H.P. Lovecraft: Los gatos de Ulthar. Cuento.

lovecraftSe dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.

De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.

Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.

Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

Gao Xingjian: Una caña de pescar para el abuelo. Cuento

gao-xingjianHe ido a una tienda de artículos de pesca que acaban de abrir, había toda clase de cañas de pescar y pensé en el abuelo, en comprarle una caña, había una de fibra de vidrio de diez tramos muy anunciada por ser de importación, no sé si lo importado era la caña o la fibra de vidrio ni tampoco por qué esa caña importada era mejor que las otras ni estaba seguro si había que encajar entre sí uno por uno los diez tramos, quizá estaban todos replegados en el último tubo de color negro, en un extremo del tubo había un mango en forma de culata y sobre el mango un carrete con el sedal, lo más parecido a un revólver de cañón largo. O quizá a un radiante máuser, el abuelo nunca ha visto un máuser ni en sueños podría imaginar que existe una caña de pescar como ésta, todas las suyas son de bambú y además nunca ha comprado una caña, se procura quién sabe dónde cañas torcidas de bambú y las calienta al fuego volteándolas y cuando ya le hierve el sudor de las manos la caña está recta y ha adquirido un tono amarillento ahumado como el de esas viejas cañas de pescar usadas durante varias generaciones que se transmiten de padres a hijos.

El abuelo también trenza sus propias redes, una simple redecilla consta de miles, decenas de miles de nudos y él se pasa el día y la noche haciendo nudos sin parar, moviendo pesantemente los labios no sé si para llevar la cuenta o porque recita encantamientos, trabaja más que mi madre haciendo jerséis pero no recuerdo si ha pescado alguna vez algún pez digno de tal nombre, a lo más alguna menudencia buena tan sólo para dar de comer a los gatos.

Recuerdo que cuando yo era pequeño —recuerdo todo lo que me ocurría de pequeño— el abuelo iba a ver sin falta a todo aquel que según sus noticias estaba por ir a la capital para pedirle que le trajese anzuelos, como si los peces sólo picasen en los anzuelos comprados en la ciudad, recuerdo oírlo mascullar más de una vez que las cañas de pescar que vendían en la ciudad llevaban carrete y que después de lanzar el anzuelo uno podía fumarse relajadamente un cigarro esperando que la campanilla del extremo sonase, tenía la esperanza de tener una caña así para poder plantarla en tierra y quedarse con las manos libres para liar un cigarro de hojas de tabaco, el abuelo nunca fuma cigarrillos ya hechos, desprecia los cigarrillos, dice que son cigarros de papel rellenos en su mayor parte de paja y que no saben a tabaco. Aún veo cómo sus dedos como patas de gallo viejo restriegan sobre la palma de la mano la hoja seca de tabaco hasta hacerla trizas, cómo enrolla con la punta de sus dedos un trozo de periódico viejo y cómo lo moja apenas con saliva y ya está, es lo que él llama «liarse un petardazo», el sabor de las hojas de tabaco debe de ser muy fuerte pues el abuelo siempre está tosiendo pero él sigue liando sus cigarros y pasándole a mi abuela los cigarrillos que le regalan.

Recuerdo que fui yo el que en una caída le rompió al abuelo la joya de todas sus cañas, salió a pescar y yo me ofrecí a llevársela, cargándola al hombro corría y corría delante de él cuando en un descuido, ¡plaf!, me caí y la caña se metió por la ventana de una casa, el abuelo casi llora de pena, acariciaba la caña rota de la misma manera que mi abuela acariciaba la estera rota, la estera de tiras finas de bambú trenzado sobre la que se dormía en casa desde hace quién sabe cuántos años era igual que la caña de pescar, rojo oscuro como el ágata, mi abuela no me dejaba dormir encima, decía que se me podía soltar el vientre aunque ella bien que dormía y además decía que la estera era plegable, yo lo intenté a escondidas pero se quebró en cuanto empecé a plegarla, por supuesto no me atreví a contárselo, tan sólo seguí diciendo que no creía que una estera pudiera plegarse pero mi abuela se empeñaba en decir que era una estera de corteza verde de bambú y que las esteras de corteza verde de bambú podían plegarse, yo no quería discutir con ella, era vieja y digna de compasión y si decía que se podía plegar, se podía plegar aunque estuviese rota por donde yo había intentado plegarla, la rajadura crecía cada verano y ella siempre aguardaba la llegada del zurcidor de esteras, llevaba ya esperando muchos años pero el zurcidor no aparecía, yo le decía que ese oficio ya no existía y que era mejor comprar una nueva en vez de quedarse allí esperando y esperando pero ella no era de mi opinión y decía que las esteras cuanto más viejas, mejores, lo mismo que pasaba con ella, más buena cuanto más vieja, más dicharachera cuanto más vieja, repitiendo siempre la misma cosa, al contrario que el abuelo, más parco en palabras cuanto más viejo, cada vez más flaco, más parecido a una sombra que deambulaba de aquí para allá sin un ruido de no ser por las toses nocturnas, la tos que empezaba y no tenía fin, yo tenía miedo que un día cualquiera comenzase a toser y no recuperara más el aliento pero él seguía como siempre fumando sus hojas trituradas de tabaco, de tanto fumar su cara y sus uñas habían adquirido el mismo color de las hojas y él mismo parecía una hoja seca de tabaco fina y frágil que podía deshacerse si alguien por descuido la tocaba.

Pero no era sólo la pesca, pues también se interesaba por la caza, tenía incluso una escopeta pringada de aceite que alguien le había hecho con un tubo de acero sin costura, era un gran favor el que pedía y había tardado al menos medio año en encontrar al que se lo hiciera, pero yo sólo recuerdo que trajera a casa una liebre, cuando entró arrojó al suelo de la cocina la enorme liebre amarilla y se quitó los zapatos y le pidió a la abuela que calentase agua para poner los pies en remojo y se puso a desmigajar los trozos de hoja de tabaco que llevaba en la petaca, yo y Negrito, el perro guardián de la casa, rodeábamos la liebre muerta exaltados a más no poder en el momento en que mi madre entró gritando, ya se está llevando de aquí este conejo muerto, a quién se le ocurre comprar esto, el abuelo apenas murmuró unas palabras y mi madre enfiló hacia él, si quiere comer conejo vaya a que se lo despellejen los conejeros de la calle, a partir de entonces tuve la sensación de que el abuelo era viejo de verdad, cuando mi madre no estaba me hablaba de lo bueno que era el acero alemán, si tuviese una escopeta hecha con un tubo de acero alemán cazaría a buen seguro animales de verdad y no sólo conejos.

El abuelo decía que antes había lobos en los cerros de las cercanías de la ciudad, hambrientos después de aguantar todo el invierno iban a los pueblos cuando la hierba empezaba a brotar a principios de primavera y se llevaban los cerdos o devoraban las vacas, en una ocasión habían llegado a devorar a la hijita de un pastor, se comieron al bebé y de ella sólo quedaron las dos coletitas, si entonces hubiese tenido una escopeta alemana las cosas no habrían ocurrido así, pero ni siquiera le habían dejado la escopeta tosca que alguien le había hecho con un tubo de acero, cuando la quema de libros durante la revolución dijeron que era un arma mortífera y la confiscaron, sentado en una banqueta él los vio actuar sin poder hacer nada, sin decir una palabra, cada vez que me acuerdo siento mucha lástima del abuelo, yo quería de verdad comprarle una auténtica escopeta de caza alemana pero no hay por ninguna parte, sólo una vez vi una de dos cañones en una tienda de artículos de deportes pero me dijeron que era una muestra y que sólo me la vendían si llevaba una carta de recomendación de la comisión provincial de cultura física y deportes y un certificado de la policía, de modo que al final me he visto abocado a comprarle tan sólo una caña de pescar aun sabiendo que con esta caña importada de fibra de vidrio de diez tramos tampoco podrá pescar nada, pues ya hace muchos años que nuestra ciudad se ha convertido en un arenal.

