Roberto Bolaño: El ojo Silva. Cuento

22379686para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de  los  cincuenta,  los que  rondábamos  los veinte  años cuando  murió  Salvador Allende.

El caso  del Ojo  es paradigmático  y ejemplar  y tal vez  no  sea ocioso  volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.

En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México, en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.

No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el DF: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles, en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del DF. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal, yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.

Los primeros meses en el DF, por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café La Habana fue el Ojo.

Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierdas que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.

Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana,  de  alguna  amiga  de  mi  madre  y  de  mí.  A  todo  el  mundo  le  gusta  que  lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.

Una noche me lo encontré en el café La Habana. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía La Habana y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Ésa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.

Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que  se  iba  de  México.  Por  un  instante  creí  entender  que  se  marchaba  porque  era homosexual.  Pero  no,  un  amigo  le  había  conseguido  un  trabajo  en  una  agencia  de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.

Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía.

Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.

Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció  un gesto  de mala educación.

Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.

Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.

En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.

Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos en el primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.

Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.

Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en  realidad  el  monólogo,  que  de  verdad  me  interesa  es  el  que  se  produjo  mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.

La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente oí que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.

Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en La Habana antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.

Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Herman Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio  más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo  eran indias,  y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado  latente,  una  hibernación  ajena  al  concepto  de  hibernación  occidental,  árboles distintos de los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.

El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.

Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.

No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madras, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes —y en los planes de sus editores— el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbata. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más ajadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.

Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa de fachada pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.

Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando al suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.

En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé medir el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive, y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.

La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben  participantes,  sea  mayor.  Con  una  sola  diferencia.  Al  niño,  días  antes  de  que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre —aunque los niños no suelen tener más de siete años— sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.

Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía de tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.

¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.

Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.

Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por uno de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió  y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios.

Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.

Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.

En algún  momento,  mientras el Ojo  miraba  la  efigie del dios,  aquellos que  lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.

Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado  y otro  pasillo  peor  iluminado  (con  el  niño  a  un  lado  del  Ojo,  mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez de seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en las que se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos  quirúrgicos  con  que  el  niño  iba  a  ser  castrado  aquella  madrugada  o  la siguiente, en cualquier caso el niño  había llegado, pudo entender, aquel mismo  día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue «otra cosa» sino «madre».

Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.

Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si  estuviera  soñando  y  transpirando  a  mares.  Recuerda  con  viveza  la  sensación  de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.

El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio  de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.

Después cogieron otro  autobús,  y un taxi,  y otro  autobús,  y otro  tren,  y hasta hicimos dedo dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles,  innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.

Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.

Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.

¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.

Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.

En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.

Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en la que le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió  la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado  final  era  aún  más  horroroso,  me  confesó  el  Ojo,  pero  yo  ya  me  había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.

Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.

Tras  convalecer  en una  cabaña  que  la  lluvia  iba  destrozando  cada  día,  el  Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el  burdel  en  donde  castraban  a  los  niños.  Sus  habitaciones  se  habían  convertido  en viviendas en las que se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.

Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.

Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar.

Sheridan Le Fanu: Té verde. Cuento

Sheridan Le FanuPrólogo: Martin Hesselius, el médico alemán

Aunque dueño de una cuidadosa educación en medicina y en cirugía, jamás he practicado ninguna de ellas. No obstante, sigue interesándome profundamente el estudio de ambas. Ni el ocio ni el capricho fueron causa de que abandonara la honorable vocación en la que acababa de iniciarme. Causa fue un rasguño bastante insignificante con un bisturí de disección. Aquella pequeñez me costó la pérdida de dos dedos, que me fueron amputados sin tardanza, así como la pérdida incluso más dolorosa de la salud, pues desde aquel momento nunca he estado del todo sano, y rara vez he permanecido en el mismo lugar por más de doce meses.

En mis vagabundeos trabé conocimiento con el doctor Martin Hesselius, vagabundo como yo mismo, como yo, médico y, como yo, entusiasta de su profesión. Se diferenciaba de mí en que sus viajes eran voluntarios y era, si no hombre de fortuna, según el cálculo que de fortuna hacemos en Inglaterra, al menos sí lo que nuestros antepasados llamaban «de situación acomodada». Era ya un anciano cuando lo conocí, y me llevaba casi treinta y cinco años.

En el doctor Martin Hesselius encontré mi maestro. Sus conocimientos eran inmensos y la intuición su manera de penetrar en un caso. Se trataba del hombre justo para inspirar asombro y deleite en un joven entusiasta como yo. Mi admiración ha soportado la prueba del tiempo y sobrevivido la separación de la muerte. Estoy seguro de que tenía una base sólida.

Por casi veinte años fungí como su secretario. Dejó a mi cuidado su inmensa colección de escritos, para que los ordenara, clasificara y encuadernara. Es curioso el tratamiento que dio a algunos de esos casos. Escribe de dos maneras. Describe lo visto y escuchado como pudiera hacerlo un lego inteligente; cuando, con este estilo de narrar ha acompañado a su paciente hasta el umbral, llevándolo a la luz del día, o hasta las puertas oscuras que conducen a las cavernas de la muerte, vuelve a la narración y, a partir de su arte y con toda la fuerza y la originalidad de un genio, se dedica al trabajo de análisis, diagnóstico y ejemplificación.

De vez en cuando, algún caso me parece del tipo que pudiera entretener u horrorizar a un lector lego a causa de un interés muy distinto al peculiar que tendría para un experto. Con ligeras modificaciones, sobre todo del lenguaje y, desde luego, habiendo cambiado los nombres, copio lo siguiente. El doctor Martin Hesselius es el narrador. Encontré el texto en una voluminosa cantidad de notas sobre distintos casos, que escribió hará unos sesenta y cuatro años, durante un viaje por Inglaterra.

Lo relata en una serie de cartas a su amigo el profesor Van Loo, de Leyden. El profesor no era médico, sino químico; se trataba de un hombre leído en historia, metafísica y medicina y que, en su momento, había escrito una obra de teatro.

Por consiguiente, la narración es un tanto menos valiosa como informe médico, pues de necesidad fue escrita en un estilo más propicio a interesar a un lector sin los debidos conocimientos.

Según se desprende de un memorando a ellas agregado, estas cartas parecen haber sido devueltas al doctor Hesselius en 1819, a la muerte del profesor. Algunas están escritas en inglés, otras en francés y una gran mayoría en alemán. Aunque consciente de no ser, de ninguna manera, un traductor competente, sí soy fiel; y aunque aquí y allí omití algunos pasajes, acorté otros y disfracé nombres, nada he interpolado.

I. El doctor Hesselius relata cómo conoció al reverendo Jennings

El reverendo Jennings es alto y delgado. Es un hombre maduro, que viste con elegante, anticuada y ritualista precisión. Se muestra, como es natural, un tanto grave, pero no es en lo absoluto pretencioso. Aunque no bien parecido, posee rasgos agradables y una expresión sumamente amable, a la vez que tímida.

Lo conocí en una velada en casa de lady Mary Heyduke. La modestia y la benevolencia de su rostro son atractivas en grado sumo.

Formábamos un grupo pequeño, y él se mezclaba a la conversación con bastante agrado. Parece gozar mucho más oyendo que participando en la plática; pero lo que dice viene siempre al caso y está bien expresado. Lady Mary lo aprecia enormemente y, al parecer, lo consulta respecto a muchas cosas; piensa que es una de las personas más felices y bienaventuradas de esta tierra. Cuán poco sabe acerca de él.

El reverendo Jennings es soltero y tiene, según se dice, sesenta mil libras en bonos. Es caritativo. Se muestra ansioso de participar activamente en su sagrada profesión; sin embargo, aunque siempre se encuentra tolerablemente bien de salud en otros sitios, cuando vuelve a su vicaría de Warwickshire, para dedicarse a los deberes propios de su sagrado oficio, la salud le falla, y de una manera harto extraña. Al menos, tal dice lady Mary.

No hay duda de que la salud del señor Jennings se derrumba de un modo, en general, súbito y misterioso, en ocasiones en el momento justo de oficiar en su vieja y hermosa iglesia de Kenlis. Tal vez sea su corazón; quizás el cerebro. Ha sucedido tres o cuatro veces, acaso más, que tras haber cubierto parte del servicio se detenga de pronto y, después de un silencio, y al parecer totalmente incapaz de continuar, se dedique a una oración solitaria e inaudible, las manos y los ojos levantados, pálido como la muerte; agitado por una vergüenza y un horror extraños, desciende temblando del púlpito y entra a la sacristía, abandonando a su congregación sin explicación alguna. Ocurrió esto encontrándose ausente su teniente de cura. Cuando ahora va a Kenlis, cuida siempre de acompañarse por un ayudante que comparta sus deberes, y lo sustituya en el instante mismo en que se vea tan tristemente incapacitado.

Cuando así se ve afectado el señor Jennings, se retira de la vicaría y regresa a Londres, donde habita una casa muy pequeña, situada en una oscura calle cerca de Piccadilly, y donde siempre, afirma lady Mary, está perfectamente bien. Tengo mis opiniones al respecto. Existen grados, desde luego. Ya veremos.

El señor Jennings es un perfecto caballero. Sin embargo, algo raro nota la gente en él. Da una impresión un tanto ambigua. La gente no recuerda o, tal vez, no capta con nitidez una cosa que sin duda alguna a ello contribuye. Pero yo me di cuenta casi de inmediato. El señor Jennings tiene un modo especial de mirar de lado la alfombra, como si sus ojos siguieran los movimientos de algo que allí se encontrara. Desde luego, no siempre ocurre esto. Sólo de vez en cuando. Pero lo bastante a menudo para darle un aire extraño, como he dicho, a su comportamiento; además, en esa mirada que va por el piso hay algo a la vez tímido y ansioso.

