Gao Xingjian: En el parque. Cuento

20080302-xingjan_gao_lHace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas.

—Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos.

—Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolearme por la hierba.

—Tus padres te traían.

—Sobre todo cuando venía con mis compañeros.

—Sí, claro.

—Sobre todo cuando tú estabas.

—Me acuerdo.

—Llevabas dos coletitas.

—Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido.

—Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa.

—¿Sí?

—Sí, nadie se atrevía a acercarse.

—No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella pelota de goma.

—¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de manchártelos.

—Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte blancas.

—Parecías una princesa.

—Eso, una princesa con zapatillas de deporte.

—Luego te fuiste a vivir a otra parte.

—Sí.

—Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos.

—Me hice mayor.

—Mi madre te adoraba.

—Ya lo sé.

—Mis padres no tuvieron ninguna hija.

—Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor.

—No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú.

—Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana mayor.

—Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa.

—¿De qué?

Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la cuesta situada más allá del seto.

—Sentémonos también un momento.

—Bueno.

—El sol está por ponerse.

—Sí, es muy bello.

—No me gusta la belleza de este paisaje artificial.

—¿No decías que te gustaba mucho venir al parque?

—Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques vírgenes.

—Pudiste aguantarlo.

—El bosque es duro.

La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas.

—Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese ardiendo.

—Como un incendio.

—¿Como qué?

—Como un incendio en el bosque…

—Di, continúa.

—Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban hacia nosotros…

—¿Los leopardos no os atacaban?

—Ni caso nos hacían.

—¿No les disparabais?

—Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la orilla.

—¿No podíais hacer nada para salvaros?

—El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí mismo.

La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo.

—Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años.

—No hay mucho que contar.

—¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es impresionante.

—Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Habíame tú de lo que has hecho estos años.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Tengo una hija.

—¿De cuántos años?

—De seis.

—¿Se parece a ti?

—Sí, todos dicen que se parece mucho.

—¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas?

—No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares.

—Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno?

—Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz.

—¿No estás contenta con tu trabajo?

—Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección.

—¿Eres secretaria?

—Archivista.

—Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza.

—Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero?

—Sí, todo con mi propio esfuerzo.

El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada uno de sus pasos.

—Está esperando a alguien.

—Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón.

—¿Hay muchas muchachas en la ciudad?

—Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido.

—Pues esa muchacha está muy bien.

—La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada.

—¿Vendrá él?

—Quién sabe. Es algo que te pone histérica.

—Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos?

—Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas?

—Nunca he faltado a una cita.

—¿Tienes una amiga?

—Creo que sí.

—¿Y por qué no te casas?

—Quizá lo haga.

—Parece como si ella no te gustara.

—Le tengo lástima.

—La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así.

—Sólo me miento a mí mismo.

—Pero también mientes al otro.

—No hablemos de eso.

—Como quieras.

La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como que se arreglaba el vestido sobre las rodillas.

—¿Crees que vendrá?

—No lo sé.

—No deberías hacerle esto.

—Hay muchas cosas que no deberían hacerse.

—¿Es guapa tu amiga?

—Es digna de compasión.

—¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste de verdad, una muchacha joven y bonita.

—Una muchacha bonita no puede fijarse en mí.

—¿Por qué?

—Porque no tengo un padre importante.

—No quiero oírte decir esas palabras.

—Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya.

—¿Vienes a mi casa?

—Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a ti.

—No hables así.

—¿Qué tiene de malo?

—No paras de soltar indirectas.

—-No es mi intención.

—Deseo que seas feliz.

—No quiero oír esa palabra.

—¿Es que eres infeliz?

—No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes.

—Bueno, hablemos de otra cosa.

La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con paso ligero desde el otro extremo de la avenida.

—Al fin llegó.

El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La muchacha se volvió.

—No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver!

—Está llorando.

—¿Quién?

La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban.

—¿Aún quedan pájaros?

—No sólo hay pájaros en los bosques.

—Por aquí aún quedan gorriones.

—Te has vuelto arrogante.

—Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de arrogancia, hoy no estaría aquí.

