

—¿pero es que no puedes controlar a la niña?

—quiero que sea feliz.

—no será feliz si tú estás en la cárcel.

—mira, Mag, en mi profesión, sólo tienes que hacerte a la idea de que pasarás temporadas en la cárcel, yo ya pasé una, muy corta, he tenido más suerte que la mayoría.

—¿y si hicieras un trabajo honrado?

—nena, trabajar a presión es espantoso, te hunde, y además no hay trabajos honrados, de un modo u otro te mueres, y yo ya estoy metido por este camino… soy una especie de dentista, digamos, que le saca dientes a la sociedad, no sé hacer otra cosa, es demasiado tarde, y ya sabes cómo tratan a los ex presidiarios, ya sabes las cosas que te hacen, ya te lo he dicho, yo…

—ya sé que me lo has dicho, pero…

—¡pero pero pero… perooo! —dijo Duke—. déjame acabar, condenada!

—acaba, acaba.

—esos soplapollas industriales de esclavos que viven en Beverly Hills y Malibu. esos tipos especializados en «rehabilitar» presidiarios, ex presidiarios, es algo que hace que la libertad vigilada de mierda huela a rosas, un cuento, trabajo de esclavos, los funcionarios de libertad vigilada lo saben, lo saben de sobra, y lo sabemos nosotros, ahorra dinero al estado, haz dinero para otro, mierda, mierda todo. todo, hacen trabajar el triple al individuo normal mientras ellos roban a todos dentro de la ley: les venden mierda por diez o veinte veces su valor real, pero eso está dentro de la ley, su ley…

—cállate ya, he oído eso tantas veces…

—¡pues lo oirás OTRA VEZ, maldita sea! ¿crees que no lo veo y no lo siento? ¿crees que debo callármelo? ¿delante de mi propia mujer? tú eres mi mujer, ¿no? ¿no jodemos? ¿no vivimos juntos? ¿eh?

—el jodido eres tú. ahora te pones a gritar.

—¡TU eres la jodida! ¡cometí un error, un error técnico! era joven; no entendía sus reglas de mierda…

—¡y ahora intentas justificar tu estupidez!

—¡ésa sí que es buena! eso ME GUSTO, mi mujercita, mi coñito. mi coñito. eres sólo un coñito en las escaleras de la Casa Blanca, abierto del todo y acribillado mentalmente…

—Duke, que nos oye la niña.

—bueno, terminaré, coñito mío. REHABILITADO, ésa es la palabra, eso es lo que dicen los mamones de Beverly Hills. son tan condenadamente decentes, tan HUMANOS, sus mujeres escuchan a Mahler en el centro musical y hacen caridad, donaciones libres de impuestos, y las eligen entre las diez mejores mujeres del año en el Times de Los Angeles, ¿y sabes lo que te hacen sus MARIDOS? te tratan como a un perro, te recortan el jornal y se lo embolsan, y no hay más que hablar, ¿cómo no verá la gente que todo es una mierda? ¿es que nadie lo ve?

—yo…

—¡CÁLLATE! ¡Mahler, Beethoven, STRAVINSKY! te hacen trabajar de más por nada, están siempre dándote patadas en el culo, y como digas una palabra, cogen el teléfono y hablan con el funcionario de libertad vigilada, y estás listo, «lo siento, Jensen, pero no tengo más remedio que decírtelo, tu hombre robó veinticinco dólares de la caja, empezaba a caernos simpático, pero…»

—¿y qué clase de justicia quieres tú? Dios mío, Duke, no sé qué hacer, gritas y gritas, te emborrachas y me cuentas que Dillinger fue el hombre más grande de todos los tiempos, te acunas en la mecedora, completamente borracho, y te pones a dar vivas a Dillinger. yo también estoy viva, escúchame…

—¡a la mierda Dillinger! está muerto, ¿justicia? en Norteamérica no hay justicia, sólo hay una justicia, pregunta a los Kennedy, pregunta a los muertos, pregunta a cualquiera.

Duke se levantó de la mecedora, se acercó al armario, hurgó debajo de la caja de adornos navideños y sacó la pipa, un cuarenta y cinco.

—ésta, ésta, ésta es la única justicia de Norteamérica, esto es lo único que entienden todos.

y agitó en el aire el condenado trasto.

Lala estaba jugando con el hombre espacial, el paracaídas no abría bien, lógico: una estafa, otra estafa, como la gaviota de los ojos muertos, como el bolígrafo, como Cristo dando voces al Papa con las líneas cortadas.

—oye —dijo Mag—, guarda ese maldito revólver, trabajaré yo. déjame trabajar.

—¡trabajarás tú! ¿cuánto hace que oigo eso? tú sólo sirves para joder, para andar sin hacer nada tumbada por ahí leyendo revistas y comiendo bombones.

—oh, Dios mío, eso no es cierto… yo te amo, Duke, de veras. a él ya le cansaba.

—de acuerdo vale, entonces, recoge y coloca las compras, y prepárame algo de comer antes de que salga a la calle.

Duke volvió a guardar la pipa en el armario, se sentó y encendió un cigarrillo.

—Duke —preguntó Lala—, ¿quieres que te llame Duke o que te llame papá?

—como tú quieras, cariño, como tú quieras.

—¿por qué tienen pelo los cocos?

—ay, Dios mío, y yo qué sé. ¿por qué tengo yo pelos en los huevos?

Mag salió de la cocina con una lata de guisantes en la mano.

—no tienes por qué hablarle a mi hija de ese modo.

—¿tu hija? ¿es que no ves esa boca que tiene? como la mía. ¿y esos ojos? exactamente iguales que los míos, tu hija… sólo porque salió de tu agujero y mamó de ti. ella no es hija de nadie, ella es su propia niña.

insisto —dijo Mag— ¡en que no le hables así a la niña!

—insistes… insistes…

—¡sí, insisto! —sostuvo en el aire la lata de guisantes, equilibrada en la palma de la mano izquierda—. ¡insisto!

—¡si no quitas esa lata de mi vista te juro por Dios que te la meto POR EL CULO!

Mag entró en la cocina con los guisantes, se quedó allí.

Duke sacó del armario el abrigo y la pistola, dio un beso de despedida a su hijita. era más dulce aquella niña que un bronceado de diciembre y seis caballos blancos corriendo por una loma verde, eso era lo que le evocaba; empezaba a dolerle. se largó deprisa, cerró la puerta despacio.

Mag salió de la cocina.

—Duke se fue —dijo la niña.

—sí, ya lo sé.

—tengo un poco de sueño, mamá, léeme un libro.

se sentaron juntas en el sofá.

—¿volverá Duke, mamá?

—sí, claro que volverá ese hijo de puta.

—¿qué es un hijo de puta?

—Duke lo es. y yo le amo.

—¿amas a un hijo de puta?

—si —dijo Mag riendo—. sí, ven aquí, cariño, siéntate encima de mí.

abrazó a la niña.

—¡eres tan rica tan rica como el jamón como las galletas!

—¡yo, no soy jamón ni galletas! ¡tú eres jamón y galletas!

—esta noche hay luna llena, demasiada luna, demasiada luz. tengo miedo, mucho miedo. Dios mío, le amo, oh Dios mío…

Mag cogió una carpeta de cartón y sacó un libro de cuentos.

—mamá, ¿por qué tienen pelo los cocos?

—¿los cocos tienen pelo?

—sí.

—escucha, puse un poco de café, acabo de oír que hierve, déjame ir a apagarlo.

—bueno.

