Roberto Bolaño: El gusano. Cuento

archivo_bolano_robertoParecía un gusano blanco, con su sombrero de paja y un Bali colgándole del labio inferior. Todas las mañanas lo veía sentado en un banco de la Alameda mientras yo me metía en la Librería de Cristal a hojear libros. Cuando levantaba la cabeza, a través de las paredes de la librería que en efecto eran de cristal, ahí estaba él, quieto, entre los árboles, mirando el vacío.

Supongo que terminamos acostumbrándonos el uno al otro. Yo llegaba a las ocho y media de la mañana y él ya estaba allí, sentado en un banco, sin hacer nada más que fumar y tener los ojos abiertos. Nunca lo vi con un periódico, con una torta, con una cerveza, con un libro. Nunca lo vi hablar con nadie. En una ocasión, mientras lo miraba desde los estantes de literatura francesa, pensé que dormía en la Alameda, sobre un banco o en los portales de alguna de las calles próximas, pero luego conjeturé que iba demasiado limpio para dormir en la calle y que seguramente se alojaba en alguna pensión cercana. Era, constaté, un animal de costumbres, igual que yo. Mi rutina consistía en ser levantado temprano, desayunar con mi madre, mi padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y tomar un camión que me dejaba en el centro, donde dedicaba la primera parte de la mañana a los libros y a pasear y la segunda al cine y de una manera menos explícita al sexo.

Los libros los solía comprar en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en la primera, donde siempre había una mesa con saldos, si tenía suficiente en la última, que era la que tenía las novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a menudo, los solía robar indistintamente en una u otra. Se diera el caso que se diera, no obstante, mi paso por la Librería de Cristal y por la del Sótano (enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre lo indica, en un sótano) era obligado. A veces llegaba antes que los comercios abrieran y entonces lo que hacía era buscar a un vendedor ambulante, comprarme una torta de jamón y un jugo de mango y esperar. A veces me sentaba en un banco de la Alameda, uno oculto entre la hojarasca, y escribía. Todo esto duraba aproximadamente hasta las diez de la mañana, hora en que comenzaban en algunos cines del centro las primeras funciones matinales. Buscaba películas europeas, aunque algunas mañanas de inspiración no discriminaba el nuevo cine erótico mexicano o el nuevo cine de terror mexicano, que para el caso era lo mismo.

La que más veces vi creo que era francesa. Trataba de dos chicas que viven solas en una casa de las afueras. Una era rubia y la otra pelirroja. A la rubia la ha dejado el novio y al mismo tiempo (al mismo tiempo del dolor, quiero decir) tiene problemas de personalidad: cree que se está enamorando de su compañera. La pelirroja es más joven, es más inocente, es más irresponsable; es decir, es más feliz (aunque yo por entonces era joven, inocente e irresponsable y me creía profundamente desdichado). Un día, un fugitivo de la justicia entra subrepticiamente en su casa y las secuestra. Lo curioso es que el allanamiento tiene lugar precisamente la noche en que la rubia, tras hacer el amor con la pelirroja, ha decidido suicidarse. El fugitivo se introduce por una ventana, navaja en mano recorre con sigilo la casa, llega a la habitación de la pelirroja, la reduce, la ata, la interroga, pregunta cuántas personas más viven allí, la pelirroja dice que sólo ella y la rubia, la amordaza. Pero la rubia no está en su habitación y el fugitivo comienza a recorrer la casa, cada minuto que pasa más nervioso, hasta que finalmente encuentra a la rubia tirada en el sótano, desvanecida, con síntomas inequívocos de haberse tragado todo el botiquín. El fugitivo no es un asesino, en todo caso no es un asesino de mujeres, y salva a la rubia: la hace vomitar, le prepara un litro de café, la obliga a beber leche, etc.

Pasan los días y las mujeres y el fugitivo comienzan a intimar. El fugitivo les cuenta su historia: es un ex ladrón de bancos, un ex presidiario, sus ex compañeros han asesinado a su esposa. Las mujeres son artistas de cabaret y una tarde o una noche, no se sabe, viven con las cortinas cerradas, le hacen una representación: la rubia se enfunda en una magnífica piel de oso y la pelirroja finge que es la domadora. Al principio el oso obedece, pero luego se rebela y con sus garras va despojando poco a poco a la pelirroja de sus vestidos. Finalmente, ya desnuda, ésta cae derrotada y el oso se le echa encima. No, no la mata, le hace el amor. Y aquí viene lo más curioso: el fugitivo, después de contemplar el número, no se enamora de la pelirroja sino de la rubia, es decir del oso.

El final es predecible pero no carece de cierta poesía: una noche de lluvia, después de matar a sus dos ex compañeros, el fugitivo y la rubia huyen con destino incierto y la pelirroja se queda sentada en un sillón, leyendo, dándoles tiempo antes de llamar a la policía. El libro que lee la pelirroja, me di cuenta la tercera vez que vi la película, es La caída, de Camus. También vi algunas mexicanas más o menos del mismo estilo: mujeres que eran secuestradas por tipos patibularios pero en el fondo buenas personas, fugitivos que secuestraban a señoras ricas y jóvenes y que al final de una noche de pasión eran cosidos a balazos, hermosas empleadas del hogar que empezaban desde cero y que tras pasar por todos los estadios del crimen accedían a las más altas cotas de riqueza y poder. Por entonces casi todas las películas que salían de los Estudios Churubusco eran thrillers eróticos, aunque tampoco escaseaban las películas de terror erótico y las de humor erótico. Las de terror seguían la línea clásica del terror mexicano establecida en los cincuenta y que estaba tan enraizada en el país como la escuela muralista. Sus iconos oscilaban entre el Santo, el Científico Loco, los Charros Vampiros y la Inocente, aderezada con modernos desnudos interpretados preferiblemente por desconocidas actrices norteamericanas, europeas, alguna argentina, escenas de sexo más o menos solapado y una crueldad en los límites de lo risible y de lo irremediable. Las de humor erótico no me gustaban.

Una mañana, mientras buscaba un libro en la Librería del Sótano, vi que estaban filmando una película en el interior de la Alameda y me acerqué a curiosear. Reconocí de inmediato a Jaqueline Andere. Estaba sola y miraba la cortina de árboles que se alzaba a su izquierda casi sin moverse, como si esperara una señal. A su alrededor se levantaban varios focos de iluminación. No sé por qué se me pasó por la cabeza la idea de pedirle un autógrafo, nunca me han interesado. Esperé a que acabara de filmar. Un tipo se acercó a ella y hablaron (¿Ignacio López Tarso?), el tipo gesticuló con enojo y luego se alejó por uno de los caminos de la Alameda y tras dudar unos segundos Jaqueline Andere se alejó por otro. Venía directamente hacia mí. Yo también me puse a andar y nos encontramos a medio camino. Fue una de las cosas más sencillas que me han ocurrido: nadie me detuvo, nadie me dijo nada, nadie se interpuso entre Jaqueline y yo, nadie me preguntó qué estaba haciendo allí. Antes de cruzarnos Jaqueline se detuvo y volvió la cabeza hacia el equipo de filmación, como si escuchara algo, aunque ninguno de los técnicos le dijo nada. Después siguió caminando con el mismo aire de despreocupación en dirección al Palacio de Bellas Artes y lo único que tuve que hacer fue detenerme, saludarla, pedirle un autógrafo, ocultar mi sorpresa al constatar su baja estatura que ni siquiera los zapatos con tacón de aguja lograban disimular. Por un momento, tan solos estábamos, pensé que hubiera podido secuestrarla. La mera probabilidad me erizó los pelos de la nuca. Ella me miró de abajo hacia arriba, el pelo rubio con una tonalidad ceniza que yo desconocía (puede que se lo hubiera teñido), los ojos marrones almendrados muy grandes y muy dulces, pero no, dulces no es la palabra, tranquilos, de una tranquilidad pasmosa, como si estuviera drogada o tuviera el encefalograma plano o fuera una extraterrestre, y me dijo algo que no entendí.

La pluma, dijo, la pluma para firmar. Busqué en el bolsillo de mi chamarra un bolígrafo e hice que me firmara la primera página de La caída. Me arrebató el libro y lo estuvo mirando durante unos segundos. Sus manos eran pequeñas y muy delgadas. ¿Cómo firmo, dijo, como Albert Camus o como Jaqueline Andere? Como tú quieras, dije. Aunque no levantó la cara del libro noté que sonreía. ¿Eres estudiante?, dijo. Contesté afirmativamente. ¿Y qué haces aquí en vez de estar en clases? Creo que nunca más volveré a la escuela, dije. ¿Qué edad tienes?, dijo ella. Dieciséis, dije. ¿Y tus papás saben que no vas a clases? No, claro que no, dije. No me has contestado una pregunta, dijo ella levantando la mirada y posándola sobre mis ojos. ¿Qué pregunta?, dije yo. ¿Qué haces aquí? Cuando yo era joven, añadió, los novillos se hacían en los billares o en las boleras. Leo libros y voy al cine, dije. Además, yo no hago novillos. Ya, tú desertas, dijo. Esta vez fui yo el que sonreí. ¿Y qué películas se ven a esta hora?, dijo ella. De todas, dije yo, algunas tuyas. Eso pareció no gustarle. Volvió a mirar el libro, se mordió el labio inferior, me miró y parpadeó como si le dolieran los ojos. Después me preguntó mi nombre. Bueno, pues firmemos, dijo. Era zurda. Su letra era grande y poco clara. Me tengo que ir, dijo alargándome el libro y el bolígrafo. Me dio la mano, nos la estrechamos y se alejó por la Alameda de vuelta hacia donde estaba el equipo de rodaje. Me quedé quieto, mirándola, dos mujeres se le acercaron unos cincuenta metros más allá, iban vestidas como monjas misioneras, dos monjas mexicanas misioneras que se llevaron a Jaqueline hasta quedar debajo de un ahuehuete. Después se les acercó un hombre, hablaron, después los cuatro se alejaron por una de las sendas de salida de la Alameda.

En la primera página de La caída, Jaqueline escribió: «Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jaqueline Andere.»

De golpe me encontré sin ganas de librerías, sin ganas de paseos, sin ganas de lecturas, sin ganas de cines matinales (sobre todo sin ganas de cines matinales). La proa de una nube enorme apareció sobre el centro del D.F., mientras por el norte de la ciudad resonaban los primeros truenos. Comprendí que la película de Jaqueline se había interrumpido por la proximidad inminente de la lluvia y me sentí solo. Durante unos segundos no supe qué hacer, hacia dónde ir. Entonces el Gusano me saludó. Supongo que después de tantos días él también se había fijado en mí. Me volví y allí estaba, sentado en el mismo banco de siempre, nítido, absolutamente real con su sombrero de paja y su camisa blanca. Al marcharse los técnicos cinematográficos, comprobé asustado, el escenario había experimentado un cambio sutil pero determinante: era como si el mar se hubiera abierto y pudiera ahora ver el fondo marino. La Alameda vacía era el fondo marino y el Gusano su joya más preciada. Lo saludé, seguramente hice alguna observación banal, se puso a diluviar, abandonamos juntos la Alameda en dirección a la avenida Hidalgo y luego caminamos por Lázaro Cárdenas hasta Perú.

Lo que sucedió después es borroso, como visto a través de la lluvia que barría las calles, y al mismo tiempo de una naturalidad extrema. El bar se llamaba Las Camelias y estaba lleno de mariachis y vicetiples. Yo pedí enchiladas y una TKT, el Gusano una Coca-Cola y más tarde (pero no debió de ser mucho más tarde) le compró a un vendedor ambulante tres huevos de caguama. Quería hablar de Jaqueline Andere. No tardé en comprender, maravillado, que el Gusano no sabía que aquella mujer era una actriz de cine. Le hice notar que precisamente estaba filmando una película, pero el Gusano simplemente no recordaba a los técnicos ni los aparejos desplegados para la filmación. La presencia de Jaqueline en el sendero en donde se hallaba su banco había borrado todo lo demás. Cuando dejó de llover el Gusano sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero, pagó y se fue. Al día siguiente nos volvimos a ver. Por la expresión que puso al verme pensé que no me reconocía o que no quería saludarme. De todos modos me acerqué. Parecía dormido aunque tenía los ojos abiertos. Era flaco, pero sus carnes, excepto los brazos y las piernas, se adivinaban blandas, incluso fofas, como las de los deportistas que ya no hacen ejercicios. Su flaccidez, pese a todo, era más de orden moral que físico. Sus huesos eran pequeños y fuertes. Pronto supe que era del norte o que había vivido mucho tiempo en el norte, que para el caso es lo mismo. Soy de Sonora, dijo. Me pareció curioso, pues mi abuelo también era de allí. Eso interesó al Gusano y quiso saber de qué parte de Sonora. De Santa Teresa, dije. Yo de Villaviciosa, dijo el Gusano. Una noche le pregunté a mi padre si conocía Villaviciosa. Claro que la conozco, dijo mi padre, está a pocos kilómetros de Santa Teresa. Le pedí que me la describiera. Es un pueblo muy pequeño, dijo mi padre, no debe tener más de mil habitantes (después supe que no llegaban a quinientos), bastante pobre, con pocos medios de subsistencia, sin una sola industria. Está destinado a desaparecer, dijo mi padre. ¿Desaparecer cómo?, le pregunté. Por la emigración, dijo mi padre, la gente se va a ciudades como Santa Teresa o Hermosillo o a Estados Unidos. Cuando se lo dije al Gusano éste no estuvo de acuerdo, aunque en realidad la frase «estar de acuerdo» o «estar en desacuerdo» para él no tenían ningún significado. El Gusano no discutía nunca, tampoco expresaba opiniones, no era un dechado de respeto por los demás, simplemente escuchaba y almacenaba, o tal vez sólo escuchaba y después olvidaba, atrapado en una órbita distinta a la de la otra gente. Su voz era suave y monocorde aunque a veces subía el tono y entonces parecía un loco que imitara a un loco y yo nunca supe si lo hacía a propósito, como parte de un juego que sólo él comprendía, o si no lo podía evitar y aquellas salidas de tono eran parte del infierno. Cifraba su seguridad en la pervivencia de Villaviciosa en la antigüedad del pueblo; también, pero eso lo comprendí más tarde, en la precariedad que lo rodeaba y lo carcomía, aquello que según mi padre amenazaba su misma existencia.

No era un tipo curioso aunque pocas cosas se le pasaban por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba, uno por uno, como si le costara leer o como si no supiera. Después nunca más volvió a interesarse por mis libros aunque cada mañana yo aparecía con uno nuevo. A veces, tal vez porque de alguna manera me consideraba un paisano, hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo había ido una vez, para el funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari, Bacoache, Fronteras, Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para mí tenían las mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos de Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua, y entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a bostezar. Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas y La Cieneguita, la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio y la sierra Cibuta, la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en el territorio de Arizona, la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el noreste junto a Chihuahua, la sierra La Pola y la sierra Las Tablas en el sur, camino de Sinaloa, la sierra La Gloría y la sierra El Pinacate en dirección noroeste, como quien va a Baja California. Conocía toda Sonora, desde Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California, hasta los villorrios perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la pápago (que circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender la seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un ligero aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras de tu abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.

Cada mañana nos encontrábamos. A veces intentaba hacerme el distraído, tal vez reanudar mis paseos solitarios, mis sesiones de cine matinales, pero él siempre estaba allí, sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto, con el Bali colgándole de los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de la frente (su frente de gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre las estanterías de la Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo y al final acudiera a sentarme a su lado.

