Rubem Fonseca: El juego del muerto. Cuento

fonsecaSe reunían en el Bar de Anísio todas las noches. Marinho, dueño de la farmacia más importante de la ciudad, Fernando y Gonçalves, socios de un almacén, y Anísio. Ninguno de ellos había nacido en Baixada, ni siquiera en la ciudad. Anísio y Fernando eran de Minas, y Marinho de Ceará. Gonçalves había venido de Portugal. Eran pequeños comerciantes, prósperos y ambiciosos. Poseían modestas casitas de veraneo en la misma parcela de la región de los lagos, eran del Lion’s, iban a la iglesia, llevaban una vida morigerada. Tenían en común, además, un interés enorme por las apuestas. Apostaban entre ellos a las cartas, a los partidos de futbol, a las carreras de caballos y de automóviles, a los concursos de mises. Todo lo que fuera aleatorio les servía. Jugaban fuerte, pero ninguno solía perder mucho, pues una racha de pérdidas iba seguida casi siempre por otra de ganancias. Aunque en los últimos meses Anísio, el dueño del bar, venía perdiendo constantemente.

Jugaban a las cartas y bebían cerveza aquella noche en que inventaron el juego del muerto.

Fue Anísio quien lo inventó.

Apuesto a que el escuadrón mata más de veinte este mes, dijo.

Fernando observó que más de veinte era muy vago.

Apuesto a que el escuadrón mata veintiuno este mes, dijo Anísio.

¿Sólo aquí, en la ciudad, o en toda la región?, preguntó Gonçalves. A pesar de llevar muchos años en Brasil, tenía aún un acento muy fuerte.

Apuesto mil a que el escuadrón mata veintiuno este mes, aquí, en Meriti, insistió Anísio.

Apuesto a que mata sesenta y nueve, dijo Gonçalves riendo.

Son demasiados, dijo Marinho.

Es una broma dijo Gonçalves.

Ni broma ni nada, dijo Anísio tirando con fuerza la carta en la mesa, lo dicho, dicho. Estoy harto de que anden siempre con eso de “era una broma.” Se acabó. Se apuesta y a callar. A ver quién se echa atrás.

Era verdad.

¿Conocen la historia del portugués del sesenta y nueve?, preguntó Anísio. Le explicaron al portugués qué era el sesenta y nueve. Quedó horrorizado y dijo, Dios mío, qué cosa más asquerosa, yo no hacía eso ni con mi madre.

Todos se echaron a reír. Menos Gonçalves.

¿Sabes que no está mal la apuesta?, dijo Fernando. Mil a que el escuadrón mata una docena. ¡Eh, Anísio! ¿Qué tal un poquito de queso para acompañar las cervezas? ¿Y unas rajitas de embutido?

Anota ahí, dijo Anísio a Marinho, que iba registrando las apuestas en una libreta de tapa verde: mil más a que de los veintiún míos, diez son mulatos, ocho negros y dos blancos.

¿Quién va decidir quién es blanco, negro o mulato? Aquí todos son mezclados. ¿Y cómo se va a saber si fue exactamente el escuadrón?, preguntó Gonçalves.

Lo que salga en O Día es lo que vale. Si dice que es negro, es negro, y si dice que fue el escuadrón, fue el escuadrón. ¿De acuerdo?, preguntó Marinho.

Otros mil a que el más joven tiene dieciocho años, y el más viejo, veintiséis, dijo Anísio.

Entró en aquel momento el Falso Perpetuo y los cuatro se callaron. El Falso Perpetuo tenía el pelo liso, negro, cara huesuda, la mirada impasible y nunca se reía, igual que el Perpetuo Verdadero, un policía famoso asesinado años atrás. Ninguno de los jugadores sabía qué hacía el Falso Perpetuo, tal vez fuera empleado de banca, o funcionario público, pero su presencia, cuando de vez en cuando aparecía por el bar de Anísio, atemorizaba siempre a los cuatro amigos. Nadie sabía su nombre. Lo de Falso Perpetuo era un mote que le había puesto Anísio, que había conocido al Verdadero.

Llevaba dos Colt 45, uno a cada lado del cinturón, y se le notaba el bulto de las cartucheras. Tenía la costumbre de quedarse acariciando levemente los faldones de la chaqueta, una señal de alerta, de que estaba siempre a punto de sacar el arma y de que tiraba con las dos manos. Para matarlo, tendría que ser por la espalda.

El Falso Perpetuo se sentó y pidió una cerveza sin mirar a los jugadores, pero moviendo un poco la cabeza, el cuello tieso, tal vez prestando atención a lo que el grupo decía.