—No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la ciudad.

—No te culpo de nada.

—No tienes derecho a culparme.

—Nadie tiene derecho a culpar a nadie.

Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda.

—Creo que deberíamos irnos.

—Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar.

—La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe, no se imaginará cosas raras, ¿verdad?

—No es de esa clase de personas.

—Es un buen hombre, entonces.

—Podrías pasarte por nuestra casa.

—Si él me invita.

—¿Si yo te invito no es lo mismo?

—Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal.

—Deja ya esa actitud.

—Dejemos ya de llevarnos la contraria.

—Eres tú el que habla con segundas.

—Bueno, perdona, no lo he hecho adrede.

—Hablemos de otra cosa, pues.

—Bien.

El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén.

—Parece que aún no se ha ido.

—No, está apoyada en un árbol.

A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él, la sombra de una persona.

—¿Qué le pasa?

—Llora.

—No vale la pena.

—¿Por qué?

—No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse.

—Aún tiene esperanzas.

—Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo propio.

—Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las mujeres somos débiles.

—Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más fuertes?

—Bellas palabras.

—Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho.

—Hay tantas cosas que no hay que hacer.

—Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer.

—Eso es hablar por hablar.

—Así es, no tendría que haber venido a verte.

—Esto también es hablar por hablar.

—Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio.

—No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa?

—¿Hablar de qué?

—Hablemos de ti.

—Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija?

—Yo quería tener un hijo.

—Una hija es lo mismo.

—No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas.

—La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos.

—Está llorando.

El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la parte trasera del árbol.

—Tendríamos que consolarla.

—Para ese mal no hay consuelo.

—Consolarla un poco, al menos.

—Ve, pues.

—Para estos casos sólo sirve una mujer.

—No es ése el consuelo que necesita.

—No entiendo.

—No entiendes nada de nada.

—Mejor no entender nada.

—Entender demasiado es una carga.

—En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti mismo.

—¿Qué quieres decir?

—Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada.

—Vámonos, pues.

—¿A mi casa?

—Es inútil.

—¿Vamos a despedirnos así?

—Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará.

—Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices?

—Como tú quieras.

Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas.

—Te escribiré cuando me case.

—Mejor no escribas nada.

—Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo.

—Mejor no vengas más.

—Sí, ha sido un error.

—¿Qué error?

—No tendría que haber venido a verte.

—No, no ha sido un error.

—Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del pasado; tenemos que aprender a olvidar.

—Para mí es muy difícil olvidar todo.

—Quizá con el tiempo…

—Vete ya.

—¿No quieres que te acompañe hasta el autobús?

Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era indistinguible.

—Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya.

Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían tenuemente a la luz de las farolas.

 

Roberto Bolaño: Putas asesinas. Cuento

Bolaño.jpegpara Teresa Ariño

—Te vi en la televisión, Max, y me dije éste es mi tipo.

—(El tipo mueve la cabeza obstinadamente, intenta resoplar, no lo consigue.)

—Te vi con tu grupo. ¿Lo llamas así? Tal vez digas banda, pandilla, pero no, yo creo que lo llamas grupo, es una palabra sencilla y tú eres un hombre sencillo. Os habíais quitado las camisetas y todos exhibíais el torso desnudo, pechos jóvenes, bíceps fuertes aunque no tan musculados como quisierais, lampiños la mayoría, la verdad es que no presté mucha atención a los pechos, a los tórax de los otros sino al tuyo, algo en ti me llamó la atención, tu cara, tus ojos que miraban hacia el lugar en donde estaba la cámara (probablemente sin saber que te estaban grabando y que en nuestras casas te veíamos), unos ojos sin profundidad, distintos de los ojos que tienes ahora, infinitamente distintos de los ojos que tendrás dentro de un rato, que miraban la gloria y la felicidad, los deseos saciados y la victoria, esas cosas que sólo existen en el reino del futuro y que más vale no esperar pues nunca llegan.

—(El tipo mueve la cabeza de izquierda a derecha. Insiste con los resoplidos, suda.)

