Augusto Roa Bastos: Kurupí. Cuento

RoaBastos—¡MIRÁ, MELITÓN! —dijo la mujer de semblante enfermizo, tendiendo la mano hacia la ventanilla. Su voz se apagó entre el tantaneo de las ruedas. El hombre que venía dormitando a su lado, con las botas cruzadas sobre el asiento frontero y las manos sobre el vientre, no se movió. El aludo sombrero de fibra estaba volcado sobre la nariz. No se le veía más que la boca entreabierta, los gruesos labios moteados de sudor.

Tuvo que repetirle las palabras.

—Mirá, Melitón. ¡Parece el acompañamiento del Crucificado!

El hombre reflotó pesadamente de su sopor y giró la cabeza.

—Y sí, es la procesión del Viernes Santo —dijo de mala gana, pasándose la mano por la cara abotagada.

Se acodó en la ventanilla. Su corpachón bloqueó el hueco. La mujer se mudó al otro asiento, para seguir viendo. Los demás pasajeros también ya se hallaban asomados, alguno con medio cuerpo afuera. No eran muchos, así que las aberturas alcanzaban para todos. La mujer en silencio, con una vacía fijeza, inconscientemente impresionada por lo que veía.

Las ruedas batanearon a ritmo más lento sobre las junturas de los rieles, entre resoplidos del convoy al repechar la cuesta.

A lo lejos, como a tiro de fusil, el apelmazado gentío avanzaba fatigosamente por la carretera hacia el pueblo. Parecía flotar más que arrastrarse detrás de las andas, en la cerrazón de polvo.

Desde el tren se divisaba al Cristo en lo alto, brillando con una palidez de pescado muerto sobre una compacta chorrera de hormigas. Se oían los cánticos y el monótono golpear de las matracas, casi a compás de las ruedas, en las ráfagas calientes que hacían ondear los pajonales y mudar de sitio a las candelas de la resolana. Las tolvaneras alzaban del camino rápidas y enroscadas columnas al paso del Cristo yacente en las parihuelas.

Atrás el cerrito vigilaba la marcha de la procesión, respirando pausadamente en los reverberos, con la cruz bajo el cimborio de paja de la cumbre.

—El Calvario de Tupá-Rapé… —dijo el hombre sin volverse. El viento removió bajo el sombrero los mechones de cobre.

—¿Cómo?—preguntó la mujer.

—El Calvario de Tupá-Rapé—aclaró el otro—. Ese que llevan ahí. El Cristo Leproso.

—¿Un Cristo leproso?—murmuró la mujer. Una mueca de repulsión o de miedo crispó sus demacradas facciones, marcando las arruguitas que fruncían las comisuras de los labios. No era vieja pero se hallaba avejentada. El climaterio echaba sobre ella las primeras sombras. La rijosa vitalidad que manaba del otro, la disminuía aún más.

—El Cristo, no. El que lo hizo—se retrepó de nuevo en el asiento, abriéndose paso con las botas entre las flacas piernas de la mujer, hasta quedar extendido a todo lo largo. Con el canto de la mano se masajeaba el vientre. En los rastrojos de la barba sin afeitar, el sudor absorbía las pelusillas de polvo y de hollín. Las córneas también parecían emitir un reflejo de cobre.

—¿El que lo hizo estaba leproso? —volvió a balbucear la mujer sin mucho interés, con el repeluzno en la voz y en los ojos marchitos. Seguramente le resultaba peor quedarse callada.

—Parece que lo talló un constructor de instrumentos. Un tal Gaspar Mora, que también era músico. Cuando enfermó de mal de San Lázaro y se aisló en el monte.

No tenía nada que hacer. Talló el Cristo. Después de morir el enfermo, trajeron el tallado al pueblo.

—¿Y con ese Cristo hacen la Semana Santa?

—Ellos dicen que es muy milagroso. Para los itapeños no hay otro Cristo más milagroso. Ellos creen que el alma del lazariento vive adentro. En la madera. Como empayenada por el milagro. Me contaba el cura el fanatismo de esta gente. Y ahora con la guerra, sí que va a ser peor… —gruñó, como entreviendo una perspectiva de disgustos y contrariedades.

—¡Qué cosa!—murmuró la mujer.

—Al principio la curia no quiso saber nada. Era la obra de un enfermo. Le negó la entrada en la iglesia. Hubo una pequeña revolución levantada por un loco. Ellos levantaron el Calvario en el cerrito para hacer la contra a la Curia. Al fin no tuvo más remedio que ceder. Mandaron bendecir la imagen y dieron el permiso. Desde entonces la Semana Santa se hace en el cerrito. El Cristo de Tupá-Rapé es ya casi tan mentado como la Virgen de Caacupé. De lejos arriban en peregrinación para el Viernes Santo.

—¡Eá, yo no sabía!

—Lo malo es que entre los promeseros vienen jugadores y maleantes de todas clases. Como siempre. Voy a tener que enderezar un poco esto también—agregó el hombre con un tonillo de jactancia, mirando de reojo la procesión que ya iba quedando muy atrás.

—No me contaste eso, Melitón—dijo la mujer sin oírlo.

—¿Qué cosa?

—Lo del Cristo…

—Ahora ya lo estás viendo. Quería darte una sorpresa.

—¡Y justo haber llegado el Viernes Santo a Itapé!

—¡Qué tiene! Es un día como cualquier otro.

—Nos va a traer mala suerte… —balbució la mujer; los ojos mortecinos se clavaron en el piso del vagón.

—¿Por qué?

—¡Ese sueño que te dije!

—¡Ganas de joder con el maldito sueño!—levantó la mano y la mujer ladeó instintivamente la cara.

—¡Era tan patente! —murmuró casi para sí.

—¡Siempre con tus antojos…, ni que estuvieras embarazada! ¡Qué sueño ni niño muerto!… —se interrumpió de golpe y cambió de expresión.

Un hombre con traza de viajante de comercio o de inspector de alcoholes, se les aproximó, obsequioso.

—¿Vieron la procesión? —preguntó amañándose para anudar la charla. Tenía un leve acento gringo.

—Sí—dijo el otro. Sacó un cigarro del bolsillo, olisqueándolo por las puntas.

—Pudimos verla por el atraso con que venimos. Casi cuatro horas.

—Sí—dijo el hombre prendiendo el cigarro.

—Es interesante como espectáculo de fe —insistió el otro sin convicción.

—¿Fuma?

—No, gracias—se excusó el viajante o inspector y, filtrándose por el resquicio del convite, agregó—: Usted es don Melitón Isasi, ¿no es verdad?

—Servidor—dijo expeliendo una bocanada de humo—. Pero, tome asiento, si gusta.

—Bueno, un minuto solamente, porque ya estamos llegando. Yo subí en Villarrica— se sentó con respeto algo parsimonioso en el extremo del banco—. Me han dicho que viene a hacerse cargo de la jefatura de Itapé.

—Así es.

—Lindo pueblo. Suelo venir a menudo en época de zafra. Para vender mis cositas, sabe. Espero que les vaya muy bien.

Melitón Isasi recogió las botas haciendo chirriar el piso con fuerza.

—No sé. Vamos a ver—metió los pulgares dentro del ancho cinturón con baleras y los paseó sobre el abdomen—. Estos cargos son difíciles ahora. Con la guerra en puerta.

—¿Estuvo ya aquí?

—Hace poco. Para hacer el inventario del despacho de la Jefatura.

—Es un pueblo tranquilo.

—Y depende. A según la mano—dijo con suficiencia—. Hay muchos desertores. Me han mandado para arrearlos a las buenas o a las malas hacia el frente. El ejército del Chaco necesita soldados para atajar a los bolivianos.

—Sin embargo, la última vez que estuve, el mes pasado, el antecesor suyo Matías Alderete me dijo que habían marchado todos los que estaban en edad militar. La leva llegó a las compañías más apartadas. No dejó de pasar la soga por ningún rincón, me dijo. Anduvo sacando reclutas como chauchas, de las cuadrillas, de las chacras, del monte…

—Je…—le cortó Melitón Isasi con despectiva suficiencia—. ¡Matías Alderete! ¡A ese lo sacaron por flojo! Por eso me mandan a mí. Yo no voy a andar con vueltas.

Inmóvil en la ventanilla, la mujer contemplaba el chato pueblo que se iba acercando, hundida en su aspecto ausente y apocado. El viajante consideró necesario dedicarle un cumplido.

—¿Y a usted, señora, qué le parece esto?

Parpadeó desconcertada, sin saber qué contestar. Quiso sonreír, pero el movimiento de la boca estriada por las imperceptibles arrugas semejó más vale la mueca de alguien que fuese de pronto a llorar.

—Ella viene por primera vez—dijo Melitón Isasi—. Pero le tiene que parecer bien.

Las mujeres están bien donde están los maridos…—añadió con una carcajada—. ¿No es así, Brígida?

—Sí…, sí…—murmuró apenas con una expresión de antiguo abatimiento en la que se acumulaban años y años de fracasos y secretas humillaciones bajo la férrea opresión conyugal.

El viajante se levantó, siempre atento.

—Bueno, hay que bajar las valijas, don Melitón. Espero  poder invitarlo con una botella de cerveza.

—Cómo no—dijo Melitón Isasi, levantándose también—. Ya habrá oportunidad. El pueblo es chico, nos veremos—se dieron la mano.

—Mucho gusto, señora. Un servidor…

El convoy aminoraba la marcha. Por fin se detuvo ante la estación. El andén estaba casi desierto, por la procesión. Sólo algunas vendedoras correteaban a lo largo del tren ofreciendo chipá y aloja sin levantar mucho la voz.

Melitón Isasi lanzó las valijas por la ventanilla a los soldados de la jefatura que esperaban al superior.

—Vamos—dijo, precediendo a zancadas a su mujer por el pasillo.

Desde la plataforma, antes de descender, echó un vistazo sobre el pueblo, como tomando mentalmente posesión de su nuevo destino.

2

Melitón Isasi cumplió su palabra.

A los pocos días, salvo él, no quedó un solo «emboscado» en todo Itapé y sus alrededores. Mandó al lejano frente de guerra hasta a los muchachos no comprendidos aún en los llamados de la movilización, que empezó a tragarse paulatinamente las clases.

Melitón se apresuraba. Había que ganarle tiempo al tiempo. No tenía fe en el Registro Civil, en un pueblo donde muchos más eran los nacidos que los anotados, sobre todo entre los hijos naturales, que eran mayoría. Melitón Isasi le tenía menos desconfianza al libro parroquial de bautismos. Mandó trasladar el derrengado librote de la sacristía a su despacho. Y allí se lo quedó, para descubrir la pista de los desertores.

—Si no están registrados acá los que nacieron—dijo al sargento de compañía—, es que no nacieron.

En las viejas páginas apolilladas estaban anotados los nacimientos de hasta mucho antes de la Guerra Grande. Y detrás de un armario, en la sacristía, había otros libros aún más viejos. Pero ésos ya eran una inservible masa de moho y telaraña, un queso de siglos para polillas, cucarachas y ratones.

Venían las madres afligidas para pedir por los hijos que aún no habían cumplido con la edad.

—¡Ya cumplirán por el camino… o allá! —replicaba él, sin levantar los ojos de las listas—. La guerra va a ser larga.

—¡Es mi único sostén!…—imploraba alguna vieja bajo el manto rotoso y polvoriento.

—¡La patria está primero! —le gritaba ahuyentándolas del despacho—. ¡Váyanse! ¡Salgan de aquí! ¡Tengo mucho trabajo! ¡No puedo perder tiempo con macanas!

La fila macilenta se dispersaba en silencio todas las mañanas.

3

Frente por frente a la jefatura, Melitón Isasi habitaba con su mujer una casa de corredores, casi pegada a la escuela cuyos horcones labrados recordaban las manos del lazariento, las mismas que habían tallado el Cristo.

A Brígida de Isasi apenas la veían de tarde en tarde, cuando detrás del postigo espiaba la comisaría por la abertura en forma de corazón, o salía a la huerta del fondo con su apariencia enfermiza, aplastada e impotente. La única que la visitaba a menudo era la celadora de la Orden Terciaria, una vieja llamada la hermana Micaela, que además hacía de curandera para toda clase de males. Le llevaba remedios de yuyos y las habladurías del vecindario.

La hermana Micaela salía de sus visitas engallada en el engreimiento de su intimidad con la mujer del nuevo político. Los itapeños supieron en seguida a qué atenerse con respecto a él. Lo aceptaron como a una plaga más y se resignaron en la callada abominación y el temor colectivo e impersonal con que afrontaban las otras.

Melitón Isasi se convirtió en la máxima autoridad, en el dispensador de justicia y hasta de mercedes, pues lo acaparó todo, incluso la distribución del racionamiento.

Guardaba en la comisaría doce agentes armados para velar por el orden y la tranquilidad de la población. Los hombres estaban peleando en el Chaco. Los viejos y las mujeres nada podían hacer. El juez de paz era viejo y achacoso, Melitón lo tenía en un puño. El cura de Borja, desde tiempos inveterados, sólo venía a Itapé los domingos impares del mes. Acabaron entendiéndose también como viejos amigotes.

Pero Melitón Isasi no se limitó a mandar reclutas al frente y a mantener el orden. Pronto cundió otra especie de temor entre la gente sometida a su autoridad. El vicio del flamante jefe político no era la caña ni el juego: eran las mujeres jóvenes. Le arrejonaban todo a todo más que nada, encendían en él un hambre cojuda más fuerte que su fuerza, con una avidez insaciable, alimentada de todo lo que en él era bestialidad solamente; una avidez rapaz lanzada contra lo que hay de más desamparado en el ser humano, el sexo, la única cosa que no sabe defenderse a sí misma.

Para Melitón Isasi no había obstáculos a su lujuria, pero tampoco un limite al estéril desborde de su vitalidad. Se cansaba pronto de una misma mujer. Montaba a caballo y hacia sus recorridas por las noches, solo, acechante, como quien sale a cazar. No necesitaba escoltas ni guardaespaldas disimulados. El miedo de los demás lo protegía suficientemente. No siempre tampoco precisaba salir a cazar sus presas. A veces le bastaba canjearlas por un poco de los víveres del racionamiento. Pero las muchachas de yerba, galleta o azúcar, le resultaban insípidas. El temor, la rendición, les daba su saborcito especial.

Quizá no se sentía ávido ni cruel ni maléfico, como un fenómeno de la naturaleza no tiene conciencia de su destructivo, indiferente poder. El tranco de su caballo tomaba cualquier dirección, pero siempre una dirección nueva.

Las viejas se santiguaban cuando sentían sonar los coscojos del freno en la oscuridad. Lo veían pasar muy alto sobre el caballo, borrada la cabeza por el humo del cigarro, parecido en la sombra a un enorme macho cabrío. La empavorecida aprensión de los lugareños trabajaba a su favor. Se metía en los ranchos con la tranquila seguridad de llegar a una cita. Fácilmente hubiera podido quedar tumbado de bruces sobre la consumación de un capricho, con un cuchillo hundido en la espalda. Quizás al principio las víctimas cavilarían este desesperado lance de desquite y castigo.

No era difícil verlo con los ojos de las aterradas mujeres. El visitante nocturno empujaría con la bota la puertita del rancho, atorando el hueco con su imponente figura. A la luz del cabo de vela o del tiznado farol, la mujer lo contemplaría como hipnotizada por los dos tizones que agujereaban el rostro, por el brillo calcáreo que emergía de la boca, por la risa machuna que gorgoteaba de ella. Más de una lo vería revestido de una hermosura siniestra y sus propias entrañas la habrían traicionado ablandándole la voluntad en el remolino de un extraño deseo. Entonces la sombra se echaría lentamente sobre el candil y sobre ella, hasta apagarlos del todo con los pujidos de su aliento, la carne sudada y el remezón de los huesos.

4

Así fue como  una noche buscó y encontró a Juana Rosa, la mujer de Crisanto Villalba, en el distante paraje de Cabeza de Agua. Sabía que estaba sola en la chacra, con un hijito de corta edad. Juana Rosa solía venir a la estación y al correo en busca de noticias de su lejano marido.

Juana Rosa tenía un tipo de belleza agreste y suave como hecha de la misma tierra cálida del Guairá, adobada con los zumos del monte y el agua del arroyo. Nadie recordaría después el color de sus ojos o el acento de su voz. De Juana Rosa habían dicho los hombres, en otro tiempo, cuando todavía no tenía dueño y sabia ir a los bailes, que llevaba la luna en un hombro y el sol en el otro. Le arrastraban el ala, pero la muchacha prefirió a Crisanto Villalba, el más callado de todos, tal vez porque él no le hacia tantas fiestas y era el más trabajador.

Solía aparecer en el pueblo los días de tren. Traía enancado al crío en las caderas. Pero Crisanto no escribía. El silencio de su hombre se había hecho de pronto tan grande como la distancia que los separaba. Sólo el lejanísimo estruendo de la guerra retumbaría en su corazón como en el de tantas otras, sin noticias de sus ausentes.

Volvía una y otra vez en busca de la carta que no llegaba. A los pocos días de su arribo a Itapé, Melitón Isasi la vio y se encamotó con ella desde el principio. Seguro por ese reverbero suspendido a su alrededor. Le habló. Algún requiebro le diría, esas cosas que los hombres dicen a las mujeres. Contaban que ella lo miró sin decirle nada y que se había ido volviéndole la espalda, no con desprecio, sino simplemente como si no lo hubiese visto ni oído. La gente después lo iba a recordar.

Melitón dejó pasar un tiempo no muy largo. Una noche desmontó delante del rancho de Cabeza de Agua. Al día siguiente o pocos días después, Juana Rosa amaneció con su hijito en la cocina de la jefatura. Era algo inexplicable, por tratarse de Juana Rosa. Todos se extrañaron.

No sabían qué pensar, pues de lo que menos habrían podido dudar era de la fidelidad de Juana Rosa al lejano Crisanto. El recuerdo del desaire que había hecho a Melitón Isasi en el andén de la estación, los dejó aún más desconcertados.

5

Por la abertura del postigo pintado de verde, Brígida espiaba el patio de la jefatura. El hueco en forma de corazón le resultaba una tronera adecuada. Podía ver sin ser vista. Al fondo, Juana Rosa preparaba en la gran olla negra el locro para los agentes. La veía acarrear el agua del pozo en las latas de querosén. La pollera húmeda marcaba los muslos, cada uno más grueso que la flexible cintura acostumbrada a doblarse sobre las amelgas.

Brígida la observaba con la boca llena de arrugas. La celadora de la cofradía, pelando una naranja con minuciosa lentitud, le hablaba de Juana Rosa. No se sabía si procuraba disculparla o si, por el contrario, estaba cargando las tintas para congraciarse con la dueña de casa. La voz flatulenta arrastraba el énfasis monótono que se le había hecho natural como yegua madrina de los rezos, picándose de ambiguas pausas en las que un pómulo daba saltitos convulsos. Las palabras se le calentaban en la boca de quererlas soltar. Pero lo hacía de a poco, esculcando el mutismo de la otra.

—No era una mala mujer, Ña Brígida. Pero ahora . . . ¡Quién iba a creer! ¡Parece cosa del demonio! ¡El marido lejos y ella pecando con el hijito al lado…, aquí delante de su propia casa! ¡Es ya haber perdido el último resto de vergüenza! La otra miraba rígida detrás del postigo. La abertura cordiforme diluía sobre el semblante cetrino el reflejo del atardecer, disparaba sobre los ojos la escena del patio con la hermosa mujer de cabellos negros moviéndose entre el humo del fuego y el vapor de la olla negra. Más cerca aún, por la puerta entornada del despacho, podía ver colgada sobre el piso una de las botas de Melitón. Los párpados se le achicaron hasta no dejar más que una juntura trémula.

La vieja la observó de reojo.

—Tal vez el desamparo en que quedó. No sé…, nadie sabe cómo fue capaz de hacer esto, de llegar a esto…—en lugar de pelar una naranja, daba la impresión de estar tejiendo una  trencilla. La cáscara se estiraba en la punta del cuchillo en una tira dorada de increíble delgadez, formando espirales en su regazo.

—Melitón anda trastornado…

—¡Y seguro, Ña Brígida! Estas mujeres trastornan a los hombres más enteros. ¿Vio el chumbé que se ata a la cintura? Es de liana macho. A lo mejor tiene payé… ¡Quién le dice!

—¡Dios mío! —balbució, alisándose las comisuras con las yemas de los dedos.

—Pero ella tiene toda la culpa. La ponzoña del pecado está en su sangre. Salió pintada a la madre. A María Rosa, una chipera que en su tiempo se acostó con todos los hombres de Itapé y también con los arribeños. Todavía vive en la loma de Carovení. Ella fue la que quiso ir a juntarse con Gaspar Mora, cuando le vino el mal de San Lázaro y se escondió en el monte…—la tira se cortó y del regazo saltó arrollándose sobre el piso. Una viborita ardida de sol. El pómulo saltó hacia el ojo.

—¿El que hizo el Cristo?

—El mismo.

—¿Y ésta es la hija?

—Sí. María Rosa fue también la que se cortó el cabello para que le pusieran al Cristo.

Mucho tiempo anduvo pelada por el pueblo. Y ni manto se ponía. Quería que la vieran así. Para presumir. Ya estaba loca entonces. Después la tuvo a ésa. Decía que era la hija del leproso. Pero mentía. Gaspar Mora había muerto. Y Juana Rosa nació mucho después. Vaya uno a saber de quién es… —comenzó a chupar la naranja con avidez. El jugo le hacia brillar el bozo y chorreaba por los costados de la boca sobre el fláccido y abultado promontorio del pecho, salpicando el escapulario de bayeta marrón.

—¡Pero mi Dios!—dijo Brígida pugnando inconscientemente por volver al hueco, que al mismo tiempo la repelía.

—¡Qué se va a hacer!  —dijo sordamente la hermana Micaela entre golosos chupeteos, empujando el escapulario hacia un costado con el meñique—. ¡Tiene la sangre de la loca en las venas!

—¡Yo nunca quise venir aquí!—dijo la faz terrosa, no como un comentario a las palabras de la vieja sino como remate de su propia tribulación, que al fin conseguía expresarse en algo más que en sofocadas exclamaciones.

—Dios prueba a sus elegidos, Ña Brígida… Hay que tener paciencia, che ama.

—Sabia que esto iba a pasar… Unos días antes del viaje, tuve un sueño con Melitón.

Se oyó repicar el trozo de riel de la escuela, para la salida de los alumnos.

—¿Un sueño?—preguntó la vieja, sacando de entre los pliegues del pecho un mugriento pañuelo con el que se enjugó la pringue de naranja.

Brígida no contestó. Tenia nuevamente los ojos clavados en el exterior. A través del resquicio de la puerta del despacho veía ahora la mano y el antebrazo peludo de Melitón recogiendo las botas para levantarse, como si el zumbido del riel lo hubiera despertado. Notó que se apuraba por embutir en las cañas los pies blancos y desnudos.

—¿Qué sueño, Ña Brígida?

Se escuchó el creciente griterío de los escueleros que iban pasando por la calle de pasto y de tierra. El agujero echó un polvillo ondeante sobre la cara de Brígida. Vio lo que estaba repitiéndose a diario desde hacía poco.

Melitón salió peinándose con los dedos el cobrizo cabello, hinchados los ojos por el largo sueño, pero ya sonriente y festivo. Un agente acudía corriendo con el tereré. Sorbió maquinalmente el agua fría del mate hasta hacer cloquear la bombilla. Avanzó hacia el alambrado. La tropilla de escueleros se dispersó en repentino silencio. Una sola quedó en medio de la calle, una espigada muchachita que el blanco delantal con manchas de tinta hacía más niña. Andaba a pasitos rápidos y tímidos. Melitón la habló. Entonces se detuvo y volvió hacia él su pequeño rostro oval.

—Vení un poco…

La muchacha se acercó con algo de vergüenza y respeto, hamacando la bolsita de género floreado en la que llevaba los Cuadernos. El jefe le empezó a decir cosas sorbeteando la bombilla, entre serio y amable, tan despacio que Brígida no lo podía oír. Bromeaba de seguro, porque la escuelera también se echó a reír. Brígida se puso tensa. Observaba los ojos azules de la chica fijos en el rostro de él, cada vez más tranquilos y animados.

Brígida llamó con un gesto a la vieja. La hermana Micaela se levantó y se arrimó a mirar también por la tronera acorazonada.

—Es Felicita, la hermana de los Goiburú, que están ahora en el Chaco. ¡Estas mitacuñai de ahora ya no tienen luego vergüenza ni temor de Dios! Esa apenas cerró los quince. ¿Pronto el  demonio trabaja para su perdición? Lo mismo le pasó a la hermana Esperancita, la mayor. Un poco después que murió el padre, corneado por un toro. Los hermanos tuvieron que echarla de la casa. Ahora dicen que anda por esas casas malas de Asunción. Esta Felicita va a seguir el camino de la hermana. Ahora vive con la abuela ciega en Carovení. La madre murió al nacer Felicita. Eso fue también lo que la perdió a Esperanza. Nicanor Goiburú, el padre, era muy bruto con ella. Los hermanos también. La pegaban con el lazo doblado. Y se arresabió…

Brígida volvió a mirar por el agujero.

La Felicita Goiburú se alejaba por la calle con las manos cruzadas a la espalda y la bolsita de género batiéndole las corvas bajo el delantal. Melitón Isasi oprimiendo la guampa labrada del mate la contemplaba irse como quien deja madurar una corzuela en libertad porque sabe que ya no puede escabullirse. Los labios renuentes succionaban la bombilla que colgaba de ellos como una gorda y enroscada sanguijuela de plata.

6

—¡Kurupí apareció entre nosotros!

Susurraban en guaraní los viejos, entre sarcásticos y atemorizados, aludiendo al jefe político con el nombre del lúbrico mito ancestral.

—¡Hay que pegar bien el traste a la tapia cuando pasa Melitón Isasi!—dijo uno.

El dicho se redondeó pronto en refrán.

—¡Hasta yo ando con las manos entre las piernas!—cloqueó Conché Avahay, una viejecita desdentada, con una risa pícara. La pulla quedó también como guija de arroyo puliéndose en el susurro colectivo. Bromeaban para defenderse del miedo y del odio. No tenían otro recurso. Porque entre Juana Rosa Villalba, que estaba como presa en la jefatura, y las otras muchachas jóvenes que también amanecían de pronto y quedaban por algún tiempo en la cocina después de las rondas nocturnas del jefe político, la fama y el alcance de su salacidad se extendieron hasta los más apartados rincones. La leyenda del Kurupí estaba rediviva en el pueblo. El inmenso falo del dios aborigen se enroscaba en torno al pezón del cerrito, con su cola de fantástico reptil. La gente lo veía allí, porque era la prominencia viva y sensible de Itapé, con el Cristo leproso arriba, quieto y muerto en su rancho de espartillo.

Pero Melitón Isasi no respetaba nada. Nadie pues iba a contenerlo, a no ser que el propio cerro le pusiera el pie y lo detuviese.

7

Se aproximaba la Semana Santa. Llegó el cura de Borja para los preparativos. Los viejos cabildeaban clandestinamente y decidieron ir a pedirle su intervención para que cesara el impune y continuo atropello. No les costó coincidir en que la celadora de la cofradía, como la más influyente, era la que debía hablar al Paí Dositeo Pedroza, en nombre de todos. Se lo propusieron.

—¡Ah, yo no! ¡Yo no me meto! ¡Es muy feo meterse en la vida de los demás!…—se sacudió la hermana Micaela.

—¡Pero es el jefe político el que se mete en nuestra vida, en la carne de nuestras mujeres como rejón de picana! —se quejó irritado el viejo Apolinario Rodas.

—Él dará cuenta a Dios de sus pecados en la hora de su muerte!—dijo la celadora apretando con la papada pilosa el escapulario sobre el pecho—. ¡Cada uno debe cuidar la salvación de su alma!

—Pero también tenemos que ayudarnos los unos a los otros hermana Micaela…— cloqueó la vieja Conché Avahay.

—La hormiga sabe qué hoja corta. Hagan ustedes lo que quieran. Yo no… A mí no me metan en esta mazamorra… —dijo volviendo la espalda al conciliábulo de caras chupadas, que con desprecio la miraron alejarse, gacha la cabeza, engarabitadas las manos sobre el grueso rosario de cuentas de madera que se ataba a la cintura como cadena de silicio.

Los otros llevaron la «mazamorra» al Paí Pedroza. Como si se hubiese puesto de acuerdo con la celadora y sacristana, él les dijo más o menos lo mismo.

—Así que Paí, ¿no hay caso?—preguntó Apolinario Rodas, rascándose la cabeza por debajo del sombrero.

—A Dios lo que es de Dios…—respondió mansamente el Paí Dositeo con las manos cruzadas sobre el prominente abdomen—. Hay que andar en la lluvia sin mojarse, mis hijos. Yo sólo cuido la salud del alma, los intereses de la parroquia. Mi responsabilidad es grande. No me pongan encima un peso más grande todavía. A veces Dios nos ordena mirar con un ojo cerrado y el otro sin abrir…, hacer manga ancha a las debilidades del prójimo para que él mismo se arrepienta y se corrija.

—Pero mientras tanto, los otros sufren—dijo Apolinario.

El párroco agitó los brazos y el viento del anochecer abullonó los pliegues del guardapolvo de seda cruda.

—No me pidan nada a mí, que soy el más humilde de los servidores de Dios. Todos vamos a rogarle este Viernes Santo, en Tupá-Rapé, que haga el milagro. Esto es lo que corresponde hacer, mis hermanos. Como creyentes no podemos emplear más arma que la oración. Oremos y pidamos a Dios, nuestro Señor. Él, en su infinita justicia, proveerá. Los visitantes se retiraron en silencio, abrumados por las razones del cura. Su blanca y gruesa figura quedó un rato erguida en el corredor de la casa parroquial contra la creciente penumbra. Él no iba a cometer errores de jurisdicción, por más que se lo pidieran sus ingenuos feligreses. No iba a cruzársele en el camino al arriscado jefe político. Eran amigos. Sabía que lo respaldaba en Asunción una buena cuña. Estaba casado con la hermana de un hombre influyente del régimen. El propio Melitón Isasi se lo dijo, jactándose entre burlas veras: «¡Mi cuña es mi cuña… do!». A eso debía él haber conseguido «emboscarse» allí, lejos del frente, mientras la guerra comenzaba a tragar furiosamente hombres en los desiertos del Chaco.

—Tengo que andar con cuidado  —se dijo el cura—. Yo también lucho en un desierto. Un desierto de almas. Los peligros sólo son diferentes.

8

Esa noche, como de costumbre cuando estaba en el pueblo, echó una mano de truco con Melitón en el boliche de Cantalicio Sanabria.

El jefe era campechano y decidor en estas ocasiones. Además, él siempre pagaba el gasto; es decir, mandaba a Cantalicio que lo anotara en la cuenta de la jefatura.

El cura lo pasaba muy divertido. Bromeaban y tallaban, entre una copa y otra, hasta la medianoche. Pero, como por lo general, el jefe mandaba a Cantalicio que atrasara a escondidas el reloj despertador que parecía marcar las horas a machetazos en el estante, entre las botellas, más de una vez el repique para la misa del alba despegaba de golpe al Paí Dositeo de su silla del boliche para arrastrarlo corriendo, corriendito, a la sacristía.

Otras veces, no. Dejaban temprano las barajas y se iban juntos, nadie sabía adónde, aunque se lo imaginaban.

—Usted sabe, Melitón. La vida del cura de campaña también es difícil… —dijo una noche, entre una mano y otra.

—¡Juhú…, si yo hubiese sido cura, no lo hubiera pasado tan mal!—le interrumpió riendo Melitón.

—No vaya a creer. También tiene sus problemas. Como usted, en la jefatura—agregó después de hacer un buche de guaripola—. Sin ir más lejos el anteaño de la guerra se me planteó en Borja un asunto difícil. Tuve que hacer un poco de Salomón.

—¿Partió un chico por la mitad?

—No, al revés. Ahora va a ver. Tuve que juntar…, tuve que casar dos imágenes, dos santos.

—No sabía que los santos se casaban.

—No, solamente como ejemplo. Fue un remedio desesperado que se me antojó para evitar una matanza.

—¡A la pucha! ¿Y por qué iba a ser la trenza?

—Usted sabe que en Borja había una enemistad ya tradicional entre la gente de la estación y del pueblo. A  causa precisamente de esas imágenes. El Señor de la Esperanza es el Patrón del pueblo, y Nuestra Señora de la Paz, la patrona de la estación. Cada parte quería que su Santo fuera el patrono de todo Borja. Las dos pujaban con todas las fuerzas de fanatismo. Mucha culpa también tuvo en esto el trazado y el tendido de las vías del ferrocarril. ¿Para qué separar en dos mitades la población?

—De veras. Aquí siempre se hacen las cosas a la bartola.

—Lo cierto es que la estación y el pueblo celebraban sus funciones patronales con gran pompa, procurando superarse mutuamente.

—Así tienen que ser los buenos católicos.

—Sí, pero ese año, para el día del Señor de la Esperanza, la rivalidad se hizo guerra abierta. Seguro porque la otra guerra se venía encima. Ya no era la simple rivalidad.

Era un odio declarado. Estaba en el aire, a punto de reventar. Y reventó. Ya a la mañana se habían agarrado a puñaladas, cerca de la iglesia, varios puebleros y estacioneros. Se hirieron dos de ellos. El olor de la sangre aterró a la gente.

—Eso es lo que siempre ocurre. Como a la novillada en el faenamiento.

—Por la tarde, para la procesión, los ánimos estaban más calientes todavía. Desde el púlpito, mientras decía el sermón, vi lo que iba a pasar. Por el camino arribaban al galope unos cien jinetes estacioneros. Tal vez menos, pero yo los veía más de cien.

Cuando me callaba oía el retumbo de la caballada y los gritos de los jinetes. Los puebleros salieron de la aglomeración, hinchados de coraje y subieron también a sus caballos,  prontando sus cuchillos y revólveres. ¡Iban a trenzarse en una batalla campal! Vi a la caballería que avanzaba atronando la carretera. Era necesario tomar una resolución. De apuro.

—¡La gran siete!

—Cerré los ojos y pedí el milagro al Señor de la Esperanza, desde el fondo de mi alma. En ese momento no supe lo que hacía. Pero de repente me encontré bajando a saltos del púlpito. Corrí entre la gente y monté con todos los ornamentos sobre un caballo cuya brida arranqué de manos de alguien…

—¡Jho . . . Paí Dositeo! —exclamó con entusiasmo el jefe, descargando un manotazo sobre la mesa.

—Disparé a todo lo que daba el caballo hacia los que venían. Frené de golpe ante ellos, que también clavaron en el suelo a sus montados. Vi que las vestiduras consagradas les imponían cierto respeto. Detrás oí que llegaban ya también en montón los jinetes puebleros. Estaba entre dos fuegos. Tenía que decirles algo. No sabía qué. Un sudor frío me corría por las espaldas. Pero de pronto sentí que se me atropellaban las palabras y me escuché que les estaba gritando con una voz que no era mía: ¡No hay por qué pelear…, por qué derramar la sangre inútilmente, mis queridos hermanos! ¡Dios no quiere la muerte de sus hijos, sino su vida, su bonanza, su hermandad! ¡Estacioneros y puebleros pueden vivir en paz, como buenos hermanos! ¡Para eso tienen como abogados al Señor de la Esperanza y a Nuestra Señora de la Paz!…

—¡Qué zancadilla de ley! —celebró el jefe.

—La discusión empezó entonces. ¿Queremos que Nuestra Señora de la Paz sea la Patrona de Borja?…, gritaban los jinetes de un lado. ¡El Señor de la Esperanza es el único patrón de Borja!…, gritaban los del otro.

—¡Caramba, qué brete!

—Entonces se me ocurrió gritarles: ¡También el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la Paz quieren gobernar unidos a su querido pueblo de Borja! ¡Vamos a hacer que se unan y que cumplan su deseo! ¡Vamos a hacer que los dos Santos sean juntos los Patrones de todo el pueblo de Borja!.. . ¿Cómo? me gritaron a su vez.

—¡Cómo…, en realidad yo también me pregunto!

—Claro. Allí estaba la espoleta del asunto. Fue entonces cuando me acordé del Santo rey Salomón y me animé a usar su manganeta. Un poco cambiada, eso sí. Con las manos les mandé que se acercaran. Los dos bloques de caballos y enfurecidos jinetes se arrimaron. Yo debía estar pálido del susto. El sudor frío me goteaba hasta los pies por debajo de la sotana, de la sobrepelliz, de todo… Carraspeé y les dije lo mejor que pude en guaraní, para entrar en confianza: Miren, lo’mitá .. . La única manera de hacer que el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la Paz puedan gobernar juntos a Borja, sin molestarse el uno al otro, es casándose… ¡Sí señores, no hay más que casarlos! grité reuniendo el resto de voz y de coraje que me quedaba, hacia los dos bandos de hombres sudorosos que me miraban sobre los caballos con las caras manchadas de tierra. ¡Vamos a agarrar y casarlos…. como buenos cristianos! ¿No es cierto?…

—¡A la pistola! ¿Y qué dijeron?

—Hubo un silencio. Se les oía respirar fuerte. Los miré a unos y a otros. Ellos se bornearon sobre los aperos y también se consultaron con la mirada, más calmados. Sentí que el aire volvía a mis pulmones. Bueno…—dijo uno, que parecía ser el lenguaraz de los puebleros—, si es así vamos a aceptar… ¿Y ustedes?, grité ahora autoritario a los del otro bando. Nosotros también… —dijeron los estacioneros—. ¡Ya que el cura lo dice!… Un poco después rompieron los vivas y los hurras, y los que un momento antes estaban por destriparse, empezaron a llamarse por sus nombres y apodos, a cambiar bromas y chistes.

—¡Al rey Salomón lo hubiera tajeado de arriba abajo, lo mismo! —comentó el jefe, algo incrédulo, alzando el jarro y abuchando los carrillos.

—Regresamos todos amigos a la iglesia del pueblo. Yo pude terminar el sermón.

También la procesión resultó más linda que nunca. Y más larga. Porque las andas del Señor de la Esperanza llegaron hasta la mitad del camino. De la estación trajeron a Nuestra Señora de la Paz, con el resto de la gente. La función patronal de ese año terminó en un asado con cuero y baile, con los puebleros y estacioneros reconciliados como buenos hermanos.

—Algo de eso había oído, ¡pero parece mentira!

—Cuando vaya alguna vez a Borja, pregunte.

—No, si puede ser… —asintió Melitón Isasi, un poco incrédulo todavía—. Algo parecido a lo que pasó aquí con el Cristo, ¿no es cierto?

—Sí, más o menos. La cosa es saber conformar a la pobre gente. No pensaron así en la curia. Se enojaron mucho conmigo. Estuvieron a punto de castigarme por el casamiento simbólico de las dos imágenes. Me iban a trasladar de parroquia, qué sé yo. No quisieron comprender las circunstancias que me obligaron a esa treta inocente para salvar vidas humanas. Después vino la guerra y mi sanción quedó en suspenso.

—Si usted hubiera sido ministro de relaciones exteriores, Paí Dositeo, la guerra no hubiera venido.

—La necesidad tiene cara de hereje, Melitón. Yo pedí para ir de capellán al Chaco.

Pero vieron que era mejor dejarme donde estaba. Además la gente de Borja pidió por mí. Entonces  me quedé a cuidar los bienes gananciales…  —dijo riéndose con picardía.

—Pero la Señora de la Paz quedó en el pueblo.

—¿Para qué? Al día siguiente del casorio la llevamos de vuelta a la capilla de la estación. No hacía falta. Fue un casamiento simbólico, como quien dice.

—Claro, como los santos son de palo no tienen necesidad de estar juntos… ja… ja— Melitón Isasi se repantingó bamboleante, haciendo crujir la silla.

El cura dejó pasar en silencio la alusión, como si no la hubiera oído. Puso las cuatro sotas en hilera.

—Sabe, Melitón…—dijo después de un rato, con voz neutra, sólo como recordando para sí alguna cosa—. Esta tardecita estuvieron a verme unos vecinos…

—Ja…, ya sé…—le cortó riendo el otro—. Por el asunto de las muchachas, ¿no es cierto?

El cura asintió con un gesto, sin mirarlo.

—Me sopló el dato la hermana Micaela. ¡Pero esos viejos son cornetas! Tendrían que agradecerme, más bien. Esas pobres mujeres están sin sus hombres. Yo les hago un favor. Hasta me tomo el trabajo de ir a buscarlas y todo.

—Claro, claro, —susurró conciliador el cura—. Yo sé que a usted ni aunque le pusieran tramojo dejaría de entrar en corral ajeno…

—¡Jho…, Paí Dositeo! ¡Ni usted tampoco! —rió Melitón palmeando familiarmente la espalda del cura, como a un compinche—. ¡Para qué vamos a engañarnos! Ya sé su calibre… Precisamente le tengo preparada una sorpresa… Como la otra vez… Mejor todavía… ¿eh?