Mag entró en la cocina y Lala se quedó esperando sentada en el sofá.

mientras Duke estaba a la puerta de una bodega entre Hollywood y Normandie, cavilando: demonios demonios demonios.

no tenía buen aspecto, no le olía bien, podía haber un tipo detrás con una Luger, mirando por un agujero, así habían cazado a Louis. le habían hecho trizas, como a un muñeco de barro, asesinato legal, todo el jodido mundo nada en la mierda del asesinato legal.

el sitio no parecía bueno, quizás un bar pequeño esta noche, un bar de maricas, algo fácil, dinero suficiente para un mes.

estoy perdiendo el valor, pensaba Duke, cuando me dé cuenta estaré sentado oyendo a Shostakovitch.

volvió a meterse en el ford negro del 61.

y enfiló hacia el norte, tres manzanas, cuatro manzanas, seis manzanas, doce manzanas en el mundo en congelación, mientras Mag sentada con la niña en el regazo empezaba a leer un libro, LA VIDA EN EL BOSQUE…

«las comadrejas y sus primos, los visones, y las martas son criaturas delgadas, ágiles, rápidas y feroces, son carnívoros y compiten continua y sanguinariamente por el…» entonces, la hermosa niña se quedó dormida y salió la luna llena.

Clarice Lispector: El primer beso. Cuento

clarice-lispector (2)Más  que  conversar,  aquellos  dos  susurraban:  hacía  poco  que  el  romance  había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.

—Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?

—Sí, ya había besado a una mujer.

—¿Quién era? —preguntó ella dolorida.

Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.

El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.

Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir… ¡Caray! Cómo se secaba la garganta.

Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, mas grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.

La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.

¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed que él tenía era de años.

No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima, y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.

El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.

El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.

Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba  el  agua.  El  primer  sorbo  fresco  bajó,  deslizándose  por  el  pecho  hasta  el estómago.

Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde el agua salía.

Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.

Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.

Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida… Miró la estatua desnuda.

La había besado.

Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.

Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.

Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca. Se había…

Se había hecho hombre.

Franz Kafka: El silencio de las sirenas. Cuento

Kafka1Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba: Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizás alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equiparse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises, (para expresarlo de alguna manera), no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo mas acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían parecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Franz Kafka: Él. Cuento

kafkaAnotaciones fragmentarias del año 1920.

 

 

En ninguna ocasión se está lo suficientemente preparado, ni siquiera reprochablemente, porque ¿cómo se habría de tener tiempo para prepararse anticipadamente en esta vida tan dolorosa que exige estar presto a cada instante? Y aunque lo tuviera, ¿cómo estar preparado sin conocer el problema que hay que resolver?; es decir: ¿es realmente posible superar una prueba espontánea, imprevista, no dispuesta en forma artificial? Por eso hace tiempo que fue destrozado por las ruedas; para esta ocasión —es curioso pero confortador—estuvo menos preparado que nunca.

Cuanto hace le parece extraordinariamente nuevo, pero también, por su exagerada abundancia, improvisado, apenas soportable, incapaz de perdurar, destructor de la cadena de las generaciones, y por primera vez demoledor hasta sus últimas consecuencias de la música del mundo que hasta ahora podía al menos barruntarse. A veces, en su soberbia, teme más por el mundo que por sí mismo.

Se hubiera resignado a la prisión. Terminar preso podría constituir el objetivo de una vida. Pero era una gran jaula de rejas. Como en sus lares, el ruido del mundo, indiferente, imperioso, fluía a través de las rejas; en cierto modo era libre, podía tomar parte en todo, nada de lo que sucedía afuera se le escapaba, hasta hubiera podido abandonar la jaula, ya que los barrotes se encontraban muy separados; ni siquiera se encontraba preso. Tenía la sensación de que por el hecho de vivir se obstruía los caminos. Y luego deducía que esa obstrucción era la prueba de su existencia.

Su propia frente le obstruye el camino; contra ella se golpea la propia frente hasta hacerla sangrar.

Se siente preso en este mundo, le falta espacio; lo acosan la pena, la debilidad, las enfermedades, las alucinaciones de los presos; ningún consuelo es bastante, precisamente por ser tan sólo consuelo, tierno y doloroso consuelo frente al brutal hecho de estar preso. Pero si se le pregunta qué es lo que desea en realidad, no sabe responder, porque no sabe —y es uno de sus argumentos más fuertes—lo que es la libertad.

Hay quien niega la pena señalando el sol; él niega al sol señalando la pena.

El movimiento ondulatorio de toda vida, de la propia y la ajena, lacerante, lento, a veces mucho tiempo detenido, pero en el fondo interminable, lo tortura porque lleva consigo la también interminable exigencia de pensar. A veces le parece que esta tortura precede a los acontecimientos. Cuando se entera de que nacerá el hijo de un amigo, reconoce que ya ha sufrido antes por ello como pensador.

Por una parte ve algo inimaginable sin cierto bienestar, algo sereno y henchido de vida: la meditación, valoración, el análisis, la extraversión. Las posibilidades son infinitas. Hasta un ciempiés necesita una grieta suficientemente amplia para instalarse; aquellos actos, en cambio, no requieren espacio, pueden coexistir por millares, compenetrándose, sin necesidad de la menor grieta. Pero por otra, ve también el instante en que, llamado a rendir cuentas y sin conseguir articular palabra, es rechazado de nuevo hacia la contemplación… y ya sin la posibilidad de chapotear en ellos, se hunde con una maldición.

Se trata de lo siguiente: hace muchos años me senté en la ladera del monte Laurenzi. Bastante triste, analizaba mis deseos. Me pareció más importante o’ atrayente el de lograr una concepción de la vida (y, ambas cosas estaban necesariamente ligadas, convencer a los demás de ella), una concepción en que la vida conservara todo su peso, sus altibajos naturales, pero en que fuera también reconocida, con no menor precisión, como nada, como un sueño, como un algo leve y fluctuante. Acaso-un hermoso deseo si lo hubiese deseado completamente. Algo como el goce de ensamblar una mesa a la perfección, de acuerdo con las reglas del arte; y al mismo tiempo no hacer nada, pero en tal forma que no se pudiese decir: «el martillar no es nada para él», sino que hubiera que decir: «el martillar es para él un verdadero martillar y al propio tiempo nada», con lo cual el martillar se tornaría aún más audaz, más decidido, más real y, si lo deseas, más delirante.

Pero no podía desear en esa forma, ya que ese deseo no era un deseo, era tan sólo una defensa, una certeza de la nada, un soplo de vitalidad conferido a la nada, en la que entonces apenas si aventuraba los primeros pasos concientes, pero sintiéndola ya como su elemento. Era como una despedida del humo de apariencias de la juventud, aunque ésta nunca le había engañado directamente, sino tan sólo a través de la palabra de las eminencias. El «deseo» se hizo pues necesario.

Sólo se prueba a sí mismo, es su única demostración; todos los adversarios lo derrotan en seguida, pero no por/que lo refuten (él es irrefutable), sino porque se prueban a sí mismos.

Las asociaciones humanas se basan en que alguien, por su poderosa esencia, parezca haber refutado a otros, en sí irrefutables. Esto es dulce y consolador para aquellos; pero como falta la verdad no puede ser duradero.

Antes formó parte de un grupo monumental. En torno a un pináculo se agrupaban en orden estudiado las figuras del guerrero, de las artes, ciencias y oficios. Uno de ellos era él. Hace tiempo que el grupo se ha disuelto; al menos él ya no lo integra. No conserva ya su antiguo oficio, ha olvidado cuál era su papel. Precisamente por este olvido le sobreviene una cierta tristeza, inseguridad, inquietud, una cierta nostalgia de los tiempos pasados que oscurecen el presente. Y sin embargo esta nostalgia es un importante elemento de la fuerza vítalo acaso ella misma.

No vive por su existencia personal, no piensa en razón de su propio pensamiento. Es como si viviera y pensara bajo la presión de una familia para la cual, a pesar de ser enormemente rica en energías vitales y de pensamiento, él constituye una necesidad, en virtud de una ley desconocida. Por esta familia y por estas leyes desconocidas es imposible despedirlo.