No tardé en descubrir que iba siempre armado. Al principio pensé que tal vez fuera policía o que lo perseguía alguien, pero resultaba evidente que no era policía (o que al menos ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie con una actitud más despreocupada con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás, nunca miraba hacia los lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por qué iba armado el Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato. Llevaba el arma en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas veces?, le pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días el arma del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me la pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la devolvía al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba reparo estar sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con un hombre armado, no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer instante supe que el Gusano y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que nos viera la policía del D.F., por miedo a que nos cachearan y descubrieran el arma del Gusano y termináramos los dos en algún oscuro calabozo.

Una mañana se enfermó y me habló de Villaviciosa. Lo vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual que siempre, pero al acercarme a él observé que la camisa estaba arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Al sentarme a su lado noté que temblaba. Poco después los temblores fueron en aumento. Tienes fiebre, dije, tienes que meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas, hasta la pensión donde vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso la pistola debajo de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con los ojos abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha, una mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos pantalones del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama distinguí una maleta de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una cerradura como de caja fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista. La habitación olía a desinfectante, igual que las escaleras de la pensión. Dame dinero para ir a una farmacia a comprarte algo, dije. Me dio un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió a quedarse inmóvil. De vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies como si se fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé que tal vez lo mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano no le iba a gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca-Cola, se había dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca-Cola. También había comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía hambre. Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.

A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.

Me marché en silencio.

A la mañana siguiente, antes de ir a la pensión del Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de Cristal. Cuando me disponía a salir, a través de las paredes transparentes, lo vi. Estaba sentado en el mismo banco de siempre, con una camisa blanca holgada y limpia y unos pantalones blancos inmaculados. La mitad de la cara se la tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba del labio inferior. Miraba al frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese mediodía, al separarnos, me alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo acerca de las molestias que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le dije que no me debía nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano insistió en que cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo muchos, contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le quité el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta, el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para comprarme veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad era una fortuna. Al Gusano no le faltaba el dinero.

Nunca más me volvió a hablar de Villaviciosa. Durante un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada mañana y nos despedimos cada mediodía, cuando llegaba la hora de comer y yo volvía en el camión de la Villa o en un pesero rumbo a mi casa. Alguna vez lo invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le gustaba hablar conmigo sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles de los alrededores y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre buscaba al vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol. Pocos días antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de Jaqueline Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo rubio ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al frente, como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por primera vez. Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una pregunta estúpida, hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo. Pero el Gusano se la tomó al pie de la letra y durante mucho rato estuvo cavilando la respuesta. Al final dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo los muertos están tranquilos. Y al cabo de un rato: ni los muertos, bien pensado.

Una mañana me regaló una navaja. En el mango de hueso se podía leer la palabra «Caborca» escrita en finas letras de alpaca. Recuerdo que le di las gracias efusivamente y que aquella mañana, mientras platicábamos en la Alameda o mientras paseábamos por las concurridas calles del centro, estuve abriendo y cerrando la hoja, admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi mano, maravillado de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico a todos los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba.

Dos días después lo fui a buscar a su pensión y me dijeron que se había marchado al norte. Nunca más lo volví a ver.

Clarice Lispector: Lazos de familia. Cuento

Clarice_aPBLa  mujer  y  la  madre,  finalmente,  se  acomodaron  en  el  taxi  que  las  llevaría  a  la Estación. La madre contaba y recontaba las dos maletas intentando convencerse de que ambas estaban en el carro. La hija, con sus ojos oscuros, a los que un ligero estrabismo daba un continuo brillo de burla y frialdad, la observaba.

—¿No me he olvidado de nada? —preguntaba la madre, por tercera vez.

—No, no, no se olvidó de nada —contestaba la hija, divertida, con paciencia.

Todavía estaba bajo la impresión de la escena medio cómica entre su madre y su marido, a la hora de la despedida. Durante las dos semanas de visita de la vieja, los dos apenas si se habían soportado; los buenos días y las buenas tardes sonaban a cada momento con una delicadeza cautelosa que la hacía querer reír. Pero he ahí que a la hora de la despedida, antes de entrar en el taxi, la madre se había transformado en suegra ejemplar y el marido se tornaba en buen yerno. «Perdone alguna palabra mal dicha», había dicho la vieja señora, y Catalina, con algo de alegría, vio a Antonio, sin saber qué hacer con las maletas en las manos, tartamudear, perturbado con ser el buen yerno. «Si me río, ellos han de pensar que estoy loca», había pensado Catalina, frunciendo las cejas. «Quien casa a un hijo pierde un hijo, quien casa a una hija gana otro hijo», aseguró la madre, y Antonio había aprovechado su gripe para toser. Catalina, de pie, observaba con malicia al marido, cuya seguridad se había desvanecido para dar paso a un hombre moreno y menudo, forzado a ser el hijo de aquella mujercita grisácea… Fue entonces que las ganas de reír se hicieron más fuertes. Felizmente, nunca necesitaba reír cuando tenía deseos de reír: sus ojos tomaban una expresión astuta y contenida, se tornaban más estrábicos y la risa salía por los ojos. Siempre dolía un poco ser capaz de reír. Pero nada podía hacer en contra: desde pequeña había reído por los ojos, desde siempre había sido estrábica.

—Vuelvo a decirte que el niño está delgado —dijo la madre resistiendo los saltos del carro Y a pesar de que Antonio no estaba presente, ella usaba el mismo tono de desafío y acusación que empleaba delante de él. Tanto que una noche, Antonio se había agitado: —¡No es culpa mía, Severina! Él llamaba a la suegra Severina, pues desde antes del casamiento habían proyectado ser suegra y yerno modernos. Luego, en la primera visita de la madre a la pareja, la palabra Severina se había tornado difícil en la boca del marido y ahora, entonces, el hecho de llamarla por el nombre no había impedido que…

Catalina los miraba y reía.

—El chico siempre fue delgado, mamá —le respondió. El taxi avanzaba monótono.

—Delgado y nervioso —agregó la señora con decisión.

—Delgado y nervioso —asintió Catalina, paciente.

Era un niño nervioso, distraída Durante la visita de la abuela se había tornado aún más distante, dormía mal, perturbado por las excesivas caricias y por los pellizcos de amor de la vieja. Antonio, que nunca se había preocupado especialmente con la sensibilidad del hijo, pasó a lanzar indirectas a la suegra, «para proteger a una criatura»…

—No me olvidé de nada… —recomenzó la madre, cuando una trenada súbita del carro las lanzó una contra la otra e hizo que se despeñaran las maletas—. ¡Ah!, ¡Ahí —exclamó la madre como en un desastre irremediable—, ¡ah! —decía, balanceando la cabeza, sorprendida, de repente envejecida y pobre. ¿Y Catalina?

Catalina miraba a la madre y la madre miraba a la hija, ¿y también a Catalina le había ocurrido  un  desastre?  Sus  ojos  parpadearon  sorprendidos,  ella  arreglaba  de  prisa  las maletas, la bolsa, buscando remediar la catástrofe lo más rápidamente posible. Porque de hecho había sucedido algo, sería inútil ocultarlo: Catalina había sido lanzada contra Severina, en una intimidad de cuerpo hace mucho olvidada, venida del tiempo en que se tiene padre y madre. A pesar de que nunca se habían realmente abrazado o besada Del padre, sí, Catalina siempre había sido más amiga. Cuando la madre les llenaba los platos, obligándolos a comer demasiado, los dos se miraban parpadeando, cómplices y la madre ni lo notaba. Pero después del choque en el taxi y después de que se arreglaron, no tenían de qué hablar, ¿por qué no llegaban ya a la estación?

—¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre con voz resignada. Catalina ya no quería mirarla ni responderle.

—¡Toma tus guantes! —le dijo, recogiéndolos del piso del taxi.

—¡Ah!, ¡ah!, ¡mis guantes! —exclamaba la madre, perpleja.

Sólo se miraron realmente cuando las maletas fueron colocadas en el tren, después de intercambiados los besos: la cabeza de la madre apareció en la ventanilla.

Catalina vio entonces que su madre estaba envejecida y tenía los ojos brillantes.

El tren no partía y ambas esperaban sin tener qué decirse. La madre sacó el espejo de su bolso y examinó su sombrero nuevo, comprado en la misma sombrerería donde su hija los compraba. Se miraba componiendo un aire excesivamente severo, en el que no faltaba cierta admiración por sí misma. La hija la observaba divertida. Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de la responsabilidad le dio a la boca un gusto a sangre. Como si «madre e bija» fuesen vida y repugnancia. No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era esa La vieja había guardado el espejo en el bolso y la miraba sonriendo. El rostro gastado y todavía bastante vivo parecía esforzarse por dar a los otros alguna impresión de la que el sombrero formaba parte. La campanilla de la estación sonó de repente, hubo un movimiento general de ansiedad, varias personas corrieron pensando que el tren ya partía: «¡Mamá!», dijo la mujer. «¡Catalina!», dijo la vieja. Ambas se miraban espantadas; la maleta en la cabeza de un maletero les interrumpió la visión y un muchacho que corrió al pasar junto a Catalina la tomó del brazo, desarreglándole el cuello del vestido. Cuando pudieron verse de nuevo, Catalina estaba dominada por la urgencia de preguntarle a su madre si no había olvidado nada…

—…¿No olvidé nada? —preguntó la madre.

También a Catalina le parecía que habían olvidado algo y ambas se miraban atónitas, porque si realmente algo habían olvidado, ahora ya era demasiado tarde. Una mujer arrastraba a una criatura, la criatura lloraba, nuevamente sonó la campanilla de la estación…

«Mamá», dijo la mujer. ¿Qué cosa habían olvidado decirse una a la otra?; ahora ya era demasiado  tarde.  Les  parecía  que  un  día  debían  haberse  dicho  así:  «soy  tu  madre, Catalina». Y ella debería haber respondido: «y yo soy tu hija».

—¡Cuídate de las corrientes de aire! —gritó Catalina.

—¡Pero, muchacha, no soy más una criatura! —dijo la madre sin dejar de preocuparse de su propia apariencia. La mano pecosa, un poco trémula, acomodaba con delicadeza el ala del sombrero y Catalina tuvo, súbitamente, ganas de preguntarle si había sido feliz con su padre.

—¡Dale recuerdos a la tía! —gritó.

—¡Sí, sí!

—Mamá —dijo Catalina, mientras un largo silbato se había escuchado y en medio del humo ya las ruedas se movían.

—¡Catalina! —dijo la vieja con la boca abierta y los ojos espantados, y a la primera sacudida la hija la vio llevarse las manos al sombrero: éste se le había caído hasta la nariz, dejando aparecer apenas la nueva dentadura. El tren ya marchaba y Catalina hada señas. El rostro  de  la  madre  desapareció  un instante  y  reapareció ya  sin  el  sombrero,  el  moño deshecho, cayendo en mechas blancas sobre los hombros como las de una doncella —el rostro estaba inclinado, sin sonreír, tal vez sin siquiera mirar a la hija distante.

En medio del humo, Catalina comenzó a caminar de regreso, las cejas fruncidas y en los ojos la malicia propia de los estrábicos. Sin la compañía de la madre, había recuperado el modo decidido de caminar: sola, le era más fácil. Algunos hombres la miraban, ella era dulce, un poco pesada de cuerpo. Caminaba serena, moderna en los trajes, los cabellos cortos, teñidos de color caoba. Y de tal manera se habían dispuestos las cosas que el amor doloroso le pareció la felicidad —todo estaba tan vivo y tierno a su alrededor, la calle sucia, los viejos tranvías, cascaras de naranja—: la fuerza fluía y refluía en su corazón con pesada riqueza. Estaba muy bonita en ese momento, tan elegante; integrada en su época y en la ciudad en donde había nacido como si la hubiese elegido. En los ojos bizcos cualquier persona adivinaría el gusto que tenía esa mujer por las cosas del mundo Miraba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer todavía húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los carros, consiguió aproximarse al bus burlando la cola, mirando con ironía; nada impedía que esa pequeña mujer, que andaba bamboleando los cuadriles, subiese otro misterioso peldaño en sus días.

El ascensor zumbaba en el calor de la playa. Abrió la puerta del apartamento mientras se liberaba del sombrerito con la otra mano; parecía dispuesta a gozar de la liberalidad del mundo entero, camino abierto por su madre y que le ardía en el pecha Antonio apenas levantó los ojos del libra La tarde del sábado siempre había sido «suya» y, en seguida, tras la partida de Severina, él la retomaba con placer, junto al escritorio.

—¿«Ella», se fue?

—Sí se fue —respondió Catalina empujando la puerta de la habitación de su hija ¡Ah, sí!, allí estaba el niña pensó con súbito alivia Su hija Delgado y nerviosa Desde que se pusiera de pie había caminado con firmeza; pero casi a los cuatro años hablaba como si desconociera los verbos: constataba las cosas con frialdad, no las ligaba entre sí. Allí estaba él  meciéndose  en  la  toalla  mojada,  exacto  y  distante.  La  mujer  sentía  un  calorcillo agradable y le habría gustado prender al niño para siempre en este momento; le quitó la toalla de las manos en señal de censura: ¡este chico! Peto el niño miraba indiferente al aire, comunicándose consigo misma Estaba siempre distraída Todavía nadie había conseguida verdaderamente, llamarle la atención. La madre sacudía la toalla en el aire e impedía, con su volumen, la visión de la habitación: «mamá», dijo el chica Catalina se volvió rápida. Era la primera vez que él decía «mamá» en ese tono y sin pedir nada. Había sido más que una constatación: «¡mamá!» La mujer continuó sacudiendo la toalla con violencia y preguntándose a quién podría contar lo que había sucedido, pero no encontró a nadie que pudiera entender lo que ella no podía explicar. Arregló la toalla con vigor antes de colgarla para secar. Tal vez pudiese contar, si cambiaba la forma. Contaría aquello que el hijo dijera:

«Mamá, ¿quién es Dios?» No tal vez: «Mamá, niño quiere a Dios». Tal vez.

Sólo  en  símbolos  cabría  la  verdad,  sólo  en  símbolos  la  recibirían.  Con  los  ojos sonriendo por su mentara necesaria y, sobre todo, por su propia tontería, huyendo de Severina, inesperadamente, la mujer rió de verdad para el niño, no sólo con los ojos: todo su  cuerpo  rió  quebrado,  quebrando  las  ataduras,  y  una  aspereza  apareció  como  una ronquera. Fea, dijo entonces el niño, examinándola.

—¡Vamos a pasear! —respondió ruborizándose y tomándole de la mano.

Pasó por la sala, sin detenerse avisó al marido: —¡Vamos a salir! Y golpeó la puerta del apartamento.

Antonio apenas tuvo tiempo de levantar los ojos del libro y sorprendido espiaba la sala vacía. «¡Catalina!», llamó, pero ya se escuchaba el ruido del ascensor descendiendo. ¿A dónde fueron?, se preguntó inquieto, tosiendo y sonándose la nariz. Porque el sábado era suyo, pero él quería que su mujer y su hijo estuvieran en casa mientras él tomaba su sábado «¡Catalina!», llamó aburrido aunque supiera que ella ya no podría escucharla Se levantó, fue hasta la ventana y un segundo después vio a su mujer y a su rujo en la acera.

Los dos se habían detenido, la mujer tal vez decidía el camino a seguir. Y de súbito, pusiéronse en marcha.