—¡Usted es el mismo demonio, Melitón! —farfulló el curil, púdicamente.

—Venga a dormir en mi despacho. Allí va a estar más tranquilo. . .

Melitón lo asió de un brazo, y se perdieron en la oscuridad.

Cantalicio salió del mostrador y fue a cerrar el boliche, moviendo la cabeza como si estuviera enredada de telarañas.

9

Por esos días, sin embargo, Melitón Isasi sosegó su angurria salaz. Y el Viernes Santo, en la procesión, se le vio a él también arrimar el hombro a las parihuelas del Crucificado. Apolinario Rodas y los otros, la misma hermana Micaela, pensaron que el Cristo de Tupá-Rapé había hecho un nuevo milagro.

Sólo que un poco después Melitón Isasi volvió a las andadas. El signo bestial de Kurupí seguía flotando sobre el pueblo. La Felicita Goiburú continuó cortando rosas en el patio frontero de la jefatura para llevarla a la vieja directora. Luego, a la salida, después del tañido de fierro que arrancaba a Melitón de sus siestas, se quedaba conversando un rato con él en el alambrado. Cada vez tardaba un poco más. Los ojos azules se le iban poniendo más soñadores y perdidos, con la luz de un alma vacilante que lucha consigo misma bajo el peso de una pasión o de un hechizo superior a sus fuerzas.

Una tarde, después de mirar a todos lados, entró en el despacho. Las puertas chirriaron despacio tras ella. La venadita se había metido en la trampa por propia voluntad. Y ahora estaba adentro como si ya hubiera caído del otro lado de la tierra.

El cielo alto y vacío del anochecer empujaba inútilmente la puerta con tiznajo de su sombra carmesí. Detrás del corazón agujereado del postigo, Brígida sollozaba. Luego fue a tumbarse sobre una cisterna y quedó boca abajo, como muerta, chatas las nalgas contra el piso, los tendones de las piernas azuleados por las várices. Toda ella seca, aplastada, mísera como una cáscara.

La hermana Micaela entró como una tromba un rato después.

—¡Santo Señor de la Paciencia!… —tartamudeó—. ¡Ahora no sé qué va a pasar…, si vuelven los hermanos Goiburú! ¡Felicita es la niña de sus ojos!… ¡Y ahora está allí, haciendo sus porquerías! ¡Pero yo la vi…, yo la vi entrar!…

Brígida no se movía. La celadora, con un crujido de cuentas de madera, se acercó, y continuó sobre ella, como inculpándola:

¡Entró porque quiso! ¡Ella buscó a don Melitón, se le metió adentro como una ternera corsaria! ¡Qué barbaridad! . ..

Hacía ruido inútilmente, porque la otra no la oía.

10

Comenzaba el segundo año de guerra allá lejos.

Una guerra que no llevaba trazas de terminar. Podía durar un año, o diez, o cien más. Todo seguiría igual en Itapé, donde el tiempo era como agua de tajamar, parada y espesa, con ese sarro verdoso de la superficie, que les gusta a los moscones.

Juana Rosa había desaparecido sin dejar rastros.

Ahora la Felicita Goiburú pasaba en las siestas, mirando mucho hacia adentro. En ocasiones, a través de la puerta entornada un poco antes de dormirse, Melitón le movía la mano, ya soñoliento, desde el catre de lonjas donde se hallaba tumbado.

Entonces ella apuraba el pasito, contenta. El rosal se había secado. Pero todo estaba achicharrado por el verano. A la salida de la escuela, Felicita entraba en el despacho y Melitón empujaba la puerta desde el catre con el pie. Ya no era un secreto para nadie.

Melitón Isasi interrumpió las recorridas nocturnas. Estaban asombrados. Lo que no había conseguido el Cristo de Tupá-Rapé, lo consiguió la Felicita. Ya no se metía de rondón en los ranchos de las mujeres solas, ni aguaitaban en el patio de atrás, preparando el rancho de los agentes, las que él quería tener más cerca por un tiempo.

Se dedicó por entero a Felicita, lo olvidó todo, se apegó a ella con la blandura del tiento sobado. Su voz se puso grave y pausada. Ya no gritaba, no se enojaba. Sólo con Brígida. Pero aun con ella se había vuelto más tolerante.

De su autoridad no le quedó más que esa rebaba áspera, que Felicita suavizaría por las tardes, en la penumbra  del despacho. No lo podía creer. Melitón Isasi parecía enamorado de verdad. Y no de una mujer hecha y derecha como Juana Rosa, como las otras que habían pasado por la jefatura, sino de esa muchachita de ojos azules en cuyo cuerpo apenas comenzaban a romper las formas núbiles. La pajarita quinceañera fascinaba al búho cuarentón de ojos dorados y sanguinolentos que la tenía apercollada en sus garras.

Un año duró aquello. Pero entonces concluyó la guerra en el remoto Chaco.

Comenzaron a volver los primeros desmovilizados.

11

Cuando Felicita supo que sus hermanos iban a regresar del frente, se apuró. Empezó a luchar entre la felicidad y la desgracia. Estaba grávida. Mostró la carta de sus hermanos a Melitón. Se hallaban ya en Asunción, esperando el Desfile de la Victoria y sus papeletas de desmovilización.

A él también empezó a entrarle miedo.

—Vamos a ir cuanto antes a una comadrona de Borja —dijo lúgubremente.

—Yo quiero tener un hijo tuyo, Melitón. ¡Es lo que más quiero!  —gimió la muchacha—. Pero…, tengo miedo, ¡Te pido que me ayudes a tenerlo!

—¿Pero no ves que no se puede? —le gritó él irritado—. No puedo casarme contigo!

—¡Si me llevaras lejos de aquí!

—Tarde o temprano se presentarán tus hermanos. Donde estemos. Y tendré que balearlos o me balearán ellos.

—Entonces…, que sea lo que Dios quiera —se resignó entre sollozos—. No tendré a mi hijo sobre tu muerte o la de ellos. . .

Probaron primero todos los remedios caseros que recetó la hermana Micaela. Llegaba con brazadas de yuyos medicinales a la jefatura y preparaba las infusiones en la cocina, o las traía ya hechas y enserenadas.

Al salir de la escuela, Felicita seguía entrando al despacho, pero ahora para ingerir los cocimientos de la celadora, las purgas capaces de tumbar un caballo. Desde su apostadero, Brígida escuchaba el rumor de las arcadas y los quejidos de la paciente cuyas entrañas se resistían al saqueo.

La vieja la enteraba de los detalles.

—Ya no sé más que darle. Ni la quinina ni el aceite de castor ni la sal inglesa… Ahora sólo queda lo otro. Pero eso yo no me animo a hacerlo. Está muy débil…

—¡Pobrecita! —murmuró Brígida con sincera compasión.

—¿Pobrecita? masculló la hermana Micaela—. ¡Una sinvergüenza! ¡Eso es lo que es! ¡hora ya encontró lo que buscaba! ¡Y todavía una tiene que ayudarla! ¡No hay por qué compadecerla tanto, Ña Brígida!

—Ahora ella es tan desgraciada como yo…

12

Al mes Felicita Goiburú era piel y huesos. Los hermosos ojos azules estaban ajados, enrojecidos, de tanto llorar a escondidas. Envejeció de la noche a la mañana, con una expresión inimitable de anhelo y desánimo que le encendía y le apagaba el rostro alternativamente. Sólo ahora tocaba la profundidad del mal. Lo había descubierto no grado por grado, como su hermana Esperancita, sino de golpe, en una experiencia irrevocable. Ahora sabía lo que su inocencia ignoró todo el tiempo. Y lo sabía rápidamente, fatalmente, con la dolorosa irradiación de una quemadura.

Melitón Isasi no andaba mejor, escorándose como si hiciese agua por todas partes en el remolino que  lo volteaba. Los furiosos estallidos de la cólera no conseguían achicarla. Se escoraba cada vez más. Bebía sin descanso. La piel ya no era lustrosa. Los ojos estaban inyectados en sangre. La barba de días con sus rastrojos rojizos punteaba el fofo semblante con el color de las cortaderas sobre un estero. En ciertas tardes se encerraba a solas con Felicita en el despacho y la besaba desesperadamente en un ansia oscura, deslavada de deseos, gimiendo entre sus cabellos, como un padre que sabe a su hija muy enferma y con pocas posibilidades de salvarse.

A Felicita le hacían más daño los gruesos sollozos paternales. Ella seguiría queriendo a Melitón como hombre, a pesar de todo. Habría querido apoyarse más que nunca en el hombre poderoso y autoritario que la había seducido mansamente. Ahora el cambio aumentaba su vergüenza. Esos quejidos le decían que lo había perdido como amante. Estaba perdiendo a su hijo, se estaba perdiendo a sí misma. Prefería que la insultara y la aporreara, borracho, enloquecido por el miedo. Así por lo menos ella olvidaba el suyo, aturdida por un dolor extraño a su propio dolor, y sentía menos perder todo lo que estaba perdiendo.

—No llores, Melitón. . . Todo se va arreglar. . . —le decía pasándole una mano sobre los revueltos cabellos.

Su voz salía como una súplica lejana de un corazón ya vacío. Salía de sus labios, no para persuadir a la paz o a la tranquilidad a quien ya no podría tenerlas en adelante, sino para adormecerlo con ese susurro. Y adormecerse. Para disimular de algún modo la necesidad vergonzosa de esperar lo que ya no tenía esperanza. En la lucha de la depravación contra el candor, había vencido el candor, pero a costa de un ser puro que se moría por momentos.

13

Una noche ventosa y sin luna la llevó a caballo. Se fueron como huidos. Rodearon el pueblo por un atajo.

Sólo Brígida vio perderse las dos sombras, tragadas por la oscuridad.

Demoraron varios días. Al principio se pensó en un rapto. La gente envalentonada por el fin de la guerra y la ausencia del jefe político, rompió a barajar suposiciones y sospechas. Ya no eran los tímidos cuchicheos de antes. Ahora las caras y las bocas estaban encorajinadas y escupían en voz alta lo que pensaban.

—¡Ese ya no vuelve más! ¡La escondió a Felicita y se escapó de los hermanos!—decía el viejo Apolinario, en un grupo, junto al mercado.

—¡Pero los Goiburú no van a dejar de balde su fechoría! Van a remover cielo y tierra hasta encontrarlo! —dijo otro.

—¡Sólo si pasa la frontera!

—No ha de ir lejos —dijo Apolinario—. Ya se le puso el pecho de algodón. Pero aunque se vaya hasta el fin del mundo, lo mismo lo van a encontrar. El miedo siempre deja rastros. Los Goiburú van a tomarse el desquite aunque tengan que remover cielo y tierra.

—¡También está Crisanto Villalba…, y todos los otros! —dijo una viejecita.

—¡Pobre Melitón Isasi! ¡No quiero estar en su pellejo!

—Pero es traicionero. Todavía puede madrugarlos…

—Si la muerte no pudo madrugarlos en el Chaco, menos va a poder ese cobarde…

14

En la loma de Caroveni, la abuela de Felicita no  podía hacer más que rezar y lamentarse por la nieta robada, de cuyo destino, de cuya gravidez, nada sabía. Justo cuando los hermanos estaban a llegar.

María Rosa, la cuidadora del Cristo en el cerrito, venia a consolar a su vecina. La anciana ciega se quejaba con desesperación.

—¡Cómo pudo permitir Dios esta desgracia!

—Dios no permite más que las desgracias, Ña Emerenciana…—dijo María Rosa—.Si permitiera también la felicidad Dios se acabaría…

—¡Perdí a mi nieta, María Rosa! ¡No sabes lo que es eso! Le chorreaban las lágrimas de los ojos ciegos y el guaraní fluía de sus labios, reacio a su desdicha.

—Yo perdí a mi hija…—murmuró la demente de la loma cuyos cabellos negros estaban pegados desde hacia un cuarto de siglo al Cristo leproso. Ahora los cabellos eran blancos y agrios, pero en los ojos duraba la misma obsesión de antaño el brillo de haber contemplado y de estar contemplando todavía un rostro incorruptible en la esencial desolación del mundo.

—¡Van a llegar los hermanos…, y Felicita ya no está!

—No está aquí…

—¡Antes la tocaba por lo menos! ¡Ahora ya ni eso!

—A los vivos no se los puede clavar en una cruz y querer que continúen vivos…— dijo la loca. Detrás del rostro ceniciento, en las miradas secas rescoldeaba el tizón ardido de la vieja fiebre.

—No te oigo, María Rosa… —parpadeó la ciega.

—Felicita se fue con su cruz…

—¡Pobre, mi corazón! ¡Era una criatura! ¡Vendrán los hermanos y ya no la podrán ver! ¡Estarán más ciegos que yo!

—Verán la rabia de su corazón…

—¡Haber guerreado tanto, para esto! ¡Se salvaron de la muerte y ahora van a venir a encontrar algo peor que la muerte!

—El Cristo de Tupá-Rapé les dará consuelo,… A Gaspar Mora le consoló en la hora de su muerte… —fue lo único que dijo en castellano.

—¡No le rezarán, María Rosa! —se afligió la anciana—. ¡Nunca creyeron en él! ¡No le querían! ¡Tampoco el padre! ¡Ninguno de los tres! ¡Cuando a Nicanor lo corneó el toro, maldijo al Cristo! Nicanor, después los mellizos, los tres decían que el Cristo era la desgracia del pueblo, porque nos había enseñado la resignación…

—Entonces…  —dijo la loca, pero se interrumpió con el semblante apagado. Se encaminó lentamente hacia el ranchito inclinado entre los cocoteros. La joroba de los años abultaba en la espalda bajo los trapos.

Sólo ella vería después, como en un sueño, la tarde que fue a recoger leña en la falda del cerro, el regreso de Melitón Isasi. Lo vio venir solo como dormido, con una pierna cruzada sobre la montura. La buscó a Felicita con los ojos, pero no estaba. Por lo menos no la veía. Únicamente vio que en la cintura del camino dos sombras furiosas e iguales saltaban sobre el jefe político, arrancándolo del caballo con un lazo.

La loca sabia contar esta clase de alucinaciones, a las que nadie prestaba atención.

Ella misma las olvidaba pronto. Esa tarde se habría restregado los ojos para despegar de ellos el susto, la mala visión, y nada más. Como otras veces. Ningún sueño podía superponerse a la vieja y dulce pesadilla. La propia realidad retrocedía derrotada por ella.

15

La hermana Micaela cayó a Brígida con la noticia.

—¡Llegaron los mellizos! —tartamudeó atragantada.

—¿Quién?

—¡Los hermanos Goiburú!…

—¡Dios mío! —sopló Brígida débilmente por entre los dedos que apretaban la boca.

—Les están haciendo un gran recibimiento. ¡Todo el pueblo está reunido en la estación!…

Se escuchaba la cohetería de los hurras y vivas que estallaban en honor de los recién llegados. De repente también empezó a repicar el pedazo de riel de la escuela.

—¡No sé qué va a ser de nosotras! —rechinó la vieja—. ¡De mí, ¡Ña Brígida, de mí! ¡Por haberme metido en este enredo! ¡Para mal de mis pecados…, para la perdición de mi alma! ¡Lo hice por usted y por don Melitón! ¡Y ahora ni siquiera él está! ¡No sé por qué no viene de una vez!… —iba de la puerta a la claraboya, rengueando como una gallina en un gallinero arrepollada por el olor del zorrino. La sombra de un doble espanto caía sobre ella, apretándola contra los rincones más oscuros. Brígida, quieta en medio del cuarto, veía dar vueltas a su alrededor a la celadora. Miraba a través de ella, los ojos agrandados y vidriosos, la boca enrejillada por las falanges que se le habían puesto más espinudas y trémulas. Las cuentas del largo rosario de madera, atado a la cintura de la vieja, crujían sordamente. Brígida, nerviosa, bajó las manos y las retorció sobre la tabla del vientre.

—¡El sueño!…—murmuró—. ¡Se está cumpliendo el sueño! La sacristana la enfrentó. Le puso una mano sobre el hombro y la miró con implorante fijeza.

—No queda más que una cosa, Ña Brígida… No queda más que ir a mandar una promesa al Cristo de Tupá-Rapé. Solamente él puede ayudarnos. Le tiene que pedir usted.

—Yo. . .

—Ya sé que usted no cree en él—rezongó la vieja—. En los dos años que está en Itapé no subió al cerro ni una vez. Ni siquiera fue para la procesión del Viernes Santo… ¡Pero es milagroso! ¡Hizo cosas increíbles! Milagro únicamente se puede llamar las cosas que hizo en este pueblo, desde que está allí…, desde aquella tarde en que lo bendijo el Pai Maíz… Yo le digo, Ña Brígida… De balde no cree en él…

—Yo creo…

—¿Y entonces?

—Voy a ir… —dijo al fin; el ansia, la anhelosa necesidad de aferrarse a algo volvía a encender las descoloridas miradas.

—Yo la voy a acompañar. Póngase el manto y vamos.

—Todavía no, hermana Micaela…

—¡Mire que hay apuro!…

—Si no llegan esta noche, vamos a ir mañana a la tardecita,…

—¿Por qué recién a la tardecita?

Brígida tardó un poco en contestar. Bajó los ojos. Al cabo, con oscura humillación secreteó:

—¡No quiero que me vean! … Me odian. Siento su odio… Por eso nunca salgo de aquí…

—Usted no hace mal a nadie. Nadie habla mal de usted.

—Me odian con razón. Yo misma me odio…

—¡Antojos suyos! —le oprimió la mano como para alentarla.

—No. .

—¿Entonces vamos mañana al cerro?

—Sí. . .

—Voy a venir a buscarla, para ir juntas.

—Dios se lo pague, hermana Micaela…

—Pero esta noche no se descuide—su voz adquirió el tono áspero y agorero de la sacristana—. Son capaces de atacar la comisaría… Yo que usted mando acantonar a los soldados.

—El jefe es Melitón. Y Melitón no está.

—¡Por eso mismo! —bufó la vieja—. Si usted quiere, voy a ordenar de paso a los soldados lo que tienen que hacer.

—No hace falta. Ellos nada tienen que ver en este asunto.

—¡Están para vigilar el orden!

Brígida la miró con la misma azorada vergüenza de hace un momento, pero se quedó en silencio. No quiso o no pudo decir nada más.

—Hasta luego entonces, Ña Brígida. Voy a ir un momento a la iglesia. Mañana empieza la novena de San Judas. Me voy, ¡Dios quiera que no pase nada malo!

Se embozó en el manto color tabaco y salió arrastrando las zapatillas. El ruido de hueso del rosario se apagó en el corredor.

Brígida se aproximó lentamente al orificio. Vio que la hermana Micaela hablaba a los agentes sentados sobre el escaño de la jefatura, haraganeando con la guampa del tereré. Oyó que les decía:

—¡Se ve que están con la soga larga! No tienen ni así de tino, ni de vergüenza!…

Los agentes se removieron a desgana. Algunos se levantaron, retorciendo el cuerpo y estirando los brazos.

—Ña Brígida les manda decir, de orden del señor jefe, que carguen los mosquetones y que hagan guardia todo el tiempo, hasta que llegue don Melitón. ¿Han oído?

—¡A su orden!—dijo uno, socarrón, guiñando un ojo a los demás. La media docena de conscriptos se removió, divertida.

—Llegaron los Goiburú y pueden venir a balear la comisaría.

—Ya se habrán cansado luego de tirar en el Chaco —dijo el muchachón flaco y canilludo.

—Pero aquí va a ser por otra cosa. Y si vienen y meten bala, nadie va a dar ni un patacón por el cuero de ustedes.

Los muchachos se rieron despreocupados.

—Hagan lo que les digo. Y cuiden también la casa de Ña Brígida.

—¡A su orden, mi sargento!  —dijo el canillón, chocando exageradamente los tobillos. La vieja se fue farfullando.

16

Brígida la estuvo esperando, ya vestida. Tenía puesta su ropa más humilde. La esperó todo el tiempo, cada vez más ansiosa. La tarde se arrastró con una lentitud desesperante, rajada de calor, de silencio, preñada de una vaga amenaza. Se acercaba al agujero y espiaba la calle. Vio declinar y empalidecer la luz contra la puerta cerrada del despacho, hasta que tomó el tinte morado que tiznaba la madera cuando la Felicita Goiburú solía estar adentro. Vio un zapato viejo y abarquillado entre los yuyos de la calle. Contempló los rosales secos contra la tapia. Miró oscilar los caños negros de los fusiles en la comisaría. Una chicharra empezó a rejonear la tarde entre los naranjos del patio.

La celadora no apareció.

La tarde pasó rápidamente del dorado al escarlata. El vaho caliente se metía por el hueco, la crepitación del silencio batido por la matraquita de la cigarra. Su impaciencia empezó a decaer con la luz. Se fue quedando más tranquila, con esa calma que da el extremo desamparo. Esperó un poco. Cuando supo que la vieja no iba a venir, se puso el manto negro y salió por el portón de la huerta.

Costeó el pueblo por donde se había perdido el caballo de Melitón, la noche en que se llevara a Felicita. Después tomó la carretera rumbo al cerro. El manto, la penumbra y el polvo le tapaban la cara y la convertían en una desconocida que se alejaba con la cabeza encorvada hacia el suelo. Sin los ladridos que a trechos le salían al paso de su olor humano, no hubiera sido mucho más que una sombra sin cuerpo, un fantasma de ojos muertos, de esos que la salvaje soledad de los caminos forma a veces en la polvareda del crepúsculo.

A medio camino se cruzó con la loca de Caroveni, que venia pujando con su brazada de leña, los cabellos cenizos, nublados los ojos de la última luz. Se miraron. La loca se detuvo. Levantó la mano como para decir algo, pero la voz no salió. Había algo de aciago en la envolvente fijeza de sus ojos caldeados en un secreto.

Brígida estaba lejos de todo eso; lejos aun de sí misma. Pero, asimismo, sintió vagamente que no podía confrontarse con la vieja. Hubiera deseado la inocencia de su locura. No le imaginó voz, ni comprendió ese pequeño gesto de aviso o protección que María Rosa volvió a intentar. Vio que los ojos de la loca estaban de nuevo marchitos. Crujió el haz de leña sobre el lomo jiboso al reanudar la marcha. Después, a sus espaldas, la oyó canturrear el estribillo del Himno de los Muertos con el chirrido de una rama seca.

—Che yvyrá’i-kanga a mo ñe’erí yevy va’erá… (=Yo haré que la voz vuelva a fluir por los huesos…)

17

Cuando subió al cerro caían las primeras sombras. Subió perseguida por las maripositas blancas y el quedo murmullo del manantial. El cielo tenía el suave color del cuero quemado. La sombra se depositaba aterciopeladamente en las cosas. Se pasó la mano por los ojos. Dejó ir el peso del cuerpo a los talones y el cerrito se inclinó hacia ella para ayudarla a subir. Una sola vez más miró hacia arriba. La choza del Cristo también ya estaba en penumbra. Pero sobre ella temblaba todavía una tenue claridad. Desembocó en la explanadita de la cumbre, limpia y pulida como un atrio. Se sentía nuevamente abochornada. No se atrevió a mirar al Cristo. Era la primera vez que subía allí. Y había llegado no como una de las simples mujeres del pueblo, sino como una ladrona, al caer la noche, sola. No venía a rendirle un homenaje, sino a pedirle una gracia. La mujer hincada ante el pequeño solio de paja se lo dijo en voz baja al que estaba clavado en la cruz:

—¡Tienes que saberlo ahora!… ¡Sólo quiero que vuelva! ¡Te pido que me lo devuelvas! Sacó el rosario. La pequeña cruz de metal chispeó en sus manos. La besó y comenzó a rezar. Al llegar de nuevo a la cruz, sintió que el círculo se había cerrado y que ella estaba dentro de ese círculo como dentro de una claridad. No sabía todavía si de salvación o de irremediable fracaso. Se sintió más apaciguada. Por lo menos, la vergüenza había desaparecido.

Besó de nuevo la crucecita de metal y levantó la mirada hacia el Cristo. Poco a poco. No con orgullo y determinación, sino con mansedumbre y ternura, con la sensación de su desamparada debilidad, como solía ante el propio Melitón cuando él le hacía sentir su poder hasta los huesos con el silencio de su desprecio o el rigor de sus injurias y sus golpes, bajo los cuales ella sentía sin embargo la única tímida, agónica dicha que le era permitida en el mundo, ya que por lo menos entonces algo la unía a él. Parpadeó sorprendida. No quería, no podía creer lo que estaba empezando a contemplar, a entrever, en la tenue claridad. El Cristo tenía botas. Se pasó el dorso de la mano por los ojos en un rápido impulso y la filosa crucecita del rosario arrollado entre los dedos le arañó un párpado. Alzó un poco más los ojos y vio que el Cristo tenía ropa y que la ropa estaba ensangrentada. Todavía de rodillas descubrió, en un lívido relámpago de la conciencia, que quien estaba en la gran cruz negra era Melitón, atado a ella con muchas vueltas de lazo. Volcaba hacia ella la cabeza sin vida. Detrás de una máscara de sangre la miraba con sus grandes pupilas doradas en las que la muerte ponía una expresión por vez primera apacible y humana.

El rabo no la había quemado aún hasta el fondo. Se incorporó de un salto y se arrimó a la cruz. Aplastó anhelante de temor la húmeda mejilla contra la punta de las botas. Y las reconoció. Sólo entonces su erizada mudez rompió en un gran grito y echó a correr.

Al borde de la pendiente trastabilló y cayó. Sus pies habían tropezado con el Cristo de madera, arrojado como un despojo entre los yuyos. El cuerpo de la mujer siguió rodando la falda pedregosa hasta que un matojo de espinos detuvo su caída, junto al manantial.

Augusto Roa Bastos: Bajo el puente. Cuento

050426170704605bPOR QUÉ  no come, le dijo taitá. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, don Chiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Taitá se rió fuerte: Bajen el lampión y pónganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los labios dijo: No. Tiene que ser luz del día, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de otro gusto. Taitá lo miró con la boca llena. Enojado. Después le preguntó, burlón: Gusto a qué, si se puede saber, don. El viejo no contestó. No dijo nada más. Se levantó y se fue hasta  que se emparejó con la oscuridad. Taitá volvió a masticar, rezongando: tiene la cabeza más dura que el recado. Capaz que un día va a enladrillar el río para vadearlo sin mojarse los pies.

Taitá y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pasó que lo empezamos a conocer cuando se desgració bajo el puente. Y ya para entonces tenía más de sesenta años. Un poco encorvado el espinazo no más; pero sabía ponerse derecho cuando quería. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruví empieza un día antes del 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifanía. Muy guardador. Un hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alférez mayor de la cofradía de mariscadores. Clavábamos la punta de los pies entre el gentío para verlo tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello negro y lacio, pegado al cráneo con la goma del tártago. El pecho muy abombado en la figura pequeña. Reventaba en un tronido el redoble mientras el malón salvaje robaba al Niño-de-Cabellos-Rojos. Doscientos años después, jinetes de sudadas camisetas de fútbol lo traían a salvo. Sólo entonces el redoble paraba. Los mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teñido de bermellón como el fleco del niño-azoté. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el año que viene.

Siempre igual. En un lugar así la vejez es larga para cualquiera. No para el maestro. Con menos que poco se conformaba. Dentro de él encontraría todo lo que le hacía falta. Quién sabe. Por fuera, siempre ocupado; un hombre activo como ninguno, de provecho, cumplidor. La escuela. Su chacra llena de plantíos de muchas clases. El cuidado de los pájaros y animales silvestres en su casa, a media legua del pueblo, en la orilla del monte.

Al rayar el día ya estamos todos los alumnos en el patio, tiroteándonos con las semillas de los nísperos; los más grandes pelando al descuido las polleritas rotosas, para mirar debajo. «Guá, el maestro». Una vela negra entre el vaho del roció. Detrás viene saltando el coatí. Lejísimo todavía, si hasta parece que no se mueven, que van reculando. De un parpadeo a otro, se ha puesto a repicar el trozo de riel. El ruido de los bancos se apaga antes que el fierro. Desde la puerta nos está barajando hace rato; nos mira y no nos mira. Nosotros, duros; cada uno con su estaca bien tragada. Sin saber dónde poner las manos y el traste. Los ojos de santitos. Un ramalazo de escarcha quema de refilón una mano, una pierna. Lo único que se mueve es la cola de humo del coatí, bajo la mesa del maestro. El vergajo atado al puño, tiembla un poco todavía. Él mira. No se oye más que su resuello; un anhelar más aire del que hace falta para uno solo. ¿En qué momento ha sacado la libreta de tapas negras donde nos tiene guardados? No precisa abrirla para saber quién está cazando pájaros en el monte. 0 quiénes están temblando con el chucho y vaciándose en la diarrea, hasta que les hace tomar a la fuerza sus remedios de yuyos. Ni la sombra de un pelo se le escapa. Sabido. Le miramos la cara para ver si hace buen tiempo. Entonces salimos a sacar la paja podrida del techo, a trenzar tientos y bozales; a tejer sombreros y guayacas, para el mercado. La escuela no le cuesta al gobierno más que la venida del inspector, que a saber a qué viene. Nada más que a emborracharse en la fonda del pueblo, a poner su firma en el registro, como de que todo está en orden. Nos hace cantar el himno al pie del asta pelada (ni bandera tenemos), y se va.

El nublado le dura varios días al maestro. Por cualquier cosa: Suba al palo, alumno. La voz gruesa en un cuerpo tan ajustado (a veces la voz más grande que su tamaño). El dedo uñudo apuntando hacia afuera. El castigo más temido: el palo pelado, alto, y el culpable ahorquetado en la punta, achicharrándose al sol. Todo el tiempo de la penitencia debe chirriar allí como una chicharra. Si el ruido sale bien, más corta la pena: Bájese, alumno. Vuelva a su lugar. Sudores y temblores, esto de sostener el chirrido entre los dientes. Los brazos y las piernas se mueren contra el palo, antes que la voluntad. Con todo el sol y las moscas juntas, el cielo y la tierra dan vueltas alrededor del  asta. Una bandera. ¿De qué patria seria? Uno cierra la boca para aguantar las arcadas del mareo. Ya está abajo la manchita brillosa, resonando fuerte en medio del solazo: Qué le pasa a esa chicharra. Si no canta la van a comer las hormigas. Señor, me cuesta mucho, agarro y le digo esa mañana. Y él: Nunca lo mucho costó poco. Meta a cantar pues. Y déjese de pito-pito-colorito. Me entró un poco de rabia hasta la boca del estómago. Todo por esa porquería de lagartija que recogí en el camino y se me escapó de la bolsa cuando andábamos por la Provincia Gigante de las Indias, para partirse en dos pedazos contra los dientes del coatí. Me saltó la espuma y oigo que le grito: Creo que ya estoy muerto, señor. Que me coman no más las hormigas. La voz abajo: Animal muerto no mueve la cola. Y yo, con el último aliento: No puedo cantar más. La saliva no me alcanza. Cómo no, dice la manchita desde más abajo que el suelo: Alcanza el que no se cansa. Siga pues.  Cuando esté muerto del todo se callará solo. El tono justo vuelve a subir; hay que empezar otra vez. El carapacho vacío acababa cayendo sobre las tunas. Venían las hormigas y se llevaban los pedazos bajo tierra, muy apuraditas.

A ratos, más distraído que ninguno el maestro. Se largaba a mirar la punta de sus botines de  caña alta y elásticos a los costados. Más viejos que él, de puro remendados. Sin una gota de polvo vil. Todas las mañanas lustrados con flores de cinesia o con almendra de coco. La mano en lo negro del pizarrón. Los palotes, los números, los dibujos (siempre cosas redondas: una naranja, el pimpollo del irupé, un nido de alonsito, el globo terráqueo con la garrapata del Paraguay prendida a la verija) se borraban poco a poco bajo su aliento de asmático, soltando una lloviznita de albayalde sobre la manga de lustrina. Tan caída la mirada. El hombre se iba cayendo. Se aplomaba, se achicaba. Desaparecía. Una mota de polvo en el brillo de las suelas. Los zapatos solos ahí, sobre el piso. El dueño volando lejos. Y nosotros sin poder saltar ni brincar; nada más que sudar del antojo. Los pies vacíos rayando el suelo. Los ojos hacia el trozo de sol que se retorcía en el hueco de la ventana, cargado de viento, de tierra, de nubes, más allá de los árboles. Cuando tardaba mucho, nuestra mirada se ponía verde de tanto restregarse contra el campo.

La víspera del hecho que hizo bajo el puente, tardó más que otras veces. Pensamos que ya no iba a volver. Me voy a pescar todos los dorados que hay en el río, suscitó Epifanio Ortigoza. La mano espinuda volvía a animarse sobre el pizarrón El maestro se levantaba otra vez sobre los zapatos. Esa tarde se largó a hablar tupido, mezclando todo. Nosotros entendíamos sin entender. Las cosas que decía no eran de ese momento; habían pasado hacia mucho tiempo. O estaban por suceder. Él vivía en espera. Dijo: Un día va a llegar aquí un desconocido. Y no lo van a ver si no están preparados. Le faltaron las palabras, el resuello. Los rastrojitos de pelo a los costados de la boca, quietos por un rato. «De la casualidad no se saca nada», dijo al salir a flote su respiración de ahogado, tras una tos. El mismo se había puesto un plazo, vamos a decir; no hacia adelante, sino al revés. ¿Seria esa su fuerza? El lento poder crecido de esperar contra toda esperanza. La paciencia. La fuerza de su desamparo. Todos los días, desde el principio. Mañana no era un día para él. Qué tiempo iba a tener para pensar en viajes ni en zonceras.

Una sola vez bajó a la capital, dicen que a gestionar su jubilación. Tampoco ese hecho está claro. Algunos calcularon que había ido a buscar el título del terrenito del fisco, donde vivía. De allá no trajo más que los bolsillos llenos de unos granos como de pólvora o pimienta. Los echó en la laguna que forma el río un poco más allá del puente del ferrocarril. Al verano siguiente (o muchos veranos después), el agua barrosa se cubrió de unas plantas como cedazos, de más de una vara de ancho. Del centro salían unas espigas redondas envueltas en un mechón de seda negra; unas flores lustrosas y tiernas del color de la garza real. En la  atardecida, el maestro bogaba lentamente en su canoa entre las cunitas flotantes de las victorias-regias; a cuidar que los pimpollos y las cabecitas de niño de los frutos se metieran a dormir bajo el agua. Antes de que comenzaran los ladridos.

Para lo único que sirvió el viaje. Un don no nacido de la casualidad: esas flores del Río-de-las-Coronas, aclimatadas en esa mierdita de laguna. Un milagro. Un hecho simple no más. Positivo. El aroma salía del estero al amanecer cuando los pimpollos despertaban sobre el agua. La alegría. A esa hora la laguna, hecha una sola ola de perfume, se metía enterita en la nariz llevándose el olor que los perros dejaban por la noche.

Ya para entonces (desde que me acuerdo) la gente se mandaba mudar. Uno después de otro, como si los agarrara una enfermedad de la que solamente se podían curar yéndose. Sin decir nada a nadie; sin despedirse siquiera. En tren, o a pie por el camino, muchas leguas, hasta el cruce de la ruta por la que pasan los camiones hacia el sur. Con lo puesto; como para pegar la vuelta en seguida. No vuelven más. Y hasta los que se han ido la víspera parece que faltaran hace mucho tiempo. Si vuelven alguna vez, vienen cambiados. Son otros. Llegan como extraños que sintieran vergüenza por alguna antigua mala acción. Todo falso en ellos: el parecido con las caras que llevaron al salir; la ropa, la tonada nueva que traen. Sólo su olor a lejos es cierto. Cuando el maestro se encuentra con estos lejeños de paso, ni el saludo. Los mira con desprecio. Y si alguna vez fueron sus alumnos, menos que mirarlos. Como ya no puede mandarlos de chicharra al palo, no existen para él. Los más chicos los miramos con envidia. Esa lejanía que traen escondida en la mirada como una culpa; las golosinas que se sacan de los bolsillos y reparten por ahí, para hacerse perdonar.

Andamos detrás de ellos, riéndonos con una risa de plata, los dientes forrados con los papelitos de los chocolatines. «Les sacamos el molde», dice Juanchí, mi primo, inflando en la boca el poronguito transparente de la goma de mascar, que nos gusta más que todo. Vienen y se van otra vez en seguida, como escapados. Pero no vemos llegar por ningún lado al desconocido que nos anunció el maestro. Llegaron las tropas. De la noche a la mañana el pueblo se llenó de soldados que bajaron del tren militar. Al norte, hacia Villarrica del Espíritu Santo, cuando no había viento, se oía el tronar del cañón y el matraqueo de las ametralladoras. En Itacuruví los soldados no pelearon. Corridas y patrullajes; nada más que simulacros de combate. Parecían cuidar al pueblo de algún peligro, que por momentos se acercaba y por momentos se alejaba. Como una amenaza de tormenta que únicamente ellos veían. La estación del ferrocarril era su campamento. Por allí embarcaron en vagones de carga la hacienda y los hombres que consiguieron arrear. Lo más que pudieron. Su buen mes les llevó el trabajo. A taitá no lo mandaron porque él carneaba para las fuerzas. Por la noche, amontonados a la luz de la luna, tocaban guitarras y cantaban.

Desde la sombra de las casas escuchábamos sus voces y sus gritos. De repente se largaban a brincar y a zapatear. El retumbo nos hacía tiritar la piel bajo el relente. Pero no era como el batifondo del gentío en las procesiones. Capaz porque las cosas que pasan bajo el sol son diferentes de las que pasan bajo la luna. Mamaíta rezaba por ellos también.

Aparte de taitá, entre los de más edad, el único que se quedó en el pueblo fue el maestro. No parecía enterado de nada. Ni que le importara tampoco. Durante el día, en la escuela como siempre. Por la tardecita, desamarraba su cama y se metía en la laguna, ya para entonces forrada del todo por los cedazos de los irupés Tanto que el maestro daba la impresión de estar sentado en una de esas coronas que se apagaban poco a poco en la penumbra del poniente.

Una mañana el comandante visitó la escuela. Lindo hombre el capitán. Alto, de hombros anchos, la cintura muy delgada. Las botas le llegaban hasta la verija; pistola al cinto y esa especie de cañoncito negro que se encajaba en los ojos para manguear el monte y el camino cuando se subía al techo de la estación. Ojos verdes, cara blanca tostada por el sol. Suave, manso. Demasiado. Nos quedamos sin saber como sería en él la voz de mando, su furia en el combate. Se mostró muy amable. Hacia bromas con ojos de risa, la boca moviéndose en el humo perfumado del cigarrillo, que no era como el humo de alhucema del maestro que él prendía cuando había peste. El casi no tuvo necesidad de decir nada. Más callado que nunca. Estancado en su inmovilidad.

Se pasó mirando las puntas de las botas del militar, que al mudar el paso soltaban un chillido a cuero nuevo. El capitán movía las manos y las manchitas de oro del reloj que llevaba en la muñeca corría por las paredes y el techo. No la podíamos alcanzar con los ojos, y volvíamos a la figura verdeoliva que nos miraba desde una ciudad desconocida. Muy grande. Cómo podía el caber ahí con todo eso. Nos dijo cosas que nunca habíamos oído. Pasamos pronto del susto a la diversión, y lo empezamos a querer en seguida. Dijo que nosotros éramos la esperanza de la patria y que el maestro era el héroe ignorado en la batalla contra la ignorancia. Así como ellos estaban ahora en lucha contra el bandidaje. Entró de un salto el coatí plumereando las botas del militar con la cola anillada. Trepó al hombro del maestro y se puso a mirar con ojitos asustados al visitante. Guiñando un ojo hacia nosotros, el capitán preguntó: ¿Este es alumno también? El maestro movió la cabeza: No, dijo. Me acompaña no más. Y el militar: Ah, es como su perro. Al maestro se le movió un poco un lado de la cara (a veces le venía ese temblor que tienen en sueños los animales): Si, dijo. Es como mi perro. Un pequeño quejido salió del coatí tal vez de las botas. El capitán dijo: así un día él también va a saber leer y escribir. Serio, sin levantar la vista, el maestro dijo pasando la mano por el lomo sedoso del animal: Lee y escribe, sí señor, cómo no. El militar lanzó una carcajada. Después se puso serio, sin fanfarronería.

Prometió preocuparse de la escuela, apenas regresara de la capital: Aquí hay que levantar una escuela nueva, dijo midiendo con los ojos un espacio como para diez. Después dijo: Esto es poco para un pueblo como Itacuruví. El maestro murmuró a las cansadas: Lo poco basta. Lo mucho se gasta. (Su voz ahora era más chica que su tamaño). El militar no le oyó. Estaba ocupado con el futuro, haciéndose sonar los huesitos de los dedos: A cuentas viejas, barajas nuevas, dijo. Ya al irse se volvió al maestro y le palmeó el hombro que le llegaba a la altura del talabarte: Y a usted, mi amigo, le vamos a conseguir esa bendita jubilación. El maestro ladeó la cabeza hacia el coatí, como para escucharle el ronroneo: Lo que yo quiero, dijo, es un reemplazante. Y el capitán, retirando la mano: También se lo vamos a mandar.

