Isaac Asimov: El chistoso. Cuento

Portrait of Isaac AsimovNoel Meyerhof consultó la lista que había preparado y eligió lo que debía pasar primero. Como siempre, confiaba sobre todo en la intuición. La máquina que tenía delante le hacía sentirse pequeño, y eso que sólo se veía una mínima parte. Pero no importaba. Le habló con la confianza indiferente del que sabe que es el amo.

— Johnson -empezó a decir-, llegó inesperadamente a su casa después de un viaje de negocios y encontró a su mujer en brazos de su mejor amigo. Dio un paso atrás y exclamó: ¡Max! Estoy casado con esta dama, así que no tengo más remedio. Pero, ¿tú por qué precisamente? Y Meyerhof pensó: «Está bien, dejemos que se le baje a las tripas y lo digiera un poco.» Una voz detrás de él exclamó:

— ¡Eh! Meyerhof borró el sonido de esta exclamación y puso el circuito en neutral. Se volvió y protestó:

— Estoy trabajando. ¿No sabes llamar? No sonrió como tenía por costumbre a Timothy Whistler, un jefe analista con el que trataba muy a menudo. Mostró su disgusto como se lo hubiera mostrado a cualquier desconocido que le interrumpiera, arrugando su flaco rostro con una distorsión que parecía llegarle al cabello desordenándoselo caprichosamente. Whistler se encogió de hombros. Llevaba su bata blanca de laboratorio presionando con los puños los bolsillos y arrugándola de arriba abajo.

— Llamé. No me contestó. No estaba puesta la señal de «ocupado». Meyerhof gruñó. No, no estaba puesta. Había estado pensando intensamente en su nuevo proyecto y se le olvidaron los pequeños detalles. Tampoco podía censurarse por ello. Lo que estaba haciendo era importante. Ignoraba por qué lo consideraba así, claro. Los Grandes Maestros pocas veces lo sabían. Eso era lo que les hacía ser Grandes Maestros, estar más allá de la razón. De lo contrario, ¿cómo podía la mente humana estar a la altura de ese pedazo de razón sólida que los hombres llamaban «Multivac», la computadora más compleja jamás construida?

— Estoy trabajando -repitió Meyerhof-. ¿Se le ocurre algo muy importante?

— Nada que no pueda esperar. Hay unos pocos baches en la respuesta sobre el hiperespacial. -Whistler cambió de tema y su rostro reflejó cierta incertidumbre-. ¿Trabajando?

— Sí. ¿Qué pasa?

— Estaba contando uno de sus chistes, ¿verdad?

— ¿Y bien? Whistler sonrió forzadamente:

— ¡No me diga que le estaba contando un chiste a «Multivac»! Meyerhof se turbó.

— ¿Y por qué no?

— ¿Se lo contaba?

— Sí.

— ¿Por qué? Meyerhof se le quedó mirando:

— No tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.

— Santo Dios, claro que no. Sentía curiosidad, nada más… Pero si está trabajando, le dejo. -Y volvió a mirar a su alrededor, confuso.

— Hágalo -dijo Meyerhof. Sus ojos le siguieron hasta que salió y luego activó la señal de «ocupado», con un brusco empujón de su dedo. Recorrió la estancia de arriba abajo, para volver a recobrar el hilo. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos ellos! Esto le pasaba por no mantener a todos, técnicos, analistas y mecánicos a raya, por no guardar las debidas distancias sociales, por tratarles como si ellos también fueran artistas creadores. Por eso se tomaban esas libertades. Pensó, sombrío, que ni siquiera sabían contar chistes decentemente. Al instante volvió a lo que estaba haciendo. Se sentó de nuevo. ¡Al diablo con todos ellos! Volvió a poner en marcha el circuito apropiado de «Multivac» y habló:

— El camarero de un barco se paró ante la borda de la nave en un trayecto especialmente malo y miró, compadecido, al hombre que echado sobre la barandilla y con la mirada clavada en la profundidad, reflejaba el horror del mareo. Con amabilidad, el camarero se dirigió al hombre, le dio unas palmaditas en la espalda y murmuró: «Ánimo, señor. Ya sé que se encuentra muy mal, pero sepa que nadie se muere de un mareo». El afligido caballero alzó su rostro verde y desencajado hacia el que le consolaba y logró decirle con voz enronquecida: «No me diga esto, hombre. Por el amor de Dios, no me diga esto. Solamente la esperanza de morir me mantiene con vida…» Timothy Whistler, un poco preocupado, sonrió y saludó con la cabeza al pasar ante el pupitre de la secretaria. Ella le devolvió la sonrisa. «He aquí -pensó-, un objeto arcaico del Siglo XX en este mundo regido por computadoras: una secretaria humana.» Pero, tal vez era natural que semejante institución sobreviviera en la propia ciudadela de las computadoras; en la gigantesca corporación mundial que manejaba a «Multivac». Con «Multivac» llenando los horizontes, unas computadoras inferiores dedicadas a trabajos de rutina serían de mal gusto. Whistler entró en el despacho de Abram Trask. El delegado del Gobierno cesó en su cuidadosa tarea de encender la pipa. Sus ojos oscuros parpadearon en dirección a Whistler y su nariz ganchuda resaltó prominente sobre el rectángulo de la ventana que estaba detrás de él.

— ¡Ah!, hola, Whistler, siéntese. Siéntese. Whistler obedeció:

— Creo que tenemos un problema, Trask. Trask esbozó una sonrisa:

— Confío en que no sea técnico. Yo no soy más que un inocente político. -Ésta era una de sus frases favoritas.

— Tiene que ver con Meyerhof. Trask se sentó inmediatamente y pareció muy preocupado:

— ¿Está seguro?

— Razonablemente seguro. Whistler comprendía la preocupación de Trask. Trask era el delegado del Gobierno encargado de la División de Computadoras y Automatismo del departamento del Interior. Tenía que solucionar asuntos de politica relacionada con los satélites humanos de «Multivac», lo mismo que esos satélites técnicamente entrenados trataban con la propia «Multivac». Un Gran Maestro era mucho más que un satélite. Más, incluso, que un mero ser humano. Al principio de la historia de «Multivac» se hizo patente que el embotellamiento era un procedimiento cuestionable. «Multivac» podía solucionar el problema de la humanidad, todos los problemas, si se le hacían preguntas específicas. Pero a medida que se acumulaban los conocimientos, cada vez a mayor velocidad, se hacía infinitamente más difícil poder localizar esas preguntas específicas. La razón sola no servía. Lo que hacía falta era un tipo único de intuición, la misma facultad mental (sólo que más intensa) que crea un gran maestro de ajedrez. La mente que se necesitaba era la que se ve a través del entramado del juego de ajedrez hasta encontrar la mejor jugada y hacerla en cuestión de minutos. Trask se movió, inquieto:

— ¿Qué ha estado haciendo Meyerhof? -preguntó.

— Ha introducido una serie de preguntas que encuentro inquietantes.

— Bueno, Whistler, ¿eso es todo? No puede impedir que un Gran Maestro inicie la serie de preguntas que se le antoje. Ni usted ni yo estamos preparados para juzgar el valor de las preguntas. Ya lo sabe. Sé que lo sabe de sobra.

— Lo sé, naturalmente. Pero también conozco a Meyerhof. ¿Le conoce usted realmente?

— Santo Dios, no. ¿Conoce alguien realmente a un Gran Maestro?

— No adopte esa actitud, Trask. Son humanos y hay que compadecerles. ¿Ha pensado alguna vez lo que significa ser Gran Maestro, saber que sólo hay doce en el mundo, que sólo llegan uno o dos por generación, que el mundo depende de ellos, que tienen a sus órdenes mil matemáticos, lógicos, psicólogos y físicos? Trask se encogió de hombros y murmuró:

— Santo Dios, me sentiría el rey del mundo.

— Me parece que no -dijo el jefe analista, impaciente-. No se sienten reyes de nada. No tienen a un igual con quien hablar, ni sensación de pertenecer a este mundo. Meyerhof no pierde la ocasión de reunirse con los muchachos. Naturalmente, no está casado, no bebe, no se mueve socialmente con naturalidad…, se obliga a estar entre la gente porque debe hacerlo. ¿Y sabe lo que hace cuando se reúne con nosotros, que es por lo menos una vez por semana?

— No tengo la menor idea -dijo el hombre del Gobierno-. Para mí todo esto es nuevo.

— Es un chistoso.

— ¿Un qué?

— Cuenta chistes. Buenos chistes. Es extraordinario. Puede elegir cualquier historia, vieja o aburrida, y hacerla buena. Es el modo de contarla. Tiene olfato.

— Ya veo. Bien.

— No, mal. Estos chistes son muy importantes para él. -Whistler apoyó los codos en la mesa de Trask, se mordió una uña y miró al cielo-. Es diferente y él sabe que es diferente. Los chistes son la única forma de pensar que puede hacer que el resto de nosotros, pobres empleados vulgares, le aceptemos. Nos reimos, nos desternillamos, le golpeamos la espalda y llegamos a olvidar que es un Gran Maestro. Es lo único que le une al resto de nosotros.

— Todo esto es muy interesante. Ignoraba que fuera usted tan buen psicólogo. Bien, pero, ¿a dónde nos lleva todo esto?

— A una cosa. ¿Qué cree que ocurrirá si a Meyerhof se le acaban los chistes?

— ¿Qué? -El hombre del Gobierno se quedó mirándole.

— Si empieza a repetirse. Si su público empieza a reírse con menos fuerza o deja de reírse del todo. Su único lazo con nosotros es nuestra aprobación. Sin ella, estaría solo, ¿y qué le pasaría entonces? Después de todo, Meyerhof es uno de esa docena de hombres de los que la Humanidad no puede prescindir. No podemos dejar que le ocurra nada. Y no me refiero sólo a cosas físicas. No podemos siquiera dejar que se sienta desgraciado. ¿Quién sabe cómo podría esto afectar su intuición?

— Bien, ¿ha empezado a repetirse?

— Que yo sepa, no, pero creo que él cree que sí.

— ¿Por qué lo dice?

— Porque le he oído contarle chistes a «Multivac».

— ¡Oh, no!

— Accidentalmente, entré en su despacho y me echó. Estaba fuera de sí. Generalmente está de buen humor y considero una mala señal que le molestara tanto mi intromisión. Pero estaba contando un chiste a «Multivac», y estoy convencido de que era uno de una serie.

— Pero, ¿por qué? Whistler alzó los hombros y se pasó la mano con rabia por la barbilla.

— Lo he estado pensando. Creo que está tratando de crear una reserva de chistes en la memoria de «Multivac». a fin de lograr nuevas variaciones. ¿Sabe a lo que me refiero? Está pensando en un chistoso mecánico para poder disponer de un número infinito de chistes sin temor a que se le terminen.

— ¡Dios Santo!

— Objetivamente, puede que no haya nada malo en ello, pero me parece una mala señal que un Gran Maestro empiece a utilizar a «Multivac» para sus problemas personales. Cualquier Gran Maestro que tenga cierta inestabilidad mental, debería ser vigilado. Meyerhof puede estar acercandose a un limite más allá del cual podemos perder a un Gran Maestro.

— ¿Qué me sugiere que haga? -preguntó Trask, desconcertado.

— Compruebe lo que le he dicho. Estoy cerca de él para juzgarle bien, y juzgar a los humanos no es mi talento especial. Usted es un político, queda más en su esfera.

— Juzgar a humanos, quizá, pero no a Grandes Maestros.

— También son humanos. Además, ¿quién puede hacerlo sino usted? Los dedos de la mano de Trask golpearon la mesa en rápida sucesión una y otra vez como un redoble de tambor.

— Supongo que tendré que hacerlo -aceptó, resignado. Meyerhof dijo a «Multivac»:

— El ardiente enamorado recogió un ramo de flores silvestres para su amada. De pronto le desconcertó encontrarse en el mismo campo con un toro de aspecto poco amistoso que le miraba fijamente, escarbando el suelo en tono amenazador. El joven, al descubrir al granjero al otro lado de la valla le gritó: «¡Eh!, ¿es de fiar este toro?» El granjero estudió la situación con aire crítico y gritó: «Es totalmente de fiar. -Volvió a escupir y añadió-: Pero no puedo decir lo mismo de usted.» Meyerhof se disponía a pasar al siguiente cuando le llegó una llamada. No era realmente una llamada. Nadie podía llamar a un

Gran Maestro. Era un mensaje de Trask, el Jefe de División, diciendo que le complacería ver al Gran Maestro Meyerhof, si el Gran Maestro Meyerhof disponía de tiempo. Meyerhof podía tranquilamente tirar el mensaje y continuar con lo que estaba haciendo. No estaba sujeto a disciplina. Pero, por el contrario, si lo hacía, seguirían molestándole… ¡Oh!, muy respetuosamente, eso sí, pero seguirían molestándole. Así que neutralizó los circuitos pertinentes de «Multivac» y los bloqueó. Marcó la señal de congelación en su despacho para que nadie se atreviera a entrar en su ausencia y se dirigió al despacho de Trask. Trask carraspeó y se sintió un poco intimidado por el aspecto apático del Gran Maestro.

— No hemos tenido ocasión de conocernos -dijo obsequioso-, y lo lamento.

— Yo me presenté a usted -protestó Meyerhof. Trask se preguntó qué habría tras aquellos ojos vivaces y salvajes. Le resultaba difícil imaginar a Meyerhof con su rostro delgado, su cabello oscuro y liso, su aire tenso, relajarse tanto como para contar chistes:

— Presentarse no es un intercambio social -le dijo-. Yo… Me han dado a entender que posee usted un magnífico cúmulo de anécdotas.

— Soy un chistoso, señor. Por lo menos ésta es la palabra que utiliza la gente. Un chistoso.

— Conmigo no han utilizado esa palabra, Gran Maestro. Me han dicho…

— ¡Al diablo con ellos! No me importa lo que le hayan dicho. Oiga, Trask, ¿quiere oír un chiste? -se echó hacia delante por encima de la mesa y entornó los ojos.

— Por supuesto, me encantaría -contestó Trask esforzándose por parecer encantado.

— Bien, ahí va el chiste: Mrs. Jones se quedó mirando la tarjetita con el horóscopo que salió de la báscula al echar su marido un penique. Observó: «Fíjate, George, aquí dice que eres tierno, inteligente, previsor, trabajador y atractivo para las mujeres. -Después, dio la vuelta a la tarjeta y añadió-: Y también se han equivocado en el peso.» Trask se rió. Era prácticamente imposible dejar de hacerlo. Aunque lo dicho era una bobada, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había encontrado el tono justo en la voz para expresar el desdén de la mujer y la inteligencia con que había modificado la expresión para que correspondiera al tono de voz, provocó una risa irreprimible en el político. Meyerhof preguntó, agresivo:

— ¿Por qué lo encuentra gracioso? Trask se dominó:

— Perdóneme.

— Le he preguntado que por qué lo encontraba gracioso. ¿Por qué se ha reído?

— Pues… -Trask trató de parecer razonable-. Porque el final sitúa todo lo anterior bajo una nueva luz. Lo inesperado…

— El caso es -cortó Meyerhof- que he retratado a un marido humillado por su esposa; un matrimonio que es un desastre, que la esposa está convencida de que el marido carece de personalidad. Pero usted se ríe. Si fuera usted el marido, ¿lo encontraría divertido? Esperó un instante, reflexionó y añadió:

— Veamos este otro, Trask: Abner estaba sentado junto a la cama de su mujer enferma llorando desconsoladamente, cuando ella, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó apoyándose en un codo: «Abner -le dijo-, no puedo presentarme ante mi Creador sin confesar mi falta.»«Ahora, no -murmuró el desconsolado esposo. Ahora, no, amor mio. Échate y descansa.» «No puedo, -exclamó-. debo contártelo o mi

alma no encontrará reposo. Te he sido infiel. Abner, en esta misma casa, hace menos de un mes…» «Calla, querida, -la tranquilizó Abner. Lo sé todo. ¿Por qué si no te iba a envenenar?» Trask trató desesperadamente de mantener la ecuanimidad, pero no lo consiguió del todo. Contuvo, apenas, el inicio de una risa. Meyerhof le increpó:

— Así que esto también es divertido. Adulterio. Asesinato. Muy gracioso.

— Bueno, se han escrito libros analizando el humor -protestó Trask.

— Muy cierto, y he leído muchos de ellos. Y lo que es más importante, se los he leído a «Multivac». Pero la gente que escribe los libros sigue aún haciendo conjeturas. Algunos dicen que nos reímos porque nos sentimos superiores a la gente del chiste. Otros dicen que es debido a la incongruencia, o al súbito alivio de la tensión, o a la inesperada reinterpretación de los hechos. ¿Hay alguna razón simple? Diferentes personas se ríen de diferentes chistes. Ningún chiste es universal. Hay ciertas personas que no se ríen nunca de ningún chiste. Sin embargo, lo que puede que sea más importante es que el hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que ríe.

— Ya lo entiendo -dijo Trask de pronto-. Está tratando de analizar el humor. Es la razón por la que transmite chistes a «Multivac».

— ¿Quién le ha dicho que lo hago? Déjelo, ha sido Whistler, ahora me acuerdo. Me sorprendió haciéndolo. Bien, ¿qué hay de malo en ello?

— Nada en absoluto.

— ¿No discute mi derecho a añadir lo que me parezca al fondo general de conocimientos de «Multivac», o a hacerle las preguntas que crea pertinentes?

— No, no -se apresuró a responder Trask-. La verdad es que no me cabe la menor duda de que esto abrirá un camino para nuevos análisis de gran interés para los psicólogos.

— ¡Humm! Quizá. De todos modos, hay algo que me obsesiona y que es más importante que un análisis general del humor. Tengo que formularle una pregunta específica. En realidad son dos.

— ¿Oh? ¿Y de qué se trata? -Trask se preguntó si querría contestarle. Si decidía en contra, no habría modo de obligarle a hacerlo. Pero Meyerhof respondió:

— La primera es: ¿De dónde proceden todos esos chistes?

— ¿Qué?

— ¿Quién los inventa? ¡Oiga! Hace alrededor de un mes, pasé la noche intercambiando chistes. Como de costumbre, los conté casi todos y, como de costumbre, los imbéciles se rieron. Puede que creyeran que eran realmente divertidos o lo hicieron para contentarme. En todo caso, un individuo se tomó la libertad de golpearme la espalda diciendo: «Meyerhof, conoce más chistes que cualquier persona que yo conozca». Seguro que tendría razón, pero me hizo pensar. No sé cuántos, cientos, o quizá miles, de chistes he contado en un momento u otro de mi vida, pero lo que es cierto es que nunca he inventado ninguno. Ni uno solo. Me he limitado a repetirlos. Mi única contribución fue contarlos. Para empezar, o los había leído o me los habían contado. Y la fuente de mi lectura o de lo que oí, tampoco los había creado. Jamás he conocido a nadie que me confesara que había creado un chiste. Dicen siempre: «El otro día oí uno muy bueno», o bien «¿ha oído alguno bueno, ultimamente?». ¡Todos los chistes son viejos! Por eso tienen siempre un fondo social. Todavía hablan del mareo, por ejemplo, cuando ahora esto puede evitarse fácilmente y no se sufre. O hablan de máquinas que dan tarjetitas con el horóscopo, como en el chiste que le he contado, cuando esas básculas sólo se encuentran en los anticuarios. Así pues, ¿quién inventa los chistes?

— ¿Es eso lo que trata de averiguar? -preguntó Trask y tuvo en la punta de la lengua añadir: ¿Y qué más da? Pero supo aguantarse. Las preguntas de un Gran Maestro son siempre pertinentes y específicas.

— Claro que es lo que trato de averiguar. Enfóquelo así. No es porque los chistes sean viejos. Deben serlo para que se disfruten. Es esencial que un chiste no sea original. Hay una variedad de humor que es, o puede ser, original y es el juego de palabras. Los he oído que se habían hecho sobre la marcha. Yo mismo he hecho algunos. Pero nadie se ríe con ellos. No debe hacerse. Se gruñe o se gime. Cuanto mejor el juego, mayor el gruñido. El humor original no provoca risas. ¿Por qué?

— Le juro que no lo sé.

— Está bien. Busquémoslo. Habiendo dado a «Multivac» toda la información que creí aconsejable sobre el tópico general del humor, estoy ahora alimentándole con chistes seleccionados.

— ¿Seleccionados? ¿Cómo? -preguntó Trask, intrigado.

— No lo sé. Los que parecieron mejores. Soy Gran Maestro, ¿sabe?

— ¡Oh, de acuerdo! ¡De acuerdo!

— A partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera petición a «Multivac» será que me busque el origen de los chistes si puede. Puesto que Whistler se ha metido en esto y ha creído oportuno informarle a usted, mándemelo a Análisis pasado mañana. Creo que tendrá algún trabajo que hacer.

— De acuerdo. ¿Podré asistir yo también? Meyerhof se encogió de hombros. La presencia de Trask le dejaba absolutamente Indiferente. Meyerhof había seleccionado el último de una serie de chistes con especial cuidado. En qué consistía el cuidado no hubiera podido decirlo, pero había barajado en su mente una docena de posibilidades. Una y otra vez les había puesto a prueba en busca de alguna cualidad de intención. Dijo:

— Ug, el hombre de las cavernas observó que su compañera corría hacia él llorando, con su faldita de piel de leopardo en desorden. «Ug, gritó enloquecida, haz algo, rápido. Un tigre de dientes afilados ha entrado en la caverna de mamá. ¡Haz algo!» Ug, gruñó, recogió su pulida maza de hueso de búfalo y añadió: «¿Por qué quieres que haga algo? ¿A quién le importa lo que le ocurra a un tigre de dientes afilados?» Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos preguntas y se recostó cerrando los ojos. Había terminado.

— No vi absolutamente nada malo -dijo Trask a Whistler-. Me dijo lo que estaba haciendo sin dificultad, y lo encontré raro pero legítimo.

— Lo que decía que estaba haciendo -insistió Whistler.

— Incluso así, no puedo parar a un Gran Maestro basandome sólo en una opinión. Me pareció peculiar, pero resulta que todos los Grandes Maestros son algo peculiares. No me pareció loco.

— ¿Utilizar «Multivac» para encontrar el origen de los chistes -murmuró el jefe analista, descontento-, no es estar loco?

— ¿Cómo puede decir eso? -exclamó Trask, irritado- La ciencia ha avanzado hasta el punto en que sólo las preguntas específicas que quedan son las ridículas. Las sensatas ya han sido pensadas, preguntadas y contestadas hace tiempo.

— Es inútil. Estoy preocupado.

— Quizá, pero no se puede hacer nada, Whistler. Veamos a Meyerhof y usted podrá hacer los análisis necesarios de la respuesta de «Multivac», si la hubiera. En cuanto a mí, mi único trabajo es formular expedientes. Por Dios, ni siquiera sé lo que un jefe analista como usted puede hacer, excepto analizar, y eso no me aclara nada.

— Pues es muy sencillo -aclaró Whistler-, un Gran Maestro como Meyerhof hace preguntas y «Multivac» automáticamente las formula en varias operaciones. La maquinaria necesaria para convertir palabras en símbolos es lo que forman la masa de «Multivac». «Multivac» da la respuesta mediante operaciones, pero no las traduce en palabras, salvo en los casos más simples y de rutina. Si estuviera diseñada para solucionar el problema general de las traducciones, tendría que ser por lo menos cuatro veces mayor.

— Comprendo. Entonces, ¿su trabajo es traducir dichos símbolos en palabras?

— El mío y el de otros analistas. Utilizamos computadoras más pequeñas y especialmente diseñadas cuando se considera necesario -Whistler sonrió-. Igual que las sacerdotisas de Delfos en la antigua Grecia. Las respuestas de «Multivac» son oscuras como las de un oráculo. Pero tenemos traductores. Habían llegado. Meyerhof esperaba. Whistler preguntó:

— ¿Qué circuitos ha utilizado, Gran Maestro? Meyerhof se lo dijo y Whistler se puso a trabajar. Trask intentó seguir el proceso, pero para él nada tenía sentido. El delegado del Gobierno contemplaba cómo giraba una cinta con multitud de puntos tan interminable como incomprensible. El Gran Maestro Meyerhof esperaba, indiferente, mientras Whistler vigilaba la cinta a medida que iba emergiendo. El analista se había puesto auriculares y una boquilla y murmuraba instrucciones a intervalos que, en algún lugar lejano, servían de guía a unos ayudantes mediante contorsiones electrónicas en otras computadoras. En ocasiones, Whistler escuchaba, después marcaba combinaciones en un teclado complejo marcado con símbolos que vagamente parecían matemáticos, pero que no lo eran. Transcurrió bastante más de una hora. Las arrugas en el rostro de Whistler se hicieron más profundas. Una vez terminado, levantó la cabeza y miró a los otros dos.

— Esto es increíb… -y volvió a su trabajo. Finalmente, dijo con voz ronca:

— No puedo darle la respuesta oficial. -Tenía los ojos ribeteados de rojo-. La respuesta oficial está esperando un análisis completo. ¿Quiere la respuesta oficiosa?

— Adelante -musitó Meyerhof y Trask movió la cabeza. Whistler dirigió una mirada de perro apaleado a Meyerhof:

— A preguntas tontas… -empezó, luego, de mala gana, concluyó-: «Multivac» dice, «origen extraterrestre».

— ¿Qué está diciendo? -preguntó Trask.

— ¿Es que no me han oído? Los chistes que nos hacen reír no fueron inventados por ningún hombre. «Multivac» ha analizado todos los datos entregados y la única respuesta que encaja con los datos es que alguna inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes, todos los chistes, y los introdujo en mentes humanas seleccionadas en momentos y lugares elegidos, de modo que ningún hombre es consciente de haber inventado uno. Todos los chistes subsiguientes son variaciones menores y adaptaciones de los originales. Meyerhof interrumpió, con el rostro sofocado por el triunfo que sólo un Gran Maestro puede conocer, cuando de nuevo ha formulado la pregunta acertada.

— Todos los escritores de comedias trabajan transformando viejas bromas para nuevos propósitos. Es bien conocido. La respuesta es la que corresponde.

— Pero, ¿por qué? -preguntó Trask- ¿Quien inventó los chistes?

— «Multivac» dice -explicó Whistler- que el único propósito con el que encajan todos los datos, es que los chistes estaban dedicados al estudio de la psicología humana. Estudiamos la psicología del ratón haciéndole pasar por laberintos. Los ratones no saben por qué ni lo sabrían aunque se dieran cuenta de lo que estaban haciendo, cosa que no saben. Esas inteligencias exteriores estudian la psicología del hombre, anotando las reacciones individuales a anécdotas cuidadosamente seleccionadas. Cada hombre reacciona de manera diferente…, presumiblemente esas inteligencias son para nosotros lo que nosotros somos para los ratones. -Y se estremeció. Trask con los ojos fijos, musitó:

— El Gran Maestro dijo que el hombre es el único animal con sentido del humor. Parecería que el sentido del humor se nos ha impuesto desde fuera. Meyerhof, excitadísimo, añadió:

— Y para el posible humor creado desde dentro, no tenemos risas. Me refiero a los juegos de palabras.

— Presumiblemente, los extraterrestres cancelan las reacciones al humor espontáneo para evitar confusiones. Trask, súbitamente angustiado, preguntó:

— Pero, en nombre de Dios, ¿alguno de los dos cree esto? El analista jefe le miró fríamente.

— Lo dice «Multivac». Es todo lo que sabemos hasta ahora. Ha señalado los verdaderos chistosos del universo, y si queremos saber más, habrá que seguir con la investigación. ­Y en voz baja añadió-: Si alguien se atreve a hacerlo. El Gran Maestro Meyerhof exclamó de pronto:

— Yo formulé dos preguntas, ¿saben? Hasta ahora sólo se me ha contestado a la primera. Creo que «Multivac» tiene suficientes datos para responder a la segunda. Whistler se encogió de hombros. Parecía un hombre medio destrozado.

— Cuando un Gran Maestro cree que hay suficientes datos, debo creerlo. ¿Cuál es su segunda pregunta?

— Pregunté: ¿Cuál será el efecto sobre la raza humana al descubrir la respuesta a mi primera pregunta?

— ¿Por qué le preguntó esto? -exigió Trask.

— Sólo por la sensación de que tenía que hacerlo -respondió Meyerhof.

— Loco -exclamó Trask-. Todo esto es de locos. -Y dio la vuelta. Incluso él percibía con qué intensidad él y Whistler habían cambiado de bando. Ahora era Trask el que alegaba locura. Trask cerró los ojos. Podía hablar de locura todo lo que quisiera, pero ningún hombre en cincuenta años había puesto en duda la combinación de un Gran Maestro y «Multivac», y descubierto la confirmación de sus dudas. Whistler trabajaba silenciosamente, con los dientes apretados. Volvió a colocar a «Multivac» y a sus máquinas subsidiarias sobre las pistas anteriores. Transcurrió una hora más y rió destemplado:

— ¡Una pesadilla desatada!

— ¿Cuál es la respuesta? -preguntó Meyerhof-. Quiero las observaciones de «Multivac», no las de usted.

— Está bien. Aquí las tiene. «Multivac» declara que, incluso si un humano descubre una sola vez la verdad de este método de análisis psicológico de la mente humana, resultará inútil como técnica objetiva por parte de las fuerzas extraterrestres que ahora la utilizan.

— ¿Quiere decir que ya no se entregarán más chistes a la Humanidad? -preguntó Trask con voz débil-. ¿O qué quiere decir?

— Se han terminado los chistes -dijo Whistler-, ¡ahora! «Multivac» dice, ¡ahora! Habrá que Introducir una nueva técnica. Se miraron unos a otros. Los minutos pasaron. Meyerhof dijo despacio:

— «Multivac» tiene razón.

— Lo sé -aceptó whistler, desencajado. Incluso Trask murmuró:

— Si. Así debe ser. Fue Meyerhof el que puso el dedo en la llaga, Meyerhof, el perfecto chistoso, anunció:

— Se acabó, ¿saben? Todo ha terminado. Llevo cinco minutos esforzándome y no puedo acordarme de un solo chiste, ni uno. Y si lo leyera en un libro ya no reiría. Lo sé.

— El don del humor ha desaparecido -dijo Trask asustado-. Nadie volverá jamás a reírse. Y siguieron allí, mirándose, sintiendo que el mundo se encogía a las dimensiones de una ratonera experimental…, retirado el laberinto, pero con algo a punto de colocar en su sitio.

Virgilio Piñera: Natación. Cuento

act_523He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogando de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.

No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.

Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las lozas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.

Clarice Lispector: Restos del Carnaval. Cuento

clarice_lispector_fullblockNo, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.

En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.

Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.

Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.

Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.

¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.

Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.

Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.

Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.