Creo que es sólo una manía nuestra, murmuró Fernando, que sea lo que quiera, para qué preocuparnos, quien nada debe, nada teme.

No sé, no sé, dijo Anísio pensativo. Siguieron jugando a las cartas en silencio, esperando que se fuera el Falso Perpetuo.

A fin de mes, de acuerdo con O Día, el escuadrón había ejecutado a veintiséis personas, dieciséis mulatos, nueve negros y un blanco; el más joven tenía quince años, y el más viejo, treinta y ocho.

Vamos a celebrar la victoria, dijo Gonçalves a Marinho, que junto con él había ganado la mayor parte de las apuestas. Bebieron cerveza, comieron queso, jamón y pastelillos.

Tres meses de mala racha, dijo Anísio pensativo. Había perdido también al póker, a las carreras y al fútbol. El tenderete que había comprado en Caxias daba pérdidas, su cuenta iba de mal en peor y la mujer con quien se había casado seis meses atrás gastaba demasiado.

Y ahora vamos a entrar en agosto, dijo, el mes en que Getúlio se pegó el tiro en el corazón. Yo era un chiquillo entonces, trabajaba en un bar de la calle del Catete y lo vi todo, las lágrimas, los gritos, la gente desfilando ante el ataúd, el cuerpo, cuando lo llevaban al Santos Dumont, los soldados disparando las metralletas contra la gente. Si tuve mala racha en julio, ya verás en agosto.

Pues no apuestes este mes, dijo Gonçalves, que acababa de prestarle doscientos mil cruceiros.

No, este mes tengo que recuperar parte de lo que llevo perdido, dijo Anísio con aire sombrío.

Los cuatro amigos ampliaron para aquel mes de agosto las reglas del juego. Aparte de la cantidad, la edad y el color de los muertos, añadieron el estado civil y la profesión. El juego se iba haciendo más complejo.

Creo que hemos inventado un juego que va a resultar más popular que la lotería, dijo Marinho. Ya medio borrachos, se rieron tanto, que Fernando hasta se orinó en los pantalones.

Se acercaba el fin de mes y Anísio, cada vez más irritado, discutía frecuentemente con los compañeros. Pero aquel día estaba más nervioso y exasperado que nunca y sus amigos esperaban, incómodos, la hora de que acabase la partida de cartas.

¿Quién me acepta una apuesta?, dijo Anísio.

¿Qué apuesta?, preguntó Marinho, que era el que más veces había ganado.

Apuesto a que el escuadrón mata este mes a una chiquilla y a un comerciante. Doscientos mil.

Qué locura, dijo Gonçalves, pensando en su dinero y en el hecho de que el escuadrón jamás mataba chiquillas ni comerciantes.

Doscientos mil, repitió Anísio con voz amargada, y tú, Gonçalves, a ver si dejas de llamar locos a los demás, el loco eres tú, que dejaste tu tierra para venir a este país de mierda.

Creo que no tienes ninguna posibilidad de ganar, dijo Marinho. Además, ya está acabando el mes.

Casi eran las once; remataron la partida y se despidieron apresuradamente.

Los camareros se fueron en seguida y Anísio se quedó solo en el bar. Los demás días se iba rápido a casa, junto a su joven esposa, pero aquella vez se quedó sentado bebiendo cerveza hasta poco después de la una de la madrugada, cuando llamaron a la puerta de atrás.

Entró el Falso Perpetuo y se sentó a la mesa de Anísio.

¿Una cerveza?, dijo Anísio vacilando entre tratar al Falso Perpetuo de tú o de usted, dudoso sobre qué grado de respeto debía tributarle.

No. ¿De qué se trata? El Falso Perpetuo hablaba bajo, con una voz sin relieve, apática, indiferente.

Anísio le explicó las apuestas en el juego del muerto que él y sus compañeros cruzaban todos los meses. El visitante oía en silencio, rígido, las manos apoyadas en los brazos del asiento. Por un momento le pareció a Anísio que el Falso Perpetuo se frotaba las manos en los faldones de la chaqueta, como el Verdadero, pero no, había sido un error.

Anísio empezó a sentirse incómodo ante la suavidad del hombre. Tal vez sólo fuera un funcionario, un burócrata. Dios santo, pensó Anísio, doscientos mil, tirados así como así. Iba a tener que vender el tenderete de Caxias. Inesperadamente pensó en su joven esposa, en su cuerpo tibio y rotundo.

El escuadrón tiene que matar a una chiquilla y a un comerciante este mes, a ver si puedo salir de apuros, dijo Anísio.

¿Y qué tengo yo que ver con eso? Suave.

Anísio se llenó de valor. Había bebido mucha cerveza, estaba al borde de la ruina y se encontraba mal, como si apenas pudiera respirar.

