Clarice Lispector: La imitación de la rosa. Cuento

clarice_lispector_5_jpgAntes de que Armando volviera del trabajo la casa debería estar arreglada, y ella con su vestido marrón para atender al marido mientras él se vestía, y entonces saldrían tranquilamente, tomados del brazo como antaño. ¿Desde cuándo no hacían eso?

Pero ahora que ella estaba nuevamente «bien», tomarían el autobús, ella miraría por la ventanilla como una esposa, su brazo en el de él, y después cenarían con Carlota y Juan, recostados en la silla con intimidad. ¿Desde hacía cuánto tiempo no veía a Armando recostarse con confianza y conversar con un hombre? La paz de un hombre era, olvidado de su mujer, conversar con otro hombre sobre lo que aparecía en los diarios. Mientras tanto, ella hablaría con Carlota sobre cosas de mujeres, sumisa a la voluntad autoritaria y práctica de Carlota, recibiendo de nuevo la desatención y el vago desprecio de la amiga, su rudeza natural, y no más aquel cariño perplejo y lleno de curiosidad, viendo, en fin, a Armando olvidado de la propia mujer. Y ella misma regresando reconocida a su insignificancia. Como el gato que pasa la noche fuera y, como si nada hubiera sucedido, encuentra, sin ningún reproche, un plato de leche esperándolo. Felizmente, las personas la ayudaban a sentir que ahora estaba «bien». Sin mirarla, la ayudaban activamente a olvidar, fingiendo ellas  el  olvido,  como  si  hubiesen  leído  las  mismas  indicaciones  del  mismo  frasco  de remedio. O habían olvidado realmente, quién sabe. ¿Desde hacía cuánto tiempo no veía a Armando recostarse con abandono, olvidado de ella? ¿Y ella misma?

Interrumpiendo el arreglo del tocador, Laura se miró al espejo: ¿ella misma, desde hacía cuánto tiempo? Su rostro tenía una gracia doméstica, los cabellos estaban sujetos con horquillas detrás de las orejas grandes y pálidas. Los ojos marrones, los cabellos marrones, la piel morena y suave, todo daba a su rostro ya no muy joven un aire modesto de mujer.

¿Acaso alguien vería, en esa mínima punta de sorpresa que había en el fondo de sus ojos, alguien vería, en ese mínimo punto ofendido, la falta de los hijos que nunca había tenido?

Con su gusto minucioso por el método —el mismo que cuando niña la hacía copiar con letra perfecta los apuntes de clase, sin comprenderlos—, con su gusto por el método, ahora, reasumido, planeaba arreglar la casa antes de que la sirvienta saliese de paseo para que, una vez que María estuviera en la calle, ella no necesitara hacer nada más que: 1°) vestirse tranquilamente; 2°) esperar a Armando, ya lista; 3°) ¿qué era lo tercero? ¡Eso es! Era eso mismo lo que haría. Se pondría el vestido marrón con cuello de encaje color crema. Después de tomar su baño. Ya en los tiempos del Sacre Coeur ella había sido muy arregladita  y  limpia,  con  mucho  gusto  por  la  higiene  personal  y  un  cierto  horror  al desorden. Lo que no había logrado nunca que Carlota, ya en aquel tiempo un poco original, la  admirase.  La  reacción  de  las  dos  siempre  había  sido  diferente.  Carlota,  ambiciosa, siempre riéndose fuerte; ella, Laura, un poco lenta y, por así decir, cuidando de mantenerse siempre lenta; Carlota, sin ver nunca peligro en nada. Y ella cuidadosa. Cuando le dieron para leer la Imitación de Cristo, con un ardor de burra ella lo leyó sin entender pero, que Dios la perdonara, había sentido que quien imitase a Cristo estaría perdido; perdido en la luz, pero peligrosamente perdido. Cristo era la peor tentación. Y Carlota ni siquiera lo había querido leer, mintiéndole a la monja que sí lo había leído. Eso mismo. Se pondría el vestido marrón con cuello de encaje verdadero.

Pero cuando vio la hora recordó, con un sobresalto que le hizo llevarse la mano al pecho, que había olvidado tomar su vaso de leche.

Se encaminó a la cocina y, como si hubiera traicionado culpablemente a Armando y a los amigos  devotos,  junto  al  refrigerador  bebió  los  primeros  sorbos  con  una  ansiosa lentitud, concentrándose en cada trago con fe, como si estuviera indemnizando a todos y castigándose ella. Como el médico había dicho: «Tome leche entre las comidas, no esté nunca con el estómago vacío, porque eso provoca ansiedad», ella, entonces, aunque sin amenaza de ansiedad, tomaba sin discutir trago por trago, día por día, sin fallar nunca, obedeciendo con los ojos cerrados, con un ligero ardor para que no pudiera encontrar en sí la menor incredulidad. Lo incómodo era que el médico parecía contradecirse cuando, al mismo tiempo que daba una orden precisa que ella quería seguir con el celo de una conversa, también le había dicho: «Abandónese, intente todo suavemente, no se esfuerce por conseguirlo, olvide completamente lo que sucedió y todo volverá con naturalidad». Y le había dado una palmada en la espalda, lo que la había lisonjeado haciéndola enrojecer de placer. Pero en su humilde opinión una orden parecía anular a la otra, como si le pidieran comer harina y al mismo tiempo silbar. Para fundirlas en una sola, empezó a usar una estratagema: aquel vaso de leche que había terminado por ganar un secreto poder, y tenía dentro de cada trago el gusto de una palabra renovando la fuerte palmada en la espalda, aquel  vaso  de  leche  era  llevado  por  ella  a  la  sala,  donde  se  sentaba  «con  mucha naturalidad», fingiendo falta de interés, «sin esforzarse», cumpliendo de esta manera la segunda orden. «No importa que yo engorde», pensó, lo principal nunca había sido la belleza.

Se sentó en el sofá como si fuera una visita en su propia casa que, recientemente recuperada, arreglada y fría, recordaba la tranquilidad de una casa ajena. Lo que era muy satisfactorio: al contrario de Carlota que hiciera de su hogar algo parecido a ella misma, Laura sentía el placer de hacer de su casa algo impersonal; en cierto modo perfecto por ser impersonal.

Oh, qué bueno era estar de vuelta, realmente de vuelta, sonrió ella satisfecha. Tomando el vaso casi vacío, cerró los ojos con un suspiro de dulce cansancio. Había planchado las camisas de Armando, había hecho listas metódicas para el día siguiente, calculando minuciosamente lo que iba a gastar por la mañana en el mercado, realmente no había parado un solo instante. Oh, qué bueno era estar de nuevo cansada.

Si un ser perfecto del planeta Marte descendiera y se enterara de que los seres de la Tierra se cansaban y envejecían, sentiría pena y espanto. Sin entender jamás lo que había de bueno en ser gente, en sentirse cansada, en fallar diariamente; sólo los iniciados comprenderían ese matiz de vicio y ese refinamiento de vida.

Y ella retornaba al fin de la perfección del planeta Marte. Ella, que nunca había deseado otra cosa que ser la mujer de un hombre, reencontraba, grata, su parte diariamente falible. Con los ojos cerrados suspiró agradecida. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cansaba? Pero ahora se sentía todos los días casi exhausta y planchaba, por ejemplo, las camisas de Armando, siempre le había gustado planchar y sin modestia podía decir que era una planchadora  excelente.  Y  después,  en  recompensa,  quedaba  exhausta.  No  más  aquella atenta falta de cansancio, no más aquel punto vacío y despierto y horriblemente maravilloso dentro de sí. No más aquella terrible independencia. No más la facilidad monstruosa y simple de no dormir ni de día ni de noche —que en su discreción la hiciera súbitamente sobrehumana en relación con un marido cansado y perplejo—. Él, con aquel aire que tenía cuando estaba mudo de preocupación (lo que le daba a ella una piedad dolorida, sí, aun dentro de su despierta perfección, la piedad y el amor), ella sobrehumana y tranquila en su brillante aislamiento, y él, cuando tímido venía a visitarla llevando manzanas y uvas que la enfermera con un encogerse de hombros comía, él haciendo visitas ceremoniosas, como un novio, con un aire infeliz y una sonrisa fija, esforzándose en su heroísmo por comprender, él que la recibiera de un padre y de un sacerdote, que inesperadamente, como un barco tranquilo que se adorna en las aguas, se había tornado sobrehumana.

Ahora, ya nada de eso. Nunca más. Oh, apenas si había sido una debilidad; el genio era la peor tentación. Pero después ella se había recuperado tan completamente que ya hasta comenzaba otra vez a cuidarse para no incomodar a los otros con su viejo gusto por el detalle. Ella recordaba bien a las compañeras del Sacre Coeur diciéndole: «¡Ya contaste eso mil veces!»; recordaba eso con una sonrisa tímida. Se había recuperado tan completamente: ahora todos los días ella se cansaba, todos los días su rostro decaía al atardecer, y entonces la noche tenía su vieja finalidad, no sólo era la perfecta noche estrellada. Y como a todo el mundo, cada día la fatigaba; como todo el mundo, humana y perecedera. No más aquella perfección. No más aquella cosa que un día se desparramara clara, como un cáncer, en su alma.

Abrió los ojos pesados de sueño, sintiendo el buen vaso, sólido, en las manos, pero los cerró de nuevo con una confortada sonrisa de cansancio, bañándose como un nuevo rico, en todas sus partículas, en esa agua familiar y ligeramente nauseabunda. Sí, ligeramente nauseabunda; qué importancia tenía, si ella también era un poco fastidiosa, bien lo sabía. Pero al marido no le parecía, entonces qué importancia tenía, si gracias a Dios ella no vivía en  un  ambiente  que  exigiera  que  fuese  ingeniosa  e  interesante,  y hasta  de  la  escuela secundaria que tan embarazosamente exigiera que fuese despierta, se había librado. Qué importancia tenía. En el cansancio —había planchado las camisas de Armando sin contar que también había ido al mercado por la mañana demorándose tanto allí, por ese gusto que tenía de hacer que las cosas rindieran—, en el cansancio había un lugar bueno para ella, un lugar discreto y apagado del que, con bastante embarazo para sí misma y para los otros, una vez saliera. Pero, como iba diciendo, gracias a Dios se había recuperado. Y si buscara con mayor fe y amor encontraría dentro del cansancio un lugar todavía mejor, que sería el sueño. Suspiró con placer, tentada por un momento de maliciosa travesura a ir al encuentro del aire tibio que era su respiración ya somnolienta, por un instante tentada a dormitar.

«¡Un instante sólo, sólo un momentito!», se pidió, lisonjeada por haber tenido tanto sueño, y lo pedía llena de maña como si pidiera un hombre, lo que siempre le gustaba mucho a Armando.

Pero realmente no tenía tiempo para dormir ahora, ni siquiera para echarse un sueñito, pensó vanidosa y con falsa modestia; ¡ella era una persona tan ocupada!, siempre había envidiado a las personas que decían «No tuve tiempo»; y ahora ella era nuevamente una persona tan ocupada; iría a comer con Carlota y todo tenía que estar ordenadamente listo, era la primera comida fuera desde que regresara y ella no quería llegar tarde, tenía que estar lista cuando… bien, ya dije eso mil veces, pensó avergonzada. Bastaría decir una sola vez:

«No quería llegar tarde»; eso era motivo suficiente: si nunca había soportado sin enorme humillación ser un trastorno para alguien, ahora más que nunca no debería… No, no habrá la menor duda: no tenía tiempo para dormir. Lo que debía hacer moviéndose con familiaridad  en  aquella  íntima  riqueza  de  la  rutina  —y  le  mortificaba  que  Carlota despreciara su gusto por la rutina—, lo que debía hacer era: 1°) esperar que la sirvienta estuviera lista; 2°) darle dinero para que trajera la carne para mañana; cómo explicar que hasta la dificultad para encontrar buena carne era una cosa buena; 3°) comenzar minuciosamente a lavarse y a vestirse, entregándose sin reserva al placer de hacer que el tiempo rindiera. El vestido marrón combinaba con sus ojos y el cuellito de encaje color crema le daba un cierto aire infantil, como de niño antiguo. Y, de regreso a la paz nocturna de Tijuca —no más aquella luz ciega de las enfermeras peinadas y alegres saliendo de fiesta, después de haberla arrojado como a una gallina indefensa en el abismo de la insulina—, de regreso a la paz nocturna de Tijuca, de regreso a su verdadera vida: ella iría tomada del brazo de Armando, caminando lentamente hacia la parada del autobús, con aquellos muslos duros y gruesos que la faja empaquetaba en uno solo transformándola en una «señora distinguida», pero cuando, confundida, ella le decía a Armando que eso provenía de una insuficiencia ovárica, él, que se sentía lisonjeado por los muslos de su mujer, respondía con mucha audacia: «¿Para qué hubiese querido casarme con una bailarina?», eso era lo que él respondía. Nadie lo diría, pero Armando a veces podía ser muy malicioso, aunque nadie lo diría. De vez en cuando los dos decían lo mismo. Ella explicaba que era a causa de la insuficiencia ovárica. Entonces él decía: «¿Para qué me hubiera servido estar casado con un bailarina?». A veces él era muy atrevido aunque nadie lo diría. Carlota se hubiera espantado de haber sabido que ellos también tenían una vida íntima y cosas que no se contaban, pero ella no las diría aunque era una pena no poder contarlas, seguramente Carlota pensaba que ella era sólo una mujer ordenada y común y un poco aburrida, y si ella a veces estaba obligada a cuidarse para no molestar a los otros con detalles, a veces con Armando se descuidaba y era un poco aburrida, cosa que no tenía importancia porque él fingía que escuchaba aunque no oía todo lo que ella contaba, y eso no la amargaba, comprendía perfectamente bien que sus conversaciones cansaban un poco a la gente, pero era bueno poder contarle que no había encontrado carne buena aunque Armando moviera la cabeza y no escuchase, la sirvienta y ella conversaban mucho, en verdad más ella que la sirvienta que a veces contenía su impaciencia y se ponía un poco atrevida. La culpa era suya que no siempre se hacía respetar. Pero, como ella iba diciendo, tomados del brazo, bajita y castaña ella y alto y delgado él, gracias a Dios tenía salud. Ella castaña, como oscuramente pensaba que debía ser una esposa. Tener cabellos negros o rubios era un exceso que, en su deseo de acertar, ella nunca había ambicionado. Y en materia de ojos verdes, bueno, le parecía que si tuviera ojos verdes sería como no contarle todo a su marido. No es que Carlota diera propiamente de qué hablar, pero ella, Laura — que si tuviera oportunidad la defendería ardientemente, pero nunca había tenido ocasión—, ella, Laura, estaba obligada contra su gusto a estar de acuerdo en que la amiga tenía una manera extraña y cómica de tratar al marido; oh, no por ser «de igual a igual», pues ahora eso se usaba, pero usted ya sabe lo que quiero decir. Carlos era un poco original, eso ya lo había comentado una vez con Armando y Armando había estado de acuerdo pero sin darle demasiada  importancia.  Pero,  como  ella  iba  diciendo,  de  marrón  con  el  cuellito…,  el devaneo la llenaba con el mismo gusto que le daba al arreglar cajones, hasta llegaba a desarreglarlos para poder acomodarlos de nuevo.

Abrió los ojos, y como si fuera la sala la que hubiera dormitado y no ella, la sala aparecía renovada y reposada con sus sillones cepillados y las cortinas que habían encogido en el último lavado, como pantalones demasiado cortos y la persona mirara cómicamente sus propias piernas. ¡Oh!, qué bueno era ver todo arreglado y sin polvo, todo limpio por sus propias manos diestras, y tan silencioso, con un vaso de flores, como una sala de espera, tan respetuosa, tan impersonal. Qué linda era la vida común para ella, que finalmente había regresado de la extravagancia. Hasta un florero. Lo miró.

—¡Ah!,  qué  lindas  son  —exclamó  su  corazón,  de  pronto  un  poco  infantil.  Eran menudas rosas silvestres que había comprado por la mañana en el mercado, en parte porque el hombre había insistido mucho, en parte por osadía. Las había arreglado en el florero esa misma mañana, mientras tomaba el sagrado vaso de leche de las diez.

Pero a la luz de la sala, las rosas estaban en toda su completa y tranquila belleza.

Nunca vi rosas tan bonitas, pensó con curiosidad. Y como si no acabara de pensar justamente eso, vagamente consciente de que acababa de pensar justamente eso y pasando rápidamente por encima de la confusión de reconocerse un poco fastidiosa, pensó en una etapa más nueva de la sorpresa: «Sinceramente, nunca vi rosas tan bonitas». Las miró con atención. Pero la atención no podía mantenerse mucho tiempo como simple atención, en seguida se transformaba en suave placer, y ella no conseguía ya analizar las rosas, estaba obligada a interrumpirse con la misma exclamación de curiosidad sumisa: ¡Qué lindas son!

Eran varias rosas perfectas, algunas en el mismo tallo. En cierto momento habían trepado con ligera avidez unas sobre otras pero después, hecho el juego, tranquilas se habían inmovilizado. Eran algunas rosas perfectas en su pequeñez, no del todo abiertas, y el tono rosado era casi blanco. ¡Hasta parecían artificiales!, dijo sorprendida. Podrían dar la impresión de blancas si estuvieran completamente abiertas, pero con los pétalos centrales envueltos en botón, el color se concentraba y, como el lóbulo de una oreja, se sentía el rubor circular dentro de ellas. ¡Qué lindas son!, pensó Laura sorprendida.

Pero sin saber por qué estaba un poco tímida, un poco perturbada. ¡Oh!, no demasiado, pero sucedía que la belleza extrema la molestaba.

Oyó los pasos de la criada sobre el mosaico de la cocina y por el sonido hueco reconoció que llevaba tacones altos; por lo tanto, debía de estar a punto de salir. Entonces Laura tuvo una idea en cierta manera original: ¿por qué no pedirle a María que pasara por la casa de Carlota y le dejase las rosas de regalo?

Porque aquella extrema belleza la molestaba. ¿La molestaba? Era un riesgo. ¡Oh!, no, ¿por  qué  un  riesgo?,  apenas  molestaban,  era  una  advertencia,  ¡oh!,  no,  ¿por  qué advertencia? María le daría las rosas a Carlota:

—Las manda la señora Laura —diría María.

Sonrió pensativa. Carlota se extrañaría de que Laura, pudiendo traer personalmente las rosas, ya que deseaba regalárselas, las mandara antes de la cena con la sirvienta. Sin hablar de que encontraría gracioso recibir las rosas, le parecería «refinado»…

—¡Esas cosas no son necesarias entre nosotras, Laura! —diría la otra con aquella franqueza un poco brutal, y Laura diría con un sofocado gritito de arrebatamiento:

—¡Oh no, no!, ¡no es por la invitación a cenar!, ¡es que las rosas eran tan lindas que sentí el impulso de ofrecértelas!