Había un lago no lejos de casa, vivíamos, recuerdo, en la calle Sur del Lago. En mis tiempos de primaria pasaba todos los días una y otra vez por su orilla pero cuando acabé la primaria y empecé la secundaria no sé por qué, el lago se convirtió en un estanque de agua pútrida en que sólo había mosquitos y ningún pez, una balsa de aguas pestilentes que fue definitivamente terraplenada y cegada durante no sé qué movimiento a favor de la higiene.

También me acuerdo, por supuesto, que en la región había un río, mi impresión ahora es que se hallaba muy lejos de la ciudad, en un paraje desolado, me acuerdo que en toda mi infancia habré ido una o dos veces, pero cuando el abuelo vino me dijo que habían construido una presa en la parte alta y que el río se había secado, yo a pesar de todo quería comprarle una caña de pescar al abuelo, no sé bien por qué ni quiero saberlo, era un deseo, como si la caña fuese mi abuelo o mi abuelo fuese la caña.

Cargado con la caña al hombro salí a la calle, con la caña de tramos de fibra de vidrio armada en toda su largura tenía la impresión de que todo el mundo me miraba, a mí que no me gusta lucirme, quise subir al autobús para no hacer el ridículo por la calle pero no fui capaz de plegar la larga caña armada en sus diez tramos, tengo miedo de que la gente se fije en mí, desde niño padezco una timidez exagerada, sobre todo no me acostumbro a llevar ropa nueva, cuando voy arreglado me siento como un maniquí expuesto en un escaparate, incómodo de la cabeza a los pies, inútil decir cómo me sentía cargado con una larguísima caña de pescar negra brillante que se balanceaba sobre mi hombro. Aligeré el paso pero la caña se balanceaba aún más y al final no tuve más remedio que seguir andando muy despacio, como pavoneándome en plena calle con la caña al hombro, violento como si llevase el pantalón descosido por la entrepierna o como si se me hubiese abierto la bragueta.

Sé, claro es, que no son peces lo que buscan los pescadores de ciudad, los que en el parque compran un billete para pescar buscan ocio y libertad, aprovechan para escapar de casa, alejarse de la mujer y los niños, reflexionar un rato en paz y tranquilidad y también sé, claro es, que la pesca es hoy día una actividad deportiva, hay concursos, los periódicos de la tarde anuncian formalmente los resultados de las competiciones celebradas por toda clase de asociaciones de pesca, el lugar se fija de antemano pero cuando uno va allí después del concurso no ve ni la sombra de un pez, no es extraño que la gente bromee y diga que la noche anterior los organizadores se dedican a descargar redes enteras llenas de peces vivos para que los participantes tengan algo que pescar y llevar a la bolsa, los que me veían cargado con la flamante caña de pescar debían de pensar que yo también soy uno de esos maniáticos de los concursos pero yo sé lo que significa tener una caña así en mi ciudad, ya veo al abuelo cheposo levantarse recto con su cubillo herrumbroso lleno de lombrices por el que hasta se escapa la tierra, quiero aprovechar la ocasión para volver a mi ciudad a echar una mirada, para ahuyentar la nostalgia.

Pero antes debo buscar un sitio donde guardar la caña, si mi hijo pequeño la ve querrá jugar con ella y la romperá, ¿por qué has comprado eso?, ¿dónde vas a ponerlo, con lo pequeña que es nuestra casa?, oigo las voces de mi mujer, la única solución es dejarla en el váter encima de la cisterna, mi hijo no podrá alcanzarla si no se sube a un taburete, digan lo que digan he de volver a mi ciudad para echar un vistazo, para librarme de esta nostalgia de la que tan difícil es librarse una vez instalada en el recuerdo, luego oyes un golpe, creo que es el que hace mi mujer en la cocina al picar la carne, pero enseguida oyes sus gritos, ¡y no vienes a ver!, y enseguida los lloros de mi hijo en el váter y comprendes que la caña es la próxima víctima y terminas de decidirte, sea como sea tienes que llevar la caña a tu ciudad.

Pero la ciudad ha cambiado tanto que ya no la reconoces, el camino de tierra que tanto polvo levantaba ha sido asfaltado, las casas de pisos construidas con elementos prefabricados son todas idénticas, las mujeres jóvenes o viejas que van por la calle llevan todas sostén y vestidos tan finos que parecen empeñadas en mostrar la ropa interior, en todos los tejados hay antenas reveladoras de que los inquilinos tienen su televisión y las casas que carecen de ella parecen afectadas de un defecto congénito, de hecho todo el mundo verá los mismos programas, informativo nacional de siete a siete y media, informativo internacional de siete y media a ocho, documental y anuncios de ocho y media a nueve, información del tiempo de nueve a nueve y cuarto, vida deportiva de nueve y cuarto a diez menos cuarto, anuncios y algún programa musical de diez menos cuarto a diez, alguna película pasada de moda de diez a once, claro que no todos los días pasan una película, para ser exactos los lunes, miércoles y viernes ponen una serie y los martes, jueves y sábados una película, sólo el programa de vida cultural de los fines de semana llega hasta la medianoche, el nrás grandioso espectáculo lo ofrecen estas antenas de televisión que crecen en los tejados de las casas como bosquecillos de árboles de tronco y ramas desnudas tras el embate del viento frío, un bosque en que te has perdido, buscas aquí y allá pero en realidad no reconoces tu antigua ciudad.

Recuerdo que para ir a la escuela todos los días debía atravesar un puente de piedra y que a la izquierda del puente estaba el lago siempre surcado de olas aun en los días en que no soplaba viento, yo creía por ello que las olas eran el lomo de los peces, nunca hubiese imaginado que todos esos peces que lo colmaban morirían algún día ni que las aguas relucientes apestarían ni que la balsa de aguas pestilentes sería cegada ni que yo no pudiese encontrar el camino de casa.

Pregunto dónde está la calle Sur del Lago pero la gente te mira extrañada como si no te comprendiera, yo aún hablo el dialecto local y basta que esté con alguien del lugar para adoptar el acento, en mi ciudad es costumbre llamar «señor» al abuelo paterno y el «mi» de «mi abuelo» se articula entre la zona interna del paladar y la garganta, igual que la palabra «ganso», de modo que los forasteros creen oír «señor ganso» cuando uno dice «mi abuelo», al preguntar el camino yo pongo buen cuidado en articular el sonido entre la zona interna del paladar y la garganta pero nada en sus miradas refleja el calor propio de un paisano, pregunto a un par de muchachas el camino para ir a casa de señor ganso pero sólo consigo que se rían, no comprendo de qué se ríen, ríen tanto que son incapaces de responderme, las caras adquieren el mismo tinte de un corte de tela roja pero debo decir que si se ruborizan no es porque lleven sostén sino porque yo he articulado la palabra «sur» de Sur del Lago entre la zona interna del paladar y la garganta, luego pregunto a un hombre entrado en años dónde estaba antes el lago, pues si encuentro el lago podré encontrar el puente de piedra y si encuentro el puente de piedra podré encontrar la calle Sur del Lago y si encuentro la calle Sur del Lago hasta a tientas seré capaz de encontrar mi casa.

¿El lago?, ¿qué lago?, el lago cegado, ah, ese lago, el lago cegado, aquí mismo está, golpea el suelo con la punta del pie, aquí había un lago, estamos justo en su lecho, ¿y no había por aquí cerca un puente de piedra?, ¿no has visto la carretera asfaltada?, el puente de piedra fue demolido y el nuevo es de hormigón armado, comprendo, comprendo todo, imposible encontrar algo en su estado original, de nada sirve que preguntes por el nombre y el número de la calle antigua, tu único recurso es la memoria.