Franz Kafka: La construcción. Cuento

kafka76He presentado la obra y me parece bien lograda. Desde afuera sólo se ve un gran agujero que en realidad no conduce a ninguna parte, ya que a los pocos pasos se tropieza con roca. No quiero jactarme de haber ejecutado esta treta en forma deliberada; es más bien el sobrante de uno de los numerosos y vanos intentos de construcción, pero finalmente, me pareció ventajoso dejar este agujero sin rellenar. Desde luego hay astucias que, por sutiles, se aniquilan por sí solas, eso lo sé mejor que nadie, e indudablemente constituye una audacia llamar la atención con este agujero sobre la posibilidad de que aquí exista algo digno de ser investigado. Sin embargo, se equivoca quien crea que soy cobarde y que sólo por cobardía ejecuto la obra. A unos mil pasos de este agujero se halla, cubierto por una capa de musgo suelto, el verdadero acceso, tan bien asegurado-como puede estarlo algo en el mundo; naturalmente, alguien podría pisar el musgo o levantarlo; entonces mi obra quedaría al aire y quien tuviera ganas —nótese, sin embargo, que se requerirían dotes no demasiado frecuentes—podría penetrar y destruirlo todo para siempre. Lo sé bien y ahora en su culminación mi vida apenas si tiene un momento por completo tranquilo; allí, en ese sitio, en el oscuro musgo, soy mortal y en mis sueños husmea interminablemente un hocico voraz. Habría podido, se opinará, rellenar este agujero de entrada con un manto firme y delgado arriba y más abajo con tierra floja, de manera que siempre me hubiera costado poco esfuerzo asegurarme de nuevo la salida. Pero no es posible; precisamente la cautela exige que tenga una viabilidad de escape, precisamente ella obliga con frecuencia a arriesgar la vida. Todos estos son cálculos harto penosos; la alegría que la cabeza experimenta al efectuarlos es muchas veces el único motivo de que siga calculando. Yo necesito una inmediata posibilidad de escape, pues acaso, ¿no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto más inesperado? Vivo pacíficamente en lo más profundo de mi casa, y mientras el enemigo se me aproxima sigilosamente. No quiero decir que tenga mejor olfato que yo; tal vez me ignore como yo lo ignoro a él. Pero hay bandidos apasionados que perforan ciegamente la tierra y que por la enorme extensión de mi obra, pueden alentar la esperanza de dar con algunos de mis túneles. Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima. Pero yo envejezco, hay muchos más fuetes que yo, mis enemigos son innumerables; podría suceder que huyera de uno y cayera en las garras de otro. ¡Ah, todo puede suceder! De cualquier modo, necesito tener conciencia de que en alguna parte hay una salida completamente expedita, alcanzable con facilidad, donde para liberarme no necesitara cavar en absoluto, tal que, mientras yo trabajara desesperadamente, aunque fuera entre flojos escombros, no sintiera de pronto, ¡Dios me ampare!, los dientes de mi perseguidor en los muslos. Y no solamente me amenazan los enemigos externos, los hay también en lo profundo de la tierra. No los he visto jamás, pero las leyendas hablan de ellos y creo firmemente en su existencia. Son seres del interior, ni siquiera las leyendas logran describirlos; ni los que se convirtieron en sus víctimas alcanzan a verlos bien; se acercan, se oye el arañar de sus garras bajo la tierra, que es su elemento, y ya se está perdido. Entonces ya se está en la propia casa, más bien se está en s,u casa. De ellos tampoco me salva aquella salida, como probablemente no ha de salvarme en absoluto, sino perderme, pero de todos modos es una esperanza sin la que no puedo subsistir. Aparte de este gran camino, me comunican con el mundo exterior otros muy estrechos, bastante seguros, por los que me llega el aire que respiro. Han sido construidos por ratones que he sabido atraer a mi obra. Me ofrecen las ventajas del gran alcance de su olfato y de ese modo me protegen. Además, por su causa llega toda una fauna menor que devoro. De manera que, sin necesidad de abandonar mi obra, dispongo de un medio de vida, aunque limitado, suficiente. Y esto es esencial.

Pero lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. Durante horas puedo deslizarme por mis galerías sin oír más que el rumor de alguna bestezuela que de inmediato reduzco al silencio con mis dientes; o el crujir de la tierra que me anuncia la necesidad de alguna reparación. Salvo esto, el silencio es absoluto. El aire del bosque penetra, hay al mismo tiempo abrigo y frescura. A veces me relajo satisfecho y me doy vuelta en la galería. Es bueno tener una construcción así para la ya cercana vejez, saberse bajo techo al comienzo del otoño. He ensanchado las galerías cada cien metros hasta convertirlas en pequeña plazas circulares. Allí puedo enrollarme con comodidad, abrigarme en mí mismo y descansar. Allí duermo el dulce sueño de la paz, del deseo satisfecho, de la alcanzada meta del dueño de casa. No sé si es una costumbre de épocas antiguas o si los peligros de esta casa son lo suficientemente grandes como para despertarme; pero con regularidad, de tiempo en tiempo, el sobresalto me arranca del sueño y entonces atisbo, atisbo el silencio; que reina invariablemente de día y de noche; sonrío tranquilizado y recaigo, los miembros flojos, en sueños más profundos aún. ¡Pobres viajeros sin morada, en las carreteras, en los bosques, en el mejor de los casos acurrucados sobre montones de hojas o apretujados entre sus semejantes, expuestos a toda la perdición del cielo y de la tierra! Yo, en cambio, estoy en una fortaleza protegida por todos lados —más de cincuenta de éstas hay en mi construcción—y en somnolencia o sueño profundo transcurren las horas, que para ello elijo.

Casi en el centro mismo de la obra está la plaza principal, estudiada para el caso de peligro exterior, no tanto de persecución, como de asedio. Mientras todo lo otro es producto de esforzado trabajo mental más que físico, esta plaza fuerte es resultado del pesadísimo trabajo de mi cuerpo y de cada una de sus partes. Alguna vez, en la desesperación de mi cansancio corporal, he querido abandonarlo todo; me revolcaba, maldecía la obra, me arrastraba hacia el exterior, dejando la construcción abierta. Podía hacerlo porque no quería regresar, hasta que, después de horas o de días, retornaba un arrepentimiento casi prorrumpiendo en loas al advertir la integridad de la obra, y realmente alegre, reanudaba el trabajo. La tarea en la plaza fuerte se agravaba de modo innecesario (innecesario quiere decir que el trabajo de vaciado no se traducía en beneficio esencial para la obra), porque justamente donde debía estar situada según el plan, la tierra era floja y arenosa y había que conseguir que se volviera compacta antes de formar el círculo bellamente abovedado. Para ese trabajo poseo tan sólo la frente. Con la frente, pues, he embestido la tierra miles y miles de veces, a lo largo de días y de noches y era feliz, cuando los golpes la hacían sangrar, ya que probaba que la solidez estaba próxima, y en esta forma creo que se me reconocerá, me he ganado mi plaza fuerte. En esta plaza fuerte almaceno las provisiones, compuestas por los sobrantes de mis capturas dentro de la casa, luego de satisfacer las necesidades inmediatas, y por lo que traigo de las cacerías exteriores. Es tan amplio el sitio que no lograrían llenarlo las reservas de medio año; puedo, pues, extenderlas holgadamente, caminar entre ellas, jugar con ellas, alegrarme de su abundancia y sus diversos olores, y tener siempre una exacta visión de lo existente. También puedo efectuar nuevos ordenamientos y, según las épocas del año, hacer nuevas previsiones y proyectos de caza. Hay períodos en que estoy tan provisto que, indiferente a la comida en general, ni siquiera toco la caza menor que se agita aquí, lo que, por otros motivos, tal vez sea temerario. Como consecuencia de las múltiples tareas vinculadas a los preparativos de defensa, mis ideas acerca de la utilidad de la construcción para ese caso se modifican o desarrollan en forma importante. Me parece que es peligroso basar la defensa exclusivamente en la plaza fuerte; la complejidad de la obra me brinda muchas otras posibilidades y me parece prudente distribuir las provisiones dejando algunas de ellas en pequeñas plazas; entonces destino, por ejemplo, cada tercer lugar a las reservas, o cada cuarto o depósito principal y cada., segundo a almacén de reserva adicional, o algo por el estilo. O, para despistar, elimino ciertos caminos de la acución de la salida principal, sólo algunos pocos sitios. Cada nuevo proyecto exige una fatigosa labor de acarreo, nuevos cálculos, y luego debo llevar y traer las cargas. Desde luego, puedo realizarlo sin prisa; además, no es .desagradable transportar manjares con la boca, descansar dónde y cómo se quiera, saborear lo que más guste. A veces, sin embargo, me despierto con sobresalto, y aquí está lo grave, parece que la actual distribución es por completo errónea, que puede provocar enormes peligros y que es urgente rectificarla, sin tiempo para somnolencias o para el cansancio. Entonces me apresuro, vuelo, no tengo tiempo para cálculos, quiero realizar un nuevo y minucioso proyecto, cojo lo primero que me cae entre los dientes, arrastro, cargo, gimo, tropiezo y el menor cambio favorable de circunstancias peligrosas me produce alivio. Hasta que paulatinamente, al despertar por completo, el violento trajín, me parece absurdo; aspiro profundamente la paz de la casa, que yo mismo he destruido; retorno al lecho y al sueño, y al despertar me encuentro con que, como prueba incontrastable de la ya inverosímil tarea nocturna, conservo alguna rata entre los dientes. Luego llegan períodos en que me parece mejor la reunión de todas las provisiones en un solo sitio. La utilidad de las reservas en las pequeñas plazas es un problema; cabe poco en ellas y se obstruye el paso, desplazar en caso de alarma. Aparte de ello es, aunque tonto, cierto que la sensación de ‘seguridad se perjudica cuando no se ven juntas todas las provisiones y no se puede apreciar con una sola mirada lo que se posee. Además, con estas múltiples distribuciones, mucho puede extraviarse. No puedo galopar continuamente en todas direcciones para ver si todo se halla en perfecto estado. Desde luego, la idea fundamental de distribuir las reservas es correcta, pero solamente cuando se poseen varios sitios similares a mi plaza fuerte. ¡Varios sitios! ¡Naturalmente! Pero ¿quién puede realizar eso? Tampoco pueden acomodarse, en el plan de conjunto, a posteriori. Sin embargo, quiero reconocer que en ello radica un error de la construcción, pero como por lo general siempre hay un error, cuando de algo se posee un solo ejemplar. Y también reconozco que durante toda la ejecución de la obra en lo más oscuro de mi conciencia moró la idea aunque con bastante nitidez, de disponer de más de una plaza fuerte, pero no he cedido; me sentía demasiado débil para hacerme cargo de la necesidad de dicho trabajo y me consolaba de cualquier modo con sensaciones no menos oscuras, según las cuales lo que en otros casos no sería suficiente, llegaría en el mío a ser excepcional, por gracia, ya que probablemente la providencia estaba interesada en la conservación de mi frente, de mi ariete. Tengo, pues, una sola plaza fuerte, pero los oscuros temores de que no pudiera alcanzar se han perdido. Sea como fuere, debo conformarme con una sola; las pequeñas plazas no podrían reemplazarla de ningún modo, por lo que comienzo, cuando este punto de vista ha madurado, a arrastrar material, desde las pequeñas plazas a la principal. Por un tiempo, es un consuelo saber que todos los espacios y galerías están libres, ver cómo sé hacinan en la plaza fuerte las montañas de carne, que envían hasta las galerías más lejanas la mezcla de sus muchos olores, los cuales me alegran, cada uno según su tipo y que aun a distancia sé distinguir perfectamente. Entonces llegan tiempos pacíficos durante los cuales lenta y gradualmente traslado mis guardias desde los círculos externos al interior, sumergiéndome cada vez más en los olores, hasta que no soporto más, y una noche me lanzo sobre la plaza principal, arraso con las provisiones y me sacio con lo mejor hasta el embotamiento. Tiempos dichosos, pero de peligro; quien supiera aprovecharlos podría destruirme con facilidad y sin riesgos. También en esto influye perniciosamente la falta de una segunda o tercera plaza fuerte, pues me pierde el hecho de ser único el gran depósito. Trato de resguardarme contra ellos de diversas maneras; la distribución en plazas menores es una medida de esa índole. Pero, desgraciadamente, conduce como las otras, por las privaciones que apareja, a una avidez aún mayor, y ésta, despreciando el sentido común, altera los planes de defensa en su beneficio.

Una vez que han pasado dichos tiempos suelo revisar la obra, y cuando las reparaciones necesarias han sido hechas la abandono, aunque siempre por poco tiempo. El castigo de verme privado de ella largamente me parece excesivo, pero reconozco que estas excursiones son imprescindibles. Mi aproximación a la salida no carece de cierta solemnidad. En períodos de vida casera le evito, y también la galería que ella conduce y sus ramificaciones. No es nada fácil pasearse por ese lugar: he instalado allí un complejo zig-zag de galerías. Cuando inicié la obra todavía no podía soñar en poderla terminar según el proyecto; comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción. En teoría tal vez sea valiosa —aquí está la entrada a mi casa, les decía irónicamente a los enemigos invisibles y los veía ya asfixiados en , masa en el laberinto de entrada—, pero en realidad representa un jugueteo de paredes harto de endebles, que difícilmente resistiría un ataque serio o a un enemigo que luchara con desesperación por su vida. ¿Debo modificar por ello esta parte? Aplazo la decisión, y creo que quedará como está. Aparte del volumen de trabajo que me echaría sobre los hombros, sería también la tarea más peligrosa que pueda imaginarse. En aquella época, cuando inicié la construcción, pude trabajar allí con relativa tranquilidad, el riesgo no era mucho mayor que en cualquier otro lugar, pero significaría llamar casi deliberadamente la atención de todo el mundo sobre la obra hoy que ya no es posible. Conservo sin embargo, alguna debilidad por esta empresa inicial, pero si viene el gran ataque, ¿qué trazado de la entrada podría salvarme? La entrada puede ciertamente engañar, desviar, torturar, al atacante, y también lo lograría éste en último caso, pero es evidente que un ataque realmente importante tengo que resistirlo de inmediato, con todos los medios de la obra en conjunto y con todas las fuerzas del cuerpo y del alma. De modo que el acceso permanezca como está. Si la construcción ofrece tantas debilidades impuestas por la naturaleza, que soporte también estas deficiencias creadas por mí, que reconozco por completo, aunque tarde. Claro está, con ello no quiero decir que estos fallos no me preocupen todavía de tiempo en tiempo. Cuando en mis acostumbrados paseos eludo esta parte de la construcción, me sucede principalmente porque su aspecto me molesta; no siempre quiero mirar los defectos, sobre todo si se hallan demasiado presentes en mi conciencia. Que persista el corregible error allá arriba, junto a la entrada, pero yo quiero evitar su contemplación en lo posible. Me basta aproximarme a la salida, aunque todavía esté separado de ella por galerías y plazas, para sentirme en la atmósfera peligrosa; es como si se afinara mi piel, como si fuera a quedar con la carne desnuda y me saludara ya el aullar de los enemigos. Ciertamente, la salida en sí, el final de la zona de protección, provoca ya estos sentimientos, pero es esta construcción lo que especialmente me tortura. A veces sueño que he construido la entrada, que la he modificado por completo, de prisa, en una sola noche, con fuerzas gigantescas, sin ser visto por nadie, y que se ha vuelto inexpugnable; el sueño en que eso sucede es el más dulce de todos y al despertar aún brillan en mi barba lágrimas de akgría y de liberación.

El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde-hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto. Luego estoy bajo la capa de musgo, que muchas veces dejo el tiempo necesario para que se suelde con el humus del bosque —antes no me muevo de la casa—y de un solo golpe de la cabeza me coloco en el exterior. Me cuesta mucho atreverme a realizar este pequeño movimiento, y si no tuviera que superar el laberinto de entrada probablemente emprendería el regreso. ¿Cómo? Tu casa está protegida, clausurada, vives en paz, abrigado, señor, único señor de una multitud de galerías y plazas, y espero que todo esto no desees sacrificarlo, o por lo menos exponerlo en cierto modo. Tienes, sí, la esperanza de recuperarlo, pero te comprometes en un juego arriesgado, demasiado arriesgado. ¿Hay motivos razonables? No; para algo semejante no puede haber motivos razonables. Sin embargo, levanto con cautela la trampa, estoy afuera, la dejo descender con cuidado, y a la máxima velocidad posible huyo de este lugar delator.

En verdad no estoy en libertad, pero ya no me adelanto pegándome a las galerías, sino que me lanzo por el bosque abierto, siento que hay nuevas fuerzas en mí, fuerzas para las que en cierto modo no hay espacio en la obra, ni siquiera en la plaza fuerte aunque fuera diez veces más grande. También la alimentación es mejor afuera, aunque la caza sea más dificultosa y el éxito menos frecuente; pero el resultado es más apreciable en todo sentido; no niego esto y sé apreciarlo y disfrutarlo, al menos como cualquier otro, y probablemente mucho mejor, pues no cazo con atolondramiento o desesperación, como un merodeador, sino práctica y reposadamente. Tampoco estoy predestinado y expuesto a la vida libre, sino que sé que mi tiempo está medido, que no estaré obligado a cazar aquí indefinidamente, sino que en cierto modo, cuando lo quiera y me canse de esta existencia, alguien me llamará hacia sí, alguien cuya invitación no podré rehusar. Y así puedo disfrutar por completo de este tiempo aquí, y pasarlo sin preocupaciones, es decir, podría, porque no puedo. La obra me tiene demasiado atareado. Me he alejado con rapidez de la entrada, pero pronto vuelvo. Busco un buen escondrijo y acecho la puerta de mi casa —esta vez desde afuera—durante días y noches. Se dirá que es estúpido pero a mí me proporciona una indecible alegría y me tranquiliza. Es como si no estuviera delante de mi casa, sino delante de mí mismo, mientras duermo, como si tuviese la dicha de poder a un tiempo dormir profundamente y vigilarme en forma estricta. Hasta cierto punto no tan sólo me caracteriza la capacidad de ver los fantasmas nocturnos durante la confiada inocencia del sueño, sino también la de enfrentarlos en la realidad, con la plena fuerza de la vigilia y la serenidad del juicio. Y encuentro que mi situación no es tan desesperada como creía a menudo y como probablemente volverá a parecerme cuando descienda a mi casa. En este sentido, y también en otro, pero especialmente en éste, esas excursiones son realmente imprescindibles. A pesar del cuidado que he puesto en elegir para la entrada un lugar apartado, el tránsito que se produce, si se resumen las observaciones de una semana, es muy grande, pero tal vez sea así en todos los lugares habitables, y probablemente sea también más ventajoso afrontar un tránsito más intenso, al que su propio volumen desplaza, que exponerse en total soledad a la morosa búsqueda de un intruso. Aquí hay muchos enemigos, y sus cómplices son aun más numerosos, pero como están ocupados en combatirse entre sí, pasan de largo. Durante todo este tiempo no he visto a nadie investigar en la entrada, por suerte para ambos, porque olvidado el peligro, inconscientemente, le habría saltado al cuello. Ciertamente, llegaron también invasores en cuya proximidad no me atreví a permanecer; el sólo intuirlos en la lejanía me obligaba a huir. Acerca de su conducta en relación a la construcción no debiera expedirme categóricamente, pero baste para tranquilizar, que yo regresaba pronto, no hallaba a nadie y encontraba la entrada intacta. Tiempos felices hubo en que casi me decía que la hostilidad del mundo contra mí probablemente había terminado o disminuido, o que el poder de la construcción me salvaba de la lucha de aniquilamiento que había perdurado hasta ahora. La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior dé la construcción misma. Llegué hasta a alimentar el deseo infantil de no retornar a la obra nunca más, sino instalarme en la- proximidad de la entrada y pasar mi vida en la contemplación de ella, no perdiéndola de vista y hallando mi felicidad en la constatación de la firmeza con que me habría protegido de estar yo en ella. Pero espantables despertares suelen seguir a los sueños infantiles. ¿Qué seguridad es la que observo aquí? ¿Puedo juzgar el peligro en que me encuentro en el interior a través de las experiencias que realizo desde aquí afuera? ¿Siguen mis enemigos el verdadero rastro cuando no estoy en la construcción? Algo huelen probablemente, pero no con seguridad. ¿Y no es a menudo la existencia de un pleno olfato la premisa necesaria de un peligro normal? Se trata entonces tan sólo de semipruebas o de la décima parte de una prueba, apropiadas más bien para que me tranquilice u precipite en él máximo peligro por esta falsa tranquilidad. No, yo no observo mis sueños, como creía; más bien soy el que duerme mientras Malvado vigila. Quizás esté entre los que distraídamente rondan y pasan sólo para asegurarse, corno yo mismo, de que la puerta está intacta y esperando atacarla; tal vez sólo pasen porque saben que el dueño de casa no está en el interior o tal vez hasta sepan que espera inocentemente en el matorral contiguo. Y abandono la guardia, estoy harto de la vida al aire libre, es como si ya no pudiera aprender nada aquí, ni ahora ni más tarde. Y siento deseos de despedirme de todo esto, de descender a la obra y no retornar nunca jamás, de dejar que las cosas sigan su curso sin tratar de demorarlas con inútiles observaciones. Pero, preocupado porque durante tanto tiempo he visto lo que sucedía sobre la entrada, me resulta ahora torturante llevar a cabo la casi espectacular operación del descenso sin saber lo que va a pasar a mis espaldas, más allá de la trampa vuelta a su sitio. Lo intento después en noches turbulentas, arrojo rápidamente la caza al interior, me parece lograrlo, pero el resultado sólo estará a la vista cuando yo mismo haya descendido, estaría a la vista, pero no para mí, o tal vez también para mí, pero demasiado tarde. Abandono, pues, y no desciendo. Cavo, a bastante distancia de la verdadera entrada, naturalmente, una zanja de prueba, no más larga que yo mismo y también cubierta con un manto de musgo. Me acurruco en la zanja, la cubro detrás de mí, calculo con cuidado períodos más o menos largos a distintas horas del día, aparto luego el musgo, salgo y registro mis observaciones. Realizo estas diversas experiencias buenas y desfavorables, pero no logro establecer una ley general o un procedimiento infalible para el descenso. En consecuencia, no descendí a la verdadera entrada, y me desespero por tener que hacerlo pronto. Estoy a punto de tomar la determinación de alejarme, de volver a la vieja vida sin consuelo, que no ofrecía seguridad alguna, que era una uniforme plenitud de peligros y que por lo tanto no permitía diferencias y temer un único peligro, como me lo enseña cotidianamente la comparación entre la seguridad de mi obra y la otra vida. Desde luego, tal determinación sería una completa locura, provocada por la harto prolongada libertad sin sentido; todavía la obra es mía, sólo tengo que dar un paso y estoy a salvo. Y deponiendo toda vacilación, corro directamente, a plena luz del día, hacia la puerta, para levantarla ahora con seguridad, pero sin embargo no soy capaz, sigo de largo y me arrojo en las espinas para castigarme, para castigarme por una culpa que desconozco. Luego, en definitiva, tengo que reconocer que estoy en lo cierto, que es realmente imposible descender sin exponer a todos, al menos por un rato, la más apreciada de mis pertenencias, a los que están en el suelo, en los árboles y en los aires. Y el peligro no es imaginario, sino muy real. No es forzoso que el enemigo cuyo deseo de perseguirme provoco sea verdadero, basta que sea una insignificancia, cualquier pequeño ser repugnante que me sigue por curiosidad, y que por ello, sin saberlo, se convierte en el guía del mundo contra mí. Tampoco necesita ser, y tal vez es, y esto no es menos grave, tal vez sea alguien de mi especie, un conocedor y apreciador de obras, algún hermano del bosque, un amante de la paz, pero un bribón holgazán que quiere habitar sin construir. Si al menos llegara ya, y descubriera con sucia avaricia la entrada, si comenzara a trabajar en ella, levantara el musgo, si tuviera éxito, si se introdujera, si estuviera ya tan adentro que sólo me mostrara el trasero por un instante, si todo eso sucediera para que por fin, lanzándome tras él, libre de toda vacilación le pudiera saltar encima, morderlo, destrozarlo, beber su sangre y apisonar el cadáver con el resto del botín, pero, sobre todo, esto sería lo principal, que por fin me encontrara en casa. Con gusto admitiría esta vez el laberinto, pero antes extendería sobre mí el manto del musgo, para descansar largamente, creo que por todo el resto de mi vida. Pero no viene nadie y quedo a solas conmigo mismo. Ocupado continuamente con las dificultades del asunto, pierdo gran parte de mi temor. Ya no eludo la entrada, tampoco por el lado exterior; rodearla se convierte en mi ocupación favorita, es casi como si yo fuera el enemigo y espiara la oportunidad de irrumpir. Si al menos’ tuviese alguien en quien pudiese confiar, a quien pudiese dejar mi puesto de observación, entonces sí que podría descender la tranquilidad. Yo convendría con él, con el hombre de confianza, en que observara exactamente la situación durante mi descenso, o un tiempo más, y que, en caso de peligro, golpeara la capa de musgo, y si no, no. Con esto, arriba todo estaría despejado, sólo quedaría mi hombre de confianza, ¿pero no pediría alguna satisfacción a cambio? ¿No querría por lo menos contemplar la obra? Ya esto por sí solo, dejar entrar a alguien voluntariamente en mi obra, me sería muy desagradable. La he hecho para mí, no para visitantes; creo que no lo dejaría entrar. Ni aun al precio de que me posibilitara a mí mismo la entrada. Pero no podría dejarlo bajar solo, lo que excede todo lo imaginable, o tendríamos que bajar juntos, con lo que se perdería la ventaja que él debiera proporcionarme, es decir, hacer observaciones detrás de mí. ¿Y qué es esto de la confianza? ¿Puedo seguir confiando en el que confío cara a cara, cuando ya no lo veo más y nos separa una capa de musgo? Es relativamente fácil confiar en alguien cuando se lo vigila al mismo tiempo o cuando al menos existe la posibilidad de vigilarlo; hasta es posible confiar en alguien a distancia, pero confiar en alguien desde el interior de la construcción, es decir, desde otro mundo, lo creo imposible. Pero tales dudas ni siquiera son imprescindibles, basta pensar que durante o después de mi descenso las innumerables cualidades de la vida impidieran a mi hombre de confianza cumplir con su deber. Sus menores dificultades podrían tener consecuencias incalculables para mí. No; considerándolo todo en su conjunto, no debiera quejarme de estar solo y de no tener en quien confiar. Así, seguramente, no pierdo ninguna ventaja y me ahorro perjuicios. Sólo puedo confiar en mí y en la construcción. Debí pensarlo antes, para el caso que ahora me ocupa, y tomar medidas. Hubiera sido posible, al menos en parte, durante el comienzo de la obra. Debí diseñar la primera galería en tal forma que tuviese dos entradas bastantes separadas entre sí, de modo que pudiese introducirme en una —con todas las dificultades inevitables—, trasladarme rápidamente por el comienzo de la galería hasta la segunda boca, levantar allí la capa de musgo dispuesta para ello, y observar la situación durante varios días y noches. Sólo así hubiera estado bien. Es verdad, dos entradas duplican el peligro, pero hubiera podido desechar estas preocupaciones en vista de que una de las bocas, la pensada como lugar de observación, sería muy estrecha. Y con esto me extravío en consideraciones técnicas y comienzo nuevamente a soñar con mi proyecto de construcción perfecta; esto me tranquiliza en parte; contemplo radiante, con los ojos cerrados, las múltiples soluciones de construcción, claras y menos claras, destinadas a permitirme entrar y salir sin ser advertido.

Y cuando, cómodamente echado, reflexiono, valorando estas posibilidades, pero sólo como conquistas técnicas, no como verdaderas ventajas, porque ¿qué sentido tiene esto de entrar y salir inadvertidamente? Sugiere ánimo intranquilo, falta de seguridad, sucios apetitos, condiciones negativas que se agravan aún más en presencia de la obra, que sin embargo está allí, y que es capaz de inundar de sosiego a poco que uno se lo permita. Naturalmente, ahora estoy fuera de ella y busco una posibilidad de retorno; las disposiciones técnicas necesarias para ello serían muy deseables. Pero tal vez no tanto. ¿No se subestima la obra durante el momentáneo arrebato de miedo al considerarla solamente como un agujero apto para refugio? Claro está que es también un agujero seguro, o debiera serlo, y cuando me imagino en medio del peligro, deseo, con los dientes apretados, con toda la fuerza de mi desesperación, que no sea más que el agujero destinado a salvarme la vida y que no cumpla debidamente esta misión y estoy dispuesto a relevarlo de cualquier otra. Pero sucede que en realidad —y no se presta atención durante el máximo peligro, y hasta en tiempos de riesgos corrientes es difícil advertir—da mucha protección, pero no la suficiente, porque las preocupaciones no terminan jamás por completo en la obra. Son otras preocupaciones, de más fuste, más ricas en contenido, a menudo muy postergadas, pero probablemente tan inquietantes como las que depara la vida en el exterior. Si hubiera realizado la obra sólo para asegurar mi vida no me habría engañado, pero la relación entre el enorme trabajo y la seguridad lograda, al menos hasta donde estoy en condiciones de apreciarla y de beneficiarme con ella, no sería muy favorable para mí. Es muy doloroso reconocer esto, pero hay que hacerlo, más aún, en presencia de la entrada que se cierra ahora sobre mí, contra su constructor y propietario, en forma casi espasmódica: La obra no es precisamente un agujero de salvación. Cuando me detengo en la plaza fuerte, rodeado por los altos depósitos de carne, el rostro vuelto hacia las diez galerías que parten de ella, cada una con su inclinación, ya sea ascendente o descendente, rectas o curvas, o listas, cada una a su manera, para conducirme hacia otras muchas plazas, también silenciosas y vacías, entonces se aleja de mí la idea de seguridad, entonces sé con certeza que éste es mi castillo, que he conquistado ala tierra, palmo a palmo, arañando y mordiendo, apisonando y pujando, mi castillo que de ningún modo puede pertenecer a otro y que es tan mío, que en él podría tranquilamente, en último caso, aceptar las heridas mortales de mis enemigos, porque mi sangre empaparía aquí mi propio suelo y no se perdería. Y no otro es el sentido de las cálidas horas que suelo pasar en las galerías, ya durmiendo pacíficamente, ya vigilando de buen talante estas galerías que han sido calculadas exactamente para mí, para poderme estirar satisfecho o revolearme como un niño, o yacer somnolientamente, o dormirme feliz. Y las pequeñas plazas, todas perfectamente conocidas y que, a pesar de su completa igualdad, puedo diferenciarlas entre sí a ojos cerrados por la simple curvatura de sus paredes, me rodean amistosas y cálidas, como un nido al ave. Y todo, todo, silencioso y vacío.