—En realidad,  verte  en la  televisión  fue  como  una  invitación.  Imagina por  un instante que yo soy una princesa que espera. Una princesa impaciente. Una noche te veo, te veo porque de alguna manera te he buscado (no a ti sino al príncipe que también tú eres, y lo que representa el príncipe). Tu grupo danza con las camisetas atadas alrededor del cuello o  de  la  cintura.  Podría  decirse también:  enrolladas,  que según  los  viejos  más  inútiles significa voluta o empedrar con rollos o cantos, pero que para mí, que soy joven e inútil, significa una prenda de vestir enrollada alrededor del cuello, del tórax o de la cintura. Los viejos y yo vamos por caminos distintos, ya lo puedes apreciar. Pero no nos distraigamos de lo que de  verdad nos interesa. Todos vosotros sois jóvenes, todos ofrecéis a la noche vuestros himnos, algunos, los que encabezan las marchas, enarbolan banderas. El locutor, un pobre diablo, se queda impresionado por el baile tribal en el que tú participas. Lo comenta con el otro locutor. Están bailando, dice su voz de palurdo, como si en nuestras casas, delante del televisor, no nos diéramos cuenta. Sí, se divierten, dice el otro locutor. Otro palurdo. A ellos, en efecto, parece divertirles vuestro baile. En realidad sólo se trata de una conga. En la primera fila son ocho o nueve. En la segunda fila son diez. En la tercera fila son siete u ocho. En la cuarta fila son quince. Todos unidos por unos colores y por ir desnudos de cintura para arriba (con las camisetas atadas o enrolladas alrededor de la cintura o en el cuello o a modo de turbante en la cabeza) y por recorrer bailando (puede que la palabra bailar sea excesiva) la zona en donde previamente os han encerrado. Vuestro baile es como un relámpago en medio de la noche de primavera. El locutor, los locutores, cansados pero aún con una chispa de entusiasmo, celebran vuestra iniciativa. Recorréis las gradas de cemento de derecha a izquierda, llegáis a las vallas metálicas y retrocedéis de izquierda a derecha. Los que encabezan cada fila portan una bandera, que puede ser la de vuestros colores o la española; el resto, incluido el que cierra la fila, agita banderas de dimensiones más reducidas o bufandas o las camisetas de las que previamente os habéis despojado. La noche es primaveral, pero aún hace frío, por lo que vuestro gesto adquiere finalmente la contundencia que deseabais y que en el fondo se merece. Después las filas se deshacen, comenzáis a entonar vuestros cantos, algunos alzáis el brazo y saludáis a la romana. ¿Sabes cuál es ese saludo? Ciertamente lo sabes y si no lo sabes en este momento lo intuyes. Bajo la noche de mi ciudad, tú saludas en dirección a las cámaras de televisión y desde mi casa yo te veo y decido ofrecerte mi saludo, contestar a tu saludo.

—(El tipo niega con la cabeza, los ojos parecen llenársele de lágrimas, los hombros le  tiemblan.  ¿Su  mirada  es  de  amor?  ¿Su  cuerpo,  antes que  su  mente,  intuye  lo  que inevitablemente  vendrá?  Ambos  fenómenos,  el de  las  lágrimas  y el de  los temblores, pueden obedecer al esfuerzo que en ese instante realiza, vano esfuerzo, o a un sincero arrepentimiento que como una garra se prende de todos sus nervios.

—Así pues, me quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho, me pongo perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una blusa negra, de seda, me pongo mis mejores pantalones vaqueros, me pongo calcetines blancos, me pongo mis botas, me pongo una americana, la mejor que tengo, y salgo al jardín, pues para salir a la calle tengo antes que atravesar ese jardín oscuro que tanto te gustó. Todo en menos de diez minutos. Normalmente no soy tan rápida. Digamos que ha sido tu danza la que ha acelerado mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En alguna dimensión distinta a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y una princesa, como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me visto y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que podría ser la eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos, al mismo tiempo, son planos, están vaciados, nada dicen.

—(El tipo asiente repetidas veces. Lo que antes eran gestos de negación o desesperación se convierten en gestos de afirmación, como si de improviso  lo hubiera asaltado una idea o tuviera una nueva idea.)

