Julio Ramón Ribeyro: La insignia. Cuento

Julio Ramón Ribeyro 8Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: «Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo».
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: «Aquí tenemos libros de Feifer». Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: «Feifer estuvo en Pilsen». Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: «Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga». Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
—Es usted nuevo, ¿verdad? —me interrogó, un poco desconfiado.
—Sí —respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia—. Tengo poco tiempo.
—¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
—Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…
—¿Quién? ¿Martín?
—Sí, Martín.
—¡Ah, es un colaborador nuestro!
—Yo soy un viejo cliente suyo.
—¿Y de qué hablaron?
—Bueno… de Feifer.
—¿Qué le dijo?
—Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía —¿No lo sabía?
—No —repliqué con la mayor tranquilidad.
—¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
—Eso también me lo dijo.
—¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
—En efecto —confirmé— Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .
—Tráigame en la próxima semana —dijo— una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
—¡Admirable! —exclamó— Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. «Ha ascendido usted un grado», me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

(Lima, 1952)

Charles Bukowski: Un compañero de trago. Cuento

600full-charles-bukowskiConocí a Jeff en un almacén de piezas de automóvil de la calle Flower, o quizá de la calle Figueroa, siempre las confundo. En fin, yo estaba de dependiente y Jeff era más o menos el mozo. Tenía que descargar las piezas usadas, barrer el suelo, poner el papel higiénico en los cagaderos, etc. Yo había hecho trabajos parecidos por todo el país, así que nunca los miraba por encima del hombro. Salía precisamente por entonces de un mal paso con una mujer que había estado a punto de acabar conmigo. Quedé sin ganas de mujeres un tiempo y, como sustituto, jugaba a los caballos, me la meneaba y bebía. Yo, francamente, me sentí mucho más feliz haciendo esto, y cada vez que me pasaba una cosa así pensaba, se acabaron las mujeres, para siempre. Por supuesto, siempre aparecía otra. Acababan cazándote, por muy indiferente que fueses. Creo que cuando llegas a hacerte indiferente de veras es cuando más te lo ofrecen, para fastidiarte. Las mujeres son capaces de eso; por muy fuerte que sea un hombre, las mujeres siempre pueden conseguirlo. Pero, de todos modos, yo me encontraba en esa situación de paz y libertad cuando conocí a Jeff (sin mujer) y no había en la relación nada de homosexual. Sólo dos tíos que vivían sin normas, viajaban y les habían abandonado las mujeres. Recuerdo una vez que estaba sentado en La Luz Verde, tomando una cerveza, recuerdo que estaba en una mesa leyendo los resultados de las carreras y que aquel grupo hablaba de algo cuando de pronto alguien dijo, «…y, sí, a Bukowski le ha dejado la pequeña Flo, ¿verdad? ¿No es cierto que te dejó plantado, Bukowski?». Miré. La gente se reía. No sonreí. Sólo alcé mi cerveza:

—Sí —dije, bebí un trago, dejé el vaso.

Cuando volví a mirar, una joven negra se había traído su cerveza.

—Mira, amigo —dijo—, mira amigo…

—Hola —dije yo.

—Mira, amigo, no dejes que esa Flo te hunda, no la dejes que te hunda, amigo. Puedes superarlo.

—Ya sé que puedo superarlo. Aún no me he rendido.

—Bueno. Es que pareces triste, sabes. Pareces tan triste.

—Claro, lo estoy. La tenía muy dentro. Pero pasará. ¿Cerveza?

—Sí. Y pago yo.

Dormimos esa noche en mi casa, pero fue mi despedida de las mujeres… por catorce o dieciocho meses. Si no andas a la caza, puedes conseguir esos períodos de descanso.

Así que después del trabajo, me dedicaba a beber solo todas las noches, en mi casa, y me quedaba lo suficiente para ir a las carreras el sábado y la vida era simple y no demasiado dolorosa. Quizá sin demasiada razón, pero apartarse del dolor era bastante razonable. Conocí muy pronto a Jeff. Aunque era más joven que yo, reconocí en él un modelo más joven de mí mismo.

—Tienes una resaca infernal, muchacho —le dije una mañana.

—Qué le vamos a hacer —dijo él—. Hay que olvidar.

—Quizá tengas razón —dije—. Es mejor la resaca que el manicomio.

Aquella noche fuimos a un bar cercano después del trabajo. El era como yo, no le preocupaba la comida, un hombre nunca pensaba en la comida. Y, en realidad, éramos dos de los hombres más fuertes del almacén, aunque nunca se llegara a hacer comprobaciones. La comida era simplemente algo aburrido. Yo ya estaba harto de los bares por entonces: todos aquellos imbéciles chiflados esperando a que entrara una mujer y les llevara al país de las maravillas. Los dos grupos más detestables eran los que iban a las carreras de caballos y los de los bares, y me refiero básicamente a los varones de ambos grupos. Los perdedores que seguían perdiendo y no eran capaces de plantarse y afrontar el asunto. Y allí estaba yo, en el medio mismo de ellos. Jeff me hacía más fáciles las cosas. Quiero decir con esto que el rollo era más nuevo para él y él animaba la fiesta, conseguía casi hacerla realista, como si estuviésemos haciendo algo significativo en vez de derrochar nuestros míseros salarios bebiendo o jugando, viviendo en habitaciones miserables, perdiendo empleos, encontrándolos, rechazados por las mujeres, siempre en el infierno e ignorándolo. Todo ese rollo.

—Quiero que conozcas a mi amigo Gramercy Edwards —dijo. —¿Gramercy Edwards? —Sí, Gram ha estado más dentro que fuera.

—¿Cárcel?

—Cárcel y manicomio.

—No está mal. Dile que baje.

—Voy a llamarle por teléfono. Vendrá, si no está demasiado borracho…

Gramercy Edwards vino como una hora después. Para entonces, yo ya me sentía más capaz de manejar las cosas, y esto fue bueno, pues allí llegaba Gramercy, cruzando la puerta: una auténtica víctima de reformatorios y cárceles. Parecía hacer rodar constantemente los ojos hacia atrás, hacia el interior de la cabeza, como si intentase mirar al interior de su cerebro para ver qué error había. Vestía con andrajos y de un bolsillo rasgado de sus pantalones salía una gran botella de vino. Apestaba y llevaba en los labios un cigarrillo liado. Jeff nos presentó. Gram sacó del bolsillo la botella de vino y me ofreció un trago. Bebí. Y allí estuvimos bebiendo hasta la hora de cerrar. Luego, bajamos por la calle hasta el hotel de Gramercy. En aquellos tiempos, antes de que se instalara la industria en la zona, había casas viejas que alquilaban habitaciones a los pobres, y en una de aquellas casas la propietaria tenía un bulldog al que dejaba suelto por la noche para que guardase su preciosa propiedad. Era un perro de lo más cabrón e hijoputa. Me había asustado más de una noche de borrachera hasta que aprendí qué lado de la calle era el suyo y qué lado el mío. Y elegí el lado que él no quería.

—Vale —dijo Jeff—. Vamos a agarrar a ese cabrón esta noche. Bueno, Gram, yo me encargo de agarrarle. Pero cuando lo tenga agarrado, tendrás que rajarlo tú.

—Tú agárralo —dijo Gramercy—. Traje el corte. Está recién afilado.

Y hacia allá fuimos. Pronto oímos gruñidos y vimos acercarse a saltos al bulldog. Era muy hábil mordiendo pantorrillas. Un perro guardián magnífico. Venía saltando con mucho aplomo. Jeff esperó a que estuviese casi encima de nosotros y entonces se puso de lado y saltó por encima de él. El bulldog patinó, se movió rápidamente y Jeff le agarró cuando le pasaba por debajo. Le metió los brazos debajo de las patas delanteras y tiró hacia arriba. El bulldog pataleaba y lanzaba mordiscos desesperado, con la barriga al descubierto.

—Jejejejeje —decía Gramercy—. ¡Jejejeje!

Y metió el cuchillo y cortó un rectángulo. Luego lo dividió en cuatro partes.

—Jesús —dijo Jeff.

Había sangre por todas partes. Jeff dejó al perro. El perro no se movía.

—Jejejeje —-siguió Gramercy—. Ese hijoputa no volverá a molestar a nadie.

—Me dais asco —dije yo. Subí a mi habitación pensando en aquel pobre bulldog. Estuve enfadado con Jeff dos o tres días. Luego lo olvidé…

Nunca volví a ver a Gramercy, pero seguí emborrachándome con Jeff. Qué otra cosa podíamos hacer.

Todas las mañanas, en el trabajo, nos sentíamos enfermos… Era nuestro chiste particular. Y todas las noches volvíamos a emborracharnos. ¿Qué va a hacer un pobre? Las chicas no buscan a los vulgares trabajadores. Las chicas buscan médicos, científicos, abogados, negociantes, etc. Nosotros las conseguimos cuando ya les repugnan a ellos, cuando ya no son chicas… nos toca el material usado, deformado, nos tocan las enfermas, las locas. Cuando llevas un tiempo aguantando esto, en vez de conformarte con segundos o terceros o cuartos platos, renuncias. O intentas renunciar. El trago ayuda. Y a Jeff le gustaban los bares, así que yo le acompañaba. El problema de Jeff era que cuando se emborrachaba le gustaba la bronca. Por suerte, no se peleaba conmigo. Era muy bueno en eso, era un buen luchador, sabía esquivar y tenía fuerza, quizá sea el hombre más fuerte que haya conocido. No era fanfarrón, pero después de beber un rato, sencillamente parecía volverse loco. Le vi en una ocasión arrear a tres tipos. Era de noche y les miró tirados en la calleja, metió las manos en los bolsillos, luego me miró:

—Venga, vamos a echar otro trago.

Nunca presumía de ello.

Por supuesto, las noches de los sábados eran las mejores. Teníamos el domingo para superar la resaca. Casi siempre nos preparábamos otra para el día siguiente, pero por lo menos la mañana del domingo no tenías que estar en aquel almacén por un salario de esclavos en un trabajo que acabarías dejando o del que te echarían.

Aquella noche de sábado estábamos sentados en La Luz Verde y al final se nos despertó el hambre. Nos acercamos al Chino, que era un sitio bastante limpio y con cierta clase. Subimos por la escalera a la segunda planta y cogimos una mesa al fondo. Jeff estaba borracho y tiró una lámpara de mesa. Se rompió con mucho estrépito. Todo el mundo miraba. El camarero chino que estaba en otra mesa nos dirigió una mirada particularmente hostil.

—Tómeselo con calma —dijo Jeff—. Puede incluirlo en la cuenta. Lo pagaré.

Una mujer embarazada miraba fijamente a Jeff. Parecía muy contrariada por lo que Jeff había hecho. Yo no era capaz de entenderlo. No podía ver que fuese tan grave. El camarero no quería servirnos, o quería hacernos esperar, y aquella mujer embarazada seguía mirando. Era como si Jeff hubiese cometido el más odioso de los crímenes.

—¿Qué pasa, nena? ¿Necesitas un poquito de amor? Si quieres puedo entrar por la puerta trasera. ¿Te encuentras sola. cariño?

—Llamaré ahora mismo a mi marido. Está abajo, ha ido al servicio. Voy a llamarle. Ahora mismo, le llamaré. ¡El le enseñará!

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Jeff—. ¿Una colección de sellos? ¿O mariposas debajo de un cristal?

—¡Voy a decírselo! ¡Ahora mismo! —dijo ella.

—No lo haga, señora, por favor —dije yo—. Necesita usted a su marido. No lo haga, señora, por favor.

—Claro que lo haré —dijo ella—. ¡Ahora mismo!

Se levantó y corrió hacia la escalera. Jeff corrió detrás de ella, la agarró, le dio la vuelta y dijo:

—¡Toma, te ayudaré a bajar!

Y le pegó un puñetazo en la barbilla y allá la mandó saltando y rodando escaleras abajo. Aquello me puso enfermo. Era tan terrible como lo del perro.

—¡Dios del cielo, Jeff! Has tirado por la escalera de un puñetazo a una mujer embarazada. Eso es cobarde y estúpido. Puedes haber matado a dos personas. Eres un mal bicho, ¿qué diablos quieres demostrar?

—¡Calla o te arreo a ti también! —dijo Jeff.

Jeff estaba bestialmente borracho, allí plantado de pie en lo alto de la escalera, tambaleándose. Abajo se había reunido mucha gente alrededor de la mujer. Aún parecía viva y no parecía tener nada roto, pero yo no sabía del niño. Deseé que el niño estuviese perfectamente. Luego salió el marido del water y vio a su mujer. Le explicaron lo que había pasado y luego le señalaron a Jeff. Jeff se volvió y se dispuso a regresar a la mesa. El marido subió las escaleras como un tiro. Era alto, tan alto como Jeff e igual de joven. Yo no me sentía nada a gusto con Jeff, así que no le avisé. El marido le saltó a la espalda y le sujetó en una llave de estrangulamiento. Jeff se ahogaba y se le puso toda la cara roja, pero por debajo sonreía. Le encantaban las peleas. Consiguió poner una mano en la cabeza del tipo y luego maniobró con la otra y logró alzar el cuerpo del tipo y colocarlo paralelo al suelo. El marido aún le tenía cogido por el cuello cuando Jeff se aproximó a la boca de la escalera. Se plantó allí y luego simplemente se apartó al tipo del cuello, lo alzó en el aire y lo lanzó al espacio. El marido, cuando dejó de rodar, se quedó muy quieto. Yo empecé a pensar en la forma de salir de allí. Abajo había varios chinos dando vueltas. Cocineros, camareros, propietarios. Parecían comunicarse entre sí. Empezaron a subir por la escalera. Yo tenía media botella en el abrigo y me senté en la mesa a contemplar el espectáculo. Jeff se plantó al final de la escalera y fue echándoles abajo a puñetazos. Pero venían más y más. No sé de dónde saldrían todos aquellos chinos. La simple presión del número fue haciendo retroceder a Jeff de la escalera y, por último, se vio en el centro de la estancia derribándolos a puñetazos. En otra ocasión, yo habría ayudado a Jeff, pero entonces no podía dejar de pensar en aquel pobre perro y aquella pobre mujer embarazada y seguí allí sentado bebiendo de la botella y observando.

Por fin un par de ellos agarraron a Jeff por detrás, uno le agarró un brazo, otros dos el otro brazo, otro una pierna, el otro por el cuello. Era como una araña arrastrada por una masa de hormigas. Luego cayó al suelo y todos intentaban inmovilizarle. Como dije, era el hombre más fuerte que he visto en mi vida. Le tenían allí sujeto, pero no conseguían inmovilizarle del todo. De vez en cuando, salía volando un chino del montón, como lanzado por una fuerza invisible. Luego volvía a saltar encima. Jeff simplemente no se rendía. Y aunque le tenían allí sujeto, no podían hacer nada con él. Seguía luchando y los chinos parecían muy desconcertados y muy preocupados al ver que no se rendía.

Bebí otro trago, metí la botella en el abrigo, me levanté. Me acerqué allí.

—Si vosotros le sujetáis —dije— yo lo dejaré listo. Me matará por esto, pero no hay otra salida.

Me agaché y me senté en su pecho.

—¡Sujetadle! ¡Ahora sujetadle la cabeza! ¡No puedo atizarle si sigue moviéndose así! ¡Agarradle bien, coño! ¡Maldita sea, sois una docena! ¿Es que no vais a ser capaces de sujetar a un hombre? ¡Vamos, vamos, agarradle bien!