Sí, si en ese momento tuviera valor, sería eso lo que diría. ¿Cómo diría?, necesitaba no olvidarse: diría:

—¡Oh, no!, etcétera —y Carlota se sorprendería con la delicadeza de sentimientos de Laura, nadie imaginaría que Laura tuviera también esas ideas. En esa escena imaginaria y apacible que la hacía sonreír beatíficamente, ella se llamaba a sí misma «Laura», como si se tratara de una tercera persona. Una tercera persona llena de aquella fe suya y crepitante y grata y tranquila, Laura, la del cuellito de encaje auténtico, vestida discretamente, esposa de Armando, en fin, un Armando que no necesitaba esforzarse más en prestar atención a todas sus conversaciones sobre la sirvienta y la carne, que no necesitaba más pensar en su mujer, como un hombre que es feliz, como un hombre que no está casado con una bailarina.

—No pude dejar de mandarte las rosas —diría Laura, esa tercera persona tan, pero tan… Y regalar las rosas era casi tan lindo como las propias rosas.

Y ella quedaría libre de las flores. Y entonces, ¿qué es lo que sucedería? Ah, sí: como iba diciendo, Carlota quedaría sorprendida con aquella Laura que no era inteligente ni buena pero también tenía sus sentimientos secretos. ¿Y Armando? Armando la miraría un poco asustado —¡pues es esencial no olvidar que de ninguna manera él está enterado de que la sirvienta llevó por la tarde las rosas!—, Armando encararía con benevolencia los impulsos de su pequeña mujer, y de noche ellos dormirían juntos.

Y ella habría olvidado las rosas y su belleza.

No, pensó de repente, vagamente advertida. Era necesario tener cuidado con la mirada asustada de los otros. Era necesario no dar nunca más motivo de miedo, sobre todo con eso tan reciente. Y en particular, ahorrarles cualquier sufrimiento de duda. Y que nunca más tuviera necesidad de la atención de los otros, nunca más esa cosa horrible de que todos la miraran mudos, y ella frente a todos. Nada de impulsos.

Pero al mismo tiempo vio el vaso vacío en la mano y también pensó: «él» dijo que yo no me esfuerce por conseguirlo, que no piense en tomar actitudes solamente para probar que ya estoy…

—María —dijo entonces al escuchar de nuevo los pasos de la empleada. Y cuando ésta se acercó, le dijo temeraria y desafiante—: ¿Podrías pasar por la casa de la señora Carlota y dejarle estas rosas? Diga así: «Señora Carlota, la señora Laura se las manda». Solamente eso: «Señora Carlota…». —Sí, sí… —dijo la sirvienta, paciente. Laura fue a buscar una vieja hoja de papel de China. Después sacó con cuidado las rosas del florero, tan lindas y tranquilas, con las delicadas y mortales espinas. Quería hacer un ramo muy artístico. Y al mismo tiempo se libraría de ellas. Y podría vestirse y continuar su día. Cuando reunió las rositas húmedas en un ramo, alejó la mano que las sostenía, las miró a distancia torciendo la cabeza y entrecerrando los ojos para un juicio imparcial y severo.

Y cuando las miró, vio las rosas. Y entonces, irreprimible, suave, ella insinuó para sí: no lleves las flores, son muy lindas.

Un segundo después, muy suave todavía, el pensamiento fue levemente más intenso, casi tentador: no las regales, son tuyas. Laura se asustó un poco: porque las cosas nunca eran suyas.

Pero esas rosas lo eran. Rosadas, pequeñas, perfectas: lo eran. Las miró con incredulidad: eran lindas y eran suyas.

Si consiguiera pensar algo más, pensaría: suyas como hasta entonces nada lo había sido.

Y podía quedarse con ellas, pues ya había pasado aquella primera molestia que hiciera que vagamente ella hubiese evitado mirar demasiado las rosas.

¿Por qué regalarlas, entonces?, ¿lindas y darlas? Entonces, cuando descubres una cosa bella, ¿entonces vas y la regalas? Si eran suyas, se insinuaba ella persuasiva sin encontrar otro argumento además del simple y repetido, que le parecía cada vez más convincente y simple. No iban a durar mucho, ¿por qué darlas entonces mientras estaban vivas? ¿Dar el placer de tenerlas mientras estaban vivas? El placer de tenerlas no significa gran riesgo — se engañó— pues, lo quisiera o no, en breve sería forzada a privarse de ellas, y entonces nunca más pensaría en ellas, pues ellas habrían muerto; no iban a durar mucho, entonces, ¿por qué regalarlas? El hecho de que no duraran mucho le parecía quitarle la culpa de quedarse con ellas, en una oscura lógica de mujer que peca. Pues se veía que iban a durar poco (iba a ser rápido, sin peligro). Y aunque —argumentó en un último y victorioso rechazo de culpa— no fuera de modo alguno ella quien había querido comprarlas, el vendedor había insistido mucho y ella se tornaba siempre muy tímida cuando la forzaban a algo, no había sido ella quien quiso comprar, ella no tenía culpa ninguna. Las miró encantada, pensativa, profunda.

Y, sinceramente, nunca vi en mi vida cosa más perfecta.

Bien, pero ella ahora había hablado con María y no tendría sentido volver atrás. ¿Era entonces demasiado tarde?, se asustó viendo las rosas que aguardaban impasibles en su mano. Si quisiera, no sería demasiado tarde… Podría decirle a María: «¡María, resolví que yo misma llevaré las rosas cuando vaya a cenar!». Y, claro, no las llevaría… María no tendría por qué saberlo. Antes de cambiarse de ropa ella se sentaría en el sofá por un momento, sólo por un momento, para mirarlas. Mirar aquel tranquilo desprendimiento. Las miró mudas en su mano. Impersonales en su extrema belleza. En su extrema tranquilidad perfecta de rosas. Aquella última instancia: la flor. Aquella última perfección: la luminosa tranquilidad.

Como viciosa, ella miraba ligeramente ávida la perfección tentadora de las rosas, con la boca un poco seca las miraba.

Hasta que, lentamente austera, envolvió los tallos y las espinas en el papel de China. Tan absorta había estado que sólo al extender el ramo preparado notó que ya María no estaba en la sala y se quedó sola con su heroico sacrificio. Vagamente, dolorosamente, las miró, así distantes como estaban en la punta del brazo extendido, y la boca quedó aún más apretada, aquella envidia, aquel deseo, pero ellas son mías, exclamó con gran timidez.

Cuando María regresó y cogió el ramo, por un pequeño instante de avaricia Laura encogió la mano reteniendo las rosas un segundo más… ¡ellas son tan lindas y son mías, es la primera cosa linda que es mía!, ¡y fue el hombre quien insistió, no fui yo quien las busqué!, ¡fue el destino quien lo quiso!, ¡oh, sólo esta vez!, ¡sólo esta vez y juro que nunca más! (Ella podría, por lo menos, sacar para sí una rosa, nada más que eso: una rosa para sí. Solamente ella lo sabría, y después nunca más, ¡oh, ella se comprometía a no dejarse tentar más por la perfección, nunca más!)

Y en el minuto siguiente, sin ninguna transición, sin ningún obstáculo, las rosas estaban en manos de la sirvienta, ¡no en las suyas, como una carta que ya se ha echado en el correo!, ¡no se puede recuperar más ni arriesgar las palabras!, no sirve de nada gritar: ¡no fue eso lo que quise decir! Quedó con las manos vacías pero su corazón obstinado y rencoroso aún decía: «¡Todavía puedes alcanzar a María en las escaleras, bien sabes que puedes arrebatarle las rosas de las manos y robarlas!». Porque quitárselas ahora sería robarlas. ¿Robar lo que era suyo? Eso mismo es lo que haría cualquier persona que no tuviera lástima de las otras: ¡robaría lo que era de ella por derecho propio! ¡Oh, ten piedad, Dios mío! Puedes recuperarlas, insistía con rabia. Y entonces la puerta de la calle golpeó.

En ese momento la puerta de la calle golpeó.

Entonces lentamente ella se sentó con tranquilidad en el sofá. Sin apoyar la espalda. Sólo para descansar. No, no estaba enojada, oh, ni siquiera un poco. Pero el punto ofendido en el fondo de los ojos se había agrandado y estaba pensativo. Miró el florero. «Dónde están mis rosas», se dijo entonces muy sosegada.

Y las rosas le hacían falta. Habían dejado un lugar claro dentro de ella. Si se retira de una mesa limpia un objeto, por la marca más limpia que éste deja, se ve que alrededor había polvo. Las rosas habían dejado un lugar sin polvo y sin sueño dentro de ella. En su corazón, aquella rosa que por lo menos habría podido quedarse sin perjudicar a nadie en el mundo, faltaba. Como una ausencia muy grande. En verdad, como una falta. Una ausencia que entraba en ella como una claridad. Y, también alrededor de la huella de las rosas, el polvo iba desapareciendo. El centro de la fatiga se abría en un círculo que se ensanchaba. Como si ella no hubiera planchado ninguna camisa de Armando. Y en la claridad de las rosas, éstas hacían falta. «Dónde están mis rosas», se quejó sin dolor, alisando los pliegues de la falda.

Como cuando se exprime un limón en el té oscuro y éste se va aclarando, su cansancio iba aclarándose gradualmente. Sin cansancio alguno, por otra parte. Así como se encienden las luciérnagas. Ya que no estaba cansada, iba a levantarse y vestirse. Era la hora de comenzar.

Pero, con los labios secos, por un instante trató de imitar por dentro a las rosas. Ni siquiera era difícil.

Por suerte no estaba cansada. Así podría ir más fresca a la cena. ¿Por qué no poner sobre el cuellito de encaje auténtico el camafeo? Ese que el mayor trajera de la guerra en Italia. Embellecería más el escote. Cuando estuviera lista escucharía el ruido de la llave de Armando en la puerta. Debía vestirse. Pero todavía era temprano. Él se retrasaba por las dificultades del transporte. Todavía era de tarde. Una tarde muy linda.

Ya no era más de tarde.

Era de noche. Desde la calle subían los primeros ruidos de la oscuridad y las primeras luces.

En ese momento la llave entró con facilidad en el agujero de la cerradura.

Armando abriría la puerta. Apretaría el botón de la luz. Y de pronto en el marco de la puerta se recortaría aquel rostro expectante que él trataba de disfrazar pero que no podía contener. Después su respiración ansiosa se transformaría en una sonrisa de gran alivio. Aquella sonrisa embarazada de alivio que él jamás sospechaba que ella advertía. Aquella libido que probablemente, con una palmada en la espalda, le habían aconsejado a su pobre marido que ocultara. Pero que para el corazón tan lleno de culpa de la mujer había sido cada día la recompensa por haber dado de nuevo a aquel hombre la alegría posible y la paz, consagrada por la mano de un sacerdote austero que apenas permitía a los seres la alegría humilde, y no la imitación de Cristo.

La llave giró en la cerradura, la figura oscura y precipitada entró, la luz inundó con violencia la sala.

Y en la misma puerta se destacó él con aquel aire ansioso y de súbito paralizado, como si hubiera corrido leguas para no llegar demasiado tarde. Ella iba a sonreír. Para que él borrara la ansiosa expectativa del rostro, que siempre venía mezclada con la infantil victoria de haber llegado a tiempo para encontrarla aburrida, buena y diligente, a ella, su mujer. Ella iba a sonreír para que de nuevo él supiera que nunca más correría el peligro de llegar tarde. Había sido inútil recomendarles que nunca hablaran de aquello: ellos no hablaban pero habían logrado un lenguaje del rostro donde el miedo y la desconfianza se comunicaban, y pregunta y respuesta se telegrafiaban, mudas. Ella iba a sonreír. Se estaba demorando un poco, sin embargo, iba a sonreír.

Calma y suave, dijo:

—Volviste, Armando. Volviste.

Como  si  nunca  fuera  a  entender,  él  mostró  un  rostro  sonriente,  desconfiado.  Su principal trabajo era retener el aliento ansioso por su carrera en las escaleras, ya que ella estaba allí, sonriéndole. Como si nunca fuera a entender.

—Volví, y qué —dijo finalmente en tono expresivo.

Pero, mientras trataba de no entender jamás, el rostro cada vez más vacilante del hombre ya había entendido sin que se le hubiera alterado un rasgo. Su trabajo principal era ganar tiempo y concentrarse en retener la respiración. Lo que, de pronto, ya no era difícil. Pues inesperadamente él percibía con horror que la sala y la mujer estaban tranquilas y sin prisa. Pero desconfiando todavía, como quien fuese a terminar por dar una carcajada al comprobar  el  absurdo,  él  se  obstinaba,  sin  embargo,  en  mantener  el  rostro  torcido, mirándola en guardia, casi enemigo. De donde comenzaba a no poder impedir verla sentada con las manos cruzadas en el regazo, con la serenidad de la luciérnaga que tiene luz.

En la mirada castaña e inocente el embarazo vanidoso de no haber podido resistir.

—Volví, y qué —dijo él de repente, con dureza.

—No pude impedirlo —dijo ella, y en su voz había la última piedad por el hombre, la última petición de perdón que ya venía mezclada a la altivez de una soledad casi perfecta—

. No pude impedirlo —repitió entregándole con alivio la piedad que ella consiguiera con esfuerzo guardar hasta que él llegara—. Fue por las rosas —dijo con modestia.

Como si fuese para retratar aquel instante, él mantuvo aún el mismo rostro ausente, como si el fotógrafo le pidiera solamente un rostro y no un alma. Abrió la boca e involuntariamente por un instante la cara tomó la expresión de cómico desprendimiento que él había usado para esconder la vergüenza cuando le pidiera un aumento al jefe. Al instante siguiente, desvió los ojos con vergüenza por la falta de pudor de su mujer que, suelta y serena, allí estaba.

Pero de pronto la tensión cayó. Sus hombros se bajaron, los rasgos del rostro cedieron y una gran pesadez lo relajó. Él la observó, envejecido, curioso.

Ella estaba sentada con su vestido de casa. El sabía que ella había hecho lo posible para no tornarse luminosa e inalcanzable. Con timidez y respeto, él la miraba. Envejecido, cansado, curioso. Pero no tenía nada que decir. Desde la puerta abierta veía a su mujer que estaba sentada en el sofá, sin apoyar las espaldas, nuevamente alerta y tranquila como en un tren. Que ya partiera.

Clarice Lispector: La mujer más pequeña del Mundo. Cuento

clariceEn las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Mas sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor todavía, existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.

En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces tiene la Naturaleza de excederse a sí misma.

Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba embarazada.

Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, sólo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó Pequeña  Flor.  Y  para  conseguir  clasificarla  entre  las  realidades  reconocibles,  pasó enseguida a recoger datos en relación a ella.

Su raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos restan de esa especie que, si no fuera por el disimulado peligro de África, sería un pueblo muy numeroso. A más de la enfermedad, el infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los salvajes bantúes, amenaza que los rodea en silencioso aire como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como lo hacen con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón del África, donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar. Cuando un hijo nace, se le da libertad casi inmediatamente. Es verdad que, muchas veces, la criatura no aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabaja Incluso el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, mantienen una pequeña hacha de guardia contra los bantúes, que aparecerán no se sabe de dónde.

Fue así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió, porque esmeralda ninguna es tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso ya sus ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la golosina del más fino sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces que el explorador, tímidamente, y con una delicadeza de sentimientos de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo:

—Tú eres Pequeña Flor.

En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador — como si estuviese recibiendo el más alto premio de castidad al que un hombre, siempre tan idealista, osara aspirar—, tan vivido, desvió los ojos.

La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores de los diarios del domingo, donde cupo en tamaño natural. Envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantada La nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro.

En ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez «porque me da aflicción».

En otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la pequeñez de la mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que remediar—, jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de amor puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se diría que poseída de la nostalgia. A propósito, era primavera, una bondad peligrosa rondaba en el aire.

En otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando los comentarios, quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa niña había sido hasta ahora el más pequeño de los seres humanos. Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también fuente de este primer miedo al amor tirana La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que sólo años y años después, por motivos bien distintos, habría de concretarse en pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no dene límites».

En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad:

—¡Mamá, mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es tristecita!

—Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de bicho, no es tristeza humana.

—¡Oh, mamá! —dijo la joven desanimada.

En otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente:

—Mamá, ¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito, mientras él está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh? ¡Qué griterío, viéndola sentada en su cama! Y nosotros, entonces, podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro juguete, ¿sí?

La madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos frente al espejo del baño y recordó lo que una cocinera le contara de su tiempo de orfanato Al no tener una muñeca con qué jugar, y ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas, las niñas más despiertas habían escondido de la monja, la muerte de una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que salió la monja, y jugaron con la niña muerta, le  dieron  baños  y  comiditas,  le  impusieron  un  castigo  solamente  para  después  poder besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó caer las manos, llenas de horquillas. Y consideró la cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como si mirase a un peligroso desconocida Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y para la felicidad. Así fue que miró ella, con mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dos dientes de adelante: la evolución, la evolución haciéndose diente que cae para que nazca otro, el que muerda mejor. «Voy a comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta. Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería bien limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente apartándose y apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquél su rostro de líneas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que éste sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.

En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de calcular, con cinta métrica, los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde, deleitados, se espantaron: ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano sólo para sí? Lo que es verdad, no siempre sería cómodo, hay horas en que no se quiere tener sentimientos:

—Apuesto a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre sentado en la poltrona, virando definitivamente la página del diario—. En esta casa todo termina en pelea.

—Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre.

—¿Ya has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo ardiente la bija mayor, de trece años.

El padre se movió detrás del diaria

—Debe ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre, derritiéndose de gusto—. ¡Imagínense a ella sirviendo a la mesa aquí en casal ¡Y con la barriguita grande!

—¡Basta de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre.

—Tú has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se trata de una cosa rara. Tú eres el insensible.

¿Y la propia cosa rara?

Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón —quién sabe si también negro, pues en una Naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más—, algo más raro todavía, algo como el secreto del propio secreto: un hijo mínima Metódicamente, el explorador examinó, con la mirada, la barriguita del más pequeño ser humano madura Fue en ese instante que el explorador, por primera vez desde que la conoció, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, sintió malestar.

Es que la mujer más pequeña del mundo estaba riéndose.

Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía. No haber sido comida era algo que, en otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en rama.

Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción —y el impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien no habla pero ríe. El explorador incómodo no consiguió clasificar esa risa, y ella continuó disfrutando de su propia risa apacible, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. En tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba perturbado.

En  segundo  lugar,  si  la  propia  cosa  rara  estaba  riendo  era  porque,  dentro  de  su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.

Es que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se puede llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarilla Si supiera hablar y le dijese que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador, Y cuando éste se sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por qué. Pues, ni de lejos, su amor por el explorador  —puédese  incluso  decir  su  «profundo  amor»,  porque,  no  teniendo  otros recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de quedarse desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si muchos hijos nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige sea de mí, ¡de mí! que el otro guste y no de mi era. Pero en la humedad de la floresta no existen esos refinamientos crueles y amor es no ser comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor guiñaba sus ojos de amor y rió, cálida, pequeña, grávida, cálida.

El explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente a qué abismo su sonrisa contestaba y entonces se perturbó como solamente un hombre de tamaño grande se perturba. Disfrazó, acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa-verdoso, como el de un limón de madrugada. Él debía de ser agrio.

Fue, probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo y recomenzó .a hacer anotaciones. Había  aprendido  a  entender  algunas  de  las  pocas palabras  articuladas  de  la  tribu  y  a interpretar sus señales. Ya lograba hacer preguntas.

Pequeña Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol para vivir, suyo, suyo misma Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo dijeron—, es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañó varias veces.

Marcel Petre tuvo varios momentos difíciles consigo misma Pero, al menos, pudo ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que arreglarse como pudo:

—Pues mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el diario—, yo sólo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.

Clarice Lispector: La partida del tren. Cuento

294978_324202304328730_664922825_nLa partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.

Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:

-¿Quiere cambiar de lugar conmigo?

Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:

-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?

Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada:

-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza.

Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada. Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado.

-Qué amable- repitió.

Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada.

-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas.

-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada.

¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el extremo encanto.

-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar.

Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando J´attendrai.

Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo: «¡Ay, Jesús!». Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo.

Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva.

-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-. Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es?

-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tías. ¿Y usted?

-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.

Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: «No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste».

Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: «Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica». Espió el reloj, más para ver la gruesa placa de oro que para ver la hora. «Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera.» Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro y hacía frío.

Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad:

-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.

Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada.

-Qué amables son todos en este tren -dijo.

Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba, magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja:

-La juventud. La juventud amable.

Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer.

Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos.

Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada.

Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida.

Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el futuro.

Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente.

La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun «no existir» ni existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía.

Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. «Tú eres una temperamental, Ángela», le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir «normalmente». Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro.

Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.

Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas, culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era «pintoresco». Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.

Un diálogo que sostenía consigo misma:

-¿Estás haciendo algo?

-Sí, estoy: estoy siendo triste.

-¿No te molesta estar sola?

-No; pienso

A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa.

En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías.

Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó.

-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años.

-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini.

Eran las siete de la mañana.

-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo.

Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir.

Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir.

Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.

En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.

Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.

La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía.

Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. «Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una «letrada». Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos.»

-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.

«¡El placer sufrido de rascarse!», pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para «seguir un curso en casa», como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.

Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del «subconsciente» que explota en mí, quiera o no quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. «Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo.» Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!

«Conozca hoy el supertrén de mañana.» Selecciones del Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? «No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar.» Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo.

La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.

Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la nada.

Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas.

En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: «Mangia, bella, que ti fa bene». Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.

Siempre.

Como el tren.

Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.

La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita.

Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura.

Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.

La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba «madrecita». Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.

Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.

El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y ásperos.

Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.

Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija.

Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.

El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.

La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.

Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es esta hora, este minuto y este segundo.

Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.

Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los ojos.

Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro.

La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que, cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.

Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.

Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.

Ángela bajó del vagón.

Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había adormecido por confianza en ella.

Confianza en el mundo.

Clarice Lispector: La cena. Cuento

20Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su fuerza. Se sentó amplio y sólido.

Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.

En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua -palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.

Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.

Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos, balancea brevemente la cabeza -y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire-. Le dice al camarero que pasa:

-Este no es el vino que pedí.

La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada, sin obedecerlo.

El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.

Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía… Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.

Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo, él comía.

El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguarda con los ojos ardientes -porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo, engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.

Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.

Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento. Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria entre las luces.

Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares. Trato de aprovechar ese momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano, en ese momento no existe. Él no quiere.

Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara, aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.

Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la mano por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.

Pero yo todavía soy un hombre.

Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir. -Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.

Franz Kafka: La construcción. Cuento

kafka76He presentado la obra y me parece bien lograda. Desde afuera sólo se ve un gran agujero que en realidad no conduce a ninguna parte, ya que a los pocos pasos se tropieza con roca. No quiero jactarme de haber ejecutado esta treta en forma deliberada; es más bien el sobrante de uno de los numerosos y vanos intentos de construcción, pero finalmente, me pareció ventajoso dejar este agujero sin rellenar. Desde luego hay astucias que, por sutiles, se aniquilan por sí solas, eso lo sé mejor que nadie, e indudablemente constituye una audacia llamar la atención con este agujero sobre la posibilidad de que aquí exista algo digno de ser investigado. Sin embargo, se equivoca quien crea que soy cobarde y que sólo por cobardía ejecuto la obra. A unos mil pasos de este agujero se halla, cubierto por una capa de musgo suelto, el verdadero acceso, tan bien asegurado-como puede estarlo algo en el mundo; naturalmente, alguien podría pisar el musgo o levantarlo; entonces mi obra quedaría al aire y quien tuviera ganas —nótese, sin embargo, que se requerirían dotes no demasiado frecuentes—podría penetrar y destruirlo todo para siempre. Lo sé bien y ahora en su culminación mi vida apenas si tiene un momento por completo tranquilo; allí, en ese sitio, en el oscuro musgo, soy mortal y en mis sueños husmea interminablemente un hocico voraz. Habría podido, se opinará, rellenar este agujero de entrada con un manto firme y delgado arriba y más abajo con tierra floja, de manera que siempre me hubiera costado poco esfuerzo asegurarme de nuevo la salida. Pero no es posible; precisamente la cautela exige que tenga una viabilidad de escape, precisamente ella obliga con frecuencia a arriesgar la vida. Todos estos son cálculos harto penosos; la alegría que la cabeza experimenta al efectuarlos es muchas veces el único motivo de que siga calculando. Yo necesito una inmediata posibilidad de escape, pues acaso, ¿no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto más inesperado? Vivo pacíficamente en lo más profundo de mi casa, y mientras el enemigo se me aproxima sigilosamente. No quiero decir que tenga mejor olfato que yo; tal vez me ignore como yo lo ignoro a él. Pero hay bandidos apasionados que perforan ciegamente la tierra y que por la enorme extensión de mi obra, pueden alentar la esperanza de dar con algunos de mis túneles. Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima. Pero yo envejezco, hay muchos más fuetes que yo, mis enemigos son innumerables; podría suceder que huyera de uno y cayera en las garras de otro. ¡Ah, todo puede suceder! De cualquier modo, necesito tener conciencia de que en alguna parte hay una salida completamente expedita, alcanzable con facilidad, donde para liberarme no necesitara cavar en absoluto, tal que, mientras yo trabajara desesperadamente, aunque fuera entre flojos escombros, no sintiera de pronto, ¡Dios me ampare!, los dientes de mi perseguidor en los muslos. Y no solamente me amenazan los enemigos externos, los hay también en lo profundo de la tierra. No los he visto jamás, pero las leyendas hablan de ellos y creo firmemente en su existencia. Son seres del interior, ni siquiera las leyendas logran describirlos; ni los que se convirtieron en sus víctimas alcanzan a verlos bien; se acercan, se oye el arañar de sus garras bajo la tierra, que es su elemento, y ya se está perdido. Entonces ya se está en la propia casa, más bien se está en s,u casa. De ellos tampoco me salva aquella salida, como probablemente no ha de salvarme en absoluto, sino perderme, pero de todos modos es una esperanza sin la que no puedo subsistir. Aparte de este gran camino, me comunican con el mundo exterior otros muy estrechos, bastante seguros, por los que me llega el aire que respiro. Han sido construidos por ratones que he sabido atraer a mi obra. Me ofrecen las ventajas del gran alcance de su olfato y de ese modo me protegen. Además, por su causa llega toda una fauna menor que devoro. De manera que, sin necesidad de abandonar mi obra, dispongo de un medio de vida, aunque limitado, suficiente. Y esto es esencial.

Pero lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. Durante horas puedo deslizarme por mis galerías sin oír más que el rumor de alguna bestezuela que de inmediato reduzco al silencio con mis dientes; o el crujir de la tierra que me anuncia la necesidad de alguna reparación. Salvo esto, el silencio es absoluto. El aire del bosque penetra, hay al mismo tiempo abrigo y frescura. A veces me relajo satisfecho y me doy vuelta en la galería. Es bueno tener una construcción así para la ya cercana vejez, saberse bajo techo al comienzo del otoño. He ensanchado las galerías cada cien metros hasta convertirlas en pequeña plazas circulares. Allí puedo enrollarme con comodidad, abrigarme en mí mismo y descansar. Allí duermo el dulce sueño de la paz, del deseo satisfecho, de la alcanzada meta del dueño de casa. No sé si es una costumbre de épocas antiguas o si los peligros de esta casa son lo suficientemente grandes como para despertarme; pero con regularidad, de tiempo en tiempo, el sobresalto me arranca del sueño y entonces atisbo, atisbo el silencio; que reina invariablemente de día y de noche; sonrío tranquilizado y recaigo, los miembros flojos, en sueños más profundos aún. ¡Pobres viajeros sin morada, en las carreteras, en los bosques, en el mejor de los casos acurrucados sobre montones de hojas o apretujados entre sus semejantes, expuestos a toda la perdición del cielo y de la tierra! Yo, en cambio, estoy en una fortaleza protegida por todos lados —más de cincuenta de éstas hay en mi construcción—y en somnolencia o sueño profundo transcurren las horas, que para ello elijo.

Casi en el centro mismo de la obra está la plaza principal, estudiada para el caso de peligro exterior, no tanto de persecución, como de asedio. Mientras todo lo otro es producto de esforzado trabajo mental más que físico, esta plaza fuerte es resultado del pesadísimo trabajo de mi cuerpo y de cada una de sus partes. Alguna vez, en la desesperación de mi cansancio corporal, he querido abandonarlo todo; me revolcaba, maldecía la obra, me arrastraba hacia el exterior, dejando la construcción abierta. Podía hacerlo porque no quería regresar, hasta que, después de horas o de días, retornaba un arrepentimiento casi prorrumpiendo en loas al advertir la integridad de la obra, y realmente alegre, reanudaba el trabajo. La tarea en la plaza fuerte se agravaba de modo innecesario (innecesario quiere decir que el trabajo de vaciado no se traducía en beneficio esencial para la obra), porque justamente donde debía estar situada según el plan, la tierra era floja y arenosa y había que conseguir que se volviera compacta antes de formar el círculo bellamente abovedado. Para ese trabajo poseo tan sólo la frente. Con la frente, pues, he embestido la tierra miles y miles de veces, a lo largo de días y de noches y era feliz, cuando los golpes la hacían sangrar, ya que probaba que la solidez estaba próxima, y en esta forma creo que se me reconocerá, me he ganado mi plaza fuerte. En esta plaza fuerte almaceno las provisiones, compuestas por los sobrantes de mis capturas dentro de la casa, luego de satisfacer las necesidades inmediatas, y por lo que traigo de las cacerías exteriores. Es tan amplio el sitio que no lograrían llenarlo las reservas de medio año; puedo, pues, extenderlas holgadamente, caminar entre ellas, jugar con ellas, alegrarme de su abundancia y sus diversos olores, y tener siempre una exacta visión de lo existente. También puedo efectuar nuevos ordenamientos y, según las épocas del año, hacer nuevas previsiones y proyectos de caza. Hay períodos en que estoy tan provisto que, indiferente a la comida en general, ni siquiera toco la caza menor que se agita aquí, lo que, por otros motivos, tal vez sea temerario. Como consecuencia de las múltiples tareas vinculadas a los preparativos de defensa, mis ideas acerca de la utilidad de la construcción para ese caso se modifican o desarrollan en forma importante. Me parece que es peligroso basar la defensa exclusivamente en la plaza fuerte; la complejidad de la obra me brinda muchas otras posibilidades y me parece prudente distribuir las provisiones dejando algunas de ellas en pequeñas plazas; entonces destino, por ejemplo, cada tercer lugar a las reservas, o cada cuarto o depósito principal y cada., segundo a almacén de reserva adicional, o algo por el estilo. O, para despistar, elimino ciertos caminos de la acución de la salida principal, sólo algunos pocos sitios. Cada nuevo proyecto exige una fatigosa labor de acarreo, nuevos cálculos, y luego debo llevar y traer las cargas. Desde luego, puedo realizarlo sin prisa; además, no es .desagradable transportar manjares con la boca, descansar dónde y cómo se quiera, saborear lo que más guste. A veces, sin embargo, me despierto con sobresalto, y aquí está lo grave, parece que la actual distribución es por completo errónea, que puede provocar enormes peligros y que es urgente rectificarla, sin tiempo para somnolencias o para el cansancio. Entonces me apresuro, vuelo, no tengo tiempo para cálculos, quiero realizar un nuevo y minucioso proyecto, cojo lo primero que me cae entre los dientes, arrastro, cargo, gimo, tropiezo y el menor cambio favorable de circunstancias peligrosas me produce alivio. Hasta que paulatinamente, al despertar por completo, el violento trajín, me parece absurdo; aspiro profundamente la paz de la casa, que yo mismo he destruido; retorno al lecho y al sueño, y al despertar me encuentro con que, como prueba incontrastable de la ya inverosímil tarea nocturna, conservo alguna rata entre los dientes. Luego llegan períodos en que me parece mejor la reunión de todas las provisiones en un solo sitio. La utilidad de las reservas en las pequeñas plazas es un problema; cabe poco en ellas y se obstruye el paso, desplazar en caso de alarma. Aparte de ello es, aunque tonto, cierto que la sensación de ‘seguridad se perjudica cuando no se ven juntas todas las provisiones y no se puede apreciar con una sola mirada lo que se posee. Además, con estas múltiples distribuciones, mucho puede extraviarse. No puedo galopar continuamente en todas direcciones para ver si todo se halla en perfecto estado. Desde luego, la idea fundamental de distribuir las reservas es correcta, pero solamente cuando se poseen varios sitios similares a mi plaza fuerte. ¡Varios sitios! ¡Naturalmente! Pero ¿quién puede realizar eso? Tampoco pueden acomodarse, en el plan de conjunto, a posteriori. Sin embargo, quiero reconocer que en ello radica un error de la construcción, pero como por lo general siempre hay un error, cuando de algo se posee un solo ejemplar. Y también reconozco que durante toda la ejecución de la obra en lo más oscuro de mi conciencia moró la idea aunque con bastante nitidez, de disponer de más de una plaza fuerte, pero no he cedido; me sentía demasiado débil para hacerme cargo de la necesidad de dicho trabajo y me consolaba de cualquier modo con sensaciones no menos oscuras, según las cuales lo que en otros casos no sería suficiente, llegaría en el mío a ser excepcional, por gracia, ya que probablemente la providencia estaba interesada en la conservación de mi frente, de mi ariete. Tengo, pues, una sola plaza fuerte, pero los oscuros temores de que no pudiera alcanzar se han perdido. Sea como fuere, debo conformarme con una sola; las pequeñas plazas no podrían reemplazarla de ningún modo, por lo que comienzo, cuando este punto de vista ha madurado, a arrastrar material, desde las pequeñas plazas a la principal. Por un tiempo, es un consuelo saber que todos los espacios y galerías están libres, ver cómo sé hacinan en la plaza fuerte las montañas de carne, que envían hasta las galerías más lejanas la mezcla de sus muchos olores, los cuales me alegran, cada uno según su tipo y que aun a distancia sé distinguir perfectamente. Entonces llegan tiempos pacíficos durante los cuales lenta y gradualmente traslado mis guardias desde los círculos externos al interior, sumergiéndome cada vez más en los olores, hasta que no soporto más, y una noche me lanzo sobre la plaza principal, arraso con las provisiones y me sacio con lo mejor hasta el embotamiento. Tiempos dichosos, pero de peligro; quien supiera aprovecharlos podría destruirme con facilidad y sin riesgos. También en esto influye perniciosamente la falta de una segunda o tercera plaza fuerte, pues me pierde el hecho de ser único el gran depósito. Trato de resguardarme contra ellos de diversas maneras; la distribución en plazas menores es una medida de esa índole. Pero, desgraciadamente, conduce como las otras, por las privaciones que apareja, a una avidez aún mayor, y ésta, despreciando el sentido común, altera los planes de defensa en su beneficio.

Una vez que han pasado dichos tiempos suelo revisar la obra, y cuando las reparaciones necesarias han sido hechas la abandono, aunque siempre por poco tiempo. El castigo de verme privado de ella largamente me parece excesivo, pero reconozco que estas excursiones son imprescindibles. Mi aproximación a la salida no carece de cierta solemnidad. En períodos de vida casera le evito, y también la galería que ella conduce y sus ramificaciones. No es nada fácil pasearse por ese lugar: he instalado allí un complejo zig-zag de galerías. Cuando inicié la obra todavía no podía soñar en poderla terminar según el proyecto; comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción. En teoría tal vez sea valiosa —aquí está la entrada a mi casa, les decía irónicamente a los enemigos invisibles y los veía ya asfixiados en , masa en el laberinto de entrada—, pero en realidad representa un jugueteo de paredes harto de endebles, que difícilmente resistiría un ataque serio o a un enemigo que luchara con desesperación por su vida. ¿Debo modificar por ello esta parte? Aplazo la decisión, y creo que quedará como está. Aparte del volumen de trabajo que me echaría sobre los hombros, sería también la tarea más peligrosa que pueda imaginarse. En aquella época, cuando inicié la construcción, pude trabajar allí con relativa tranquilidad, el riesgo no era mucho mayor que en cualquier otro lugar, pero significaría llamar casi deliberadamente la atención de todo el mundo sobre la obra hoy que ya no es posible. Conservo sin embargo, alguna debilidad por esta empresa inicial, pero si viene el gran ataque, ¿qué trazado de la entrada podría salvarme? La entrada puede ciertamente engañar, desviar, torturar, al atacante, y también lo lograría éste en último caso, pero es evidente que un ataque realmente importante tengo que resistirlo de inmediato, con todos los medios de la obra en conjunto y con todas las fuerzas del cuerpo y del alma. De modo que el acceso permanezca como está. Si la construcción ofrece tantas debilidades impuestas por la naturaleza, que soporte también estas deficiencias creadas por mí, que reconozco por completo, aunque tarde. Claro está, con ello no quiero decir que estos fallos no me preocupen todavía de tiempo en tiempo. Cuando en mis acostumbrados paseos eludo esta parte de la construcción, me sucede principalmente porque su aspecto me molesta; no siempre quiero mirar los defectos, sobre todo si se hallan demasiado presentes en mi conciencia. Que persista el corregible error allá arriba, junto a la entrada, pero yo quiero evitar su contemplación en lo posible. Me basta aproximarme a la salida, aunque todavía esté separado de ella por galerías y plazas, para sentirme en la atmósfera peligrosa; es como si se afinara mi piel, como si fuera a quedar con la carne desnuda y me saludara ya el aullar de los enemigos. Ciertamente, la salida en sí, el final de la zona de protección, provoca ya estos sentimientos, pero es esta construcción lo que especialmente me tortura. A veces sueño que he construido la entrada, que la he modificado por completo, de prisa, en una sola noche, con fuerzas gigantescas, sin ser visto por nadie, y que se ha vuelto inexpugnable; el sueño en que eso sucede es el más dulce de todos y al despertar aún brillan en mi barba lágrimas de akgría y de liberación.