Para mí que usted es del Escuadrón de la Muerte.

El Falso Perpetuo se mantuvo impasible.

¿Cuál es la propuesta?

Diez mil, si mata a una chiquilla y a un comerciante. Usted o sus compadres, a mí me da igual.

Anísio suspiró, inquieto. Ahora que veía su plan a punto de realizarse, se iba apoderando de su cuerpo una sensación de debilidad.

¿Tiene aquí el dinero? Puedo hacer la cosa hoy mismo.

Lo tengo en casa.

¿Por dónde empiezo?

Los dos de una vez.

¿Pero no tiene alguna preferencia?

Gonçalves, el dueño de la tienda y su hija.

¿Ese gallego amigo suyo?

No es mi amigo. Otro suspiro.

¿Qué edad tiene su hija?

Doce años. La imagen de la pequeña tomándose un refresco en el bar surgía y desaparecía en su cabeza con una punzada dolorosa.

Está bien, dijo el Falso Perpetuo, muéstreme la casa del gallego. Anísio notó entonces que sobre el cinturón de los pantalones llevaba otro, ancho.

Entraron en el coche del Falso Perpetuo y se dirigieron a casa de Gonçalves. A aquella hora estaba desierta la ciudad. Se detuvieron a cincuenta pasos de la casa. De la guantera, el Falso Perpetuo sacó dos hojas de papel donde dibujó, de forma tosca, dos calaveras con las iniciales E. M.

Será cosa de un momento, dijo el Falso Perpetuo saliendo del automóvil.

Anísio se tapó los oídos con las manos, cerró los ojos y se inclinó hasta que su rostro rozó el forro de plástico del asiento, del que salía un olor desagradable que le recordaba su infancia. Le zumbaban los oídos. Pasó un tiempo, hasta que oyó tres tiros.

El Falso Perpetuo volvió y entró en el coche.

A ver, venga el dinero, ya me he cargado a la pareja. De propina maté también a la vieja.

Se pararon ante la casa de Anísio. Éste entró. Su mujer estaba acostada, de espaldas a la puerta del cuarto. Solía acostarse de lado y su cuerpo visto de espaldas era aún más hermoso. Anísio cogió el dinero y salió.

¿Sabe que ni siquiera sé su nombre?, dijo Anísio en el coche, mientras el Falso Perpetuo contaba el dinero.

Es mejor así.

Le he puesto un mote.

¿Cuál?

Falso Perpetuo. Anísio intentó reír, pero su corazón estaba pesado y triste.

¿Habría sido una ilusión? El otro le había mirado como alterado de súbito, y mientras tanto se acariciaba delicadamente los faldones de la chaqueta. Los dos quedaron mirándose en la penumbra del automóvil. Al darse cuenta de lo que iba a ocurrir, Anísio sintió como una especie de alivio.

El Falso Perpetuo se sacó del cinturón una enorme pistola negra, apuntó al pecho de Anísio y disparó. Anísio oyó el estruendo y luego un silencio muy largo. Perdón, intentó decir, sintiendo la boca llena de sangre e intentado recordar una oración mientras el rostro huesudo de Cristo a su lado, iluminado por la luz de la calle, se oscurecía rápidamente.

Rubem Fonseca: Paseo nocturno. Cuento

1122Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

Roberto Arlt: La cadena del ancla. Cuento

images (1)Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias extranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secretos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo.

Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula «La cadena del ancla» es la que conceptúo la más terrible.

Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tánger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente:

-En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo.

Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él.

Hacía el servicio de corredor de hotel entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. Es decir un pie en España y otro en África. Su verdadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la española o a la italiana. Él era muy amigo de otro hombre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tánger a Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y… árabe.

De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta, me dijo un día Sergia Leucovich:

-Fíjese usted. Ese hombre en el sitio que trabaja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla a Ceuta o Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta pertenecía al Intelligence Service.

Estaba, como comencé narrando, una noche bajo los focos voltaicos del Zoco Chico con el corredor de hoteles, que no se quitaba jamás su uniforme azul y gorra de inmensa visera de hule, cuando acertó a pasar, guiado por un lazarillo, un europeo gigantesco, andrajoso ciego tan melenudo como un indígena del Borch, la barba en collar y los pies calzados con unas pantuflas de piel de cabra. Extendió la mano y todos dejaron caer en su platillo algunas monedas. Cuando el mendigo se hubo alejado, el corredor de hoteles me dijo:

-Ha visto bien a ese hombre, ¿no?

-Demasiado.

-¿Y qué cree usted que es él ?

-¡Hombre, no lo sé!