Recuerdo que era un patio de estilo antiguo, elegante, protegido por un muro cancel con ladrillos esculpidos en relieve con los caracteres «felicidad», «riqueza», «longevidad» y «alegría», con un dios de la longevidad al que le faltaba media cara apoyado en un bastón con empuñadura en forma de cabeza de dragón, una cabeza de dragón tan desgastada que resultaba irreconocible aunque nosotros de pequeños sabíamos, eso no se desgastaba, que el bastón del dios de la longevidad se llamaba bastón de la cabeza del dragón, y también con un ciervo manchado al que apenas le quedaban manchas o cuyas manchas eran quizá las rugosidades que tapizaban su cuerpo, cada vez que entrábamos o salíamos nos gustaba tocarle los cuernos, brillantes y lustrosos de nuestras sobaduras, el patio estaba dividido en dos grupos de casas, en las de atrás vivían los propietarios, gente venida a menos, tenían una hija llamada Zaowa que miraba a la gente con ojos muy redondos en los que había algo de excentricidad y también algo de encanto.

En todo caso, tan cierto es que el patio existió como lo es la existencia en él de los muchos azufaifos que mi abuelo había plantado y la de las jaulas colgadas bajo el alero en que tenía sus pájaros, tenía un tordo y había tenido un mirlo, mi madre decía que el mirlo molestaba a la gente con su ruido y el abuelo lo había vendido y sustituido por un paro de cara colorada que murió de enfado al poco tiempo pues los paros son muy enfadadizos y no deben ser encerrados en jaulas, el abuelo decía que le había llamado la atención la carita colorada del paro y la abuela le respondía que para cara y dura la suya, me acuerdo de todo, el patio estaba en el número diez de la calle Sur del Lago y por mucho que el nombre y el número de la calle hayan cambiado la gente no puede haber cegado un patio tan maravilloso de la misma manera que ha cegado la balsa de aguas malolientes, pero pregunto y busco aquí y allá, calle por calle, callejón por callejón y es como no encontrar algo en los bolsillos después de volverlos de dentro afuera y sacudir de ellos hasta la última pelusa, sumido en la desesperación arrastro las piernas cansadas sin saber ya con certeza si forman parte de mi cuerpo.

De repente me viene a la memoria el templo del Dios de la Guerra, cuando mi madre me llevaba al cine por el mismo camino de la escuela, pero en dirección contraria, teníamos que pasar por el callejón del templo del Dios de la Guerra, si encuentro el templo podré ubicar sin dificultad mi casa y por ello pregunto a alguien cómo se va al templo del Dios de la Guerra.

Ah, ¿busca el templo del Dios de la Guerra?, ¿a qué número va?, la respuesta confirma que el templo existe y además he topado con un hombre amable que se interesa incluso por el número al que voy pero soy incapaz de reaccionar pues acabo de olvidarme del número, respondo evasivamente que sólo pregunto si el lugar aún existe, ¿pregunta cómo se va y no sabe si existe?, ¿a quién busca?, ¿a qué familia?, las preguntas son cada vez más precisas, ¿me habrá tomado por un chino de ultramar que vuelve al país en busca de sus raíces?, ¿o por un hijo pródigo desarraigado de su tierra natal?, no tengo más remedio que alargarme en explicaciones, la casa en que vivía mi familia era alquilada y no propiedad de mis antepasados, y ¿cómo se llamaba el propietario?, lo único que sé es que el propietario tenía una hija llamada Zaowa y está claro que no puedo decir las cosas así pues el hombre empieza a poner mala cara al ver que me salgo por la tangente, el calor de su mirada se trueca en un instante en frío glacial y me mide de arriba abajo preguntándose acaso si debe avisar a la policía.

Si busca el número uno, vaya recto y entre por el primer callejón a mano derecha y en el lado sur lo encontrará, y si busca el número treinta y siete, siga por allí y a cien pasos entre por el segundo callejón y después de pasar otra bocacalle continúe derecho y dará con él en el lado norte, el de la izquierda, yo le doy las gracias una y otra vez y me marcho sintiendo en la espalda la punta aguda de su mirada.

Sigo recto y diviso el primer callejón a mano derecha y ya antes de entrar en él veo el nuevo letrero azul de la calle colocado al lado de la placa roja del retrete para hombres de los urinarios públicos, sé que la calle que figura en él es sin duda la del templo del Dios de la Guerra aunque el lugar no se parece apenas al que yo recuerdo de mi niñez, entro por el callejón para demostrar que vengo de verdad a ver mi antigua casa y no con otras intenciones pero no tengo necesidad de ir mirando los números del uno hasta el treinta y siete pues con una sola mirada abarco el callejón de un extremo a otro, no se parece en nada a aquel callejón largo y tortuoso que me viene a la memoria al evocar mi infancia ni tampoco recuerdo bien ahora si entonces había aquí un templo, es un callejón en que no hay edificios altos, la única que sobresale por encima de los patios vetustos es una casa de ladrillos rojos de tres pisos, una construcción muy simple que parece aún más endeble que las de los patios, de golpe me acuerdo que sí hubo en su día un templo del Dios de la Guerra reducido a cenizas por un rayo antes de que yo tuviera edad de recordar las cosas, también lo contó el abuelo, decía que el lugar atraía al rayo, que las emanaciones de la tierra eran negativas y el templo había sido construido Justamente para expulsar a los espíritus y eliminar los influjos nefastos pero que al final había sido presa del rayo, lo que demostraba a las claras que no era lugar propicio para el asentamiento humano, nuestra casa no se encontraba en el templo del Dios de la Guerra sino enfrente de él, pero pretender yo ahora volver a los años de mi niñez, por más que tenga un hijo, para rememorar la calle por la que mi madre me llevaba de la mano es casi un imposible, también sé que seguir preguntando es inútil, hasta ahora no he hecho otra cosa que vagar por el interior del lago, el exterior del lago, el centro del lago, la orilla del lago, qué no habrán hecho con el pequeño lago si hasta el océano son capaces hoy día de transformar en campos de moreras, adivino que en lo más profundo de este bosque de antenas plantadas en los edificios viejos, los edificios nuevos y los austeros edificios seminuevos y semiviejos se oculta la casa de mi infancia, pero no lograrás verla por más vueltas y revueltas que des y sólo podrás imaginarla en el recuerdo, quizá esté detrás mismo de este muro protector y sirva de vivienda a los empleados de una estación municipal cualquiera de protección del medio ambiente o de almacén de una fábrica vecinal de botones de plástico, habrán instalado una puerta de hierro y una portería y si eres incapaz de aducir algún motivo profesional no pienses que van a dejarte entrar, el único consuelo es pensar que el hombre no puede ser tan cruel como para querer destruir sin dejar rastro y sin razón alguna un muro cancel con ladrillos en relieve, el hombre es malo por naturaleza y la maldad es más profunda que la bondad, santos y sabios de todas las épocas y todos los lugares así lo afirman pero tú te inclinas a creer en la bondad del corazón humano, por saciar su voracidad los hombres no pueden haber pisoteado deliberadamente tus recuerdos de infancia pues también ellos habrán tenido una infancia que valga la pena recordar, es algo tan claro como que uno y uno no son tres, uno más uno implica un cambio cuantitativo que acaso pueda convertirse en cualitativo, transformarse en alguna cosa diferente y extraña pero nunca será igual a tres, si quieres librarte de las ataduras de tu obstinación tienes que abandonar de una vez estas calles asfaltadas repetitivas y monótonas y estos edificios y edificios y edificios y edificios nuevos, viejos, seminuevos y semiviejos, casi viejos y más o menos viejos, austeros, semiausteros y nada austeros y estos edificios y edificios cubiertos de bosques de antenas de televisión y estas extensiones y extensiones de edificios y edificios y edificios y edificios plantados de árboles de hojas caídas de los que sólo quedan el tronco y las ramas, edificios, edificios y edificios, edificios y edificios…