El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde-hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto. Luego estoy bajo la capa de musgo, que muchas veces dejo el tiempo necesario para que se suelde con el humus del bosque —antes no me muevo de la casa—y de un solo golpe de la cabeza me coloco en el exterior. Me cuesta mucho atreverme a realizar este pequeño movimiento, y si no tuviera que superar el laberinto de entrada probablemente emprendería el regreso. ¿Cómo? Tu casa está protegida, clausurada, vives en paz, abrigado, señor, único señor de una multitud de galerías y plazas, y espero que todo esto no desees sacrificarlo, o por lo menos exponerlo en cierto modo. Tienes, sí, la esperanza de recuperarlo, pero te comprometes en un juego arriesgado, demasiado arriesgado. ¿Hay motivos razonables? No; para algo semejante no puede haber motivos razonables. Sin embargo, levanto con cautela la trampa, estoy afuera, la dejo descender con cuidado, y a la máxima velocidad posible huyo de este lugar delator.

En verdad no estoy en libertad, pero ya no me adelanto pegándome a las galerías, sino que me lanzo por el bosque abierto, siento que hay nuevas fuerzas en mí, fuerzas para las que en cierto modo no hay espacio en la obra, ni siquiera en la plaza fuerte aunque fuera diez veces más grande. También la alimentación es mejor afuera, aunque la caza sea más dificultosa y el éxito menos frecuente; pero el resultado es más apreciable en todo sentido; no niego esto y sé apreciarlo y disfrutarlo, al menos como cualquier otro, y probablemente mucho mejor, pues no cazo con atolondramiento o desesperación, como un merodeador, sino práctica y reposadamente. Tampoco estoy predestinado y expuesto a la vida libre, sino que sé que mi tiempo está medido, que no estaré obligado a cazar aquí indefinidamente, sino que en cierto modo, cuando lo quiera y me canse de esta existencia, alguien me llamará hacia sí, alguien cuya invitación no podré rehusar. Y así puedo disfrutar por completo de este tiempo aquí, y pasarlo sin preocupaciones, es decir, podría, porque no puedo. La obra me tiene demasiado atareado. Me he alejado con rapidez de la entrada, pero pronto vuelvo. Busco un buen escondrijo y acecho la puerta de mi casa —esta vez desde afuera—durante días y noches. Se dirá que es estúpido pero a mí me proporciona una indecible alegría y me tranquiliza. Es como si no estuviera delante de mi casa, sino delante de mí mismo, mientras duermo, como si tuviese la dicha de poder a un tiempo dormir profundamente y vigilarme en forma estricta. Hasta cierto punto no tan sólo me caracteriza la capacidad de ver los fantasmas nocturnos durante la confiada inocencia del sueño, sino también la de enfrentarlos en la realidad, con la plena fuerza de la vigilia y la serenidad del juicio. Y encuentro que mi situación no es tan desesperada como creía a menudo y como probablemente volverá a parecerme cuando descienda a mi casa. En este sentido, y también en otro, pero especialmente en éste, esas excursiones son realmente imprescindibles. A pesar del cuidado que he puesto en elegir para la entrada un lugar apartado, el tránsito que se produce, si se resumen las observaciones de una semana, es muy grande, pero tal vez sea así en todos los lugares habitables, y probablemente sea también más ventajoso afrontar un tránsito más intenso, al que su propio volumen desplaza, que exponerse en total soledad a la morosa búsqueda de un intruso. Aquí hay muchos enemigos, y sus cómplices son aun más numerosos, pero como están ocupados en combatirse entre sí, pasan de largo. Durante todo este tiempo no he visto a nadie investigar en la entrada, por suerte para ambos, porque olvidado el peligro, inconscientemente, le habría saltado al cuello. Ciertamente, llegaron también invasores en cuya proximidad no me atreví a permanecer; el sólo intuirlos en la lejanía me obligaba a huir. Acerca de su conducta en relación a la construcción no debiera expedirme categóricamente, pero baste para tranquilizar, que yo regresaba pronto, no hallaba a nadie y encontraba la entrada intacta. Tiempos felices hubo en que casi me decía que la hostilidad del mundo contra mí probablemente había terminado o disminuido, o que el poder de la construcción me salvaba de la lucha de aniquilamiento que había perdurado hasta ahora. La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior dé la construcción misma. Llegué hasta a alimentar el deseo infantil de no retornar a la obra nunca más, sino instalarme en la- proximidad de la entrada y pasar mi vida en la contemplación de ella, no perdiéndola de vista y hallando mi felicidad en la constatación de la firmeza con que me habría protegido de estar yo en ella. Pero espantables despertares suelen seguir a los sueños infantiles. ¿Qué seguridad es la que observo aquí? ¿Puedo juzgar el peligro en que me encuentro en el interior a través de las experiencias que realizo desde aquí afuera? ¿Siguen mis enemigos el verdadero rastro cuando no estoy en la construcción? Algo huelen probablemente, pero no con seguridad. ¿Y no es a menudo la existencia de un pleno olfato la premisa necesaria de un peligro normal? Se trata entonces tan sólo de semipruebas o de la décima parte de una prueba, apropiadas más bien para que me tranquilice u precipite en él máximo peligro por esta falsa tranquilidad. No, yo no observo mis sueños, como creía; más bien soy el que duerme mientras Malvado vigila. Quizás esté entre los que distraídamente rondan y pasan sólo para asegurarse, corno yo mismo, de que la puerta está intacta y esperando atacarla; tal vez sólo pasen porque saben que el dueño de casa no está en el interior o tal vez hasta sepan que espera inocentemente en el matorral contiguo. Y abandono la guardia, estoy harto de la vida al aire libre, es como si ya no pudiera aprender nada aquí, ni ahora ni más tarde. Y siento deseos de despedirme de todo esto, de descender a la obra y no retornar nunca jamás, de dejar que las cosas sigan su curso sin tratar de demorarlas con inútiles observaciones. Pero, preocupado porque durante tanto tiempo he visto lo que sucedía sobre la entrada, me resulta ahora torturante llevar a cabo la casi espectacular operación del descenso sin saber lo que va a pasar a mis espaldas, más allá de la trampa vuelta a su sitio. Lo intento después en noches turbulentas, arrojo rápidamente la caza al interior, me parece lograrlo, pero el resultado sólo estará a la vista cuando yo mismo haya descendido, estaría a la vista, pero no para mí, o tal vez también para mí, pero demasiado tarde. Abandono, pues, y no desciendo. Cavo, a bastante distancia de la verdadera entrada, naturalmente, una zanja de prueba, no más larga que yo mismo y también cubierta con un manto de musgo. Me acurruco en la zanja, la cubro detrás de mí, calculo con cuidado períodos más o menos largos a distintas horas del día, aparto luego el musgo, salgo y registro mis observaciones. Realizo estas diversas experiencias buenas y desfavorables, pero no logro establecer una ley general o un procedimiento infalible para el descenso. En consecuencia, no descendí a la verdadera entrada, y me desespero por tener que hacerlo pronto. Estoy a punto de tomar la determinación de alejarme, de volver a la vieja vida sin consuelo, que no ofrecía seguridad alguna, que era una uniforme plenitud de peligros y que por lo tanto no permitía diferencias y temer un único peligro, como me lo enseña cotidianamente la comparación entre la seguridad de mi obra y la otra vida. Desde luego, tal determinación sería una completa locura, provocada por la harto prolongada libertad sin sentido; todavía la obra es mía, sólo tengo que dar un paso y estoy a salvo. Y deponiendo toda vacilación, corro directamente, a plena luz del día, hacia la puerta, para levantarla ahora con seguridad, pero sin embargo no soy capaz, sigo de largo y me arrojo en las espinas para castigarme, para castigarme por una culpa que desconozco. Luego, en definitiva, tengo que reconocer que estoy en lo cierto, que es realmente imposible descender sin exponer a todos, al menos por un rato, la más apreciada de mis pertenencias, a los que están en el suelo, en los árboles y en los aires. Y el peligro no es imaginario, sino muy real. No es forzoso que el enemigo cuyo deseo de perseguirme provoco sea verdadero, basta que sea una insignificancia, cualquier pequeño ser repugnante que me sigue por curiosidad, y que por ello, sin saberlo, se convierte en el guía del mundo contra mí. Tampoco necesita ser, y tal vez es, y esto no es menos grave, tal vez sea alguien de mi especie, un conocedor y apreciador de obras, algún hermano del bosque, un amante de la paz, pero un bribón holgazán que quiere habitar sin construir. Si al menos llegara ya, y descubriera con sucia avaricia la entrada, si comenzara a trabajar en ella, levantara el musgo, si tuviera éxito, si se introdujera, si estuviera ya tan adentro que sólo me mostrara el trasero por un instante, si todo eso sucediera para que por fin, lanzándome tras él, libre de toda vacilación le pudiera saltar encima, morderlo, destrozarlo, beber su sangre y apisonar el cadáver con el resto del botín, pero, sobre todo, esto sería lo principal, que por fin me encontrara en casa. Con gusto admitiría esta vez el laberinto, pero antes extendería sobre mí el manto del musgo, para descansar largamente, creo que por todo el resto de mi vida. Pero no viene nadie y quedo a solas conmigo mismo. Ocupado continuamente con las dificultades del asunto, pierdo gran parte de mi temor. Ya no eludo la entrada, tampoco por el lado exterior; rodearla se convierte en mi ocupación favorita, es casi como si yo fuera el enemigo y espiara la oportunidad de irrumpir. Si al menos’ tuviese alguien en quien pudiese confiar, a quien pudiese dejar mi puesto de observación, entonces sí que podría descender la tranquilidad. Yo convendría con él, con el hombre de confianza, en que observara exactamente la situación durante mi descenso, o un tiempo más, y que, en caso de peligro, golpeara la capa de musgo, y si no, no. Con esto, arriba todo estaría despejado, sólo quedaría mi hombre de confianza, ¿pero no pediría alguna satisfacción a cambio? ¿No querría por lo menos contemplar la obra? Ya esto por sí solo, dejar entrar a alguien voluntariamente en mi obra, me sería muy desagradable. La he hecho para mí, no para visitantes; creo que no lo dejaría entrar. Ni aun al precio de que me posibilitara a mí mismo la entrada. Pero no podría dejarlo bajar solo, lo que excede todo lo imaginable, o tendríamos que bajar juntos, con lo que se perdería la ventaja que él debiera proporcionarme, es decir, hacer observaciones detrás de mí. ¿Y qué es esto de la confianza? ¿Puedo seguir confiando en el que confío cara a cara, cuando ya no lo veo más y nos separa una capa de musgo? Es relativamente fácil confiar en alguien cuando se lo vigila al mismo tiempo o cuando al menos existe la posibilidad de vigilarlo; hasta es posible confiar en alguien a distancia, pero confiar en alguien desde el interior de la construcción, es decir, desde otro mundo, lo creo imposible. Pero tales dudas ni siquiera son imprescindibles, basta pensar que durante o después de mi descenso las innumerables cualidades de la vida impidieran a mi hombre de confianza cumplir con su deber. Sus menores dificultades podrían tener consecuencias incalculables para mí. No; considerándolo todo en su conjunto, no debiera quejarme de estar solo y de no tener en quien confiar. Así, seguramente, no pierdo ninguna ventaja y me ahorro perjuicios. Sólo puedo confiar en mí y en la construcción. Debí pensarlo antes, para el caso que ahora me ocupa, y tomar medidas. Hubiera sido posible, al menos en parte, durante el comienzo de la obra. Debí diseñar la primera galería en tal forma que tuviese dos entradas bastantes separadas entre sí, de modo que pudiese introducirme en una —con todas las dificultades inevitables—, trasladarme rápidamente por el comienzo de la galería hasta la segunda boca, levantar allí la capa de musgo dispuesta para ello, y observar la situación durante varios días y noches. Sólo así hubiera estado bien. Es verdad, dos entradas duplican el peligro, pero hubiera podido desechar estas preocupaciones en vista de que una de las bocas, la pensada como lugar de observación, sería muy estrecha. Y con esto me extravío en consideraciones técnicas y comienzo nuevamente a soñar con mi proyecto de construcción perfecta; esto me tranquiliza en parte; contemplo radiante, con los ojos cerrados, las múltiples soluciones de construcción, claras y menos claras, destinadas a permitirme entrar y salir sin ser advertido.

Y cuando, cómodamente echado, reflexiono, valorando estas posibilidades, pero sólo como conquistas técnicas, no como verdaderas ventajas, porque ¿qué sentido tiene esto de entrar y salir inadvertidamente? Sugiere ánimo intranquilo, falta de seguridad, sucios apetitos, condiciones negativas que se agravan aún más en presencia de la obra, que sin embargo está allí, y que es capaz de inundar de sosiego a poco que uno se lo permita. Naturalmente, ahora estoy fuera de ella y busco una posibilidad de retorno; las disposiciones técnicas necesarias para ello serían muy deseables. Pero tal vez no tanto. ¿No se subestima la obra durante el momentáneo arrebato de miedo al considerarla solamente como un agujero apto para refugio? Claro está que es también un agujero seguro, o debiera serlo, y cuando me imagino en medio del peligro, deseo, con los dientes apretados, con toda la fuerza de mi desesperación, que no sea más que el agujero destinado a salvarme la vida y que no cumpla debidamente esta misión y estoy dispuesto a relevarlo de cualquier otra. Pero sucede que en realidad —y no se presta atención durante el máximo peligro, y hasta en tiempos de riesgos corrientes es difícil advertir—da mucha protección, pero no la suficiente, porque las preocupaciones no terminan jamás por completo en la obra. Son otras preocupaciones, de más fuste, más ricas en contenido, a menudo muy postergadas, pero probablemente tan inquietantes como las que depara la vida en el exterior. Si hubiera realizado la obra sólo para asegurar mi vida no me habría engañado, pero la relación entre el enorme trabajo y la seguridad lograda, al menos hasta donde estoy en condiciones de apreciarla y de beneficiarme con ella, no sería muy favorable para mí. Es muy doloroso reconocer esto, pero hay que hacerlo, más aún, en presencia de la entrada que se cierra ahora sobre mí, contra su constructor y propietario, en forma casi espasmódica: La obra no es precisamente un agujero de salvación. Cuando me detengo en la plaza fuerte, rodeado por los altos depósitos de carne, el rostro vuelto hacia las diez galerías que parten de ella, cada una con su inclinación, ya sea ascendente o descendente, rectas o curvas, o listas, cada una a su manera, para conducirme hacia otras muchas plazas, también silenciosas y vacías, entonces se aleja de mí la idea de seguridad, entonces sé con certeza que éste es mi castillo, que he conquistado ala tierra, palmo a palmo, arañando y mordiendo, apisonando y pujando, mi castillo que de ningún modo puede pertenecer a otro y que es tan mío, que en él podría tranquilamente, en último caso, aceptar las heridas mortales de mis enemigos, porque mi sangre empaparía aquí mi propio suelo y no se perdería. Y no otro es el sentido de las cálidas horas que suelo pasar en las galerías, ya durmiendo pacíficamente, ya vigilando de buen talante estas galerías que han sido calculadas exactamente para mí, para poderme estirar satisfecho o revolearme como un niño, o yacer somnolientamente, o dormirme feliz. Y las pequeñas plazas, todas perfectamente conocidas y que, a pesar de su completa igualdad, puedo diferenciarlas entre sí a ojos cerrados por la simple curvatura de sus paredes, me rodean amistosas y cálidas, como un nido al ave. Y todo, todo, silencioso y vacío.

Pero si es así, ¿por qué vacilo, por qué temo más al intruso que a la posibilidad de no volver a ver mi obra? Por fortuna, esto último es imposible, y no hace falta reflexionar mucho para comprender todo lo que la construcción significa para mí; yo y la obra estamos tan unidos, nos pertenecemos recíprocamente en tal grado que podría tranquilamente, con todo mi temor, permanecer aquí, echarme, y sin necesidad de dominarme abandonar todo reparo y aun abrir la entrada; más aún, me bastaría esperar ocioso, porque en definitiva, de un modo o de otro, volveré abajo. Pero ¿cuánto tiempo puede transcurrir hasta entonces, y cuántas cosas pueden suceder entretanto, aquí arriba y allá abajo? Y tan sólo depende de mi acortar este plazo y hacer en seguida lo necesario.

Y ya, cansado hasta no poder pensar, la cabeza colgante, inseguras las piernas, semidormido, arrastrándome más que caminando, me acerco a la entrada, levanto con lentitud el musgo, desciendo lentamente, en mi turbación dejo abierta la entrada durante un lapso de innecesaria largueza, me acuerdo después de mi omisión, subo para repararla. ¿Para qué subir? Sólo tengo que correr la capa de musgos, bien, entonces bajo de nuevo, y, por fin, la corro. Solamente en este estado de ánimo, exclusivamente en este estado de ánimo me hallo en condiciones de realizarlo. Después estoy echado bajo el musgo en lo alto del botín, nadando entre sangre y jugos de carne, y podría comenzar a dormir el sueño tan ansiado. Nada me turba, nadie me ha seguido, sobre el musgo todo parece tranquilo, al menos hasta ahora, y aunque no lo estuviera, creo que no. podría demorarme en observaciones. He cambiado de lugar, del mudo exterior he retornado a la obra e inmediatamente siento el efecto. Es un mundo nuevo, que proporciona nuevas energías, lo que arriba sería cansancio aquí no lo es. He regresado de un viaje, agotado por las penurias hasta el embotamiento, pero el reencuentro con la antigua vivienda, los arreglos que me esperan, la necesidad de visitar siquiera en forma superficial todas las dependencias, y sobre todo de avanzar cuanto antes hasta la plaza central, todo eso transforma mi agotamiento en agitación y entusiasmo, es como si durante el mismo instante en que puse los pies en la obra hubiese dormido un largo sueño. La primera tarea es muy penosa y me absorbe por completo: hacer pasar la caza por las estrechas y endebles galerías del laberinto. Empujo con todas mis fuerzas, avanzo con efecto, pero me parece que con demasiada lentitud; para ir más aprisa tiro hacia atrás una parte de las masas de carne y me escurro por encima y a través de ellas. Ahora tengo sólo una parte delante, ahora va mejor, pero estoy encajado en la abundancia de la carne, que en la estrechez de las galerías —en las cuales aun a solas me resulta a veces dificultosos avanzar—podrían asfixiarme mis propias provisiones; a menudo sólo comiendo y bebiendo puedo defenderme de sus embates. Pero el transporte progresa, lo logro en poco tiempo, el laberinto ha sido superado, respirando a mis anchas salgo a una verdadera galería, empujo el botín a través de un conducto de comunicación, hacia una galería principal, creada especialmente para esto, que conduce en pronunciado declive hasta la plaza fuerte. Ahora ya es fácil, ahora el conjunto rueda y fluye casi por sí solo. ¡Por fin en mi plaza fuerte! ¡Por fin poder descansar! Nada ha cambiado, ningún infortunio mayor parece haber sobrevivido, y los pequeños daños, que noto a primera vista, pronto estarán subsanados. Pero antes debo recorrer las galerías, lo que no constituye un esfuerzo, sino una plática con amigos, como era antes en los viejos tiempos —en verdad no soy tan viejo, pero los recuerdos de muchas cosas se empastan casi por completo-, como yo lo hacía antes, o como oí decir que sucedía antes. Comienzo ahora con la segunda galería, con deliberada lentitud; después de haber visto la plaza fuerte dispongo de un tiempo infinito —en el interior siempre de la obra siempre dispongo de tiempo infinito—porque todo lo que allí hago es bueno e importante y me alimenta en cierto modo. Comienzo con la segunda galería e interrumpo la inspección a la mitad y paso a la tercera, por la que me dejo conducir de nuevo hasta la plaza principal, y debo volver a ocuparme de la galería segunda, y juego así con el trabajo y lo multiplico, me río solo, gozo, y me siento mareado por completo entre tanto trabajo, pero no lo abandono. Por vosotras, galerías y plazas, y por tus problemas ante todo, plaza principal, he vuelto, sin valorar en nada mi vida, después de incurrir durante mucho tiempo en la simpleza de temblar por ella, y de postergar por ella el regreso. Qué me importa el peligro ahora que estoy con vosotras. Vosotras me pertenecéis, yo os pertenezco, estamos ligados, qué puede sucedemos. ¡Qué el pueblo se hacine arriba si quiere; que esté pronto el hocico que ha de perforar el musgo! Muda y vacía me saluda ahora también la obra y refuerza lo que digo, pero me asalta cierta flojedad y en uno de mis lugares predilectos me enrollo un poco —falta mucho para que lo haya visto todo, quiero seguir la inspección hasta el final—, no quiero dormir aquí. Cedo solamente a la tentación de instalarme como si fuera a dormir, comprobar si lo logro tan bien como antes. Lo logro, pero lo que no logro es recuperarme y permanezco aquí profundamente dormido.