-Pues ese ciego es un oficial de marina.

-¡Oficial de marina… y mendigando!

-¿Le interesaría conocer esa historia?

-Sí.

El corredor de hoteles se respaldó en la silla, le pidió un té verde al camarero y comenzó su relato:

-Para Leonesa, acusada del asesinato de un oficial de marina británico, hubiera sido preferible que jamás una coincidencia la librara de la horca, que la esperaba en Inglaterra. Ella había matado para salvarse; posiblemente lo que le interesaba a la policía británica no era castigar a la asesina de un súbdito de Su Majestad, pero el lntelligence Service también necesitaba interrogarla.

«En cierto modo, el responsable de todo lo que ocurrió fue el fotógrafo judío Ismael Abraham, agente confidencial del caudillo musulmán nacionalista Yama Mohamed, nieto del gran Raisuli.

«La cosa ocurrió así. «Ismael Abraham entró a la oficina de la policía marítima del puerto de Ceuta. Tenía que visar su pasaporte, pues esa noche se embarcaba para Málaga, donde diligenciaría diversos asuntos. Ismael entró al despacho de policía e hizo estos gestos:

«Echó la mano al bolsillo interior de su saco y extrajo una libreta negra. Dentro de la libreta negra estaba su pasaporte. Dejó la libreta negra sobre la mesa y le entregó el pasaporte al oficial.

Éste conocía al fotógrafo y conversaron de algunas bagatelas. El oficial selló el pasaporte de Abraham y el fotógrafo se echó al bolsillo el pasaporte y la libreta. Luego salió, echando a caminar por los muelles en dirección hacia la compañía de navegación.

«Sin embargo, a mitad del tránsito tuvo una sensación extraña. Su bolsillo estaba excesivamente abultado. Posiblemente había puesto la libreta entre los forros y no en el bolsillo, y estaba por caerse. Llevó la mano al bolsillo y experimentó una sorpresa extraordinaria. En su bolsillo había dos libretas en vez de una: la suya y otra, otra de canto rojizo.

«Inadvertidamente se había llevado una libreta que estaba sobre la mesa de la oficina marítima. Abrió la libreta y encontró varios telegramas. Uno decía: «Vigílese escrupulosamente al ciudadano Italo Lonbesti. Usa armas». Otro: «Deténgase a Leonesa Solesvi, acusada de asesinato de un oficial de la marina británica. Lleva en su poder una máquina para cifrar telegramas en clave».

«Lo de la máquina para cifrar telegramas en clave fue una sorpresa para el agente de Yama Mahomed, pues ignoraba la existencia de tales aparatos.

«Luego otro telegrama: «Leonesa Bolesvi se encuentra en Tánger o Tetuán, pero se sabe que tiene que pasar a Ceuta. Vigílese la casa de Antón López y la de Efraín el Negro en la Cuestecilla del Monte».

«Cuando el fotógrafo Abraham terminó de leer estos telegramas, se había olvidado en absoluto de lo que conversara con el oficial del puesto. Bendijo a Jehová.

«La casualidad, la más extraordinaria de las casualidades le había puesto en coyuntura de servirlo a Yama Mahomed. El informe le valdría una buena bolsa de duros assanis, porque Leonesa estaba refugiada en la casa del nieto de Raisuli. Lo que posiblemente ignoraba la embajada inglesa era que Leonesa pensaba dirigirse a El Cairo.

«Era necesario ponerse en comunicación con Yama Mahomed, pero él no podía utilizar el telégrafo. El teléfono de su casa también debía estar bajo el control de la policía; el único recurso era escribir, pero recientemente, por un empleado indígena, había sabido que en el correo central había un puesto de policía donde se abrían las cartas de todos aquellos individuos conceptuados como sospechosos de espionaje, o actividades políticas. Las cartas eran fotografiadas y luego se remitían al destinatario.

«Cuando el fotógrafo llegó al puesto de donde salían los autobuses de Ceuta para Tánger, hacía cinco minutos que había partido el último coche. Caviló un instante, pero luego se resolvió y contrató un automóvil para volver a Tánger.

«A la una de la mañana, Abraham entraba al jardín de palmeras de Yama Mahomed. El nieto del Raisuli escuchó el relato del fotógrafo, y su mano izquierda, involuntariamente, comenzó a sobar su barba renegrida. El detalle de la máquina para cifrar telegramas en clave indicaba sobradamente que alguien que conocía muy de cerca a Leonesa la había delatado. Yama examinó el rostro del fotógrafo, y le dijo:

«-Espérame.

«Luego cruzó el jardín de palmeras con paso tardo. Estaba caviloso.