Un filósofo médico, como a bien tiene usted llamarme, dado a elaborar teorías con ayuda de casos que él mismo busca, casos que observa y analiza con más tiempo y autoridad y, en consecuencia, con mucha mayor minuciosidad que un practicante común y corriente, sin darse cuenta adquiere el hábito de la observación, el cual va con él a todo sitio y el cual ejerce, como dirían algunas personas, con impertinencia en todo material que presente una mínima probabilidad de recompensar la investigación.

Una promesa de ese tipo hallé en el delgado, tímido, amable y reservado caballero a quien conocí en aquella agradable reunioncilla vespertina. Desde luego, observé más de lo que asiento aquí, pero conservo para un ensayo de índole estrictamente científica todo aquello que linda con lo técnico.

Debo comentar que cuando hablo de medicina lo hago, y espero que algún día se comprenda esto de un modo general, en un sentido mucho más totalizador de lo que su manejo, generalmente material, permitiría. Opino que todo el mundo natural no es sino expresión última de ese mundo espiritual del cual, y del cual únicamente, adquiere su vida. Opino que el hombre esencial es un espíritu, que ese espíritu es una sustancia organizada, pero distinta en lo material de lo que solemos comprender por materia, como ocurre con la luz o la electricidad; que el cuerpo material es, en el sentido más literal, una cobertura y que, en consecuencia, la muerte no interrumpe la existencia del hombre vivo, sino que simplemente lo extrae de su cuerpo natural, proceso iniciado en el momento justo de eso llamado muerte y cuya culminación, cuando mucho ocurrida unos cuantos días después, es la resurrección «en el poder».

La persona que sopese las consecuencias de esas posiciones verá probablemente la influencia práctica que esto tiene en la medicina. Sin embargo, no es éste el lugar pertinente para exponer las pruebas y explorar las consecuencias de una situación demasiado marginada.

Obediente a mi hábito, observaba encubiertamente y con toda precaución al señor Jennings, quien se dio cuenta; comprendí claramente que me observaba con igual cautela. Sucedió que lady Mary se dirigió a mí empleando mi nombre, doctor Hesselius, y vi entonces que Jennings me miraba con mayor atención y que permanecía pensativo por unos minutos.

Después de esto, cuando conversaba yo con un caballero al otro extremo de la habitación, noté que me miraba más de continuo, con un interés que creí comprender. Lo vi entonces aprovechar una oportunidad de hablar con lady Mary, y tuve plena conciencia, como siempre ocurre en esos casos, de ser tema de un distante preguntar y responder.

Aquel clérigo alto terminó por acercárseme, y al poco tiempo habíamos trabado conversación. Cuando dos personas amantes de la lectura, conocedoras de libros y lugares y que han viajado desean platicar, muy extraño será que no encuentren temas para hacerlo. Nada de accidental hubo en que se me acercara y buscara conversación. Sabía alemán y había leído mis ensayos sobre medicina metafísica, que sugieren mucho más de lo que en realidad dicen.

Este hombre cortés, amable, tímido, obviamente una persona intelectual y bien leída, que se movía entre nosotros y con nosotros hablaba sin ser del todo uno de nosotros; este hombre en quien sospechaba ya una vida cuyas transacciones y alarmas estaban cuidadosamente ocultas, con una reserva impenetrable no sólo respecto al mundo, sino a sus amigos más queridos, sopesaba cuidadosamente en su cabeza la idea de tomar una cierta decisión tocante a mí.

Penetré en sus pensamientos sin que él se diera cuenta, y tuve cuidado de nada decir que traicionara a su sensible vigilancia mis sospechas respecto a su posición, o mis deducciones acerca de sus planes relacionados conmigo.

Por un tiempo platicamos de distintos asuntos, pero finalmente me dijo:

—Me interesaron mucho algunos ensayos de usted, doctor Hesselius, dedicados a lo que usted llama medicina metafísica; los leí en alemán hará unos diez o doce años. ¿Los han traducido ya?

—No, estoy seguro de que no, pues me habría enterado. Pienso que habrían solicitado mi permiso.

—Hace unos meses pedí a mis libreros que me consiguieran el libro en la edición alemana original, pero me dicen que está agotado.

—Así es, y hace varios años ya. Pero, como autor, me halaga que no haya olvidado usted mi librito, aunque —agregué riendo— diez o doce años son un lapso considerable para habérselas pasado sin él. Imagino que le ha estado dando vueltas al tema en la cabeza, o que a últimas fechas algo sucedió que le ha reavivado el interés en él.

Al escuchar este comentario, que iba acompañado de una mirada indagadora, una turbación súbita perturbó al señor Jennings, análoga a las que hacen ruborizar y parecer tonta a una jovencita. Bajó la vista, entrelazó inquieto las manos y por un momento se le vio extraño y, se diría, culpable.

Ayudé a que saliera de aquella situación incómoda del mejor modo posible; pretendiendo que nada había notado y agregando de inmediato:

—Me sucede con frecuencia sentir un interés renovado por ciertos temas. Un libro me hace pensar en otro y a menudo, tras un intervalo de veinte años, me lanza a una búsqueda quimérica. Pero si aún se interesa en tener un ejemplar, feliz me hará el proporcionárselo. Todavía conservo dos o tres; si me permite dedicarle uno, me sentiré muy honrado.

—En verdad que es usted muy amable —dijo, tranquilo ya. Y a poco—: Casi lo daba por imposible; no sé cómo agradecérselo.

—Por favor, ni una palabra más. En realidad, tan poco valor tiene la obra, que vergüenza me da el ofrecimiento. Si vuelve a agradecérmelo, echaré el ejemplar al fuego, llevado por un impulso de modestia.

El señor Jennings rio. Preguntó luego dónde me hospedaba yo en Londres y, tras conversar un poco más conmigo acerca de temas diversos, se despidió.

II. El doctor interroga a lady Mary y ella responde

—Me agrada mucho su vicario, lady Mary —dije en cuanto él se hubo ido—. Es un hombre que ha leído, viajado y meditado; habiendo sufrido también, debe ser una compañía valiosa.

—Y lo es; más aún, es un hombre en verdad bondadoso —contestó—. Me da consejos inapreciables sobre mis escuelas, y sobre mis modestas actividades en Dawlbridge. Es tan dedicado, se preocupa tanto de servir.., no tiene usted idea… cuando piensa que puede ser útil. Es de muy buen corazón y muy sensato.

—Qué agradable oír tan buena opinión de sus virtudes sociales. Puedo testimoniar que es un contertulio agradable y gentil. A las cosas que de él me ha dicho creo poder agregar dos o tres más —dije.

—¿De veras?

—Sí. Para comenzar, es soltero.

—Sí, así es. Continúe.

—Ha estado escribiendo.., mejor dicho, escribió, pero hará dos o tres años que suspendió su obra. Se trata de un libro sobre algún tema bastante abstracto… quizás teología.

—Bueno, estuvo escribiendo un libro, como dice usted. No estoy muy segura de qué trataba, pero sí de algo que no me interesaba lo más mínimo. Probablemente tenga usted razón y, desde luego, dejó de hacerlo… sí.

—Y aunque aquí, esta noche, sólo bebió un poco de café, gusta del té de un modo extravagante, o al menos gustaba de él.

—Sí, eso es muy cierto.

—Bebía té verde, y mucho, ¿no es así? —agregué.

—¡Vaya, esto sí que es extraño! El té verde era un tema cuya discusión casi nos hacía pelear.

—Pero ha renunciado a él del todo —dije.

—Así es.

—Y ahora, una cosa más. ¿Conoció usted a la madre o al padre?

—A los dos. El padre murió hace diez años. Vivían cerca de Dawlbridge y los conocimos muy bien —respondió.

—Pues bien, la madre o el padre (aunque me inclino a pensar que fue éste) vio un fantasma —dije.

—¡Vaya, en verdad que es usted un brujo, doctor Hesselius!

—Brujo o no ¿estuve en lo cierto? —respondí con alegría.

—Desde luego que sí; y fue el padre. Era un hombre silencioso y caprichoso, que solía aburrir a mi padre contándole sus sueños; finalmente, le relató una historia acerca de un fantasma al que había visto y con el que había hablado. Era una historia muy extraña. La recuerdo en especial porque sentía mucho miedo de él. Fue una historia que ocurrió mucho antes de su muerte, siendo yo pequeñita. Era muy silencioso y taciturno en el modo de conducirse; solía venir de visita algunas veces, hacia el oscurecer, cuando me encontraba sola en la sala; a menudo me imaginaba que lo rodeaban fantasmas.

Sonreí asintiendo.

—Y ahora, ya establecida mi calidad de brujo, pienso que debo despedirme —dije.

—Pero ¿cómo descubrió todo esto?

—Con ayuda de los planetas, desde luego, tal como lo hacen los gitanos —respondí; y tras ello, me despedí jovialmente.

A la mañana siguiente envié al señor Jennings el librito por el que había estado preguntando, acompañado de una nota. Aquella noche, al regresar tarde a mi alojamiento, me enteré de que había venido a visitarme, y había dejado su tarjeta. Preguntó si estaba yo en casa y la hora a la que sería más fácil encontrarme.

¿Intentará reabrir su caso y consultarme «profesionalmente» como suele decirse? Así lo espero. Concebí ya una teoría acerca de él. Le dan apoyo las respuestas de lady Mary a las preguntas que le hice antes de partir. Me gustaría mucho verla comprobada por lo que él me diga. Mas ¿qué puedo hacer con insistencia para invitarlo a una confesión sin olvidar mis buenos modales? Nada. Pienso, no obstante, que se propone hacer una. En todo caso, mi querido Van L., no le dificultaré el acceso, y pienso pagarle la visita mañana. El solicitarle que me reciba será un gesto de cortesía para agradecerle su urbanidad. Tal vez algo salga de todo esto. Pronto sabrás, mi querido Van L., si fue mucho, poco o nada lo obtenido.