Pero si es así, ¿por qué vacilo, por qué temo más al intruso que a la posibilidad de no volver a ver mi obra? Por fortuna, esto último es imposible, y no hace falta reflexionar mucho para comprender todo lo que la construcción significa para mí; yo y la obra estamos tan unidos, nos pertenecemos recíprocamente en tal grado que podría tranquilamente, con todo mi temor, permanecer aquí, echarme, y sin necesidad de dominarme abandonar todo reparo y aun abrir la entrada; más aún, me bastaría esperar ocioso, porque en definitiva, de un modo o de otro, volveré abajo. Pero ¿cuánto tiempo puede transcurrir hasta entonces, y cuántas cosas pueden suceder entretanto, aquí arriba y allá abajo? Y tan sólo depende de mi acortar este plazo y hacer en seguida lo necesario.

Y ya, cansado hasta no poder pensar, la cabeza colgante, inseguras las piernas, semidormido, arrastrándome más que caminando, me acerco a la entrada, levanto con lentitud el musgo, desciendo lentamente, en mi turbación dejo abierta la entrada durante un lapso de innecesaria largueza, me acuerdo después de mi omisión, subo para repararla. ¿Para qué subir? Sólo tengo que correr la capa de musgos, bien, entonces bajo de nuevo, y, por fin, la corro. Solamente en este estado de ánimo, exclusivamente en este estado de ánimo me hallo en condiciones de realizarlo. Después estoy echado bajo el musgo en lo alto del botín, nadando entre sangre y jugos de carne, y podría comenzar a dormir el sueño tan ansiado. Nada me turba, nadie me ha seguido, sobre el musgo todo parece tranquilo, al menos hasta ahora, y aunque no lo estuviera, creo que no. podría demorarme en observaciones. He cambiado de lugar, del mudo exterior he retornado a la obra e inmediatamente siento el efecto. Es un mundo nuevo, que proporciona nuevas energías, lo que arriba sería cansancio aquí no lo es. He regresado de un viaje, agotado por las penurias hasta el embotamiento, pero el reencuentro con la antigua vivienda, los arreglos que me esperan, la necesidad de visitar siquiera en forma superficial todas las dependencias, y sobre todo de avanzar cuanto antes hasta la plaza central, todo eso transforma mi agotamiento en agitación y entusiasmo, es como si durante el mismo instante en que puse los pies en la obra hubiese dormido un largo sueño. La primera tarea es muy penosa y me absorbe por completo: hacer pasar la caza por las estrechas y endebles galerías del laberinto. Empujo con todas mis fuerzas, avanzo con efecto, pero me parece que con demasiada lentitud; para ir más aprisa tiro hacia atrás una parte de las masas de carne y me escurro por encima y a través de ellas. Ahora tengo sólo una parte delante, ahora va mejor, pero estoy encajado en la abundancia de la carne, que en la estrechez de las galerías —en las cuales aun a solas me resulta a veces dificultosos avanzar—podrían asfixiarme mis propias provisiones; a menudo sólo comiendo y bebiendo puedo defenderme de sus embates. Pero el transporte progresa, lo logro en poco tiempo, el laberinto ha sido superado, respirando a mis anchas salgo a una verdadera galería, empujo el botín a través de un conducto de comunicación, hacia una galería principal, creada especialmente para esto, que conduce en pronunciado declive hasta la plaza fuerte. Ahora ya es fácil, ahora el conjunto rueda y fluye casi por sí solo. ¡Por fin en mi plaza fuerte! ¡Por fin poder descansar! Nada ha cambiado, ningún infortunio mayor parece haber sobrevivido, y los pequeños daños, que noto a primera vista, pronto estarán subsanados. Pero antes debo recorrer las galerías, lo que no constituye un esfuerzo, sino una plática con amigos, como era antes en los viejos tiempos —en verdad no soy tan viejo, pero los recuerdos de muchas cosas se empastan casi por completo-, como yo lo hacía antes, o como oí decir que sucedía antes. Comienzo ahora con la segunda galería, con deliberada lentitud; después de haber visto la plaza fuerte dispongo de un tiempo infinito —en el interior siempre de la obra siempre dispongo de tiempo infinito—porque todo lo que allí hago es bueno e importante y me alimenta en cierto modo. Comienzo con la segunda galería e interrumpo la inspección a la mitad y paso a la tercera, por la que me dejo conducir de nuevo hasta la plaza principal, y debo volver a ocuparme de la galería segunda, y juego así con el trabajo y lo multiplico, me río solo, gozo, y me siento mareado por completo entre tanto trabajo, pero no lo abandono. Por vosotras, galerías y plazas, y por tus problemas ante todo, plaza principal, he vuelto, sin valorar en nada mi vida, después de incurrir durante mucho tiempo en la simpleza de temblar por ella, y de postergar por ella el regreso. Qué me importa el peligro ahora que estoy con vosotras. Vosotras me pertenecéis, yo os pertenezco, estamos ligados, qué puede sucedemos. ¡Qué el pueblo se hacine arriba si quiere; que esté pronto el hocico que ha de perforar el musgo! Muda y vacía me saluda ahora también la obra y refuerza lo que digo, pero me asalta cierta flojedad y en uno de mis lugares predilectos me enrollo un poco —falta mucho para que lo haya visto todo, quiero seguir la inspección hasta el final—, no quiero dormir aquí. Cedo solamente a la tentación de instalarme como si fuera a dormir, comprobar si lo logro tan bien como antes. Lo logro, pero lo que no logro es recuperarme y permanezco aquí profundamente dormido.

He dormido mucho tiempo, casi con seguridad, sólo consigo salir del último sueño que se disuelve por sí mismo, debe de ser un sueño muy leve, pues un siseo apenas audible me despierta. Lo comprendo al momento; la cría menuda, no vigilada por mí, demasiado descuidada por mí, ha taladrado en mi ausencia un nuevo camino en alguna parte; este camino se junta con algún otro, el aire se arremolina y eso produce el silbido. ¡Qué pueblo tan interminablemente activo y qué molesto su tesón! Me veré obligado, escuchando en las paredes de mi galería y con perforaciones de sondeo a determinar el lugar de la perturbación, para sólo después poder eliminar el ruido. Por lo demás, el conducto, si de alguna manera es adaptable a la obra, me será útil como nueva vía de aire. Pero deberé vigilar a los pequeños en adelante; ninguno debe escaparse.

Con tengo gran práctica en estas investigaciones, seguramente no tardaré mucho, y puedo comenzar en seguida, aunque hay otros trabajos más, pero éste es el más urgente: el silencio debereinar en mis galerías. Este ruido es relativamente inocente; ni siquiera lo oí al llegar aunque, ciertamente, ya debía de existir; necesité volver a acostumbrarme a la casa para advertirlo, en cierto modo es sólo audible para el dueño de casa. Y ni siquiera es permanente, como por lo general suelen ser estos ruidos, sino que hay grandes intervalos, eso se debe ostensiblemente a la obstrucción de la corriente de aire. Comienzo la investigación, pero no logro encontrar el lugar donde debiera intervenir; hago algunas excavaciones, sólo al azar; como es natural así no obtengo ningún resultado, y el gran trabajo de cavar y el aun mayor de rellenar y alisar resultan inútiles. Ni siquiera logro acercarme al lugar del ruido, inalterablemente sutil suena a intervalos regulares, una vez como un siseo y la siguiente como un silbido. Sí, por el momento, podría no hacerle caso, pero es demasiado molesto; no, no cabe duda, el origen debe de ser el que yo supuse, es, pues, difícil que aumente de volumen; al contrario, puede suceder que —sin embargo jamás he esperado tanto hasta ahora—con el andar del tiempo cese del todo, al progresar el trabajo de los pequeños mineros, sin contar con que a menudo una casualidad lleva al descubrimiento de la pista mejor que la búsqueda sistemática. Así me consuelo, y preferiría seguir recorriendo las galerías y visitar los sitios o las plazas, muchas de las cuales no he vuelto a ver, y regodearme también un poco en la plaza fuerte, pero no puedo permitírmelo, debo seguir la búsqueda. Mucho tiempo, demasiado, que podría utilizar en mejor forma, me cuesta esta cría. En tales circunstancias suele tentarme el problema técnico; partiendo del ruido, por ejemplo, que mi oído está especialmente dotado para distinguir en todos sus matices, trato de imaginarme su causa, y entonces me apresuro a comprobar si responde a la realidad, con buen fundamento, porque mientras no se produzca una comprobación, así sólo se tratara de establecer hacia dónde rueda un grano de arena, no podría sentirme seguro. Y hasta un ruido así no deja de ser en este aspecto una cuestión importante, pero importante o no, por más que busque no encuentro nada, o mejor, encuentro demasiado. Justamente en mi plaza predilecta tenía que suceder esto; me alejo pensando que tal vez todo sea una broma, así lo hago hasta la mitad del camino hacia la siguiente plaza, pero como si necesitara probarme que no precisamente mi lugar favorito ha preparado esta perturbación, sino que ellas existen también en otras partes, sonrío y me pongo a escuchar. Pero en seguida dejo de sonreír, porque realmente también aquí se oye el mismo siseo. No es nada, pienso, nadie sino yo podría oírlo, pero con el oído afinado por el esfuerzo lo oigo ahora cada vez con mayor claridad, aunque se trate exactamente del mismo sonido, como puedo comprobarlo por comparación. Tampoco se intensifica cuando, sin acercar el oído a la pared, atisbo en mitad de la galería. Entonces tan sólo esforzándome distingo por momentos el soplo de un sonido que más parezco adivinar que percibir. Esta uniformidad en todas partes me perturba al máximo, pues es imposible hacerla coincidir con mis primitivas deducciones. Si hubiera adivinado su causa, el sonido tendría mayor intensidad en el lugar de irradiación, que sería precisamente el que: tendría que buscar para hacerse después cada vez más pequeño. Si mi explicación no es exacta, ¿de que se trata entonces? Existía aún la posibilidad de dos focos sonoros, y que habiendo yo escuchado ambos a la distancia, cuando me aproximaba a cualquiera de ellos, uno de los sonidos aumentaba mientras el otro disminuía, siendo el resultado conjunto casi invariable. Me parecía ya, cuando atendía mejor, que podía distinguir, aunque confusamente, algunas variaciones, lo que parecía coincidir con la nueva hipótesis. De todos modos debía ampliar mucho más el tiempo de las exploraciones. Desciendo, pues, por la galería hasta la plaza fuerte y comienzo a escuchar en ese lugar. Es extraño, también aquí advierto el mismo sonido. Sí, es un ruido provocado por las excavaciones de bestezuelas insignificantes, que aprovecharon infamantemente el tiempo de mi ausencia; por cierto, no tienen intenciones hostiles contra mí, tan sólo están ocupadas en su propia obra y mientras no tropiecen con un obstáculo conservarán la dirección inicial. Todo eso lo sé; sin embargo, me resulta incomprensible y me excita, y la idea de que se hayan atrevido a acercarse a la plaza fuerte perturba mis sentidos, que tanto necesito para el trabajo. No quiero ahora establecer diferencias, pero algo, sea la considerable profundidad en que se halla situada la plaza principal, sea su gran extensión, con la consecuente corriente de aire, detenía a los excavadores. O tal vez aun más simplemente, había llegado a su obtusa percepción algún indicio de que se trataba de la plaza fuerte. Nunca había observado perforaciones en las paredes de ésta; por cierto, multitudes de animales se acercaban atraídos por las intensas emanaciones y yo tenía aquí caza segura. Pero habían penetrado en algún otro sitio más arriba e, irresistiblemente atraídos, sobreponiéndose al ahogo, descendían por las galerías. Pero ahora taladraban también en éstas. Si al menos hubiese ejecutado los más importantes proyectos de mi juventud y de mi temprana madurez, o mejor, si al menos hubiese tenido la fuerza para ponerlos en práctica, porque no me faltó la voluntad. Uno de los proyectos preferidos era separar la plaza fuerte de la tierra circundante, es decir, crear por fuera un espacio vacío a todo su alrededor, tan sólo con la excepción de un pequeño soporte que, desgraciadamente, no podría aislarse de la tierra. Las paredes subsistirían «con un espesor aproximadamente igual a mi propia altura. Siempre me había imaginado, este espacio vacío, y creo que con razón, como uno de los lugares más atrayentes y confortables. Estar suspendido sobre su curvatura, izarse, resbalar por ella, rodar y encontrar de nuevo el suelo bajo los pies, y ejecutar todos estos juegos sobre la estructura misma de la plaza fuerte, ¡pero sin estar en su interior! Poder evitar la plaza, descansar los ojos de su imagen, aplazar la alegría de volver a verla, aunque sin llegar a privarse de ella, estrecharla literalmente entre las garras, algo que es imposible al disponer tan sólo de un acceso ordinario. Y, sobre todo, poder vigilarla y, como compensación de no tenerla a la vista, poder elegir entre instalarse en la plaza o en el espacio hueco, y escoger seguramente este último, deambular el resto de la existencia, vigilando la plaza. Entonces ya no habría ruidos en las paredes, ni descaradas excavaciones hacia la plaza, se hallaría asegurada la paz y yo sería el custodio; ya no tendría que escuchar con desagrado el trabajo de zapa de esta plaga, sino, y con deleite, algo que se me escapa ahora por completo: el rumor del silencio en la plaza principal. Pero, desgraciadamente, toda esta belleza no existe, debo volver a mi trabajo, felicitándome casi de que se vincule directamente con la plaza que me da bríos. Por cierto, como se comprueba cada vez más, necesito todas mis energías para esta tarea que al principio pareció casi insignificante. Recorro ahora las paredes de la plaza y escucho, y dondequiera que aplico el oído, en lo alto y junto al suelo, cerca de la entrada o en el interior, en todas partes, en todas el mismo ruido. Y esta prolongada atención al sonido intermitente, ¡cuánto tiempo, cuánto esfuerzo exige! Tal vez pueda hallarse un pequeño consuelo para el autoengaño, en el hecho de que aquí, por la extensión de la plaza principal, a diferencia de la galería, al alejarse el oído del suelo ya no se oye nada. Solamente para descansar, para recuperarme, hago a menudo estos ensayos, escucho con atención y me siento feliz de no oír nada. Pero, por lo demás, ¿qué es lo que ha sucedido? El fenómeno destruye mis primeras explicaciones, y también tengo que descartar otras que se me ofrecen. Se podría pensar que oigo a las bestezuelas en su trabajo, pero ello estaría en contradicción con la experiencia; lo que no he oído nunca, aunque siempre estaba presente, no puedo comenzar a oírlo de pronto. Tal vez, con los años pasados en la obra, mi sensibilidad fente a las perturbaciones se haya acrecentado, pero de ningún modo es posible que se afine el oído. Debido a la naturaleza de la plaga ésta no puede ser oída. ¿Hubiera tolerado esto antes? La habría exterminado, aún a riesgo de perecer de hambre. Pero probablemente también, y esa idea se va infiltrando en mí, pueda tratarse de un animal de una especie desconocida. Aunque hace mucho tiempo que observo cuidadosamente la vida aquí abajo, sería posible: el mundo es complejo, y nunca faltan sorpresas desagradables. Pero no podría ser un animal único, tendría que tratarse de un rebaño, que de pronto ha invadido mis dominios,’de un gran rebaño de seres que, aunque por encima de estos bichos, los J superen en poco, ya que es muy pequeño el ruido de su trabajo. Podrían ser quizás animales desconocidos, un rebaño i de paso, que me turba, sí, pero que pronto tendría fin. En consecuencia, podría limitarme a esperar, sin realizar trabajos finalmente inútiles. Pero si son animales desconocidos, ¿cómo no consigo verlos? Ya he hecho muchas excavaciones para atrapar siquiera uno de ellos, pero no encuentro ninguno; se me ocurre que tal vez sean pequeñísimos, mucho más pequeños que todos los que conozco y que sólo el ruido que producen sea perceptible. Por eso reviso la tierra extraída, rompo los terrores hasta reducirlos a partículas minúsculas, pero los alborotadores no aparecen. Muy lentamente voy comprendiendo que con estas excavaciones al azar no llegaré a nada, sólo destrozo las paredes, escarbo a la ligera, aquí y allá, no tengo tiempo para rellenar luego los agujeros: ya hay montañas de tierra que obstruyen el camino y la visión. Desde luego, esto me molesta sólo de un modo accesorio; ahora no puedo pasear ni contemplar, ni descansar; a menudo me he quedado dormido por un momento en cualquier agujero, en medio del trabajo, con una zarpa hundida en lo alto, en la tierra, sobre el terrón que en el último instante de vigilia he querido arrancar. Ahora cambiaré mis métodos. Cavaré una verdadera zanja en dirección al ruido y no cejaré en mis esfuerzos hasta que, independientemente de toda teoría, encuentre la verdadera causa del ruido. Y luego la eliminaré, si me lo permiten mis fuerzas, y en caso contrario, por lo menos, tendré una seguridad. Esta seguridad me traerá, bien la calma, bien la desesperación, pero de cualquier modo que sea, esto o aquello, al menos será algo indudable y justificado. Esta determinación me hace bien. Todo lo que he hecho hasta ahora me parece apresurado, realizado en la excitación del regreso, no liberado aún de las preocupaciones del mundo exterior, todavía no reabsorbido en la calma de la obra; hipersensibilizado por la larga privación de ella, me he dejado arrebatar el juicio por un fenómeno extraño. Porque ¿de qué se trata? Un ligero siseo intermitente, una nada, a la que uno podría, no, no digo que uno podría acostumbrarse a ella, pero sí que se podría, sin intentar por el momento nada, observar durante algún tiempo, es decir, escucharlo ocasionalmente cada tantas horas y registrar pacientemente los resultados, y no, como yo, arrastrar la oreja a lo largo de las paredes, y al menor ruido abrir la tierra, no tanto para encontrar algo en realidad, como para traducir en algo la fiebre interior. Todo esto cambiará ahora, espero. Y por otra parte, tampoco lo espero —como tengo que reconocerlo a ojos cerrados, irritado contra mí mismo—porque la inquietud vibra aún en mí, exactamente como hace horas, y si la prudencia no me contuviera, ya hubiera comenzado a cavar en cualquier sitio, sin preocuparme si se oyera algo o no, absurda, empecinadamente como la misma plaga, que, o cava completamente sin sentido o lo hace porque come tierra. El nuevo y juicioso proyecto me tienta, y por otra parte no me tienta. No hay nada que objetar contra él, yo al menos no encuentro ninguna objeción; debe conducir al éxito, según yo lo veo. Y a pesar de todo, en el fondo, no tengo fe en él, tengo tan poca fe en él que ni siquiera me atemorizan los posibles horrores del resultado, ni siquiera creo en un resultado horroroso; es como si ya a la primera aparición del ruido hubiese pensado en esa excavación metódica, dejándola de lado sólo por no confiar en ella. A pesar de todo, comenzaré desde luego con la excavación, pero no en seguida, aplazaré un poco el trabajo. Cuando el juicio retorne a su equilibrio, entonces lo realizaré; no he de precipitarme. Por cierto, antes hay que subsanar los daños que mi escarbar produce a la obra; costará mucho tiempo, pero es necesario; si la nueva excavación ha de conducir al objetivo, es indudable que resultará larga, y si no conduce a ningún objetivo, entonces será infinita, y de cualquier modo, esta tarea significará una prolongada ausencia de la obra, no tan grave como la transcurrida en el mundo exterior —puedo interrumpir la tarea cuando quiera y visitar la casa, y aun cuando no hiciera esto, me llegaría el aire de la plaza principal y me rodearía durante el trabajo—, pero de todos modos significará alejarse de la obra y exponerse así a un destino incierto, por lo que prefiero dejarlo todo en orden; que no se diga que yo, el que lucha por su tranquilidad, la ha turbado él mismo sin restablecerla en seguida. Con lo cual comienzo a rellenar de tierra los agujeros, trabajo que conozco perfectamente, que he realizado innumerables veces, casi sin tener conciencia de realizar un trabajo y que, especialmente en lo que se refiere al último apisonamiento y alisado —esto no es jactancia, es la simple verdad—, ejecuto en forma insuperable. Esta vez, sin embargo, se me hace difícil, estoy distraído; continuamente, en la mitad del trabajo, aprieto el oído contra la pared, escucho, e indiferente, dejo escapar la tierra recién levantada, que rueda hacia la galería. Apenas si puedo ejecutar los últimos trabajos de embellecimiento, que exigen mayor atención. Quedan desagradables montículos, grietas molestas, sin hablar siquiera de que el no logra restaurarse antiguo vuelo de una pared así remendada. Procuro consolarme pensando que se trata de un trabajo provisional. Cuando regrese y la paz se haya restablecido, lo mejoraré en forma definitiva, todo se podrá hacer en un instante. Sí, en las fábulas todo se realiza en un instante, y este consuelo pertenece también a las fábulas. Mejor sería hacer en seguida una labor perdurable, más útil, que volver a interrumpirla de continuo, deambulando, por las galerías, y establecer nuevas fuentes del ruido, lo que en verdad es muy fácil, porque no exige más que detenerse en cualquier sitio y escuchar. Y todavía hago otros descubrimientos inútiles. A veces me parece que el ruido ha terminado —se producen largos intervalos—, a veces no se oye el siseo, demasiado golpea la propia sangre en el oído, entonces se juntan dos intervalos en uno, y durante un rato se piensa que el siseo ha terminado para siempre. No se escucha más, se salta, toda la vida da un vuelco, es como si se abriera el manantial del cual fluye el silencio de la construcción. Uno se abstiene de comprobar en seguida el descubrimiento, busca a alguien a quien pudiera antes confiar en forma segura, se corre febrilmente para ello hacia la plaza principal, se acuerda uno, ya que, con todo lo que se es, se ha despertado a una nueva vida, que hace mucho que no se ha comido, se arranca cualquier cosa de entre las provisiones casi cubiertas por la tierra, se está tragando todavía mientras regresa al lugar del increíble descubrimiento —uno quiere accesoriamente, tan sólo en forma superficial, mientras come, cerciorarse del suceso—, se escucha, pero la fugaz atención revela en seguida que uno se ha equivocado miserablemente, que el silbido con tina imperturbable en la lejanía. Y se escupe la comida y hasta se quisiera pisotearla y se vuelve al trabajo sin saber siquiera a cuál, en cualquier sitio, donde parece necesario, y de estos lugares hay bastantes, se empieza mecánicamente a hacer algo, como si hubiera venido el capataz y se debiera representar una comedia. Pero apenas se ha trabajado un rato así, puede suceder que se haga un nuevo descubrimiento. El ruido parece haberse hecho más intenso, no mucho como es natural, siempre se trata dé diferencias sutiles, pero es un poco más fuerte de todos modos, en forma claramente audible. Y este crecimiento parece una aproximación, y casi con más claridad que el aumento sonoro, se ve nítidamente el andar que se acerca. Se salta de la pared y, de un vistazo, se trata de abarcar todas las posibilidades que este nuevo descubrimiento traerá como’ consecuencia. Se tiene la sensación de que la obra jamás fue instalada con vistas a la defensa, mejor dicho, se tenía la intención, pero el peligro de ataque y por tanto la preparación de la defensa parecía lejana, o no lejana (¿cómo sería posible?), pero ciertamente de importancia muy inferior: a los preparativos destinados a la vida pacífica, que gozaron así de prioridad en todas las partes de la obra. Mucho podría « haberse hecho en aquel otro sentido, sin modificar el proyecto en lo fundamental, pero se ha omitido de manera incomprensible. He tenido mucha suerte en todos estos años, la suerte me ha mimado, pero la intranquilidad dentro de la dicha no conduce a nada.

Lo que habría que hacer ahora sería revisar minuciosamente la obra, ejecutar un nuevo proyecto y comenzar en seguida con el trabajo, fresco como un joven. Este sería el trabajo necesario, para el cual, dicho sea de paso, es naturalmente demasiado tarde, pero sería el trabajo a realizar, y de ningún modo la excavación de una larga zanja de tanteo que sólo tendría por consecuencia dedicarme con todas mis energías e indefensamente a la búsqueda del peligro, en la estúpida suposición de que éste no supiera aproximarse con suficiente prisa. Y de pronto no comprendo mi plan anterior. En lo que antes era lógico no encuentro ahora la menor lógica, de nuevo abandono el trabajo y dejo de escuchar. No quiero encontrar nuevos argumentos; he hecho demasiados hallazgos. Lo dejo todo. Me conformaría con calmar la lucha interior.

De nuevo dejo que me alejen las galerías, llego a otras cada vez más lejanas, todavía no vistas después de mi regreso, todavía no tocadas por mis zarpas, cuyo silenció se despierta cuando me aproximo y desciende sobre mí; no me entrego, sigo a la carrera, sin saber en realidad qué busco. Probablemente, tan sólo un aplazamiento. Me alejo tanto que llego hasta el laberinto; me tienta aplicar el oído a la capa de musgo: cosas muy lejanas, muy lejanas por el momento, atraen mi interés. Avanzo hasta arriba y escucho. Profundo silencio. ¡Qué agradable! Nadie se ocupa allí de mi obra, cada cual tiene sus asuntos sin relación conmigo. ¿Cómo he conseguido esto? Este sitio junto al musgo es tal vez el único en la construcción en que puedo escuchar tranquilo, durante horas. Una completa inversión de las circunstancias: lo que antes era un lugar de peligro se ha convertido en lugar de paz, la plaza fuerte en cambio ha sido ahora en el ruido del mundo y en sus peligros. Y, lo que es peor aún, en realidad tampoco hay paz; nada ha cambiado, con silencio o sin él, el peligro espera como antes encima del musgo, sólo que me he hecho insensible a él, demasiado ocupado con los zumbidos de mis paredes. ¿Estoy ocupado , con ello? Se intensifica, se acerca; pero yo serpenteo a través del laberinto, me instalo aquí arriba bajo el musgo; casi es como si abandonara mi casa al silbador, conformándome con tener un poco de calma aquí arriba; ¿El silbador? ¿Es que tengo una nueva opinión precisa acerca del origen del ruido? ¿No era ésa mi opinión precisa? Creo no haberme apartado de ella. Y si no en forma directa, al menos indirectamente provendrá de ellas. Y si no hay ninguna relación, entonces no se puede opinar nada concreto hasta encontrar la causa, o hasta que ella aparezca por sí misma. Con presunciones se la podría considerar ahora, se podría, por ejemplo, decir que en algún lugar lejano se ha producido un curso de agua, y que lo que parece siseo o silbido es en realidad murmullo. Pero, aparte de que en esa materia no tengo experiencia —la capa de agua que encontré al principio la he desviado en seguida y no ha vuelto a presentarse, debido a la índole arenosa del suelo—, aparte de eso no es posible confundir siseo con murmullo. Todos los deseos de tranquilidad son inútiles, la imaginación no se detiene, y me aferró a la creencia —es inútil querer negar esto—de que el siseo proviene de un animal, no de muchos y pequeños, sino de uno solo y grande. Claro que hay circunstancias que parecen indicar lo contrario. Por ejemplo, la de que se oiga el ruido en todas partes y con la misma intensidad, tanto de día como de noche. Por cierto, habría que inclinarse más bien por muchos animales pequeños, pero como no los he encontrado durante mis excavaciones, sólo queda la suposición de la existencia del gran animal, máxime teniendo en cuenta que lo que parecería estar en contradicción con esta hipótesis no torna al animal imposible, sino tan sólo inimaginablemente peligroso. Sólo por esto me resisto a admitir su existencia. Pero ahora abandono el autoengaño. Hace mucho que me ronda la idea de que es audible a gran distancia porque cava frenéticamente, porque avanza taladrando la tierra a la velocidad de un paseante que se desplaza por una galería libre; la tierra tiembla cuando él cava, también cuando ya se ha alejado; con la distancia esta vibración se une con el ruido del trabajo mismo, y yo, que oigo sólo estas últimas vibraciones, las percibo con uniformidad en todas partes. Contribuye a ello el hecho de que el animal no avanza hacia mí; por eso no se altera el ruido; hay más bien un plan cuyo sentido no consigo penetrar; sólo supongo que el animal me cerca —sin que ello signifique que conozca mi existencia—, más aún, que ya ha trazado algunos círculos alrededor de la obra desde que lo observo. Me da la naturaleza mucho que pensar del ruido, el siseo o el silbido. Cuando escarbo o araño la tierra es completamente distinto. Sólo consigo explicarme el siseo pensando que la herramienta principal del animal no son sus garras, con las cuales tal vez sólo se ayuda, sino el hocico o la trompa, los que aparte de su enorme potencia han de tener una especie de filo. Probablemente encaja la trompa en la tierra con un sólo golpe violento, arrancando un gran trozo; durante este tiempo yo no oigo nada, ése es el intervalo, pero luego absorbe aire para el golpe siguiente. Esta succión, que debe producir un ruido que hace retemblar la tierra, no sólo por la fuerza del animal, sino también por su prisa, por su frenesí de trabajo, yo lo percibo como un leve siseo. Sigue siendo, sin embargo, por completo incomprensible su capacidad de trabajar interminablemente; tal vez los pequeños intervalos contengan la posibilidad de un brevísimo descanso, porque a un descanso verdadero no ha llegado jamás, cava de día y de noche, siempre con la misma intensidad y energía, con el plan siempre en vista, un plan que hay que cumplir con urgencia y para cuya ejecución posee todas las condiciones. Ciertamente, no había esperado un enemigo tal. Pero aparte de sus peculiaridades, se cumple ahora algo que siempre debí temer, algo contra lo cual siempre debí estar preparado. ¡Se acerca alguien! ¿Cómo durante tanto tiempo todo transcurrió felizmente y en silencio? ¿Quién ha guiado los caminos de los enemigos para que describan los grandes arcos alrededor de mi propiedad? ¿Por qué fui protegido, tanto tiempo para ser espantado ahora de este modo? ¿Qué eran todos los pequeños peligros, en cuya imaginación y estudio pasaba mi tiempo, al lado de este mayúsculo peligro? ¿Esperaba, como propietario de la construcción, tener supremacía sobre cualquier enemigo que se presentara? Precisamente, como propietario de esta obra grande y delicada, estoy inerme frente a cualquier ataque serio. La dicha de poseerla me ha ablandado, la delicadeza de la obra me ha hecho delicado, sus lesiones me duelen como si fueran mías. Justamente esto es lo que debí prever, no pensar tan sólo en mi propia defensa —¡y aun esto con qué ligereza y falta de resultados lo he realizado!—sino en la defensa de la obra. Ante todo debieron haberse tomado disposiciones para que algunas partes de la obra, y en lo posible muchas de ellas, cuando fuesen atacadas, pudiesen ser aisladas de las menos expuestas, con derrumbamientos al instante, y constituidos por masas de tierra tales, y con un aislamiento tal, que el atacante ni siquiera pudiese sospechar que ahí detrás estuviera la verdadera obra. Más aún: estos derrumbamientos debieran ser apropiados, no sólo para ocultar la obra, sino también para sepultar al atacante. No he hecho absolutamente nada para algo semejante; nada, absolutamente nada, ha sucedido en ese sentido; he sido inconsciente como un niño, he pasado mis años adultos en juegos infantiles, hasta con la idea de los peligros he jugado, omitiendo pensar realmente en los verdaderos peligros. Y no me han faltado advertencias.