«Yama abandonó las pantuflas a la entrada de su dormitorio y entró descalzo. Tendida en unos cojines, fumando y leyendo el «Morning Post», estaba Leonesa. Yama se sentó a su lado, sobre una estera, y le dijo:

«-Te han delatado, Lee. -Y le alcanzó los telegramas.

«Leonesa se cruzó de piernas al modo oriental; vista al soslayo de la lámpara ofrecía el perfil de un ave de rapiña con la cabeza recubierta de un ondulado casco de cabello rojo. Luego murmuró:

«-Es curioso. El único que sabía que yo llevaba una máquina de cifrar telegramas era el subsecretario de Relaciones Exteriores. Él y el ministro.

«-Pues, uno de los dos te ha delatado.

«-Debe ser el subsecretario.

«-Podría ser el ministro.

«-Es el subsecretario; pero escúchame, Yama. Tengo que pasar a El Cairo.

«-¡Irás a meterte en la misma boca del lobo!

«-¿Conoces alguien que pueda llevarme?

«-Por tierra es imposible. Te será fácil escapar a la policía inglesa, pero mejor irás por mar.

«-Si los ingleses me pillan, me ahorcan.

«Yama se restregó la barba y dijo:

«-Nunca debe matarse sino en caso de extrema necesidad. (Se refería al oficial asesinado por Leonesa.)

«-Precisamente, ése fue un caso de extrema necesidad.

«Yama encendió un cigarrillo, y con expresión soñolienta contempló las volutas. El único que podía servirle era René Vasonier. René Vasonier era primer oficial de «La Nuit», un paquete de diez mil toneladas que hacía el servicio de cabotaje entre Tánger y El Cairo. René no lo conocía al nieto del Raisuli, pero el caudillo árabe conocía las actividades del primer oficial. Éste contrabandeaba haschich y se dedicaba a la trata de blancas como agente de Giácomo Nigro en toda la costa mediterránea.

«El capitán del buque no sospechaba estas actividades extrañas de su primer oficial. El contrabando de haschich o mujeres se efectuaba de esta manera:

«A medianoche, por el agujero de la cadena del ancla izquierda, se desprendía una escalerilla de cuerda y un hombre trepaba por la escalerilla, y en el escobén por donde salía la cadena del ancla arrojaba los paquetes de haschich. Las mujeres entraban por la borda y, semejantes a un torpedo, eran introducidas en el tubo por donde pasaba la cadena del ancla. El refugio era seguro; el capitán de «La Nuit», en el período de diez años que comandaba la nave, no había utilizado ni una sola vez el ancla izquierda de la nave. Ésta se había convertido en una superflua decoración del buque.

«Precisamente, «La Nuit» hacía dos días que había anclado en Tánger. Yama examinó a la espía y le dijo»

«-¿Te atreverías a viajar embutida en un tubo de acero?

«-¿Un tubo de acero?

«El nieto de Raisuli le explicó de lo que se trataba. Leonesa, atentísima, escuchaba.

«-¿Es seguro?

«-Todos los viajes el oficial lleva y trae. Unas veces es haschich y otras mujeres.

«-Perfectamente; háblalo a ese hombre.

«Y ésta es la razón por la cual al día siguiente René Vasonier acudió a la tienda del fotógrafo judío, se hizo fotografiar ostentosamente y luego escuchó una historia sobre Leonesa, de la cual no creyó una palabra. Pero el fotógrafo le entregó un paquete con cinco mil francos y dijo:

«-Yama Mahomed, el nieto de Raisuli, te recomienda esa mujer.

«René Vasonier comprendió que el destino de todos sus futuros negocios estaba entre las manos de aquel hombre, y entonces gravemente respondió:

«-Dile a tu señor Mahomed que toda la policía de Inglaterra no sería capaz de impedir que esa mujer entrara a El Cairo.

«El fotógrafo continuó:

«-Vendrás esta tarde a buscar las fotografías, y entonces te diré lo que hay que hacer.

«La noche de ese mismo día, faltaba poco para amanecer, un bote se deslizó junto a «La Nuit»; una escalerilla de cuerda se desprendió de un costado oscuro de la popa, y Leonesa, envuelta en un impermeable con capuchón, subió al buque. El primer oficial en persona la esperaba. Bajaron unas escalerillas, se deslizaron a lo largo de recalentados corredores de chapas de hierro, y después de atravesar una galería de la sentina llegaron al tubo de la cadena del ancla.

«-Será sumamente molesto -dijo el oficial-, pero es el único lugar del buque que jamás revisará la policía.

«Leonesa le escuchaba grave.

«-A medianoche le traeré siempre los alimentos. Entre al tubo, no de cabeza, sino por los pies. ¿Quiere que le deje haschich para olvidarse del tiempo?