—Finalmente, sin tiempo para mirarme en el espejo, para comprobar el grado de perfección de mi atuendo, aunque probablemente si hubiera tenido tiempo tampoco me habría querido ver reflejada en el espejo (lo que tú y yo hacemos es secreto), dejo mi casa con sólo la luz del porche encendida, me subo a la moto y atravieso las calles en donde gente más extraña que tú y que yo se prepara para pasar un sábado divertido, un sábado a la altura de sus expectativas, es decir un sábado triste y que no llegará jamás a encarnarse en lo que fue soñado, planeado con minuciosidad, un sábado como cualquier otro, es decir un sábado peleón y agradecido, bajito de estatura y amable, vicioso y triste. Horribles adjetivos que no me cuadran, que me cuesta aceptar, pero que en última instancia siempre admito como un gesto de despedida. Y yo y mi moto atravesamos esas luces, esos preparativos cristianos, esas expectativas sin fondo, y desembocamos en la Gran Avenida del estadio, solitaria todavía, y nos detenemos bajo los arcos de los puentes de acceso, pero fíjate qué curioso, presta atención, cuando nos detenemos la sensación que siento bajo las piernas es que el mundo sigue moviéndose, como efectivamente sucede, supongo que lo sabes, la Tierra se mueve bajo mis pies, bajo las ruedas de mi moto, y por un instante, por una fracción de segundo, el encontrarte carece de importancia, te puedes marchar con tus amigos, puedes ir a emborracharte o tomar el autobús que te devolverá a tu ciudad. Pero la sensación de abandono, como  si me follara un ángel, sin penetrarme pero  en realidad penetrándome hasta las tripas, es breve, y justo mientras dudo o mientras la analizo sorprendida se abren las rejas y la gente comienza a salir del estadio, bandada de buitres, bandada de cuervos.

—(El tipo agacha la cabeza. La alza. Sus ojos intentan componer una sonrisa. Sus músculos faciales se contraen en uno o varios espasmos que pueden significar muchas cosas: somos el uno para el otro, piensa en el futuro, la vida es maravillosa, no cometas una tontería, soy inocente, arriba España.)

—Al principio, buscarte es un problema.  ¿Serás igual,  visto  a cinco  metros de distancia, que en la tele? Tu altura es un problema: no sé si eres alto o de estatura mediana (bajo no eres), tu ropa es un problema: a esa hora ya empieza a hacer frío y sobre tu torso y sobre los torsos de tus compañeros nuevamente cuelgan camisetas e incluso chaquetas; alguno sale con la bufanda enrollada (como una voluta) alrededor del cuello e incluso alguno se ha cubierto media cara con la bufanda. La luna cae vertical sobre mis pisadas en el cemento. Te busco con paciencia, aunque siento al mismo tiempo la inquietud de la princesa que contempla el marco vacío donde debiera refulgir la sonrisa del príncipe. Tus amigos son un problema elevado al cubo: son una tentación. Los veo, soy vista por ellos, soy deseada, sé que me bajarían los pantalones sin pensárselo dos veces, algunos merecen sin duda mi compañía al menos tanto como tú, pero en el último instante siempre te soy fiel. Por fin, apareces rodeado de bailarines de conga, entonando himnos cuyas letras son premonitorias de nuestro encuentro, con el rostro grave, imbuido de una importancia que sólo tú sabes sopesar, ver en su exacta dimensión; eres alto, bastante más alto que yo, y tienes los brazos largos exactamente tal como me los imaginé después de verte en la tele, y cuando te sonrío, cuando te digo hola, Max, no sabes qué decir, al principio no sabes qué decir, sólo reírte, un poco menos estentóreamente que tus camaradas, pero sólo te ríes, príncipe de la máquina del tiempo, te ríes pero ya no caminas.