Mucho después que se fueron las tropas, los que habían ganado los montes regresaron de a pucho. Flacos, el cuero enllagado por los huesos de las uras, aqueresados por los moscones. Nada más se venían pierneando su esqueleto. Taitá los miraba con lastima, y cuando podía carneaba para ellos. Algunos se fueron rellenando, y apenas podían se largaban hacia las frontera. Muchos se quedaron no más detrás de la parecita blanca.

Ahora hay mucha tranquilidad. Pero la gente sigue Yéndose. Más que antes. Por eso en Itacuruví se ven cada vez menos conocidos. Lo que sobra son los perros sin dueño. Y los recuerdos, que son los perros flacos de la memoria. Andan desatinados revolviendo las huellas, husmeando ese restito de los ausentes que ha quedado agarrado al polvo. Un olor, un hongo venenoso que los enloquece, que los enferma de tristeza, que les voltea la cabeza a ras del suelo; que los ayuda a procrearse. A los chicos también nos destetan con eso.

Al caer la noche, Itacuruví se puebla de aullidos que se responden desde todas direcciones, brotados de la tierra. Desde las casas a la estación; desde el río al camino; desde los aserraderos vacíos a los cañaverales y algodonales abandonados. Y más lejos todavía. Mayormente no se escuchan al principio y acaban llenando toda la noche. Cuando hay luna nueva, el olor se vuelve azucarado. Los perros se echan unos encima de otros. Se atacan a dentelladas. Se aparean en montón, salvajemente. Un desbordamiento.

La zafaduría de los perros enoja al maestro. Es lo único que lo enoja de veras. A guascazos, a patadas, se lanza contra la trenza de animales cebados. No para hasta apagar los colmillos y ojos que chispean en ese animalón de tantas cabezas y un cuerpo solo. Una noche, del montón que se deshacía lo han visto salir completamente desnudo. Embarrado con la baba de los perros se ha metido en su casa. De nuevo tranquilo y seguro. Algunos han dicho que lo han visto entrar en cuatro patas, como los mismos perros. Nunca se ponen de acuerdo en las cosas del maestro.

Resulta que en un pueblo chico, uno está muy cerca de otro, todo el santo día. Pero de repente entre uno y otro hay millones de años. Taitá y el maestro, por ejemplo. Las gentes no son según la cara que ponen, sino según su laya. Grande forzudo, comilón, la ropa y el tirador siempre llenos de sangre, de sebo, era taitá. Medio sin más pena lento. Toda la vida en el matadero municipal, faenando él solo tres o cuatro reses. Después se iba a capar toros y caballos en las estancias de Maciel y Caazapá. Llegaba los sábados al mediodía con un medio costillar atado al tiento. Seguido por una tolvanera de moscas, que se oían hasta el cerro. El mismo hacía el asado. Partía la carne con el cuchillo manchado por la queresa de las castraciones. Mientras comía con mucho ruido se iba llenando de sueño. Antes de acostarse a dormir la siesta, enterraba el cuchillo hasta el mango en el tronco de un guayabo. Llamaba a mamá y se encerraban en el cuarto. Al despertarse a media tarde, mamá le cebaba mate. Él arrancaba el cuchillo y olía la hoja cubierta de orín. Iba raspando con la uña la costra fermentada. Y las hilachitas caían en la espuma del mate mientras chupaba la bombilla. De esas raspaduras fuimos naciendo yo y mis hermanos. Una hilera.

Me había puesto una tarde a mirar el cuchillo. En la hoja herrumbrada, los ojos espantados de los caballos se apagaban en el cardenillo. Entre los relinchos lejanos, hinchados de dolor, la voz de taitá: A éste lo voy a curar. Siempre dormido. A usted lo que le hace falta no es escuela sino candela. Hasta cuándo va a andar así, hasta que se ponga a mear la gallina, o qué. Me mandó que me bajara el calzoncillo, delante de todos. Una gran risa. Me puso el cuchillo entre las piernas, por seguir la broma seguro. «Para que seas un buen padrillo, mi hijo», me aturdió su voz en el oído. Me agarré al cuchillo con las dos manos. Ni un arañazo, pero un frío de muerte me peló la sangre por dentro. Desde entonces me dura el susto. Una especie de vacío en esa parte del cuerpo. Me escapé al monte; crucé al otro lado del río. Estoy tendido en la arena, boca arriba, para que el sol me coma los ojos. El aliento del coatí en la cara, la mano del maestro lavándome los ojos enllagados, hasta el seso me araña la quemadura del agua de llantén. La voz de taitá en la oscuridad, muy achicado, servil como un perro: No sé por qué ha hecho eso. Al niño lo tratamos muy bien. La voz del maestro yéndose: Claro, cómo no, don Chiquito. A cada uno le güele bien su pedo.

Días y días para que me retoñaran los ojos. Una telaraña enrollada en la cabeza al principio. Después se me destapó adentro otra mirada, y en los ojos entraban más cosas que antes. De una manera diferente. Ver era desear y desear era recordar. Volví a la escuela. El maestro también distinto: él mismo, pero una persona diferente. Lo estaba empezando a conocer. Más fuerza que taitá tenía, en todo y por todo; a pesar de lo quebradizo de su condición. Entonces supe también por qué no podía comer él si la luz no caía sobre su comida: el gusto de cualquier cosa en lo oscuro recuerda a la muerte. Pero ahora todo era muy claro; el día y la noche. Por la tarde me quedaba a barrer el aula. Me sentía liviano. Dispuesto a volar como un pájaro. Con el gajo de cepacaballo esa tarde barrí hasta el último pedacito de escuela. Sobre la mesa estaba la libreta. Más sobada que la baraja de la fonda. Parpadeaba al vientito caliente. Me fui corriendo al borde de la laguna. A contraluz del poniente, el maestro caminaba muy derecho sobre las victorias-regias, y se perdía a saltos en la oscuridad. Cuando todos dormían y los ladridos aumentaban la noche, me senté despacito en el larguero del catre. Traté de no pensar en nada; en nada más que en ese desconocido que un día iba a llegar al pueblo. Entonces oí la voz de los que se habían ido y de los que se habían muerto. Los ladridos se apagaron. Un gusto a herrumbre me llenó de saliva la boca. Se me curaron las llagas, pensé, pero se me están enfermando las cicatrices. Así y todo, la felicidad. Me mordí la lengua hasta sentir el gustito tibio a sangre. Los ladridos no volvieron y el pueblo amaneció lleno de gente.

Mamá, taitá y todos mis hermanos están detrás de la parecita blanca, en medio del campo. También la tía Emerenciana, que me llevó a vivir con ella cuando me quedé solo.

Al maestro le prohibieron tocar en las procesiones. Capaz que él mismo se cansó de redoblar para ese pueblo cada vez más vacío. El último año ya ni un triste puñadito de brazos se pudo juntar para sacar las andas. Y de los jinetes, el polvo del galope era barro. El malón anda creciendo por otros lugares. El maestro más callado que nunca; alunado todo el tiempo. Envejeció de un día para otro. Los cabellos se le llenaron de canas. Unas motas de lana manchadas por el excremento de los loros. Se le arrugó el cuero; la ropa. Todo él se iba achicando, achicando. Apretado, atorado en un agujero, pujando por salir. Pujaba y se atoraba. Solo, en el profundo agujero. Nadie lo podía ayudar. A trueque de su encogimiento, la abertura se angostaba, lo estrujaba. Lo que saliera de allí (si algo salía), no iba a ser más que una despellejadura. Algo de nada. No bogaba más en la laguna. No se lo veía por ninguna parte. Fui a espiar la casa. Un agrio humo de alucema salía por la ventana. Adentro, el rumor del maestro leyendo en voz alta, o hablando solo. Un poco después, la voz carrasposa se quebró en la voz de un chico que hablaba a una mujer; como un chico malcriado puede hablar a su madre: resentido, porfiado, apenas con respeto. Me recosté contra la tapia, junto al cuadrado de sombra de la ventana; me metí entre la enredadera, los ojos lagrimeando por el humo. Las voces del chico y la mujer seguían discutiendo. Podían ser los loritos del maestro. Vino el coatí. Medio desconfiado, lento empezó a lamerme los pies. Gruñía un poco; capaz quería avisarme algo. Todos los animales se fueron alborotando. Después vi que no estaban: la selva había venido a buscarlos. Bejucos y ramas habían roto las jaulas, los corrales hacía mucho; se enredaban por todas partes, seguían avanzando sobre la casa. Pronto irían a caer y cerrarse sobre ella para siempre. El coatí dio un respingo. En eso salió el maestro con el tambor. Pasó junto a mí, sin verme; muy derecho, como enojado, golpeando el cuero, hasta que desapareció en la cueva del barranco. El redoble hacía tiritar la piel, metía bajo los huesos una especie de dentera. Entré en la casa. Nadie. No había nadie. Nada más que las sombras recostadas contra la pared. Un tiempo largo todo eso; demasiado, porque se terminaba de repente. Atravesando el yuyal que cubría los plantíos, regresé al pueblo. «Voy a volver mañana», oigo que me digo sin sentirme la voz; nada más que este gusto a cardenillo en la boca. Y encuentro que una montonera de años ha pasado desde entonces. Tengo la misma edad del maestro cuando se desgració bajo el puente, esa mañana en que todos los alumnos fuimos en fila a ver su cara bajo el agua barrosa. De golpe había volado hacia atrás, hacia el principio.

Lo que vimos desde el puente, entre el olor de las victorias-regias (que también ahora tenían el olor de los perros), era la cara arrugada de un chico. Menos que eso: la de un recién nacido. El agua turbia seguro engañaba un poco. Alguien venía tambaleándose por el camino, entre los reflejos. En el primer momento se nos antojó que era el inspector. Nos entró un poco de susto. Sin saber qué hacer, alguien se puso a cantar el himno. Al rato todos lo seguíamos. Un coro fuerte, desentonado, como si hubiéramos estado cantando al pie mismo del palo. Los ojos vueltos hacia el que se venía acercando.

Augusto Roa Bastos: Lucha hasta el alba. Cuento

5232_11428_1Y quedóse Jacob solo, y luchó con él una Persona hasta que rayaba el alba.

(Génesis, 32, 24)

Tendido en el camastro boca abajo, el muchacho oyó la tos seca del padre, el soplido para apagar la lámpara. Esperó aún un buen rato hasta que la noche se metiera bien adentro en la casa. Siempre era posible que el hermano mellizo acechara despierto en el cuarto contiguo. Cuando el silencio dejó oír el suave retumbo del río en las barrancas, el muchacho se inclinó y sacó el envoltorio escondido. Los verdugones del castigo de la tarde le escocieron de nuevo hasta el hueso; en las rodillas, las punzadas de los maíces sobre los cuales el padre le mandó hincarse durante horas, como de costumbre. «¡Ahí lo tienen al futuro tirano del Paraguay! ¡Rebelde ahora, déspota después!… ¡A vergajazos voy a enderezar a este cachorro del maldito Karaí-Guasú.

La madre, tratando de aplacarlo: «¡No lo castigues así, Pedro! ¡Lo vas a resabiar!…» Desde el patio el velludo mellizo le sacaba la lengua; las morisquetas de burla aumentaron su humillación, formaban parte del castigo. Sus brazos en cruz le pesaban cada vez más. Cuando se quedó solo los dobló y entrelazó los dedos sobre la nuca. Se sentía hecho una criba. Su rabia le llenaba la boca de saliva amarga, le hacía bombear salvajemente el corazón entre los huesos.

Abrió el envoltorio con mucho cuidado, no fueran a crujir los papeles viejos. El frasco brilló entre sus manos con tenue fosforescencia. lo agitó soplando varias veces en la boca de¡ frasco. Los puntitos que titilaban adentro con luz verdosa se avivaron un poco; una luz más débil que el halo de la luna menguante sobre las hojas de los guayabos. Pero alcanzó a ver borrosa la silueta de su mano, las falanges crispadas sobre el vidrio.

Han muerto muchos de ayer a hoy -murmuró-. Tendré que poner más lámpiros. Es difícil escribir con tantos gusanos muertos. Esaú empieza a sospechar. Me sigue a escondidas cuando por las noches voy al campo a cazar muãs. Me ha preguntado si pienso tejer cinturones luminosos para las Wõro que danzan desnudas en los cañadones del bosque pidiendo a la ¡una que llueva, como cuenta mamá que pasa en una tribu de indios, en los desiertos del Chaco. «¿Son mujeres de verdad?», pregunta Esaú. «Son mujeres-póra» -dice mamá-. «Son las deidades silvestres de los indios. Pero ellos son de otra manera. la verdad no se sabe…» Cuando Esaú va al monte a cazar encuentra los cinturones de muãs que yo dejo colgados en las ramas de los árboles. Los toca y los huele. Mete la cabeza entre las piernas y grita como un enano insultando a las Wõro. Después voltea a hondazos una mortandad de tapitíes y palomas de monte y los trae de regalo a papá que mucho aprecia lo que hace Esaú con fina voluntad. Yo veo y me callo. La verdad no se ve, digo.  Sopló otra vez por el cuello del frasco. El zumbido de su aliento le sobresaltó. Lo puso sobre el cajón y tomó el cabo de lápiz. Mojó la punta en la saliva. Hablaba en voz muy baja para sí mismo, habría sido difícil tal vez seguir su pensamiento sin apuntalarlo con ese susurro.

-Tal vez sea más fácil ser Jacob que escribir sobre Jacob, y mamá que me pregunta por que quiero ser como Jacob. Yo cierro fuerte la boca para no contestar. Mamá entonces me toma la cabeza entre las manos y mirándome en los ojos como ella sabe hacerlo me dice que cada uno es lo que es y que no arrienda compararse con los otros. Pero quién sabe lo que uno es. ¡Uno de tantos entre tantas cosas! Yo no sé si soy joven o viejo, o las dos cosas al mismo tiempo. En los cuadernos de papá, de cuando era todavía seminarista, leí: «Mi infancia murió hace ya mucho tiempo, y yo aún vivo…» Y cuando abuelo José murió, papá escribió sobre su tumba: «Entregó su espíritu en las manos de Dios. Le devolvió su vida en buena vejez, anciano y lleno de días.»

Volvió a agitar el frasco. – Son como pescados muertos -dijo-, pero el vientre todavía les brilla en el aire viciado. Hay que echar los muertos y poner lámpiros vivos todos los días. Me acuerdo de la noche cuando se metió un muã dentro de una botella, en el patio, y me dio la idea de una lámpara que no fuera como las otras y que alumbrara con otra luz, la luz de los bichos que alumbran el aire de la noche.

La mano del muchacho siguió escribiendo en el rotoso cuaderno, a la luz del tenue  reverbero.

-Papá no es hombre malo, pero me cree malo a mí. Él sabe que su infancia murió hace tiempo, pero no sabe que yo soy más viejo que él. Capaz que por eso me pega con esa correa doble, que él usa para asentar el filo de su navaja. Pero no pega nunca a Esaú. Mamá me dice que es porque mi hermano es contrahecho y tiene la cabeza un poco desvariada. Papá me pega cuando cree que hago algo malo. Pero yo sé que no es malo zambullirme en el río con los otros muchachos M pueblo para buscar el cuerpo del pasero ahogado en el remanso, enredado entre los raigones M fondo bajo los flotadores de la balsa ‘ Esaú contó que yo salí echando sangre por la nariz y por la boca, abrazado al cadáver del viejo. Eso no es cierto. Yo encontré el cadáver bajo la balsa pero no me animé a tocarlo. Me miraba fijo debajo M agua como riéndose con una mueca. Vi los huesos ganchudos de las manos ya comidas por las pirañas. Lo sacaron los otros muchachos. Pero aunque lo hubiese sacado yo, ¿es malo eso? ¿Es pecado tan grande sacar a un ahogado? Por lo menos para que lo entierren en camposanto.  Suspiró con estremecimiento.

-Mamá defiende a papá tratando de explicar que él tiene miedo a que yo también un día me ahogue en el río, y que lo que él quiere es que volvamos a la ciudad para sacar de nosotros dos hombres útiles y sabedores y respetados. Pero los castigos no son solamente por culpa M río. La otra vez fue la llave que perdió Esaú en la chacra y no pudimos entrar en la casa. Papá me mandó a buscarla mucho después que cayó la noche y yo tuve que pasar corriendo con los ojos cerrados y los oídos tapados sobre el empalado del puente donde dicen que tiene su guarida el fantasma del Descabezado. Estos castigos son los que más duelen y me pueden desvariar la cabeza a mí también, si es que no la tengo ya desvariada. El miedo es la cosa más mala que puede caerle a un cristiano. Y lo que yo siento es que papá tiene miedo a otra cosa que él mismo no entiende qué es. Hace ya mucho tiempo que es mensual de la fábrica y sabe que de aquí no podrá salir, como salió M seminario, de los obrajes, de los Verba les. Hay lugares de donde no se puede salir. Y este lugar de Manorã, en Iturbe del Guaira, es uno de ellos. La gente se muere aquí como los muãs en el frasco cuando ya no pueden echar más luz de su vientre, digo cuando la vida se les apaga en la fábrica o en los cañaverales. Papá no es hombre malo y yo diría que es el más bueno si no fuera por ese miedo que tiene a lo que no sabe y no en tiende, o tal vez lo sabe tan bien que ya lo olvidó…

El muchacho escribía con apuro, pero las letras gordas de escuelero le salían lentas y difíciles. Se quedaban atrás de lo que él procuraba decir y escribir. Las borraba cada tanto con trazos temblorosos que a veces rasgaban el papel. El frasco se iba apagando poco a poco.

– Cuando leo en la Biblia ese hecho que hizo Jacob, yo encuentro que es de otra manera, no como cuando mamá nos lee o nos cuenta los mismos hechos. Igual que cuando a papá estuvieron por matarlo los revolucionarios porque no quiso decir dónde estaban las armas de la policía de la fábrica. Toda la noche entre si lo mataban o no lo mataban, y que dónde están las armas, y los golpes y los insultos, y los tiros junto a su cabeza quemándole los cabellos y hasta uno de esos tiros arrancándole un pedazo de oreja. Todo esto justo hasta el alba cuando llegó al galope un jinete de la montonera y gritó a los que tenían atado a papa con trozos de alambre: «¡No, a ése no lo maten ya! ¡Encontramos las armas escondidas en las calderas de la fábrica!…» Y así papá se salvó de los fusiles y los machetes de la pueblada. Mamá no quiere acordarse de esas malas memorias. Se le humedecen los ojos y se queda callada. Me pasa la mano sobre la cicatriz que tengo en la cabeza y que me dejó ahí una pedrada de Esaú. Mi hermano Esaú de¡ que nunca puedo separarme como si él siguiera teniendo trabada su mano a mi calcañar desde que nacimos juntos. Eso dice mamá cuando cuenta que Esaú es el mayor porque nació último y que su alma está derramada en mí como la mía está derramada en él. Pero yo no quiero un alma así, tan de dos sin ser de nadie y que sin ser nada y al mismo tiempo doble da a uno solo tanta aflicción…

Ya no vio la forma de su mano. Se puso el lápiz entre los dientes. Empezó a envolver  el frasco con el mismo cuidado del comienzo. El viento que las Siete Cabrillas suelen soltar hacia la medianoche, había apagado el retumbo del río. El muchacho sintió el peso enorme de la noche amontonada en el cuarto. tomó el frasco a tientas, abrió la puerta y salió sin hacer ruido.  la noche hedía a los charcos de agua estancada, al guarapo fermentado en los canales de desagüe del ingenio. Arrojó el frasco al río desde lo alto de la barranca. Oyó el ruido del choque en el agua. Se estuvo un rato inmóvil. Luego siguió andando en la oscuridad, de cara al olor lejano de los cañaverales. Sintió que la frente le ardía en relente.  Caminó sin detenerse una sola vez. Su paso firme parecía olvidar todo otro rumbo que no fuera ése. Por atajos y desvíos que conocía bien llegó al cruce de los dos caminos que, en la historia de Jacob, en la Biblia se llama Manhanaim y en la tierra de Manorã, Tape-Mokõi. Algo o alguien le salto por detrás clavándole uñas como garras en la nuca. El muchacho giró y comenzó a luchar contra su invisible adversario con toda la furia y la tristeza que llevaba adentro, con un ansia mortal de destruirlo. Luchó cada vez con más fuerza logrando que todo el peso de la noche entrara en su brazo. Sintió que ese esfuerzo desbarataba los malos recuerdos; sintió que los arrojaba de sí en los espumarajos que echaba por la nariz y por la boca. Sintió que sudaba sangre y que este sudor lo purificaba, que lo volvía más liviano, sin peso ninguno. Pero que todavía estaba vivo y que sólo vivía para triunfar en esa lucha con el Desconocido. Como éste notó que no podía contra él, puso su puño forzando la palma del anca del muchacho y le descoyuntó el muslo. Pero el muchacho no cejaba y arremetía con creciente encarnizamiento. La voz dijo: -¡Déjame, que el alba sube!» Y el muchacho gritó fuerte, no como un ruego sino como una orden: «¡No te dejaré si no me bendices!» La voz dijo: «¡No puedo bendecirte porque estás maldito para siempre!…»

El muchacho siguió luchando ciegamente, hasta que se dio cuenta de que había estrangulado a su adversario; su cuerpo permanecía abrazado a él, pero ya inerte y sin vida. El muchacho se sacudió y lo dejó caer. Su pie tropezó con una piedra. la levantó y contempló entonces la cabeza separada del tronco. Y en esa cabeza descubrió el rostro de filudo perfil de ave de rapiña del Karai-Guasú, tal como lo mostraban los grabados de la época. Pero también vio en la cabeza muerta el rostro de su padre.

Dudó un instante como en el centro de una alucinación o de una pesadilla. Pero la palma del anca descoyuntada le mostró que si era un sueño se trataba de un sueño de otra especie. El día claro le mostró dos paisajes superpuestos, dos tierras, dos tiempos, dos vidas, dos muertes.

… Yo también, como Jacob, vi a Dios cara a cara y fue liberada mi alma…  Pero esa voz no era la suya, ni la de su madre, ni la de las Escrituras, ni la voz que había entrado muchas noches en su vigilia cuando al resplandor fosfórico de las luciérnagas ese – ‘ bía a su manera la historia de Jacob. Sintió en lo hondo de sí que todo eso era falso. Un sueño. Pero que esa falsedad, ese sueño, eran la única verdad que le estaba permitida.

El sol, el rescoldo neblinoso de un sol que no se veía quemaba todo el cielo y borroneaba el día en una tiniebla blanca. El muchacho continuó su camino rengueando del anca escoyuntada. Llevaba la cabeza sanguinolenta bajo el brazo. El fuego blanco del sol la iba despellejando por instantes. Pronto quedó el cráneo calcinado, arrugado, cada vez más pequeño. El muchacho no se dio cuenta de ello entre las reverberaciones y el polvo que subían del camino, ni de que sus propios cabellos le habían crecido hasta los hombros y habían tomado el color de la ceniza.

Se dirigió hacia el pueblecito de Nazareth. Llegó a casa del rabino Zacarías que no lo reconoció y lo tomó por un mendigo. El muchacho Jacob le tendió las manos sin ver que en ellas no había ningún cráneo.

-¡Es de una persona importante de Phanuel! dijo-. Se lo vendo por poco dinero…

El rabino Zacarías no entendió lo que el otro le dijo. Salvo la palabra Phanuel, el nombre hebreo que quiere decir: el-que-ha-visto-la-faz-de-Dios. Le sorprendió que un muchacho campesino de Manorá pudiese conocer el nombre y pronunciarlo con acento arcaico. Se lo hizo repetir. El muchacho Jacob volvió a decir claramente:

-¡Phanuel!

El rabino Zacarías retrocedió. Su voz se volvió dura:

– ¡Deja en paz lo que no entiendes y es sagrado! El hombre malo, el hombre depravado anda en perversidad de boca. Y tú no eres el suplantador que estará en lugar de aquel hombre santo. Anda y trabaja los campos y siembra y cosecha.

El muchacho Jacob inclinó la cabeza. De entre los cabellos encanecidos cayeron sobre sus pies gotas de sudor o de lágrimas.

-Vete -le dijo el rabino, y cerró la puerta después de arrojarle unas monedas.

La noche había caído de nuevo. La silueta que rengueaba entró en un rancho de expendio de bebidas, que brillaba con resplandor calcáreo a la luz de la luna, en un recodo del camino. Pidió al bolichero con voz ronca apenas audible una botella de aguardiente y dejó caer las monedas sobre las tablas. Bebió a sorbos largos apretando la boca ansiosamente contra el gollete, sin unapausa, sin un respiro, como si ya no tuviera aire adentro. Se retiró tamboleándose hacia un rincón del rancho, y se tendió en lo oscuro poniéndose el anca descoyuntada como cabeza.

Entraron dos hombres del lugar y también se pusieron a beber. De pronto uno de ellos se fijó en el que yacía en la sombra, y dirigiéndose al patrón, le preguntó con un guiño de picardía:

-¿No es ése el hijo de don Pedro, el de la azucarera?

El patrón asintió encogiéndose de hombros.

-Los muchachos de ahora pronto empiezan a darle al trago  -dijo el que había hablado-. Pero el padre le va a sacar el vicio a latigazos. Don Pedro no se anda con vueltas.

El segundo hombre se aproximó, husmeó la sombra y removió el cuerpo yacente,

-A éste no le puede pasar ya nada -dijo moviendo la cabeza.

-¿Qué quieres decir? -preguntó el posadero.

El hombre regresó al mostrador, bebióse de un trago la media caña. Después dijo con la voz opaca:

– Ése ya huele a muerto.

Naguib Mahfuz: Una fotografía antigua. Cuento

Naguib-Mahfuz (1)Una idea, relampagueando de improviso, anunció el fin de su incertidumbre. Surgió cuando sus ojos tropezaron con una vieja fotografía escolar. Estaba preocupado por lo difícil que le resultaba encontrar algo original para la revista: el deber del periodista, la obligación de aportar cotidianamente novedades. Y de pronto le vino la inspiración. La foto llevaba colgada en el mismo sitio, en el cuarto de estar, más de treinta años; discreta, muda, difusa ya. Mas ahora parecía tener algo que decir.

Se concentró en la foto, apenas alterada por el paso del tiempo: su orla de Bachillerato en Letras, Instituto de Enseñanza Media de Giza, año 1928 ¿Cómo enfocar periodísticamente estos rostros juveniles?… ¿»Educación y vida»?… ¿»1928 y 1960″?… prometedor punto de partida, pero ¿cómo conseguir datos que sirvan de base a un buen artículo?

¡Cuántos años sin echar una mirada a aquella foto! ¡Cuántas cosas presentes en ella se fueron para no volver! ¡Aquellos tarbuses! ¡Aquellos profesores ingleses y franceses!

Una simple mirada le bastaba para recordar a cada uno, aunque hubiera olvidado sus nombres, y aunque desconociera el curso de su vida por completo: ninguno mantenía en la actualidad contacto con él, ni siquiera aquel chico inquieto que fue vecino suyo durante mucho tiempo.

Procedió a examinar los rostros despacio, comenzando por los de la fila superior. Pasó de largo dos que no le sonaban para detenerse en el que fue el as del equipo de fútbol y que encontró la muerte en un partido entre el Giza y otro instituto… Inolvidable accidente… se diría que su suerte está expresa de algún modo en la foto: ojos de brillo agresivo, arrogante, torcida la boca en un rictus de sonrisa…; hoy es sólo polvo.

Continuó su recorrido de rostro en rostro, hasta pararse en otro, rectangular, vigoroso… recordó la actitud del dueño de aquel rostro, en la escalera de la Secretaría de la Escuela, pronunciando un inflamado discurso con el que pretendía que se sumasen a una manifestación de protesta por el Estatuto del 28 de febrero.

Al lado, uno de aire distinguido que delataba la clase a la que pertenecía; en seguida le vino a la memoria su apellido, al-Mawardi, y lo anotó en su agenda. Seguro que le sería fácil dar con él, porque había sido una personalidad destacada en la política de hacía diez años. Será el primero a investigar.

Sus ojos continuaron deslizándose por los rostros sin que ninguno le dijera nada, hasta llegar a uno difícil de olvidar; fue el símbolo del alumno sobresaliente, con todo el poder de fascinación que esto tiene, el primero de la clase, el número uno siempre, el mejor del Instituto… ¡al-Aurafli!; ¡además de su fama le había quedado en la cabeza aquel raro apellido suyo! Había destacado en la Facultad de Derecho y había sido nombrado en seguida Fiscal de Distrito; por aquel entonces tal nombramiento fue sonado. No tendrá dificultades en dar con él dirigiéndose al Ministerio de Justicia Será el segundo eslabón de su artículo; al-Aurafli después de al-Mawardi.

Un nuevo rostro se destacó desafiante. Era de sangriento recuerdo: una pelea en el patio de la Escuela; del motivo no puede acordarse en absoluto.

Siguió pasando caras, calladas como piedras, hasta llegar a la provocativa fisonomía de su antiguo vecino Hamid Zahrán, hoy director de la Compañía La Pirámide Escalonada. Esbozó una sonrisa fría. He aquí a una figura de actualidad. Recordaba claramente cómo había dejado los estudios al suspender la Reválida, y que, con la enseñanza media solamente, se había incorporado al Ministerio de la Guerra. Había seguido en contacto con él hasta hacía diez años, cuando dejó de vivir en Abu Judà, al empezar a dedicarse al periodismo. Supo después que había renunciado a su empleo estatal para ocupar el puesto de secretario del director de La Pirámide Escalonada, y que más adelante había heredado el cargo de director con un sueldo de quinientas libras mensuales. Un verdadero milagro, si no se piensa en su locura o en su misma estupidez, de la que no le cabe la menor duda. De todos modos será un elemento significativo para su reportaje, que confía en que será de mucha calidad: dependerá más de su análisis que de las entrevistas con los anónimos personajes, ya que no importarán las individualidades, sino sus posiciones sociales. En fin, mejor será que deje las consideraciones hasta que tenga reunido todo el material.

Empezó por concertar una entrevista con Abbás al-Mawardi en su finca de Qulyub, tras informarse en el despacho que éste mantenía en la Plaza del Azhar, de que ahora residía allí. A la hora en punto cruzaba el paseo de entrada flanqueando por macetas de flores que llegaban hasta el recibidor. Era un artístico palacete de dos pisos rodeado por un parque, de dos feddans de extensión, plantado de mangós, naranjos y limoneros, emparrados; innumerables arriates en forma de cuadrados, círculos y triángulos; flores, maleza y arroyos. Y él allí, de pie, como un gigante, en medio de los campos que se extendían hasta el horizonte, se vio dominado por el silencio, la calma, la armonía. Creyó ver a lo lejos, en los bancales, cuerpos inclinados que parecían perdidos entre los sembrados y el espacio.

Abbás al-Mawardi le recibió luciendo una abba holgada, con su cara llena, sonrosada, pelo brillante en retirada sobre la gran cabeza redonda; su corpulencia le hacía muy semejante a una estatua tapada antes de su inauguración. Abbás le miró sonriente, con cierta expectación mezclada de cautela y curiosidad, dándole la bienvenida:

-¡Bienvenido, señor Husayn Mansur!

Se estrecharon las manos, se sentaron y añadió:

-Sigo tu actividad periodística con verdadero interés; siempre que leo algo tuyo, recuerdo que fuimos compañeros de Instituto, aunque no nos hayamos vuelto a ver desde que salimos de Giza.

Husayn replicó sonriendo:

-Nos vimos una vez de pasada en el Parlamento, allá por el cincuenta o el cincuenta y uno.

Frunció el entrecejo:

-¿Sí…?

Se entregaron durante un buen rato a los recuerdos del Instituto, hasta que Husayn le descubrió el objeto de su visita; entonces Abbás dijo cortante:

-¿No te parece mejor dejarme en paz…?

Pero Husayn le atajó con mucho ánimo:

-No estoy de acuerdo contigo; se trata de un estudio que será la primera piedra para reconstruir la trayectoria de toda una generación. Desde luego, no publicaré nada explícitamente a ti referido, sin haberlo sometido antes a su aprobación. Palabra de honor. Es más, acaso ni siquiera necesite mencionar ningún nombre.

No se negó, pero tampoco pareció muy contento. Su rostro era un enigma, hasta el punto de que Husayn Mansur se preguntaba con angustia qué podía pasarle, ¿le ha dolido este encuentro con todos los recuerdos que ha provocado? Aunque hoy sea rico, ayer fue millonario, sin duda, y su estrella política estaba en alza. Ganó honestamente las elecciones… en todas las hablillas se le nombraba como candidato al Ministerio a finales de 1950…

-Resido aquí habitualmente, por eso mi hijo, el que está en edad universitaria, vive en El Cairo con mi hermana. Yo no salgo de aquí casi nunca.

Los frenos de su lengua se habían relajado y confirmó extensamente que sí llevaba en persona la explotación de su tierra, utilizando las más modernas técnicas agrícolas. Habló de que le interesaba sobremanera la cría de ganado y aves de corral; de que para los ratos de ocio se había preparado una buena biblioteca, y de que había elegido como deporte y afición la equitación, en fin, que había creado un pequeño reino y que podía prescindir de los demás; más aún… ¡deseaba pasar allí la vida, sin salir de los limites de su propiedad!

Luego el periodista aludió a los campesinos de sus tierras.

-¡Yo soy un labrador más!, como lo fue mi padre. No me avergüenza trabajar con ellos, ¡son buena gente!

Husayn suscitó otra cuestión:

-¿No te has presentado como candidato por la Unión Nacional?

Pero su interlocutor sorteó la respuesta con habilidad:

-Muchos me lo han propuesto, pero aquí soy feliz.

Husayn imaginó aquella vida, medio salvaje, medio refinada, que ofrecía tantas compensaciones: la noche, la luna, el bar americano, el toque rústico…

-¿Y tus amigos de antes?

-¡Ah, esos! Los íntimos pasan en casa el fin de semana. De los demás no sé nada.

Rehusó seguir hablando de asuntos generales, y Husayn no insistió:

-¿No te apetece a veces ir al cine, por ejemplo?

-Tengo sala de proyección aquí, ¡sí!, ya ves que no me falta de nada.

Le alargó la foto escolar por si le sonaba alguno de los que había en ella. La examinó sonriendo. Al poco señaló su rostro:

-Alí Sulaymán, alcanzado por una bala en el pecho en tiempos de Sidqi. Después que se graduó se incorporó al Cuerpo Diplomático. Ha sido depuesto cuando la purga ministerial.

Husayn señaló la imagen de Hamid Zahrán. Al-Mawardi negó con la cabeza. Husayn le explicó:

-Es Hamid Zahrán, director de una Compañía, quinientas libras al mes.

Las cejas de su interlocutor dibujaron un ¿»de verdad»?; sus ojos brillaron entre escépticos y perplejos. El periodista dio por terminada la conversación.

En el Ministerio de Justicia encontró al que fuera primero de la clase, el señor Ibrahim al-Aurafli, Juez de Causas Criminales. Esperó ante el Juzgado hasta que el otro salió seguido de un ujier que corrió por un taxi. Husayn se acercó sonriente a al-Aurafli que le miró desorientado. De improviso le reconoció y le tendió la mano. Husayn le contó su propósito en líneas generales y al-Aurafli le invitó a comer en su casa. El taxi les llevó a la calle Maher. Entraron en un piso confortable, pero corriente en definitiva, cosa que sorprendió a Husayn, pero cuando se sentaron a la mesa ocho niños, de edades parecidas, poco más o menos, se le fue la sorpresa.

-Tu actividad periodística llama la atención, de verdad.

Le dio las gracias mientras echaba una mirada furtiva a su cuerpo enjuto y a sus ojos brillantes y cansados. ¡Qué buena vida se dio en la Escuela gracias a la fama de su extraordinaria valía!, y hoy no le conoce nadie fuera del Juzgado.

Cuando le pidió que hablara con detalle de su trabajo, al-Aurafli contestó vivamente: «Mi trabajo no tiene nada que ver con la Prensa… Cuando era Fiscal de Distrito, con motivo de un caso sonado, los periódicos quisieron sacarme a la luz, pero yo me negué. La fama no debe significar nada para un juez, pues los acusados, o son inocentes a los que se debe respetar, o desgraciados culpables a los que no hay por qué darles publicidad».

Husayn dijo muy seguro de sí:

-No temas a la Prensa, estoy solamente haciendo un estudio sobre Educación y Vida; si quieres, significaré tu nombre con una letra y puede ser que prescinda hasta de eso.

-Mejor será. Pero ¿qué estás buscando concretamente?

Le miró con ojo periodístico mientras tomaban café en el salón solos. De los niños no quedaba más que un murmullo que de vez en cuando traspasaba la puerta cerrada.

-Quiero saber tu opinión sobre nuestra generación y la actual, los problemas a los que tuviste que enfrentarte, la filosofía de tu trabajo y de tu vida.

Habló lentamente, con un resquicio de vergüenza. Se inclinaba a la generación pasada, como individualidades, y a la actual como filosofía. Parecía encantado con su profesión y la bendecía, a pesar de la continua entrega que reclama. Empezó a contar luego casos extraños que le habían surgido.

-Siempre fuiste el primero de todos nosotros.

-Y el primero en Bachillerato de todo el país.

Husayn pensó un poco y luego dijo:

-Se te ve satisfecho a pesar de todo.

-¿A pesar de qué?

Dijo con elegancia:

-Quien juzga la muerte de un ser humano…

Le interrumpió decidido:

-Mientras tenga la conciencia tranquila, no sabré qué es angustia.

-La verdad es que tu temple no es cosa corriente.

Rió a carcajadas:

-¡Considérame un sufí si quieres!

Los ojos de Husayn acusaron la sorpresa y se animó a indagar más sobre el particular. Pero el otro estaba arrepentido de lo que se le había escapado y se negó a añadir una sola palabra al respecto.

-Parece que vuestro trabajo es difícil.

-Nuestra vida transcurre entre legajos de problemas.

Daba la impresión de trabajar demasiado, como cuando era estudiante. ¡Vida recogida, lucha continua, ocho hijos y… Sufismo!

A pesar de todo, los funcionarios ven en la Justicia el Jardín del Edén.

Sonrió:

-¡Sí, el Paraíso es nuestro!

Le enseñó la foto escolar. La miró con interés. Husayn señaló a Hamid Zahrán:

-¿Recuerdas a éste?

-Ni lo más mínimo.

-Es Hamid Zahrán, uno de los que no consiguieron terminar el Bachillerato; ahora es director de una Compañía, gana quinientas al mes, ¿lo sabías?

Le miró como hubiese mirado un platillo volante. Husayn dijo:

-Creí que la noticia dejaría frío a un sufí como tú…

Se echaron a reír.

Le preguntó a continuación si recordaba a alguno de los de la foto. La recorrió con la mirada, posando luego el dedo sobre un rostro de la segunda fila: «Muhammad Abd al-Salam, escribiente de la Fiscalía, trabajó conmigo al principio en Abu Tig. Ahora no sé nada de él».

Husayn logró enterarse de que Muhammad Abd al-Salam trabajaba ahora en al-Minya y tuvo que trasladarse a al-Minya para encontrar a Muhammad Abd al-Salam en su último trabajo. Abd al-Salam le dio la impresión de tener, por lo menos, diez años más de los que en realidad tenía. Captó en su aspecto descuidado, su pelo blanco, revuelto, y sus encías melladas, un cierto aire de ruina. El buen hombre ni se acordaba de él, ni le convencieron sus pretensiones, hasta que le mostró la antigua fotografía. Se sentaron en el recibidor. Era un piso antiguo, lleno de críos.

-No reconozco a ninguno de los de la foto, llevo mucho tiempo sin parar en ningún sitio a causa de mi empleo.

A Husayn le dio un vuelvo el corazón, sintió una compasión y un respeto profundos por aquel hombre. Le preguntó cuál era su categoría como funcionario…

-Quinta desde hace un año. ¡Apunte usted eso! sería estupendo que publicase una foto de mi familia: ¡seis hijas y cuatro hijos! ¿Qué le parece?…, o mucho me equivoco o Dios le ha enviado aquí para sacarme de apuros.

Le prometió que intentaría hacer algo y condujo la conversación a los recuerdos del pasado; pero antes de entrar en materia tuvo que tomar buena nota de la familia. Señaló la imagen de Hamid Zahrán:

-Este compañero nuestro gana quinientas libras al mes.

La noticia le causó una enorme impresión; palideció:

-¿Qué hace?

-Es Director de una Compañía.

-¡¡Pero un Ministro no saca ni la mitad!!

-Son cosas distintas.

-¡¿Cómo y en qué las puede gastar?!

Husayn sonrió; la respuesta sobraba.

-¿Qué título tiene?

-Enseñanza media.

-¡Vaya! ¿Es una broma?

-De ninguna manera, un título no lo es todo.

-Entonces, ¿qué?, explícame cómo puede un hombre lograr esa oportunidad. ¡Está en la misma fila que yo en la foto!, dime, ¿cómo lo ha logrado?