El pecado original, la vieja culpa del hombre, consiste en el reproche que formula y en que reincide, de haber sido él la víctima de la culpa y del pecado original.

Frente a las vitrinas de Cassinelli dos niños bien vestidos (un niño de unos seis años y una niña de siete), hablaban de Dios y del pecado. Me detuve tras ellos. La niña, tal vez católica, sólo consideraba pecado mentir a Dios. El niño, quizá protestante, preguntaba empecinado qué era entonces mentir a los hombres o robar.

—También un enorme pecado —dijo la niña—, pero no el más grande. Sólo los pecados contra Dios son los verdaderamente grandes; para los pecados contra los hombres tenemos la confesión. Si me confieso, aparece el ángel a mis espaldas; pero si peco aparece el diablo, aunque no se lo vea.—Entonces la niña, como cansada de tanta seriedad, se volvió y dijo en broma: —¿Ves? No hay nadie detrás de mí.

El niño, a su vez, se volvió y me vio.

—¿Ves? —dijo sin tener en cuenta que yo lo oía—, detrás de mí está el diablo.

—Ya lo veo —le respondió la niña—, pero no me refiero a ése.

No busca consuelo, no porque no lo quiera —¿quién no lo quiere?—, sino porque buscar consuelo significa dedicarla vida a ello; vivir al borde de la existencia, fuera de ella, ya sin saber casi para quién se busca consuelo y sin estar ya en condiciones de buscar consuelo eficaz, no digo verdadero, que no lo hay.

Se resiste a dejarse medir por los demás. El hombre, por infalible que sea, ve en los otros sólo la parte que le muestra su propia mirada y su manera de pensar. Padece como todo el mundo, aunque en forma exagerada, la manía de reducirse hasta amoldarse a la mirada de los demás. Si Robinsón, por consolarse o por tristeza, temor, ignorancia o nostalgia no hubiera abandonado nunca el punto más alto o mejor, más visible de la isla, pronto habría muerto; pero como, sin preocuparse de los barcos y de sus débiles catalejos, comenzó a explorar su isla y a encontrar alegría en ella, sobrevivió y fue finalmente encontrado, como consecuencia al menos intelectualmente, necesaria. De tu debilidad haces una virtud.

En primer lugar, todos lo hacen; y en segundo, precisamente yo no lo hago. Dejo que mi debilidad lo siga siendo; no seco los pantanos, sigo viviendo en su vaho febril.

De ello haces precisamente tu virtud.

Como todos, ya lo dije. Por lo demás, lo hago por ti. Para que continúes siendo amable conmigo, perjudico a mi alma.

Todo le está permitido menos olvidarse de sí mismo; así todo le está vedado, menos lo que momentáneamente es necesario al todo.

La cuestión de la conciencia es una exigencia social.

Todas las virtudes son individuales, todos los vicios sociales. Lo que se hace valer como virtud social, como el amor, el desinterés, la justicia, el espíritu de sacrificio son tan sólo vicios sociales «asombrosamente» rebajados.

Entre el sí y el no que dice a sus contemporáneos y los que debiera decirles, hay más o menos la misma diferencia que entre la vida y la muerte, e igualmente inasible.

La causa de que la posteridad juzgue más acertadamente al muerto, radica en éste. La verdadera índole se desarrolla tan sólo después de la muerte. Estar muerto es para cada uno como la noche del sábado para el deshollinador. Le quita el hollín al cuerpo. Y queda aclarado si los contemporáneos le han hecho más daño a él o él a ellos. En el último caso fue un gran hombre.

Siempre tenemos fuerzas para negar, la más natural manifestación del espíritu de lucha, siempre cambiante, renovado, que nace y que muere; pero nos falta valor para ello, cuando en realidad la vida es negación, es decir negación afirmativa.

No muere con la atrofia de sus pensamientos. Atrofiarse es sólo una manifestación del mundo interior (que permanece aunque sólo sea pensamiento), una manifestación natural como cualquier otra, ni alegre ni triste.

La corriente contra la cual se afana es tan veloz que en algún momento de distracción puede- desesperarse por la estéril quietud en que flota; tan atrás ha sido arrastrado en un instante de postración.

Tiene sed y un simple arbusto lo separa del manantial. Pero está formado por dos pactes. Una vigila el conjunto, ve que está aquí y la fuente al lado; la otra a lo sumo sospecha que la primera lo ve todo. Pero como no advierte nada, no puede beber.

Ni audaz ni temerario, tampoco cobarde. La vida libre no le acobardaría. Claro que tal género de vida no se le ha presentado, pero tampoco esto le preocupa, como en general no se preocupa de sí en absoluto, pero hay alguien desconocido que se preocupa por él, tan sólo por él. Y esas preocupaciones de ese alguien desconocido, y en especial su constancia, son las que en horas silenciosas le causan una terrible jaqueca.

Cierta pesadez le impide erguirse, la sensación de estar protegido, de yacer en un lecho preparado para él y que le pertenece exclusivamente; pero no puede descansar, la intranquilidad le expulsa del lecho, se lo impide la conciencia, el corazón que late sin cesar, el temor a la muerte y el deseo de refutarlo. Torna a levantarse. Esta agitación y algunas observaciones al sesgo, casuales, fugitivas, constituyen su vida.

Tiene dos enemigos: el primero lo amenaza por detrás, desde las fuentes; el segundo le cierra el camino hacia adelante. Lucha con ambos. En realidad, el primero lo apoya en su lucha contra el segundo, quiere impulsarlo hacia adelante y de la misma manera el segundo lo apoya en su lucha contra el primero, lo empuja hacia atrás. Pero esto es solamente teórico. Porque aparte de los adversarios también existe él, ¿y quién no conoce sus intenciones? Siempre sueña que en un momento de descuido —para ello hace falta una noche impensablemente oscura—puede escabullirse del frente de batalla y ser elevado, por su experiencia de lucha, por encima de los combatientes, como arbitro.

 

Franz Kafka: El matrimonio. Cuento

Franz-Kafka-with-his-first-fiancee-Felice-Bauer-in-1917-Mono-PrintEn general la situación de los negocios es tan mala que, a veces, cuando me desocupo un rato de la oficina, tomo la cartera de muestras y visito personalmente a los clientes. Entre otras diligencias, me había propuesto llegar alguna vez hasta lo de N., con quien antes tenía continuas relaciones comerciales que, sin embargo, en el último año, por razones que ignoro, llegaron a aflojarse casi por completo. Para tales perturbaciones en realidad no es necesario que haya motivos; en las actuales circunstancias de inseguridad, a menudo esto determina una insignificancia, un matriz, y de la misma manera, una insignificancia, una palabra, puede volver a arreglarlo todo. Pero es un poco difícil avanzar hasta N. Es un hombre de edad que en los últimos tiempos estaba bastante enfermo, y que, a pesar de dirigir todavía los negocios, apenas si va a su comercio; si se quiere verle, se debe ir hasta su domicilio, pero por lo general, prefiere aplazar una diligencia comercial de tal índole.

Sin embargo, ayer a la tarde, después de las seis, me puse en camino; ya no era hora de visita, pero la cuestión no debía juzgarse de forma social, sino comercial. Tuve suerte. N. estaba en casa; acababa de regresar de dar un paseo con la esposa, como se me informó en el recibidor, y se hallaba ahora en la habitación del hijo, que se encontraba enfermo. Me invitaron a ir también allí; al principio vacilé, pero luego se impuso el deseo de terminar cuanto antes la penosa visita y me decidí tal como iba, con el abrigo puesto, sombrero y cartera en mano, me dejé conducir a través de una habitación oscura hacia otra, muy suavemente iluminada, en la que se encontraban varias personas.