¿Por qué caminaba ella tan decidida, llevando al niño de la mano? Desde la ventana veía a su mujer agarrando con fuerza la mano del pequeño y caminando de prisa, los ojos fijos adelante; y, aún sin verlo, el hombre adivinaba su boca endurecida. La criatura, no se sabía  por  qué  oscura  comprensión,  también  miraba  fijo  hacia  delante,  sorprendida  e ingenua. Vistas desde arriba, las dos figuras perdían la perspectiva familiar, parecían achatadas contra el suelo y más oscuras a la luz del mar. Los cabellos del chico volaban…

El marido se repitió la pregunta que, aún bajo su inocencia de frase cotidiana, lo inquietó: ¿a dónde van? Veía, preocupado, que su mujer guiaba a la criatura y temía que en ese momento, en que ambos estaban fuera de su alcance, ella transmitiese a su hija., peto ¿qué? «Catalina», pensó, «Catalina, ¡esta criatura todavía es inocente!» En qué momento es que la madre, apretando una criatura, le daba esta prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre. Más tarde su hijo, ya hombre, solo, estaría de pie, frente a esta misma ventana, golpeando con los dedos esta vidriera; preso. Obligado a responder a un muerta ¿Quién sabría jamás en qué momento la madre transferiría al hijo esta herencia? ¿Y con qué sombrío placer? Ahora la madre y el hijo, comprendiéndose dentro del misterio compartida Después nadie podría saber de qué negras raíces se alimenta la libertad de un hombre. «¡Catalina!», pensó con cólera, «¡la criatura es inocente!» Pero ya habían desaparecido en la playa. El misterio compartido.

«Pero ¿y yo?, ¿y yo?», se preguntó asustada Los dos se habían ido solos. Y él se había quedada «Con su sábado». Y su gripe. En el apartamento arreglado, donde «todo andaba bien». ¿Quién sabe si su mujer estaba huyendo con el hijo de la sala de luz bien regulada, de los muebles bien elegidos, de las cortinas y de los cuadros? Era eso lo que él le había dada El apartamento de un ingeniero. Y sabía que si la mujer aprovechaba de la condición de un marido joven y lleno de futuro, también la despreciaba, con aquellos ojos atontados, huyendo con su hijo nervioso y delgado. El hombre se inquietó. Porque no podría seguir dándole sino eso: más éxito. Y porque sabía que ella lo ayudaría a conseguirlo y odiaría lo que consiguieran. Así era aquella mujer calmada de treinta y dos años que nunca hablaba la verdad, como si hubiese vivido siempre. Las relaciones entre ambos eran tranquilas. A veces él procuraba humillarla, entraba en la habitación mientras ella se cambiaba de ropa, porque sabía que ella detestaba ser vista desnuda. ¿Por qué requería humillarla? Sin embargo, él sabía bien que ella sólo sería de un hombre mientras fuese orgullosa. Pero se había habituado a tornarla femenina de esta manera: la humillaba con ternura, y ya ahora ¿ella sonreía sin rencor? Tal vez de todo eso hubiesen nacido sus relaciones pacificas y aquellas conversaciones en voz tranquila que formaban la atmósfera del hogar para la criatura. ¿O ésta se irritaba a veces? Algunas veces el niño se irritaba, pataleaba, gritaba durante las pesadillas. ¿De dónde había nacido esta criaturita vibrante, sino de lo que su mujer y él habían cortado de la vida diaria? Vivían tan tranquilos que, si se aproximaba un momento de alegría, ellos rápidamente se miraban, casi irónicos y los ojos de ambos decían: no vamos a gastarlo, no vamos a usarlo ridículamente. Como si hubiesen vivido desde siempre.

Pero él la había visto desde la ventana, la vio caminar de prisa, de manos dadas con el hijo, y se había dicho: ella está tomando sola este momento de alegría. Se había sentido frustrado porque desde hacía mucho no podía vivir sino con ella. Y ella conseguía tomar sus momentos, sola. Por ejemplo, ¿qué había hecho su mujer entre la salida del tren y su llegada al apartamento? No era que sospechase de ella, pero se inquietaba.

La última luz de la tarde estaba pesada y se abada con gravedad sobre los objetos. Las arenas crepitaban secas. El día entero había estado bajo esa amenaza de irradiación. Que en ese momento, aunque sin estallar, se ensordecía cada vez más y zumbaba en el ascensor ininterrumpido del edificio. Cuando regresase Catalina, ellos cenarían espantando a las mariposas. El niño gritaría en su primer sueño, Catalina interrumpiría un momento la cena…  ¿y  el  ascensor  no  se  detendría  ni  siquiera  un  instante?  No,  el  ascensor  no  se detendría un instante.

—Después de cenar iremos al cine —resolvió el hombre. Porque después del cine sería finalmente noche y este día se quebraría con las olas en las rocas del Arpoador .

Franz Kafka: Investigaciones de un perro. Cuento

kafka1910* Presumiblemente el último relato debido a la pluma de Kafka.

¡En qué forma ha cambiado mi vida, sin cambiar en el fondo! Si retrocedo con el pensamiento y evoco los tiempos en que aún vivía en medio de la perrera, participando en cuanto interesa a los perros, un perro entre perros, encuentro, si advierto más detenidamente, que siempre hubo algo que funcionaba mal, que existía una pequeña grieta y que un ligero malestar me acometía en el curso de los más solemnes actos públicos; a veces también en los círculos privados; no, no a veces, sino muy a menudo, la simple visión de uno de mis semejantes perrunos, considerado de pronto de otra manera, me turbaba, me asustaba, dejándome indefenso y desesperado. Traté de tranquilizarme; algunos amigos, a los que confesé esto, me ayudaron; luego llegaron épocas mas tranquilas, en las que si bien no faltaban aquellas sorpresas, se las consideraba con más ecuanimidad y como venían se las incorporaba a la existencia; tal vez entristecían y cansaban, pero en lo demás me permitían subsistir, un poco retraído, temeroso, calculador, sí, pero en resumidas cuentas, todavía un perro cabal. ¿Cómo hubiera podido alcanzar sin esos períodos de descanso la edad de que hoy gozo; cómo hubiese podido luchar y abrirme camino hacia la serenidad desde la cual contemplo los terrores de mi juventud y la vejez; cómo hubiese podido llegar a sacar conclusiones de mi —como lo reconozco—desgraciada o, para expresarlo más cautelosamente, no muy feliz disposición, y vivir conforme a ellas? Retirado, solitario, ocupado en investigaciones, sin esperanzas, aunque para mí indispensables, así vivo, pero sin perder de vista a mi pueblo. A menudo me llegan noticias y a veces también doy alguna señal de vida. Se me trata con consideración, sin comprender mi real naturaleza; pero no lo tomo a mal e incluso los perros jóvenes, que veo cruzar alguna vez a lo lejos —una nueva generación—, de cuya infancia me acuerdo oscuramente, no me niegan su respetuoso saludo.

No hay que perder de vista que, a pesar de todas mis rarezas, traslúcidas como la luz, sigo perteneciendo a la especie. Es verdaderamente curioso —pienso, y para hacerlo tengo tiempo y ganas y disposición—lo que pasa con la condición perruna. Fuera ‘de nosotros, los perros, hay muchas especies de animales: pobres seres minúsculos, casi mudos, capaces, solamente de algunos gritos.; muchos de nosotros, los perros, los estudian, les han dado nombre, tratan de ayudarlos, de educarlos, ennoblecerlos, etcétera. A mí me son indiferentes; basta con que no me molesten; los confundo unos con otros, apenas los veo. Hay sin embargo algo llamativo: la poca, solidaridad que reina entre ellos, si se los compara con nosotros, la indiferencia y hasta la hostilidad con que se tratan, al extremo de que sólo los más burdos intereses parecen unirlos; y aun estos intereses originan a menudo odios y peleas. ¡Nosotros, los perros, en cambio!… Puede decirse que todos,» vivimos agrupados, por más que nos diferencien los caracteres adquiridos a través del tiempo. ¡Todos agrupados! Ese es el impulso y nada puede refrenarlo; todas nuestras leyes e instituciones, las pocas que todavía conozco y las innumerables que he olvidado, tienden a satisfacer el anhelo hacia la suprema dicha de que somos capaces: la cálida convivencia. Y ¡ahora la otra cara del asunto: entiendo que ningún ser vive,! tan ampliamente diseminado como el perro; en ninguno se manifiestan tantas diferencias en realidad inabarcables, por razón de clase, tipo, ocupación; nosotros que deseamos permanecer unidos -y siempre y a pesar de todo lo logramos en momentos extraordinarios—, precisamente nosotros, vivimos separados desempeñando oficios extraños, desconocidos hasta para los congéneres más inmediatos, sujetos a prescripciones que no son las de la perrada, que más bien están orientadas contra ella. Estas son cuestiones tan complejas, cuestiones que, por lo general, se prefiere eludir —comprendo también este punto de vista, hasta lo comprendo mejor que el mío—y a las que sin embargo me he entregado por completo. ¿Por qué no hago como Tos demás, por qué no vivo en armonía con mi pueblo, sin dar importancia a lo que turba precisamente esta armonía, considerándolo como un simple fallo dentro del gran conjunto; por qué no me oriento hacia lo que nos une en felicidad, no a lo que naturalmente —siempre también en forma irresistible—nos arranca del círculo de nuestro pueblo?

Recuerdo un suceso de mis primeros años. Experimentaba la feliz e inexplicable excitación que sin duda todos experimentamos en la niñez; era un perro muy joven; todo me gustaba, todo se refería a mí; creía que grandes cosas sucedían a mi alrededor porque yo era su motor, y que debía conferirles mi voz, cosas que permanecerían miserablemente en tierra si yo no me afanaba y corría y agitaba mi cuerpo por ellas; en suma, fantasías de la niñez que desaparecen con los años. Pero en aquella época eran poderosas, me subyugaban y, efectivamente, sucedió algo extraordinario que parecía justificar mis caóticas esperanzas. En sí no era nada muy extraordinario —más tarde he visto cosas semejantes y más extrañas aún—, pero me afectó con la fuerza de la primera impresión, imborrable y orientadora. Tropecé con un pequeño grupo de perros, mejor dicho, no tropecé con él, porque vinieron a mi encuentro. Yo había caminado largamente en la oscuridad, con el presentimiento de grandes sucesos —presentimiento que, por constante, me inducía fácilmente a error—, había caminado mucho sin rumbo, ciego y sordo a todo, impulsado sólo por mi deseo impreciso; me detuve con la repentina sensación de haber llegado a buen lugar; levanté la vista y vi que era de día, un día muy luminoso, con algo de bruma, lleno de entreverados y mareantes oleajes de perfumes; saludé la mañana con turbulentas voces y, entonces, corno si los hubiese conjurado, siete perros surgieron de la oscuridad y se presentaron a la luz, con un ruido espantoso, como no había oído jamás. Si no hubiese visto con claridad que se trataba de perros y que ellos portaban el ruido, aunque no podía precisar cómo lo hacían, hubiera huido. Me quedé, pues. Entonces no sabía casi nada del don creativo musical conferido exclusivamente a los perros; había escapado a mi poder de observación que se hallaba en lento desarrollo; tal vez porque la música me rodeaba desde la lactancia como elemento vital cotidiano, indispensable, que nada me obligaba a diferenciar de la vida misma; sólo con indicaciones adaptadas a la mentalidad infantil se había tratado de señalármela; tanto más sorprendentes, casi abrumadores, me resultaron aquellos grandes artistas. No hablaban ni cantaban, más bien callaban obstinadamente; pero como por arte de magia, extraían su música del espacio vacío. Todo era música, las subidas y bajadas de las patas, determinados giros de las cabezas, el andar y el reposo, sus posiciones respectivas, los pasos como de contradanza originados cuando, por ejemplo, cada cual afirmaba las patas delanteras en el lomo del precedente de manera que el primero sostenía, erguido, el peso de los demás, o cuando formaban entrelazadas figuras que se arrastraban, cerca del suelo, sin equivocarse jamás. El último de ellos, todavía un poco inseguro, no encontrando de inmediato la conexión con los otros y en cierto modo vacilante al iniciarse la melodía, lo era sólo comparado con la magnífica seguridad de los otros; y aunque lo fuese por completo, no habría podido echar a perder nada porque los otros, grandes maestros, mantenían inconmoviblemente el compás. ¡Pero si apenas se les veía! Se habían adelantado, se los había saludado ya con anterioridad como a perros a pesar de la confusión creada por el estruendo que los acompañaba; sí, eran perros, perros como tú y yo, uno quería acercárseles, intercambiar saludos, estaban muy próximos, eran perros ciertamente mucho más viejos que yo y no de mi especie lanuda, pero tampoco muy distintos en tamaño y aspecto; al contrario, resultaban muy familiares; yo conocía a muchos de esa especie o de otra parecida, pero mientras estaba entretenido en tales reflexiones, la música comenzaba a predominar; lo cogía materialmente a uno, lo apartaba de estos pequeños perros reales, y a pesar de resistirse con todas las fuerzas, aullando como si le causaran daño, no podía ya ocuparse de otra cosa que de la música procedente de todas partes, de arriba, de abajo, arrastrando al oyente, sepultándolo y aplastándolo; que al aniquilarlo a uno estaba tan próxima que de inmediato parecía lejanísima, soplando trompetas apenas audibles. Y de nuevo uno era despedido porque ya estaba demasiado agotado, aniquilado, demasiado débil para seguir escuchando; era despedido y veía a los siete perritos realizar sus evoluciones, ejecutar sus saltos; uno quería, a pesar de su aspecto inaccesible, llamarlos, preguntarles, averiguar qué hacían allí —yo era una criatura y me creía autorizado a preguntar a todo el mundo—pero apenas comenzaba, apenas sentía el fluido de la buena y cálida comunicación con los siete, cuando la música había vuelto, me quitaba el sentido, me hacía girar en círculos, como si yo mismo fuera uno de los músicos, cuando sólo era una de sus víctimas, y me arrojaba de un lado para otro, por más que implorara clemencia. Por fin me salvó su violencia misma, apretándome en una pila de maderas que hasta entonces no había advertido. Al abrazarme con firmeza y bajar la cabeza me daba al menos la posibilidad de resollar, aunque en el exterior siguiera tronando la música. Verdaderamente, más que el arte de los siete perros —incomprensible para mí, porque sobrepasaba en mucho mis facultades de aprehensión—me maravillaba su valor de exponerse por entero y abiertamente al resultado de su propio arte y de soportarlo, aunque iba más allá de sus fuerzas, sin que se les quebrara el espinazo. Por cierto que yo comprobaba ahora desde mi escondrijo, mirando mejor, que no trabajaban con tanta calma, sino más bien con extremo esfuerzo; estas patas movidas en apariencia con tal seguridad, temblaban a cada paso en interminables palpitaciones ; rígidos, como desesperados, se miraban unos a otros, y la lengua, una y otra vez dominada, tornaba también una. y otra vez a colgar mustia. Y no podía ser que los excitara así el temor al fracaso; los que tanto arriesgaban, los que lograban tanto, no podían ya tener miedo. ¿Miedo a qué? ¿Quién los obligaba a realizar lo que allí estaban haciendo? Y ya no pude contenerme, sobre todo porque ahora me parecían necesitados de ayuda, y grité mis preguntas a través del ruido, alta e imperiosamente. Pero ellos – ¡incomprensible! ¡incomprensible! —no contestaron, actuaron como si yo no existiera. ¡Perros que ni siquiera contestan a una llamada de perro, un atentado imperdonable a las buenas costumbres inconcebible en ninguna circunstancia, ni en el más grande ni en el más pequeños de los perros! ¿Y si no fueran perros? Pero cómo podían no ser perros si ahora oía, al escuchar mejor, las suaves voces con que se azuzaban unos a otros, se hacían notar ciertas dificultades, se advertían ciertos errores, hasta veía al último perro, al más pequeño, al que estaban destinadas la mayoría de las voces, entrecerrar los ojos hacia mí con frecuencia, como si tuviese ganas de contestarme, pero dominándose porque no debía ser. ¿Pero por qué no debía ser, por qué lo que nuestras leyes exigen siempre incondicionalmente no podía ser en este caso? Me sentía indignado casi hasta olvidar la música. Estos perros violaban la ley. Aunque fueran grandes magos la ley era válida también para ellos, eso lo comprendía yo muy bien aunque fuera una criatura. Y noté aún más. En realidad tenían motivo para callar, en el supuesto de que callaran por sentimiento de culpa. Porque, ¿cómo se conducían? La música me había impedido notarlo; los muy desdichados, arrojando de sí toda vergüenza, hacían lo más ridículo y lo más indecente: caminaban erguidos sobre las patas traseras. ¡Horror! Se desnudaban y llevaban procazmente a la vista su desnudez; se gozaban en ello y si alguna vez obedecían al sano instinto y bajaban las manos parecían asustarse, como si fuera un error, como si la naturaleza fuese un error, y volvían a levantarse en seguida, sus miradas parecían pedir disculpas por haber interrumpido de momento sus prácticas pecaminosas. ¿Estaba el mundo al revés? ¿Dónde me hallaba? ¿Qué había pasado? Aquí ya no pude vacilar, la existencia misma estaba en juego; me solté de las maderas que me aprisionaban y me adelanté de un salto, quería llegar hasta los perros; de pequeño discípulo debía convertirme en maestro, hacerles comprender lo que hacían, evitar que cayeran en ulteriores pecados. «Unos perros tan viejos, unos perros tan viejos», me repetía. Pero apenas estuve en libertad —sólo dos, tres saltos me separaban de ellos—el ruido volvió a adueñarse de mí. Tal vez, como ahora ya lo conocía, aunque era espantoso, le habría podido oponer resistencia; luchar contra él, si a través de toda la plenitud sonora no se hubiese mantenido un sonido claro, severo, siempre igual a sí mismo, como si llegase invariablemente de gran distancia y pareciera constituir la verdadera melodía en medio del ruido. Me obligó a caer de rodillas. ¡Qué embaucadora era la música de estos perros! No lograba avanzar, ya no quería educarlos; que siguieran despatarrándose, que siguieran cometiendo pecados e induciendo a otros al silencioso pecado de contemplar; yo era un perro demasiado pequeño; ¿cómo se podía esperar de mí acción tan ardua? Me acurruqué aún más, gimoteando, y si los perros me hubiesen preguntado mi opinión tal vez les hubiese dado la razón. Afortunadamente, no tardaron en irse; con todo su ruido y toda su luz desaparecieron en la oscuridad por donde habían salido.