Desde luego, nada que se acerque en importancia a lo de ahora ha sucedido; pero en las primeras épocas de la construcción hubo algo que se le parecía. La principal diferencia consistía precisamente en que eran las primeras épocas de la construcción… Yo entonces aún trabajaba casi como un pequeño aprendiz en la primera galería —el laberinto sólo estaba proyectado en líneas generales—, ya había vacilado una pequeña plaza, pero sus dimensiones y el tratamiento de las paredes era un fracaso; bien, todo estaba de tal modo en los comienzos que sólo podría valer como ensayo, como algo que, a poco que falle la paciencia, se podría abandonar repentinamente sin la mayor pena. Entonces sucedió que durante uno de mis descansos —siempre hubo en mi vida demasiados intervalos para descansar—, yaciendo entre montones de tierra, que se oye de pronto un ruido a lo lejos. Joven como era, más que atemorizarme, despertó mi curiosidad. Dejé el trabajo y me dediqué a escuchar; continuamente escuchaba, y no corrí a tenderme bajo el musgo para no privarme de escuchar. Al menos escuchaba. Lograba distinguir muy bien que se trataba de un trabajo semejante al mío, aunque sonaba con más debilidad pero no se podía saber en qué grado esta diferencia debía atribuirse a la distancia. Estaba intrigado, pero tranquilo. Quizá —pensé—estoy en una construcción ajena y el dueño cava ahora en mi dirección. Si se hubiera comprobado la exactitud en otra parte, pues nunca he tenido ansias de conquista o de ataque. Pero, ciertamente, yo era todavía joven y todavía no tenía obra, podía permanecer tranquilo. Tampoco el posterior transcurso de los hechos me trajo mayor excitación; interpretarlos era lo que no resultaba fácil. Si el que allí cavaba tendía verdaderamente hacia mí porque me había oído cavar, cuando cambiara su rumbo —como sucedía ahora realmente—no podía determinarse si lo hacía porque mi intervalo de descanso lo privaba de todo punto de referencia para su marcha, o más bien porque él mismo cambiaba de propósitos. También podía ser que yo me hubiese engañado por completo y que él nunca se hubiese dirigido a mí; lo cierto es que el ruido aumentó todavía por un tiempo, como si se acercara; joven como era, no me hubiera desagradado que el cavador surgiese de repente de la tierra, pero no sucedió nada por el estilo, y a partir de determinado momento el ruido comenzó a debilitarse, se hizo cada vez más lejano, como si el cavador se desviase gradualmente de su primitiva dirección, y de pronto todo cesó como si él hubiese optado plenamente por una dirección opuesta y se alejara con decisión. Durante mucho tiempo seguí escuchando el silencio antes de reanudar el trabajo. Por cierto esta advertencia fue bastante clara, pero bien pronto la olvidé, y apenas si se tradujo en alguna modificación de mis proyectos de construcción.

Entre entonces y hoy media mi edad adulta, pero es como si no mediara nada, hoy como entonces hago grandes pausas en mi trabajo, y escucho junto a la pared ¡últimamente el cavador ha cambiado de intención, ha vuelto, regresa de su viaje, cree que me ha dejado suficiente tiempo para disponerme a recibirlo. Pero de mi parte todo está menos dispuesto que entonces; la gran obra yace como entonces inerme; aunque ya no soy un pequeño aprendiz, sino un maestro de obra, las energías que me restan fracasarán en el momento de la decisión; a pesar de mi edad avanzada me parece que quisiera ser más viejo aún, tan viejo que ya no pudiera levantarme de mi lecho bajo el musgo. Porque en realidad no aguanto más, me levanto y corro hacia abajo, hacia la casa, como si aquí, en vez de paz me hubiese llenado sólo de tribulaciones. ¿Cómo quedaron las cosas últimamente? ¿El siseo se ha debilitado? No; ha ganado en fuerzas. Escucho en diez lugares al azar y noto claramente el engaño, el siseo continúa igual, nada ha cambiado. Allí enfrente no se producen cambios, allá ‘sé» está tranquilo, por encima del tiempo; aquí en cambio cada instante sacude al oyente. Y deseando el largo camino hasta la plaza fuerte, todo el contorno me parece excitado, parece mirarme, parece en seguida desviar la vista para no molestarme, y se esfuerza de nuevo para leer en mi gesto las resoluciones salvadoras. Muevo la cabeza; todavía no las tengo. Tampoco voy a la plaza principal para ejecutar allí algún plan. Paso por el lugar en que había querido hacer la zanja de exploración, lo estudio de nuevo, hubiera sido un buen lugar, la zanja habría seguido la dirección en que se hallan la mayoría de los conductos de aire, que me hubieran facilitado el trabajo, tal vez no hubiese tenido que cavar muy fatigosamente, ni siquiera me hubiese visto obligado a cavar hacia el ruido, tal vez hubiese bastado pegar el oído a los conductos. Pero ninguna consideración es capaz de animarme a emprender este trabajo. ¿Esta zanja debe traerme la certidumbre? He llegado a un extremo en que ni siquiera deseo la certidumbre. En la plaza fuerte elijo un buen pedazo de carne roja, 1 sin cuero, y me escondo con él, en un montón de tierra; allí habrá silencio en la medida en que el silencio es todavía posible aquí. Me deleito con la carne; me acuerdo todavía alguna vez del animal desconocido que traza su ruta a distancia, y después pienso que mientras me sea posible debo disfrutar suculentamente de mis provisiones. Esto último es probablemente el único plan a ejecutar. Por lo demás, trato de descifrar el del animal. ¿Está de viaje o trabaja en su propia construcción? Si se halla de viaje, tal vez fuese posible un entendimiento con él. Si realmente irrumpiera hasta mí, entonces podría darle algo de mis provisiones y él seguiría. Sí, seguiría. En mi montón de tierra puedo soñarlo todo, hasta con ciertos acuerdos’ aunque sé con seguridad que no son posibles ya que en el mismo instante en que nos veamos, mejor, cuando nos sospechemos próximos, sin vacilaciones, simultáneamente prepararemos las garras y los dientes uno contra el otro con renovada hambre aunque estemos llenos hasta el hartazgo. Y como siempre en este caso, con pleno derecho: ¿quién,, aunque estuviera de viaje, no alteraría a la vista de la obra, sus proyectos y propósitos? Pero tal vez el animal cava en su propia obra; entonces ni siquiera podría soñar con un acuerdo. Aunque se tratara de un animal extraño y que su obra tolerara vecindades, la mía no las tolera, al menos no las de tipo audible. Ahora el animal parece hallarse a gran distancia; si se alejara un poco más, también desaparecería el ruido, quizá todo volvería a arreglarse, a ser como en los buenos tiempos; todo no dejaría de ser una amarga experiencia, pero beneficiosa; me incitaría a realizar diversas mejoras; cuando tengo paz y el peligro no apremia de manera 1 inmediata, todavía soy capaz de trabajos considerables; quizás el animal renuncie, en vista de las extraordinarias posibilidades que parecen inherentes a su capacidad de trabajo, a la extensión de su obra en dirección a la mía y se resarza de ello en algún otro lado. Pero, como es natural, esto no es alcanzable por negociaciones, sino sólo por la voluntad del animal o por una amenaza que yo pudiese ejercer. En ambos i casos será decisivo establecer si el animal sabe algo acerca; de mí y qué sabe. Cuanto más reflexiono acerca de esto se me figura más improbable que me haya oído; es posible, aunque inimaginable, que tenga noticias mías, pero con toda seguridad que no me ha oído. Mientras no supe nada de él no pudo oírme en absoluto, pues permanecí silencioso —no hay nada más silencioso que el reencuentro con la obra—, luego, cuando hice las excavaciones de exploración, habría podido oírme a pesar de que mi manera de cavar produce poco ruido; y si me hubiera oído yo habría notado algo, porque al menos habría tenido que interrumpirse con frecuencia en su trabajo para escuchar.

…Pero todo permaneció sin alteración…

Franz Kafka: El vecino. Cuento

HEl negocio descansa por entero sobre mis hombros.

Dos señoritas con sus máquinas de escribir y sus libros comerciales en la primera habitación, y una mesa de despacho, caja, butaca y teléfono constituyen todo mi aparato de trabajo. Resulta facilísimo dominarlo todo con un vistazo y dirigirlo. Soy muy joven y los negocios se acumulan a mis pies. No me quejo, no me quejo.

Desde Año Nuevo un joven ha alquilado sin vacilar la habitación contigua, pequeña y desocupada, que por tanto tiempo titubeé, con torpeza en coger. Se trata de un cuarto con antecámara y cocina. Hubiese podido utilizar el cuarto y la antecámara —mis dos empleadas se han sentido más de una vez recargadas en sus tareas—, pero ¿para qué me habría servido la cocina? Esta pequeña vacilación fue causa de que me dejara quitar la habitación. En ella está instalado ese joven. Se llama Harras. A ciencia cierta no sé lo que hace allí. Sobre la puerta dice: «Harras oficina». He pedido informes, me han dicho que se trataría de un negocio similar al mío. En realidad, no es el caso dificultarle la concesión de créditos, pues se trata de un hombre joven con aspiraciones, cuyas actividades tienen quizá porvenir, pero no se podría, sin embargo, aconsejar que se le otorgue crédito, pues actualmente, según todos los informes, carece de fondos. Es decir, el informe que se da por lo común cuando no se sabe nada.

A veces encuentro a Harras en la escalera, debe de tener siempre una prisa extraordinaria, pues se escabulle ante mí. Ni siquiera lo he visto bien aún, y ya tiene pronta en la mano la llave del escritorio. Al momento abre la puerta, y antes de que lo observe bien ya se ha deslizado hacia adentro como la cola de una rata y heme aquí otra vez ante el cartel «Marras, oficina», que he leído muchas más veces de lo merecido.

La miserable delgadez de las paredes, que denuncian al hombre eternamente activo, ocultan sin embargo al poco honrado. El teléfono está en la pared que me separa del cuarto de mi vecino.

No obstante, lo destaco tan sólo como algo particularmente irónico. Aun cuando colgara de la pared opuesta, se oiría todo desde la habitación vecina. Me he quitado la costumbre de pronunciar por teléfono el nombre de los clientes. Pero no se necesita mucha astucia para adivinar los nombres a través de característicos pero inevitables giros de la conversación. A veces, aguijoneando por la inquietud, bailoteo en torno al aparato, con el receptor en el oído, pero no puedo impedir que se filtren secretos.

Por supuesto, las resoluciones de carácter comercial se vuelven así inseguras y mi voz tiembla ¿Qué hace Harras mientras telefoneo? Si quisiera exagerar —lo que es preciso hacer con frecuencia para ver claro—, podría decir: Harras no necesita teléfono, utiliza el mío; ha arrimado el sofá a la pared y escucha; yo, en cambio, cuando llama el teléfono debo atender, tomar nota de los deseos de los clientes, adoptar resoluciones, sostener conversaciones de grandes proyecciones, pero, ante todo, proporcionar a Harras informes involuntarios a través de la pared.

A lo mejor ni siquiera aguarda que termine la conversación, sino que se levanta cuando se informa suficientemente sobre el caso, y se lanza, según su costumbre, a través de la ciudad. Antes de haber colgado yo el receptor, él está trabajando ya en mi contra.

Franz Kafka: El matrimonio. Cuento

Franz-Kafka-with-his-first-fiancee-Felice-Bauer-in-1917-Mono-PrintEn general la situación de los negocios es tan mala que, a veces, cuando me desocupo un rato de la oficina, tomo la cartera de muestras y visito personalmente a los clientes. Entre otras diligencias, me había propuesto llegar alguna vez hasta lo de N., con quien antes tenía continuas relaciones comerciales que, sin embargo, en el último año, por razones que ignoro, llegaron a aflojarse casi por completo. Para tales perturbaciones en realidad no es necesario que haya motivos; en las actuales circunstancias de inseguridad, a menudo esto determina una insignificancia, un matriz, y de la misma manera, una insignificancia, una palabra, puede volver a arreglarlo todo. Pero es un poco difícil avanzar hasta N. Es un hombre de edad que en los últimos tiempos estaba bastante enfermo, y que, a pesar de dirigir todavía los negocios, apenas si va a su comercio; si se quiere verle, se debe ir hasta su domicilio, pero por lo general, prefiere aplazar una diligencia comercial de tal índole.

Sin embargo, ayer a la tarde, después de las seis, me puse en camino; ya no era hora de visita, pero la cuestión no debía juzgarse de forma social, sino comercial. Tuve suerte. N. estaba en casa; acababa de regresar de dar un paseo con la esposa, como se me informó en el recibidor, y se hallaba ahora en la habitación del hijo, que se encontraba enfermo. Me invitaron a ir también allí; al principio vacilé, pero luego se impuso el deseo de terminar cuanto antes la penosa visita y me decidí tal como iba, con el abrigo puesto, sombrero y cartera en mano, me dejé conducir a través de una habitación oscura hacia otra, muy suavemente iluminada, en la que se encontraban varias personas.

En forma casi instintiva, mi mirada recayó primero en un agente de negocios, harto conocido por ser competidor mío. Se había deslizado hasta aquí, adelantándose. Estaba cómodamente instalado junto a la cama del enfermo, como si él fuese el médico; con su hermoso abrigo abierto, abollonado, daba una impresión de poder; su descaro es insuperable; algo semejante debió de pensar también el enfermo, que yacía con las mejillas enrojecidas por la fiebre y que de vez en cuando miraba hacia él. Por lo demás, el hijo ya no es joven; un hombre de mi edad, de barba corta algo descuidada por la enfermedad.

El viejo N., grande, de hombros anchos, sorprendentemente enflaquecido por su traicionero mal, encorvado e inseguro, permanecía aún como había llegado, con el abrigo puesto, y murmuraba algo en dirección a su hijo. Su señora, pequeña y frágil, aunque extremadamente vivaz, pero sólo en cuanto se refería a él —a los otros apenas si nos veía—, se hallaba ocupada en quitarle el abrigo, lo que por la diferencia de estatura entre ambos ofrecía algunas dificultades. Finalmente lo consiguió. La verdadera dificultad estaba en que N., muy impaciente, no cesaba, tanteando con sus manos inquietas, de pedir el sillón, que por fin la mujer, luego de haberle quitado el abrigo, empujó con prisa hacia él. Ella misma tomó el abrigo, debajo del cual casi desaparecía, y se lo llevó.

Entonces llegada mi oportunidad, o mejor, no había llegado, no llegaría nunca aquí; en realidad, si yo todavía quería intentar algo, debía hacerlo de inmediato, porque tenía la impresión de que las posibilidades para una conversación de negocios podían empeorar. Pero no entraba en mis costumbres eternizarme en un asiento, como lo pretendía con seguridad el agente; por otra parte, no quería guardar consideraciones con éste. De modo que comencé a exponer brevemente mi asunto, a pesar de que notaba que N. tenía deseos de conversar algo con su hijo. Desgraciadamente, tengo la costumbre, cuando me excito con la conversación —y esto sucede casi en seguida y sucedió en este cuarto de enfermo antes en otras oportunidades—, de levantarme y pasear mientras hablo. En la oficina de uno esto puede ser muy conveniente, pero es muy molesto en casa ajena. Sin embargo, no pude dominarme, sobre todo porque me faltaba el cigarrillo habitual. Por cierto, todos tenemos malos hábitos, con lo cual todavía elogio los míos en comparación con los del agente. Qué decir, por ejemplo, de que a menudo, de modo completamente inesperado, se encasquetaba el sombrero, después de haberlo mecido suavemente sobre las rodillas. Claro que al instante vuelve a quitárselo, como si hubiera sucedido por casualidad, pero de todos modos lo ha tenido un momento en la cabeza, y esto sucede a menudo. Creo que semejante comportamiento es en verdad intolerable. A mí no me molesta, voy y vengo, estoy completamente absorto por mi asunto y miro por encima de él; pero debe de haber gentes a la que la prueba con el sombrero los saca de las casillas. En mi ardor no presto atención a molestias de esta índole ni a nada; veo, sí, lo que ocurre, pero hasta que no he terminado o no oigo objeciones, en cierto modo no lo advierto. Así, por ejemplo, supe perfectamente que N. no estaba en condiciones de atender: se revolvía incómodo, las manos en los brazos del sillón, observa el vacío con expresión de búsqueda y su rostro parecía tan ausente como si ninguna de mis palabras ni la menor señal de mi presencia le llegase. Yo veía» que todo este comportamiento enfermizo me daba pocas esperanzas, pero a pesar de todo seguía hablando como si tuviese todavía la intención de arreglarlo todo con palabras, con ofertas ventajosas. Yo mismo me asusté de las concesiones que hacía sin que nadie me las pidiera. Me produjo alguna satisfacción que el agente, como noté de paso, dejara por fin en paz su sombrero y cruzara los brazos sobre el pecho: mi exposición, en parte destinada a él, parecía estropear sus proyectos. La satisfacción que esto me produjo seguramente me habría incitado a seguir hablando si el hijo, al que había prestado poca atención por ser un personaje secundario, no me hubiese reducido a silencio incorporándose a medias y amenazándome con el puño. Era evidente que quería decir algo, mostrar algo, pero no tenía fuerzas suficientes. Al principio lo atribuí todo al delirio de la fiebre; pero cuando involuntariamente miré al viejo, lo comprendí todo mejor. N. estaba sentado con los ojos abiertos, vidriosos, hinchados, que sólo podían servirle unos instantes más; se inclinaba temblorosamente hacia adelante como si alguien lo sujetase o lo golpease en la nuca; el labio inferior, el maxilar mismo, colgaba inerte, mostrando las encías; todo el rostro estaba desencajado; respiraba, aunque con dificultad, pero luego, cerró los ojos, la expresión de que hacía un gran esfuerzo cruzó todavía su rostro y todo terminó. Salté hacia él, tomé con escalofrío la mano que colgaba sin vida, helada. Ya no había pulso. Todo había acabado. Ciertamente, se trataba de un nombre de edad. Ojalá el morir no nos resulte más arduo. ¡Pero cuánto había que hacer ahora! ¿Qué era lo más urgente? Miré en derredor, en busca de ayuda. Pero el hijo había subido la manta hasta cubrirse la cabeza, se oía su llanto interminable. El agente frío como un sapo, seguía firme en su sillón, visiblemente decidido a esperar a que pasara el tiempo; yo, solamente yo, quedaba para hacer algo y emprender en seguida lo más difícil: comunicar de una manera soportable, a la mujer la noticia, es decir, de una manera que no existe. Y ya oía sus pasos diligentes y arrastrados en la pieza contigua. Trajo —todavía en ropa de calle, no había tenido tiempo de cambiarse—un camisón entibiado en la estufa y quería ponérselo al marido.

—Se ha dormido —dijo moviendo la cabeza con una sonrisa al notarnos tan silenciosos.

Y con la infinita fe de los inocentes, tomó la misma mano que hacía un instante había yo tenido en la mía con desagrado y aprensión, la besó como en un pequeño juego conyugal, y —¡cómo habremos abierto los ojos los tres! —N. se movió, bostezó ruidosamente, se dejó poner el camisón, toleró con rostro de irónico disgusto los tiernos reproches de su mujer por el excesivo esfuerzo realizado en el paseo demasiado largo, y dijo, para justificar que se hubiese quedado dormido, algo relativo al aburrimiento. Después, para no enfriarse yendo a otra habitación, se acostó por el momento en la cama del hijo. Reposó la cabeza junto a los pies de éste, sobre dos almohadas rápidamente traídas por la mujer. Después de lo pasado, no encontré nada extraño en ello. Entonces pidió el diario de la tarde, lo tomó sin consideración a los visitantes, pero sin leer; le echaba sólo un vistazo nos dijo entretanto, con mirada cortante, asombrosamente comercial, algunas cosas muy desagradables acerca de nuestras propuestas, mientras que con la mano libre hacía continuamente movimientos de arrojar algo y chasqueaba la lengua, como significando la contrariedad que le provocaba nuestra conducta comercial.

El agente no pudo dejar de hacer algunas observaciones inadecuadas, en su tosquedad sentía probablemente que después de lo que había sucedido debía producirse alguna compensación. Yo me despedí de prisa; casi le estaba agradecido al agente; sin su presencia no hubiese tenido el valor de retirarme tan pronto.

En la antesala me encontré todavía con la señora N. Al contemplar su mísera figura le dije con sinceridad que me recordaba algo a mi madre. Y como permaneciera callada, agregué: —Dígase lo que se quiera; podía hacer milagros. Lo que nosotros ya habíamos destruido, ella sabía componerlo. La perdí en la niñez.

Había hablado deliberadamente con exagerada lentitud y claridad, porque sospechaba que la señora era un poco sorda. Y probablemente lo era, porque preguntó sin transición: —¿Qué le parece el aspecto de mi marido?

Por algunas palabras de despedida advertí que me confundía con el agente; creo que de otra manera hubiera sido más gentil.

Luego bajé la escalera. El descenso fue más difícil que el ascenso, y eso que éste no había sido fácil. ¡Ah, qué desdichadas diligencias comerciales hay, y uno tiene que seguir llevando la cruz!

Franz Kafka: El Reclutamiento.

babyfranzLos reclutamientos de tropas son a menudo necesarios, puesto que las luchas fronterizas no cesan nunca, y se realizan de la siguiente forma: Se publica el mandato de que en tal día, en tal barrio, todos los habitantes, hombres, mujeres, niños, sin excepción, deben permanecer en sus casas. Generalmente es hacia el mediodía cuando aparece en la entrada del barrio, donde una brigada de soldados de infantería y caballería espera ya desde el amanecer, el joven noble que debe practicar el reclutamiento. Es un hombre delgado, no muy alto, débil, de aspecto descuidado, con ojos cansados, la inquietud lo agita constantemente, igual que a un enfermo el escalofrío. Sin mirar a nadie hace con su fusta, que compone todo su armamento, una señal; algunos soldados lo siguen y él penetra en la primera casa. Un soldado, que conoce personalmente a todos los habitantes de este barrio, lee la lista de los ocupantes. Por lo general se encuentran todos allí, en fila en la habitación, los ojos pendientes del noble, como si ya fueran soldados. Pero también puede ocurrir que aquí y allí falte alguno. Entonces nadie se atreve a esgrimir una excusa y menos aún una mentira ; se calla, se bajan los ojos, apenas si se soporta la presión de la orden que se ha desacatado en esta casa, pero la muda presencia del noble inmoviliza sin embargo a todos en sus puestos. El hace una señal, no es siquiera una inclinación de cabeza, sólo se lee en sus ojos, y dos soldados comienzan a buscar al que falta. No da mucho trabajo. Nunca se encuentra fuera de la casa, nunca intenta realmente sustraerse al reclutamiento, sólo es por miedo que no ha venido, pero no por miedo al servicio, es, en realidad, timidez, recelo; la orden es para él formalmente demasiado grande, atemorizante, no puede venir por sus propias fuerzas. Pero por eso no huye, sólo se oculta, y cuando oye que el noble está en la casa, se arrastra fuera de su escondrijo hasta la puerta de la habitación y es inmediatamente cogido por los soldados que salen. Es llevado ante el noble: éste aferra la fusta con ambas manos —es tan débil que con una mano no puede hacer nada— y castiga al hombre. No le produce grandes dolores; deja caer la fusta, mitad por agotamiento, mitad por repugnancia, y el azotado ha de recogerla y entregársela. Entonces se le permite alinearse con los demás; está seguro, casi seguro que no va a ser asentado. Pero también ocurre, y esto es más frecuente, que haya más gente que la que figura en el registro. Por ejemplo, una muchacha desconocida está allí y mira al noble; es de fuera, tal vez de la provincia; el reclutamiento la ha atraído hasta aquí. Hay muchas mujeres que no pueden resistirse a la atracción de uno de estos reclutamientos extraños; el de casa tiene un significado completamente distinto. Y es curioso que no se vea en ello nada reprochable cuando una mujer cede a esta tentación; al contrario, es algo por lo que, según la opinión de algunos, tienen que pasar las mujeres, es una deuda contraída con su sexo. Además siempre sucede de manera parecida. La muchacha o señora oye que en algún sitio, tal vez muy lejos, en casa de unos parientes o amigos, hay un reclutamiento; suplica a sus familiares aprobación para el viaje, se aprueba —esto no se le puede rechazar—, se viste con lo mejor que tiene, está más contenta que de costumbre, al mismo tiempo tranquila y amable, diferente de corno acostumbra a ser, y detrás de toda su calma y amabilidad, se mantiene inaccesible, como una desconocida que viaja a su patria y no piensa ya en otra cosa. En la familia, en la que ha de tener lugar el reclutamiento, es recibida de forma completamente distinta que un huésped normal; la adulan, debe atravesar todas las habitaciones de la casa, asomarse a todas las ventanas, y si alguien le coloca la mano en la cabeza, significa más que la bendición paterna. Cuando la familia se prepara para el reclutamiento, ella recibe el mejor sitio, el más próximo a la puerta, que es donde va a ser mejor vista por el noble y donde ella mejor lo va a ver. Pero sólo es honrada hasta la entrada del noble, a partir de ahí comienza a marchitarse formalmente. El la contempla tan poco como a los otros, e incluso si dirige sus ojos hacia alguno, aquél no se siente mirado. Ella no había esperado esto o, lo que es más, lo había esperado con toda seguridad, puesto que no puede ser de otra manera, pero tampoco era la esperanza de lo contrario lo que la había traído hasta aquí; era, sencillamente, algo que ahora ciertamente ha terminado. Siente vergüenza en una medida que tal vez nuestra mujeres no sienten nunca; no es sino ahora cuando se da cuenta de que se ha entremetido en un reclutamiento extraño, y cuando el soldado termina de leer su lista su nombre no ha aparecido y hay un instante de silencio; ella huye temblando y encogida hasta la puerta y recibe todavía un puñetazo del soldado en la espalda.

Si es un hombre el que sobra, no aspira a otra cosa, tal y como antes, a pesar de no pertenecer a esta casa, que a ser reclutado. También esto es completamente inútil; nunca ha sido reclutado uno de estos sobrantes y nunca sucederá algo semejante

Roberto Arlt: Los bandidos de Uad-Djuari. Cuento

roberto-arltEra siempre el mismo y no otro.

Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del «fondak», veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba:

-La paz.

Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondísimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón, a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.

Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido en el hotel Continental, donde nos alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:

-¡Qué felices parecen! ¡Cuánto deben quererse!

No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.

-La paz…

Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar de graciosa.

«¡Maldito sea el niño y su gracia!» me decía yo.

El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba ritualmente.

-La paz…

Arsenia estaba encantada con el chiquillo.

-¡Vea usted qué gracioso! -me decía-. ¡Qué bonito! ¡Qué educado!

Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos. El dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecernos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la frente y al corazón, y de allí no pasaba.

Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía:

-El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole «recuerdos» apócrifos.

-No hable así de ese inocente -me respondía Arsenia, malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos. Y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados.

-¿Dónde vivirá ese muchachito? -me preguntaba Arsenia.

-Supongo que en cualquier caverna…

-¿Por qué no le llama?…

-En fin…, si usted quiere…

-Sí… Llámelo…

¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas.

-¿A dónde guías tú a los turistas? -dijo Arsenia.

-A la Casa de la Gran Serpiente.

-¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso?

-Pues, escúchame, señor, y verás -dijo el niño-. Mi padre, que es un excelente hombre de la cabila de Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los días, a las diez de la mañana, la serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta…

Yo miré a mi amiga como diciéndole: «¿No le decía yo que este niño es un canallita de solemnidad?». Pero Arsenia ni se dignó mirarme… Inclinada sobre el niño que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo:

-¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!…

El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala, y respondió:

-La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas…

-Es horrible -insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo-: ¿Qué le parece si fuéramos?

-Vamos.

-Tú nos acompañas -le dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme:

-Yo creo que no voy a soportar eso: creo que me voy a desmayar. Pero ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo?

El niñito musulmán aseveró gravemente:

-Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un elefante.

-La policía no debiera permitir eso -dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose-: ¿Queda muy lejos de aquí?

-iOh no, señora! -dijo el pequeño Abbul-. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.

-Si tomáramos un automóvil…

-No -replicó el niño-. En quince minutos de camino estaremos allí.

Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido rumbo, techado de arcos de ladrillos, estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce cargada sobre su espalda.

El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad.

Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes que cruzaba el Uad-Djuari, río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo.

-¿Queda muy lejos?

-No -respondió el niño-; queda allí junto al molino de aceite.

Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del grupo me dijo que podía bajar los brazos.

El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido.

Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas de Fez! ¡Qué horror! Acongojados emprendimos la marcha rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto.

¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira.

Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría ni un céntimo de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se compraban esclavas…

Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una cajetilla de cigarrillos turcos.

Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla.

-Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila… No tema…

Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas, y dijo:

-¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño…

-¡No me hable del niño, por favor!

Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo:

-Señorita, caballero: tanto gusto.

Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:

-Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos existe un ochenta por ciento que dice: «Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco». Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada a cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los «secuestrados» gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa.

Y abriendo la puerta nos mostró un modernísimo «limousine» detenido a la puerta de la choza.

-¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que podemos irnos?

-Así es, caballero… -El jefe de los bandidos echó la mano a su reloj, y agregó: -Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en el hotel Continental…

¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo.

-¿Cuánto le debemos? -repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso.

Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los bandidos, sonriose amablemente y dijo:

-Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.

Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del «fondak». Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:

-La Paz…

Adolfo Bioy Casares: La francesa. Cuento

Adolfo-Bioy-Casares (1)Me dice que está aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres empiezan interrogándola en español: «¿Usted es francés?» y continúan con la afirmación en francés: « J’aime la France». Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como si dijeran «comme vous devez éter cochonne!». Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere. Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.

Juan José Arreola: El guardagujas. Cuento

El guardagujasEl forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor…

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: «Hemos llegado a T.». Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: «Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual», dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

Mo Yan: Discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2012.

Mo YanEstimados miembros de la Academia, señoras y señores:

Gracias a la televisión y a internet puede que ustedes hayan conocido mi pueblo natal, el distrito Dongbei de Gaomi, que está muy lejos de aquí. A lo mejor puede que hayan visto también a mi padre, un señor de noventa años, o a mis hermanos, mi esposa, mi hija y mi nieta, una señorita de dieciséis meses. Sin embargo, en este momento tan glorioso, solo echo de menos a una persona, y es a mi madre. A ella no podremos verla más. Cuando la noticia de que yo había conseguido el Premio Nobel se extendió por China, mucha gente me felicitó, pero ella no lo podrá hacer nunca.