No eran capaces de inmovilizarle. Jeff seguía dando vueltas y debatiéndose. Parecía tener una fuerza inagotable. Renuncié, me senté otra vez en la mesa, eché otro trago. Debieron pasar otros cinco minutos.

Luego, de pronto, Jeff se quedó muy quieto. Dejó de moverse. Los chinos le observaban sin dejar de sujetarle. Empecé a oír un llanto. ¡Jeff estaba llorando! Tenía la cara cubierta de lágrimas. Toda la cara le brillaba como un lago. Luego gritó, muy quejumbrosamente, una palabra…

—¡MADRE!

Fue entonces cuando oí la sirena. Me levanté, pasé ante ellos y bajé la escalera. Cuando iba a la mitad, me crucé con la policía.

—¡Está allá arriba, agentes! ¡Deprisa!

Salí lentamente por la puerta principal. Luego, en la primera calleja, empecé a correr. Salí a la otra calle y cuando lo hacía pude oír las ambulancias que se acercaban. Me metí en mi habitación, cerré todas las cortinas y apagué la luz. Terminé la botella en la cama.

Jeff no fue a trabajar el lunes. Jeff no fue a trabajar el martes. Ni el miércoles. En fin, no volví a verle. No indagué en las cárceles. Poco después, me echaron por absentismo y me mudé a la zona oeste de la ciudad, donde encontré trabajo como mozo de almacén en Sears Roebuck. Los mozos de almacén de Sears Roebuck nunca tenían resaca y eran muy dóciles, y bastante flacuchos. Nada parecía alterarlos. Yo comía solo y hablaba muy poco con el resto.

No creo que Jeff fuese un ser humano excelente. Cometió muchos errores, errores brutales, pero había sido interesante, bastante interesante. Supongo que ahora está cumpliendo condena o que le ha matado alguien. Nunca encontraré otro compañero de trago como él. Todo el mundo está dormido y es sensato y correcto. Se necesita, de vez en cuando, un verdadero hijo de puta como él. Pero como dice la canción: «¿Dónde se han ido todos?».

Roberto Bolaño: Enrique Martín. Cuento

bolano200-f30d2c0c50e27f43dd884f73d1869cca84337329-s6-c30Para Enrique Vila-Matas

Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte. Conocí a Enrique Martín pocos meses después de llegar a Barcelona. Tenía mi edad, había nacido en 1953 y era poeta. Escribía en castellano y catalán con resultados esencialmente idénticos aunque formalmente disímiles. Su poesía en castellano era voluntariosa y afectada y en no pocas ocasiones torpe, carente de cualquier atisbo de originalidad. Su poeta preferido (en esta lengua) era Miguel Hernández, un buen poeta que ignoro por qué razón gusta tanto a los malos poetas (arriesgo una respuesta que me temo incompleta: Hernández habla de y desde el dolor, y los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud). En catalán, en cambio, su poesía hablaba de cosas reales y cotidianas, y únicamente la conocíamos sus amigos (lo que en realidad es un eufemismo: su poesía en castellano probablemente

también la leíamos sólo los amigos, la única diferencia, al menos en cuanto a lectores se refiere, era que la poesía en castellano la publicaba en revistas de tiraje ínfimo que sospecho sólo nosotros examinábamos y en ocasiones ni siquiera nosotros, y las escritas en catalán nos las leía en los bares o cuando visitaba nuestras casas). Pero el catalán de Enrique era malo -¿cómo podían los poemas ser buenos sin dominar el poeta la lengua en que los escribía?; supongo que eso entra en el apartado de los misterios de la juventud-.El caso es que Enrique no tenía ni idea de los rudimentos de la gramática catalana y la verdad es que escribía mal, ya fuera en castellano o catalán, pero yo aún recuerdo algunos de sus poemas con cierta emoción a la que no es ajena el recuerdo de mi propia juventud Enrique quería ser poeta y en ese empeño ponía toda la fuerza y toda la voluntad de las que era capaz. Su tenacidad (una tenacidad ciega y acrítica, como la de los malos pistoleros delas películas, aquellos que caen como moscas bajo las balas del héroe y que sin embargo perseveran de forma suicida en su empeño) a la postre lo hacía simpático, aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar. En aquella época yo tenía veinticinco años y pensaba que ya lo había hecho todo. Enrique, por el contrario, quería hacerlo todo y se preparaba a su manera para comerse el mundo. Su primer paso fue sacar una revista o un fanzine de literatura que costeó con sus propios ahorros, pues tenía dinero ahorrado y un trabajo desde los quince años en no sé qué oscura oficina cercana al puerto. A última hora los amigos de Enrique (e incluso algún amigo mío) decidieron no incluir mis poemas en el primer número y eso, aunque me pese reconocerlo, enturbió durante algún tiempo nuestra amistad. Según Enrique, la culpa fue de otro chileno, un tipo al que conocía desde hacía mucho, que sugirió que dos chilenos eran demasiados chilenos para un primer número de un fanzine de literatura española. Por aquellos días yo estaba en Portugal y cuando volví opté por lavarme las manos. Ni la revista tenía nada que ver conmigo ni yo tenía nada que ver con la revista. No acepté las explicaciones de Enrique, en parte por comodidad, en parte para satisfacer mi orgullo herido, y me desentendí de la empresa. Durante un tiempo dejamos de vernos. Por gente que ambos conocíamos y a la que solía encontrar en los bares del Casco Antiguo, nunca dejé de enterarme, de una forma sucinta y casual, de sus últimas andanzas. Así supe que de la revista (se llamaba Soga Blanca, un título profético, aunque me consta que no fue a él al que se le ocurrió) sólo salió un número, que intentó montar una obra de teatro en un ateneo de Nou Barris y que lo corrieron a gorrazos después de la primera representación, que planeaba sacar otra revista. Una noche apareció por mi casa. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de poemas y quería que los leyera. Fuimos a cenar a un restaurante de la calle Costa y después, mientras tomaba café, leí algunos. Enrique esperaba mi opinión con una mezcla de autosatisfacción y miedo. Comprendí que si le decía que eran malos nunca más lo volvería a ver, además de arriesgarme a una discusión que se podía prolongar hasta altas horas de la noche. Dije que me parecían bien escritos. No mostré excesivo entusiasmo, pero me cuidé de deslizar la más mínima crítica. Incluso le dije que uno de ellos me parecía muy bueno, uno a la manera de León Felipe, un poema en donde añoraba las tierras de Extremadura en donde él nunca había vivido. No sé si me creyó. Sabía que entonces yo leía a Sanguinetti y que seguía (si bien eclécticamente) las enseñanzas sobre poesía moderna del italiano y que por lo tanto no me podían gustar sus versos sobre Extremadura. Pero hizo como que me creía, hizo como que se alegraba de habérmelos leído y después, sintomáticamente, se puso a hablar sobre su revista muerta en el número 1 y ahí fue donde yo me di cuenta de que no me creía pero que se lo callaba. Eso fue todo. Estuvimos hablando un rato más, sobre Sanguinetti y Frank O’Hara (Frank O’Hara aún me gusta, a Sanguinetti hace mucho que no lo leo), sobre la nueva revista que pensaba sacar y para la que no me pidió poemas y luego nos despedimos en la calle, cerca de mi casa. Pasaron uno o dos años hasta que lo volví a ver. Por entonces yo vivía con una mexicana y nuestra relación amenazaba con acabar con ella, conmigo, con los vecinos, a veces incluso con la gente que se atrevía a visitarnos. Estos últimos, advertidos, dejaron de venir a nuestra casa y por aquellos días casi no veíamos a nadie; éramos pobres (la mexicana, pese a pertenecer a una familia acomodada del D.F., se negaba terminantemente a recibir ayuda económica de ésta), nuestras peleas eran homéricas, una nube amenazante parecía cernirse permanentemente sobre nosotros. Así estaban las cosas cuando Enrique Martín volvió a aparecer. Al traspasar el umbral con una botella de vino y un paté francés, tuve la impresión de que no quería perderse el último acto de una de mis peores crisis vitales (aunque en realidad yo me sentía bien, la que se sentía mal era mi amiga), pero luego, cuando nos invitó por primera vez a cenar a su casa, cuando quiso que conociéramos a su compañera, me di cuenta de que en el peor de los casos Enrique no había venido a contemplar sino a ser contemplado, y que en el mejor de los casos aún parecía sentir una cierta estima por mí. Y sé que no aprecié ese gesto en lo que valía, sé que al principio contemplé su irrupción con desagrado, y que mi manera de recibirlo fue o quiso ser irónica, cínica, probablemente sólo aburrida. La verdad es que por aquellos días yo no era una buena compañía para nadie. Esto lo sabía todo el mundo y todo el mundo me evitaba o me rehuía. Pero Enrique sí quería verme y a la mexicana, vaya uno a saber por qué oscuros motivos, Enrique, su compañera, le cayeron bien y las visitas, las cenas se sucedieron hasta un total de cinco, no más. Por supuesto, para cuando reanudamos la amistad, aunque la palabra es excesiva, pocas eran las cosas en que no disentíamos. Mi primera sorpresa fue conocer su casa (cuando lo dejé de ver aún vivía con sus padres y después supe que compartió un piso con otros tres, un piso al que por una u otra razón yo nunca fui). Ahora vivía en un ático del barrio de Gracia, lleno de libros, discos, cuadros, una vivienda amplia, tal vez un poco oscura, que su compañera había decorado con gusto camaleónico, pero en el que no faltaban ciertos detalles curiosos, objetos traídos de sus últimos viajes (Bulgaria, Turquía, Israel, Egipto) que a veces trascendían el recuerdo de turista, la imitación. Mi segunda sorpresa fue cuando me dijo que ya no escribía poesía. Lo dijo en la sobremesa, delante dela mexicana y de su compañera, aunque en realidad la confesión iba dirigida a mí (yo jugaba con una daga árabe, enorme, con la hoja labrada por ambas caras, supongo que de difícil uso práctico), y cuando lo miré su rostro exhibía una sonrisa que quería decir soy adulto, he comprendido que para disfrutar del arte no hace falta hacer el ridículo, no hace falta escribir ni arrastrarse. La mexicana (que era pura dinamita) se condolió de su renuncia, lo obligó a contar la historia de la revista en donde no fui publicado, finalmente encontró plausibles y sensatas las razones que Enrique esgrimió en defensa de su renuncia y le predijo un no muy tardío regreso a la literatura con las fuerzas renovadas. La compañera de Enrique estuvo de acuerdo en un noventainueve por ciento. Las dos mujeres (aunque por razónes obvias mucho más la compañera de Enrique) parecían encontrar decididamente más poético el que éste se dedicara a su trabajo -lo habían ascendido, el ascenso lo llevaba a veces a visitar Cartagena y Málaga por razones que no quise averiguar-, a su colección de discos, a su casa y a su coche, que a malgastar las horas imitando a León Felipe o en el mejor de los casos (es un decir) a Sanguinetti. Yo no expresé ninguna opinión y cuando Enrique me preguntó directamente qué pensaba (Dios mío, como si fuera una pérdida irreparable para la lírica española o catalana), le contesté que cualquier cosa que él hiciera estaría bien. No me creyó. La conversación, aquella noche o una de las cuatro que aún nos restaban, giró hacia los hijos. Lógico: poesía-hijos. Y recuerdo (y esto sí lo recuerdo con total claridad) que Enrique admitió que le gustaría tener un hijo, la experiencia del hijo fueron sus palabras textuales, no su mujer sino él, es decir tenerlo nueve meses dentro de su barriga y parirlo. Recuerdo que cuando lo dijo yo me quedé helado, la mexicana y su compañera lo miraron con ternura, y a mí me pareció ver, y eso fue lo que me dejó helado, lo que años después, pero desgraciadamente no muchos años después, sucedería. Cuando la sensación pasó, fue breve, apenas un chispazo, la afirmación de Enrique me pareció una boutade

que ni siquiera merecía contestación. Por descontado, ellos querían tener hijos, yo, para variar, no ,al final de los cuatro de aquella cena el único que tiene un hijo soy yo, la vida no sólo es vulgar sino también inexplicable. Fue durante la última cena, cuando mi relación con la mexicana ya estaba en los segundos de descuento, cuando Enrique nos habló de una revista en la que colaboraba. Ya está, pensé. Acto seguido se corrigió: en la que colaboraban.

El plural tuvo la virtud de ponerme en guardia, pero pronto comprendí: él y su compañera. Por una vez (por última vez) la mexicana y yo estuvimos de acuerdo en algo y exigimos en el acto ver la revista en cuestión. Resultó ser una de las tantas que por entonces se vendían en los kioscos de periódicos y cuyos temas iban desde los ovnis hasta los fantasmas, pasando por las apariciones marianas, las culturas precolombinas desconocidas, los sucesos paranormales se llamaba Preguntas & Respuestas y creo que aún se vende. Pregunté, preguntamos, en qué consistía exactamente lo que ellos hacían. Enrique (su compañera casi no habló durante la última cena) nos lo explicó: iban, los fines de semana, a lugares donde se producían avistamientos (de platillos volantes), entrevistaban a las personas que los habían visto, examinaban la zona, buscaban cuevas (esa noche Enrique afirmó que muchas montañas de Cataluña y del resto de España estaban huecas), pasaban la noche en vela metidos en sacos de dormir y con la cámara fotográfica al lado, a veces iban ellos dos solos, las más iban en grupo, cuatro, seis personas, noches agradables al aire libre, cuando todo concluía preparaban un informe y parte de él (¿a quién le mandaban el informe completo?) lo publicaban, junto con las fotos, en Preguntas & Respuestas.

Esa noche, durante la sobremesa, leí un par de los artículos que firmaban Enrique y su compañera. Estaban mal redactados, eran torpes, pretendidamente científicos, al menos la palabra ciencia aparecía varias veces, eran inaguantablemente arrogantes. Quiso saber qué opinaba de ellos. Me di cuenta de que mi opinión, por primera vez, le importaba un pepino y por primera vez fui franco y sincero. Le sugerí cambios, le dije que debía aprender a escribir, le pregunté si en la revista tenían un corrector de estilo. Al salir de su casa la mexicana y yo no paramos de reírnos. Esa misma semana, creo, nos separamos. Ella se fue a Roma. Yo aún permanecí un año más en Barcelona. Durante mucho tiempo no supe nada de Enrique. De hecho creo que me olvidé de él. Por entonces yo vivía en las afueras de un pueblo de Girona con la única compañía de una perra y de cinco gatos, casi no veía a nadie de mis antiguos conocidos aunque de vez en cuando alguno se dejaba caer por mi casa, en ningún caso más de dos días y una noche, y con esa persona, la que fuera, solía hablar de los amigos de Barcelona, de los amigos de México, y en ninguna ocasión que yo recuerde nadie me mencionó a Enrique Martín. Al pueblo bajaba sólo una vez al día, acompañado por mi perra, a comprar comida y a hurgar en mi apartado de correos, en donde solía encontrar cartas de mi hermana que me escribía desde un México D.F. que ya no podía reconocer. Las demás cartas, muy espaciadas, eran de poetas sudamericanos perdidos en Sudamérica con quienes mantenía una correspondencia irregular, entre abrupta y dolorosa, fiel reflejo de nosotros mismos que comenzábamos a dejar de ser jóvenes, a aceptar el fin de los sueños. Un día, sin embargo, recibí una carta distinta. En realidad, no era propiamente una carta. En dos hojas de cartulina, sendas invitaciones para una especie de cóctel que una editorial de Barcelona ofreció durante la presentación de mi primera novela, cóctel al que yo no asistí, alguien había dibujado unos planos más bien rudimentarios y junto a éstos había escrito las siguientes cifras:

3860 + 429777 – 469993? + 51179 – 588904

+ 966 – 39146 + 498207856

La carta, por descontado, no llevaba firma. Evidentemente, mi anónimo corresponsal sí había asistido a la presentación de mi libro. Por supuesto, no intenté descifrar las cifras: estaba claro que era una frase de ocho palabras, seguramente su autor era uno de mis amigos. El asunto no revestía mayor misterio, excepto, tal vez, por los dibujos. Éstos representaban un camino ondulado, una casa con un árbol, un río que se bifurcaba, un puente, una montaña o una colina, una cueva. A un lado, una primitiva rosa de los vientos indicaba el norte y el sur. Junto al camino, en dirección contraria a la montaña (decidí finalmente que debía ser una montaña) y a la cueva, una flecha indicaba el nombre de un pueblo del Ampurdán. Esa noche, ya en mi casa, mientras preparaba la comida, de pronto supe sin ninguna duda que la carta era de Enrique Martín. Lo imaginé en el cóctel de la editorial, hablando con algunos de mis amigos (uno de éstos debió de darle el número de mi apartado de correos), criticando acerbamente mi libro, yendo de un lado para otro con un vaso de vino en la mano, saludando a todo el mundo, preguntando en voz alta si yo iba a aparecer o no iba a aparecer. Creo que sentí algo parecido al desprecio. Creo que recordé mi ya lejana exclusión de Soga Blanca.