Como ya he dicho, en este suceso no había nada de extraordinario; en el transcurso de una larga vida se ven muchas cosas que, aisladamente y miradas con ojos infantiles, serían aún más extraordinarias. Además, el caso podía presentarse en otra forma, como todo. Porque, se podía argüir, en definitiva, que los siete músicos se habían reunido para hacer música en el silencio matutino; un perrillo se había extraviado hasta llegar a ellos, un oyente molesto, al que en vano habían intentado ahuyentar con música terrible o sublime. Los importunaba con preguntas, ¿debían ellos, ya fastidiados por su simple presencia, agravar la molestia y agrandarla contestando? Y si bien la ley ordena contestar a todo el mundo, ¿era en realidad alguien ese perrito insignificante llegado de cualquier parte? Acaso ni siquiera lo comprendían, pues ladraba sus preguntas en forma casi ininteligible. O tal vez lo comprendían y, sobreponiéndose, le contestaba, pero él, el pequeño, inhabituado a la música, no sabía separar-ésta del ruido. Y en lo que se refiere a las patas traseras, es probable, sí, que caminaran excepcionalmente sobre ellas; es un pecado, sí, pero estaban solos, eran amigos entre amigos, en una reunión íntima, en cierto modo entre cuatro paredes y completamente solos, ya que los amigos no son público, ni tampoco lo es un pequeño y curioso perro callejero. En resumen: ¿no era como si no hubiese sucedido nada? No es así del todo, pero sí en aproximación. Los padres debieran cuidar más a sus hijos y enseñarles mejor a callar y a respetar las canas.

Y si uno llega a este punto, el caso está terminado. Ciertamente, lo que está terminado para los mayores, no lo está para los pequeños. Corrí y conté y pregunté; acusé y averigüé, quería arrastrar a todos hasta el lugar del suceso, quería mostrar a todos dónde estaba yo y dónde los siete, y cómo y dónde habían bailado y ejecutado su música, y si alguien, en vez de rechazarme y reírse de mí, hubiese venido conmigo, entonces tal vez hubiese sacrificado mi pureza y habría intentado elevarme sobre las patas traseras, para dejarlo todo bien en claro. En fin, todo lo que hace una criatura está mal, pero afortunadamente también se le perdona todo. Yo, sin embargo, maduré sin perder esta cualidad infantil. Así como en aquel entonces no terminaba de comentar el suceso en alta voz —suceso que desde luego hoy me parece poco importante—y de dividirlo en partes, y de apreciarlo a la luz del criterio de los presentes, importunándolos sin consideración, ocupado tan sólo con mi asunto, que yo encontraba tan molesto como todos los demás y precisamente por eso —ahí estaba la diferencia—digno de ser aclarado a fondo, para poder por fin recuperar la libertad y ocuparme de la vida cotidiana, ordinaria, tranquila y feliz; así como entonces, exactamente —aunque con medios menos pueriles, si bien la diferencia no es muy grande—seguí trabajando después y sigo todavía hoy, sin detenerme.

Todo comenzó con aquel concierto. No me quejo; es innato en mí, y si el concierto no hubiese ocurrido, mi naturaleza habría buscado otra oportunidad para manifestarse. Sólo que algunas veces me apena que sucediera tan pronto; me privó de gran parte de mi niñez; la feliz existencia de los cachorros, que algunos son capaces de prolongar durante años, fue para mí de sólo pocos meses. Ya pasó. Hay cosas más importantes que la infancia. Y tal vez me espera en la vejez, como premio por tan dura existencia, más dicha infantil que la que podría soportar un niño verdadero, pero que yo tendré fuerzas para soportar.

Comencé entonces con mis investigaciones sobre las cuestiones más sencillas; no me faltaba material; lamentablemente, fue la superabundancia de éste la causa de mi desesperación en horas oscuras. Comencé a averiguar de qué se alimentaba la perrada. Esta no es, si bien se mira, pregunta fácil de contestar; nos ocupa desde los primeros tiempos; es el principal objeto de nuestras meditaciones; las observaciones, experimentos y puntos de vista fueron innumerables en este terreno; se convirtieron en una ciencia que por su enorme amplitud excede lo abarcable por un individuo, y también por todos los sabios; que únicamente puede ser soportada por toda la perrada, y esto sólo en parte y no sin suspiros, ello sin hablar de las dificultades y de las condiciones previas casi imposibles de cumplir, que exigen mis investigaciones. No es necesario que todo eso se me señale, lo sé tanto como cualquier perro; no pienso propasarme con la verdadera ciencia, le guardo el respeto que merece; pero para aumentarlo me falta saber, constancia, calma y —no en último término y especialmente durante los últimos años—también el apetito. Trago la comida sin demorarme en disquisiciones económicas. Me basta en este aspecto la quintaesencia del saber, la pequeña regla, con la cual las madres destetan a los pequeños y los dejan partir .hacia la vida: «Riega todo lo que puedas.» ¿Es que esto no lo dice casi todo? ¿Ha podido la investigación agregar a ello algo esencial, comenzando desde los tiempos de nuestros más remotos antepasados? Pormenores, nada más que pormenores. Y todos inseguros. En cambio, esta regla permanecerá inconmovible mientras haya perros. Se refiere a nuestro principal alimento. Desde luego, todavía hay medios accesorios, pero en caso de necesidad y si los años no fueran demasiado malos, podríamos vivir de este alimento principal, que encontramos en la tierra; la tierra necesita de esa agua nuestra y sólo a este precio nos suministra alimento, cuya producción, esto tampoco hay que olvidarlo, puede desde luego acelerarse con determinados dichos, cantos y movimientos. A mi juicio, esto sería todo: nada fundamental puede agregarse al respecto. Estoy de acuerdo con la gran mayoría de la perrada y doy la espalda, firme y severamente, a las opiniones heréticas sobre la materia. No, no trato de distinguirme, ni de tener razón; me siento feliz cuando puedo coincidir con mis conciudadanos, y ello sucede en este caso. Pero mis propios trabajos se orientan en otra dirección. La simple observación me enseña que la tierra, si se la rocía y trabaja según las normas científicas, entrega alimentos de tal calidad y en tales cantidades, de tal manera, en tales lugares y a tales horas, según las leyes parcial o totalmente establecidas por la ciencia. Eso lo doy por sentado, pero mi pregunta es: «¿De dónde saca la tierra estos alimentos?» Pregunta que en general se simula no comprender o a la que se contesta en el mejor de los casos: «Si no tienes bastante de comer, te daremos de lo nuestro.» Obsérvese esta contestación. Ya sé, no cuenta entre las ventajas de la perrada distribuir los alimentos una vez logrados. La vida es dura, la tierra árida, la ciencia rica en comprobaciones, pero bastante pobre en resultados prácticos; el que tiene alimentos los conserva; eso no es egoísmo, sino todo lo contrario, ley de perros, unánime resolución popular, lograda después de sobreponerse precisamente al egoísmo, ya que los que poseen son los menos. Por eso aquella contestación de «si no tienes bastante para comer, te daremos de lo nuestro» es sólo una frase hecha, una broma, una burla. No lo he olvidado. Pero tanto mayor significado tiene el hecho de que tratándose de mí —que entonces rodaba por el mundo con estas preguntas—se dejara de lado la burla; si bien no se me daba alimento —¿de dónde se lo hubiera podido sacar?—y si por casualidad se tenía, en la urgencia del hambre se olvidaba cualquier otra consideración; les ofrecimientos eran siempre serios, y aquí y allá obtenía efectivamente alguna pequeñez si me apresuraba a atraparla. ¿Por qué fui objeto de un tratamiento especial? ¿Por qué se me respetó y se me prefirió? ¿Porque era un animal flaco, débil, mal alimentado y demasiado despreocupado de la comida? Andan por el mundo muchos perros mal alimentados y si se puede se les quita de la boca el más miserable aumentó, con frecuencia no por voracidad, sino casi siempre por principio. No; se me prefería; no podría quizás entrar en pormenores, pero tenía la exacta impresión de ello. ¿Divertirían mis preguntas acaso? ¿Se las encontraba especialmente juiciosas? No; mis preguntas no divertían y se las encontraba tontas. Y, con todo, sólo podían ser las preguntas las que habían atraído la atención sobre mí. Era como si se prefiriese hacer cualquier cosa, taparme la boca con comida, por ejemplo —no se lo hacía, pero se tenía la intención—, antes de tolerar mis preguntas. Pero se me hubiera podido ahuyentar, prohibirme las preguntas. No, no se quería eso; no se quería oír mis preguntas; pero precisamente no se me quería expulsar por ellas. Por más que se rieran de mí y me trataran como a un animal pequeño y tonto, por más que se me empujara de un lugar para otro, aquel fue el tiempo en que llegué a gozar de mayor prestigio; nunca se repitió en adelante nada semejante; tenía acceso a todas partes y, con el pretexto de tratarme rudamente, se me lisonjeaba. Y todo sólo por mis preguntas, por mi impaciencia, por mis ansias de investigación. ¿Se me quería embaucar sin violencia, apartarme casi amorosamente de un camino equivocado, de un camino cuya falsedad sin embargo no estaba por encima de cualquier duda, puesto que no autorizaba a emplear la fuerza?… También un cierto respeto y temor se oponían al empleo de la violencia. Ya sospechaba en aquel entonces algo semejante, hoy lo sé con certeza, con más certeza que aquellos que actuaron entonces; es cierto, se me quiso apartar hábilmente de mi camino. No lo lograron; el resultado fue inverso: mi vigilancia se agudizó. Hasta se evidenció después que era yo quien trataba de apartar a los demás de su propio camino, propósito en el que tuvo éxito hasta cierto punto. Sólo con ayuda de la perrada comencé a comprender mis propias interrogaciones. Cuando yo preguntaba, por ejemplo: «¿De dónde saca la tierra este alimento?», ¿me interesaban entonces, como podría parecer, las preocupaciones de la tierra? En lo más mínimo; eso estaba, como pronto pude comprobar, lejos de mí; a mí me preocupaban sólo los perros, nada fuera de ellos. Porque, ¿qué hay fuera de los perros? ¿A quién recurrir fuera de ellos en el inmenso mundo vacío? Todo el saber, la totalidad de las preguntas y respuestas está contenida en los perros. ¡Si al menos este saber pudiera utilizarse, extraído a la luz del día; si al menos los perros no supieran tan infinitamente más de lo que reconocen saber, de lo que ante sí mismos admiten que saben! Pero el más locuaz de los perros es más hermético que los lugares donde se hallan los mejores alimentos. Se ronda a tal canino, se espumajea de avidez, se pelea con la propia cola, se pregunta, se ruega, se aúlla, se muerde y se logra… y se logra lo que se lograría también sin ningún esfuerzo: amabilidad, contactos amistosos, honrosos olisqueos, estrechos abrazos, tu aullido y el mío unidos en uno solo, todo converge hacia allí, una dicha, un olvidar y un encontrar, pero lo único que deseaba alcanzar: la confesión del propio saber, eso se niega. A este ruego, silencioso o en alta voz, contestan en el mejor de los casos, cuando la insistencia se ha llevado al extremo, con aires obtusos, miradas oblicuas, ojos velados, turbios. Más o menos lo mismo que lo que sucedió cuando de niño clamé a los perros músicos y no me contestaron.