He dormido mucho tiempo, casi con seguridad, sólo consigo salir del último sueño que se disuelve por sí mismo, debe de ser un sueño muy leve, pues un siseo apenas audible me despierta. Lo comprendo al momento; la cría menuda, no vigilada por mí, demasiado descuidada por mí, ha taladrado en mi ausencia un nuevo camino en alguna parte; este camino se junta con algún otro, el aire se arremolina y eso produce el silbido. ¡Qué pueblo tan interminablemente activo y qué molesto su tesón! Me veré obligado, escuchando en las paredes de mi galería y con perforaciones de sondeo a determinar el lugar de la perturbación, para sólo después poder eliminar el ruido. Por lo demás, el conducto, si de alguna manera es adaptable a la obra, me será útil como nueva vía de aire. Pero deberé vigilar a los pequeños en adelante; ninguno debe escaparse.

Con tengo gran práctica en estas investigaciones, seguramente no tardaré mucho, y puedo comenzar en seguida, aunque hay otros trabajos más, pero éste es el más urgente: el silencio debereinar en mis galerías. Este ruido es relativamente inocente; ni siquiera lo oí al llegar aunque, ciertamente, ya debía de existir; necesité volver a acostumbrarme a la casa para advertirlo, en cierto modo es sólo audible para el dueño de casa. Y ni siquiera es permanente, como por lo general suelen ser estos ruidos, sino que hay grandes intervalos, eso se debe ostensiblemente a la obstrucción de la corriente de aire. Comienzo la investigación, pero no logro encontrar el lugar donde debiera intervenir; hago algunas excavaciones, sólo al azar; como es natural así no obtengo ningún resultado, y el gran trabajo de cavar y el aun mayor de rellenar y alisar resultan inútiles. Ni siquiera logro acercarme al lugar del ruido, inalterablemente sutil suena a intervalos regulares, una vez como un siseo y la siguiente como un silbido. Sí, por el momento, podría no hacerle caso, pero es demasiado molesto; no, no cabe duda, el origen debe de ser el que yo supuse, es, pues, difícil que aumente de volumen; al contrario, puede suceder que —sin embargo jamás he esperado tanto hasta ahora—con el andar del tiempo cese del todo, al progresar el trabajo de los pequeños mineros, sin contar con que a menudo una casualidad lleva al descubrimiento de la pista mejor que la búsqueda sistemática. Así me consuelo, y preferiría seguir recorriendo las galerías y visitar los sitios o las plazas, muchas de las cuales no he vuelto a ver, y regodearme también un poco en la plaza fuerte, pero no puedo permitírmelo, debo seguir la búsqueda. Mucho tiempo, demasiado, que podría utilizar en mejor forma, me cuesta esta cría. En tales circunstancias suele tentarme el problema técnico; partiendo del ruido, por ejemplo, que mi oído está especialmente dotado para distinguir en todos sus matices, trato de imaginarme su causa, y entonces me apresuro a comprobar si responde a la realidad, con buen fundamento, porque mientras no se produzca una comprobación, así sólo se tratara de establecer hacia dónde rueda un grano de arena, no podría sentirme seguro. Y hasta un ruido así no deja de ser en este aspecto una cuestión importante, pero importante o no, por más que busque no encuentro nada, o mejor, encuentro demasiado. Justamente en mi plaza predilecta tenía que suceder esto; me alejo pensando que tal vez todo sea una broma, así lo hago hasta la mitad del camino hacia la siguiente plaza, pero como si necesitara probarme que no precisamente mi lugar favorito ha preparado esta perturbación, sino que ellas existen también en otras partes, sonrío y me pongo a escuchar. Pero en seguida dejo de sonreír, porque realmente también aquí se oye el mismo siseo. No es nada, pienso, nadie sino yo podría oírlo, pero con el oído afinado por el esfuerzo lo oigo ahora cada vez con mayor claridad, aunque se trate exactamente del mismo sonido, como puedo comprobarlo por comparación. Tampoco se intensifica cuando, sin acercar el oído a la pared, atisbo en mitad de la galería. Entonces tan sólo esforzándome distingo por momentos el soplo de un sonido que más parezco adivinar que percibir. Esta uniformidad en todas partes me perturba al máximo, pues es imposible hacerla coincidir con mis primitivas deducciones. Si hubiera adivinado su causa, el sonido tendría mayor intensidad en el lugar de irradiación, que sería precisamente el que: tendría que buscar para hacerse después cada vez más pequeño. Si mi explicación no es exacta, ¿de que se trata entonces? Existía aún la posibilidad de dos focos sonoros, y que habiendo yo escuchado ambos a la distancia, cuando me aproximaba a cualquiera de ellos, uno de los sonidos aumentaba mientras el otro disminuía, siendo el resultado conjunto casi invariable. Me parecía ya, cuando atendía mejor, que podía distinguir, aunque confusamente, algunas variaciones, lo que parecía coincidir con la nueva hipótesis. De todos modos debía ampliar mucho más el tiempo de las exploraciones. Desciendo, pues, por la galería hasta la plaza fuerte y comienzo a escuchar en ese lugar. Es extraño, también aquí advierto el mismo sonido. Sí, es un ruido provocado por las excavaciones de bestezuelas insignificantes, que aprovecharon infamantemente el tiempo de mi ausencia; por cierto, no tienen intenciones hostiles contra mí, tan sólo están ocupadas en su propia obra y mientras no tropiecen con un obstáculo conservarán la dirección inicial. Todo eso lo sé; sin embargo, me resulta incomprensible y me excita, y la idea de que se hayan atrevido a acercarse a la plaza fuerte perturba mis sentidos, que tanto necesito para el trabajo. No quiero ahora establecer diferencias, pero algo, sea la considerable profundidad en que se halla situada la plaza principal, sea su gran extensión, con la consecuente corriente de aire, detenía a los excavadores. O tal vez aun más simplemente, había llegado a su obtusa percepción algún indicio de que se trataba de la plaza fuerte. Nunca había observado perforaciones en las paredes de ésta; por cierto, multitudes de animales se acercaban atraídos por las intensas emanaciones y yo tenía aquí caza segura. Pero habían penetrado en algún otro sitio más arriba e, irresistiblemente atraídos, sobreponiéndose al ahogo, descendían por las galerías. Pero ahora taladraban también en éstas. Si al menos hubiese ejecutado los más importantes proyectos de mi juventud y de mi temprana madurez, o mejor, si al menos hubiese tenido la fuerza para ponerlos en práctica, porque no me faltó la voluntad. Uno de los proyectos preferidos era separar la plaza fuerte de la tierra circundante, es decir, crear por fuera un espacio vacío a todo su alrededor, tan sólo con la excepción de un pequeño soporte que, desgraciadamente, no podría aislarse de la tierra. Las paredes subsistirían «con un espesor aproximadamente igual a mi propia altura. Siempre me había imaginado, este espacio vacío, y creo que con razón, como uno de los lugares más atrayentes y confortables. Estar suspendido sobre su curvatura, izarse, resbalar por ella, rodar y encontrar de nuevo el suelo bajo los pies, y ejecutar todos estos juegos sobre la estructura misma de la plaza fuerte, ¡pero sin estar en su interior! Poder evitar la plaza, descansar los ojos de su imagen, aplazar la alegría de volver a verla, aunque sin llegar a privarse de ella, estrecharla literalmente entre las garras, algo que es imposible al disponer tan sólo de un acceso ordinario. Y, sobre todo, poder vigilarla y, como compensación de no tenerla a la vista, poder elegir entre instalarse en la plaza o en el espacio hueco, y escoger seguramente este último, deambular el resto de la existencia, vigilando la plaza. Entonces ya no habría ruidos en las paredes, ni descaradas excavaciones hacia la plaza, se hallaría asegurada la paz y yo sería el custodio; ya no tendría que escuchar con desagrado el trabajo de zapa de esta plaga, sino, y con deleite, algo que se me escapa ahora por completo: el rumor del silencio en la plaza principal. Pero, desgraciadamente, toda esta belleza no existe, debo volver a mi trabajo, felicitándome casi de que se vincule directamente con la plaza que me da bríos. Por cierto, como se comprueba cada vez más, necesito todas mis energías para esta tarea que al principio pareció casi insignificante. Recorro ahora las paredes de la plaza y escucho, y dondequiera que aplico el oído, en lo alto y junto al suelo, cerca de la entrada o en el interior, en todas partes, en todas el mismo ruido. Y esta prolongada atención al sonido intermitente, ¡cuánto tiempo, cuánto esfuerzo exige! Tal vez pueda hallarse un pequeño consuelo para el autoengaño, en el hecho de que aquí, por la extensión de la plaza principal, a diferencia de la galería, al alejarse el oído del suelo ya no se oye nada. Solamente para descansar, para recuperarme, hago a menudo estos ensayos, escucho con atención y me siento feliz de no oír nada. Pero, por lo demás, ¿qué es lo que ha sucedido? El fenómeno destruye mis primeras explicaciones, y también tengo que descartar otras que se me ofrecen. Se podría pensar que oigo a las bestezuelas en su trabajo, pero ello estaría en contradicción con la experiencia; lo que no he oído nunca, aunque siempre estaba presente, no puedo comenzar a oírlo de pronto. Tal vez, con los años pasados en la obra, mi sensibilidad fente a las perturbaciones se haya acrecentado, pero de ningún modo es posible que se afine el oído. Debido a la naturaleza de la plaga ésta no puede ser oída. ¿Hubiera tolerado esto antes? La habría exterminado, aún a riesgo de perecer de hambre. Pero probablemente también, y esa idea se va infiltrando en mí, pueda tratarse de un animal de una especie desconocida. Aunque hace mucho tiempo que observo cuidadosamente la vida aquí abajo, sería posible: el mundo es complejo, y nunca faltan sorpresas desagradables. Pero no podría ser un animal único, tendría que tratarse de un rebaño, que de pronto ha invadido mis dominios,’de un gran rebaño de seres que, aunque por encima de estos bichos, los J superen en poco, ya que es muy pequeño el ruido de su trabajo. Podrían ser quizás animales desconocidos, un rebaño i de paso, que me turba, sí, pero que pronto tendría fin. En consecuencia, podría limitarme a esperar, sin realizar trabajos finalmente inútiles. Pero si son animales desconocidos, ¿cómo no consigo verlos? Ya he hecho muchas excavaciones para atrapar siquiera uno de ellos, pero no encuentro ninguno; se me ocurre que tal vez sean pequeñísimos, mucho más pequeños que todos los que conozco y que sólo el ruido que producen sea perceptible. Por eso reviso la tierra extraída, rompo los terrores hasta reducirlos a partículas minúsculas, pero los alborotadores no aparecen. Muy lentamente voy comprendiendo que con estas excavaciones al azar no llegaré a nada, sólo destrozo las paredes, escarbo a la ligera, aquí y allá, no tengo tiempo para rellenar luego los agujeros: ya hay montañas de tierra que obstruyen el camino y la visión. Desde luego, esto me molesta sólo de un modo accesorio; ahora no puedo pasear ni contemplar, ni descansar; a menudo me he quedado dormido por un momento en cualquier agujero, en medio del trabajo, con una zarpa hundida en lo alto, en la tierra, sobre el terrón que en el último instante de vigilia he querido arrancar. Ahora cambiaré mis métodos. Cavaré una verdadera zanja en dirección al ruido y no cejaré en mis esfuerzos hasta que, independientemente de toda teoría, encuentre la verdadera causa del ruido. Y luego la eliminaré, si me lo permiten mis fuerzas, y en caso contrario, por lo menos, tendré una seguridad. Esta seguridad me traerá, bien la calma, bien la desesperación, pero de cualquier modo que sea, esto o aquello, al menos será algo indudable y justificado. Esta determinación me hace bien. Todo lo que he hecho hasta ahora me parece apresurado, realizado en la excitación del regreso, no liberado aún de las preocupaciones del mundo exterior, todavía no reabsorbido en la calma de la obra; hipersensibilizado por la larga privación de ella, me he dejado arrebatar el juicio por un fenómeno extraño. Porque ¿de qué se trata? Un ligero siseo intermitente, una nada, a la que uno podría, no, no digo que uno podría acostumbrarse a ella, pero sí que se podría, sin intentar por el momento nada, observar durante algún tiempo, es decir, escucharlo ocasionalmente cada tantas horas y registrar pacientemente los resultados, y no, como yo, arrastrar la oreja a lo largo de las paredes, y al menor ruido abrir la tierra, no tanto para encontrar algo en realidad, como para traducir en algo la fiebre interior. Todo esto cambiará ahora, espero. Y por otra parte, tampoco lo espero —como tengo que reconocerlo a ojos cerrados, irritado contra mí mismo—porque la inquietud vibra aún en mí, exactamente como hace horas, y si la prudencia no me contuviera, ya hubiera comenzado a cavar en cualquier sitio, sin preocuparme si se oyera algo o no, absurda, empecinadamente como la misma plaga, que, o cava completamente sin sentido o lo hace porque come tierra. El nuevo y juicioso proyecto me tienta, y por otra parte no me tienta. No hay nada que objetar contra él, yo al menos no encuentro ninguna objeción; debe conducir al éxito, según yo lo veo. Y a pesar de todo, en el fondo, no tengo fe en él, tengo tan poca fe en él que ni siquiera me atemorizan los posibles horrores del resultado, ni siquiera creo en un resultado horroroso; es como si ya a la primera aparición del ruido hubiese pensado en esa excavación metódica, dejándola de lado sólo por no confiar en ella. A pesar de todo, comenzaré desde luego con la excavación, pero no en seguida, aplazaré un poco el trabajo. Cuando el juicio retorne a su equilibrio, entonces lo realizaré; no he de precipitarme. Por cierto, antes hay que subsanar los daños que mi escarbar produce a la obra; costará mucho tiempo, pero es necesario; si la nueva excavación ha de conducir al objetivo, es indudable que resultará larga, y si no conduce a ningún objetivo, entonces será infinita, y de cualquier modo, esta tarea significará una prolongada ausencia de la obra, no tan grave como la transcurrida en el mundo exterior —puedo interrumpir la tarea cuando quiera y visitar la casa, y aun cuando no hiciera esto, me llegaría el aire de la plaza principal y me rodearía durante el trabajo—, pero de todos modos significará alejarse de la obra y exponerse así a un destino incierto, por lo que prefiero dejarlo todo en orden; que no se diga que yo, el que lucha por su tranquilidad, la ha turbado él mismo sin restablecerla en seguida. Con lo cual comienzo a rellenar de tierra los agujeros, trabajo que conozco perfectamente, que he realizado innumerables veces, casi sin tener conciencia de realizar un trabajo y que, especialmente en lo que se refiere al último apisonamiento y alisado —esto no es jactancia, es la simple verdad—, ejecuto en forma insuperable. Esta vez, sin embargo, se me hace difícil, estoy distraído; continuamente, en la mitad del trabajo, aprieto el oído contra la pared, escucho, e indiferente, dejo escapar la tierra recién levantada, que rueda hacia la galería. Apenas si puedo ejecutar los últimos trabajos de embellecimiento, que exigen mayor atención. Quedan desagradables montículos, grietas molestas, sin hablar siquiera de que el no logra restaurarse antiguo vuelo de una pared así remendada. Procuro consolarme pensando que se trata de un trabajo provisional. Cuando regrese y la paz se haya restablecido, lo mejoraré en forma definitiva, todo se podrá hacer en un instante. Sí, en las fábulas todo se realiza en un instante, y este consuelo pertenece también a las fábulas. Mejor sería hacer en seguida una labor perdurable, más útil, que volver a interrumpirla de continuo, deambulando, por las galerías, y establecer nuevas fuentes del ruido, lo que en verdad es muy fácil, porque no exige más que detenerse en cualquier sitio y escuchar. Y todavía hago otros descubrimientos inútiles. A veces me parece que el ruido ha terminado —se producen largos intervalos—, a veces no se oye el siseo, demasiado golpea la propia sangre en el oído, entonces se juntan dos intervalos en uno, y durante un rato se piensa que el siseo ha terminado para siempre. No se escucha más, se salta, toda la vida da un vuelco, es como si se abriera el manantial del cual fluye el silencio de la construcción. Uno se abstiene de comprobar en seguida el descubrimiento, busca a alguien a quien pudiera antes confiar en forma segura, se corre febrilmente para ello hacia la plaza principal, se acuerda uno, ya que, con todo lo que se es, se ha despertado a una nueva vida, que hace mucho que no se ha comido, se arranca cualquier cosa de entre las provisiones casi cubiertas por la tierra, se está tragando todavía mientras regresa al lugar del increíble descubrimiento —uno quiere accesoriamente, tan sólo en forma superficial, mientras come, cerciorarse del suceso—, se escucha, pero la fugaz atención revela en seguida que uno se ha equivocado miserablemente, que el silbido con tina imperturbable en la lejanía. Y se escupe la comida y hasta se quisiera pisotearla y se vuelve al trabajo sin saber siquiera a cuál, en cualquier sitio, donde parece necesario, y de estos lugares hay bastantes, se empieza mecánicamente a hacer algo, como si hubiera venido el capataz y se debiera representar una comedia. Pero apenas se ha trabajado un rato así, puede suceder que se haga un nuevo descubrimiento. El ruido parece haberse hecho más intenso, no mucho como es natural, siempre se trata dé diferencias sutiles, pero es un poco más fuerte de todos modos, en forma claramente audible. Y este crecimiento parece una aproximación, y casi con más claridad que el aumento sonoro, se ve nítidamente el andar que se acerca. Se salta de la pared y, de un vistazo, se trata de abarcar todas las posibilidades que este nuevo descubrimiento traerá como’ consecuencia. Se tiene la sensación de que la obra jamás fue instalada con vistas a la defensa, mejor dicho, se tenía la intención, pero el peligro de ataque y por tanto la preparación de la defensa parecía lejana, o no lejana (¿cómo sería posible?), pero ciertamente de importancia muy inferior: a los preparativos destinados a la vida pacífica, que gozaron así de prioridad en todas las partes de la obra. Mucho podría « haberse hecho en aquel otro sentido, sin modificar el proyecto en lo fundamental, pero se ha omitido de manera incomprensible. He tenido mucha suerte en todos estos años, la suerte me ha mimado, pero la intranquilidad dentro de la dicha no conduce a nada.