En forma casi instintiva, mi mirada recayó primero en un agente de negocios, harto conocido por ser competidor mío. Se había deslizado hasta aquí, adelantándose. Estaba cómodamente instalado junto a la cama del enfermo, como si él fuese el médico; con su hermoso abrigo abierto, abollonado, daba una impresión de poder; su descaro es insuperable; algo semejante debió de pensar también el enfermo, que yacía con las mejillas enrojecidas por la fiebre y que de vez en cuando miraba hacia él. Por lo demás, el hijo ya no es joven; un hombre de mi edad, de barba corta algo descuidada por la enfermedad.

El viejo N., grande, de hombros anchos, sorprendentemente enflaquecido por su traicionero mal, encorvado e inseguro, permanecía aún como había llegado, con el abrigo puesto, y murmuraba algo en dirección a su hijo. Su señora, pequeña y frágil, aunque extremadamente vivaz, pero sólo en cuanto se refería a él —a los otros apenas si nos veía—, se hallaba ocupada en quitarle el abrigo, lo que por la diferencia de estatura entre ambos ofrecía algunas dificultades. Finalmente lo consiguió. La verdadera dificultad estaba en que N., muy impaciente, no cesaba, tanteando con sus manos inquietas, de pedir el sillón, que por fin la mujer, luego de haberle quitado el abrigo, empujó con prisa hacia él. Ella misma tomó el abrigo, debajo del cual casi desaparecía, y se lo llevó.

Entonces llegada mi oportunidad, o mejor, no había llegado, no llegaría nunca aquí; en realidad, si yo todavía quería intentar algo, debía hacerlo de inmediato, porque tenía la impresión de que las posibilidades para una conversación de negocios podían empeorar. Pero no entraba en mis costumbres eternizarme en un asiento, como lo pretendía con seguridad el agente; por otra parte, no quería guardar consideraciones con éste. De modo que comencé a exponer brevemente mi asunto, a pesar de que notaba que N. tenía deseos de conversar algo con su hijo. Desgraciadamente, tengo la costumbre, cuando me excito con la conversación —y esto sucede casi en seguida y sucedió en este cuarto de enfermo antes en otras oportunidades—, de levantarme y pasear mientras hablo. En la oficina de uno esto puede ser muy conveniente, pero es muy molesto en casa ajena. Sin embargo, no pude dominarme, sobre todo porque me faltaba el cigarrillo habitual. Por cierto, todos tenemos malos hábitos, con lo cual todavía elogio los míos en comparación con los del agente. Qué decir, por ejemplo, de que a menudo, de modo completamente inesperado, se encasquetaba el sombrero, después de haberlo mecido suavemente sobre las rodillas. Claro que al instante vuelve a quitárselo, como si hubiera sucedido por casualidad, pero de todos modos lo ha tenido un momento en la cabeza, y esto sucede a menudo. Creo que semejante comportamiento es en verdad intolerable. A mí no me molesta, voy y vengo, estoy completamente absorto por mi asunto y miro por encima de él; pero debe de haber gentes a la que la prueba con el sombrero los saca de las casillas. En mi ardor no presto atención a molestias de esta índole ni a nada; veo, sí, lo que ocurre, pero hasta que no he terminado o no oigo objeciones, en cierto modo no lo advierto. Así, por ejemplo, supe perfectamente que N. no estaba en condiciones de atender: se revolvía incómodo, las manos en los brazos del sillón, observa el vacío con expresión de búsqueda y su rostro parecía tan ausente como si ninguna de mis palabras ni la menor señal de mi presencia le llegase. Yo veía» que todo este comportamiento enfermizo me daba pocas esperanzas, pero a pesar de todo seguía hablando como si tuviese todavía la intención de arreglarlo todo con palabras, con ofertas ventajosas. Yo mismo me asusté de las concesiones que hacía sin que nadie me las pidiera. Me produjo alguna satisfacción que el agente, como noté de paso, dejara por fin en paz su sombrero y cruzara los brazos sobre el pecho: mi exposición, en parte destinada a él, parecía estropear sus proyectos. La satisfacción que esto me produjo seguramente me habría incitado a seguir hablando si el hijo, al que había prestado poca atención por ser un personaje secundario, no me hubiese reducido a silencio incorporándose a medias y amenazándome con el puño. Era evidente que quería decir algo, mostrar algo, pero no tenía fuerzas suficientes. Al principio lo atribuí todo al delirio de la fiebre; pero cuando involuntariamente miré al viejo, lo comprendí todo mejor. N. estaba sentado con los ojos abiertos, vidriosos, hinchados, que sólo podían servirle unos instantes más; se inclinaba temblorosamente hacia adelante como si alguien lo sujetase o lo golpease en la nuca; el labio inferior, el maxilar mismo, colgaba inerte, mostrando las encías; todo el rostro estaba desencajado; respiraba, aunque con dificultad, pero luego, cerró los ojos, la expresión de que hacía un gran esfuerzo cruzó todavía su rostro y todo terminó. Salté hacia él, tomé con escalofrío la mano que colgaba sin vida, helada. Ya no había pulso. Todo había acabado. Ciertamente, se trataba de un nombre de edad. Ojalá el morir no nos resulte más arduo. ¡Pero cuánto había que hacer ahora! ¿Qué era lo más urgente? Miré en derredor, en busca de ayuda. Pero el hijo había subido la manta hasta cubrirse la cabeza, se oía su llanto interminable. El agente frío como un sapo, seguía firme en su sillón, visiblemente decidido a esperar a que pasara el tiempo; yo, solamente yo, quedaba para hacer algo y emprender en seguida lo más difícil: comunicar de una manera soportable, a la mujer la noticia, es decir, de una manera que no existe. Y ya oía sus pasos diligentes y arrastrados en la pieza contigua. Trajo —todavía en ropa de calle, no había tenido tiempo de cambiarse—un camisón entibiado en la estufa y quería ponérselo al marido.

—Se ha dormido —dijo moviendo la cabeza con una sonrisa al notarnos tan silenciosos.

Y con la infinita fe de los inocentes, tomó la misma mano que hacía un instante había yo tenido en la mía con desagrado y aprensión, la besó como en un pequeño juego conyugal, y —¡cómo habremos abierto los ojos los tres! —N. se movió, bostezó ruidosamente, se dejó poner el camisón, toleró con rostro de irónico disgusto los tiernos reproches de su mujer por el excesivo esfuerzo realizado en el paseo demasiado largo, y dijo, para justificar que se hubiese quedado dormido, algo relativo al aburrimiento. Después, para no enfriarse yendo a otra habitación, se acostó por el momento en la cama del hijo. Reposó la cabeza junto a los pies de éste, sobre dos almohadas rápidamente traídas por la mujer. Después de lo pasado, no encontré nada extraño en ello. Entonces pidió el diario de la tarde, lo tomó sin consideración a los visitantes, pero sin leer; le echaba sólo un vistazo nos dijo entretanto, con mirada cortante, asombrosamente comercial, algunas cosas muy desagradables acerca de nuestras propuestas, mientras que con la mano libre hacía continuamente movimientos de arrojar algo y chasqueaba la lengua, como significando la contrariedad que le provocaba nuestra conducta comercial.

El agente no pudo dejar de hacer algunas observaciones inadecuadas, en su tosquedad sentía probablemente que después de lo que había sucedido debía producirse alguna compensación. Yo me despedí de prisa; casi le estaba agradecido al agente; sin su presencia no hubiese tenido el valor de retirarme tan pronto.

En la antesala me encontré todavía con la señora N. Al contemplar su mísera figura le dije con sinceridad que me recordaba algo a mi madre. Y como permaneciera callada, agregué: —Dígase lo que se quiera; podía hacer milagros. Lo que nosotros ya habíamos destruido, ella sabía componerlo. La perdí en la niñez.

Había hablado deliberadamente con exagerada lentitud y claridad, porque sospechaba que la señora era un poco sorda. Y probablemente lo era, porque preguntó sin transición: —¿Qué le parece el aspecto de mi marido?