Se podría decir: «Te quejas de tus semejantes, de su silencio sobre las cosas decisivas; sostienes que saben más de lo que admiten saber más de lo que hacen valer en la vida; y esta reserva, cuyo motivo y secreto naturalmente también callan, te envenena la existencia, te la torna imposible, te impulsa a cambiarla o a abandonarla; pero si como es cierto eres también un perro, con saber de perro, entonces manifiéstalo no solamente en forma de pregunta, sino como respuesta. Porque, si lo expresaras, ¿quién se te resistiría? El gran coro de la perrada se levantaría como si hubiese esperado tu señal. Entonces tendrías tanta verdad y claridad y tantas confesiones como pudieras desear. El techo de esta vida ruin, que tanto criticas, se abriría, y todos, perro junto a perro, ascenderíamos hacia una libertad superior. Y aunque esto último no sucediera, si fuera peor que hasta ahora, si la verdad total fuese menos soportable que la parcial, si llegara a confirmarse que los silenciosos están en su derecho como protectores de la vida, y si la ligera esperanza que ahora todavía poseemos se trocara en desesperación total, el ensayo merece igualmente la pena puesto que no quieres vivir como te dejan vivir. Entonces: ¿por qué reprochas a los otros su mutismo cuando tú también callas?» Fácil respuesta: soy un perro. En lo esencial tan hermético como ellos, resistiéndome también a las mismas preguntas, rígido de miedo. ¿Pregunto acaso —al menos desde que soy adulto—para que se me conteste? No alimento tan absurdas esperanzas. Veo los fundamentos de nuestra vida, presiento su hondura, veo a los obreros en la construcción, en su obra oscura, ¿he de esperar que gracias a mis preguntas todo se acabe, sea destruido, abandonado? No; ya no espero eso, desde luego. Los comprendo, soy sangre de su sangre, de su pobre sangre, siempre renovadamente joven y siempre renovadamente ansiosa. Pero no sólo tenemos en común la sangre, sino también el saber, y no tan sólo el saber, sino también las llaves para lograrlo. No lo poseo sin intervención de los demás, no puedo tenerlo sin ayuda. Los huesos duros, los de más noble tuétano, sólo son accesibles a las dentelladas conjuntas de todos los perros. Esta es desde luego sólo una analogía muy exagerada; si todos los dientes estuvieran preparados ya no necesitarían morder, el hueso se abriría y su tuétano estaría al alcance del cachorro más débil. Si me mantengo dentro de este símil debo decir que mis preguntas, mis investigaciones, tienden a algo mayor. Quiero lograr esta asamblea de todos los perros, quiero hacer que por la amenaza de todos los dientes se abra el hueso; quiero luego despedirlos para que vivan su vida, que les es cara, y quiero después, solo, absolutamente solo, chupar el tuétano. Esto suena a monstruosidad, casi es como si no quisiera vivir del tuétano de un hueso, sino del tuétano de la perrada misma. Pero es sólo un ejemplo. El tuétano de que se habla aquí no es alimento, es lo contrario: es veneno.

Me azuzo con preguntas sólo a mí mismo; quiero encender, en el silencio que me rodea, la única réplica. ¿Durante cuánto tiempo lo soportarás? Esta es la pregunta vital, más allá de todas las demás. Me la dirijo a mí mismo; no molesta a los demás. Lamentablemente, es fácil de contestar: soportaré hasta que me llegue el final; a las preguntas inquietas se opone cada vez más la calma de la vejez. Estoy seguro que moriré en silencio, rodeado de silencio, casi en paz, pero estoy prevenido. Como para escarnio se nos ha dotado de un corazón admirable y de pulmones que no se desgastan prematuramente; resistimos a todas las preguntas, hasta las propias: somos verdaderos baluartes del silencio.

En los últimos tiempos reflexiono con mayor frecuencia sobre mi vida, busco el error decisivo que fue culpable de todo, pero no lo encuentro. Y sin embargo, debo de haberlo cometido, pues, si a pesar de no existir, el trabajo probo de toda mi vida no me hubiese permitido alcanzar la meta, ello demostraría que lo que me proponía era imposible, y habría que caer en la absoluta falta de fe, en la desesperanza. ¡La obra de una vida! Primero las investigaciones relativas a la pregunta: ¿De dónde toma la tierra nuestro alimento? Perro joven, ávido de vida, renuncié a todos los goces, evité toda diversión, sepulté la cabeza entre las patas ante las tentaciones y me puse a trabajar. No era un trabajo científico, ni por preparación ni por método, ni por finalidad perseguida. Tal vez haya habido en esto un error, pero no pudo ser decisivo. Aprendí poco; era muy joven cuando me vi separado de mi madre; me acostumbré muy pronto a la independencia; y la vida libre y la independencia precoz son poco propicias al aprendizaje sistemático. Pero he visto y oído mucho, y hablé con perros de las más diversas especies y oficios, y no asimilé mal ni relacioné mal las observaciones, lo que reemplazó un tanto el aprendizaje sistemático; además, aunque la independencia es un inconveniente para el estudio ordenado, se torna una ventaja para la investigación personal. Era tanto más necesaria en mi caso, cuanto que no podía seguir los métodos propios de la ciencia, es decir, utilizar los trabajos de los precursores y relacionarme con los investigadores de mi época. Entregado a mi propio esfuerzo, comencé desde el principio con el convencimiento, muy agradable para la juventud, pero abrumador para la vejez, de que el punto final que habría de colocar sería también el definitivo. ¿Pero estuve en realidad tan aislado en mis investigaciones? Sí y no. No es imposible que haya habido siempre, también hoy, algunos perros aislados en mi propia situación. Lo que no es tan grave; no me desvío ni el grosor de un pelo de la costumbre colectiva. Todos los perros sienten como yo el impulso de preguntar y yo, como ellos, el de callar. En cada uno existe el impulso de la pregunta. Si no fuera así. las mías no habrían provocado la menor conmoción, conmociones-que me llenaban de dicha, dicha exagerada, además. Y en cuanto a mi tendencia a callar, lamentablemente no necesita demostración especial. Luego, en el fondo, no soy distinto de los demás; a pesar de todas las discrepancias ellos me reconocerán y yo procederé como ellos. Tan sólo la dosificación de los componentes es distinta, diferencia que personalmente puede ser muy importante, pero que desde el punto de vista colectivo es mínima. ¿Y será posible que nunca, en el pasado y en el presente, la dosificación haya sido parecida a la mía, y si esta mezcla se llama desgraciada, que no haya habido otra más desgraciada aún? La experiencia parece indicar lo contrario. Los perros desempeñamos los oficios más extraordinarios, que nadie lo creería posible si no tuviésemos acerca de ellos noticias fidedignas. Cuando oí hablar de ellos por primera vez, no quise creer lo que se me decía. ¿Cómo? ¿Que había un perro de raza muy pequeña, no más grande que mi cabeza, ni aun en la edad adulta, y que a pesar de su débil constitución y de su apariencia artificiosa, poco madura, relamida, y a pesar de ser incapaz de dar un salto decente, pudiera como se decía, desplazarse en el aire sin ningún trabajo aparente, descansando? Pretender convencerme de tales-cosas me parecía un abuso a mi ingenuidad de cachorro. Pero poco después, en otro lugar, me volvieron a hablar de los perros voladores. ¿Se habían confabulado para burlarse de mí? Sin embargo, cuando vi a los perros músicos, ya todo me pareció posible; ningún prejuicio se oponía a mi capacidad de asimilación, he seguido el rastro de los rumores más descabellados, y lo más disparatado en esta vida insensata llegó a parecerme más verosímil que lo razonable, V más provechoso en mis investigaciones. Así sucedió también con los perros voladores. Averigüé mucho de ellos; y aunque hasta hoy no he conseguido verlos, estoy firmemente convencido de su existencia: en mi imagen del mundo ocupan un lugar importante. Como en la mayoría de los casos, tampoco en éste me desconcierta su arte. Es realmente admirable, ¡quién podría negarlo!, que puedan suspenderse en el aire, y me adhiero a la admiración de la perrada. Pero mucho más admirable es, a mi modo de ver, la insensatez, la callada insensatez de sus existencias. Flotan en el aire y basta, la vida sigue su curso, aquí y allá se habla de arte y de artistas, eso es todo. ¿Pero por qué, pregunto a la perrada, por qué flotan los perros? ¿Qué sentido tiene su oficio? ¿Por qué es imposible obtener de ellos una palabra explicativa? ¿Por qué flotan allá arriba, dejando que se les atrofien las patas, el orgullo del perro, y por qué, lejos de la tierra que alimenta, cosechan sin sembrar y, según referencias, se hacen mantener opíparamente a costa de la perrada? Debo felicitarme por haber provocado con mis preguntas cierta agitación en lo que a esto se refiere. Se comienza a fundar, a improvisar una especie de fundamento y por cierto-que no se irá más allá del comienzo. Pero ya es algo. Si bien no se alcanza la verdad —nunca se llegará a ella—por lo menos se descubre parte de la confusión y de la mentira. Porque hasta lo más descabellado de nuestra vida, y especialmente esto, puede tener fundamento. No de modo completo —es una gracia del diablo—pero de todas maneras en grado suficiente como para preservarse de preguntas molestas. Y volviendo al ejemplo de los perros voladores, no son arrogantes, como se podría suponer de entrada; dependen mucho de sus semejantes, lo que es fácil de comprender si uno trata de colocarse en su caso. Están obligados, ya que no pueden hacerlo abiertamente —lo que implicaría infringir el deber de callar—, a conseguir que se les perdone de alguna manera, su género de vida o, al menos, a desviar la atención, a lograr su olvido, y tratan de conseguirlo, según se me informa, mediante un parloteo casi insoportable. Siempre tienen algo que contar, sea de sus meditaciones filosóficas, en las que pueden ocupar su tiempo puesto que han renunciado a todo esfuerzo corporal, sea acerca de lo que ven desde su altura. Y aunque no se caracterizan por su talento, lo que, habida cuenta de su vida ociosa, es perfectamente comprensible, y aunque su filosofía sea tan inútil como sus observaciones e igualmente inútiles para la ciencia, que no puede supeditarse a fuentes tan despreciables, si a pesar de ello uno pregunta qué es lo que quieren en definitiva los perros voladores, se nos dirá una y otra vez que contribuyen poderosamente a la ciencia. «Ciertamente —observa uno entonces—, pero son contribuciones completamente carentes de valor y molestas.» Las réplicas siguientes consistirán en encogimiento de hombros, rodeos, disgustos o risas, y luego de un rato, si uno vuelve a preguntar, de nuevo se entra de que son útiles a la ciencia y por fin, cuando a su vez le preguntan a uno, a poco que se distraiga, contesta lo mismo. Y tal vez sea mejor no ser demasiado terco y resignarse, no digo a justificar el derecho a la vida de los perros voladores, pero sí por lo menos a tolerarlos. Más no debiera pedirse; sería excesivo y sin embargo se pide. Cada vez son más los perros voladores que se encaraman en el espacio, y para todos se pide tolerancia. No se sabe con seguridad de dónde provienen. ¿Se reproducen? ¿Les quedan fuerzas para ello? Puesto que no son más que una hermosa piel, ¿qué había de reproducirse? Y aunque lo inverosímil fuera posible, ¿cuánto tiene lugar el acto de la reproducción? Siempre se los ve solitarios allá arriba, pagados de sí mismos, y si alguna vez se rebajan a caminar, sucede sólo durante instales, dan unos pocos pasos temerosos, rigurosamente a solas, abismados en supuestos pensamientos, de los que no pueden libertarse ni aun a costa de mayores esfuerzos; por lo menos así se afirma. Pero si no se reproducen, hay que suponer que hay perros que renuncian voluntariamente a la vida en el llano, que se convierten en perros voladores, y que al precio de la comodidad y de cierta habilidad, eligen esa estéril existencia de almohadón. Esto no es admisible; ni la hipótesis de la reproducción ni la de la libre elección son admisibles. Y sin embargo, la realidad demuestra que siempre hay nuevos perros voladores, por tanto hay que deducir que, aunque los inconvenientes parezcan insuperables a la luz de nuestro entendimiento, dada una especie de perros, por más extraña que sea, no se extinguirá tan fácilmente, ya que siempre habrá en ella algo que resistirá con éxito.

Si esto es válido para una especie tan insensata, extraña y hasta no viable como la de los perros voladores, ¿no habría de serlo también para la mía? Sobre todo, teniendo en cuenta que mi aspecto no es tan singular, que soy perro de clase media, muy abundante en esta región, que no me destaco en nada, que no soy especialmente despreciable y que en mi juventud y aun en mi edad adulta, antes de abandonarme, fui bastante bien parecido. Se me elogiaba el pecho, las patas esbeltas, el porte de la cabeza, pero también mi pelaje grisá-ceo-amarillento, de puntas rizadas, tenía gran aceptación; todo esto no es extraño, extraña es solamente mi manera de ser y aun ésta —lo que no debo olvidar nunca—está arraigada en lo profundo en la naturaleza de la perrada. Si el perro volador mismo no permanece absolutamente solo, si siempre aparece alguno nuevo en el gran mundo de la perrada, si siempre se procuran descendencia, entonces puedo aún confiar en que tampoco yo estoy definitivamente perdido. Como es natural mis congéneres han de tener un destino especial, pero el simple hecho de existir no me beneficia de forma visible: no los reconocería. Somos los oprimidos del silencio, queremos destruirlo, padecemos hambre de aire, mientras que a los demás parece agradarles; «parece» solamente, como lo prueba el caso de los perros músicos, en apariencia entregados tranquilamente a su arte, pero en realidad muy excitados. De todos modos esta apariencia tiene gran poder, uno trata de comprenderla, pero ella burla todo intento. ¿Cómo se las arreglan mis congéneres? ¿Cómo son sus intentos de vivir? Ha de existir en esto mucha diversidad! Yo ensayé con preguntas en mi juventud. Luego, tal vez, podría adherirme a los que preguntan mucho, ellos serían mis congéneres. En realidad, lo intenté durante un tiempo violentándome, porque ante todo me interesan los que debieran responder; los que interrumpen con preguntas que casi nunca puedo contestar me son desagradables, y después: ¿a quién no le gusta preguntar mientras es joven? ¿Cómo habría de seleccionar entre las múltiples preguntas las verdaderas? Todas las preguntas suenan igual, lo importante es la intención y ésta generalmente está oculta, aun para el que las formula. Además, preguntar es propio de la perrada, todo el mundo hace preguntas, éstas se entrecruzan; hasta parece que hubiera el propósito de borrar el rastro de las preguntas verdaderas. No; mis iguales no se hallan entre los preguntones jóvenes y tampoco entre los taciturnos, los viejos, a los que ahora pertenezco. Por lo demás, ¿qué se logra con preguntas?; yo he fracasado con ellas; tal vez mis compañeros sean más inteligentes que yo y empleen medios más efectivos para soportar la existencia, medios que —así me parece— tal vez los ayuden en su angustia, los calmen, los adormezcan, modifiquen su índole, pero que en el fondo sean tan impotentes como los míos, puesto que por más que mire en derredor no veo resultados. ¿Y dónde están estos congéneres? Sí, esta es la tortura, ésta. ¿Dónde están? En todos lados y en ninguno. Tal vez lo sea mi vecino, que está solo a tres saltos de mí; intercambiamos algún grito, él cruza para verme, pero yo no a él. ¿Es mi congénere? Es posible, pero nada hay más improbable. Cuando está lejos puedo, por ejemplo, con gran esfuerzo de imaginación, ver en él muchos rasgos que me son propios, pero cuando está presente mis apreciaciones caen en el ridículo.