Lo que habría que hacer ahora sería revisar minuciosamente la obra, ejecutar un nuevo proyecto y comenzar en seguida con el trabajo, fresco como un joven. Este sería el trabajo necesario, para el cual, dicho sea de paso, es naturalmente demasiado tarde, pero sería el trabajo a realizar, y de ningún modo la excavación de una larga zanja de tanteo que sólo tendría por consecuencia dedicarme con todas mis energías e indefensamente a la búsqueda del peligro, en la estúpida suposición de que éste no supiera aproximarse con suficiente prisa. Y de pronto no comprendo mi plan anterior. En lo que antes era lógico no encuentro ahora la menor lógica, de nuevo abandono el trabajo y dejo de escuchar. No quiero encontrar nuevos argumentos; he hecho demasiados hallazgos. Lo dejo todo. Me conformaría con calmar la lucha interior.

De nuevo dejo que me alejen las galerías, llego a otras cada vez más lejanas, todavía no vistas después de mi regreso, todavía no tocadas por mis zarpas, cuyo silenció se despierta cuando me aproximo y desciende sobre mí; no me entrego, sigo a la carrera, sin saber en realidad qué busco. Probablemente, tan sólo un aplazamiento. Me alejo tanto que llego hasta el laberinto; me tienta aplicar el oído a la capa de musgo: cosas muy lejanas, muy lejanas por el momento, atraen mi interés. Avanzo hasta arriba y escucho. Profundo silencio. ¡Qué agradable! Nadie se ocupa allí de mi obra, cada cual tiene sus asuntos sin relación conmigo. ¿Cómo he conseguido esto? Este sitio junto al musgo es tal vez el único en la construcción en que puedo escuchar tranquilo, durante horas. Una completa inversión de las circunstancias: lo que antes era un lugar de peligro se ha convertido en lugar de paz, la plaza fuerte en cambio ha sido ahora en el ruido del mundo y en sus peligros. Y, lo que es peor aún, en realidad tampoco hay paz; nada ha cambiado, con silencio o sin él, el peligro espera como antes encima del musgo, sólo que me he hecho insensible a él, demasiado ocupado con los zumbidos de mis paredes. ¿Estoy ocupado , con ello? Se intensifica, se acerca; pero yo serpenteo a través del laberinto, me instalo aquí arriba bajo el musgo; casi es como si abandonara mi casa al silbador, conformándome con tener un poco de calma aquí arriba; ¿El silbador? ¿Es que tengo una nueva opinión precisa acerca del origen del ruido? ¿No era ésa mi opinión precisa? Creo no haberme apartado de ella. Y si no en forma directa, al menos indirectamente provendrá de ellas. Y si no hay ninguna relación, entonces no se puede opinar nada concreto hasta encontrar la causa, o hasta que ella aparezca por sí misma. Con presunciones se la podría considerar ahora, se podría, por ejemplo, decir que en algún lugar lejano se ha producido un curso de agua, y que lo que parece siseo o silbido es en realidad murmullo. Pero, aparte de que en esa materia no tengo experiencia —la capa de agua que encontré al principio la he desviado en seguida y no ha vuelto a presentarse, debido a la índole arenosa del suelo—, aparte de eso no es posible confundir siseo con murmullo. Todos los deseos de tranquilidad son inútiles, la imaginación no se detiene, y me aferró a la creencia —es inútil querer negar esto—de que el siseo proviene de un animal, no de muchos y pequeños, sino de uno solo y grande. Claro que hay circunstancias que parecen indicar lo contrario. Por ejemplo, la de que se oiga el ruido en todas partes y con la misma intensidad, tanto de día como de noche. Por cierto, habría que inclinarse más bien por muchos animales pequeños, pero como no los he encontrado durante mis excavaciones, sólo queda la suposición de la existencia del gran animal, máxime teniendo en cuenta que lo que parecería estar en contradicción con esta hipótesis no torna al animal imposible, sino tan sólo inimaginablemente peligroso. Sólo por esto me resisto a admitir su existencia. Pero ahora abandono el autoengaño. Hace mucho que me ronda la idea de que es audible a gran distancia porque cava frenéticamente, porque avanza taladrando la tierra a la velocidad de un paseante que se desplaza por una galería libre; la tierra tiembla cuando él cava, también cuando ya se ha alejado; con la distancia esta vibración se une con el ruido del trabajo mismo, y yo, que oigo sólo estas últimas vibraciones, las percibo con uniformidad en todas partes. Contribuye a ello el hecho de que el animal no avanza hacia mí; por eso no se altera el ruido; hay más bien un plan cuyo sentido no consigo penetrar; sólo supongo que el animal me cerca —sin que ello signifique que conozca mi existencia—, más aún, que ya ha trazado algunos círculos alrededor de la obra desde que lo observo. Me da la naturaleza mucho que pensar del ruido, el siseo o el silbido. Cuando escarbo o araño la tierra es completamente distinto. Sólo consigo explicarme el siseo pensando que la herramienta principal del animal no son sus garras, con las cuales tal vez sólo se ayuda, sino el hocico o la trompa, los que aparte de su enorme potencia han de tener una especie de filo. Probablemente encaja la trompa en la tierra con un sólo golpe violento, arrancando un gran trozo; durante este tiempo yo no oigo nada, ése es el intervalo, pero luego absorbe aire para el golpe siguiente. Esta succión, que debe producir un ruido que hace retemblar la tierra, no sólo por la fuerza del animal, sino también por su prisa, por su frenesí de trabajo, yo lo percibo como un leve siseo. Sigue siendo, sin embargo, por completo incomprensible su capacidad de trabajar interminablemente; tal vez los pequeños intervalos contengan la posibilidad de un brevísimo descanso, porque a un descanso verdadero no ha llegado jamás, cava de día y de noche, siempre con la misma intensidad y energía, con el plan siempre en vista, un plan que hay que cumplir con urgencia y para cuya ejecución posee todas las condiciones. Ciertamente, no había esperado un enemigo tal. Pero aparte de sus peculiaridades, se cumple ahora algo que siempre debí temer, algo contra lo cual siempre debí estar preparado. ¡Se acerca alguien! ¿Cómo durante tanto tiempo todo transcurrió felizmente y en silencio? ¿Quién ha guiado los caminos de los enemigos para que describan los grandes arcos alrededor de mi propiedad? ¿Por qué fui protegido, tanto tiempo para ser espantado ahora de este modo? ¿Qué eran todos los pequeños peligros, en cuya imaginación y estudio pasaba mi tiempo, al lado de este mayúsculo peligro? ¿Esperaba, como propietario de la construcción, tener supremacía sobre cualquier enemigo que se presentara? Precisamente, como propietario de esta obra grande y delicada, estoy inerme frente a cualquier ataque serio. La dicha de poseerla me ha ablandado, la delicadeza de la obra me ha hecho delicado, sus lesiones me duelen como si fueran mías. Justamente esto es lo que debí prever, no pensar tan sólo en mi propia defensa —¡y aun esto con qué ligereza y falta de resultados lo he realizado!—sino en la defensa de la obra. Ante todo debieron haberse tomado disposiciones para que algunas partes de la obra, y en lo posible muchas de ellas, cuando fuesen atacadas, pudiesen ser aisladas de las menos expuestas, con derrumbamientos al instante, y constituidos por masas de tierra tales, y con un aislamiento tal, que el atacante ni siquiera pudiese sospechar que ahí detrás estuviera la verdadera obra. Más aún: estos derrumbamientos debieran ser apropiados, no sólo para ocultar la obra, sino también para sepultar al atacante. No he hecho absolutamente nada para algo semejante; nada, absolutamente nada, ha sucedido en ese sentido; he sido inconsciente como un niño, he pasado mis años adultos en juegos infantiles, hasta con la idea de los peligros he jugado, omitiendo pensar realmente en los verdaderos peligros. Y no me han faltado advertencias.

Desde luego, nada que se acerque en importancia a lo de ahora ha sucedido; pero en las primeras épocas de la construcción hubo algo que se le parecía. La principal diferencia consistía precisamente en que eran las primeras épocas de la construcción… Yo entonces aún trabajaba casi como un pequeño aprendiz en la primera galería —el laberinto sólo estaba proyectado en líneas generales—, ya había vacilado una pequeña plaza, pero sus dimensiones y el tratamiento de las paredes era un fracaso; bien, todo estaba de tal modo en los comienzos que sólo podría valer como ensayo, como algo que, a poco que falle la paciencia, se podría abandonar repentinamente sin la mayor pena. Entonces sucedió que durante uno de mis descansos —siempre hubo en mi vida demasiados intervalos para descansar—, yaciendo entre montones de tierra, que se oye de pronto un ruido a lo lejos. Joven como era, más que atemorizarme, despertó mi curiosidad. Dejé el trabajo y me dediqué a escuchar; continuamente escuchaba, y no corrí a tenderme bajo el musgo para no privarme de escuchar. Al menos escuchaba. Lograba distinguir muy bien que se trataba de un trabajo semejante al mío, aunque sonaba con más debilidad pero no se podía saber en qué grado esta diferencia debía atribuirse a la distancia. Estaba intrigado, pero tranquilo. Quizá —pensé—estoy en una construcción ajena y el dueño cava ahora en mi dirección. Si se hubiera comprobado la exactitud en otra parte, pues nunca he tenido ansias de conquista o de ataque. Pero, ciertamente, yo era todavía joven y todavía no tenía obra, podía permanecer tranquilo. Tampoco el posterior transcurso de los hechos me trajo mayor excitación; interpretarlos era lo que no resultaba fácil. Si el que allí cavaba tendía verdaderamente hacia mí porque me había oído cavar, cuando cambiara su rumbo —como sucedía ahora realmente—no podía determinarse si lo hacía porque mi intervalo de descanso lo privaba de todo punto de referencia para su marcha, o más bien porque él mismo cambiaba de propósitos. También podía ser que yo me hubiese engañado por completo y que él nunca se hubiese dirigido a mí; lo cierto es que el ruido aumentó todavía por un tiempo, como si se acercara; joven como era, no me hubiera desagradado que el cavador surgiese de repente de la tierra, pero no sucedió nada por el estilo, y a partir de determinado momento el ruido comenzó a debilitarse, se hizo cada vez más lejano, como si el cavador se desviase gradualmente de su primitiva dirección, y de pronto todo cesó como si él hubiese optado plenamente por una dirección opuesta y se alejara con decisión. Durante mucho tiempo seguí escuchando el silencio antes de reanudar el trabajo. Por cierto esta advertencia fue bastante clara, pero bien pronto la olvidé, y apenas si se tradujo en alguna modificación de mis proyectos de construcción.

Entre entonces y hoy media mi edad adulta, pero es como si no mediara nada, hoy como entonces hago grandes pausas en mi trabajo, y escucho junto a la pared ¡últimamente el cavador ha cambiado de intención, ha vuelto, regresa de su viaje, cree que me ha dejado suficiente tiempo para disponerme a recibirlo. Pero de mi parte todo está menos dispuesto que entonces; la gran obra yace como entonces inerme; aunque ya no soy un pequeño aprendiz, sino un maestro de obra, las energías que me restan fracasarán en el momento de la decisión; a pesar de mi edad avanzada me parece que quisiera ser más viejo aún, tan viejo que ya no pudiera levantarme de mi lecho bajo el musgo. Porque en realidad no aguanto más, me levanto y corro hacia abajo, hacia la casa, como si aquí, en vez de paz me hubiese llenado sólo de tribulaciones. ¿Cómo quedaron las cosas últimamente? ¿El siseo se ha debilitado? No; ha ganado en fuerzas. Escucho en diez lugares al azar y noto claramente el engaño, el siseo continúa igual, nada ha cambiado. Allí enfrente no se producen cambios, allá ‘sé» está tranquilo, por encima del tiempo; aquí en cambio cada instante sacude al oyente. Y deseando el largo camino hasta la plaza fuerte, todo el contorno me parece excitado, parece mirarme, parece en seguida desviar la vista para no molestarme, y se esfuerza de nuevo para leer en mi gesto las resoluciones salvadoras. Muevo la cabeza; todavía no las tengo. Tampoco voy a la plaza principal para ejecutar allí algún plan. Paso por el lugar en que había querido hacer la zanja de exploración, lo estudio de nuevo, hubiera sido un buen lugar, la zanja habría seguido la dirección en que se hallan la mayoría de los conductos de aire, que me hubieran facilitado el trabajo, tal vez no hubiese tenido que cavar muy fatigosamente, ni siquiera me hubiese visto obligado a cavar hacia el ruido, tal vez hubiese bastado pegar el oído a los conductos. Pero ninguna consideración es capaz de animarme a emprender este trabajo. ¿Esta zanja debe traerme la certidumbre? He llegado a un extremo en que ni siquiera deseo la certidumbre. En la plaza fuerte elijo un buen pedazo de carne roja, 1 sin cuero, y me escondo con él, en un montón de tierra; allí habrá silencio en la medida en que el silencio es todavía posible aquí. Me deleito con la carne; me acuerdo todavía alguna vez del animal desconocido que traza su ruta a distancia, y después pienso que mientras me sea posible debo disfrutar suculentamente de mis provisiones. Esto último es probablemente el único plan a ejecutar. Por lo demás, trato de descifrar el del animal. ¿Está de viaje o trabaja en su propia construcción? Si se halla de viaje, tal vez fuese posible un entendimiento con él. Si realmente irrumpiera hasta mí, entonces podría darle algo de mis provisiones y él seguiría. Sí, seguiría. En mi montón de tierra puedo soñarlo todo, hasta con ciertos acuerdos’ aunque sé con seguridad que no son posibles ya que en el mismo instante en que nos veamos, mejor, cuando nos sospechemos próximos, sin vacilaciones, simultáneamente prepararemos las garras y los dientes uno contra el otro con renovada hambre aunque estemos llenos hasta el hartazgo. Y como siempre en este caso, con pleno derecho: ¿quién,, aunque estuviera de viaje, no alteraría a la vista de la obra, sus proyectos y propósitos? Pero tal vez el animal cava en su propia obra; entonces ni siquiera podría soñar con un acuerdo. Aunque se tratara de un animal extraño y que su obra tolerara vecindades, la mía no las tolera, al menos no las de tipo audible. Ahora el animal parece hallarse a gran distancia; si se alejara un poco más, también desaparecería el ruido, quizá todo volvería a arreglarse, a ser como en los buenos tiempos; todo no dejaría de ser una amarga experiencia, pero beneficiosa; me incitaría a realizar diversas mejoras; cuando tengo paz y el peligro no apremia de manera 1 inmediata, todavía soy capaz de trabajos considerables; quizás el animal renuncie, en vista de las extraordinarias posibilidades que parecen inherentes a su capacidad de trabajo, a la extensión de su obra en dirección a la mía y se resarza de ello en algún otro lado. Pero, como es natural, esto no es alcanzable por negociaciones, sino sólo por la voluntad del animal o por una amenaza que yo pudiese ejercer. En ambos i casos será decisivo establecer si el animal sabe algo acerca; de mí y qué sabe. Cuanto más reflexiono acerca de esto se me figura más improbable que me haya oído; es posible, aunque inimaginable, que tenga noticias mías, pero con toda seguridad que no me ha oído. Mientras no supe nada de él no pudo oírme en absoluto, pues permanecí silencioso —no hay nada más silencioso que el reencuentro con la obra—, luego, cuando hice las excavaciones de exploración, habría podido oírme a pesar de que mi manera de cavar produce poco ruido; y si me hubiera oído yo habría notado algo, porque al menos habría tenido que interrumpirse con frecuencia en su trabajo para escuchar.

…Pero todo permaneció sin alteración…

Franz Kafka: Un golpe a la puerta del cortijo. Cuento

 

franz-kafka-13-anosFue un caluroso día de verano. Mi hermana y yo pasábamos frente a la puerta de un cortijo que estaba en el camino de regreso a casa. No sé si golpeó esa puerta por travesura o distracción. No sé si tan sólo amenazó con el puño sin llegar a tocarla siquiera. Cien metros más adelante, junto al camino real que giraba a la izquierda, empezaba el pueblo. No lo conocíamos, pero al cruzar frente a la casa que estaba inmediatamente después de la primera, salieron de ahí unos hombres haciéndonos señas amables o de advertencia; estaban asustados, encogidos de miedo. Señalaban hacia el cortijo y nos hacían recordar el golpe contra la puerta. Los dueños nos denunciarían e inmediatamente comenzaría el sumario. Yo permanecía calmo, tranquilizaba a mi hermana. Posiblemente ni siquiera había tocado, y si en realidad lo había hecho, nadie podría acusarla por eso. Intenté hacer entender esto a las personas que nos rodeaban; me escuchaban pero absteniéndose de emitir juicio alguno. Después dijeron que no sólo mi hermana, sino también yo sería acusado. Yo asentía, sonriente, con la cabeza. Todos volvíamos nuestra vista atrás, hacia el cortijo, tan atentamente como si se tratara de una lejana cortina de humo tras la cual fuera a aparecer un incendio. Lo que pronto vimos, en realidad, fue a unos jinetes que entraron por el portón del cortijo. Una polvareda, al levantarse, lo cubrió todo; sólo brillaban las puntas de las enormes lanzas. Apenas la tropa había desaparecido en el patio, cuando debió, al parecer, hacer dar vuelta a sus corceles, pues volvió a salir en dirección nuestra. Aparté a mi hermana de un empellón, yo me encargaría de poner todo en orden. Ella no quiso dejarme solo. Le expliqué que para que se viera mejor vestida ante los señores debía, al menos, cambiarse de ropas. Por fin me hizo caso e inició el largo camino a casa. Ya estaban los jinetes junto a nosotros y casi al tiempo de apearse preguntaron por mi hermana. «No está aquí de momento» fue la temerosa respuesta, «pero vendrá más tarde». La contestación se recibió con indiferencia. Parecía que ante todo, lo importante era haberme hallado. Destacaban, de entre ellos, el juez, un hombre joven y vivaz, y su silencioso ayudante llamado Assmann. Me invitaron a pasar a la taberna campesina. Lentamente, balanceando la cabeza, jugando con los tiradores, comencé a caminar bajo las miradas severas de los señores. Aún creía que una sola palabra sería suficiente para que yo, que vivía en la ciudad, fuese liberado, incluso con honores, en ese pueblo campesino. Pero luego de atravesar el umbral de la puerta, pude escuchar al juez que se acercó a recibirme: «Este hombre me da lástima». Sin duda alguna, no se refería con esto a mi estado actual sino a lo que me esperaba en el futuro. La habitación se parecía más a la celda de una prisión que a una taberna rural. De las grandes losas de la pared, oscura y sin adornos, pendía, en alguna parte, una argolla de hierro, y en el centro de la habitación algo que era medio catre y medio mesa de operaciones.