Por algunas palabras de despedida advertí que me confundía con el agente; creo que de otra manera hubiera sido más gentil.

Luego bajé la escalera. El descenso fue más difícil que el ascenso, y eso que éste no había sido fácil. ¡Ah, qué desdichadas diligencias comerciales hay, y uno tiene que seguir llevando la cruz!

Franz Kafka: El jinete del cubo. Cuento

franz-kafka-messmatch-articleTodo el carbón se había consumido; vacío el cubo; la pala, sin objeto ya; la chimenea respirando frío; el cuarto lleno de soplo de la helada; ante la ventana, árboles rígidos de escarcha; el cielo, un escucho de plata vuelto hacia aquel que le pida ayuda. Necesito carbón; no debo congelarme; detrás de mí la chimenea inhospitalaria, ante mí, el cielo igualmente despiadado: deberé cabalgar entre ambos y en medio de ambos pedir ayuda al carbonero. Pero ante mis súplicas habituales él se ha endurecido ya; debo probarle exactamente que no me queda ni el más leve polvillo de carbón y que, por lo tanto, él es para mí como el sol de los cielos. Debo actuar como el mendigo hambriento que decide expirar en el umbral de la puerta y a quien, por eso, la cocinera de los señores se decide a dar el poso del último café; así también, furioso, pero a la luz del mandamiento «no matarás», el carbonero tendrá que echarme una palada en el cubo.

Mi ascensión lo va a decidir; por eso voy hacia allí montado en el cubo. Jinete del cubo, y puesta la mano en el asa, riendas harto sencillas, desciendo penosamente la escalera; pero una vez abajo, mi cubo asciende; ¡magnífico!, ¡magnífico!; los camellos echados en tierra no se levantan sacudiéndose con más belleza bajo el palo del guía. Marchamos al trote por la callejuela helada; con frecuencia me veo alzado hasta el primer piso; nunca llego a descender hasta la puerta de la calle. Ante el abovedado sótano del carbonero floto a extraordinaria altura, en tanto él, allá abajo, escribe, encogido ante su mesita; para dar paso al calor excesivo ha abierto la puerta.

—¡Carbonero! —gritó, con voz hueca, quemada por el frío y oculto por las nubes de mi aliento lleno de humo—, por favor, carbonero, dame un poco de carbón. Mi cubo está vacío, ya no puedo cabalgar sobre él. Sé bueno. Tan pronto pueda, te pagaré.

El carbonero se lleva la mano al oído.

—¿Oigo bien? —pregunta por sobre el hombro a su mujer, que teje sentada en el banco de la chimenea—, ¿oigo bien? Un cliente.

—No oigo nada —dice la mujer, respirando con tranquilidad por encima de las agujas de tejer, con un agradable calórenlo en la espalda.

—¡Oh, sí! —exclamó—. Soy yo; un viejo cliente; un seguro servidor; sólo que momentáneamente sin medios.

—Mujer —dice el carbonero-, ahí hay alguien, hay alguien; no puedo equivocarme hasta ese extremo; tiene que ser un cliente antiguo, muy antiguo, para que así me hable al corazón.

—¿Qué te pasa hombre? —dice la mujer, y aprieta su labor contra el pecho, descansando por un instante—. No hay nadie, la calle está vacía y toda nuestra clientela está ya servida; podemos cerrar el negocio por unos días y descansar.

—Pero yo estoy aquí, sobre el cubo —gritó, e insensibles lágrimas de frío velan mis ojos—. Por favor, aquí arriba; me veréis en seguida; tan sólo una palada; y si me dierais dos, me haríais más que feliz. Toda la clientela está ya provista. ¡Ah, si pudiera oírlo sonar ya en el cubo.!

—Voy —dice el carbonero, y quiere subir la escalera con sus cortas piernas, pero la mujer está ya junto a él, le coge por el brazo y dice: —Tú te quedas. Si no desistes de tu testarudez, seré yo quien suba. Acuérdate de tu tos. Pero por un negocio, aunque sólo sea imaginario, olvidas mujer e hijo y sacrificas tus pulmones. Iré yo.

—Entonces dile todas las clases que hay en depósito; yo te cantaré los precios.

—Bueno —dice la mujer, y sube hacia la calle. Como es natural, me ve en seguida.

-Señora carbonera —exclamo—, la saludo; sólo una palada de carbón; aquí, en seguida, en el cubo; yo mismo lo llevaré a casa; una palada del peor. La pagaré toda, claro está, pero no ahora, no ahora.

¡Qué tañido de campanas son esas dos palabras, «no ahora», y que turbadora para los sentidos que se mezclan al toque del reloj que precisamente me llega desde la cercana torre de la iglesia!

-¿Qué es, pues, lo que quiere? -exclama el carbonero, —Nada —le replica la mujer—, no hay nadie; no veo nada, no oigo nada; sólo están dando las seis y nosotros cerramos. Hace un frío terrible; es probable que mañana tengamos mucho trabajo aún.

No ve nada, no oye nada, y sin embargo, suelta la cinta de su delantal y procura alejarme con él. Por desgracia lo consigue. Mi cubo tiene todas las desventajas de un animal de silla; carece de fuerzas para resistir; es demasiado liviano; un delantal de mujer obliga a sus patas a dejar el suelo.

—¡Mala mujer! —gritó aún, mientras ella, volviéndose hacia el negocio, entre despreciativa y satisfecha, hace un gesto en el aire con la mano-. ¡Mala! Te pedí una palada del peor y no me la has dado.

Y con ello me elevo a las regiones de los pinos helados y me pierdo de vista para siempre.

Franz Kafka: El cazador Gracchus. Cuento

franz-kafkaSentados en el muelle, dos muchachos jugaban a los dados. Un hombre leía un diario en las escalinatas de un monumento, a la sombra del héroe que blandía la espada. Una muchacha junto a la fuente llenaba su cántaro. Un vendedor de fruta, apoyado en su mercancía, miraba hacia el mar. A través de la puerta y ventanas de una taberna se veía en el fondo a dos hombres bebiendo vino. Al frente, sentado a una mesa, el tabernero dormitaba. Una barca que se deslizaba silenciosa, como llevada por el agua, entró al pequeño puerto. Un hombre de azul, saltó a tierra y pasó las amarras a través de las argollas. Otros dos hombres, de ropa oscura con botones plateados, seguían al contramaestre sosteniendo una camilla sobre la que, cubierto con un lienzo de seda floreada, yacía ostensiblemente un hombre.

En el muelle nadie parecía ocuparse de los que recién llegaban; nadie se les acercó cuando descendieron la camilla a tierra, esperando al contramaestre, que todavía se empeñaba con las amarras; nadie les dirigió una pregunta, nadie se detuvo a observarlos siquiera.

A causa de una mujer que, con un niño de pecho, apareció en cubierta, con el cabello suelto, el conductor se demoró todavía un poco; luego, señaló a la izquierda, hacia una casa amarillenta de dos pisos, que se levantaba junto al agua. Los portadores levantaron la carga y la condujeron por el portal, entre esbeltas columnas. Un muchachito abrió una ventana, alcanzó a observar cómo el grupo desaparecía dentro de la casa y volvió a cerrarla de inmediato. También se cerró el portal de roble oscuro cuidadosamente trabajado. Una bandada de palomas que había revoloteado alrededor del campanario descendió frente a la casa, delante del portal, como si allí se guardara su alimento. Una de ellas se elevó hasta el primer piso y picoteó el cristal de la ventana. Eran palomas vivaces, de plumaje claro; parecían bien cuidadas. La mujer de la barca, con un marcado ademán, les arrojaba granos. Ellas descendían y después de recogerlos, volaban hacia ella.