III. El doctor Hesselius extrae algo de unos libros en latín

Bien, me presenté en la calle Blank.

Al interrogar al sirviente que abrió la puerta, me dijo que el señor Jennings estaba sumamente ocupado con un caballero, un clérigo de Kenlis, su parroquia en la provincia. Con la intención de conservar el privilegio de devolver la visita, simplemente comenté que probaría suerte en otra ocasión; me había vuelto para retirarme cuando el sirviente, disculpándose, me preguntó, con una mirada un tanto más atenta de la que suelen permitirse las personas bien educadas de su profesión, si no era yo el doctor Hesselius. Al enterarse de que así ocurría, dijo:

—En tal caso, señor, tal vez quiera permitirme que se lo mencione al señor Jennings. Estoy seguro de que desea verlo.

El sirviente regresó al momento con un recado del señor Jennings, solicitándome que pasara a su estudio, que en realidad era su sala interior, donde se reuniría conmigo en unos cuantos minutos.

En verdad que aquél era un estudio, casi una biblioteca. Se trataba de una habitación de cielo raso elevado, con dos ventanas altas y estrechas, de cortinas oscuras y suntuosas. Era mucho más amplia de lo que había supuesto, con todas las paredes cubiertas de libros, desde el piso hasta el techo. La alfombra superior —pues al caminar sentí que había dos o tres de ellas— era turca. Ningún ruido hacían mis pasos. A causa de los sobresalientes libreros las ventanas, sumamente estrechas, quedaban como en nichos. Aunque se trataba de una habitación sumamente cómoda, e incluso lujosa, el efecto que causaba era decididamente sombrío, a lo que ayudaba un silencio casi opresivo. Sin embargo, tal vez debiera atribuir algo de esto a mis asociaciones. En mi mente el señor Jennings estaba unido a ideas peculiares. Entré a esta habitación de silencio perfecto, de una casa muy silenciosa, lleno de presentimientos singulares. Ayudaban a crear aquel sentimiento sombrío la oscuridad y el solemne tapizado de los libros que, excepto por dos estrechos espejos colgados de la pared, estaban por todos sitios.

Mientras aguardaba la llegada del señor Jennings me entretuve mirando algunos de los libros con que estaban cargados los estantes. No entre éstos sino justo debajo de ellos, sobre el piso y con el lomo hacia arriba, encontré una colección completa de Arcana Coelestia, de Swedenborg, en su idioma original, el latín. Se trataba de una hermosa colección, encuadernada en el elegante uniforme del que gusta la teología: es decir, pergamino puro, letras doradas y filos carmesíes. Había señaladores de papel en varios de los volúmenes; los levanté y puse sobre la mesa uno tras otro, y los abrí donde estaban esos papeles; leí de esta manera, en la solemne fraseología latina, una serie de oraciones subrayadas al margen con lápiz. Copio aquí unas cuantas de ellas, traducidas al inglés.

«Cuando se abre la vista interior del hombre, es decir, la de su espíritu, aparecen las cosas pertenecientes a la otra vida, imposibles de hacer visibles a la vista corporal…»

«Gracias a esa visión interna me ha sido concedido ver cosas que son de la otra vida, con mayor claridad de la que veo aquéllas de este mundo. Con base en esas consideraciones, es evidente que la visión externa viene de la interna, ésta de otra aún más interior, etcétera…»

«En cada hombre hay por lo menos dos espíritus malignos…»

«Con los espíritus malévolos se da un habla fluida, pero dura y ríspida. También existe en ellos un habla que no es fluida, percibiéndose el disentir de los pensamientos como algo que secretamente se arrastra con ella.»

«Los espíritus malignos asociados con el hombre son, en verdad, de los infiernos; pero cuando están con el hombre no están ya en el infierno, pues se los saca de allí. El lugar donde entonces se encuentran yace a medio camino entre el cielo y el infierno, y recibe el nombre de mundo de los espíritus; cuando los espíritus malignos compañeros del hombre se encuentran en ese mundo, no sufren un tormento infernal, pues viven en todo afecto y todo pensamiento del hombre y, por tanto, en todo aquello que el hombre goza. Cuando se los remite al infierno, regresan a su estado anterior…»

«Si los espíritus malignos percibieran que están asociados con el hombre y, pese a ello, separados de él; si pudieran infiltrarse en las partes de su cuerpo, por mil medios intentarían destruirlo, pues odian al hombre con odio mortal…»

«Al saber, por tanto, que era yo un hombre por mi cuerpo, continuamente lucharon por destruirme; y no sólo en lo tocante al cuerpo, sino en especial al alma, pues destruir a cualquier hombre de espíritu es el deleite mayor en la vida de todo el que se encuentra en el infierno. Mas el Señor me ha protegido continuamente. Se deduce de aquí cuán peligroso es para el hombre vivir en la compañía de espíritus, a menos que se proteja con la bondad de la fe…»

«Nada se oculta con mayor cuidado del conocimiento de los espíritus asociados que el que así se encuentren unidos al hombre, pues de saberlo, le hablarían con la intención de destruirlo…»

«Es deleite del infierno hacer mal al hombre y apresurar su ruina eterna.»

Una nota extensa, escrita al pie de la página con lápiz muy afilado y fino en la nítida letra del señor Jennings atrajo mi vista. Esperando un comentario al texto, leí una o dos palabras y me detuve, pues se trataba de algo muy diferente, que comenzaba de esta manera: Deus misereatur mei, «Dios se apiade de mí». Comprendiendo la naturaleza privada de aquello, desvié los ojos y cerré el libro; puse todos los volúmenes en su lugar, excepto uno que me interesó y que, como suele ocurrir con los hombres estudiosos y de hábitos solitarios, me absorbió al grado de aislarme del mundo externo y hacerme olvidar dónde me encontraba.

Leía algunas páginas dedicadas a los «representantes» y «correspondientes», según el idioma técnico de Swedenborg, y había llegado a un párrafo cuya sustancia era que los espíritus malignos, cuando vistos por otros ojos que no sean los de sus asociados infernales, se presentan, por «correspondencia», en un aspecto horrible y atroz, en la forma de la bestia (fera) que representa su concupiscencia y vida particulares. Se trata de un largo pasaje, que detalla varias de esas formas bestiales.

IV. Cuatro ojos leían el pasaje

Con el extremo de mi lapicera marcaba la línea que iba leyendo, cuando algo me hizo levantar la vista.

Justo frente a mí se encontraba uno de los espejos que he mencionado, en él vi reflejada la alta figura de mi amigo, el señor Jennings, quien se inclinaba por encima de mi hombro y leía la página que me ocupaba, con un rostro tan siniestro y distorsionado que difícil me habría sido reconocerlo.

Me volví, levantándome. Estaba erecto y, con un esfuerzo, rio brevemente, diciéndome:

—Al entrar le pregunté cómo estaba, pero sin lograr distraerlo de su libro. Me fue imposible refrenar la curiosidad y, temo que con mucha impertinencia, fisgué por encima de su hombro. No es la primera vez que lee usted esas páginas. Sin duda que hace mucho tiempo estudió a Swedenborg.

—¡Ah, sí! Mucho le debo a Swedenborg. Descubrirá algunas huellas de él en el librito de medicina metafísica que tuvo a bien recordar.

Aunque mi amigo simulaba ligereza en sus modales, tenía un ligero sonrojo en el rostro y percibí que, interiormente, se encontraba muy perturbado.

—No me siento aún calificado, pues sé muy poco de Swedenborg. Hace apenas una quincena que recibí los libros —respondió—, y pienso que muy probablemente pondrán nervioso a un hombre solitario; es decir, a juzgar por lo poco que he leído: no afirmo que me hayan puesto así —rio—, y le estoy muy agradecido por el libro. Espero que haya recibido mi nota.

Cumplí con todas las confirmaciones pertinentes, así como con negaciones de modestia.

—Jamás leí libro con el que coincidiera tan por completo como el suyo —continuó—. De inmediato comprendí que hay en él más de lo que llega a decirse. ¿Conoce usted al doctor Harley? —preguntó un tanto abruptamente.

De pasada, el revisor del texto comenta que el médico aquí mencionado era uno de los más eminentes que haya practicado en Inglaterra.

Lo conocía, pues me había escrito, mostró conmigo una gran cortesía y me ayudó considerablemente durante mi visita a Inglaterra.

—Pienso que ese hombre es uno de los tontos más grandes que haya conocido en mi vida —dijo el señor Jennings.

Era aquella la primera vez que le escuchaba un comentario agrio sobre alguien, y me sorprendió un tanto ver aplicado ese término a un nombre de mucha fama.

—¿En serio?, ¿y en qué sentido? —pregunté.

—En el profesional —respondió.

Sonreí.

—Quiero decir —agregó— que me parece medio ciego… es decir, la mitad de todo lo que mira es oscuro… preternaturalmente brillante y vívido el resto; y lo peor es que parece voluntario. No lo entiendo… es decir, no quiere… He tenido alguna experiencia con él como médico, pero en ese sentido no me parece mejor que una mente paralítica, un intelecto medio muerto. Ya le contaré… sé que en algún momento le contaré… todo esto —dijo un tanto agitado—. Usted va a estar algunos meses más en Inglaterra. Si durante su estancia, saliera yo de la ciudad por un tiempo ¿me permitiría que lo molestara enviándole una carta?

—Me placerá mucho —le aseguré.

—Es usted muy amable. Me siento tan descontento con Harley.

—Se inclina un poco por la escuela materialista —dije.

—Es simplemente un materialista —me corrigió—. No se imagina a qué grado preocupa ese tipo de cosas a quien está mejor enterado. No dirá usted a nadie (a ninguno de mis amigos que lo saben) que estoy melancólico. Por ejemplo, ahora nadie sospecha, ni siquiera lady Mary, que he visto al doctor Harley o a otro médico. Así pues, le ruego que no lo mencione. Y si hubiera la amenaza de un ataque, permítame escribirle o, si me encuentro en la ciudad, platicar con usted un rato.