Una semana más tarde volví a recibir otro anónimo. Nuevamente la cartulina utilizada era una invitación para la presentación de mi libro (debió de hacerse con varias durante el cóctel), aunque esta vez descubrí algunas variantes. Bajo mi nombre había transcrito un verso de Miguel Hernández, uno que habla de la felicidad y del trabajo. En el dorso, junto con las mismas cifras de la primera, el mapa experimentaba un cambio radical. Al principio pensé que no quería decir nada, las líneas eran confusas, en ocasiones un mero entrecruzarse de rayas y puntos suspensivos, signos de exclamación, dibujos borroneados o superpuestos. Después, tras observarlo por enésima vez y compararlo con la entrega anterior, comprendí lo que era obvio: el nuevo mapa era la prolongación del antiguo mapa, el nuevo mapa era el mapa de la cueva. Recuerdo que pensé que ya no teníamos edad para estas bromas, una tarde estuve hojeando en el kiosco, sin llegar a comprarla, la revista Preguntas & Respuestas.

No vi el nombre de Enrique entre los colaboradores. A los pocos días volví a olvidarme de él y de sus cartas. Creo que transcurrieron varios meses, tal vez tres, tal vez cuatro. Una noche escuché el ruido de un coche que se detenía junto a mi casa. Pensé que seguramente se trataba de alguien que se había extraviado. Salí con la perra a ver quién era. El coche estaba detenido junto a unos zarzales, con el motor en marcha y las luces encendidas. Durante un rato no pasó nada. Desde donde yo estaba no podía ver cuántos ocupantes había en el coche, pero no tuve miedo, con mi perra al lado casi nunca tenía miedo. La perra, por su parte, gruñía, ansiosa por abalanzarse sobre los desconocidos. Entonces las luces se apagaron, se apagó el motor y el único ocupante del coche abrió la puerta y me saludó con palabras cariñosas. Era Enrique Martín. Me temo que mi saludo fue más bien frío. Lo primero que me preguntó fue si había recibido sus cartas. Dije que sí. ¿Nadie manipuló los sobres? ¿Los sobres estaban bien cerrados? Contesté afirmativamente y le pregunté qué pasaba. Problemas, dijo mientras miraba las luces del pueblo a sus espaldas y la curva detrás de la cual estaba la cantera de piedra. Entremos en casa, le dije, pero no se movió de donde estaba. ¿Qué es aquello?, dijo indicando las luces y los ruidos de la cantera. Le dije lo que era y le expliqué que al menos una vez al año, ignoro por qué razón, trabajaban hasta pasada la medianoche. Es raro, dijo Enrique. Volví a insistir en que entráramos, pero no me oyó o se hizo el desentendido. No quiero molestarte, dijo tras ser olisqueado por la perra. Entra, vamos a tomarnos algo, dije. No bebo alcohol, dijo Enrique. Estuve en la presentación de tu novela, añadió, creí que irías. No, no fui, dije. Pensé que ahora Enrique se pondría a criticar mi libro. Quería que me guardaras algo, dijo. Sólo entonces me di cuenta de que en la mano derecha llevaba un paquete, hojas de tamaño folio, su regreso a la poesía, pensé. Pareció adivinarme el pensamiento. No son poemas, dijo con una sonrisa desvalida y al mismo tiempo valiente, una sonrisa que ciertamente no veía desde hacía muchos años, no en su cara, al menos. ¿Qué es?, le pregunté. Nada, cosas mías, no quiero que las leas, sólo quiero que las guardes. De acuerdo, entremos, dije. No no quiero molestarte, además no tengo tiempo, he de irme de inmediato. ¿Cómo supiste dónde vivía?, dije. Enrique pronunció el nombre de un amigo común, el chileno que había decidido que dos chilenos eran muchos chilenos para el primer número de Soga Blanca.

Cómo se atreve ese cabrón a dar mi dirección a nadie, dije. ¿Ya no sois amigos?, dijo Enrique. Supongo que sí, dije, pero no nos vemos mucho. Pues a mí me alegra que me la haya dado, me ha gustado mucho verte, dijo Enrique. Debí decir: a mí también, pero no dije nada. Bueno, me voy, dijo Enrique. En ese momento comenzaron a sonar unos ruidos muy fuertes, como de explosiones, provenientes de la cantera que lo pusieron nervioso. Lo tranquilicé, no es nada, dije, pero en realidad era la primera vez que oía las explosiones a esas horas de la noche. Bueno, me voy, dijo. Cuídate, dije yo. ¿Puedo darte un abrazo?, dijo. Claro que sí, dije yo. ¿No me morderá el perro? Es una perra, dije yo, no te morderá. Durante dos años, el tiempo que me restaba por vivir en aquella casa de las afueras, mantuve el paquete de papeles intacto, tal como Enrique me lo había confiado, atado con cordel y cinta adhesiva, entre las revistas viejas y entre mis propios papeles que, no está demás decirlo, crecieron desaforadamente durante ese tiempo. Las únicas noticias que tuve sobre Enrique me las proporcionó el chileno de la Soga Blanca, con el que una vez hablamos sobre la revista y sobre aquellos años, aclarando de paso el papel jugado por él en la exclusión de mis poemas, ninguno, fue lo que me afirmó, fue lo que saqué en claro, aunque a esas alturas ya no importaba. Por él supe que Enrique tenía una librería en el barrio de Gracia, cerca de aquel piso que años atrás, en compañía de la mexicana, yo había visitado cinco veces. Por él supe que estaba separado, que ya no colaboraba en Preguntas& Respuestas, que su ex mujer trabajaba con él en la librería. Pero ya no vivían juntos, me dijo, eran amigos, Enrique le daba ese trabajo porque la tía estaba en el paro. ¿Y le va bien con la librería?, pregunté. Muy bien, dijo el chileno, al parecer había dejado la empresa en la que trabajaba desde adolescente y la indemnización fue cuantiosa. Vive allí mismo, dijo. En el fondo de la librería, en dos habitaciones no muy grandes. Las habitaciones, lo supe después, daban a un patio de luz en donde Enrique cultivaba geranios, ficus, nomeolvides, azucenas. Las dos únicas puertas eran las de la librería, sobre la que cada noche bajaba una cortina metálica que cerraba con llave, y una puerta pequeña que daba al pasillo del edificio. No le quise preguntar la dirección. Tampoco le pregunté si Enrique escribía o no escribía. Poco después recibí una larga carta de éste, firmada, en donde me decía que había estado en Madrid (creo que la carta la escribió desde Madrid, ya no estoy seguro) en el famoso Congreso Mundial de Escritores de Ciencia Ficción. No, él no escribía ciencia ficción (creo que empleó el términos-f),sino que estaba allí como enviado de Preguntas & Respuestas.

El resto de la carta era confuso. Hablaba de un escritor francés cuyo nombre no me sonaba de nada que afirmaba que los extraterrestres éramos todos, es decir todos los seres vivientes del planeta Tierra, unos exiliados, decía Enrique, o unos desterrados. Después hablaba del camino seguido por el escritor francés para llegar a tan descabellada conclusión. Esta parte era ininteligible. Mencionaba a la policía de la mente, hacía conjeturas acerca de túneles dimensionales, se enredaba como si estuviera, otra vez, escribiendo un poema. La carta terminaba con una frase enigmática: todos los que saben se salvan.

Después venían los saludos y recuerdos de rigor. Fue la última vez que me escribió. La siguiente noticia que tuve de él me la proporcionó nuestro común amigo chileno, de manera casual, quiero decir sin estridencias, en uno de mis cada vez más frecuentes desplazamientos a Barcelona, mientras comíamos juntos. Enrique llevaba dos semanas muerto, las cosas ocurrieron más o menos así: una mañana llegó su ex compañera y ahora dependienta a la librería y la encontró cerrada. El hecho la extrañó, pero no demasiado pues a veces Enrique solía quedarse dormido. Para tales contingencias ella tenía una llave propia y con ésta procedió a abrir la cortina metálica primero y la puerta de cristal de la librería después. Acto seguido se encaminó al fondo, hacia las habitaciones, y allí encontró a Enrique, colgando de la viga de su dormitorio. La dependienta y ex compañera casi sufrió un ataque al corazón de la impresión que tuvo, pero se sobrepuso, llamó por teléfono a la policía y luego cerró la librería y esperó sentada en la acera, llorando, supongo, hasta que llegó el primer coche patrulla. Cuando volvió a entrar, contra lo que esperaba, Enrique aún colgaba de la viga, los policías le hicieron preguntas, notó entonces que las paredes de la habitación estaban llenas de números, grandes y pequeños, pintados con rotulador algunos y con aerosol otros. Los policías, lo recordaba, fotografiaron los números (659983 + 779511 – 336922, cosas de ese tipo, incomprensibles) y el cadáver de Enrique que los miraba desde arriba sin ninguna consideración. La dependienta y ex compañera creyó que las cifras eran deudas acumuladas. Sí, Enrique estaba endeudado, no demasiado, no como para que alguien lo quisiera matar, pero existían deudas. Los policías le preguntaron si los números ya estaban en las paredes la tarde anterior. Ella dijo que no. Luego dijo que no lo sabía. No lo creía. No entraba desde hacía tiempo en aquella habitación. Revisaron las puertas. La que daba al pasillo del edificio estaba cerrada con llave por dentro. No encontraron ninguna señal que indicara que alguna de las puertas hubiera sido forzada. El único juego de llaves que había, aparte del de la dependienta y excompañera, lo encontraron junto a la caja registradora. Cuando llegó el juez descolgaron el cuerpo de Enrique y se lo llevaron de allí. La autopsia fue concluyente, la muerte había sido casi en el acto, un suicidio más de los muchos que ocurren en Barcelona. Durante muchas noches, en la soledad de mi casa del Ampurdán que pronto abandonaría, estuve pensando en el suicidio de Enrique. Me costaba creer que el hombre que quería tener un hijo, que quería parir él mismo un hijo, tuviera la indelicadeza de permitir que su dependienta y ex compañera descubriera su cuerpo ahorcado, ¿desnudo?,¿vestido?, ¿en pijama?, acaso aún balanceándose en medio de la habitación. Lo de los números ya me parecía más probable. No me costaba trabajo imaginar a Enrique realizando sus criptografías toda la noche, desde las ocho en que cerró la librería, hasta las cuatro de la mañana, buena hora para morir. Levanté, por supuesto, algunas hipótesis que acaso explicaban de alguna manera su muerte. La primera tenía relación directa con su última carta, el suicidio como el billete de regreso al planeta natal. La segunda contemplaba en dos versiones el asesinato. Pero ambas eran excesivas, desmesuradas. Recordé nuestro último encuentro frente a mi casa, sus nervios, la sensación de que alguien lo perseguía, la sensación de que Enrique creía que alguien lo perseguía. En los siguientes desplazamientos a Barcelona cotejé mis informaciones con otros amigos de Enrique, nadie había notado ningún cambio significativo en él, a nadie había entregado ni planos hechos a mano ni paquetes cerrados, el único punto donde advertí contradicciones y lagunas era en el de su actividad en Preguntas & Respuestas.

Según algunos hacía mucho que ya no tenía relación alguna con la revista. Según otros, seguía colaborando de manera regular. Una tarde que no tenía nada que hacer, después de resolver algunos asuntos en Barcelona, fui a la redacción de Preguntas & Respuestas.

Me atendió el director. Si esperaba encontrar a alguien tenebroso, me llevé una desilusión, el director parecía un vendedor de seguros, más o menos como todos los directores de revistas. Le dije que Enrique Martín había muerto. No lo sabía, pronunció algunas palabras de pesar, esperó. Le pregunté si Enrique colaboraba regularmente en la revista y tal como esperaba obtuve una respuesta negativa. Le recordé el Congreso Mundial de Ciencia Ficción celebrado no hacía mucho en Madrid. Respondió que su revista no había enviado a nadie a cubrir el evento, ellos, me explicó, no hacían ficción sino periodismo de investigación. Aunque a él, añadió, la ciencia ficción le gustaba mucho. Entonces Enrique fue por su cuenta, pensé en voz alta. Así debió de ser, dijo el director, al menos para esta casa no trabajaba. Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su excompañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano, fui a tu casa cinco veces, vivía por entonces con una mexicana. Ah, sí, dijo. Luego permaneció callada y pensé que algo le ocurría al teléfono. Pero ella seguía allí. Te llamaba para decirte que siento mucho lo que ha sucedido, dije. Enrique fue a la presentación de tu libro, dijo ella. Lo sé, lo sé, dije. Quería verte, dijo ella. Nos vimos, dije. No sé por qué quería verte, dijo ella. A mí también me gustaría saberlo, dije. Bueno, ya es demasiado tarde, ¿no?, dijo ella. Así parece, dije. Aún permanecimos un rato más hablando, creo que de sus nervios destrozados, luego se me acabaron las monedas (llamaba desde Girona) y la comunicación se cortó. Meses después me marché de casa. La perra se vino conmigo. Los gatos se quedaron con unos vecinos. La noche anterior a mi partida abrí el paquete que me confió Enrique. Esperaba encontrar números y mapas, tal vez la señal que aclarara su muerte. Eran unas cincuenta hojas tamaño folio, debidamente encuadernadas. Y en ninguna encontré planos ni mensajes cifrados, sólo poemas escritos a la manera de Miguel Hernández, algunos a la manera de León Felipe, a la manera de Blas de Otero y de Gabriel Celaya. Aquella noche no pude dormir. Ahora era a mí al que le tocaba huir.

Ryunosuke Akutagawa: En el bosque. Cuento

AkutagawaRyunosukeDeclaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.

El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.

¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.

¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.

De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial

-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.

¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.

Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.

Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.

¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)

Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.

Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.

Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.

Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.

Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.

Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)

Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.

Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.)

Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.

Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:

-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!

Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:

-Te pido tu vida. Yo te seguiré.

Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».

Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.

Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)

Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)

Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»

Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)

Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:

«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)

Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…

Adolfo Bioy Casares: Margarita o el poder de la farmacopea. Cuento

Adolfo Bioy Casares No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

-A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.

-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de «Caras y Caretas», la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

-Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

Martin Heidegger: El concepto del tiempo.

images (3)¿Qué es el tiempo?