Iré a las afueras, a la orilla del río de las afueras al que el abuelo me llevó a… ¿pescar?, recuerdo que el abuelo me llevó al río, no me acuerdo con claridad si pescamos algo pero recuerdo que tenía un abuelo y una infancia y que en esos años de infancia me sentía muy mal cuando mi madre me bañaba desnudo en el patio, he buscado la casa en que viví cuando era pequeño, también me acuerdo que una vez me levanté en mitad de la noche para ir a cazar con alguien que no era el abuelo, caminamos todo el día y matamos un gato montés que confundimos con un zorro, me viene a la memoria un poema cuyo protagonista lleva el cuerpo cubierto de cuchillos de caza tintineantes, una libélula sin cola revolotea sobre el lugar, los críticos tienen padrastros en los ojos y el mentón ancho, quiero escribir una novela profunda, tan profunda que las moscas perezcan ahogadas en ella, y luego veo la espalda del abuelo sentado en cuclillas sobre un taburete fumando encorvado una pipa, abuelo, lo llamo pero no oye, me llego a su lado y lo llamo de nuevo, abuelo, y esta vez se vuelve pero no sujeta en su mano ninguna pipa, lágrimas viejas le surcan el rostro e hilillos de sangre le inundan los ojos como irritados del humo, bien que gustaba de echarle lena y paja a la estufa para calentarse en invierno sentado en cuclillas al lado de su boca, ¿por qué lloras, abuelo?, pregunto y se suena con los dedos y lanza un suspiro y se limpia la mano en un costado de las alpargatas sin dejar la menor huella, las alpargatas de suela bien gruesa que le ha hecho la abuela, me contempla con sus ojos rojos sin decir una palabra, te he comprado una caña de pescar con carrete, le digo, él carraspea desde lo más profundo de su garganta sin mostrar el menor entusiasmo, de este modo llego al fin a la playa del río, el crujir de la arena bajo mis pies parece suspiros de la abuela, la abuela andaba farfullando todo el día pero no decía una sola frase inteligible, y si le preguntabas adrede ¿qué dices, abuela?, levantaba perpleja la cabeza y al cabo de un buen rato decía ah, ¿ya has vuelto de la escuela?, o ¿tienes hambre?, en la cestilla de la cocina hay boniatos cocidos al vapor, cuando estaba enfrascada en sus monólogos era mejor no interrumpirla, hablaba de las cosas que le pasaban de mocita, pero si la escuchabas a escondidas desde detrás del respaldo de una silla parecía decir siempre lo mismo, está cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, algo así como que todo está cubierto, todos estos recuerdos resuenan bajo la arena que,hay bajo tus pies.

Es un río seco en que no hay más que piedras, pisas los cantos redondeados por la fuerza del agua, saltas de uno a otro, puedes imaginar el fluir borboteante del agua cristalina, aunque en las crecidas el río se convertía en una extensión ilimitada de agua turbia que llegaba hasta la ciudad, había que remangarse el pantalón hasta los muslos para cruzar la calle y la gente tenía que abrirse paso braceando en el aguazal amarillo en que flotaban zapatos rotos y pedazos de papel, cuando el agua se retiraba dejaba en todos los rincones una huella de barro que a los pocos días el calor del sol transformaba en costra, una costra que se desprendía trozo a trozo como las escamas de un pez, así era el río al que mi abuelo me llevaba a pescar, pero ahora no queda una gota de agua ni en los intersticios de las rocas y las grandes piedras inmóviles que ocupan el centro del lecho parecen ovejas simplonas apretadas unas contra otras para que nadie se las lleve, luego llegas a una duna donde antes aún quedaban algunas raíces nervudas de sauce, los sauces que la gente había serrado a escondidas para hacerse muebles, pero donde luego ya no creció ni la menor brizna de hierba, mientras estás de pie en ella comienzas a hundirte, te hundes hasta los tobillos y tienes que sacar las piernas y marcharte a toda prisa para no hundirte hasta las pantorrillas, hasta las rodillas, hasta los muslos, puedes quedar enterrado en la duna, la duna es una gran tumba y la arena amenaza con su cuchicheo, dice que va a sepultar todo, ya ha sepultado las márgenes del río, va a sepultar la ciudad, sepultar tusíais recuerdos de infancia, alberga malas intenciones, no comprendo por qué el abuelo sigue en cuclillas ahí y no corre, yo creo que debemos alejarnos enseguida, sobre la duna henchida que tengo delante y bajo el sol ardiente veo aparecer a un niño con el culo al aire que es mi yo de entonces, el abuelo se levanta, las arrugas del rostro le han desaparecido, coge del puñito al niño desnudo que soy yo de pequeño, el abuelo lleva unos calzones bombachos plegados a la cintura y mi yo desnudo va con él saltando y brincando.

¿Hay liebres?

Um.

¿Negrito viene con nosotros?

Um.

¿Negrito sabe perseguir liebres?

Um.

Poco tiempo después de desaparecer Negrito, nuestro perro de siempre, alguien dijo al abuelo que había visto su piel puesta a secar en el patio de una familia, mi abuelo fue a buscarlo pero le dijeron que Negrito les había matado los pollos, mentira, no había ser más civilizado que Negrito, sólo una vez le arrancó jugando unas cuantas plumas al gallo de casa y la abuela bien que lo escarmentó con el palo del escobón, pidiendo clemencia aullaba arrastrándose con las patas delanteras y al abuelo se le puso tan mala cara que parecía ser él el que recibía los palos, «para ella los pollos eran un tesoro preciado y para él el perro era un compañero estimado», pero después de aquello Negrito no volvió a jugar con los pollos pues, como dicen, el hombre educado nunca discute con mujeres.

¿Encontraremos un lobo?

Um.

¿Encontraremos un oso negro?

Um.

Abuelo, ¿has matado algún oso negro?

El abuelo gruñe más fuerte pero tú no puedes oír si ha matado o no un oso negro, cuando yo era pequeño veneraba al abuelo porque tenía una escopeta hecha con un tubo de acero, lo que más me impresionaba era cuando llenaba los casquillos viejos de pólvora, daba vueltas y más vueltas alrededor de él hasta que se enfadaba, el abuelo raras veces se enfadaba, la única vez que se enfadó conmigo repetía sin cesar ¡vete, vete! al tiempo que pataleaba con todas sus fuerzas, yo entré en la casa y en ese instante oí fuera una explosión, del susto casi me meto debajo de la cama pero miré a escondidas pegado a la puerta y vi que el abuelo tenía una mano llena de sangre y que con la otra se restregaba de cualquier manera pólvora negra encima y que no lloraba a pesar del dolor.

Abuelo, ¿también sabes cazar tigres?

Hablas demasiado.

Cuando me hice más mayor comprendí que el verdadero cazador es persona de pocas palabras y que si los compañeros de caza del abuelo nunca cazaban nada era a lo mejor porque cuando estaban juntos no hacían más que hablar, logrando con ello que un hombre de pocas palabras como él tampoco cazase nada, pero cuando el abuelo era joven se encontró de verdad con un tigre, un tigre de monte y no de zoológico, según él fue en su región natal, es decir en la región natal de mi padre y a fin de cuentas en la mía propia, en esos tiempos el bosque todavía era denso, no como cuando yo pasé por allí en coche por motivos de trabajo que sólo vi laderas ocres peladas y terrazas de cultivo abiertas hasta en las mismas cumbres, y fue en lo profundo del bosque denso ocupado ahora por terrazas de cultivo donde el tigre se quedó mirando a mi abuelo y luego se fue, en la televisión dicen que el tigre de la China meridional ha desaparecido sin dejar rastro y que aparte de los que hay en los zoológicos nadie ha visto y menos cazado alguno desde hace más de diez años, sólo queda el tigre del nordeste, un centenar como mucho según los especialistas, pero no saben en qué montes se esconden y sería una verdadera casualidad que alguien tropezase con uno de ellos.

Abuelo, ¿tuviste miedo cuando te encontraste con el tigre?

No me dan miedo los tigres sino los hombres malos.

Abuelo, ¿te has encontrado con hombres malos?

Hay más hombres malos que tigres pero no puedes cazarlos con la escopeta.

Pero son malos.