Me hundía yo en conjeturas y descubrí que inconscientemente había clavado en él mis preocupados ojos, pues bajó los suyos por un momento y dijo:

—Veo que, en su opinión, debiera contárselo ahora, antes de que se forme una conjetura. Pero será mejor que renuncie a ello. Aunque se pasara el resto de la vida tratando de adivinar, nunca lo conseguiría.

Sonriendo, sacudió la cabeza. Y por aquel rostro soleado pasó de pronto una nube negra; aspiró aire por los apretados dientes, como suelen hacerlo quienes sufren un dolor.

—Siento mucho, desde luego, saber que tiene usted necesidad de nosotros, los médicos. No dude en llamarme cuando y como guste; innecesario es asegurarle que mantendré secreto lo que me ha confiado.

Habló entonces de otras cosas muy distintas, y con un humor comparativamente más alegre; al cabo de un tiempo me despedí.

V. De Richmond llaman al doctor Hesselius

Nos separamos joviales, pero ni él lo estaba ni yo tampoco. Hay ciertas expresiones de ese poderoso órgano del espíritu —el rostro humano— que, aunque las he visto a menudo y poseo los nervios de un doctor, me perturban profundamente. Me obsesionaba una mirada del señor Jennings. Había apresado mi imaginación con un poder tan funesto, que cambié mis planes para aquella noche y fui a la ópera, sintiendo que deseaba cambiar de pensamiento.

Nada oí de él o acerca de él por dos o tres días, cuando me llegó una nota escrita de su puño y letra. Estaba en un tono alegre y llena de optimismo. Me decía que por algún tiempo se había sentido mucho mejor —de hecho, del todo bien— e iba a realizar un experimento: ir por un mes o algo así a su parroquia, y ver si un poco de trabajo pudiera terminar de reponerlo. Había en ella una ferviente expresión de gratitud religiosa por aquel restablecimiento, como casi confiaba ahora que podía llamárselo.

Uno o dos días después vi a lady Mary, quien repitió lo que la nota de él había anunciado; me dijo que Jennings se encontraba en Warwickshire, y que había vuelto a sus deberes religiosos en Kenlis. Agregó:

—Comienzo a creer que en verdad se encuentra ya bien, y que en realidad nunca ocurrió nada sino nervios y fantasías. Todos somos nerviosos, e imagino que nada como un poco de trabajo duro para ese tipo de debilidad, y él se decidió a probarlo. Ninguna sorpresa sería para mí que no regresara por un año.

A pesar de aquella confianza, dos días más tarde recibí esta nota, enviada desde la casa que Jennings tenía en Piccadilly:

«Estimado señor: Vuelvo decepcionado. De llegar a sentirme apto para recibirlo, le escribiré solicitándole que tenga la bondad de visitarme. Por el momento me siento muy decaído y, a decir verdad, simplemente incapaz de expresar todo lo que expresar quiero. Por favor, no hable de mí a los amigos. A nadie puedo recibir. Dentro de un tiempo, si así le place a Dios, oirá de mí. Me propongo ir a Shropshire, donde viven unos familiares. ¡Dios lo bendiga! Ojalá y que, a mi regreso, podamos reunimos en condiciones más felices que las presentes. »

Como a la semana de esto vi a lady Mary en su casa, la última persona, comentó, que quedaba en la ciudad y a punto de volver a Brighton, pues en Londres había terminado ya la temporada. Me dijo haber recibido noticias de Shropshire, de Martha, la sobrina de Jennings. De su carta nada se sacaba, excepto que él se encontraba decaído y nervioso. En esas palabras, tomadas tan a la ligera por la gente sana, ¡qué mundos de sufrimientos se ocultan a veces!

Habían pasado casi cinco semanas sin otras nuevas del señor Jennings. Al cabo de ese tiempo recibí de él una nota. Decía:

«Estuve en el campo y cambié de aires, de escenario, de caras, de todo y en todo… excepto en mí mismo. Me he decidido, hasta donde puede hacerlo la criatura más irresoluta que haya sobre la tierra, a contarle todo acerca de mi caso. Si sus compromisos se lo permiten, venga a verme hoy, o mañana, o pasado mañana, pero, por favor, lo antes posible. No sabe usted a qué grado necesito ayuda. Tengo en Richmond, donde ahora me encuentro, una casa tranquila. Tal vez pueda usted arreglárselas para venir a comer, para el almuerzo o incluso para el té. No tendrá problemas en encontrarme. El sirviente de la calle Blank que le lleve esta nota dispondrá que haya un carruaje a la puerta de usted a cualquier hora que usted decida; no saldré de casa. Dirá que no debiera estar solo. Todo lo he intentado. Venga y compruébelo. »

Llamé al sirviente y decidí partir aquella misma tarde, haciéndolo así.

Estaría mucho mejor en una pensión o en un hotel, pensé mientras pasaba entre una breve y doble hilera de olmos sombríos en dirección a una casa de ladrillos muy anticuada, oscurecida por el follaje de aquellos árboles, que la superaban en altura y casi la rodeaban. Era una elección perversa, pues resultaba difícil imaginar un lugar más triste y silencioso. Supe luego que la casa le pertenecía. Se había quedado uno o dos días en la ciudad, pero hallándola insoportable por alguna causa, vino aquí, probablemente porque, al pertenecerle y estar amueblada, el ir a esa casa le aliviaba la tarea y la demora de elegir.

El sol se había puesto ya y la luz roja reflejada del occidente iluminaba la escena con el efecto peculiar que a todos nos es familiar. El vestíbulo estaba muy oscuro; cuando pasé a la sala trasera, cuyas ventanas daban al oeste, una vez más me hallé en la misma penumbra.

Me senté, mirando aquel paisaje rico en bosques, refulgente con la luz majestuosa y melancólica que a cada momento disminuía más. Los rincones de la habitación se encontraban ya en sombras. Todo oscurecía y la lobreguez insensiblemente afinaba mi mente, de por sí preparada para lo siniestro. Esperaba a solas su llegada, que no tardó en ocurrir. Se abrió la puerta que comunicaba con la habitación delantera y entró en la sala, con pasos silenciosos y recatados, la alta figura del señor Jennings, débilmente visible en aquel anochecer rojizo.

Nos dimos la mano y, poniendo una silla cerca de la ventana, donde aún había luz suficiente para vernos las caras, se sentó a mi lado y, posando la mano sobre mi brazo, comenzó su narración con apenas unas cuantas palabras de prefacio.

VI. Modo en el que el señor Jennings conoció a su amigo

El débil resplandor del oeste, la pompa de los entonces solitarios bosques de Richmond estaban ante nosotros, y detrás y a nuestro alrededor la habitación oscura; en el rostro pétreo del suficiente —pues, aunque todavía benévolo y suave, su rostro había cambiado de expresión—, se posaba ese resplandor apagado y extraño que parece descender y producir, allí donde toca, luces, súbitas aunque débiles, que se pierden, sin pausa casi, en la oscuridad. También el silencio era total; de fuera no llegaba ni el ruido de una rueda, ni un ladrido, ni un silbatazo; dentro, la quietud deprimente producida por la casa de un soltero inválido.

Adiviné sin dificultad la naturaleza, aunque ni siquiera de un modo vago los detalles de las revelaciones que estaba por recibir, de aquel rostro fijo en el sufrimiento, que tan peculiarmente enrojecido resaltaba, como un retrato por Schalken, sobre el fondo de la oscuridad.

—Todo comenzó —dijo— el 15 de octubre, hace tres años, once semanas y dos días. Llevo la cuenta exacta porque cada día es un tormento. Si en algún punto de mi narración dejo una laguna dígamelo.

«Hará unos cuatro años comencé una investigación, que me ha costado muchas meditaciones y lecturas. Era sobre la metafísica religiosa de los antiguos.»

—Imagino —dije— que se trata de la religión real del paganismo educado y pensante, separado del culto simbólico, ¿no es así? Un campo amplio y muy interesante.

—Sí, pero dañino para la mente; quiero decir, para la mente cristiana. Todo el paganismo se encuentra sujeto por una unidad esencial y, gracias a una afinidad maligna, su religión abarca su arte y ambos sus modos de ser; el tema es de una fascinación degradante y una némesis segura. ¡Dios me perdone!

«Escribí mucho, hasta muy entrada la noche. Siempre estaba pensando sobre aquel tema, por donde caminara, en donde estuviera, en todo sitio. Me infectó por completo. Recuerde que todas las ideas materiales relacionadas con él tenían que ver, en mayor o menor medida, con la belleza, que el tema mismo era deleitosamente interesante y que yo, en aquel entonces, ningún cuidado padecía —suspiró profundamente—. Creo que quien se dedica a escribir en serio cumple su trabajo, como lo expresara un amigo mío, apoyándose en algo: té, café, tabaco. Supongo que en tales ocupaciones se da un desgaste material que es necesario compensar cada hora; o que vamos cayendo en lo abstracto y la mente, por así decirlo, abandonaría el cuerpo si a menudo no se le recordara, por medio de las sensaciones, el lazo que entre ellos existe. En todo caso, sentía la necesidad y la compensaba. El té era mi acompañante; en un principio el té negro común y corriente, hecho del modo usual, no muy fuerte. Pero bebía mucho y, poco a poco, lo fui tomando más cargado. Nunca sentí, por culpa de él, síntoma desagradable alguno. Comencé a beber un poco de té verde. El efecto me fue más placentero y además aclaró e intensificó mi capacidad mental. Terminé por beberlo con frecuencia, si bien nunca más fuerte de lo que se lo toma por placer. Escribí mucho aquí en el campo y en esta habitación, pues todo era muy tranquilo. Me acostumbré a trabajar hasta muy tarde, y volvióse un hábito el beber té, té verde, a intervalos, según adelantaba en mi labor. Tenía en el escritorio una tetera pequeña colgada sobre una lamparilla, y hacia té dos o tres veces entre las once de la noche y dos de la mañana, hora en la cual me acostaba. Solía ir al pueblo todos los días. No me comportaba como un monje y, aunque empleaba una o dos horas en la biblioteca, consultando autoridades y procurando iluminar mejor mi tema de estudio, hasta donde puedo juzgarlo no padecía ningún estado de morbidez. Me reunía con los amigos tan a menudo como antes y gozaba de su compañía; en términos generales, pienso que nunca antes había sido tan placentera mi existencia.