Si el tiempo encuentra su sentido en la eternidad, entonces habrá que comprenderlo a partir de ésta. Con ello, el punto de partida y el curso de la indagación estarían previamente diseñados: de la eternidad al tiempo. Este modo de plantear la cuestión es correcto en el supuesto de que dispongamos del mencionado punto de partida, es decir, que conozcamos y comprendamos adecuadamente la eternidad. Ahora bien, si la eternidad fuera una cosa distinta del vacío ser siempre, del “ŽeÛ ” (siempre), si Dios fuera la eternidad, entonces la manera de considerar el tiempo inicialmente propuesta habría de mantenerse en un estado de perplejidad mientras no conozca a Dios, mientras no comprenda la pregunta que interroga por él. Si nuestro acceso a Dios pasa por la fe y si el entrar en el tema de la eternidad no es otra cosa que esa fe, en tal caso la filosofía jamás tendría acceso a la eternidad, y por consiguiente, en el plano metodológico nunca podrá tomarla como una posible perspectiva para discutir la cuestión del tiempo. La filosofía nunca podrá disipar esta perplejidad. Así, el verdadero experto en cuestiones del tiempo es el teólogo; y si mal no recuerdo, la teología se las ha tenido que haber con el tiempo bajo diversos aspectos.

En primer lugar, la teología trata de la existencia humana en cuanto ser ante Dios y de su temporalidad en su relación con la eternidad. Dios mismo no necesita ninguna teología; su existencia no está fundamentada en la fe.

En segundo lugar, la fe cristiana debe tener en sí misma una relación con algo que aconteció en el tiempo: en un tiempo que, según el mensaje que hemos oído, fue el “de la plenitud de los tiempos…” (Gál 4, 4; cf. Mc 1, 15; cf. también Ef 1,9 s.)

El filósofo no cree. Cuando el filósofo plantea la cuestión del tiempo, entonces está dispuesto a comprender el tiempo a partir del tiempo, concretamente a partir del aei, concepto que se presenta como eternidad, pero que en el fondo constituye un mero derivado de la esfera temporal.

Las consideraciones siguientes no son teológicas. El camino teológico, que ustedes son dueños de seguir, al abordar el problema del tiempo sólo puede tener el sentido de hacer más difícil la pregunta por la eternidad, preparándola en la forma correcta y planteándola con propiedad. pero nuestra reflexión tampoco es filosófica, pues no pretende ofrecer una definición sistemática y universalmente válida del tiempo, definición que habría de emprender su investigación por debajo del tiempo, en el contexto de las otras categorías.

Las reflexiones que siguen y quizá forman parte de una ciencia previa, cuya tarea consiste en investigar qué significa en definitiva lo que en la filosofía y la ciencia, lo que el discurso interpretativo del ser-ahí dice acerca de él mismo y acerca del mundo. Si nos aclaramos acerca de qué es un reloj, con ello adquiere vida la forma de comprensión propia de la física y la forma en que el tiempo tiene oportunidad de manifestarse. Esta ciencia previa, dentro de la cual se mueven nuestras consideraciones, vive del presupuesto -quizá recalcitrante. d que la filosofía y la ciencia se mueven en el medio de los conceptos. Su posibilidad consiste en que cada investigador clarifique lo que comprende y lo que no comprende. Nos permite saber cuándo una investigación está realmente en su asunto, y cuándo, por el contrario, se nutre de una terminología tradicional y gastada. En cierto modo, tales indagaciones ejercen el servicio policial en el cortejo de las ciencias, una tarea que ciertamente es subordinada, pero que de tanto en tanto resulta urgente, de acuerdo con la opinión de algunos. la relación de estas exploraciones con la filosofía es la de un acompañamiento, y a veces incluye el cometido de realizar un registro en la morada de los antiguos para ver cómo éstos se desenvolvieron con tales cuestiones. Las reflexiones que siguen sólo tienen en común con la filosofía el hecho de no ser teología.

Hagamos ante todo una referencia provisional al tiempo que encontramos en la vida cotidiana, al tiempo de la naturaleza y al tiempo del mundo. El interés por la cuestión de qué es el tiempo se ha despertado nuevamente en la actualidad por el desarrollo de la investigación física, concretamente en su reflexión sobre los principios fundamentales acerca de lo que ella tiene que comprender y definir a este respecto: la medición de la naturaleza en el marco de un sistema de relaciones espacio-temporales. El estado actual de esta investigación está recogido en la teoría de la relatividad de Einstein. Veamos entonces algunas proposiciones de la misma: el espacio no es nada en sí mismo; no existe ningún espacio absoluto. Sólo existe a través de los cuerpos y de las energías contenidos en él. Coincidiendo con una antigua afirmación aristotélica, tampoco el tiempo es nada en sí. Sólo existe como consecuencia de los acontecimientos que tienen lugar en el mismo. No hay un tiempo absoluto, ni una simultaneidad absoluta. Más allá de lo destructivo de esta teoría, fácilmente pasa desapercibido el aspecto positivo que demuestra la equivalencia de aquellas ecuaciones que describen los procesos naturales en cualquiera transformaciones.

El tiempo es aquello en lo que se producen acontecimientos. Esto ya lo vio Aristóteles en relación con el modo fundamental de ser de las cosas naturales: el cambio, el cambio de posición, el movimiento: EpeÛ oïn oë kÛnhsiw, Žn‹gkh t°w kin®seÅw ti eånai aétñn. Puesto que el tiempo no es un movimiento, tendrá que ser algo relacionado con el movimiento. Ante todo encontramos e tiempo en los entes mutables; el cambio se produce en el tiempo. ¿Como qué se nos presenta el tiempo en esta forma de encontrarnos con él, quizá como el “en-qué” donde las cosas cambian? ¿Se muestra aquí el tiempo como él mismo, en lo que él es? ¿Puede una explicación del tiempo como la que está en juego garantizar que él muestre los fenómenos fundamentales que lo determinan en su propio ser? ¿O bien en la búsqueda de los fundamentos de los fenómenos nos veremos remitidos a otra cosa?

¿Cómo se le muestra el tiempo al físico? La aprehensión que determina el tiempo tiene el carácter de una medición. La medición indica el “cuánto-tiempo” y el “cuando”, el “desde-cuándo-hasta-cuándo”. Un reloj indica el tiempo. Un reloj es un sistema físico en el que se repite constantemente la misma secuencia temporal, con la condición d que este sistema físico no esté sujeto a cambio por ningún influjo externo. La repetición es cíclica. Cada período tiene la misma duración temporal. El reloj ofrece una duración idéntica que se repite constantemente, una duración a la que uno siempre puede recurrir. La distribución de esta duración es arbitraria. El reloj mide el tiempo en la medida en que la extensión de la duración de un acontecimiento se compara con las secuencias idénticas del reloj y, a partir de ahí, es determinada en su cantidad numérica.

¿Qué nos dice el reloj acerca del tiempo? El tiempo es algo en lo que se puede fijar arbitrariamente un punto que es un ahora, de tal manera que en relación con dos puntos temporales siempre se puede decir que uno es anterior y otro posterior. A este respecto ningún ahora puntual del tiempo se distingue de cualquier otro. Cada punto, como un ahora, es el posible antes de un después; y como después, es el después de un antes. Este tiempo es constantemente uniforme y homogéneo. Sólo en tanto el tiempo está constituido homogéneamente puede ser medido. El tiempo es así un desenrollar, cuyos estadios guardan entre sí la relación de un antes y un después. Cualquier anterioridad y posterioridad puede determinase a partir de un ahora, que en sí mismo es arbitrario. Si nos dirigimos a un acontecimiento reloj en mano, éste hace explícito el acontecimiento, más explícito respecto a su discurrir en el ahora que respecto al “cuánto” de su duración. La determinación fundamental que en cada caso realiza el reloj, más que en indicar el “cuánto-tiempo”, la cantidad de tiempo en su fluir presente, consiste en determinar la fijación respectiva del ahora. Lo primero que digo cuando saco el reloj es: “Ahora son las nueve; treinta minutos desde que ocurrió aquello. Dentro de tres horas serán las doce”.

¿Qué es el tiempo de este ahora en el que miro el reloj? Por ejemplo, ahora, en el preciso instante en el que lo hago; ahora, cuando se apaga la luz. ¿Qué es el ahora? ¿Está el ahora a mi disposición? ¿Soy yo el ahora? ¿Es cualquier otra persona el ahora? De ser así, yo mismo y cualquier otra persona sería el tiempo. Y en nuestro ser juntamente con otros seríamos el tiempo -todos y ninguno. ¿Soy yo el ahora, o solamente aquel que afirma esto? ¿Con o sin reloj expreso? Ahora, al anochecer, al amanecer, esta noche, hoy: aquí topamos con un reloj con el que siempre ha operado la existencia humana, el reloj natural de la alternancia del día y de la noche.

¿Qué explicación tiene el hecho de que la existencia humana ya se haya procurado un reloj antes de todos los relojes de bolsillo y relojes solares? ¿Dispongo del ser del tiempo, y me refiero juntamente a mí mismo cuando digo “ahora”? ¿Soy yo mismo el ahora y es mi existencia el tiempo? ¿O finalmente es el tiempo mismo el que se proporciona el reloj en nosotros? En el libro XI de sus Confesiones San Agustín planteó la pregunta de si el espíritu mismo es el tiempo. Y luego dejó ahí estancada su pregunta. “In te, anime meus, tempora metior; noli mihi obstrepere: quod est; noli bibi obstrepere turbis affectionum tuarum. In te, in quam, tempora metior; affectionem quam res praetereuntes in te faciunt, et cum illae praeterierin manet, ipsam metior praesetem, non eas quae praeterierunt ut fieret: ipsam metior, cum tempora metior”. Parafraseando el texto según su sentido: “En ti, espíritu mío, mido los tiempos. A ti te mido cuando mido el tiempo. No te atravieses en mi camino con la pregunta: ¿cómo es esto? No me induzcas a apartar la vista de ti a través de una falsa pregunta y tampoco obstruyas tu camino con la perturbación de lo que pueda afectarte. En ti -repito una y otra vez- mido el tiempo. Las cosas que pasan y te salen al encuentro producen en ti una afección que permanece, mientras ellas desaparecen. Mido la afección en la existencia presente, no las cosas que pasan produciéndola. Repito que es mi manera de encontrarme lo que yo mido cuando mido el tiempo”

La pregunta acerca de qué es el tiempo ha acabado por remitir nuestra investigación al ser-ahí, si por ser-ahí se entiende el ente en su ser que conocemos como vida humana; este ente en el respectivo instante de su ser, el ente que somos cada uno de nosotros mismos, el ente al que apuntamos en la afirmación fundamental: yo soy. La afirmación “yo soy” es la auténtica enunciación del ser que ostenta el carácter del ser-ahí del hombre. Este ente es en el respectivo instante como mío.

Ahora bien, ¿era necesaria esta laboriosa reflexión para dar con el ser-ahí? ¿No bastaba con indicar que los actos de la conciencia, los procesos psíquicos están en el tiempo, aun cuando estos actos se dirijan hacia algo que en sí mismo no esté determinado por el tiempo? Eso es un rodeo. Ahora bien, la pregunta por el tiempo quiere obtener una respuesta tal que desde ella se hagan comprensibles los distintos modos de la temporalidad; y así hacer que se vea desde el primer momento la posible conexión de lo que es en el tiempo con lo que la temporalidad auténtica es.

El tiempo de la naturaleza, el conocido y estudiado desde tiempos, ha ofrecido hasta nuestros días la base para la explicación del tiempo. Ahora bien, en el supuesto de que el ser humano esté en el tiempo en un sentido señalado, de modo que pueda leerse en él lo que es el tiempo, este ser-ahí habrá de ser caracterizado en sus determinaciones ontológicas fundamentales. Entonces habría de ser cierto que el ser temporal, entendido correctamente, es la afirmación fundamental sobre el ser-ahí en lo que se refiere a su ser. Pero también en ese caso es necesario mostrar algunas estructuras fundamentales del ser-ahí en cuanto tal.

1. El ser-ahí es el ente que se caracteriza por el hecho de ser-en-el-mundo. La vida humana no es algo así como un sujeto que ha de realizar alguna hazaña habilidosa para llegar al mundo. El ser-ahí, entendido como ser-en-el-mundo, significa ser de tal manera en el mundo que este ser implica manejarse en el mundo; demorarse a manera de un ejecutar, de un realizar y llevar a cabo, y también a manera de un contemplar, de un interrogar, de un determinar considerando y contemplando. El ser-en-el-mundo está caracterizado como un “cuidar”.

2. El ser-ahí , en tanto que este ser-en-el-mundo, es justamente un ser-con, un ser con otros; lo cual significa: tener ahí con otros el mismo mundo, encontrarse recíprocamente, ser con otros en el modo del ser-uno-para-otro. Pero a la vez este ser-ahí está presente ante los otros como si fuera una cosa, a la manera de una piedra que está ahí sin tener un mundo ni cuidarse de él.

3- El ser unos con los otros en el mundo, el compartirlo juntamente, tiene una señalada determinación ontológica. El modo fundamental de ser-ahí del mundo que unos y otros tienen juntamente es el hablar. El hablar, considerado en su plenitud, es un hablar con otro sobre algo expresándose. Sobre todo en el hablar está en juego el ser-en-el-mundo del hombre. Aristóteles era ya sabedor de esto. En la manera como es ser-ahí habla en su mundo sobre la forma de tratar con su mundo está dada juntamente una interpretación del ser-ahí acerca de sí mismo. Eso indica en cada caso cómo se comprende el ser-ahí, por qué se toma así mismo. En el hablar uno con otro, en aquello que se comenta, late en cada caso la auto-interpretación del presente, que se demora en este diálogo.

4- El ser-ahí es un ente que se determina como “yo soy”. Para el ser-ahí es constitutivo el carácter respectivo de cada uno que va inherente al “yo soy”. El ser-ahí , tan primariamente como es en-el-mundo, es también mi ser-ahí. Es en cada caso propio y, como propio, respectivo de cada uno. Si este ente ha de ser determinado en su carácter ontológico puede abstraerse, pues, del carácter respectivo como mío en cada caso. Mea res agitur (Es asunto mío). Por tanto, todos los caracteres fundamentales deben encontrarse justamente en lo respectivo de cada uno como lo mío en cada caso.

5. En tanto el ser-ahí es un ente al que va anejo el soy yo y a la vez está determinado como ser-juntamente-con-otros, mayormente y como término medio no soy yo mismo mi ser-ahí , sino que lo son los otros; yo soy con los otros, y los otros son igualmente con los otros. Nadie es él mismo en la cotidianidad. Lo que allí es y cómo es alguien, presenta la faz del nadie: nadie y, sin embargo, todos juntamente. Todos coinciden en no ser él mismo. Este nadie, que nos vive en la cotidianidad, es el “uno”. Se dice, se escucha, se está a favor de algo, se cuida de algo. En la obstinación del dominio de este “uno” descansan las posibilidades de mi ser-ahí , y a partir de esta nivelación es posible el “yo soy”. Un ente, que es la posibilidad del “yo soy”, es como tal generalmente un ente que uno es.

6. El ente así caracterizado es tal que en su cotidiano y específico ser-en-el-mundo le va su ser. Del mismo modo que en todo hablar sobre el mundo va inherente un expresarse del ser-ahí acerca de sí mismo, así también toda actividad de procurarnos cosas es un cuidarse del ser del ser-ahí. En cierto modo yo mismo soy aquello con lo que trato, aquello de lo que me ocupo, aquello a lo que me ata mi profesión; y en eso está en juego mi existencia. Las ocupaciones del ser-ahí han puesto en cada caso el ser en el cuidado, cosa que el fondo conoce y comprende la interpretación dominante del ser-ahí .