Contestó conciliador:

-A veces interviene un factor llamado suerte.

El otro sacudió la cabeza con pena y dijo muy convencido:

-No existe en nuestro país, en justicia, un trabajo que merezca tal sueldo… y si lo hay, ¿por qué no llegamos a la Luna?

Husayn rió:

-De todos modos estáis mejor que millones y millones.

Protestó:

-¿Millones?, sí, lo sé, pero la cuestión es Hamid Zahrán.

Husayn no tuvo la menor dificultad en concertar una entrevista con su antiguo vecino Hamid Zahrán. Pero la Compañía no era un lugar apropiado para charlar como viejos amigos y le invitó a ir a su domicilio, en el Doqqi. Husayn contempló admirado el chalet, el edificio rodeado de árboles… y se acordó del palacete de Abbás al-Mawardi en la finca de Qulyub: admirable arquitectura, jardines frondosos, indicios de vivir bien… ¿Cómo será ahora su antiguo vecino?, de él no le queda más que la sensación de un cuerpo desmedrado y un rostro enfermizo… una sonrisa burlesca… recuerdos que de ninguna manera armonizan con este chalet ostentoso. ¡Que Dios tenga en su gloria los días de antaño, Hamid!, aquellos días en que te las ingeniabas para rapacear un céntimo y no lo soltabas luego aunque se pregonara a tambor. ¡Ojalá no nos hubiera separado el tiempo para poder analizar, codo con codo, la sucesión de seísmos humanos!

-¡Caramba, Husayn, cómo estás! ¿Dónde te has metido estos últimos años?

Su aspecto era tan impecable como el de su casa. Los esplendores del salón encandilaban la mirada… oros, espejos, obras de arte. El dueño aparecía joven, vigoroso, lleno de energías.

-Protesto de que vengas a verme por un motivo preciso. Estás en tu casa… espero que me felicitarás…

Se sentía molesto, pero contestó, muy a tono:

-No tengo excusa, discúlpame.

Hamid rió satisfecho. Se sumergieron en recuerdos largo rato; luego, Husayn puso manos a la obra. Evitó tocar temas que pudieran molestar al otro o fueran demasiado íntimos… la conversación se redujo a comentar el éxito, cómo lo logró, su manera de dirigir la Compañía… las opiniones que tenía sobre su generación, etc…

-Me ligaban al Director anterior relaciones profesionales, anteriores a su nombramiento de Director de la Compañía, y me nombró Secretario suyo, luego Jefe de su despacho; me eligió porque éramos antiguos conocidos…

(¡Antiguos conocidos! La realidad es que en la casa donde vivías antes habías puesto un salón de juego al que invitabas a tus jefes más destacados. No eres más que un oportunista hábil.)

-Aprendí todo, lo grande y lo menudo, trabajando de secretario suyo. Me relacioné con todos los que tenían algo que ver con la Compañía…

-Ahí está la diferencia entre el secretario torpe y el habilidoso…

-Mi jefe, el Director, me eligió para desempeñar su cargo cuando se marchó al extranjero…

-¡Bien por el nombramiento!… ¿Qué planes tienes para el futuro?

Se abandonó a la conversación y dio detalladas explicaciones. El periodista recogió un amplio resumen de lo que decía; mientras, podía observarle de cerca y grabar en la memoria sus ademanes y sus pausas. Cuando acabó la entrevista, se levantó Zahrán, dirigiéndose al interior de la casa:

-Ahora aguarda, voy a presentarte a mi mujer…

¡Fayqa… la antigua vecina! ¡Al fin ha conseguido vivir en la cumbre! Zahrán se casó con ella estando aún en el Bachillerato. Todos habían sido vecinos. El padre de ella, Amm Salama, era conductor de tranvías; le recordaba perfectamente. ¿Cómo se sentiría en semejante chalet?

Hamid Zahrán volvió, precedido de una deslumbrante joven de veinte años, rostro moreno, entre Oriente y Occidente… ¡nueva esposa!

Hechas las presentaciones, la conversación se desarrolló en inglés casi todo el tiempo. El rostro de Zahrán desbordaba satisfacción. ¿Dónde podría estar la otra? ¿Habría muerto? ¿Se habrían divorciado? Hay que aclarar este punto para que la imagen de Zahrán quede completa.

Del chalet se fue a la calleja al-Karmani, cerca de Bab al-Saria, donde vivía antes Amm Salama. A la entrada de la calleja preguntó por él y se enteró de que había muerto algunos años antes y de que su hija Fayqa había puesto una tienda, un estanquillo con venta de caramelos en los bajos de su casa. Se acercó emocionado, no quería que ella le viera antes que él a ella… Estaba sentada detrás del mostrador y no alcanzó a ver más que su cara y su cuello… fumaba un cigarrillo y su rostro, lo mismo que el de Abd al-Salam, el escribiente de al-Minya, le dio la impresión de pertenecer a una persona diez años mayor. Parecía acobardada y abandonada a su destino. Recordó que había sido un deleite para la vista, y que había estado llena de vitalidad y esperanza. Sintió que lo más noble de su alma le dedicaba una elegía de admiración.

Se fue de la calleja al-Karmani emocionado y triste. Pasó revista a los materiales que había conseguido, los sopesó en un análisis primario, y se preguntó:

-¿Qué conclusiones sacar de esta vieja fotografía?

Virgilio Piñera: Unión indestructible. Cuento

virgiliopic3b1eralleraNuestro amor va de mal en peor. Se nos escapa de las manos, de la boca, de los ojos, del corazón. Ya su pecho no se refugia en el mío y mis piernas no corren a su encuentro. Hemos caído en lo más terrible que pueda ocurrirle a dos amantes: nos devolvemos las caras. Ella se ha quitado mi cara y la ha tirado en la cama; yo me he sacado la suya y la encajo con violencia en el hueco dejado por la mía. Ya no velaremos más nuestro amor. Será bien triste coger cada uno por su lado.

Sin embargo, no me doy por vencido. Echo mano a un sencillo recurso. Acabo de comprar un tambor de pez. Ella, que ha adivinado mi intención, se desnuda en un abrir y cerrar de los ojos. Acto seguido se sumerge en el pegajoso líquido. Su cuerpo ondula en la negra densidad de la pez. Cuando calculo que la impregnación ha ganado los repliegues más recónditos de su cuerpo, le ordeno salir y acostarse en las lozas de mármol del jardín. A mi vez, me sumerjo en la pez salvadora. Un sol abrasador cae a plomo sobre nuestras cabezas. Me tiendo a su lado, nos fundimos en estrecho abrazo. Son las doce del día. Haciendo un cálculo conservador espero que a las tres de la tarde se haya consumado nuestra unión indestructible.

Virgilio Piñera: El Infierno. Cuento

virgilio13Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de la imaginación!—. Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo.

Ya en la vejez el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre?

Gabriel García Márquez: Blacamán el nuevo vendedor de milagros. Cuento

gabriel_garcia_marquez_ampliacionDesde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pes­punteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedre­rías de colores en todos los dedos y su trenza de casca­beles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las hierbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que enton­ces no estaba tratando de vender nada a aquella co­chambre de indios, sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determi­nación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de ésas que empie­zan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se desbarrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reven­tó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retra­tos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, unas porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sen­cillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.

Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almi­rante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él que también era bueno para los plomos envene­nados de los anarquistas, y los tripulantes no se confor­maron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le tor­cieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mi­rada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayu­dara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquélla fue como la mirada del destino, no sólo del mío, sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando él debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía nada más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisiera conocer en el mundo, y ésa fue la única vez en que le contesté sin burlas de verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más fácil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.

Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando se le volteaba la suerte se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años seguían gober­nando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que vol­vió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tende­rete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que vol­vían trasparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infun­dir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden, sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fun­daba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para que le de­volviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la no­che quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcio­nó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posi­ción y la intensidad del dolor. En ésas estábamos, conven­cidos de nuestra victoria sobre la mala suerte, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado ha­bía querido repetir en Filadelfia la prueba del contrave­neno, y se convirtió en mermelada de almirante en pre­sencia de su estado mayor.

No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encon­trábamos más claras nos llegaban las voces de que los infan­tes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arra­saron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión co­lonial, engañados con la esperanza de que pasaran los con­trabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reír­nos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspi­rando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nun­ca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensan­do con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pen­samiento, y antes de amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.

Ahí fue donde se echó a perder el poco cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gri­taba que aquella mortificación no era bastante para apaci­guar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de co­mer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y for­tuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba en­cima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dár­melo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y sola­mente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión que era él y no el animal el que se iba a reventar, y entonces fue cuando sucedió como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.

Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos, por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, de­saguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidentes o peloteras, por veinticin­co si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro género de calamidades públi­cas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor me­diante arreglo especial, a los locos según tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quien se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la iz­quierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y queden curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguar­diente hasta matar la idea, y vengan las maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que no hago es resucitar a los muer­tos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me ame­nazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomenda­ron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La ver­dad es que yo no gano nada con ser santo después de muer­to, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos co­lores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miér­coles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turis­tas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.

Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabe­les para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que en­tonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno, sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de ha­ber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi ma­dre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo, sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes, sino aguan­tando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de ma­rina no se atrevieron a disparar por temor a que las mu­chedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Al­guien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descan­so, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera, sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguan­tando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al re­vés por el tétano de la eternidad. Fue ésa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo en­tero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una co­lina, expuesta a los mejores tiempos del mar, con una ca­pilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes que a Santa María del Darién se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lás­tima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl des­baratado y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resu­citar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.

Gabriel García Márquez: Un señor muy viejo con unas alas enormes. Cuento

ARCHIVOCOLP ORGANIZADAS GABRIEL GARCIA MARQUEZ GARCIA MARQUEZ_GAAl tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusie­ron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

-Es un ángel -les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alambrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la Tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca aquel varón de lástima que más bien parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedum­bre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaiquino que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que espera­ban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que profilaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y la del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron que no estuviera muy cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entenderse por qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin sueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirando en trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor en los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de esos cambios, porque se cuidaba muy bien para que nadie los notara, y para que nadie oyera las canciones de navegante que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó a la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas de vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

Rubem Fonseca: La carne y los huesos. Cuento

1127490Mi avión no partiría sino hasta el día siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo, pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo, más aun el de mi madre.

No me incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso esperándome.

Caminé el día entero respirando monóxido de carbono. Por la noche mi anfitrión me invitó a cenar. Una mujer nos acompañaba.

Comimos gusanos, el platillo más caro del restaurante. Al mirar a uno de ellos en la punta del tenedor, me pareció una especie de larva o ninfa de mosca que al ser frita hubiera perdido los pelos negros y el color lechoso. Era un gusano raro, me explicaron, extraído de un vegetal. Si fuera una mosca el platillo sería aun más caro, respondí, irónico, ya he tenido nidos de larva de mosca en mi cuerpo tres veces, dos en la pierna y una en la barriga, y mis caballos y mis perros también tuvieron, es difícil sacarla entera, de manera que pueda comerse frita, solamente frita podría ser sabrosa, como —y me llené la boca de gusanos.

Después fuimos a un lugar que mi anfitrión quería enseñarme.

El amplio salón tenía al centro un pasillo por donde las mujeres desfilaban desnudas, bailando y haciendo poses. Pasamos entre las mesas, en torno a las cuales se sentaban hombres encorbatados. Pedimos algo al mesero, luego de que nos instalamos. A nuestro lado una mujer con sólo un cache-sexe, a gatas, frotaba las nalgas en el pubis de un hombre de saco y corbata sentado con las piernas abiertas. Ella exhibía una fisonomía neutra y el hombre, un sujeto de unos cuarenta años, parecía tranquilo como si estuviera sentado en el sillón de un peluquero. El conjunto recordaba una instalación de arte moderno. Pocos días antes, en otra ciudad, en otro país, había ido a un salón de arte a ver un puerco muerto que se pudría dentro de una caja de vidrio. Como me quedé pocos días en esa ciudad, sólo pude ver al animal ponerse verdoso, me dijeron que era una pena que no pudiera contemplar la obra en toda su fuerza trascendente, los gusanos devorando la carne.

Allí, en el cabaret, aquella exhibición también me parecía metafísica como la visión del puerco muerto en su recipiente de cristal brillante. La mujer me recordó, por un momento, a un sapo gigantesco, porque estaba agachada y porque su rostro, mulato o indio, tenía algo de anfibio. En la mesa había otros tres hombres, que fingían no darse cuenta de los movimientos de la mujer.

Desde nuestro lugar no podíamos ver todo lo que ocurría en el salón. Pero en las mesas de nuestro alrededor había siempre una o dos mujeres prendidas a un hombre enteramente vestido. El boleto de entrada daba derecho a que una de las innumerables mujeres que hacían strip-tease en varios lugares del salón se frotaran por algún tiempo en el portador del ticket de entrada. Había un patrón coreográfico en las caricias: la mujer se ponía a gatas, rozaba las nalgas en el pubis del hombre que permanecía sentado en la silla, después bailaba frente a él. Algunas, más rebuscadas, se subían encima del sujeto y le sujetaban la cara en el vértice de los muslos. Después agarraban el ticket de entrada y se retiraban.

La única mujer que asistía a aquel espectáculo era nuestra acompañante. Mi anfitrión la llamaba Condesa, no sé si era su nombre o su título. Cuando era joven conocí a una mujer que me dijo que era una condesa verdadera, pero creo que era mentira. De todos modos yo llamaba señora Condesa a mi compañera de mesa, como antiguamente lo hacía con la otra. Ella miraba lo que ocurría en torno y sonreía discretamente, se comportaba como suponía que un adulto debe comportarse en un circo.

De todas las esquinas venía un sonido alto de dance music. Para poder hablar con la Condesa tenía que aproximar mi boca a su oreja. Le dije alguna cosa que me distinguía como un observador distante y fastidiado, ya olvidé lo que fue. También con la boca casi pegada a mi oreja, la Condesa, después de comentar la actitud de una mujer que cerca de nosotros frotaba el coño en la cara de un hombre de corbata de moño, citó en latín la conocida frase de Terencio: las cosas humanas no le eran ajenas, y por lo tanto no la asustaban. Y para demostrarlo balanceó el cuerpo al ritmo del sonido retumbante y cantó la letra de una de las piezas. Yo la acompañé, golpeando en la mesa.

En el salón había un cancel de vidrio con regadera, fuertemente iluminado por spots de luz, en el cual las mujeres se alternaban dándose un baño, algunas se mojaban y se lavaban el cuerpo entero, se enjabonaban los tobillos, los pelos del pubis, las rodillas, los codos, los cabellos. Otras hacían abluciones estilizadas. Están diciendo estoy limpia, confía en mí, susurró la Condesa en mi oído.

Esperamos que se realizara la rifa. El ganador podría escoger a cualquiera de las mujeres para pasar el resto de la noche con él, según palabras del maestro de ceremonias.

Nosotros, mi anfitrión y yo, no fuimos sorteados. La Condesa no había comprado boletos para la rifa.

Entonces permanecimos callados, sin cantar y sin golpear en la mesa al ritmo de la música. Pagamos —el anfitrión pagó— y salimos.

Nos despedimos en la acera frente al bar. La Condesa ofreció llevarme al hotel. El anfitrión también. Les dije que quería caminar un poco, las ciudades grandes son muy bonitas al amanecer.

Ya llevaba unos diez minutos caminando, doliéndome de no tener una foto de mi madre en el bolsillo, ni en un álbum, ni en ningún cajón, cuando el carro de la Condesa se detuvo a mi lado.

Entra, dijo, tengo ganas de llorar y no quiero llorar sola.

Cuando llegamos al hotel había un recado de mi hermano. Lo llamé desde el cuarto. La Condesa oyó nuestra conversación. Lo siento mucho, dijo, sentándose en la cama, cubriéndose el rostro con las manos, pero no estoy llorando por ti, estoy llorando por mí.

Me acosté en la cama y miré el techo. Ella se acostó a mi lado. Apoyó su rostro húmedo en el mío y dijo que coger era una manera de celebrar la vida. Cogimos en silencio y luego nos bañamos juntos, ella imitó a una de las mujeres del cabaret lavándose y cantando y yo la acompañe golpeando en las paredes de la ducha. Dijo que ya se sentía mejor y yo le dije que ya me sentía mejor.

Tomé el avión.

Nueve horas y media después llegué al hospital.

El cuerpo de mi madre estaba en la capilla, dentro de un cajón cubierto de flores, sobre un catafalco. Mi hermano fumaba a un lado. No había nadie más.

Ella preguntaba mucho por ti, dijo mi hermano, entonces me acerqué a ella y le dije que yo era tú, agarró mi mano con fuerza, dijo tu nombre y murió.

En el túmulo de la familia ya estaban los restos de mi padre y de mi hermano. Un funcionario del cementerio dijo que alguien tendría que asistir a la exhumación. Fui yo. Mi hermano parecía más cansado que yo.

Eran cuatro sepultureros. Abrieron la losa de mármol rosa y rompieron con martillos la placa de cemento que cerraba la sepultura. El túmulo estaba dividido en dos por una piedra plana. Uno de los sepultureros se metió dentro del hoyo abierto, con cuidado para no pisar los restos de mi hermano, en la parte superior. Las ropas de mi hermano estaban en buen estado. Tenía buenos dientes, los molares tapados con oro. Cuando retiraron la cabeza el maxilar inferior se desprendió del resto del cráneo. El fémur y la tibia estaban más o menos enteros; las costillas parecían de cartón.

Los huesos fueron arrojados por el sepulturero en una caja blanca de plástico al lado de la sepultura. Tres cucarachas y un ciempiés rojo subieron por las paredes, el ciempiés parecía más veloz que las cucarachas, pero las cucarachas huyeron primero. Dije en voz alta que el ciempiés era venenoso. El sepulturero, o como se llamara, no le dio importancia a lo que yo había dicho.

Después de que los restos de mi hermano fueron colocados en la caja de plástico, su nombre fue escrito con letras grandes en la tapa. Uno de los hombres entró a la sepultura y deshizo con un marro y cincel la losa que cerraba la parte inferior donde se encontraban los restos de mi padre, que había muerto dos años antes que mi hermano. El enterrador volvió a entrar a la sepultura. Los huesos de mi padre estaban en peor estado que los de mi hermano, algunos tan pulverizados que parecían tierra. Todo fue arrojado dentro de otra caja de plástico, mezclado con los restos de telas, las ropas de mi padre no eran tan buenas como las de mi hermano y se habían podrido tanto como los huesos. Del cráneo de mi padre sólo quedaba la dentadura postiza; el acrílico rojo de la dentadura brillaba más que el ciempiés.

Les di una buena propina. Las dos cajas fueron colocadas a un lado de la sepultura.

Volví a la capilla.

Mi hermano fumaba mirando por la ventana el tránsito de la calle.

Un sacerdote apareció y rezó.

El cajón cerrado fue colocado en una camilla con ruedas. Seguimos, mi hermano y yo, a la camilla empujada por el sepulturero hasta la fosa abierta. El cajón de mi madre fue colocado en la parte inferior. Una losa fue sellada con cemento, dejando la parte superior vacía, a la espera del futuro ocupante. Sobre esa losa fueron depositadas provisionalmente las dos cajas con los restos de mi padre y mi hermano. La loza de mármol rosa con los nombres de los dos, grabados en bronce, cerró la sepultura.

Deben haber robado las obturaciones de oro de los dientes de mi hermano mientras fui a la capilla para traer a mi madre, pensé. Pero estaba muy cansado para comentar eso. Caminamos en silencio hasta la puerta del cementerio. Mi hermano me dio un abrazo. ¿Quieres que te lleve?, preguntó. Le dije que iba a caminar un poco. Miré su carro que se alejaba. Me quedé allí, de pie, hasta que oscureció.

Rubem Fonseca: El Cobrador. Cuento

0,,38393577,00En la puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor está atendiendo a un cliente.

Esperé media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grandón, de unos cuarenta años, con bata blanca.

Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me dolía mucho. Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la boca de aquella manera.

Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.

Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos un tratamiento rápido los va a perder todos, hasta estos – y dio un golpecito sonoro en los de delante.

Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.

De risa. Ni hablar, dije.

¿Ni hablar, qué?

Que no tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.

Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.

¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quién cobra!

Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.

La calle abarrotada de gente. A veces digo para mi, y hasta para fuera ¡todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide limosna agitando una escudilla de aluminio con unas monedas. Le arreo una patada en la escudilla, el tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, armería, farmacia, banco, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, gente a montones. Por las mañanas no hay quien avance camino de la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga ocupando toda la acera.

Me cabrean estos tipos que tiran de Mercedes. También me fastidia la bocina de un coche. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una Mágnum con silenciador para vender y cuando estaba atravesando la calle tocó la bocina un fulano que había ido a jugar al tenis en uno de aquellos clubs finolis de por allá. Yo iba distraído, que estaba pensando en la Mágnum, cuando sonó la bocina. Vi que el auto venía lentamente y me quedé parado.

¡Eh! ¿Qué pasa?, gritó.

Era de noche y no había nadie por allí. El iba vestido de blanco. Saqué el 38 y disparé contra el parabrisas, más para cascarle el vidrio que para darle a él. Arrancó a toda prisa, como para atropellarme o huir, o las dos cosas. Me eché a un lado, pasó el coche, los neumáticos chirriando sobre el asfalto. Se paró un poco más allá. Me acerqué. El tipo estaba tumbado con la cabeza hacia atrás, la cara y el cuerpo cubiertos de millares de astillitas de cristal. Sangraba mucho, con una herida en el cuello, y llevaba ya el traje blanco todo manchado de rojo.

Volvió la cabeza, que estaba apoyada en el asiento, los ojos muy abiertos, negros y el blanco parecía de un azul lechoso, como una nuez de jabuticaba por dentro. Y como le vi los ojos así, azulados, le dije – oye, que vas a morir, ¿quieres que te pegue el tiro de gracia?

No, no, me dijo con esfuerzo, por favor.

En una ventana vi un tío mirándome. Se escondió cuando miré hacia allá. Debía de haber llamado a la policía.

Salí andando tranquilamente, volví a la Cruzada. Había sido una buena idea, aquella de partirle el parabrisas del Mercedes. Tendría que haberle pegado un tiro en el capot y otro en cada puerta, el planchista lo iba a agradecer.

El tío de la Mágnum ya había vuelto. A ver, los treinta perejiles. Ponlos aquí, en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Tenía la mano blanca, lisita, pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.

También quiero comprar una radio, le dije.

Mientras iba a buscar la radio, yo examiné a fondo mi Mágnum. Bien engrasadita, cargada. Con el silenciador puesto, parecía un cañón.

El perísta volvió con una radio de pilas. Era japonesa, me dijo.

Dale, para que lo oiga.

Lo puso.

Más alto, le pedí.

Aumentó el volumen.

Puf. Creo que murió del primer tiro. Pero le aticé dos más sólo para oír puf, puf.

Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela en la tasca de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de fútbol.

Me quedo ante la televisión para aumentar mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente a la televisión y al poco tiempo me viene el odio. Me gustaría pegarle una torta al tipo ese que hace el anuncio del güisqui. Tan atildado tan bonito, tan sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en el vaso y sonríe con todos los dientes, sus dientes, firmes y verdaderos, me gustaría atraparlo y rajarle la boca con una navaja, por los dos lados, hasta las orejas, y esos dientes tan blancos quedarían todos fuera, con una sonrisa de calavera encarnada. Ahora está ahí, sonriendo, y luego besa a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre.

Mi arsenal está casi completo: tengo la Mágnum con silenciador, un Colt cobra 38, dos navajas, una carabina 12, un Taurus 38, un puñal y un machete. Con el machete voy a cortarle a alguien la cabeza de un solo tajo. Lo vi en el cine, en uno de esos países asiáticos, aún en tiempo de los ingleses. El ritual consistía en cortar la cabeza a un animal, creo que un búfalo, de un solo tajo. Los oficiales ingleses presidían la ceremonia un poco incómodos, pero los decapitadores eran verdaderos artistas. Un golpe seco, y la cabeza del animal rodaba chorreando sangre.

En casa de una mujer que me atrapó en la calle Corona, dice que estudia de noche en una academia. Ya pasé por eso, mi escuela fue la más nocturna de todas las escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni existe. La derribaron. Hasta la calle donde estaba la han derribado. Me pregunta qué hago, y le digo que soy poeta, cosa que es rigurosamente cierta. Me pide que le recite un poema mío. Ahí va: A los ricos les gusta acostarse tarde / sólo porque saben que los currantes tienen que acostarse temprano para madrugar / Esa es otra oportunidad suya para mostrarse diferentes: / hacer el parásito, / despreciar a los que sudan para ganarse el pan / dormir hasta tarde, / tarde / un día / por fortuna / demasiado tarde, /

Me interrumpe preguntándome si me gusta el cine, ¿Y el poema? Ella no entiende. Sigo: sabia bailar la samba y enamorarse / y rodar por el suelo /sólo por poco tiempo. / Del sudor de su rostro nada se había construido. / Queria morir con ella, / pero eso fue otro día, / realmente otro dia, / En el cine Iris, en la calle Carioca / El Fantasma de la Opera / Un tipo de negro, cartera negra, el rostro oculto, / en la mano un pañuelo blanco inmaculado, / metía mano a los espectadores; / en aquel tiempo, en Copacabana. / otro / que ni apellido tenía, / se bebía los orines de los mingitorios de los cines / y su rostro era verde e inolvidable. / La Historia está hecha de gente muerta / y el futuro de gente que va a morir. / ¿Crees tú que sufre? / Ella es fuerte, aguantará. / Aguantaría también si fuera débil. / Ahora bien, tú, no sé. / Has fingido tanto tiempo, pegaste bofetadas y gritos, mentiste / Estas cansado, / has terminado / no sé qué es lo que te mantiene vivo. /

No entendía la poesía. Estaba sólo conmigo y quería fingir indiferencia, bostezaba desesperadamente. La eterna trapacería de las mujeres.

Me das miedo, acabó confesando.

Este pendejo no me debe nada, pensé, vive con estrechuras en su pisito, tiene los ojos hinchados de beber porquerías y de leer la vida de las niñas bien en la revista Vogue.

¿Quieres que te mate?, pregunté mientras bebíamos güisqui de garrafa.

Quiero que me revuelques en la cama, se rió ansiosa, dubitativa.

¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado a nadie con mis propias manos. No queda bien, ni siquiera resulta dramático, estrangular a alguien; es como si fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía hasta ganas de estrangular a alguien, pero no a una desgraciada como aquella. Para un don nadie basta quizá con un tiro en la nuca.

Lo he venido pensando últimamente. Se había quitado la ropa: pechos mustios y colgantes; los pezones, como pasas gigantescas que alguien hubiera pisoteado; los muslos, flácidos, con celulitis, gelatina estragada con pedazos de fruta podrida.

Estoy muerta de frío, dijo.

Me eché encima de ella. Me cogió por el cuello, su boca y la lengua en mi boca, una vagina chorreante, cálida y olorosa.

Jodimos.

Ahora se ha quedado dormida.

Soy justo.

Leo los periódicos. La muerte del perista de Cruzada ni viene en las noticias. El señoritingo del Mercedes con ropa de tenista murió en el Miguel Couto y los periódicos dicen que fue atacado por el bandido Boca Ancha. Es como para morirse de risa.

Hago un poema titulado Infancia o Nuevos Olores de Coño con U: Aquí estoy de nuevo / oyendo a los Beatles / en Radio Mundial / a las nueve de la noche / en un cuarto / que podría ser / y era / el de un santo mártir / No había pecado / y no sé por qué me condenaban / ¿por ser inocente o por estúpido? / De todos modos /el suelo seguía allí / para zambullirse. / Cuando no se tiene dinero / es conveniente tener músculos / y odio.

Leo los periódicos, para saber qué es lo que están comiendo, bebiendo, haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos.

Desde la calle veo la fiesta en Vieira Souto, las mujeres con vestido de noche, los hombres de negro. Ando lentamente, de un lado a otro, por la calle; no quiero despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro de la pernera, amarrado, no me deja andar bien. Parezco un lisiado, me siento como un lisiado. Un matrimonio de media edad pasa a mi lado y me mira con pena; también yo siento pena de mí, cojo, y me duele la pierna.

Desde la acera veo a los camareros sirviendo champán francés. A esa gente le gusta el champán francés, la ropa francesa, la lengua francesa.

Estaba allí desde las nueve, cuando pasé por delante, bien pertrechado de armas, entregado a la suerte y al azar, y la fiesta surgió ante mi.

Los aparcamientos que había ante la casa se ocuparon pronto todos, y los coches de los asistentes tuvieron que estacionarse en las oscuras calles laterales. Me interesó mucho uno, rojo, y en él, un hombre y una mujer, jóvenes y elegantes los dos. Fueron hasta el edificio sin cruzar palabra; él, ajustándose la pajarita, y ella, el vestido y el peinado. Se preparaban para una entrada triunfal, pero desde la acera veo que su llegada fue, como la de los otros, recibida con total desinterés. La gente se acicala en el peluquero, en la modista, en los salones de masaje, y sólo el espejo les presta, en las fiestas, la atención que esperan. Vi a la mujer con su vestido azul flotante y murmuré: te voy a prestar la atención que te mereces, por algo te pusiste tus mejores braguitas y has ido tantas veces a la modista y te has pasado tantas cremas por la piel y te has puesto un perfume tan caro.

Fueron los últimos en salir. No andaban con la misma firmeza y discutían irritados, con voz pastosa, confusa.

Llegué junto a ellos en el momento en que el hombre abría la puerta del coche. Yo venía cojeando y él apenas me lanzó una mirada distraída, a ver quién era, y descubrió sólo a un inofensivo inválido de poca monta.

Le apoyé la pistola en la espalda.

Haz lo que te diga o vais a morir los dos, dije.

Entrar con la pata rígida en el estrecho asiento de atrás no fue cosa fácil. Quedé medio tumbado, con la pistola apuntando a su cabeza. Le mandé que tirara hacia la Barra de Tijuca. Saqué el cuchillo de la pernera cuando me dijo llévate el dinero y el coche y déjanos aquí. Estábamos frente al Hotel Nacional. De risa. Él estaba ya sereno y quería tomarse el último güisqui mientras daba cuenta a la policía por teléfono. Hay gente que se cree que la vida es una fiesta. Seguimos por el Recreio dos Bandeirantes hasta llegar a una playa desierta. Saltamos. Dejé los faros encendidos.

Nosotros no le hemos hecho nada, dijo él.

¿Que no? De risa. Sentí el odio inundándome los oídos, las manos, la boca, todo mi cuerpo, un gusto de vinagre y de lágrimas.

Está en estado, dijo él señalando a la mujer, va a ser nuestro primer hijo.

Miré la barriga de aquella esbelta mujer y decidí ser misericordioso, y dije, puf, allá donde debía estar su ombligo y me cargué al feto. La mujer cayó de bruces. Le apoyé la pistola en la sien y dejé allí un agujero como la boca de una mina.

El hombre no decía ni palabra, la cartera del dinero en su mano tendida. Cogí la cartera y la tiré al aire y cuando iba cayendo le largué un taconazo, así, con la zurda, echándola lejos.

Le até las manos a la espalda con un cordel que llevaba. Después le amarré los pies.

Arrodíllate, le dije.

Se arrodilló.

Los faros iluminaban su cuerpo. Me arrodillé a su lado, le quité la pajarita, doble el cuello de la camisa, dejándole el pescuezo al aire.

Inclina la cabeza, ordené.

La inclinó. Levanté el machete, sujeto con las dos manos, vi las estrellas en el cielo, la noche inmensa, el firmamento infinito e hice caer el machete, estrella de acero, con toda mi fuerza, justo en medio del pescuezo.

La cabeza no cayó, y él intentó levantarse agitándose como una gallina atontada en manos de una cocinera incompetente. Le dí otro golpe, y otro más y otro, y la cabeza no rodaba por el suelo. Se había desmayado o había muerto con la condenada cabeza aquella sujeta al pescuezo. Empujé el cuerpo sobre el guardabarros del coche. El cuello quedó en buena posición. Me concentré como un atleta a punto de dar un salto mortal. Esta vez, mientras el cuchillo describía su corto recorrido mutilante zumbando, hendiendo el aire, yo sabía que iba a conseguir lo que quería. ¡Broc!, la cabeza saltó rodando por la arena. Alcé el alfanje y grité: ¡Salve al Cobrador! Di un tremendo grito que no era palabra alguna, sino un aullido prolongado y fuerte, para que todos los animales se estremecieran y se largaran de allí. Por donde yo paso, se derrite el asfalto.

Una caja negra bajo el brazo. Digo, trabada la lengua, que soy el fontanero y que voy al apartamento doscientos uno. Al portero le hace gracia mi lengua estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último piso. Soy el fontanero (lengua normal ahora) vengo a arreglar eso. Por la abertura, dos ojos: nadie ha llamado al fontanero. Bajo al séptimo: lo mismo. Sólo tengo suerte en el primero.

La criada me abrió la puerta y gritó hacia dentro, es el fontanero. Salió una muchacha en camisón, con un frasquito de esmalte de uñas en la mano, guapilla, de unos veinticinco años.

Debe de ser un error, dijo, no necesitamos al fontanero.

Saqué la Cobra de dentro de la funda. Claro que lo necesitáis, y quietas o me cargo a las dos.

¿Hay alguien más en casa? El marido estaba trabajando, y el chiquillo, en la escuela. Agarré a la criadita, le tapé la boca con esparadrapo. Me llevé a la mujer al cuarto.

Desnúdate.

No me da la gana, dijo con la cabeza erguida.

Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo. Anda, rápido. Le dí un porrazo en la cabeza. Cayó en la cama, con una marca roja en la cara. No disparo. Le arranqué el camisón, las braguitas. No llevaba sostén. Le abrí las piernas. Coloqué las rodillas sobre sus muslos. Tenía una pelambrera basta y negra. Se quedó quieta, con los ojos cerrados. No fue fácil entrar en aquella selva oscura, la abertura era apretada y seca. Me incliné, abrí la vagina y escupí allá dentro, un gargajo gordo. Pero tampoco así fue fácil. Sentía la verga desollada. Empezó a gemir cuando se la hundí con toda mi fuerza hasta el fin. Mientras la metía y sacaba le iba pasando la lengua por los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba levemente el dedo por el culo, le acariciaba la barriguita. Empezó a quedárseme lubricada por los jugos de su vagina, ahora tibia y viscosa.

Como ya no me tenía miedo, o quizá porque lo tenía, se corrió antes que yo. Con lo que me iba saliendo aún, le dibujé un círculo alrededor del ombligo.

A ver si ahora no abrirás al fontanero cuando llame, le dije antes de marcharme.

Salgo de la buarda de la calle del Vizconde de Maranguape. Un agujero en cada muela lleno de cera del Dr. Lustosa / masticar con los dientes de delante / caray con la foto de la revista / libros robados. / Me voy a la playa.

Dos mujeres charlan en la arena; una está bronceada por el sol, lleva un pañuelo en la cabeza; la otra está muy blanca, debe ir poco a la playa; tienen las dos un cuerpo muy hermoso; la barriguita de la más pálida es la más hermosa que he visto en mi vida. Me siento cerca y me quedo mirándola. Se dan cuenta de mi interés y empiezan a menearse inquietas, a decir cosas con el cuerpo, a hacer movimientos tentadores, de trasero. En la playa todos somos iguales, nosotros los jodidos, y ellos. Y nosotros quedamos incluso mejor, porque no tenemos esos barrigones y el culazo blando de los parásitos. Me gusta la paliducha esa. Y ella parece interesada por mí, me mira de reojo. Se ríen, se ríen, enseñando los dientes. Se despiden, y la blanca se va andando hacia Ipanema, el agua mojando sus pies. Me acerco y voy andando junto a ella, sin saber qué decir.

Soy tímido, he llevado tantos estacazos en la vida, y el pelo de la chica se ve cuidado y fino, tiene el pecho altito, los senos pequeños, los muslos sólidos, torneados, musculosos, y el trasero formado por dos hemisferios consistentes.

Cuerpo de bailarina.

¿Estudias ballet?

Estudié, me dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener alguien una boca tan bonita? Me dan ganas de lamer su boca diente a diente. ¿Vives por aquí?, me pregunta. Si, miento. Ella me señala una casa en la playa, toda de mármol.

De vuelta a la calle del Vizconde de Maranguape. Voy matando el tiempo hasta el momento de ir a casa de la paliducha. Se llama Ana. Me gusta Ana. Me gusta Ana, palindrómico. Afilo el cuchillo en una piedra especial. Los periódicos dedicaron mucho espacio a la pareja que maté en la Barra. La chica era hija de uno de esos hijos de puta que se hacen ricos, en Segipe o Piauí, robando a los muertos de hambre, y luego se vienen a Rio, y los hijos de cara chata ya no tienen acento, se tiñen el pelo de rubio y dicen que descienden de holandeses.

Los cronistas de sociedad estaban consternados. Aquel par de señoritingos que me cargué estaban a punto de salir hacia París. Ya no hay seguridad en las calles, decían los titulares de un periódico. De risa. Tiré los calzoncillos al aire e intenté cortarlos de un tajo como hacía Saladito (con un lienzo de seda) en la película.

Ahora ya no hacen cimitarras como las de antes / Yo soy una hecatombe / No fue ni Dios ni el Diablo / quien me hizo un vengador / Fui yo mismo / Yo soy el Hombre-Pene / Soy el Cobrador.

Voy al cuarto donde doña Clotilde está acostada desde hace tres años. Doña Clotilde es la dueña de la buhardilla.

¿Quiere que le barra la habitación?, le pregunto.

No, hijo mío; sólo quería que me pusieras la inyección de trinevral antes de marcharte.

Pongo la jeringuilla a hervir, preparo la inyección. El culo de doña Clotilde está seco como una hoja vieja y arrugada de papel de arroz.

Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha sido Dios quien te ha enviado, dice.

Doña Clotilde no tiene nada, podría levantarse e ir de compras al supermercado. Su mal está en la cabeza. Y después de pasarse tres años acostada, sólo se levanta para hacer pipí y caquitas, que ni fuerzas debe tener.

El día menos pensado le pego un tiro en la nuca.

Cuando satisfago mi odio, me siento poseído por una sensación de victoria, de euforia, que me da ganas de bailar – doy pequeños aullidos, gruño sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía, y mis pies se deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho de esguinces y de saltos, como un salvaje, o como un mono.

Quien quiera mandar en mí, puede quererlo, pero morirá. Tengo ganas de acabar con un figurón de esos que muestran en la tele su cara paternal de bellaco triunfador, con una de esas personas de sangre espesa a fuerza de caviares y champán. Come caviar / tu hora va a llegar./ Me deben una mocita de veinte años, llena de dientes y perfume. ¿La de la casa de mármol? Entro y me está esperando, sentada en la sala, quieta, inmóvil, el pelo muy negro, la cara blanca, parece una fotografía.

Bueno, vamonos, le digo. Me pregunta si traigo coche. Le digo que no tengo coche. Ella sí tiene. Bajamos por el ascensor de servicio y salimos en el garaje, entramos en un Puma descapotable.

Al cabo de un rato le pregunto si puedo conducir y cambiamos de sitio. ¿Te parece a Petrópolis?, pregunto. Subimos a la sierra sin decir palabra, ella mirándome. Cuando llegamos a Petrópolis me pide que pare en un restaurante. Le digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero ella tiene las dos cosas, come vorazmente, como si temiera que el cualquier momento viniesen a retirarle el plato. En la mesa de al lado, un grupo de muchachos bebiendo y hablando a gritos, jóvenes ejecutivos que suben el viernes y que beben antes de encontrarse con madame toda acicalada para jugar a cartas o para cotillear mientras van catando quesos y vinos. Odio a los ejecutivos. Acaba de comer y dice, ¿qué hacemos ahora? Pues ahora nos volvemos, le digo, y bajamos sierra abajo, yo conduciendo como un rayo, ella mirándome. Mi vida no tiene sentido, hasta a veces he pensado en suicidarme, dice. Paro en la calle del Vizconde de Maranguape. ¿Vives aquí? Salgo sin decir nada. Ella viene detrás: ¿cuándo te volveré a ver? Entro, y mientras subo las escaleras oigo el ruido del coche que se pone en marcha.

Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de cariño y comprensión. Masajistas expertas. Elegancia y distinción.

Anoto la dirección y me encamino a un local, una casa, en Ipanema. Espero a que él salga, vestido de gris ceniza, cuello duro, cartera negra, zapatos brillantes, pelo planchado. Saco un papel del bolsillo, como alguien que anda en busca de una dirección, y voy siguiéndole hasta el coche. Estos cabrones siempre cierran el coche con llave, saben que el mundo está lleno de ladrones, también ellos lo son, pero nadie los agarra. Mientras abre el coche le meto el revolver en la barriga . Dos hombres, uno ante el otro, hablando, no llama la atención. Meter el revolver en la espalda asusta más, pero eso sólo debe hacerse en lugares desiertos.

Estate quieto o te lleno de plomo esa barrigota ejecutiva.