«Conocí a un hombre dueño de algunos libros antiguos y peculiares, ediciones alemanas en latín medieval, y mucho me alegró el que se me permitiera consultarlos. Los libros de esta amable persona estaban en la parte vieja de Londres, en un apartado rincón de ella. Había permanecido allí hasta más tarde de lo previsto y, al salir, no viendo cerca coche de punto alguno, me sentí tentado de tomar el ómnibus, que pasaba frente a esta casa. Estaba más oscuro que aquí ahora cuando el vehículo llegó a una vieja casa, tal vez la haya notado usted, con cuatro chopos a cada lado de la puerta; allí bajó el último pasajero. Seguimos adelante bastante más rápido. Era ya el crepúsculo. En mi rincón, apoyado contra el respaldo, cerca de la puerta, reflexionaba apaciblemente.

«En el interior del ómnibus había una oscuridad casi total. Observé en el rincón opuesto al mío, al otro lado, en el extremo cercano a los caballos, dos pequeños reflejos circulares de, me pareció, luz rojiza. Estaban separados unas dos pulgadas, y eran del tamaño de esos botones de cobre pequeños que quienes navegan en yates usan en sus chaquetas. Comencé a especular sobre aquella, al parecer, nimiedad, como suelen hacer las personas distraídas. ¿De qué punto provenía esa débil pero profunda luz roja y en dónde —cuentas de cristal, botones, adornos menudos— se reflejaban? Avanzábamos con suavidad, quedando todavía casi una milla por cubrir. No había resuelto el acertijo, que en un minuto más hizo aumentar mi extrañeza, pues aquellos dos puntos luminosos, con un impulso súbito, descendieron cerca del piso, manteniendo su distancia relativa y su posición horizontal; entonces, con igual prontitud, se elevaron a la altura del asiento en el cual me encontraba, y no los vi ya.

«Mi curiosidad se había alertado en verdad, pero antes de que tuviera tiempo de pensar, volví a ver esas dos lámparas opacas una vez más cerca del piso; tras desaparecer de nuevo, surgieron en el rincón donde antes las observara.

«Así pues, manteniendo los ojos en ellas, me deslicé calladamente a lo largo de mi asiento, hacia el extremo en el que aún percibía aquellos diminutos discos rojos.

«Había poquísima luz en el ómnibus. La oscuridad era casi total. Me incliné hacia delante, para ayudarme en mi empeño de descubrir qué eran en realidad aquellos dos circulitos. Cambiaban ligeramente de posición cuando yo me movía. Comencé entonces a percibir los límites de algo negro y pronto vi, con nitidez tolerable, el contorno de un monito negro, que adelantaba su cara imitándome, acercándola a la mía. Sus ojos eran circulitos y vi ahora, borrosamente, que enseñaba los dientes al sonreírme.

«Me eché hacia atrás, no sabiendo si intentaba saltar sobre mí. Imaginé que alguno de los pasajeros había olvidado esa fea mascota; deseoso de conocer algo sobre su temperamento, pero no dispuesto a confiarle uno de mis dedos, suavemente le acerqué el paraguas. Permaneció inmóvil mientras se le acercaba y lo atravesaba, pues el paraguas entró y salió sin la menor resistencia.

«Me es totalmente imposible hacerle comprender el horror que sentí. Cuando comprobé que aquella cosa era, como entonces supuse, una ilusión, me vinieron dudas sobre mí mismo, junto con un terror cuya fascinación me dejó incapaz por unos momentos de apartar la mirada de los ojos del animal. Mientras lo observaba, dio un saltito hacia atrás y quedó en la esquina misma; lleno de pánico me vi de pronto a la puerta, con la cabeza fuera, respirando profundamente el aire externo y mirando fijamente las luces y los árboles que pasaban, muy contento de así encontrar apoyo en la realidad.

«Hice detener el ómnibus y descendí. Noté que el conductor me miraba con extrañeza cuando le pagaba. Me atrevo a decir que algo desusado debí mostrar en mi aspecto y en mis gestos, pues nunca antes había sentido algo tan peculiar.»

VII. El viaje: primera etapa

—Cuando el ómnibus se marchó dejándome solo en la carretera, miré cuidadosamente en torno, por comprobar si el mono me había seguido. Con alivio indescriptible, en ningún sitio lo vi. No es fácil describir el choque recibido, ni mi sensación de gratitud genuina al encontrarme, como entonces lo creí, libre del mono.

«Había descendido del coche poco antes de llegar a esta casa, unos doscientos o trescientos pasos antes. Un muro de ladrillo corre a todo lo largo del sendero para peatones, y dentro del muro hay un seto de tejos, o algún otro arbusto perenne color verde oscuro; y a su vez, junto a éste, una hilera de bellos árboles, que quizás haya notado a su llegada.

«Ese muro de ladrillo me llega más o menos al hombro. Al levantar de casualidad los ojos, vi al mono que, con su andar encorvado, a cuatro patas, caminaba o gateaba encima del muro, muy cerca de mí. Me detuve y lo miré con una sensación de odio y horror. Al detenerme, se detuvo. Sentado en el muro, con sus largas manos en las rodillas, me miraba. Apenas había luz suficiente para verlo en silueta; la oscuridad no bastaba para hacer resaltar la luz peculiar de los ojos. Aun así, alcanzaba a distinguir con suficiente certeza aquella borrosa luz roja. No mostraba los dientes, no manifestaba ninguna señal de irritación, pero parecía desalentado y murrio; no dejaba de observarme fijamente.

«Retrocedí hasta mitad de la carretera. Fue un retroceso inconsciente; allí quedé, mirándolo. No se movió.

«Con la determinación instintiva de hacer algo —cualquier cosa—, me di la vuelta y caminé vigorosamente en dirección al pueblo, mirando todo el tiempo, de reojo, los movimientos de la bestia. Avanzaba ésta con rapidez a lo largo del muro, exactamente a mi velocidad.

«Allí donde termina el muro, cerca de la curva que da a la carretera, descendió y, con uno o dos saltos tensos, se puso al lado de mis pies, acelerando la marcha según aceleraba yo la mía. Estaba a la izquierda, tan próximo a mi pierna que sentía a cada momento el peligro de arrollarlo.

«La carretera estaba desierta y silenciosa, y cada instante más oscura. Me detuve, acongojado y perplejo; al detenerme, di vuelta; es decir, quedé en dirección a esta casa, de la cual me había estado alejando. Viéndome inmóvil, el mono se apartó a una distancia de, calculo, unas cinco o seis yardas y allí permaneció quieto, observándome.

«Estaba yo más agitado de lo que he dicho. Había leído, desde luego, como todo mundo, algo acerca de las ‘ilusiones espectrales’, según ustedes, los médicos, llaman al fenómeno en tales casos. Medité sobre mi situación y miré al rostro de mi infortunio.

«Esas afecciones, según leyera, son a veces transitorias y en ocasiones perdurables. He leído de casos en que la aparición, al principio inocua, poco a poco degenera en algo horrible e insoportable, para terminar agotando a la víctima. Según permanecía de pie allí, totalmente solo excepto por mi bestial acompañante, traté de consolarme repitiéndome una y otra vez: ‘esta cosa es una mera enfermedad, una afección física muy conocida, tan identificada como la viruela o la neuralgia. Los doctores están de acuerdo en esto, la filosofía lo demuestra. No debo comportarme como un tonto. He trabajado hasta muy tarde y, he de decirlo, mi digestión va muy mal; con la ayuda de Dios, pronto estaré bien; no es éste sino un síntoma de dispepsia nerviosa’. ¿Creía en aquello? Ni en una palabra, no más que cualquier otro ser miserable que haya sido apresado y oprimido por tal cautiverio satánico. En contra de todas mis convicciones, pudiera decir que incluso de mis conocimientos, simplemente estaba espoleándome una valentía falsa.

«Caminé entonces hacia casa. Quedaban por cubrir unos cientos de yardas. Me había forzado a aceptar una especie de resignación aunque no superaba aún el choque repugnante o la agitación causada por la primera certidumbre de mi infortunio.

«Decidí pasar la noche en casa. El animal se movía muy cerca de mí, creí percibir en él esa especie de acercamiento ansioso al hogar, que se observa, a veces, en los caballos o en los perros cansados cuando se acercan a su refugio.

«Dudaba en ir al pueblo, pues temía que pudieran verme y reconocerme. Consciente estaba de una agitación incontrolable en mis gestos. Además, temía un cambio violento en mis hábitos, como ir a un centro de diversiones o alejarme de casa caminando, para fatigarme. En la puerta de entrada esperó hasta que subí los escalones; una vez abierta, entró conmigo.

«Aquella noche no bebí té. Dispuse unos puros, brandy y agua. Me vino la idea de influir sobre mi sistema físico: vivir por un tiempo separando sensaciones y pensamiento; colocarme a la fuerza, por así decirlo, en un surco nuevo. Vine aquí, a esta sala. Justo aquí me senté. El mono, entonces, trepó a una mesita que estaba allí. Se le veía aturdido y lánguido. Una inquietud irreprimible respecto a los movimientos del animal me hacía mantener los ojos en él. Los suyos estaban casi cerrados, pero podía verlos brillar. Me miraba sin cesar. En todas las situaciones, en todo momento, está despierto y mirándome. Eso jamás cambia.