Un hombre de sombrero de copa con cintillo de luto se acercaba por una de las callejuelas que, estrechas e inclinadas, conducían al puerto. Miraba atentamente en derredor; todo parecía interesarle; los desperdicios que había en un rincón, produjeron en su rostro una mueca de desagrado. En las escalinatas del monumento había cáscaras de fruta que quitó al pasar, empujándolas con su bastón. Golpeó el portón de la casa; al mismo tiempo tomó el sombrero de copa con la diestra enguantada de negro. Se le abrió de inmediato; cincuenta niños se alinearon a lo largo del pasillo haciendo reverencias a su paso.

El barquero descendió las escaleras para saludar al señor y lo condujo hacia arriba; en el primer piso atravesaron el patio rodeado de leves arcadas que sostenían la galería, y seguidos por los niños a respetuosa distancia, penetraron en una fresca habitación del ala posterior de la casa. Desde allí no se podían ver edificios, tan sólo un paredón de roca negruzca. Los portadores estaban ocupados en instalar y encender algunos cirios a la cabecera de la camilla, no por ello se intensificó la luz, sólo comenzaron a temblar las sombras, agitándose sobre las paredes. Habían replegado el lienzo que cubría la camilla. Sobre ella yacía un hombre bronceado, de pelo y barba salvajemente largos y revueltos, como correspondía a un cazador. Estaba inmóvil, con los ojos cerrados; al parecer no respiraba; a pesar de todo, sólo el conjunto de la escena indicaba que se trataba de un muerto.

El caballero se acercó a la camilla, posó su mano sobre la frente del yacente, luego se arrodilló y oró. El conductor de la barca ordenó con una seña a los portadores que abandonaran la habitación; salieron, hicieron alejarse a los niños que se habían reunido en el lugar, y cerraron la puerta. Mas este silencio no bastó al señor; miró al contramaestre, éste comprendió y salió por una puerta lateral a una habitación. De inmediato el hombre que yacía en la camilla abrió los ojos, y con una sonrisa dolo rosa volvió su rostro hacia el señor y dijo: —¿Quién eres?

Sin asombro alguno, el señor se incorporó y contestó: —Soy el alcalde de Riva.

El hombre de la camilla asintió con la cabeza, señaló débilmente con el brazo un sillón y, cuando el alcalde hubo aceptado su invitación, dijo: —Lo sabía, señor alcalde, pero en el primer momento siempre me olvido de todo, las ideas se me revuelven y es mejor que pregunte, a pesar de que ya sepa. También usted, al parecer, ya sabe que soy el cazador Gracchus.

—Así es —afirmó el alcalde—. Anoche me fue anunciada su llegada. Ya estábamos profundamente dormidos, cuando me despertó mi mujer: » ¡Salvatore (que así me llamo) mira la paloma en la ventana!» Era realmente una paloma, pero grande como un gallo. Voló a mi oído y dijo: «Mañana llega el cazador Gracchus, muerto; recíbelo en nombre de la ciudad.”

El cazador asintió con la cabeza, mojando sus labios con la punta de la lengua.

—Sí, las palomas se me adelantan. ¿Pero cree usted, señor alcalde, que debo quedarme en Riva?

—No lo podría decir aún —repuso el alcalde—. ¿Está usted muerto?

—Sí —dijo el cazador—; usted puede verlo. Hace muchos años, sí, muchísimos años, me despeñé mientras perseguía a una gamuza en la Selva Negra (eso queda en Alemania). Desde entonces estoy muerto.

—Pero usted vive también —dijo el alcalde.

—En cierta forma —dijo el cazador—; en cierta forma también vivo. Mi barca mortuoria erró el viaje, un viraje en falso del timón, un instante de descuido del conductor, un rodeo a través de mi bellísima patria, no sé qué fue, sólo sé que permanecí en la tierra y que desde entonces, mi barca surca las aguas terrenales. Así, yo, el que sólo quiso vivir en sus montañas, viajo por todos los países de la tierra.

—¿Y usted no tiene un lugar en el más allá? —preguntó el alcalde arrugando la frente.

—Siempre estoy en la gran .escalera que conduce a lo alto —contestó el cazador—. En esta escalinata infinitamente amplia, estoy siempre moviéndome hacia arriba, hacia abajo, a derecha e izquierda, siempre. El cazador se volvió mariposa. No se ría.

—No me río —se atajó el alcalde.

—Muy cuerda su actitud —dijo el cazador—. Siempre estoy en movimiento. Pero, ineludiblemente, cuando tomo un gran impulso y ya vislumbro el portal en lo alto, despierto en mi barca, desoladamente varada en alguna parte de las aguas terrenales. En mi camarote, el error de mi pasada muerte me sonríe con una mueca disimulada. Julia, la mujer del contramaestre, toca y me trae a la camilla el desayuno, del país cuyas costas estemos bordeando. Yo reposo en mi camilla; (no es muy grato contemplarme) cubierto con una mortaja sucia; pelo y barba, gris y negro se confunden desordenadamente; mis piernas están cubiertas con un mantón de mujer, de seda floreada y con largos flecos. En mi cabecera hay un cirio que me ilumina. En la pared de enfrente, el cuadrito de cierto bosquimano, que me apunta con su larga lanza y se cubre como puede con un escudo extraordinariamente decorado. En los barcos solemos encontrar cuadros muy grotescos, pero éste es uno de los más ridículos que he visto. Fuera de esto mi jaula de madera está completamente vacía. Por una escotilla lateral me llega la brisa tibia de la noche austral; desde ahí puedo oír el agua que golpea contra k barca.

«Aquí estoy desde entonces, cuando siendo el aún vivo cazador Gracchus, me despeñé persiguiendo una gamuza en la amada Selva Negra. Todo sucedió según el orden natural. La perseguí, caí, me desangré en un barranco, morí, y esta barca debía llevarme al más allá. Me acuerdo todavía cuan alegremente me estiré por primera vez en esta camilla. Nunca las montañas habían escuchado de mí un canto más festivo que el que oyeron estas cuatro paredes, entonces aún vagas.

«Había vivido alegre, y alegre morí; alegre arrojé ante mí el morral, la caja y la escopeta, que siempre había llevado con orgullo, antes de pisar la borda y deslizarme en la mortaja, como una chiquilla en su vestido de novia. Aquí yacía y esperaba, después sucedió la desgracia.

—Triste destino —dijo el alcalde como defendiéndose de una mano levantada-. ¿Y usted no habrá tenido alguna culpa?

—En absoluto -dijo el cazador—; fui cazador. ¿Puede culpárseme por eso? Me apostaron como cazador en la Selva Negra, que todavía entonces albergaba lobos. Yo acechaba, disparaba, acertaba en mi blanco, le quitaba la piel; ¿puede culpárseme por eso? Mi trabajo era bendito. Me llamaban «el gran cazador de la Selva Negra». ¿Tengo alguna culpa?

—No soy yo el más indicado para decirlo —dijo el alcalde-, pero no me parece que tenga ninguna culpa. ¿Pero quién es culpable entonces?

—El barquero —dijo el cazador—. Nadie leerá lo que escribo aquí, nadie vendrá a ayudarme; y si fuera un deber ayudarme, entonces todas las puertas de todas las casas permanecerían cerradas, todas las ventanas cerradas, todos se meterían en las camas cubiertos con las mantas hasta la cabeza, toda la tierra se convertiría en una oscura posada. Nadie sabe de mí y, aun cuando alguien supiera, no sabría mi paradero, y si supiera el paradero, no sabría cómo retenerme allí, cómo ayudarme. La idea de quererme ayudar es una enfermedad y debe guardarse cama para curar de ella.

«Y como lo sé no grito pidiendo ayuda ni aun en los instantes en que —como precisamente ahora, sin dominarme—pienso intensamente en ello. Pero me basta para alejar esos pensamientos mirar a mi alrededor y darme cuenta de dónde estoy —y puedo afirmarlo—, dónde moro desde hace siglos.