7- En el término medio del ser-ahí cotidiano no se da ninguna reflexión sobre el yo y la mismidad; y a pesar de esto el ser ahí se tiene a sí mismo. Se encuentra consigo mismo. Da consigo en aquello de lo que normalmente se ocupa.

8. El ser-ahí no puede demostrarse a manera de un ente; tampoco podemos mostrarlo. La relación primaria con el ser-ahí no es la de la contemplación, sino la de “serlo”. El experimentarse, o el habla sobre sí mismo, o la auto-interpretación, sólo es un modo particular y determinado en el que el ser-ahí se tiene en cada caso a sí mismo. Como término medio la interpretación del ser-ahí está dominada por la cotidianidad, por aquello que se acostumbra a decir sobre el ser-ahí y la vida humana, está dominada por el “uno”, por la tradición.

Al indicar las anteriores características ontológicas, todo estaba abocado al presupuesto de que este ente es accesible en sí mismo desde una investigación que lo interprete bajo el aspecto de su ser. ¿Es correcta esta presuposición o, por el contrario, puede tambalearse? Se tambalea, en efecto. Pero la dificultad no viene de la oscuridad que proyecta la consideración psicológica del ser-ahí . Hemos de asumir una dificultad mucho más grave que la derivada de la limitación del conocimiento humano. Ahora bien, según veremos, precisamente el hecho de que sea imposible eludir la perplejidad nos pondrá ante la posibilidad de aprehender el ser-ahí en la propiedad de su ser.

La propiedad del ser-ahí es aquello que constituye su suprema posibilidad de ser. El ser-ahí está determinado fundamentalmente por esta posibilidad suprema. La propiedad, como la suprema posibilidad de ser que tiene el ser-ahí , es la determinación ontológica en la que todos los caracteres anteriormente mencionados son lo que son. La perplejidad en la comprensión del ser-ahí no se funda en la limitación, en la inseguridad y en la imperfección de nuestra capacidad cognoscitiva, sino en el ente mismo que ha de ser conocido; se funda en una posibilidad fundamental de su ser.

Entre otras cosas hemos mencionado la característica de que el ser-ahí es en el respectivo caso; en tanto él es lo que puede ser, tiene la peculiaridad de ser en cada caso mío. Esa determinación es constante y constitutiva en este ser. Quien la borra, se queda sin el tema del que está hablando.

Ahora bien, ¿cómo podemos captar este ente en su ser antes de que él alcance su fin? El hecho es que yo estoy siempre e camino con mi ser-ahí . Siempre hay algo que todavía no ha terminado. Al final, cuando ese algo no falta, el ser-ahí ya no es. Antes de este final nunca es estrictamente lo que puede ser; y cuando es lo que puede ser, entonces ya no es.

¿No puede el ser-ahí de los otros sustituir al ser-ahí en sentido propio? La información sobre el ser-ahí de los otros, que estuvieron conmigo y que llegaron al fin, es una mala información. De pronto su ser-ahí ya no es. Su fin sería, en realidad, la nada. Por esto el ser-ahí de los otros es incapaz de sustituir al ser-ahí en sentido propio, si el respectivo ser de cada uno ha de retenerse como mío. Nunca tengo el ser-ahí del otro en la forma originaria, el único modo apropiado del tener del ser-ahí : yo nunca soy el otro.

Cuanta menos prisa se tiene por escurrirse a hurtadillas de esta perplejidad, cuanto más se permanece en ella, tanto más claramente se pone de manifiesto que, en lo que prepara esta dificultad en el ser-ahí , él se muestra en su posibilidad extrema. El final de mi existencia, mi muerte, no es algo que interrumpa de repente una secuencia de acontecimientos, sino una posibilidad conocida de una manera u otra por el ser-ahí : la posibilidad más extrema de sí mismo, que él puede abrazar, apropiársela en su aproximarse. El ser-ahí tiene en sí mismo la posibilidad de encontrarse con su muerte como la posibilidad más extrema de sí mismo. Esta posibilidad más extrema de ser tiene el carácter de lo que se aproxima con certeza, y esta certeza está caracterizada a su vez por una indeterminación absoluta. La propia interpretación del ser-ahí , que sobrepasa a cualquier otra en certeza y propiedad, es la interpretación de cara a su muerte, la certeza indeterminada de la más propia posibilidad del-ser-relativamente-al-fin.

¿En qué medida concierne esto a nuestra pregunta sobre qué es el tiempo, y especialmente a la subsiguiente pregunta de qué es el ser-ahí en el tiempo? El ser-ahí hallándose siempre entre el rasgo respectivo de lo peculiarmente suyo, sabe de su muerte, y esto incluso cuando no quiere saber nada de ella. ¿Qué significa eso de tener en cada caso la propia muerte? Consiste en que el ser-ahí se encamina anticipadamente hacia su haber sido como su posibilidad más extrema, que se anuncia inmediatamente con certeza y a la vez con plena indeterminación. El ser-ahí, como vida humana, es primariamente ser posible, es el ser de la posibilidad de un seguro y a la vez indeterminado haber sido.

A este respecto, el ser de la posibilidad es siempre la posibilidad en forma tal que ella sabe de la muerte; mayormente bajo la manera de un “ya lo sé, pero no pienso en ello”. La mayoría de las veces sé de la muerte en la forma de un saber que duda. Como interpretación del ser-ahí, el mencionado saber está en condiciones de encubrirse esta posibilidad de su ser. El ser-ahí tiene incluso la posibilidad de andar con evasivas ante su muerte.

Este haber sido, como aquello a lo que me encamino anticipadamente, hace un descubrimiento en ese caminar mío hacia él: es el haber sido de mi mismo. Como tal pasado descubre mi ser-ahí como algo que una vez deja de estar ahí; de pronto ya no estoy entre estas y aquellas cosas, entre estas y aquellas personas, entre estas vanidades, entre estos rodeos y cotilleos. El haber sido dispersa todo disimulo y todo trajín; el haber sido lo arrastra todo consigo hacia la nada. El ser pasado no es ningún incidente, ningún acontecimiento en mi existencia. Es su ser pasado; no es un “qué” en ella, algo que acontezca, algo que le sobrevenga y la modifique. Este haber sido no es ningún “qué”, sino un “cómo”; es el “cómo” propio de mi existencia. Este haber sido hacia el que puedo encaminarme anticipadamente como el mío, no es un “qué, sino el “cómo” de mi ser-ahí por antonomasia.

En tanto el encaminarse anticipadamente al haber sido retiene a éste en el “cómo” de lo respectivo de cada uno, el ser ahí mismo se hace visible en su “cómo”. En encaminarse al haber sido es el arranque del ser-ahí frente a su posibilidad más extrema; y en en tanto este “arrancar frente” va en serio, el ser-ahí en esa carrera es arrojado de nuevo al ser-ahí de sí mismo. Se trata del regreso del ser-ahí a la cotidianidad, cotidianidad que él es todavía, de tal manera que el haber sido, en cuanto “cómo” propio, descubre también la cotidianidad en su “cómo”, la recupera en el “como” con sus trajines y afanes. Recupera en el “cómo” todo “qué”, todo cuidar y planificar.

Este respectivo haber sido, en cuanto “cómo”, lleva al ser-ahí inexorablemente a la singular posibilidad de sí mismo, le permite estar enteramente solo sobre sus propios pies. El haber sido tiene la fuerza de situar al ser-ahí entre lo acongojante en medio de su grandiosa cotidianidad. La anticipación, en tanto pone ante el ser-ahí la posibilidad más extrema, es la realización fundamental de la interpretación del ser-ahí. La anticipación asume el aspecto fundamental bajo el que se sitúa el ser-ahí y muestra al mismo tiempo que la categoría fundamental de este ente es el “cómo”.

Quizá no sea casual que Kant determinara el principio fundamental de su ética en una manera que nosotros calificamos de formal. Posiblemente, por su familiaridad con el ser-ahí, sabía que éste es su “cómo”. Ha quedado reservado a los profetas contemporáneos organizar pro primera vez al ser-ahí de tal manera que el “cómo” permanezca encubierto.

El ser-ahí es propiamente cabe sí mismo, es verdaderamente existente, cuando se mantiene en dicha anticipación. Esta anticipación no es otra cosa que el fruto propio y singular respectivo del ser-ahí . En la anticipación el ser-ahí es su futuro, pero de tal manera que en este ser futuro vuelve sobre su pasado y su presente. El ser-ahí, concebido en su posibilidad más extrema de ser, no es en el tiempo. Se derrumba toda habladuría y aquello en lo que ella se sostiene; se derrumba todo desasosiego, todo trajín, todo bullicio y todo ajetreo. No tener tiempo significa arrojar el tiempo al mal presente de la vida cotidiana. El ser futuro da tiempo, forma el presente y permite reiterar el pasado en el “cómo” de su vivencia.

Visto desde la cuestión del tiempo, esto significa que el fenómeno fundamental del tiempo es el futuro. Para ver esto y no venderlo como una paradoja interesante, el respectivo ser-ahí ha de mantenerse en su anticipar. Con ello se hace presente que el modo originario de comportarse con el tiempo no es ningún medir. El volver en el anticipar es él mismo el “cómo” de aquel procurar en el que precisamente me demoro. Este volver nunca puede convertirse en aquello que llamamos aburrido, en aquello que se consume y desgasta. Lo respectivo está caracterizado por el hecho de que, desde el encaminarse al tiempo propio, tiene todo el tiempo para el sí mismo de cada uno. El tiempo nunca se hace largo, porque originariamente no tiene ninguna longitud. El anticipar de cada uno se desmorona cuando es entendido como una pregunta acerca del “cuándo” y del “cuánto-durará-todavía” el haber sido, en el sentido del “cuánto-tiempo-todavía” y del “cuándo”, no da para nada en el haber sido según la posibilidad caracterizada: más bien, se aferra precisamente a lo que no es pasado todavía y se ocupa de lo que quizá aún me queda. Tal manera de preguntar no capta la indeterminación de la certeza del haber sido, sino que quiere precisamente determinar el tiempo indeterminado. El preguntar es un querer liberarse del haber sido en lo que éste es, a saber: indeterminado y, en cuanto indeterminado, cierto. Semejante preguntar, lejos de ser una anticipación del haber sido, organiza precisamente la característica huida frente al haber sido.

La anticipación aprehende el haber sido como una posibilidad propia de cada instante, como lo que es seguro ahora. El ser futuro, como posibilidad del ser-ahí en cuanto respectivo de cada uno, da tiempo, porque es el tiempo mismo. Así, puesto que el ser futuro es propiamente el tiempo, se pone de manifiesto que la pregunta por el “cuánto tiempo”, “cuánto durará” y “cuándo será” tiene que resultar inadecuada al tiempo. Sólo si digo: propiamente, el tiempo no tiene tiempo para calcular el tiempo, hago una afirmación apropiada.

Sin embargo, nosotros conocemos al ser-ahí que ha de ser él mismo tiempo, como un ente que se comporta calculando, incluso midiéndolo con el reloj. El ser-ahí está ahí con el reloj, aunque tan sólo sea con el reloj más cotidiano, el del día y la noche. El ser-ahí calcula y pregunta por el “cuánto” del tiempo, de modo que nunca está en medio del tiempo en sentido propio. Preguntando así por el “cuándo” y el “cuanto”, el ser-ahí pierde su tiempo. ¿Qué pasa con este preguntar, como un preguntar que pierde el tiempo? ¿Hacia dónde va el tiempo? Precisamente el ser-ahí que calcula el tiempo y vive con el reloj en la mano, este ser-ahí que calcula el tiempo, dice constantemente: “no tengo tiempo”. Procediendo así, ¿no se delata a sí mismo en lo que hace con el tiempo, no se delata como el que es él mismo en el tiempo? ¡Perder el tiempo y encima procurarse un reloj para este propósito! ¿No irrumpe aquí lo inhóspito del ser-ahí?

La pregunta por el “cuándo” del indeterminado haber sido y, en general, la pregunta por el “cuánto” del tiempo, equivale a la cuestión de lo que todavía me queda, de lo que todavía me queda presente. Traducir el tiempo al “cuánto” significa tomarlo como el ahora del presente. Preguntar por el “cuánto” del tiempo significa ser absorbido por el cuidado de algo presente. El ser-ahí huye ante el “cómo” y se agarra al respectivo “qué” presente. El ser-ahí consiste en aquello de lo que se ocupa; el ser-ahí es su presente. Todo lo que le sale al encuentro en el mundo, le sale al encuentro como parándose en el ahora; así le sale al encuentro el tiempo mismo, tiempo que el ser-ahí es en cada caso, aunque sea como presente.

El cuidarse de las cosas, como una dispersión en el presente, se halla, sin embargo, por ser cuidado, ante un todavía-no, al que hay que atender en el cuidarse de él.

Incluso en el presente del ocuparse con las cosas, el ser-ahí es el tiempo completo, de tal manera que no se deshace del futuro. El futuro es ahora aquello de lo que está pendiente el cuidado, no es el futuro propio del haber sido, sino aquel que el presente mismo se configura como el suyo, pues el haber sido, en tanto que futuro propio, nunca puede hacerse presente. Si fuera presente, entonces sería la nada. El futuro del que está pendiente el cuidado es tal por mor del presente. y el ser-ahí , disipándose en el ahora del mundo presente, no está dispuesto a admitir que se ha deslizado del futuro propio, y esto es así hasta el punto de que él afirma que ha aprehendido el futuro en la preocupación por el desarrollo de la humanidad y la cultura, etcétera.

El ser-ahí , en cuanto el presente del procurarse, se mantiene en aquello de lo que se ocupa. Cansado de llenar el día, se harta del “qué”. Pronto al ser-ahí se le hace largo el tiempo, a ese ser-ahí descrito como ser-presente, que nunca tiene tiempo. El tiempo se vuelve vacío porque de antemano el ser-ahí ha hecho largo el tiempo en la pregunta por el cuánto. En cambio, el constante volver en la anticipación al haber sido nunca provoca aburrimiento. El ser-ahí desearía que cosas constantemente nuevas le salieran al paso en su presente. A tenor de la cotidianidad el acontecer del mundo se produce en el tiempo, en el presente. El mundo cotidiano vive pendiente del reloj, es decir, el cuidado vuelve incesantemente sobre el ahora; dice: de ahora hasta entonces, hasta el siguiente ahora.

El ser-ahí, determinado como un ser con otros, significa a la vez: estar guiado por la interpretación dominante que el ser-ahí ofrece de sí mismo, por aquello que se opina, por la moda, por las corrientes, por lo que sucede: por lo que corrientemente no es nadie, por la moda, o sea, por nadie. En la cotidianidad el ser-ahí no es el ser que yo soy; más bien, la cotidianidad del ser-ahí es aquel ser que uno es. Y de acuerdo con ello el ser-ahí es el tiempo en el que se está con los otros: el tiempo del “uno”. El reloj que uno tiene, cualquier reloj, muestra el tiempo del ser-uno-con-otros-en-el-mundo.