«No seguiré contando en detalle lo sucedido aquella noche en lo particular. Más bien describiré los fenómenos ocurridos el primer año, que en esencia, nunca variaron. Describiré la apariencia del mono a la luz del día. En la oscuridad, como pronto le explicaré, hay peculiaridades. Es un mono pequeño, todo él negro. Lo distingue un rasgo: un aire de malignidad, de malignidad insondable. El primer año se mostró adusto y enfermo. Pero bajo ese desfallecimiento hosco se encontraba siempre esa actitud de malicia y vigilancia intensas. Durante todo aquel tiempo actuó como si su plan fuera molestarme lo menos posible que el vigilarme le permitiera. Nunca separó los ojos de mí. Nunca está alejado de mi vista, excepto cuando duermo; en la luz o en la oscuridad, de día o de noche, siempre aquí desde que llegó, excepto cuando, inexplicablemente, desaparece por algunas semanas.

«En la oscuridad total es tan visible como a la luz del día. No quiero decir sólo sus ojos, sino todo él, todo él es nítidamente visible en un halo parecido al resplandor de unas ascuas rojas, que lo acompaña en todos sus movimientos.

«Cuando me abandona por un tiempo, lo hace siempre de noche, en la oscuridad y de la misma manera. Comienza por mostrarse inquieto, furioso luego y, entonces, se me acerca, haciendo muecas y temblando, con los puños apretados y, al mismo tiempo, en el hogar aparece un fuego. Nunca tengo ninguno, pues no puedo dormir en una habitación donde lo haya. El animal se acerca más y más a la chimenea, trémulo, al parecer, por la rabia; y cuando su furia llega al grado máximo, salta dentro del hogar, sube por el tiro y dejo de verlo.

«Cuando esto sucedió por primera vez, me creí liberado. Era un hombre nuevo. Pasó un día, una noche, y no regresaba; una bienaventurada semana, y otra, y otra más. Estaba siempre de rodillas, doctor Hesselius, siempre de rodillas dando gracias a Dios y rezando. Tuve un mes completo de libertad y entonces, de pronto, estaba conmigo de nuevo.

VIII. La segunda etapa

—Estaba conmigo y la malicia ayer aletargada bajo un exterior adusto era hoy activa. Fuera de ello, ningún otro cambio había. Esa energía nueva era obvia en la actividad y el aspecto del animal, y pronto se manifestó de otras maneras.

«Por un tiempo, compréndalo usted, sólo se vio el cambio en una vivacidad acrecentada; en un aire de amenaza, como si todo el tiempo estuviera meditando algún plan atroz. Al igual que en el pasado, sus ojos jamás me abandonaban.»

—¿Está aquí ahora? —pregunté.

—No —contestó—, se ausentó hace exactamente dos semanas y un día, quince días. En ocasiones se aleja hasta casi dos meses y, en una ocasión, lo hizo por tres meses. Su ausencia excede siempre dos semanas, aunque a veces no sea más que por un día. Habiendo transcurrido quince desde la última vez que lo vi, puede regresar en cualquier momento.

—¿Regresa —pregunté— acompañado de alguna manifestación peculiar?

—No, ninguna —dijo—. Simplemente vuelve a estar conmigo. Levanto la vista de un libro o vuelvo la cabeza y lo veo, como es usual, observándome; y así permanece, como antes, por el tiempo fijado. Jamás dije tanto, tan detalladamente, a nadie.

Noté que estaba agitado, parecía un cadáver y repetidamente se llevaba el pañuelo a la frente. Sugerí que pudiera sentirse cansado, y le dije que, con placer, volvería en la mañana. Pero contestó:

—No, prefiero que lo escuche ahora, si no le molesta. He llegado bastante lejos, y preferiría hacer un último esfuerzo. Cuando hablé con el doctor Harley, no tenía tanto por contarle. Es usted un médico filósofo. Concede al espíritu el lugar debido. Si todo esto es real…

Hizo una pausa y me miró con interrogante agitación.

—Podemos comentarlo poco a poco, a fondo. Le diré todo lo que pienso —contesté, tras un silencio.

—Bien, muy bien. Si algo tiene de real, digo, está prevaleciendo poco a poco sobre mí e interiormente hundiéndome cada vez más en un infierno. Habló de nervios ópticos. ¡Pues bien, hay otros nervios para la comunicación, Dios todopoderoso me ayude! Ahora lo escuchará.

«Como le digo, su poder de acción había aumentado. Su malicia se volvió, en cierto modo, agresiva. Hará unos dos años, resueltas algunas cuestiones que estaban pendientes entre el obispo y yo, fui a mi parroquia de Warwickshire, ansioso de ocuparme en mi profesión. No estaba preparado para lo que sucedió, aunque he pensado después que algo parecido debí haberme esperado. He aquí la razón de que diga esto…

Comenzaba a hablar con mucho mayor esfuerzo y renuencia, suspirando a menudo; en ocasiones, parecía casi abrumado. Pero en aquel momento no se mostraba agitado. Era más bien la actitud de un paciente que se hunde, habiéndose dado por perdido.

—Pero primero le hablaré de Kenlis, mi parroquia. Estaba conmigo cuando salí de aquí a Dawlbridge. Fue mi compañero de viaje silencioso, y conmigo estuvo en la vicaría. Cuando me ocupé de cumplir con mis deberes, hubo otro cambio. La cosa aquella manifestó una atroz determinación de obstaculizarme. Estaba a mi lado en la iglesia, en el escritorio, en el púlpito, en el comulgatorio. Por fin llegó al siguiente extremo: mientras leía yo para la congregación, saltaba sobre el libro abierto y allí se acuclillaba, de modo que me era imposible ver la página. Sucedió esto más de una vez.

«Dejé Dawlbridge por un tiempo. Me puse en manos del doctor Harley. Hice todo lo que me ordenó. Dedicó mucha atención a mi caso. Pienso que le interesaba. Pareció tener fortuna. Casi tres meses estuve libre por completo de su vuelta. Comencé a creerme a salvo. Con su pleno asentimiento, volví a Dawlbridge.

«Viajé en silla de posta. Iba de buen espíritu. Más que eso, iba feliz y agradecido. Volvía, pensaba entonces, libre de una alucinación horrorosa, al lugar de mis deberes, que ansiaba retomar en mis manos. Era un bello y soleado atardecer; todo parecía sereno y alegre y yo iba lleno de deleite. Recuerdo haber mirado hacia afuera, a través de la ventana, porque entre los árboles, en el lugar donde por primera vez se la ve, descubrí la aguja de mi iglesia de Kenlis. Sucede esto justo allí donde el arroyuelo que rodea la parroquia pasa bajo el camino por una atarjea, para salir al borde del camino, junto a una piedra con una vieja inscripción. Al pasar por este punto, metí la cabeza y me senté; en un rincón de la silla estaba el mono.

«Durante un momento creí desmayar; luego, la desesperación y el horror me enloquecieron casi. Grité al conductor, salí del vehículo, me senté a la orilla del camino y rogué a Dios silenciosamente que tuviera misericordia. Sobrevino una resignación desesperada. Mi acompañante iba conmigo cuando entré a la vicaría. Volvió el mismo acoso. Al cabo de una breve lucha me sometí y pronto abandoné aquel lugar.

«Le dije —agregó— que antes de esto la bestia se había mostrado en ciertos sentidos agresiva. Me explicaré un poco más. Parecía guiarla una furia intensa y creciente en cuanto decía yo mis oraciones o, incluso, pensaba decirlas. Por fin se volvió aquello una interrupción espantosa. Se preguntará cómo podía hacer eso un fantasma silencioso e inmaterial. Así: cuando me proponía rezar, lo encontraba frente a mí, cada vez más cerca.

«Solía saltar sobre una mesa, el respaldo de una silla, el tablero de la chimenea; allí comenzaba a balancearse lentamente de un lado a otro, mirándome todo el tiempo. Hay en su movimiento un poder indefinible que disipa todo pensamiento, que ata la atención a ese ir y venir monótono, hasta que las ideas, por así decirlo, se encogen y terminan por no ser nada. Y a menos de sacudirme y eliminar esa catalepsia, siento como si estuviera a punto de perder la mente. Hay otros modos en que lo hace —y suspiró profundamente—. Por ejemplo, mientras rezo con los ojos cerrados, se acerca cada vez más y lo veo. Sé que no puede explicarse esto desde un punto de vista físico, pero en verdad lo veo, aunque tenga cerrados los párpados; hace que mi mente gire, por expresarlo de algún modo, y me domina y me siento obligado a no estar de hinojos. Si hubiera usted conocido esto, en verdad conocería la desesperación.»

IX. La tercera etapa

—Veo, doctor Hesselius, que no se pierde palabra de mi confesión. No necesito pedirle que escuche con atención especial lo que voy a decirle. Hablan del nervio óptico, de ilusiones espectrales, como si el órgano de la vista fuera el único punto vulnerable a las influencias que actúan sobre mí. Sé bien lo que ocurre. En mi triste caso esa limitación prevaleció por dos años. Pero tal como se lleva suavemente la comida a los labios y de allí pasa a los dientes; tal como la punta del meñique atrapada en las ruedas de un molino arrastra consigo la mano, y el brazo y todo el cuerpo, así el mortal miserable alguna vez cogido firmemente por un extremo de la fibra más fina de sus nervios se ve apresado más y más por esa enorme maquinaria del infierno, hasta encontrarse como me encuentro. Sí doctor, como me encuentro, pues mientras le hablo e imploro alivio, siento que mi plegaria busca lo imposible y mis ruegos encuentran lo inexorable.