Un perro viejo, aún más pequeño que yo a pesar de mi talla escasamente mediana, castaño, de pelo corto, cabeza cansada, abatida, de paso deslizante, que además arrástrala pata izquierda posterior a consecuencia de una enfermedad. Hace mucho que no me doy con nadie como no sea con él; estoy contento de soportarlo mal que bien, y al irse le grito las cosas más amables, ciertamente, no por afecto, sino irritado conmigo mismo, pues cuando lo sigo encuentro en extremo repelente su andar reptante, su pie arrastrado y el cuarto trasero demasiado bajo. A veces, cuando mentalmente lo considero compañero mío, es como si quisiera ridiculizarme a mí mismo. Por otra parte, al hablar no demuestra nada que pueda parecerse al compañerismo; es inteligente, sí, y, para nuestro medio, bastante culto; se podría aprender mucho de él. Pero ¿busco la inteligencia y la instrucción? Generalmente hablamos de cuestiones comunales y yo, más perspicaz en este aspecto a causa de mi aislamiento, suelo asombrarme de la riqueza de espíritu que necesita un perro común, aun en circunstancias no excesivamente desfavorables, par ir por la vida y protegerse de los peligros corrientes. Es la ciencia de las reglas, pero no resulta fácil comprenderla ni aun en sus planteamientos más elementales, y sólo una vez comprendida viene la verdadera dificultad: aplicarla a las circunstancias ordinarias. En esto casi nadie puede ayudar; cada hora y cada lugar de la tierra crea nuevos problemas. Nadie puede afirmar que está instalado en algún punto de manera definitiva y que su vida transcurrirá como por sí sola; ni siquiera yo, con mis necesidades decrecientes cada día que pasa. Y todo este esfuerzo infinito, ¿para qué? Sólo para sepultarse cada vez más en el mutismo, para no poder ser sacado de él ya nunca y por nadie.

Se suele elogiar el progreso de la perrada a través de los tiempos, con lo que, entiendo, se quiere elogiar el progreso de la ciencia. Ciertamente, la ciencia progresa en forma incontenible, hasta aceleradamente, cada vez con mayor velocidad, pero ¿qué hay de glorioso en ello? Es como si se quisiera elogiar a alguien porque a medida que transcurren los años envejece acercándose por tanto a la muerte con velocidad creciente. Es un proceso natural y hasta desagradable, en el que no encuentro nada que celebrar. Veo sólo desintegración, con lo cual no quiero dar a entender que las generaciones fueron mejores; sólo fueron más jóvenes, esa era su gran ventaja, su memoria no estaba tan abarrotada como la de hoy, era más fácil lograr que hablaran, y aunque nadie lo haya conseguido, las posibilidades eran mayores; precisamente, esta mayor posibilidad es lo que nos enardece al escuchar aquellas viejas historias, bastante ingenuas por lo demás. De vez en cuando una palabra parece revelar un indicio, nos hace saltar, no sentimos el peso de los siglos. Así es; por más que critique mi tiempo, las antiguas generaciones no fueron mejores que las más recientes y hasta en cierto sentido fueron peores y más débiles. Tampoco entonces los milagros andaban por las calles para que cualquiera pudiese echarles el lazo, pero los perros no eran aún, no puedo expresarlo en otra forma, tan perrunos como hoy; la estructura de la perrada era más burda, la exacta palabra todavía habría podido actuar, decidirla obra, alterarla, cambiarla voluntariamente en forma diametral, y aquella palabra existía, o por lo menos se la sentía próxima, flotaba sobre la punta de la lengua y cualquiera hubiese podido averiguarla. ¿Adonde ha ido a parar hoy? Introduciendo las manos en las entrañas, no se la encontraría. Quizá nuestra generación esté perdida, pero es más inocente que aquéllas. Comprendo las vacilaciones de la mía. Ya ni siquiera se trata de vacilar, es apenas olvidar el sueño que hace mil noches se ha soñado, para mil veces olvidarlo. ¿Quién nos echará en cara precisamente este milésimo olvido? Y hasta creo comprender las vacilaciones de los antepasados; probablemente nosotros no hubiésemos actuado distinto; casi quisiera decir: dichosos de nosotros por no tener que cargar con la culpa; por poder correr hacia la muerte envueltos en un silencio casi inocente, en un mundo ya oscurecido por otros. Quizá cuando se extraviaron ni se dieron cuenta de que» se trataba de un extravío definitivo; seguían viendo la encrucijada, les era fácil regresar, y si se retrasaban era sólo porque querían gozar durante un tiempo de la vida perruna, que en realidad no era en verdad una vida perruna, pero con todo embriagadoramente agradable, por lo que siempre convenía demorarse un poco, aunque ya fuera unos instantes y seguir errando. No sabían lo que .nosotros, analizando el decurso de la historia, podemos deducir: el alma evoluciona más de prisa que la vida perruna, ya debían de tener el alma perrunizada desde antiguo, y no se hallaban tan cerca del punto de partida como les parecía o quería hacerles creer su vista, ya regodeada en pleno libertinaje perruno. ¿Quién puede hablar hoy todavía de juventud? Fueron en realidad perros jóvenes, pero por des- 1 gracia su único orgullo se cifraba en llegar a ser perros viejos, de modo que, es cierto, no podían fracasar, como lo demostraron todas las generaciones siguientes y la nuestra mejor que ninguna.

No, no hablo con mi vecino de estas cosas, pero a menudo debo pensar en ellas cuando estoy sentado frente a él, típico perro viejo, o cuando hundo el hocico en su pelaje y percibo el hedor característico que tienen las pieles desolladas. Carecería de sentido hablar de estas cosas con él o con los demás. Sé cómo transcurriría la conversación. Haría algunos reparos aquí y allá, finalmente aprobaría —la aprobación es la mejor arma—y el asunto quedaría enterrado. ¿Para qué entonces molestarse en desenterrarlo? Y sin embargo, tal vez haya con mi vecino alguna concordancia más allá de las simples palabras. No puedo dejar de sostener esto aunque carezca de pruebas y pueda ser víctima de engaño, precisamente por ser desde hace mucho el único a quien trato y porque debo aferrarme a él. «¿Serás mi correligionario a tu manera? ¿Te avergüenzas de tu fracaso? También yo fracasé. A veces lloro a solas por ello; ven, entre dos es menos amargo.» Así pienso a veces y lo miro fijamente. El no baja la mirada, pero nada deja traslucir, mira obtusamente, asombrado de que haya dejado de hablar. Pero tal vez sea esa su manera de preguntar y yo lo decepcione tanto como él a mí. En mi juventud, si otras preguntas no me hubiesen parecido más importantes, y si no me hubiese bastado con mucho a mí mismo, tal vez le habría preguntado de viva voz, obteniendo un descolorido asentimiento, es decir, menos de lo que obtengo hoy con mi silencio. Pero ¿no callan todos por igual? Nada me impide creer que todos son camaradas, no solamente que he tenido un ocasional camarada investigador, Hundido y olvidado con sus insignificantes éxitos, al que no puedo llegar por impedírmelo la bruma de los tiempos pasados y la conglomeración del presente, sino que desde siempre he tenido y tengo compañeros en todos, todos afanosos a su manera, a su manera infructuosos, callados o astutamente charlatanes, como consecuencia de la investigación desesperanzada. Pero entonces no hubiera sido necesario que me aislara; hubiera podido quedarme tranquilamente entre los demás, no habría tenido que abrirme paso como un cachorro rebelde en las filas de los mayores, que en resumidas cuentas quieren lo mismo que yo, abrirse paso, y que sólo me engañan por su mayor juicio, que les advierte que nadie puede llegar más allá y que todo empuje carece de sentido.

Tales ideas son ciertamente el resultado de las conversaciones con mi vecino; me confunde y me entristece; con todo, es bastante alegre, al menos lo he oído gritar y cantar en su casa, hasta molestarme. Convendría renunciar también a esta última relación, no seguir vagas ensoñaciones como las que provoca todo trato perruno por más endurecido que uno se crea, y dedicar el poco tiempo que me resta en forma exclusiva a mis investigaciones. La próxima vez que venga me arrinconaré y me fingiré dormido y repetiré esto todas las veces que sea necesario hasta que deje de venir.

También ha entrado el desorden en mis investigaciones; desisto, me canso, un trote mecánico, donde antes habría carrera entusiasta. Recuerdo los tiempos en que comencé 1 a investigar la pregunta: «¿De dónde toma la tierra nuestro alimento? Por cierto que vivía entonces en el seno pueblo pugnaba por meterme donde todo se hacía mas denso, a todos quería convertir en testigos de mi trabajo, y este testimonio me importaba más que el trabajo mismo; como todavía esperaba algún efecto general recibía gran estímulo, que ahora, solitario como soy, se ha desvanecido. Por entonces era tan fuerte que hice algo inaudito, algo en contradicción con todos nuestros principios y que todo testigo presencial recuerda como siniestro. Encontré en la ciencia, que tiende por lo general a la ilimitada especialización, una curiosa simplificación. Ella enseña fundamentalmente que la tierra produce alimento e indica, luego de haber sentado este principio, los métodos por los cuales pueden obtenerse, y en abundancia, las diversas comidas. Es exacto, en efecto, que la tierra produce alimentos, ello no admite dudas, pero el proceso no es tan simple como se presenta, al extremo de excluir toda investigación ulterior. Basta tomar los más elementales sucesos que se repiten a diario. Si nos quedáramos completamente inactivos, como yo ahora, y después de un ligero cultivo de la tierra nos acurrucáramos a esperar el resultado, y en el supuesto de que realmente se produjera algo, encontraríamos sin duda el alimento en la tierra. Pero este caso no constituye la regla.

Los que conserven cierta ecuanimidad frente a la ciencia —y por cierto son pocos, puesto que los círculos que ella traza son cada vez más amplios— comprobarán con facilidad, aunque no hagan observaciones muy detenidas, que el alimento principal que encontramos sobre la tierra proviene de lo alto; hasta cogemos parte de él de acuerdo a nuestra habilidad y avidez, antes de que entre en contacto con la tierra. Con esto todavía, no afirmo nada contra la ciencia, porque también la tierra produce este alimento en forma natural. Que uno lo saque de su seno y el otro de las alturas, quizá no constituya una diferencia esencial; la ciencia, que ha establecido que en ambos casos es necesario trabajar el suelo, tal vez no deba ocuparse de tales distingos por aquello de: «Panza llena, corazón contento». Sólo que me parece que la ciencia se ocupa de estas cosas en forma velada y fragmentaria, ya que conoce los métodos para la obtención de alimentos: el cultivo del suelo propiamente dicho y las labores accesorias o de refinamiento en forma de aforismo, danza y canto. Encuentro en ello una clasificación que, si bien no perfecta, bastante clara. El cultivo del suelo sirve a mi juicio para la obtención de ambas clases de alimentos y es siempre imprescindible; aforismo, danza, y canto no se refieren tanto al alimento terrestre en sentido estricto, sino que sirven más bien para atraerlo desde lo alto. En esta hipótesis me apoya la tradición. Aquí el pueblo parece rectificar a la ciencia sin saberlo y sin que la ciencia intente defenderse. Si, como quiere la ciencia, aquellas ceremonias sólo habían de servir al suelo, acaso para darle fuerzas para atraer el alimento desde lo alto, entonces, deberían lógicamente cumplirse en su totalidad junto al suelo; todo habría que susurrarlo, bailarlo, y cantarlo al oído de la tierra misma. Y a mi entender la .ciencia no pretende otra cosa. Y ahora viene lo notable: el pueblo se dirige a las alturas con todas sus ceremonias. Esto no atenta contra la ciencia: ella no prohibe ; deja al campesino en libertad, considera en sus enseñanzas tan sólo el suelo y si el campesino las asimila, queda satisfecha; pero su razonamiento debiera a mi juicio exigir más. Y yo, que nunca he profundizado en la ciencia, no puedo imaginarme cómo los científicos permiten que nuestro pueblo, apasionado como es, ladre las frases mágicas hacia lo alto, entonces nuestros antiguos lamentos al aire y ejecute cabriolas danzadas, como si, olvidándose del suelo, quisiera elevarse para siempre. Traté de subrayar estas contradicciones; cuando, de acuerdo con las enseñanzas de la ciencia, se aproximaba la época de la cosecha, me dedicaba por completo al suelo, lo apañaba durante la danza y giraba la cabeza para aproximarme a la tierra lo más posible. Más tarde hice un hoyo e introduje la boca, cantando y declamando de ese modo, para que sólo lo oyera el suelo y nadie más que él.

Los resultados fueron limitados. A veces, no obtenía el alimento y ya estaba a punto de alegrarme por mi descubrimiento, cuando aparecía de pronto como si, superada la confusión creada por mi extraña representación, se reconocieran sus ventajas y se renunciara con gusto a gritos y saltos. A menudo la comida llegaba en mayor abundancia que antes; luego faltaba por completo. Con un tesón hasta entonces desconocido en perros jóvenes, hice una extraña reseña de todos mis ensayos; creía ya encontrar una pista que pudiera llevarme más lejos, pero en seguida volvía a perderla. Innegablemente, aquí me perjudicó mi insuficiente capacidad científica. ¿Qué seguridad había por ejemplo de que la falta de comida no era atribuible a mi experimento, sino a la preparación anticientífica del suelo? Si era así, todas mis conclusiones carecían de valor. Bajo determinadas condiciones, habría hecho un experimento completamente satisfactorio si hubiese obtenido el alimento sin trabajar a la tierra en absoluto, sólo con ceremonias dirigidas a lo alto; o también si, con ceremonias terrenas en forma exclusiva, hubiese podido comprobar la ausencia del mismo. Lo intenté, sin mayores esperanzas y no bajo condiciones experimentales rigurosas, porque, de acuerdo con mi creencia inamovible, un mínimo de cultivo es siempre indispensable y aunque los herejes que no lo creen tuvieran razón, no podrían demostrarlo, porque la aspersión del suelo se produce necesariamente y es, dentro de ciertos límites, a inestable. Otro experimento, aunque un tanto colateral, tuvo más éxito y causó cierto revuelo. Paralelamente a la práctica usual de coger los alimentos que venían del aire, resolví dejarlos caer, sin cogerlos. Con tal objeto cada vez ; que caía el alimento ejecutaba un pequeño salto calculando de tal forma que resultara insuficiente; en la mayoría de los casos el alimento caía con sorda indiferencia y yo me arrojaba sobre él, no sólo por hambre, sino también con la ira de la decepción. Pero en casos aislados se produjo algo diferente, realmente maravilloso; el alimento no caía, sino que me perseguía en el aire; la comida perseguía al hambriento. No sucedía durante mucho tiempo, sólo un pequeño trecho, y después caía o desaparecía por completo o —más frecuentemente—en mi avidez la devoraba, terminando en forma prematura el experimento. De todos modos, me sentí feliz, me envolvía un rumor de inquietud y de atención, encontré a los conocidos más accesibles a mis preguntas, en sus ojos brillaba un resplandor de ayuda, y aunque sólo fuese el reflejo de mis propias miradas, no exigía más, me conformaba. Hasta que me enteré —y los otros se enteraron conmigo—que este experimento no era nuevo, que había sido descrito científicamente, y hasta de forma más completa; sin embargo, hacía mucho que no se llevaba a cabo por el autodominio que exige y porque su supuesta carencia de importancia científica hacía innecesaria su repetición. Demostraría tan sólo lo que ya se sabía, o sea que el suelo no siempre atraía el alimento verticalmente, sino también en forma oblicua y hasta en espiral. Con todo, no me amilané; para eso era demasiado joven; por el contrario, me sentí estimulado a cumplir lo que fue tal vez la mayor realización de mi vida. No me dejé desorientar por la subestimación científica del experimento, pero en estos casos no ayuda la fe sino tan sólo la comprobación, y yo quería enfrentarme con ésta, destacando al mismo tiempo, a plena luz y en el centro fe a la investigación, esta experiencia en su origen un poco colateral. Quería demostrar que si retrocedía ante el alimento, no era el suelo el que lo atraía en forma oblicua, sino que era yo el que lo instaba a seguirme. No pude llevar a cabo la prueba en forma completa, porque no aguantaba durante mucho rato el esfuerzo de tener el alimento ante los ojos, y experimentar al mismo tiempo científicamente. Pero quería también hacer otra cosa, quería ayunar por completo, mientras me fuera posible, evitando el espectáculo del alimento y su tentación. Si me retiraba y permanecía echado con los ojos cerrados de día y de noche, sin preocuparme de la recolección ni de la caída de los alimentos, suprimiendo también toda otra actividad, pero confiando secretamente en que la inevitable e irracional aspersión del suelo y la calmosa repetición de los aforismos y canciones —la danza quería evitarla para no debilitarme—fueran suficientes para hacer descender la comida que, sin hacer caso del suelo, vendría a llamar contra mi dentadura para que le franquease la entrada; si eso sucedía, entonces, por cierto aún no habría rebatido a la ciencia, bastante flexible en el caso de excepciones y de casos particulares, pero ¿qué diría el pueblo que por suerte no tiene la misma flexibilidad? Porque ese no sería un caso de excepción como los de enfermedad física o de melancolía, que refiere la historia, en que el sujeto se niega a preparar los alimentos, a buscarlos, ingerirlos, y que en la perrada se une en fórmulas de conjuro, desviando los alimentos de su trayectoria natural y haciéndolos llegar directamente a la boca del enfermo. Yo, en cambio, estaba perfectamente sano y fuerte, y mi apetito era tan magnífico que durante días enteros me impedía pensar en otra cosa que no fuera él; me sometía voluntariamente al ayuno; estaba en condiciones de proveer al descenso de los alimentos y hasta quería hacerlo, pero no necesitaba la ayuda de la perrada y me opuse a ella en forma decidida.