—(El tipo la mira, achica los ojos, trata de serenar su respiración y en la medida en que ésta se regulariza pareciera que piensa: inspirar, espirar, pensar, inspirar, espirar, pensar…)

—Entonces, en lugar de decirme no soy Max, intentas seguir con tu grupo y por un momento me domina el pánico, un pánico que en la memoria se confunde más con la risa que con el miedo. Te sigo sin saber muy bien qué haré a continuación, pero tú y tres más se detienen y se vuelven y me consideran con sus ojos fríos, y yo te digo Max, tenemos que hablar, y entonces tú me dices no soy Max, ése no es mi nombre, qué pasa, te estás quedando conmigo, me confundes con alguien o qué, y entonces yo te digo perdona, te pareces muchísimo a Max, y también te digo que quiero hablar contigo, de qué, pues de Max, y entonces tú te sonríes y te quedas ya definitivamente atrás, tus compañeros se van, te gritan el nombre del bar desde donde saldréis de esta ciudad, no hay pierde, dices tú, allí nos veremos, y tus camaradas se van haciendo cada vez más pequeños, de la misma manera que el estadio se va haciendo cada vez más pequeño, yo conduzco la moto con mano firme y aprieto el acelerador a fondo, la Gran Avenida a esta hora está casi vacía, sólo la gente que vuelve del estadio, y tú detrás de mí enlazas mi cintura, siento en mi espalda tu cuerpo que se pega como un molusco a la roca, y el aire de la avenida, en efecto, es frío y denso como las olas que conmueven al molusco, tú te pegas a mí, Max, con la naturalidad de quien intuye que el mar es no sólo un elemento hostil sino un túnel del tiempo, te enrollas a mi cintura como antes tu camiseta estaba enrollada en tu cuello, pero esta vez la conga la baila el aire que entra como un torrente por el tubo estriado que es la Gran Avenida, y tú te ríes o dices algo, tal vez hayas visto entre la gente que se desliza bajo el manto de los árboles a unos amigos, tal vez sólo estás insultando a unos desconocidos, ay, Max, tú no dices  adiós  ni  hola  ni  nos  vemos,  tú  dices  consignas  más  viejas que  la  sangre,  pero ciertamente no  más viejas que la roca a la que te agarras, feliz de sentir las olas, las corrientes submarinas de la noche, pero seguro de no ser arrastrado por ellas.

—(El tipo murmura algo ininteligible. Una especie de baba le cae por la barbilla, aunque tal vez sólo sea sudor. Su respiración, no obstante, se ha tranquilizado.)

—Y así, indemnes, llegamos a mi casa en las afueras. Te sacas el casco, te tocas los huevos, me pasas una mano por los hombros. Tu gesto esconde una dosis insospechada de ternura y de timidez. Pero tus ojos no son todavía lo suficientemente tiernos ni tímidos. Te gusta mi casa. Te gustan mis cuadros. Me preguntas por las figuras que en ellos aparecen. El príncipe y la princesa, te contesto. Parecen los Reyes Católicos, dices. Sí, en alguna ocasión a mí también se me ha ocurrido pensarlo, unos Reyes Católicos en los límites del reino,  unos Reyes Católicos que se espían en un perpetuo  sobresalto,  en un perpetuo hieratismo, pero para mí, para la que yo soy al menos durante quince horas diarias, son un príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años y que son heridos, asaeteados, los que pierden los caballos durante la cacería e incluso los que nunca han tenido caballos y huyen a pie, sostenidos por sus ojos, por una voluntad imbécil que algunos llaman bondad y otros natural buen talante, como si la naturaleza pudiera ser adjetivada, buena o mala, salvaje o doméstica, la naturaleza es la naturaleza, Max, desengáñate, y estará siempre ahí, como un misterio irremediable, y no me refiero a los bosques que se queman sino a las neuronas que se queman y al lado izquierdo o al lado derecho del cerebro que se quema en un incendio  de siglos y siglos. Pero tú, ánima bendita, encuentras hermosa mi casa  y encima preguntas si estoy sola y luego te sorprendes de que me ría. ¿Crees que si no estuviera sola te habría invitado a venir? ¿Crees que si no estuviera sola hubiera recorrido la ciudad de una punta a la otra en mi moto, contigo a mi espalda, como un molusco pegado a una roca mientras mi cabeza (o mi mascarón de proa) se hunde en el tiempo en el empeño único de traerte sano y salvo a este refugio, la roca verdadera, la que mágicamente se eleva desde sus raíces y emerge? Y de una manera práctica: ¿crees que habría llevado un casco de repuesto, un casco que vela tu rostro de las miradas indiscretas, si mi intención no hubiera sido traerte aquí, a mi más pura soledad?