Antes de tiempo no puedes saber si son buenos o malos.

¿Y si lo supieras podrías matarlos con la escopeta?

Matar a un hombre va contra la ley.

¿Y los hombres malos no van contra la ley?

La ley no puede ocuparse de los hombres malos porque la maldad está en el corazón.

Pero han hecho cosas malas.

No es tan fácil saberlo.

Abuelo, ¿tenemos que andar mucho?

Um.

Abuelo, ya no puedo más.

Si no puedes más, aprieta los dientes y sigue.

Abuelo, se me han caído los dientes.

¡Arriba, granuja!

El abuelo se pone en cuclillas y la criaturilla desnuda se aferra a su espalda, renqueante camina el abuelo paso a paso sobre la arena con sus pies abiertos en forma de V llevando a cuestas al niño del culo al aire y el niño lo jalea y arrea y aguija con las piernas y cabalga a lomos del abuelo fustigándolo como si fustigase un caballo viejo, durante mucho, mucho tiempo contemplas cómo la silueta del abuelo se aleja poco a poco en la distancia y se hunde detrás de la duna y tú te quedas a este lado solo con el viento, el número dos Voeller está defendido por tres jugadores su cuerpo es una verdadera barrera natural no es fácil quitarle el balón, del reborde de la duna se eleva una humareda amarilla que la acaricia como una mano informe y la caricia transforma la duna inmensa en un lienzo desplegado de seda tersa, llegas al desierto, un mar seco sin límites que el calor vuelve rojo y enrojece al mismo calor, un silencio de muerte como el del desierto de Taklamakan que sobrevuela el avión, cadenas de elevaciones como raspas de pescado cuyos picos más altos deben de yacer sepultados en el mar seco y ardiente, aunque el Taklamakan es muy frío en marzo, los círculos azules del mar seco y rojo han de ser lagos congelados y los bordes blancos las playas y los puntos verdinegros los lugares más profundos y todo vuelve a parecer un pescado, los ojos de un pescado muerto, está claro que Alemania Federal ha imprimido más fuerza al ataque en el segundo tiempo presiona más arriba la defensa argentina tiene que mantenerse firme hay que aprovechar los espacios vacíos detrás de los zagueros para lanzar el contragolpe el pase ha sido bueno el número once Valdano se hace con el esférico tira a puerta, no hay viento, sólo la leve vibración del motor, el horizonte desaparece más allá de la ventanilla y el Taklamakan se inclina hacia la vertical y en el desplazamiento aparece una línea recta como trazada con el tiralíneas, la línea recta larga infinita corta la ventanilla y en la visual de la dirección del avión se mueve en el sentido de las agujas del reloj, de las doce y cinco a las doce y doce o trece, la línea se reduce y en el extremo de la aguja surge una ciudad muerta, ¿la antigua Loulan?, ¿o el espejismo de la antigua Loulan?, las ruinas están a tus mismos pies, tan próximas que llegas a distinguir las murallas derruidas, palacios sin cúpula o acaso grandes mansiones sin tejado, antigua cultura persa o acaso han o acaso la fusión de ambas pero todo sepultado en la inmensidad del desierto, en la repetición se ve que la defensa alemana no ha podido neutralizar el rápido contragolpe del equipo argentino un contragolpe que ha acabado en gol en los cincuenta y un partidos hasta ahora disputados se han marcado ciento veintisiete goles ciento cuarenta y ocho si contamos los marcados en las rondas de penaltis hoy se han marcado los que hacen el número ciento veintiocho y ciento veintinueve sin contar los de penalti ahora es Maradona el que lleva el balón, la arena inestable y el balón, la arena amarilla se desliza con el ulular del viento y crece en montículos al detenerse y resbala de ellos y se convierte en olas, olas y olas que se elevan y fluctúan y en vez de silbar cuchichean como cantando, alguien canta bajo la arena inestable, un cuchicheo mezclado con sollozos, quieres sacar de la arena el sonido que está bajo tus pies, quieres abrir un hoyo para liberar la voz reprimida pero la voz se hunde más en cuanto la tocas y no quiere salir, es como una anguila, intentas atraparla pero siempre topas con algún extremo resbaladizo y no logras sujetarla, cavas y cavas y vas apartando la arena con las manos, allí en la orilla bastaría excavar un par de palmos para que empezase a manar el agua, agua de río filtrada fresca y cristalina, pero ahora sólo hay guijarros helados, hundes la mano hasta el fondo con cierto deleite y tropiezas con algo afilado y te cortas en un dedo aunque no te haces sangre, tienes que saber qué es lo que en lo profundo de la arena te ha herido y sigues cavando y al final encuentras un pez muerto con la cabeza enterrada en el fondo, la cola dura y cortante es la que te ha herido, es un pez rígido y seco como el río y tiene la boca como soldada al cuerpo apergaminado y los ojos sin pupilas también resecos, lo pinchas aplastas retuerces pisas arrojas pero sobre la arena no produce ningún sonido, es la arena y no el pez la que produce los sonidos o ambos los que se burlan de ti con sus cuchicheos, tú no miras el pez de cola seca y ahorquillada que yace al sol sobre la arena pero él te observa fijamente con sus ojos duros redondos, te vas sin más pensando que cuando el viento y la arena lo entierren de nuevo no serás tú el que vuelva a desenterrarlo, condenándolo a quedarse en lo más hondo de la tierra sin ver la luz del día, fuera de juego del número diez Burruchaga ha desaprovechado una magnífica ocasión el balón del defensa sale por la línea de fondo tercer córner contra Argentina en el segundo tiempo saca Alemania Federal tira a puerta gol el tiro de Rummenigge ha impactado en Maradona estamos en el minuto veintisiete de juego y el marcador es de uno a dos Maradona avanza con el balón…

Abuelo, ¿tú también juegas al fútbol?

El fútbol juega a tu abuelo.

¿Con quién hablas?

Tú contigo mismo, con tu tú cuando era niño.

¿Con ese niño desnudo?

Con esa alma desnuda.

¿Tienes alma?

Ojalá, si no estaría demasiado solo en este mundo.

¿Estás solo?

Creo que sí, en este mundo.

¿En qué mundo?

En ese mundo interior tuyo que la gente desconoce.

¿También tienes tu mundo interior?

Ojalá tenga un mundo así, sólo en ese mundo te sientes libre.