Mi madre nació en el año 1922 y falleció en 1994. Sus cenizas estaban enterradas en un huerto de melocotoneros al este de mi pueblo. El año pasado, debido a la construcción de una vía ferroviaria que iba a pasar por ese lugar, no tuvimos más remedio que trasladar su tumba hacia otro lugar más alejado del pueblo. Cuando la desenterramos, me di cuenta de que la caja de cenizas se había descompuesto y que éstas se habían convertido en parte de la tierra. Sólo pudimos sacar un poco de barro como recuerdo para ponerlo en la nueva tumba. A partir de aquel momento, sentí que mi madre era parte de la tierra y cuando me pongo de pie sobre ella para contar cuentos, sé que mi madre está escuchándome.

Soy el último hijo que tuvo mi madre.

Uno de los primeros recuerdos que tengo es el de aquella vez que llevé la única botella térmica que teníamos para coger agua caliente en el comedor público. Como estaba hambriento y sin fuerza, no pude soportar el peso de la botella y la rompí. Como tenía mucho miedo, me escondí en una pila de paja sin atreverme a salir el resto del día. Al anochecer, oí a mi madre llamándome por mi apodo familiar. Salí de allí esperando que me regañara o me pegara; sin embargo, mi madre no lo hizo, y por el contrario acarició mi cabeza y dejó escapar un largo suspiro.

El recuerdo más amargo que tengo es el del día en que fui a acompañar a mi madre a recoger unas espigas de trigo caídas en el campo que pertenecía a la comunidad. Cuando vino el guardia del campo, todos los demás se escaparon corriendo a toda velocidad, pero mi madre apenas podía correr con sus dos pies vendados. Fue capturada por aquel guardia que era muy alto y fuerte y le dio a mi madre una bofetada en la cara. Ella no pudo aguantar el golpe y cayó al suelo. El guardia nos quitó las espigas recogidas y se marchó silbando sin preocuparse de nosotros. Mi madre sangraba por la boca mientras seguía sentada en el suelo y en su cara apareció una desesperación que jamás olvidaría en toda mi vida. Muchos años después, cuando el joven guardia del campo se había convertido en un anciano y las canas habían sustituido completamente su cabello negro, me encontré con él en el mercado. Quise lanzarme hacia él para pegarle como venganza, pero mi madre me lo impidió y cogiendo mi mano me dijo con calma: “Hijo, aquel señor que me pegó y este señor mayor no son el mismo”.

Un recuerdo imborrable que tengo es el de un mediodía en la fiesta de Medio Otoño. Habíamos superado muchas dificultades para poder cocer unos raviolis; a cada uno sólo le tocó un cuenco pequeño. Cuando estábamos a punto de empezar, un viejo mendigo se acercó a nuestra casa. Cogí un bol con varias tiras de boniato seco para dárselo, pero sin embargo se volvió enfadado y dijo: “Soy un señor mayor. Vosotros os coméis los raviolis y a mí en cambio me dejáis un poco de batata seca, qué corazón tan frío tenéis”. Sus palabras me irritaron y me defendí: “Tan solo podemos comer raviolis unas pocas veces al año. A cada uno nos tocan unos pocos, apenas pueden llenar la mitad de mi estómago. La batata seca es lo único que nos queda, si no la quieres, ¡vete ya!”. Madre me criticó. Luego levantó su medio bol de raviolis y se los dio todos al señor.

El recuerdo que más arrepentimiento me ha causado es el del día que acompañé a mi madre a vender coles chinas. Por accidente, cobré diez céntimos de más a un señor mayor. Sumé todo el dinero y fui a la escuela. Cuando la clase terminó y volví a casa, vi a mi madre, una mujer que casi no lloraba, llorando con mucha tristeza. Las lágrimas le habían empapado la cara. Mi madre no me regañó sino que dejó escapar suavemente unas palabras: “Hijo, qué vergüenza me has ocasionado”.

Durante mi infancia, mi madre se contagió de una enfermedad pulmonar. El hambre, la enfermedad y el cansancio arrastraron a toda la familia hacia el fondo de un abismo oscuro de desesperación. Cada día tenía más claro un terrible presentimiento, me parecía que mi madre podría suicidarse en cualquier momento. Siempre que volvía a casa del trabajo, al entrar por la puerta gritaba el nombre de mi madre en voz alta. Si me respondía, podía acabar tranquilamente ese día; en caso contrario, me ponía muy nervioso, buscaba por todas partes a mi madre, incluso iba a la habitación lateral y al molino para buscar algún rastro de ella. Hubo una vez que después de recorrer todos los lugares posibles, no pude encontrar a mi madre así que me quedé sentado en el patio y me eché a llorar con todas mis fuerzas. Justo en ese momento, vi a lo lejos a mi madre que volvía con un haz de leña. Me expresó el disgusto que le causaba mi llanto y aun así, no le pude explicar lo preocupado que estaba por ella. Madre percibió el secreto de mi corazón y dijo: “Hijo, no te preocupes, aunque se me haya despojado de cualquier alegría en la vida, si no ha llegado el momento no iré al otro mundo”.

Soy genéticamente feo desde que nací, muchas personas de mi pueblo me gastaban bromas en mi cara; unos malvados compañeros de clase incluso me pegaron por esa razón. Un día cuando volví a casa, me eché a llorar con mucha tristeza y Madre dijo: “Hijo, no eres feo. Eres un chico normalito, ¿cómo puedes decir que eres feo? Además, si sigues siendo un joven de buen corazón y sigues haciendo cosas buenas, aunque fueras feo de verdad, te convertirías en un chico guapo”. Cuando me mudé a la ciudad, unas personas que habían recibido una buena educación hacían chistes tontos sobre mi cara, a veces a mis espaldas o incluso delante de mí. En aquellos momentos, las palabras de mi madre regresaban a mi cabeza, me tranquilizaban y me daba cuenta de que era yo el que tenía que pedirles perdón.

Mi madre era analfabeta, por eso respetaba extraordinariamente a las personas con educación. La vida estaba llena de dificultades, no se podían garantizar las tres comidas regulares del día, pero siempre que le pedía que me comprara algún libro o algo de papelería, me lo compraba. Mi madre era una persona trabajadora, odiaba a los jóvenes perezosos, pero siempre que dedicaba mucho tiempo a leer libros y me olvidaba de trabajar, mi madre me lo perdonaba.

Una vez vino un cuentacuentos a nuestro mercado. Yo me escaqueé de los trabajos que me había asignado mi madre y fui allí en secreto a escuchar los cuentos. Mi madre me criticó por ello. Por la noche, cuando mi madre se disponía a confeccionar las chaquetas de invierno bajo la débil luz de la lámpara de aceite, no pude controlarme y recité los cuentos que había aprendido durante el día. Al principio, ella no tenía ganas de escuchar ni una palabra porque le parecía que ser cuentacuentos no era una profesión normal y que los cuentacuentos eran personas charlatanas y unos farsantes; además, los cuentos que contaban no versaban sobre cosas buenas. No obstante, poco a poco le fueron atrayendo los cuentos que le recitaba. Más adelante, cada vez que se celebraba la feria, mi madre no me asignaba ninguna tarea; me había dado un permiso implícito para ir a escuchar los cuentos. Para recompensar su gratitud y también para presumir de mi buena memoria, le recitaba con todo detalle todos los cuentos que había escuchado durante el día.

Al poco tiempo, no me satisfacía recitarle los cuentos de los cuentacuentos tal cual, así que me inventaba detalles durante mi relato. Con el propósito de que le gustaran a mi madre, creaba unos nuevos párrafos e incluso modificaba el final del cuento. La audiencia no se limitó solo a mi madre, sino que mi hermana, mis tías y mi abuela también formaron parte. Hubo veces en que después de escuchar el cuento, mi madre expresaba sus preocupaciones. Parecía que se estaba dirigiendo a mí pero también podría ser que estuviera hablando consigo misma: “Hijo mío, ¿que vas a hacer en el futuro?, ¿quieres ganarte la vida contando cuentos?”.

Entendí la preocupación que tenía mi madre porque en mi pueblo un chico hablador no estaba bien visto, a veces podía traer problemas, para sí mismo e incluso para la familia. En mi relato 牛 (Toro) el chico que es rechazado por su pueblo por hablar demasiado es parte de la historia de mi pubertad. Madre me recordaba frecuentemente que hablara un poco menos porque esperaba que pudiera ser un chico tranquilo, generoso y callado. Sin embargo, yo había demostrado tener una enorme competencia lingüística y una gran disposición para hablar, lo que resultaba ser tremendamente peligroso. Pero mi capacidad para recitar los cuentos le producían mucha alegría a mi madre. ¡Qué gran dilema tenía ella!

Como dice un refrán chino: Es fácil cambiar de dinastía, es difícil modificar la personalidad y aunque mis padres me habían educado con mucho cuidado, no consiguieron cambiar el hecho de que a mí me gustara hablar. Esto le había dado un sentido irónico a mi nombre Mo Yan que significa “no hables”.

No pude terminar el colegio y tuve que abandonarlo porque, cuando era niño, mi estado de salud era muy delicado; no podía hacer muchos esfuerzos sino tan solo apacentar el rebaño que teníamos en un prado abandonado. Cuando guiaba a los bóvidos hacia el prado y pasábamos por la puerta de mi escuela, veía a mis compañeros de clase jugando y estudiando y me sentía muy solo y desdichado. A partir de aquel momento tuve conciencia del dolor que se le puede ocasionar a una persona, incluso a un niño, cuando se le aparta de la comunidad en la que vive.

En el prado solté al ganado y lo dejé pacer por su cuenta. Bajo el cielo de un color azul tan intenso que parecía un océano inacabable, en ese prado verde tan vasto que no se veían sus límites en ninguna dirección, no había nadie excepto yo y no se podía oír a nadie excepto el piar de los pájaros. Me sentía muy aislado, muy solo, como si mi espíritu se hubiese escapado y sólo me quedara un cuerpo vacío. A veces me tumbaba en el prado viendo las nubes que flotaban vagamente y muchas imágenes irreales y sin sentido venían a mi cabeza. En mi pueblo se difundían unos cuentos sobre los zorros milenarios que podían convertirse en mujeres hermosas. Por eso imaginaba que a lo mejor una de esas hermosas mujeres en la que se había convertido un zorro vendría y me acompañaría mientras cuidaba al ganado, pero ella nunca apareció. Sin embargo hubo una vez que vi un zorro de un llamativo color rojo saltando del arbusto que tenía frente a mí. Me caí al suelo a causa del susto. Enseguida desapareció, pero yo me quedé allí sentado y temblando durante bastante tiempo. A veces me sentaba en cuclillas al lado de un toro para observar sus ojos de color azul celeste y mi reflejo en su ojo. A veces imitaba el piar de los pájaros e intentaba comunicarme con ellos; a veces le confiaba los secretos de mi corazón a un árbol. Sin embargo, los pájaros no me hicieron caso, ni los árboles. Muchos años después, cuando me hice escritor, incluí en mis novelas todas las fantasías que tenía durante mi pubertad. Mucha gente elogió mi capacidad de imaginación. Unos aficionados a la literatura me preguntaron el secreto para tener tanta. Entonces sólo pude contestarles con una amarga sonrisa.

Como lo que dice nuestro sabio antepasado Laozi: “En la felicidad es donde se esconde la desgracia; en la desgracia es donde habita la felicidad”. Durante mi adolescencia padecí bastantes sufrimientos, como tener que abandonar el colegio, la hambruna, la soledad y la falta de libros. Sin embargo, hice lo que hizo Congwen Shen, un gran escritor de la generación anterior: leer lo antes posible sobre la sociedad y la vida que conjuntamente forman un gran libro invisible. Lo que les comentaba al principio de ir al mercado a escuchar cuentos es la primera página del libro de mi vida.

Después de abandonar el colegio, me exilié entre los adultos y empecé un largo periodo de leer con las orejas. Hace doscientos años, en mi provincia natal, vivía un cuentacuentos que era un genio: El señor Songling Pu. Muchos de mi pueblo, incluido yo mismo, somos sus herederos. En el campo de la comunidad, en la granja de la brigada de producción, en la cama de mis abuelos, en el tembloroso carro tirado por el buey, había escuchado muchos cuentos sobre fantasmas y duendes, muchas leyendas históricas, anécdotas interesantes que estaban estrechamente vinculadas con la naturaleza local y la historia familiar, y me habían producido una clara sensación de realidad.

Nunca pude imaginar que algún día en el futuro estas cosas me servirían como material para mis obras. En aquella época sólo era un chico a quien le fascinaban los cuentos y las palabras que se usaban para contarlos. En aquella época era, definitivamente, un chico teísta. Creía que todas las cosas tenían su espíritu. Cuando me encontraba con un árbol alto y grande, tenía ganas de expresarle mis respetos. Cuando veía un pájaro, me preocupaba por cuándo se convertiría en un ser humano. Cuando veía a un desconocido, dudaba si sería un espíritu de animal metido en un cuerpo humano. Cada noche cuando volvía a casa desde la oficina de la brigada de producción, me sobrevenía un miedo enorme. Para expulsar ese miedo cantaba en voz alta mientras corría a casa. En aquella época estaba entrando en la adolescencia, mi voz estaba cambiando, y las horrorosas canciones interpretadas por mi voz ronca eran una tortura para mis vecinos del pueblo.

Durante los veintiún años que viví en mi pueblo natal, el viaje más largo que realicé fue una excursión en tren a Qingtao. En aquel viaje, casi me pierdo entre los grandes trozos de madera de una serrería. Cuando mi madre me preguntó sobre el paisaje de Qingtao, le contesté que por desgracia allí no había nada excepto grandes trozos de madera. Pero gracias a este viaje a Qingtao, tuve muy claro que debía salir de mi pueblo natal y ver el mundo de fuera.

En febrero de 1976 cumplí todos los requisitos del reclutamiento militar, me llevé los cuatro volúmenes de la Breve historia de China que mi madre me había comprado con el dinero de unas joyas suyas que vendió, salí del distrito Dongbei de Gaomi, un lugar plagado de todos mis sentimientos, tanto positivos como negativos, y empecé una importante época de mi vida. Tengo que confesar que si no hubiera sido por los grandes progresos y el desarrollo de la sociedad china durante estos treinta años, por la apertura y la reforma, no existiría un escritor como yo.

Debido al aburrimiento de la vida militar, entré en una nueva oleada literaria y en la apertura de pensamiento de los años 80 del siglo pasado. Pero entonces, no era más que un chico a quien le gustaba escuchar cuentos y recitar lo que había escuchado, así que decidí empezar a contar cuentos con el bolígrafo. Sin embargo al principio este camino fue muy difícil porque no me daba cuenta de que mi experiencia de vivir en el campo durante más de veinte años era una riqueza. Pensaba que la literatura era anotar las cosas buenas y recordar a personas notables, creía que era simplemente describir a los héroes y modelos sociales, así que aunque publiqué algunas obras, no tenían mucha calidad.

En el otoño de 1984 aprobé el examen de ingreso y me incorporé a la Facultad de Literatura de la Academia de Artes del EPL (Ejército Popular de Liberación). Gracias a las indicaciones y a la ayuda de mi apreciado profesor, el famoso escritor Huaizhong Xu, conseguí elaborar algunos relatos y novelas cortas, tales como秋水 (El agua otoñal), 枯河 (Río seco), 透明的红萝卜(El rábano rojo invisible), Sorgo rojo, etc. En El agua otoñal, apareció por primera vez el nombre de mi pueblo natal: El distrito Dongbei de Gaomi, y a partir de ese momento, me sentí un campesino vagabundo que por fin ha encontrado el campo que buscaba, un escritor perdido que ha encontrado su propia fuente de inspiración. Tengo que confesar que en el proceso de creación del distrito Dongbei de Gaomi en mis obras, William Faulkner, el escritor estadounidense, y García Márquez, el escritor colombiano, me han inspirado mucho. Entonces no había leído sus obras minuciosamente, pero su espíritu creador y su generosidad me animaron mucho. Me hicieron entender que cada escritor debía tener una especialidad. Una persona tiene que ser modesta en su día a día, sin embargo, debe ser altiva y decidida en su producción literaria. Durante dos años seguí los pasos de estos dos maestros, pero luego me di cuenta de que tenía que alejarme de ellos. Esto lo expresé en un artículo: “Estos dos maestros son como dos hornos al rojo vivo y yo como un trozo de hielo, por lo que si me acercase mucho a ellos me evaporaría”. A mi juicio, la influencia que se recibe de otro escritor se debe a la semejanza espiritual que escondemos en el fondo del corazón, como lo que se dice en China: dos espíritus similares se entienden enseguida. Por tanto, aunque no les hubiera leído muy atentamente, con solo unas páginas podía entender lo que habían hecho, podía entender cómo lo habían hecho y a continuación me quedaba claro lo que debía hacer y la forma de hacerlo.

Lo que hice fue muy sencillo: contar mis cuentos a mi manera. Mi manera es la misma de los cuentacuentos del mercado de mi pueblo, a quienes conocía muy bien; es también la manera de mis abuelos y los ancianos de mi pueblo natal. Sinceramente, cuando cuento mis cuentos, no puedo imaginar quiénes serán mis lectores. A lo mejor, es alguien como mi madre, o alguien como yo. Mis cuentos son mis experiencias del pasado, como por ejemplo lo es, en Río seco, aquel chico al que pegan de manera horrible; en (El rábano rojo invisible) lo es aquel chico que no habla nada desde el principio hasta el final de la obra. Igual que a él, mi padre una vez me pegó terriblemente debido a un error que cometí. Y yo también tuve que encargarme de un fuelle durante la construcción de un puente. Por supuesto, cuanto más singulares sean las experiencias personales, más se incluirán en las novelas, pero las novelas deben ser imaginarias y fabulosas, no pueden incluir experiencias sin más. Muchos amigos míos me han dicho que El rábano rojo invisible es mi mejor novela. Respecto a esta opinión, no la contradigo, tampoco la admito, pero, de todas formas El rábano rojo invisible es la más emblemática de mis obras y destaca por su profundo significado. Ese chico de piel oscura que tiene una capacidad incomparable para aguantar toda clase de sufrimientos y otra capacidad sobresaliente para percibir los pequeños cambios de la vida es el espíritu de esta novela. Aunque he creado muchos personajes después de este, ninguno puede compararse con él porque prácticamente es el entero reflejo de mi espíritu. O mejor dicho, entre todos los personajes creados por el mismo escritor siempre habrá uno superior a los demás; este chico callado es de ese tipo, que no habla nada pero que es capaz de dirigir al resto de personajes y observar las maravillosas actuaciones de los demás en un escenario como el distrito Dongbei de Gaomi.

Las experiencias personales son limitadas. Cuando se acabaron esos cuentos no me quedó más remedio que contar los de otras personas. Los cuentos de mis parientes y vecinos, los cuentos de los antepasados que me contaron los ancianos de mi pueblo, llegaron a mi cabeza como si fueran soldados que se reúnen al oír una orden. Se metieron dentro de mí con la esperanza de ser escritos por mi mano. Mis abuelos paternos, mis padres, mis hermanos mayores, mis tíos, mi esposa y mi hija han aparecido como personajes en mis novelas. Por supuesto, les hice unos cambios literarios para que tuvieran más significado y se convirtieran en verdaderas figuras poéticas.

En mi última novela Rana, aparece la figura de mi tía. Como consecuencia del Premio Nobel, muchos periodistas han ido a su casa para entrevistarla. Al principio, tuvo mucha paciencia para contestar las preguntas, pero después no pudo aguantar más las molestias y se escondió en casa de su hijo, que está en la capital de nuestro distrito. Mi tía fue mi verdadero modelo cuando elaboraba esa novela; sin embargo, este personaje literario difiere mucho de mi tía. El carácter del personaje es muy fuerte, como si fuera un miembro de la mafia, y mi tía en cambio es muy simpática y alegre, una perfecta esposa y una madre encantadora. Mi verdadera tía ha tenido una vida muy feliz hasta ahora, pero mi tía literaria, cuando envejeció, padecía insomnio consecuencia de una profunda herida psíquica y vestía una toga negra todos los días como si fuera un fantasma que estuviera vagando en la noche. Tengo que agradecerle a mi verdadera tía su tolerancia porque no se enfadó después de saber que la había descrito de aquella forma; también aprecio mucho su inteligencia porque ha sabido entender la compleja relación que existe entre los personajes literarios y las personas reales.

Cuando falleció mi madre, me ahogó el dolor y decidí escribir un libro sobre su vida. Me refiero a Grandes pechos amplias caderas. Como la conocía de toda la vida y estaba lleno de sentimientos hacia ella, terminé el primer borrador de esta novela de quinientas mil palabras en tan solo ochenta y tres días.

En Grandes pechos amplias caderas me he atrevido a usar los detalles que conocía sobre su vida; no obstante, respecto a su experiencia amorosa, he inventado una parte y también he acumulado las experiencias de las madres de su edad del distrito Dongbei de Gaomi. En la dedicatoria de este libro puse la siguiente frase: “Al alma de mi madre”, sin embargo, esta obra en realidad está dedicada a todas las madres de este mundo. Esta es una de mis ambiciones, como la de querer abstraerme de China y de este mundo y minimizarlos en el distrito Dongbei de Gaomi.

Los escritores tienen diferentes maneras de inspirarse, y mis libros también surgen de diferentes fuentes de inspiración. Algunos de mis libros se inspiraron en mis sueños, tal como ocurre en el ­El rábano rojo invisible, otros se inspiraron en la realidad, como por ejemplo sucede en Las baladas del ajo. Sea cuál sea el origen de la inspiración, las experiencias personales son imprescindibles y consisten en una parte muy importante, capaz de dotar a la obra de su singularidad literaria. Las obras pueden tener diferentes personajes bien perfilados con sus propias características, mostrarnos sus brillantes palabras y contar con una estructura sobresaliente. Querría hablar un poco más de Las baladas del ajo. En esta novela he diseñado un personaje muy importante: un cuentacuentos. Pero he usado el nombre verdadero de un amigo mío que en la realidad es un cuentacuentos también, así que tengo que pedirle perdón. Por supuesto, lo que hace en la novela es inventado. Me ha pasado muchas veces este fenómeno en mis obras: cuando comenzaba a escribir una novela quería usar nombres reales para transmitir una sensación de realidad, y sin embargo, cuando acababa la novela ya me resultaba imposible cambiar esos nombres. Muchas veces, las personas reales cuyos nombres se habían utilizado en mis obras buscaron a mi padre para quejarse. Mi padre no sólo les pidió perdón a ellos, sino que también les tranquilizó y les explicó diciendo: «La primera frase que aparece en Sorgo rojo sobre su padre es “Mi padre es hijo de un malvado bandido. Si yo no le hice caso, ¿por qué os tiene que molestar a vosotros?”».

Cuando escribí las novelas del tipo de Las baladas del ajo, es decir, las novelas realistas, el mayor problema que se me presentó no era que tuviera miedo de enfrentarme a las oscuridades sociales y criticarlas, sino cómo controlar la pasión ardiente y la furia para no desviarme hacia la política ni alejarme de la literatura. No quiero escribir una crónica de los acontecimientos sociales. Un novelista es parte de la sociedad, por lo que es natural que tenga sus propias opiniones e ideas; sin embargo, cuando está escribiendo debe ser justo, debe respetar a todos los personajes igual que respeta a las personas reales. Siempre y cuando se cumpla este requisito, la literatura puede nacer de la realidad e incluso superarla, puede preocuparse por la política pero estar por encima de ella.

Los largos y difíciles periodos de tiempo que he vivido me han dado una profunda comprensión de la humanidad. Sé qué es la verdadera valentía y qué es la auténtica misericordia. Entiendo que en el corazón del ser humano existe un espacio que no se puede definir por bondad ni por maldad; es un espacio grisáceo que le da a un escritor la gran posibilidad de elaborar una obra majestuosa. Siempre y cuando haya elegido correctamente y descrito vívidamente este espacio grisáceo e incierto, su obra podrá tener calidad, superar el límite de la política, y ser verdadera literatura.

El hecho de hablar sobre mis obras sin parar me incomoda mucho, pero mi vida y mis novelas son las dos caras de una misma moneda, y si no hablara de mis obras, no sabría de qué otra cosa más les podría hablar aquí. Así que, permítanme seguir.

Respecto a mis primeras novelas, dado que era un cuentacuentos moderno, decidí camuflarme en ellas. Pero, a partir del 檀香刑 (El suplicio del sándalo), decidí cambiar mi estilo. Si describimos mi estilo anterior como el de un cuentacuentos que no piensa en los lectores, a partir de este libro me imaginé que estaba en una plaza contando cuentos ante un público con palabras impresionantes. Esto es clásico en la elaboración de las novelas y también es clásico de las novelas chinas. Aprendí los estilos de las novelas modernas de Occidente, también usé diferentes estilos narrativos, pero al final, recurrí a la tradición. Por supuesto, la vuelta a la tradición no es solo eso. El suplicio del sándalo y las siguientes novelas son una combinación de las tradiciones chinas y las técnicas narrativas occidentales. Las novelas innovadoras son productos de este tipo. No sólo combiné la tradición y la técnica sino también la narración y otras artes folclóricas. Por ejemplo, El suplicio del sándalo fue un intento de combinar la novela con la ópera local, igual que sucede en mis primeras novelas, que también se han nutrido de las bellas artes, la música e incluso de la acrobacia.

Por último, permítanme presentarles otra obra mía, La vida y la muerte me están desgastando. El título de este libro está inspirado en unos versos budistas. Según me han dicho, la traducción de este título ha causado problemas, no muy grandes pero sí considerables, a los traductores de diferentes países. No soy un especialista en budismo y mi entendimiento sobre los versos budistas es superficial, pero la razón por la que elegí este título para mi novela fue por la admiración que siento hacia los pensamientos budistas. Uno de los puntos básicos de este pensamiento es la verdadera comprensión del universo. Desde el punto de vista de los budistas, muchos de los conflictos humanos son insignificantes. A los budistas el mundo actual les parece muy sombrío. Por supuesto, no quería escribir este libro como si fuese un sermón; lo que escribí hablaba sobre el destino y las emociones del ser humano, así como de los límites que tiene, la tolerancia, los esfuerzos y sacrificios que se requieren para lograr el objetivo personal y alcanzar la felicidad. El personaje de cara azulada que luchaba contra la corriente histórica era el verdadero protagonista en mi corazón. La persona real a la que corresponde este personaje fue un campesino que vivía en un pueblo vecino al nuestro. En mi pubertad, le veía pasando con frecuencia por la puerta de mi casa y empujando un carro de madera que emitía un leve y extraño sonido. Un burro cojo tiraba de aquel carro y la persona que guiaba al animal era su esposa, que tenía los pies vendados. Ese grupo de trabajo tan extraordinario en la sociedad de aquella época resultaba muy raro y muy inapropiado. A los ojos de unos niños como nosotros, eran unos seres ridículos que iban contra el progreso histórico; incluso les arrojamos piedras para expresar nuestro desacuerdo con ellos. Muchos años después, cuando empecé a escribir cuentos sobre ellos, este personaje de cara azulada, esta imagen, apareció en mi mente. Sabía que tarde o temprano escribiría un libro sobre él, que compartiría sus cuentos con todo el mundo; sin embargo, no fue hasta 2005, cuando estaba visitando un templo budista y admirando los murales que representaban la leyenda de Las seis etapas de la gran rueda del karma, que llegué a entender cuál era la manera más adecuada de contar sus cuentos.

Haber conseguido el Premio Nobel de Literatura ha supuesto muchas paradojas. Al principio pensaba que yo era el protagonista de esas contradicciones; sin embargo, poco a poco me di cuenta de que era otra persona diferente que no tenía ninguna relación conmigo. Me convertí en espectador de un drama mientras veía al resto actuando en el mismo escenario. Había visto que al protagonista, ganador de un premio, le ofrecían flores, pero además también le tiraban piedras y agua sucia. Temía que no pudiera aguantarlo. No obstante, huyó de las flores y las piedras, se limpió las manchas de agua sucia y salió tranquilamente a dar un discurso al público.

Dado que soy escritor, la mejor manera de comunicar al público es escribir. Todo lo que tengo que decir está en mis obras. Las palabras que salen de la boca se las lleva el viento, sin embargo las que están escritas quedarán para la historia. Espero que ustedes puedan leer pacientemente mis obras, aunque por supuesto no tengo ningún derecho a obligarles a leerlas. Y si ya las han leído, no puedo obligarles a cambiar la opinión que tengan de ellas porque en este mundo no existe un escritor que pueda satisfacer a todos los lectores, sobre todo, en una época como la que estamos viviendo ahora.

No quería comentar nada más, pero teniendo en cuenta el momento y el lugar siento que debo hacerlo, así que les hablaré de la única manera que sé.

Soy un cuentacuentos y sigo queriendo contarles cuentos.

En los años 60 del siglo pasado, cuando estaba en el tercer curso del colegio, la escuela organizó una visita a una exposición sobre el sufrimiento. Teníamos que llorar según las órdenes de nuestro profesor. Para mostrar al profesor lo obediente que era no quise secarme las lágrimas de la cara. Al mismo tiempo, vi a unos compañeros de clase mojarse a escondidas los dedos en la boca y pintarse dos líneas de lágrimas en la cara. Por último, entre todos los que estaban llorando, ya fuera de verdad o de manera hipócrita, descubrí que había un compañero que no tenía ni una lágrima en su cara y que ni siquiera se tapaba el rostro con las manos para simular tristeza, sino que tenía los ojos bien abiertos y un gesto de sorpresa, como si no entendiera. Más tarde, denuncié este suceso al profesor y por esta razón nuestro colegio decidió ponerle oficialmente un punto negativo y una advertencia. Muchos años después, cuando le confesé a mi profesor la pesadumbre que me causaba este acontecimiento, me consoló diciendo que más de una docena de alumnos fueron a quejarse también. Este compañero falleció hace unos diez años, pero cada vez que recuerdo esta anécdota, me siento muy apenado. Aprendí una gran lección con este asunto: aunque todo el mundo llore, debemos permitir que haya personas que no quieran llorar. Y como hay otras que fingen sus lágrimas entonces debemos sentir una especial simpatía hacia los que no lloran.

Tengo otro cuento para ustedes: Hace más de treinta años trabajaba en el ejército. Una noche, cuando estaba leyendo un libro en la oficina, entró un viejo oficial, echó un vistazo al asiento enfrente de mí y susurró para sí: “Bien, aquí no hay nadie”. Me levanté inmediatamente y me atreví a gritarle: “¿No has visto que estoy aquí?”. Aquel viejo oficial se enfureció y su cara se puso roja, yéndose avergonzado. Me sentí muy satisfecho durante mucho tiempo, me consideraba una persona valiente; sin embargo, después de muchos años, sentí un profundo arrepentimiento.