Me busqué un lugar adecuado en un matorral distante, donde no oyera conversaciones de comida, ni chasquear de lengua, ni triturar huesos, y me acosté allí después de haberme atracado por última vez. Quería pasar, a ser posible, todo el tiempo con los ojos cerrados; mientras no quisiera venir la comida sería de noche para mí, aunque pasaran días y semanas. Entretanto no debía, y éste era un grave inconveniente, dormir en absoluto, o por lo menos debía dormir poco, porque no sólo tenía que conjurar los alimentos,, naciéndolos bajar, sino también estar sobre aviso para que la llegada de ellos no me sorprendiese dormido. En otro aspecto, el sueño sería ventajoso, porque no permitiría prolongar el ayuno. Por estas razones resolví subdividir el tiempo en forma cuidadosa y dormir mucho, pero poco por vez. Lo conseguí apoyando la cabeza en débiles ramas que pronto se quebraban, despertándome. Así estaba, dormía o vigilaba soñando o canturreando para mí. Al principio todo transcurrió sin novedad; tal vez en la fuente de los alimentos había pasado inadvertido mi rebelión contra el curso habitual de las cosas, y la verdad es que todo se mantuvo en calma. Me turbaba un tanto el temor de que los perros, al echarme de menos, me buscaran e intentaran algo contra mí. Un segundo temor era que el suelo —a pesar de que según la ciencia se trataba de tierra estéril—produjera por simple aspersión el llamado alimento casual y que su olor me tentara. Por de pronto no sucedía nada semejante y podía seguir ayunando. Fuera de estos temores, me hallaba tranquilo, tranquilo como nunca. Aunque trabajaba contra la ciencia, experimentaba el bienestar y la casi proverbial tranquilidad de los científicos. En mis ensoñaciones conseguía el perdón de la ciencia; también había en ella lugar para mis investigaciones; me consolaba saber que, por grande que fuera el éxito de mis trabajos, y precisamente por eso, yo no estaría perdido para la perrada; la posición de la ciencia era ahora amistosa; ella misma se encargaría de la interpretación de mis resultados y esta promesa ya era casi tanto como el éxito; mientras antes me sentía en el fuero íntimo como un réprobo que embestía enloquecido los muros de su pueblo, ahora sería recibido con grandes honores, la ansiada tibieza de multitudes de cuerpos perrunos me envolvería en su corriente, me levantaría, me haría oscilar sobre los hombros de mi raza. ¡Notable efecto del hambre inicial! Mi empresa me parecía del tal magnitud que allí mismo, en el matorral, comencé a llorar emocionado y compadecido de mí mismo, lo cual, por otra parte, no era muy lógico, pues si esperaba el merecido premio, ¿por qué lloraba? Acaso sólo por bienestar. Siempre que me he sentido bien, harto pocas veces, he llorado. Pero esto duró poco. Las hermosas visiones desaparecieron al agravarse el hambre; no pasó mucho tiempo y luego de la apresurada dispersión de todas las fantasías y emociones, me sentí en completa soledad con el hambre que quemaba mis entrañas. «Esto es el hambre», me dije infinidad de veces, como queriendo hacerme creer que el hambre y yo éramos todavía dos cosas diferentes y como si uno se la pudiese quitar de encima como a un pretendiente molesto; pero en realidad éramos una unidad extremadamente dolorosa, y si yo me declaraba «Esto es el hambre», en realidad hablaba el hambre, burlándose de mí. ¡Horribles momentos! Me da escalofríos no solamente por el sufrimiento que pasé entonces, sino también porque sé que aquel no fue el final, porque todo este sufrimiento habré de sufrirlo de nuevo si realmente quiero llegar a algo, porque aún hoy opino que el hambre es el principal instrumento de mis investigaciones. La ruta marcha a través del hambre; lo más elevado se conquista sólo con el más elevado sacrificio, y el mayor sacrificio es entre nosotros el hambre voluntaria. Si reflexiono pues acerca de aquellos tiempos —y me es esencial meditar en él—, si se debiera dejar transcurrir una vida entera para reponerse de semejante intento; todos los años de mi edad adulta me separan de aquel ayuno, pero aún no estoy repuesto. Tal vez cuando inicie el próximo esté más decidido debido a mi mayor experiencia y mejor comprensión de la necesidad- del ensayo, pero mis fuerzas serán menores, como resultado de lo que pasé, y la sola idea de lo que habré de pasar ya me debilita. Mi apetito disminuido no me ayudará, sólo restará mérito al intento y probablemente me obligará a ayunar durante un plazo más largo. He aclarado perfectamente estas ideas; todo este largo período no transcurrió sin ensayos previos, muchas veces he hincado literalmente el diente en el ayuno, pero sin sentirme todavía preparado para la prueba. El entusiasmo juvenil no existe ya; desapareció entonces en medio del hambre. Muchos, pensamientos me torturaron. Amenazadoramente aparecieron nuestros antepasados. Aunque no lo pueda decir en forma pública los considero culpables; ellos provocan esta vida perruna y bien podía contestar a sus amenazas con otras amenazas. Pero me inclino ante su saber; proviene de fuentes que nosotros ya no conocemos; por lo tanto, a pesar de todo mi impulso de luchar contra ellos, me abstendré siempre de violar en forma abierta sus leyes, en verdad pasaré por las rendijas para cuya localización tengo un olfato especial. Acerca del hambre, invoco el famoso diálogo, en el curso del cual uno de nuestros sabios expresó la intención de prohibir el ayuno, a lo que otro se opuso con esta pregunta: «¿Y quién querrá ayunar?» El primero se dejó convencer y la prohibición no prosperó. Con todo vuelve a nacer la pregunta: «¿Está el ayuno realmente prohibido?» La enorme mayoría de . los comentaristas contestan en forma negativa, considera que hay libertad de ayunar, está con el segundo sabio y no teme que los comentarios erróneos produzcan consecuencias graves. Me había cerciorado bien de esto antes de comenzar mi propio ayuno. Pero mientras me doblaba por efecto del hambre y en mi confusión mental buscaba la salvación en mis extremidades posteriores, lamiéndolas, masticándolas, chupándolas desesperadamente casi hasta el ano, me pareció completamente falsa la interpretación de aquel diálogo, maldije la exégesis, me maldije a mí mismo por haberme dejado engañar; el diálogo, como hasta un niño lo comprendería, contenía algo más que la prohibición de ayunar. El primer sabio querría prohibir el ayuno, lo que un sabio quiere ya ha sucedido, el ayuno estaba pues prohibido; el segundo sabio no sólo se adhirió, sino que también consideró imposible el ayuno, colocó a la primera prohibición una segunda, lo que a verdad era prohibir la naturaleza perruna misma; el primer sabio reconoció esto y retiró su prohibición, es decir, ordenó a los perros, después de la explicación de todo esto, a obrar con prudencia y a prohibirse el ayuno a sí mismos. Tres prohibiciones en lugar de una y yo las había violado todas. Aunque con retraso, hubiese podido obedecer y suspender el, ayuno, pero a pesar de mi sufrimiento, me tentaba la prosecución y me lancé tras ella, golosamente, como si se tratase de un perro desconocido. No podía terminar, probablemente estaba también demasiado débil para levantarme y buscar la salvación en los poblados. Me revolcaba en el lecho, ya no podía dormir, en todas partes oía el ruido, el mundo hasta ahora dormido parecía haberse despertado por mi ayuno; tenía la sensación de que nunca más podría volver a comer porque entonces silenciaría de nuevo al mundo ahora libre y sonoro, de lo que no me sentía capaz. Por otra parte, el mayor ruido, estaba en mi barriga; a menudo apoyaba el oído en ella; cara bien extraña debo haber puesto; apenas podía dar crédito a lo que oía. Y cuando las cosas llegaron al límite, el mareo pareció adueñarse de mi naturaleza misma; hacía intentos de salvación carentes de sentido; comencé a sentir olores de alimentos, de manjares selectos que hacía mucho que no comía, alegrías de mi niñez; sí, olfateé el olor de los pechos de mi madre; olvidé mi decisión de resistir a los olores, o mejor, no la olvidé; como si ello formara parte de esa decisión, me arrastraba en todas direcciones, sólo un poco, y olisqueaba, como si quisiera el manjar sólo para alcanzarlo. No me causaba decepción no encontrar nada; los alimentos existían, sí, pero siempre se hallaban unos pasos más allá, las patas se me doblaban antes de alcanzarlos. Pero al propio tiempo sabía que no había nada, que me movía sólo por miedo a la postración definitiva en un lugar que, sin embargo, ya no podría abandonar nunca. Las últimas esperanzas y las ultimas tentaciones se esfumaron en forma miserable: terminaría aquí, ¿qué sentido tenían mis investigaciones, pueriles intentos de pueriles épocas felices?; ahora iba en serio, aquí la investigación hubiera podido demostrar su importancia, pero ¿dónde había quedado? Aquí sólo había un perro que boqueaba desvalidamente y que, sin embargo, con espasmódica prisa, sin saberlo, rociaba el suelo de continuo, incapaz de sacar nada de su memoria, no lo más mínimo de toda la sabiduría de las palabras mágicas, ni siquiera el canto con que se refugian los recién nacidos bajo la madre. Era como si no estuviese separado de los hermanos por un corto trecho, sino infinitamente lejos de todo, como si en realidad no me estuviese muriendo de hambre, sino de abandono. Era evidente que nadie se ocupaba de mí, nadie bajo la tierra, ni sobre ella, nadie en las alturas; moría por su indiferencia, su indiferencia me decía: «Se muere, así ha de ser.» ¿Y no coincidía yo con ellos? ¿No decía lo mismo? ¿No había deseado este abandono? Ciertamente, perros, pero no para morir aquí, sino para llegar allá, a la verdad, para salir de este mundo de mentiras, donde no se encuentra a nadie de quien obtener la verdad, tampoco de mí, ciudadano innato de la mentira. Tal vez la verdad no estuviese tan lejos, y yo no tan abandonado como creía, al menos no tanto por los otros como por mí, que estaba al fin de mis fuerzas y moría.

Pero no se muere tan pronto como supone un perro alucinado. Me desvanecí y al recuperar el sentido y levantar los ojos ví a un perro desconocido. Ya no sentía hambre, estaba fuerte, mis coyunturas parecían elásticas, como resortes, aunque no realicé ningún intento de levantarme para comprobarlo. Sí, un perro hermoso pero no fuera de lo común, y sin embargo me pareció ver en él, además, otras cosas. Debajo de mí había sangre; en el primer momento supuse que era alimento, pero en seguida noté que era sangre vomitada. Dejé de mirarla y me volví hacia el perro. Era delgado, de largas patas, castaño, manchado de blanco en algunas partes: tenía una hermosa mirada, fuerte, investigadora.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Debes marcharte de aquí.

—No puedo irme ahora —dije sin más explicación. ¿Cómo había de explicarle todo? Además, él parecía tener prisa.

—Por favor, vete —dijo, y levantaba nerviosamente una pata, luego la otra.

—Déjame —dije—, vete y no te ocupes de mí, los otros tampoco se ocupan.

—Te lo pido por ti —dijo.

—Pídelo por lo que quieras —dije—; no podría andar aunque quisiera.

—No es eso —dijo sonriendo—; puedes andar. Precisamente porque pareces estar muy débil; te ruego que te alejes con lentitud; si vacilas, más tarde tendrás que correr.

—Déjalo de mi cuenta —dije.

—También es de mi cuenta —dijo él, entristecida por mi terquedad, y aparentemente quería dejarme aquí por ahora, pero sin desaprovechar la ocasión de buscarme amorosamente. En otra época tal vez lo hubiese tolerado, pero ahora no lo comprendía. Sentí espanto.

—¡Fuera! —grité con tanta más fuerza cuanto que no tenía otra defensa.

—Ya te dejo —dijo él retrocediendo con lentitud—. Eres maravilloso. ¿No te gusto?

—Me gustarías si te alejaras y me dejaras en paz.—Pero ya no tenía tanta firmeza como quería hacerle creer. Algo oía o veía en él con mis sentidos aguzados por el ayuno; sólo estaba en los comienzos, crecía, se aproximaba y ya lo sabía: este perro tiene la fuerza para alejarte, aunque todavía no logres imaginar cómo podrías levantarte. El, a mi brusca réplica, sólo había contestado moviendo con suavidad la cabeza; yo lo miraba ahora con creciente avidez.

—¿Quién eres? —pregunté. —Un cazador —dijo él.

—¿Y por qué no me quieres dejar aquí? —pregunté. —Porque me estorbas —dijo—; no puedo cazar si estás aquí.

—Inténtalo —dije—; tal vez puedas cazar.

—No —dijo—; lo siento, pero debes irte.

—Deja la caza por hoy —rogué.

—No —dijo él—, debo cazar.

—Yo debo irme; tú debes cazar —dije—; simple deber. ¿Comprendes por qué «debemos»?

—No —dijo—; pero no hay nada que comprender, son cosas evidentes, naturales.

—Sin embargo, no —dije—. Te da pena tener que ahuyentarme y sin embargo lo haces. ¡Así.es! —repetí disgustado—. No es una contestación. ¿Qué renuncia te sería más fácil: renunciar a la caza o a ahuyentarme?

—Renunciar a la caza —dijo.

—¿Entonces? —dije—. Hay una contradicción.

—¿Qué contradicción? —dijo—. ¿No comprendes, querido perrito, no comprendes que debo hacerlo? ¿No comprendes lo evidente?

No contesté ya porque notaba —y una nueva vida circulaba en mí, vida como sólo la da el espanto, por inasibles pormenores, que tal vez nadie fuera de mí hubiera podido advertir—, que desde las profundidades del pecho del perro iba a comenzar a levantarse un canto.

—Cantarás —dije.

—Sí —dijo gravemente—; pronto, pero no todavía.

—Ya comienzas —dije.

—No —dijo—. Todavía no, pero prepárate.