Me esforcé por calmar aquella agitación visiblemente en aumento, y le dije que no desesperara. Mientras hablábamos la noche nos había sorprendido. La tenue luz de la luna estaba por toda la escena que la ventana descubría, y dije:

—Tal vez prefiera que traigan unas velas. Sabe usted, esta luz me parece extraña. Quisiera que, en lo posible, estuviera usted sujeto a las condiciones usuales mientras hago mi diagnóstico, por así llamarlo. De otra manera, no me intereso.

—Me da igual qué luz haya —dijo—, excepto cuando leo o escribo. No me importaría que la noche fuera eterna. Voy a contarle lo que sucedió hará un año. La cosa comenzó a hablarme.

—¡A hablar! ¿Qué quiere decir? ¿A hablar como un hombre?

—Sí, a expresarse en palabras y en oraciones consecutivas, con articulación y coherencia perfectas, aunque existe una peculiaridad: no es con el tono de una voz humana. No me llega por medio de los oídos, sino como un canto a través de la cabeza.

«Esta facultad, este poder para hablarme, será mi ruina; No me permite rezar, pues me interrumpe con blasfemias espantosas. No me atrevo a continuar, no puedo. ¡Oh, doctor!, ¿nada pueden la capacidad, el pensamiento, las oraciones de un hombre?»

—Debe prometerme, mi querido señor, no agitarse con pensamientos innecesariamente excitantes. Limítese estrictamente a una narración de los hechos. Y recuerde, sobre todo, que incluso siendo la cosa que lo infecta, como usted parece suponer, una realidad con vida y voluntad independientes, ningún poder tiene para herirlo, a menos que de arriba se lo den. Le llega a los sentidos ante todo a causa de la condición física de usted, y esto es, gracias a Dios, su consuelo y su esperanza: todos estamos en el mismo ambiente. Sucede tan sólo que en este caso la paries, el velo de la carne, la pantalla, está un tanto averiada y se transmiten por ella imágenes y sonidos. Habremos de buscar un camino nuevo, señor mío; tenga valor. Dedicaré la noche a un cuidadoso estudio de todo el caso.

—Es usted muy bondadoso, señor. Piensa que vale la pena intentarlo, y no me considera del todo perdido. Pero, señor mío, usted ignora cuánta influencia ha ganado sobre mí. Me da órdenes, es un tirano y cada vez me veo más inerme. ¡Quiera Dios librarme de esto!

—Le da órdenes. Desde luego, quiere usted decir hablándole.

—Sí, sí. Todo el tiempo me incita al delito, a lastimar a otros, a herirme. Podrá usted ver, doctor, que la situación es en verdad urgente. Hace unas semanas, estando en Shropshire —el señor Jennings hablaba ahora con rapidez y temblaba, asiéndome el brazo con una mano y mirándome al rostro—, salí un día de paseo con un grupo de amigos; mi perseguidor, claro, estaba conmigo. Me retrasé respecto a los otros, pues cerca del Dee el campo es hermoso. Nuestra ruta pasaba cerca de una mina de carbón y, a orillas del bosque, hay un pozo perpendicular de, se dice, ciento cincuenta pies de profundidad. Mi sobrina había quedado atrás, conmigo; desde luego, nada sabe de la naturaleza de mis padecimientos. Sabía, sin embargo, que había estado enfermo y me encontraba débil; por tanto, permaneció conmigo para no dejarme solo. Mientras caminábamos juntos lentamente, el bruto que me acompañaba me urgía a lanzarme por el pozo. Puedo confesarle ahora, ¡ah, señor mío, piense en ello!, que la única consideración que me salvó de esa muerte horrenda fue el miedo de que presenciar aquel hecho resultara una impresión excesiva para la pobre chica. Le pedí que terminara el paseo en compañía de sus amigos, alegando que me era imposible ir más lejos. Inventó alguna excusa, y cuanto más insistía yo, más firme se mostraba. Se la veía inquieta y asustada. Supongo que algo en mi apariencia o en mi comportamiento la alarmaba; pero no quiso irse y eso, literalmente, me salvó. No tiene usted idea, señor cuán abyecto esclavo de Satanás puede ser un hombre —dijo con un gemido horrible y un sacudimiento.

Hubo una pausa y dije:

—Pero, pese a todo, lo salvaron. Fue un acto de Dios. Está usted en sus manos y ningún otro ser lo posee; por tanto tenga fe en el futuro.

X. En casa

Antes de dejarlo, hice que trajeran luces y me preocupé de que la habitación pareciera alegre y habitada. Le dije que debía considerar su enfermedad estrictamente como de origen físico, aunque las causas fueran sutiles. Le dije que tenía pruebas del amor y la preocupación de Dios en la salvación que acababa de relatarme; que con dolor percibía en él que consideraba los rasgos peculiares del caso como indicadores de que se le relegaba a la reprobación espiritual. Insistí en que nada había tan poco garantizado como aquella conclusión; y no sólo eso, sino que era del todo contraria a los hechos, como la revelaba el haberse visto misteriosamente librado de esa influencia maligna durante su excursión por Shropshire. En primer lugar, su sobrina había permanecido a su lado sin que él hubiera procurado esto; en segundo lugar, en su mente había surgido una repugnancia irresistible a ejecutar en presencia de la muchacha aquella sugerencia espantosa.

Mientras razonaba el punto con él, el señor Jennings lloraba. Parecía reconfortado. Extraje de él una promesa: que de inmediato mandaría a buscarme, de volver el mono en cualquier momento. Con esto, me despedí, repitiéndole mi afirmación de que a ninguna otra consideración dedicaría mi tiempo y mi mente mientras no hubiera investigado a fondo su caso, y que mañana le informaría de los resultados.

Antes de subir a mi vehículo, dije al sirviente que su amo estaba muy lejos de sentirse bien y que convendría asomarse a su habitación con frecuencia. En cuanto a mí, dispuse las cosas a modo de asegurarme contra toda interrupción.

Simplemente fui a mi alojamiento y, tras recoger un escritorio de viaje y una bolsa, partí en un coche de alquiler para una posada situada a unas dos millas del pueblo, llamada «Los cuernos», casa muy tranquila y cómoda, de muros gruesos. Y allí resolví, no habiendo posibilidad de intrusiones o distracciones, dedicar algunas horas de la noche, en mi cómodo gabinete, al caso del señor Jennings, así como tanto de la mañana como fuera necesario.

(Aparece aquí una nota detallada dando la opinión del doctor Hesselius sobre el caso, así como las restricciones, dieta y medicinas que prescribió. Es curiosa y algunas personas dirían que mística. Pero, en términos generales, dudo que sea de interés suficiente para un lector del tipo que probablemente tendré, como para justificarse que la reproduzca aquí. Obvio era que escribió la carta en la posada donde se ocultó en aquella ocasión. La carta siguiente está fechada en el pueblo donde se alojaba.)

Para ir a la posada donde dormí anoche, dejé el pueblo a las nueve y media; no volví a mi habitación en él sino esta tarde, a la una. Sobre la mesa encontré una carta escrita por el señor Jennings. No había venido por correo; al preguntar, me enteré que la trajo un sirviente del señor Jennings. Al informársele que no volvería yo sino al día siguiente y que nadie conocía mi paradero, pareció muy inquieto, y dijo tener órdenes de su amo de no regresar sin una respuesta.

Abrí la carta y leí:

«Querido doctor Hesselius: Está aquí. No había pasado una hora de la partida de usted cuando volvió. Me habla. Sabe todo lo ocurrido. Lo sabe todo. Lo conoce a usted, y se muestra frenético y violento. Lanza injurias. Le envío ésta. Sabe toda palabra que he escrito, que escribo. Prometí escribir y por tanto, escribo, aunque temo que muy confuso, muy incoherente. Me interrumpen, me perturban tanto.

De usted sinceramente,

Robert Lynder Jennings»

—¿Cuándo llegó esto? —pregunté.

—El hombre volvió como a las once de anoche, y hoy se presentó tres veces más. La última, hará una hora.

Recibida esa respuesta y con las notas del caso en mi bolsillo, a los pocos minutos iba camino de Richmond, a ver al señor Jennings.

Como se ve, de ninguna manera me parecía desesperada la condición del señor Jennings. Él mismo había recordado y aplicado, aunque de modo totalmente equivocado, el principio establecido por mí en Medicina metafísica, que gobierna todos esos casos. Estaba yo por aplicarlo con seriedad. Me sentía profundamente interesado, así como ansioso de verlo y examinarlo mientras el «enemigo» se encontraba presente.

Llegué a la sombría casa, subí corriendo los escalones de la entrada y llamé. Al poco tiempo, abrió la puerta una mujer alta vestida de seda negra. Se la veía descompuesta, como si hubiera llorado. Hizo una reverencia, oyó mis preguntas, pero no contestó. Volvió la cara a un lado y extendió la mano en dirección a dos hombres que bajaban por la escalera. De esta manera, habiéndome puesto, por así decirlo, tácitamente en manos de ellos, salió rápidamente por una puerta lateral, cerrándola tras sí.

De inmediato me dirigí al hombre más cercano a la entrada. Pero, estando para entonces cerca de él, recibí un choque al ver sus dos manos cubiertas de sangre.

Retrocedí unos pasos; el hombre, que continuó descendiendo, simplemente dijo en voz baja: «Aquí está el sirviente, señor.»

Éste se había detenido en las escaleras, confundido y mudo de verme. Se limpiaba las manos con un pañuelo, que estaba empapado de sangre.

—Jones, ¿qué significa esto? ¿Qué ha ocurrido? —pregunté, a la vez que una sospecha terrible me iba dominando.

El hombre me pidió que subiera al vestíbulo. En un momento estaba a su lado; con el ceño fruncido, pálido y con los ojos contraídos, me dijo del hecho horroroso que a medias había yo adivinado.

Su amo se había suicidado.