Permítanme contarles el último cuento que me contó mi abuelo hace muchos años: Hubo ocho albañiles que salieron de su pueblo natal para buscar trabajo. Para resguardarse de la tormenta que estaba a punto de caer, todos entraron en un templo en ruinas. Los truenos se sucedían, los relámpagos iluminaban el oscuro cielo, unos extraños sonidos penetraban por la puerta del templo y parecían los rugidos de un dragón. Todos estaban muertos de miedo, y sus rostros se habían vuelto pálidos. Uno de ellos comentó: “Es señal de castigo celestial. Entre nosotros debe haber alguien que ha hecho algo malvado. ¿Quién es ese maldito? Sal ahora mismo. Sal para recibir tu condena celestial y para no extender la mala suerte entre nosotros”. Obviamente, nadie quería salir fuera. Otro propuso: “Como nadie de nosotros quiere salir, arrojaremos nuestros sombreros de paja fuera y el que no vuelva significará que su dueño es la persona de la que estamos hablando. Entonces, le pediremos que se vaya”. Todos asintieron y lanzaron sus sombreros afuera. Solo un sombrero quedó en el exterior y los demás volvieron dentro. Los siete albañiles querían echar del templo a la persona cuyo sombrero había quedado fuera. El chico se negó a aceptar esa decisión. En ese momento, los siete jóvenes le cogieron y le expulsaron a la fuerza. Supongo que a estas alturas ya habrán adivinado el final del cuento: En el mismo instante en que le expulsaron el templo se hundió y los siete chicos murieron.

Soy un cuentacuentos.

Me han dado el Premio Nobel por mis cuentos.

Después de haber sido premiado han ocurrido muchas anécdotas maravillosas que serán parte de mis próximos cuentos y que me hacen creer en la existencia de la justicia y la verdad.

En el futuro seguiré contando cuentos.

¡Muchas gracias por su atención!

Gabriel García Márquez: Ladrón de sábado. Cuento

gaboHugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.

A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y. mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.

A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.

En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.

Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.

Juan Rulfo: Talpa. Cuento

Juan Rulfo Talpa CuentoNatalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos —dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces no lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.

La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.
Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo», dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.

Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvarera; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:
“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.

Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.
“… Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios…”
Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.

Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.

Philip K. Dick: La fe de nuestros padres. Cuento

Philip K. DickEn las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de madera y llamaba con gritos chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su mente y distraían su atención: era como si estuviera solo, y no lo rodearan los que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y, asimismo, era como si el vendedor sin piernas no existiera.

—Camarada —lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a Chien con su carrito, propulsado por una batería a helio—. Tengo una amplia variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes satisfechos. Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte. —Está bien —dijo Chien, deteniéndose—, pero no estoy enfermo. «Excepto —pensó— de la enfermedad crónica de los empleados del Comité Central: el oportunismo profesional poniendo a prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la mía.»

—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas —canturreó el vendedor ambulante, persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres negros. —Alzando una bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y distintas clases de polvos en recipientes de plástico, el vendedor canturreó—: Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática, puedo darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina increíblemente efectiva. Y mis precios son bajos, camarada. Y como atención especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te aceptaré en pago los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.

—Vete al infierno —dijo Chien, y le hizo señas a un taxi sobre colchón de aire que pasaba en ese momento.

Ya se había atrasado tres minutos y medio para su primera cita del día, y en el Ministerio sus diversos superiores de opulento trasero estarían haciendo rápidas anotaciones mentales, al igual que sus subordinados, que las harían en proporción aún mayor.

El vendedor dijo con calma: —Pero, camarada, debes comprarme. —¿Por qué? —preguntó Chien. Sentía indignación. —Porque soy un veterano de guerra, camarada. Luché en la Colosal Guerra Final de Liberación Nacional con el Frente Democrático Unido del Pueblo contra los Imperialistas. Perdí mis extremidades inferiores en la batalla de San Francisco. —Ahora su tono era triunfante y socarrón—. Es la ley. Si te niegas a comprar las mercancías ofrecidas por un veterano, te arriesgas a que te multen o que te envíen a la cárcel…, además de la deshonra.

Con gesto cansado, Chien indicó al taxi que siguiera. —Concedido —dijo—. Está bien, debo comprarte. —Dio un rápido vistazo a la pobre exhibición de remedios vegetales, buscando uno al azar—. Éste —decidió, señalando un paquetito de la última hilera y envuelto en papel. El vendedor ambulante se rió. —Eso es un espermaticida, camarada. Lo compran las mujeres que no pueden aspirar a La Píldora por razones políticas. Te sería poco útil. En realidad no te sería nada útil, porque eres un caballero.

—La ley no exige que te compre algo útil —dijo Chien en tono cortante—. Sólo que debo comprarte algo. Me llevaré ése.

Metió la mano en su chaqueta acolchada, buscando la billetera, henchida por los billetes inflacionarios de posguerra con los que le pagaban cuatro veces a la semana, en su calidad de servidor del gobierno. —Cuéntame tus problemas —dijo el vendedor. Chien lo miró asombrado. Atónito ante la invasión de su vida privada… por alguien que no era del gobierno.

—Está bien, camarada —dijo el vendedor, al ver su expresión—. No te sondearé. Perdona. Pero como doctor, como curador naturista, lo indicado es que sepa todo lo posible. —Lo examinó, con sus delgados rasgos sombríos—. ¿Miras la televisión mucho más de lo normal? —preguntó de pronto. Tomado por sorpresa, Chien dijo: —Todas las noches. Menos los viernes, cuando voy al club a practicar el enlace de novillos, ese arte esotérico importado del Oeste.

Era su única gratificación. Aparte de eso, se dedicaba por completo a las actividades del Partido.

El vendedor se estiró y eligió un paquetito de papel gris. —Sesenta dólares de intercambio —declaró—. Con garantía total. Si no cumple con los efectos prometidos, devuelves la porción sobrante y se te reintegra todo el dinero, sin rencor. —¿Y cuáles son los efectos prometidos? —dijo Chien, sarcástico. —Descansa los ojos fatigados por soportar los absurdos monólogos oficiales —dijo el vendedor—. Es un preparado tranquilizante. Tómalo cuando te encuentres expuesto a los secos y extensos sermones de costumbre que…

Chien le dio el dinero, aceptó el paquete, y siguió su camino. «La ordenanza que ha establecido a los veteranos de guerra como clase privilegiada es una mafia —pensó—. Hacen presa en nosotros, los más jóvenes, como aves de rapiña.»

El paquetito gris quedó olvidado en el bolsillo de su chaqueta mientras entraba al imponente edificio de posguerra del Ministerio de Artefactos Culturales, y a su propia oficina, bastante majestuosa, para comenzar su día de trabajo.

En la oficina lo esperaba un caucásico adulto, corpulento, vestido con un traje de seda Hong Kong marrón, cruzado, con chaleco. Junto al desconocido caucásico estaba su propio superior inmediato, Ssu-Ma Tso-pin. Tso-pin hizo las presentaciones en cantonés, un dialecto que dominaba bastante mal.

—Señor Tung Chien, le presento al señor Darius Pethel. El señor Pethel será el director de un nuevo establecimiento ideológico y cultural que se va a inaugurar en San Francisco, California. El señor Pethel ha dedicado una vida rica y plena al apoyo de la lucha del pueblo por destronar a los países del bloque imperialista mediante la utilización de instrumentos pedagógicos. De ahí su alta posición. Se estrecharon la mano. —¿Té? —le preguntó Chien. Apretó el botón del hibachi infrarrojo y en un instante el agua comenzó a burbujear en el adornado recipiente de carámica de origen japonés. Cuando se sentó ante su escritorio, vio que la fiel señorita Hsi había preparado la hoja de información (confidencial) sobre el camarada Pethel. Le dio un vistazo mientras simulaba efectuar un trabajo de rutina.

—El Benefactor Absoluto del Pueblo se ha entrevistado personalmente con el señor Pethel, y confía en él —dijo Tso-pin—. Eso es algo fuera de lo común. La escuela de San Francisco aparentará enseñar las filosofías taoístas comunes pero, desde luego, en realidad mantendrá abierto para nosotros un canal de comunicación con el sector joven intelectual y liberal de los Estados Unidos occidentales. Aún hay muchos vivos, desde San Diego a Sacramento; calculamos que unos diez mil. La escuela aceptará dos mil. El enrolamiento será obligatorio para los que seleccionemos. Usted estará relacionado en forma importante con los programas del señor Pethel. Ejem, el agua del té está hirviendo. —Gracias —murmuró Chien, dejando caer la bolsita de té Lipton en el agua. Tso-pin prosiguió: —Aunque el señor Pethel supervisará la confección de los cursos educativos presentados por la escuela a su cuerpo de estudiantes, todos los exámenes escritos serán enviados a su oficina para que usted efectúe un estudio experto, cuidadoso, ideológico de ellos. En otras palabras, señor Chien, determinará cuál de los dos mil estudiantes es confiable, quiénes responden realmente a la programación y quiénes no. —Ahora serviré el té —dijo Chien, haciéndolo ceremoniosamente. —Hay algo de lo que debemos darnos cuenta —dijo Pethel en un cantonés retumbante aún peor que el de Tso-pin—. Una vez perdida la guerra contra nosotros, la juventud norteamericana ha desarrollado una aptitud notable para disimular.

Dijo la última palabra en inglés. Como no la entendía, Chien se volvió interrogante hacia su superior. —Mentir —explicó Tso-pin. —Pronunciar las consignas correctas en lo superficial, pero creerlas falsas interiormente —dijo Pethel. —Los exámenes escritos de este grupo se parecerán mucho a los de los auténticos…

—¿Quiere decir que los exámenes escritos de dos mil estudiantes pasarán por mi oficina? —preguntó Chien. No podía creerlo—. Eso es un trabajo absorbente; no tengo tiempo para nada que se parezca. —Estaba espantado—. Dar aprobación o negativa crítica oficial a un grupo astuto como el que usted prevé… —gesticuló—. Me cago en… — inició en inglés.

Parpadeando ante el brutal insulto occidental, Tso-pin dijo: —Usted tiene un equipo. Además, puede incorporar otros ayudantes. El presupuesto del Ministerio, aumentado este año, lo permitirá. Y recuerde: el mismo Benefactor Absoluto del Pueblo eligió al señor Pethel.

Ahora su tono era ominoso, aunque sólo sutilmente. Lo necesario para penetrar en la histeria de Chien y debilitarla hasta que se transformara en sumisión. Al menos momentánea. Para subrayar su afirmación, Tso-pin caminó hasta el fondo de la oficina; se detuvo ante el tridi-retrato tamaño natural del Benefactor Absoluto. Luego puso en funcionamiento el pasacinta montado tras el retrato. El rostro del Benefactor Absoluto se movió y brotó de él una homilía familiar, modulada en acentos más que familiares. —Luchen por la paz, hijos míos —entonó con suavidad, con firmeza. —Ajá —dijo Chien, aún perturbado, pero ocultándolo. Era posible que una de las computadoras del Ministerio pudiese clasificar los exámenes escritos; podía emplearse una estructura de sí-no-quizá, junto a un preanálisis del esquema de corrección (o incorrección) ideológica. El asunto podía transformarse en rutina. Probablemente.

—He traído cierto material y me gustaría que usted lo analice, señor Chien —dijo Darius Pethel. Corrió el cierre de un desagradable y anticuado portafolio de plástico—. Dos ensayos de examen —dijo mientras le pasaba los documentos a Chien—. Esto nos permitirá saber si usted está capacitado para el trabajo. —Se volvió hacia Tso-pin. Sus miradas se encontraron—. Tengo entendido que si usted tiene éxito en la empresa será nombrado viceconsejero del Ministerio, y su Excelencia el Benefactor Absoluto del Pueblo le otorgará personalmente la medalla Kisterigian.

Pethel y Tso-pin le brindaron una sonrisa de cauteloso acuerdo. —La medalla Kisterigian —repitió Chien como un eco. Aceptó los exámenes escritos, les dio un vistazo mostrando una tranquila indiferencia. Pero en su interior el corazón vibraba con tensión mal disimulada—. ¿Por qué estos dos? Quiero decir: ¿qué tengo que buscar en ellos, señor?

—Uno es obra de un progresista dedicado, un miembro leal del partido, cuyas convicciones han sido investigadas a fondo —dijo Pethel—. El otro es un joven stilyagi de quien se sospecha que sostiene degeneradas criptoideas imperialistas de pequeño burgués. Le corresponde decidir, señor, a quién pertenece cada trabajo. Leyó el título del primer ensayo: DOCTRINAS DEL BENEFACTOR ABSOLUTO ANTICIPADAS EN LA POESÍA DE BAHA AD-DIN ZUHAYR. DEL SIGLO TRECE. ARABIA.

Al hojear las primeras páginas, Chien vio una estrofa que le era familiar; se llamaba Muerte y la había conocido durante la mayor parte de su vida adulta, educada. Fallará una vez, fallará dos veces, sólo elige una entre muchas horas; para él no hay profundidad ni altura, es todo una llanura en donde busca flores. —Poderoso —dijo Chien—. Este poema. —El autor utiliza el poema para referirse a la sabiduría ancestral desplegada por el Benefactor Absoluto en nuestras vidas cotidianas, de modo que ningún individuo esté seguro —dijo Pethel al notar que los labios de Chien se movían releyendo la estrofa—. Todo somos mortales, y sólo la causa suprapersonal, históricamente esencial, sobrevive. Y así debe ser. ¿Estaría usted de acuerdo con él? ¿Con este estudiante, quiero decir? O… —Pethel hizo una pausa— ¿Quizás esté, en realidad, satirizando las proclamas de nuestro Benefactor Absoluto? Precavido, Chien dijo: —Permítame examinar el otro texto. —No necesita más información. Decida. Vacilante, Chien dijo: —Yo… nunca había pensado en este poema de ese modo. —Se sentía irritado—. De todos modos, no es de Baha ad-Din Zuhayl forma parte de la recopilación las Mil y una noches. Sin embargo, es del siglo trece; lo admito.

Leyó con rapidez el texto que acompañaba al poema. Parecía ser un párrafo rutinario, poco inspirado, de clisés partidistas que él sabía de memoria. El ciego monstruo imperialista que segaba y absorbía (metáfora mixta) la aspiración humana, los cálculos del grupo anti-Partido aún en existencia en los Estados Unidos del Este… Se sentía sordamente aburrido, y tan poco inspirado como el estudiante del examen. Debemos perseverar, declaraba el texto. Eliminar los restos del Pentágono en las montañas Catskills, dominar a Tennessee y sobre todo el bolsón de reaccionarios empecinados de las colinas rojas de Oklahoma. Suspiró.

—Creo que debemos permitir que el señor Chien pueda considerar este difícil material cómodamente —dijo Tso-pin. Luego se dirigió a Chien—: Tiene permiso para llevarlo a su departamento, esta noche, y juzgarlos en sus horas libres.

Efectuó una reverencia entre burlona y solícita. Fuera o no un insulto, había librado a Chien del anzuelo, y Chien se lo agradecía.

—Son ustedes muy bondadosos al permitirme cumplir con esta nueva y estimulante labor en mis horas libres. De estar vivo, Mikoyan los aprobaría —murmuró.

«Bastardos —se dijo, incluyendo en el insulto tanto a su superior como al caucásico Pethel—. Arrojándome un clavo ardiente como éste, y en mis horas libres. Es obvio que el PC de Estados Unidos tiene problemas. Sus academias de adoctrinamiento no cumplen su trabajo con la excéntrica y muy terca juventud yanqui. Y se han ido pasando este clavo ardiente de uno a otro hasta que llegó a mí.» «Gracias por nada —pensó con amargura.» Aquella noche, en su departamento pequeño pero bien equipado, leyó el otro examen, escrito esta vez por una tal Marion Culper, y descubrió que también tenía que ver con la poesía. Era obvio que se trataba de un curso de poesía. Siempre le había resultado desagradable la utilización de la poesía (o de cualquier arte) con propósitos sociales. De todos modos, sentado en su cómodo sillón especial enderezador de columna, imitación de cuero, encendió un enorme cigarro corona Cuesta Rey Número Uno del Mercado Inglés y empezó a leer.

La autora del ensayo, la señorita Culper, había elegido como texto las líneas finales de la famosa Canción para el día de Santa Cecilia, de un poema de John Dryden, poeta inglés del siglo XVII:

… Así, cuando la última y temible hora esta gastada procesión devore, la trompeta se oirá en lo alto, los muertos vivirán, los vivos morirán, y la Música destemplará el cielo. Bueno, esto es increíble, pensó Chien, cáusticamente. ¡Se supone que debemos creer que Dryden anticipó la caída del capitalismo? ¿Eso quiso decir al escribir «gastada procesión»?

Se inclinó para tomar el cigarro y descubrió que se había apagado. Tanteó en los bolsillos buscando su encendedor japonés, se detuvo…

¡Tuuiiii! se oyó por el televisor al otro lado de la sala de estar. —Ajá —dijo Chien—. El Líder va a hablarnos. El Benefactor Absoluto del Pueblo. Lo hará desde Pekín, donde ha vivido durante los últimos noventa años. ¿O cien? O, como a veces nos gusta pensar en él, el Asno…

—Que los diez mil capullos de la abyecta pobreza autoasumida florezcan en vuestro jardín espiritual —dijo el locutor del canal televisivo.

Chien se detuvo con un gruñido y ejecutó la reverencia de respuesta obligatoria. Cada televisor estaba equipado con mecanismos de control que informaban a la Polseg, la Policía de Seguridad, si el propietario estaba haciendo la reverencia y/o mirando.

Un rostro claramente definido se manifestó en la pantalla: los rasgos amplios, lisos, saludables del líder del PC oriental, de ciento veinte años de edad, gobernante desde muchos…, demasiados años. Chien le sacó la lengua mentalmente y volvió a sentarse en el sillón de imitación de cuero, ahora frente al televisor.

—Mis pensamientos están concentrados en ustedes, hijos míos —dijo el Benefactor Absoluto con sus tonos ricos y lentos—. Y sobre todo en el señor Tung Chien, de Hanoi, que tiene una difícil tarea por delante, una tarea que enriquece al pueblo del Oriente Democrático, además de la Costa Oeste Americana. Debemos pensar todos juntos en este hombre noble y dedicado, y en el trabajo que enfrenta, y yo mismo he decidido emplear algunos momentos de mi tiempo para honrarlo y alentarlo. ¿Me está oyendo, señor Chien?

—Sí, Su Excelencia —dijo Chien, y consideró las posibilidades de que el Líder del Partido lo hubiera elegido a él en esta noche en especial.

Las posibilidades eran tan escasas que experimentó un cinismo anormal en un camarada. Le sonaba poco convincente. Lo más probable era que la transmisión se emitiera sólo a su edificio de departamentos… o al menos sólo a aquella ciudad. También podría ser un trabajo de sincronización labial hecho en la TV de Hanoi. Incorporado. Sea como fuere, se le exigía que escuchara y mirara… y absorbiera. Lo hizo, gracias a toda una vida de práctica. Exteriormente parecía prestar una atención inflexible. En su fuero interno aún cavilaba sobre los dos exámenes escritos, preguntándose cuál era el correcto:

¿dónde terminaba el devoto entusiasmo por el Partido y comenzaba la sátira sardónica? Era difícil determinarlo…, lo cual explicaba, desde luego, por qué habían descargado la labor en su regazo.

Volvió a tantear los bolsillos en busca del encendedor… y encontró el sobrecito gris que le había vendido el mercachifle veterano de guerra. Recordó lo que le había costado. Dinero tirado, pensó. ¿Y qué era lo que hacía este remedio? Nada. Dio vuelta al envoltorio y vio, en la parte de atrás, un texto en letras muy pequeñas. Comenzó a desdoblar el paquete con cuidado. Las palabras lo habían atrapado… para eso estaban preparadas, por supuesto.

¿Fracasando como miembro del Partido y ser humano? ¿Temeroso de volverse obsoleto y ser arrojado al montón de cenizas de la historia?

Paseó la vista con rapidez sobre el texto, ignorando sus afirmaciones, buscando datos para saber qué había comprado.

Entretanto, la voz del Benefactor Absoluto seguía zumbando. Rapé. El paquetito contenía rapé. Innumerables granitos negros, como pólvora, de los que subía un atrayente aroma que le cosquilleó la nariz. Descubrió que el nombre de esa mezcla en particular era Princess Special. Y era muy agradable. En una época había tomado rapé (durante un tiempo, fumar tabaco había estado prohibido por razones sanitarias) en sus días de estudiante en la Universidad de Pekín; estaba de moda, sobre todo las mezclas afrodisíacas preparadas en Chungking. ¿Sería ésta como aquéllas? Al rapé se le podía agregar casi cualquier sustancia aromática, desde esencia de naranja hasta excremento de bebé pulverizado… o al menos eso parecían algunas, sobre todo una mezcla inglesa llamada High Dry Toast que por sí sola habría bastado para poner punto final a su costumbre de inhalar tabaco.

En la pantalla televisiva el Benefactor Absoluto seguía retumbando monótono, mientras Chien aspiraba el polvo con cautela y leía el prospecto: curaba todo, desde llegar tarde al trabajo hasta enamorarse de mujeres con pasado político dudoso. Interesante. Pero típico de los prospectos… Sonó el timbre. Se levantó y caminó hasta la puerta, sabiendo perfectamente lo que iba a encontrar. Como no podía ser de otra manera, allí estaba Mou Kuei, el guardia del edificio, pequeño y torvo y dispuesto a cumplir con su deber; se había colocado la faja en el brazo y el casco metálico, para mostrar que estaba de servicio.

—Señor Chien, camarada trabajador del Partido. He recibido una llamada de la autoridad televisiva. Usted no está mirando su pantalla y en vez de eso juguetea con un paquete de contenido dudoso. —Extrajo un anotador y un bolígrafo—. Dos marcas rojas, y se le ordena en forma sumaria que a partir de ese momento descanse en una posición cómoda y sin tensiones ante su pantalla, y brinde al Líder su excelsa atención. Esta noche sus palabras se dirigen a usted en especial, señor. A usted. —Lo dudo —se oyó decir Chien. Parpadeando, Kuei dijo: —¿Qué quiere usted decir? —El Líder gobierna ocho mil millones de camaradas. No va a elegirme a mí. Se sentía furioso; la exactitud del reproche del guardia lo fastidiaba. Kuei dijo: —Lo oí claramente con mis propios oídos. Usted fue mencionado. Acercándose al televisor, Chien aumentó el volumen. —¡Pero ahora está hablando sobre el fracaso de las cosechas en la India Popular! Eso no tiene importancia para mí.

—Todo lo que el Líder expone es importante. —Mou Kuei garabateó una marca en la hoja de su anotador, se inclinó ceremoniosamente y se giró—. La orden de venir aquí para que usted enfrentara su negligencia procedía del Departamento Central. Es obvio que consideran importante su atención; debo ordenarle que ponga en marcha el circuito de grabación automática y vuelva a pasar las partes anteriores del discurso del Líder. Chien hizo un sonido obsceno con la lengua. Y cerró la puerta. Caminó hasta el televisor, empezó a apagarlo; una luz roja parpadeó de inmediato, informándole que no tenía permiso para hacerlo: en realidad, no podía terminar con la perorata y la imagen, ni siquiera desenchufándolo. «Los discursos obligatorios nos van a matar —pensó—. Nos van a enterrar a todos; si pudiera librarme del ruido de los discursos, librarme del alboroto del Partido cuando ladra para azuzar a la humanidad… » Sin embargo, no había ordenanza conocida que le impidiera tomar rapé mientras contemplara al Líder. Así que abrió el paquetito gris y derramó una porción de gránulos negros sobre el dorso de su mano izquierda. Luego alzó la mano con gesto profesional hasta su nariz e inhaló profundamente, haciendo que el polvo le penetrase bien en las fosas nasales. Pensó en la antigua superstición. Que las fosas nasales están conectadas con el cerebro, y en consecuencia la inhalación de rapé afectaba en forma directa la corteza cerebral. Sonrió, otra vez sentado, con la vista fija en la pantalla y en el individuo gesticulante tan conocido por todos.

El rostro se fue achicando, desapareció. El sonido cesó. Estaba ante un vacío, una superficie lisa. La pantalla, frente a él, era blanca y pálida, y en el altavoz sonaba un débil zumbido.

Inhaló golosamente el polvo que quedaba sobre la mano, haciéndolo subir con avidez hacia la nariz, hacia las fosas nasales y —o al menos así lo sentía— hacia el cerebro; se hundió en el rapé, absorbiéndolo con júbilo.

La pantalla permaneció vacía y luego, en forma gradual, una imagen fue tomando forma. No era el Líder. No era el Benefactor Absoluto del Pueblo; a decir verdad, no era nada que se pareciera a una figura humana.

Ante él había un muerto aparato metálico, construido con circuitos impresos, seudópodos giratorios, lentes y una caja chirriante. Y la caja empezó a arengarlo con un clamor zumbante y monótono.

Sin poder apartar los ojos de la imagen pensó: «¿Qué es esto?, ¿La realidad? Una alucinación —decidió—. El vendedor ambulante ha hallado alguna de las drogas psicodélicas utilizadas durante la Guerra de Liberación… ¡La está vendiendo y yo tomé un poco, tomé una porción completa!»

Caminó dificultosamente hasta el videófono y marcó el número de la seccional Polseg más cercana al edificio. —Quiero informar sobre un traficante de drogas alucinógenas —dijo en el receptor. —¿Podría decirme su nombre, señor, y la ubicación de su departamento? Era un burócrata oficial eficiente, enérgico e impersonal. Le dio la información, luego volvió tambaleando a su sillón a imitación de cuero, para presenciar una vez más la aparición sobre la pantalla televisiva. «Esto es mortal —se dijo—. Debe de ser un producto desarrollado en Washington D. C., o en Londres: más fuerte y más extraño que el LSD-25 que vertieron con tanta eficacia en nuestros depósitos de agua. Y yo creía que iba a aliviarme de la carga de los discursos del Líder… esto es mucho peor, esta monstruosidad electrónica, de plástico y acero, farfullando, contorsionándose, parloteando: es algo terrorífico.» «Tener que enfrentarme a esto por el resto de mis días…» El equipo de dos hombres de la Polseg llegó en diez minutos. Y para entonces la imagen familiar del Líder había vuelto a entrar en foco en una serie de pasos sucesivos, reemplazando la horrible construcción artificial que agitaba sus tentáculos y chirriaba sin fin. Temblando, Chien hizo entrar a los dos agentes y los condujo hasta la mesa donde había dejado el paquete con el resto de rapé.

—Toxina psicodélica —dijo con voz apagada—. Efectos de corta duración. La corriente sanguínea la absorbe en forma directa, a través de los capilares nasales. Les daré detalles acerca de cómo la conseguí, quién me la vendió, y demás.

Aspiró con fuerza, tembloroso; la presencia de la policía era reconfortante. Con los bolígrafos listos, los dos oficiales esperaban. Y durante todo ese tiempo sonaba como fondo el discurso interminable del Líder. Como había ocurrido mil veces antes en la vida de Tung Chien. «Pero nunca volverá a ser igual —pensó—, al menos para mí. No después de inhalar ese rapé casi tóxico.» «¿Eso es lo que ellos pretendían?», se preguntó. Le pareció extraño pensar en ellos. Curioso… pero de algún modo correcto. Vaciló un instante, sin dar a la policía los detalles necesarios para encontrar al hombre. Un vendedor ambulante, empezó a decir. No sé dónde; no puedo recordar.

Pero recordaba la intersección exacta de las calles. Así que, con una resistencia inexplicable se lo dijo.

—Gracias, camarada Chien. —El agente de mayor graduación tomó con cuidado lo que quedaba de rapé (quedaba la mayor parte) y lo colocó en el bolsillo de su uniforme severo, elegante—. Le informaremos de inmediato en caso de que tenga que tomar medidas médicas. Algunas de las antiguas sustancias psicodélicas de la guerra eran fatales, como sin duda usted habrá leído. —He leído —asintió.

Justamente en eso había estado pensando. —Buena suerte y gracias por avisarnos —dijeron los dos agentes, y partieron. El informe del laboratorio llegó con rapidez sorprendente, teniendo en cuenta la burocracia estatal. Se lo pasaron por el videófono antes de que el Líder hubiese terminado su discurso televisivo. —No es un alucinógeno —le informó el técnico del laboratorio Polseg. —¿No? —dijo perplejo y, extrañamente, sin sentir alivio en ningún aspecto. —Todo lo contrario. Es una fenotiacina, que como usted sin duda sabe es antialucinógena. Una fuerte dosis por cada gramo de mezcla, pero inofensiva. Puede bajarle la presión arterial o darle sueño. Es probable que la hayan robado de algún escondite de provisiones médicas de la guerra abandonado durante la retirada. Yo en su caso no me preocuparía.

Chien colgó el videófono lentamente, abstraído. Y luego caminó hasta la ventana del departamento, la ventana que daba sobre la espléndida vista de otros edificios horizontales de Hanoi.

Sonó el timbre. Cruzó la sala alfombrada para contestar, como en un trance. La muchacha que estaba allí de pie, vestida con un impermeable y un pañuelo atado sobre su cabello oscuro, brillante y muy largo, dijo con una tímida vocecita: —Eh… ¿Camarada Chien? ¿Tung Chien? Del Ministerio de… —Han estado controlando mi videófono —le dijo; era un disparo al azar, pero una certeza muda le indicaba que era cierto.

—¿Ellos… se llevaron lo que quedaba de rapé? —Miró a su alrededor—. Oh, espero que no; es tan difícil conseguirlo en estos días.

—El rapé es fácil de conseguir —dijo él—. La fenotiacina, no. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

La muchacha alzó la cabeza y lo estudió con sus amplios y oscuros ojos lunares. —Sí, señor Chien… —Vaciló, con una indecisión tan obvia como la seguridad de los agentes de la Polseg—. Cuénteme lo que vio; para nosotros es muy importante estar seguros. —¿Acaso puedo elegir? —dijo él, irónico. —S… sí, ya lo creo. Eso es lo que nos confundió; eso es lo que se salió de los planes. No comprendemos; no se adapta a ninguna teoría. —Sus ojos se hicieron aún más oscuros y profundos—: ¿Tomó la forma del horror acuático? ¿O de la cosa con fango y dientes, la forma de vida extraterrestre? Por favor, dígamelo; necesitamos saberlo.

Su respiración era irregular, forzada, el impermeable subía y bajaba; Chien se descubrió contemplando el ritmo con que lo hacía. —Una máquina —dijo. —¡Oh! —ella sacudió la cabeza, asintiendo con vigor—. Sí, entiendo; un organismo mecánico que no se parece en nada a un hombre. No es un simulacro, algo construido para parecerse a un hombre.