—(El tipo agacha la cabeza, asiente, sus ojos recorren las paredes del cuarto hasta el último resquicio. Una vez más, su transpiración vuelve a manar como un río caprichoso, ¿una falla en el tiempo?, y las cejas se ven inundadas de gotas que penden, amenazantes, sobre sus ojos.)

—Tú no sabes nada de pintura, Max, pero intuyo que sabes mucho de soledad. Te gustan mis Reyes Católicos, te gusta la cerveza, te gusta tu patria, te gusta el respeto, te gusta tu equipo de fútbol, te gustan tus amigos o compañeros o camaradas, la banda o grupo o pandilla, el pelotón que te vio quedarte rezagado hablando con una tía buena a la que no conocías, y no te gusta el desorden, no te gustan los negros, no te gustan los maricas, no te gusta que te falten al respeto, no te gusta que te quiten el sitio. En fin, son tantas las cosas que no te gustan que en el fondo te pareces a mí. Nos acercamos, tú y yo, desde los extremos del túnel, y aunque lo único que vemos son nuestras siluetas seguimos caminando resueltamente hacia nuestro encuentro. En la mitad del túnel por fin podrán nuestros brazos entrelazarse, y aunque allí la oscuridad es tan grande que no podremos contemplar nuestros rostros, sé que avanzaremos sin temor y que nos tocaremos la cara (tú lo primero que me tocarás  será  el  culo,  pero  eso  también  es  parte  de  tu  deseo  de  conocer  mi  rostro), palparemos nuestros ojos y pronunciaremos acaso una o dos palabras de reconocimiento. Entonces me daré cuenta (entonces podría darme cuenta) de que no sabes nada de pintura, pero sí de soledad, que es casi lo mismo. Algún día nos encontraremos en el medio de ese túnel, Max, y yo palparé tu cara, tu nariz, tus labios, que suelen expresar mejor que nadie tu estupidez, tus ojos vaciados, los pliegues minúsculos que se forman en tus mejillas cuando sonríes, la falsa dureza de tu rostro cuando te pones serio, cuando cantas tus himnos, esos himnos que no comprendes, tu mentón que a veces parece una piedra pero que más a menudo, supongo, parece una hortaliza, ese mentón tuyo tan típico, Max (tan típico, tan arquetípico que ahora pienso que es él quien te ha traído, quien te ha perdido). Y entonces tú y yo podremos volver a hablar, o hablaremos por primera vez, pero hasta entonces deberemos revolearnos, quitarnos nuestras ropas y enrollarlas en nuestros cuellos o en los cuellos de los muertos. Esos que viven en la voluta inmóvil.

—(El tipo llora, también pareciera que intenta hablar, pero en realidad son hipidos, espasmos provocados por el llanto los que mueven sus mejillas, sus pómulos, el lugar donde se adivinan los labios.)