Subí con él a la habitación. No les diré lo que allí vi. Se había cortado el cuello con una navaja. Era una herida espantosa. Los dos hombres lo habían tendido en el lecho, acomodándole los miembros. El suceso había ocurrido, como lo testimoniaba el inmenso charco de sangre en el suelo, entre la cama y la ventana. Había una alfombra alrededor de la cama y otra bajo la mesa del tocador, pero el resto del piso estaba desnudo, pues, informó el sirviente, al amo no le gustaba tener alfombras en el dormitorio. En esa habitación sombría y ahora terrible, uno de los grandes olmos que oscurecía la casa movía lentamente la sombra de una de sus grandes ramas sobre aquel piso espantoso.

Hice una seña al sirviente y bajamos juntos. En el vestíbulo entré a una habitación revestida de madera al viejo estilo. Allí de pie, escuché lo que el sirviente tenía que contar. No era mucho.

—De lo que usted dijo, señor, de su apariencia cuando partió de aquí anoche, saqué en conclusión que mi amo estaba seriamente enfermo, en opinión de usted. Pensé que usted temía un paroxismo o alguna otra cosa. Así que obedecí muy al pie de la letra sus instrucciones. Estuvo despierto hasta muy tarde, pasadas ya las tres de la mañana. No escribía ni leía. Hablaba mucho consigo, pero nada desusado había en ello. Más o menos a esa hora lo ayudé a desnudarse, y quedó en zapatillas y bata. A la media hora volví calladamente. Estaba en la cama, totalmente desnudo, dos velas encendidas sobre la mesita de noche. Cuando entré, se recargaba sobre un codo y miraba al otro extremo de la cama. Le pregunté si necesitaba alguna cosa y me respondió «no».

«No sé si fue lo escuchado de usted, señor, o algo un tanto desusado en él, pero me sentí intranquilo, sumamente intranquilo por él anoche. Media hora más tarde, quizás un poco más, volví. No lo oí hablar, como la vez anterior. Abrí la puerta ligeramente. Las dos velas estaban apagadas, cosa extraña. Llevaba conmigo una luz; la introduje un poco, mirando sin ruido en derredor. Lo vi sentado en la silla que está al lado de la mesita de tocador, vestido una vez más. Se volvió y me miró. Consideré extraño que se hubiera levantado, vestido, apagado las vela y sentado así en la oscuridad. Pero me limité a preguntarle de nuevo si podía ayudarlo en algo. Dijo que no, un tanto secamente, en mi opinión. Pregunté si podía encender las velas. Contestó: ‘Haz lo que gustes, Jones.’ Así que las prendí y anduve sin propósito por la habitación. Me preguntó:

«—Dime la verdad, Jones, ¿por qué volviste? ¿No oíste que alguien maldecía?

«—No señor —contesté, preguntándome qué querría decir.

«—No —dijo de inmediato—, claro que no.

—¿No convendría, señor, que se acostara? Son las cinco.

«Nada dijo sino:

«—Probablemente. Buenas noches, Jones.

«Así que me retiré, señor. Pero menos de una hora después volví. La puerta estaba con cerrojo; al escucharme, preguntó, pienso que desde la cama, qué quería yo, agregando que deseaba no ser molestado ya. Me acosté a dormir por un rato. Serían entre las seis y las siete que subí de nuevo. La puerta seguía cerrada y no tuve respuesta; no queriendo molestarlo, y creyéndolo dormido, lo dejé hasta las nueve. Era su costumbre llamarme con el timbre cuando me necesitaba, y no había una hora fija en que lo hiciera. Golpeé muy ligeramente la puerta; como no obtuve respuesta, estuve alejado un buen tiempo, pues supuse que descansaba. No fue sino como a las once que en verdad comencé a preocuparme por él, pues nunca, que yo recordara, se levantaba después de las diez y media. No me respondió. Llamé con los nudillos y en voz alta, sin ninguna respuesta. Siéndome imposible forzar la puerta, llamé a Thomas, que estaba en los establos, y juntos la violentamos. Lo encontramos en el estado horrible que usted lo vio.

Jones no tenía más que agregar. El desgraciado señor Jennings era muy gentil y muy amable. Todos lo querían. Vi que el sirviente se encontraba sumamente conmovido.

Así, abatido y agitado, salí de la terrible casa, de su oscuro dosel de olmos, y espero no volver a verla nunca jamás. Ahora, mientras le escribo, me siento como un hombre que ha despertado a medias de un sueño espantoso y monótono. Mi memoria rechaza aquel cuadro con incredulidad y horror. Sin embargo, lo sé cierto. Es la historia de un proceso de envenenamiento, con un veneno que excita la acción recíproca de espíritu y nervios, paralizando el tejido que separa esas funciones consanguíneas de los sentidos, la externa y la interna. De esta manera encontramos extraños compañeros, y lo mortal y lo inmortal entran en conocimiento prematuramente.

Conclusión. Unas palabras para quienes sufren

Mi querido Van L., ha sufrido usted una afección similar a la que acabo de describir. Dos veces se ha quejado de volverla a sentir.

¿Quién, en nombre de Dios, lo curó? Su humilde servidor, Martin Hesselius. Permítaseme, más bien, adoptar la mucho más subrayada piedad de un cierto generoso cirujano francés que vivió hace trescientos años: ‘Yo di el tratamiento, y Dios lo curó.»

Vamos, amigo, no se muestre abatido. Déjeme informarle de un hecho.

Como lo demuestro en mi libro, conozco y he tratado cincuenta y siete casos donde hubo este tipo de visión, que sin distinción califico de «sublimada», «precoz» e «interior». Hay otra clase de afecciones a las que verdaderamente se llama —aunque suele confundírselas con las que he descrito— ilusiones espectrales. Considero a estas últimas tan fáciles de curar como un resfriado que ataca a la cabeza o una dispepsia sin importancia.

Aquellas clasificadas en la primera categoría son las que sujetan a prueba nuestra prontitud de pensamiento. Me he topado con cincuenta y siete casos, ni uno más, ni uno menos. ¿Y en cuántos de ellos he fracasado? En ninguno.

No existe aflicción más fácil y segura de vencer, con un poco de paciencia y confianza racional en el médico. Cumpliéndose esas condiciones sencillas, considero la curación absolutamente segura.

Recuerde que ni siquiera había comenzado a tratar el caso del señor Jennings. Ninguna duda tengo de que hubiera podido curarlo perfectamente en dieciocho meses o, posiblemente, en un máximo de dos años. Algunos casos son muy fáciles de curar, otros resultan sumamente pertinaces. Todo médico inteligente que dedique mente y asiduidad a la tarea, logrará la curación.

Conoce usted mi tratado sobre Las funciones cardinales del cerebro. Con base en las pruebas obtenidas de innumerables hechos, confirmo allí mi idea de que, con mucha probabilidad, se dé en su mecanismo, a través de los nervios, una circulación arterial y venosa. El cerebro es el corazón de ese sistema, así visto. El fluido, que se propaga desde allí mediante una clase de nervios, regresa alterado a través de otra, por su naturaleza, ese fluido es espiritual, aunque no por ello inmaterial, como no lo son, lo subrayé antes, la luz o la electricidad.

A causa de distintos abusos, entre los cuales el empleo habitual de agentes tales como el té verde es uno, ese fluido puede verse afectado en su cualidad, aunque más frecuente es que se lo perturbe en su equilibrio. Siendo tal fluido el que tenemos en común con los espíritus, una congestión que se dé en la masa del cerebro o del nervio, conectada con el sentido interior, crea una superficie que queda indebidamente expuesta, sobre la cual pueden influir los espíritus sin cuerpo. De esta manera se establece más o menos efectivamente una comunicación. Hay una íntima comunión entre la circulación del cerebro y la del corazón. El ojo es sede, o más bien instrumento, de la visión externa. Son sede de la visión interior el tejido nervioso y el cerebro que rodea la zona de las cejas. Recordará con cuánta facilidad disipé sus imágenes con una aplicación de agua de colonia helada. Sin embargo, son pocos los casos que se pueden tratar exactamente igual y con un buen éxito inmediato. El frío actúa poderosamente como un repelente del fluido nervioso. Si se lo aplica el tiempo suficiente, incluso provocará esa insensibilidad permanente que llamamos entumecimiento; de continuar la aplicación, viene la parálisis muscular y la de los sentidos.

No tengo, repito, la menor duda de que hubiera conseguido primero atenuar y finalmente cancelar ese ojo interno que el señor Jennings había abierto sin darse cuenta. Los mismos sentidos se abren durante el delirium tremens, y desaparecen por completo cuando un cambio decisivo en el estado del cuerpo concluye con la acción excesiva del corazón cerebral y con las congestiones nerviosas prodigiosas que la acompañan. Cuando he actuado constantemente sobre el cuerpo, mediante un proceso sencillo, se produce —e inevitablemente se produce— este resultado, y hasta ahora nunca he fracasado.

El pobre señor Jennings se suicidó. Pero tal catástrofe fue resultado de una enfermedad por completo diferente que, por así decirlo, se proyectó sobre la ya establecida. De modo muy claro, su caso fue una complicación, y el mal que verdaderamente lo hizo sucumbir fue una manía suicida hereditaria. No puedo considerar al pobre señor Jennings uno de mis pacientes, pues ni siquiera había comenzado a tratarlo; ni por otra parte, estoy convencido de ello, se había franqueado conmigo plena y abiertamente. Si el paciente no se pone del lado de la enfermedad, la curación es cierta.

Herta Müller: Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso. Discurso al recibir el premio Nobel de literatura, 2009

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.

Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianidad  cada día igual al otro.

Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.

La primera vez me insultó de pie y se marchó.

La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.

La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que…, y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.

Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.

Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo:aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.

Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.

Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.

En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.

Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:

A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.

A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.

En el centro, los pañuelos de niño, para mí.

Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.

Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.

A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.

Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?

Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.

Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.

Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:

Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central

Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.

Con un pañuelo termina también otra historia:

El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.

Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.

Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.

Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.

Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.

Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:

Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice

El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.

Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.

Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.

Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.

Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?

Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano

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