—Este no parecía un hombre —dijo Tung Chien, y agregó para sí: «y no podía, no pretendía hablar como un hombre». —Usted comprende que no era una alucinación. —Oficialmente me informaron que lo que tomé era fenotiacina. Eso es todo lo que sé. Decía lo mínimo posible, no quería hablar ni oír. Oír lo que la muchacha pudiera decirle.

—Bien, señor Chien… —lanzó un suspiro hondo, inseguro—. Si no era una alucinación, entonces ¿qué era? ¿Qué es lo que nos queda? Lo que llamamos «super-conciencia»,

¿puede ser esto?

Él no contestó; dándole la espalda, tomó con lentitud los dos exámenes escritos, los hojeó, ignorándola. Esperando la próxima tentativa de la muchacha.

Apareció por sobre su hombro, exhalando un aroma a lluvia primaveral, a dulzura y agitación; su olor era hermoso, y su aspecto, y su modo de hablar. «Tan distinto de los ásperos discursos esquemáticos que oímos en la televisión y que he oído desde que nací.»

—Algunos de los que toman la estelacina, y lo que usted tomó era estelacina, ven una aparición, algunos, otra. Pero han surgido distintas categorías; no hay una variedad infinita. Unos ven lo que usted vio, que llamamos el Chirriante. Otros ven el horror acuático, el Tragón. Y luego están el Pájaro, y el Tubo Trepador, y… —se interrumpió—. Pero otras reacciones nos dicen muy poco. —Vaciló, luego siguió adelante—. Ahora que le ha ocurrido esto, señor Chien, nos gustaría que se uniera a nuestra agrupación y que se unan a su grupo particular los que ven lo que usted ve. El Grupo Rojo. Queremos saber qué es eso realmente… —Hizo un gesto con sus dedos delgados, suaves como la cera—. No puede ser todas esas manifestaciones a la vez.

Su tono era conmovedor, ingenuo. Chien sintió que su tensión se relajaba… un poco. —¿Qué ve usted? —dijo—. Usted en particular. —Formo parte del Grupo Amarillo. Veo… una tormenta. Un remolino quejumbroso, maligno. Que lo arranca todo de raíz, tritura edificios horizontales construidos para durar un siglo. —Sobre su rostro apareció una sonrisa melancólica—. El Triturador. Son doce grupos en total, señor Chien. Doce experiencias absolutamente distintas, todas provocadas por las mismas fenotiacinas, todas del Líder cuando habla por televisión. Cuando eso habla, mejor dicho.

Sonrió hacia él, con sus largas pestañas (probablemente artificiales) y su mirada atractiva e incluso confiada. Como si creyera que él sabía algo o podía hacer algo. —Como ciudadano debería hacerla arrestar —dijo un momento después. —No hay leyes acerca de esto. Estudiamos los escritos jurídicos soviéticos antes de… encontrar gente que distribuyera la estelacina. No tenemos mucha; debemos elegir cuidadosamente a quién se la damos. Nos pareció que usted era alguien adecuado…, un joven profesional de posguerra en ascenso, muy conocido, dedicado a su trabajo. —Tomó los exámenes escritos que él tenía en la mano—. ¿Le ordenaron hacer Lectu-pol? — preguntó. —¿Lectu-pol?

No conocía el término. —Analizar algo dicho o escrito para ver si se adecua a la visión del mundo actual del Partido. En su nivel jerárquico lo llaman sencillamente «leer», ¿verdad? —Volvió a sonreír—. Cuando suba un escalón más, y esté junto al señor Tso-pin, conocerá esa expresión —agregó sombría—: Y al señor Pethel. Él ha llegado muy alto. No hay escuela ideológica en San Francisco; estos son exámenes fraguados, concebidos para que puedan reflejar un análisis cabal de su ideología política, señor Chien. ¿Y fue capaz de distinguir cuál texto es ortodoxo y cuál herético? —Su voz era como la de un duende. Se burlaba de él con divertida malicia—. Elija el equivocado y su carrera en flor morirá, se detendrá en seco. Elija el correcto… —¿Usted sabe cuál es el correcto? —preguntó Chien. —Sí —asintió ella con sobriedad—. Tenemos micrófonos ocultos en las oficinas internas del señor Tso-pin; controlamos su conversación con el señor Pethel… que no es el señor Pethel sino el Inspector Mayor de la Polseg, Judd Craine. Posiblemente haya oído hablar de él; actuó como asistente en jefe del juez Vorlawsky en los tribunales para crímenes de guerra de Zurich, en el noventa y ocho. —Ya… veo —dijo con dificultad.

Bueno, aquello lo explicaba todo. —Me llamo Tanya Lee —dijo la muchacha. Chien no dijo nada; sólo asintió, demasiado aturdido como para hacer funcionar su cerebro.

—Técnicamente soy un empleado sin importancia en su Ministerio —dijo la señorita Lee —Nunca nos hemos encontrado, al menos que yo recuerde. Tratamos de obtener puestos en todos los lugares que podamos. Los más altos posible. Mi propio jefe…

—¿Le parece correcto que me lo cuente? —señaló el televisor, que seguía encendido—. ¿No lo estarán registrando?

—Instalamos un factor de interferencia en la recepción visual y auditiva de este edificio —dijo Tanya Lee—. Les llevará casi una hora localizarlo. Así que tenemos… —se fijó en el reloj de pulsera de su delgada muñeca —quince minutos más. Y aún estaremos seguros. —Dígame cuál de los escritos es el ortodoxo. —¿Eso es lo que le importa? ¿Realmente? —¿Y qué es lo que debería importarme? —dijo él. —¿No entiende, señor Chien? Usted ha aprendido algo. El Líder no es el Líder; es otra cosa, pero no podemos saber qué. Aún no. Señor Chien, con el debido respeto, ¿alguna vez hizo analizar su agua corriente? Sé que suena paranoico, ¿pero lo hizo? —No —dijo Chien—. Por supuesto que no —sabiendo lo que iba a decir la muchacha. La señorita Lee dijo con rapidez: —Nuestros análisis demuestran que está saturada de alucinógenos. Lo está, lo estuvo y lo seguirá estando. No del tipo utilizado durante la guerra; no son los desorientadores, sino un derivado sintético, casi un alcaloide, llamado Datrox—3. Usted lo bebe en el edificio desde que se levanta; lo bebe en los restaurantes y en los departamentos que visita. Lo bebe en el Ministerio; llega por las cañerías desde una sola fuente central. —Su tono era frío y feroz—. Resolvimos el problema; apenas efectuamos el descubrimiento supimos que cualquier fenotiacina podía contrarrestarlo. Lo que no sabíamos, por supuesto, era esto: una variedad de experiencias auténticas; desde un punto de vista racional, eso no tiene sentido. Lo que debería cambiar de una persona a otra es la alucinación, y la experiencia de lo real debería ser omnipresente: está dado al revés. Ni siquiera hemos logrado elaborar una teoría adecuada que pueda explicarlo, y Dios sabe que lo hemos intentado. Doce alucinaciones que se excluyen entre sí: eso sería fácil de comprender. Pero no una alucinación y doce realidades. —Dejó de hablar y observó los dos exámenes escritos—. El del poema árabe es el ortodoxo —afirmó—. Si les dice eso confiarán en usted y le otorgarán un cargo más alto. Será un paso adelante en la jerarquía de la oficialidad del Partido. —Sus dientes eran perfectos y adorables. Sonriendo, terminó—: Su carrera está asegurada por un tiempo. Y gracias a nosotros. —No le creo —dijo Chien. Instintivamente, la cautela actuaba en su interior, la cautela de toda una vida vivida entre los duros hombres de la rama Hanoi del PC Oriental. Conocían una infinidad de métodos para dejar a un rival fuera de combate: había empleado algunos él mismo. Había visto otros utilizados contra él o contra los demás. Este podía ser un nuevo método, uno que no le resultaba familiar. Siempre era posible.

—En el discurso de esta noche, el Líder se dirigió a usted en especial —dijo la señorita Lee—. ¿No le sonó extraño? ¿Usted entre todos? Un funcionario menor de un pobre Ministerio. —Lo admito —dijo—. Me dio esa impresión, sí. —Era auténtico. Su Excelencia está preparando una elite de hombres jóvenes, de posguerra; espera que infunda nueva vida a la jerarquía fanática y moribunda de vejestorios y mercenarios del Partido. Su Excelencia lo eligió a usted por la misma razón que nosotros: si prosigue su carrera en forma correcta, ésta lo llevará a la cúspide. Al menos por un tiempo…, por lo que sabemos. Esas son las perspectivas.

»Así que prácticamente todos confían en mí —pensó Chien—. Salvo yo mismo; y mucho menos después de la experiencia con el rapé antialucinógeno. Eso había sacudido años de confianza. Sin embargo, empezaba a recuperar la serenidad; al principio lentamente, luego de golpe.

Fue hasta el videófono, alzó el receptor y comenzó a marcar el número de la Policía de Seguridad de Hanoi, por segunda vez en esa noche.

—Entregarme sería la segunda decisión regresiva que usted puede hacer —dijo la señorita Lee—. Les diré que me trajo aquí para sobornarme; usted pensaba que por mi posición en el Ministerio yo sabría qué examen escrito elegir. —¿Y cuál fue mi primera decisión regresiva? —preguntó él. —No tomar una dosis mayor de fenotiacina —dijo llanamente la señorita Lee. Mientras colgaba el videófono, Chien pensó: «No entiendo lo que me está pasando. Hay dos fuerzas: por un lado el Partido y Su Excelencia… por el otro esta muchacha con su supuesto grupo. Uno quiere hacerme ascender lo más posible dentro de la jerarquía del partido; el otro…» ¿Qué quería Tanya Lee? Por debajo de las palabras, dentro de una membrana de desdén casi trivial por el Partido, el Líder, los esquemas éticos del Frente Democrático Unido del pueblo: ¿qué pretendía ella respecto a él? —¿Es usted anti-Partido? —preguntó con curiosidad. —No. —Pero… —hizo un gesto—. Eso es todo lo que existe: Partido y anti-Partido. Usted debe de ser del Partido, entonces. —La miró a los ojos, perplejo; ella le sostuvo la mirada con serenidad—. Ustedes tienen una organización y se reúnen. ¿Qué pretenden destruir?

¿El funcionamiento normal del gobierno? Son como los estudiantes desleales de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, cuando detenían a los trenes de tropas, hacían demostraciones…

—No era así —dijo la señorita Lee con tono cansado—. Pero olvídelo; ese no es el tema. Lo que queremos saber es esto: ¿quién qué nos está dirigiendo? Debemos avanzar lo suficiente como para enrolar a alguien, un joven técnico en ascenso del Partido, que pueda llegar a ser invitado a una entrevista personal con el Líder, ¿comprende? —Su voz se hizo apremiante; consultó el reloj, era obvio que estaba ansiosa por partir: casi habían pasado los quince minutos—. En realidad, hay muy pocas personas que ven al Líder. Quiero decir verlo verdaderamente. —Está recluido —dijo él—. Por su avanzada edad. —Tenemos esperanzas de que si usted pasa la prueba fraguada que le han preparado, y con mi ayuda lo hará, será invitado a una de las reuniones que el Líder convoca de vez en cuando, de las que por supuesto no informan los periódicos. ¿Entiende ahora? —Su voz se hizo aguda, en un frenesí de desesperación—. Entonces sabríamos. Si usted puede entrar bajo la influencia de la droga antialucinógena, podrá enfrentar cara a cara lo que él es realmente…

Pensando en voz alta, Chien dijo: —Y terminar con mi carrera como servidor público. Y quizá también con mi vida. —Usted nos debe algo —estalló Tanya Lee, con las mejillas blancas—. Si yo no le hubiera dicho qué texto escoger habría elegido el equivocado y su carrera de servidor público habría terminado de cualquier manera. Habría fallado… ¡fallado en una prueba que ni siquiera sabía qué se pretendía con ella! —Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades a mi favor —dijo él con suavidad. —No. —La muchacha sacudió la cabeza con furia—. El texto herético está adulterado con un montón de jerga partidista; elaboraron los dos escritos deliberadamente para atraparlo. ¡Quieren que usted falle!

Chien examinó otra vez los textos, confundido. ¿Tenía ella razón? Era posible. Probable. Conociendo como conocía a los funcionarios, y en particular a Tso-pin, su superior, aquello sonaba convincente. Se sintió cansado. Derrotado. Luego dijo a la muchacha:

—Lo que están tratando de obtener de mí es un quid pro quo. Ustedes hicieron algo por mí: consiguieron, o pretenden haber conseguido, la respuesta para esta consulta del partido. Pero ya cumplieron con su parte. ¿Qué puede impedirme que la eche de aquí de mal modo? No estoy obligado a hacer absolutamente nada.

Oyó su propia voz, monótona, con la pobreza de énfasis emocional típica de los círculos del Partido.

La señorita Lee dijo: —Mientras usted siga subiendo en la escala jerárquica, habrá otras consultas. Y las controlaremos también para usted en esos casos.

Estaba tranquila, serena; era obvio que había previsto su reacción. —¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo? —Ahora me voy. No tenemos prisa; usted no va a recibir una invitación a la villa del Río Amarillo del Líder ni la semana próxima ni el mes próximo. —Mientras se dirigía a la puerta y la abría, hizo una pausa—. Nos pondremos en contacto con usted a medida que le den las pruebas de clasificación camufladas; le suministraremos las respuestas: se encontrará con uno o más de nosotros en esas ocasiones. Lo más probable es que no sea yo; ese veterano de guerra incapacitado le venderá las hojas con las respuestas correctas cuando usted salga del edificio del Ministerio. —Le brindó una sonrisa breve, como una vela que se apaga—. Pero uno de estos días, seguramente en forma inesperada, recibirá una invitación formal, elegante y oficial para ir a la villa del Líder, y cuando lo haga irá bien sedado con estelacina… quizá la última dosis de nuestra ya escasa provisión. Buenas noches.

La puerta se cerró tras ella: había partido. «Pueden chantajearme por lo que he hecho —pensó—. Y ni siquiera se molestó en mencionarlo; visto y considerando en lo que están implicados, no valía la pena hacerlo. Ya había informado a la patrulla de la Polseg que le habían dado una droga que resultó ser una fenotiacina. Así que ellos lo saben. Me vigilarán; estarán alerta. Técnicamente, no he violado ninguna ley, pero… estarán vigilando… Sin embargo, siempre vigilan, de un modo u otro.»

Se relajó un poco pensando en eso. Con el paso de los años se había acostumbrado, como todos.

«Veré al Benefactor Absoluto del Pueblo como es —se dijo—. Cosa que posiblemente nadie haya hecho. ¿Qué será? ¿Cuál de las subclases de imágenes no alucinatorias? Clases que ni siquiera conozco… una visión que puede abrumarme por completo. ¿Cómo voy a mantener la calma y el equilibrio durante esa noche, si es como la forma que vi en la pantalla del televisor? El Triturador, el Chirriante, el Pájaro, el Tubo Trepador, el Tragón… o algo peor.»

Se preguntó en qué consistían algunas de las otras visiones… y luego abandonó ese tipo de especulación; era improductiva. Y provocaba ansiedad.

A la mañana siguiente, el señor Tso-pin y el señor Darius Pethel lo encontraron en su oficina, ambos tranquilos pero expectantes. Sin decir una palabra, les tendió uno de los dos «exámenes escritos». El ortodoxo, con su breve y angustioso poema árabe.

—Este es obra de un dedicado miembro o candidato a miembro del Partido —dijo con firmeza—. El otro… —arrojó las hojas restantes sobre el escritorio—. Basura reaccionaria. —Se sentía furioso—. A pesar de una superficial…

—Está bien, señor Chien —dijo Pethel, asintiendo—. No necesitamos explorar todas y cada una de las ramificaciones; su análisis es correcto. ¿Oyó que anoche el Líder lo mencionó en su discurso televisivo? —Por supuesto que sí —dijo Chien. —Entonces sin duda habrá deducido que hay algo muy importante implicado en lo que estamos intentando —dijo Pethel. El Líder está interesado en usted; eso es evidente. Para ser más precisos, se ha comunicado conmigo al respecto. —Abrió su atestado portafolios y revolvió en su interior—. Extravié el maldito asunto. De todos modos… —Miró a Tso-pin, que asintió levemente—. A Su Excelencia le agradaría verlo en la cena que ofrecerá el próximo jueves por la noche en la villa del Río Yangtsé. Sobre todo, la señora Fletcher aprecia… —¿La señora Fletcher? —dijo Chien—. ¿Quién es la señora Fletcher? Luego de una pausa Tso-pin dijo con voz seca: —La esposa del Benefactor Absoluto. El verdadero nombre de Su Excelencia, que sin duda usted no habrá oído nunca, es Thomas Fletcher.

—Es un caucásico —explicó Pethel—. Procede del Partido Comunista Neozelandés; participó en la difícil lucha por el poder en ese país. Esta información no es secreta en sentido estricto, pero por otra parte no se ha divulgado. —Titubeó, jugueteando con cadena de su reloj—. Probablemente sea mejor que la olvide. Desde luego, apenas se encuentre con él cara a cara lo advertirá, se dará cuenta de que es un caucásico. Como yo. Como muchos de nosotros.

—La raza no tiene nada que ver con la lealtad hacia el Líder y el Partido —señaló Tsopin—. El señor Pethel es un ejemplo.

«Su Excelencia engaña —pensó Chien—. Sobre la pantalla de televisión no parecía ser occidental.» —En la televisión… —comenzó a decir. —La imagen es sometida a una complicada serie de retoques habilidosos — interrumpió Tso-pin—. Por motivos ideológicos. La mayor parte de las personas que ocupan altos puestos lo saben.

Y clavó en Chien una mirada de dura crítica. «Así que todos están de acuerdo —pensó Chien—. Lo que vemos todas las noches no es real. La cuestión es: ¿hasta qué punto es irreal? ¿Parcialmente? ¿O completamente?» —Estaré preparado —dijo con rigidez. «Ha habido un fallo —pensó—. El grupo que representa Tanya Lee no esperaba que yo consiguiera entrar tan pronto. ¿Dónde está el antialucinógeno? ¿Podrán alcanzármelo o no? Es probable que no, con tan poco tiempo.»

Extrañamente, se sintió aliviado. Iba a presentarse ante Su Excelencia en una situación que le permitiría verlo como ser humano, verlo como él (y todos los demás) lo veían en la televisión. Sería una cena partidista estimulante y alegre, con algunos de los miembros más influyentes del Partido en Asia. «Creo que podremos pasarlo bien sin las fenotiacinas», se dijo. Y su sensación de alivio aumentó.

—Por fin la encontré —dijo Pethel de pronto, extrayendo un sobre blanco del portafolios —Su tarjeta de entrada. Usted viajará en sino-cohete hasta la villa del Líder el jueves por la mañana; allí el oficial de protocolo lo instruirá acerca de cómo debe comportarse. Se trata de una cena de etiqueta, con corbata blanca y frac, pero la atmósfera será cordial. Siempre hay brindis en abundancia. He asistido a dos reuniones semejantes. —Emitió una sonrisa chillona—. El señor Tso-pin no ha sido honrado de la misma forma. Pero como dicen, todo llega para quien sabe esperar. Ben Franklin lo dijo.

—Para el señor Chien la ocasión ha llegado de modo bastante prematuro —dijo Tsopin. Se encogió de hombros filosóficamente. Pero nunca solicitaron mi opinión.

—Otra cosa —le dijo Pethel a Chien—. Es posible que cuando vea a Su Excelencia en persona se sienta desilusionado en ciertos aspectos. Esté atento para que no se note, si esos son sus sentimientos. Siempre nos hemos inclinado, y hemos sido educados para eso, a considerarlo como algo más que un hombre. Pero en la mesa es… un tonto malicioso. En algún sentido, como nosotros mismos. Por ejemplo, puede dar rienda suelta a un aspecto moderadamente humano de actividad oral agresiva y pasiva; quizá cuente una broma fuera de lugar o beba demasiado… Para ser francos, nadie sabe por anticipado cómo terminarán esas reuniones, pero por lo general duran hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Así que sería sensato que acepte la dosis de anfetaminas que le ofrecerá el oficial de protocolo. —¿Cómo? —dijo Chien.

Aquello era algo nuevo e interesante. —Para la tensión nerviosa. Y para equilibrar los efectos de la bebida. Su Excelencia tiene un poder de resistencia admirable; a menudo sigue en pie y ansioso por continuar cuando todos los demás han abandonado.

—Un hombre notable —intervino Tso-pin—. Creo que sus… excesos sólo demuestran que es un compañero magnífico. Y completo; es como el hombre ideal del Renacimiento: como Lorenzo de Médicis, por ejemplo. —Sí, eso es lo que uno piensa —confirmó Pethel. Escrutó a Chien con tanta intensidad, que éste volvió a sentir el temor de la noche pasada. «¿Me están llevando de trampa en trampa? —se preguntó—. Aquella muchacha;

¿era en realidad un agente de la Polseg, poniéndome a prueba, buscando en mí una veta desleal, antipartidista?»

Se las arregló para esquivar al vendedor sin piernas de remedios vegetales al salir del trabajo; volvió al departamento por un camino totalmente distinto.

Tuvo éxito. Evitó al vendedor ese día, y también al día siguiente, y así hasta el jueves. El jueves por la mañana, el vendedor ambulante salió como un bala de abajo de un camión estacionado y le obstruyó el camino enfrentándolo.

—¿Mi medicina? —preguntó el vendedor—. ¿Le sirvió? Sé que lo hizo; la fórmula viene de la dinastía Sung… podría asegurar que surtió efecto. ¿No es así? —Déjeme —dijo Chien. —¿Tendría la bondad de contestarme? —El tono no era el lloriqueo esperado, clásico de un vendedor callejero operando en forma marginal; y ese tono llegó con fuerza a Chien; lo oyó alto y claro… según el dicho proverbial de las tropas títeres imperialistas.

—Sé lo que me dio —dijo Chien—. Y no quiero más. Si cambio de idea puedo comprarlo en una farmacia. Gracias.

Empezó a caminar, pero el carrito, con su ocupante sin piernas, lo persiguió. —La señorita Lee estuvo hablando conmigo —dijo el vendedor en voz alta. —Ajá —dijo Chien, y aumentó en forma automática la marcha distinguió un taxi y empezó a hacerle señas.

—Esta noche va a asistir a la cena de la villa del Río Yang —dijo el vendedor, jadeando por el esfuerzo de mantener el ritmo de marcha—. ¡Tome la medicina… ahora! — Implorante, tendió un envoltorio—. Por favor, Miembro del Partido Chien por su propio bien, por el de todos nosotros. Así podremos saber contra qué luchamos. Buen Dios, podría ser algo extraterrestre ese es nuestro principal temor. ¿No comprende, Chien?

¿Qué su maldita carrera comparada con eso? Si no podemos averiguarlo…

El taxi frenó sobre el pavimento; su puerta se abrió. Chien empezó a abordarlo. El paquete pasó junto a él, aterrizó sobre el borde inferior de la puerta, luego se deslizó hacia la alcantarilla, mojada por la lluvia reciente.

—Por favor —dijo el vendedor—. Y no le costará nada; hoy es gratis. Sólo agárrelo, úselo antes de la cena. Y no utilice las anfetaminas; son un estimulante talámico, contraindicado cuando se toma un depresivo de las adrenales como la fenotiacina… La puerta del taxi se cerró tras Chien, y éste se sentó. —¿Adónde vamos, camarada? —preguntó el mecanismo robot de conducción. Le dio la chapa con el número que indicaba su departamento. —Ese mercachifle imbécil se las arregló para introducir su mugrienta mercancía en mi inmaculado interior —dijo el taxi—. Fíjese. Está junto a su zapato.

Chien vio el paquete; era sólo un sobre de aspecto común. «Supongo que es así como las drogas llegan a uno», pensó; de pronto estaba allí. Se quedó inmóvil por un momento. Luego lo levantó.

Como en la primera vez, un papel escrito acompañaba al producto, pero vio que ahora estaba escrito a mano. Una letra femenina: de la señorita Lee:

«Nos sorprendió por lo repentino. Pero gracias al cielo estábamos preparados. ¿Dónde se encontraba el martes y el miércoles? De todos modos, aquí lo tiene y buena suerte. Me pondré en contacto con usted durante la semana; no quiero que trate de localizarme.»

Le prendió fuego a la nota y la hizo arder en el cenicero del taxi. Y se quedó con los gránulos negros.

«Durante todo este tiempo —pensó—. Alucinógenos en nuestra agua corriente. Año tras año. Décadas. Y no en tiempo de guerra sino de paz. Y no de parte del enemigo sino de nuestro propio campo. Quizá debiera tomar esto; quizá debiera averiguar qué es él o eso y dejar que el grupo de Tanya Lee lo sepa.» Lo haré, decidió. Y además… tenía curiosidad. Una emoción perniciosa, lo sabía. Sobre todo en las actividades del Partido la curiosidad era un estado de ánimo que podía poner punto final a su carrera.

Un estado de ánimo que por el momento lo invadía por completo. Se preguntó si duraría hasta la noche, si inhalaría en realidad la droga cuando llegara el instante preciso. El tiempo lo diría. Eso y todo lo demás. Como lo expresaba el poema árabe, «somos capullos en flor sobre la llanura, donde los elige la muerte». Trató de recordar el resto del poema, pero no pudo. Tal vez no tuviera importancia.

El oficial de protocolo de la villa, un japonés llamado Kimo Okubara, alto y fornido, sin duda un ex luchador, lo examinó con hostilidad innata, incluso luego de haberle presentado su invitación grabada y demostrarle en forma fehaciente su identidad.

—Me sorprende que se haya molestado en venir —murmuró Okubara—. ¿Por qué no quedarse en casa y mirar la TV? Nadie le echa de menos. Hasta ahora lo pasamos bien sin usted. —Ya he mirado la televisión —dijo Chien, envarado. Y, de todos modos, rara vez se televisaban las cenas del Partido; eran demasiado indecentes.

La pandilla de Okubara lo cacheó dos veces en busca de armas incluyendo la posibilidad de un supositorio anal, y luego le devolvieron la ropa. Sin embargo, no encontraron la fenotiacina. Porque ya la había tomado. Sabía que los efectos de dicha droga duraban unas cuatro horas. Era más que suficiente. Y tal como Tanya le había dicho, era una dosis fuerte. Se sentía perezoso, inepto y mareado, la lengua se le movía en espasmos, en un falso mal de Parkinson, un efecto secundario desagradable que no había previsto.

A su lado pasó una muchacha, desnuda a partir del pecho, con largo cabello cobrizo cayéndole sobre los hombros y la espalda. Interesante.

Una muchacha desnuda a partir de las nalgas apareció en sentido opuesto. Interesante, también. Las dos parecían desocupadas y aburridas, y completamente dueñas de sí mismas. —Usted también debe entrar así —informó Okubara a Chien. Alarmado, Chien dijo: —Tenía entendido que debía llevar corbata blanca y frac. —Es broma —dijo Okubara—. Sólo las muchachas van desnudas. Hasta puede llegar a disfrutarlo, a menos que sea homosexual.

«Bueno —pensó Chien—, supongo que será mejor que me guste.» Comenzó a vagar entre los demás invitados. Usaban corbata blanca y frac, como él, y las mujeres vestidos largos de noche, y se sintió ansioso, a pesar del efecto tranquilizante de la estelacina. «¿Por qué estoy aquí?», se preguntó. No se le escapaba la ambigüedad de su situación. Estaba allí para adelantar en su carrera

dentro del aparato del Partido, para obtener el gesto de aprobación íntimo y personal de Su Excelencia… Y por otro lado estaba allí para demostrar que Su Excelencia era un engaño. No sabía qué tipo de engaño, pero lo era: un engaño contra el Partido, contra todos los pueblos democráticos y amantes de la paz de la Tierra. Siguió mezclándose con la gente.

Una muchacha de pechos pequeños, brillantes, iluminados, se acercó a pedirle fuego. Sacó el encendedor con gesto abstraído.

—¿Qué es lo que hace resplandecer sus pechos? —le preguntó—. ¿Inyecciones radiactivas?

La muchacha se encogió de hombros y no dijo nada. Pasó por su lado, dejándole solo. Sin duda había actuado en forma incorrecta.

Quizá se tratase de una mutación de la época de la guerra, estimó. —¿Una copa, señor? Un sirviente le tendió una bandeja con elegancia. Aceptó un martini (que era el trago de moda entre las clases altas del Partido en China Popular) y probó el sabor seco y helado. Un buen gin inglés. O posiblemente la mezcla original holandesa; con enebro o algo así. No estaba mal. Siguió avanzando, sintiéndose mejor. En realidad, la atmósfera del lugar le resultaba agradable. Aquí la gente tenía confianza en sí misma. Habían triunfado y ahora podían relajarse. Evidentemente, era un mito que estar cerca de Su Excelencia producía ansiedad neurótica: al menos allí no veía el menor indicio, y él mismo apenas la sentía.

Un hombre calvo, maduro y fornido lo detuvo por el simple procedimiento de apoyar su copa contra el pecho de Chien.

—La pequeña que le pidió fuego —dijo el hombre, y resopló—. La tipa con los pechos como adornos navideños… era un muchacho, de compañía —soltó una risita—. Aquí hay que tener cuidado.

—¿Y dónde puedo encontrar mujeres auténticas, si es que las hay? —preguntó Chien—. ¿Entre las corbatas blancas y los fracs?

—Muy cerca —dijo el hombre, y partió con un tropel de invitados hiperactivos, dejando a Chien a solas con su martini.

Una mujer alta, elegante, bien vestida, que estaba de pie cerca de Chien, le agarró de pronto el brazo con la mano; Chien sintió que los dedos de la mujer se tensaban y ella le decía:

—Ahí viene Su Excelencia. Es la primera vez que lo veo. Estoy un poco asustada.

¿Tengo bien el pelo?

—Espléndido —dijo Chien, pensativo, y siguió la mirada de la mujer para ver por primera vez al Benefactor Absoluto.

Lo que cruzaba la habitación hacia la mesa del centro no era un hombre. Y Chien advirtió que tampoco se trataba de un aparato mecánico. No era lo que había visto en la televisión. Evidentemente, aquello era un sencillo dispositivo para emitir discursos, así como Mussolini había utilizado un brazo artificial para saludar los desfiles largos y tediosos.

«Dios —pensó, y se sintió enfermo—. ¿Era esto lo que Tanya llamaba el «horror acuático»?» No tenía forma. Ni pseudópodos de carne o metal. En cierto sentido no estaba allí. Cuando lograba mirarlo de frente, la forma se desvanecía. Veía a través de ella, veía la gente al otro lado: pero no la forma en sí misma. Su embargo, si giraba un poco la cabeza y la miraba de lado, la captaba y podía determinar sus limites.