—Extraordinario —dijo el alcalde—, extraordinario… ¿Y ahora piensa quedarse con nosotros en Riva?

—No pienso —dijo el cazador sonriendo, y para atenuar el sarcasmo, puso la mano sobre la rodilla del alcalde—. Estoy aquí, no sé más; no puedo hacer otra cosa. Mi barca carece de timón, viaja con el viento que sopla en las regiones inferiores de la muerte.

FRAGMENTO PARA EL CAZADOR GRACCHUS —¡Cómo, cazador Gracchus! ¿Hace siglos que viajas en esa lancha vieja?

—Hace mil quinientos años.

—¿Y siempre en este barco?

—Siempre en esta barca. Creo que ésta es la forma apropiada de llamarla. No sabes mucho de navegación, ¿no?

—No, nunca me ocupé de eso, hasta que no te conocí, hasta que no subí a tu barco.

—Nada de disculpas. Yo también soy de tierra adentro. No era marino, no quise serlo; mis amigos fueron el bosque y la montaña, y ahora soy el más viejo de los marinos, el cazador Gracchus, genio tutelar de los marineros, al que ora el grumete en las noches borrascosas, retorciendo las manos. No te rías.

—¿Reírme? De veras que no. Con gran agitación me paré ante la puerta de tu camarote, con gran agitación en mi corazón, entré. Tu natural amable me tranquiliza un poco, pero nunca podría olvidar de quién soy huésped.

—De acuerdo. De todas formas, soy el cazador Gracchus. ¿Quieres beber de mi vino? La marca me es desconocida, pero es denso y dulce; el patrón me atiende bien.

—Aún no, por favor. Estoy demasiado nervioso. Tal vez más adelante, si me toleras hasta entonces. Además no me atrevo a beber de tu vaso.- ¿Quién es el patrón?

—El dueño de la barca. Estos patrones son personas excelentes. Sólo que no los entiendo. Y no me refiero a la lengua, aunque a menudo tampoco la entiendo. Pero eso es secundario. He aprendido tantos idiomas en el correr de los siglos que podría ser intérprete entre los hombres de la antigüedad y los contemporáneos. Sino que lo que no logro comprender son sus razonamientos. Quizá tú me los puedas explicar.

—No tengo muchas esperanzas. ¿Cómo podría yo enseñarte algo, si comparado contigo soy un niño de pecho?

—No; definitivamente no. ¿Me harías el favor de portarte de un modo un poco más seguro, más íntegro? ¿Qué hago con un huésped que es una sombra? Lo soplo por la escotilla, al agua. Necesito explicaciones diferentes. Tú que rondas por ahí, tal vez me las puedas dar. Pero si te pones a temblar pegado a la mesa y olvidas lo poco que sabes, entonces, ¡adiós! Como lo digo lo siento.

—Hay algo de eso que es verdad. En efecto, soy superior a ti en algunas cosas. Trataré de controlarme. ¿Qué quieres saber?

—Mejor; mucho mejor si exageras y te imaginas que eres superior en algo. Debes comprenderse. Soy un hombre como tú, pero más viejo e impaciente, y en eso te llevo siglos de ventaja. Bien; queríamos hablar de los patrones. Atención. Y bebe para incrementar el ingenio. Sin temor, con ganas. Aún hay mucho en el cargamento.

—Estupendo vino, Gracchus. ¡A la salud del patrón! -Lástima que falleció hoy. Descanse en paz el buen hombre. Sus hijos ya grandes, magníficos, rodeaban su lecho de muerte; la mujer se desmayó a los pies de la cama. Pero su último pensamiento fue para mí. Buen hombre, hamburgués. -¡Por Dios! Hamburgués, ¿y tú aquí en el Sur, cómo sabes que murió hoy?

—¿Como no iba a enterarme de la muerte de mi patrón? ¡Qué simpleza la tuya!

—¿Quieres insultarme?

—No, de ninguna manera, fue sin querer. Pero debías de beber más y asombrarte menos. Así sucede con los patrones: al principio la barca no pertenecía a nadie.

—Gracchus; quiero pedirte un favor. Primero explícame pero en forma coherente, tu situación.

—Confieso que no la conozco. Para ti son cosas bien sabidas y supones que todo el mundo las conoce. Pero resulta que en una corta vida human —porque la vida es corta, y quisiera que lo comprendieras—uno está ocupado en su manutención y en la de su familia. Por más interesante que resulte el cazador Gracchus —y esto no es servilismo sino convicción—uno no tiene tiempo para pensar en él, para informarse sobre él y mucho menos para preocuparse por él. Acaso en el lecho de muerte, como tu hamburgués… no sé. Tal vez en esa situación el hombre laborioso tenga, por primera vez, tiempo de estirarse y entre sus divagaciones piense en el cazador Gracchus de verdoso uniforme. Pero al contrario, como ya te dije: no sabía nada de ti, me encuentro en el puerto por asuntos de negocios, vi la barrea, la plancha estaba tendida, crucé… Pero ahora me gustaría saber algo de ti.

– ¡Ah! ¡Esas antiguas historias! Todos los libros están repletos de ellas; en todas las escuelas los maestros las dibujan en el pizarrón, las sueña la madre mientras da el pecho al niño, las secretean los que se abrazan, los mercaderes las comentan a sus clientes, los soldados las cantan durante su marcha, el sacerdote las grita durante el sermón, los historiadores —boquiabiertos—las descubren en sus habitaciones tal como sucedieron hace mucho y las describen sin cesar; están impresas en los diarios y pasan de mano en mano; el telégrafo fue inventado para que dieran la vuelta al mundo más rápidamente, se las exhuma con las ciudades desaparecidas y el ascensor sube con ellas al techo del rascacielos. Los pasajeros las proclaman desde las ventanillas de los trenes en los lejanos países que surcan, pero aún antes las aúllan los salvajes; están escritas en las estrellas y los mares devuelven su reflejo; los torrentes las bajan de las montañas y la nieve las esparce en las cimas, y tú hombre, estás ahí sentado y las preguntas ¡Qué juventud particularmente desperdiciada debes haber tenido!

—Posiblemente; eso es común entre todos los jóvenes. También a ti creo que te haría bien una vuelta por el mundo, con los ojos abiertos. Por asombroso que te parezca, casi me parece extraño a mí también; nadie habla sobre ti; son muchos los temas, pero tú no .estás en ellos; tú sigues tu viaje, pero hasta donde yo sé, ninguno se ha cruzado contigo.

—Ese es tu punto de vista; otros han dado el suyo. Sólo hay dos posibilidades. O tú guardas deliberadamente lo que sabes con algún propósito, en tal caso estás equivocado, te lo digo con franqueza, o supones que realmente no me recuerdas porque confundes mi historia con otra, y si ese es el caso, sólo puedo decirte… No, no puedo; todo el mundo lo sabe, ¿y precisamente yo tenía que contártelo? ¡Hace tanto tiempo! ¡Pregúntales a los historiadores! ¡Vete y vuelve más adelante! ¡Hace tanto tiempo! Mi cerebro está tan sobrecargado ¡cómo iba a recordar algo!

—Un segundo, Gracchus, te preguntaré; eso te ayudará. ¿De dónde eres?

—Todo el mundo lo sabe; de la Selva Negra. —Muy bien; de la Selva Negra. ¿Y allí has sido cazador en el siglo cuarto?

—¡Hombre! ¿Conoces la Selva Negra? -No.