«-No.

«-Entre. Mañana zarparemos a primera hora.

«La Nuit» debía salir de Tánger a las siete de la mañana, pero a las cinco, inopinadamente, se presentó la policía francesa. Les acompañaban dos oficiales de policía inglesa y un empleado de la embajada. El buque fue revisado escrupulosamente, pero a nadie se le ocurrió mirar en el tubo del ancla.

«Cuando Yama Mahomed escuchó el informe de la revisión del buque, sonrió satisfecho. Leonesa se había salvado. Sería extraordinariamente útil a la causa del nacionalismo árabe. En El Cairo podría reorganizar el servicio de espionaje del movimiento, que había sido quebrado por numerosas detenciones.

«Leonesa entraba y salía de su redondo escondite negro como un topo de las galerías subterráneas. Durante el día le estaba absolutamente prohibido salir del tubo de acero; por la noche se deslizaba fuera de él, el cuerpo marcado por los eslabones de la cadena del ancla, los huesos adoloridos.

«Más de una vez había estado tentada a pedirle haschich al oficial, pero pensaba que una noche René Vasonier se presentaría diciéndole: -Hemos llegado. Salga. -Y entonces ella respiraría el aire puro de la noche, abandonaría para siempre esa sepultura de acero en cuyas tinieblas redondeadas reposaba como un cadáver.

«Cuando estaba tendida en el interior del tubo de la cadena del ancla no podía revolverse casi. Estaba separada de los eslabones por una pequeña franja de lona. Dormía o meditaba extendiendo sus planes en el futuro, dentro de todas las probabilidades que le ofrecía su existencia de espía.

«René Vasonier se había insinuado una vez para hacerle más agradable el viaje durante la noche, pero Leonesa escuchó sus palabras amables con indiferencia. El hombre le resultaba desagradable. René Vasonier no se atrevió a insistir. Tras ella estaba, tiesa y amenazadora, la figura de Yama Mahomed, el nieto de Raisuli. Leonesa le pidió cirrillos, whisky, y él se los trajo. A partir del cuarto día de viaje, Leonesa comenzó a embriagarse sistemáticamente. Solo así era posible vivir dentro del tubo de acero, cuya glacial vibración se comunicaba a todo su cuerpo como el resuello de un monstruo que estuviera digiriéndola en su estómago de tinieblas.

«A veces se detenían en puertos, donde el buque permanecía inmóvil un día o dos, luego partían; cuando anclaron en Malta, un cuerpo de policía revisó nuevamente la nave. Esta vez eran ingleses; ella les oía hablar desde lejos; entre los bultos de la estiba; después se fueron, sobrevino el silencio, y por la noche partieron.

«René Vasonier estaba satisfecho. La nueva relación con Yama Mahomed abría amplias perspectivas para su tráfico ilegal. El capitán de «La Nuit» era un imbécil; no se enteraría jamás de sus actividades. Yama Mahomed podía suministrarle un trabajo abundante; los intereses secretos que corría de El Cairo a Tánger, bajo la forma de informes, paquetes extraños, armas contrabandeadas y personas en constante fuga, aparición y desaparición, le aseguraban con su intervención cómplice un destino magnífico y sorprendente.

«Transcurrían los días; únicamente cuando entraron a Port Said, el capitán de «La Nuit», Piontevil, reparó que la mar estaba excesivamente picada. Vasonier también observó que los buques junto al murallón de la ciudad se meneaban constantemente.

«Piontevil, desde el puente de mando, miró a su oficial y exclamó:

«-íQue bajen las dos anclas!

«René dejó de vigilar la maniobra para volverse espantado:

«-¿Las dos anclas? Siempre trabajamos con una, capitán.

«-Esto está muy picado.

«René sintió que un sudor frío le bañaba el cuerpo con su viscosidad repugnante. ¿Las dos anclas? No era posible. ¿Y la mujer que iba metida en el tubo de acero? La aventura se transformaba en una tragedia. Balbuceó:

«-Hace como diez años que no funciona esa ancla, capitán.

«Piontevil no le escuchaba, mirando el mediodía de Port Said y sus confines de espuma agitada.

«En tanto el primer oficial se decía que descubrir a la fugitiva era perder su carrera, someterse a un proceso por soborno. Callarse era condenar a la muerte a la mujer. Pero su carrera…

«-¡Y esas anclas! -gritó Piontevil.