Maradona Maradona supera al contrario tira a puerta ¿de quién? el resultado por ahora es de empate a dos igualdad en el marcador por primera vez la paloma de la paz vuela por el interior del estadio aún quedan diecisiete minutos, para el final diecisiete minutos en los que puede hacerse realidad un sueño, dicen que basta un instante para que se cumpla un sueño, los sueños también se pueden compactar, como las galletas de campaña que llevan los soldados, ¿has comido galletas de campaña?, yo he comido pescado seco, pescado seco envasado en plástico, pescado sin escamas, sin ojos, sin una cola dura y afilada que corte los dedos de la gente, explorar Loulan es algo que jamás podrás hacer en la vida y has de contentarte con revolotear sobre la ciudad bebiéndote la cerveza que te ha traído la azafata, la música resuena en los oídos, uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho canales diferentes en el extremo del brazo del asiento, un rock estridente, bailemos todos juntos, bailemos como locos, I love you, I love you maúlla una voz ronca de mezzosoprano, contemplas desde lo alto los restos de la antigua Loulan y sin darte cuenta te tumbas en la playa del mar, la arena fina escapa entre tus dedos y forma una duna y al pie de la duna está enterrado el pez muerto que te ha herido el dedo sin hacerte sangre, los peces también tienen sangre, la sangre de los peces huele igual que la humana pero los peces apergaminados no sangran y tú te desentiendes del dolor del dedo y sigues cavando con todas tus fuerzas y desentierras un muro en ruinas y sabes que es el muro que cercaba el patio de tu niñez y recuerdas que detrás de él había un azufaifo, las veces que cogías a escondidas la caña de pescar del abuelo para varear las azufaifas que compartías con ella, y ella surge de pronto de las ruinas y la persigues, quieres saber si es ella de verdad pero sólo puedes ver su sombra, impulsivamente la persigues y ella camina con paso ni lento ni rápido como un soplo de viento y nunca logras alcanzarla, Maradona Maradona busca un camino —es un camino sin camino— sometido al férreo control del equipo contrario resbala y cae —pero su conciencia sigue adelante—… tira a puerta gol, das un grito y ella al fin vuelve la cara, una cara de mujer que te niegas a reconocer al ver las arrugas que surcan las mejillas, la comisura de los ojos, la frente, atónito frente al rostro viejo flaccido deforme lívido apenas tienes valor para mirar otra vez ni sabes si has de esbozar una sonrisa que pueda parecer burla, sencillamente haces una mueca, tú tampoco tienes por qué ser bello, al final te quedas solo en las ruinas de la antigua Loulan, miras a tu alrededor y reconoces el montón de ladrillos del muro cancel con los relieves de los caracteres «felicidad», «riqueza», «longevidad» y «alegría», dónde está la caseta de Negrito, dónde el rincón donde el abuelo ponía el cubillo de hierro con las lombrices, dónde el cuarto del abuelo, éste es el muro en que el abuelo colgaba la escopeta de caza cuando no estaba en ruinas y aquél debe de ser el pasaje por el que se iba al patio trasero, a la casa de Zaowa, el patio trasero y su muro en que hay un hueco de ventana derruida donde se agazapa un lobo, el lobo tiene la mirada clavada en mí pero no siento miedo, sé que en el desierto lo normal es que sólo haya lobos y ninguna presencia humana aunque ahora están de pronto sobre las murallas y las paredes destruidas que me rodean por todas partes, las ruinas de la ciudad son su guarida, no hay que mirar atrás, el abuelo dice que si notas unas patas en los hombros cuando estás en un descampado nunca debes volver la cara porque si no «el que te dije» te tronchará la garganta de un mordisco, si mi expresión refleja la más mínima señal de alarma los que te dije saltarán sobre mí, no puedo mostrar la menor debilidad, las bestias se mantienen erguidas como personas al lado de las ventanas y me miran de soslayo con el ojo izquierdo y la cabeza apoyada en la pata delantera derecha, oigo a mi alrededor el relamerse impaciente de las lenguas largas y me viene a la memoria la imagen del abuelo frente al tigre en las terrazas de cultivo de su región natal cuando era joven, si en ese instante le hubiese faltado aguante y sale por pies el tigre lo habría atacado y devorado, imposible volver atrás y también avanzar, mi única salida es agacharme con disimulo para buscar a tientas por el suelo la escopeta de caza del abuelo que estaba colgada del muro derruido, levanto la escopeta como haciéndome el desentendido y apunto lentamente al lobo viejo que tengo delante, tenso el gatillo, debo dispararles uno a uno en sucesión para ponerlos patas arriba antes de que tengan el más mínimo margen de reflexión, como un buen tirador cuando dispara con la ametralladora, saber bien dónde pongo los pies, empezaré por el lobo viejo que está en el hueco de la ventana y seguiré girando en círculo hacia la izquierda, debo tener calculados mis movimientos entre tiro y tiro, no permitirme la menor vacilación ni el menor descuido, señores telespectadores en todo el mundial se han marcado ciento treinta y dos goles el partido concluye con la victoria de Argentina sobre Alemania Federal por tres a dos el equipo argentino se proclama campeón de la decimotercera copa del mundo, disparo pero el gatillo se parte, como el de la escopeta que el abuelo me hizo con una caña de maíz, los lobos estallan en carcajadas, kah kah kah kah kah kah kah kah, los vítores inundan en oleadas cada vez mayores el estadio Azteca de México, siento mucha vergüenza pero al mismo tiempo sé que ya no hay peligro, los que te dije no son reales, ellos sólo van maquillados y vestidos con pieles de lobo y también representan una obra de teatro, señores telespectadores la multitud rodea a los jugadores como a auténticos héroes y los lleva a hombros Maradona es protegido del acoso Maradona ha dicho mando un beso a todos los niños del mundo, y también oigo hablar a mi mujer y oigo hablar a una tía de mi mujer y a su marido venidos de muy lejos y recuerdo que el partido estaba siendo retransmitido en directo de madrugada, pero la emisión ya ha acabado y tengo que levantarme para ver si la caña de pescar de diez tramos de fibra de vidrio que le he comprado al abuelo difunto sigue encima de la cisterna del váter.

Jacques Sternberg: Cuentos glaciales. Selección de 28 cuentos cortos

LOS ESCLAVOS

jacques-sternberg-zazluet189En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar.

Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música.

Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.

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EL CASTILLO

El señor del castillo vivía solo y, como sabía todo el mundo, nadie había traspuesto jamás el vallado que limitaba la propiedad. Era una valla alta, de hierro admirablemente forjado, y daba a una extensa alameda bordeada de otros árboles. En medio de los álamos podían verse un área de césped, un estanque, una escalinata y la fachada principal del castillo, con sus ventanas amplias siempre cerradas de día, con sus cortinas negras siempre corridas de noche. Unos inmensos árboles ocultaban las otras caras del castillo. En cuanto al amo del lugar, de vez en cuando podía vérselo en la aldea, especialmente los martes. Hasta que, un buen día, no se lo vio más. Entonces unos hombres entraron por vez primera en el castillo y hallaron al señor, exánime, muerto sin duda por causas naturales, yacente sobre un colchón que había extendido directamente en el suelo. El parquet estaba hecho de unas planchas desunidas, casi enmohecidas; tampoco los tabiques eran muy valiosos. El señor del castillo habitaba, en rigor, una casita de madera y alquitrán, diminuta y húmeda, recubierta apenas con un montón de viejas bolsas, cosidas unas con otras; una miserable conejera en un terreno fangoso, tras la fachada de un castillo.Porque del castillo, en verdad, nadie había visto nada más que su fachada durante años: un decorado de yeso solemnemente plantado en el vasto parque.

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LO IMPENSABLE

En aquel mundo en el que la mente humana no podía diferenciar lo vivo de lo inanimado ni distinguir los elementos que constituían el suelo, los hombres cometieron un grosero desliz que costó la vida de una tripulación. Seducido por la deslumbrante orquestación vegetal que estallaba en medio de aquel paisaje cristalino, un biólogo cortó una planta de colores asombrosos y la colocó en un vaso con agua. Ese gesto fue la causa del incidente. No era una planta lo que el biólogo acababa de arrancar. Era el jefe de los guerreros de aquel mundo.

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EL PENSAMIENTO

Primero cayó la bomba. Jamás se supo de dónde venía ni quién la había arrojado, pero explotó sin hacer ruido, sin ninguna deflagración de luz y sin matar a nadie. Tres horas después, a partir de cierto instante, los pensamientos se volvieron contagiosos en el mundo. En cadena, como una epidemia gradual. En ese preciso instante, cierto hombre había pensado en suicidarse y su pensamiento había sido más intenso y poderoso que los demás. Cientos de hombres pensaron, acto seguido, en lo mismo. Luego, miles y millones de hombres. Y todos pasaron en conjunto a la acción. Dos días más tarde, muy tranquilos, los seres de otro planeta arribaron a la Tierra, la invadieron y la conquistaron sin necesidad de armas ni de combates.

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EL ATERRIZAJE

Cuando los stralkos se contactaron por primera vez con nuestro mundo, aterrizaron en África, en medio de la maleza, muy cerca de una aldea zulú. Tomaron notas, dedujeron las leyes y las costumbres generales y, un año más tarde, invadieron la Tierra con el objeto de anexarla. Se habían maquillado de negro, habían untado sus cuerpos con abundantes pinturas y se habían armado con piedras y flechas. Pero, esta vez, aterrizaron en Estados Unidos, entre Boston y Chicago.