—Realmente, no sabes nada. El hijo del timonel conoce más que tú. ¿Quién te habrá invitado? Es una desgracia. Estaba más que justificada tu modestia. Eres la nada llena de vino. ¡Ni siquiera conoces la Selva Negra, y yo nací allí! Allí cacé hasta los veinticinco años. Si no me hubiera tentado la gamuza —bien, ya te enteraste—, habría tenido una vida de cazador, larga y hermosa, pero me tentó la gamuza, me despeñé estrellándome contra las rocas. No preguntes más. Aquí estoy, muerto, muerto. No sé por qué estoy aquí. Como es usual, me cargaron en la barca mortuoria; era sólo un muerto, hicieron los manejos de costumbre, como con cualquiera, ¿por qué hacer una excepción con el cazador Gracchus?, todo estaba en orden. Y yo yaciente en la barca.

Franz Kafka: El escudo de la ciudad. Cuento

Franz_Kafka_1910Al comienzo no faltó el orden en las disposiciones para construir la Torre de Babel; hubo un orden excesivo, quizá. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En aquel tiempo la opinión general era que no se debía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran renunciado a todo, incluso a echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, habrá también el fuerte deseo de terminar la Torre. En consecuencia, no debe preocuparnos el porvenir. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; dentro de cien años el trabajo para el que hoy precisamos un año se hará quizás en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si valiera la esperanza de que la Torre quedara terminada en el tiempo de una generación. Esa esperanza-era imposible. Lo probable era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación precedente y derribase todo lo construido, para recomenzar. Semejantes pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la Torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a discusiones que terminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la Torre y otros que convenía aguardar que se restableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas embellecían la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó el tiempo de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la capacidad técnica y con ella el ansia de guerra. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.

En todas las leyendas y cantos de esa ciudad está el anhelado vaticinio de un día en el que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad. Por esa causa existe un puño en el escudo de armas.

 

Elfriede Jelinek: La furia es el motor que me hace escribir, por Silvina Friera. Entrevista

elfriede_jelinek_1_72dpi_80900830–¿Su escritura nace de la furia?

–La furia es mi motor, sin duda. La furia forjada por las injusticias, del tipo que sean. Por el sistema de valores machista, patriarcal o por las injusticias políticas y sociales en general.

–Algunos críticos han señalado que su literatura se relaciona con la tradición de Thomas Bernhard, Karl Kraus o Elías Canetti. ¿Reconoce estas influencias?

–Mis referentes son autoras y autores que supieron conjugar la crítica de la sociedad con la crítica del lenguaje, en la tradición filosófica del primer Wittgenstein; me refiero a autores como Karl Kraus o Marieluise Flei.er; Canetti no tanto, porque hace un uso más bien tradicional del lenguaje. La escuela de poetas de Viena, en los años ’50, fue sumamente decisiva para mí porque recuperó la tradición de experimentación lingüística que había sido interrumpida durante el nazismo. También Robert Walser y Kafka son muy importantes.

–Usted suele denunciar la persistencia del nazismo en la sociedad austríaca. ¿En qué aspectos se da esta permanencia?

–Lo que me interesa por sobre todas las cosas es la crítica del lenguaje, y además mi método de escritura tiene que ver fundamentalmente con la música del lenguaje; trabajo con la acústica, con el sonido de las palabras, y juego con eso; llevo los juegos de palabras hasta su límite más banal, al que no le rehúyo para nada. En este sentido es que también me interesa fundamentalmente la persistencia del fascismo en la mitología trivial, es decir, sus huellas reflejadas en series banales como las telecomedias familiares o en la literatura ligera. También por eso escribí Burgtheater, mi obra sobre una dinastía de actores que se mantienen muy activos durante el nazismo, que incluso participan en películas propagandísticas y que, una vez terminada la guerra, persisten y pueden seguir trabajando como si nada hubiera pasado.

–En ciertos sectores políticos y culturales de Viena usted genera resistencias. ¿Por qué continúa viviendo en Austria a pesar de todo?

–Vivo muy aislada y, en realidad, sólo me interesa participar del discurso público cuando siento que no me queda otra alternativa, cuando me veo obligada. Austria es muy lindo, como país, en Viena me siento en casa, es mi ciudad, una ciudad tradicionalmente “roja”, por cierto. Pero también podría vivir en cualquier otro lugar. Lamentablemente me cuesta mucho viajar, no puedo cambiar de lugar fácilmente, entonces no me queda más remedio que seguir viviendo en Austria, y en Munich, donde vive mi esposo.

–Los jóvenes, en general, recibieron con satisfacción que usted haya ganado el premio Nobel. ¿A qué responde que su obra tenga una mejor recepción o comprensión entre la juventud?

–No lo sé. Lo único que sé es que a menudo se me odia, que mi literatura enfurece, no sé exactamente a qué se debe esto. Y desde luego que me alegra sobremanera cuando los más jóvenes me leen. A veces pienso que la primera etapa crítica de mi escritura quedó superada, acaso reemplazada por la música, que de hecho es básicamente lo que los jóvenes escuchan.

–¿Qué diferencia a la literatura austríaca de la alemana?

–La literatura austríaca proviene de una tradición completamente distinta, es una literatura que se ha centrado siempre en el lenguaje. En Austria se ha reconocido la fragilidad o el carácter quebradizo del suelo lingüístico –si se quiere usar esta imagen–, mucho más que en la literatura alemana, que proviene de una tradición más bien narrativa. En Austria siempre se ha intentado crear un nuevo lenguaje para cada nuevo contenido. Karl Kraus y otros fueron precoces en entender que el pensamiento es el lenguaje y viceversa. Quien no pueda pensar en forma precisa, tampoco podrá expresar algo o escribir en forma precisa. Los contenidos sólo se materializan a través del lenguaje. Esta fragilidad de la realidad no se observa de la misma manera en la literatura alemana.

–La pianista y Los excluidos se publicarán en Buenos Aires. ¿Cómo las ubica dentro de su obra?

–Son las más “realistas”, las que están narradas en forma más tradicional, las que todavía son posibles traducir. Mis obras posteriores presentan grandes dificultades para la traducción porque juego con el lenguaje de tal manera que, a la hora de traducir, el traductor o la traductora debe poder reproducir esos mismos juegos de palabras en la lengua de llegada. Esto supone todo un trabajo de creación literaria quedebería ser encarado por verdaderos escritores, porque va más allá de la simple traducción. Sería como re-escribir la obra literaria.

–¿Cómo se siente ante la etiqueta de “escritora feminista”?

–Sí, soy una feminista. No creo que cualquier mujer capaz de pensar pueda ser otra cosa que una feminista. La lucha no es un mero combate contra la supremacía masculina y contra la negativa del hombre a dejar que la mujer participe de la vida pública, como debería ser, sino que es una lucha contra todo un sistema de valores patriarcal, al cual también yo estoy sometida, aun cuando de alguna manera haya podido “imponerme” y ganar premios. En la sociedad patriarcal es el hombre quien tiene el poder de juzgar, y la mujer debe doblegarse ante su juicio porque no ha podido instalar su propio sistema de valores. Sin embargo, el hombre también paga un precio, porque en la casa, en la esfera privada, muchas veces se debe sentir terriblemente subordinado. Y la causa de todo esto se remonta a la negativa de los patriarcas a compartir con la mujer el poder en la esfera pública, el poder hacia fuera, a eso me refiero.

–¿Está escribiendo actualmente?

–Próximamente se publicará mi libro sobre la segunda guerra en Irak, Bambiland. Además estoy traduciendo junto con una amiga un libro de Oscar Wilde, algo que me divierte muchísimo. An Ideal Husband ya es más una obra de Jelinek que de Wilde. ¡Espero que él no se retuerza en la tumba por eso!

Julio Ramón Ribeyro: El banquete. Cuento

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.

Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.

Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.

-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.

-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).

En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.

Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.

-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.

Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.

Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.

Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.

El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.

Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.

Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.

Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.

A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.

Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.

Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.

-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.

Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.

A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

Jacques Sternberg: El empleado de correo. Cuento

Bélgica, 1923 – Francia, 2006)
Novelista, cuentista, guionista y periodista de origen judío

En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había recibido una sola queja.

Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo… A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal.

Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.

Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.

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