¿Podría yo respirar otros aires que los de una cárcel? He aquí el gran dilema. O, mejor dicho, lo que sería el gran dilema, si yo tuviera alguna perspectiva de ser dejado en libertad.

Franz Kafka: El escudo de la ciudad. Cuento

Franz_Kafka_1910Al comienzo no faltó el orden en las disposiciones para construir la Torre de Babel; hubo un orden excesivo, quizá. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En aquel tiempo la opinión general era que no se debía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran renunciado a todo, incluso a echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, habrá también el fuerte deseo de terminar la Torre. En consecuencia, no debe preocuparnos el porvenir. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; dentro de cien años el trabajo para el que hoy precisamos un año se hará quizás en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si valiera la esperanza de que la Torre quedara terminada en el tiempo de una generación. Esa esperanza-era imposible. Lo probable era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación precedente y derribase todo lo construido, para recomenzar. Semejantes pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la Torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a discusiones que terminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la Torre y otros que convenía aguardar que se restableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas embellecían la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó el tiempo de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la capacidad técnica y con ella el ansia de guerra. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.

En todas las leyendas y cantos de esa ciudad está el anhelado vaticinio de un día en el que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad. Por esa causa existe un puño en el escudo de armas.

 

Franz Kafka: La Cuestión de Las Leyes.

0007006914Por lo general nuestras leyes no son conocidas, sino que constituyen un secreto del pequeño grupo aristocrático que nos gobierna. Aunque estamos convencidos de que estas antiguas leyes se cumplen con exactitud, resulta en extremo mortificante el verse regido por leyes para uno desconocidas. No pienso aquí en las diversas posibilidades de interpretación ni en las desventajas de que sólo algunas personas, y no todo el pueblo, puedan participar de su interpretación. Acaso esas desventajas no sean muy grandes. Las leyes son tan antiguas que los siglos han contribuido a su interpretación, pero las licencias posibles sobre la interpretación, aun cuando subsistan todavía, son muy restringidas. Por lo demás la nobleza no tiene evidentemente ningún motivo para dejarse influir en la interpretación por un interés personal en perjudicarnos ya que las leyes fueron establecidas desde sus orígenes por ella misma; la cual se halla fuera de la ley, que, precisamente por eso, parece haberse puesto exclusivamente en sus manos. Esto, naturalmente, encierra una sabiduría —quién duda de la sabiduría .de las antiguas leyes—, pero al propio tiempo nos resulta mortificante, lo cual es probable que sea inevitable.

Por otra parte, estas apariencias de leyes sólo pueden ser en realidad sospechadas. Según la tradición existen y han sido confiadas como secreto a la nobleza; de modo que más que una vieja tradición, digna de crédito por su antigüedad, pues la naturaleza de estas leyes exige también mantener en secreto su existencia. Pero si nosotros, el pueblo, seguimos atentamente la conducta de la nobleza desde los tiempos más remotos y poseemos anotaciones de nuestros antepasados referentes a ello, y las hemos proseguido concienzudamente hasta creer discernir en los hechos múltiples ciertas líneas directrices que permiten sacar conclusiones sobre esta o aquella determinación histórica, y si después de estas deducciones finales cuidadosamente tamizadas y ordenadas procuramos adaptarnos en cierta medida al presente y al futuro, todo aparece ser entonces algo inseguro y quizás un simple juego del entendimiento, pues tal vez esas leyes que aquí tratamos de descifrar no existen. Hay un pequeño partido que sostiene esta opinión y que trata de probar que cuando una ley existe sólo puede rezar: lo que la nobleza hace es ley. Ese partido ve solamente actos arbitrarios en los actos de la nobleza y rechaza la tradición popular, la cual, según su parecer, sólo comporta beneficios casuales e insignificantes, provocando en cambio graves perjuicios al dar al pueblo una seguridad falsa, engañosa y superficial con respecto a los acontecimientos por venir. No puede negarse este daño, pero la gran mayoría de nuestro pueblo ve su razón de ser en el hecho de que la tradición no es ni con mucho suficiente aún, ya que hay todavía mucho que investigar en ella y que, sin duda, su material, por enorme que parezca, es aún demasiado pequeño, por que habrán de transcurrir siglos antes de que se revele como suficiente. Lo confuso de esta visión a los ojos del presente sólo está iluminado por la fe de que habrá de venir el tiempo en que la tradición y su investigación consiguiente resurgirán en cierto modo para poner punto final, que todo será puesto en claro, que la ley sólo pertenecerá al pueblo y la nobleza habrá desaparecido. Esto no lo ha dicho nadie, en modo alguno, con odio hacia la nobleza. Antes bien, debemos odiarnos a nosotros mismos, por no ser dignos aún de tener ley. Y por eso, ese partido, en realidad tan atrayente desde cierto punto de vista y que no cree, en verdad, en ley alguna, no ha aumentado su caudal porque él también reconoce a la nobleza y el derecho a su existencia.

En verdad, esto sólo puede ser expresase con una especie de contradicción: un partido que, junto a la creencia en las leyes, repudiara la nobleza, tendría inmediatamente a todo el pueblo a su lado, pero un partido semejante no puede surgir pues nadie osa repudiar a la nobleza. Vivimos sobre el filo de esta cuchilla. Un escritor lo resumió una vez de la siguiente manera: la única ley, visible y exenta de duda, que nos ha sido impuesta, es la nobleza, ¿y de esta única ley habríamos de privarnos nosotros mismos?

Elfriede Jelinek: EE.UU. no puede ganar la paz. Entrevista

elfriedejelinek1-Bambilandia se desmarca de su obra anterior. ¿Por qué el cambio?

No se distingue demasiado de lo que ha sido mi producción literaria hasta ahora. Siempre he utilizado el recurso del montaje, es decir la inclusión de textos ajenos, para lograr un ritmo lingüístico distinto, ajeno.

-En la Academia Sueca abogó por caminar por los límites ¿Es el libro un ejemplo de esa literatura?

En Estocolmo intenté describir mi relación con el lenguaje. Mi escritura es siempre una lucha entre el lenguaje y yo misma. Todo pensamiento es lenguaje y se puede pensar en todo, por eso se debe poder decir todo. Así se crea un camino, una corriente de conciencia, de la que siempre nos volvemos a desviar.

-Incluye episodios y nombres reales ¿Ha escrito usted una crónica particular de la guerra de Irak?

No he seguido la guerra a través de los hechos (que nunca han sido auténticos, ya que los periodistas fueron llevados al frente como un séquito de esclavos), sino a través de su reflejo en la información, sometida a reglamentos y censurada por quienes ocuparon Irak. El amor a la paz ha perdido, y es esta impotencia la que he querido mostrar.

-El texto parece escrito con rabia ¿Es el síntoma de esa impotencia?

Sí, quizá. La tremenda rabia que se siente ante esta guerra no encuentra una válvula de escape en la realidad. Por ello he recurrido al arte, pero el arte no puede ser más que una válvula, sin otros efectos. Pero, sí, en cierta manera, me he desahogado.

-¿Hay explicación literaria para los atentados de las torres gemelas?

No. Los grupos extremistas islámicos sólo permiten un lenguaje, el de Alá, y las sociedades integristas que no permiten la libertad de palabra están condenadas al fracaso. Hans Magnus Enzensberger, escritor y ensayista alemán, ha creado un término genial para describirlo: perdedores radicales. Cuando se sabe que se ha perdido, uno se vuelve agresivo. El fanatismo no puede ganar.

-¿Cree, como se dice en el libro, que da igual quién gane la guerra?

EE.UU. está perdiendo la guerra porque no puede ganar la paz. No soy pacifista a cualquier precio, porque incluso la ONU prevé la intervención de fuerzas extranjeras si se da una seria amenaza de genocidio. Pero en el caso de Irak, los motivos eran mentira, ahora todos lo sabemos. Mi deseo es que venza la democracia y que Irak busque su propia vía, porque nosotros no debemos obligarles a asumir nuestra idea de la misma. No da igual quién gane, porque incluso un Irak mínimamente democrático es mejor que la sangrienta dictadura de Husein.

-¿Es el lenguaje un instrumento frente a la injusticia?

Debería intentar serlo. Pero dudo de que el lenguaje pueda vencer porque, al final, siempre debe ceder ante la fuerza. Pero, en ese caso, siempre habrá personas que encuentren vías para articularlo, aunque sea sobre papel higiénico. Y aun así, siempre se le vuelve a perseguir, como hizo Hitler con los judíos o como ha sucedido con los armenios.

-Su libro no es de lectura cómoda ¿No teme que esa narrativa le prive de lectores?

Tengo claro que solo una minoría se interesa por mi literatura, pero no puedo alejarme del nivel estético que he adquirido a lo largo de los años para ser atractiva ante las masas. Hacerlo me parecería de lo más arrogante; como si fuera una noble que teje calcetines para los pobres.

Elfriede Jelinek: Mi escritura, mi método, se basa en la crítica, no en la utopía. Entrevista

elfriedeAFN*: Esta es la primera vez que un trabajo suyo ha sido adaptado a la gran pantalla. ¿Qué le hizo decidir permitir que Michael Haneke siguiera adelante con el proyecto?

ELFRIEDE JELINEK: Durante mucho tiempo he dudado en dar permiso debido a que mi prosa están muy orientados al lenguaje. Es decir, las imágenes tienen lugar y son transmitidos a través del lenguaje. No podía imaginar que las imágenes de una película pudieran añadir nada esencial. Pero siempre supe que solo trabajaría con un director como Haneke, el cual puede yuxtaponer su propio canon de imágenes con el texto. Como Michael Haneke, eres austríaca, y como él, has explorado constantemente la oscuridad, la monstruosa cara del corazón humano.

AFN: ¿Debiéramos nosotros ver una fuerte conexión en esto?

ELFRIEDE JELINEK: Eso es también un cliché. Pero es verdad que no somos precisamente individuos “light”, artísticamente hablando. Me gusta Haneke, desde el momento en que conozco su trabajo, soy más capaz de criticar la sociedad desde una perspectiva negativa. Precisamente porque los clichés positivos de nuestra país son tan asfixiantes, busqué tomar lo que más les enorgullece: su música y sus genios musicales, y presentar así su lado negativo: la renuncia a la libido de cientos de mujeres profesoras de piano. Fuiste educada por una madre tiránica de la media clase católica, y tu padre murió en una institución psiquiátrica.

AFN: ¿Hasta qué punto es su novela autobiográfica?

ELFRIEDE JELINEK: Preferiría no contestar a eso, y preferiría también que mi novela no fuera vista como autobiográfica, aunque naturalmente contiene muchos elementos autobiográficos. Lo que me interesa en una historia es su resonancia, en este caso el desenmarañamiento de una mujer que carga en su espalda con esa herencia de cultura musical que Austria tanto idolatra. Y una sexualidad no-vivida expresada a través del voyeurismo: una mujer que no puede tomar parte de la vida o del deseo. Incluso el derecho de mirar es un derecho masculino, la mujer es siempre la que es observada, nunca la que observa. En ese sentido, expresándolo de una forma psicoanalítica, estamos hablando de la mujer fálica que se apropia del derecho del hombre a mirar, y que por consiguiente paga por ello con su vida.

AFN: ¿Cómo explica usted la locura de Erika?

ELFRIEDE JELINEK: Ella no es exactamente una loca, no del todo. Es neurótica, pero no loca. Como acabo de intentar explicar, esta es la sangrienta (en el verdadero sentido de la palabra) consecuencia del hecho de que a una mujer no le sea permitido vivir si reclama un derecho que no es suyo y que se obtienen solo en los más raros de los casos: fama artística. El derecho a elegir a un hombre y también de dictar cómo él la tortura, lo cual es dominación en sumisión, esto no le está permitido. De hecho para una mujer cualquier cosa más allá del cuidado y educación de los niños es una osadía. No estás precisamente fácil de mujer. Ese no es mi rol. Busco echar una incorruptible mirada de mujer, especialmente donde ellos son los cómplices del hombre.

AFN: Cuando fue publicada, algunas críticas en Austria calificaron la novela de pornográfica. ¿Le molestó esta respuesta?

ELFRIEDE JELINEK: La novela es lo opuesto a la pornografía. La pornografía sugiere deseo por todas partes y en todo momento. La novela prueba que esto no existe, que es un concepto que quiere mantener la disposición de la mujer, porque la mayoría de ellas son sencillamente los objetos de la pornografía, mientras los hombres las miran, pudiendo ver casi dentro de sus cuerpos. Pero estoy acostumbrada a ser malinterpretada. He sido incluso culpada por lo que intento analizar en mi escritura. Como muy a menudo pasa, se ataca al mensajero más que lo que se está expresando. Nadie está interesado en esto. Sobre tus personajes has dicho: “Golpeo con fuerza por lo que nadie puede madurar dónde mis personajes han estado”.

AFN: ¿Es la redención imposible?

ELFRIEDE JELINEK: Mis libros se limitan a representar analíticamente, pero también polémicamente (sarcásticamente) los horrores de la realidad. La redención es la especialidad de otros escritores, hombres y mujeres. Mi escritura, mi método, se basa en la crítica, no en la utopía.

AFN: Detrás de la descripción de un caso patológico, ¿no hay una denuncia de la cultura musical de Austria, la cual contribuye a la identidad de su país?

ELFRIEDE JELINEK: Sí, precisamente. La idolatría de la cultura musical de alto nivel, de la que vive el país (piense en cómo los grandes maestros fueron frecuentemente tratados en sus vidas, y cómo los artistas contemporáneos son tratados), y a través de la cual es presentado. En efecto, la relación amo-esclavo hegeliana, en la que esta cultura es el amo, y las mujeres profesoras de piano son las doncellas sirvientes. Ellas no tienen derecho a ninguna energía creadora, ni siquiera de su propia vida (llevo esto a su extremo en el texto).

AFN: ¿Habrías hecho las mismas elecciones musicales que Michael Haneke hizo en la película?

ELFRIEDE JELINEK: Discutimos la elección de la música de antemano. De todos modos, la mayoría de las piezas quedaban detalladas en la novela.

AFN: Justo como Michael Haneke con su cámara, usted empuña su pluma como un escalpelo. ¿Hay similitudes en vuestros trabajos?

ELFRIEDE JELINEK: Esa es una razón por la que Michael Haneke es tan adecuado para adaptar esta novela a la gran pantalla, porque nosotros dos procedemos analíticamente y desapasionadamente, quizás como los científicos que estudian la vida de los insectos. Ves los mecanismos mejor desde la distancia que cuando te encuentras en mitad de ellos.

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*A propósito de la película “La pianista” del director Michael Haneke, basado en la novela de Elfriede Jelinek. Esta entrevista es de AFC (Austrian FilmCommission)

 

Elfriede Jelinek: La furia es el motor que me hace escribir, por Silvina Friera. Entrevista

elfriede_jelinek_1_72dpi_80900830–¿Su escritura nace de la furia?

–La furia es mi motor, sin duda. La furia forjada por las injusticias, del tipo que sean. Por el sistema de valores machista, patriarcal o por las injusticias políticas y sociales en general.

–Algunos críticos han señalado que su literatura se relaciona con la tradición de Thomas Bernhard, Karl Kraus o Elías Canetti. ¿Reconoce estas influencias?

–Mis referentes son autoras y autores que supieron conjugar la crítica de la sociedad con la crítica del lenguaje, en la tradición filosófica del primer Wittgenstein; me refiero a autores como Karl Kraus o Marieluise Flei.er; Canetti no tanto, porque hace un uso más bien tradicional del lenguaje. La escuela de poetas de Viena, en los años ’50, fue sumamente decisiva para mí porque recuperó la tradición de experimentación lingüística que había sido interrumpida durante el nazismo. También Robert Walser y Kafka son muy importantes.

–Usted suele denunciar la persistencia del nazismo en la sociedad austríaca. ¿En qué aspectos se da esta permanencia?

–Lo que me interesa por sobre todas las cosas es la crítica del lenguaje, y además mi método de escritura tiene que ver fundamentalmente con la música del lenguaje; trabajo con la acústica, con el sonido de las palabras, y juego con eso; llevo los juegos de palabras hasta su límite más banal, al que no le rehúyo para nada. En este sentido es que también me interesa fundamentalmente la persistencia del fascismo en la mitología trivial, es decir, sus huellas reflejadas en series banales como las telecomedias familiares o en la literatura ligera. También por eso escribí Burgtheater, mi obra sobre una dinastía de actores que se mantienen muy activos durante el nazismo, que incluso participan en películas propagandísticas y que, una vez terminada la guerra, persisten y pueden seguir trabajando como si nada hubiera pasado.

–En ciertos sectores políticos y culturales de Viena usted genera resistencias. ¿Por qué continúa viviendo en Austria a pesar de todo?

–Vivo muy aislada y, en realidad, sólo me interesa participar del discurso público cuando siento que no me queda otra alternativa, cuando me veo obligada. Austria es muy lindo, como país, en Viena me siento en casa, es mi ciudad, una ciudad tradicionalmente “roja”, por cierto. Pero también podría vivir en cualquier otro lugar. Lamentablemente me cuesta mucho viajar, no puedo cambiar de lugar fácilmente, entonces no me queda más remedio que seguir viviendo en Austria, y en Munich, donde vive mi esposo.

–Los jóvenes, en general, recibieron con satisfacción que usted haya ganado el premio Nobel. ¿A qué responde que su obra tenga una mejor recepción o comprensión entre la juventud?

–No lo sé. Lo único que sé es que a menudo se me odia, que mi literatura enfurece, no sé exactamente a qué se debe esto. Y desde luego que me alegra sobremanera cuando los más jóvenes me leen. A veces pienso que la primera etapa crítica de mi escritura quedó superada, acaso reemplazada por la música, que de hecho es básicamente lo que los jóvenes escuchan.