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LA MOSCA

El choque fue excepcionalmente brutal. Los dos automóviles iban a más de cien por hora y se estrellaron de frente. Resultado: nueve muertos en total.

Tardaron másd e una hora en sacar el primer cadáver de los restos del hierro. El único sobreviviente aprovechó para salir de allí e irse volando.

Era una mosca.

-Mierda -pensó-, nunca más me subo a un coche.

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LA FÁBRICA

Primero se ven las vías de hierro que, a golpes de dinamita, se han abierto un camino en medio de la fábrica.

Después, de pronto, los galpones de la fábrica.

Los trenes llevan, sin tregua, toneladas de materia prima a los talleres: muebles de diversos estilos; según se cuenta, millones de muebles de todos los tamaños y todas las épocas.

Cientos de obreros especializados transforman los muebles en planchas, luego en troncos y después en árboless.

Y, mientras tanto, otros equipos los plantan en las llanuras alrededor. Así convierten esas planicies en bosques.

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EL BUEN NEGOCIO

Al lado de la fábrica donde se producían los fósforos, aquel hombre de negocios había fundado una empresa donde se encendían los fósforos para comprobar si eran útiles.

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LA CIFRA

Cuando volvió a quedar embarazada, creyó que se volvería loca. Así y todo, muerta de miedo, dio a luz. Y el miedo fue incluso mayor al ver que la criatura viviría. Era su hijo número trece.

Trece, la cifra que temía más que a la vida o la muerte. Entonces, temerosa de una inminente desgracia, mató con sus propias manos a los otros doce hijos.

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EL ACTO

Eran muchos los que esperaban en el andén la llegada del subterráneo. Una decena, lás o menos. Esperaban con paciencia, desgastados por la rutina.

Les sorprendió, por eso, ver a un hombre bastante mayor que manifestaba cierta ansiedad. Hablaba con los usuarios, murmuraba unas palabras y les daba nerviosamente unos billetes.

– No, por favor, no me agradezcan -les decía-. Es para que tomen el taxi.

Ya se oía el rugido del subterráneo.

El hombre se arrojó a las vías poco antes de que llegara el subte, que no tuvo tiempo de frenar.

Aquel gesto desesperado provocó por dos horas, en efecto, la interrupción del servicio.

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EL GANADOR

Nunca había comprado un billete de lotería, pero a menudo pensaba en e! dinero de! premio mayor. Y un buen día, pensando en ello, ante sus ojos surgieron un nombre y una dirección. El nombre le era totalmente desconocido, al igual que la dirección.

Al día siguiente comprendió que aquél era el nombre del ganador, el nombre de quien había sido escogido por el azar de la lotería.

Desde entonces piensa regularmente en el ganador. Siempre sabe, de antemano, su nombre y su dirección.

Pero nunca sabe el número del billete ganador.

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LOS MARCIANOS

Hacía mucho tiempo que se hablaba de ello… Hasta que al fin, una mañana, los marcianos llegaron a la Tierra, a los suburbios de una gran ciudad donde fueron acogidos con simpleza.

– ¿Ustedes vienen de muy lejos? -preguntaron los terrícolas, que todavía ignoraban quiénes eran.

– Venimos de la Tierra, somos terrícolas.

– ¡De la Tierra! Pero, ¿dónde creen que están?

– Creemos que llegamos a Marte -respondieron con igual simpleza.

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EL POLLO

La familia, muy religiosa, estaba comiendo el pollo de los domingos cuando, por glotonería, la más pequeña de las hijas se atragantó con un hueso y, en pocos instantes, murió.

-Dios nos la ha dado -dijo el padre, sin soltar su tenedor-, Dios nos la quita. Alabado sea el Señor.

Entonces Dios, que no es ingrato, se apiadó, produjo un pequeño milagro y en un abrir y cerrar de ojos hizo resucitar al pollo.

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LOS INSECTOS

Cuando los enormes insectos venidos de un mundo lejano vieron por primera vez a los habitantes de la Tierra, comentaron estupefactos y aterrados:

– Son unos insectos enormes.

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LA CONFUSIÓN

En realidad, María -a quien apodaban la Virgen- parió dos hijos a la vez, gemelos.

Uno se convirtió en un alegre vagabundo, un amante de las andanzas y las palabras que llegó a ganarse, al azar de sus peregrinaciones, cierta fama de predicador. Pero fue muy pronto olvidado.

Al otro le fue mucho peor. Terminó, a los 33 años, en una cruz, entre otros dos ladrones.

Curiosamente lo confundieron con su hermano y la gloria se encargó de todo lo demás.

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EL USO

Crearon el mundo en seis días, tal como estaba previsto. Descansaron al séptimo y al octavo día inventaron a Dios.

Todo el mundo se vio entonces aburrido, sin saber qué hacer.

Hasta que alguien se puso de pie y sugirió:

– ¿Y si les damos a Dios a los terrícolas? Ellos sabrán darle un uso.

y así fue.

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EL PUNTO FINAL

Dios creó el mundo en seis días, como se ha dicho. Después, al séptimo día, descansó.

Esto le permitió reflexionar. Y, aterrado por el monstruo que había arrojado al espacio infinito, al día siguiente creó la muerte.

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LA EDUCACIÓN

Él era tan educado que, antes de cruzar las puertas de la muerte, hizo que su esposa entrara en primer lugar.

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EL LOCATARIO

Visité la planta baja y después fui al primer piso.

La vivienda me parecía muy hermosa, aunque a la vez inquietante con sus habitaciones pintadas con cal, todas de techos muy altos, vacías y claramente abandonadas desde hacía años.

Al llegar al primer piso, mi inquietud se volvió malestar.

Me detuve en el umbral de una habitación inmensa, observé la chimenea y el espejo, el parquet y las paredes desnudas… Era una habitación vacía, lo mismo que las demás, pero, sobre la chimenea, dos candelabros parecían montar guardia con singular elegancia.

Avancé hacia la chimenea y vi que mi rostro aumentaba en el gran espejo hasta que, de pronto, mis facciones parecieron desmoronarse. Me detuve.

En el espejo se veía la imagen de los dos candelabros, la imagen de las paredes, la imagen de toda la pieza tal como existía realmente, pero había una cosa más.

En el espejo se veía la imagen de los dos candelabros, la imagen de las paredes, la imagen de toda la pieza tal como existía realmente, pero había una cosa más.

En el centro de la habitación reflejada por el espejo había un hombre sentado en una silla de madera, con las manos entrelazadas.

El hombre parecía esperar, no se movía; pero estaba vivo y debía oírme porque entonces se irguió apenas y, sin expresión alguna, me miró.

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LAS PRUEBAS

Primero y principal, conviene desconfiar de los objetos. En especial, de los objetos perdidos.

No recoger ningún objeto tirado en la calle o en cualquier otro lugar público.

En esos casos, se corre siempre el riesgo de que aparezcan los delegados, quienes al mismo tiempo hacen de testigos y ejecutores para arrastrar al sospechoso hasta las puertas de cualquier acusación.

Siempre, irrevocablemente, al cabo de cinco minutos de pesquisa se prueba que el objeto recogido era la pieza clave de un crimen relacionado con cierto caso aún abierto y que las huellas digitales son, desde luego, pruebas irrefutables.

El objeto encontrado se vuelve, en el acto, evidencia criminal; el sospechoso se vuelve, a su vez, culpable; la situación, desesperante.

El fenómeno es de lo más arbitrario porque, de hecho, nunca hay casos policiales en la ciudad. Nadie ha matado jamás, nadie ha robado jamás.

Lo que no excluye, sin embargo, que de este modo se pruebe cierto “delito flagrante”.

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EL ATAQUE

Serían las once de la noche. Hacía un calor sofocante en la cama; un calor denso y húmedo, algo repugnante.

Yo escuchaba la radio de los vecinos, que berreaba un último concierto.

En ese instante sonó aquella música.

Una música cuyo trasfondo parecía confuso, aunque en primer plano pude oír con claridad el regular martilleo de un tam-tam obsesivo y monocorde.