Tiene el aire petulante y al mismo tiempo ordinario del ambicioso ascendente inmigrado del interior, deslumbrado por las crónicas de sociedad, elector, inversor, católico, cursillista, patriota, mayordomista y bocalibrista, los hijos estudiando en la Universidad, la mujer dedicada a la decoración de interiores y socia de una boutique.

A ver, ejecutivo, ¿qué te hizo la masajista? ¿Te hizo una paja o te la chupó?

Bueno, usted es un hombre y sabe de estas cosas, dijo. Palabras de ejecutivo con chofer de taxi o ascensorista. Desde Bazucada a la Dictadura, cree que se ha enfrentado ya con todas las situaciones de crisis.

Qué hombre ni qué niño muero, digo suavemente, soy el Cobrador.

¡Soy el Cobrador!, grito.

Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y aún no se ha enfrentado con ningún loco en su maldito despacho con aire acondicionado.

Vamos a tu casa, le digo.

No vivo aquí, en Rio, vivo en Sao Paulo, dice.

Ha perdido el valor, pero no las mañas. ¿Y el coche?, le pregunto., ¿El coche? ¿Qué coche? ¿Ese con matrícula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta cambiar de conversación. ¿Qué es esto? ¿Una disculpa, una contraseña, habeas corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por cada hijo en el pecho. El de la mujer, en la cabeza. Puf.

Para olvidar a la chica de la casa de mármol, voy a jugar al fútbol a un descampado. Tres horas seguidas, tengo las piernas hechas un cristo de los`patadones que me llevé, el dedo gordo del pie izquierdo hinchado, tal vez roto. Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un mulato que lee O Dia. Los titulares me interesan, le pido el periódico, el tío me dice ¿por qué no compras uno, si quieres leerlo? No me enfado. El tipo tiene pocos dientes, dos o tres retorcidos y oscuros. Digo, bueno, no vamos a pelearnos por eso. Compro dos bocadillos calientes de salchichas y dos coca-colas, le doy la mitad y entonces me deja el periódico. Los titulares dicen: La policía anda a la busca del loco de la Mágnum. Le devuelvo el periódico, el no lo acepta, sonríe para mí mientras mastica con los dientes de delante, o mejor, con las encías de delante, que de tanto usarlas, las tiene afiladas como navajas. Noticias del diario: Un grupo de peces gordos de la zona sue haciendo preparativos para el tradicional Baile de Navidad, Primer Grito del Carnaval. El baile empieza el día veinticuatro y termina el día de Año Nuevo. Vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artístas norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La Navidad se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, depilfarro.

El Primer Grito de Carnaval. De risa. Tienen gracia estos tipos…

Un loco se tiró desde el puente de Niteroi y estuvo nadando doce horas hasta que dio con el una lancha de salvamento. Y no agarró ni un resfriado.

Cuarenta viejos mueren en el incendio de un asilo. Las familias lo celebrarán.

Estoy acabando de ponerle la inyección de trinevral a doña Clotilde cuando llaman al timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las compras, arreglo la casa. Doña Clotilde no tiene parientes. Miro desde la galería. Es Ana Palindrómica.

Hablamos en la calle. ¿Es que andas huyendo de mi?, pregunta. Más o menos eso, digo. Subo con ella a la buhardilla. Doña Clotilde, estoy aquí con una chica, ¿puedo llevármela al cuarto? Hijo mío, la casa es tuya, haz lo que quieras; pero me gustaría verla.

Nos quedamos de pie al lado de la cama. Doña Clotilde se queda mirando a Ana un tiempo inmenso. Se le llenan los ojos de lágrimas. Yo rezaba todas las noches, solloza, todas las noches, para que encontraras una chica como esta. Alza los brazos flacos cubiertos de colgajos de piel flácida, junta las manos y dice, oh Dios mío, gracias, gracias.

Estamos en i cuarto, de pie, ceja contra ceja, como en el poema, y la desnudo, y ella me desnuda a mi, y su cuerpo es tan hermoso que siento una opresión en la garganta, lágrimas en mi rostro, ojos ardiendo, mis manos tiemblan

y ahora

estamos tumbados, uno junto a otro, entrelazados, gimiendo,

y más, y más, sin parar, ella grita la boca abierta, los dientes blancos, como de elefante joven;

¡ay, ay adoro tu obsesión!, grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos sin parar.

Ahora, mucho después, tumbados, mirándonos hipnotizados hasta que anochece y nuestros rostros brillan en la oscuridad y el perfume de su cuerpo traspasa las paredes de la habitación.

Ana despertó antes que yo y la luz está ya encendida. ¿Sólo tienes libros de poesía? Y todas estas armas ¿para qué? Coge la Mágnum del armario, carne blanca y acero negro, apunta hacia mí. Me siento en la cama.

¿Quieres disparar? Puedes disparar, la vieja no va a oír. Pero un poco más arriba. Con la punta del dedo alzo el cañón hasta la altura de mi frente. Aquí no duele.

¿Has matado a alguien alguna vez? Ana apunta el arma a mi cabeza.

Si.

¿Y te gustó?

Me gustó.

¿Qué sentiste?

Como un alivio.

¿Cómo nosotros dos en la cama?

No, no. Otra cosa. Lo contrario.

Yo no te tengo miedo, dice Ana.

Ni yo a ti. Te quiero.

Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago café para doña Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios oyó mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago.

Hoy es veinticuatro de diciembre, el día del Baile de Navidad o primer Grito de Carnaval. Ana Palindrómica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio ahora es diferente. Tengo una misión. Siempre he tenido una misión y ni lo sabía. Ahora lo sé. Ana me ha ayudado a ver. Sé que si todos los jodidos hicieran lo que yo, el mundo sería mejor y más justo. Ana me ha enseñado a usar los explosivos y creo que estoy ya preparado para este cambio de escala. Andar matándolos uno a uno es cosa mística, y ya me he librado de eso. En el Baile de Navidad mataremos convencionalmente a los que podamos. Será mi último gesto romántico inconsecuente. Elegimos para iniciar la nueva fase a los consumistas asquerosos de un supermercado de la zona sur. Los matará una bomba de gran poder explosivo. Adiós machete, adiós puñal, adiós mi rifle, mi Colt Cobra, mi Mágnum, hoy será el último día que os use. Beso mi cuchillo. Hoy usaré explosivos, reventaré a la gente, lograré fama, ya no seré sólo el loco de la Mágnum. Tampoco volveré a salir por el parque de Flamenco mirando a los árboles, los troncos, la raíz, las hojas, la sombra, eligiendo el árbol que querría tener, que siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada. Y los ví crecer en el parque, y me alegraba cuando llovía, y la tierra se empapaba de agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las ramas, mientras los automóviles de los canallas pasaban velozmente sin que ellos miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo en sueños.

El mundo entero sabrá quien eres tú, quienes somos nosotros, dice Ana.

Noticia: El gobernador se va a disfrazar de Papá Noel. Noticia: Menos festejos y más meditación, vamos a purificar el corazón. Noticia: No faltará cerveza. No faltará pavo. Noticia: Los festejos navideños causarán este año más víctimas de tráfico y agresiones que en años anteriores. Policía y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad. El Cardenal en la televisión: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es éste, esa historia de Papá Noel es una desgraciada invención. El Cardenal afirma que Papá Noel es un payaso ficticio.

La víspera de Navidad es un buen día para que esa gente pague lo que debe, dice Ana. Al Papá Noel del baile quiero matarlo yo mismo a cuchilladas, digo.

Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro mensaje de Navidad para los periódicos.

Nada de salir matando a diestro y siniestro, sin objetivo definido. Hasta ahora no sabía qué quería, no buscaba un resultado práctico, mi odio iba siendo desperdiciado. Estaba en lo cierto por lo que a mis impulsos se refiere, pero mi equivocación consistía en no saber quien era el enemigo y por qué era enemigo. Ahora lo sé. Ana me lo ha enseñado. Y mi ejemplo debe ser seguido por otros, sólo así cambiaremos el mundo. Esta es la síntesis de nuestro mensaje de Navidad.

Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, sólo que no sabe manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma obsoleta. Le decimos adiós a doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al baile de Navidad. No faltará cerveza, ni pavo. Ni sangre. Se cierra un ciclo de mi vida y se abre otro.

Clarice Lispector: El primer beso. Cuento

clarice-lispector (2)Más  que  conversar,  aquellos  dos  susurraban:  hacía  poco  que  el  romance  había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.

—Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?

—Sí, ya había besado a una mujer.

—¿Quién era? —preguntó ella dolorida.

Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.

El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.

Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir… ¡Caray! Cómo se secaba la garganta.

Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, mas grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.

La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.

¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed que él tenía era de años.

No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima, y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.

El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.

El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.

Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba  el  agua.  El  primer  sorbo  fresco  bajó,  deslizándose  por  el  pecho  hasta  el estómago.

Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde el agua salía.

Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.

Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.

Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida… Miró la estatua desnuda.

La había besado.

Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.

Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.

Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca. Se había…

Se había hecho hombre.

Clarice Lispector: La cena. Cuento

Clarice (1)Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su fuerza. Se sentó amplio y sólido.

Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.

En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresívamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua -palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.

Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba  con  dificultad,  crecía.  Retira  finalmente  la  servilleta  de  los  ojos  y  observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.

Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos, balancea brevemente la cabeza -y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire-. Le dice al camarero que pasa:

—Este no es el vino que pedí.

La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada, sin obedecerlo.

El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.

Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía… Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.

Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo, él comía.

El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguarda con los ojos ardientes -porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo, engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.

Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.

Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento. Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria entre las luces.

Él  ha  terminado.  Su  rostro  se  vacía  de  expresión.  Cierra  los  ojos,  distiende  los maxilares. Trato de aprovechar ese momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano, en ese momento no existe. Él no quiere.

Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara, aparece. El viejo  devorador  de  criaturas  piensa  en  sus  profundidades.  Pálido,  lo  veo  llevarse  la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.

Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la mano por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.

Pero yo todavía soy un hombre.

Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir. -Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.

Clarice Lispector: El triunfo. Cuento

327943-clarice-lispector-fotoEl reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve.

Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas.

Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el día le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la casa está apartada, bien aislada. Pero… ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación. De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios, la otra cama de la habitación. Está vacía.

Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos cerrados.

Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que vino después y se prolongó hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las maletas, las maletas que sólo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún sus palabras.

—¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! ¿Me entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada! Me siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien, te detesto! Yo…

Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante esa palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado.

Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca imaginaba que fuese una humillación, pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado, como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrumpido, decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante exacto en que nacía con una frase tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad, cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada desde el principio por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar «el ambiente».

Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la habitación, como si le hubiesen extraído del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que todo era una broma, un experimento para una página de su libro.

Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo rasgado por el ruido monótono de la cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de junio la hacía estremecerse.

«Se ha ido», pensó. «Se ha ido.» Nunca le había parecido tan llena de sentido esa expresión, aunque la hubiese leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha ido» no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente, con una calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. «Se ha ido.»

Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas.

Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos.

Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro.

De repente, como un dardo, una herida dura y profunda: «se ha ido» ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado.

Corre, empuja la puerta. Vacía. Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna nota, diciendo, por ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo mañana». No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado desde hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se posa en ningún sitio. No consigo escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es tan…» Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad, de pusilanimidad, en aquel simple papel… Jorge… murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente. Llora hasta el cansancio.

Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo. Está despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir la piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo que ya no le hace falta.

El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la claridad penetra con ímpetu. El aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara. Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles en alameda que terminan a lo lejos en la carretera roja de barro… En realidad nunca había reparado en nada de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Sólo él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por la frente, quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)1  las ideas, profundizando en sus menores partículas.

Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que hacer y temía pensar, cogió unas piezas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero. Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía de aquel  hombre…  Le  pareció  oír  su  risa  irónica,  citando  a  Schopenhauer,  Platón,  que pensaron y pensaron… Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma de los dedos.

Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor… De repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él volvería, porque ella era la más fuerte.

______________________________

 

1 Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible errata o lectura ambigua. (N. de la T.)

 

 

Clarice Lispector: La cena. Cuento

20Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su fuerza. Se sentó amplio y sólido.

Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.

En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua -palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.

Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.

Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos, balancea brevemente la cabeza -y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire-. Le dice al camarero que pasa:

-Este no es el vino que pedí.

La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada, sin obedecerlo.

El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.

Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía… Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.

Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo, él comía.

El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguarda con los ojos ardientes -porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo, engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.

Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.

Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento. Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria entre las luces.

Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares. Trato de aprovechar ese momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano, en ese momento no existe. Él no quiere.

Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara, aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.

Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la mano por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.

Pero yo todavía soy un hombre.

Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir. -Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.

Rodolfo Walsh: Los nutrieros. Cuento

rodolfo walshRenato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.

Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras blancas en el costado de babor: «San Felipe»

-Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato-. Creo que es de la estancia.

Y añadió al cabo de una pausa:

-Se habrá cortado el amarre.

Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercose a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril de la boca.

La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle calibre 22; en uno de los bancos, un «sweater» de lana a rayas multicolores.

-¿Cazaste algo? -preguntó Renato en voz baja.

-No -replicó su compañero. Y agregó con una sonrisa torva-: Gallaretas.

-Oí los tiros -dijo Renato. Chino Pérez no contestó. Ensimismado y remoto sentose en la orilla de la isleta; se sacó las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la mirada clavada en la distancia.

Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta que el cielo empezó a clarear.

Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos.

Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor.

-Está bien, hermanito; esta noche es la vencida -dijo Chino Pérez sin volverse.

Los dos botes balanceábanse en la orilla de la isleta. Las líneas de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas. «Dientudos», pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín.

-Ya sé que querés irte -dijo Chino Pérez.

Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos, separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente, sin violencias.

Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida la expresión.

A lo lejos, en el campo, encendiose una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba el agua.

«Ya sé que querés irte -pensó Chino Pérez-. Yo también quiero irme»-meditó mirando el bote de la estancia. Las rayas coloridas del «sweater» se destacaban en la oscuridad. Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. «Ya te vendrán a buscar», pensó con saña.

Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño gris del agua.

En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó el cuello del saco, como si tuviera frío.

-Ya puse las trampas -dijo. Renato pensó que no hacía falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos.

Chino Pérez acercose al fogón y se acuclilló, frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. «Mañana nos vamos -pensó-. Para siempre». Tres meses durmiendo en cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco.

-¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata?

-¿La plata? -Renato parpadeó-. Volveré a la chacra -dijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga, un Caterpillar pintado de rojo… Renato, acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío.

-Si la cobramos… -agregó en voz baja.

Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyose un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó en el aire la plomada de tuercas y hundióse en el agua.

Renato apagó la pipa y se puso en pie.

-Voy a recorrer las trampas -dijo.

-Dejá; voy yo -replicó Chino Pérez. Su acento se dulcificó-. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana hay que caminar mucho.

Renato obedeció. Acostóse sobre unas lonas, con la ropa puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la luna.

Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas y oscuras.

Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente a la isleta de espadañas, dejó de remar.

En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras, ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente se había doblado y había caído por la borda -un tiro en la garganta-, entre las ásperas ortigas de agua.

Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba dos buenas trampas. «Que se quede con ellas el mayordomo», pensó torvamente.

El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba gotas de sonido en las manos heladas del aire.

Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros, del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres y feroces como mordeduras.

Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.

De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande, en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres.

Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza.

A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto, giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas.

A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos. Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido estertoroso de Renato.

-Paciencia, hermanito. Paciencia.

Se detuvo a cien pasos del molino.

Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero.

-Paciencia, hermano.

Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical, de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados.

Chino Pérez apretó el gatillo.

Julio Cortázar: Tu más profunda piel. Relato

JULIO-CORTAZARCada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.

Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste » Me da pena, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.

Dijiste «Me da pena, sabes», y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.

Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.

Roberto Arlt: La pista de los dientes de oro. Cuento

imagesLauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:

El enigma del bárbaro crimen del diente de oro

Son las diez de la mañana.

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.

No se equivoca.

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

-Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

-Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de «profesión» ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {…}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.

Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

-Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:

-¿Cuesta mucho platinarlo?

-No; la diferencia es muy poca.

Mientras Diana prepara el torno, habla:

-A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:

-Yo creo que ese crimen es una venganza… ¿Y usted?…

-Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?… Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

-Véngase pasado mañana.

Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe…

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!… Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra… Está allí… Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

-¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

-Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.

Diana lo escucha y responde:

-Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue:

-Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.

-¿No lo encontrarán a usted?

-No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira:

-Es espantoso lo que usted ha hecho.

Lauro la interrumpió, frío:

-La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:

-¿No lo encontrarán a usted?

-Yo creo que no…

-¿Vendrá usted a curarse mañana?

-Sí, señorita; mañana iré.

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

Adolfo Bioy Casares: El caso de los viejitos voladores. Cuento

Adolfo_Bioy_CasaresUn diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora.

El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció “porque el destino lo quiso”.

En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.

Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.

En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.

La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.

Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.

“En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.

Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”), pero finalmente un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra literatura”. No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura”.

Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: –¿Usted es arqueólogo?

–No, ¿Por qué?

–¿No me diga que es escritor?

–Tampoco.

–Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.

–Me parece que usted no le tiene simpatía.

–¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.

Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. “Quisiera preguntarle algo”, contesté. “Acabáramos”, dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. “¿Está seguro? preguntó.

“Segurísimo” dije. Me citó ese mismo día en su casa.

–Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?

–¿Usted es médico? –me preguntó–. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.

–¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?

–¿De qué operaciones me está hablando?

–Operaciones quirúrgicas.

–¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.

–Entonces, ¿por qué viaja?

–Porque me dan premios.

–Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.

–Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.

–¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?

–Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.

–La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.

–Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran.

Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.

–A mí puede decirme cualquier cosa.

–Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.

Heinrich Böll: También los niños son población civil. Cuento

Heinrich Boll-No puede ser -gruñó el centinela.

-¿Por qué? -pregunté.

-Porque está prohibido.

-¿Por qué está prohibido?

-Porque está prohibido, tú, está prohibido que los pacientes salgan.

-Pero yo -dije con orgullo- soy un herido.

El centinela me contempló despreciativo:

-Seguro que es la primera vez que te hieren, si no ya sabrías que los heridos también son pacientes, y ahora vete ya.

Pero yo no podía comprenderlo:

-Entiéndeme -le dije-, solo quiero comprarle pasteles a la niña esa…

Señalé hacia fuera, donde una pequeña y preciosa niña rusa estaba en medio de la nevada y vendía pasteles.

-¡Que te metas adentro!

La nieve caía silenciosa en los enormes charcos del oscuro patio de la escuela, la niña seguía allí, paciente, y repetía en voz baja: “Pahteleh… pahteleh…”.

-Oye tú -le dije al centinela-, se me hace agua la boca, deja pues que entre la niña.

-Está prohibido que entren civiles.

-Pero oye -le dije-, un niño no es más que un niño.

Me volvió a mirar despreciativo:

-O sea, que los niños no son población civil…

Era para desesperarse. La oscura calle vacía estaba envuelta por la nevasca y la niña seguía allí completamente sola y repitiendo: “Pahteleh…”, aunque no pasaba nadie.

Intenté salir sin más pero el centinela me agarró por la manga y se puso furioso:

-Oye tú -gritó-, lárgate o llamo al sargento.

-Eres un estúpido -le dije encolerizado.

-Sí -dijo el centinela, satisfecho-, cuando alguien sigue respetando las ordenanzas, para vosotros es un estúpido.

Me quedé todavía medio minuto en medio de la nevada y vi cómo los copos blancos se volvían lodo: todo el patio de la escuela estaba lleno de charcos, y en medio de ellos se veían pequeñas islas blancas como azúcar en polvo. De repente vi que la preciosa niña me hacía una seña con los ojos y aparentemente indiferente se iba calle abajo. La seguí por la parte interior del muro.

“Maldita sea”, pensaba, “¿seré verdaderamente un paciente?”. Y entonces vi que había un pequeño agujero en el muro, al lado del urinario, y delante del boquete estaba la niña con los pasteles. El centinela no nos podía ver aquí.

“El Führer bendiga tu respeto a las ordenanzas”, pensé.

Los pasteles tenían un aspecto magnífico: los había de castaña y de crema de mantequilla, roscas de levadura y nuégados en los que brillaba el aceite.

-¿Cuánto cuestan? -le pregunté a la niña.

Sonrió, me presentó la cesta y me dijo con su vocecita fina:

-Trehmarcohcinquentacá’uno.

-¿Todos?

-Sí.

La nieve caía sobre su delicado pelo rubio y lo espolvoreaba con un fugaz polen plateado, su sonrisa era sencillamente encantadora. La oscura calle detrás suya estaba completamente vacía y el mundo parecía muerto…

Tomé una rosca de levadura y la probé. Sabía riquísima, estaba rellena de mazapán. “Ajá”, pensé, “por eso son tan caras como los demás”.

La niña sonrió:

-¿Bueno? -preguntó-, ¿bueno?

Asentí. El frío no me importaba. Tenía la cabeza reciamente vendada y me parecía a Theodor Körner. Probé además un pastel de crema de mantequilla dejando que aquella materia deliciosa se derritiese despacio en mi boca. Y una vez más se me hizo agua la boca…

-Ven -le dije en voz baja-, me los quedo todos, ¿cuántos tienes?

La niña empezó a contarlos cuidadosamente con un dedo pequeño, delicado y un poquito sucio, mientras yo devoraba un nuégado. Todo estaba muy silencioso y casi me parecía como si en el aire se meciesen suavemente los copos de nieve. La niña contaba despacio, se equivocó un par de veces, y yo seguía allí de pie, completamente tranquilo, y me comí dos pasteles más. Luego alzó de repente sus ojos hacia mí, tan terriblemente verticales que sus pupilas estaban por completo arriba y el blanco de sus ojos era azulenco como leche desnatada. Gorjeó alguna cosa en ruso, pero me encogí de hombros sonriendo y entonces se agachó y con su dedito sucio escribió un 45 en la nieve. Añadí los cinco que ya me había comido y le dije:

-Dame también la cesta, ¿sí?

Asintió y me pasó la cesta con mucho cuidado a través del boquete; yo le pasé dos billetes de cien marcos. Dinero teníamos de sobra, por un abrigo pagaban los rusos setecientos marcos y en tres meses no habíamos visto sino lodo y sangre, un par de putas y dinero…

-Ven mañana otra vez, ¿sí? -le dije en voz baja, pero ya no me oía, se había escabullido muy ágil y cuando metí tristemente mi cabeza por el boquete ya había desaparecido y sólo veía la silenciosa calle rusa, melancólica y completamente vacía: las casas de tejados planos parecían irse cubriendo poco a poco con la nieve. Mucho tiempo estuve así, como un animal que mira con ojos tristes desde detrás de la cerca, hasta que me di cuenta de que mi cuello comenzaba a agarrotarse y metí de nuevo la cabeza en el redil.

Y recién entonces olí que en ese rincón hedía espantosamente, a urinario, y los lindísimos pastelillos estaban todos cubiertos por la nieve como con una tierna capa de azúcar. Cansado, levanté la cesta y me dirigí a la casa, no sentía frío, me parecía a Theodor Körner y hubiese podido permanecer una hora más en la nieve. Me fui porque tenía que ir a alguna parte. Se tiene que poder ir a alguna parte, se tiene que poder. No se puede quedar uno quieto y dejarse helar.

A alguna parte se tiene que poder ir, aunque esté uno herido, en una tierra extranjera, negra, muy oscura…

Jorge Luis Borges: El hombre en el umbral. Cuento

images (4)Bioy Casares trajo de Londres un curioso puñal de hoja triangular y empuñadura en forma de H; nuestro amigo Christopher Dewey, del Consejo Británico, dijo que tales armas eran de uso común en el Indostán. Ese dictamen lo alentó a mencionar que había trabajado en aquel país, entre las dos guerras. (Ultra Auroram et Gangen, recuerdo que dijo en latín, equivocando un verso de Juvenal.) De las historias que esa noche contó, me atrevo a reconstruir la que sigue. Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de añadir breves rasgos circunstanciales o de agravar, con interpolaciones de Kipling, el cariz exótico del relato. Éste, por lo demás, tiene un antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso el de las Mil y una noches.

«La exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco. Además, ¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de Amritsar o de Udh? Básteme, pues, decir que en aquellos años hubo disturbios en una ciudad musulmana y que el gobierno central envió a un hombre fuerte para imponer el orden. Ese hombre era escocés, de un ilustre clan de guerreros, y en la sangre llevaba una tradición de violencia. Una sola vez lo vieron mis ojos, pero no olvidaré el cabello muy negro, los pómulos salientes, la ávida nariz y la boca, los anchos hombros, la fuerte osatura de viking. David Alexander Glencairn se llamará esta noche en mi historia; los dos nombres convienen, porque fueron de reyes que gobernaron con un cetro de hierro. David Alexander Glencairn (me tendré que habituar a llamarlo así) era, lo sospecho, un hombre temido; el mero anuncio de su advenimiento bastó para apaciguar la ciudad. Ello no impidió que decretara diversas medidas enérgicas. Unos años pasaron. La ciudad y el distrito estaban en paz: sikhs y musulmanes habían depuesto las antiguas discordias y de pronto Glencairn desapareció. Naturalmente, no faltaron rumores de que lo habían secuestrado o matado.

»Estas cosas las supe por mi jefe, porque la censura era rígida y los diarios no comentaron (ni siquiera registraron, que yo recuerde) la desaparición de Glencairn. Un refrán dice que la India es más grande que el mundo; Glencairn, tal vez omnipotente en la ciudad que una firma al pie de un decreto le destinó, era una mera cifra en los engranajes de la administración del Imperio. Las pesquisas de la policía local fueron del todo vanas; mi jefe pensó que un particular podría infundir menos recelo y alcanzar mejor éxito. Tres o cuatro días después (las distancias en la India son generosas) yo fatigaba sin mayor esperanza las calles de la opaca ciudad que había escamoteado a un hombre.

»Sentí, casi inmediatamente, la infinita presencia de una conjuración para ocultar la suerte de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar) que no sepa el secreto y que no haya jurado guardarlo. Los más, interrogados, profesaban una ilimitada ignorancia; no sabían quién era Glencairn, no lo habían visto nunca, jamás oyeron hablar de él. Otros, en cambio, lo habían divisado hace un cuarto de hora hablando con Fulano de Tal, y hasta me acompañaban a la casa en que entraron los dos, y en la que nada sabían de ellos, o que acababan de dejar en ese momento. A alguno de esos mentirosos precisos le di con el puño en la cara. Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron otras mentiras. No las creí, pero no me atreví a desoírlas. Una tarde me dejaron un sobre con una tira de papel en la que había unas señas…

»El sol había declinado cuando llegué. El barrio era popular y humilde; la casa era muy baja; desde la acera entreví una sucesión de patios de tierra y hacia el fondo una claridad. En el último patio se celebraba no sé qué fiesta musulmana; un ciego entró con un laúd de madera rojiza.

»A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el crepúsculo alzó hacia mí una cara oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin preámbulos, porque ya había perdido toda esperanza, de David Alexander Glencairn. No me entendió (tal vez no me oyó) y hube de explicar que era un juez y que yo lo buscaba. Sentí, al decir estas palabras, lo irrisorio de interrogar a aquel hombre antiguo, para quien el presente era apenas un indefinido rumor. Nuevas de la Rebelión o de Akbar podría dar este hombre (pensé) pero no de Glencairn. Lo que me dijo confirmó esta sospecha.

 »—¡Un juez! —articuló con débil asombro—. Un juez que se ha perdido y lo buscan. El hecho aconteció cuando yo era niño. No sé de fechas, pero no había muerto aún Nikal Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El tiempo que se fue queda en la memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que entonces pasó. Dios había permitido, en sucólera, que la gente se corrompiera; llenas de maldición estaban las bocas y de engaños y fraude. Sin embargo, no todos eran perversos, y cuando se pregonó que la reina iba a mandar un hombre que ejecutaría en este país la ley de Inglaterra, los menos malos se alegraron, porque sintieron que la ley es mejor que el desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y oprimir, en paliar delitos abominables y en vender decisiones. No lo culpamos, al principio; la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y los aparentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas razones. Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar, pero su afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria, y al fin hubimos de admitir que era simplemente un malvado. Llegó a ser un tirano y la pobre gente (para vengarse de la errónea esperanza que alguna vez pusieron en él) dio en jugar con la idea de secuestrarlo y someterlo a juicio. Hablar no basta; de los designios tuvieron que pasar a las obras. Nadie, quizá, fuera de los muy simples o los muy jóvenes, creyó que ese propósito temerario podría llevarse a cabo, pero miles de sikhs y de musulmanes cumplieron su palabra y un día ejecutaron, incrédulos, lo que a cada uno de ellos había parecido imposible. Secuestraron al juez y le dieron por cárcel una alquería en un apartado arrabal. Después, apalabraron a los sujetos agraviados por él o (en algún caso) a los huérfanos y a las viudas, porque la espada del verdugo no había descansado en aquellos años. Por fin —esto fue quizá lo más arduo— buscaron y nombraron un juez para juzgar al juez.

»Aquí lo interrumpieron unas mujeres que entraban en la casa.

»Luego prosiguió, lentamente.

»—Es fama que no hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que secretamente apuntalan el universo y lo justifican ante el Señor: uno de esos varones hubiera sido el juez más cabal. ¿Pero dónde encontrarlos, si andan perdidos por el mundo y anónimos y no se reconocen cuando se ven y ni ellos mismos saben el alto ministerio que cumplen? Alguien entonces discurrió que si el destino nos vedaba los sabios, había que buscar a los insensatos. Esta opinión prevaleció. Alcoranistas, doctores de la ley, sikhs que llevan el nombre de leones y que adoran a un Dios, hindúes que adoran muchedumbres de dioses, monjes de Mahavira que enseñan que la forma del universo es la de un hombre con las piernas abiertas, adoradores del fuego y judíos negros, integraron el tribunal, pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco.

»Aquí lo interrumpieron unas personas que se iban de la fiesta.

»—De un loco —repitió— para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las soberbias humanas. Su nombre se ha perdido o nunca se supo, pero andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos, contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles.

»Mi buen sentido se rebeló. Dije que entregar a un loco la decisión era invalidar el proceso.

»—El acusado aceptó al juez —fue la contestación—. Acaso comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían si lo dejaban en libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte. He oído que se rió cuando le dijeron quién era el juez. Muchos días y noches duró el proceso, por lo crecido del número de testigos.

»Se calló. Una preocupación lo trabajaba. Por decir algo pregunté cuántos días.

»—Por lo menos, diecinueve —replicó. Gente que se iba de la fiesta lo volvió a interrumpir; el vino está vedado a los musulmanes, pero las caras y las voces parecían de borrachos. Uno le gritó algo, al pasar.

»—Diecinueve días, precisamente —rectificó—. El perro infiel oyó la sentencia, y el cuchillo se cebó en su garganta.

»Hablaba con alegre ferocidad. Con otra voz dio fin a la historia:

»—Murió sin miedo; en los más viles hay alguna virtud.

»—¿Dónde ocurrió lo que has contado? —le pregunté—. ¿En una alquería?

»Por primera vez me miró en los ojos. Luego aclaró con lentitud, midiendo las palabras:

»—Dije que en una alquería le dieron cárcel, no que lo juzgaron ahí. En esta ciudad lo juzgaron: en una casa como todas, como ésta. Una casa no puede diferir de otra: lo que importa es saber si está edificada en el infierno o en el cielo.

»Le pregunté por el destino de los conjurados.

»—No sé —me dijo con paciencia—. Estas cosas ocurrieron y se olvidaron hace ya muchos años. Quizá los condenaron los hombres, pero no Dios.

»Dicho lo cual, se levantó. Sentí que sus palabras me despedían y que yo había cesado para él, desde aquel momento. Una turba hecha de hombres y mujeres de todas las naciones del Punjab se desbordó, rezando y cantando, sobre nosotros y casi nos barrió: me azoró que de patios tan angostos, que eran poco más que largos zaguanes, pudiera salir tanta gente. Otros salían de las casas del vecindario; sin duda habían saltado las tapias… A fuerza de empujones e imprecaciones me abrí camino. En el último patio me crucé con un hombre desnudo, coronado de flores amarillas, a quien todos besaban y agasajaban, y con una espada en la mano. La espada estaba sucia, porque había dado muerte a Glencairn, cuyo cadáver mutilado encontré en las caballerizas del fondo.»

Jorge Luis Borges: Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto. Cuento

borges (2)… son comparables a la araña, que edifica una casa.

Alcorán, XXIX, 40

 

—Ésta —dijo Dunraven, con un vasto ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el negro páramo, el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una caballeriza venida a menos— es la tierra de mis mayores.

Unwin, su compañero, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios. Era la primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo sin la dignidad del peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall. Dunraven fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y cuyo tema no le había sido aún revelado; Unwin había publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una página de Diofanto. Ambos —¿será preciso que lo diga?— eran jóvenes, distraídos y apasionados.

—Hará un cuarto de siglo —dijo Dunraven— que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.

Unwin preguntó por qué, dócilmente.

—Por diversas razones —fue la respuesta—. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar…

Unwin, cansado, lo detuvo.

—No multipliques los misterios —le dijo—. Éstos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.

—O complejos —replicó Dunraven—. Recuerda el universo.

Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Éste, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo infinito… Hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán. Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero que, doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos resonaron en el suelo de piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos. La casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla. Unwin iba adelante. Entorpecido de asperezas y de ángulos, fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.

—Acaso el más antiguo de mis recuerdos —contó Dunraven— es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura. Entonces yo era niño, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que Abenjacán. Me pareció muy alto; era un hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso. En casa dije: «Ha venido un rey en un buque». Después, cuando trabajaron los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.

»La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores. «Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos», decía la gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la rectoría; las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar albañiles. Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby declaró a las autoridades la substancia del diálogo.

»Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras: «Ya nadie puede censurar lo que yo hago. Las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el último Nombre de Dios, ello no bastaría a mitigar uno solo de mis tormentos; las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello no agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran. Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el tesoro recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un santo, al pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la cara del desierto; Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no era infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí buscar otras tierras. La primera noche que navegamos soñé que yo mataba a Zaid. Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto para que su fantasma se pierda.»

»Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía con el extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura… Allaby, en Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama de cobarde.

»Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto. No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido del león, y las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.» Solían anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del visir. Era fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de sombras de muertos?» A los tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose of Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de él, influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y malayos.

»Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror; apenas pudo articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por segunda y última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su deber era comprobar la muerte del esclavo y se dirigió al laberinto. El jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo, que estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar; alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.

Los períodos finales, agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes; Unwin adivinó que Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico aplomo y con idéntica ineficacia. Preguntó, para simular interés:

—¿Cómo murieron el león y el esclavo?

La incorregible voz contestó con sombría satisfacción:

—También les había destrozado la cara.

Al ruido de los pasos se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían que dormir en el laberinto, en la cámara central del relato, y que en el recuerdo esa larga incomodidad sería una aventura. Guardó silencio: Dunraven no pudo contenerse y le preguntó, como quien no perdona una deuda:

—¿No es inexplicable esta historia?

Unwin le respondió, como si pensara en voz alta:

—No sé si es explicable o inexplicable. Sé que es mentira.

Dunraven prorrumpió en malas palabras e invocó el testimonio del hijo mayor del rector (Allaby, parece, había muerto) y de todos los vecinos de Pentreath. No menos atónito que Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo, en la oscuridad, parecía más largo; los dos temieron haber extraviado el camino y estaban muy cansados cuando una tenue claridad superior les mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera. Subieron y llegaron a una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del tenor del malhadado rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar y en el suelo una trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.

Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y la anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió con tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba detestables:

Faceless the sultry and overpowering lion, Faceless the stricken slave, faceless the king.

Unwin creía que no le había interesado la historia de la muerte del Bojarí, pero se despertó con la convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo preocupado y huraño, ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches después, citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras:

—En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo manifiesto, mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan desde lejos los marineros. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada antenoche, mientras oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara; amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en algo sensato.

—En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del espacio — observó Dunraven.

—No —dijo Unwin con seriedad—. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro era un hombre con cabeza de toro.

Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:

—Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo imaginó con cuerpo de toro y cabeza de hombre.

—También esa versión me conviene —Unwin asintió—. Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto. Nadie dirá lo mismo de una amenaza percibida en un sueño. Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal en un caso en que hay un laberinto), el problema, virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí que esa antigua imagen era la clave y así fue necesario que tu relato me suministrara un símbolo más preciso: la telaraña.

—¿La telaraña? —repitió, perplejo, Dunraven.

—Sí. Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había sugerido aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y matarlo construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de Inglaterra para recuperar el tesoro.

Un silencio pensativo, o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven pidió otro jarro de cerveza antes de opinar.

—Acepto —dijo— que mi Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son clásicos artificios del género, son verdaderas convenciones cuya observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey y de los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro que demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.

—Dilapidado, no —dijo Unwin—. Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu conjetura es correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por la codicia. Robó el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial para él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán.

—Sí —confirmó Dunraven—. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.

Horacio Quiroga: El hombre muerto. Cuento

el hombre muertoEl hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses,semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa.

A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste.

Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso… ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al mala-cara inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y  tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

Clarice Lispector: Mejor que arder. Cuento

clarice_lispectorEra alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.

Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:

-Mortifica el cuerpo.

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.

Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.

La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.

Hasta que le dijo al padre en el confesionario:

-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!

Él le dijo meditativo:

-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.

Y sucedió realmente.

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.

Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.

Entonces una noche él le dijo:

-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?

-Sí -le respondió grave.

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

Juan Rulfo: Nos han dado la tierra. Cuento

Juan RulfoDespués de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.

Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:

-Son como las cuatro de la tarde.

Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: «Somos cuatro». Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.

Faustino dice:

-Puede que llueva.

Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: «Puede que sí».

No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.

¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?

Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.

No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.

Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.

Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con «la 30» amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.

Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.

Nos dijeron:

-Del pueblo para acá es de ustedes.

Nosotros preguntamos:

-¿El Llano?

– Sí, el llano. Todo el Llano Grande.

Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.

Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:

-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

-Es que el llano, señor delegado…

-Son miles y miles de yuntas.

-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.

-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.

– Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.

– Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.

– Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho… Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos…

Pero él no nos quiso oír.

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.

Melitón dice:

-Esta es la tierra que nos han dado.

Faustino dice:

-¿Qué?

Yo no digo nada. Yo pienso: «Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos.»

Melitón vuelve a decir:

-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.

Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.

Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:

-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

-Es la mía- dice él.

-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

-No la merqué, es la gallina de mi corral.

-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.

Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:

-Estamos llegando al derrumbadero.

Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.

Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.

Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.

Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.

Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.

-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.

Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.

La tierra que nos han dado está allá arriba.

Gabriel García Márquez: La mujer que llegaba a las seis. Cuento

Gabriel Garcia MarquezLa puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Aca­baban de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuan­do una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.

-Hola, reina -dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba al­guien al restaurante José hacía lo mismo. Has­ta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.

-¿Qué quieres hoy? -dijo.

-Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero -dijo la mujer. Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.

-No me había dado cuenta -dijo José.

-Todavía no te has dado cuenta de nada -dijo la mujer.

El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los fósforos. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre; José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.

-Estás hermosa hoy, reina -dijo José.

-Déjate de tonterías -dijo la mujer-. No creas que eso me va a servir para pagarte.

-No quise decir eso, reina -dijo José-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.

La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expre­sión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.

-Te voy a preparar un buen bistec -dijo José.

-Todavía no tengo plata -dijo la mujer.

-Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dijo José.

-Hoy es distinto -dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la calle.

-Todos los días son iguales -dijo José-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.

-Y es verdad -dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. “Es verdad, José. Hoy es distinto”, dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.

El hombre miró el reloj.

-Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dijo.

-No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis -dijo la mujer-. Vine a las seis menos cuarto.

-Acaban de dar las seis, reina -dijo Jo­sé-. Cuando tú entraste acababan de darlas.

-Tengo un cuarto de hora de estar aquí -dijo la mujer.

José se dirigió hacia donde ella estaba. Acer­có a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

-Sóplame aquí -dijo.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.

-Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.

-Eso se lo vas a decir a otro -dijo-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.

-Me tomé dos tragos con un amigo -dijo la mujer.

-Ah; entonces ahora me explico -dijo José.

-Nada tienes que explicarte -dijo la mujer-. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros.

-Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dijo-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

-Sí importan, José -dijo la mujer. Y es­tiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de ne­gligente abandono-. Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí. -Volvió a mirar el reloj y rectificó:

-Qué digo: ya tengo veinte minutos.

-Está bien, reina -dijo el hombre-. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

-Quiero verte contenta -repitió. Se de­tuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

-¿Tú sabes que te quiero mucho? -dijo.

La mujer lo miró con frialdad.

-¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

-No he querido decir eso, reina -dijo José-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

-No te lo digo por eso -dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente-. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mu­jer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.

-Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

-No tengo hambre -dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la ca­lle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

-¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

-Es verdad -dijo José, en seco, sin mirarla.