—Lo oigo aunque lo niegues —dije, temblando.

El calló y creí reconocer lo que no había averiguado ningún perro antes —al menos no se encuentra en la tradición el menor indicio de ello—y me apresuré a hundir, presa de miedo y de vergüenza infinitos, el rostro en el charco de sangre. Creí advertir que el perro ya cantaba antes de saberlo, y, más aún, que la melodía, separada de él, flotaba en el espacio sobre él, obedeciendo leyes propias, como si ya no tuviese nada que ver con él; tendía sólo hacia mí; yo, exclusivamente yo, era su destinatario. Hoy, es natural, me parece imposible y lo atribuyo a la sobreexcitación de aquel entonces; pero aunque fuese un error, no carecía de grandeza; fue la única realidad, aunque sólo aparente, que pude salvar de mi ayuno y traer a este mundo, y que por lo menos demuestra hasta dónde podemos llegar con un completo despoja-miento. Y yo estaba realmente fuera de mí. En circunstancias normales hubiese estado gravemente enfermo, inmovilizado; pero no pude resistir a la melodía, que después, gradualmente, el perro comenzó a aceptar como propia. Se hizo cada vez más fuerte; su crecimiento probablemente era limitado; ya casi me hacía saltar los oídos. Pero lo más grave era que solamente parecía existir por mí; esta voz, ante la cual enmudecía la sublimidad del bosque, existía sólo por mí. ¿Quién era yo que aún osaba permanecer aquí, ante ella, a mis anchas en mi sangre y en mi suciedad? Tambaleándome me levanté y miré hacia abajo, a lo largo de mis patas. «Esto no va a ser posible», me dije todavía, pero ya volaba arrebatado por la melodía, ejecutando saltos soberbios. Nada conté a mis amigos; al momento de mi llegada tal vez lo hubiese contado todo, pero estaba demasiado débil; y más tarde me pareció incomunicable. Algunas insinuaciones que no lograba reprimir se diluían en las conversaciones sin dejar rastro. Físicamente me recuperé en pocas horas; pero aún hoy sufro las consecuencias.

Extendí mis investigaciones a la música de los perros. Tampoco estaba inactiva la ciencia en este sector; la ciencia de la música es probablemente, si no estoy mal informado, más amplia aún que aquélla de la alimentación, y mejor fundada. Ello se explica porque en este campo se puede trabajar con más desapasionamiento que en aquél y porque aquí sólo se trata de simples observaciones y de su sistematización; allí hay, en cambio, ante todo, consecuencias prácticas. A ello hay que agregar que la investigación musical goza de mayor respeto que la de la nutrición; sin embargo, la primera nunca pudo arraigar tan profundamente en el pueblo como la segunda. El éxito de los perros músicos parecía indicarlo, pero yo era entonces demasiado joven. Realmente, no es nada fácil acercarse a esta ciencia; se considera que es difícil, llena de distinción y que se aísla de la multitud. En aquellos perros lo más llamativo era sin duda la música, pero aún más importante me pareció su mutismo; tal vez no encontrara ya algo semejante a su espantosa música; la podía posponer y olvidar, pero su callada esencia perruna me salió al encuentro a partir de entonces en todos los perros. Para comprender la naturaleza perruna, las investigaciones sobre la aumentación me parecieron lo más correcto. Quizá me equivoqué. Una zona de contacto entre ambas ciencias había provocado entonces mis sospechas. Se trata de lo relativo al canto que hace descender los alimentos. De nuevo me perjudica en este punto no haber estudiado nunca seriamente la ciencia de la música, ni remotamente puedo contarme en este aspecto entre los que la ciencia llama con desdén medianamente cultos. Debo tenerlo siempre presente. No soportaría, de esto tengo lamentables pruebas, el más ligero examen a que me sometiera un científico. Esto, naturalmente, tiene sus causas, aparte de las circunstancias de mi vida ya mencionadas, en mi escasa disposición científica, escasa concentración, poca memoria y, sobre todo, en que no me resigno a tener siempre presente el objetivo científico. Todo lo reconozco con franqueza, hasta con cierta alegría. Porque la razón profunda de mi incapacidad científica parece estar en un instinto no necesariamente malo. Y si quisiera fanfarronear podría decir que precisamente este instinto ha destruido mis aptitudes científicas, porque sería por lo menos muy extraño que yo, que en las cuestiones de la vida cotidiana, que desde luego no son las más sencillas, pongo de manifiesto un entendimiento tolerable y que comprendo, aunque no a la ciencia, a los científicos, como lo demuestran mis resultados; sería muy extraño que de entrada no hubiese sido capaz de levantar una pata hasta el primer escalón de la ciencia. Fue el insisto el que, en beneficio de la ciencia precisamente, pero de una ciencia diferente de la que se cultiva hoy día, de una ciencia final, última, me hizo estimar la libertad por sobre todo. ¡La libertad! Por cierto que la libertad tal como hoy es posible es un arbusto raquítico. Pero de todos modos libertad, de todos modos un bien…

Franz Kafka: El Reclutamiento.

babyfranzLos reclutamientos de tropas son a menudo necesarios, puesto que las luchas fronterizas no cesan nunca, y se realizan de la siguiente forma: Se publica el mandato de que en tal día, en tal barrio, todos los habitantes, hombres, mujeres, niños, sin excepción, deben permanecer en sus casas. Generalmente es hacia el mediodía cuando aparece en la entrada del barrio, donde una brigada de soldados de infantería y caballería espera ya desde el amanecer, el joven noble que debe practicar el reclutamiento. Es un hombre delgado, no muy alto, débil, de aspecto descuidado, con ojos cansados, la inquietud lo agita constantemente, igual que a un enfermo el escalofrío. Sin mirar a nadie hace con su fusta, que compone todo su armamento, una señal; algunos soldados lo siguen y él penetra en la primera casa. Un soldado, que conoce personalmente a todos los habitantes de este barrio, lee la lista de los ocupantes. Por lo general se encuentran todos allí, en fila en la habitación, los ojos pendientes del noble, como si ya fueran soldados. Pero también puede ocurrir que aquí y allí falte alguno. Entonces nadie se atreve a esgrimir una excusa y menos aún una mentira ; se calla, se bajan los ojos, apenas si se soporta la presión de la orden que se ha desacatado en esta casa, pero la muda presencia del noble inmoviliza sin embargo a todos en sus puestos. El hace una señal, no es siquiera una inclinación de cabeza, sólo se lee en sus ojos, y dos soldados comienzan a buscar al que falta. No da mucho trabajo. Nunca se encuentra fuera de la casa, nunca intenta realmente sustraerse al reclutamiento, sólo es por miedo que no ha venido, pero no por miedo al servicio, es, en realidad, timidez, recelo; la orden es para él formalmente demasiado grande, atemorizante, no puede venir por sus propias fuerzas. Pero por eso no huye, sólo se oculta, y cuando oye que el noble está en la casa, se arrastra fuera de su escondrijo hasta la puerta de la habitación y es inmediatamente cogido por los soldados que salen. Es llevado ante el noble: éste aferra la fusta con ambas manos —es tan débil que con una mano no puede hacer nada— y castiga al hombre. No le produce grandes dolores; deja caer la fusta, mitad por agotamiento, mitad por repugnancia, y el azotado ha de recogerla y entregársela. Entonces se le permite alinearse con los demás; está seguro, casi seguro que no va a ser asentado. Pero también ocurre, y esto es más frecuente, que haya más gente que la que figura en el registro. Por ejemplo, una muchacha desconocida está allí y mira al noble; es de fuera, tal vez de la provincia; el reclutamiento la ha atraído hasta aquí. Hay muchas mujeres que no pueden resistirse a la atracción de uno de estos reclutamientos extraños; el de casa tiene un significado completamente distinto. Y es curioso que no se vea en ello nada reprochable cuando una mujer cede a esta tentación; al contrario, es algo por lo que, según la opinión de algunos, tienen que pasar las mujeres, es una deuda contraída con su sexo. Además siempre sucede de manera parecida. La muchacha o señora oye que en algún sitio, tal vez muy lejos, en casa de unos parientes o amigos, hay un reclutamiento; suplica a sus familiares aprobación para el viaje, se aprueba —esto no se le puede rechazar—, se viste con lo mejor que tiene, está más contenta que de costumbre, al mismo tiempo tranquila y amable, diferente de corno acostumbra a ser, y detrás de toda su calma y amabilidad, se mantiene inaccesible, como una desconocida que viaja a su patria y no piensa ya en otra cosa. En la familia, en la que ha de tener lugar el reclutamiento, es recibida de forma completamente distinta que un huésped normal; la adulan, debe atravesar todas las habitaciones de la casa, asomarse a todas las ventanas, y si alguien le coloca la mano en la cabeza, significa más que la bendición paterna. Cuando la familia se prepara para el reclutamiento, ella recibe el mejor sitio, el más próximo a la puerta, que es donde va a ser mejor vista por el noble y donde ella mejor lo va a ver. Pero sólo es honrada hasta la entrada del noble, a partir de ahí comienza a marchitarse formalmente. El la contempla tan poco como a los otros, e incluso si dirige sus ojos hacia alguno, aquél no se siente mirado. Ella no había esperado esto o, lo que es más, lo había esperado con toda seguridad, puesto que no puede ser de otra manera, pero tampoco era la esperanza de lo contrario lo que la había traído hasta aquí; era, sencillamente, algo que ahora ciertamente ha terminado. Siente vergüenza en una medida que tal vez nuestra mujeres no sienten nunca; no es sino ahora cuando se da cuenta de que se ha entremetido en un reclutamiento extraño, y cuando el soldado termina de leer su lista su nombre no ha aparecido y hay un instante de silencio; ella huye temblando y encogida hasta la puerta y recibe todavía un puñetazo del soldado en la espalda.

Si es un hombre el que sobra, no aspira a otra cosa, tal y como antes, a pesar de no pertenecer a esta casa, que a ser reclutado. También esto es completamente inútil; nunca ha sido reclutado uno de estos sobrantes y nunca sucederá algo semejante

James Joyce: Carta erótica a Nora, fechada el 3/12/1909. Carta

1075084_702085953141189_1690256452_nMi querida niñita de las monjas: hay algún estrella muy cerca de la tierra, pues sigo presa de un ataque de deseo febril y animal. Hoy a menudo me detenía bruscamente en la calle con una exclamación, siempre que pensaba en las cartas que te escribí anoche y antenoche. Deben haber parecido horribles a la fría luz del día. Tal vez te haya desagradado su grosería. Sé que eres una persona mucho más fina que tu extraño amante y, aunque fuiste tu misma, tu, niñita calentona, la que escribió primero para decirme que estabas impaciente porque te culiara, aún así supongo que la salvaje suciedad y obscenidad de mi respuesta ha superado todos los límites del recato. Cuando he recibido tu carta urgente esta mañana y he visto lo cariñosa que eres con tu despreciable Jim, me he sentido avergonzado de lo que escribí. Sin embargo, ahora la noche, la secreta y pecaminosa noche, ha caído de nuevo sobre el mundo y vuelvo a estar solo escribiéndote y tu carta vuelve a estar plegada delante de mí sobre la mesa. No me pidas que me vaya a la cama, querida. Déjame escribirte, querida.

Como sabes queridísima, nunca uso palabras obscenas al hablar. Nunca me has oído, ¿verdad?, pronunciar una palabra impropia delante otras personas. Cuando los hombres de aquí cuentan delante de mí historias sucias o lascivas, apenas sonrío. Y, sin embargo, tu sabes convertirme en una bestia. Fuiste tu misma, tu, quien me deslizaste la mano dentro de los pantalones y me apartaste suavemente la camisa y me tocaste la pinga con tus largos y cosquilleantes dedos y poco a poco la cogiste entera, gorda y tiesa como estaba, con la mano y me hiciste una paja despacio hasta que me vine entre tus dedos, sin dejar de inclinarte sobre mí, ni de mirarme con tus ojos tranquilos y de santa. También fueron tus labios los primeros que pronunciaron una palabra obscena. Recuerdo muy bien aquella noche en la cama en Pola. Cansada de yacer debajo de un hombre, una noche te rasgaste el camisón con violencia y te subiste encima para cabalgarme desnuda. Te metiste la pinga en el coño y empezaste a cabalgarme para arriba y para abajo. Tal vez yo no estuviera suficientemente arrecho, pues recuerdo que te inclinaste hacia mi cara y murmuraste con ternura: “¡Fuck me, darling!”

Nora querida, me moría todo el día por hacerte uno o dos preguntas. Permítemelo, querida, pues yo te he contado todo lo que he hecho en mi vida; así, que puedo preguntarte, a mi vez. No sé si las contestarás. Cuándo esa persona cuyo corazón deseo vehementemente detener con el tiro de un revólver te metió la mano o las manos bajo las faldas, ¿se limitó a hacerte cosquillas por fuera o te metió el dedo o los dedos? Si lo hizo, ¿subieron lo suficiente como para tocar ese gallito que tienes en el extremo del coño? ¿Te tocó por detrás? ¿Estuvo haciéndote cosquillas mucho tiempo y te viniste? ¿Te pidió que lo tocaras y lo hiciste? Sino lo tocaste, ¿se vino sobre ti y lo sentiste?

Otras pregunta, Nora. Sé que fui el primer hombre que te folló, pero, ¿te masturbó un hombre alguna vez? ¿Lo hizo alguna vez aquel muchacho que te gustaba? Dímelo ahora, Nora, responde a la verdad con la verdad y a la sinceridad con la sinceridad. Cuando estabas con él de noche en la oscuridad de noche, ¿no desabrocharon nunca, nunca, tus dedos sus pantalones ni se deslizaron dentro como ratones? ¿Le hiciste una paja alguna vez, querida, dime la verdad, a él o a cualquier otro? ¿No sentiste nunca, nunca, nunca la pinga de un hombre o de un muchacho en tus dedos hasta que me desabrochaste el pantalón a mí? Si no estás ofendida, no temas decirme la verdad. Querida, querida esta noche tengo un deseo tan salvaje de tu cuerpo que, si estuvieras aquí a mi lado y aún cuando me dijeras con tus propios labios que la mitad de los patanes pelirrojos de la región de Galway te echaron un polvo antes que yo, aún así correría hasta ti muerto de deseo.

Dios Todopoderoso, ¿qué clase de lenguaje es este que estoy escribiendo a mi orgullosa reina de ojos azules? ¿Se negará a contestar a mis groseras e insultantes preguntas? Sé que me arriesgo mucho al escribir así, pero, si me ama, sentirá que estoy loco de deseo y que debo contarle todo.
Cielo, contéstame. Aun cundo me entere de que tu también habías pecado, tal vez me sentiría todavía más unido a ti. De todos modos, te amo. Te he escrito y dicho cosas que mi orgullo nunca me permitiría decir de nuevo a ninguna mujer.

Mi querida Nora, estoy jadeando de ansia por recibir tus respuestas a estas sucias cartas mías. Te escribo a las claras, porque ahora siento que puedo cumplir mi palabra contigo. No te enfades, querida, querida, Nora, mi florecilla silvestre de los setos. Amo tu cuerpo, lo añora, sueño con él.
Háblenme queridos labios que he besado con lágrimas. Si estas porquerías que he escrito te ofenden, hazme recuperar el juicio otra vez con un latigazo, como has hecho antes.

¡Qué Dios me ayude!

Te amo Nora, y parece que también esto es parte de mi amor. ¡Perdóname! ¡Perdóname!

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