–¿Qué diferencia a la literatura austríaca de la alemana?

–La literatura austríaca proviene de una tradición completamente distinta, es una literatura que se ha centrado siempre en el lenguaje. En Austria se ha reconocido la fragilidad o el carácter quebradizo del suelo lingüístico –si se quiere usar esta imagen–, mucho más que en la literatura alemana, que proviene de una tradición más bien narrativa. En Austria siempre se ha intentado crear un nuevo lenguaje para cada nuevo contenido. Karl Kraus y otros fueron precoces en entender que el pensamiento es el lenguaje y viceversa. Quien no pueda pensar en forma precisa, tampoco podrá expresar algo o escribir en forma precisa. Los contenidos sólo se materializan a través del lenguaje. Esta fragilidad de la realidad no se observa de la misma manera en la literatura alemana.

–La pianista y Los excluidos se publicarán en Buenos Aires. ¿Cómo las ubica dentro de su obra?

–Son las más “realistas”, las que están narradas en forma más tradicional, las que todavía son posibles traducir. Mis obras posteriores presentan grandes dificultades para la traducción porque juego con el lenguaje de tal manera que, a la hora de traducir, el traductor o la traductora debe poder reproducir esos mismos juegos de palabras en la lengua de llegada. Esto supone todo un trabajo de creación literaria quedebería ser encarado por verdaderos escritores, porque va más allá de la simple traducción. Sería como re-escribir la obra literaria.

–¿Cómo se siente ante la etiqueta de “escritora feminista”?

–Sí, soy una feminista. No creo que cualquier mujer capaz de pensar pueda ser otra cosa que una feminista. La lucha no es un mero combate contra la supremacía masculina y contra la negativa del hombre a dejar que la mujer participe de la vida pública, como debería ser, sino que es una lucha contra todo un sistema de valores patriarcal, al cual también yo estoy sometida, aun cuando de alguna manera haya podido “imponerme” y ganar premios. En la sociedad patriarcal es el hombre quien tiene el poder de juzgar, y la mujer debe doblegarse ante su juicio porque no ha podido instalar su propio sistema de valores. Sin embargo, el hombre también paga un precio, porque en la casa, en la esfera privada, muchas veces se debe sentir terriblemente subordinado. Y la causa de todo esto se remonta a la negativa de los patriarcas a compartir con la mujer el poder en la esfera pública, el poder hacia fuera, a eso me refiero.

–¿Está escribiendo actualmente?

–Próximamente se publicará mi libro sobre la segunda guerra en Irak, Bambiland. Además estoy traduciendo junto con una amiga un libro de Oscar Wilde, algo que me divierte muchísimo. An Ideal Husband ya es más una obra de Jelinek que de Wilde. ¡Espero que él no se retuerza en la tumba por eso!

Julio Cortázar: Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del  volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que  luchan con sus caballos encabritados.

En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentífrica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.

El médico termina de examinarnos  y nos tranquiliza.  Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en  torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.

Heinrich von Kleist: La mendiga de Locarno. Cuento

Heinrich von Kleist (Frankfurt, 1771 – Berlín, 1811)
Poeta y dramaturgo alemán

En Locarno, en la Italia superior, al pie de los Alpes, se hallaba un palacio antiguo perteneciente a un marqués, y que en la actualidad, viniendo del San Gotardo, puede verse en ruinas y escombros: un palacio con grandes y espaciosas estancias, en una de las cuales antaño fue alojada por compasión, sobre un montón de paja, una vieja mujer enferma, a la que el ama de llaves encontró pidiendo limosna ante la puerta. El marqués, que al volver de la caza entró casualmente en la estancia donde solía dejar los fusiles, ordenó malhumorado a la mujer que se levantase del rincón donde estaba acurrucada y que se pusiese detrás de la estufa. La mujer, al incorporarse, resbaló con su muleta y cayó al suelo, de forma que se golpeó la espalda. A duras penas pudo levantarse y, tal como le habían ordenado, salió de la habitación, y entre ayes y lamentos se hundió y desapareció detrás de la estufa.

Muchos años después en que el marqués, debido a las guerras y a su inactividad, se encontraba en una situación precaria, un caballero florentino se dirigió a él con la intención de comprar el palacio, cuya situación le agradaba. El marqués, que tenía gran interés en que la venta se efectuase, ordenó a su esposa que alojara al huésped en la ya mencionada estancia vacía, que estaba muy bien amueblada. Pero cuál no sería la sorpresa del matrimonio cuando el caballero, a media noche, pálido y turbado, apareció jurando y perjurando que había fantasmas en la habitación y que alguien invisible se movía en un rincón de la estancia, como si estuviese sobre paja, y que se podían percibir pasos lentos y vacilantes que la atravesaban y cesaban al llegar a la estufa, entre ayes y lamentos.

El marqués quedó aterrado; sin saber por qué, se echó a reír con una risa forzada y dijo al caballero que, para mayor tranquilidad, pasaría la noche con él en la habitación. Pero el caballero suplicó que le permitiese dormir en un sillón en su alcoba, y cuando amaneció mandó ensillar, se despidió y emprendió el viaje.

Este suceso, que causó sensación, asustó mucho a los compradores, lo que incomodó extraordinariamente al marqués, tanto así que incluso entre los moradores del castillo se propagó el absurdo e incomprensible rumor de que eso sucedía en la estancia a las doce de la noche, por lo cual decidió él mismo terminar con la situación e investigar en persona la próxima noche. Así, pues, nada más empezar a atardecer, ordenó que le pusieran la cama en la susodicha estancia y permaneció sin dormir hasta la media noche. Pero cuál no sería su impresión cuando al sonar las campanadas de medianoche percibió el extraño murmullo; era como si un ser humano se levantase de la paja, que crujía, y atravesase la habitación, para desaparecer tras la estufa entre suspiros y gemidos.

A la mañana siguiente, la marquesa, cuando él apareció, le preguntó qué tal había transcurrido todo; y como él, con mirada temerosa e inquieta, después de haber cerrado la puerta, le asegurase que era cosa de fantasmas, ella se asustó como nunca se había asustado en su vida y le suplicó que antes de hacer pública la cosa volviese a someterse, y esta vez con ella, a otra prueba. Y, en efecto, la noche siguiente, acompañados de un fiel servidor, escucharon el rumor extraño y fantasmal: y sólo obligados por el intenso deseo que sentían de vender el castillo, supieron disimular ante el sirviente el espanto que les poseía, atribuyendo el suceso a motivos casuales y sin importancia alguna. Al llegar la noche del tercer día, ambos, para salir de dudas y hacer averiguaciones a fondo, latiéndoles el corazón, volvieron a subir las escaleras que les conducían a la habitación de los huéspedes, y como se encontraron al perro ante la puerta, que se había soltado de la cadena, lo llevaron consigo con la secreta intención, aunque no se lo dijeron entre sí, de entrar en la habitación acompañados de otro ser vivo.

El matrimonio, después de haber depositado dos luces sobre la mesa, la marquesa sin desvestirse, el marqués con la daga y las pistolas, que había sacado de un cajón, puestas a un lado, hacia eso de las once se tumbaron en la cama; y mientras trataban de entretenerse conversando, el perro se tumbó en medio de la habitación, acurrucado con la cabeza entre las patas. Y he aquí que justo al llegar la media noche se oyó el espantoso rumor; alguien invisible se levantó del rincón de la habitación apoyándose en unas muletas, se oyó ruido de paja, y cuando comenzó a andar: tap, tap, se despertó el perro y de pronto se levantó del suelo, enderezando las orejas, y comenzó a ladrar y a gruñir, como si alguien con paso desigual se acercase, y fue retrocediendo hacia la estufa. Al ver esto, la marquesa, con el cabello erizado, salió de la habitación, y mientras el marqués, con la daga desenvainada, gritaba: «¿Quién va?», como nadie respondiese y él se agitara como un loco furioso que trata de encontrar aire para respirar, ella mandó ensillar decidida a salir hacia la ciudad. Pero antes de que corriese hacia la puerta con algunas cosas que había recogido precipitadamente, pudo ver el castillo prendido en llamas. El marqués, preso de pánico, había cogido una vela y cansado como estaba de vivir, había prendido fuego a la habitación, toda revestida de madera. En vano la marquesa envió gente para salvar al infortunado; éste encontró una muerte horrible, y todavía hoy sus huesos, recogidos por la gente del lugar, están en el rincón de la habitación donde él ordenó a la mendiga de Locarno que se levantase.

Mario Vargas LLosa: La capa de Belmonte

Premio Nobel de Literatura 2010

La capa de Belmonte fue un objeto mítico de mi infancia y, probablemente, la razón del nacimiento de mi afición a la fiesta de los toros. Pertenecía a mi tío Juan Eguren, el marido de la tía Lala, hermana de mi madre. En la casa tribal de Cochabamba, de la calle Ladislao Cabrera, el tío Juan nos contaba a mí y a mis primas Nancy y Gladys que esa hermosa capa oro y gualda, recamada de pedrerías y testigo de milagrosas faenas en los cosos de España y América, se la había regalado el gran Juan Belmonte a su padre, el primer Eguren que llegó a Arequipa desde su lejana tierra vasca. Eran íntimos amigos, acaso compadres, y el progenitor del tío Juan había acompañado al eximio matador en incontables giras y por eso éste, al separarse, le había regalado en prenda de amistad esa hermosa capa que, en las grandes ocasiones, el tío Juan y la tía Lala desenterraban del baúl donde la tenían guardada, entre coberturas de papel de seda y bolitas de naftalina.

No era un capote de torear, sino una capa de adorno, para el paseíllo, pero mi tío Juan la utilizaba igual para citar al invisible astado y con movimientos lentos, rítmicos, de graciosa elegancia, confundir y marear al animal obligándolo a embestir una y otra vez, raspándole el cuerpo, en una danza mortal que a mí y mis primas nos mantenía hipnotizados. Aquellas noches yo salía a las plazas a torear y escuchaba clarines, pasodobles, y veía los tendidos alborotados por los gritos entusiastas y los pañuelos de los aficionados.

Un acontecimiento excepcional de aquellos años fue la llegada al Cine Rex, cercano a la Plaza de Armas de Cochabamba, de la película Sangre y Arena, con Tyrone Power, Linda Darnell, Akim Tamiroff y Rita Hayworth. Gocé, sufrí y soñé tanto con ella -me la sabía de memoria y además la reprodujimos varias veces en el vestíbulo y los patios de la profunda casa cochabambina donde vivía la tribu familiar- que nunca he querido volverla a ver, temeroso de que aquella inolvidable historia sentimental, de amores heroicos y corridas épicas, vista hoy día desencantara y aniquilara uno de mis mejores recuerdos de la infancia. ¿Cuántas veces la vimos? Varias, y la que más, la prima Gladys, a quien recuerdo echando unos lagrimones la tarde que el tío Juan la mató de pena confirmándole que, definitivamente, una mujer no podía ser torero.

De modo que aquella soleada tarde en que el abuelo Pedro -yo debía de andar por los ocho o nueve años de edad- me tomó de la mano y me hizo subir la larga cuesta que conducía a El Alto, aquella cumbre desde la que se divisaba todo el valle de Cochabamba y donde estaba la placita de toros de la ciudad, para presenciar la primera novillada de mi vida, yo era ya poco menos que un experto en tauromaquia. Sabía que una corrida constaba de tres tercios, los nombres de los pases, que los Miuras eran los bichos más bravos y más nobles, y que las banderillas y la pica no se infligían al toro por pura crueldad, sino para despertar su gallardía, embravecerlo y, a la vez, paradójicamente, bajarle la cabeza a la altura de la muleta. Pero una cosa era saber todo eso y mucho más, en teoría, y otra ver y tocar la fiesta y vivirla en un estado de trance, emocionado hasta los tuétanos. Todo era hechicero y exaltante en el inolvidable espectáculo: la música, los jaleos de la afición, el colorido de los trajes, los desplantes de los espadas, y los mugidos con que el toro expresaba su dolor y su furia. Elegancia, crueldad, valentía, gracia y violencia se mezclaban en esas imágenes que me acompañaron tanto tiempo. Estoy seguro de que al regresar a la casa de Ladislao Cabrera, todavía en estado de fiebre, aquella tarde había tomado ya la resolución inquebrantable de no ser aviador ni marino, sino torero.

Cuando la familia regresó al Perú, en 1945 o 1946, luego de diez años de exilio boliviano, la capa de Belmonte todavía existía y el tío Juan y la tía Lala la mostraban de vez en cuando a los amigos y parientes, en su casita miraflorina de Diego Ferré, donde yo pasé muchos fines de semana y fui tan feliz como lo había sido en Cochabamba. No puedo separar el recuerdo de esa capa de la figura epónima de Mito Mendoza, un primo del tío Juan, que sabía de toros todavía más que éste, y que, hablando de la fiesta, contando corridas célebres y faenas paradigmáticas y chismografías de ganaderos, empresarios y toreros, se excitaba de tal modo que se ponía colorado y accionaba y alzaba la voz como si algo lo hubiera enfurecido. Pero estaba feliz y en esas apoteosis solía exigir que le pusieran en las manos la capa de Belmonte para pasar a la acción. Yo y mis primas hacíamos de toro y era una verdadera felicidad embestir y obedecer el engaño a que nos sometían las diestras manos de Mito Mendoza, a quien admirábamos sin límites, porque de él se decía que, además de torearnos a nosotros, toros inofensivos, había toreado toros de verdad, como torero-señorito, y destacado en las tientas por su dominio de la técnica y su valentía. Mito Mendoza desapareció un día de la casita del tío Juan y la tía Lala y después supimos que había partido a Estados Unidos y que allí, para conseguir la residencia o la nacionalidad, se había enrolado en el Ejército y muerto como combatiente en la lejana y misteriosa guerra de Corea.

El tío Juan, el tío Jorge y el tío Lucho me llevaron muchas veces a los toros, a Acho, la placita de toros colonial, acogedora y de sabor inconfundible, en la que habían toreado Belmonte y Manolete -la más antigua del mundo, después de la de Ronda- que el arquitecto Cartucho Miró Quesada restauró por aquellos años, en que debió inaugurarse la Feria de Octubre, y a la Plaza Monumental, que hizo construir la dictadura de Odría, y que fue una chapuza tan monumental como su nombre. Nunca prendió, la afición jamás se acostumbró a ella, y menos los toreros, y quizás todavía menos los toros que en esa pretenciosa y desmesurada construcción de cemento armado, barrida por los vientos y de atmósfera glacial, se sentían tristes y desbrujulados. Pero allí vi yo algunas corridas memorables, como las que protagonizaba el gran Procuna, torero esquizofrénico, que una tarde huía de los toros empavorecido, amarillo de espanto, arrojando la capa y zambulléndose de cabeza por las defensas si hacía falta, y a la siguiente encandilaba y enloquecía a los tendidos en un despliegue de temeridad y sabiduría con el capote y la muleta que cortaban el habla y la respiración. Y allí vi y oí resonar en el silencio eléctrico de aquella tarde la bofetada que el torero argentino Rovira descargó en las mejillas de Luis Miguel Dominguín, con la que prácticamente se suicidó (taurinamente hablando).

Pero al ídolo de mi juventud, al maestro de los maestros, al quieto, elegante y profundo Ordóñez, restaurador y exponente eximio del toreo rondeño, lo vi por primera vez -en una corrida a la que para entrar empeñé mi máquina de escribir- en la alegre y sabrosa Plaza de Acho, en una soleada tarde de octubre en que la enfervorecida y agradecida multitud lo llevó en hombros, desde el Rímac, hasta el Hotel Bolívar de la Plaza San Martín. No recuerdo haber visto entusiasmo igual ni haber sentido como esa vez que lo que ocurría allí en el ruedo era una magia aterradora y excelsa que me asustaba, hechizaba, entristecía y alegraba. Su lentitud, sus poses estatuarias, su serenidad y su dominio del toro, su desprecio del riesgo, tenían algo escalofriante, interpelaban a la muerte y eran belleza en estado puro. Ver torear a Ordóñez casi siempre me levantaba del asiento. Lo vi muchas veces después, en España, en aquellos años de 1958 y 1959 en que gracias a la beca Javier Prado, que obtuve para hacer el doctorado en la Complutense, viví como un pachá. (Recibía ciento diez dólares al mes, lo que en la pobretona España de entonces era una verdadera fortuna). Para ver a Ordóñez tomaba trenes y hacía largos viajes y, por supuesto, concebía fantásticos proyectos literarios: llegar hasta él, amigarnos y acompañarlo por las plazas de toros de toda España a lo largo de una temporada entera, para escribir un libro sobre él que nos, o que en todo caso me, inmortalizaría. Un libro que sería mejor que todos los cuentos y ensayos taurinos que había escrito Hemingway, un escritor que yo admiraba mucho y al que leía con pasión, salvo cuando escribía de toros, porque, aunque le gustaban mucho, me daba la impresión de que nunca los entendía a cabalidad, que se quedaba sólo con lo que la fiesta tenía de peor, la brutalidad, y que se le escapaban su misterio, su delicadeza, su estética y esa extraña virtud de exponernos en ciertos momentos privilegiados, con desnudez total, la condición humana. Y, a propósito, la única vez que vi en persona al autor de El viejo y el mar fue en la Plaza de Toros de Madrid, una tarde de San Isidro, bajando los graderíos de sombra del brazo nada menos que de la deslumbrante Ava Gardner, hacia la barrera. Parecía igual que su mito: grande, fuerte, vital, ávido y feliz, un verdadero dueño del mundo. Y, sin embargo, por debajo de esa apariencia de triunfador había empezado ya la irremisible decadencia del titán, la intelectual y la física, esa desintegración que lo iría empujando en los años siguientes hacia el disparo de Idaho, como a uno de sus héroes de malograda virilidad, tema obsesivo de sus historias.

¿Qué se hizo de la querida capa de Belmonte que tan bellos recuerdos me trae de mi niñez? Cuando, ya adulto, comencé a preguntarme si aquella capa había pertenecido de verdad a Belmonte el Trágico -como lo llamó Abraham Valdelomar en el delicioso librito que escribió sobre él-, si el abuelo de mis primas Nancy y Gladys y el torero habrían sido de verdad tan amigos, o si todas esas historias que nos contaba el tío Juan para amansarnos cuando éramos niños eran meras fabulaciones que la familia patentó, la capa ya se había eclipsado. ¿Se la robaron? ¿Se extravió en algunas de las muchas mudanzas de que estuvo repleta la historia familiar? ¿Acaso fue vendida en algunas de las crisis económicas que golpearon con dureza, en la etapa final, al tío Juan y a la tía Lala? Nunca lo he sabido. En verdad, no tiene la menor importancia. Esa capa de Belmonte sigue existiendo donde nadie puede dañarla ya, ni perderla, ni apropiársela: en la memoria de un veterano que la preserva, la cuida y la venera como uno de los recuerdos más tiernos y emocionantes de su niñez, esa edad que con toda justicia llaman de oro.

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