-¿A pesar de lo que te dije? -dijo la mujer.

-¿Qué me dijiste? -dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

-Lo del millón de pesos –dijo la mujer.

-Ya lo había olvidado -dijo José.

-Entonces, ¿me quieres? -dijo la mujer.

-Sí -dijo José.

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de de­cirlo, como si hablara en puntillas:

-¿Aunque no me acueste contigo? -dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla:

-Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dijo. Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los po­derosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció per­pleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

-Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!

José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran reve­lado de golpe todos los secretos. Dijo:

-Esta tarde no entiendes nada, reina. -Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:- La mala vida te está embruteciendo.

Pero ahora la mujer había cambiado de ex­presión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mi­rarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:

-Entonces, no estás celoso.

-En cierto modo, sí -dijo José-. Pero no es como tú dices.

Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, se­cándose la garganta con el trapo.

-¿Entonces? -dijo la mujer.

-Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dijo José.

-¿Qué? -dijo la mujer.

-Eso de irte con un hombre distinto to­dos los días -dijo José.

-¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? -dijo la mujer.

-Para que no se fuera, no -dijo José-. Lo mataría porque se fue contigo.

-Es lo mismo -dijo la mujer.

La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.

-Todo eso es verdad -dijo José.

-Entonces -dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra arrojó la colilla-, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?

-Por lo que te dije, sí -dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.

La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.

-Qué horror, José. Qué horror -dijo, to­davía riendo-, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando en­cuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué ho­rror, José! ¡Me das miedo!

José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mu­jer se echó a reír, se sintió defraudado.

-Estás borracha, tonta -dijo-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.

Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin ex­traer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

-José -dijo.

El hombre no la miró.

-¡José!

-Vete a dormir -dijo José-. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.

-En serio, José -dijo la mujer-. No estoy borracha.

-Entonces te has vuelto bruta -dijo José.

-Ven acá, tengo que hablar contigo -dijo la mujer.

El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.

-¡Acércate!

El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.

-Repíteme lo que me dijiste al principio -dijo.

-¿Qué? -dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.

-Que matarías a un hombre que se acos­tara conmigo -dijo la mujer.

-Mataría a un hombre que se hubiera acos­tado contigo, reina. Es verdad -dijo José.

La mujer lo soltó.

-¿Entonces me defenderías si yo lo mata­ra? -dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enor­me cabeza de cerdo de José. El hombre no respondió nada; sonrió.

-Contéstame, José -dijo la mujer-. ¿Me defenderías si yo lo matara?

-Eso depende -dijo José-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.

-A nadie le cree más la policía que a ti -dijo la mujer.

José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.

-Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira -dijo.

-No se saca nada con eso -dijo José.

-Por lo mismo -dijo la mujer-. La po­licía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.

José se puso a dar golpecitos en el mostra­dor, frente a ella, sin saber qué decir. La mu­jer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.

-¿Por mí dirías una mentira, José? -dijo-. En serio.

Y entonces José se volvió a mirarla, brus­camente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.

-¿En qué lío te has metido, reina? -dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estó­mago del hombre.

-Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dijo.

La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.

-En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme.

Luego volvió a mirarlo.

-¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?

-Nunca he pensado matar a nadie -dijo José desconcertado.

-No, hombre -dijo la mujer-. Digo que a nadie que se acueste conmigo.

-¡Ah! -dijo José-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.

-Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.

-Ya vuelves a enredar las cosas -dijo José. Empezaba a parecer impaciente.

-No enredo nada -dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplana­dos y tristes debajo del corpiño.

-Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.

-¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dijo José.

-Lo resolví hace un rato -dijo la mu­jer-. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.

José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:

-Claro que como tú lo haces es una por­quería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.

-Hace tiempo me estaba dando cuenta -dijo la mujer-. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.

José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dora­do por una prematura harina otoñal.

-¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?

-No hay para qué ir tan lejos -dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.

-¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?

-Eso pasa, reina -dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.

Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.

-¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?

-Eso no lo hace ningún hombre decente -dijo José.

-¿Pero, y si lo hace? -dijo la mujer, con exasperante ansiedad-. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?

-Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.

-Bueno -dijo la mujer, ahora completamente exasperada-. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.

-De todos modos no es para tanto -dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.

La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.

-Eres un salvaje, José -dijo-. No en­tiendes nada. -Lo agarró con fuerza por la manga.- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.

-Está bien -dijo José, con un sesgo con­ciliatorio-. Todo será como tú dices.

-¿Eso no es defensa propia? -dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.

José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso com­promiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.

-¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? -dijo.

-Depende -dijo José.

-¿Depende de qué? -dijo la mujer.

-Depende de la mujer -dijo José.

-Suponte que es una mujer que quieres mucho -dijo la mujer-. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.

-Bueno, como tú quieras, reina -dijo José, laxo, fastidiado.

Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer per­manecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como po­dría ver a un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.

-¡José!

El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidari­dad. Apenas una mirada de juguete.

-Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada -dijo la mujer.

-Sí -dijo José-. Lo que no me has di­cho es para dónde.

-Por ahí -dijo la mujer-. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.

José volvió a sonreír.

-¿En serio te vas? -preguntó, como dán­dose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.

-Eso depende de ti -dijo la mujer-. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?

José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.

-Si algún día vuelvo por aquí, me pon­dré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.

-Si vuelves por aquí debes traerme algo.

-Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo -dijo ella.

José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si es­tuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.

-¿Qué? -dijo José, sin mirarla.

-¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto? -dijo la mujer.

-¿Para qué? -dijo José, todavía sin mi­rarla y ahora como si apenas la hubiera oído.

-Eso no importa -dijo la mujer-. La cosa es que lo hagas.

José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punto.

-Está bien, reina -dijo distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.

-Bueno -dijo la mujer-. Entonces, prepárame el bistec.

El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.

-Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dijo.

-Gracias, Pepillo -dijo la mujer.

Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando vol­vió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Enton­ces vio al hombre que estaba junto a la estu­fa, iluminado por el alegre fuego ascendente.

-Pepillo.

-Ah.

-¿En qué piensas? -dijo la mujer.

-Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dijo José.

-Claro que sí -dijo la mujer-. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.

José la miró desde la estufa.

-¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -di­jo-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?

-Sí -dijo la mujer.

-¿Qué? -dijo José.

-Quiero otro cuarto de hora.

José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y final­mente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.

-En serio que no entiendo, reina -dijo.

-No seas tonto, José -dijo la mujer-. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.

Augusto Roa Bastos: Carpincheros. Cuento

Augusto Roa BastosLa primera noche que Margaret vio a los carpincheros fue la noche de San Juan.

Por el río bajaban flotando llameantes islotes. Los tres habitantes de la casa blanca corrieron hacia el talud para contemplar el extraordinario espectáculo.

Las fogatas brotaban del agua misma. A través de ella aparecieron «los carpincheros. »

Parecían seres de cobre o de barro cocido, parecían figuras de humo que pasaban ingrávidas a flor de agua. Las chatas y negras embarcaciones hechas con la mitad de un tronco excavado apenas se veían. Era una flotilla entera de cachiveos. Se deslizaron silenciosamente por entre el crepitar de las llamas, arrugando la chispeante membrana del río.

Cada cachiveo tenía los mismos tripulantes: dos hombres bogando con largas tacuaras, una mujer sentada en el plan, con la pequeña olla delante. A proa y a popa, los perros expectantes e inmóviles, tan inmóviles como la mujer que echaba humo del cigarro sin sacarlo en ningún momento de la boca. Todas parecían viejas, de tan arrugadas y flacas. A través de sus guiñapos colgaban sus fláccidas mamas o emergían sus agudas paletillas.

Solo los hombres se erguían duros y fuertes. Eran los únicos que se movían. Producían la sensación de andar sobre el agua entre los islotes de fuego. En ciertos momentos, la ilusión era perfecta. Sus cuerpos elásticos, sin más vestimenta que la baticola de trapo arrollada en torno de sus riñones sobre la que se hamacaba el machete desnudo, iban y venían alternadamente sobre los bordes del cachiveo para impulsarlo con los botadores. Mientras el de babor, cargándose con todo el peso de su cuerpo sobre el botador hundido en el agua, retrocedía hacia popa, el de estribor con su tacuara recogida avanzaba hacia proa para repetir la misma operación que su compañero de boga. El vaivén de los tripulantes seguía así a lo largo de toda la fila sin que ninguna embarcación sufriera la más leve oscilación, el más ligero desvío. Era un pequeño prodigio de equilibrio.

Iban silenciosos. Parecían mudos, como si la voz formara apenas parte de su vida errabunda y montaraz. En algún momento levantaron sus caras, tal vez extrañados también de los tres seres de harina que desde lo alto de la barranca verberante los miraban pasar. Alguno que otro perro ladró. Alguna que otra palabra gutural e incomprensible anduvo de uno a otro cachiveo, como un pedazo de lengua atada a un sonido secreto.

El agua ardía. El banco de arena era un inmenso carbunclo encendido al rojo vivo. Las sombras de los carpincheros resbalaron velozmente sobre él. Pronto los últimos carpincheros se esfumaron en el recodo del río. Habían aparecido y desaparecido como en una alucinación.

Margaret quedó fascinada. Su vocecita estaba ronca cuando preguntó:

-¿Son indios esos hombres, papá?

-No, Gretchen, son los vagabundos del río, los gitanos del agua -respondió el mecánico alemán.

-¿Y qué hacen?

-Cazan carpinchos.

-¿Para qué?

-Para alimentarse de su carne y vender el cuero.

-¿De dónde vienen?

-¡Oh, Püppchen, nunca se sabe!

-¿Hacia dónde van?

-No tienen rumbo fijo. Siguen el curso de los ríos. Nacen, viven y mueren en sus cachiveos.

-Y cuando mueren, Vati, ¿dónde les dan sepultura?

-En el agua, como a los marineros en alta mar -la voz de Eugen tembló un poco.

-¿En el río, Vati?

-Son las fogatas de San Juan -explicó pacientemente el inmigrante a su hija.

-¿Las hogueras de San Juan?

-Los habitantes de San Juan de Borja las encienden esta noche sobre el agua en homenaje a su patrono.

-¿Cómo sobre el agua? -siguió exigiendo Margaret.

-No sobre el agua misma, Gretchen. Sobre los camalotes. Son como balsas flotantes. Las acumulan en gran cantidad, las cargan con brazas de paja y ramazones secas, les pegan fuego y las hacen zarpar. Alguna vez iremos a San Juan de Borja a verlo hacer.

Durante un buen trecho, el río brillaba como una serpiente de fuego caída de la noche mitológica.

Así se estaba representando probablemente Margaret el río lleno de hogueras.

-¿Y los carpincheros arrastran esos fuegos con sus canoas?

-No, Gretchen; bajan solos en la correntada. Los carpincheros sólo traen sus canoas a que los fuegos del Santo chamusquen su madera para darles suerte y tener una buena cacería durante todo el año. Es una vieja costumbre.

-¿Cómo lo sabes, Vati? -la curiosidad de la niña era inagotable. Sus ocho años de vida estaban conmovidos hasta la raíz.

-¡Oh, Gretchen! -la reprendió Ilse suavemente-. ¿Porqué preguntas tanto?

-¿Cómo lo sabes, Vati? -insistió Margaret sin hacer caso.

-Los peones de la fábrica me informaron. Ellos conocen y quieren mucho a los carpincheros.

-¿Por qué?

-Porque los peones son como esclavos en la fábrica. Y los carpincheros son libres en el río. Los carpincheros son como las sombras vagabundas de los esclavos cautivos en el ingenio, en los cañaverales, en las máquinas -Eugen se había ido exaltando poco a poco-. Hombres prisioneros de otros hombres. Los carpincheros son los únicos que andan en libertad. Por eso los peones los quieren y los envidian un poco.

-Ja -dijo solamente la niña, pensativa.

Desde entonces, la fantasía de Margaret quedó totalmente ocupada por los carpincheros. Habían nacido del fuego delante de sus ojos. Las hogueras del agua los habían traído. Y se habían perdido en medio de la noche como fantasmas de cobre, como ingrávidos personajes de humo.

La explicación de su padre no la satisfizo del todo, salvo tal vez en un solo punto: en que los hombres del río eran seres envidiables. Para ella eran, además, seres hermosos, adorables.

Torturó su imaginación e inventó una teoría. Les dio un nombre más acorde con su misterioso origen. Los llamó HOMBRES DE LA LUNA. Estaba firmemente convencida de que ellos procedían del pálido planeta de la noche por su color, por su silencio, por su extraño destino.

«Los ríos bajan de la luna -se decía-. Si los ríos son su camino -concluía fantástica-, es seguro que ellos son los Hombres de la Luna».

Por un tiempo lo supo ella solamente, Ilse y Eugen quedaron al margen de su secreto.

No hacía mucho que habían arribado al ingenio azucarero de Tebicuary del Guairá. Llegaron directamente desde Alemania, poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial.

A ellos, que venían de las ruinas, del hambre, del horror, Tebicuary Costa se les antojó al comienzo un lugar propicio. El río verde, los palmares de humo bañados por el viento norte, esa fábrica rústica, casi primitiva, los ranchos, los cañaverales amarillos, parecían suspendidos irrealmente en la verberación del sol como en una inmensa telaraña de fiebre polvorienta. Sólo más tarde iban a descubrir todo el horror que encerraba también esa telaraña donde la gente, el tiempo, los elementos, estaban presos en su nervadura seca y rojiza alimentada con la clorofila de la sangre. Pero los Plexnies arribaron al ingenio en un momento de calma relativa. Ellos no querían más que olvidar. Olvidar y recomenzar.

-Este sitio es bueno -dijo Eugen apretando los puòos y tragando el aire a bocanadas llenas, el día que llegaron. Más que convicción, había esperanza en su voz, en su gesto.

-Tiene que ser bueno -corroboró simplemente Ilse. Su marchita belleza de campesina bávara estaba manchada de tierra en el rostro, ajada de tenaces recuerdos.

Margaret parecía menos una niña viva que una muñeca de porcelana, menudita, silenciosa, con sus ojos de añil lavado y sus cabellos de lacia plata brillante. Traía su vestidito de franela tan sucio como sus zapatos remendados. Llegó aupada en los recios y tatuados brazos de Eugen, de cuya cara huesuda goteaba el sudor sobre las rodillas de su hija.

En los primeros días habitaron un galpón de hierros viejos en los fondos de la fábrica. Comían y dormían entre la ortiga y la herrumbre. Pero el inmigrante alemán era también un excelente mecánico tornero, de modo que enseguida lo pusieron al frente del taller de reparaciones. La administración les asignó entonces la casa blanca con techo de cinc que estaba situada en ese solitario recodo del río.

En la casa blanca había muerto asesinado el primer testaferro de Simón Bonaví, dueño del ingenio. Uno de los peones previno al mecánico alemán:

-No te de’cuida-ke, don Oiguen. En la’sánima en pena de Eulogio Penayo, el mulato asesinado, ko alguna noche anda por el Oga-morotï. Nojotro’ solemo’ oír su lamentación.

Eugen Plexnies no era supersticioso. Tomó la advertencia con un poco de sorna y la transmitió a Ilse, que tampoco lo era. Pero entre los dos se cuidaron muy bien de que Margaret sospechara siquiera el siniestro episodio acaecido allí hacía algunos años.

Como si lo intuyera, sin embargo, Margaret al principio, más aún que en el galpón de hierros viejos, se mostraba temerosa y triste. Sobre todo por las tardes, al caer la noche. Los chillidos de los monos en la ribera boscosa la hacían temblar. Corría a refugiarse en los brazos de su madre.

-Están del otro lado, Gretchen -la consolaba Ilse-. No pueden cruzar el río. Son monitos chicos, de felpa, parecidos a juguetes. No hacen daño.

-¿Y cuándo tendré uno? -pedía entonces Margaret, más animada. Pero siempre tenía miedo y estaba triste. Entonces fue cuando vio a los carpincheros entre las fogatas, la noche de San Juan. Un cambio extraordinario se operó en ella de improviso. Pedía que la llevaran a la alta barranca de piedra caliza que caía abruptamente sobre el agua. Desde allí se divisaba el banco de arena de la orilla opuesta, que cambiaba de color con la caída de la luz. Era un hermoso espectáculo. Pero Margaret se fijaba en las curvas del río. Se veía que aguardaba con ansiedad apenas disimulada el paso de los carpincheros.

El río se deslizaba suavemente con sus islas de camalotes y sus raigones negros aureolados de espuma. El canto del guaimingüé sonaba en la espesura como una ignota campana sumergida en la selva. Margaret ya no estaba triste ni temerosa. Acabó celebrando con risas y palmoteos el salto plateado de los peces o las vertiginosas caídas del martín-pescador que se zambullía en busca de su presa. Parecía completamente adaptada al medio, y su secreta impaciencia era tan intensa que se parecía a la felicidad.

Cuando esto sucedió, Eugen dijo con una profunda inflexión en la voz:

-¿Ves, Ilse? Yo sabía que este lugar es bueno:

-Sí, Eugen; es bueno porque permite reír a nuestra hijita.

En la alta barranca abrazaron y besaron a Margaret, mientras la noche, como un gran pétalo negro cargado de aromas, de silencio, de luciérnagas, lo devoraba todo menos el espejo tembloroso del agua y el fuego blanco y dormido del arenal.

-¡Miren, ahora se parece a un grosser queso flotando en el agua! -comentó Margaret riéndose. llse pensó en los grandes quesos de leche de yegua de su aldea. Eugen, en cierto banco de hielo en que su barco había encallado una noche cerca del Shager-Rak, durante la guerra, persiguiendo a un submarino inglés.

Por la mañana venían las lavanderas. Sus voces y sus golpes subían del fondo de la barranca. Margaret salía con su madre a verlas trabajar. La lejía manchaba el agua verde con un largo cordón de ceniza que bajaba en la correntada a lo largo de la orilla en herradura. Enfrente, el banco de arena reverberaba bajo el sol.

Se veía cruzar sobre él la sombra de los pájaros. Una mañana vieron tendido en la playa un yacaré de escamosa cola y lomo dentado.

-¡Un dragón, mamá…! -gritó Margaret, pero ya no sentía miedo. -No, Gretchen. Es un cocodrilo.

-¡Qué lindo! Parece hecho de piedra y de alga.

Otra vez, un venadito llegó saltando por entre el pajonal hasta muy cerca de la casa. Cuando Margaret corrió hacia él llamándolo, huyó trémulo y flexible, dejando en los ojos celestes de la alemanita un regusto de ternura salvaje, como si hubiera visto saltar por el campo un corazón de hierba dorada, el fugitivo corazón de la selva. Otra vez fue un guaca-mayo de irisado cuerpo granate, pecho índigo y verde, alas azules, larga cola roja y azul y ganchudo pico de cuerno; un arco iris de pluma y ronco graznido posado en la rama de timbó. Otra vez, una víbora de coral que Eugen mató con el machete entre los yuyos del potrero. Así Margaret fue descubriendo la vida y el peligro en el mundo de hojas, tierno, áspero, insondable, que la rodeaba por todas partes. Empezó a amar su ruido, su color, su misterio, porque en él percibía además la invisible presencia de los carpincheros.

En las noches de verano, después de cenar, los tres moradores del caserón blanco salían a sentarse en la barranca. Se quedaban allí tomando el fresco hasta que los mosquitos y jejenes se volvían insoportables. Ilse cantaba a media voz canciones de su aldea natal, que el chapoteo de la correntada entre las piedras desdibujaba tenuemente o mechaba de hiatos trémulos, como si la voz sonara en canutillos de agua. Eugen, fatigado por el trabajo del taller, se tendía sobre el pasto con las manos debajo de la nuca. Miraba hacia arriba recordando su antiguo y perdido oficio de marino, dejando que la inmensa espiral del cielo verdinegro, cuajado de enruladas virutas brillantes como su torno, se le estancara al fondo de los ojos. Pero no podía anular la preocupación que lo trabajaba sin descanso.

La suerte de los hombres en el ingenio, en cuyos pechos oprimidos se estaba incubando la rebelión. Eugen pensaba en los esclavos del ingenio. La cabecita platinada de Margaret soñaba, en cambio, con los hombres libres del río, con sus fabulosos Hombres de la Luna.

Esperaba cada noche verlos bajar por el río.

Los carpincheros aparecieron dos o tres veces más en el curso de ese año. A la luz de la luna, más que el fulgor de las hogueras, cobraban su verdadera substancia mitológica en el corazón de Margaret. Una noche desembarcaron en la arena, encendieron pequeñas fogatas para asar su ración de pescado y después de comer se entregaron a una extraña y rítmica danza, al son de un instrumento parecido a un arco pequeño. Una de sus puntas penetraba en un porongo partido por la mitad y forrado en tirante cuero de carpincho. El tocador se pasaba la cuerda del arco por los dientes y le arrancaba un zumbido sordo y profundo como si a cada boqueada vomitara en la percusión el trueno acumulado en su estómago. Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Ta-tam… Tu-tum… Ta-tam… Tain-ta-tam… Arcadas de ritmo caliente en la cuerda del gualambau, en el tambor de porongo, en la dentadura del tocador. Sonaban sus costillas, su piel de cobre, su estómago de viento, el porongo parchado de cuero y temblor, con su tuétano de música profunda parecida a la noche del río, que hacía hamacar los pies chatos, los cuerpos de sombra en el humo blanco del arenal.

Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Tu-tum… Ta-tam… Tu-tummmm. ……………………

La respiración de Margaret se acompasaba con el zumbido del gualambau. Se sentía atada misteriosamente a ese latido cadencioso encajonado en las barrancas.

Cesó la música. El hilván negro de los cachiveos se puso en movimiento con sus botadores de largas tacuaras que parecían andar sobre el agua, que se fueron alejando sobre carriles de espuma cada vez más queda, hasta desvanecerse en la tiniebla azul y rayada de luciérnagas.

Los esperaba siempre. Cada vez con impaciencia más desordenada. Siempre sabía cuándo iban a aparecer y se llenaba de una extraña agitación, antes de que el primer cachiveo bordeara el recodo a lo lejos, en el hondo cauce del río.

-¡Ahí vienen! -la vocecita de Margaret surgía rota por la emoción. El canturreo gangoso o el silencio de Ilse se interrumpía. Eugen se incorporaba asustado.

-¿Cómo lo sabes, Gretchen?

-No sé. Los siento venir. Son los Hombres de la Luna… de la Luna…

Era infalible. Un rato después, los cachiveos pasaban peinando la cabellera de cometa verde del río. El corazón le palpitaba fuertemente a Margaret. Sus ojitos encandilados rodaban en las estelas de seda líquida hasta que el último de los cachiveos desaparecía en el otro recodo detrás del brillo espectral del banco de arena roído por los pequeños cráteres de sombra.

En esas noches, la pequeña Margaret hubiera querido quedarse en la barranca hasta el amanecer porque los sigilosos vagabundos del río podían volver a remontar la corriente en cualquier momento.

-¡No quiero ir a dormir… no quiero entrar todavía! ¡No me gusta la casa blanca! ¡Quiero quedarme aquí…, aquí! -gimoteaba.

La última vez se aferró a los hierbajos de la barranca. Tuvieron literalmente que arrancarla de allí. Entonces Margaret sufrió un feo ataque de nervios que la hizo llorar y retorcerse convulsivamente durante toda la noche. Sólo la claridad del alba la pudo calmar. Después durmió casi veinticuatro horas con un sueño inerte, pesado.

-El espectáculo de los carpincheros -dijo Ilse a su marido- está enfermando a Margaret.

-No saldremos más a la barranca -decidió él, sordamente preocupado.

-Será mejor, Eugen -convino Ilse.

Margaret no volvió a ver a los Hombres de la Luna en los meses que siguieron. Una noche los oyó pasar en la garganta del río. Ya estaba acostada en su catrecito. Lloró en silencio, contenidamente. Temía que su llanto la delatara. El ladrido de los perros se apagó en la noche profunda, el tenue rumor de los cachiveos arañados de olitas fosfóricas. Margaret los tenía delante de los ojos. Se cubrió la cabeza con las cobijas. De pronto dejó de llorar y se sintió extrañamente tranquila porque en un esfuerzo de imaginación se vio viajando con los carpincheros, sentadita, inmóvil, en uno de los cachiveos. Se durmió pensando en ellos y soñó con ellos, con su vida nómada y bravía deslizándose sin término por callejones de agua en la selva.

Con el día su pena recomenzó. Nada peor que la prohibición de salir a la barranca podía haberle sucedido. Volvió a ser triste y silenciosa. Andaba por la casa como una sombra, humillada y huraña. Llegó a detestar en secreto todo lo que la rodeaba: el ingenio en que trabajaba su padre, el sitio sombrío que habitaban, la vivienda de paredes encaladas y ruinosas, su pieza, cuya ventana daba hacia la barranca, pero a través de la cual no podía divisar a sus deidades acuáticas cuando ella sola escuchaba en la noche el roce de los cachiveos sobre el río.

A pesar de todo, Margaret fue mejorando lentamente, hasta que ella misma creyó que había olvidado a los Hombres de la Luna. La casa blanca pareció reflotar con la dicha plácida de sus tres moradores como un témpano tibio en la noche del trópico.

Para celebrarlo, Eugen agregó otro tatuaje a los que ya tenía en su pellejo de ex marino. En el pecho, sobre el corazón, junto a dos anclas en cruz, dibujó con tinta azul el rostro de Margaret. Salió bastante parecido.

-Ya no te podrás borrar de aquí, Gretchen. Tengo tu foto bajo la piel.

Ella reía feliz y abrazaba cariñosa al papito.

Así llegó otra vez la noche de San Juan. La noche de las fogatas sobre el agua.

Eugen, Ilse y Margaret se hallaban cenando en la cocina cuando los primeros islotes incandescentes empezaban a bajar por el río. El errabundo fulgor que subía de la garganta rocosa les doró el rostro. Se miraron los tres, serios, indecisos, reflexivos. Eugen por fin sonrió y dijo:

-Sí, Gretchen. Esta noche iremos a la barranca a ver pasar las hogueras.

En ese mismo momento llegó hasta ellos el aullido de un animal, mezclado al grito angustioso de un hombre. El aullido salvaje volvió a oírse con un timbre metálico indescriptible: se parecía al maullido de un gato rabioso, a una uña de acero rasgando súbitamente una hoja de vidrio.

Salieron corriendo los tres hacia la barranca. Al resplandor de las fogatas vieron sobre el arenal a un carpinchero luchando contra un bulto alargado y flexible que daba saltos prodigiosos como una bola de plata peluda disparada en espiral a su alrededor.

-¡Es un tigre del agua! -murmuró Eugen, horrorizado. -iMein gott!-gimió Ilse.

El carpinchero lanzaba desesperados machetazos a diestro y siniestro, pero el lobo-pe, rápido como la luz, tornaba inofensivo el vuelo decapitados del machete.

Los otros carpincheros estaban desembarcando ya también en el arenal, pero era evidente que no conseguirían llegar a tiempo para acorralar y liquidar entre todos a la fiera. Se oían las lamentaciones de las mujeres, los gritos de coraje de los hombres, el jadeante ladrar de los perros.

El duelo tremendo duró poco, contados segundos a lo más. El carpinchero tenía ya un canal sangriento desde la nuez hasta la boca del estómago. El lobo-pe seguía saltando a su alrededor con agilidad increíble. Se veía su lustrosa pelambre manchada por la sangre del carpinchero. Ahora era un bulto rojizo, un tizón alado de larga cola nebulosa, cimbrándose a un lado y otro en sus furiosas acometidas, tejiendo su danza mortal en torno al hombre oscuro. Una vez más saltó a su garganta y quedó pegado a su pecho porque el brazo del carpinchero también había conseguido cerrarse sobre él hundiéndole el machete en el lomo hasta el mango, de tal modo que la hoja debió hincarse en su pecho como un clavo que los fundía a los dos. El grito de muerte del hombre y el alarido metálico de la fiera rayaron juntos al tímpano del río. Juntos empezaron a chorrear los borbotones de sus sangres. Por un segundo más, el carpinchero y el lobo-pe quedaron erguidos en ese extraño abrazo como si simplemente hubieran estado acariciándose en una amistad profunda, doméstica, comprensiva. Luego se desplomaron pesadamente, uno encima del otro, sobre la arena, entre los destellos oscilantes. Después de algunos instantes el animal quedó inerte. Los brazos y las piernas del hombre aún se movían en una ansia crispada de vivir. Un carpinchero desclavó de un tirón al lobo-pe del pecho del hombre, lo degolló y arrojó al río con furia su cabeza de agudo hocico y atroces colmillos. Los demás empezaron a rodear al moribundo.

Ilse tenía el rostro cubierto con las manos. El espanto estrangulaba sus gemidos. Eugen estaba rígido y pálido con los puños hundidos en el vientre. Solo Margaret había contemplado la lucha con expresión impasible y ausente. Sus ojos secos y brillantes miraban hacia abajo con absoluta fijeza en la inmovilidad de la inconsciencia o del vértigo. Solamente el ritmo de su respiración era más agitado. Por un misterioso pacto con las deidades del río, el horror la había respetado. En el talud calizo iluminado por las fogatas que bogaban a la deriva, ella misma era una pequeña deidad casi incorpórea, irreal.

Los carpincheros parecían no saber qué hacer. Algunos de ellos levantaron sus caras hacia la casa de los Plexnies y la señalaron con gestos y palabras ininteligibles. Era la única vivienda en esos parajes desiertos.

Deliberaron. Por fin se decidieron. Cargaron al herido y lo pusieron en un cachiveo. Toda la flotilla cruzó el río. Volvieron a desembarcar y treparon por la barranca.

Margaret, inmóvil, veía subir hacia ella, cada vez más próximos, a los Hombres de la Luna. Veía subir sus rostros oscuros y aindiados. Los ojos chicos bajo el cabello hirsuto y duro como crin negra. En cada ojo había una hoguera chica. Venían subiendo las caras angulosas con pómulos de piedra verde, los torsos cobrizos y sarmentosos, las manos inmensas, los pies córneos y chatos. En medio subía el muerto que ya era de tierra. Detrás subían las mujeres harapientas, flacas y tetudas. Subían, trepaban, reptaban hacia arriba como sombras pegadas a la resplandeciente barranca. Con ellos subían las chispas de las fogatas, subían voces guturales, el llanto de iguana herida de alguna mujer, subían ladridos de los que iban brotando los perros, subía un hedor de plantas acuáticas, de pescados podridos, de catinga de carpincho, de sudor…

Subían, subían… -¡Vamos, Gretchen! Ilse la arrastró de las manos.

Eugen trajo el farol de la cocina cuando los carpincheros llegaron a la casa. Sacó al corredor un catre de trama de cuero y ordenó con gestos que lo pusieran en él. Después salió corriendo hacia la enfermería para ver si aún podía traer algún auxilio a la víctima. Ya desde el alambrado gritó:

-¡Vuelvo enseguida, Ilse! ¡Prepara agua caliente y recipientes limpios!

Ilse va a la cocina, mareada, asustada. Se le escucha manejarse a ciegas en la penumbra roja. Suenan cacharros sobre la hornalla.

El destello humoso del farol arroja contra las paredes las sombras movedizas de los carpincheros inmóviles, silenciosos, hasta el llanto de iguana ha cesado. Se oye gotear la sangre en el suelo. A través de los cuerpos coriáceos, Margaret ve el pie enorme del carpinchero tendido en el catre. Se acerca un poco más. Ahora ve el otro pie. Son como dos chapas callosas, sin dedos casi, sin talón, cruzados por las hondas hendiduras de roldana que el borde filoso del cachiveo ha cavado allí en leguas y leguas, en años y años de un vagabundo destino por los callejones fluviales. Margaret piensa que esos pies ya no andarán sobre el agua y se llena de tristeza. Cierra los ojos. Ve el río cabrilleante, como tatuado de luciérnagas. El olor almizclado, el recio aroma montaraz de los carpincheros ha henchido la casa, lucha contra la tenebrosa presencia de la muerte, alza en vilo el pequeño, el liviano corazón de Margaret. Lo aspira con ansias. Es el olor salvaje de la libertad y de la vida. De la memoria de Margaret se están borrando en este momento muchas cosas. Su voluntad se endurece en torno a un pensamiento fijo y tenso que siente crecer dentro de ella. Ese sentimiento la empuja. Se acerca a un carpinchero alto y viejo, el más viejo de todos, tal vez el jefe. Su mano se tiende hacia la gran mano oscura y queda asida a ella como una diminuta mariposa blanca posada en una piedra del río. Las hogueras siguen bajando sobre el agua. La sangre gotea sobre el piso. Los carpincheros van saliendo. Durante un momento sus pies callosos raspan la tierra del patio rumbo a la barranca con un rasguido de carapachos veloces y rítmicos. Se van alejando. Cesa el rumor. Vuelve a oírse el desagüe del muerto solo, abandonado en el corredor. No hay nadie.

Ilse sale de la cocina. El miedo, el pavor, el terror, la paralizan por un instante como un baño de cal viva que agrieta sus carnes y le quema hasta la voz. Después llama con un grito blanco, desleído, que se estrella en vano contra las paredes blancas y agrietadas:

-¡Margaret…, Gretchen…!

Corre hacia la barranca. El hilván de los cachiveos está doblando el codo entre las fogatas. Los destellos muestran todavía por un momento, antes de perderse en las tinieblas, los cabellos de leche de Margaret. Va como una luna chica en uno de los cachiveos negros.

-¡Gretchen…, mein herzchen…!

Ilse vuelve corriendo a la casa. Un resto de instintiva esperanza la arrastra. Tal vez no; tal vez no se ha ido.

-¡Gretchen…, Gretchen…!-su grito agrio y seco tiene ya la desmemoriada insistencia de la locura.

Llega en el momento en que el carpinchero muerto se levanta del catre convertido en un mulato gigantesco. La oye reír y llorar. Lo ve andar como un ciego, golpeándose contra las paredes. Busca una salida. No la encuentra. La muerte tal vez lo acorrala todavía. Suena su risa. Suenan sus huesos contra la tapia. Suena su llanto quejumbroso.

Ilse huye, huye de nuevo hacia el río, hacia el talud. Las hogueras rojas bajan por el agua.

-¡Gretchen…, Gretchen…!

Un trueno sordo le responde ahora. Surge del río, llena toda la caja acústica del río ardiendo bajo el cielo negro. Es el gualambau de los carpincheros. Ilse se aproxima imantada por ese latido siniestro que ya llena ahora toda la noche. Dentro de él está Gretchen, dentro de él tiembla el pequeño corazón de su Gretchen…

Mira hacia abajo desde la barranca. Ve muchos cuerpos, los cuerpos sin cara de muchas sombras que se han reunido a danzar en el arenal al compás del tambor de porongo.

Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Ta-tam… Tu-tum… Tam-ta-tam…

Se hamacan los pies chatos y los cuerpos de sombra entre el humo blanco del arenal.

Dientes inmensos de tierra, de fuego, de viento, mascan la cuerda de agua del gualambau y le hacen vomitar sus arcadas de trueno caliente sobre la sien de harina de Ilse.

Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Tum-tu-tummm…

En el tambor de porongo el redoble rítmico y sordo se va apagando poco a poco, se va haciendo cada vez más lento y tenue, lento y tenue. El último se oye apenas como una gota de sangre cayendo sobre el suelo.

Charles Bukowski: Clase. Cuento

bukowski-photoNo estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.

El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.

Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.

-¿Señor Hemingway?

-¿Sí, qué pasa?

-Me gustaría cruzar los guantes con usted.

-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?

-No.

-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.

-Mire, estoy aquí para romperle el culo.

Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:

-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.

El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.

-¿Estás loco, chico? -me preguntó.

-No sé. Creo que no.

-Toma. Pruébate estos calzones.

-Bueno.

-Oh, oh… Son demasiado grandes.

-A la mierda. Están bien.

-Bueno, deja que te vende las manos.

-Nada de vendas.

-¿Nada de vendas?

-Nada de vendas.

-¿Y qué tal un protector para la boca?

-Nada de protectores.

-¿Y vas a pelear en zapatos?

-Voy a pelear en zapatos.

Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.

No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.

-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo…

-No me voy a caer -le dije al árbitro.

Siguieron otras instrucciones.

-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.

Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.

Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.

Un tipo vino con una toalla.

-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.

-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.

El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.

Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.

¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.

Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.

Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.

Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.

-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?

-Henry Chinaski.

-Nunca he oído hablar de ti -dijo.

-Ya oirás.

Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.

-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.

-Follar y beber.

-No, no -quiero decir en qué trabajas.

-Soy friegaplatos.

-¿Friegaplatos?

-Sí.

-¿Tienes alguna afición?

-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.

-¿Escribes?

-Sí.

-¿El qué?

-Relatos cortos. Son bastante buenos.

-¿Has publicado algo?

-No.

-¿Por qué?

-No lo he intentado.

-¿Dónde están tus historias?

-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.

-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.

-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.

La estrella de clase y alta sociedad se acercó:

-Él estará conmigo.

Luego me dijo:

-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.

Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.

-¿Qué coño pasó?

-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.

Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.

-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.

-Estreché su mano -no te vueles los sesos.

Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.

El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.

-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.

Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.

-Tommy -dijo ella- desaparece.

Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.

-¿Quién era ese grandulón?

-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.

Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.

Entonces dijo:

-Vamos.

La seguí hasta el dormitorio.

A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.

-¿Señor Chinaski?

-¿Sí?

-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!

-¿Sólo de la década?

-Bueno, tal vez del siglo.

-Eso está mejor.

-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.

-Me lo creo -dije.

El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.

Raymond Carver: El padre. Cuento

raymondEl bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.

El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.

—¿A quién quieres tú pequeñín? — dijo Phyllis—, y le hizo cosquillas en la barbilla.

—Nos quiere a todos — dijo Phyllis—, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!

La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:

—¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.

—¿No es una preciosidad? —dijo la madre—. Tan sano, mi niñito. —Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo—. Nosotros también le queremos.

—¿Pero a quién se parece, a quién se parece? —exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.

—Tiene los ojos bonitos —dijo Carol.

—Todos los bebés tienen los ojos bonitos —dijo Phyllis.

—Tiene los labios del abuelo —dijo la abuela—. Fijaos en esos labios.

—No sé…—dijo la madre—. No sabría decir.

—¡La nariz! ¡La nariz! —gritó Alice.

—¿Qué pasa con su nariz? —preguntó la madre.

—En la nariz se parece a alguien —dijo la niña.

—No, no sé… —dijo la madre—. No creo.

—Esos labios…— dijo entre dientes la abuela—. Esos deditos… — dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.

—¿A quién se parece este niño?

—No se parece a nadie —dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.

—¡Ya sé! ¡Ya sé! — dijo Carol—. ¡Se parece a papá! —Todas miraron al bebé de muy cerca.

—¿Pero a quién se parece su papá? — preguntó Phyllis.

—¿A quién se parece papá?— repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.

—¡Vaya, a nadie! —dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.

—Calla —dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.

—¡Papá no se parece a nadie! —dijo Alice.

—Pero tendrá que parecerse a alguien —dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.

Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

Raymond Carver: Póngase usted en mi lugar. Cuento

raymond-carver_420Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono. Había ido haciendo todo el apartamento y ahora estaba en la sale, utilizando el accesorio de la boquilla para llegar a los pelos de gato que había entre los cojines. Se detuvo y escuchó: luego apagó la aspiradora. Fue a coger el teléfono.

—¿Sí? —dijo—. Myers al aparato.

—Myers —dijo ella—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces?

—Nada —dijo él—. Hola, Paula.

—Va a haber una fiesta en la oficina luego —dijo ella—. Estás invitado. Te invitó Carl.

—No creo que pueda ir —dijo Myers.

—Carl me acaba de decir: llama a tu hombre por teléfono. Haz que se venga a tomar una copa. Hazle salir de su torre de marfil, que regrese al mundo real durante un rato. Carl es un tipo curioso cuando bebe. ¿Myers?

—Te he oído —dijo Myers.

Myers había trabajado para Carl. Carl siempre hablaba de irse a París a escribir una novela, y cuando Myers dejó el trabajo para escribir una novela, Carl le dijo que estaría atento pare cuando apareciera el nombre de Myers en las listas de best sellers.

—No puedo ir —dijo Myers.

—Nos hemos enterado de algo horrible esta mañana —continuó Paula como si no le hubiera oído—. ¿Te acuerdas de Larry Gudinas? Aún trabajaba aquí cuando tú venías por la oficina.

Estuvo echando una mano en los libros de ciencia durante un tiempo. Luego lo pusieron en trabajo de campo, y luego lo despidieron. Nos hemos enterado esta mañana de que se ha suicidado. Se ha pegado un tiro en la boca. ¿Te imaginas? ¿Myers?

—Te he oído —dijo Myers. Trató de recordar a Larry Gudinas y visualizó a un hombre alto y encorvado, con gafas de montura metálica, llamativas corbatas y unas entradas imparables.

Imaginó la sacudida, el brinco de la cabeza hacia atrás.

—Caramba —dijo Myers—. Lo siento.