—Como dicen los gángsters, no es nada personal, Max. Por supuesto, en esa aseveración hay algo de verdad y algo de mentira. Siempre es algo personal. Hemos llegado indemnes a través de un túnel del tiempo porque es algo personal. Te he elegido a ti porque es algo personal. Por descontado, nunca antes te había visto. Personalmente nunca hiciste nada contra mí. Esto te lo digo para tu tranquilidad espiritual. Nunca me violaste. Nunca violaste a nadie que yo conociera. Puede incluso que nunca hayas violado a nadie. No es algo personal. Tal vez yo esté enferma. Tal vez todo es producto de una pesadilla que no soñamos ni tú ni yo, aunque te duela, aunque el dolor sea real y personal. Sospecho, sin embargo, que el fin no será personal. El fin, la extinción, el gesto con el que todo esto se acaba irremediablemente. Y aún más, personal o impersonalmente, tú y yo volveremos a entrar en mi casa, a contemplar mis cuadros (el príncipe y la princesa), a beber cervezas, a desnudarnos, yo volveré a sentir tus manos que recorren con torpeza mi espalda, mi culo, mi entrepierna, buscando tal vez mi clítoris, pero sin saber dónde se encuentra exactamente, volveré a desnudarte, a coger tu polla con mis dos manos y a decirte que la tienes muy grande cuando en realidad no la tienes muy grande, Max, y eso deberías haberlo sabido, y volveré a metérmela en la boca y a chupártela como probablemente nadie te la había chupado, y luego te desnudaré y dejaré que tú me desnudes, una de tus manos ocupada en mis botones, la otra sosteniendo un vaso de whisky, y te miraré a los ojos, esos ojos que vi en la televisión (y que volveré a soñar) y que hicieron que fuera a ti a quien eligiera, y volveré a repetirme que no es nada personal, volveré a decirte, a decirle a tu recuerdo nauseabundo y eléctrico que no es nada personal, y aun entonces tendré mis dudas, tendré frío como ahora tengo frío, intentaré recordar todas tus palabras, hasta las más insignificantes, y no podré hallar en ellas consuelo.

—(El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir? Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso: por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)

—Tus palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has pensado suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad,  llorando,  indagando  las  palabras  que  nunca  podrán  decir.  En  el  equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida. Para tus amigos, Max, en ese estadio que ahora se comprime en tu memoria como el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona extraña, un estadio dentro del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga con la camiseta enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran Avenida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida en tu cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una noche mágica colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie comprenderá jamás mis palabras de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que dije mientras me la metías?

—(El tipo mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos dicen que sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse mientras ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita.)

—¿Recuerdas que dije el  viento?  ¿Recuerdas que dije  las calles subterráneas?

¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada, de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría, ¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja, alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue como  si  ese  mar  de  testosterona,  ese  mar  de  semen  se  estremeciera  ante  una  voz sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios, cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño, cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara, que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales, y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré, esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.

—(El tipo mueve la cabeza afirmativamente. Está claro que quiere dar a entender su conformidad.  El rostro,  debido  al esfuerzo,  se  le  enrojece  notablemente,  las  venas  se hinchan, los ojos se le desorbitan.)

—Pero tú no escuchaste mis palabras, no supiste discernir de mis gemidos aquellas palabras, las últimas, que acaso te hubieran salvado. Te escogí bien. La televisión no miente, ésa es su única virtud (ésa y las viejas películas que dan de madrugada), y tu rostro, junto a la valla metálica, después de la conga aplaudida unánimemente, me anticipaba (me apresuraba) el desenlace inevitable. Te he traído en mi moto, te he desnudado, te he dejado inconsciente, te he atado de manos y de pies a una vieja silla, te he puesto un esparadrapo en la boca no porque tema que tus gritos alerten a nadie sino porque no deseo escuchar tus palabras de súplica, tus lamentables balbuceos de perdón, tu débil garantía de que tú no eres así, de que todo era un juego, de que estoy equivocada. Posiblemente estoy equivocada. Posiblemente todo sea un juego. Posiblemente tú no seas así. Pero es que nadie es así, Max. Yo tampoco era así. Por supuesto, no te voy a hablar de mi dolor, un dolor que tú no has provocado, al contrario, tú has provocado un orgasmo. Has sido el príncipe perdido que ha provocado un orgasmo, puedes sentirte satisfecho. Y yo te di la oportunidad de escapar, pero tú fuiste también el príncipe sordo. Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo de  la  mejor  manera  que  puedas.  Ahora  no  es  hora  de  llorar  ni  de  recordar  congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con todas tus fuerzas en algo bonito…

—(El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)