«Ya no había tiempo de avisar a la mujer. El capitán de «La Nuit», sin esperar a que su oficial diera la orden, gritó por el portavoz:

«-¡Las dos anclas! -Y entonces René le hizo una señal a los hombres de los cabrestantes de vapor. Rechinaron las palancas, una columnita de humo se escapó de los cilindros oxidados, comenzó a girar un tambor, y de pronto un grito agudísimo cruzó los aires sobre la superficie del mar; todos se miraron al rostro sin poder especificar de dónde partía aquel grito; luego estalló otro más agudo y cargado de horror, las cadenas rechinaban en los escobenes y ya no volvió a escucharse nada.

«Las anclas entraron en el agua agitada; de pronto, un pescador que rondaba la nave con su botecillo exclamó:

«-¡Una pierna sale por el escobén!…

«Todos los desocupados del puerto se precipitaron a mirar.

«Del ojo de acero, por donde se había deslizado la cadena, colgaba una pierna de mujer. Hilos de sangre se coagulaban en el acero del casco.

«Después de dos años de este suceso, René Vasonier no podía aún encontrar trabajo en ninguna compañía marítima.

«Un día en París se encontró con el fotógrafo Abraham, el mismo fotógrafo de Tánger. El fotógrafo no le preguntó ni una palabra por el destino de aquella desconocida que embarcara una noche en el puerto de Tánger. René pensó:

«-Se han olvidado.

«La muerte de Leonesa se borraba de su mente. Otro día volvió a encontrarse con un arquitecto italiano de Tánger. Le ofrecieron trabajo en las construcciones de cemento armado de la colonia italiana. Aceptó. Pasaban los meses; el drama había tenido menos repercusión de la que él supusiera. Una vez preguntó por Yama Mahomed y le dijeron que estaba lejos. La tragedia de Port Said era un mal negocio. Pero él se levantaría nuevamente. Una noche, dirigiéndose a Ceuta a poco de salir del Borch, su automóvil tropezó con un hombre tendido en la carretera. Se detuvo, abrió la portezuela; cuando puso el segundo pie en el suelo, un palo cayó sobre su cabeza; cuando despertó estaba amarrado de pies y manos; dos hombres cubiertos por el capuchón de la chilaba, con gruesas barbas hasta los pómulos, le miraban en silencio. Un tercero avivaba el fuego en un hornillo donde enrojecía lentamente una barra de hierro.

«Cuando la varilla alcanzó el rojo blanco, los dos hombres se precipitaron sobre él; con sus robustos dedos le abrieron los párpados, mientras el tercero aproximaba la punta de la barra de hierro al rojo blanco, primero a un ojo, después a otro.

«Se desmayó. Algunas horas después le encontraron unos turistas. Le desataron pero René Vasonier no pudo verles. Estaba ciego.

Rubem Fonseca: Paseo nocturno. Cuento

Rubem FonsecaLlegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

Mario Vargas Llosa: El desafío. Cuento

Mario-Vargas-LlosaEstábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del «Río Bar» apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.

– ¿Qué pasa? – preguntó León.

Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.

– Me muero de sed.

Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.

– Justo va a pelear esta noche – dijo, con una voz rara.

Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.

– Me encargó que les avisara – agregó Leoniidas. – Quiere que vayan.

Finalmente, Briceño preguntó:

– ¿Cómo fue?

– Se encontraron esta tarde en Catacaos. – Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. – Ya se imaginan lo demás…

– Bueno – dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.

– Si – repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.

Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del «Río Bar» pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.

– Son casi las nueve – dijo León.- Mejor noos vamos.

Salimos.

– Bueno, muchachos – dijo Leonidas. – Graciias por la cerveza.

– ¿Va a ser en «La Balsa», ¿no? – preguntó Briceño.

– Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.

El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.

– El Cojo lo va a matar – dijo, de pronto, Briceño.

– Cállate – dijo León.

– Nos separamos en la esquina de la iglesiaa. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.

– ¿Otra vez a la calle? – dijo ella.

– Sí. Tengo que arreglar un asunto.

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.

– Tienes que levantarte temprano – insistió ella – ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?

– No te preocupes – dije. – Regreso en unos minutos.

Caminé de vuelta hacia el «Río Bar» y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.

– ¿Es cierto lo de la pelea?

– Sí. Va ser en la «Balsa». Mejor te callas.

– No necesito que me adviertas – dijo. – Loo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.

– El Cojo es un asco de hombre.

– Era tu amigo antes… – comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.

Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.

– ¿Quieres que yo vaya? – me preguntó.

– No. Con nosotros basta, gracias.

– Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. – Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. – Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.

– Hubiera querido verlo al Cojo – dije. – Cuando está furioso su cara es muy chistosa.

Moisés se río.

– Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, eeste tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.

Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del «Río Bar» vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).

– Acabo de llegar – dijo. – ¿Qué es de los otros?