—Vente a la oficina, ¿me oyes, cariño? —dijo Paula—. Estamos todos charlando y tomando una copa; escuchamos canciones navideñas. Venga, ven —dijo.

Myers, al otro lado de la línea, oía todo lo que le decía Paula.

—No me apetece —dijo—. ¿Paula? —Vio unos cuantos copos de nieve que se desplazaban de lado a lado de la ventana. Pasó los dedos por el cristal, y luego, mientras esperaba, se puso a escribir su nombre en él.

—¿Qué? Sí, te he oído —dijo ella—. Está bien —dijo Paula—. ¿Por qué no nos vemos en Voyles y tomamos una copa, entonces? ¿Myers?

—De acuerdo —dijo él—. En Voyles. De acuerdo.

—Todo el mundo se va a sentir decepcionado al ver que no vienes —dijo ella—. En especial Carl. Carl te admira, ¿sabes? Te admira de veras. Me lo ha dicho. Admira tu valor. Me dijo que si tuviera tu valor habría dejado todo esto hace años. Que hace falta valor para hacer lo que hiciste. ¿Myers?

—Estoy aquí —dijo Myers—. Creo que podré poner el coche en marcha. Si no consigo ponerlo en marcha, te doy un telefonazo.

—De acuerdo —dijo ella—. Quedamos en Voyles. Si no me llamas, salgo en cinco minutos.

—Saluda a Carl de mi parte —dijo Myers.

—Lo haré —dijo Paula—. Está hablando de ti.

Myers guardó la aspiradora. Bajó los dos tramos de escaleras y fue hasta su coche, que ocupaba la plaza del fondo y estaba cubierto de nieve. Se puso al volante, apretó unas cuantas veces el pedal y dio a la llave de contacto. El motor arranco. Siguió pisando a fondo.

Durante el trayecto miró a la gente que se apresuraba por las aceras cargadas de paquetes. Echó una ojeada al cielo gris, lleno de copos de nieve, y a los altos edificios que tenían nieve en las grietas y en los derrames de las ventanas. Trató de captarlo todo con los ojos, de retenerlo pare más tarde. Acababa de terminar una historia y aun no había dado comienzo a la siguiente, y se sentía despreciable. Llegó a Voyles, un pequeño bar situado en una esquina, junto a una tienda de ropa de hombre. Aparcó en la parte de atrás y entró en el bar. Se sentó un rato a la barra y luego cogió su bebida y fue a sentarse a una mesita, al lado de la puerta.

Cuando Paula entro en el bar y dijo «Feliz Navidad», él se levantó y le dio un beso en la mejilla. Y le ofreció una silla.

—¿Un escocés? —dijo.

—Un escocés —dijo ella. Y luego, a la chica que vino a atenderles—: Un escocés con hielo.

Paula cogió y apuró el vaso de Myers.

—Tráigame otro a mí también —le dijo Myers a la chica—. No me gusta este bar —dijo luego, cuando la chica se hubo ido.

—¿Qué tiene de malo este bar? —dijo Paula—. Siempre venimos aquí.

—No me gusta, eso es todo —dijo él—. Nos tomamos la cope y nos vamos a otra parte.

—Como quieras —dijo ella.

La chica se acercó con las bebidas. Myers pago. Brindaron. Myers la miraba ?jamente.

—Carl te manda saludos —dijo ella.

Myers asintió con la cabeza.

Paula bebió unos sorbos de whisky.

—¿Cómo te ha ido el día?

Myers se encogió de hombros.

—¿Qué has hecho? —dijo ella.

—Nada —dijo él—. He pasado la aspiradora.

Paula le tocó la mano.

—Todo el mundo me ha dicho que te salude de su parte.

Se terminaron el whisky.

—Tengo una idea —dijo ella—. ¿Por qué no pasamos un rato a ver a los Morgan? Todavía no los conocemos, santo cielo, y ya hace meses que han vuelto. Podríamos pasar por su casa a saludarles: «Hola, somos los Myers.» Además nos mandaron una postal. Nos decían que pasáramos a verlos en vacaciones. Nos invitaron. No quiero ir a casa —dijo por último, y buscó un cigarrillo en su bolso.

Myers recordó haber encendido la estufa y apagado las luces antes de salir. Y luego pensó en los copos de nieve que cruzaban despacio por la ventana.

—¿Y que me dices de aquella carta insultante diciéndonos que les habían contado que teníamos un gato en la case? —dijo Myers.

—Se habrán olvidado ya del asunto —dijo ella—. De todos modos, no era nada grave. ¡Oh, venga, Myers! Vamos a hacerles una visita.

—Antes tendríamos que llamar… en caso de que lo hiciéramos —dijo él.

—No —dijo ella—. Es parte del juego. Vayamos sin llamar. Llegamos y llamamos a la puerta y decimos: «Hola, vivíamos aquí.» ¿De acuerdo, Myers?

—Creo que antes deberíamos llamar.

—Son vacaciones —dijo ella, levantándose—, Venga, querido.

Le cogió del brazo y salieron a la nieve. Sugirió ir en su coche. El de Myers lo recogerían luego. Myers le abrió la portezuela del conductor y dio la vuelta al coche pare ocupar el otro asiento.

Le invadió una suerte de turbación cuando vio las ventanas iluminadas, la nieve en el tejado, y la rubia en el camino de entrada. Las cortinas estaban descorridas, y un árbol de Navidad parpadeaba hacia ellos desde la ventana.

Se apearon del coche. Myers cogió por el codo a Paula al pasar por encima de un montón de nieve, y echaron a andar hacia el porche delantero. Habían avanzado apenas unos pasos cuando un perro de tupidas greñas salió como un rayo de la esquina del garaje y se echó encima de Myers.

—Oh, Dios —dijo él, agachándose, reculando, levantando las manos. Resbaló, con los faldones del abrigo ondeando al aire, y cayó sobre el césped helado con la certeza aferradora de que el animal arremetería contra su garganta. El perro gruñó una vez y se puso a olisquearle el abrigo.

Paula cogió un puñado de nieve y lo lanzó contra el perro. La luz del porche se encendió, se abrió la puerta y un hombre gritó:

—¡Buzzy!

Myers se levantó del suelo y se sacudió la nieve de la ropa.

—¿Qué pasa? —dijo el hombre desde el umbral—. ¿Quien es? Buzzy, ven aquí, muchacho. ¡Ven aquí!

—Somos los Myers —dijo Paula—. Venimos a desearles feliz Navidad.

—¿Los Myers? —dijo el hombre del umbral—. ¡Fuera de aquí, Buzzy! Vete al garaje. ¡Vamos, vamos! Son los Myers —le dijo luego a la mujer que estaba a su espalda tratando de mirar por encima de su hombro.

—Los Myers —dijo la mujer—. Bueno, diles que pasen. Invítales a pasar, por el amor de Dios. Salió al porche y dijo—: Entren, por favor. Hace un frío que pela. Soy Hilda Morgan, y éste es Edgar. Mucho gusto en conocerles. Entren, por favor.

Se dieron un rápido apretón de manos en el porche. Myers y Paula pasaron al interior y Morgan cerró la puerta.

—Déjenme los abrigos. Quítenselos, por favor —dijo Edgar Morgan—. ¿Está usted bien? —le dijo a Myers, mirándole atentamente. Myers asintió con la cabeza—. Sabía que ese perro estaba loco, pero nunca había hecho nada parecido. Lo he visto todo. Estaba mirando por la ventana en ese preciso instante.

El comentario le sonó extraño a Myers, y miró al dueño de la casa. Edgar Morgan era un cuarentón casi calvo del todo; llevaba unos pantalones y un suéter, y unas zapatillas de piel.

—Se llama Buzzy —declaró Hilda Morgan, e hizo una mueca—. Es el perro de Edgar. Yo me niego a tener un perro en casa, pero Edgar compró este animal y prometió tenerlo siempre fuera.

—Duerme en el garaje —dijo Edgar Morgan—. No hace más que pedir que le dejen entrar, pero no podemos permitírselo, ya entienden. —Morgan soltó una risita—. Pero siéntense, siéntense. Si es que encuentran dónde en todo este desorden. Hilda, cariño, quita alguna cosa del sofá pare que Mr. y Mrs. Myers puedan sentarse.

Hilda Morgan retiró del sofá paquetes, papeles de envolver, unas tijeras, una caja de cintas, lazos… Lo puso todo en el suelo.

Myers reparo en que Morgan le miraba de nuevo ?jamente, y esta vez sin sonreír.

Paula dijo:

—Myers, tienes algo en el pelo, cariño.

Myers se pasó la mano por detrás de la cabeza y se quitó una ramita y se la metió en el bolsillo.

—Ese perro… —dijo Morgan, y volvió a reír—. Estábamos tomándonos un ponche caliente y envolviendo unos regalos de última hora. ¿Quieren que hagamos un brindis por las ?estas? ¿Qué quieren tomar?

Cualquier cosa —dijo Paula.

Cualquier cosa —dijo Myers—. No quisiéramos molestar.

—Tonterías —dijo Morgan—. Sentíamos… mucha curiosidad por ustedes, los Myers. ¿Tomará un ponche, Mr. Myers?

—Muy bien —dijo Myers.

—¿Y Mrs. Myers? —dijo Morgan.

Paula asintió con la cabeza.

—Dos porches, entonces —dijo Morgan—. Cariño, nosotros también ¿verdad? —le dijo a su mujer—. La ocasión lo exige. Cogió la taza de su esposa y fue a la cocina. Myers oyó cerrarse de golpe la puerta de un armario y luego una palabra ahogada que sonó como un juramento. Myers pestañeó. Miró a Hilda Morgan, que se estaba acomodando en una silla, a un costado del sofá.

—Siéntense aquí, los dos —dijo Hilda Morgan. Dio unos golpecitos en el brazo del sofá—. Aquí, junto al fuego. Mr. Morgan lo atizará en cuanto vuelva—. Se sentaron. Hilda Morgan enlazó las manos sobre el regazo y se inclinó un poco hacia adelante, estudiando la cara de Myers.

La sala seguía como Myers la recordaba, con excepción de tres pequeñas litografías enmarcadas que colgaban de la pared, a espaldas de Mrs. Morgan. En una de ellas, un hombre con levita y chaleco se tocaba ligeramente el sombrero delante de unas señoritas con sombrillas. Eso ocurría en un lugar con gran afluencia de gente y caballos y carruajes.

—¿Qué les pareció Alemania? —dijo Paula. Estaba sentada en el borde del sofá, con el bolso sobre las rodillas.

—Nos encantó Alemania —dijo Edgar Morgan, que volvía en aquel momento de la cocina con una bandeja con cuatro grandes tazas. Myers reconoció las tazas.

—¿Ha estado usted en Alemania, Mrs. Myers? —preguntó Morgan.

—Queremos ir —dijo Paula—. ¿No es cierto, Myers? Quizá el año que viene, el verano que viene. O el otro. En cuanto vayamos algo más sobrados de dinero. Quizás en cuanto Myers venda algo. Myers escribe.

—Pienso que un viaje a Europa le vendría muy bien a un escritor —dijo Edgar Morgan. Puso las tazas sobre unos posavasos—. Por favor, sírvanse. —Se sentó en una silla, enfrente de su esposa, y miró a Myers—. Decía en la carta que había dejado su empleo pare escribir.

—Cierto —dijo Myers, y bebió un sorbo de ponche.

—Escribe algo casi todos los días —dijo Paula.

—¿De veras? —dijo Morgan—. Sorprendente. ¿Y qué ha escrito hoy, si me permite la pregunta?

—Nada —dijo Myers.

—Estamos en fiestas —dijo Paula.

—Estará orgullosa de él, Mrs. Myers —dijo Hilda Morgan.

—Lo estoy —dijo Paula.

—Me alegro por usted —dijo Hilda Morgan.

—El otro día oí algo que quizá pueda interesarle —dijo Edgar Morgan. Sacó tabaco y empezó a llenar la pipa. Myers encendió un cigarrillo y miró a su alrededor en busca de un cenicero; luego dejó caer la cerilla detrás del sofá.

—Es una historia horrible, en realidad. Pero tal vez le sirva, Mr. Myers. —Morgan encendió una cerilla y se dio fuego a la pipa—. El granito de arena y todo eso, ya sabe —dijo Morgan, y se echó a reír y sacudió la cerilla—. El tipo era de mi edad, poco más o menos. Durante un par de años fue colega mío. Nos conocíamos un poco, y teníamos buenos amigos comunes. Un día se marchó, aceptó un puesto allá en la universidad del estado. Bien, ya sabe lo que sucede a veces… El tipo tuvo un idilio con una de sus alumnas.

Mrs. Morgan emitió un ruido de desaprobación con la lengua. Cogió un pequeño paquete envuelto en papel verde y se puso a pegarle encima un lazo rojo.

—Según se cuenta, fue un idilio ardiente que duró varios meses —siguió Morgan—. Hasta hace muy poco, de hecho. Hasta la semana pasada, para ser exactos. Esa noche le comunicó a su esposa, con la que llevaba veinte años, que quería el divorcio. Imagine cómo se lo tuvo que tomar la pobre mujer, al oír aquello de buenas a primeras, como quien dice. Se organizó una buena trifulca. Metió baza toda la familia. La mujer le ordenó que se fuera inmediatamente. Pero cuando el hombre estaba a punto de irse, su hijo le tiró una lata de sopa de tomate que le alcanzó en la frente. El golpe le produjo una conmoción cerebral, y le mandaron al hospital. Y su estado es grave.

Morgan dio unas chupadas a su pipa y observó a Myers.

—Jamás había oído nada parecido—dijo Mrs. Morgan—. Edgar, es repugnante.

—Es horrible —dijo Paula.

Myers se sonrió burlonamente.

—Ahí tiene materia para un cuento, Mr. Myers —dijo Morgan, captando su sonrisa y entrecerrando los ojos—. Piense en la historia que podría usted urdir si lograra penetrar en la cabeza de ese hombre.

—O en la de ella —dijo Mrs. Morgan—. En la de la mujer. Piense en su historia. Ser engañada de tal modo después de veinte años de matrimonio. Piense en como se tuvo que sentir.

—Pero imaginen por lo que está pasando el pobre chico —dijo Paula—. Imagínenlo. Un hijo que por poco mata a su padre.

—Sí, todo eso es cierto —dijo Morgan—. Pero hay algo a lo que creo que ninguno ha prestado atención. Piensen un momento en lo que voy a decir. ¿Me escucha, Mr. Myers? Dígame lo que opina de esto. Póngase en el lugar de esa alumna de dieciocho años que se enamora de un hombre casado. Piense en ella unos instantes, y verá las posibilidades que tiene esa historia.

Morgan asintió con la cabeza y se echo hacia atrás en la silla con expresión satisfecha.

—Me temo que no siento por ella la menor simpatía —dijo Mrs. Morgan—. Imagino la clase de chica que es. Ya sabemos cómo son, esas jovencitas que echan el anzuelo a hombres mayores. Y él tampoco me inspira ninguna simpatía. El, el hombre, el don Juan; no, ninguna simpatía. Me temo que mis simpatías, en este caso, son sodas pare la mujer y el hijo.

—Haría falta un Tolstoi para contar la historia, para contarla bien —dijo Morgan—. Un Tolstoi, ni más ni menos. El ponche aún está caliente, Mr. Myers.

—Tenemos que irnos —dijo Myers.

Se levantó y tiró la colilla al fuego.

—No se vayan todavía —dijo Mrs. Morgan—. Aún no hemos tenido tiempo de conocernos. No saben cuánto hemos… especulado acerca de ustedes. Ahora nos hemos reunido al fin. Quédense un rato más Ha sido una sorpresa agradable.

—Le agradecemos la postal y la nota —dijo Paula.

—¿La postal? —dijo Mr. Morgan.

Myers tomó asiento.

—Nosotros decidimos no mandar ninguna postal este año —dijo Paula—. No me puse cuando debía, y nos pareció que no valía la pena hacerlo en el último momento.

—¿Tomará otro ponche, Mrs. Myers? —dijo Morgan, de pie ante ella, con la mano en su taza—. Servirá de ejemplo para su esposo.

—Estaba muy bueno —dijo Paula—. Hace entrar en calor.

—Muy bien —dijo Morgan—. Te hace entrar en calor. Exacto. Cariño, ¿has oído a Mrs. Myers? Te hace entrar en calor. Estupendo. ¿Mr. Myers? —dijo Morgan, y aguardó—. ¿Nos acompañará también?

—De acuerdo —dijo Myers, y dejó que Morgan recogiera su taza.

El perro empezó a gimotear y a arañar la puerta.

—Ese perro… No sé qué mosca le ha picado —dijo Morgan. Fue a la cocina, y esta vez Myers oyó claramente como Morgan maldecía al dar con la olla de hervir el agua contra uno de los quemadores.

Mrs. Morgan se puso a tararear una melodía. Cogió un paquete a medio envolver, cortó un trozo de cinta adhesiva y empezó a pegar el envoltorio.

Myers encendió un cigarrillo. Dejo la cerilla en su posavasos. Miró el reloj.

Mrs. Morgan levantó la cabeza.

—Me parece que están cantando —dijo. Se quedó quieta, escuchando. Se levantó de la silla y fue hasta la ventana de la sala—. ¡están cantando! ¡Edgar! —llamó.

Myers y Paula se acercaron a la ventana.

—Llevo años sin ver a esos grupos que cantan villancicos —dijo Mrs. Morgan.

—¿Qué pasa? —dijo Morgan. Traía la bandeja con las tazas—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo?

—Nada, cariño. Que cantan villancicos. Allí están, míralos. En la acera de enfrente —dijo Mrs. Morgan.

—Mrs. Myers —dijo Morgan acercando la bandeja—. Mr. Myers. Cariño…

—Gracias —dijo Paula.

—Muchas gracias_ —dijo Myers.

Morgan dejó la bandeja en la mesa y volvió a la ventana con su taza. Unos chiquillos se habían agrupado en el paseo, delante de la casa de enfrente. Eran chicos y chicas pequeños y un muchacho algo mayor y más alto con bufanda y abrigo. Myers vio las caras en la ventana de la casa de enfrente —la de los Ardrey—, y cuando terminaron de cantar sus villancicos, Jack Ardrey salió a la puerta y le dio algo al chico mayor. El grupo siguió por la acera, haciendo fluctuar las linternas en la oscuridad, y se detuvo frente a otra casa.

—No van a pasar por aquí —dijo Mrs. Morgan al rato.

—¿Que? ¿Por qué no van a venir a nuestra casa? —dijo Morgan, y se volvió a su mujer—. ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué no van a pasar por aquí?

—Sé que no van a hacerlo —dijo Mrs. Morgan.

—Y yo digo que sí —dijo Morgan—. Mrs. Myers, ¿van a pasar esos chicos por aquí o no? ¿Qué dice usted? ¿Volverán para bendecir esta casa? Lo dejaremos en sus manos.

Paula se pegó al cristal de la ventana. Pero el grupo se alejaba ya por la acera en dirección contraria. Y Paula guardó silencio.

—Bien de nuevo los ánimos calmados —dijo Morgan, y fue a sentarse en su silla. Frunció el ceño y se puso a llenar la pipa.

Myers y Paula volvieron al sillón. Mrs. Morgan se retiró al fi?n de la ventana. Se sentó. Sonrió y miró dentro de su taza. Luego dejó la taza sobre la mesa y se echó a llorar.

Morgan le tendió un pañuelo. Miró a Myers. Instantes después Morgan se puso a tamborilear con la mano en el brazo del sillón. Myers movió los pies. Paula buscó en su bolso un cigarrillo.

—¿Ves lo que has hecho? —dijo Morgan, fijando los ojos en algo que había sobre la alfombra, junto al pie de Myers.

Myers hizo acopio de ánimo para levantarse.

—Edgar, sírveles otra bebida —dijo Mrs. Morgan mientras se pasaba la mano por los ojos. Utilizó el pañuelo para sonarse—. Quiero que oigan lo de Mrs. Attenborough. Mr Myers es escritor. Creo que la historia podría interesarle. Esperaremos a que vuelvas para contarla.

Morgan retiró las tazas. Las llevó a la cocina. Myers oyó un estrépito de platos, de puertas de armario que se cerraban. Mrs. Morgan miró a Myers y esbozó una leve sonrisa.

—Tenemos que irnos —dijo Myers—. Tenemos que irnos. Paula, coge el abrigo.

—No, no. Insistimos, Mr. Myers —dijo Mrs. Morgan—. Queremos que oiga lo de Mrs. Attenborough, la pobre Mrs. Attenborough. También a usted le interesará, Mrs. Myers. Tendrá ocasión de ver cómo la mente de su marido se pone a trabajar sobre un material en bruto.

Morgan volvió de la cocina y distribuyó las tazas de ponche. Y se sentó en seguida.

—Cuéntales lo de Mrs. Attenborough, cariño —dijo Mrs. Morgan.

—Ese perro por poco me arranca la pierna —dijo Myers, y se asombró al instante de sus propias palabras. Dejó la taza encima de la mesa.

—Oh, vamos, no fue para tanto —dijo Morgan—. Lo vi todo.

—Los escritores, ya se sabe—le dijo a Paula Mrs, Morgan—. Les encanta exagerar.

—El poder de la pluma y todo eso —dijo Morgan.

—Eso es —dijo Mrs. Morgan—. Convierta su pluma en reja de arado, Mr. Myers.

—Que sea Mrs. Morgan quien cuente lo de Mrs. Attenborough —dijo Morgan, sin hacer el menor caso a Myers, que se ponía en pie en aquel momento—. Mrs. Morgan tuvo que ver directamente en el asunto. Yo ya he contado lo del tipo descalabrado por una lata de sopa. —Morgan soltó una risita—. Dejaremos que esto lo cuente Mrs. Morgan.

—Cuéntalo tu, querido. Y usted, Mr. Myers, escuche con atención —dijo Mrs. Morgan.

—Nos tenemos que ir —dijo Myers—. Paula, vámonos.

—Qué sinceridad la suya —dijo Mrs. Morgan.

—Sí, exacto —dijo Myers. Luego dijo—: Paula, ¿vienes?

—Quiero que escuchen la historia —dijo Morgan, alzando la voz—. Ofenderá usted a Mrs. Morgan, nos ofenderá a los dos si no la escucha. —Morgan apretó la pipa entre los dedos.

—Myers, por favor —dijo, inquieta, Paula—. Quiero oírla. Y luego nos vamos. ¿Myers? Por favor, cariño, siéntate un minuto.

Myers la miró. Paula movió los dedos, como haciéndole una seña. Myers vaciló, y al cabo se sentó a su lado.

Mrs. Morgan comenzó:

—Una tarde, en Munich, Edgar y yo fuimos al Dortmunder Museum. Había una exposición sobre la Bauhaus aquel otoño, y Edgar dijo que al diablo con todo, que nos tomáramos el día libre. Estaba con sus trabajos de investigación, ya saben, y dijo que al diablo, que nos tomábamos el día libre. Cogimos un tranvía y atravesamos Munich hasta llegar al museo. Dedicamos varias horas a ver la exposición y a visitar de nuevo algunas de las salas de pintura, en homenaje a algunos grandes maestros por los que Edgar y yo sentimos una especial devoción. Justo antes de marcharnos, entré en el aseo de señoras. Y me dejé el bolso. Dentro llevaba el cheque mensual de Edgar que nos acababa de llegar de los Estados Unidos el día anterior, y ciento veinte dólares en metálico que íbamos a ingresar junto con el cheque. También llevaba mi carnet de identidad. No eché a faltar el bolso hasta llegar a casa. Edgar llamó inmediatamente al museo. Hablaba con la dirección cuando vi que un taxi se paraba ante nuestra casa. Se apeó una mujer bien vestida, de pelo blanco. Era una mujer corpulenta, y llevaba dos bolsos. Avisé a Edgar y fui a la puerta. La mujer se presentó como Mrs. Attenborough, me entregó el bolso y explicó que también ella había estado en el museo aquella tarde, y que estando en el aseo de señoras había visto el bolso en la papelera. Como es lógico, lo había abierto para averiguar quién era la propietaria. Y encontró el carnet de identidad y lo demás, donde figuraba nuestra dirección en Munich. Dejó inmediatamente el museo y cogió un taxi para entregar el bolso personalmente. El cheque de Edgar seguía allí, pero no el dinero, los ciento veinte dólares. Me sentí, no obstante, muy agradecida por haber recuperado lo demás. Eran casi las cuatro, y le pedimos a la mujer que se quedara a tomar el té. Se sentó, y al poco empezó a contarnos cosas de su vida. Había nacido y se había criado en Australia, se había casado joven, había tenido tres hijos —todos varones—, había enviudado y seguía viviendo en Australia con dos de sus hijos. Criaban ovejas y poseían mas de veinte mil acres de tierra para pastos, y en ciertas épocas del año empleaban a multitud de pastores y esquiladores. Estaba de paso en Munich camino de Australia, y venía de Inglaterra de visitar a su hijo menor, que era abogado. Volvía a Australia cuando la conocimos —dijo Mrs. Morgan—. Y aprovechaba la ocasión para ver algo de mundo. Le quedaban aún muchos lugares por visitar.

—Ve al grano, querida —dijo Morgan.

—Sí. Y esto es lo que sucedió entonces, Mr. Myers. Iré directamente al clímax, como dicen ustedes los escritores. De pronto, después de una agradable charla como de una hora, después de que aquella mujer nos hubiera hablado de su vida y de su existencia aventurera en las antípodas, se levantó para irse. Estaba pasándome la taza cuando la boca se le quedó completamente abierta, se le cayó la taza al suelo y se desplomó sobre el sofá, muerta. Muerta. Allí, en nuestra sala de estar. Fue el momento más terrible de toda nuestra vida.

Morgan asintió con gesto solemne.

—Dios —dijo Paula.

—El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en Alemania —dijo Mrs. Morgan.

Myers se echó a reír.

—¿El destino… la envió… a… morir… en su… sala? —consiguió decir con voz entrecortada.

—¿Le parece gracioso, señor? —dijo Morgan—. ¿Lo encuentra divertido?

Myers asintió con la cabeza. Siguió riendo. Se enjugó los ojos con la manga de la camisa.

—Lo siento de veras —dijo—. No puedo evitarlo. Esa frase: El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en Alemania… Lo siento. ¿Y que pasó después? —consiguió decir—. Me gustaría saber lo que ocurrió después.

—No sabíamos qué hacer, Mr. Myers —dijo Mrs. Morgan—. La conmoción fue terrible. Edgar le tomó el pulso, pero no detectó señal alguna de vida. Incluso había empezado a cambiar de color. La cara y las manos se le estaban volviendo grises. Edgar fue al teléfono a llamar a alguien. Luego dijo: «Abre el bolso, a ver si averiguas dónde se hospeda.» Evitando en todo momento mirar el cadáver de aquella desdichada, cogí el bolso. Imaginen mi total sorpresa y desconcierto, mi absoluto desconcierto, cuando lo primero que vi dentro del bolso fue mis ciento veinte dólares, aún sujetos por el clip. Nunca en mi vida me había sentido tan perpleja.

—Y decepcionada —dijo Morgan—. No te olvides de eso. Fue una profunda decepción.

Myers dejó escapar unas risitas.

—Si fuera usted un escritor de verdad, como afirma, Mr. Myers, no se reiría —dijo Morgan, poniéndose en pie—. ¡No osaría reírse! Trataría de entender. Sondearía en las profundidades del corazón de aquella pobre mujer y trataría de entender. ¡Pero usted no tiene nada de escritor, señor!

Myers siguió riendo.

Morgan dio un puñetazo en la mesita, y las tazas se tambalearon sobre los posavasos.

—La historia que importa está aquí, en esta casa, en esta misma sala, ¡y ya es hora de que se cuente! La historia que importa esta aquí, Mr. Myers —dijo Morgan. Se paseó de un lado a otro sobre el brillante papel de envolver, que se había desenrollado y extendido por la alfombra. Se detuvo para mirar airadamente a Myers, que se agarraba la frente sacudido por las carcajadas.

—¡Considere la hipótesis siguiente, Mr. Myers! —gritó Morgan—. ¡Considérela! Un amigo, llamémosle Mr. X, tiene amistad con… con Mr. Y y Mrs. Y, y también con Mr. y Mrs. Z. Los Y y los Z no se conocen, por desgracia. Y digo por desgracia porque de haberse conocido, esta historia no podría contarse porque jamás habría sucedido. Bien, Mr. X se entera de que Mr. y Mrs. Y van a pasar un año en Alemania y necesitan a alguien que ocupe la casa durante ese tiempo. Los Z están buscando alojamiento, y Mr. X les dice que sabe del sitio adecuado. Pero antes de que Mr. X pueda poner en contacto a los Z con los Y, los Y tienen que salir para Alemania antes de lo previsto. Mr. X, debido a su amistad queda a cargo de alquilar la casa a quien estime conveniente, incluidos a los señores Y, quiero decir Z. Pues bien, los… Z se mudan a la casa y se llevan con ellos a un gato, del cual los Y tienen noticia mas tarde por el propio Mr. X. Los Z meten el gato en la case pese a los términos del contrato de arrendamiento, que prohíben expresamente que en la casa habiten gatos u otros animales a causa del asma de Mrs. Y. La genuina historia, Mr. Myers, está en la situación que acabo de describir Mr. y Mrs. Z… quiero decir Y se mudan a la case de los Z, invaden, a decir verdad, la casa de los Z. Dormir en la cama de los Z es una cosa, pero abrir el ropero particular de los Z y usar su ropa blanca, destrozando todo lo que encontraron dentro, eso iba en contra del espíritu y la letra del contrato. Y esta misma pareja, los Z, abrieron cajas de utensilios de cocina en los que ponía «No abrir». Y rompieron piezas de la vajilla pese a que en el contrato constaba expresamente, expresamente, que los inquilinos no debían utilizar las pertenencias de los propietarios, las cosas personales, y hago hincapié en lo de «personales», de los Z.

Morgan tenía los labios blancos. Siguió paseándose de aquí para allá encima del papel de envolver, deteniéndose de cuando en cuando para mirar a Myers y lanzar ligeros soplidos por la boca.

—Y las cosas del baño, querido. No olvides las cosas del baño —dijo Mrs. Morgan—. Ya es falta de tacto utilizar las mantas y sábanas de los Z, pero si encima entran a saco en el cuarto de Baño y siguen con otras cosas privadas almacenadas en el desván, eso es pasarse de la raya.

—Ahí tiene la autentica historia, Mr. Myers —dijo Morgan. Trató de llenar la pipa, pero le temblaban las manos, y el tabaco cayó y se esparció por la alfombra—. Esa es la historia verídica aún por escribir y que merece ser escrita.

—Y no necesita un Tolstoi pare escribirla —dijo Mrs. Morgan.

—No, no se necesita un Tolstoi —dijo Morgan.

Myers reía. El y Paula se levantaron del sofá a un tiempo, y se dirigieron hacia la puerta.

—Buenas noches —dijo Myers con regocijo.

Morgan estaba a su espalda.

—Si usted fuera un escritor de verdad, señor, convertiría esta historia en palabras y no se haría tanto el sueco al respecto.

Myers se limitó a reír de nuevo. Tocó el pomo de la puerta.

—Y otra cosa —dijo Morgan—. No tenía intención de sacarlo a relucir, pero, a la vista de su comportamiento de esta noche, quiero decirle que he echado en falta mis dos volúmenes de Jazz at the Philharmonic. Eran unos discos de gran valor sentimental para mí. Los compré en 1955. ¡Y ahora insisto en que me diga qué ha sido de ellos!

—Para ser justos, Edgar —dijo Mrs. Morgan mientras ayudaba a Paula a ponerse el abrigo, después de hacer inventario de los discos, admitiste que no podías recordar cuándo habías visto por última vez esos discos.

—Pero ahora estoy seguro —dijo Morgan—. Tengo la certeza de que los vi antes de irnos a Alemania, y ahora, ahora quiero que este escritor me diga exactamente cuál es su paradero. ¿Mr. Myers?

Pero Myers estaba ya fuera de la casa, y, con Paula de la mano, se apresuraba hacia el coche. Sorprendieron a Buzzy. El perro soltó un gañido, al parecer de miedo, y se apartó hacia un lado de un brinco.

—¡Insisto en saberlo! —gritó Morgan a sus espaldas. ¡Estoy esperando, señor!

Myers dejó a Paula en su asiento, se puso al volante y puso el coche en marcha. Volvió a mirar a la pareja del porche. Mrs. Morgan saludó con la mano, y luego ambos se volvieron y entraron en la casa y cerraron la puerta.

Myers arrancó y se aparto del bordillo.

—Esta gente está loca —dijo Paula.

Myers le dio unas palmaditas en la mano.

—Daban miedo —dijo Paula.

Myers no contestó. Le dio la impresión de que la voz de Paula le llegaba de muy lejos. Siguió conduciendo. La nieve golpeaba contra el parabrisas. Siguió silencioso, mirando la carretera. Se hallaba en el final mismo de una historia.

Raymond Carver: Tres rosas amarillas. Cuento

Raymond CarverChejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un self-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.

Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L´Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas —la mitad de la noche incluso— en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, como no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el “escándalo” del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromeaba como de costumbre —escribe Suvorin en su diario—, mientras escupía sangre en un aguamanil.»

Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.

«Antón Pavlovich yacía boca arriba —escribe Maria en sus memorias—. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones.» Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano —obra de un especialista, era evidente— de los pulmones de Chejov. (Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas», escribe Maria.

También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena el «núcleo de los allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro («¿Adónde le llevan sus personajes? —le preguntó a Chejov en cierta ocasión—. Del diván al trastero, y del trastero al diván»), apreciaba sus narraciones cortas. Además —y tan sencillo como eso—, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar… a Chejov.»

Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor…) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros… De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla.»

A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía —según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan».

Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: “No puedo hacer nada, Me iré en la primavera, con el deshielo.”» (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.

Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.

A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces «mi perrito» o «mi cachorro». También le gustaba llamarla «mi pavita» o sencillamente «mi alegría».

En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió a la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.

Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. «Chejov —escribe— subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo —según Olga—, lo hacía con «una casi irreflexiva indiferencia».

El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwöhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwöhrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.

El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: «Es probable que esté completamente curado dentro de una semana» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.

Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. «Empiezo a desanimarme —escribió a Olga—. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.

El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwöhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.

El doctor Schwöhrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwöhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer —lo obligaba a ello un juramento— todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwöhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwöhrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver.»

El doctor Schwöhrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwöhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua el aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el médico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?». Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.

Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos —santo cielo—, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. «¡Y date prisa, ¿me oyes?!»

El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró con el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.

De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwöhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña…» Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.

El doctor Schwöhrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chejov. «Ha muerto», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.

Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwöhrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?

El doctor Schwöhrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwöhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwöhrer. Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la Historia.

Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. «No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos —escribiría más tarde—. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte.»

Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwöhrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.

Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las rosas a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí —dijo el joven— para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.

La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues salvo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros —dijo— podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar —ahora con mirada indecisa— en dirección al dormitorio.

Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.

Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.

No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto ¿lo entendía? Cómprense-vous?¿Eh, joven? Antón Chejov estaba muerto. Ahora atiéndame bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.

Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido… y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso… llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?

El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza.

Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana —un jarrón lleno de rosas— destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.

Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.

El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.

¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos ¿Vas a ir?

Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

Horacio Quiroga: La gallina degollada. Cuento

la gallina degolladaTodo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Ray Bradbury: La multitud. Cuento

The CrowdEl señor Spallner se llevó las manos a la cara.

Hubo una impresión de movimiento en el aire, un grito delicadamente torturado, el impacto y el vuelco del automóvil, contra una pared, a través de una pared, hacia arriba y hacia abajo como un juguete, y el señor Spallner fue arrojado afuera. Luego…silencio.

La multitud llegó corriendo. Débilmente, tendido en la calle, el señor Spallner los oyó correr. Hubiera podido decir qué edad tenían y de qué tamaño eran todos ellos, oyendo aquellos pies numerosos que pisaban la hierba de verano y luego las aceras cuadriculadas y el pavimento de la calle, trastabillando entre los ladrillos desparramados donde el auto colgaba a medias apuntando al cielo de la noche, con las ruedas hacia arriba girando aún en un insensato movimiento centrífugo.

No sabía en cambio de dónde salía aquélla multitud. Miró y las caras de la multitud se agruparon sobre él, colgando allá arriba como las hojas anchas y brillantes de unos árboles inclinados. Eran un anillo apretado, móvil, cambiante de rostros que miraban hacia abajo, leyéndole en la cara el tiempo de vida o muerte,transformándole la cara en un reloj de luna, donde la luz de la luna arrojaba la sombra de la nariz sobre la mejilla, señalando el tiempo de respirar o de no respirar ya nunca más.

«Qué rápidamente se reúne una multitud, como un iris que se cierra de pronto en el ojo» pensó Spallner.

Una sirena. la voz de un policía. Un movimiento. De la boca del señor Spallner cayeron unas gotas de sangre; lo metieron en una ambulancia. Alguien preguntó:

-¿ Está muerto?

Y alguien respondió:

-No, no está muerto.

Y el señor Spallner vio más allá, en la noche, los rostros de la multitud y supo mirando esos rostros que no iba a morir. Y esto era raro. Vio la cara de un hombre, delgada, brillante, pálida; el hombre tragó saliva y se mordió los labios. Había una mujer menuda también, de cabello rojo y de mejillas y labios muy pintarrajeados. Y un niño de cara pecosa. Caras de otros. Un anciano de boca arrugada; una vieja con una verruga en el mentón. Todos habían venido…¿de dónde? Casas, coches,callejones, del mundo inmediato sacudido por el accidente. De las calles laterales y los hoteles y de los autos, y aparentemente de la nada.

Las gentes miraron al señor Spallner y él miró y no le gustaron. Había algo allí que no estaba bien, de ningún modo.. No alcanzaba a entenderlo. Esas gentes eran mucho peores que el accidente mecánico.

Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. el señor Spallner podía ver los rostros de la gente, que espiaba y espiaba por las ventanillas. Esa multitud que llegaba siempre tan pronto, con una rapidez inexplicable, a formar un círculo, a fisgonear, a sondear, a clavar estúpidamente los ojos, a preguntar, a señalar, a perturbar, a estropear la intimidad de un hombre en agonía con una curiosidad desenfada.

La ambulancia partió. El señor Spallner se dejó caer en la camilla y las caras le miraban todavía la cara, aunque tuviera los ojos cerrados.

Las ruedas del coche, le giraron en la mente días y días. Una rueda, cuatro ruedas, que giraban y giraban chirriando, dando vueltas y vueltas.

El señor Spallner sabía que algo no estaba bien. Algo acerca de las ruedas y el accidente mismo y el ruido de los pies y la curiosidad. Los rostros de la multitud se confundían y giraban en la rotación alocada de las ruedas.

Se despertó.

La luz del sol, un cuarto de hospital, una mano que le tomaba el pulso.

-¿Cómo se siente?-le preguntó el médico.

las ruedas se desvanecieron. El señor Spallner miró alrededor.

-Bien, creo.

Trató de encontrar las palabras adecuadas acerca del accidente.

-¿Doctor?

-¿Si?

-Esa multitud…¿Ocurrió anoche?

-Hace dos noches. Está usted aquí desde el jueves. Todo marcha bien, sin embargo. Ha reaccionado usted. No trate de levantarse.

-Esa multitud. Algo pasó también con las ruedas. Los accidentes… bueno, ¿traen desvaríos?

-A veces.

El señor Spallner se quedó mirando al doctor.

-¿Le alteran a uno el sentido del tiempo?

-Si, el pánico trae a veces esos efectos.

-¿Hace que un minuto parezca una hora, o que quizá una hora parezca un minuto?

-Si.

-Permítame explicarle entonces.- El señor Spallner sintió la cama debajo del cuerpo, la luz del sol en la cara- Pensará ud que estoy loco. Yo iba demasiado rápido, lo sé. Lo lamento ahora. Salté a la acera yo choqué contra la pared. me hice daño y estaba aturdido, lo sé, pero todavía recuerdo. La multitud sobre todo.- Esperó un momento y luego decidió seguir, pues entendió de pronto por qué se sentía preocupado.-La multitud llegó demasiado rápidamente. Treinta segundos después del choque estaban todos junto a mi, mirándome… No es posible que lleguen tan pronto, y a esas horas de la noche.

-Le pareció a ud que eran treinta segundos-dijo el doctor-Quizá pasaron tres o cuatro minutos. Los sentidos de usted…

-Si, ya sé, mis sentidos, el choque. ¡Pero estaba consciente! Recuerdo algo que lo aclara todo y lo hace divertido. Dios, condenadamente divertido. Las ruedas del coche, allá arriba. ¡Cuando llegó la multitud las ruedas todavía giraban!

El médico sonrió.

El hombre de la cama prosiguió diciendo:

-¡Estoy seguro! Las ruedas giraban, giraban rápidamente. Las ruedas delanteras. las ruedas no giran mucho tiempo, la fricción las para. ¡Y éstas giraban de veras!

-Se confunde ud.