Creo recordar que sonreí y, sin habérmelo propuesto, imitando a un cazador acorralado, me tendí boca abajo, oculto en algún pantano tropical, e imaginé el ruido que tarde o temprano se acercaría, los gritos que de súbito podían estallar, los pasos y…

Después oí aquel ruido seco; algo acababa de clavarse contra un objeto duro… Palpé la pared, casi sin querer. Entonces la segunda jabalina impactó en la pared, a tan sólo centímetros de mí.

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LOS FAROLES

El encargado de encender los faroles alargó la vara; la llama alcanzó la mecha y un resplandor amarillento tiñó los vidrios del farol.

El hombre dejó caer la vara, después se la puso al hombro como una lanza y acto seguido miró el horizonte. Entonces, un poco hastiado, aunque diciéndose que el trabajo es el trabajo y hay que cumplirlo, se aprestó a atravesar los dos mil kilómetros de desierto que lo separaban del segundo farol que debía encender.

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LA TIMIDEZ

Tenía tal preocupación por no causar molestias que volvió a cerrar la ventana detrás suyo, después de haberse lanzado al vacío, desde lo alto del sexto piso.

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LA SANCIÓN

Los delitos allí son diversos, pero la sanción es una, siempre la misma.

Se introduce al condenado en un túnel interminable, se lo deja entre los rieles de una vía ferroviaria. El condenado sabe bien lo que le espera y se larga a correr. Escapa. No contempla otra alternativa. Pero huir es imposible porque el túnel no tiene fin.

El condenado corre y corre, hasta perder el aliento, incluso hasta perder la vida.

Puede afirmarse, sin embargo, que ningún tren ha circulado nunca por aquellas vías.

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LA SANGRE

¿Qué decir de Istrígala, con quien podía hacer todo lo que yo deseaba porque, desde hacía ya largo rato, ella había franqueado la invisible frontera entre las prohibiciones y lo imposible de todos los misterios?

¿Qué decir de cuanto hice para poner a prueba su poder, su terrible feminidad y su capacidad de resistencia?

Hice de ella una mujer de nieve, capaz de fundirse al sol, pero capaz también de ser más dura que una hoja de metal. La transformé en sílabas que mezclaba con ecuaciones de álgebra para verla recrearse, mitad flor, mitad insecto, en algún rincón del jardín. La puse como en conserva, en unas minas, por el placer de reencontrarla con una pala y un pico, entre brillantes cristalizaciones de piedras preciosas. La hice tan fluida como el agua, tan densa como el mercurio, tan transparente como el cristal, tan terrorífica como un espectro cubierto de hojas de afeitar y, no obstante, siempre sonriente, siempre ávida de entregarse como si nada pudiera sucederle en este mundo desprovisto de consecuencias fatales. Hice que llevara la moral al cuello, bien escotada y con los ojos ardientes; hice que se convirtiera en una enorme mano con la cual yo hacía el amor de todas las formas posibles. Le transfundí las mezclas químicas de las pasiones más contradictorias hasta ahogarla bajo un torrente de mil colores. La envié a la nada de su muerte para verla regresar diáfana, hierática, con un manojo de confusiones inmundas que me traía de regalo. Y al regreso la veía con su rostro siempre irónico y glacial, al cual ni el terror ni la pasión habían logrado dotar de alguna suerte de expresividad.

Hasta el día en que, por distracción, se cortó ligeramente un dedo rebanando el pan, sangró apenas y murió casi en el acto, completamente exangüe.

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LA SECRETARIA

La habían contratado por su hermosura, sin preguntarle ni siquiera si sabía escribir a máquina. Escribía a máquina como una virtuosa, con una destreza que superaba a la de todas las restantes empleadas. Era capaz de entregar más de veinte cartas por día.

Lo asombroso de todo era que escribía a máquina con los pies, sin usar nunca las manos.

El primer día, eso causó mala impresión.

Pero la impresión muy pronto fue eclipsada por otros hechos: la secretaria no sólo tenía hermosísimas piernas, sino también un vientre plano que hacía soñar mientras respondía muy comercialmente a los clientes.

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LOS ESCLAVOS

En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar.

Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música.

Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.

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LA TEJEDORA

Nunca la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud. Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa, extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta perseverancia.

Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el tejido y las agujas. La conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de lana.

La dejé sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

Franz Kafka: Un cruzamiento. Cuento

franz_kafka_drawingTengo un animal singular, mitad gatito, mitad cordero. Lo heredé con una de las propiedades de mi padre. Desde que está conmigo ha completado su desarrollo; antes era más cordero que gato. Ahora participa de ambas naturalezas por igual. Tiene del gato la cabeza y las uñas; del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, salvajes y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par vivaces y furtivos. Echado al sol en el hueco de la ventana, se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre corno loco y es imposible alcanzarlo. Huye de los gatos y pretende atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito son los tejados. No sabe maullar y le repugnan las ratas. Pasa horas y horas en acecho ante el gallinero, pero no ha aprovechado jamás la ocasión de matar.

Lo alimento con leche: es lo que le sienta mejor. La sorbe a grandes tragos entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, constituye un gran espectáculo para los niños. Las visitas son los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me hacen rueda todos los niños de la vecindad.

Escucho, entonces, las más extraordinarias preguntas, que ningún ser humano es capaz de contestar; ¿por qué hay un solo animal así? ¿por qué soy yo su poseedor y no otro?, si antes ha existido un animal parecido y qué pasará luego de su muerte, si no se siente solo, porque no tiene hijos, cuál es su nombre, etcétera.

No me tomo el trabajo de responder: me limito a exhibir mi propiedad, sin grandes explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; un día llegaron a traer corderos. Contra lo que esperaban no se registraron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron tranquilamente con ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho natural.

Sobre mis rodillas este animal no conoce ni el miedo ni deseos de perseguir a nadie. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Está apegado a la familia que lo crió. Esto no puede ser considerado, desde luego, como una extraordinaria muestra de fidelidad, sino como el recto instinto de un animal que en la tierra tiene innumerables parientes políticos, pero quizá ni uno solo consanguíneo, y para el cual, por lo mismo, resulta sagrada la protección que ha encontrado entre nosotros.

A veces me da risa cuando me olfatea, se desliza por entre mis piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le alcanzara ser gato y cordero también le gustaría ser perro. Una vez, como le ocurre a cualquiera, no hallaba yo forma de solucionar ciertos problemas económicos y estaba a punto de terminar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal sobre las rodillas: entonces bajé los ojos y vi lágrimas que goteaban de sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero ambición humana? No es mucho lo que he heredado de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.

Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque ambas son muy distintas. Por eso le queda estrecho el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y acerca el hocico a mi oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira atentamente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si hubiera entendido algo y asiento con la cabeza. Salta entonces y brinca a mi alrededor.

Quizá la cuchilla del carnicero fuese la redención para este animal, pero tengo que negárselo porque lo he recibido en herencia. Por eso tendrá que esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me tientan a obrar comprensivamente.

 

 

Néstor Valdivia: El amor también apesta. Relato corto

 

Nes Original completoSofía quería convencerse de que los besos de lengua con mordida de labio y sobada de teta en la Plaza Francia, tenían algo de especial. Que los gatos -pequeñas esfinges inmutables a la llovizna- no lloraban de hambre, sino que maullaban alegres en coro, acompañando sus gemidos y posteriores lamentos ahogados en sus recuerdos y alcohol, y que toda esa atmósfera de romanticismo pecaminosa era lo único que tenía con ese pequeño ser al lado, de cabello largo y corazón pétreo.

 

Así, al cabo de un tiempo había terminado por aceptar que la pichi de su estoico compañero, absorbida por las bastas de su pantalón, era más que el reflujo de la vejiga de su amado, era la señal perentoria de que el amor apesta y que, con el alcohol, todo es soportable.

 

Juan Rulfo: Macario. Cuento

juan rulfoEstoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: «El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.» Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…

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