– Ya vienen. Deben estar en camino.

Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.

– ¿Cómo fue lo de esta tarde?

Encogió los hombros e hizo un ademán vago.

– Nos encontramos en el «Carro Hundido». Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.

– ¿Eres muy hombre? – gritó el Cojo.

– Más que tú – gritó Justo.

– Quietos, bestias – decía el cura.

– ¿En «La Balsa» esta noche entonces? – gritó el Cojo.

– Bueno – dijo Justo. – Eso fue todo.

La gente que estaba en el «Río Bar» había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.

– He traído esto – dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.

– Son iguales – dijo. – Me quedaré con la mía, nomás.

Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.

No tengo hora – dijo Justo – Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.

A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.

– Hermanito – dijo León – Usted lo va a hacer trizas.

– De eso ni hablar – dijo Briceño. – El Cojo no tiene nada que hacer contigo.

Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.

– Bajemos por aquí – dijo León – Es más corto.

– No – dijo Justo. – Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.

Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.

– Hay muchas nubes – dijo; – la luna no va a servir de mucho esta noche.

– Haremos fogatas – dijo Justo.

– ¿Estas loco? – dije. – ¿Quieres que venga la policía?

– Se puede arreglar – dijo Briceño sin convicción.-

Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.

Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.

– Ahí está «La Balsa» – dijo León.

En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cause.

Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, «La Balsa» se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de «La Balsa», pero así lo designaban todos.

– Ellos ya están ahí – dijo León.

Nos detuvimos a unos cinco metros de «La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.

– Anda tú – dijo Justo.

Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.

– ¡Quieto! – gritó alguien. – ¿Quién es?

– Julián – grité – Julián Huertas. ¿Están ciegos?

A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.

– Ya nos íbamos – dijo. – Pensábamos que Juustito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.

– Quiero entenderme con un hombre – grité, sin responderle – No con este muñeco.

– ¿Eres muy valiente? – preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.

– ¡Silencio! – dijo el Cojo. Se habían aprooximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.

– ¿Por qué has traído a Leonidas? – dijo el Cojo, con voz ronca.

– ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?

El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.

– ¡Qué pasa conmigo! – dijo. Mirando al Cojo fijamente. – No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.

El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.

– No se meta, viejo – dijo el cojo amablemeente. – No voy a pelearme con usted.

– No creas que estoy tan viejo – dijo Leonidas. – He revolcado a muchos que eran mejores que tú.

– Está bien, viejo – dijo el Cojo. – Le creo. – Se dirigió a mí: – ¿Están listos?

– Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.

El Cojo se rió.

– Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.

Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.

– ¿Tienes fósforos, viejo?

Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.

– Está bien – dije.

– Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.

– ¿Quién le dijo a usted que viniera? – preguntó Justo, severamente.

– Nadie me dijo. – afirmó Leonidas, en voz alta. – Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?

Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.

– Perdón – dije, palpando la arena en busca de la navaja. – Se me escapó. Aquí está.

Las gracias se te van a quitar pronto – dijo Chunga.

Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia «La Balsa». Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.

– ¡Listos! – exclamó una voz, del otro ladoo.

– ¡Listos! – grité yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a «La Balsa» hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.

– No te le acerques ni un momento. – El vieejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. – Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme… Ya, vaya, pórtese como un hombre…

Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.

Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos.

Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.

– Ya está – murmuró Briceño. – lo rasgó.

– En el hombro – dijo Leonidas. – Pero apennas.

Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. «No te acerques tanto». Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. «¡Sal de ahí!», dijo Leonidas muy despacio. «¿Por qué demonios peleas tan cerca?». Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo.

Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.

Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.

Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. «Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta». Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.

En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. «Vamos», dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.

– ¡Julián! – grito el Cojo. – ¡Dile que se rinda!

Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: – ¡Don Leonidas!

– gritó de nuevo con acento furioso e implorante. – ¡Dígale que se rinda!

– ¡Calla y pelea! – bramó Leonidas, sin vacilar.

Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar.

Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. – No llore, viejo – dijo León. – No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.

Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.

A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.

– ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?

– Sí – dijo el viejo, precipitadamente, commo si no hubiera escuchado lo que le decía.

Katherine Mansfield: La mosca. Cuento.

katherine mansfield-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.

Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.

-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.

Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:

-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.

Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.

-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.

Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.

-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.

El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.

-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.

-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.

El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:

-¡Qué fuerte!

Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro… y recordó.

-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.

El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.

-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?

-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.

-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.

Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.

-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.

-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.

Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.

De pronto:

-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.

-Bien, señor.

La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar…

Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?

Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».

Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que…» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.

Hacía seis años, seis años… ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.

En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.

Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.

Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de… Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.

Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.

-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.

El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.

-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era… Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

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