-No me confundo. La calle estaba desierta. No había un alma a la vista. Y luego el accidente y las ruedas que giraban aún y todas esas caras sobre mi, en seguida. Y el modo cómo me miraban, yo sabía que no iba a morir.

-Efectos del shock-dijo el médico alejándose hacia la luz del sol.

El señor Spallner salió del hospital dos semanas mas tarde. Volvió a su casa en un taxi. Habían venido a visitarle en esas dos semanas que había pasado en cama, boca arriba, y les había contado a todos la historia del accidente, de las ruedas que giraban y la multitud. Todos se habían reído, olvidando en seguida el asunto.

Se inclinó hacia adelante y golpeó la ventanilla.

-¿Qué pasa?

El conductor volvió la cabeza.

-Lo siento, jefe. Es una ciudad del demonio para el tránsito. Hubo un accidente ahí enfrente. ¿Quiere que demos un rodeo?

-Si. No. ¡No! Espere. Siga. Echemos una ojeada.

El taxi siguió su marcha, tocando la bocina.

-Maldita cosa-dijo el conductor-¡Eh, usted! ¡Sálgase del camino!-Sereno-:

Qué raro…más de esa condenada gente. Gente alborotadora.

El señor Spallner bajó los ojos y se miró los dedos que le temblaban en la rodilla.

-¿Ud también lo notó?

-Claro-dijo el conductor-. Todas las veces. Siempre hay una multitud. Como si el muerto fuera la propia madre.

-Llegan al sitio con una rapidez espantosa-dijo el hombre del asiento de atrás.

-Lo mismo pasa con los incendios o las explosiones. No hay nadie cerca. Bum, y un montón de gente alrededor. No entiendo.

-¿Vio alguna vez un accidente de noche?

El conductor asintió.

-Claro. No hay diferencia. Siempre se junta una multitud.

Llegaron al sitio. Un cadáver yacía en la calle. Era evidentemente un cadáver, aunque no se lo viera. Ahí estaba la multitud. Las gentes que le daban la espalda, mientras él miraba el taxi. Le daban la espalda. El señor Spallner abrió la ventanilla y casi se puso a gritar. Pero no se animó. Si gritaba podían darse vuelta.

Y el señor Spallner tenía miedo de verles las caras.

-Parece como si yo tuviera un imán para los accidentes-dijo luego, en la oficina. Caía la tarde. El amigo del señor Spallner estaba sentado del otro lado del escritorio, escuchando-Salí del hospital esta mañana y casi en seguida tuvimos que dar unrodeo a causa de un choque.

– Las cosas ocurren en ciclos-dijo Morgan.

-Deja que te cuente lo de mi accidente.

-ya lo oí, lo oí todo.

-Pero fue raro, tienes que admitirlo.

-Lo admito. Bueno, ¿tomamos una copa?

Siguieron hablando durante media hora o más. Mientras hablaban, todo el tiempo, un relojito seguía marchando en la nuca de Spallner, un relojito que nunca necesita cuerda. El recuerdo de unas pocas cosas. Ruedas y caras.

Alrededor de las cinco y media hubo un duro ruido de metal en la calle. Morgan asintió con un movimiento de cabeza, se asomó a la ventana y miró hacia abajo.

-¿Qué te dije? Ciclos. Un camión y un Cadillac color crema. Si, si.

Spallner fue hasta la ventana. Tenía mucho frío y, mientras estaba allí de pie, se miró el reloj pulsera, la manecilla diminuta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos-gente que corría-ocho, nueve, diez, once-gente que llegaba corriendo de todas partes-quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho segundos-más gente, más coches, más bocinas ensordecedoras. Curiosamente distante, Spallner observaba la escena como una explosión en retroceso: los fragmentos de la detonación eran succionados de vuelta al punto de impulsión. Diecinueve, veinte, veintiún segundos, y allí estaba la multitud. Spallner los señaló con un ademán, mudo.

La multitud se había reunido tan rápidamente.

Alcanzó a ver el cuerpo de una mujer antes que la multitud la devorase.

-No tienes buena cara-dijo Morgan-Toma, termina tu copa.

-Estoy bien, estoy bien. Déjame solo. Estoy bien. ¿Puedes ver a esa gente? ¿Puedes ver la cara de alguno? Me gustaría que los viéramos de más cerca.

-¿Adónde diablos vas?- gritó Morgan.

Spallner había salido de la oficina. Morgan corrió detrás, escalera abajo, precipitadamente.

-Vamos, rápido.

-Tranquilízate, ¡no estás bien todavía!

Salieron a la calle. Spallner se abrió paso entre la gente. Le pareció ver a una mujer pelirroja con las mejillas y los labios muy pintarrajeados.

-¡Ahí!- Se volvió rápidamente hacia Morgan-¿La viste?

-¿A quién?

-Maldición, desapareció. Se perdió entre la gente.

La multitud ocupaba todo el sitio, respirando y mirando y arrastrando los pies y moviéndose y murmurando y cerrando el paso cuando el señor Spallner trataba de acercarse. Era evidente que la pelirroja lo había visto y había huido.

Vio de pronto otra cara familiar. Un niño pecoso. Pero hay tantos niños pecosos en el mundo. Y, de todos modos, no le sirvió de nada, pues antes que el señor Spallner llegara allí el niño pecoso corrió y desapareció entre la gente.

-¿Está muerta?-preguntó una voz-¿Está muerta?

-Está muriéndose-replicó alguien-Morirá antes de que llegue la ambulancia. No tenían que haberla movido. No tenían que haberla movido.

Todas las caras de la multitud, conocidas y sin embargo desconocidas, se inclinaban mirando hacia abajo, hacia abajo.

-Eh, señor, no empuje.

-¿Adónde pretende ir, compañero?

Spallner retrocedió, y sintió que se caía. Morgan lo sostuvo.

-Tonto rematado. Todavía estás enfermo. ¿Para qué diablos has tenido que venir aquí?

-No sé, realmente no sé. La movieron, Morgan, alguien movió a la mujer. Nunca hay que mover a un accidentado en la calle. Los mata. Los mata.

-Si. La gente es así. Idiotas.

Spallner ordenó los recortes de periódicos.

Morgan los miró.

-¿De qué se trata? Parece como si todos los accidentes de tránsito fueran ahora parte de tu vida. ¿Qué son estas cosas?

-Recortes de noticias de choques de autos, y fotos. Míralas. No, no los coches-dijo Spallner-La gente que está alrededor de los coches.-Señaló-Mira. Compara esta foto de un accidente en el distritote Wilshire con esta de Westwood. No hay ningún parecido. Pero toma ahora esta foto de Westwood y ponla junto a esta otra también del distrito de Westwood de hace diez años.-Mostró otra vez con el dedo.-Esta mujer está en las dos fotografías.

-Una coincidencia. Ocurrió que la mujer estaba allí en mil novecientos treinta y seis y luego en mil novecientos cuarenta y seis.

-Coincidencia una vez-quizá. Pero doce en un período de diez años, en sitios separados por distancias de hasta cinco kilómetros, no.-El señor Spallner extendió sobre la mesa una docena de fotografías-¡Está en todas!

-Quizá es una perversa.

-Es más que eso. ¿Cómo consigue estar ahí tan pronto luego de cada accidente? ¿Y cómo está vestida siempre del mismo modo en fotografías tomadas en un período de diez años?

Sé que sirvieron otra copa. Morgan fue hasta los archivos.

-¿Qué has hecho?¿Comprar un servicio de recortes de periódicos mientras estabas en el hospital?-Spallner asintió. Morgan tomó un sorbo. Estaba haciéndose tarde. En la calle, bajo la oficina, se encendían las luces-¿A qué lleva todo esto?

Se juntan multitudes. Siempre se juntan. Y como tú y como yo, todos se han preguntado año tras año cómo se juntan tan rápidamente, y por qué. Conozco la respuesta. Aquí está- Dejó caer los recortes-Me asusta.

-Esa gente…¿no podrían ser buscadores de sensaciones escalofriantes, ávidos perversos a quienes complace la sangre y la enfermedad?

Spallner se encogió de hombros.

-¿Explica eso que se los encuentre en todos los accidentes? Notarás que se limitan a ciertos territorios. Un accidente en Brentwood atraerá un grupo. En Huntingtong Park a otro. Pero hay una norma para las caras, un cierto porcentaje que aparece en todas las ocasiones.

-No son siempre las mismas caras. ¿No es cierto?-dijo Morgan.

-Claro que no. Los accidentes también atraen a gente normal, en el curso del tiempo. Pero he descubierto que éstas sin siempre las primeras.

-¿Quiénes son? ¿Qué quieren? Haces insinuaciones, pero no lo dices todo, Señor debes de tener alguna idea. Te has asustado a ti mismo y ahora me tienes a mí sobre ascuas.

-He tratado de acercarme a ellos, pero alguien me detiene y siempre llego demasiado tarde. Se meten entre la gente y desaparecen. Como si la multitud tratara de proteger a algunos de sus miembros. Me ven llegar.

-Como si fueran una especie de asociación.

-Algo tienen en común. Aparecen siempre juntos. En un incendio o en una explosión o en los avatares de una guerra, o en cualquier demostración pública de eso que llaman muerte. Buitres, hienas o santos. No sé qué son, no lo sé de veras. Pero iré a la policía esta noche. Ya ha durado bastante. Uno de ellos movió el cuerpo de esa mujer esta tarde. No debían haberla tocado. Eso la mató.

Spallner guardó los recortes en una cartera de mano. Morgan se incorporó y se deslizó dentro del abrigo. Spallner cerró la cartera.

-O también podría ser…Se me acaba de ocurrir.

-¿Qué?

-¿Quizá querían que ella muriese?

-¿Y por qué?

-Quién sabe. ¿Me acompañas?

-Lo siento. Es tarde. Te veré mañana. Que tengas suerte.-Salieron juntos- Dale mis saludos a la policía. ¿Piensas que te creerán?

-Oh, claro que me creerán. Buenas noches.

Spallner iba en el coche hacia el centro de la ciudad, lentamente.

“Quiero llegar-se dijo-vivo.”

Cuando el camión salió de una callejuela lateral directamente hacia él, sintió que se le encogía el corazón, pero de algún modo no le sorprendió demasiado. Se felicitaba a sí mismo (era realmente un buen observador) y preparaba las frases que les diría a los policías cuando el camión golpeó el coche.

No era realmente su coche, y en el primer momento esto fue lo que mas le preocupó. Se sintió lanzado de aquí para allá mientras pensaba, qué vergüenza, Morgan me ha prestado su otro coche unos días mientras me arreglan el mío y aquí estoy otra vez. El parabrisas le martilló la cara. Cayó hacia atrás y hacia delante en breves sacudidas.

Luego cesó todo el movimiento y todo ruido y sólo sintió el dolor.

Oyó los pies de la gente que corría y corría. Alargó la mano hacia el pestillo de la portezuela. La portezuela se abrió y Spallner cayó afuera, mareado, y se quedó allí tendido con la oreja en el asfalto, oyendo cómo llegaban. Eran como una vasta llovizna de muchas gotas, pesadas y leves y medianas, que tocaban la tierra. Esperó unos pocos segundos y oyó cómo se acercaban y llegaban. Luego, débilmente, expectante, ladeó la cabeza y miró hacia arriba.

Podía olerles los alientos, los olores mezclados de mucha gente que aspira y aspira el aire que otro hombre necesita para vivir. Se apretaban unos contra otros y aspiraban y aspiraban todo el aire de alrededor de la cara jadeante, hasta que Spallner trató de decirles que retrocedieran, que estaban haciéndole vivir en un vacío. Le sangraba la cabeza. Trató de moverse y notó que a su espina dorsal le había pasado algo malo. No se había dado cuenta en el choque, pero se había lastimado la columna. No se atrevió a moverse.

No podía hablar. Abrió la boca y no salió nada, solo un jadeo.

-Denme una mano-dijo alguien-. Le daremos la vuelta y lo pondremos en una posición más cómoda.

Spallner sintió que le estallaba el cerebro.

¡No! ¡No me muevan!

-Lo moveremos-dijo la voz, como casualmente.

¡Idiotas, me matarán, no lo hagan!

Pero Spallner no podía decir nada de esto en voz alta, sólo podía pensarlo.

Unas manos le tomaron el cuerpo. Empezaron a levantarlo. Spallner gritó y sintió que una náusea le ahogaba. Lo enderezaron en un paroxismo de agonía. Dos hombres. Uno de ellos era delgado, brillante, pálido, despierto, joven. El otro era muy viejo y tenía el labio superior arrugado.

Spallner había visto esas caras antes.

Una voz familiar dijo:

-¿Está…. está muerto?

Otra voz, uno voz memorable, respondió:

-No, no todavía, pero morirá antes que llegue la ambulancia

Toda la escena era muy tonta y disparatada. Como cualquier otro accidente. Spallner chilló histéricamente ante el muro estólido de caras. Estaban todas alrededor, jueces y jurados con rostros que había visto ya una vez. En medio del dolor, contó las caras.

El niño pecoso. El viejo del labio arrugado.

La mujer pelirroja, de mejillas pintarrajeadas. Una vieja con una verruga en la mejilla.

“Sé por qué están aquí”, pensó Spallner. Están aquí como están en todos los accidentes. Para asegurarse de que vivan los que tienen que vivir y de que mueran los que tienen que morir. Por eso me levantaron. Sabían que eso me mataría. Sabían que seguiría vivo si me dejaban solo.

Y así ha sido desde el principio de los tiempos, cuando las multitudes se juntaron por vez primera. De ese modo el asesinato es mucho más fácil. La coartada es muy simple; no sabían que es peligroso mover a un herido. No querían hacerle daño.

Los miró, allá arriba, y sintió la curiosidad que siente un hombre debajo del agua mientras mira a los que pasan por un puente.

¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen y cómo llegan aquí tan pronto? Ustedes son la multitud que se cruza siempre en el camino gastando el buen aire tan necesario para los pulmones de un moribundo, ocupando el espacio que el hombre necesita para estar acostado, solo. Pisando a las gentes para que se mueran de veras.

Y no hay ninguna duda. Esos son ustedes, los conozco a todos.

Era un monólogo cortés.

La multitud no dijo nada. Caras. El viejo. La mujer pelirroja.

-¿De quién es esto?-preguntaron. Alguien levantó la cartera de mano.

¡Es mía! ¡Ahí están mis pruebas contra ustedes!

Ojos invertidos, encima. Ojos brillantes bajo cabellos cortos o bajo sombreros. Caras.

En algún sitio…una sirena, llegaba la ambulancia. Pero mirando las caras, las facciones, el color, la forma de las caras Spallner supo que era demasiado tarde. Lo leyó en aquéllas caras.

Ellos sabían.

Trató de hablar. Le salieron unas sílabas;

-P…parece que me uniré a ustedes….creo…creo que seré un miembro del grupo…de ustedes.

Cerró luego los ojos, y esperó al empleado de la policía que vendría a verificar la muerte.

Ray Bradbury: El ruido de un trueno. Cuento.

Ray BradburyEl anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.

-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?

-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.

Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.

-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.

-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es…

Eckels terminó la frase:

-Matar mi dinosaurio.

-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.

Eckels enrojeció, enojado.

-¿Trata de asustarme?

-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.

El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.

-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.

Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.

-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.

-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.

La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.

-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.

El sol se detuvo en el cielo.

La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.

-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler… no han existido.

Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.

-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.

Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.

-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.

-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.

-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.

-No me parece muy claro -dijo Eckels.

-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?

-Entiendo.

-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!

-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.

-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!

-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.

-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.

-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?

-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.

-¿Para estudiarlos?

-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?

-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?

Travis y Lesperance se miraron.

-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones…, un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.

Eckels sonrió débilmente.

-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.

-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma…

Eckels enrojeció.

– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?

– Lesperance miró su reloj de pulsera.

-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!

Se adelantaron en el viento de la mañana.

-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.

-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.

-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.

– Ah -dijo Travis.

-Todos se detuvieron.

Travis alzó una mano.

-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.

Silencio.

El ruido de un trueno.

De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.

-Jesucristo -murmuró Eckels.

-¡Chist!

Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.

-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.

-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.

-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.

-¡Cállese! -siseó Travis.

-Una pesadilla.

-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.

-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.

-¡Nos vio!

-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!

El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.

-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.

-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.

Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.

-¡Eckels!

Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!

El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.

Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.

Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.

Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.

El trueno se apagó.

La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.

Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.

En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.

-Límpiense.

Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.

Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.

-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.

Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?

-¿Qué?

-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.

Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.

Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.

-Lo siento -dijo al fin.

-¡Levántese! -gritó Travis.

Eckels se levantó.

-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!

Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…

-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!

-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.

-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!

Eckels buscó en su chaqueta.

-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!

Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.

-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.

-¡Eso no tiene sentido!

-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!

La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.

Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.

-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.

-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.

-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.

Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.

-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.

-¿Quién puede decirlo?

-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?

-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.

-Soy inocente. ¡No he hecho nada!

1999, 2000, 2055.

La máquina se detuvo.

-Afuera -dijo Travis.

El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.

Travis miró alrededor con rapidez.

-¿Todo bien aquí? -estalló.

-Muy bien. ¡Bienvenidos!

Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.

-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.

Eckels no se movió.

-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?

Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco…

Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.

De algún modo el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.

-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!

Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.

-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.

Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?

Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:

– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?

El hombre detrás del mostrador se rió.

-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?

Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.

-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?

No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.

El ruido de un trueno.

Isaac Asimov: Anochecer. Cuento.

Isaac Asimov2Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.

Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción.

De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón.

Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba.

—Señor —dijo—, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición.

El fornido tele-fotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino.

—Ahora, señor, después de todo…

El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.

—No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.

Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.

—Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que…

—Pues yo no creo, joven —replicó Aton—, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.

Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon.

—Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico.

Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda.

—Puede retirarse —dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.

Entonces se volvió.

—No, aguarde, venga aquí —gesticuló perentoriamente—. Le proporcionaré lo que desea.

El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.

—De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?

La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash.

Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta -compañero inmediato de Alfa- estaba solo, cruelmente solo…

La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.

—Dentro de cuatro horas —dijo—, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. —Sonrió con dureza—. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.

—¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? —preguntó Theremon en voz baja.

—No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.

—¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera?

En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.

—Señor, creo que debe usted escucharle.

—Sométalo a votación, director Aton —dijo Theremon.

Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.

—Eso —dijo Aton engreído— no será necesario. —Sacó su reloj de bolsillo—. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.

—¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos.

—Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? —preguntó Aton.

—Por supuesto —replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas—. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los Apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.

—Se equivoca usted, joven —se lanzó Aton—. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.

—No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?

—Pues que siga irritado —dijo Aton, ladeando la boca con burla.

—Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?

—¡No habrá ningún mañana!

—En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos… hasta estar segura.

»De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.

—Muy bien —dijo Aton mirando al columnista—, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias?

—Algo muy sencillo —contestó el otro—: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva.

—Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto —intervino Beenay—. Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo.

—Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto…

Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.

—¡Hola, hola, hola! —Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado—. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo.

—¿Qué diantre está haciendo aquí, Sheerin? —preguntó displicente el sorprendido Aton—. Debería estar en el Refugio.

Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.

—¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. —Se frotó las manos y añadió en tono más sereno—: Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor.

—¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? —exclamó Aton con exasperación—. Aquí no tiene nada útil que hacer.

—Y allá tampoco tengo nada útil que hacer —replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación—. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí.

—¿Qué es eso del Refugio, señor? —preguntó Theremon.

Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía.

—Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?

Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente:

—Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.

Se estrecharon la mano.

—Y, naturalmente —dijo Theremon—, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted.

Entonces repitió:

—¿Qué es eso del Refugio, señor?

—Verá —explicó Sheerin—, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra… nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.

—Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las… las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.

—Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio…

—Y algo más —intervino Aton—. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.

Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multi-ajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.

—Escuchen —dijo—, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas.

El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:

—Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.

—Por favor, Sheerin —gruñó Aton.

—¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas.

Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.

—Vaya —se quejó Theremon—, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo.

—¿Qué es lo que quería preguntar? —inquirió Aton—. Recuerde, por favor, que nuestro tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir anomalías; después… ya no habrá tiempo para hablar.

—Bien, empecemos. —Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho—. Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted. ¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno?

Aton estalló.

—¿Pretende decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que hemos estado diciendo?

—No se ponga furioso —dijo Theremon—. No es tan malo como usted dice. Sí he captado una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del asunto.

—No lo haga, no lo haga —estalló Sheerin—. Si se lo pregunta a Aton, empezará a remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías, tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los lenguajes.

—De acuerdo; se lo pregunto a usted.

—Entonces, tomaré antes un trago. —Sheerin se quedó mirando a Aton.

—¿Agua? —gruñó Aton.

—¡No sea bobo!

—No sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación.

El psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la mirada y comenzó.

—Usted sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico.

—Lo sé —comentó Theremon con, cautela—; sé, al menos, que ésa es la teoría arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada?

—Más o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es (mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas. Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura.

»Y nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego sin dejar tras sí la menor indicación de las causas.

—¿Tuvieron también una Edad de Piedra?

—Probablemente, aunque nada conocemos de ese período, excepto que el hombre de esa edad era un poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo.

—Entiendo. Prosiga.

—Hubo muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros, que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos.

—Lo sé. Se refiere usted a ese mito de las «Estrellas» que se encuentra en el Libro de las Revelaciones de los Cultistas.

—¡Exactamente! —exclamó Sheerin con satisfacción—. Los Cultistas dijeron que cada dos mil cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea central puede extraerse.

Hubo una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro.

—Ahora, pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. —Lo dijo de tal manera que incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala.

Los otros dos se quedaron mirando su partida.

—¿Qué pasa? —preguntó Theremon.

—Nada de particular —repuso Sheerin—. Dos hombres tenían que haberse presentado hace varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la restricción de personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio.

—¿Cree usted que han desertado?

—¿Quiénes? ¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo esto empiece. —Se puso en pie de repente y parpadeó—. Por cierto, mientras Aton se encuentra fuera…

Trotó hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó.

—Espero que Aton no sabrá nada de esto —puntualizó mientras volvía a su silla—. No hay más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré de la botella. —Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado.

Theremon se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna.

—Respete a sus mayores, joven.

El periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro.

—Sigamos, pues, viejo pícaro.

La nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo.

—Bien, ¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación?

—Nada, excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla.

—¡Venga, hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus distancias.

—¿Eso es todo?

—¡Es suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla.

—¿Cómo tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple.

—Porque las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi 41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis, las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas, comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un trabajo infernal.

Theremon agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes.

—Hace veinte años —continuó— se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran triunfo.

Sheerin se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano.

—Y aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se me incluyeron todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí había algún otro factor desconocido.

Theremon se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.

—Continúe, señor —dijo suavemente.

—Con los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas… hasta que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección.

»¿Podía haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas, como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible… borrado por completo.

—¡Pero eso es una idea desquiciada! —exclamó Theremon.

—¿Lo cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría?

El periodista negó con la cabeza.

—Pues que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol —dijo Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella.

—Sí, supongo que sí —convino Theremon.

—¡Naturalmente que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. —Señaló con el pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto—. ¡Beta! Y se sabe que el eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años.

La cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresivo.

—¿Ésa es la historia?

—Ni más ni menos —respondió el psicólogo–. El principio del eclipse comenzará dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal y, quizás, esas misteriosas Estrellas… después la locura y el final del ciclo.

»Hemos tenido —añadió tras un rato de meditación— dos meses para convencer a Lagash del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente. Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba.

Theremon abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se volvió.

—¿Está seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también?

Sheerin se sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente.

—¿Acaso sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito?

El periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó.

—No. Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su existencia. Algo como… como… —gesticuló con las manos— como sin luz. Como una caverna.

—¿Ha estado usted alguna vez en una caverna?

—¿En una caverna? ¡Claro que no!

—Lo suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la oscuridad completa, la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel lugar me produjo.

—Bueno, si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera corrido de haber estado allí.

El psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos.

—Corre usted mucho, joven. Le desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas.

—¿Para qué? —exclamó Theremon con sorpresa—. Si tuviéramos cuatro o cinco soles brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz. Está bien así.

—He ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese.

—Como quiera. —Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de rojo crepuscular.

Los pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia la mesa. De pronto, se detuvo.

—No puedo verlo, señor —murmuró.

—Siga andando —ordenó Sheerin con voz extraña.

—Pero es que no puedo verlo, señor —El periodista comenzó a respirar agitadamente—. No puedo ver nada.

—¿Y qué otra cosa esperaba? —dijo la voz sin visible procedencia— ¡Siga y siéntese!

Los pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se deslizó débilmente:

—Ya estoy aquí. Me siento… muy… perfectamente.

—¿Le gusta?

—No… nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen… —Se detuvo—. Parece como si se estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo tenga que verme obligado a empujarlas. Pero… ¡no me he vuelto loco! De hecho, creo que no es tanto como esperaba.

—Perfecto. Vuelva a correr las cortinas.

Hubo un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría.

Sheerin se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo:

—Fíjese que ha sido sólo una habitación a oscuras.

—Pero pudimos aguantar —dijo Theremon satisfecho.

—Sí, con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la Exposición Centenaria de Jonglor?

—No, estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son demasiadas incluso para una exposición.

—Pues yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el entretenimiento?

—Sí, durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron?

—No demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de longitud… sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy celebrado mientras duró.

—¿Celebrado?

—No le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por ello.

—Espere un momento, creo que ahora recuerdo… Hubo muertos de verdad, literalmente muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de ello.

—¡Quite, quite! —exclamó el Psicólogo—. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles cardíacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo… por otra parte, no volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara.

—¿Qué pasó luego?

—Nada de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones, cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición…

—¿Quiere usted decir —preguntó Theremon, asombrado— que se negaban a abandonar el espacio abierto?

—¿Dónde dormían, entonces?

—En los espacios abiertos.

—Debieron haberles forzado a entrar.

—Debieron, debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa llevándoles a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza.

—Sin duda debieron enloquecer.

—Fue exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que podíamos hacer: cerrar el túnel.

—¿Qué pudo sentir esa gente? —preguntó Theremon.

—Ni más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud?

—¿Y aquella gente del túnel?

—Se trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras.

»Los que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos «fijación claustrofóbica». Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba, digamos, en período de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden conseguir.

Hubo una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta formar un frunce.

—No creo que sea así, no lo creo.

—Querrá decir que no quiere usted creerlo —replicó Sheerin—. Usted tiene miedo de creer. ¡Mire la ventana!

Theremon obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse.

—Imagínese ahora las Tinieblas… por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo… todo se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo?

—Sí, creo que sí —murmuró Theremon sombríamente.

—¡Miente usted! —golpeó la mesa con él puño violentamente—. ¡No puede concebirlo, no es capaz de hacerlo! Su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente, sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y permanentemente! ¡Y no hay la menor opción!

»Y un par de milenios —añadió tristemente— llenos esfuerzo se convertirán en ceniza. Mañana no quedará a sola ciudad indemne en todo Lagash.

—No tiene por qué ser así —replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio mental—. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no ver un sol en el cielo… pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo?

—Si usted estuviera rodeado de oscuridad —dijo Sheerin con irritación—, ¿qué desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz!

—¿Y…?

—¿De dónde obtendría entonces la luz?

—Lo ignoro —dijo Theremon con ambigüedad.

—¿Qué es lo único que proporciona luz, aparte del sol?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

Se mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia.

—Condenado papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar? Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por conseguirla.

—¿Quemarán bosques, entonces?

—Quemarán todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán mano de lo más cercano. Obtendrán luz… ¡porque todos los núcleos habitados estallarán en ingentes llamas!

Se habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua.

Cuando Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus palabras decían.

—Creo que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a ver lo que ocurre con ellos.

—¡Debemos saberlo! —Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro de alivio. La tensión se había roto.

 

La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton, abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién llegados.

—¿Os dais cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde habéis estado?

Faro 24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el cambio de temperatura.

—Yimot y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos, consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera juzgar lo que vendrá.

Hubo un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad apareció en la mirada de Aton.

—No se nos había ocurrido esto antes —dijo—. ¿Cómo caísteis en ello?

—Bien —repuso Faro—, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y…

—¿De dónde sacasteis el dinero? —interrumpió Aton con precipitación.

—De la cuenta bancaria —saltó Yimot 70— Nos costó sólo dos mil créditos. —Y añadió defensivamente—: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil pedazos de papel. Nada más.

—Claro —asintió Faro—. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible. Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que llamar a un carpintero, un electricista y algunos más… el dinero no tenía importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento estrellado.

Durante la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio. Finalmente, dijo Aton:

—No teníais derecho a hacerlo en privado.

—Lo sé, señor —dijo Faro, contrito—, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos volvernos medio locos… desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas no ocurrieron como esperábamos.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Al principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros mostraron sus leves manchitas de luz…

—¿Y?

—Pues eso… nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el menor resultado.

Siguió un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin, que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca.

Pero Theremon fue el primero en hablar.

—Por supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros ideada por usted, ¿no es cierto? —Al hablar resaltaba las palabras.

Sheerin alzó una mano.

—Un momento, un momento. Déjenme pensar un poco. —Cruzó los dedos y luego, cuando la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o desconcierto, levantó la cabeza—. Evidentemente…

Pero no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba.

—¡Qué diantre! —exclamó mientras corría.

El resto vino después.

Las cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados.

Entonces apareció Aton, jadeando pesadamente.

—¡Ponedlo en pie!

Hubo un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas.

Beenay no cedió la presa con que sujetaba al intruso.

—¿Por qué lo has hecho? —le gritó salvajemente—. Esas placas…

—No era lo que me interesaba —respondió el Cultista fríamente—. Fue una casualidad.

—Entiendo —dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza—. Ibas tras las cámaras. El tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti, pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra… te juro que morirás lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir…

Aton lo sujetó de una manga.

—¡Basta ya! ¡Déjelo!

El joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo apartó con un gesto y se encaró con el Cultista.

—Usted es Latimer, ¿no?

El Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera.

—Soy Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5.

—Y usted —añadió Aton enarcando las blancas cejas— vino con Su Serenidad cuando él me visitó la semana pasada, ¿me equivoco?

Latimer se inclinó por segunda vez.

—Y bien, ¿qué es lo que quiere?

—Nada que usted vaya a darme voluntariamente —dijo Latimer.

—Lo envía Sor 5, supongo… ¿o es algo suyo en particular?

—No responderé a esa pregunta.

—¿Han venido con usted otros visitantes?

—Tampoco responderé a ésta.

Aton se le quedó mirando largamente.

—Muy bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor.

Latimer sonrió levemente, pero nada dijo.

—Le solicité —continuó Aton agriamente— unos datos que sólo el Culto podía suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio, prometí probar la verdad esencial del credo del Culto.

—No hay necesidad de probarla —replicó orgullosamente el otro—. Está suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.

—Sí para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice!

Los ojos del Cultista se encogieron con amargura.

—Sí, usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia.

—Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?

—Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño.

—¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Aton irritado.

—¡Lo sé! —dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.

El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara.

—¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.

—El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios.

—No le habría reportado ningún bien —replicó Aton—. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. —Sonrió con los labios apretados—. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal.

Se volvió entonces a los hombres situados tras él.

—Que alguien llame a la policía de Saro City —dijo.

—Condenación, Aton —exclamó Sheerin con disgusto—, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él.

—No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin —dijo Aton con fastidio—. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo.

—Explíqueme entonces —dijo Sheerin— por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.

—No voy a hacer tal cosa —saltó prontamente el Cultista—. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía.

—Eres un tunante decidido, ¿eh? —dijo Sheerin con una sonrisa—. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños… Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.

—¿Y qué quiere decirme con eso? —preguntó el Cultista inquieto.

—Escucha y te lo diré —fue la respuesta—. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure.

—Y después —exclamó agitadamente Latimer— no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas… lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto.

Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.

—Pero, Sheerin, encerrándolo…

—¡Por favor, señor! —exclamó Sheerin con impaciencia—. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. —Hizo un guiño al Cultista—. Vamos, hombre, no habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela…

Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.

—¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! —dijo, y añadió seguidamente con saña—: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto.

Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta.

—Tome asiento junto a él —dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista—. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!

Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.

—¡Miren! —Su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.

Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar.

¡Beta estaba menguando por un lado!

El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición.

La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.

—El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos —dijo Sheerin—. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. —Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.

—Aton está furioso —murmuró—. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana.

Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.

—Por el diablo, oiga —exclamó—. Está usted temblando.

—¿Qué? —Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír—. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga?

—No irá a perder el control, ¿verdad?

—¡No! —gritó Theremon, indignado—. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías… hasta este momento. Deme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.

—Tiene razón, claro —comentó Sheerin pensativo—. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia… padres, esposa, hijos?

Theremon negó con la cabeza.

—Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.

—Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.

—Vaya —dijo Theremon mirando al otro con cansancio—. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer.

Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.

—Entiendo, honor profesional y todo eso.

—Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.

Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos.

—¿No oye eso? Escuche.

Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.

—¿Qué dice? —susurró el columnista.

—Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto —replicó Sheerin. Luego, con urgencia—: Aguarde un momento y escuche.

La voz del Cultista se había alzado en una repentina plegaria de fervor.

»Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.

»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua se tornó confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas.

»Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.»

»Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el estremecimiento que desconsoló sus almas.

»Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.

»Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.

»Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entiznadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos.

»Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash se convertían en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.

»Desde entonces…«

Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas.

Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más… quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido.

—Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones.

—No importa. Ya he oído bastante. —Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello—. Me siento mucho mejor ahora.

—¿De veras? —Sheerin pareció sorprenderse.

—Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso —y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista—, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.

Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría:

—Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana.

—Sí, pero debería usted hablar mas bajo —comentó Sheerin— Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle.

—Había olvidado al viejo —dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro—. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.

El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.

El mordisco del eclipse se había agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla.

—En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. —Luego, con ironía—: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo?

—Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?

Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista.

—Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos.

»Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?

—Imagino que sí —replicó el otro con cierto gesto de duda.

—Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.

»Claro que, por otra parte, el libro se baso, primeramente, en el testimonio de aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los ciclos.

—¿Supone usted —interrumpió Theremon— que el libro fue transmitido a través de los ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para teoría de la gravitación universal?

Sheerin hizo una mueca.

—Tal vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo, ¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y Yimot, el que no funcionó?

—Sí.

—¿Y sabe usted por qué no func…? —Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se acercaba con el rostro completamente consternado—. ¿Qué ha ocurrido?

Aton se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su codo.

—¡No tan alto! —La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura—. Acabo de hablar con el Refugio por la línea privada.

—¿Están en apuros? —preguntó Sheerin con angustia.

—Ellos, no. —Aton remarcó significativamente el pronombre—. Hace un rato que precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a salvo. Pero la ciudad, Sheerin… es la ruina. No puede hacerse ni idea… —Comenzó a sufrir dificultades en la vocalización.

—¿Y? —soltó Sheerin con impaciencia—. ¿Qué ocurre con la ciudad? —Luego, con una sospecha—: ¿Cómo se encuentra?

Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad.

—No lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin?

La cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación:

—¿Hacer? ¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres?

—¡Claro que no!

—¡Perfecto! Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta?

—Apenas una hora.

—Lo único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco millas de la ciudad…

Se quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta por una niebla que inundara el horizonte.

—Llevará tiempo —repitió—. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes.

Beta estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera adormeciendo el ojo del mundo.

El débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose.

Una voz zumbó en su oído y se sobresaltó.

—¿Algo va mal? —preguntó Theremon.

—¿Eh?… No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. —Se retiraron a su esquina aunque el psicólogo permaneció mudo por un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello. Luego, alzó la mirada repentinamente.

—¿Tiene usted dificultades en la respiración?

El periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces.

—No, ¿por qué?

—He estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de claustrofobia.

Theremon volvió a aspirar nuevamente.

—Bueno, parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero.

Beenay había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y Sheerin se dirigió a él con premura.

—Eh, Beenay.

El astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente.

—¿Qué pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no hay nada que hacer hasta el eclipse total. —Hizo una pausa y miró al Cultista, que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su lectura—. ¿Ha dado problemas esa rata?

Sheerin sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en sus conductos respiratorios.

—¿Tienes dificultades al respirar, Beenay?

Beenay olfateó el aire.

—Creo que no soy yo el que huele mal, Sheerin.

—Creo que es claustrofobia —se excusó Sheerin.

—¡Ah, vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me persiguen. Las cosas comienzan a zumbar… bueno, todo se vuelve confuso. Y frío también.

—Oh, frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión —observó Theremon—. Yo tengo los juanetes como dentro de una nevera.

—Lo que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto —apuntó Sheerin—. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento de Faro se convirtió en humo.

—Aún no había comenzado —replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire con las manos cruzadas en torno a ella.

—Bueno, pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz.

—En otras palabras —intervino Theremon—, usted supone que las Estrellas son fruto de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar algo?

—Tal vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego…

Pero Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un repentino y exaltado entusiasmo.

—Oiga, me alegra infinito que se ocupen de ese asunto —guiñó los ojos y alzó un dedo—. He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa. Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo?

Fingió no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo:

—Adelante, yo te escucho.

—Allá va. Supongamos que hay otros soles en el universo. —Hizo un leve aspaviento—. Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh?

—No necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de atracción?

—No, si están muy lejos —replicó Beenay—, verdaderamente lejos, algo así como cuatro años-luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos, una docena o dos.

—Buena idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho años-luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia de nuestro mundo —dijo Theremon.

—Es sólo una idea —dijo Beenay con un guiño—, pero usted la ha captado a fondo. Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda es una exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de soles sin tocarse los unos con los otros.

Sheerin había estado escuchando con creciente interés.

—Creo que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto «mucho». Una docena podría convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea!

—Aún tengo otra idea también ingeniosa —añadió Beenay—. ¿Has pensado alguna vez lo que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple vista sería suficiente.

—Pero, ¿sería un sistema dinámicamente estable? —preguntó Sheerin dudoso.

—¡Claro! Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las aplicaciones filosóficas lo que me interesa.

—Es agradable pensar sobre eso —admitió Sheerin— como una abstracción… algo así como el gas perfecto, o el cero absoluto.

—Claro —continuó Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida (que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales condiciones. Aparte…

La silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie.

—Aton va a encender luces.

Beenay soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.

Aton permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay.

—Venga, a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme.

Sheerin correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en candeleros metálicos adosados a las paredes.

Adoptando los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de las estacas.

Las llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la ventana.

¡Las estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se había llenado de resplandor amarillo.

La luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero emitían luz amarilla.

No era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la contempló admirado.

Sheerin, extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo extasiado:

—¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo.

Pero Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y comentó:

—¿Qué bichos son ésos?

—Simplemente madera —dijo Sheerin.

—No, no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta, pero no quema la parte restante.

—He ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio, obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal. Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro.

Tras la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el Chronicle de Saro City.

Pero, al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta, como si fuera una gigantesca berenjena.

El aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable, inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente noche que inundaba la sala.

Fue Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte.

El periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana.

El silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra:

—¡Sheerin!

Todas las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo.

Fuera, Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra.

Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.

—¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas!

—¿Cuánto falta para el eclipse total? —preguntó Sheerin a Aton.

—Quince minutos, pero… estarán aquí en menos de cinco.

—Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta.

El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana.

Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.

—No puedo… respirar. —Su voz sonaba como una seca tos—. Baje… usted solo… cierre todas las puertas.

Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro.

—¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? —Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.

¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!

—Aguarde, volveré en un segundo. —Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla.

Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo.

—Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.

Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.

Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres.

—Aquí —dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin—. Puedo oírlos fuera.

Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.

Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia.

Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido.

Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil.

—Por aquí debió entrar Latimer —dijo.

—Bueno, no nos quedemos aquí —dijo Theremon con impaciencia—. Arreglemos como sea esa cerradura… y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza.

De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.

La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.

Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo.

—¡Volvamos a la cúpula! —exclamó Theremon.

 

En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz.

—No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno… Ya sabéis cuánto tiempo… de exposición se necesita…

Hubo un susurro de asentimiento.

Beenay se pasó una mano por los ojos.

—¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí —Con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla—. Ahora, recordad… no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y… si os sentís mal, apartaos de la cámara.

En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:

—Señáleme a Aton. No puedo verlo.

El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas se habían convertido en meros borrones amarillos.

—Está oscuro —murmuró.

Sheerin soltó su mano.

—Aton. —Dio unos pasos—. ¡Aton!

Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo.

—Espere, yo lo conduciré.

Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas.

Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.

—¡Aton! —llamó.

El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:

—¿Es usted, Sheerin?

—¡Aton! —Pareció recuperar el aliento—. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.

Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil… y no obstante había dado su palabra.

La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso.

Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.

Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.

—Déjeme levantarme, le mataré.

Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:

—¡Rata traidora!

El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo.

Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior.

Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal.

Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana.

¡Más allá brillaban las estrellas!

No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo.

Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello… saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad… la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.

Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.

—¡Luz! —aulló.

Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado.

—Las Estrellas… todas las Estrellas… nada sabíamos… nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada…

Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol.

Nuevamente, la noche estaba allí.