Néstor Valdivia: EL aguacero. Relato

Nes Original completoEl aguacero había convertido en pocos minutos el débil riachuelo con que irrigábamos los cercos de trigo y alfalfa, en un robusto río, que gruñía ronco, como un animal prehistórico, bufando en sincronía con el golpe opaco de las gotas de lluvia sobre las hojas de las plantas. El cielo cerrado y gris indicaba que aún faltaban muchas horas para que la tarde escampe. Y Yo me encontraba ahí, en medio del alfalfar, con las ropas mojadas y pegadas a mi cuerpo, que tiritaba cada vez más fuerte ante el frío de la tormenta.

El lodo de la arcilla impedía que me moviera con facilidad y ante el pavor de la soledad y la majestuosidad de la escena nunca antes experimentada, me eché a llorar y a gritar acallado con cada trueno ensordecedor que alumbraba todo en una blancura tan profunda y cegadora, que solo era comparable con la de la oscuridad total. Aquel verano irregularmente lluvioso, yo tenía 8 años, y mi padre me había dejado descansado en la casa de la chacra, mientras él se iba a coordinar con el camayoc la limpia de acequia, cuando de pronto la lluvia torrencial nos sorprendió por separado.

Despertado por un trueno, salté de la manta en la que estaba durmiendo y al verme solo, salí a la explanada de enfrente de la casa, en cuyo borde, hacia abajo, comenzaban los sembríos. Desde ahí se podía ver el otro lado del valle y el pueblo vecino. Me quedé pasmado por la claridad en que se me presentaba todo. Como en un cuadro recién pintado, la incipiente verdecidá contrastaba con la otra mitad gris y nubosa del cielo que al pasar de los minutos iba devorando los cerros de ese lado del valle y luego el pueblo desapareció tras la pared de nubes negras. La lluvia se hizo más fuerte, los relámpagos más continuos y el río zumbaba pareciendo cobrar vida propia.

Aún no recuerdo cómo es que llegué al centro del alfalfar pero a causa del lodo y la impresión del momento me quedé petrificado ya sin articular palabras. Me sentía desolado y mi rostro lloroso era enjuagado por  la dulce agua de lluvia que aún ahora siento paladear. De pronto un ser extraño, enlodado hasta la cintura, con las ropas remojadas y con el sombrero de ala ancha ya sin forma por la cantidad de agua que había absorbido, se me fue acercando. Lo vi a los ojos, era mi padre y unos brazos fuertes me suspendieron en el aire y con palabras que no logro recordar, iba tranquilizándome. Percibí su olor y el cariño traspasó su ropa y la mía y me acurrucó el alma. La sensación de seguridad que sentí en aquel entonces lo he vuelto a sentir pocas veces en mi vida.

Luego subimos a la casa de la chacra. La misma casa donde mi abuela había sido parida con ayuda de una partera muchos años atrás. Casa que ahora no es sino una ruinosa estructura de techo de paja y paredes de adobe. Nos paramos frente a la tullpa y avivamos la hoguera con ramas de eucalipto aprovisionado para ocasiones como estas. Nos quitamos la ropa para secarlas al fuego y mientras tanto, sentados, observamos la lluvia hasta casi las 5 de la tarde, momento que dejó de llover. Nos alistamos y emprendimos el viaje de retorno a pie. El camino, como todo camino en el campo era sinuoso pero mi papá lo conocía palmo a palmo y en la mitad del trayecto una espesa neblina nos cerró el paso y como no podía ser de otro modo, me tomó de la mano y juntos nos fuimos como flotando en esa blancura, mientras millonésimas de microscópicas gotas escarchaban nuestras mejillas, cabellos y ropas.

Sé que algún día me tocará encaminarle y ayudarle en sus tormentas. Abrazarle y decirle con palabras que aún no tengo, pero que llegarán, y abrazarle para un viaje que tal vez uno de nosotros se encamine solo. Mientras eso ocurra, pelearemos como solo lo hacen 2 grandes amigos. Feliz día Viejo.

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