En la investigación histórica encontramos fenómenos relevantes, aunque todavía sigan sin clarificar por completo, como el hecho de las generaciones y de la conexión entre ellas, que guarda relación con tales fenómenos. El reloj nos muestra el ahora, pero jamás reloj alguno muestra el futuro o ha mostrado el pasado. Toda medición del tiempo comporta reducir el tiempo a “cuanto”. Si determino con el reloj el momento en el que ocurrirá un evento futuro, entonces no me refiero e verdad al futuro, sino que determino el “cuanto” del esperar ahora hasta el ahora indicado. El tiempo que un reloj hace accesible es visto como presente. Si se intenta deducir qué es el tiempo a partir del tiempo de la naturaleza, entonces el ahora (nèn) es la medida (m¡tron) de pasado y futuro. De esta manera, el tiempo ya es interpretado como presente, el pasado es interpretado como ya-no-más-presente y el futuro como un indeterminado todavía-no-presente: el pasado es irreversible, el futuro indeterminado.

De ahí que la cotidianidad hable de sí misma como algo en lo que la naturaleza sale constantemente al encuentro. El hecho de que los acontecimientos se produzcan el el tiempo no significa que tengan tiempo: significa más bien que ellos, produciéndose y estando ahí, nos salen al encentro como si transcurrieran a través de un presente. Este tiempo del presente es explicitado como un decurso que constantemente pasa por el ahora; secuencia acerca de la cual se afirma que su dirección es única e irreversible. Todo lo acontecido se desliza desde un futuro sin fin hacia un pasado irreversible.

Dos son las características de esta interpretación: 1) la irreversibilidad; 2) la homogeneización en puntos del ahora.

La irreversibilidad comprende en sí aquello que esta explicación todavía acierta a retener del tiempo propio. Eso es lo que queda del futuro en cuanto fenómeno fundamental del tiempo como ser-ahí . Este modo de considerar las cosas aparta la vista del futuro y se concentra en el presente, y a partir de él la consideración del tiempo que fluye sigue hacia el pasado. La definición del tiempo según su irreversibilidad se fundamenta en el hecho de que el tiempo ha sido invertido previamente.

La homogeneización es una asimilación del tiempo al espacio, a la presencia por antonomasia; es la tendencia a repeler de sí todo tiempo llevándolo a un presente. El tiempo queda completamente matematizado en términos de la coordenada t junto a las coordenadas espaciales x, y, z. El tiempo es irreversible. Esta irreversibilidad es el único factor por el que el tiempo se anuncia todavía, por el que se resiste a una matematización definitiva. Antes y después no son necesariamente más temprano y más tarde, no son modos de la temporalidad. En la secuencia aritmética, por ejemplo, el 3 se da antes que el 4, el 8 después del 7. Sin embargo, no por ello es el 3 temporalmente anterior al 4. Los números no se dan más temprano o más tarde, porque ni siquiera están en el tiempo. Más temprano y más tarde son un antes y un después totalmente determinados. Una vez que se define el tiempo como tiempo del reloj, desaparece toda esperanza de alcanzar jamás su sentido originario.

Pero el hecho de que el tiempo se defina primera y mayormente así, radica en el propio ser-ahí. El carácter respectivo es constitutivo del mismo. El ser-ahí es el mío en su propiedad sólo en cuanto posible. Nos encontramos al ser-ahí mayormente en la cotidianidad. Ahora bien, la cotidianidad sólo puede entenderse como la temporalidad determinada que huye del futuro genuino, si se confronta con el tiempo propio del ser futuro del haber sido. Lo que el ser-ahí dice del tiempo, lo dice desde la cotidianidad. El ser-ahí, anclado en su presente, dice: el pasado es lo que fue, es irrecuperable. Éste es el pasado del presente de la vida cotidiana, que se demora en el presente de sus trajines. Por ello el ser-ahí, como presente así determinado, no ve lo pasado.

La consideración de la historia que crece en el presente, sólo ve en ella un trajín irrecuperable: lo que pasó. La consideración de lo que pasó es inagotable. Se pierde en la materia. Porque esa historia y temporalidad del presente no logra penetrar en lo que es el pasado, éste tiene solamente otro presente. El carácter de pasado permanece cerrado a un presente mientras éste, que en el fondo es el ser-ahí, no es él mismo histórico. Pero el ser-ahí es en sí mismo histórico en tanto es su posibilidad. En su ser futuro el ser-ahí es su pasado; vuelve a él e el “cómo”. La manera de tal volver es, entre otras cosas, la conciencia. Sólo el “cómo” puede reiterarse. El pasado, experimentado como historicidad propia, es todo menos lo que se fue. Más bien, es algo a lo que puedo volver una y otra vez.

La generación actual cree estar en la historia, cree incluso estar sobrecargada de historia. Y se lamenta del historicismo, que es lucus a non lucendo (bosque sin luz). Pero se da el nombre de historia a algo que no lo es en absoluto. Dado que todo se disuelve en historia, dicen los hombres del presente, hay que conquistar de nuevo lo suprahistórico. Por si fuera poco que el actual ser-ahí se ha perdido en la pseudo-historia presente, tiene que utilizar además el último resto de su temporalidad (es decir, del ser-ahí) para apartarse por completo del tiempo, del ser-ahí. Y en este camino fantástico hacia lo suprahistórico se pretende encontrar una concepción del mundo. (Ahí está lo inhóspito que constituye el tiempo presente.)

La interpretación ordinaria del ser-ahí nos amenaza con el peligro del relativismo. Sin embargo, la angustia ante el relativismo es la angustia ante el ser-ahí. El pasado como historia propia se puede repetir en el “cómo”. La posibilidad de acceder a la historia se funda en la posibilidad según la cual un presente sabe en cada caso ser futuro. Este es el primer principio de toda hermenéutica. Es un principio que dice algo sobre el ser del ser-ahí, que es la historicidad misma. La filosofía nunca averiguará qué es la historia mientras la desmembre como un objeto analizado a través del método. El enigma de la historia reside en lo que significa ser histórico.

Resumiendo podríamos decir: el tiempo es equiparable al ser-ahí. El ser-ahí es lo respectivamente mío, que puede presentar la modalidad del respectivo ser futuro en la anticipación del seguro, pero indeterminado haber sido. El ser-ahí siempre se encuentra en un modo de su posible ser temporal. El ser-ahí es el tiempo, el tiempo es temporal. El ser-ahí no es el tiempo, sino la temporalidad. Por ello, la afirmación fundamental de que el tiempo es temporal es la definición más propia, sin constituir ninguna tautología, pues el ser de la temporalidad significa una realidad desigual. El ser-ahí es su haber sido, es su posibilidad en el encaminarse a este pasado. En ese encaminarse soy propiamente el tiempo, tengo tiempo. En tanto el tiempo es en cada caso mío, existen muchos tiempos. El tiempo carece de sentido; el tiempo es temporal.

Si el tiempo se comprende en la forma expuesta, entonces se esclarece debidamente aquella afirmación tradicional sobre el tiempo que dice: el tiempo es el genuino principium individuationis. Esto se entiende generalmente como una sucesión irreversible, como tiempo del presente y tiempo de la naturaleza. ¿Pero hasta qué punto es el tiempo, en cuanto propio, el principio de individuación, o sea, aquello a partir de lo cual el ser-ahí está en lo respectivamente suyo? El ser-ahí, que vive en el modo del término medio, se hace él mismo en el ser futuro de la anticipación. En dicha anticipación el ser-ahí se manifiesta como la única vez en su destino único en la posibilidad de un pasado peculiarmente suyo. Esta individuación tiene la peculiaridad de que no permite alcanzar una individuación como formación fantástica de existencias excepcionales; derriba todo dárselas de algo. Individualiza de tal manera que nivela a todos. En relación con la muerte cada uno es conducido al “cómo” que cada cual puede ser en igual medida, a una posibilidad respecto de la cual nadie goza de preeminencia, al “cómo” en el que todo “qué” se pulveriza.

Para terminar intentemos volver a la historicidad y la posibilidad. Aristóteles solía resaltar en sus escritos que lo más importante es la recta “paideia”, la seguridad originaria en una cosa, la que nace de la familiaridad con la cosa misma, la seguridad del manejo adecuado de la cosa. Para corresponder al carácter ontológico del tema aquí tratado, tenemos que hablar temporalmente del tiempo. Queremos repetir temporalmente la cuestión de qué es el tiempo. El tiempo es el “cómo”. Si seguimos indagando qué es el tiempo, hemos de evitar quedar prendidos prematuramente de una respuesta (al estilo: el tiempo es esto o aquello), lo cual implicaría siempre un “qué”.

No miremos la respuesta, sino repitamos la pregunta. ¿Qué sucedió con la pregunta? Se ha transformado. La cuestión de ¿qué es el tiempo?, se ha convertido en la pregunta: ¿Quién es el tiempo? Más en concreto: ¿Somos nosotros mismos el tiempo? Y con mayor precisión todavía: ¿Soy yo mi tiempo? Esta formulación es la que más se acerca a él. Y si comprendo debidamente la pregunta, con ello todo adquiere un todo de seriedad. Por tanto, ese tipo de pregunta es la forma adecuada de acceso al tiempo y de comportamiento con él, con el tiempo como el que es en cada caso el mío. Desde un enfoque así planteado, el ser-ahí sería el blanco del preguntar.

Carlos Fuentes: La muñeca reina. Cuento

Carlos FuentesI

Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.

Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.

Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.

II

Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina… ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.

Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.

La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.

Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.

Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.

-Buenas tardes. ¿Podría decirme…?

Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:

-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?

No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

III

En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes… Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.

-¿Deseaba?

-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.

-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.

-Sí. El dueño de la casa.

Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.

-Ah sí. El dueño de la casa.

-¿Me permite?…

Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:

-¿Por aquí?

La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.

A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.

-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.

La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.

-La manda saludar y…

Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.

-…y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días…

Mis ojos buscan rápidamente.

-…Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde… ¿Ustedes llevan viviendo aquí…?

Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.

-…¿por lo menos quince años, no es cierto…?

No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura…

-…¿usted, su marido y…?

Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.

-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles…

La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.

IV

La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.

Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.

-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.

La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.

-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor… Valdivia…

Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.

-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no… -mi falsa sonrisa se va derritiendo-… de abajo hacia arriba.

-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.

Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora…

Cierro mi libro de notas.

-Continuemos, señora.

Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.

Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes… -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito «Buenas tardes», ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.

-Valdivia murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.

Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:

-Amilamia…

Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules… Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:

-¿Usted la conoció?

Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?

-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.

-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.

-Tendría siete años. Sí, no más de siete.

La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:

-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor…

Cierro los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto… mi alucinación… ¿me escuchan?… bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules… el que ustedes tienen tendido en la azotea…

Toman mis brazos y no abro los ojos.

-¿Cómo era, señor?

-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles…

Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer…

-Díganos, por favor…

-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre…

No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.

-¿Cómo era, cómo era?

-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.

Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.

Los viejos se han hincado, sollozando.

Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.

Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:

-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.

Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.

V

Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.

Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?

Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.

Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.

-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!

Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.

-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.

Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:

-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?

Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.

Orhan Pamuk: El maletín de mi padre. Discurso al recibir el Nobel de Literatura, 2006.

Dos años antes de su muerte mi padre me entregó un maletín lleno de sus textos manuscritos y sus cuadernos de notas. Con su habitual aire bromista me dijo, como al pasar, que esperaba que yo los leyera después, es decir, después de su muerte.

“Échales una mirada”, dijo con algún embarazo, “tal vez algo de todo eso sirva para algo. Tú podrás elegir lo que sea publicable”.

Estábamos en mi cuarto de trabajo, rodeados de libros. Mi padre daba vueltas por la estancia, mirando a su alrededor, como quien desea desembarazarse de un equipaje pesado e incómodo, sin saber dónde ponerlo. Finalmente lo colocó discretamente, sin ostentación, en un rincón. Después de este instante, un tanto embarazoso pero imborrable para ambos, regresamos a la tranquila ligereza de nuestros papeles habituales, nuestras personalidades sarcásticas y desenvueltas. Hablamos, como de costumbre, de cosas sin importancia, de la vida, de los inagotables temas políticos de Turquía y, sin ninguna amargura, de los proyectos no realizados y los negocios sin resultados de mi padre.

Recuerdo que durante algunos días después de su partida di vueltas alrededor de ese maletín, sin tocarlo. Conocía desde la infancia esa pequeña valija de cuero negro, su cerradura, sus abollados rebordes. Mi padre la usaba para sus viajes cortos y también, a veces, para llevar documentos de la casa al trabajo. Recordaba haber abierto esta valija, cuando era niño, y escarbado en sus cosas que despedían un delicioso aroma de agua de Colonia y de tierras extranjeras. Este maletín era para mí un objeto conocido y fascinante, asociado a mi pasado y a mis recuerdos de la infancia; sin embargo, ahora no me atrevía a tocarlo. ¿Por qué? Lo que me inhibía era sin duda la importancia, el peso enorme de la misteriosa gravedad que su contenido parecía esconder.

Ahora voy a hablar sobre el significado de este peso secreto: es el resultado de lo que un ser humano logra crear cuando, encerrado en su cuarto de trabajo y sentado ante una mesa o en un rincón, se expresa por medio del papel y la pluma. Es decir, este es el sentido de la literatura.

No me atrevía a tocar ni a abrir el maletín de mi padre pero conocía algunos de los cuadernos de notas que contenía. Ya había visto a mi padre escribir en ellos. No era la primera vez que yo sentía hondamente todo el peso contenido en este maletín. Mi padre tenía una gran biblioteca; en su juventud, a fines de la década de 1940, había querido ser poeta en Estambul y había traducido a Valéry al turco, pero no había querido exponerse a las dificultades de una vida consagrada a la poesía en un país pobre, donde los lectores eran escasos. Su padre -mi abuelo- era un empresario rico; mi padre había tenido una infancia cómoda y no quería empobrecerse por la literatura. Él amaba la vida con todos sus placeres, y yo lo comprendía.

Lo primero que me inhibía de acercarme al maletín de mi padre era el temor de que sus escritos no me gustaran. Mi padre tenía la misma duda y los había presentado con una actitud de cierta indiferencia, como si no tomara demasiado en serio el contenido del maletín. Esta actitud me afligía; yo llevaba ya veinticinco años trabajando como escritor, pero no quería reprochar a mi padre el no haber tomado la literatura con suficiente seriedad… Mi verdadero temor, la cosa que me aterraba verdaderamente, era la posibilidad de que mi padre hubiera sido un buen escritor. Este miedo era lo que me impedía abrir el maletín de mi padre. Peor todavía, yo no era capaz de confesarme a mí mismo esta razón, porque si de su pequeña valija surgía una gran obra, yo estaría obligado a reconocer la existencia de otro hombre, totalmente diferente, en el interior de mi padre. Era una posibilidad aterradora. Porque incluso a mi edad, ya avanzada, yo quería que mi padre fuera solamente mi padre, no un escritor.

Para mí, ser escritor significa descubrir, mediante un paciente trabajo de años, la otra persona que vive oculta en uno y el mundo interior que la hace ser lo que es; cuando hablo de escritura, lo primero que me viene a la mente no es una novela, un poema o una tradición literaria, sino una persona que, encerrada en estudio, replegada en sí misma y protegida de sí misma, rodeada de sus sombras, se sienta ante una mesa, sola con las palabras, y construye con ellas un mundo nuevo. Este hombre, o esta mujer, puede usar una máquina de escribir o emplear los servicios de un ordenador o bien, como yo, puede pasarse treinta años escribiendo con una pluma estilográfica sobre el papel. Puede fumar, puede beber café o té. De vez en cuando puede lanzar una mirada a través de la ventana, sobre los niños que se divierten en la calle -si tiene suerte, sobre los árboles o un paisaje-, o sobre un muro sombrío. Puede escribir poesía, teatro, o novelas, como yo. Todas esas diferencias surgen después de la tarea crucial que consiste en sentarse ante la mesa y entrar pacientemente en su mundo interior. Escribir es traducir en palabras esta introspección, esta indagación de sí mismo, y gozar de la alegría de explorar con paciencia y obstinación un mundo nuevo. Sentado ante mi mesa mientras los días, los años y los meses transcurrían y mientras yo iba agregando nuevas palabras sobre las páginas en blanco, sentía que estaba construyendo un nuevo mundo interior para mí mismo; que yo, del mismo modo que quien construye un puente o una cúpula, piedra sobre piedra, estaba descubriendo otra persona en mi interior. Para nosotros, escritores, las palabras son nuestras piedras de construcción. Conociéndolas y valorándolas en sus relaciones recíprocas, juzgándolas a veces a la distancia, acariciándolas en ocasiones con las yemas de los dedos o con la pluma estilográfica, sopesándolas, colocamos a cada una de ellas en su lugar, para ir construyendo nuevos mundos a lo largo de los años, sin perder la esperanza, obstinadamente, pacientemente.