Era terrible; lo abrumó de horror. A medida que avanzaba absorbía la vida de cada persona; devoró a la gente allí reunida, siguió su camino, volvió a comer, siguió comiendo con un apetito insaciable. Aquello odiaba. Chien sentía su odio. Aquello aborrecía. Chien sentía cómo aborrecía a todos los presentes: en realidad, él compartía su aborrecimiento. De repente, Chien y todos los que estaban en la enorme villa eran cada uno una babosa retorcida, y por encima de los caparazones de babosa caídos, la criatura saboreaba, se demoraba, pero siempre yendo hacia él: ¿o era una ilusión? «Si esto es una alucinación —pensó Chien—, es la peor que he tenido en mi vida. Si no lo es, entonces es una realidad maligna. Es algo maligno que mata y lastima.» Vio el rastro de sobras de hombres y mujeres pisoteados, amasados que el ser dejaba a su paso; los vio tratando de reponerse, de actuar con sus cuerpos tullidos: oyó cómo trataban de hablar.

«Sé quién eres —pensó Tung Chien—. Tú, el caudillo supremo de la estructura mundial del Partido. Tú, que destruyes cuanto objeto viviente tocas. Comprendo aquel poema árabe, la búsqueda de las flores de la vida para comerlas: te veo montado a horcajadas sobre la llanura que para ti es la Tierra, una llanura sin profundidades ni alturas. Vas a todas partes, apareces en cualquier momento, devoras todo. Edificas la vida y luego la engulles, y disfrutas al hacerlo. Eres Dios.»

—Señor Chien —dijo la voz que venía del interior de su cráneo y no del espíritu sin boca que se iba formando directamente ante él—. Me alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me interesa. ¿Por qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo excretarlo, y así lo hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas filosas. Desparramo objetos con puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos, profundos, hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las partículas de mi carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No importa, como no importa si la criatura de pechos encendidos era una muchacha o un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos. Se rió. Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era demasiado terrible— que le hubiera elegido a él.

—Los he elegido a todos —dijo aquello—. Nadie es demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo estoy allí para contemplarlo. Sólo necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.

Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien lo seguía viendo. Sentía su presencia múltiple. Era un globo que colgaba en la habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos…, miles de millones. Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo pisoteaba cuando yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe parecía ser la muerte no era la muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una fuerza, un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda la eternidad por delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los dos poemas. También el de Dryden. La gastada procesión. Eso es nuestro mundo y tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos. «Pero al menos me queda mi dignidad», pensó. Con dignidad abandonó su copa, se dio vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de ellas. Caminó por un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura, le abrió una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en una galería, solo. Pero no estaba solo. El ser lo había seguido. O ya estaba allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En realidad no había terminado con él. —Allá voy —dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda. Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera muerte, no lo que había vislumbrado el poema árabe.

Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión de sí mismo sobre su hombro. —¿Por qué? —dijo Chien.

Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada. —No caigas por mí —dijo. Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de él. Pero lo que estaba apoyado sobre su hombro… había comenzado a parecerse a una mano humana. Y entonces el ser rió. —¿Qué hay de gracioso? —preguntó Chien, mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la falsa mano.

—Estás haciendo mi trabajo —dijo—. No estás esperando. ¿No tienes tiempo para esperar? Te escogeré entre los demás. No necesitas acelerar el proceso. —¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti? El ser rió y no contestó. —Ni siquiera me lo vas a decir —dijo Chien. Tampoco esta vez hubo respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería. Y la presión de la falsa mano se aflojó de inmediato. —¿Tú fundaste el Partido? —preguntó Chien. —Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y los que están a favor de él y los que están en contra, los que tú llamarías Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el infinito. Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba. —¿Y estás aquí para disfrutarlo? —Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en mí —dijo el ser. —¿Qué? ¿Confiar en ti para qué? —preguntó Chien temblando. —¿Crees en mí? —Sí. Puedo verte. —Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio. Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado, obeso, que bebe mucho y pellizca el trasero de las muchachas. —Oh, Cristo —dijo Chien. —Mientras sigas viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello. —Te quitaré partícula por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado hasta la muerte te revelaré un misterio. —¿Cuál es el misterio? —Los muertos vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te diré esto: hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque para entonces te habré matado. Ahora regresa al salón y prepárate para la cena. No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que existiera alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de existir. Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible. Y experimentó un intenso dolor en la cabeza. Y oscuridad, con una sensación de caída. Luego, otra vez oscuridad. «Te alcanzaré —pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que sufras. Vas a sufrir, como nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que te crucificaré contra algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora.» Cerró los ojos.

Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara. —Deténgase, borracho. ¡Vamos! Sin abrir los ojos, dijo: —Necesito un taxi. —El taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos. Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó. «El Líder a quien seguimos —pensó— es el Unico Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que luchamos y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes. Pero no entiendo lo que eso significa.» Clavó la mirada en el oficial de protocolo y pensó: «Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá ni siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente.» Se estremeció. —Mezclar copas con drogas —dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he visto muchas veces. Desaparezca.

Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como caballeros medievales, con penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo: —Buenas noches, señor. —Para usted —dijo Chien, y entró en la noche.

A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba sentado e insomne en la sala de estar de su departamento, fumando un Cuesta Rey Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.

Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos ardían, interrogantes.

—No me mires así —dijo él ásperamente. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me han mirado lo suficiente. —Lo viste —dijo ella. El asintió.

La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un momento dijo: —¿Quieres contármelo? —Vete lo más lejos posible —dijo Chien—. Bien lejos. Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó haber leído también eso. —Olvídalo —dijo.

Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y empezó a preparar café. Siguiéndolo, Tanya dijo: —¿Fue… tan malo? —No podemos ganar —dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en eso. Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme. Olvidarme de todo el maldito asunto. —¿Es extraterrestre? —Sí. —¿Es hostil a nosotros? —Sí —dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil. —Entonces tenemos que… —Vete a casa y acuéstate. —La escrutó con cuidado. Había permanecido sentado un largo rato y había pensado mucho acerca de muchas cosas—. ¿Estás casada? — preguntó. —No. Ahora no. Lo estuve. —Quédate conmigo esta noche —dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el sol. Durante la noche es horrible.

—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del impermeable—, pero necesito algunas respuestas.

—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música destemplaría el cielo? —dijo Chien—. ¿Qué puede hacer la música al cielo?

—Que todo el orden celestial del universo termina —dijo la muchacha mientras colgaba el impermeable en el armario del dormitorio. Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones elásticos. —Eso es lo malo —dijo Chien.

La muchacha hizo una pausa, reflexionando. —No sé. Supongo que sí. —Es concederle mucho poder a la música. —Bueno, ya conoces la antigua idea pitagórica acerca de la «música de las esferas». Con gestos precisos se sentó en el borde de la cama y se sacó sus zapatos livianos como chinelas. —¿Crees en eso? —dijo Chien—. ¿O crees en Dios? —¡Dios! —rió la muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás hablando? ¿De Dios o de dios?

Se acercó a él, mirándole a los ojos. —No me mires tan de cerca —dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a mirar así. Se apartó, irritado. —Creo que si hay un Dios le importan muy poco los asuntos humanos —dijo Tanya—. Bueno, esa es mi teoría. Quiero decir que a Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido siempre ha negado cualquier forma de… —¿Alguna vez lo viste a Él? —preguntó Chien—. ¿Cuándo eras niña? —Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía… —¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la misma cosa? ¿Qué Dios podría ser al mismo tiempo bueno y malo? —Te prepararé un trago —dijo Tanya, y entró descalza a la cocina. —El Triturador, el Chirriante, el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador… —dijo Chien—, más otros nombres, otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme. Terrible. —Pero la estelacina… —Provocó una peor —dijo él. —¿Hay algún modo de luchar contra lo que viste? —dijo Tanya sombríamente—.

¿Contra ese fantasma al que llamas alucinación pero que sin duda no lo era? —Creer en él —dijo Chien. —¿Qué lograremos con eso? —Nada —dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago… Acostémonos.

—Está bien. —Regresó silenciosa al dormitorio, comenzó a sacarse el suéter a rayas por encima de la cabeza—. Lo discutiremos a fondo más tarde.

—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me gustaría haberla tenido. Quiero que vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina. —Ahora ven a la cama. Seré amable. Toda calor y ternura. Chien se sacó la corbata, la camisa… y vio, sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había dejado aquello cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre. Entonces se puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.

—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo —dijo Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No estás contento? —Por supuesto —dijo él, asintiendo invisible en la oscuridad. Muy contento. —Ven, acércate a mí —dijo Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos por ahora.

Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia; se movió con eficacia, con rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya dijo «¡Oh!», y se relajó. —Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo Chien. —Lo hicimos —dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites, como un océano. Así éramos en la época cámbrica, antes de que emigráramos a la tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único momento en que retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y en aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas burbujas que flotan hasta la playa. —Que flotan y allí se quedan, a morir —dijo Chien. —¿Puedes alcanzarme una toalla? —preguntó Tanya—. ¿O un trapo? Lo necesito. Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla. Allí, y ahora completamente desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido, tirándolo hacia atrás, quizá para juguetear con él un poco más.

Las marcas, inexplicablemente, sangraban. Se limpió la sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Era probable que sólo unas horas. Volviendo a la cama, dijo: —¿Puedes seguir? —Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.

La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la difusa luz nocturna. —Me queda —dijo Chien.

Y la atrajo con fuerza hacia él.

No soy partidario de ninguna de las ideas de La fe de nuestros padres; no pretendo, por ejemplo, que los países de más allá del Telón de Acero vayan a ganar la guerra fría… o que moralmente debieran hacerlo. Un tema de la historia, sin embargo, parece apasionarme, con vistas a los recientes experimentos con drogas alucinógenas: la experiencia teológica, que tanta gente que ha tomado LSD ha informado. Se me aparece como una frontera enteramente nueva; en cierta medida, la experiencia religiosa puede ser en la actualidad estudiada científicamente… y, lo que es más, considerada como alucinación parcial pero conteniendo también otros componentes reales. Dios, como tópico en la ciencia ficción, cuando aparecía en ella, acostumbraba a ser tratado polémicamente, como en Out of the Silent Planet (Más allá del planeta silencioso). Pero yo prefiero tratarlo como una excitación intelectual. ¿Qué ocurriría si, a través de las drogas psicodélicas, las experiencias religiosas se convirtieran en un lugar común en la vida de los intelectuales? El viejo ateísmo, que nos parecía a tantos de nosotros — incluido yo— válido en términos de nuestras experiencias, o mejor falta de experiencias, debería ser dejado momentáneamente de lado. La ciencia ficción, sondeando siempre lo que está a punto de ser pensado o de ocurrir, deberá finalmente enfrentarse sin preconcepciones a una futura sociedad neomística en la cual la teología constituya una fuerza tan importante como en el período medieval. Esto no es necesariamente un paso atrás, porque actualmente estas creencias pueden ser comprobadas…, obligadas a justificarse o a callarse. Yo, personalmente, no poseo auténticas creencias acerca de Dios; sólo mi experiencia de que Él está presente… subjetivamente, por supuesto; pero el reino interior es real también. Y en una historia de ciencia ficción uno proyecta lo que ha sido una experiencia interior personal en un medio determinado; se convierte en algo socialmente compartido, y en consecuencia discutible. La última palabra, sin embargo, sobre el tema de Dios, puede que ya haya sido dicha, en el siglo IX de nuestra era, por Juan Escoto Eríugena, en la corte del rey franco Carlos el Calvo: «No sabemos lo que es Dios. El propio Dios no sabe lo que Él es debido a que no es nada. Literalmente, Dios no es, porque trasciende el propio ser». Una visión mística tan penetrante —y Zen—, aparecida hace tanto tiempo, será difícil de superar; en mis propias experiencias con las drogas psicodélicas he conocido muy pocas iluminaciones comparables a la de Eríugena.

Felisberto Hernández: La casa inundada. Cuento

Felisberto HernándezDe esos días siempre recuerdo las vueltas en un bote alrededor de una pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo; pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar siempre las mismas gotas. Pero ya sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas por allí y me llamaba en la noche -si había luna- para dar vueltas de nuevo. Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides, -el novio de la sobrina de la señora Margarita- me dijo que ella había perdido al marido en un precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos «la avenida de agua», del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de la cabeza de la señora Margarita -en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la isla al libro- no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.

Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar diferentes cometidos; primero fue casa de campo; después instituto astronómico; pero como el telescopio que habían pedido a Norte América lo tiraron al fondo del mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último la señora Margarita la compró para inundarla.

Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, yo envolvía a esta señora con sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.

Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me había hecho pasar de la miseria a esa opulencia, vivía en una tranquilidad generosa y ella se prestaba -como prestaría el lomo una elefanta blanca a un viajero- para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de tos vidrios, parecían decir: «¿Qué pasa, hijo mío?».

Por eso yo fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora dejo libre mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la segunda, la verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin de la temporada, tuvo una manera extraña de ser inaccesible.

Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.

Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que yo estaba muy débil, me invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la ceremonia, pensó en conseguirme un empleo, y ahogado de risa, me habló de una «atolondrada generosa» que podía ayudarme. Y al final me dijo que ella había mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le habló mucho de mis libros y por último le dijo que yo era un «sonámbulo de confianza». Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano próximo, si yo sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué causa, Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano fueron a la casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron los primeros días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo tomé un ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de allí a la casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la noche pensé que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me dejó con las valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, «la avenida de agua», y tocó la campana, colgada de un plátano; pero ya se había desprendido de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula iluminada y al lado un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque del agua). Debajo de la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me empezó a hablar antes de llegar. Me conversó durante todo el trayecto (fue él quien me dijo lo de la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de la cúpula. En ese momento el botero me decía: «Ella no quiere que tiren papeles ni ensucien el piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita no hay puerta y una mañana en que se despertó temprano, vio venir nadando desde el comedor un pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha rabia y le dijo que se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la vida que ver nadar un pan».

El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un zaguán ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de agua y la isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una puerta cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce afirmado en la vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una escalera de cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras que se perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer gruesa con flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama, me recibiría al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por teléfono.

Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica sin esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española levantó mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama «tanto libro» y «hasta la habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran». Yo debo haber hecho algún gesto por la molestia de la luz.

-¿A usted también le incómoda la luz? Igual que a ella.

Fui a encender un portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás del portátil, y lo atendió la española. Decía muchos «sí» y las pequeñas flores blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella sujetaba las palabras que se asomaban a la boca can una silaba o un chistido. Y cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.

Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero yo, preocupado de cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre la luz llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondía con fuerza separando las palabras.

-Hable naturalmente -me dijo-; ya le explicaré por qué le he dicho a María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir, soy susceptible; pero ya hablaremos…

Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente me llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado con lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña y no podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la mañana, un pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo saltar en la cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté el tubo del teléfono.

-¿Está despierto?

-Es verdad.

Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en pijama y que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como el empleado al que le dieran un momento libre.

En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al amanecer. Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos árboles eran los plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el brillo de las hojas; al mismo tiempo se asomaban a la «avenida de agua» tocándose disimuladamente las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una alegría perezosa. Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje nuevo para mirarlo más tarde.

Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir agua caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre joven que dio los «buenos días» con humildad; era el hombre del agua y hablaba de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me dijo que me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la escalera -alta y empinada- a la señora Margarita. Era muy gruesa y su cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado. Tenía la cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies en la escalera empezó a mirar sin disimulo y yo descendía con la dificultad de un líquido espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que yo llegara abajo. Y me dijo:

-Usted no es como yo me lo imaginaba… siempre me pasa eso… Me costará mucho acomodar sus cuentos a su cara.

Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al que le molestara el freno. Y le contesté:

-Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.

Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; yo no era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía pensando en el asilo de madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos. En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo cuando yo tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:

-No se apure; se va a cansar en seguida.

Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vació dichoso y me sentí por primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve cierta conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado largo tiempo. Tal vez me haya despertado el cansancio. Al rato ella me hizo señas con una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera en el sapo más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago, había esparcidos sapos de bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí, ella sacó el cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos quedamos inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera rara, como si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al final era un suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote pero veía también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo hacía pensar que la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que volviera a hacer la carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar yo soltaría el aire que retenía en los pulmones para no perder las primeras palabras. Después la espera se fue haciendo larga y yo dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo la puerta de un cuarto donde alguien duerme. No sabía si esa espera quería decir que yo debía mirarla; pero decidí quedarme inmóvil todo el tiempo que fuera necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y los pies, y puse mi atención en ellos sin mirar directamente. La parte aprisionada en los zapatos era pequeña; pero después se desbordaba la gran garganta blanca y la pierna rolliza y blanda con ternura de bebé que ignora sus formas; y la idea de inmensidad que había encima de aquellos pies era como el sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado tiempo esperando la carraspera; y no sé en qué pensamientos andaría cuando oí sus primeras palabras. Entonces tuve la idea de que un inmenso jarrón se había ido llenando silenciosamente y ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos intermitentes.

-Yo le prometí hablar … pero hoy no puedo… tengo un mundo de cosas en qué pensar…

Cuando dijo «mundo», yo, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo. Ella siguió:

-Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.

Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.

-Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.

Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro. Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se habían cerrado y abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que ya había visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido volver unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las palabras que yo había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me llenaba de amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una pena, porque yo las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Margarita dijo:

-Deténgase en la escalera y vaya a su cuarto. Creo que luego tendré muchas ganas de conversar con usted.

Entonces yo miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las plantas me di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella escalera casi blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las vértebras de un animal prehistórico.

Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del ropero y sonó el teléfono:

-Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando yo le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y yo no lo molestaré más hasta que pasen dos días.

Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar.

Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza, de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender a los demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no, podía ocurrir, que mientras yo vivía cerca de ella, con un descuido encantado, esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y cuando estuviera en mi pieza, entregado a mis lecturas, miraría también la llanura, sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia, robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el verano.

Pero ocurrieron otras cosas.

Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua incrustados sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las hubieran carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos parecían desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los ojos. Tardó en cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en los planos y después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los caños, absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta artificial. Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto las sombras de algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se abrían y cerraban alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me costaba comprender la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso explicarme todo de nuevo. Pero entró María.

-Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella le parecen intestino… y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado… -Y dirigiéndose a mí-: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que esta noche tendremos «velorio». Sí, ella pone velas en unas budineras que deja flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio «velorio». Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las budineras.

Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el ruido de los motores. Pero ya estaba aburrido y no quería asombrarme de nada.

Otra noche en que yo había comido y bebido demasiado, el estar remando siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el silencio que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que «la montaña» se movía porque yo la llevaba en el bote. Después ella quiso que nos quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas que se asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta: «El nombre de ella es como su cuerpo; las dos primera silabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas a su cabeza y sus facciones pequeñas…». Parece mentira, la noche es tan inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas mayores, tan cerca y pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la madrugada… y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas… Pero qué firme es la soledad de esta mujer…

Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas pocas palabras:

-No me haga ninguna pregunta…

Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón: «¿quién te hace ninguna pregunta? … Mejor me dejaras ir a dormir…»

Y ella terminó de decir:

-… hasta que yo le haya contado todo.

Por fin aparecerían las palabras prometidas -ahora que yo no las esperaba-. El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada. «Pobre, me decía a mí mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le será difícil manejar ese cuerpo…»

Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las mías.

«Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia…».

Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y creí que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía llenarse de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que acababa de oír. Después pensé que yo me había quedado, indebidamente, con la angustia de su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla. Pero en seguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se deslizaron otras. Debe haber sido con el que estuvo antes en la pequeña ciudad de Italia. Y después de perderlo, en Suiza, es posible que haya salido de allí sin saber que todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho que no encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del ferrocarril la debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado, decidió bajarse en la pequeña ciudad de Italia, peor en ese otro lugar se ha encontrado, sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas. Ahora ella no podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que Alcides me ha contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida de su marido, sino simplemente: «Margarita fue trastornada toda su vida», y María atribuía la rareza de su ama a «tanto libro». Tal vez ellos se hayan confundido porque la señora Margarita no les habló de su pena. Y yo mismo, si no hubiera sabido algo por Alcides, no habría comprendido nada de su historia, ya que la señora Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.

Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella volvieron, la señora Margarita parecía instalada en una habitación del primer piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oyó ruidos, y fue hacia una ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de otras luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que le había estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si el agua era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero después el agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y caminaba con cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruido pero igual se levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en la noche anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba, ahora era por entre hojas que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando, dentro de sus propios ojos y las miradas de los dos se había detenido en una misma contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por dormirse, tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del fondo del agua. Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había dejado un aviso en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la miraran. Entonces la señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando, descalza y asombrada, por su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era distinto, como si alguien hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba con otro aire y otro sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el agua; y al volver a su cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y esperadas desde hacía mucho tiempo.

A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que hablaban en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la noche y pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie. Pero escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que ellas empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que las echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejaría engañar por la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una regadera en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de agua, haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida, pensó: «No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que no puede explicarse». Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor de cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver el agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que la misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: «No, esto es muy serio; alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma».

Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el agua se dio cuenta que por su mirada descendía un pensamiento. Aquí la señora Margarita dijo estas mismas palabras: «un pensamiento que ahora no importa nombrar» y, después de una larga carraspera, «un pensamiento confuso y como deshecho de tanto estrujarlo. Se empezó a hundir, lentamente y lo dejé reposar. De él nacieron reflexiones que mis miradas extrajeron del agua y me llenaron los ojos y el alma. Entonces supe, por primera vez, que hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en ella se refleja y que recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que entregar el cuerpo al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo penetra y él nos cambia el sentido de la vida». Fueron éstas, aproximadamente, sus palabras.

Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroyo, y en el primer momento no se acordó que por los arroyos corría agua -algo del mundo con quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la corriente, y en seguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se dirigía a ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar lejano, gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de un árbol; anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la señora Margarita oyó pasos sordos, con palpitaciones. Tuvo una angustia de presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían el agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.

Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente. Mientras el marido la miraba, embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y cuando se fue a llevar una copa a los labios, la señora pensó: «En qué bocas anda el agua». En seguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de lágrimas. Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó agitada y con el recuerdo del arroyo llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en favor del arroyo: «Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie puede con ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle una trampa y encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio sucio, y ese pozo es como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como de paso, vertiginoso, si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan; ese debe ser, también, el sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo estar con mis pensamientos y mis recuerdos como en un agua que corre con gran caudal…» Esta marea de pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se levantó de la cama, preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el corredor sin querer mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: «El agua es igual en todas partes y yo debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del mundo». Pasó un tiempo angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril. Pero después el ruido de las ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que había dejado en la fuente del hotel; recordó la noche en que estaba sucia y llena de hojas, como una niña pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole algo; pero si no había cumplido la promesa de una esperanza o un aviso, era por alguna picardía natural de la inocencia. Después la señora Margarita se puso una toalla en la cara, lloró y eso le hizo bien. Pero no podía abandonar sus pensamientos de agua quieta: «Yo debo preferir, seguía pensando, el agua que esté detenida en la noche para que el silencio se eche lentamente sobre ella y todo se llene de sueño y de plantas enmarañadas. Eso es más parecido al agua que llevo en mí, si cierro los ojos siento como si las manos de una ciega tantearan la superficie de su propia agua y recordara borrosamente, un agua entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le quedara un poco de vista».

Aquí se detuvo un rato, hasta que yo tuve conciencia de haber vuelto a la noche en que estábamos bajo las ramas; pero no sabía bien si esos últimos pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le había ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al pie de la escalera.

Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve el recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.

En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta que ella pertenecía al marido, sino que yo había pensado demasiado en ella; y a veces de una manera culpable. Entonces parecía que fuera yo el que escondía los pensamientos entre las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastrara a mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que yo recibía en mi propia vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión; llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho tiempo y apenas cometido un gran pecado.

De pronto me di cuenta que de mi propia alma me nacía otra nueva y que yo seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea de su marido. Y cuando ella terminó de hablar y yo subía la escalera de cemento armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles.

Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera el relato de la señora Margarita; fui cayendo con una sorpresa lenta, en mi alma de antes, y pensando que yo también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que hoy había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima de un pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con bastantes detalles y cargados, con un sentido que yo conocía bien. Habían empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza me quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme de aquella casa; pero eso fue como si al despertar, hiciera un movimiento con la intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir durmiendo. Otra tarde quise imaginarme -ya lo había hecho con otras mujeres- cómo sería yo casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que si su soledad me inspirara lástima y yo me casara con ella, mis amigos dirían que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al descubrirme caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la vereda angosta que rodeaba al lago, en las noches que ella quería caminar).

Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía ejercer a gran distancia, como si yo fuera un satélite, y al mismo tiempo que se me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más libremente. Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera desaparecer el tul.

A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo, por teléfono: «Le ruego que vaya a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero que usted me vea sin el agua». Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí recibiría el aviso para volver.

La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y en el momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió al poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: «Los dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles». Pero esta coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían llevarme con la primera señora Margarita, yo tenía, también, en el fondo de mi pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero mis abuelos aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta y se exterminaran de un golpe.

En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para ampliar su mala manera de pensar en ella). Además yo ya estaba bastante confundido con mis dos señoras Margarita y vacilaba entre ellas como si no supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la última señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y tuve la idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me confundiera entre los recuerdos del marido, y yo, después, pudiera sustituirlo.

Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres humanos, los ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté el viaje con una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que yo me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes. Primero llegó Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a tomar. No la había despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los primeros días. La señora Margarita, sin decirle una palabra, la empujó, y Filomena cayó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la acompañó y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó, tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre gomas infladas, como las que los niños llevan a las playas), volcó una botella de aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el tocador. Ella pidió agua por teléfono, «como si allí no hubiera bastante o no fuera la misma que hay en toda la casa», decía María.

La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la señora Margarita y yo no encontraríamos las palabras y los pensamientos como los habíamos dejado, debajo de las ramas.

Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como ya había ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán. Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo. Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada -ella no me dio detalles- tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver tierra se dio cuenta que el agua del océano no le pertenecía, que en ese abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios y cuando miraban la inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no en una bañera, y de entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en su camarote, y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y revistas, como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que se movía entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y yo me di cuenta que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no coincidían, echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar sus palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo sus pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo que en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba apoyada en una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que apenas dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por la superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la hiciera tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo conciencia que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua dulce del cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se precipitaban tan seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida toda la cubierta era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió a mirar el mar, que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad conque un animal se traga a otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de pronto su cuerpo se empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara, como un temblor de tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que buscara pensamientos que justificaran su risa y por fin se dijo. «Esta agua parece una niña equivocada; en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra agua». Después sintió ternura en lo dulce que sería para el mar recibir la lluvia; pero al irse para su camarote, moviendo su cuerpo inmenso, recordó la visión del agua tragándose la otra y tuvo la idea de que la niña iba hacia su muerte. Entonces la ternura se le llenó de una tristeza pesada, se acostó en seguida y cayó en el sueño de la siesta. Aquí la señora Margarita terminó el relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi pieza.

Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer yo oí el ruido de las budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que acompañarla en su «velorio». Ella me esperó al pie de la escalera cuando ya era casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de que había estado oyendo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto a la pared.) Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda, con una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un conciliábulo de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis remos tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio. En ese instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la pared -menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y el tocador- había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores; recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca, suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y me dijo que yo hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme con un chivo blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió trayendo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las fuera poniendo en el agua. Al subir, yo me caí en la cama; me levanté en seguida pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo las budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me dijo: «Por favor, no las ponga así que parece un velorio». (Entonces me di cuenta del error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando el tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y yo tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella se le cayó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo y se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí había también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de tocar el gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar la puerta que era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la cama, empezó a arreglar las almohadas y me hizo señas para que yo tocara el gong. A mí me costó hacerlo; tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la cama para no rozar sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía miedo de caerme al agua -la profundidad era sólo de cuarenta centímetros-. Después de hacer sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al retirarme- andando hacia atrás porque no había espacio para dar vuelta-, vi la cabeza de la señora recostada a los pies del chivo, y la mirada fija, esperando. Las budineras, también inmóviles, parecían pequeñas barcas recostadas en un puerto antes de la tormenta. A los pocos momentos de marchar los motores el agua empezó a agitarse; entonces la señora Margarita, con gran esfuerzo, salió de la posición en que estaba y vino de nuevo a arrojarse de bruces a los pies de la cama. La corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar las budineras, unas contra otras, y después de llegar a la pared del fondo volvió con violencia a llevarse las budineras, a toda velocidad. Se volcó una y en seguida otras; las velas al apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la señora Margarita, pero ella, previendo mi curiosidad, se había puesto una mano al costado de los ojos. Rápidamente, las budineras se hundían en seguida, daban vueltas a toda velocidad por la puerta del zaguán en dirección al patio. A medida que se apagaban las velas había menos reflejos y el espectáculo se empobrecía. Cuando todo parecía haber terminado, la señora Margarita, apoyada en el brazo que tenía la mano en los ojos, soltó con la otra mano una budinera que había quedado trabada a un lado de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa budinera también se hundió en seguida. Después de unos segundos, ella, lentamente, se afirmó en las manos para hincarse o para sentarse sobre sus talones y con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla perdida entre la gordura de la garganta, miraba el agua como una niña que hubiera perdido una muñeca. Los motores seguían andando y la señora Margarita parecía, cada vez más abrumada de desilusión. Yo, sin que ella me dijera nada, atraje el bote por la cuerda, que estaba atada a una pata de la cama. Apenas estuve dentro del bote y solté la cuerda, la corriente me llevó con una rapidez que yo no había previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si yo hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún secreto. En el patio, la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté en el sillón del bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las vueltas que había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra persona, y a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y me vino una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía por qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme hablar ni una palabra; por ahora yo estaba seguro que nunca me encontraría plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote para pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más decirle.

Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar. Al principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla. Tal vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que correr y dejar sugerencias a su paso; pero yo me moriré con la idea de que el agua lleva adentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier manera yo soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie podrá prohibir que conserve mis recuerdos en el agua.

Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:

-¿Vio qué pronto instalamos las regaderas?

-Sí, y… ¿anda bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).

-Cómo no… Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.

Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:

«Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones. Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera de mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que me acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia en seguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso es lo que hará mañana.

«Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta le hace. Margarita.

«P.D. Si por causalidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le he contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas palabras: «Esta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté muerto.»

Mario Benedetti: A imagen y semejanza. Cuento

Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia1 (1920 – 2009)
Escritor y poeta uruguayo.

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

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