—No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo. Tú eres el príncipe y llegas en la mejor hora. Eres bienvenido no importa cómo vengas ni de dónde vengas, si te ha traído una moto o has llegado por tu propio pie, si sabes lo que te aguarda o lo ignoras, si apareciste mediante engaños o a sabiendas de que te enfrentabas con tu destino. Tu rostro, que hasta hace poco sólo era capaz de expresar estupidez o rabia u odio, ahora se recompone y sabe expresar aquello que sólo es posible adivinar en el interior de un túnel, en donde confluyen y se mezclan el tiempo físico y el tiempo verbal. Avanzas resuelto por los pasillos de mi palacio deteniéndote apenas los segundos necesarios para contemplar las pinturas de los Reyes Católicos, para beber un vaso de agua cristalina, para tocar con la yema de los dedos el azogue de los espejos. El castillo está silencioso sólo en apariencia, Max. Por momentos crees que estás solo,  pero  en el  fondo  sabes  que no  estás solo.  Dejas atrás tu  mano levantada, tu torso  desnudo, tu camiseta enrollada alrededor de  la cintura, tus himnos guerreros que evocan la pureza y el futuro. Este castillo es tu montaña, que tendrás que escalar y conocer con todas tus fuerzas pues después ya no habrá nada, la montaña y su ascensión te costarán el precio más alto que tú puedas pagar. Piensa ahora en lo que dejas, en lo que pudiste dejar, en lo que debiste dejar y piensa también en el azar, que es el mayor criminal que jamás pisó la Tierra. Despójate del miedo y del arrepentimiento, Max, pues ya estás dentro del castillo y aquí sólo existe el movimiento que ineluctablemente te llevará a mis brazos. Ahora estás en el castillo y oyes sin volverte las puertas que se cierran. Avanzas en medio del sueño por pasillos y salas de piedra desnuda. ¿Qué armas llevas, Max? Sólo tu soledad. Sabes que en algún lugar te estoy esperando. Sabes que yo también estoy desnuda. Por momentos sientes mis lágrimas, ves el fluir de mis lágrimas por la piedra oscura y crees que ya me has encontrado, pero la habitación está vacía y eso te desconsuela y al mismo tiempo te enardece. Sigue subiendo, Max. La siguiente habitación está sucia y no parece la de un castillo. Hay un viejo  televisor que no  funciona y un catre con dos colchones. Alguien llora en alguna parte. Ves dibujos infantiles, ropa vieja cubierta de moho, sangre seca y polvo. Abres otra puerta. Llamas a alguien. Le dices que no llore. Sobre el polvo del pasillo van quedando tus pisadas. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo. No tiene importancia. Para el caso lo mismo daría que brotaran de la punta de tu polla. Por momentos todas las habitaciones parecen la misma habitación estragada por el tiempo. Si miras el techo creerás ver una estrella o un cometa o un reloj de cuco surcando el espacio que dista de los labios del príncipe a los labios de la princesa. Por momentos todo vuelve a ser como siempre. El castillo es oscuro, enorme, frío, y tú estás solo. Pero sabes que hay otra persona escondida en alguna parte, sientes sus lágrimas, sientes su desnudez. En sus brazos te aguarda la paz, el calor,  y en esa esperanza avanzas, sorteas cajas llenas de recuerdos que nadie volverá a mirar, maletas con ropa vieja que alguien olvidó o no quiso tirar a la basura, y de vez en cuando la llamas, a tu princesa, ¿dónde estás?, dices con el cuerpo aterido de frío, haciendo castañetear los dientes, justo en medio del túnel, sonriendo en la oscuridad, tal vez por primera vez sin miedo, sin ánimo de provocar miedo, animoso, exultante, lleno de vida, tanteando en la oscuridad, abriendo puertas, cruzando pasillos que te acercan a las lágrimas, en la oscuridad, guiándote únicamente por la necesidad que tu cuerpo tiene de otro cuerpo, cayendo y levantándote, y por fin llegas a la cámara central, y por fin me ves y gritas. Yo estoy quieta y no sé de qué naturaleza es tu grito. Sólo sé que por fin nos hemos encontrado, y que tú eres el príncipe vehemente y yo soy la princesa inclemente.

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