El secreto del escritor, para mí, no es la inspiración -pues nunca se sabe de dónde viene-, sino la obstinación y la paciencia. Hay una hermosa expresión turca, “cavar un pozo con una aguja”, y a mí me parece que fue inventada pensando en nosotros los escritores. En los antiguos relatos, yo amo y comprendo la paciencia de Ferhad, quien, según la leyenda, perforaba las montañas por el amor de Shirine. Cuando escribí en mi novela Me llamo Rojo, sobre los antiguos miniaturistas persas que dibujaban el mismo caballo durante años hasta memorizarlo al punto de que podían dibujarlo con los ojos cerrados, yo sabía que estaba escribiendo también sobre el oficio del escritor y sobre mi propia vida. Para alcanzar el don de poder narrar su propia vida, lentamente y como si fuera la historia de otros, para sentir en sí mismo esta fuerza narrativa, me parece que el escritor debe dedicar todos sus años a este arte y a este oficio ante su escritorio, con la necesaria condición del optimismo. El ángel de la inspiración, que visita regularmente a algunos y jamás a otros, favorece al optimista y al que confía en sí mismo; y cuando el escritor se siente más solo que nunca y duda más que nunca de sus esfuerzos, de sus sueños y del valor de sus escritos -es decir, cuando cree que su relato es únicamente el relato de sí mismo-, es entonces cuando el ángel le revela las historias, las imágenes y los sueños que unen el mundo del cual quería salir el escritor con el mundo que quiere construir. Mi sentimiento más estremecedor, en este oficio de escritor al que he dedicado toda mi vida, ha sido la sensación, a veces, de que algunas frases, fantasías y páginas que me han hecho inmensamente feliz, no procedían de mi propia imaginación sino que me habían sido reveladas generosamente por alguna fuerza externa.

Yo tenía miedo de abrir el maletín de mi padre y de leer sus cuadernos, porque yo sabía que él jamás habría soportado las dificultades que yo mismo tuve que afrontar. Él no amaba la soledad sino los amigos, las multitudes, los salones, las bromas, las diversiones sociales. Pero mis pensamientos tomaron luego otro rumbo: estas ideas, estos sueños sobre la paciencia y el ascetismo, todas esas concepciones que yo había construido podían ser solamente mis propios prejuicios ligados a mi vida y a mi experiencia como escritor. Ha habido una gran cantidad de autores brillantes que escribieron rodeados de multitudes, de sus familias, del bullicioso esplendor y el alegre parloteo de la vida social. Además, mi padre nos había abandonado cuando éramos niños, aburrido de la monotonía de la vida familiar. Se había ido a París y allí, en habitaciones de hotel -como tantos otros escritores- llenaba, uno tras otro, cuadernos y más cuadernos de notas. Yo sabía que en el maletín se encontraba una parte de esos cuadernos, pues durante los años que precedieron a la entrega de la pequeña valija mi padre había comenzado a hablarme sobre ese período de su vida. También había hablado sobre aquellos años cuando yo era niño, pero sin mencionar su vulnerabilidad ni sus sueños de convertirse en poeta ni sus angustias existenciales en las habitaciones de hotel. Contaba cómo había visto frecuentemente a Sartre en las aceras de París, y hablaba con entusiasmo ingenuo, como portador de noticias muy importantes, de los libros que había leído y las películas que había visto. Más tarde, ya convertido en escritor, no he olvidado nunca que llegué a serlo gracias a que mi padre, en lugar de recordar a los famosos pachás y los grandes líderes religiosos, me hablaba frecuentemente de los grandes autores de la literatura universal. Tal vez por esto debía yo abordar la lectura de los cuadernos de mi padre, sin pensar tanto en el valor literario de sus escritos, considerando todo lo que yo debía a los libros de su biblioteca y recordando que él, cuando vivía con nosotros, no aspiraba sino a encerrarse en una habitación -como yo- para estar en íntimo contacto con sus libros y sus pensamientos.

Sin embargo, contemplando con zozobra este maletín cerrado, sentí que era precisamente esto lo que yo era incapaz de hacer. Mi padre acostumbraba en ocasiones tenderse en el sofá, frente a sus libros, dejar a un lado el libro o la revista que tenía en sus manos y hundirse durante largo rato en sus pensamientos y fantasías. En su rostro aparecía entonces una nueva expresión, diferente de la que mostraba en las bromas, el bullicio y las riñas de la vida familiar. Esa expresión denotaba una profunda introspección que me hizo comprender, ya desde mi infancia y durante los primeros años juveniles, que mi padre sufría un desasosiego interior que me inquietaba. Ahora sé, muchos años después, que ese desasosiego es una de las fuerzas decisivas que hacen de un ser humano un escritor. Para llegar a ser escritor se necesita, antes que la paciencia y el esfuerzo, el impulso interior que nos hace huir de las multitudes, la vida social, las cosas citidianas que todos comparten, y encerrarse en una habitación. Los escritores necesitamos la paciencia y la esperanza para encontrar en nosotros mismos los cimientos del mundo que creamos para nosotros. Pero el deseo de encerrarnos en una habitación, en una sala llena de libros, es lo primero que nos impulsa. Montaigne fue sin duda quien marcó el inicio de la literatura moderna, el primer gran ejemplo de escritor libre de temores y prejuicios, el primero que discutió las palabras de otros sin escuchar otra voz que la de su propia conciencia y, en conversación con sus libros, desarrolló sus propias ideas y su propio mundo. Montaigne es uno de los escritores que mi padre leía una y otra vez y a cuya lectura me incitaba siempre. Yo quisiera verme a mí mismo como un seguidor de esta tradición de escritores que, sea en Oriente, sea en Occidente, se apartan de la vida social para encerrarse, junto con su biblioteca, en su estudio. El punto de partida de la verdadera literatura es el ser humano encerrado, a solas, con sus libros.

Pronto descubrimos, sin embargo, en ese recinto donde nos hallamos encerrados, que no estamos tan solos como podría creerse. Nos hacen compañía las palabras de otros y las historias de otros, sus libros, todo aquello que llamamos la tradición literaria. Estoy convencido de que la literatura es el más valioso acervo de materiales que la humanidad ha creado en su esfuerzo por comprenderse a sí misma. Las sociedades humanas, tribus, naciones, se hacen más inteligentes, se enriquecen y se elevan en la misma medida en que toman en serio su literatura y escuchan a sus escritores. Como todos sabemos, las hogueras de libros y las persecuciones contra los escritores han sido el anuncio de tiempos de tinieblas e irracionalidad para naciones enteras. Pero la literatura nunca es un asunto puramente nacional. El escritor que se encierra con sus libros y emprende, antes que nada, el viaje interior, descubre con el correr de los años esta regla imperiosa: la literatura es el arte de narrar nuestra propia historia como si fuera la de otros, y la historia de otros como si fuera la nuestra. Para lograr esto debemos viajar a través de las historias y libros de otros.

Mi padre tenía una buena biblioteca, con unos mil quinientos libros, más que suficiente para un escritor. Cuando yo tenía veintidós años no había leído quizás todos esos libros, pero a todos los conocía, uno por uno, sabía cuáles eran importantes, cuáles eran ligeros y fáciles de leer, cuáles eran clásicos, cuáles eran parte imprescindible de la literatura universal, cuáles eran testimonios olvidables pero entretenidos de la historia local y cuáles eran las obras de un escritor francés a quien mi padre tenía en alta estimación. Yo contemplaba a veces esta biblioteca desde cierta distancia e imaginaba que un día, en una casa propia, tendría una biblioteca igual o incluso mejor, y que construiría para mí un mundo de libros. Vista desde la distancia, la biblioteca de mi padre me parecía en ocasiones una pequeña imagen de todo el mundo real. Pero era un mundo visto desde nuestro ángulo de visión, desde Estambul. El contenido de la biblioteca daba testimonio de esto. Mi padre la había formado con los libros adquiridos durante sus viajes, sobre todo en París y en América, con los que había comprado en su juventud a libreros que vendían literatura extranjera en Estambul durante las décadas de 1940 y 1950, y con los que había continuado adquiriendo en librerías que yo también conocía. Mi mundo es esta mezcla del mundo local, el nacional y el occidental. A partir de la década de 1970 comencé yo también, ambiciosamente, a formar mi propia biblioteca. Aun no me había decidido por completo a convertirme en escritor. Como he relatado en mi libro Estambul, yo ya había intuido que nunca llegaría a ser pintor, pero no sabía con exactitud qué camino tomaría mi vida. Tenía una curiosidad insaciable y universal, una avidez ingenua y excesivamente optimista por leer y aprender; pero al mismo tiempo tenía la sensación de que a mi vida le faltaría algo y que yo no podría vivir como otros. Esta sensación, exactamente como la que yo experimentaba al contemplar la biblioteca de mi padre, estaba asociada con la idea de encontrarme lejos del centro, esto que los habitantes de Estambul sentíamos en aquellos tiempos, esta sensación de vivir en la periferia. Esta era otra circunstancia que aumentaba mi preocupación y me hacía sentir de algún modo incompleto, porque yo sabía muy bien que vivía en un país que no valoraba ni estimulaba a sus artistas -fueran ellos pintores o escritores- y les ofrecía una vida sin esperanza alguna. En los años setenta, como impulsado por un deseo apremiante y angustioso de resolver estas carencias de mi vida, visitaba con impaciencia furiosa los atiborrados quioscos y tiendas de libros de Estambul; y cuando compraba a los libreros de ocasión, con el dinero que mi padre me daba, libros descoloridos, manoseados, descuadernados y polvorientos, el estado lastimoso de estas tiendas de libros usados y el aspecto miserable de los pobres libreros que ponían sus mercancías en las orillas de las calles, en los patios de la mezquitas y en los nichos de muros en ruinas, la decrepitud y la pobreza sórdida de todos estos lugares me impresionaban tan poderosamente como las hondas vivencias que el contenido de esos libros me prometía.

En cuanto a mi lugar en el mundo, mi sentimiento fundamental, tanto en la vida como en la literatura, era el de “no estar en el centro”. En el centro del mundo había una vida más rica y más atractiva que la nuestra y, como todos los habitantes de Estambul y de toda Turquía, estábamos excluidos de ella. Hoy me imagino que yo compartía este sentimiento con la mayoría de los habitantes del mundo. Del mismo modo, había una literatura mundial cuyo centro se hallaba muy lejos de mí. En realidad yo pensaba más en la literatura occidental que en la literatura universal; pero nosotros, los turcos, estábamos también fuera de ella. La biblioteca de mi padre lo confirmaba. De una parte, contenía libros y literatura de Estambul, nuestro mundo local, con la rica diversidad de detalles que amo y nunca he podido dejar de amar, y de otra parte estaban los libros del mundo occidental que en nada se parecía al nuestro, diferencia que para nosotros era tan dolorosa como inspiradora de esperanzas. Escribir y leer era como dejar un mundo para encontrar el consuelo en la realidad extraña, singular y fantástica del otro mundo. Yo sentía que mi padre también había leído novelas para escapar de su vida y huir hacia Occidente, tal como yo lo haría más tarde. O bien, tal vez me parecía por esos días que esos libros eran el medio de que nos servíamos como una cura contra nuestro sentimiento de inferioridad cultural. No solamente la lectura, también el acto de escribir era el pasaje que nos permitía viajar de nuestra vida en Estambul a Occidente y participar un poco de ese mundo. Mi padre había viajado a París para poder llenar la mayoría de sus cuadernos, se había encerrado en el silencio de su habitación de hotel y después había regresado con sus escritos a Turquía. Yo sentía que esto me causaba desasosiego e inquietud cuando fijaba la mirada en el maletín de mi padre. Después de mis veinticinco años de aislamiento en mi estudio para realizarme como escritor en Turquía, la vista de ese maletín me producía irritación por el hecho de que el oficio del escritor, este ejercicio de escribir libre y sinceramente lo que hay en nuestro mundo interior, tenía que ser una ocupación que se realiza en secreto, fuera de las miradas de la sociedad, del estado y de la nación. Quizás esta era la principal razón por la cual yo me sentía enfadado con mi padre, por no haber tomado la literatura tan en serio como yo lo hacía.

Enr realidad, yo estaba irritado con mi padre porque él no había llevado una vida como la mía, porque él había evitado siempre hasta el más mínimo conflicto, independientemente de cuál fuera el asunto, porque él había vivido sonriendo, feliz, entre sus amigos y sus seres amados. Pero en algún lugar de mi conciencia yo sabía que también podría decir que estaba “envidioso” en lugar de “enojado”, que tal vez esa era una palabra más correcta, y eso también me inquietaba. Y entonces, cuando me preguntaba a mí mismo con mi voz siempre rencorosa y poco razonable: “¿Qué es la felicidad?” ¿Es felicidad vivir sentado solo en un cuarto y creer que se vive una vida intelectualmente profunda? ¿O es felicidad llevar una vida agradable en sociedad, creyendo las mismas cosas que todos los demás creen, o simulando creerlas? ¿Es felicidad, o infelicidad, pasar la vida escribiendo en secreto en un lugar donde nadie puede verlo a uno, y aparentando en público estar en armonía con todos a su alrededor? Eran preguntas muy molestas y extremadamente irritantes para mí. Por otra parte, ¿de dónde había sacado yo esta idea de que la felicidad era el criterio de una buena vida? La gente, los periódicos, todo el mundo actuaba como si la más importante medida de la vida fuera la felicidad. ¿Esto solo no sugiere que valdría la pena tratar de averiguar si lo contrario es verdad? ¿Qué tan hondamente conocía yo a mi padre, a él, que se había alejado de nosotros, de su familia, hasta dónde podía yo decir que comprendía su inquietud profunda?

Estos fueron los impulsos que finalmente me hicieron abrir el maletín de mi padre. ¿Acaso había en su vida un secreto, una infelicidad que yo desconocía, algo que él solo pudo hacer soportable vertiéndolo en sus escritos? En cuanto abrí el maletín evoqué aquellos olores traídos en su viajes, reconocí varios cuadernos y recordé que mi padre me los había mostrado muchos años antes, sin otorgarles mayor importancia. La mayoría de los cuadernos que yo ahora hojeaba, uno tras otro, habían sido escritos cuando mi padre, joven todavía, nos había dejado y se había ido a París. Como siempre me ocurría con respecto a otros escritores que admiraba, cuyas obras y biografías había leído y conocía, yo deseaba saber lo que el autor de estos textos había escrito y lo que pensaba cuando tenía la misma edad mía. Muy pronto comprendí que ahí no iba a encontrar nada de eso. Además, me produjo gran inquietud encontrar, aquí y allá, una voz de narrador que, pensaba yo, no era la voz de mi padre, no era auténtica o por lo menos no pertenecía a la persona que yo conocía como mi padre. Un miedo intenso se despertó entonces en mí, más fuerte aun que la inquietante circunstancia de que mi padre, cuando escribía, pudiera no haber sido mi padre. El miedo profundo, íntimo, de no lograr ser auténtico, había crecido por encima de mis temores de que los escritos de mi padre no fueran buenos o de constatar, incluso, que él estaba excesivamente influenciado por otros escritores; y este miedo se iba transformando en una crisis de identidad como aquella tan profunda que en mis años juveniles me había obligado a revisar a fondo toda mi existencia, mi vida, mi voluntad de escribir y mi propia producción literaria. Durante mis primeros diez años como novelista yo sentía estos temores más intensamente, me esforzaba por luchar contra ellos y a veces me aterraba la idea de que un día, así como había abandonado la pintura, esta angustia terminaría por doblegarme y yo dejaría de escribir novelas.

Ya he mencionado los dos sentimientos esenciales que me invadieron cuando yo cerré y guardé el maletín de mi padre: la sensación de vivir en la periferia, lejos del centro, y la angustia de carecer de autenticidad. Esta no era ciertamente la primera vez que yo experimentaba tan hondamente estos estados de ánimo. Durante años, en mis lecturas y mi escritura, yo había estado estudiando e investigando en mi escritorio, descubriendo, ahondando en estas emociones, en toda su amplitud y sus inesperadas consecuencias, sus interconexiones, sus causas y sus variados matices. Ciertamente mi ánimo había sido sacudido muchas veces, especialmente en mi juventud, por las confusiones, las susceptibilidades y los momentos de tristeza indefinible con que la vida y los libros me afligían. Pero fue solamente escribiendo libros que llegué a comprender a fondo la angustia de la autenticidad (como en Mi Nombre es Rojo y El Libro Negro) y el sentimiento de vivir en la periferia (como en Nieve y en Estambul). Para mí, ser un escritor significa observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada o casi nada, descubrirlas con paciencia, estudiarlas y sacarlas a la luz para luego asumirlas y hacer de ellas una parte conciente de nuestra escritura y nuestra identidad.

Ser escritor es hablar de cosas que todos conocen sin saberlo. Descubrir este conocimiento, desarrollarlo y compartirlo, ofrece al lector el placer del asombro en el recorrido de un mundo que le es familiar. El mismo placer sentimos, sin duda, en el arte de expresar fielmente por escrito lo que sabemos de la realidad. Un escritor que durante largos años, encerrado en el silencio de su estudio, ha perfeccionado su arte y ha iniciado la creación de su mundo comenzando por sus propias heridas secretas, posee, conciente o inconcientemente, una confianza profunda en la humanidad. Siempre he albergado en mí la confianza en que los otros tienen heridas como las mías y que esta circunstancia ha de conducir al convencimiento de que todos los seres humanos nos parecemos. Todos los logros genuinos de la literatura se construyen a partir de esta esperanzadora certeza, de este optimismo infantil, de que todos los seres humanos somos parecidos. Y esta humanidad en un mundo sin centro, es lo que el escritor que ha trabajado en el aislamiento durante años aspira a alcanzar.

Pero como se puede deducir del maletín de mi padre y de los pálidos colores de nuestras vidas en Estambul, el mundo tenía un centro en algún lugar, muy lejos de nosotros. En mis libros he descrito, con cierto detalle, de qué modo este hecho básico produjo un sentimiento chejoviano de provincialidad y cómo, de otro lado, me llevó a interrogarme sobre mi autenticidad. Sé por experiencia que la gran mayoría de la población mundial vive bajo el peso de estos mismos sentimientos y que muchos sufren tensiones todavía más desgastadoras y destructivas, como la falta de confianza en sí mismos o el temor de ser sometidos a la humillación. Sí, los principales problemas de la humanidad son todavía la pobreza, el hambre, la falta de vivienda… Pero hoy los canales de televisión y los periódicos nos informan sobre estos problemas fundamentales de un modo más rápido y sencillo que la literatura. Lo que la literatura debe describir y explorar hoy son las preocupaciones principales de la persona humana: el miedo a la exclusión, a sentirse insignificante, y los sentimientos de inutilidad que se derivan de esos temores, el orgullo herido de sociedades enteras, la vulnerabilidad, la angustia de ser objeto de desprecio, todas las formas de la cólera, los desaires, los agravios, las susceptibilidades, las infinitas afrentas imaginarias y sus hermanas, las jactancias nacionalistas, el engreimiento y la arrogancia… Semejantes monstruos de la imaginación, que casi siempre se expresan con un lenguaje irracional y exageradamente apasionado, salen a mi encuentro cada vez que me asomo a la zona oscura de mi mundo interior. A menudo somos testigos de cómo las grandes muchedumbres, sociedades y naciones del mundo no occidental, con las cuales yo puedo identificarme fácilmente, caen en las garras del temor que los conduce a cometer actos insensatos a causa de su vulnerabilidad y de su angustia por temor a ser sometidos a la humillación. También sé que en el mundo occidental, con el cual puedo identificarme con la misma facilidad, existen estados y naciones imbuídos de un exagerado orgullo por haber producido el Renacimiento, la Ilustración y la Modernidad, y que en ocasiones caen en una arrogancia que también conduce a la insensatez.

Así pues, no solamente mi padre, sino todos nosotros, sobreestimamos la idea de que el mundo tiene un centro. Sin embargo, lo que nos mantiene durante años encerrados en un estudio para escribir, es la confianza contraria; es la creencia de que un día nuestros escritos serán leídos y entendidos, porque los seres humanos de todas las regiones del mundo somos semejantes. Pero yo sé por mí mismo y por lo que mi padre ha escrito, que este es un optimismo cargado de inquietud, lacerado por la cólera de la marginación y la exclusión. Muchas veces he sentido íntimamente la pasión de amor y odio que Dostoievsky sintió hacia Occidente durante toda su vida. Pero de él aprendí algo esencial, pues encontré la verdadera fuente del optimismo en el mundo diferente, extraordinario, que el gran escritor construyó a partir de su relación de amor-odio y más allá de sus límites.

Todos los escritores que han consagrado sus vidas a esta tarea conocen esta verdad: cualquiera que sea el motivo original que nos ha impulsado a escribir, el mundo que construimos durante años y años de escritura esperanzada, toma finalmente forma en un lugar diferente. Desde el escritorio ante el cual nos sentamos a trabajar bajo el influjo de la amargura o de la cólera, vamos hallando el sendero hacia un mundo interior totalmente distinto, más allá de todas esas furias y congojas. ¿Podría mi padre haber alcanzado, él mismo, ese mundo interior? Ese mundo que nos da la sensación de haber vivido un milagro, como cuando, después de una larga travesía por mar, se diluye la niebla y una isla emerge ante nuestros ojos con todo el esplendor de sus colores. O bien, tal vez sentimos el impacto de la misma fascinación que experimentan los viajeros occidentales cuando sus navíos se aproximan a Estambul y la ciudad surge a su vista al disiparse la niebla del amanecer. Al final del largo viaje, iniciado con esperanza y curiosidad, aparece ante ellos una ciudad, un mundo entero con sus mezquitas, sus alminares, sus casas, sus calles empinadas, sus colinas, sus puentes. Como un lector impaciente que se pierde entre las páginas del libro, el viajero quiere entrar inmediatamente en este mundo que se abre ante sus ojos y fundirse en él. Así, nos hemos sentado ante una mesa sintiéndonos provincianos, excluidos, marginados, enojados o profundamente acongojados, y hemos descubierto un nuevo mundo interior que nos hace olvidar esos sentimientos.

Contrariamente a lo que yo sentía en mi infancia y en mi juventud, para mí, ahora, el centro del mundo es Estambul. No solamente porque yo he vivido allí toda mi vida, sino porque durante los últimos treinta y tres años, identificándome completamente con la ciudad, he estado describiendo en mis narraciones sus calles, sus puentes, sus gentes, sus perros, sus casas, sus mezquitas, sus fuentes, sus héroes asombrosos, sus tiendas, sus personajes famosos, sus gentes humildes, sus recovecos oscuros, sus días y sus noches. A partir de cierto momento, este mundo que he imaginado se libera, escapa de mi control y deviene más real que la ciudad en la cual vivo. Entonces parece que todas esas gentes y calles, esos objetos y edificios, comienzan a hablar los unos con los otros y a construir entre ellos relaciones recíprocas y viven sus propias vidas fuera de mi imaginación y de mis libros. Este mundo que yo había creado, imaginándomelo pacientemente, como quien cava un pozo con una aguja, parece entonces, para mí, más real que todo lo demás.

Tal vez mi padre también había conocido esta felicidad reservada a los escritores que han dedicado tantos años a su oficio; y yo me decía que debía liberarme de todo prejuicio y mirar el contenido de su maletín. Después de todo, él nunca fue un padre imperativo, rígido, represivo o castigador, sino un padre que siempre me dio libertad y siempre me trató con sumo respeto, por lo cual yo le guardaba gratitud. A diferencia de muchos amigos de mi infancia y compañeros de mi juventud, jamás tuve miedo de mi padre y a veces creí que esta era la causa de que mi imaginación pudiera funcionar libremente, con desenfreno infantil, y en ocasiones pensé sinceramente que podía llegar a ser un escritor porque mi padre quiso convertirse él mismo en escritor en su juventud. Debía leerlo con buena voluntad y comprender lo que había escrito en esas habitaciones de hotel.

Con estos pensamientos optimistas abrí el maletín que había permanecido varios días allí donde mi padre lo había dejado; usando toda mi fuerza de voluntad, leí algunos manuscritos y cuadernos. ¿Qué había escrito mi padre? Recuerdo ahora algunas descripciones de hoteles parisienses, algunos poemas, paradojas, reflexiones… Me siento ahora como alguien que, después de un accidente de tráfico, solamente tiene recuerdos fragmentarios se esfuerza por reconstruir lo sucedido pero no quiere recordar demasiado.

Cuando yo era niño y mi padre y madre estaban a punto de iniciar una disputa, cuando reinaba entre ellos un silencio mortal y ninguno de los dos pronunciaba una sola palabra, mi padre encendía la radio para aliviar la tensión de los ánimos y la música nos ayudaba a olvidarnos más rápidamente de todo el incidente. Permítanme cambiar de tema y decir unas palabras ligeras que cumplan la función de esa música. Como ustedes saben, la pregunta que los escritores debemos responder con más frecuencia, es: “¿Por qué escribe usted?” ¡Escribo porque quiero hacerlo, con toda el alma! Escribo porque a diferencia de otros, no me siento a gusto con un trabajo común y corriente. Escribo para que libros como los míos sean escritos y para poderlos leer. Escribo porque estoy molesto con ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me complace enormemente sentarme en un cuarto a escribir sin descanso. Escribo porque solamente modificando la realidad puedo soportarla. Escribo para que el mundo entero sepa cómo yo, cómo nosotros en Estambul y en Turquía hemos vivido y vivimos. Escribo porque amo el olor del papel, de la pluma y de la tinta. Escribo porque creo más en la literatura, en el arte de la novela, que en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la celebridad y toda la notoriedad que el escribir conlleva. Escribo para estar solo. Escribo en la esperanza de entender por qué estoy furioso con ustedes, con todos. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para terminar de una vez por todas esta novela, este texto, esta página que en algún momento comencé a escribir. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una fe infantil en la inmortalidad de las bibliotecas y en el lugar que mis libros tendrán en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo es increíblemente bello y maravilloso. Escribo porque gozo traduciendo en palabras toda la belleza y la opulencia de la vida. Escribo, no para contar historias sino para construir historias. Escribo para liberarme del sentimiento de que siempre existe un lugar al que -como en una pesadilla- jamás podré llegar. Escribo porque nunca he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz.

Una semana después de que mi padre vino a mi estudio y me dejó su maletín, volvió a hacerme otra visita. Trajo, como siempre, una barra de chocolate (había olvidado que yo tenía 48 años). Como era nuestra costumbre, charlamos alegremente sobre la vida, la política y los chismes familiares. En algún momento los ojos de mi padre se dirigieron al rincón donde había dejado su maletín y notó que yo lo había movido de allí. Nuestras miradas se cruzaron. Se produjo un silencio embarazoso.Yo no le dije que había abierto el maletín y que había intentado leer sus escritos. Rehuí su mirada. Pero él entendió. Así mismo yo comprendí que él había entendido. Y él entendió que yo había entendido que él había entendido. Pero todo este intercambio de comprensiones recíprocas solo duró unos segundos. Porque mi padre era un hombre seguro de sí mismo, despreocupado y feliz; como de costumbre, se echó a reír. Y como siempre lo había hecho cuando salía de la casa, también esta vez me dijo, con tono paternal, algunas palabras amables y alentadoras.

Al verlo salir sentí, como de costumbre, envidia de su felicidad y de su comportamiento sin tristezas ni preocupaciones. Pero recuerdo también que ese día sentí un íntimo estremecimiento de avergonzada alegría. Yo podía no ser tan despreocupado como él; yo podía no haber vivido una vida feliz y sin tristezas, como él; pero yo había desagraviado, le había hecho justicia al arte de escribir, y este sentimiento, bueno, ustedes entienden … Yo estaba avergonzado de sentir estas cosas con respecto a mi padre. Además mi padre, lejos de ser una figura central y represiva en mi vida, me había dejado siempre en completa libertad. Todo esto nos debe recordar que el arte de escribir y la literatura están íntimamente ligadas a alguna carencia central en torno a la cual gira nuestra vida, a sentimientos de felicidad y de culpa.

Pero mi historia tiene otra parte, que yo recordé inmediatamente ese día, y cuya simetría me produjo un sentimiento de culpa aun más profundo. Veintitrés años antes de que mi padre me dejara su maletín y cuatro años después de que yo tomara la decisión de convertirme en escritor y abandonar todo lo demás, a la edad de veintidós, me encerré en en un cuarto y terminé mi primera novela, Cevdet Bey y sus hijos. Con las manos temblorosas entregué el texto mecanografiado de la novela inédita a mi padre y le pedí que la leyera y me diera su opinión. Su aprobación era importante para mí, no solamente porque yo confiaba en su inteligencia y en su gusto literario, sino también porque él, a diferencia de mi madre, no se había opuesto a mis planes de convertirme en escritor. Por aquel tiempo mi padre no estaba con nosotros. Esperé con impaciencia su retorno. Cuando llegó, dos semanas más tarde, corrí a abrirle la puerta. Mi padre no dijo nada, pero me abrazó de manera tan especial que yo comprendí de inmediato: mi libro le había gustado mucho. Durante un rato nos sumergimos en esa forma de silencio embarazoso que con frecuencia acompaña momentos de gran emoción. Luego, cuando nos tranquilizamos y comenzamos a hablar, mi padre expresó, con enorme entusiasmo y exaltadas palabras, su confianza en mí y en mi primer libro, y luego me dijo, como al pasar, que algún día yo ganaría el premio que ahora, con mucha alegría, he venido a recibir.

No dijo esto por convicción, ni para marcar este premio como una meta hacia la cual deberían dirigirse los esfuerzos del escritor; lo dijo como un padre turco que, para apoyar y estimular a su hijo, le dice: “¡Un día serás un pachá!” Y durante años repitió esas palabras cada vez que nos encontrábamos, para infundirme ánimo y confianza.

Mi padre murió en diciembre de 2002.

Honorables miembros de la Academia Sueca, que me habéis otorgado este gran premio y este honor, y distinguidos invitados: yo habría querido que mi padre pudiera estar hoy entre nosotros.

A %d blogueros les gusta esto: