Ana María Matute: La rama seca. Cuento

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Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:

-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con «Pipa».

Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.

-¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

-Juego con «Pipa» -decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

-¿Con quién hablas, tú?

-Con «Pipa».

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por «Pipa». Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:

-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos…

-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado…

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se decía.

2

Un día, por fin, se enteró de quién era «Pipa».

-La muñeca -explicó la niña.

-Enséñamela…

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.

-No la veo, hija. Échamela…

La niña vaciló.

-Pero luego, ¿me la devolverá?

-Claro está…

La niña le echó a «Pipa» y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. «Pipa» era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

-¿Me la echa, doña Clementina…?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a «Pipa» hacia la ventana. «Pipa» pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con «Pipa».

-«Pipa», no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, «Pipa», cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, «Pipa»… Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña…

La niña hablaba con «Pipa» del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a «Pipa» en las rodillas, y la hacía participar de su comida.

-Abre la boca, «Pipa», que pareces tonta…

Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.

3

Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:

-¿Y la pequeña?

-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

-No sabía nada…

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir… ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

-¡Pascualín! ¡Pascualín!

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.

-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?

La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.

-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a «Pipa», que me aburro sin «Pipa»…

Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.

Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

-Pascualín -dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!

Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.

Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de «Pipa»:

-Que me traiga a «Pipa», dígaselo usted, que la traiga…

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.

-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:

-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

4

A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado «El Ideal». Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En «El Ideal» compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. «La pequeña va a alegrarse de veras», pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar…!

Cortó sus exclamaciones.

-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete…

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.

-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte…

La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.

-Mira lo que te traigo: te traigo otra «Pipa», mucho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.

Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

-No es «Pipa» -dijo-. No es «Pipa».

La madre empezó a chillar:

-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada…!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).

-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.

-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta…!

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:

-Te traigo a tu «Pipa».

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.

-No es «Pipa».

Día a día, doña Clementina confeccionó «Pipa» tras «Pipa», sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas… ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos…

-¿Se va a morir?

-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa… ¡Va a ser mejor para todos!

5

En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por «Pipa» y su pequeña madre.

6

Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a «Pipa» entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

Virgilio Piñera: La boda. Cuento

VrgilioSuperfino4fda039a2d96bLos invitados que llegaron con la debida puntualidad pudieron ver cómo dos hombres de alguna edad, caminando de espaldas al atrio y viniendo del altar, desenvolvían de un enorme carrete dos cintas blancas que colocaban sobre los espaldares de los asientos situados junto a la senda nupcial. Los que no llegaron con la debida puntualidad vieron las cintas ya colocadas. También, la gran alfombra roja. A una señal, el altar se iluminó, mientras el pie derecho de la novia penetraba en el templo. Cuando el extremo de la cola de su vestido tocó justo el sitio donde su pie derecho había marcado una levísima huella, se pudo observar que dejaba atrás treinta cabezas de águila que formaban el tope de otras tantas columnas situadas en el atrio. Así que una vez llegada la novia ante el oficiante, el extremo de su cola vino a quedar separado de su cuerpo por una distancia de treinta cabezas de águila. Claro que la distancia parecía un tanto mayor a causa del ángulo que se formaba de los hombros al suelo. Pero no era tan agudo como para que se le considerase capaz de producir una sensación de ostensible malestar físico. El piso, de mármol, estaba un poco manchado. También, las cintas limitadoras dejaban ver un pequeño ángulo por el vacío existente entre asiento y asiento. Pero ya la novia iniciaba la salida apoyando suavemente su pie izquierdo en el primer peldaño de la graciosa escalinata que conducía hasta el altar. De modo que, a causa del paso dado por su pie derecho, el extremo de la cola avanzó un tanto en dirección al altar. Igualmente, por efecto de su cuerpo al volverse hacia la concurrencia, parte de la cola que arrancaba de los hombros enrollose sobre la espalda y en su parte izquierda. Entonces fue descendiendo pausadamente los peldaños de la alfombra roja. También el piso de la senda estaba un poco manchado. Ya se acercaba al punto donde el extremo de la cola se abandonaba como un animal echado. Al coincidir con ésta, hizo un ligerísimo movimiento desarrollado de abajo arriba, esto es, de su talle a sus hombros, y el extremo de la cola respondió con un breve funcionamiento, pero tan afinado que permitió al pie derecho pasar sin fatiga alguna. Desde este momento la cola fue perdiendo su inclinación y comenzó a seguir a la novia. Ésta ya daba su último paso con el pie derecho sobre la alfombra roja, y su cuerpo, perdiéndose en la caja del coche, indicaba claramente que la boda había terminado.

Virgilio Piñera: El Infierno. Cuento

virgilio13Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de la imaginación!—. Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo.

Ya en la vejez el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre?

Virgilio Piñera: Natación. Cuento

act_523He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogando de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.

No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.

Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las lozas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.

Gabriel García Márquez: Un día después del sábado. Cuento

MEXICO/La inquietud empezó en julio, cuando la señora Rebeca, una viuda amargada que vivía en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas, descubrió que sus alambreras estaban rotas como si hubieran sido apedreadas desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su dormitorio y pensó que debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y confidente desde que murió su esposo. Después, removiendo cachivaches (pues desde hacía tiempo la señora Rebeca no hacía nada distinto que remover cachivaches) advirtió que no sólo las alambreras de su dormitorio, sino todas las de la casa estaban deterioradas. La viuda tenía un sentido académico de la autoridad, heredado tal vez de su bisabuelo paterno, un criollo que en la guerra de Independencia peleó al lado de los realistas e hizo después un penoso viaje a España con el propósito exclusivo de visitar el palacio que construyó Carlos III en San Ildefonso. De manera que cuando descubrió el estado de las otras alambreras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso el sombrero de paja con minúsculas flores de terciopelo y se dirigió a la alcaldía a dar cuenta del atentado. Pero al llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin camisa, peludo y con una solidez que a ella le pareció bestial, se ocupaba de reparar las alambradas municipales, deterioradas como las suyas.

La señora Rebeca irrumpió en la sórdida y revuelta oficina y lo primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre el escritorio. Pero estaba ofuscada, en parte por el calor y en parte por la indignación que le produjo la ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo tiempo de estremecerse ante el inusitado espectáculo de los pájaros muertos sobre el escritorio. Ni siquiera le escandalizó la evidencia de la autoridad degradada a lo alto de una escalera, reparando las redes metálicas de la ventana con un rollo de alambre y un destornillador. Ella no pensaba ahora en otra dignidad que en la suya propia, escarnecida en sus alambreras, y su ofuscación le impidió incluso relacionar las ventanas de su casa con las de la alcaldía. Se plantó con discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el interior de la oficina, y apoyada en el largo y guarnecido mango de su sombrilla, dijo:

-Necesito poner una queja.

Desde el tope de la escalera, el alcalde volvió el rostro congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante la presencia insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia siguió desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:

-¿Qué es la cosa?

-Que los muchachos del vecindario rompieron las alambreras.

Entonces el alcalde volvió a mirarla. La examinó laboriosamente desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los zapatos color de plata antigua, y fue como si la hubiera visto por primera vez en su vida. Descendió parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó tierra firme apoyó una mano en la cintura y movió el destornillador hasta el escritorio. Dijo:

-No son los muchachos, señora. Son los pájaros.

Y entonces fue cuando ella relacionó los pájaros muertos sobre el escritorio con el hombre subido a la escalera y con las estropeadas redes de sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los dormitorios de su casa estaban llenos de pájaros muertos.

-Los pájaros -exclamó.

-Los pájaros -confirmó el alcalde-. Es extraño que no se haya dado cuenta si hace tres días que estamos con este problema de los pájaros rompiendo ventanas para morirse dentro de las casas.

Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sentía avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba hasta su casa todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había hablado de los pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un agosto inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y penetrante tufo de pájaros muertos.

Esto era en los últimos días de julio, y nunca en la vida del pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se dieron cuenta de eso, impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el extraño fenómeno no había influido seriamente en las actividades del pueblo, la mayoría estaba pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no se contaba su reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin embargo sólo había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor importancia. El primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la misa, y pensó que había llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del vecindario. El otro lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y lo empujó con la punta de la bota hasta la calle, pensando: No debían existir los gatos.

Pero el viernes, al llegar a la estación del ferrocarril, encontró un tercer pájaro muerto en el escaño que eligió para sentarse. Fue como un relámpago en su interior, cuando agarró el cadáver por las patitas, lo alzó hasta el nivel de sus ojos, lo volteó, lo examinó, y pensó sobresaltado: Caramba, es el tercero que encuentro en esta semana. Desde ese instante empezó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, pero de una manera muy imprecisa, pues el padre Antonio Isabel, en parte por la edad y en parte también porque aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones (cosa que al pueblo le parecía un tanto dislocada), era considerado por sus feligreses como un buen hombre, pacífico y servicial, pero que andaba habitualmente por las nebulosas. Pues se dio cuenta de que algo ocurría a los pájaros, pero incluso entonces no creyó que aquello fuera tan importante como para que mereciera un sermón. Él fue el primero que sintió el olor. Lo sintió en la noche del viernes, cuando despertó alarmado, interrumpido su liviano sueño por una tufarada nauseabunda, pero no supo si atribuirlo a una pesadilla o a un nuevo y original recurso satánico para perturbar su sueño. Olfateó a su alrededor y se dio vuelta en la cama, pensando que aquella experiencia podría servirle para un sermón. Podría ser, pensó, un dramático sermón sobre la habilidad de Satán para filtrarse en el corazón humano por cualquiera de los cinco sentidos.

Cuando se paseaba por el atrio al día siguiente antes de la misa, oyó hablar por primera vez de los pájaros muertos. Estaba pensando en el sermón, en Satanás y en los pecados que pueden cometerse por el sentido del olfato, cuando oyó decir que el mal olor nocturno era de los pájaros recolectados durante la semana; y se le formó en la cabeza un confuso revoltijo de prevenciones evangélicas, de malos olores y de pájaros muertos. De manera que el domingo tuvo que improvisar sobre la caridad una parrafada que él mismo no entendió muy a las claras, y se olvidó para siempre de las relaciones entre el diablo y los cinco sentidos.

Sin embargo, en algún sitio muy remoto de su pensamiento debieron de quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le ocurría siempre, no sólo en el seminario hacía ya más de 70 años, sino de manera muy particular después de que cumplió los 90. En el seminario, una tarde muy clara en que caía un fuerte aguacero sin tormenta, él leía un trozo de Sófocles en su idioma original. Cuando acabó de llover miró a través de la ventana el campo fatigado, la tarde lavada y nueva, y se olvidó enteramente del teatro griego y de los clásicos que él no diferenciaba sino que llamaba, de manera general, “los ancianitos de antes”. Una tarde sin lluvia, acaso treinta, cuarenta años después, atravesaba la plaza empedrada de un pueblo, al que había ido de visita, y sin proponérselo recitó la estrofa de Sófocles que leía en el seminario. Esa misma semana, conversó largamente sobre “los ancianitos de antes” con el vicario apostólico, un anciano locuaz e impresionable, aficionado a unos complejos acertijos para eruditos que él decía haber inventado y que se popularizaron años después con el nombre de crucigramas.

Aquella entrevista le permitió recoger de un golpe todo su viejo y entrañable amor por los clásicos griegos. En la Navidad de ese año recibió una carta. Y de no haber sido porque ya para esa época había adquirido el sólido prestigio de ser exageradamente imaginativo, intrépido para la interpretación y un poco disparatado en sus sermones, en esa ocasión lo habrían hecho obispo.

Pero se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85, y en la época en que los pájaros venían a morir en los dormitorios, hacía años que habían pedido su reemplazo por un sacerdote más joven, especialmente cuando dijo haber visto al diablo. Desde entonces comenzaron a no tenerlo en cuenta, cosa que él no advirtió de una manera muy clara a pesar de que todavía podía descifrar los menudos caracteres de su breviario sin necesidad de anteojos.

Siempre había sido un hombre de costumbres regulares. Pequeño, insignificante, de huesos pronunciados y sólidos y ademanes reposados y una voz sedante para la conversación pero demasiado sedante para el púlpito. Permanecía hasta la hora del almuerzo echando globos en su alcoba, tirado a la bartola en una silla de lona y sin otras prendas de vestir que unos largos pantaloncillos de sarga con las bocapiernas amarradas a los tobillos.

No hacía nada, salvo decir la misa. Dos veces a la semana se sentaba en el confesionario, pero hacía años que no se confesaba nadie. Él creía sencillamente que sus feligreses estaban perdiendo la fe a causa de las costumbres modernas, de ahí que hubiera considerado como un acontecimiento muy oportuno haber visto al diablo en tres ocasiones, aunque sabía que la gente daba muy poco crédito a sus palabras a pesar de que tenía conciencia de no ser muy convincente cuando hablaba de esas experiencias. Para él mismo no habría sido una sorpresa descubrir que estaba muerto, no sólo a lo largo de los últimos cinco años, sino también en esos momentos extraordinarios en que encontró los dos primeros pájaros. Cuando encontró el tercero, sin embargo, se asomó un poco a la vida, de manera que en los últimos días estuvo pensando con apreciable frecuencia en el pájaro muerto sobre el escaño de la estación.

Vivía a diez pasos del templo, en una casa pequeña, sin alambreras, con un corredor hacia la calle y dos cuartos que le servían de despacho y dormitorio. Consideraba, tal vez en sus momentos de menor lucidez, que es posible lograr la felicidad en la tierra cuando no hace mucho calor, y esa idea le producía un poco de desconcierto. Le gustaba extraviarse por vericuetos metafísicos. Era eso lo que hacía cuando se sentaba en el corredor todas las mañanas, con la puerta entreabierta, cerrados los ojos y los músculos distendidos. Sin embargo, él mismo no cayó en la cuenta de que se había vuelto tan sutil en sus pensamientos, que hacía por lo menos tres años que en sus momentos de meditación ya no pensaba en nada.

A las doce en punto, un muchacho atravesaba el corredor con un portacomidas de cuatro secciones que contenía lo mismo todos los días: sopa de hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne guisada sin cebolla, plátano frito o bollo de maíz y un poco de lentejas que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no había probado jamás.

El muchacho ponía el portacomidas junto a la silla donde yacía el sacerdote, pero éste no abría los ojos mientras no escuchaba otra vez las pisadas en el corredor. Por eso en el pueblo creían que el padre dormía la siesta antes del almuerzo (cosa que parecía igualmente dislocada) cuando la verdad era que ni siquiera de noche dormía normalmente. Para esa época sus hábitos se habían descomplicado hasta el primitivismo. Almorzaba sin moverse de su silla de lona, sin sacar los alimentos del portacomidas, sin usar los platos ni el tenedor ni el cuchillo, sino apenas la misma cuchara con que tomaba la sopa. Después se levantaba, se echaba un poco de agua en la cabeza, se ponía la sotana blanca y averaguada con grandes remiendos cuadrados, y se dirigía a la estación del ferrocarril, precisamente a la hora en que el resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta. Desde hacía varios meses recorría ese trayecto murmurando la oración que él mismo inventó la última vez que se le apareció el diablo.

Un sábado -nueve días después de que empezaron a caer pájaros muertos- el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se dirigía a la estación cuando cayó un pájaro agonizante a sus pies, precisamente frente a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de lucidez estalló en su cabeza y se dio cuenta de que aquel pájaro, a diferencia de los otros, podía ser salvado. Lo tomó en sus manos y llamó a la puerta de la señora Rebeca, en el instante en que ella se desabrochaba el corpiño para dormir la siesta.

En su alcoba, la viuda oyó los golpes e instintivamente desvió la vista hacia las alambreras. No había penetrado ningún pájaro a esa alcoba desde hacía dos días. Pero la red continuaba desflecada. Había considerado un gasto inútil hacerla reparar mientras no cesara aquella invasión de pájaros que la mantenía con los nervios irritados. Por encima del zumbido del ventilador eléctrico, oyó los golpes a la puerta y recordó con impaciencia que Argénida hacía la siesta en la última alcoba del corredor. Ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién podía importunarla a esas horas. Volvió a abotonarse el corpiño, traspuso la puerta alambrada, caminó derecho y afectada a lo largo del corredor, atravesó la sala recargada de muebles y objetos decorativos, y antes de abrir la puerta vio a través de la red metálica que allí estaba el padre Antonio Isabel, taciturno, con los ojos apagados y un pájaro en las manos (antes de que ella abriera la puerta) diciendo: “Si le echamos un poco de agua y después lo metemos debajo de una totuma, estoy seguro de que se pondrá bien”. Y al abrir la puerta, la señora Rebeca sintió que desfallecía de terror.

No permaneció allí más de cinco minutos. La señora Rebeca creía que era ella quien había abreviado el incidente. Pero en realidad había sido el padre. Si la viuda hubiera reflexionado en ese instante, se habría dado cuenta de que el sacerdote, en los treinta años que llevaba de vivir en el pueblo, no había permanecido nunca más de cinco minutos en su casa. Le parecía que en la profusa utilería de la sala se manifestaba claramente el espíritu concupiscente de la dueña, a pesar de su parentesco con el Obispo, muy remoto, pero reconocido. Además, había una leyenda (o una historia) sobre la familia de la señora Rebeca, que seguramente, pensaba el padre, no había llegado hasta el palacio episcopal, con todo y que el coronel Aureliano Buendía, primo hermano de la viuda a quien ella consideraba un descastado, aseguró alguna vez que el Obispo no había visitado el pueblo en el nuevo siglo por eludir la visita a su parienta. De cualquier modo, fuera aquello historia o leyenda, la verdad era que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no se sentía bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado nunca muestras de piedad y sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con evasivas cuando él trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su esposo. Si ahora había estado allí, aguardando a que ella trajera un vaso de agua para bañar un pájaro agonizante, era por determinación de una circunstancia que él no hubiera provocado jamás.

Mientras regresaba la viuda, el sacerdote, sentado en un suntuoso mecedor de madera labrada, sentía la extraña humedad de esa casa que no había vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buendía, hermano del coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar.

Cuando la señora Rebeca irrumpió de nuevo en la sala, vio al padre Antonio Isabel sentado en el mecedor y con ese aire de nebulosidad que a ella le producía terror.

-La vida de un animal -dijo el padre- es tan grata a Nuestro Señor como la de un hombre.

Al decirlo, no se acordó de José Arcadio Buendía. Tampoco lo recordó la viuda. Pero ella estaba acostumbrada a no dar crédito a las palabras del padre, desde cuando habló en el púlpito de las tres veces en que se le apareció el diablo. Sin prestarle atención tomó el pájaro entre las manos, lo sumergió en el vaso y lo sacudió después. El padre observó que había impiedad y negligencia en su manera de actuar, una absoluta falta de consideración por la vida del animal.

-No le gustan los pájaros -dijo, de manera suave pero afirmativa.

La viuda levantó los párpados en un gesto de impaciencia y hostilidad.

-Aunque me hubieran gustado alguna vez -dijo- los aborrecería ahora que les ha dado por morirse dentro de las casas.

-Han muerto muchos -dijo él, implacable. Habría podido pensarse que había mucho de astucia en la uniformidad de su voz.

-Todos -dijo la viuda. Y agregó, mientras exprimía el animal con repugnancia y lo colocaba debajo de una totuma-: Y eso no me importaría, si no me hubieran roto las alambreras.

Y a él le pareció que nunca había conocido tanta dureza de corazón. Un instante después, teniéndole en su propia mano, el sacerdote se dio cuenta de que aquel cuerpo minúsculo e indefenso había dejado de latir. Entonces se olvidó de todo: de la humedad de la casa, de la concupiscencia, del insoportable olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía, y se dio cuenta de la prodigiosa verdad que lo rodeaba desde el principio de la semana. Allí mismo, mientras la viuda lo veía abandonar la casa con el pájaro muerto entre las manos y una expresión amenazante, él asistió a la maravillosa revelación de que sobre el pueblo estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos y de que él, el ministro de Dios, el predestinado que había conocido la felicidad cuando no hacía calor, había olvidado enteramente el Apocalipsis.

Ese día fue a la estación, como siempre, pero no se dio cuenta cabal de sus actos. Sabía confusamente que algo estaba ocurriendo en el mundo, pero se sentía embotado, bruto, indigno del instante. Sentado en el escaño de la estación trataba de recordar si había lluvia de pájaros muertos en el Apocalipsis, pero lo había olvidado por completo. De pronto pensó que el retraso en casa de la señora Rebeca le había hecho perder el tren y estiró la cabeza por encima de los vidrios polvorientos y rotos y vio en el reloj de la administración que aún faltaban doce minutos para la una. Cuando regresó al escaño sintió que se asfixiaba. En ese momento se acordó de que era sábado. Movió por un instante su abanico de palma trenzada, perdido en sus oscuras nebulosas interiores. Y después se desesperó de los botones de su sotana y de los botones de sus botas y de sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga y se dio cuenta, alarmado, de que nunca en su vida había sentido tanto calor.

Sin moverse del escaño se desabotonó el cuello de la sotana, extrajo de la manga el pañuelo y se enjugó el rostro congestionado, pensando en un instante de iluminado patetismo que tal vez estaba asistiendo a la elaboración de un terremoto. Había leído eso en alguna parte. Sin embargo, el cielo estaba despejado; un cielo transparente y azul del que misteriosamente habían desaparecido todos los pájaros. Él se dio cuenta del color y de la transparencia, pero momentáneamente se olvidó de los pájaros muertos. Ahora pensaba en otra cosa, en la posibilidad de que se desatara una tormenta. Sin embargo, el cielo estaba diáfano y tranquilo, como si fuera el cielo de otro pueblo remoto y diferente, donde nunca había sentido calor, y como si no fueran los suyos sino otros los ojos que estuvieran contemplándolo. Después miró hacia el norte, por encima de los techos de palma y cinc oxidado, y vio la lenta, la silenciosa, la equilibrada mancha de gallinazos sobre el muladar.

Por alguna razón misteriosa sintió que en ese instante revivían en él las emociones que experimentó un domingo en el seminario, poco antes de recibir las órdenes menores. El rector lo había autorizado para hacer uso de su biblioteca particular y él permanecía durante horas y horas (especialmente los domingos) sumergido en la lectura de unos libros amarillos, olorosos a madera envejecida, y con anotaciones en latín hechas con los garabatos minúsculos y erizados del rector. Un domingo, después de que había leído durante todo el día, entró el rector a la habitación y se apresuró, azorado, a recoger una tarjeta que evidentemente se había caído de entre las páginas del libro que él leía. Presenció la ofuscación de su superior con discreta indiferencia, pero alcanzó a leer la tarjeta. Sólo había una frase, escrita a tinta morada con letra nítida y recta: Madame Ivette est morte cette nuit. Más de medio siglo después, viendo una mancha de gallinazos sobre un pueblo olvidado, se acordó de la expresión taciturna del rector, sentado frente a él, malva al crepúsculo y con la respiración imperceptiblemente alterada.

Impresionado por aquella asociación, no sintió entonces calor sino precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo en las ingles y la planta de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor, enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que era imposible diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás atascada en el barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo mientras él, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía indiferente a ese acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano asombrada como para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó aterrorizado: “El Judío Errante”.

En ese momento pitó el tren. Por primera vez en muchos años él no lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una densa humareda, y oyó la granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado. Pero eso fue como un sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por completo hasta esa tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos toques al formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después, fueron a buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.

De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea -ya encendidas las luces- y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.

Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado de un gramófono. El olfato agudizado por el hambre de dos días le indicó que ése era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo, un letrero que él no había de leer en su vida.

La propietaria estaba encinta con más de cinco meses. Tenía color de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre cuando su madre estaba encinta de ella. Él pidió “un almuerzo lo más rápido que pueda” y ella, sin tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren. Envuelto en el vapor cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que lo separaba de la estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa confusa sensación de pánico que produce la pérdida de un tren.

Trató de correr. Llegó hasta la puerta, angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando se dio cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la mesa se había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, a una muchacha que lo miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola. Por primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había regalado su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras acababa de comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la pérdida del tren ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo cuyo nombre no se ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con los huesos de la espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí largo rato sin escuchar los discos, hasta que la muchacha que los seleccionaba dijo:

-En el corredor hay más fresco.

Él se sintió mal. Le costaba trabajo iniciarse con los desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y cuando no le quedaba otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes a como las pensaba. “Sí”, respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de mecerse, olvidado de que no estaba en una mecedora.

-Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es más fresco -dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio cuenta con angustia de que ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a mirarla, en el instante en que le daba cuerda al gramófono. Parecía estar sentada allí desde hacía meses, años quizás, y no manifestaba el menor interés en moverse de ese lugar. Le daba cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija en él. Estaba sonriendo.

-Gracias -dijo él, tratando de levantarse, de dar espontaneidad a sus movimientos.

La muchacha no dejó de mirarlo; dijo: -También dejan el sombrero en el percherito.

Esta vez sintió una brasa en las orejas. Se estremeció pensando en aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía incómodo, acorralado, y otra vez sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero en ese instante penetró a la sala la propietaria.

-¿Qué hace? -preguntó.

-Está rodando la silla para el corredor, como lo hacen todos -dijo la muchacha.

Él creyó advertir un acento de burla en sus palabras.

-No se preocupe -dijo la propietaria-. Yo le traeré un taburete.

La muchacha se rió y él se sintió desconcertado. Hacía calor, un calor seco y plano. Y estaba sudando. La propietaria rodó hasta el corredor un taburete de madera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la muchacha volvió a hablar.

-Lo malo es que lo van a asustar los pájaros -dijo.

Él alcanzó a ver la mirada dura cuando la propietaria volvió los ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero intensa.

-Lo que debes hacer es callarte -dijo, y se volvió sonriente hacia él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de hablar.

-¿Qué es lo que dice? -preguntó.

-Que a esta hora caen pájaros muertos en el corredor -dijo la muchacha.

-Son cosas de ella -dijo la propietaria. Se inclinó a arreglar un ramo de flores artificiales en la mesita de centro. Había un temblor nervioso en sus dedos.

-Cosas mías, no -dijo la muchacha-. Tú misma barriste dos antier.

La propietaria la miró exasperada. Tenía una expresión lastimosa y evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no quedara el menor rastro de duda.

-Lo que ocurre, señor, es que antier los muchachos dejaron dos pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después le dijeron que estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo que le dicen.

Él sonrió. Le parecía muy divertida aquella explicación: se frotó las manos y se volvió a mirar a la muchacha que lo contemplaba angustiada. El gramófono había dejado de sonar. La propietaria se retiró a la otra pieza y cuando él se dirigía al corredor la muchacha insistió en voz baja:

-Yo los he visto caer. Créamelo. Todo el mundo los ha visto.

Y él creyó comprender entonces su apego al gramófono y la exasperación de la propietaria.

-Sí -dijo compasivamente. Y después, moviéndose hacia el corredor-: Yo también los he visto.

Hacía menos calor afuera, a la sombra de los almendros. Recostó el taburete contra el marco de la puerta, echó la cabeza hacia atrás y pensó en su madre; su madre postrada en el mecedor, espantando las gallinas con un largo palo de escoba, mientras sentía que por primera vez él no estaba en la casa.

La semana anterior habría podido pensar que su vida era una cuerda lisa y recta, tendida desde la lluviosa madrugada de la última guerra civil en que vino al mundo entre las cuatro paredes de barro y cañabrava de una escuela rural, hasta esa mañana de junio en que cumplió 22 años y su madre llegó hasta su chinchorro para regalarle un sombrero con una tarjeta: “A mi querido hijo, en su día”. En ocasiones se sacudía la herrumbre de la ociosidad y sentía nostalgia de la escuela, del pizarrón y del mapa de un país superpoblado por los excrementos de las moscas, y de la larga fila de jarros colgados en la pared debajo del nombre de cada niño. Allí no hacía calor. Era un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero. Su madre era entonces una mujer triste y hermética. Se sentaba al atardecer a recibir el viento acabado de filtrar en los cafetales, y decía: “Manaure es el pueblo más bello del mundo”; y luego, volviéndose hacia él, viéndolo crecer sordamente en el chinchorro: “Cuando estés grande te darás cuenta de eso”. Pero no se dio cuenta de nada. No se dio cuenta a los 15 años, siendo ya demasiado grande para su edad, rebosante de esa salud insolente y atolondrada que da la ociosidad. Hasta cuando cumplió los 20 años su vida no fue nada esencialmente distinta de unos cambios de posición en el chinchorro. Pero para esa época su madre, obligada por el reumatismo, abandonó la escuela que había atendido durante 18 años, de manera que se fueron a vivir a una casa de dos cuartos con un patio enorme, donde criaron gallinas de patas cenicientas como las que atravesaban el salón de clases.

El cuidado de las gallinas fue su primer contacto con la realidad. Y había sido el único hasta el mes de julio, en que su madre pensó en la jubilación y consideró que ya el hijo tenía suficiente sagacidad para gestionarla. Él colaboró de manera eficaz en la preparación de los documentos, y hasta tuvo el tacto necesario para convencer al párroco de que alterara en seis años la partida de bautismo de su madre, que aún no tenía edad para la jubilación. El jueves recibió las últimas instrucciones escrupulosamente pormenorizadas por la experiencia pedagógica de su madre, e inició el viaje hacia la ciudad con doce pesos, una muda de ropa, el legajo de documentos y una idea enteramente rudimentaria de la palabra “jubilación”, que él interpretaba en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.

Adormilado en el corredor del hotel, entorpecido por el bochorno, no se había detenido a pensar en la gravedad de su situación. Suponía que el percance quedaría resuelto al día siguiente con el regreso del tren, de suerte que ahora su única preocupación era esperar el domingo para reanudar el viaje y no acordarse jamás de ese pueblo donde hacía un calor insoportable. Un poco antes de las cuatro cayó en un sueño incómodo y pegajoso, pensando, mientras dormía, que era una lástima no haber traído el chinchorro. Entonces fue cuando se dio cuenta de que había olvidado en el tren el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación. Despertó abruptamente, sobresaltado, pensando en su madre y otra vez acorralado por el pánico.

Cuando rodó el asiento hasta la sala se habían encendido las luces del pueblo. No conocía el alumbrado eléctrico, de manera que experimentó una fuerte impresión al ver las bombillas pobres y manchadas del hotel. Luego recordó que su madre le había hablado de eso y siguió rodando el asiento hasta el comedor tratando de evitar los moscardones que estrellaban como proyectiles en los espejos. Comió sin apetito, ofuscado por la clara evidencia de su situación, por el calor intenso, por la amargura de aquella soledad que padecía por primera vez en su vida. Después de las nueve fue conducido al fondo de la casa, a un cuarto de madera empapelado con periódicos y revistas. A la medianoche se hallaba sumergido en un sueño pantanoso y febril, mientras a cinco cuadras de allí el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, tendido boca arriba en su catre, pensaba que las experiencias de esa noche reforzaban el sermón que tenía preparado para las siete de la mañana. El padre reposaba con sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga, entre el denso rumor de los zancudos. Un poco antes de las doce había atravesado el pueblo para administrar la extremaunción a una mujer y se sentía exaltado y nervioso, de manera que puso los elementos sacramentales junto al catre y se acostó a repasar el sermón. Permaneció así varias horas, tendido boca arriba en el catre hasta cuando oyó el horario remoto de un alcaraván en la madrugada. Entonces trató de levantarse, se incorporó penosamente y pisó la campanilla y se fue de bruces contra el suelo áspero y sólido de la habitación.

Apenas se dio cuenta de sí mismo cuando experimentó la sensación terebrante que le subió por el costado. En ese momento tuvo conciencia de su peso total: juntos el peso de su cuerpo, de sus culpas y de su edad. Sintió contra la mejilla la solidez del suelo pedregoso que tantas veces, al preparar sus sermones, le había servido para formarse una idea precisa del camino que conduce al infierno. “Cristo”, murmuró asustado, pensando: “Seguro que nunca más podré ponerme en pie.”

No supo cuánto tiempo permaneció postrado en el suelo, sin pensar en nada, sin acordarse siquiera de implorar una buena muerte. Fue como si, en realidad, hubiera estado muerto por un instante. Pero cuando recobró el conocimiento ya no sentía dolor ni espanto. Vio la raya lívida debajo de la puerta; oyó, remoto y triste, el clamor de los gallos, y se dio cuenta de que estaba vivo y de que recordaba perfectamente las palabras del sermón.

Cuando descorrió la tranca de la puerta estaba amaneciendo. Había dejado de sentir dolor y hasta le parecía que el golpe lo había descargado de su ancianidad. Toda la bondad, los extravíos y los padecimientos del pueblo penetraron hasta su corazón cuando tragó la primera bocanada de aquel aire que era una humedad azul llena de gallos. Luego miró en torno suyo como para reconciliarse con la soledad, y vio a la tranquila penumbra del amanecer, uno, dos, tres pájaros muertos en el corredor.

Durante nueve minutos contempló los tres cadáveres, pensando, de acuerdo con el sermón previsto, que aquella muerte colectiva de los pájaros necesitaba una expiación. Luego caminó hasta el otro extremo del corredor, recogió los tres pájaros muertos y regresó a la tinaja y la destapó y uno tras otro echó los pájaros en el agua verde y dormida sin conocer exactamente el objetivo de aquella acción. Tres y tres hacen media docena en una semana, pensó, y un prodigioso relámpago de lucidez le indicó que había empezado a padecer el gran día de su vida.

A las siete había empezado el calor. En el hotel, el único comensal aguardaba el desayuno. La muchacha del gramófono no se había levantado aún. La propietaria se acercó y en ese instante parecía como si estuvieran sonando dentro de su vientre abultado las siete campanadas del reloj.

-Siempre fue que lo dejó el tren -dijo con un acento de tardía conmiseración. Y luego trajo el desayuno: café con leche, un huevo frito y tajadas de plátano verde.

Él trató de comer, pero no sentía hambre. Se sentía alarmado de que hubiera empezado el calor. Sudaba a chorros. Se asfixiaba. Había dormido mal, con la ropa puesta, y ahora tenía un poco de fiebre. Sentía otra vez el pánico y se acordaba de su madre, en el instante en que la propietaria se acercó a recoger los platos, radiante dentro de su traje nuevo de grandes flores verdes. El traje de la propietaria le hizo recordar que era domingo.

-¿Hay misa? -preguntó.

-Sí hay -dijo la mujer-. Pero es como si no hubiera porque no va casi nadie. Es que no han querido mandar un padre nuevo.

-¿Y qué pasa con el de ahora?

-Que tiene como cien años y está medio chiflado -dijo la mujer, y permaneció inmóvil, pensativa, con todos los platos en una mano. Luego dijo:

-El otro día juró en el púlpito que había visto al diablo y desde entonces casi nadie volvió a la misa.

De manera que fue a la iglesia, en parte por su desesperación y en parte por la curiosidad de conocer a una persona de cien años. Advirtió que era un pueblo muerto, con calles interminables y polvorientas y sombrías casas de madera con techos de cinc, que parecían deshabitadas. Eso era el pueblo en domingo: calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante. Pensó que no había ahí ninguna señal que permitiera distinguir el domingo de otro día cualquiera, y mientras caminaba por la calle desierta se acordó de su madre: “Todas las calles de todos los pueblos conducen inexorablemente a la iglesia o al cementerio.” En este instante desembocó en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez.

Sin apresurarse atravesó la plaza, subió por los tres escalones del atrio e inmediatamente sintió el olor del envejecido sudor humano revuelto con el olor del incienso, y penetró en la tibia penumbra de la iglesia casi vacía.

El padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar acababa de subir al púlpito. Iba a iniciar el sermón cuando vio entrar a un muchacho con el sombrero puesto. Lo vio examinar con sus grandes ojos serenos y transparentes el templo casi vacío. Lo vio sentarse en el último escaño, la cabeza ladeada y las manos sobre las rodillas. Se dio cuenta de que era un forastero. Tenía más de 20 años de estar en el pueblo y habría podido reconocer a cualquiera de sus habitantes hasta por el olor. Por eso sabía que el muchacho que acababa de llegar era un forastero. En una mirada breve e intensa observó que era un ser taciturno y un poco triste y que tenía la ropa sucia y arrugada. Es como si tuviera mucho tiempo de estar durmiendo con ella, pensó, con un sentimiento que era una mezcolanza de repugnancia y piedad. Pero después, viéndolo en el escaño, sintió que su alma desbordaba gratitud y se dispuso a pronunciar para él el gran sermón de su vida. Cristo -pensaba mientras tanto-, permite que recuerde el sombrero para que no tenga que echarlo del templo.

Y comenzó el sermón.

Al principio habló sin darse cuenta de sus palabras. Ni siquiera se escuchaba a sí mismo. Oía apenas la melodía definida y suelta que fluía de un manantial dormido en su alma desde el principio del mundo. Tenía la confusa certidumbre de que las palabras estaban brotando precisas, oportunas, exactas, en el orden y la ocasión previstos. Sentía que un vapor caliente le presionaba las entrañas. Pero sabía también que su espíritu estaba limpio de vanidad y que la sensación de placer que le embargaba los sentidos no era soberbia, ni rebeldía, ni vanidad, sino el puro regocijo de su espíritu en Nuestro Señor.

En su alcoba, la señora Rebeca se sentía desfallecer, comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería imposible. Si no se hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a la novedad, habría metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera ido a rodar por el mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado. Pero íntimamente sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre aquellos interminables corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras, pensaba, haría reemplazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera que se quedaría allí, decidió (y ésa era una decisión que tomaba siempre que ordenaba la ropa en el armario), y decidió también escribirle a “mi ilustrísimo primo” para que mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia con su sombrero de minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa ordenada y sermones sensatos y edificantes.

Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso), cuando Argénida abrió bruscamente la puerta alambrada y exclamó:

-Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpito.

La viuda volvió hacia la puerta un rostro otoñal y amargo, enteramente suyo.

-Hace por lo menos cinco años que está loco -dijo. Y siguió aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo-: Debe ser que volvió a ver al diablo.

-Ahora no fue el diablo -dijo Argénida.

-¿Y entonces a quién? -preguntó la señora Rebeca, estirada, indiferente.

-Ahora dice que vio al Judío Errante.

La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas ideas entre las cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su infancia remota: “El Judío Errante.” Y entonces comenzó a moverse, lívida, helada, hacia donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.

-Es verdad -dijo, con una voz que se le subió de las entrañas-. Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.

Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y atravesó como una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras que la separaban de  la iglesia, en donde el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, transfigurado, decía: “…Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada, cuando regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero. Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba a su paso una huella de ceniza ardiente.”

La palabra quedó trunca, flotando en el aire. Se dio cuenta de que no podía contener el temblor de las manos, de que todo su cuerpo temblaba y de que por su columna vertebral descendía lentamente un hilo de sudor helado. Se sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed y una fuerte torcedura en las tripas y un rumor que resonó como la profunda nota de un órgano en sus entrañas. Entonces se dio cuenta de la verdad.

Vio que había gente en la iglesia y que por la nave central avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los brazos abiertos y el rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas. Confusamente comprendió lo que estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez suficiente para comprender que habría sido vanidad creer que estaba patrocinando un milagro. Humildemente apoyó las manos temblorosas en el borde de madera y reanudó el discurso.

-Entonces caminó hacia mí -dijo. Y esta vez escuchó su propia voz convincente, apasionada-. Caminó hacia mí y tenía los ojos de esmeralda y la áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo levanté la mano para recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije: “Deténte. Nunca ha sido el domingo buen día para sacrificar un cordero.”

Cuando terminó había empezado el calor. Ese calor intenso, sólido y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el padre Antonio Isabel ya no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, estaba el pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero ni siquiera se alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva inmediata de que el vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo y desadaptado. Se sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo del sacrificio. Desde hacía algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue una distracción diferente porque su pensamiento estaba colmado por una inquietud definida. Por primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y tal como lo había imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia era un apremio igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:

-Pitágoras.

El acólito, un niño de cabeza rapada y lustrosa, ahijado del padre Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre, se acercó al altar.

-Recoge la limosna -dijo el sacerdote.

El niño pestañeó, dio una vuelta completa y luego dijo con una voz casi imperceptible:

-No sé dónde está el platillo.

Era cierto. Hacía meses que no se recogía la limosna.

-Entonces busca una bolsa grande en la sacristía y recoge lo más que puedas -dijo el padre.

-¿Y qué digo? -dijo el muchacho.

El padre contempló pensativo el cráneo pelado y azul, las articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:

-Di que es para desterrar al Judío Errante -dijo y sintió que al decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por un instante no escuchó nada más que el chisporroteo de los cirios en el templo silencioso, y su propia respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano en el hombro del acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:

-Después coges la plata y se la llevas al muchacho que estaba solo al principio y le dices que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo.

José Donoso: La puerta cerrada. Cuento

Jose DonosoAdela de Rengifo se quejaba frecuentemente de que a ella le habían tocado las peores calamidades de la vida: enviudar a los veinticinco años, ser pobre y verse obligada a trabajar para mantenerse con un poco de dignidad, y tener un hijito enfermizo, es decir, no enfermizo precisamente, sino que más bien enclenque, de esos niños que duermen el doble que los niños normales.

En realidad, desde que nació, Sebastián dormía muchísimo. Cerraba los ojos apenas su cabeza caía sobre la almohada bordada con tanto esmero por su madre, y ya, dentro de un segundo, estaba durmiendo como un ángel del cielo.

¡Es tan bueno y tan tranquilo el pobrecito! —decía Adela a sus compañeras de oficina—. Ni siquiera llora ni despierta de noche, como casi todos los niños.

Adela y Sebastián vivían en dos cuartos que no eran malos a pesar de que las ventanas se abrían sobre un patio interior muy estrecho, en el segundo piso de una pensión un poco húmeda y bastante oscura. Cuando Adela partía a la oficina, en la mañana, la señora Mechita, dueña de la pensión, quedaba encargada de cuidar a Sebastián. Pero como el niño era tan tranquilo casi no había necesidad de preocuparse de él, porque jamás molestaba con el bullicio y el recotín con que generalmente hacen la vida imposible los niños de cinco años. En cuanto la señora Mechita iniciaba los quehaceres domésticos matutinos, Sebastián se deslizaba hasta su propia habitación para tenderse en la cama y dormir a pierna suelta. La señora Mechita entraba a verlo, porque le daba “un no sé qué” que un niño de su edad prefiriera dormir a entretenerse con cosas más… bueno, más normales. Hasta que una tarde, decidiendo llamar la atención de Adela sobre esta peculiaridad de su hijo, la abordó como haciéndose la desentendida, y sin levantar la vista de la labor de crochet en que siempre tenía atareados sus dedos pecosos, le dijo:

¡Qué bueno para dormir está el niño, Adelita por Dios! ¿No andará enfermo?

Adela, como si entreviera una censura, respondió muy tiesa:

—¿Y qué tiene de particular que duerma si se le antoja?

—Bueno, era por decirle no más… —replicó la señora Mechita, y al alejarse endureció su quijada de mastín, reflexionando que las viudas jóvenes son demasiado nerviosas y que en el futuro se guardaría de acoger a otra en su casa.

Como la observación de la señora Mechita subrayaba sus propias inquietudes, Adela no pudo dejar de tomarla en cuenta. Era indudable que Sebastián dormía demasiado. No es que pasara el día soñoliento ni amodorrado, sino que de pronto, porque sí, parecía estimar que resultaría agradable dormir un rato, y, sin más, lo hacía como quien se entrega a un pasatiempo entretenidísimo, tendido en su pequeña cama con barrotes de bronce, o sentado en cualquiera silla. Intranquila, su madre a veces solía mirarlo dormir. Esto apaciguaba sus temores, porque era seguro que nada malo podía ocurrirle a un ser que dormía con ese rostro de embeleso, como si detrás de sus párpados transcurrieran escenas de una existencia encantada.

Pero por mucho que tratara de no agitarse, Adela no podía dejar de darse cuenta de que Sebastián era un niño distinto. ¿Cómo no sentirse incómoda? Indiferente y solitario, parecía no tener ninguna relación con lo que ocurría en torno suyo —ni con las personas, ni con las cosas, ni con el frío ni con el calor, ni con la lluvia insistente que en invierno salpicaba en el polvo acumulado en los vidrios de la claraboya del vestíbulo. Parecía, como la luna, que sólo la mitad de Sebastián se mostrara al mundo. Daba un poco de miedo. Los demás pensionistas eran amables con él, más que nada por agradar a Adela, que al fin y al cabo era muy señora a pesar de haber tenido tan mala suerte en la vida. Pero ella no se engañaba: sabía que nadie encontraba simpático a Sebastián. Y la pena le trizaba el alma a pesar de que era imposible no ver que tenían un poco de razón, porque era demasiado extraño que un niño de siete años durmiera tanto y que no le gustara hacer nada más. No es que se “quedara” dormido, de debilidad o de fatiga, sino que, eligiendo el momento, se “pusiera” a dormir, como los niños corrientes se “ponen” a jugar a las bolitas o se «ponen” a cantar. No le interesaban los amigos de su edad. Se aburría con libros, revistas y películas. No le gustaba jugar. Lo único que parecía desear era abandonarlo todo para tenderse en su cama y “ponerse” a dormir.

Un día Adela le preguntó:

—¿Con qué sueñas, hijo?

—¿Sueño?

—Sí. ¿No ves visiones cuando duermes, como figuras o cuentos?

Sebastián acarició las manos de su madre al responder:

—No, parece que no… no me acuerdo…

Adela no pudo dejar de exasperarse con esta respuesta.

—¿Entonces para qué duermes tanto si no sacas nada? —le preguntó en tono cortante.

—Es que me gusta, mamá…

Al oír esto Adela se enojó de veras. Ella se veía obligada a trabajar y a sacrificarse para mantenerlo. Ella, joven y bien parecida aún, por respeto a su hijo, desdeñaba las proposiciones de los hombres que en la oficina intentaban cortejarla. Por él… por él… por él, mil renunciaciones, mil dolores, mientras él se daba el gusto de pasar el día durmiendo. Y dormía, porque le gustaba dormir, nada más. Lamentó que Sebastián se acostumbrara desde chico a hacer las cosas simplemente porque le gustaban —era una actitud peligrosa, casi inmoral. Al principio, debía confesarlo, Adela creyó intuir oscuramente alguna función misteriosa en el dormir de su hijo, como si esos sueños contuvieran un tesoro, algo que, a pesar de que ni él ni ella comprendieran, en el futuro podía llegar a revelarse como útil o muy importante. Esta vaga esperanza la había hecho callar con algo de temor. ¡Pero si se trataba sólo de una afición era una indecencia! ¡Ella también tenía sus gustos y hubiera querido poder dárselos!

—Bueno, mamá —dijo Sebastián, sobrecogido por el malhumor de su madre—. Entonces, si quiere, no duermo más, más que de noche…

El corazón de Adela se detuvo repentinamente, como a punto de caer en un pozo. Enmudeció, y después de un instante pudo preguntar con voz muy lenta y muy baja:

—¿Entonces es algo que haces cuando quieres, porque sí? ¿Puedes controlarte?

—Sí, mamá, duermo cuando quiero dormir.

Al ver a su hijo de pie frente a ella, tan solo, tan raro, entregado a eso que ni él ni ella eran capaces de comprender, mirándola con sus pobres ojos azules tan serios, sintió que el amor la colmaba, y de pronto no pudo dejar de abrazarlo y besarlo, y de apretarlo contra su cuerpo.

—No, no mi niño —le decía—. No, duerme todo lo que quieras…

Meditó amargamente que Sebastián era la viva imagen de su padre —buen mozo, sí, pero tal vez no demasiado inteligente. Por lo menos no tan inteligente como Carlos Zauze, el jefe de su sección en la oficina, que no la dejaba en paz con invitaciones y requiebros, que aunque respetuosas, eran tentadoramente insistentes. Porque nadie que tuviera algo… algo de valor adentro de la cabeza podía gozar con una cosa tan descolorida, tan insubstancial como dormir a deshoras. En fin, al año siguiente, cuando entrara al colegio, iba a ser fácil medir las capacidades mentales de su hijo.

En el colegio Sebastián fue, si no un alumno brillante, por lo menos un muchacho muy cumplidor de su deber. Dócil y tranquilo, a todos daba satisfacciones, pero nunca satisfacciones que lo pusieran en evidencia. Además, las daba impersonalmente, como para que la gente lo dejara en paz, y así no rozarse con sus compañeros y profesores. Nunca salía con amigos en los días de fiesta, y por la tarde, después de clases, cuando los niños, polvorientos y cansados, se detienen a comprar dulces y a hacer pequeñas barrabasadas antes de separarse, Sebastián se iba directamente a su casa, tomaba el té, hacía sus deberes, y así, ganado el derecho de hacer su voluntad, se acostaba a dormir como quien no está dispuesto a malgastar ni un segundo. Los sábados y domingos hacía lo mismo —dormía de sol a sol, consciente de que su conducta y sus calificaciones en el colegio impedirían que Adela se atreviera a decirle nada al respecto.

No sin sobresalto, Adela a veces iba a la habitación de su hijo para verlo dormir. Y la sacudía su viejo temor —temor y algo más grave, más inquietante aún: respeto. Porque en ese dormir adivinaba algo que la eludía, algo demasiado grande o demasiado sutil para dejarse capturar por la red un poco rígida y limitada de su imaginación. Lo más turbador era que Sebastián siempre sonreía en el sueño. Y no era la sonrisa común y apaciguadora del que sueña con casas y automóviles y lujos, y que se ve protegido por una madre bella y por un padre poderoso. No. Era muy distinto. Era como si el espíritu se le escapara del cuerpo para agazaparse en un mundo maravilloso y secreto alojado detrás de sus párpados. Todo él entero parecía guardado allí, adentro de su sueño, sin dejar nada afuera para confortar a su madre que lo observaba solitaria. Había… sí… una especie de intensidad salvaje que daba la impresión de que el soñar de Sebastián era algo completo en sí, poderosamente cerrado, que se bastaba a sí mismo sin necesitar para nada de la gente y de las cosas del mundo. A ella, claro, tampoco la necesitaba para nada —era un sombra que se podía excluir con gran facilidad de cualquiera riqueza. Verlo dormido era para Adela intuir cruelmente, confusamente, todo lo que ella jamás había sido y que jamás podría ser ni comprender.

Cuando Sebastián llegó a cumplir quince, dieciséis años, era como si hubiera dejado tan, tan atrás a su madre, que apenas la divisara, como punto insignificante un segundo antes de disolverse al final del camino.

A esta altura, Adela, que entraba en la cuarentena, no pudo seguir resistiéndose a las atenciones de Carlos Zauze, que la cortejaba con insistencia desde hacía tantos años. Era su última ocasión y tenía que aprovecharla, porque no podía seguir marchitándose en un frío cuarto de la pensión de la señora Mechita. Salió a comer y a pasear con su admirador, fueron juntos a bailes y a los cines, y durante un tiempo Adela se sintió arrebatada por esta vida, por este entusiasmo nuevo. A los dos meses, Zauze le pidió que se casara con él, ella consintió feliz, e inmediatamente se hicieron amantes. Mientras su hijo soñaba vagas improbabilidades en el cuarto vecino, los sueños de Adela se poblaron con la sensación de un bigote negro acariciante y por el calor de unas piernas viriles junto a las suyas —ya no estaba sola, ya no estaba eliminada de la vida por la misteriosa indiferencia de su hijo. Pero, poco a poco, una vez realizado, el amor de Carlos Zauze se fue debilitando. Se habló cada vez menos de matrimonio. Hubo muchas lágrimas. Luego, y quizás debido a las lágrimas, se habló cada vez menos de amor, hasta que por último ya no se veían casi nunca, y fue claro que las intenciones del jefe comenzaron a dirigirse a otro lado —hacia la secretaria de la Sección Obras, dos pisos más abajo, una rubia joven pero demasiado llamativa según le informaron sus compañeras de trabajo.

Le costó mucho consolarse, pero nadie pudo decir que perdió su dignidad. Lo malo era que ya le había dicho a Sebastián que iba a casarse, que le daría un nuevo padre, y ahora se veía en el incómodo trance de comunicarle que la vida se había encargado de destruirle también esta última ilusión.

—¿No me dices nada? —le preguntó Adela, cuando se dio cuenta de que sus confidencias no conmovían a su hijo—. Deja de manosear esa alcuza, vas a mancharte la ropa con aceite. ¿Crees que no me cuesta plata comprarte ropa?

Hizo un puchero, y sonándose la nariz agregó:

—Lo que me pasa no te importa nada…

—Sí, mamá —respondió Sebastián—. ¿Cómo se le ocurre que no?

Adela lloriqueaba diciendo:

—No, no. Yo soy menos que nada para ti. Eres un egoísta, y yo ya estoy cansada de tener que trabajar y estar sola. Cómo estaré de vieja que ayer me mandé a hacer un par de anteojos, porque el oculista me dijo que tengo presbicia…

Al decir esto comenzó a sollozar.

—Mamá, por favor, no llore… tome, suénese. Lo de su trabajo ya lo hemos hablado: termino este año y me salgo del colegio para buscar un buen empleo. Quiero ponerme a ganar plata para ayudarla. Además ya voy a cumplir diecisiete años y quiero darme mis gustos…

Adela suspendió repentinamente su llanto, y mirándolo seca de rabia, exclamó:

¡Pero si a ti lo único que te gusta es dormir como un tonto!

Al oír esto, Sebastián clavó a su madre con la mirada, y sin embargo era como si no la viera. A ella se le detuvo el corazón, porque en esa mirada vio el retrato de todo lo incomprensible e inasible en la vida de su hijo, y de nuevo se deshizo en sollozos. Sin embargo, entre lágrimas y lamentaciones, logró preguntarle por primera vez —si no le preguntaba ahora ya no le podía preguntar y era incapaz de seguir viviendo rodeada de tanta aridez, de tanta soledad— qué significaba que durmiera tanto.

—¿Cómo le voy a explicar, si ni yo mismo lo entiendo? —dijo él serenamente, mientras Adela, ya más tranquila, movió la pantalla de la lámpara de modo que la luz rosada bañara el rostro de su hijo, dejando el suyo en la penumbra.

—Es como… como si hubiera nacido con este don de dormir tanto y cuando quiero. Y quizás por esa facilidad que tengo es lo único que me gusta. Es como si todo lo demás fuera sombras que carecieran de importancia. Y sin embargo nunca he comprendido claramente lo que me pasa. Para mí, toda la felicidad posible esta en dormir —eso que parece tan pobre, tan absurdo, pero para lo cual nací y ha llegado a ser lo único que me importa. Tengo la sensación que sueño y soy feliz, que sueño con algo verdadero y mágico, con un mundo de luz que lo aclarará todo, no sólo para mí, sino que, a través de mí, para toda la gente. Pero al despertar siento algo como una puerta que se cerrara sobre lo soñado, clausurándolo, impidiéndome recordar lo que el sueño, contenía —esa puerta no me permite traer a esta vida, a esta realidad que habitan los demás, la felicidad del mundo soñado. Yo necesito abrir esa puerta, por eso tengo que dormir mucho, mucho, hasta derribarla, hasta recordar la felicidad que contiene mi sueño. Quizás algún día lo lograré…

—Pero hijo, estás loco. Eso sólo lo logran los que se mueren…

—No mamá, morir no. Los muertos no sueñan. Para soñar hay que estar vivo, así es que tengo que seguir viviendo. No he entregado toda mi vida a dormir, pero a veces siento que debo hacerlo aunque no sepa qué voy a encontrar detrás de la puerta. Quizás descubra que haber dejado de vivir como los demás fue una equivocación, que tal vez no valía la pena saber lo que ocultaba la puerta. Pero no importa. El hecho de seguir un destino que yo siento auténtico me justifica y le da una razón a mi vida. Pienso en las vidas de los demás, y les tengo lástima, porque carecen de ese centro que yo tengo, porque no conocen el fervor que a mí me anima. Y si lo que hay detrás de esa puerta es lo que yo pienso… si hay luz, si hay eso que me permitirá comprender y, al comprender, explicar…

Al año siguiente Sebastián se empleó y su madre dejó de trabajar. Adela había envejecido mucho. Era como si ver a Sebastián la cansara terriblemente, como si pensar en él la exprimiera, dejándola seca. Consideraba que el destino había sido duro con ella, exigiéndole mucho y dándole muy poco en cambio. Se consolaba jugando al naipe con la señora Mechita, y hablando por teléfono de vez en cuando con sus antiguas compañeras de trabajo para que le contaran lo que sucedía en la oficina. Con su pequeña jubilación y con el sueldo de Sebastián les bastaba para ir tirando, y seguían habitando los mismos cuartos de la pensión, con macetas dé helecho colocadas en el centro de inmaculadas carpetas tejidas a crochet, y con olor a viejas cortinas de felpa apolillada.

En la oficina Sebastián hablaba poco con sus compañeros. Sentía que anudar una amistad, iniciar una relación que no fuera puramente formal, era traicionar su vocación para el sueño. Había crecido mucho y estaba bastante flaco, hecho de una materia cerosa, muy frágil y transparente, distinta de la carne. Esto le daba un aspecto tan interesante que las muchachas de la oficina, mientras se empolvaban la nariz o refaccionaban imaginarios desperfectos en sus peinados, lo miraban riéndose, lamentando que fuera tan joven. Tenía unos ojos azules muy raros, muy bonitos.

—Ojos de santo —comentaba una de las muchachas.

—O de artista —opinaba otra.

—No, ojos de gran amante —corregía la más atrevida.

Pero cuando Sebastián respondía a alguna de sus preguntas o a una broma, su modo de hacerlo era tan tranquilamente afable, tan sereno y limpio, que se sentían derrotadas, como si no viera en ellas más que cascarones vacíos. Dejaron de embromarlo, y Sebastián logró asumir un papel como de sombra eficiente, señalándoles con su silencio que él era de otra especie, que no tenía tiempo ni inclinación para tomar parte en esa clase de pasatiempos.

El jefe de la sección, Aquiles Marambio, que no era más que diez años mayor que Sebastián, lo tomó bajo su protección. Como Marambio hablaba tanto y al hacerlo sólo le interesaba escucharse, no se daba cuenta de que Sebastián le oía sin prestar atención. Solía sentarlo a su lado para darle grandes peroratas:

—Tienes un futuro estupendo aquí en esta organización, Rengifo, porque yo, que conozco bien a la gente, me doy cuenta de que eres un tipo serio y capaz. Adivina cuántas máquinas de calcular nos mandaron de Norteamérica —unas máquinas modernas, preciosas, lo único que les falta es hablar. ¿No sabes? ¡Ciento ochenta! ¿Te imaginas todo lo que podemos hacer con ciento ochenta máquinas de calcular? Bueno, yo diría que se puede hacer casi todo… absolutamente todo. ¿No te parece?

Aquiles Marambio era pequeño y delgaducho, con bigotitos negros muy finos y anteojos con borde de oro. A pesar de sus acinturados trajes oscuros, se le comenzaba a notar una pequeña panza, y la doble barba ya desdibujaba su mentón agudo, tembloroso como el de un niño a punto de llorar si alguien contravenía sus órdenes o cometía alguna falta de pulcritud o de puntualidad.

En una ocasión, después de mucha insistencia de parte de su jefe, Sebastián aceptó una invitación para comer en su casa. Al sentarse a la mesa, Aquiles Marambio desplegó la servilleta, introduciendo dos de sus puntas en los bolsillos del chaleco, y se puso a esperar la cena, ponderándole a Sebastián los encantos de tener casa propia, mujer propia, radio y máquina lavadora propias. Su mujer, mientras tanto, sin despegar los labios, sostenía una sonrisa aprobatoria como quien sostiene un arma defensiva, porque era claro que su corazón no estaba en la mesa, sino que en la cocina, rogando al cielo que la cocinera no dejara quemarse el asado.

Después de muchos prolegómenos Aquiles carraspereó y dijo:

—Mira, Rengifo, hay algo de que tenía intención de hablarte…

—¿Si?

—Sí —respondió Marambio y, después de un silencio continuó—: Mira, se trata de lo siguiente. En la oficina todos te aprecian, porque eres eficiente y caballeroso. Pero tú sabes que en una oficina lo principal es la unión, que todos seamos como una familia. Sin eso no hay eficiencia posible. La gente te tiene simpatía, pero no puedo ocultarte que están comenzando a perdértela. Te encuentran raro… orgulloso. Te convidan a fiestas y a paseos, te proponen ir a tomar una copa o a ver una película, y tú no has aceptado ni una sola vez. ¿Puedes decirme por qué?

—Es que salgo muy poco.

—¿Pero por qué? A tu edad debes salir y divertirte. Puedes estar jugándote tu futuro en una cosa tan insignificante. ¿Por qué sales tan poco?

—Mi madre es sola. Tengo que acompañarla.

—Esa no es razón. Seguro que si ella se diera cuenta de la importancia que tiene tu convivencia con tus compañeros de trabajo, no le importaría quedarse sola un par de noches al mes. Porque no es más. Te digo estas cosas como amigo y como hombre de experiencia..

—Bueno, es que además soy muy flojo. Me gusta mucho dormir. En realidad, prefiero dormir a pasear…

—No me vengas a decir que te pasas los sábados y los domingos durmiendo…

—Aunque parezca raro, sí. Soy muy dormilón.

Aquiles, cuyo rostro sufrió un repentino reventón de risa, se llevó la servilleta a los labios para proteger su boca llena de comida. Exclamó:

—¿Oíste, Sara, lo que dice este tonto? El gran entretenimiento de Rengifo es dormir. Es primera vez que oigo una cosa así. No sale, ni le gustan las copas, ni anda con mujeres. Es casi un vicio…

Si, claro asintió Sebastián, acompañando con una risita las carcajadas de su jefe.

—He oído hablar de muchos vicios, de mujeriegos y de cocainómanos y de borrachos y qué sé yo, pero te aseguro que es la primera vez que oigo decir que alguien tiene el vicio de dormir. ¡Eres loco, hombre! Si duermes todo el tiempo la vida te va a pasar de largo, y la vida hay que vivirla. Mírame a mí.

Sebastián se sintió tan incómodo y culpable que no tuvo más remedio que dar por lo menos una explicación vaga:

—Es que se me ocurre que durmiendo, en lo que sueño voy a descubrir algo importante, algo más importante que… bueno, que vivir…

—¿Y si te demoras toda la vida en averiguarlo y te mueres antes? Significa que perdiste tu vida durmiendo y que no sacaste nada.

—Se me ocurre que es tan maravilloso lo que voy a encontrar que estoy dispuesto a arriesgarme.

—¿Arriesgarte a despertar muerto una buena mañana, y que te tiren así, sin uso, a la basura? Ah, no, no, eso jamás. Es una locura. La vida hay que vivirla.

La conversación comenzó a flaquear. Por decir algo, Aquiles propuso:

—Te hago una apuesta a que te vas a morir sin ver nada.

Riendo, Sebastián replicó:

—Bueno, si gano yo, tú pagas mi funeral.

Aquiles estaba tan seguro de ganar que no titubeó en aceptar la apuesta.

—¿Y si ganas tú, qué quieres? —preguntó Sebastián.

Aquiles le palmoteo la espalda diciendo:

—Si gano yo, te mando a la fosa común. ¿Qué te parece?

—Bueno, muy bien.

Se dieron la mano para sellar la apuesta.

—¿Pero cómo vamos a saber quién ganó? —preguntó Aquiles, comenzando a dudar.

—Creo que mirarme la cara será suficiente para que sepas…

—Estás loco.

Ambos rieron. Y al despedirse de su protegido, Aquiles le aconsejó:

—Se me ocurre que lo que a ti te falta es energía, vitalidad. ¿Por qué no pruebas hacer ejercicios, como yo? Me compré unas pesas y unos elásticos, y además todas las mañanas hago flexiones. Quizás así tendrías energía para divertirte y salir con mujeres…

Era más o menos lo mismo que su madre le insinuaba tímidamente, desesperada porque su hijo rehusaba todo entretenimiento, incluso ir al cine. Y si alguna vez logró convencerlo de que la llevara, en la oscuridad de la sala Sebastián se quedaba dormido al instante. Adela había envejecido mucho, y cada día se debilitaban más sus ojos y sus oídos. Era como si lentamente todas sus facultades se fueran apagando, disolviéndose. ¡Había sufrido tanto! Sus sufrimientos eran el tema predilecto de sus conversaciones con la señora Mechita, cuyos dedos pecosos carecían ahora de su antigua destreza con el crochet, pero mostraba en cambio una creciente avidez para escuchar los pesares de los demás. En una ocasión Adela transmitió a su hijo, como dicho por la señora Mechita, lo que ella misma pensaba:

—La señora Mechita, que te quiere tanto porque te conoce casi desde que naciste, dice que a ella le parece que estás malgastando tu vida… que debías divertirte, salir a veranear por ejemplo. Dice que es necesario que reacciones, que dejes de dormir. Es como si estuvieras embrujado, dice ella, que cree en esas cosas.

Sebastián perdió la paciencia. Después de gritar un poco bajó la voz y dijo:

—Lo que más me da rabia es que me cuente estas cosas como si se las hubiera dicho la señora Mechita. ¿Por qué no me dice francamente que es lo que usted misma piensa? No quiero que esto se repita, mamá. Yo trabajo y cumplo con mucho gusto con mi deber de mantenerla, porque la quiero. Pero no acepto que nadie, ni usted, se meta en mi vida. Es dolor suficiente no recordar nada, nada, por mucho esfuerzo que haga, de la felicidad que queda oculta detrás de la puerta cuando despierto. A veces pienso que debo abandonarlo todo, exponerme a morir de hambre si fuera necesario, para tener tiempo para dormir y dormir y dormir y dormir… hasta que la puerta se abra. Tengo miedo de que la vida sea demasiado corta. Así es que si no tengo derecho a dormir las horas libres que mi trabajo me deja, entonces no vale la pena que siga viviendo…

—No vale la pena que sigas viviendo para hacer lo que haces —respondió Adela, saliendo de la pieza con un portazo. Se encerró en su cuarto para gemir en voz alta de modo que su hijo no pudiera dejar de oírla.

Sebastián reflexionó que tratar de explicarle las cosas a su madre era inútil. Era inútil explicar nada a nadie. Todo esto era tanto más grande que él mismo y que la gente, que arrastrándolo hacia un fin desconocido lo hacía con tal ímpetu que arrancaba sus raíces de la tierra y, asilándolo, lo incomunicaba. Mientras crecía su angustia por no ser capaz de recordar su felicidad, le parecía que todo su proceso se aceleraba. Antes, cuando era niño, dormía como quien se entretiene, como quien ha descubierto un juguete un poco misterioso, pero al fin y al cabo juguete, y por lo tanto inofensivo. En aquella época dormía porque le gustaba, o cuando tenía tiempo, o simplemente cuando quería hacerlo. Pero ahora que saldaba sus cuentas con la humanidad manteniendo a su madre, trabajando y, hasta cierto punto, tomando parte en las actividades de los seres vivos, se sentía con pleno derecho a dormir seriamente, con toda conciencia de su propósito, arrastrado por la auténtica y cada vez más desgarradora necesidad de saber lo que sus sueños contenían. Lo que antes era un pasatiempo era ahora la razón de su existencia, y le entregaba todas sus horas libres, preso de una vehemente sed de sueño, como quien se expone a perder algo más importante que la vida misma si no aprovecha todas, absolutamente todas sus horas. Pero al despertar la puerta permanecía implacable, sellada, dejándole sólo un deslumbramiento, una ansiedad agotadora por conocer aquello que aclararía todo, permitiéndole a la vez, encontrarse con los demás seres.

De tanto cavilar, de tanto rumiar la dura suerte que en la vida le había tocado y de pensar en las pocas satisfacciones que le proporcionaba el destino inexplicable de su hijo, Adela fue palideciendo y enflaqueciendo, triste y sola en el fondo de su cuarto de la pensión. Comprobó definitivamente que ella no significaba nada para Sebastián —sólo otro objeto digno de vago cariño dentro del reino de los objetos. Era como si a costa de no tomarla en cuenta su hijo la hubiera borrado de la vida, privándola de contorno y de peso. Adela no sólo estaba casi sorda y muy cegatona, sino que también las piernas le dolían mucho al andar. Tosía bastante. Tosía casi todo el tiempo. Y un día tosió demasiado, y como no tuvo fuerza para llamar a nadie que pudiera ayudarla, murió como si finalmente se hubiera convencido de su propia falta de existencia.

Al regresar del funeral, Sebastián se quitó el sombrero y los guantes, dejándolos encima del mármol del peinador. Cerró los postigos de su cuarto, le pidió a la señora Mechita que le enviara comida dos veces al día y se acostó a dormir ávidamente, como si el fallecimiento de su madre le hubiera desatado el último nudo que lo unía al mundo. Durmió tres días y tres noches —los tres días de permiso de luto que con cara compungida le otorgó Aquiles Marambio. Al despertar comprobó que la puerta permanecía cerrada aún y la luz oculta. Pero —y ésta era la maravillosa diferencia— sabía con certeza que algún día, aunque fuera muy lejano, iba a poder recordar entera esa parte de su vida que se ocultaba detrás de la puerta del sueño. Era cosa de ponerse a hacerlo, nada más. Esta nueva fe lo hizo vestirse, peinarse y salir de su casa en dirección a la oficina, sintiéndose liviano como nunca, fuertísimo, seguro. Se hizo anunciar a su jefe, que recibiéndolo con un abrazo fraternal lo invitó a tomar asiento en el sillón más cómodo de su despacho. Rechazando el cigarrillo que Aquiles le ofrecía, Sebastián dijo:

—Vengo a presentar mi renuncia.

Aquiles Marambio se puso de pie de un salto. No comprendía una decisión tan repentina. ¿Por qué? ¿Con qué objeto? ¿De qué iba a vivir? ¿No se daba cuenta de que si permanecía dentro de la Organización se le presentaba un futuro envidiable? ¿Cómo podía ser tan inconsciente? Pero Sebastián se supo mantener firme en su propósito. Era como si no viera ni oyera a Aquiles.

Por fin, agotado de tanto discutir solo, el jefe miró a Sebastián y con tono insultante le preguntó:

—¿Y a qué te piensas dedicar? ¿A dormir todo el tiempo?

—Sí…

—¿Y para qué?

Marambio sujetaba su ira.

—No sé, tengo que hacerlo, tengo que saber… Aquiles se levantó furioso y comenzó a gritar:

—¡No me vengas con tus paparruchas de visiones! ¡Lo que pasa es que eres un flojo, como todos ustedes los que se creen espíritus selectos! ¿Por qué te crees con derecho a una vida privilegiada? No, no me vengas con historias, lo que tú quieres es pasarlo bien, no hacer nada, dormir y descansar. ¡Nada de visiones! Pero te advierto, te vas a morir y no vas a llegar a descubrir nada. Bueno… muy bien, entonces, ahora ándate. Ah, y quiero advertirte una cosa, para que te acuerdes después no me vengas a rogar que te ayude. Nosotros terminamos aquí toda amistad. Yo no soy amigo de vagabundos profesionales. Y si quieres flojear y pasarlo bien tienes que pagar las consecuencias hasta el fin.

Herido, pero mirándolo serenamente, Sebastián le preguntó:

—¿Y la apuesta?

Aquiles se rio con desdén:

—¿Así es que tienes el coraje de seguir las bromas, aún ahora? Muy bien. Que esa apuesta permanezca como nuestra única relación. Pero no sabes el gusto que voy a tener de hacerte meter en la fosa común.

Al salir a la calle Sebastián respiró profundo, como si lo hiciera por primera vez. Ahora, por fin, era su propio dueño, sin sogas que lo ataran a nada ni a nadie —ahora iba a poder entregarle su vida entera al sueño, y con cada segundo más que durmiera se iría aproximando aquello, se haría más y más posible abrir la puerta. ¿Qué importaba que lo creyeran un inútil? ¿Qué era él en la vida real sino un pobre empleaducho en una firma de importadores, que vivía en una pensión con olor a cortinas apolilladas? El sueño, en cambio, a pesar de no verlo aún, le entregaría armas poderosas, grandes y bellas palabras, colores elocuentes, todo un sistema de claridades —cosas inmensas y ricas con las cuales él, Sebastián Rengifo, haría retroceder de alguna manera el límite de la oscuridad. Sí, ahora estaba seguro. A lo qué antes le entregaba unos pocos momentos libres le entregaría su vida entera. Viviría de modo que pudiera dormir el mayor número posible de horas, sin permitir que se interpusieran obligaciones de la llamada “vida real”. Ya no tenía para qué darle categoría a lo que no era más que sombras —la comida, la vestimenta, el bienestar, las diversiones, la gente. Así, viviendo siempre cercano a la puerta estaría listo en cualquier momento en que se entreviera la luz.

La única manera de lograr este propósito era despojarse de todo. Y como jamás le había gustado la ciudad, sobre todo cuando la primavera, como ahora, se insinuaba, vendió los muebles, liquidó todas sus pertenencias, y despidiéndose para siempre de la señora Mechita —que anegada en lágrimas exclamaba: ‘‘¡Estás loco, hijo, estás loco!” —salió de la ciudad por un camino que conducía al norte.

El paisaje lo envolvió inmediatamente, suavizando su vigilia al presentarle un aire de sueño. Los sauces mecían sus cabezotas verdes junto a esteros lentos y oscuros, y el mismo viento que revolvía sus tristes mechas dotaba de un vocabulario distinto a cada planta, a cada rama, a cada hoja. Allá, toda una loma azul de eucaliptos tiernos. Los senderos de rica tierra castaña donde niños andrajosos jugaban con la infinitud de perros de los pobres, lo conducían hacia un tambo que con su aroma se anunciaba desde lejos, o hacia el brazo de humo que lo saludaba desde el techo de una choza oculta a medias entre los árboles. La corteza de cada árbol ostentaba el mapa de un tiempo y de una función distintos. Sebastián, en medio de todo esto, sintió que la distancia que antes separaba la “realidad diaria” de la otra realidad, de la más verdadera, se iba acortando, porque era como si todo este mundo exterior se incorporara, enriqueciéndola, a la realidad oculta del sueño.

Sebastián, fuerte y joven y contento con el verano que comenzaba, iba trabajando un tiempo aquí y otro allá en las granjas y los campos. En un sitio ayudó al baño de las ovejas y le permitieron dormir en el corredor. Más allá tomó parte en la cosecha de los girasoles y después le encargaron que desenterrara papas de la tierra negra. Después seguía su camino, mientras los tordos, como pedradas, amenazaban la fragilidad azul del cielo. Con lo que ganaba en tres días de trabajo podía no hacer nada durante una semana; y ese tiempo lo dormía entero, concienzudamente, debajo de los duraznos pesados de fruta, o a campo abierto, o en algún pajar. El sol tostó sus facciones y sus brazos. Una luz tranquila bañaba sus ojos. A veces, cuando de tarde en tarde regresaba a la ciudad, solía divisar a Aquiles Marambio, que al ver a Sebastián desviaba la vista o cruzaba rápidamente la calzada para no tener que dirigirle la palabra, alzando, desde lejos un dedo enguantado como para censurarlo o para recordarle algo.

Poco a poco algo extraño le fue sucediendo a Sebastián: le resultaba imposible controlar su sueño. Ya no podía “ponerse” a dormir, libremente y cuando lo deseaba, como en el pasado, porque el sueño se apoderó de su voluntad, adquiriendo una independencia que lo regía con despotismo. Ahora, de pronto, el sueño lo acometía porque sí, al borde de un camino por ejemplo, y se veía obligado a encogerse allí mismo entre las sucias malezas para dormir. Inquieto, sentía que su sueño se rebalsaba de su sitio, inundando su vida entera. Caía dormido en cualquier parte, de día o de noche, con frío o bajo el sol, durante la lluvia o en las horas de trabajo, y al despertar crecía su desesperación ante el recuerdo que se negaba. Pero mientras más y más dormía, mientras más lo atormentaba saberse excluido de su propia felicidad, más fe sentía en que alguna vez iba a ver la puerta abierta de par en par, acogiéndolo. Era una cercanía prodigiosa lo que recordaba al despertar. Pero nada más.

Un día le entregaron una guadaña, prometiéndole que si cortaba todo el pasto de cierto potrero, y luego lo almacenaba en la bodega, le pagarían una linda suma de dinero. Con eso, pensó Sebastián, tendría para dormir un mes entero sin preocuparse de nada más, y lo que podía sucederle en todo un mes de sueño era incalculable. Con el torso desnudo y la guadaña al hombro vadeó el potrero de extremo a extremo. Las copas de las higueras eran líquidas y murmuradoras en el viento recién desatado, y en su espesa sombra azul, sobre el musgo, reposaban dos patos blancos como camisas recién lavadas que el viento hubiera dejado caer livianamente. Sebastián escuchó el alarido de los queltehues, miró las nubes lerdas en su carrera sobre los dedos de los álamos. Se dijo: “Tengo que apurarme. Tengo que cortar el pasto y almacenarlo pronto, porque esta noche habrá tormenta…”

Trabajó toda la tarde. Las nubes eran cada vez más opacas y más bajas. Sebastián segó el pasto con el ímpetu de quien lucha por salvarse en la tormenta de un mar vegetal. Cuando tuvo todo el pasto cortado se supo vencido. Miró el cielo. Ya caía el agua. Dentro de un momento el sueño se apoderaría irresistiblemente de él. Y se quedó dormido sobre el pasto cortado, la lluvia cayendo sobre su cuerpo y sobre la cosecha —sobre la cosecha de pasto que ya no tardaría en podrirse. Al despertar, sus patrones furiosos porque dejó que la cosecha se estropeara, rehusaron pagarle. Sebastián partió, caminando muchos días, porque de granja en granja se fue corriendo la voz de que no se podía contar con Sebastián.

Se le hizo difícil conseguir trabajo. En cada parte que le encargaban alguna faena, por ligera que fuera, le sucedía lo mismo: se quedaba dormido sin poder controlarse. Lo dejaban vigilando una olla y el guiso se quemaba; le pedían que cuidara a una criatura y ésta se caía de la cuna; lo mandaban llevar una carreta llena de paja, y desde la cima, al comienzo del camino, picaneaba a los bueyes para dirigirlos, pero pronto se quedaba dormido y la carreta se extraviaba. La marca de los fracasados se grabó en su andar y en su voz y en los jirones de su ropa.

«Me estoy poniendo viejo…”, meditaba.

Hubiera sido fácil dejarse morir, lanzarse ante un camión en una carretera o saltar desde un puente. Pero Sebastián no estaba dispuesto a hacerlo, porque sólo si seguía viviendo podía seguir soñando. Se sentía cerca de una meta, pero muy cansado. Lo malo era que para vivir era necesario trabajar, y nadie quería darle trabajo. La gente se apartaba de él como si lo temieran o trajera mala suerte. Desesperado ya, una tarde fue a un Hospital de Psiquiatría para rogar que le enseñaran a controlar el sueño. Lo atendieron dos médicos jóvenes y serios, benignos como ángeles vestidos de blanco. Escucharon con paciencia la historia de Sebastián:

—Sí —dijo uno—, pero no es enfermedad…

—Aquí no podemos tratarlo —dijo el otro sonriendo con un poco de pena.

—Pero tengo miedo de morirme, doctor… —rogó Sebastián.

—Y si se pasa todo el día durmiendo, ¿no le da lo mismo estar muerto?

—No, no, me falta tan poco, doctor. La puerta ya se va a abrir…

—¿La puerta? ¿Qué puerta?

Los médicos se dieron cuenta de que Sebastián era una de esas personas un poquito desequilibradas, pero no tanto como para merecer un tratamiento intenso. Había demasiada gente verdaderamente enferma, y era necesario reservarse para ésos. Sin embargo, percibieron en Sebastián una especie de indefensión —no sabía dónde ir, qué hacer, y temía tanto morir antes que aquella extraña puerta se abriera. Conmovidos, los médicos le permitieron permanecer unos días en el hospital. Pero una noche, cuando hacían juntos la ronda de las salas, llegaron a la cama de Sebastián, y al ver su sonrisa, la beatitud que iluminaba su rostro, decidieron que era imposible seguir manteniendo en el hospital a alguien que dormía tan tranquilamente. Lo despidieron a la mañana siguiente.

Sebastián sabía que el final estaba cerca. Ya no tenía nada en qué trabajar y vagaba por las calles y los caminos, de casa en casa y de granja en granja, mendigando. La debilidad lo invadió. Parecía un anciano. Nada en torno suyo le importaba, como si nada de lo que sucediera significara nada. Vivía en un mundo crepuscular, poblado de sombras, de ecos, de esperas. Se dejó crecer la barba y el pelo. Caminaba por las carreteras, por las vías férreas, por las calles y avenidas de la ciudad, y cuando el sueño lo tocaba se tendía a dormir en cualquier parte. Una vez un caballo se acercó a husmearle la cara, creyéndolo muerto. La gente se apartaba de él como si fuera un mago o un pervertido o un loco. Pero él seguía durmiendo confiado, porque cuando la puerta quedara abierta, toda la gente que ahora huía de él, lo reconocería.

A veces iba a la ciudad, porque allí resultaba más fácil conseguir alimento. En el mercado podía robar pan o un trozo de pescado frito. Pero generalmente lo reconocían, y alguna mujer sofocada bajo el peso de sus paquetes se encaraba con él, gritándole:

—¿No te da vergüenza, flojo dormilón? En vez de trabajar pides limosna y robas. Eres un asco para la humanidad. Debían echarte de la ciudad o meterte en la cárcel. Todavía no eres tan viejo como para no poder trabajar.

Pero no podía trabajar. El sueño se apoderaba inmediatamente de él, como indignado de que hiciera cualquier cosa que lo apartara de su poder. Una vez lo sorprendieron robando y lo llevaron a la cárcel. Lo soltaron pronto, pero quedó marcado como delincuente, y aquellos que antes sonreían con algo de benevolencia ante su vicio de la vagancia cruzaban a la vereda de enfrente al verlo venir.

Llegó el invierno, otro invierno más, y con éste la certeza para Sebastián de que iba a morir. Ya no le quedaban fuerzas. Pero le parecía que si lograba vivir unas semanas más, unos días más, si encontraba que comer y dónde refugiarse iba a poder dormir, iba finalmente a recordar, a entender, a hablar. Morir antes sería un fracaso. Pero la esperanza de Sebastián era recia, lo único en él que no vacilaba. Era el fin. Pero quizás también el triunfo.

Hacía mucho frío. Bajo los yertos árboles negros del parque en el amanecer, Sebastián a veces encontraba pájaros que con el frío habían muerto. Para tratar de revivirlos soplaba sobre sus plumas grises, que duras de escarcha no se agitaban. En la ciudad vivía bajo un puente, y rodeándose de perros piojosos para que lo calentaran, cubriéndose de diarios viejos para que el viento no pudiera penetrarlo, lograba dormir mucho, casi todo el tiempo. Sabía que ya, ya iba a recordar aquello, que ya, ya se iba a abrir la puerta. Era cosa de aferrarse a la vida unos días más, encontrar un poco de pan, protegerse un poco del hielo y de la escarcha era difícil. A veces pegaba la nariz a la ventana de alguna carnicería y se quedaba mirando el rojo caliente de los animales destripados que colgaban de los gan chos, y cuando alguien abría la puerta al salir, el olor espeso y sanguinolento calmaba un poco su hambre y su frío.

De pronto, un día tuvo una idea.

Iría a visitar a Aquiles Marambio, que no vivía lejos. Tal vez se conmoviera al ver su miseria. Tal vez, olvidando lo dicho años antes, tantos, tantos años, le diera comida, lo abrigaría por algunos días —aunque las últimas veces que casualmente se cruzaron en la calle, Marambio no reconoció a Sebastián. Tal vez…

Sebastián se hizo un cucurucho de diarios para protegerse la cabeza, y lentamente atravesó la tarde fría, las calles y las sombras de las casas y de los árboles y de los faroles apagados, mirando de vez en cuando el cielo plomizo rayado por los cables, hasta llegar a la casa de Marambio. Sobre los techos, las nubes restañaban casi todo el rojo que del crepúsculo quedaba. La noche caía. Iba a nevar. Sebastián tocó el timbre de la casa de Aquiles Marambio. Le abrió la puerta una sirvienta vestida de negro con un delantalcito de muselina blanca.

—¿Podría hablar con Aquiles Marambio? —preguntó Sebastián.

—¿Con don Aquiles? —la sirvienta acentuó el don—. Está comiendo. Vaya por la puerta de atrás, por la otra calle; esta puerta es para las visitas. ¿Quién lo busca?

Pronunciar su nombre, Sebastián Rengifo, fue como abrir la portezuela de una jaula dejándolo escapar para siempre, como un pájaro. Aguardó en la puerta de atrás, en un callejón desierto donde el viento preso lloraba. Sebastián se caló más hondo su gorro triangular de papel de diario y anudó bien los trapos viejos que protegían sus pies. Sin rostro ya, sin nombre, se sentó en el umbral de la puerta a esperar.

La puerta se abrió por fin. Apareció Aquiles Marambio, bastante gordo con los años, llevando una amplia servilleta blanca anudada debajo de su papada abundosa.

—¿Quiere hablar conmigo? —preguntó.

—Si… ¿No se acuerda de mí?

Marambio limpió con la punta de la servilleta el vaho que al salir al frío empañó sus anteojos. Detrás de él, en el segmento de habitación que la puerta mostraba, algunas personas reían en tomo a una mesa servida.

—No me acuerdo. Apúrese, dígame lo que necesita, mire que hace frío y hay mucha grippe…

Una lágrima se heló en las pestañas de Sebastián.

—Si no me dice lo que necesita voy a cerrar… —amenazó Marambio.

—No me conoce —balbuceó Sebastián.

—No, hombre, no lo conozco. ¿Cómo quiere que conozca a todos los vagos de la ciudad? Además, con esa barba y esa mugre…

—Venía a pedirle que me diera qué comer y dónde vivir por unos días, señor. Me voy a morir, y no puedo hasta que la puerta quede abierta… por favor…

Una nube de reconocimiento ensombreció el rostro de Marambio.

—¿Hasta que qué? ¿Qué puerta?

—…la puerta y yo pueda ver…

—No, no, no. Váyase de aquí. No se va a morir. Todavía no es tan viejo como para que no encuentre trabajo. Usted quiso ser lo que es… váyase. Buenas noches. Yo no tengo nada que ver con usted.

Y cerró la puerta.

Sebastián se encogió como mejor pudo para dormir en el umbral.

Durante la noche se abrió el cielo, y las estrellas, parpadeando apenas, miraban precisas desde un cielo terriblemente negro y hondo, que dejó caer una dura escarcha. Y a la mañana siguiente, domingo, el cielo amaneció despejadísimo, azul y frágil y delgado como un volantín inmenso. El sol no calentaba las calles, pero su luz nítida señalaba todos los ángulos y los contornos.

Don Aquiles Marambio, su señora y sus dos hijitas de seis y siete años, salieron temprano para ir a misa. Asistieron al Santo Sacrificio con toda unción, y regresaron lentamente por las asoleadas veredas, saludando a los conocidos, deteniéndose de vez en cuando para dar pataditas en el suelo, palmoteando para que se desentumecieran sus dedos. Unos pasos adelante de sus padres, María Patricia y María Isabel, casi del mismo tamaño, tocadas con gorros de piel blanca y con las manos metidas en manguitos de la misma piel, dejaban orgullosas que los que pasaban admiraran la corrección de su porte y el lujo de sus atuendos.

Al entrar por el callejón que llevaba a la puerta trasera de la casa, las plumas de vaho que tan serenamente se elevaban desde las bocas de las cuatro personas de la familia Marambio, se cortaron de pronto. Aquiles y su señora se detuvieron. Las niñas, con chillidos, buscaron refugio junto a las piernas de sus progenitores —porque allí, en el umbral de la casa, yacía una forma humana peluda y sucia, cubierta de diarios húmedos. Se acercaron. Marambio movió la forma con el pie.

—Está muerto… —murmuró.

La mujer se agachó para sacarle el gorro que le tapaba la cara. Marambio exclamó:

—No seas idiota. Déjalo así. ¿Para qué quieres verle la cara?

Pero la mujer ya lo había hecho, y el rostro del muerto, debajo de sus barbas y de su mugre, apareció transfigurado por una expresión de tal goce, de tal alegría y embeleso, que María Isabel, acercándose a él sin miedo, exclamó:

—Mira papito, qué lindo. Parece que hubiera visto…

—Cállate, no digas estupideces —exclamó Marambio, furioso.

—Parece que estuviera viendo…

Antes que María Patricia pudiera decir lo que parecía que el muerto estuviera viendo, Marambio tomó a sus dos hijas violentamente y las empujó para que entraran a la casa. Ellas, de la mano, obedecieron sin los lloriqueos ni los pucheros de siempre cuando su padre las contrariaba, hablando de lo bonito que eran los muertos y preguntándose por qué la gente grande les tenía tanto miedo. Marambio llamó a la policía para comunicar que un vagabundo había amanecido muerto en el umbral de su puerta. Y como don Aquiles era un hombre de pro, y además con gran sentido cívico, dispuso que ya que el cadáver había amanecido en su puerta no podía permitir que lo echaran así no más a la fosa común. Él se haría cargo de los gastos del funeral —no de primera, claro, eso sería absurdo, sino que de un buen funeral de tercera.

 

Franz Kafka: La construcción. Cuento

kafka76He presentado la obra y me parece bien lograda. Desde afuera sólo se ve un gran agujero que en realidad no conduce a ninguna parte, ya que a los pocos pasos se tropieza con roca. No quiero jactarme de haber ejecutado esta treta en forma deliberada; es más bien el sobrante de uno de los numerosos y vanos intentos de construcción, pero finalmente, me pareció ventajoso dejar este agujero sin rellenar. Desde luego hay astucias que, por sutiles, se aniquilan por sí solas, eso lo sé mejor que nadie, e indudablemente constituye una audacia llamar la atención con este agujero sobre la posibilidad de que aquí exista algo digno de ser investigado. Sin embargo, se equivoca quien crea que soy cobarde y que sólo por cobardía ejecuto la obra. A unos mil pasos de este agujero se halla, cubierto por una capa de musgo suelto, el verdadero acceso, tan bien asegurado-como puede estarlo algo en el mundo; naturalmente, alguien podría pisar el musgo o levantarlo; entonces mi obra quedaría al aire y quien tuviera ganas —nótese, sin embargo, que se requerirían dotes no demasiado frecuentes—podría penetrar y destruirlo todo para siempre. Lo sé bien y ahora en su culminación mi vida apenas si tiene un momento por completo tranquilo; allí, en ese sitio, en el oscuro musgo, soy mortal y en mis sueños husmea interminablemente un hocico voraz. Habría podido, se opinará, rellenar este agujero de entrada con un manto firme y delgado arriba y más abajo con tierra floja, de manera que siempre me hubiera costado poco esfuerzo asegurarme de nuevo la salida. Pero no es posible; precisamente la cautela exige que tenga una viabilidad de escape, precisamente ella obliga con frecuencia a arriesgar la vida. Todos estos son cálculos harto penosos; la alegría que la cabeza experimenta al efectuarlos es muchas veces el único motivo de que siga calculando. Yo necesito una inmediata posibilidad de escape, pues acaso, ¿no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto más inesperado? Vivo pacíficamente en lo más profundo de mi casa, y mientras el enemigo se me aproxima sigilosamente. No quiero decir que tenga mejor olfato que yo; tal vez me ignore como yo lo ignoro a él. Pero hay bandidos apasionados que perforan ciegamente la tierra y que por la enorme extensión de mi obra, pueden alentar la esperanza de dar con algunos de mis túneles. Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima. Pero yo envejezco, hay muchos más fuetes que yo, mis enemigos son innumerables; podría suceder que huyera de uno y cayera en las garras de otro. ¡Ah, todo puede suceder! De cualquier modo, necesito tener conciencia de que en alguna parte hay una salida completamente expedita, alcanzable con facilidad, donde para liberarme no necesitara cavar en absoluto, tal que, mientras yo trabajara desesperadamente, aunque fuera entre flojos escombros, no sintiera de pronto, ¡Dios me ampare!, los dientes de mi perseguidor en los muslos. Y no solamente me amenazan los enemigos externos, los hay también en lo profundo de la tierra. No los he visto jamás, pero las leyendas hablan de ellos y creo firmemente en su existencia. Son seres del interior, ni siquiera las leyendas logran describirlos; ni los que se convirtieron en sus víctimas alcanzan a verlos bien; se acercan, se oye el arañar de sus garras bajo la tierra, que es su elemento, y ya se está perdido. Entonces ya se está en la propia casa, más bien se está en s,u casa. De ellos tampoco me salva aquella salida, como probablemente no ha de salvarme en absoluto, sino perderme, pero de todos modos es una esperanza sin la que no puedo subsistir. Aparte de este gran camino, me comunican con el mundo exterior otros muy estrechos, bastante seguros, por los que me llega el aire que respiro. Han sido construidos por ratones que he sabido atraer a mi obra. Me ofrecen las ventajas del gran alcance de su olfato y de ese modo me protegen. Además, por su causa llega toda una fauna menor que devoro. De manera que, sin necesidad de abandonar mi obra, dispongo de un medio de vida, aunque limitado, suficiente. Y esto es esencial.

Pero lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. Durante horas puedo deslizarme por mis galerías sin oír más que el rumor de alguna bestezuela que de inmediato reduzco al silencio con mis dientes; o el crujir de la tierra que me anuncia la necesidad de alguna reparación. Salvo esto, el silencio es absoluto. El aire del bosque penetra, hay al mismo tiempo abrigo y frescura. A veces me relajo satisfecho y me doy vuelta en la galería. Es bueno tener una construcción así para la ya cercana vejez, saberse bajo techo al comienzo del otoño. He ensanchado las galerías cada cien metros hasta convertirlas en pequeña plazas circulares. Allí puedo enrollarme con comodidad, abrigarme en mí mismo y descansar. Allí duermo el dulce sueño de la paz, del deseo satisfecho, de la alcanzada meta del dueño de casa. No sé si es una costumbre de épocas antiguas o si los peligros de esta casa son lo suficientemente grandes como para despertarme; pero con regularidad, de tiempo en tiempo, el sobresalto me arranca del sueño y entonces atisbo, atisbo el silencio; que reina invariablemente de día y de noche; sonrío tranquilizado y recaigo, los miembros flojos, en sueños más profundos aún. ¡Pobres viajeros sin morada, en las carreteras, en los bosques, en el mejor de los casos acurrucados sobre montones de hojas o apretujados entre sus semejantes, expuestos a toda la perdición del cielo y de la tierra! Yo, en cambio, estoy en una fortaleza protegida por todos lados —más de cincuenta de éstas hay en mi construcción—y en somnolencia o sueño profundo transcurren las horas, que para ello elijo.

Casi en el centro mismo de la obra está la plaza principal, estudiada para el caso de peligro exterior, no tanto de persecución, como de asedio. Mientras todo lo otro es producto de esforzado trabajo mental más que físico, esta plaza fuerte es resultado del pesadísimo trabajo de mi cuerpo y de cada una de sus partes. Alguna vez, en la desesperación de mi cansancio corporal, he querido abandonarlo todo; me revolcaba, maldecía la obra, me arrastraba hacia el exterior, dejando la construcción abierta. Podía hacerlo porque no quería regresar, hasta que, después de horas o de días, retornaba un arrepentimiento casi prorrumpiendo en loas al advertir la integridad de la obra, y realmente alegre, reanudaba el trabajo. La tarea en la plaza fuerte se agravaba de modo innecesario (innecesario quiere decir que el trabajo de vaciado no se traducía en beneficio esencial para la obra), porque justamente donde debía estar situada según el plan, la tierra era floja y arenosa y había que conseguir que se volviera compacta antes de formar el círculo bellamente abovedado. Para ese trabajo poseo tan sólo la frente. Con la frente, pues, he embestido la tierra miles y miles de veces, a lo largo de días y de noches y era feliz, cuando los golpes la hacían sangrar, ya que probaba que la solidez estaba próxima, y en esta forma creo que se me reconocerá, me he ganado mi plaza fuerte. En esta plaza fuerte almaceno las provisiones, compuestas por los sobrantes de mis capturas dentro de la casa, luego de satisfacer las necesidades inmediatas, y por lo que traigo de las cacerías exteriores. Es tan amplio el sitio que no lograrían llenarlo las reservas de medio año; puedo, pues, extenderlas holgadamente, caminar entre ellas, jugar con ellas, alegrarme de su abundancia y sus diversos olores, y tener siempre una exacta visión de lo existente. También puedo efectuar nuevos ordenamientos y, según las épocas del año, hacer nuevas previsiones y proyectos de caza. Hay períodos en que estoy tan provisto que, indiferente a la comida en general, ni siquiera toco la caza menor que se agita aquí, lo que, por otros motivos, tal vez sea temerario. Como consecuencia de las múltiples tareas vinculadas a los preparativos de defensa, mis ideas acerca de la utilidad de la construcción para ese caso se modifican o desarrollan en forma importante. Me parece que es peligroso basar la defensa exclusivamente en la plaza fuerte; la complejidad de la obra me brinda muchas otras posibilidades y me parece prudente distribuir las provisiones dejando algunas de ellas en pequeñas plazas; entonces destino, por ejemplo, cada tercer lugar a las reservas, o cada cuarto o depósito principal y cada., segundo a almacén de reserva adicional, o algo por el estilo. O, para despistar, elimino ciertos caminos de la acución de la salida principal, sólo algunos pocos sitios. Cada nuevo proyecto exige una fatigosa labor de acarreo, nuevos cálculos, y luego debo llevar y traer las cargas. Desde luego, puedo realizarlo sin prisa; además, no es .desagradable transportar manjares con la boca, descansar dónde y cómo se quiera, saborear lo que más guste. A veces, sin embargo, me despierto con sobresalto, y aquí está lo grave, parece que la actual distribución es por completo errónea, que puede provocar enormes peligros y que es urgente rectificarla, sin tiempo para somnolencias o para el cansancio. Entonces me apresuro, vuelo, no tengo tiempo para cálculos, quiero realizar un nuevo y minucioso proyecto, cojo lo primero que me cae entre los dientes, arrastro, cargo, gimo, tropiezo y el menor cambio favorable de circunstancias peligrosas me produce alivio. Hasta que paulatinamente, al despertar por completo, el violento trajín, me parece absurdo; aspiro profundamente la paz de la casa, que yo mismo he destruido; retorno al lecho y al sueño, y al despertar me encuentro con que, como prueba incontrastable de la ya inverosímil tarea nocturna, conservo alguna rata entre los dientes. Luego llegan períodos en que me parece mejor la reunión de todas las provisiones en un solo sitio. La utilidad de las reservas en las pequeñas plazas es un problema; cabe poco en ellas y se obstruye el paso, desplazar en caso de alarma. Aparte de ello es, aunque tonto, cierto que la sensación de ‘seguridad se perjudica cuando no se ven juntas todas las provisiones y no se puede apreciar con una sola mirada lo que se posee. Además, con estas múltiples distribuciones, mucho puede extraviarse. No puedo galopar continuamente en todas direcciones para ver si todo se halla en perfecto estado. Desde luego, la idea fundamental de distribuir las reservas es correcta, pero solamente cuando se poseen varios sitios similares a mi plaza fuerte. ¡Varios sitios! ¡Naturalmente! Pero ¿quién puede realizar eso? Tampoco pueden acomodarse, en el plan de conjunto, a posteriori. Sin embargo, quiero reconocer que en ello radica un error de la construcción, pero como por lo general siempre hay un error, cuando de algo se posee un solo ejemplar. Y también reconozco que durante toda la ejecución de la obra en lo más oscuro de mi conciencia moró la idea aunque con bastante nitidez, de disponer de más de una plaza fuerte, pero no he cedido; me sentía demasiado débil para hacerme cargo de la necesidad de dicho trabajo y me consolaba de cualquier modo con sensaciones no menos oscuras, según las cuales lo que en otros casos no sería suficiente, llegaría en el mío a ser excepcional, por gracia, ya que probablemente la providencia estaba interesada en la conservación de mi frente, de mi ariete. Tengo, pues, una sola plaza fuerte, pero los oscuros temores de que no pudiera alcanzar se han perdido. Sea como fuere, debo conformarme con una sola; las pequeñas plazas no podrían reemplazarla de ningún modo, por lo que comienzo, cuando este punto de vista ha madurado, a arrastrar material, desde las pequeñas plazas a la principal. Por un tiempo, es un consuelo saber que todos los espacios y galerías están libres, ver cómo sé hacinan en la plaza fuerte las montañas de carne, que envían hasta las galerías más lejanas la mezcla de sus muchos olores, los cuales me alegran, cada uno según su tipo y que aun a distancia sé distinguir perfectamente. Entonces llegan tiempos pacíficos durante los cuales lenta y gradualmente traslado mis guardias desde los círculos externos al interior, sumergiéndome cada vez más en los olores, hasta que no soporto más, y una noche me lanzo sobre la plaza principal, arraso con las provisiones y me sacio con lo mejor hasta el embotamiento. Tiempos dichosos, pero de peligro; quien supiera aprovecharlos podría destruirme con facilidad y sin riesgos. También en esto influye perniciosamente la falta de una segunda o tercera plaza fuerte, pues me pierde el hecho de ser único el gran depósito. Trato de resguardarme contra ellos de diversas maneras; la distribución en plazas menores es una medida de esa índole. Pero, desgraciadamente, conduce como las otras, por las privaciones que apareja, a una avidez aún mayor, y ésta, despreciando el sentido común, altera los planes de defensa en su beneficio.

Una vez que han pasado dichos tiempos suelo revisar la obra, y cuando las reparaciones necesarias han sido hechas la abandono, aunque siempre por poco tiempo. El castigo de verme privado de ella largamente me parece excesivo, pero reconozco que estas excursiones son imprescindibles. Mi aproximación a la salida no carece de cierta solemnidad. En períodos de vida casera le evito, y también la galería que ella conduce y sus ramificaciones. No es nada fácil pasearse por ese lugar: he instalado allí un complejo zig-zag de galerías. Cuando inicié la obra todavía no podía soñar en poderla terminar según el proyecto; comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción. En teoría tal vez sea valiosa —aquí está la entrada a mi casa, les decía irónicamente a los enemigos invisibles y los veía ya asfixiados en , masa en el laberinto de entrada—, pero en realidad representa un jugueteo de paredes harto de endebles, que difícilmente resistiría un ataque serio o a un enemigo que luchara con desesperación por su vida. ¿Debo modificar por ello esta parte? Aplazo la decisión, y creo que quedará como está. Aparte del volumen de trabajo que me echaría sobre los hombros, sería también la tarea más peligrosa que pueda imaginarse. En aquella época, cuando inicié la construcción, pude trabajar allí con relativa tranquilidad, el riesgo no era mucho mayor que en cualquier otro lugar, pero significaría llamar casi deliberadamente la atención de todo el mundo sobre la obra hoy que ya no es posible. Conservo sin embargo, alguna debilidad por esta empresa inicial, pero si viene el gran ataque, ¿qué trazado de la entrada podría salvarme? La entrada puede ciertamente engañar, desviar, torturar, al atacante, y también lo lograría éste en último caso, pero es evidente que un ataque realmente importante tengo que resistirlo de inmediato, con todos los medios de la obra en conjunto y con todas las fuerzas del cuerpo y del alma. De modo que el acceso permanezca como está. Si la construcción ofrece tantas debilidades impuestas por la naturaleza, que soporte también estas deficiencias creadas por mí, que reconozco por completo, aunque tarde. Claro está, con ello no quiero decir que estos fallos no me preocupen todavía de tiempo en tiempo. Cuando en mis acostumbrados paseos eludo esta parte de la construcción, me sucede principalmente porque su aspecto me molesta; no siempre quiero mirar los defectos, sobre todo si se hallan demasiado presentes en mi conciencia. Que persista el corregible error allá arriba, junto a la entrada, pero yo quiero evitar su contemplación en lo posible. Me basta aproximarme a la salida, aunque todavía esté separado de ella por galerías y plazas, para sentirme en la atmósfera peligrosa; es como si se afinara mi piel, como si fuera a quedar con la carne desnuda y me saludara ya el aullar de los enemigos. Ciertamente, la salida en sí, el final de la zona de protección, provoca ya estos sentimientos, pero es esta construcción lo que especialmente me tortura. A veces sueño que he construido la entrada, que la he modificado por completo, de prisa, en una sola noche, con fuerzas gigantescas, sin ser visto por nadie, y que se ha vuelto inexpugnable; el sueño en que eso sucede es el más dulce de todos y al despertar aún brillan en mi barba lágrimas de akgría y de liberación.

El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde-hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto. Luego estoy bajo la capa de musgo, que muchas veces dejo el tiempo necesario para que se suelde con el humus del bosque —antes no me muevo de la casa—y de un solo golpe de la cabeza me coloco en el exterior. Me cuesta mucho atreverme a realizar este pequeño movimiento, y si no tuviera que superar el laberinto de entrada probablemente emprendería el regreso. ¿Cómo? Tu casa está protegida, clausurada, vives en paz, abrigado, señor, único señor de una multitud de galerías y plazas, y espero que todo esto no desees sacrificarlo, o por lo menos exponerlo en cierto modo. Tienes, sí, la esperanza de recuperarlo, pero te comprometes en un juego arriesgado, demasiado arriesgado. ¿Hay motivos razonables? No; para algo semejante no puede haber motivos razonables. Sin embargo, levanto con cautela la trampa, estoy afuera, la dejo descender con cuidado, y a la máxima velocidad posible huyo de este lugar delator.

En verdad no estoy en libertad, pero ya no me adelanto pegándome a las galerías, sino que me lanzo por el bosque abierto, siento que hay nuevas fuerzas en mí, fuerzas para las que en cierto modo no hay espacio en la obra, ni siquiera en la plaza fuerte aunque fuera diez veces más grande. También la alimentación es mejor afuera, aunque la caza sea más dificultosa y el éxito menos frecuente; pero el resultado es más apreciable en todo sentido; no niego esto y sé apreciarlo y disfrutarlo, al menos como cualquier otro, y probablemente mucho mejor, pues no cazo con atolondramiento o desesperación, como un merodeador, sino práctica y reposadamente. Tampoco estoy predestinado y expuesto a la vida libre, sino que sé que mi tiempo está medido, que no estaré obligado a cazar aquí indefinidamente, sino que en cierto modo, cuando lo quiera y me canse de esta existencia, alguien me llamará hacia sí, alguien cuya invitación no podré rehusar. Y así puedo disfrutar por completo de este tiempo aquí, y pasarlo sin preocupaciones, es decir, podría, porque no puedo. La obra me tiene demasiado atareado. Me he alejado con rapidez de la entrada, pero pronto vuelvo. Busco un buen escondrijo y acecho la puerta de mi casa —esta vez desde afuera—durante días y noches. Se dirá que es estúpido pero a mí me proporciona una indecible alegría y me tranquiliza. Es como si no estuviera delante de mi casa, sino delante de mí mismo, mientras duermo, como si tuviese la dicha de poder a un tiempo dormir profundamente y vigilarme en forma estricta. Hasta cierto punto no tan sólo me caracteriza la capacidad de ver los fantasmas nocturnos durante la confiada inocencia del sueño, sino también la de enfrentarlos en la realidad, con la plena fuerza de la vigilia y la serenidad del juicio. Y encuentro que mi situación no es tan desesperada como creía a menudo y como probablemente volverá a parecerme cuando descienda a mi casa. En este sentido, y también en otro, pero especialmente en éste, esas excursiones son realmente imprescindibles. A pesar del cuidado que he puesto en elegir para la entrada un lugar apartado, el tránsito que se produce, si se resumen las observaciones de una semana, es muy grande, pero tal vez sea así en todos los lugares habitables, y probablemente sea también más ventajoso afrontar un tránsito más intenso, al que su propio volumen desplaza, que exponerse en total soledad a la morosa búsqueda de un intruso. Aquí hay muchos enemigos, y sus cómplices son aun más numerosos, pero como están ocupados en combatirse entre sí, pasan de largo. Durante todo este tiempo no he visto a nadie investigar en la entrada, por suerte para ambos, porque olvidado el peligro, inconscientemente, le habría saltado al cuello. Ciertamente, llegaron también invasores en cuya proximidad no me atreví a permanecer; el sólo intuirlos en la lejanía me obligaba a huir. Acerca de su conducta en relación a la construcción no debiera expedirme categóricamente, pero baste para tranquilizar, que yo regresaba pronto, no hallaba a nadie y encontraba la entrada intacta. Tiempos felices hubo en que casi me decía que la hostilidad del mundo contra mí probablemente había terminado o disminuido, o que el poder de la construcción me salvaba de la lucha de aniquilamiento que había perdurado hasta ahora. La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior dé la construcción misma. Llegué hasta a alimentar el deseo infantil de no retornar a la obra nunca más, sino instalarme en la- proximidad de la entrada y pasar mi vida en la contemplación de ella, no perdiéndola de vista y hallando mi felicidad en la constatación de la firmeza con que me habría protegido de estar yo en ella. Pero espantables despertares suelen seguir a los sueños infantiles. ¿Qué seguridad es la que observo aquí? ¿Puedo juzgar el peligro en que me encuentro en el interior a través de las experiencias que realizo desde aquí afuera? ¿Siguen mis enemigos el verdadero rastro cuando no estoy en la construcción? Algo huelen probablemente, pero no con seguridad. ¿Y no es a menudo la existencia de un pleno olfato la premisa necesaria de un peligro normal? Se trata entonces tan sólo de semipruebas o de la décima parte de una prueba, apropiadas más bien para que me tranquilice u precipite en él máximo peligro por esta falsa tranquilidad. No, yo no observo mis sueños, como creía; más bien soy el que duerme mientras Malvado vigila. Quizás esté entre los que distraídamente rondan y pasan sólo para asegurarse, corno yo mismo, de que la puerta está intacta y esperando atacarla; tal vez sólo pasen porque saben que el dueño de casa no está en el interior o tal vez hasta sepan que espera inocentemente en el matorral contiguo. Y abandono la guardia, estoy harto de la vida al aire libre, es como si ya no pudiera aprender nada aquí, ni ahora ni más tarde. Y siento deseos de despedirme de todo esto, de descender a la obra y no retornar nunca jamás, de dejar que las cosas sigan su curso sin tratar de demorarlas con inútiles observaciones. Pero, preocupado porque durante tanto tiempo he visto lo que sucedía sobre la entrada, me resulta ahora torturante llevar a cabo la casi espectacular operación del descenso sin saber lo que va a pasar a mis espaldas, más allá de la trampa vuelta a su sitio. Lo intento después en noches turbulentas, arrojo rápidamente la caza al interior, me parece lograrlo, pero el resultado sólo estará a la vista cuando yo mismo haya descendido, estaría a la vista, pero no para mí, o tal vez también para mí, pero demasiado tarde. Abandono, pues, y no desciendo. Cavo, a bastante distancia de la verdadera entrada, naturalmente, una zanja de prueba, no más larga que yo mismo y también cubierta con un manto de musgo. Me acurruco en la zanja, la cubro detrás de mí, calculo con cuidado períodos más o menos largos a distintas horas del día, aparto luego el musgo, salgo y registro mis observaciones. Realizo estas diversas experiencias buenas y desfavorables, pero no logro establecer una ley general o un procedimiento infalible para el descenso. En consecuencia, no descendí a la verdadera entrada, y me desespero por tener que hacerlo pronto. Estoy a punto de tomar la determinación de alejarme, de volver a la vieja vida sin consuelo, que no ofrecía seguridad alguna, que era una uniforme plenitud de peligros y que por lo tanto no permitía diferencias y temer un único peligro, como me lo enseña cotidianamente la comparación entre la seguridad de mi obra y la otra vida. Desde luego, tal determinación sería una completa locura, provocada por la harto prolongada libertad sin sentido; todavía la obra es mía, sólo tengo que dar un paso y estoy a salvo. Y deponiendo toda vacilación, corro directamente, a plena luz del día, hacia la puerta, para levantarla ahora con seguridad, pero sin embargo no soy capaz, sigo de largo y me arrojo en las espinas para castigarme, para castigarme por una culpa que desconozco. Luego, en definitiva, tengo que reconocer que estoy en lo cierto, que es realmente imposible descender sin exponer a todos, al menos por un rato, la más apreciada de mis pertenencias, a los que están en el suelo, en los árboles y en los aires. Y el peligro no es imaginario, sino muy real. No es forzoso que el enemigo cuyo deseo de perseguirme provoco sea verdadero, basta que sea una insignificancia, cualquier pequeño ser repugnante que me sigue por curiosidad, y que por ello, sin saberlo, se convierte en el guía del mundo contra mí. Tampoco necesita ser, y tal vez es, y esto no es menos grave, tal vez sea alguien de mi especie, un conocedor y apreciador de obras, algún hermano del bosque, un amante de la paz, pero un bribón holgazán que quiere habitar sin construir. Si al menos llegara ya, y descubriera con sucia avaricia la entrada, si comenzara a trabajar en ella, levantara el musgo, si tuviera éxito, si se introdujera, si estuviera ya tan adentro que sólo me mostrara el trasero por un instante, si todo eso sucediera para que por fin, lanzándome tras él, libre de toda vacilación le pudiera saltar encima, morderlo, destrozarlo, beber su sangre y apisonar el cadáver con el resto del botín, pero, sobre todo, esto sería lo principal, que por fin me encontrara en casa. Con gusto admitiría esta vez el laberinto, pero antes extendería sobre mí el manto del musgo, para descansar largamente, creo que por todo el resto de mi vida. Pero no viene nadie y quedo a solas conmigo mismo. Ocupado continuamente con las dificultades del asunto, pierdo gran parte de mi temor. Ya no eludo la entrada, tampoco por el lado exterior; rodearla se convierte en mi ocupación favorita, es casi como si yo fuera el enemigo y espiara la oportunidad de irrumpir. Si al menos’ tuviese alguien en quien pudiese confiar, a quien pudiese dejar mi puesto de observación, entonces sí que podría descender la tranquilidad. Yo convendría con él, con el hombre de confianza, en que observara exactamente la situación durante mi descenso, o un tiempo más, y que, en caso de peligro, golpeara la capa de musgo, y si no, no. Con esto, arriba todo estaría despejado, sólo quedaría mi hombre de confianza, ¿pero no pediría alguna satisfacción a cambio? ¿No querría por lo menos contemplar la obra? Ya esto por sí solo, dejar entrar a alguien voluntariamente en mi obra, me sería muy desagradable. La he hecho para mí, no para visitantes; creo que no lo dejaría entrar. Ni aun al precio de que me posibilitara a mí mismo la entrada. Pero no podría dejarlo bajar solo, lo que excede todo lo imaginable, o tendríamos que bajar juntos, con lo que se perdería la ventaja que él debiera proporcionarme, es decir, hacer observaciones detrás de mí. ¿Y qué es esto de la confianza? ¿Puedo seguir confiando en el que confío cara a cara, cuando ya no lo veo más y nos separa una capa de musgo? Es relativamente fácil confiar en alguien cuando se lo vigila al mismo tiempo o cuando al menos existe la posibilidad de vigilarlo; hasta es posible confiar en alguien a distancia, pero confiar en alguien desde el interior de la construcción, es decir, desde otro mundo, lo creo imposible. Pero tales dudas ni siquiera son imprescindibles, basta pensar que durante o después de mi descenso las innumerables cualidades de la vida impidieran a mi hombre de confianza cumplir con su deber. Sus menores dificultades podrían tener consecuencias incalculables para mí. No; considerándolo todo en su conjunto, no debiera quejarme de estar solo y de no tener en quien confiar. Así, seguramente, no pierdo ninguna ventaja y me ahorro perjuicios. Sólo puedo confiar en mí y en la construcción. Debí pensarlo antes, para el caso que ahora me ocupa, y tomar medidas. Hubiera sido posible, al menos en parte, durante el comienzo de la obra. Debí diseñar la primera galería en tal forma que tuviese dos entradas bastantes separadas entre sí, de modo que pudiese introducirme en una —con todas las dificultades inevitables—, trasladarme rápidamente por el comienzo de la galería hasta la segunda boca, levantar allí la capa de musgo dispuesta para ello, y observar la situación durante varios días y noches. Sólo así hubiera estado bien. Es verdad, dos entradas duplican el peligro, pero hubiera podido desechar estas preocupaciones en vista de que una de las bocas, la pensada como lugar de observación, sería muy estrecha. Y con esto me extravío en consideraciones técnicas y comienzo nuevamente a soñar con mi proyecto de construcción perfecta; esto me tranquiliza en parte; contemplo radiante, con los ojos cerrados, las múltiples soluciones de construcción, claras y menos claras, destinadas a permitirme entrar y salir sin ser advertido.

Y cuando, cómodamente echado, reflexiono, valorando estas posibilidades, pero sólo como conquistas técnicas, no como verdaderas ventajas, porque ¿qué sentido tiene esto de entrar y salir inadvertidamente? Sugiere ánimo intranquilo, falta de seguridad, sucios apetitos, condiciones negativas que se agravan aún más en presencia de la obra, que sin embargo está allí, y que es capaz de inundar de sosiego a poco que uno se lo permita. Naturalmente, ahora estoy fuera de ella y busco una posibilidad de retorno; las disposiciones técnicas necesarias para ello serían muy deseables. Pero tal vez no tanto. ¿No se subestima la obra durante el momentáneo arrebato de miedo al considerarla solamente como un agujero apto para refugio? Claro está que es también un agujero seguro, o debiera serlo, y cuando me imagino en medio del peligro, deseo, con los dientes apretados, con toda la fuerza de mi desesperación, que no sea más que el agujero destinado a salvarme la vida y que no cumpla debidamente esta misión y estoy dispuesto a relevarlo de cualquier otra. Pero sucede que en realidad —y no se presta atención durante el máximo peligro, y hasta en tiempos de riesgos corrientes es difícil advertir—da mucha protección, pero no la suficiente, porque las preocupaciones no terminan jamás por completo en la obra. Son otras preocupaciones, de más fuste, más ricas en contenido, a menudo muy postergadas, pero probablemente tan inquietantes como las que depara la vida en el exterior. Si hubiera realizado la obra sólo para asegurar mi vida no me habría engañado, pero la relación entre el enorme trabajo y la seguridad lograda, al menos hasta donde estoy en condiciones de apreciarla y de beneficiarme con ella, no sería muy favorable para mí. Es muy doloroso reconocer esto, pero hay que hacerlo, más aún, en presencia de la entrada que se cierra ahora sobre mí, contra su constructor y propietario, en forma casi espasmódica: La obra no es precisamente un agujero de salvación. Cuando me detengo en la plaza fuerte, rodeado por los altos depósitos de carne, el rostro vuelto hacia las diez galerías que parten de ella, cada una con su inclinación, ya sea ascendente o descendente, rectas o curvas, o listas, cada una a su manera, para conducirme hacia otras muchas plazas, también silenciosas y vacías, entonces se aleja de mí la idea de seguridad, entonces sé con certeza que éste es mi castillo, que he conquistado ala tierra, palmo a palmo, arañando y mordiendo, apisonando y pujando, mi castillo que de ningún modo puede pertenecer a otro y que es tan mío, que en él podría tranquilamente, en último caso, aceptar las heridas mortales de mis enemigos, porque mi sangre empaparía aquí mi propio suelo y no se perdería. Y no otro es el sentido de las cálidas horas que suelo pasar en las galerías, ya durmiendo pacíficamente, ya vigilando de buen talante estas galerías que han sido calculadas exactamente para mí, para poderme estirar satisfecho o revolearme como un niño, o yacer somnolientamente, o dormirme feliz. Y las pequeñas plazas, todas perfectamente conocidas y que, a pesar de su completa igualdad, puedo diferenciarlas entre sí a ojos cerrados por la simple curvatura de sus paredes, me rodean amistosas y cálidas, como un nido al ave. Y todo, todo, silencioso y vacío.

Pero si es así, ¿por qué vacilo, por qué temo más al intruso que a la posibilidad de no volver a ver mi obra? Por fortuna, esto último es imposible, y no hace falta reflexionar mucho para comprender todo lo que la construcción significa para mí; yo y la obra estamos tan unidos, nos pertenecemos recíprocamente en tal grado que podría tranquilamente, con todo mi temor, permanecer aquí, echarme, y sin necesidad de dominarme abandonar todo reparo y aun abrir la entrada; más aún, me bastaría esperar ocioso, porque en definitiva, de un modo o de otro, volveré abajo. Pero ¿cuánto tiempo puede transcurrir hasta entonces, y cuántas cosas pueden suceder entretanto, aquí arriba y allá abajo? Y tan sólo depende de mi acortar este plazo y hacer en seguida lo necesario.

Y ya, cansado hasta no poder pensar, la cabeza colgante, inseguras las piernas, semidormido, arrastrándome más que caminando, me acerco a la entrada, levanto con lentitud el musgo, desciendo lentamente, en mi turbación dejo abierta la entrada durante un lapso de innecesaria largueza, me acuerdo después de mi omisión, subo para repararla. ¿Para qué subir? Sólo tengo que correr la capa de musgos, bien, entonces bajo de nuevo, y, por fin, la corro. Solamente en este estado de ánimo, exclusivamente en este estado de ánimo me hallo en condiciones de realizarlo. Después estoy echado bajo el musgo en lo alto del botín, nadando entre sangre y jugos de carne, y podría comenzar a dormir el sueño tan ansiado. Nada me turba, nadie me ha seguido, sobre el musgo todo parece tranquilo, al menos hasta ahora, y aunque no lo estuviera, creo que no. podría demorarme en observaciones. He cambiado de lugar, del mudo exterior he retornado a la obra e inmediatamente siento el efecto. Es un mundo nuevo, que proporciona nuevas energías, lo que arriba sería cansancio aquí no lo es. He regresado de un viaje, agotado por las penurias hasta el embotamiento, pero el reencuentro con la antigua vivienda, los arreglos que me esperan, la necesidad de visitar siquiera en forma superficial todas las dependencias, y sobre todo de avanzar cuanto antes hasta la plaza central, todo eso transforma mi agotamiento en agitación y entusiasmo, es como si durante el mismo instante en que puse los pies en la obra hubiese dormido un largo sueño. La primera tarea es muy penosa y me absorbe por completo: hacer pasar la caza por las estrechas y endebles galerías del laberinto. Empujo con todas mis fuerzas, avanzo con efecto, pero me parece que con demasiada lentitud; para ir más aprisa tiro hacia atrás una parte de las masas de carne y me escurro por encima y a través de ellas. Ahora tengo sólo una parte delante, ahora va mejor, pero estoy encajado en la abundancia de la carne, que en la estrechez de las galerías —en las cuales aun a solas me resulta a veces dificultosos avanzar—podrían asfixiarme mis propias provisiones; a menudo sólo comiendo y bebiendo puedo defenderme de sus embates. Pero el transporte progresa, lo logro en poco tiempo, el laberinto ha sido superado, respirando a mis anchas salgo a una verdadera galería, empujo el botín a través de un conducto de comunicación, hacia una galería principal, creada especialmente para esto, que conduce en pronunciado declive hasta la plaza fuerte. Ahora ya es fácil, ahora el conjunto rueda y fluye casi por sí solo. ¡Por fin en mi plaza fuerte! ¡Por fin poder descansar! Nada ha cambiado, ningún infortunio mayor parece haber sobrevivido, y los pequeños daños, que noto a primera vista, pronto estarán subsanados. Pero antes debo recorrer las galerías, lo que no constituye un esfuerzo, sino una plática con amigos, como era antes en los viejos tiempos —en verdad no soy tan viejo, pero los recuerdos de muchas cosas se empastan casi por completo-, como yo lo hacía antes, o como oí decir que sucedía antes. Comienzo ahora con la segunda galería, con deliberada lentitud; después de haber visto la plaza fuerte dispongo de un tiempo infinito —en el interior siempre de la obra siempre dispongo de tiempo infinito—porque todo lo que allí hago es bueno e importante y me alimenta en cierto modo. Comienzo con la segunda galería e interrumpo la inspección a la mitad y paso a la tercera, por la que me dejo conducir de nuevo hasta la plaza principal, y debo volver a ocuparme de la galería segunda, y juego así con el trabajo y lo multiplico, me río solo, gozo, y me siento mareado por completo entre tanto trabajo, pero no lo abandono. Por vosotras, galerías y plazas, y por tus problemas ante todo, plaza principal, he vuelto, sin valorar en nada mi vida, después de incurrir durante mucho tiempo en la simpleza de temblar por ella, y de postergar por ella el regreso. Qué me importa el peligro ahora que estoy con vosotras. Vosotras me pertenecéis, yo os pertenezco, estamos ligados, qué puede sucedemos. ¡Qué el pueblo se hacine arriba si quiere; que esté pronto el hocico que ha de perforar el musgo! Muda y vacía me saluda ahora también la obra y refuerza lo que digo, pero me asalta cierta flojedad y en uno de mis lugares predilectos me enrollo un poco —falta mucho para que lo haya visto todo, quiero seguir la inspección hasta el final—, no quiero dormir aquí. Cedo solamente a la tentación de instalarme como si fuera a dormir, comprobar si lo logro tan bien como antes. Lo logro, pero lo que no logro es recuperarme y permanezco aquí profundamente dormido.

He dormido mucho tiempo, casi con seguridad, sólo consigo salir del último sueño que se disuelve por sí mismo, debe de ser un sueño muy leve, pues un siseo apenas audible me despierta. Lo comprendo al momento; la cría menuda, no vigilada por mí, demasiado descuidada por mí, ha taladrado en mi ausencia un nuevo camino en alguna parte; este camino se junta con algún otro, el aire se arremolina y eso produce el silbido. ¡Qué pueblo tan interminablemente activo y qué molesto su tesón! Me veré obligado, escuchando en las paredes de mi galería y con perforaciones de sondeo a determinar el lugar de la perturbación, para sólo después poder eliminar el ruido. Por lo demás, el conducto, si de alguna manera es adaptable a la obra, me será útil como nueva vía de aire. Pero deberé vigilar a los pequeños en adelante; ninguno debe escaparse.

Con tengo gran práctica en estas investigaciones, seguramente no tardaré mucho, y puedo comenzar en seguida, aunque hay otros trabajos más, pero éste es el más urgente: el silencio debereinar en mis galerías. Este ruido es relativamente inocente; ni siquiera lo oí al llegar aunque, ciertamente, ya debía de existir; necesité volver a acostumbrarme a la casa para advertirlo, en cierto modo es sólo audible para el dueño de casa. Y ni siquiera es permanente, como por lo general suelen ser estos ruidos, sino que hay grandes intervalos, eso se debe ostensiblemente a la obstrucción de la corriente de aire. Comienzo la investigación, pero no logro encontrar el lugar donde debiera intervenir; hago algunas excavaciones, sólo al azar; como es natural así no obtengo ningún resultado, y el gran trabajo de cavar y el aun mayor de rellenar y alisar resultan inútiles. Ni siquiera logro acercarme al lugar del ruido, inalterablemente sutil suena a intervalos regulares, una vez como un siseo y la siguiente como un silbido. Sí, por el momento, podría no hacerle caso, pero es demasiado molesto; no, no cabe duda, el origen debe de ser el que yo supuse, es, pues, difícil que aumente de volumen; al contrario, puede suceder que —sin embargo jamás he esperado tanto hasta ahora—con el andar del tiempo cese del todo, al progresar el trabajo de los pequeños mineros, sin contar con que a menudo una casualidad lleva al descubrimiento de la pista mejor que la búsqueda sistemática. Así me consuelo, y preferiría seguir recorriendo las galerías y visitar los sitios o las plazas, muchas de las cuales no he vuelto a ver, y regodearme también un poco en la plaza fuerte, pero no puedo permitírmelo, debo seguir la búsqueda. Mucho tiempo, demasiado, que podría utilizar en mejor forma, me cuesta esta cría. En tales circunstancias suele tentarme el problema técnico; partiendo del ruido, por ejemplo, que mi oído está especialmente dotado para distinguir en todos sus matices, trato de imaginarme su causa, y entonces me apresuro a comprobar si responde a la realidad, con buen fundamento, porque mientras no se produzca una comprobación, así sólo se tratara de establecer hacia dónde rueda un grano de arena, no podría sentirme seguro. Y hasta un ruido así no deja de ser en este aspecto una cuestión importante, pero importante o no, por más que busque no encuentro nada, o mejor, encuentro demasiado. Justamente en mi plaza predilecta tenía que suceder esto; me alejo pensando que tal vez todo sea una broma, así lo hago hasta la mitad del camino hacia la siguiente plaza, pero como si necesitara probarme que no precisamente mi lugar favorito ha preparado esta perturbación, sino que ellas existen también en otras partes, sonrío y me pongo a escuchar. Pero en seguida dejo de sonreír, porque realmente también aquí se oye el mismo siseo. No es nada, pienso, nadie sino yo podría oírlo, pero con el oído afinado por el esfuerzo lo oigo ahora cada vez con mayor claridad, aunque se trate exactamente del mismo sonido, como puedo comprobarlo por comparación. Tampoco se intensifica cuando, sin acercar el oído a la pared, atisbo en mitad de la galería. Entonces tan sólo esforzándome distingo por momentos el soplo de un sonido que más parezco adivinar que percibir. Esta uniformidad en todas partes me perturba al máximo, pues es imposible hacerla coincidir con mis primitivas deducciones. Si hubiera adivinado su causa, el sonido tendría mayor intensidad en el lugar de irradiación, que sería precisamente el que: tendría que buscar para hacerse después cada vez más pequeño. Si mi explicación no es exacta, ¿de que se trata entonces? Existía aún la posibilidad de dos focos sonoros, y que habiendo yo escuchado ambos a la distancia, cuando me aproximaba a cualquiera de ellos, uno de los sonidos aumentaba mientras el otro disminuía, siendo el resultado conjunto casi invariable. Me parecía ya, cuando atendía mejor, que podía distinguir, aunque confusamente, algunas variaciones, lo que parecía coincidir con la nueva hipótesis. De todos modos debía ampliar mucho más el tiempo de las exploraciones. Desciendo, pues, por la galería hasta la plaza fuerte y comienzo a escuchar en ese lugar. Es extraño, también aquí advierto el mismo sonido. Sí, es un ruido provocado por las excavaciones de bestezuelas insignificantes, que aprovecharon infamantemente el tiempo de mi ausencia; por cierto, no tienen intenciones hostiles contra mí, tan sólo están ocupadas en su propia obra y mientras no tropiecen con un obstáculo conservarán la dirección inicial. Todo eso lo sé; sin embargo, me resulta incomprensible y me excita, y la idea de que se hayan atrevido a acercarse a la plaza fuerte perturba mis sentidos, que tanto necesito para el trabajo. No quiero ahora establecer diferencias, pero algo, sea la considerable profundidad en que se halla situada la plaza principal, sea su gran extensión, con la consecuente corriente de aire, detenía a los excavadores. O tal vez aun más simplemente, había llegado a su obtusa percepción algún indicio de que se trataba de la plaza fuerte. Nunca había observado perforaciones en las paredes de ésta; por cierto, multitudes de animales se acercaban atraídos por las intensas emanaciones y yo tenía aquí caza segura. Pero habían penetrado en algún otro sitio más arriba e, irresistiblemente atraídos, sobreponiéndose al ahogo, descendían por las galerías. Pero ahora taladraban también en éstas. Si al menos hubiese ejecutado los más importantes proyectos de mi juventud y de mi temprana madurez, o mejor, si al menos hubiese tenido la fuerza para ponerlos en práctica, porque no me faltó la voluntad. Uno de los proyectos preferidos era separar la plaza fuerte de la tierra circundante, es decir, crear por fuera un espacio vacío a todo su alrededor, tan sólo con la excepción de un pequeño soporte que, desgraciadamente, no podría aislarse de la tierra. Las paredes subsistirían «con un espesor aproximadamente igual a mi propia altura. Siempre me había imaginado, este espacio vacío, y creo que con razón, como uno de los lugares más atrayentes y confortables. Estar suspendido sobre su curvatura, izarse, resbalar por ella, rodar y encontrar de nuevo el suelo bajo los pies, y ejecutar todos estos juegos sobre la estructura misma de la plaza fuerte, ¡pero sin estar en su interior! Poder evitar la plaza, descansar los ojos de su imagen, aplazar la alegría de volver a verla, aunque sin llegar a privarse de ella, estrecharla literalmente entre las garras, algo que es imposible al disponer tan sólo de un acceso ordinario. Y, sobre todo, poder vigilarla y, como compensación de no tenerla a la vista, poder elegir entre instalarse en la plaza o en el espacio hueco, y escoger seguramente este último, deambular el resto de la existencia, vigilando la plaza. Entonces ya no habría ruidos en las paredes, ni descaradas excavaciones hacia la plaza, se hallaría asegurada la paz y yo sería el custodio; ya no tendría que escuchar con desagrado el trabajo de zapa de esta plaga, sino, y con deleite, algo que se me escapa ahora por completo: el rumor del silencio en la plaza principal. Pero, desgraciadamente, toda esta belleza no existe, debo volver a mi trabajo, felicitándome casi de que se vincule directamente con la plaza que me da bríos. Por cierto, como se comprueba cada vez más, necesito todas mis energías para esta tarea que al principio pareció casi insignificante. Recorro ahora las paredes de la plaza y escucho, y dondequiera que aplico el oído, en lo alto y junto al suelo, cerca de la entrada o en el interior, en todas partes, en todas el mismo ruido. Y esta prolongada atención al sonido intermitente, ¡cuánto tiempo, cuánto esfuerzo exige! Tal vez pueda hallarse un pequeño consuelo para el autoengaño, en el hecho de que aquí, por la extensión de la plaza principal, a diferencia de la galería, al alejarse el oído del suelo ya no se oye nada. Solamente para descansar, para recuperarme, hago a menudo estos ensayos, escucho con atención y me siento feliz de no oír nada. Pero, por lo demás, ¿qué es lo que ha sucedido? El fenómeno destruye mis primeras explicaciones, y también tengo que descartar otras que se me ofrecen. Se podría pensar que oigo a las bestezuelas en su trabajo, pero ello estaría en contradicción con la experiencia; lo que no he oído nunca, aunque siempre estaba presente, no puedo comenzar a oírlo de pronto. Tal vez, con los años pasados en la obra, mi sensibilidad fente a las perturbaciones se haya acrecentado, pero de ningún modo es posible que se afine el oído. Debido a la naturaleza de la plaga ésta no puede ser oída. ¿Hubiera tolerado esto antes? La habría exterminado, aún a riesgo de perecer de hambre. Pero probablemente también, y esa idea se va infiltrando en mí, pueda tratarse de un animal de una especie desconocida. Aunque hace mucho tiempo que observo cuidadosamente la vida aquí abajo, sería posible: el mundo es complejo, y nunca faltan sorpresas desagradables. Pero no podría ser un animal único, tendría que tratarse de un rebaño, que de pronto ha invadido mis dominios,’de un gran rebaño de seres que, aunque por encima de estos bichos, los J superen en poco, ya que es muy pequeño el ruido de su trabajo. Podrían ser quizás animales desconocidos, un rebaño i de paso, que me turba, sí, pero que pronto tendría fin. En consecuencia, podría limitarme a esperar, sin realizar trabajos finalmente inútiles. Pero si son animales desconocidos, ¿cómo no consigo verlos? Ya he hecho muchas excavaciones para atrapar siquiera uno de ellos, pero no encuentro ninguno; se me ocurre que tal vez sean pequeñísimos, mucho más pequeños que todos los que conozco y que sólo el ruido que producen sea perceptible. Por eso reviso la tierra extraída, rompo los terrores hasta reducirlos a partículas minúsculas, pero los alborotadores no aparecen. Muy lentamente voy comprendiendo que con estas excavaciones al azar no llegaré a nada, sólo destrozo las paredes, escarbo a la ligera, aquí y allá, no tengo tiempo para rellenar luego los agujeros: ya hay montañas de tierra que obstruyen el camino y la visión. Desde luego, esto me molesta sólo de un modo accesorio; ahora no puedo pasear ni contemplar, ni descansar; a menudo me he quedado dormido por un momento en cualquier agujero, en medio del trabajo, con una zarpa hundida en lo alto, en la tierra, sobre el terrón que en el último instante de vigilia he querido arrancar. Ahora cambiaré mis métodos. Cavaré una verdadera zanja en dirección al ruido y no cejaré en mis esfuerzos hasta que, independientemente de toda teoría, encuentre la verdadera causa del ruido. Y luego la eliminaré, si me lo permiten mis fuerzas, y en caso contrario, por lo menos, tendré una seguridad. Esta seguridad me traerá, bien la calma, bien la desesperación, pero de cualquier modo que sea, esto o aquello, al menos será algo indudable y justificado. Esta determinación me hace bien. Todo lo que he hecho hasta ahora me parece apresurado, realizado en la excitación del regreso, no liberado aún de las preocupaciones del mundo exterior, todavía no reabsorbido en la calma de la obra; hipersensibilizado por la larga privación de ella, me he dejado arrebatar el juicio por un fenómeno extraño. Porque ¿de qué se trata? Un ligero siseo intermitente, una nada, a la que uno podría, no, no digo que uno podría acostumbrarse a ella, pero sí que se podría, sin intentar por el momento nada, observar durante algún tiempo, es decir, escucharlo ocasionalmente cada tantas horas y registrar pacientemente los resultados, y no, como yo, arrastrar la oreja a lo largo de las paredes, y al menor ruido abrir la tierra, no tanto para encontrar algo en realidad, como para traducir en algo la fiebre interior. Todo esto cambiará ahora, espero. Y por otra parte, tampoco lo espero —como tengo que reconocerlo a ojos cerrados, irritado contra mí mismo—porque la inquietud vibra aún en mí, exactamente como hace horas, y si la prudencia no me contuviera, ya hubiera comenzado a cavar en cualquier sitio, sin preocuparme si se oyera algo o no, absurda, empecinadamente como la misma plaga, que, o cava completamente sin sentido o lo hace porque come tierra. El nuevo y juicioso proyecto me tienta, y por otra parte no me tienta. No hay nada que objetar contra él, yo al menos no encuentro ninguna objeción; debe conducir al éxito, según yo lo veo. Y a pesar de todo, en el fondo, no tengo fe en él, tengo tan poca fe en él que ni siquiera me atemorizan los posibles horrores del resultado, ni siquiera creo en un resultado horroroso; es como si ya a la primera aparición del ruido hubiese pensado en esa excavación metódica, dejándola de lado sólo por no confiar en ella. A pesar de todo, comenzaré desde luego con la excavación, pero no en seguida, aplazaré un poco el trabajo. Cuando el juicio retorne a su equilibrio, entonces lo realizaré; no he de precipitarme. Por cierto, antes hay que subsanar los daños que mi escarbar produce a la obra; costará mucho tiempo, pero es necesario; si la nueva excavación ha de conducir al objetivo, es indudable que resultará larga, y si no conduce a ningún objetivo, entonces será infinita, y de cualquier modo, esta tarea significará una prolongada ausencia de la obra, no tan grave como la transcurrida en el mundo exterior —puedo interrumpir la tarea cuando quiera y visitar la casa, y aun cuando no hiciera esto, me llegaría el aire de la plaza principal y me rodearía durante el trabajo—, pero de todos modos significará alejarse de la obra y exponerse así a un destino incierto, por lo que prefiero dejarlo todo en orden; que no se diga que yo, el que lucha por su tranquilidad, la ha turbado él mismo sin restablecerla en seguida. Con lo cual comienzo a rellenar de tierra los agujeros, trabajo que conozco perfectamente, que he realizado innumerables veces, casi sin tener conciencia de realizar un trabajo y que, especialmente en lo que se refiere al último apisonamiento y alisado —esto no es jactancia, es la simple verdad—, ejecuto en forma insuperable. Esta vez, sin embargo, se me hace difícil, estoy distraído; continuamente, en la mitad del trabajo, aprieto el oído contra la pared, escucho, e indiferente, dejo escapar la tierra recién levantada, que rueda hacia la galería. Apenas si puedo ejecutar los últimos trabajos de embellecimiento, que exigen mayor atención. Quedan desagradables montículos, grietas molestas, sin hablar siquiera de que el no logra restaurarse antiguo vuelo de una pared así remendada. Procuro consolarme pensando que se trata de un trabajo provisional. Cuando regrese y la paz se haya restablecido, lo mejoraré en forma definitiva, todo se podrá hacer en un instante. Sí, en las fábulas todo se realiza en un instante, y este consuelo pertenece también a las fábulas. Mejor sería hacer en seguida una labor perdurable, más útil, que volver a interrumpirla de continuo, deambulando, por las galerías, y establecer nuevas fuentes del ruido, lo que en verdad es muy fácil, porque no exige más que detenerse en cualquier sitio y escuchar. Y todavía hago otros descubrimientos inútiles. A veces me parece que el ruido ha terminado —se producen largos intervalos—, a veces no se oye el siseo, demasiado golpea la propia sangre en el oído, entonces se juntan dos intervalos en uno, y durante un rato se piensa que el siseo ha terminado para siempre. No se escucha más, se salta, toda la vida da un vuelco, es como si se abriera el manantial del cual fluye el silencio de la construcción. Uno se abstiene de comprobar en seguida el descubrimiento, busca a alguien a quien pudiera antes confiar en forma segura, se corre febrilmente para ello hacia la plaza principal, se acuerda uno, ya que, con todo lo que se es, se ha despertado a una nueva vida, que hace mucho que no se ha comido, se arranca cualquier cosa de entre las provisiones casi cubiertas por la tierra, se está tragando todavía mientras regresa al lugar del increíble descubrimiento —uno quiere accesoriamente, tan sólo en forma superficial, mientras come, cerciorarse del suceso—, se escucha, pero la fugaz atención revela en seguida que uno se ha equivocado miserablemente, que el silbido con tina imperturbable en la lejanía. Y se escupe la comida y hasta se quisiera pisotearla y se vuelve al trabajo sin saber siquiera a cuál, en cualquier sitio, donde parece necesario, y de estos lugares hay bastantes, se empieza mecánicamente a hacer algo, como si hubiera venido el capataz y se debiera representar una comedia. Pero apenas se ha trabajado un rato así, puede suceder que se haga un nuevo descubrimiento. El ruido parece haberse hecho más intenso, no mucho como es natural, siempre se trata dé diferencias sutiles, pero es un poco más fuerte de todos modos, en forma claramente audible. Y este crecimiento parece una aproximación, y casi con más claridad que el aumento sonoro, se ve nítidamente el andar que se acerca. Se salta de la pared y, de un vistazo, se trata de abarcar todas las posibilidades que este nuevo descubrimiento traerá como’ consecuencia. Se tiene la sensación de que la obra jamás fue instalada con vistas a la defensa, mejor dicho, se tenía la intención, pero el peligro de ataque y por tanto la preparación de la defensa parecía lejana, o no lejana (¿cómo sería posible?), pero ciertamente de importancia muy inferior: a los preparativos destinados a la vida pacífica, que gozaron así de prioridad en todas las partes de la obra. Mucho podría « haberse hecho en aquel otro sentido, sin modificar el proyecto en lo fundamental, pero se ha omitido de manera incomprensible. He tenido mucha suerte en todos estos años, la suerte me ha mimado, pero la intranquilidad dentro de la dicha no conduce a nada.

Lo que habría que hacer ahora sería revisar minuciosamente la obra, ejecutar un nuevo proyecto y comenzar en seguida con el trabajo, fresco como un joven. Este sería el trabajo necesario, para el cual, dicho sea de paso, es naturalmente demasiado tarde, pero sería el trabajo a realizar, y de ningún modo la excavación de una larga zanja de tanteo que sólo tendría por consecuencia dedicarme con todas mis energías e indefensamente a la búsqueda del peligro, en la estúpida suposición de que éste no supiera aproximarse con suficiente prisa. Y de pronto no comprendo mi plan anterior. En lo que antes era lógico no encuentro ahora la menor lógica, de nuevo abandono el trabajo y dejo de escuchar. No quiero encontrar nuevos argumentos; he hecho demasiados hallazgos. Lo dejo todo. Me conformaría con calmar la lucha interior.

De nuevo dejo que me alejen las galerías, llego a otras cada vez más lejanas, todavía no vistas después de mi regreso, todavía no tocadas por mis zarpas, cuyo silenció se despierta cuando me aproximo y desciende sobre mí; no me entrego, sigo a la carrera, sin saber en realidad qué busco. Probablemente, tan sólo un aplazamiento. Me alejo tanto que llego hasta el laberinto; me tienta aplicar el oído a la capa de musgo: cosas muy lejanas, muy lejanas por el momento, atraen mi interés. Avanzo hasta arriba y escucho. Profundo silencio. ¡Qué agradable! Nadie se ocupa allí de mi obra, cada cual tiene sus asuntos sin relación conmigo. ¿Cómo he conseguido esto? Este sitio junto al musgo es tal vez el único en la construcción en que puedo escuchar tranquilo, durante horas. Una completa inversión de las circunstancias: lo que antes era un lugar de peligro se ha convertido en lugar de paz, la plaza fuerte en cambio ha sido ahora en el ruido del mundo y en sus peligros. Y, lo que es peor aún, en realidad tampoco hay paz; nada ha cambiado, con silencio o sin él, el peligro espera como antes encima del musgo, sólo que me he hecho insensible a él, demasiado ocupado con los zumbidos de mis paredes. ¿Estoy ocupado , con ello? Se intensifica, se acerca; pero yo serpenteo a través del laberinto, me instalo aquí arriba bajo el musgo; casi es como si abandonara mi casa al silbador, conformándome con tener un poco de calma aquí arriba; ¿El silbador? ¿Es que tengo una nueva opinión precisa acerca del origen del ruido? ¿No era ésa mi opinión precisa? Creo no haberme apartado de ella. Y si no en forma directa, al menos indirectamente provendrá de ellas. Y si no hay ninguna relación, entonces no se puede opinar nada concreto hasta encontrar la causa, o hasta que ella aparezca por sí misma. Con presunciones se la podría considerar ahora, se podría, por ejemplo, decir que en algún lugar lejano se ha producido un curso de agua, y que lo que parece siseo o silbido es en realidad murmullo. Pero, aparte de que en esa materia no tengo experiencia —la capa de agua que encontré al principio la he desviado en seguida y no ha vuelto a presentarse, debido a la índole arenosa del suelo—, aparte de eso no es posible confundir siseo con murmullo. Todos los deseos de tranquilidad son inútiles, la imaginación no se detiene, y me aferró a la creencia —es inútil querer negar esto—de que el siseo proviene de un animal, no de muchos y pequeños, sino de uno solo y grande. Claro que hay circunstancias que parecen indicar lo contrario. Por ejemplo, la de que se oiga el ruido en todas partes y con la misma intensidad, tanto de día como de noche. Por cierto, habría que inclinarse más bien por muchos animales pequeños, pero como no los he encontrado durante mis excavaciones, sólo queda la suposición de la existencia del gran animal, máxime teniendo en cuenta que lo que parecería estar en contradicción con esta hipótesis no torna al animal imposible, sino tan sólo inimaginablemente peligroso. Sólo por esto me resisto a admitir su existencia. Pero ahora abandono el autoengaño. Hace mucho que me ronda la idea de que es audible a gran distancia porque cava frenéticamente, porque avanza taladrando la tierra a la velocidad de un paseante que se desplaza por una galería libre; la tierra tiembla cuando él cava, también cuando ya se ha alejado; con la distancia esta vibración se une con el ruido del trabajo mismo, y yo, que oigo sólo estas últimas vibraciones, las percibo con uniformidad en todas partes. Contribuye a ello el hecho de que el animal no avanza hacia mí; por eso no se altera el ruido; hay más bien un plan cuyo sentido no consigo penetrar; sólo supongo que el animal me cerca —sin que ello signifique que conozca mi existencia—, más aún, que ya ha trazado algunos círculos alrededor de la obra desde que lo observo. Me da la naturaleza mucho que pensar del ruido, el siseo o el silbido. Cuando escarbo o araño la tierra es completamente distinto. Sólo consigo explicarme el siseo pensando que la herramienta principal del animal no son sus garras, con las cuales tal vez sólo se ayuda, sino el hocico o la trompa, los que aparte de su enorme potencia han de tener una especie de filo. Probablemente encaja la trompa en la tierra con un sólo golpe violento, arrancando un gran trozo; durante este tiempo yo no oigo nada, ése es el intervalo, pero luego absorbe aire para el golpe siguiente. Esta succión, que debe producir un ruido que hace retemblar la tierra, no sólo por la fuerza del animal, sino también por su prisa, por su frenesí de trabajo, yo lo percibo como un leve siseo. Sigue siendo, sin embargo, por completo incomprensible su capacidad de trabajar interminablemente; tal vez los pequeños intervalos contengan la posibilidad de un brevísimo descanso, porque a un descanso verdadero no ha llegado jamás, cava de día y de noche, siempre con la misma intensidad y energía, con el plan siempre en vista, un plan que hay que cumplir con urgencia y para cuya ejecución posee todas las condiciones. Ciertamente, no había esperado un enemigo tal. Pero aparte de sus peculiaridades, se cumple ahora algo que siempre debí temer, algo contra lo cual siempre debí estar preparado. ¡Se acerca alguien! ¿Cómo durante tanto tiempo todo transcurrió felizmente y en silencio? ¿Quién ha guiado los caminos de los enemigos para que describan los grandes arcos alrededor de mi propiedad? ¿Por qué fui protegido, tanto tiempo para ser espantado ahora de este modo? ¿Qué eran todos los pequeños peligros, en cuya imaginación y estudio pasaba mi tiempo, al lado de este mayúsculo peligro? ¿Esperaba, como propietario de la construcción, tener supremacía sobre cualquier enemigo que se presentara? Precisamente, como propietario de esta obra grande y delicada, estoy inerme frente a cualquier ataque serio. La dicha de poseerla me ha ablandado, la delicadeza de la obra me ha hecho delicado, sus lesiones me duelen como si fueran mías. Justamente esto es lo que debí prever, no pensar tan sólo en mi propia defensa —¡y aun esto con qué ligereza y falta de resultados lo he realizado!—sino en la defensa de la obra. Ante todo debieron haberse tomado disposiciones para que algunas partes de la obra, y en lo posible muchas de ellas, cuando fuesen atacadas, pudiesen ser aisladas de las menos expuestas, con derrumbamientos al instante, y constituidos por masas de tierra tales, y con un aislamiento tal, que el atacante ni siquiera pudiese sospechar que ahí detrás estuviera la verdadera obra. Más aún: estos derrumbamientos debieran ser apropiados, no sólo para ocultar la obra, sino también para sepultar al atacante. No he hecho absolutamente nada para algo semejante; nada, absolutamente nada, ha sucedido en ese sentido; he sido inconsciente como un niño, he pasado mis años adultos en juegos infantiles, hasta con la idea de los peligros he jugado, omitiendo pensar realmente en los verdaderos peligros. Y no me han faltado advertencias.

Desde luego, nada que se acerque en importancia a lo de ahora ha sucedido; pero en las primeras épocas de la construcción hubo algo que se le parecía. La principal diferencia consistía precisamente en que eran las primeras épocas de la construcción… Yo entonces aún trabajaba casi como un pequeño aprendiz en la primera galería —el laberinto sólo estaba proyectado en líneas generales—, ya había vacilado una pequeña plaza, pero sus dimensiones y el tratamiento de las paredes era un fracaso; bien, todo estaba de tal modo en los comienzos que sólo podría valer como ensayo, como algo que, a poco que falle la paciencia, se podría abandonar repentinamente sin la mayor pena. Entonces sucedió que durante uno de mis descansos —siempre hubo en mi vida demasiados intervalos para descansar—, yaciendo entre montones de tierra, que se oye de pronto un ruido a lo lejos. Joven como era, más que atemorizarme, despertó mi curiosidad. Dejé el trabajo y me dediqué a escuchar; continuamente escuchaba, y no corrí a tenderme bajo el musgo para no privarme de escuchar. Al menos escuchaba. Lograba distinguir muy bien que se trataba de un trabajo semejante al mío, aunque sonaba con más debilidad pero no se podía saber en qué grado esta diferencia debía atribuirse a la distancia. Estaba intrigado, pero tranquilo. Quizá —pensé—estoy en una construcción ajena y el dueño cava ahora en mi dirección. Si se hubiera comprobado la exactitud en otra parte, pues nunca he tenido ansias de conquista o de ataque. Pero, ciertamente, yo era todavía joven y todavía no tenía obra, podía permanecer tranquilo. Tampoco el posterior transcurso de los hechos me trajo mayor excitación; interpretarlos era lo que no resultaba fácil. Si el que allí cavaba tendía verdaderamente hacia mí porque me había oído cavar, cuando cambiara su rumbo —como sucedía ahora realmente—no podía determinarse si lo hacía porque mi intervalo de descanso lo privaba de todo punto de referencia para su marcha, o más bien porque él mismo cambiaba de propósitos. También podía ser que yo me hubiese engañado por completo y que él nunca se hubiese dirigido a mí; lo cierto es que el ruido aumentó todavía por un tiempo, como si se acercara; joven como era, no me hubiera desagradado que el cavador surgiese de repente de la tierra, pero no sucedió nada por el estilo, y a partir de determinado momento el ruido comenzó a debilitarse, se hizo cada vez más lejano, como si el cavador se desviase gradualmente de su primitiva dirección, y de pronto todo cesó como si él hubiese optado plenamente por una dirección opuesta y se alejara con decisión. Durante mucho tiempo seguí escuchando el silencio antes de reanudar el trabajo. Por cierto esta advertencia fue bastante clara, pero bien pronto la olvidé, y apenas si se tradujo en alguna modificación de mis proyectos de construcción.

Entre entonces y hoy media mi edad adulta, pero es como si no mediara nada, hoy como entonces hago grandes pausas en mi trabajo, y escucho junto a la pared ¡últimamente el cavador ha cambiado de intención, ha vuelto, regresa de su viaje, cree que me ha dejado suficiente tiempo para disponerme a recibirlo. Pero de mi parte todo está menos dispuesto que entonces; la gran obra yace como entonces inerme; aunque ya no soy un pequeño aprendiz, sino un maestro de obra, las energías que me restan fracasarán en el momento de la decisión; a pesar de mi edad avanzada me parece que quisiera ser más viejo aún, tan viejo que ya no pudiera levantarme de mi lecho bajo el musgo. Porque en realidad no aguanto más, me levanto y corro hacia abajo, hacia la casa, como si aquí, en vez de paz me hubiese llenado sólo de tribulaciones. ¿Cómo quedaron las cosas últimamente? ¿El siseo se ha debilitado? No; ha ganado en fuerzas. Escucho en diez lugares al azar y noto claramente el engaño, el siseo continúa igual, nada ha cambiado. Allí enfrente no se producen cambios, allá ‘sé» está tranquilo, por encima del tiempo; aquí en cambio cada instante sacude al oyente. Y deseando el largo camino hasta la plaza fuerte, todo el contorno me parece excitado, parece mirarme, parece en seguida desviar la vista para no molestarme, y se esfuerza de nuevo para leer en mi gesto las resoluciones salvadoras. Muevo la cabeza; todavía no las tengo. Tampoco voy a la plaza principal para ejecutar allí algún plan. Paso por el lugar en que había querido hacer la zanja de exploración, lo estudio de nuevo, hubiera sido un buen lugar, la zanja habría seguido la dirección en que se hallan la mayoría de los conductos de aire, que me hubieran facilitado el trabajo, tal vez no hubiese tenido que cavar muy fatigosamente, ni siquiera me hubiese visto obligado a cavar hacia el ruido, tal vez hubiese bastado pegar el oído a los conductos. Pero ninguna consideración es capaz de animarme a emprender este trabajo. ¿Esta zanja debe traerme la certidumbre? He llegado a un extremo en que ni siquiera deseo la certidumbre. En la plaza fuerte elijo un buen pedazo de carne roja, 1 sin cuero, y me escondo con él, en un montón de tierra; allí habrá silencio en la medida en que el silencio es todavía posible aquí. Me deleito con la carne; me acuerdo todavía alguna vez del animal desconocido que traza su ruta a distancia, y después pienso que mientras me sea posible debo disfrutar suculentamente de mis provisiones. Esto último es probablemente el único plan a ejecutar. Por lo demás, trato de descifrar el del animal. ¿Está de viaje o trabaja en su propia construcción? Si se halla de viaje, tal vez fuese posible un entendimiento con él. Si realmente irrumpiera hasta mí, entonces podría darle algo de mis provisiones y él seguiría. Sí, seguiría. En mi montón de tierra puedo soñarlo todo, hasta con ciertos acuerdos’ aunque sé con seguridad que no son posibles ya que en el mismo instante en que nos veamos, mejor, cuando nos sospechemos próximos, sin vacilaciones, simultáneamente prepararemos las garras y los dientes uno contra el otro con renovada hambre aunque estemos llenos hasta el hartazgo. Y como siempre en este caso, con pleno derecho: ¿quién,, aunque estuviera de viaje, no alteraría a la vista de la obra, sus proyectos y propósitos? Pero tal vez el animal cava en su propia obra; entonces ni siquiera podría soñar con un acuerdo. Aunque se tratara de un animal extraño y que su obra tolerara vecindades, la mía no las tolera, al menos no las de tipo audible. Ahora el animal parece hallarse a gran distancia; si se alejara un poco más, también desaparecería el ruido, quizá todo volvería a arreglarse, a ser como en los buenos tiempos; todo no dejaría de ser una amarga experiencia, pero beneficiosa; me incitaría a realizar diversas mejoras; cuando tengo paz y el peligro no apremia de manera 1 inmediata, todavía soy capaz de trabajos considerables; quizás el animal renuncie, en vista de las extraordinarias posibilidades que parecen inherentes a su capacidad de trabajo, a la extensión de su obra en dirección a la mía y se resarza de ello en algún otro lado. Pero, como es natural, esto no es alcanzable por negociaciones, sino sólo por la voluntad del animal o por una amenaza que yo pudiese ejercer. En ambos i casos será decisivo establecer si el animal sabe algo acerca; de mí y qué sabe. Cuanto más reflexiono acerca de esto se me figura más improbable que me haya oído; es posible, aunque inimaginable, que tenga noticias mías, pero con toda seguridad que no me ha oído. Mientras no supe nada de él no pudo oírme en absoluto, pues permanecí silencioso —no hay nada más silencioso que el reencuentro con la obra—, luego, cuando hice las excavaciones de exploración, habría podido oírme a pesar de que mi manera de cavar produce poco ruido; y si me hubiera oído yo habría notado algo, porque al menos habría tenido que interrumpirse con frecuencia en su trabajo para escuchar.

…Pero todo permaneció sin alteración…

Franz Kafka: El Reclutamiento.

babyfranzLos reclutamientos de tropas son a menudo necesarios, puesto que las luchas fronterizas no cesan nunca, y se realizan de la siguiente forma: Se publica el mandato de que en tal día, en tal barrio, todos los habitantes, hombres, mujeres, niños, sin excepción, deben permanecer en sus casas. Generalmente es hacia el mediodía cuando aparece en la entrada del barrio, donde una brigada de soldados de infantería y caballería espera ya desde el amanecer, el joven noble que debe practicar el reclutamiento. Es un hombre delgado, no muy alto, débil, de aspecto descuidado, con ojos cansados, la inquietud lo agita constantemente, igual que a un enfermo el escalofrío. Sin mirar a nadie hace con su fusta, que compone todo su armamento, una señal; algunos soldados lo siguen y él penetra en la primera casa. Un soldado, que conoce personalmente a todos los habitantes de este barrio, lee la lista de los ocupantes. Por lo general se encuentran todos allí, en fila en la habitación, los ojos pendientes del noble, como si ya fueran soldados. Pero también puede ocurrir que aquí y allí falte alguno. Entonces nadie se atreve a esgrimir una excusa y menos aún una mentira ; se calla, se bajan los ojos, apenas si se soporta la presión de la orden que se ha desacatado en esta casa, pero la muda presencia del noble inmoviliza sin embargo a todos en sus puestos. El hace una señal, no es siquiera una inclinación de cabeza, sólo se lee en sus ojos, y dos soldados comienzan a buscar al que falta. No da mucho trabajo. Nunca se encuentra fuera de la casa, nunca intenta realmente sustraerse al reclutamiento, sólo es por miedo que no ha venido, pero no por miedo al servicio, es, en realidad, timidez, recelo; la orden es para él formalmente demasiado grande, atemorizante, no puede venir por sus propias fuerzas. Pero por eso no huye, sólo se oculta, y cuando oye que el noble está en la casa, se arrastra fuera de su escondrijo hasta la puerta de la habitación y es inmediatamente cogido por los soldados que salen. Es llevado ante el noble: éste aferra la fusta con ambas manos —es tan débil que con una mano no puede hacer nada— y castiga al hombre. No le produce grandes dolores; deja caer la fusta, mitad por agotamiento, mitad por repugnancia, y el azotado ha de recogerla y entregársela. Entonces se le permite alinearse con los demás; está seguro, casi seguro que no va a ser asentado. Pero también ocurre, y esto es más frecuente, que haya más gente que la que figura en el registro. Por ejemplo, una muchacha desconocida está allí y mira al noble; es de fuera, tal vez de la provincia; el reclutamiento la ha atraído hasta aquí. Hay muchas mujeres que no pueden resistirse a la atracción de uno de estos reclutamientos extraños; el de casa tiene un significado completamente distinto. Y es curioso que no se vea en ello nada reprochable cuando una mujer cede a esta tentación; al contrario, es algo por lo que, según la opinión de algunos, tienen que pasar las mujeres, es una deuda contraída con su sexo. Además siempre sucede de manera parecida. La muchacha o señora oye que en algún sitio, tal vez muy lejos, en casa de unos parientes o amigos, hay un reclutamiento; suplica a sus familiares aprobación para el viaje, se aprueba —esto no se le puede rechazar—, se viste con lo mejor que tiene, está más contenta que de costumbre, al mismo tiempo tranquila y amable, diferente de corno acostumbra a ser, y detrás de toda su calma y amabilidad, se mantiene inaccesible, como una desconocida que viaja a su patria y no piensa ya en otra cosa. En la familia, en la que ha de tener lugar el reclutamiento, es recibida de forma completamente distinta que un huésped normal; la adulan, debe atravesar todas las habitaciones de la casa, asomarse a todas las ventanas, y si alguien le coloca la mano en la cabeza, significa más que la bendición paterna. Cuando la familia se prepara para el reclutamiento, ella recibe el mejor sitio, el más próximo a la puerta, que es donde va a ser mejor vista por el noble y donde ella mejor lo va a ver. Pero sólo es honrada hasta la entrada del noble, a partir de ahí comienza a marchitarse formalmente. El la contempla tan poco como a los otros, e incluso si dirige sus ojos hacia alguno, aquél no se siente mirado. Ella no había esperado esto o, lo que es más, lo había esperado con toda seguridad, puesto que no puede ser de otra manera, pero tampoco era la esperanza de lo contrario lo que la había traído hasta aquí; era, sencillamente, algo que ahora ciertamente ha terminado. Siente vergüenza en una medida que tal vez nuestra mujeres no sienten nunca; no es sino ahora cuando se da cuenta de que se ha entremetido en un reclutamiento extraño, y cuando el soldado termina de leer su lista su nombre no ha aparecido y hay un instante de silencio; ella huye temblando y encogida hasta la puerta y recibe todavía un puñetazo del soldado en la espalda.

Si es un hombre el que sobra, no aspira a otra cosa, tal y como antes, a pesar de no pertenecer a esta casa, que a ser reclutado. También esto es completamente inútil; nunca ha sido reclutado uno de estos sobrantes y nunca sucederá algo semejante

Franz Kafka: La Cuestión de Las Leyes.

0007006914Por lo general nuestras leyes no son conocidas, sino que constituyen un secreto del pequeño grupo aristocrático que nos gobierna. Aunque estamos convencidos de que estas antiguas leyes se cumplen con exactitud, resulta en extremo mortificante el verse regido por leyes para uno desconocidas. No pienso aquí en las diversas posibilidades de interpretación ni en las desventajas de que sólo algunas personas, y no todo el pueblo, puedan participar de su interpretación. Acaso esas desventajas no sean muy grandes. Las leyes son tan antiguas que los siglos han contribuido a su interpretación, pero las licencias posibles sobre la interpretación, aun cuando subsistan todavía, son muy restringidas. Por lo demás la nobleza no tiene evidentemente ningún motivo para dejarse influir en la interpretación por un interés personal en perjudicarnos ya que las leyes fueron establecidas desde sus orígenes por ella misma; la cual se halla fuera de la ley, que, precisamente por eso, parece haberse puesto exclusivamente en sus manos. Esto, naturalmente, encierra una sabiduría —quién duda de la sabiduría .de las antiguas leyes—, pero al propio tiempo nos resulta mortificante, lo cual es probable que sea inevitable.

Por otra parte, estas apariencias de leyes sólo pueden ser en realidad sospechadas. Según la tradición existen y han sido confiadas como secreto a la nobleza; de modo que más que una vieja tradición, digna de crédito por su antigüedad, pues la naturaleza de estas leyes exige también mantener en secreto su existencia. Pero si nosotros, el pueblo, seguimos atentamente la conducta de la nobleza desde los tiempos más remotos y poseemos anotaciones de nuestros antepasados referentes a ello, y las hemos proseguido concienzudamente hasta creer discernir en los hechos múltiples ciertas líneas directrices que permiten sacar conclusiones sobre esta o aquella determinación histórica, y si después de estas deducciones finales cuidadosamente tamizadas y ordenadas procuramos adaptarnos en cierta medida al presente y al futuro, todo aparece ser entonces algo inseguro y quizás un simple juego del entendimiento, pues tal vez esas leyes que aquí tratamos de descifrar no existen. Hay un pequeño partido que sostiene esta opinión y que trata de probar que cuando una ley existe sólo puede rezar: lo que la nobleza hace es ley. Ese partido ve solamente actos arbitrarios en los actos de la nobleza y rechaza la tradición popular, la cual, según su parecer, sólo comporta beneficios casuales e insignificantes, provocando en cambio graves perjuicios al dar al pueblo una seguridad falsa, engañosa y superficial con respecto a los acontecimientos por venir. No puede negarse este daño, pero la gran mayoría de nuestro pueblo ve su razón de ser en el hecho de que la tradición no es ni con mucho suficiente aún, ya que hay todavía mucho que investigar en ella y que, sin duda, su material, por enorme que parezca, es aún demasiado pequeño, por que habrán de transcurrir siglos antes de que se revele como suficiente. Lo confuso de esta visión a los ojos del presente sólo está iluminado por la fe de que habrá de venir el tiempo en que la tradición y su investigación consiguiente resurgirán en cierto modo para poner punto final, que todo será puesto en claro, que la ley sólo pertenecerá al pueblo y la nobleza habrá desaparecido. Esto no lo ha dicho nadie, en modo alguno, con odio hacia la nobleza. Antes bien, debemos odiarnos a nosotros mismos, por no ser dignos aún de tener ley. Y por eso, ese partido, en realidad tan atrayente desde cierto punto de vista y que no cree, en verdad, en ley alguna, no ha aumentado su caudal porque él también reconoce a la nobleza y el derecho a su existencia.

En verdad, esto sólo puede ser expresase con una especie de contradicción: un partido que, junto a la creencia en las leyes, repudiara la nobleza, tendría inmediatamente a todo el pueblo a su lado, pero un partido semejante no puede surgir pues nadie osa repudiar a la nobleza. Vivimos sobre el filo de esta cuchilla. Un escritor lo resumió una vez de la siguiente manera: la única ley, visible y exenta de duda, que nos ha sido impuesta, es la nobleza, ¿y de esta única ley habríamos de privarnos nosotros mismos?

Heinrich Von Kleist: El Adoptado. Cuento

heinrich_von_kleistAntonio Piachi, un acaudalado comerciante de terrenos asentado en Roma, veíase de tanto en tanto obligado por sus negocios a realizar largas travesías. Acostumbraba en tales casos a dejar a Elvira, su joven esposa, al cuidado de los parientes de ésta. Uno de dichos viajes lo condujo en compañía de su hijo Paolo, un muchacho de once años que le diera su primera esposa, a Ragusa. Acababa precisamente de declararse allí una pestilencia que sembraba el terror en la ciudad y sus aledaños. Piachi, a cuyos oídos no había llegado el hecho hasta encontrarse ya de viaje, se detuvo en las inmediaciones de la ciudad para recabar información sobre la naturaleza de aquélla.

Mas al tener noticia de que el mal se hacía día a día más preocupante y se estaba pensando en clausurar las puertas, la inquietud por su hijo se antepuso a todos los intereses mercantiles: tomó caballos y abandonó de nuevo la ciudad. Una vez extramuros advirtió junto a su carruaje a un muchacho que extendía las manos hacia él a modo de súplica y parecía ser presa de gran agitación. Piachi mandó parar y, a la pregunta de qué se le ofrecía, respondió el muchacho en su inocencia que «estaba contagiado y los alguaciles lo perseguían para conducirlo al hospital donde ya habían muerto su padre y su madre; y le rogaba por todos los santos que lo llevara consigo y no lo dejase perecer en la ciudad». Diciendo esto tomó la mano del viejo y la estrechó, cubriéndola de besos y lágrimas. Piachi estuvo a punto, en el primer arranque de espanto, de arrojar al chico lejos de sí; mas en aquel preciso instante, al demudarse éste y caer desvanecido al suelo, movió a compasión al buen anciano: echó pie a tierra con su hijo, metió al muchacho en el coche y prosiguió viaje, por más que no supiera qué diantres hacer con él. Aún andaba en el primer alto tratando con los posaderos sobre el modo y manera en que podría desembarazarse nuevamente del chico cuando, por orden de la policía, la cual algo había husmeado al respecto, fue detenido y, bajo custodia, devueltos él, su hijo y Nicolo, pues así se llamaba el muchacho enfermo, a Ragusa.

Todas las consideraciones por parte de Piachi sobre lo inhumano de tal disposición de nada sirvieron: llegados a Ragusa fueron conducidos en el acto los tres, bajo la vigilancia de un alguacil, al hospital, donde si bien él, Piachi, permaneció sano y Nicolo, el muchacho, se recuperó nuevamente de su mal, su hijo Paolo, con sólo once años, fue empero contagiado por aquél y murió al cabo de tres días. Se abrieron entonces de nuevo las puertas y Piachi, tras haber enterrado a su hijo, obtuvo licencia de la policía para emprender el regreso. Según subía al carruaje embargado por el dolor y, a la vista del asiento que quedaba vacío junto a él, sacaba el pañuelo para dejar correr sus lágrimas, se aproximó Nicolo al coche, gorra en mano, y le deseó un feliz viaje. Piachi se asomó por la portezuela y le preguntó, con la voz quebrada por fuertes sollozos, si quería viajar con él.

El chico, apenas hubo comprendido al anciano, asintió y dijo: «¡Oh, sí! ¡Encantado!», y puesto que los alcaides del hospital, al preguntar el tratante si le estaba permitido al muchacho subir al coche, sonrieron y aseguraron que era hijo de Dios y nadie lo echaría en falta, Piachi, muy conmovido, le ayudó a subir y lo llevó consigo a Roma en lugar de su hijo. Ya en el camino real, ante las puertas de la ciudad, el corredor de terrenos observó por primera vez con atención al muchacho. Era de una rara belleza, algo hierática, sus negros cabellos le caían sobre la frente en sobrios mechones, ensombreciendo un rostro serio y avispado que jamás cambiaba de gesto. El anciano le dirigió varias preguntas, a las cuales respondió empero muy escuetamente: permanecía taciturno y ensimismado, sentado en el rincón aquel, las manos hundidas en los bolsillos de los calzones, y observaba con huidizas miradas pensativas los objetos que pasaban al vuelo ante el coche. De hito en hito, con movimientos reposados y silenciosos, se sacaba un puñado de avellanas del zurrón que llevaba consigo y, mientras Piachi se enjugaba las lágrimas de los ojos, las tomaba entre los dientes y las cascaba.

En Roma lo presentó Piachi, tras una breve relación de lo sucedido, a Elvira, su joven y excelente esposa, que si bien no pudo evitar llorar de corazón al pensar en Paolo, su pequeño hijastro al que mucho había amado, estrechó con todo a Nicolo contra su pecho por más ajeno y rígido que estuviera plantado ante ella, le asignó como lecho la cama en la que aquél había dormido y le hizo obsequio de todas sus ropas. Piachi lo envió a la escuela, donde aprendió a escribir, a leer y a contar y, puesto que de manera fácilmente comprensible había ido tomando al muchacho idéntico cariño como oneroso le había resultado, con el beneplácito de la buena Elvira, la cual no podía esperar descendencia del anciano, lo adoptó ya a las pocas semanas como su propio hijo. Más adelante despidió a un subalterno con quien estaba descontento por algún que otro motivo y, como en su lugar hubiera empleado en la correduría a Nicolo, tuvo la alegría de ver que éste administraba los amplios negocios en que estaba embarcado del modo más diligente y ventajoso. Nada tenía el padre, enemigo jurado de toda mojigatería, que censurar en él salvo el trato con los monjes del monasterio de los Carmelitas, los cuales mostraban gran deferencia al joven por mor de la considerable fortuna que un día había de corres-ponderle como legado del anciano; ni tampoco la madre por su parte, de no ser una inclinación por el sexo femenino que se agitaba en su pecho prematuramente, según se le antojaba a ella.

Pues ya apenas cumplidos quince años, con ocasión de una de dichas visitas a los monjes, había sido presa de la seducción de una tal Xaviera Tartini, barragana de su obispo, y por más que, obligado por la estricta conminación del anciano, hubiera roto con dicho contubernio, tenía sin embargo Elvira algún que otro motivo para creer que su continencia en tan peligroso terreno no era precisamente grande. Mas cuando Nicolo, con veinte años, desposó a Constanza Parquet, una joven y encantadora genovesa sobrina de Elvira que se había educado a su cuidado en Roma, pareció así atajado al menos el último mal en su origen; ambos progenitores estuvieron de acuerdo en su satisfacción con él y, como muestra de ello, le concedieron una magnífica dote, para lo cual dejaron libre una considerable parte de su bella y amplia mansión. En pocas palabras, al alcanzar Piachi los sesenta años hizo lo último y lo máximo que podía hacer por él: le legó ante tribunal, con excepción de un pequeño capital que se reservó para sí, toda la fortuna en que se basaba su comercio de terrenos y se recogió al retiro con su fiel y excelente Elvira, que pocos deseos tenía en este mundo. En el espíritu de Elvira había quedado un mudo rasgo de tristeza a raíz de un conmovedor suceso ocurrido en su infancia.

Philippo Parquet, su padre, un tintorero acomodado de Genova, habitaba una casa que, tal como exigía su oficio, limitaba en su parte posterior directamente con la orilla del mar, cercado por sillares; unas grandes vigas empotradas en el alero, de las que se colgaban los lienzos teñidos, sobresalían varios codos por encima del agua. Cierta vez, una aciaga noche en que la casa se había incendiado y, cual si estuviera construida con pez y azufre, se elevaba el fuego a un tiempo en todas las estancias de las que se componía, iba Elvira, a la sazón de trece años, huyendo espantada por las llamas de una escalera a otra y, sin saber ella misma bien cómo, se encontró encaramada sobre una de aquellas vigas. La pobre niña, oscilando entre el cielo y la tierra, no sabía en absoluto cómo salvarse; detrás suyo la fachada ardiendo, cuyas brasas, azotadas por el viento, ya habían hecho presa en la viga, y debajo el mar, ancho, yermo, aterrador. A punto estaba ya de encomendarse a todos los santos y, eligiendo de entre dos males el menor, de saltar a las aguas, cuando de improviso un joven genovés de la estirpe de los patricios apareció en el vano, arrojó su capa sobre la viga, tomó a la muchacha en sus brazos y, con tanto valor como destreza, descendió con ella resbalando por uno de los paños húmedos que pendían de la viga hasta el mar.

Allí los recogieron las góndolas que flotaban en el puerto y los condujeron, con gran júbilo del pueblo, hasta la orilla; mas el joven héroe, ya al cruzar por dentro de la casa, había sido golpeado en la cabeza por una piedra desprendida de una cornisa y sufrido una herida de gravedad que pronto, privado de sus sentidos, lo derribó a tierra. Su padre el marqués, a cuyo palacio fue conducido, como tardara en restablecerse hizo llamar a médicos de todas las regiones de Italia que lo trepanaron una y otra vez y le extrajeron varios huesos del cerebro; mas por una inescrutable providencia del cielo todos los esfuerzos fueron inútiles: se levantaba sólo raramente de la mano de Elvira, a quien su madre había mandado llamar para que lo cuidara, y al cabo de yacer enfermo tres años en extremo dolorosos, durante los cuales la muchacha no se apartó de su lado, le tendió dulcemente la mano una vez más y expiró. Piachi, que mantenía relaciones comerciales con la casa de este caballero y había conocido allí a Elvira cuando estaba a su cuidado, casándose con ella dos años más tarde, se guardaba mucho de pronunciar delante suyo el nombre de él, o de recordárselo del modo que fuere, pues sabía que afectaba en grado sumo a su bello y sensible ánimo. El menor motivo que le recordara aún sólo remotamente el tiempo en que el joven sufrió y murió por su causa la conmovía siempre hasta las lágrimas, y no había entonces modo de consolarla ni tranquilizarla; se marchaba del lugar donde estuviera y nadie la seguía, pues ya se había comprobado que era inútil cualquier otro remedio que no fuera dejarla llorar su dolor en silencio y soledad hasta el final.

Nadie aparte de Piachi conocía la causa de estos extraños y frecuentes trastornos, pues jamás en toda su vida había salido de sus labios una sola palabra alusiva a aquel acontecimiento. Se acostumbraba a culpar a una hipersensibilidad del sistema nervioso, secuela de unas ardientes fiebres que le habían sobrevenido inmediatamente después de sus desposorios, y poner así fin a cualquier indagación sobre el origen de aquéllos. En cierta ocasión Nicolo, a escondidas y sin conocimiento de su esposa, bajo el pretexto de estar invitado a casa de un amigo, había acudido al carnaval con la tal Xaviera Tartini, con quien no había abandonado nunca los amoríos pese a la prohibición del padre, y regresaba a su casa a altas horas de la noche, cuando ya todos dormían, ataviado con un disfraz de caballero genovés que había elegido al azar. Coincidió que al anciano le había sobrevenido repentinamente una indisposición y Elvira, para asistirle a falta de criada, se había levantado y dirigido al comedor para llevarle una botella de vinagre. Acababa de abrir un armario del rincón y rebuscaba subida al borde de una silla entre vasos y licoreras, cuando Nicolo abrió la puerta sigilosamente y, con una luz que se había prendido en el corredor, atravesó la sala ataviado con sombrero de pluma, capa y espada. Sin malicia alguna ni echar de ver a Elvira, se llegó hasta la puerta que conducía a su aposento y, al tiempo que él se sobresaltaba por encontrarla cerrada con llave, detrás suyo Elvira, percatándose su presencia desde el escabel al que estaba encaramada, cayó como tocada por un rayo invisible sobre el entarimado con las botellas y vasos que sostenía en la mano.

Nicolo, pálido del susto, se dio media vuelta y ya iba a acudir en ayuda de la infeliz mas, como el ruido que ella había causado tenía necesariamente que atraer al anciano, el temor a sufrir una reprimenda de éste se sobrepuso a todas las restantes consideraciones: en la turbación del apresuramiento arrebató de su cintura un manojo de llaves que llevaba consigo y, habiendo encontrado una que servía, arrojó el manojo de nuevo a la sala y desapareció. Poco después, cuando Piachi, tras saltar de la cama enfermo como estaba, la había levantado del suelo y asimismo habían aparecido con luz criados y doncellas alertados por la campanilla, acudió también Nicolo vestido con su camisa de dormir y preguntó qué había sucedido; mas al verse Elvira, rígida de terror como estaba su lengua, incapaz de hablar y aparte de ella sólo él mismo pudiera dar respuesta a tal pregunta, quedaron pues las circunstancias del asunto envueltas en un eterno secreto; condujeron a Elvira a su cama, temblándole todos los miembros, donde permaneció durante varios días presa de una violenta fiebre; se repuso sin embargo del contratiempo gracias a la fuerza natural de su salud y, aparte de una extraña melancolía que le quedó, se restableció casi por completo.

Transcurrió así un año hasta que Constanza, la esposa de Nicolo, dio a luz y murió de sobreparto junto con el hijo que había alumbrado. Este suceso, lamentable en sí mismo por haberse perdido un ser virtuoso y delicado, lo fue doblemente al abrir las puertas de par en par a las dos pasiones de Nicolo, su beatería y su inclinación por las mujeres. Volvió a camandulear días enteros en las celdas de los monjes carmelitas con el pretexto de consolarse, por más que se supiera cuán escaso amor y fidelidad había profesado a su esposa en vida. En efecto, no yacía aún Constanza bajo tierra cuando Elvira, ya a última hora, entró en la alcoba de él ocupada en los preparativos del inminente entierro, encontrando allí a una muchacha arremangada y pintada a la que demasiado conocía como la criada de Xaviera Tartini. Ante tal escena bajó Elvira los ojos, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó la habitación; ni Piachi ni nadie más supo una palabra de aquel suceso; se conformó con arrodillarse junto al cadáver de Constanza, que mucho había amado a Nicolo, y llorar con el corazón afligido. Quiso sin embargo el azar que Piachi, a su regreso de la ciudad, se tropezara al entrar en su casa con la muchacha y, comprendiendo bien lo que había venido a hacer, arremetió contra ella enérgicamente y mitad con ardides, mitad por la fuerza le arrebató la carta que llevaba consigo. Subió a su habitación para leerla y se encontró con lo que había previsto: Nicolo rogaba encarecidamente a Xaviera que le hiciera la merced de indicar lugar y hora para la cita que él tanto anhelaba. Piachi tomó asiento y respondió, con letra fingida, en nombre de Xaviera:

«Ahora mismo, aún antes del anochecer, en la iglesia de la Magdalena», lacró esta nota con un sello diferente del suyo y mandó que lo entregaran en la habitación de Nicolo cual si procediera de la dama. El ardid funcionó a la perfección: Nicolo tomó en el acto su capa y, olvidado de Constanza, que yacía expuesta en la capilla ardiente, abandonó la casa. En vista de ello Piachi, profundamente humillado, anuló el solemne sepelio fijado para el día siguiente, mandó que los porteadores levantaran el cadáver tal como estaba y le dieran sepultura en total recogimiento, acompañado únicamente por Elvira, él mismo y algunos parientes, en la cripta de la iglesia de la Magdalena dispuesta para acogerlo. Nicolo, quien esperaba envuelto en su capa bajo el atrio de la iglesia y para su asombro vio aproximarse un cortejo fúnebre demasiado bien conocido, preguntó al anciano, que seguía al féretro, «¿qué significaba aquello y a quién llevaban?». Mas éste, con el devocionario en la mano, contestó tan sólo sin alzar siquiera la testa: «A Xaviera Tartini» —tras lo cual el cadáver, cual si Nicolo no estuviera presente, fue descubierto de nuevo, bendecido por los presentes, y a continuación descendido y cerrado en la cripta. Este suceso, que lo avergonzó profundamente, despertó en el pecho del infeliz un acendrado odio hacia Elvira, pues a ella creía tener que agradecerle el público oprobio por parte del anciano.

Varios días estuvo Piachi sin dirigirle la palabra, mas como a causa del legado de Constanza precisara de su aquiescencia y su favor, viose pese a todo en la necesidad de tomar una noche la diestra del anciano y jurar solemnemente, con gesto contrito, la ruptura inmediata y para siempre jamás con Xaviera. Bien lejos estaba empero de su ánimo mantener tal promesa; antes bien, la oposición que se le presentaba no logró salvo enconar su obstinación y hacerlo diestro en el arte de esquivar la atención del probo anciano. A más de ello, nunca había encontrado a Elvira tan hermosa como en el instante en que, para su anonadamiento, abrió la habitación donde se encontraba la muchacha y la cerró de nuevo. La indignación que con suave brasa se encendiera en sus mejillas derramó un infinito encanto sobre su dulce rostro, sólo raramente alterado por las emociones; le resultaba increíble que, con tantas tentaciones como existían, no se aventurara ella misma de tanto en tanto en aquel camino por gozar de cuyas flores acababa de castigarlo tan ignominiosamente. Ardía en ansias de rendirle, de ser éste el caso, idéntico servicio ante el anciano que ella a él, y nada anhelaba ni buscaba más que la ocasión de llevar a cabo tal propósito. Cierto día, a una hora a la que precisamente Piachi estaba fuera de casa, pasó ante la habitación de Elvira y, para su extrañeza, oyó que dentro hablaban.

Atravesado por apresuradas y aviesas esperanzas se inclinó con ojos y oídos hacía la cerradura y —¡cielos! ¿qué vio? Allí yacía ella, en actitud extática, a los pies de alguien, y aun no logrando reconocer a la persona, pudo escuchar con toda claridad, pronunciada con el mismísimo acento del amor, la palabra susurrada: «Colino». Palpitándole el corazón se acomodó en el quicio de la ventana del corredor, desde donde podía observar la entrada de la alcoba sin traicionar su intención; y ya creía llegado, al oír elevarse quedamente un sonido del cerrojo, el inefable instante en que podría desenmascarar a la hipócrita, cuando en lugar del desconocido que él esperaba salió del cuarto la propia Elvira, sin acompañamiento alguno, lanzándole a distancia una mirada absolutamente indiferente y tranquila. Llevaba bajo el brazo una pieza de paño tejido por ella misma; y luego que hubo cerrado el aposento con una llave que tomó de su cintura, descendió con el mayor sosiego escaleras abajo, apoyando la mano en la barandilla. Aquella simulación, aquella aparente indiferencia se le antojaron el colmo del descaro y la perfidia, y apenas había ella desaparecido de su vista cuando ya corrió a buscar una llave maestra y, tras atisbar brevemente en torno con miradas furtivas, abrió a hurtadillas la puerta de la estancia. Mas cuál no sería su sorpresa al encontrarlo todo vacío y no descubrir escudriñando en los cuatro rincones nada que se asemejara siquiera a un ser humano: excepto el retrato de un joven caballero en tamaño natural, colocado en un nicho de la pared tras una cortina de seda carmesí e iluminado por una luz especial.

Nicolo se asustó sin saber él mismo por qué, y frente a los grandes ojos del retrato que lo miraba fijamente atravesaron su pecho mil pensamientos: mas aún antes de haberlos reunido y ordenado lo sobrecogió ya el temor a ser descubierto y castigado por Elvira; con no poca confusión cerró de nuevo la puerta y se alejó. Cuanto más meditaba sobre este extraño suceso, tanta mayor importancia cobraba para él aquel retrato que había descubierto y tanto más penosa y abrasadora se volvía su curiosidad por saber de quién se trataba. Y es que había visto su entera silueta tendida de hinojos cuán larga era, y quedaba sencillamente fuera de toda duda que ello había sucedido ante la figura del joven caballero del lienzo. Presa de gran desasosiego fue a ver a Xaviera Tartini y le contó el extraordinario acontecimiento que había presenciado. Ésta, que coincidía con él en el interés de hundir a Elvira por provenir de ella todas las dificultades que encontraban para sus relaciones, expresó el deseo de ver el retrato de su alcoba. Pues podía jactarse de amplio conocimiento entre la nobleza de Italia y, en caso de que aquel de quien allí se trataba hubiera estado en alguna ocasión en Roma y fuese de alguna importancia, tenía motivos para esperar conocerlo.

Pronto coincidió que el matrimonio Piachi viajó cierto domingo a la finca para visitar a un pariente, y no bien supo de este modo Nicolo el campo libre cuando ya se apresuró a ir a buscar a Xaviera y la introdujo en la habitación de Elvira como a una dama desconocida, so pretexto de ver pinturas y bordados, junto con una hijita que tenía del cardenal. Mas cuál no sería la consternación de Nicolo al exclamar la pequeña Clara (pues así se llamaba la hija), apenas hubo levantado la cortina: «¡Dios mío de mi vida! Signor Nicolo, ¿quién otro ha de ser que vos?» —Xaviera enmudeció. El retrato, en efecto, cuanto más lo miraba, mostraba un ostensible parecido con él: máxime si, como le era perfectamente posible, lo recordaba con el atuendo de caballero que unos meses antes había lucido a escondidas en su compañía durante el carnaval. Nicolo intentó alejar con un chascarrillo el repentino rubor que se derramó sobre sus mejillas; dijo, besando a la pequeña: «¡Verdaderamente, queridísima Clara, el retrato se parece a mí como tú al que se cree tu padre!» —Mas Xaviera, en cuyo pecho había empezado a agitarse el amargo sentimiento de los celos, le lanzó una mirada; plantándose ante el espejo dijo que en último término era indiferente de qué persona se tratara; se despidió con notoria frialdad y abandonó la estancia. Nicolo, tan pronto hubo marchado Xaviera, se vio poseído por la más viva euforia debido al incidente. Recordaba exultante de qué modo tan extraño y vehemente había conmocionado a Elvira su fantástica aparición de aquella noche. La idea de haber despertado la pasión de aquella mujer, ejemplo vivo de virtud, lo halagaba casi tanto como el deseo de vengarse de ella; y puesto que se le ofrecía la perspectiva de satisfacer de un mismo golpe ambos apetitos, tanto el uno como el otro, aguardó con gran impaciencia el regreso de Elvira y la hora en que una mirada en sus ojos coronaría su vacilante certidumbre.

Nada lo estorbaba en el desvarío que de él se había apoderado, a no ser el recuerdo indudable de que Elvira, aquel día en que la espiara por el ojo de la cerradura, había dado al retrato ante el cual estaba arrodillada el nombre de Colino; mas incluso en el sonido de aquel nombre, no precisamente muy usual en la región, algo había que, sin saber por qué, mecía su corazón en dulces sueños; y en la disyuntiva de desconfiar de uno de ambos sentidos, su vista o su oído, se inclinaba como es natural por la más halagüeña para sus apetitos. Entretanto no regresó Elvira del campo hasta pasados varios días, y lo hizo trayendo consigo de la casa del primo al que había visitado a una joven pariente que deseaba conocer Roma, de modo que, ocupada como estaba en finezas para con ésta, lanzó a Nicolo, quien la ayudó a descender del coche con gran amabilidad, tan sólo una fugaz e insignificante mirada. Transcurrieron varias semanas, dedicadas a la huésped a quien se agasajaba, en una inquietud inhabitual para la casa; se visitó, dentro y fuera de la ciudad, cuanto podría resultar curioso para una muchacha joven y llena de vida como ella; y Nicolo, al no estar invitado a todas estas pequeñas excursiones a causa de sus asuntos en la contaduría, recayó otra vez en el peor humor respecto a Elvira.

Empezó a rememorar, con las más amargas y torturadoras sensaciones, al desconocido que ésta idolatraba en secreta entrega; y muy especialmente desgarraba tal sentimiento su depravado corazón en el transcurso de la velada, larga y ansiosamente aguardada, en que partió aquella joven pariente, pues Elvira, en lugar de hablar entonces con él, permaneció sentada durante una hora entera a la mesa del comedor, en silencio, ocupada en una pequeña labor femenina. Coincidió que Piachi, pocos días antes, había preguntado por una cajita de letras de marfil con ayuda de las cuales había sido instruido Nicolo en su infancia y que ahora al anciano, puesto que nadie la necesitaba ya, se le había ocurrido regalar a un niño de la vecindad. La sirvienta a quien se había encargado buscarlas entre otros muchos trastos viejos no había encontrado entretanto más que las seis que formaban el nombre de Nicolo; probablemente porque las demás, debido a su menor relación con el muchacho, habían recibido menos atención y se habían perdido en la ocasión que fuere.

Mas al tomar entonces Nicolo en su mano los caracteres, que llevaban ya varios días sobre la mesa, y juguetear con ellos mientras rumiaba lúgubres pensamientos, apoyado con el brazo en el tablero, descubrió —ciertamente por azar, pues se asombró tanto como nunca antes en su vida— la combinación que formaba el nombre de Colino. Nicolo, que desconocía tal propiedad logogrífica de su nombre, sacudido de nuevo por delirantes esperanzas lanzó de soslayo una mirada incierta y furtiva a Elvira, sentada junto a él. La coincidencia existente entre ambas palabras se le antojaba más que un mero azar; sopesó, con contenida alegría, el alcance de tan extraño hallazgo y, tras retirar las manos de la mesa, latiéndole el corazón con fuerza, acechó el instante en que Elvira levantaría los ojos y descubriría el nombre que quedaba a la vista. La expectación que lo dominaba no lo engañó en absoluto; pues no bien hubo advertido Elvira en un momento de descanso la disposición de las letras y, por ser algo corta de vista, se inclinó candida y despreocupada para acercarse a leerlas, cuando ya sobrevoló con una mirada extrañamente angustiada el semblante de Nicolo, quien contemplaba todo con aparente indiferencia, retomó su trabajo con una melancolía imposible de describir y, creyéndose inadvertida, dejó caer sobre su regazo, con un leve rubor, una lágrima tras otra.

Nicolo, que observaba de reojo todas estas emociones internas, no dudaba ya en absoluto que dicha transposición de las letras escondía tan sólo su propio nombre. La vio mezclar de pronto suavemente los caracteres, y sus desbocadas esperanzas alcanzaron el colmo de la certidumbre cuando ella se levantó, guardó su labor y desapareció en su dormitorio. A punto estaba ya de ponerse en pie y seguirla cuando entró Piachi y, a la pregunta de dónde se encontraba Elvira, recibió por respuesta de una criada «que no se sentía bien y se había echado en la cama». Piachi, sin mostrar excesiva consternación, dio media vuelta y fue a ver cómo estaba; y al regresar un cuarto de hora más tarde con la noticia de que no acudiría a la mesa y no decir una palabra más sobre el asunto, creyó entonces Nicolo haber dado con la clave de todos los enigmáticos incidentes de tal índole que había presenciado. A la mañana siguiente, ocupado como estaba en su infame gozo meditando el beneficio que esperaba sacar de tal descubrimiento, recibió una esquela de Xaviera en la que le rogaba que fuera a verla por tener que revelarle algo concerniente a Elvira que sería de su interés.

Estaba Xaviera, a través del obispo que la mantenía, en estrechísima relación con los monjes del monasterio de los Carmelitas; y puesto que la madre de Nicolo acudía allí a confesar, no dudaba él que le hubiera sido posible obtener información sobre la secreta historia de sus afectos que confirmara sus esperanzas contra natura. Mas de qué modo tan ingrato, tras un saludo extraño y zumbón de Xaviera, fue sacado de su error cuando, sonriendo, le hizo sentarse sobre el diván en que ella estaba y le dijo que sólo tenía que revelarle que el objeto del amor de Elvira era, desde hacía ya doce años, un muerto que dormía en la tumba. —Aloysius, marqués de Montferrat, al cual un tío de París en cuya casa se había educado diera el sobrenombre de «Collin», más tarde transformado en Italia chuscamente en «Colino», era el original del retrato que había descubierto en el nicho, tras una cortina de seda carmesí, en la alcoba de Elvira; el joven caballero geno-vés que tan noblemente la había salvado en su infancia del fuego y que había muerto a causa de las heridas sufridas en tal empresa. —Añadió que sólo le rogaba no hacer ningún otro uso de tal secreto, ya que le había sido confiado en el monasterio de los Carmelitas bajo el sello de la confidencialidad más extrema por una persona que en realidad no tenía derecho a disponer de él. Nicolo aseguró, alternándose en su semblante palidez y sonrojo, que nada había de temer; e incapaz por completo como era de ocultar frente a las picaras miradas de Xaviera cuán corrido quedaba tras semejante revelación, alegó que lo reclamaba un asunto, contrayendo el labio superior en una fea mueca tomó su sombrero, se despidió y marchó.

Vergüenza, lascivia y venganza se aunaron entonces para urdir el acto más abyecto jamás cometido. Bien entendía que al alma pura de Elvira sólo se podía acceder mediante una añagaza; y apenas Piachi, que marchó a la quinta por unos días, le hubo dejado el campo libre, ya se aprestó a llevar a cabo el satánico plan que había ideado. Se procuró otra vez exactamente el mismo traje con el cual meses atrás, regresando por la noche del carnaval a escondidas, había aparecido ante ella; y tras vestirse capa, coleto y sombrero de pluma de hechura genovesa justo como los llevaba el retrato, se deslizó furtivamente, poco antes de la hora de dormir, en la alcoba de Elvira, colgó un paño negro sobre el cuadro que se encontraba en el nicho y esperó, bastón en mano, enteramente en la postura del joven patricio retratado, su adoración. Había calculado muy acertadamente con la agudeza de su inicua pasión; pues Elvira, quien entró poco después, tras desvestirse en silencio y tranquila, apenas descorrió como solía la cortina de seda que cubría el nicho y lo descubrió cuando ya gritó: «¡Colino! ¡Amado mío!», desplomándose sin sentido sobre el entarimado. Nicolo salió del nicho; permaneció un instante absorto en la contemplación de sus encantos, y observó su delicado semblante que palidecía de pronto bajo el beso de la muerte: mas no habiendo sin embargo tiempo que perder la alzó sin más dilación en sus brazos y la condujo, arrancando el paño negro del cuadro, hasta la cama que se encontraba en el rincón del dormitorio. Acto seguido fue a echar el cerrojo a la puerta, encontrándola ya cerrada con llave; y con la certeza de que incluso cuando le volvieran sus perturbados sentidos ella no ofrecería resistencia a su fantástica y aparentemente sobrenatural aparición, volvió entonces al lecho, afanado en despertarla con ardientes besos sobre el pecho y los labios.

Pero Némesis, que sigue de cerca al crimen, quiso que Piachi, al cual el miserable creía alejado para varios días, hubiera de regresar inesperadamente en ese preciso momento a su hogar; muy quedo, pues creía a Elvira ya dormida, se aproximó sigilosamente por el corredor y mediante la llave que siempre llevaba consigo logró entrar de improviso, sin que ruido alguno lo hubiera anunciado, en la alcoba. Nicolo se puso en pie como tocado por el rayo; como en modo alguno se pudiera encubrir su bellaquería se arrojó a los pies del anciano e imploró su perdón, asegurando que jamás volvería a poner los ojos en su esposa. Y en efecto se inclinaba también el anciano por zanjar el asunto sin alharacas; mudo como lo habían dejado algunas palabras de Elvira, la cual había vuelto en sí rodeada por sus brazos con una pavorosa mirada sobre el miserable, tomó simplemente, corriendo las cortinas de la cama sobre la que ella reposaba, el látigo de la pared, abrió la puerta y le mostró el camino que había de seguir en el acto. Mas éste, digno por completo de un Tartufo, no bien comprendió que por esta vía nada había de conseguir, súbitamente se alzó del suelo y declaró que «era él, el anciano, a quien correspondía abandonar la casa, puesto que documentos de total validez lo convertían a él en dueño y señor y sabría hacer valer sus derechos frente a quien fuese». —Piachi no daba crédito a sus oídos; como desarmado por tan inaudita osadía soltó el látigo, tomó sombrero y bastón, se encaminó en el acto a casa de su viejo amigo jurista, el Dr. Valerio, tocó la campanilla hasta que abrió una criada y según llegaba a la habitación de éste se desplomó sin sentido junto a su cama aún antes de haber logrado formular una sola palabra. El doctor, que lo acogió en su casa a él y más tarde también a Elvira, se apresuró sin demora a la mañana siguiente a realizar las diligencias encaminadas a detener al infernal villano, el cual tenía alguna ventaja a su favor; mas mientras Piachi tocaba sus impotentes resortes para desalojarlo de las posesiones que un día le fueran concedidas, ya volaba él con una escritura notarial sobre la completa totalidad de aquéllas al monasterio de los Carmelitas, sus amigos, exhortándolos a protegerlo contra el viejo demente que pretendía expulsarlo de allí.

En suma, como consintiera en casarse con Xaviera, de la que deseaba verse libre el obispo, venció la maldad y el gobierno promulgó a instancias de este eclesiástico un decreto mediante el cual se confirmaba a Nicolo en la posesión y a Piachi se le prescribía que no lo importunara al respecto. Piachi acababa precisamente días antes de enterrar a la infeliz Elvira, quien había fallecido a consecuencia de unas ardientes fiebres causadas por dicho suceso. Exasperado por aquel doble dolor se llegó, decreto en mano, a la casa, y con la fuerza que le prestó la furia derribó a Nicolo, más débil por naturaleza, y le aplastó los sesos contra la pared. Quienes estaban en la casa no se percataron de su presencia hasta después de sucedido el hecho; lo encontraron sujetando aún a Nicolo entre las rodillas y embutiéndole el decreto en la boca. Hecho esto se puso en pie y entregó todas sus armas; fue conducido a prisión, interrogado y condenado a morir en la horca. En el estado eclesiástico rige una ley según la cual no se puede dar muerte a ningún reo antes de que haya sido absuelto de sus pecados. Piachi, cuando se rompió sobre su cabeza la vara de la justicia, se negó obstinadamente a recibir la absolución.

Tras haber en vano intentado todo cuanto la religión tiene a su alcance para hacerle comprender la punibilidad de su acto, se esperaba llevarlo a sentir arrepentimiento a la vista de la muerte que lo esperaba y fue conducido al patíbulo. Allí había un sacerdote que le describió, con el aliento de la postrer trompeta, todos los horrores del infierno al que estaba a punto de descender su alma; allá otro con el cuerpo del Señor en la mano, el santo medio de expiación, ponderándole las moradas de la paz eterna. —«¿Quieres participar en el consuelo de la redención?», le preguntaron ambos. «¿Quieres recibir la Eucaristía?» —«No», respondió Piachi. —«¿Por qué no?» —«No quiero salvarme. Quiero bajar al más profundo abismo del infierno. ¡Quiero volver a encontrar a Ni coló, que no estará en el cielo, y continuar allí mi venganza que sólo pude satisfacer a medias!» —Y diciendo esto subió a la escalera y exigió al verdugo que hiciera su trabajo. En resumidas cuentas, se vieron obligados a suspender la ejecución y a conducir de nuevo a prisión al desdichado que la ley protegía. Tres días consecutivos se hicieron las mismas tentativas y siempre con idéntico resultado.

Cuando al tercer día tuvo que descender nuevamente de la escalera sin que le pusieran la soga al cuello, alzó las manos al cielo con furibundo ademán, maldiciendo la inhumana ley que no quería dejarle ir al infierno. Conjuró a todas las huestes demoníacas a subir a buscarlo, juró y perjuró que su único deseo era ser ejecutado y condenado y aseguró que «¡se lanzaría al cuello del primer sacerdote que se le pusiera a tiro con tal de volver a echar mano a Nicolo en el infierno!». Cuando se comunicó esto al Papa, ordenó que fuera ejecutado sin absolución; no lo acompañó sacerdote alguno, en absoluto silencio se le ahorcó en la Plaza del Popolo.

Ryunosuke Akutagawa: La nariz. Cuento

akutawagaNo hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, que le cae desde el centro de la cara.

Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote «que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste» le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.

Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas: la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo, pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.

La gente del pueblo opinaba que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación. Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su orgullo mal herido.

En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría, además, que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y, suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.

En el templo de lke-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo de su enorme nariz y se le veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor.

Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sãriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nãgãrjuna, el conocido filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese tratado de la nariz.

Pero no es de extrañar que, a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.

Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyoto, reveló que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu, dando a entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien, por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió.

El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde hizo a Naigu introducir su nariz en el orificio. La nariz no experimentó ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el discípulo:

-Creo que ya ha hervido.

Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:

-¿No te duele? ¿Sabes?… el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero, ¿no te duele?

En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la picazón en el lugar exacto.

Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz. Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: «El médico dijo que había que sacar los granos con una pinza».

Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.

Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:

-Tendrás que hervirla de nuevo.

La segunda vez comprobaron que se había acortado mucho más que antes. Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente, enrojecida a consecuencia del pisoteo.

«En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz». El rostro reflejado en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu.

Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras.

Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido samurai que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas le había hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era «diferente» al de antes, cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso…

«Pero si antes no se reían tan abiertamente…» Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de Samantabliadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando como «aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado». Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para responder a este problema.

En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.

Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo, gritando: «La nariz, te pegaré en la nariz».

Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cidra al ayudante. Era la misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.

Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz.

Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano la notó algo hinchada e incluso afiebrada.

-Debo haber enfermado por el tratamiento.

En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas manos. A la mañana. siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la galería que daba al jardín y aspiró profundamente.

En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción.

-Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.

Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la brisa matinal del otoño.

Mario Vargas Llosa: El desafío. Cuento

Mario-Vargas-LlosaEstábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del «Río Bar» apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.

– ¿Qué pasa? – preguntó León.

Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.

– Me muero de sed.

Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.

– Justo va a pelear esta noche – dijo, con una voz rara.

Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.

– Me encargó que les avisara – agregó Leoniidas. – Quiere que vayan.

Finalmente, Briceño preguntó:

– ¿Cómo fue?

– Se encontraron esta tarde en Catacaos. – Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. – Ya se imaginan lo demás…

– Bueno – dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.

– Si – repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.

Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del «Río Bar» pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.

– Son casi las nueve – dijo León.- Mejor noos vamos.

Salimos.

– Bueno, muchachos – dijo Leonidas. – Graciias por la cerveza.

– ¿Va a ser en «La Balsa», ¿no? – preguntó Briceño.

– Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.

El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.

– El Cojo lo va a matar – dijo, de pronto, Briceño.

– Cállate – dijo León.

– Nos separamos en la esquina de la iglesiaa. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.

– ¿Otra vez a la calle? – dijo ella.

– Sí. Tengo que arreglar un asunto.

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.

– Tienes que levantarte temprano – insistió ella – ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?

– No te preocupes – dije. – Regreso en unos minutos.

Caminé de vuelta hacia el «Río Bar» y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.

– ¿Es cierto lo de la pelea?

– Sí. Va ser en la «Balsa». Mejor te callas.

– No necesito que me adviertas – dijo. – Loo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.

– El Cojo es un asco de hombre.

– Era tu amigo antes… – comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.

Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.

– ¿Quieres que yo vaya? – me preguntó.

– No. Con nosotros basta, gracias.

– Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. – Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. – Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.

– Hubiera querido verlo al Cojo – dije. – Cuando está furioso su cara es muy chistosa.

Moisés se río.

– Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, eeste tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.

Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del «Río Bar» vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).

– Acabo de llegar – dijo. – ¿Qué es de los otros?

– Ya vienen. Deben estar en camino.

Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.

– ¿Cómo fue lo de esta tarde?

Encogió los hombros e hizo un ademán vago.

– Nos encontramos en el «Carro Hundido». Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.

– ¿Eres muy hombre? – gritó el Cojo.

– Más que tú – gritó Justo.

– Quietos, bestias – decía el cura.

– ¿En «La Balsa» esta noche entonces? – gritó el Cojo.

– Bueno – dijo Justo. – Eso fue todo.

La gente que estaba en el «Río Bar» había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.

– He traído esto – dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.

– Son iguales – dijo. – Me quedaré con la mía, nomás.

Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.

No tengo hora – dijo Justo – Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.

A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.

– Hermanito – dijo León – Usted lo va a hacer trizas.

– De eso ni hablar – dijo Briceño. – El Cojo no tiene nada que hacer contigo.

Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.

– Bajemos por aquí – dijo León – Es más corto.

– No – dijo Justo. – Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.

Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.

– Hay muchas nubes – dijo; – la luna no va a servir de mucho esta noche.

– Haremos fogatas – dijo Justo.

– ¿Estas loco? – dije. – ¿Quieres que venga la policía?

– Se puede arreglar – dijo Briceño sin convicción.-

Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.

Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.

– Ahí está «La Balsa» – dijo León.

En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cause.

Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, «La Balsa» se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de «La Balsa», pero así lo designaban todos.

– Ellos ya están ahí – dijo León.

Nos detuvimos a unos cinco metros de «La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.

– Anda tú – dijo Justo.

Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.

– ¡Quieto! – gritó alguien. – ¿Quién es?

– Julián – grité – Julián Huertas. ¿Están ciegos?

A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.

– Ya nos íbamos – dijo. – Pensábamos que Juustito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.

– Quiero entenderme con un hombre – grité, sin responderle – No con este muñeco.

– ¿Eres muy valiente? – preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.

– ¡Silencio! – dijo el Cojo. Se habían aprooximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.

– ¿Por qué has traído a Leonidas? – dijo el Cojo, con voz ronca.

– ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?

El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.

– ¡Qué pasa conmigo! – dijo. Mirando al Cojo fijamente. – No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.

El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.

– No se meta, viejo – dijo el cojo amablemeente. – No voy a pelearme con usted.

– No creas que estoy tan viejo – dijo Leonidas. – He revolcado a muchos que eran mejores que tú.

– Está bien, viejo – dijo el Cojo. – Le creo. – Se dirigió a mí: – ¿Están listos?

– Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.

El Cojo se rió.

– Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.

Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.

– ¿Tienes fósforos, viejo?

Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.

– Está bien – dije.

– Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.

– ¿Quién le dijo a usted que viniera? – preguntó Justo, severamente.

– Nadie me dijo. – afirmó Leonidas, en voz alta. – Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?

Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.

– Perdón – dije, palpando la arena en busca de la navaja. – Se me escapó. Aquí está.

Las gracias se te van a quitar pronto – dijo Chunga.

Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia «La Balsa». Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.

– ¡Listos! – exclamó una voz, del otro ladoo.

– ¡Listos! – grité yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a «La Balsa» hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.

– No te le acerques ni un momento. – El vieejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. – Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme… Ya, vaya, pórtese como un hombre…

Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.

Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos.

Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.

– Ya está – murmuró Briceño. – lo rasgó.

– En el hombro – dijo Leonidas. – Pero apennas.

Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. «No te acerques tanto». Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. «¡Sal de ahí!», dijo Leonidas muy despacio. «¿Por qué demonios peleas tan cerca?». Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo.

Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.

Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.

Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. «Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta». Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.

En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. «Vamos», dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.

– ¡Julián! – grito el Cojo. – ¡Dile que se rinda!

Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: – ¡Don Leonidas!

– gritó de nuevo con acento furioso e implorante. – ¡Dígale que se rinda!

– ¡Calla y pelea! – bramó Leonidas, sin vacilar.

Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar.

Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. – No llore, viejo – dijo León. – No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.

Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.

A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.

– ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?

– Sí – dijo el viejo, precipitadamente, commo si no hubiera escuchado lo que le decía.

Richard Ford: Carreras de galgos. Cuento

richard fordMi mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.

Era la víspera del día de Acción de Gracias, y a lo largo de toda la semana había habido vehículos de cazadores aparcados ante la verja: furgonetas y un par de viejos Chevys —la mayoría con matrículas de otros estados— vacíos durante todo el santo día. De cuando en cuando, de pie junto a su coche, dos hombres tomaban café y charlaban. No les había prestado la más mínima atención. Gainsborough, mi casero —estaba pensando seriamente en irme sin pagarle el alquiler—, me había dicho que no me enemistase con ellos, que les dejase cazar a menos que disparasen cerca de la casa; en tal caso debía llamar a la policía del estado y dejar que fuera ella quien tomara las medidas oportunas. Nadie había disparado en las cercanías de la casa, aunque había oído disparos allá atrás en el bosque, y visto cómo uno de los Chevys salía de él todo gas con un ciervo en la baca, pero pensé que no había motivo para preocuparse.

Quería marcharme antes de que llegaran las nieves, y antes de que empezaran a llegar las facturas de la electricidad. Mi mujer había vendido el coche antes de fugarse, así que no iba a resultarme fácil arreglar mis asuntos. Aunque la verdad es que tampoco había podido dedicarles mucho tiempo.

Minutos después de las diez de la mañana llamaron a la puerta. Fuera, de pie en el césped helado, había dos mujeres gordas con un ciervo muerto.

—¿Dónde está Gainsborough? —preguntó una de las gordas.

Llevaban ropa de cazador. Una vestía zamarra de leñador a cuadros rojos, y la otra guerrera y pantalones verdes de camuflaje. Las dos llevaban un pequeño cojín naranja de esos que se cuelgan de la presilla trasera del cinturón y se calientan cuando te sientas encima. Las dos llevaban escopeta.

—No está aquí —dije—. Ha vuelto a Inglaterra. Algún problema con el gobierno. No estoy muy al corriente.

Ambas mujeres me miraban fijamente, como si trataran de enfocar mejor mi persona. Llevaban la cara pintada de un potingue de camuflaje verde y negro, y parecía que tenían algo en mente. Yo aún estaba en albornoz.

—Queríamos invitarle a Gainsborough a una chuleta de ciervo —dijo la de la zamarra roja de leñador, que era la que había hablado antes. Se volvió y miró hacia el ciervo muerto, que tenía la lengua fuera, a un costado de la boca, y ojos como de ciervo disecado—. Nos deja cazar, y queríamos agradecérselo de este modo —dijo.

—Podían dejármela aquí, la chuleta de ciervo —dije—. Se la guardaría hasta que vuelva.

—Sí, supongo que sí —dijo la que hablaba siempre. Pero la otra, la que llevaba el traje de camuflaje, le dirigió una mi—rada que decía que si me la daban no llegaría jamás a manos de Gainsborough.

—¿Por qué no pasan? —dije—. Haré un poco de café y podrán entrar en calor.

—La verdad es que tenemos bastante frío —dijo la de la zamarra a cuadros frotándose las manos—. Si a Phyllis no le importa…

Phyllis dijo que no tenía ningún inconveniente, aunque parecía dejar bien claro que aceptar una taza de café no suponía en absoluto desprenderse de la chuleta de ciervo.

—Phyllis es en realidad la que lo ha mata lo —dijo la gorda agradable; estaban sentadas en el sofá cama con sendos tazones apretados entre las manos rollizas. Luego explicó que se llamaba Bonnie y que eran del otro lado de la frontera del estado.

Eran mujeres grandes, cuarentonas y de cara obesa, y su ropa daba un aspecto enorme a todos y cada uno de sus volúmenes corporales. Las dos eran alegres; incluso Phyllis, en cuanto se olvidó de las chuletas de ciervo y volvió a tener algo de color en las mejillas. Parecían llenar a casa y crear en ella cierta atmósfera festiva.

—Corrió unos sesenta metros después de que ésta le pegara el tiro, y cayó a tierra al saltar la cerca —dijo Bonnie, en tono de entendida en la materia—. Fue un tiro en el corazón, y a veces ésos tardan en tumbar al bicho.

—Corría como un perro escaldado —dijo Phyllis—, y cayó como un saco de mierda.

Phyllis tenía el pelo rubio y corto, y una boca dura que parecía diseñada para decir ordinarieces.

—También vimos una gama herida —dijo Bonnie, y pareció irritarse al recordarlo—. Esas cosas la ponen a una hecha una furia.

—Puede que el cazador le estuviese siguiendo el rastro —dije—. Puede que fuera un error. Nunca se sabe con estas cosas.

—Eso sí que es verdad —dijo Bonnie, y mi ó a Phyllis, esperanzada, pero Phyllis no levantó la mirada. Traté de imaginar—las arrastrando el ciervo muerto fuera del bosque, y no me resultó difícil.

Fui a la cocina a sacar un pastel que había puesto en el horno, y cuando volví las encontré cuchicheando. Pero parecía un cuchicheo afable, y les ofrecí el pastel sin mencionarlo. Me alegraba tenerlas allí conmigo. Mi mujer es delgada y menuda, y se compraba toda la ropa en la sección infantil de los grandes almacenes, y dice que es la mejor ropa que se puede comprar porque es la más resistente. Pero nunca se hizo notar gran cosa en la casa; lo que había de ella no bastaba para llenar todo el espacio. No es que la casa fuera enorme; de hecho era muy pequeña —una casa prefabricada que Gainsborough había traído hasta allí en un tráiler—. Pero aquellas mujeres parecían llenarlo todo, y hacer como si hubiera ya llegado el día de Acción de Gracias. Ser así de grande nunca me había dado .la impresión que tenía su lado bueno, pero ahora mi opinión era diferente.

—¿Va alguna vez al canódromo? —preguntó Phyllis, con un trozo de pastel en la boca y otro flotando en el tazón.

—Sí —dije—. ¿Cómo lo sabe?

—Phyllis dice que cree haberle visto allí unas cuantas veces —dijo Bonnie, y sonrió.

—Yo sólo apuesto a la quiniela —dijo Phyllis—. Pero Bon apuesta a cualquier cosa, ¿no, Bon? Triples, dobles diarias, cualquier cosa. Le da igual.

—Por supuesto. —Bon volvió a sonreír, y se quitó el cojín termógeno naranja de debajo de las nalgas para ponerlo en—cima del brazo del sofá cama—. Phyllis dice que cree haberle visto allí una vez con una mujer. Una mujer pequeña, muy menuda y muy guapa.

—Puede ser —dije.

—¿Quién era? —dijo Phyllis con brusquedad.

—Mi mujer —dije.

—¿Está aquí? —preguntó Bon, mirando con gracia en torno como si alguien se hubiera escondido detrás de una silla.

—No —dije—. Está de viaje. Se ha ido al oeste.

—¿Qué pasó? —dijo Phyllis en tono hostil—. ¿Ha perdido toda la pasta en las carreras de galgos y ella se le ha largado?

—No.

Phyllis me gustaba infinitamente menos que Bon, pero en cierto modo parecía más de fiar llegado el caso (aunque no creía que tal caso pudiera llegar nunca). No me agradaba, sin embargo, que Phyllis fuera tan sagaz, pese a no acertar de pleno en el asunto del dinero. Mi mujer y yo dejamos la ciudad y nos vinimos a vivir a esta comarca. Tenía en mente el negocio de vender publicidad de las carreras le galgos en restaurantes y gasolineras, y distribuir cupones de descuento para pasar la velada en el canódromo, que darían ‘ ganar a todo el mundo algún dinero. Había empleado mucho tiempo en el asunto, e invertido todo mi capital. Y ahora tenía un sótano lleno de cajas de cupones que nadie quería, que no estaban pagados. Mi mujer llegó un día riendo y me dijo que mis ideas no servían ni para enfriar el hielo, y al día siguiente se largó en nuestro coche y no volvió. Días después llamó un tipo para preguntarme si tenía las fichas de mantenimiento del coche; no las tenía, claro, pero es así como supe que lo habían vendido y con quién se había fugado mi mujer.

Phyllis se sacó un botellín de plástico de algún bolsillo interior de la guerrera, le desenroscó el tapón y me lo tendió por encima de la mesa. Era temprano, pero —pensé— qué diablos. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Estaba solo y a punto de dejarle a deber a Gainsborough el alquiler. Poco podía importar que echara un trago.

—Esto está hecho una leonera —dijo Phyllis. Le devolví el botellín y lo examinó para comprobar la magnitud del trago—. Parece la guarida de una fiera muerta de hambre.

—Necesita la mano de una mujer —dijo Bon, y me guiñó un ojo. En realidad no era fea, aunque sí un tanto adiposa. La pasta de camuflaje de la cara le daba un aire de payaso, pero no me impedía ver que tenía una cara agraciada.

—Estoy a punto de dejar la casa —dije, y alargué la mano para coger el botellín, pero Phyllis volvió a metérselo en la guerrera—. Ahora me he puesto a reorganizar las cosas ahí atrás.

—¿Tiene coche?

—Le están poniendo anticongelante —dije—. Lo tengo ahí en BP. Es un Camaro azul. Seguro que lo han visto al pasar. ¿Están casadas, chicas? —dije, aliviado al desviar la conversación hacia otros temas.

Bon y Phyllis intercambiaron una mira la de fastidio, y ello me desalentó. Me causaba desaliento cualquier asomo de disgusto que ensombreciera las bonitas facciones redondas de Bon.

—Estamos casadas con dos vendedores de goma elástica de Petersburg. Eso está justo al otro lado de la frontera del estado —dijo Phyllis—. Un auténtico par de micos, ya sabe lo que quiero decir.

Traté de imaginarme a los maridos de Bonnie y Phyllis: dos sujetos enjutos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento de un centro comercial, frente a una bolera-bar. No lograba imaginarme nada más.

—¿Qué piensa de Gainsborough? —dijo Phyllis.

Bon ahora se limitaba a sonreírme.

—No lo conozco bien —dije—. Me contó que era descendiente directo del pintor inglés. Pero no le creo.

—Ni yo —dijo Bonnie, y volvió a guiñarme el ojo.

—Es de los que mean colonia —dijo Phyllis.

—Tiene dos hijos que vienen por aquí a fisgar de vez en cuando —dije—. Uno es bailarín y trabaja en la ciudad. El otro repara computadoras. Creo que lo que quieren es venirse a vivir a esta casa. Pero tengo un contrato de arrendamiento.

—¿Piensa marcharse sin pagarle? —dijo Phyllis.

—No —dije—. Jamás le haría eso. Se ha portado bien conmigo, aunque a veces invente cuentos.

—Mea colonia —dijo Phyllis.

Phyllis y Bonnie intercambiaron una mirada de inteligencia. A través del pequeño ventanal vi que estaba nevando; era apenas un velo fino, pero inconfundible.

—Tengo la sensación de que usted no le haría ascos a un buen revolcón —dijo Bon, y me dedicó una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes. Tenía una dentadura pequeña, blanca, impecable. Phyllis dirigió a Bonnie una mirada inexpresiva, como si hubiera oído la frase otras veces—. ¿Qué opina? —dijo Bonnie, y adelantó un poco el torso sobre sus gruesas rodillas.

Al principio no supe qué pensar. Pero luego pensé que no sonaba nada mal, por mucho que Bonnie fuera un tanto voluminosa. Le dije que me parecía perfecto.

—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Bonnie. Se levantó y miró la triste salita en busca de la puerta que daba al fondo de la casa.

—Henderson —mentí—. Lloyd Henderson. Y llevo aquí seis meses.

Me levanté.

—No me gusta Lloyd —dijo Bonnie. Ahora podía verme de pie, en albornoz, y me miró de arriba abajo—. Creo que te llamaré Curly, porque tienes el pelo rizado. Tan rizado como el de los negros —dijo, y lanzó una carcajada que le sacudió el corpachón bajo la zamarra.

—Puedes llamarme como quieras dije, me sentí estupendamente.

—Si vais a meteros en el cuarto, me pondré a limpiar un poco todo esto —dijo Phyllis. Y dejó caer una mano enorme sobre el brazo del sofá cama, como si esperara hacer saltar una nube de polvo—. No te importa que lo haga, ¿verdad, Lloyd?

—Curly —dijo Bonnie—. Llámale Curly.

—No, claro que no dije, y miré la nieve a través de la ventana. Ahora empezaba a caer sobre los campos, al pie de la colina. Era como una estampa navideña.

—Pues no os preocupéis si hago un poco de ruido —dijo Phyllis, y se puso a recoger los tazones y los platos de la mesa.

 

Bonnie, desnuda, no estaba tan mal. Tenía infinidad de pesadas capas carnosas, pero sabías que en su interior, detrás de todas ellas, era una mujer generosa y amante y tan buena como la mejor que un hombre pueda desear. Era gorda, sí, aunque probablemente no tan gorda como Phyllis.

Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.

—Siempre que vamos de caza esperamos que nos suceda algo como esto —dijo Bonnie entre risitas—. Encontrar a alguien como tú.

—Y yo igual —dije.

La toqué, y la sensación no estaba nada mal blandura por todas partes. Siempre había pensado que las mujeres gordas eran quizá mejor es que las otras porque no tienen tantas ocasiones de hacerlo y pueden pensarlos repensado con tranquilidad prepararse para hacerlo como Dios manda.

—¿Sabes muchos chistes de gordos? —me preguntó.

—Unos cuartos —dije—. Antes sabía un montón.

Oía a Phyllis en la cocina, abriendo el grifo y revolviendo los cacharros en la pila.

—El que más me gusta es el del camión —dijo Bonnie. No lo conocía.

—Ese no lo sé —dije.

—¿No sabes el del camión? —dijo ella, con asombro.

—No, lo siento —dije.

—Puede que te lo cuente algún día, Curly —dijo—. Te partirás de risa.

Pensé en los dos maridos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento, y me dije que les traería sin cuidado si hacía el amor con Bonnie o con Phyllis; o que, si les importaba, se iban a enterar cuando yo estuviera ya en Florida y tuviera un coche. Así, Gainsborough podría contarles luego todo el asunto, explicando con ello por qué me había largado sin pagar el alquiler ni las facturas de la casa. Y ellos quizá hasta le dieran un par de guantazos antes de volverse a Petersburg.

—Eres un hombre guapo —dijo Bonnie—. Hay muchos hombres gordos, pero tú eres delgado. Tienes brazos de olímpico de la silla de ruedas.

Me gustó lo que me dijo. Me hizo sentirme bien. Hizo que me sintiera audaz; como si hubiera mataco un ciervo, como si tuviera montones de ideas que ofrecer al mundo.

 

—He roto un plato —dijo Phyllis cuando Bonnie y yo volvimos a la sala—. Seguramente oísteis el ruido. Pero he encontrado pegamento en un cajón y me ha quedado como nuevo. Glínsborotigh ni se dará cuenta.

Phyllis, en nuestra ausencia, lo había limpiado casi todo, y fregado hasta el último plato de la pila. Pero, se había vuelto a poner la guerrera de camuflaje y parecía lista para despedirse. Estábamos los tres de pie en medio de la uña sala, y me dio la sensación de que la colmábamos hasta las mismísimas paredes. Yo seguía en albornoz, y me apeteció pedirles que se quedaran a dormir. Pensé que con el tiempo podría llegar a hacer mejores migas con Phyllis, y que a lo mejor comíamos ciervo el día de Acción de Gracias. La nieve, fuera, lo cubría todo. Aún era pronto para las primeras nieves. Presentí el comienzo de un mal invierno.

—Eh, chicas, ¿por qué no os quedáis pasar la noche? —dije, y les sonreí esperanzado.

—No puede ser, Curly —dijo Phyllis.

Estaban en la puerta. A través de la triple cristalera vi el ciervo sobre la hierba. La nieve se fundía en la oquedad de sus entrañas. Bonnie y Phyllis se habían echado ya al hombro las escopetas. Bon parecía compungida de veras ante su inminente partida.

—Tendrías que verle los brazos —estaba diciéndole a su amiga. Luego me envió un último guiño. Llevaba su zamarra de leñador y su cojín naranja colgándole del cinturón—. A primera vista no parece fuerte. Pero lo es. ¡Santo cielo! Deberías verle los brazos —dijo.

Estaba en la puerta, despidiéndolas, y las miré. Tenían agarrado el ciervo por los cuernos, y lo arrastraban por el camino en dirección al coche.

—Cuídate, Lloyd —dijo Phyllis.

Bonnie miró hacia atrás y me sonrió.

—Lo haré, no te preocupes —dije—. Podéis contar conmigo.

Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.

Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.

Al rato empezó a parecerme magnífica la idea de marcharme: llamar a un taxi, irme en él hasta la estación, subir al tren de Florida y olvidarme de todo lo demás. Y de Tina, rumbo a Phoenix con un tipo que de lo único que entendía en la vida era de galgos

Pero cuando fui al comedor a coger mi cartera para echarle un vistazo al billete, lo único que encontré en ella fue algo de cambio y unos cuantos estuches de cerillas. Y comprendí que no era sino el comienzo de una nueva racha de mala suerte.

Juan Rulfo: Talpa. Cuento

Juan Rulfo Talpa CuentoNatalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos —dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces no lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.

La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.
Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo», dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.

Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvarera; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:
“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.

Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.
“… Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios…”
Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.

Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.

H.P. Lovecraft: La decisión de Randolph Carter. Cuento

La decisión de Randolph CarterLes repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso -y casi espero- que ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido parcialmente sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla -deseo fervientemente que así haya sido-, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra -o alguna innombrable criatura que no me es posible describir-, podrían contar.

Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los sobrenaturales estudios de Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó el desenlace -volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo-, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así sea, porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, según su teoría, ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren, pues sospecho que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.

Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo -con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes-; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya muy alta en el cielo vaporoso.

Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas; y bajo sus rayos trémulos y tenues puede distinguir un repulsivo panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros musgosos y ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una vegetación malsana.

La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que probablemente fueron un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un lado.

La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un tufo de gases miasmáticos tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la memoria las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor; una voz singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:

-Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior -dijo-, pero sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona de tan frágiles nervios como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a un manojo de nervios como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya te digo que no te puedes imaginar cómo son realmente estas cosas! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!

Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues sólo él poseía la clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.

Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna y oyendo el crujido del cable a medida que lo iba soltando; pero la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo la pálida luna creciente.

Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuché con febril ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de hora. Luego sonó un chasquido en el aparato, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más siniestro que el más estridente alarido:

-¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo!

No pude contestar. Enmudecido, sólo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:

-¡Carter, es terrible…, monstruoso…, increíble!

Esta vez no me falló la voz, y derramé por el transmisor un aluvión de excitadas preguntas. Aterrado, seguí repitiendo:

-¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?

De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de desesperación:

-¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar… No me atrevo a decírtelo… Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo… ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé algo así!

Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas. Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror:

-¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!… ¡Rápido! Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más!

Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, se oyó un grito lastimero de Warren:

-¡Esfúmate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y esfúmate, Carter!

Aquella jerga infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité:

-¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!

Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total desesperación:

-¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde… y la culpa es mía. Pon la losa y corre… ¡Ni tú ni nadie puede hacer nada ya!

El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí.

-¡Rápido…, antes de que sea demasiado tarde!

Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún inerte, encadenado por mi absoluto horror.

-¡Carter…, apúrate! Es inútil…, debes irte…, mejor uno solo que los dos… la losa…

Una pausa, otro chasquido y luego la débil voz de Warren:

-Ya casi ha terminado todo… No me hagas esto más difícil todavía… Cubre esa escalera maldita y salva tu vida… Estás perdiendo tiempo… Adiós, Carter…, nunca te volveré a ver.

Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos…

-¡Malditas sean estas criaturas infernales…, son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!!

Después, el silencio. No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, estupefacto, murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones, susurré y murmuré, llamé, grité, chillé:

-¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?

Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que sólo mis propios gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo:

-¡Warren!, ¿estás ahí?

Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré, caballeros, dar razón de aquella cosa -aquella voz-, ni me aventuraré a describirla con detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no supe más… La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor miraba las sombras amorfas necrófagas, bajo una maldita luna menguante.

Y esto fue lo que dijo:

-¡Tonto, Warren ya está MUERTO!

Charles Dickens: El guardavía. Cuento

EL GUARDAVÍA-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

-¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

-Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

-Dios sabe -dije-, grité algo parecido…

-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

-¿Por ninguna otra razón?

-¿Qué otra razón podría tener?

-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

-No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?

-Por supuesto, señor.

-Buenas noches y aquí tiene mi mano.

-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

-¿Esa equivocación?

-No. Esa otra persona.

-¿Quién es?

-No lo sé.

-¿Se parece a mí?

-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

-¿Dentro del túnel? -pregunté.

-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

-¿Lo llamó?

-No, estaba callado.

-¿Agitaba el brazo?

-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

-¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

-¿Junto a la luz?

-Junto a la luz de peligro.

-¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

-Por dos veces.

-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

-Estaba allí.

-¿Las dos veces?

-Las dos veces -repitió con firmeza.

-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

-No -contestó-, no está allí.

-De acuerdo -dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?

-Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.

Harlan Ellison: No tengo boca y debo gritar. Cuento

Harlan EllisonEl cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal. Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.

Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro. «¡Dios mío!», murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:

– ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.

Era nuestro centesimonoveno año en la computadora. Gorrister decía lo que todos sentíamos. Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.

– Es otra engañifa – les dije -. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.

Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas. Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío,pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.

Ellen dijo algo que fue decisivo:

– Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.

Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.

Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves. Gracias.

Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si

algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.

Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.

Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan espiadada

consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.

Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.

Oía que Ellen decía desesperadamente:

– ¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!

Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:

– Voy a escaparme… Voy a escaparme – repitiéndolo una y otra vez.

Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el «festival», se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacia muchos años.

Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo.

Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado. Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.

– Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que… – dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.

Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco.

También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería!

Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.

Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado.

La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió.

Atravesaba todo obstáculo y me hacia temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.

Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.

Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.

Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.

Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.

– ¿Qué significa AM?

Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny. – Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente,  cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era… que pensaba… cogito ergo sum: «pienso luego existo».

Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.

– Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y… interrumpió. Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.

Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.

En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.

El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.

– ¿Qué pasa? – gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.

– ¡Parece que viene mal esta vez! – dijo Nimdok.

– Tal vez hable – aventuró Gorrister.

– ¡Salgamos corriendo de aquí! – dije súbitamente, poniéndome de pie.

– No, Ted, mejor es que te sientes… tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro – dijo Gorrister con resignación. Entonces oímos… no sé… no sé…

Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venia hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister.

Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.

AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de… Me oí a mi mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo… el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.

¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi «malhumor» y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.

Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.

De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba! Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado. Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacia. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo habla herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la habla modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.

Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano. AM no había estado hurgueteando en mi mente. Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para tormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.

Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.

¡Oh, jesús, dulce jesús; si alguna vez existió jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamas, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.

Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un dulce jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.

El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser  levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.

Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.

Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí.

El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas. Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado… Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo.

Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.

AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón:

ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO. ODIO.

AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente. Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo. Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio… que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición. Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todomente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos. No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.

Se retiró murmurando: «al diablo contigo». Pero luego agregó alegremente: «allí es donde están, ¿no es así?» El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas. Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este roc, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado. Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible. Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semiocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión.

Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió. AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.

– Ted, tengo hambre – dijo -. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.

– ¡Danos armas! – Pidió.

La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada.

Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas? Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.

El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne. Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores. No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído… caminábamos… tenía mucha hambre… Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba «Desciende Moisés». Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos  mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal. Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad. El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacia más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba viva en el vientre de la tierra. AM quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal. Era un dolor sin limites…

Y pasamos por la caverna de las ratas.

Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.

Y pasamos por la tierra de los ciegos.

Y pasamos por la ciénaga de las angustias.

Y pasamos por el valle de las lágrimas.

Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.

Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.

Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo. Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo. Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister… En ese instante, sentí una terrible calma. Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.

Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre. La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabia que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.

Todo sucedió en un instante. Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.

Todo sucedió en un instante. Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir. Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera. Al ser golpeada se inclinó hacia mi, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea. Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años. Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar. Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía… Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa. AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto. Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro. Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago parecido. Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.

AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo… AM ha vencido, simplemente… se ha vengado…

No tengo boca. Y debo gritar.

 

Isaac Asimov: Anochecer. Cuento.

Isaac Asimov2Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.

Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción.

De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón.

Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba.

—Señor —dijo—, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición.

El fornido tele-fotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino.

—Ahora, señor, después de todo…

El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.

—No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.

Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.

—Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que…

—Pues yo no creo, joven —replicó Aton—, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.

Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon.

—Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico.

Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda.

—Puede retirarse —dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.

Entonces se volvió.

—No, aguarde, venga aquí —gesticuló perentoriamente—. Le proporcionaré lo que desea.

El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.

—De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?

La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash.

Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta -compañero inmediato de Alfa- estaba solo, cruelmente solo…

La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.

—Dentro de cuatro horas —dijo—, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. —Sonrió con dureza—. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.

—¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? —preguntó Theremon en voz baja.

—No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.

—¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera?

En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.

—Señor, creo que debe usted escucharle.

—Sométalo a votación, director Aton —dijo Theremon.

Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.

—Eso —dijo Aton engreído— no será necesario. —Sacó su reloj de bolsillo—. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.

—¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos.

—Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? —preguntó Aton.

—Por supuesto —replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas—. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los Apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.

—Se equivoca usted, joven —se lanzó Aton—. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.

—No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?

—Pues que siga irritado —dijo Aton, ladeando la boca con burla.

—Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?

—¡No habrá ningún mañana!

—En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos… hasta estar segura.

»De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.

—Muy bien —dijo Aton mirando al columnista—, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias?

—Algo muy sencillo —contestó el otro—: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva.

—Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto —intervino Beenay—. Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo.

—Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto…

Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.

—¡Hola, hola, hola! —Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado—. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo.

—¿Qué diantre está haciendo aquí, Sheerin? —preguntó displicente el sorprendido Aton—. Debería estar en el Refugio.

Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.

—¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. —Se frotó las manos y añadió en tono más sereno—: Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor.

—¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? —exclamó Aton con exasperación—. Aquí no tiene nada útil que hacer.

—Y allá tampoco tengo nada útil que hacer —replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación—. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí.

—¿Qué es eso del Refugio, señor? —preguntó Theremon.

Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía.

—Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?

Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente:

—Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.

Se estrecharon la mano.

—Y, naturalmente —dijo Theremon—, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted.

Entonces repitió:

—¿Qué es eso del Refugio, señor?

—Verá —explicó Sheerin—, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra… nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.

—Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las… las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.

—Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio…

—Y algo más —intervino Aton—. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.

Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multi-ajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.

—Escuchen —dijo—, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas.

El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:

—Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.

—Por favor, Sheerin —gruñó Aton.

—¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas.

Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.

—Vaya —se quejó Theremon—, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo.

—¿Qué es lo que quería preguntar? —inquirió Aton—. Recuerde, por favor, que nuestro tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir anomalías; después… ya no habrá tiempo para hablar.

—Bien, empecemos. —Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho—. Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted. ¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno?

Aton estalló.

—¿Pretende decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que hemos estado diciendo?

—No se ponga furioso —dijo Theremon—. No es tan malo como usted dice. Sí he captado una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del asunto.

—No lo haga, no lo haga —estalló Sheerin—. Si se lo pregunta a Aton, empezará a remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías, tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los lenguajes.

—De acuerdo; se lo pregunto a usted.

—Entonces, tomaré antes un trago. —Sheerin se quedó mirando a Aton.

—¿Agua? —gruñó Aton.

—¡No sea bobo!

—No sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación.

El psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la mirada y comenzó.

—Usted sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico.

—Lo sé —comentó Theremon con, cautela—; sé, al menos, que ésa es la teoría arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada?

—Más o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es (mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas. Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura.

»Y nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego sin dejar tras sí la menor indicación de las causas.

—¿Tuvieron también una Edad de Piedra?

—Probablemente, aunque nada conocemos de ese período, excepto que el hombre de esa edad era un poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo.

—Entiendo. Prosiga.

—Hubo muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros, que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos.

—Lo sé. Se refiere usted a ese mito de las «Estrellas» que se encuentra en el Libro de las Revelaciones de los Cultistas.

—¡Exactamente! —exclamó Sheerin con satisfacción—. Los Cultistas dijeron que cada dos mil cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea central puede extraerse.

Hubo una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro.

—Ahora, pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. —Lo dijo de tal manera que incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala.

Los otros dos se quedaron mirando su partida.

—¿Qué pasa? —preguntó Theremon.

—Nada de particular —repuso Sheerin—. Dos hombres tenían que haberse presentado hace varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la restricción de personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio.

—¿Cree usted que han desertado?

—¿Quiénes? ¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo esto empiece. —Se puso en pie de repente y parpadeó—. Por cierto, mientras Aton se encuentra fuera…

Trotó hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó.

—Espero que Aton no sabrá nada de esto —puntualizó mientras volvía a su silla—. No hay más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré de la botella. —Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado.

Theremon se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna.

—Respete a sus mayores, joven.

El periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro.

—Sigamos, pues, viejo pícaro.

La nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo.

—Bien, ¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación?

—Nada, excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla.

—¡Venga, hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus distancias.

—¿Eso es todo?

—¡Es suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla.

—¿Cómo tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple.

—Porque las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi 41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis, las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas, comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un trabajo infernal.

Theremon agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes.

—Hace veinte años —continuó— se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran triunfo.

Sheerin se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano.

—Y aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se me incluyeron todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí había algún otro factor desconocido.

Theremon se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.

—Continúe, señor —dijo suavemente.

—Con los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas… hasta que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección.

»¿Podía haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas, como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible… borrado por completo.

—¡Pero eso es una idea desquiciada! —exclamó Theremon.

—¿Lo cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría?

El periodista negó con la cabeza.

—Pues que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol —dijo Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella.

—Sí, supongo que sí —convino Theremon.

—¡Naturalmente que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. —Señaló con el pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto—. ¡Beta! Y se sabe que el eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años.

La cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresivo.

—¿Ésa es la historia?

—Ni más ni menos —respondió el psicólogo–. El principio del eclipse comenzará dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal y, quizás, esas misteriosas Estrellas… después la locura y el final del ciclo.

»Hemos tenido —añadió tras un rato de meditación— dos meses para convencer a Lagash del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente. Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba.

Theremon abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se volvió.

—¿Está seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también?

Sheerin se sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente.

—¿Acaso sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito?

El periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó.

—No. Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su existencia. Algo como… como… —gesticuló con las manos— como sin luz. Como una caverna.

—¿Ha estado usted alguna vez en una caverna?

—¿En una caverna? ¡Claro que no!

—Lo suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la oscuridad completa, la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel lugar me produjo.

—Bueno, si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera corrido de haber estado allí.

El psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos.

—Corre usted mucho, joven. Le desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas.

—¿Para qué? —exclamó Theremon con sorpresa—. Si tuviéramos cuatro o cinco soles brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz. Está bien así.

—He ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese.

—Como quiera. —Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de rojo crepuscular.

Los pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia la mesa. De pronto, se detuvo.

—No puedo verlo, señor —murmuró.

—Siga andando —ordenó Sheerin con voz extraña.

—Pero es que no puedo verlo, señor —El periodista comenzó a respirar agitadamente—. No puedo ver nada.

—¿Y qué otra cosa esperaba? —dijo la voz sin visible procedencia— ¡Siga y siéntese!

Los pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se deslizó débilmente:

—Ya estoy aquí. Me siento… muy… perfectamente.

—¿Le gusta?

—No… nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen… —Se detuvo—. Parece como si se estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo tenga que verme obligado a empujarlas. Pero… ¡no me he vuelto loco! De hecho, creo que no es tanto como esperaba.

—Perfecto. Vuelva a correr las cortinas.

Hubo un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría.

Sheerin se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo:

—Fíjese que ha sido sólo una habitación a oscuras.

—Pero pudimos aguantar —dijo Theremon satisfecho.

—Sí, con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la Exposición Centenaria de Jonglor?

—No, estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son demasiadas incluso para una exposición.

—Pues yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el entretenimiento?

—Sí, durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron?

—No demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de longitud… sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy celebrado mientras duró.

—¿Celebrado?

—No le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por ello.

—Espere un momento, creo que ahora recuerdo… Hubo muertos de verdad, literalmente muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de ello.

—¡Quite, quite! —exclamó el Psicólogo—. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles cardíacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo… por otra parte, no volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara.

—¿Qué pasó luego?

—Nada de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones, cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición…

—¿Quiere usted decir —preguntó Theremon, asombrado— que se negaban a abandonar el espacio abierto?

—¿Dónde dormían, entonces?

—En los espacios abiertos.

—Debieron haberles forzado a entrar.

—Debieron, debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa llevándoles a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza.

—Sin duda debieron enloquecer.

—Fue exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que podíamos hacer: cerrar el túnel.

—¿Qué pudo sentir esa gente? —preguntó Theremon.

—Ni más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud?

—¿Y aquella gente del túnel?

—Se trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras.

»Los que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos «fijación claustrofóbica». Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba, digamos, en período de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden conseguir.

Hubo una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta formar un frunce.

—No creo que sea así, no lo creo.

—Querrá decir que no quiere usted creerlo —replicó Sheerin—. Usted tiene miedo de creer. ¡Mire la ventana!

Theremon obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse.

—Imagínese ahora las Tinieblas… por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo… todo se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo?

—Sí, creo que sí —murmuró Theremon sombríamente.

—¡Miente usted! —golpeó la mesa con él puño violentamente—. ¡No puede concebirlo, no es capaz de hacerlo! Su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente, sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y permanentemente! ¡Y no hay la menor opción!

»Y un par de milenios —añadió tristemente— llenos esfuerzo se convertirán en ceniza. Mañana no quedará a sola ciudad indemne en todo Lagash.

—No tiene por qué ser así —replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio mental—. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no ver un sol en el cielo… pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo?

—Si usted estuviera rodeado de oscuridad —dijo Sheerin con irritación—, ¿qué desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz!

—¿Y…?

—¿De dónde obtendría entonces la luz?

—Lo ignoro —dijo Theremon con ambigüedad.

—¿Qué es lo único que proporciona luz, aparte del sol?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

Se mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia.

—Condenado papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar? Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por conseguirla.

—¿Quemarán bosques, entonces?

—Quemarán todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán mano de lo más cercano. Obtendrán luz… ¡porque todos los núcleos habitados estallarán en ingentes llamas!

Se habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua.

Cuando Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus palabras decían.

—Creo que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a ver lo que ocurre con ellos.

—¡Debemos saberlo! —Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro de alivio. La tensión se había roto.

 

La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton, abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién llegados.

—¿Os dais cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde habéis estado?

Faro 24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el cambio de temperatura.

—Yimot y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos, consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera juzgar lo que vendrá.

Hubo un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad apareció en la mirada de Aton.

—No se nos había ocurrido esto antes —dijo—. ¿Cómo caísteis en ello?

—Bien —repuso Faro—, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y…

—¿De dónde sacasteis el dinero? —interrumpió Aton con precipitación.

—De la cuenta bancaria —saltó Yimot 70— Nos costó sólo dos mil créditos. —Y añadió defensivamente—: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil pedazos de papel. Nada más.

—Claro —asintió Faro—. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible. Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que llamar a un carpintero, un electricista y algunos más… el dinero no tenía importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento estrellado.

Durante la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio. Finalmente, dijo Aton:

—No teníais derecho a hacerlo en privado.

—Lo sé, señor —dijo Faro, contrito—, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos volvernos medio locos… desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas no ocurrieron como esperábamos.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Al principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros mostraron sus leves manchitas de luz…

—¿Y?

—Pues eso… nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el menor resultado.

Siguió un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin, que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca.

Pero Theremon fue el primero en hablar.

—Por supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros ideada por usted, ¿no es cierto? —Al hablar resaltaba las palabras.

Sheerin alzó una mano.

—Un momento, un momento. Déjenme pensar un poco. —Cruzó los dedos y luego, cuando la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o desconcierto, levantó la cabeza—. Evidentemente…

Pero no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba.

—¡Qué diantre! —exclamó mientras corría.

El resto vino después.

Las cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados.

Entonces apareció Aton, jadeando pesadamente.

—¡Ponedlo en pie!

Hubo un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas.

Beenay no cedió la presa con que sujetaba al intruso.

—¿Por qué lo has hecho? —le gritó salvajemente—. Esas placas…

—No era lo que me interesaba —respondió el Cultista fríamente—. Fue una casualidad.

—Entiendo —dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza—. Ibas tras las cámaras. El tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti, pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra… te juro que morirás lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir…

Aton lo sujetó de una manga.

—¡Basta ya! ¡Déjelo!

El joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo apartó con un gesto y se encaró con el Cultista.

—Usted es Latimer, ¿no?

El Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera.

—Soy Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5.

—Y usted —añadió Aton enarcando las blancas cejas— vino con Su Serenidad cuando él me visitó la semana pasada, ¿me equivoco?

Latimer se inclinó por segunda vez.

—Y bien, ¿qué es lo que quiere?

—Nada que usted vaya a darme voluntariamente —dijo Latimer.

—Lo envía Sor 5, supongo… ¿o es algo suyo en particular?

—No responderé a esa pregunta.

—¿Han venido con usted otros visitantes?

—Tampoco responderé a ésta.

Aton se le quedó mirando largamente.

—Muy bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor.

Latimer sonrió levemente, pero nada dijo.

—Le solicité —continuó Aton agriamente— unos datos que sólo el Culto podía suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio, prometí probar la verdad esencial del credo del Culto.

—No hay necesidad de probarla —replicó orgullosamente el otro—. Está suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.

—Sí para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice!

Los ojos del Cultista se encogieron con amargura.

—Sí, usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia.

—Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?

—Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño.

—¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Aton irritado.

—¡Lo sé! —dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.

El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara.

—¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.

—El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios.

—No le habría reportado ningún bien —replicó Aton—. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. —Sonrió con los labios apretados—. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal.

Se volvió entonces a los hombres situados tras él.

—Que alguien llame a la policía de Saro City —dijo.

—Condenación, Aton —exclamó Sheerin con disgusto—, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él.

—No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin —dijo Aton con fastidio—. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo.

—Explíqueme entonces —dijo Sheerin— por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.

—No voy a hacer tal cosa —saltó prontamente el Cultista—. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía.

—Eres un tunante decidido, ¿eh? —dijo Sheerin con una sonrisa—. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños… Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.

—¿Y qué quiere decirme con eso? —preguntó el Cultista inquieto.

—Escucha y te lo diré —fue la respuesta—. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure.

—Y después —exclamó agitadamente Latimer— no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas… lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto.

Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.

—Pero, Sheerin, encerrándolo…

—¡Por favor, señor! —exclamó Sheerin con impaciencia—. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. —Hizo un guiño al Cultista—. Vamos, hombre, no habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela…

Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.

—¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! —dijo, y añadió seguidamente con saña—: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto.

Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta.

—Tome asiento junto a él —dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista—. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!

Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.

—¡Miren! —Su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.

Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar.

¡Beta estaba menguando por un lado!

El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición.

La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.

—El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos —dijo Sheerin—. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. —Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.

—Aton está furioso —murmuró—. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana.

Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.

—Por el diablo, oiga —exclamó—. Está usted temblando.

—¿Qué? —Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír—. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga?

—No irá a perder el control, ¿verdad?

—¡No! —gritó Theremon, indignado—. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías… hasta este momento. Deme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.

—Tiene razón, claro —comentó Sheerin pensativo—. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia… padres, esposa, hijos?

Theremon negó con la cabeza.

—Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.

—Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.

—Vaya —dijo Theremon mirando al otro con cansancio—. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer.

Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.

—Entiendo, honor profesional y todo eso.

—Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.

Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos.

—¿No oye eso? Escuche.

Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.

—¿Qué dice? —susurró el columnista.

—Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto —replicó Sheerin. Luego, con urgencia—: Aguarde un momento y escuche.

La voz del Cultista se había alzado en una repentina plegaria de fervor.

»Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.

»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua se tornó confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas.

»Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.»

»Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el estremecimiento que desconsoló sus almas.

»Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.

»Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.

»Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entiznadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos.

»Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash se convertían en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.

»Desde entonces…«

Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas.

Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más… quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido.

—Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones.

—No importa. Ya he oído bastante. —Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello—. Me siento mucho mejor ahora.

—¿De veras? —Sheerin pareció sorprenderse.

—Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso —y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista—, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.

Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría:

—Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana.

—Sí, pero debería usted hablar mas bajo —comentó Sheerin— Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle.

—Había olvidado al viejo —dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro—. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.

El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.

El mordisco del eclipse se había agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla.

—En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. —Luego, con ironía—: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo?

—Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?

Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista.

—Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos.

»Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?

—Imagino que sí —replicó el otro con cierto gesto de duda.

—Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.

»Claro que, por otra parte, el libro se baso, primeramente, en el testimonio de aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los ciclos.

—¿Supone usted —interrumpió Theremon— que el libro fue transmitido a través de los ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para teoría de la gravitación universal?

Sheerin hizo una mueca.

—Tal vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo, ¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y Yimot, el que no funcionó?

—Sí.

—¿Y sabe usted por qué no func…? —Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se acercaba con el rostro completamente consternado—. ¿Qué ha ocurrido?

Aton se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su codo.

—¡No tan alto! —La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura—. Acabo de hablar con el Refugio por la línea privada.

—¿Están en apuros? —preguntó Sheerin con angustia.

—Ellos, no. —Aton remarcó significativamente el pronombre—. Hace un rato que precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a salvo. Pero la ciudad, Sheerin… es la ruina. No puede hacerse ni idea… —Comenzó a sufrir dificultades en la vocalización.

—¿Y? —soltó Sheerin con impaciencia—. ¿Qué ocurre con la ciudad? —Luego, con una sospecha—: ¿Cómo se encuentra?

Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad.

—No lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin?

La cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación:

—¿Hacer? ¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres?

—¡Claro que no!

—¡Perfecto! Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta?

—Apenas una hora.

—Lo único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco millas de la ciudad…

Se quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta por una niebla que inundara el horizonte.

—Llevará tiempo —repitió—. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes.

Beta estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera adormeciendo el ojo del mundo.

El débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose.

Una voz zumbó en su oído y se sobresaltó.

—¿Algo va mal? —preguntó Theremon.

—¿Eh?… No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. —Se retiraron a su esquina aunque el psicólogo permaneció mudo por un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello. Luego, alzó la mirada repentinamente.

—¿Tiene usted dificultades en la respiración?

El periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces.

—No, ¿por qué?

—He estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de claustrofobia.

Theremon volvió a aspirar nuevamente.

—Bueno, parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero.

Beenay había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y Sheerin se dirigió a él con premura.

—Eh, Beenay.

El astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente.

—¿Qué pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no hay nada que hacer hasta el eclipse total. —Hizo una pausa y miró al Cultista, que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su lectura—. ¿Ha dado problemas esa rata?

Sheerin sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en sus conductos respiratorios.

—¿Tienes dificultades al respirar, Beenay?

Beenay olfateó el aire.

—Creo que no soy yo el que huele mal, Sheerin.

—Creo que es claustrofobia —se excusó Sheerin.

—¡Ah, vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me persiguen. Las cosas comienzan a zumbar… bueno, todo se vuelve confuso. Y frío también.

—Oh, frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión —observó Theremon—. Yo tengo los juanetes como dentro de una nevera.

—Lo que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto —apuntó Sheerin—. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento de Faro se convirtió en humo.

—Aún no había comenzado —replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire con las manos cruzadas en torno a ella.

—Bueno, pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz.

—En otras palabras —intervino Theremon—, usted supone que las Estrellas son fruto de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar algo?

—Tal vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego…

Pero Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un repentino y exaltado entusiasmo.

—Oiga, me alegra infinito que se ocupen de ese asunto —guiñó los ojos y alzó un dedo—. He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa. Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo?

Fingió no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo:

—Adelante, yo te escucho.

—Allá va. Supongamos que hay otros soles en el universo. —Hizo un leve aspaviento—. Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh?

—No necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de atracción?

—No, si están muy lejos —replicó Beenay—, verdaderamente lejos, algo así como cuatro años-luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos, una docena o dos.

—Buena idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho años-luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia de nuestro mundo —dijo Theremon.

—Es sólo una idea —dijo Beenay con un guiño—, pero usted la ha captado a fondo. Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda es una exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de soles sin tocarse los unos con los otros.

Sheerin había estado escuchando con creciente interés.

—Creo que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto «mucho». Una docena podría convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea!

—Aún tengo otra idea también ingeniosa —añadió Beenay—. ¿Has pensado alguna vez lo que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple vista sería suficiente.

—Pero, ¿sería un sistema dinámicamente estable? —preguntó Sheerin dudoso.

—¡Claro! Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las aplicaciones filosóficas lo que me interesa.

—Es agradable pensar sobre eso —admitió Sheerin— como una abstracción… algo así como el gas perfecto, o el cero absoluto.

—Claro —continuó Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida (que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales condiciones. Aparte…

La silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie.

—Aton va a encender luces.

Beenay soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.

Aton permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay.

—Venga, a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme.

Sheerin correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en candeleros metálicos adosados a las paredes.

Adoptando los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de las estacas.

Las llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la ventana.

¡Las estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se había llenado de resplandor amarillo.

La luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero emitían luz amarilla.

No era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la contempló admirado.

Sheerin, extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo extasiado:

—¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo.

Pero Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y comentó:

—¿Qué bichos son ésos?

—Simplemente madera —dijo Sheerin.

—No, no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta, pero no quema la parte restante.

—He ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio, obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal. Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro.

Tras la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el Chronicle de Saro City.

Pero, al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta, como si fuera una gigantesca berenjena.

El aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable, inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente noche que inundaba la sala.

Fue Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte.

El periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana.

El silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra:

—¡Sheerin!

Todas las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo.

Fuera, Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra.

Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.

—¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas!

—¿Cuánto falta para el eclipse total? —preguntó Sheerin a Aton.

—Quince minutos, pero… estarán aquí en menos de cinco.

—Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta.

El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana.

Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.

—No puedo… respirar. —Su voz sonaba como una seca tos—. Baje… usted solo… cierre todas las puertas.

Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro.

—¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? —Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.

¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!

—Aguarde, volveré en un segundo. —Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla.

Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo.

—Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.

Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.

Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres.

—Aquí —dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin—. Puedo oírlos fuera.

Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.

Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia.

Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido.

Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil.

—Por aquí debió entrar Latimer —dijo.

—Bueno, no nos quedemos aquí —dijo Theremon con impaciencia—. Arreglemos como sea esa cerradura… y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza.

De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.

La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.

Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo.

—¡Volvamos a la cúpula! —exclamó Theremon.

 

En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz.

—No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno… Ya sabéis cuánto tiempo… de exposición se necesita…

Hubo un susurro de asentimiento.

Beenay se pasó una mano por los ojos.

—¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí —Con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla—. Ahora, recordad… no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y… si os sentís mal, apartaos de la cámara.

En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:

—Señáleme a Aton. No puedo verlo.

El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas se habían convertido en meros borrones amarillos.

—Está oscuro —murmuró.

Sheerin soltó su mano.

—Aton. —Dio unos pasos—. ¡Aton!

Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo.

—Espere, yo lo conduciré.

Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas.

Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.

—¡Aton! —llamó.

El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:

—¿Es usted, Sheerin?

—¡Aton! —Pareció recuperar el aliento—. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.

Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil… y no obstante había dado su palabra.

La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso.

Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.

Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.

—Déjeme levantarme, le mataré.

Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:

—¡Rata traidora!

El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo.

Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior.

Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal.

Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana.

¡Más allá brillaban las estrellas!

No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo.

Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello… saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad… la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.

Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.

—¡Luz! —aulló.

Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado.

—Las Estrellas… todas las Estrellas… nada sabíamos… nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada…

Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol.

Nuevamente, la noche estaba allí.

 

Felisberto Hernández: La casa inundada. Cuento

Felisberto HernándezDe esos días siempre recuerdo las vueltas en un bote alrededor de una pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo; pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar siempre las mismas gotas. Pero ya sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas por allí y me llamaba en la noche -si había luna- para dar vueltas de nuevo. Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides, -el novio de la sobrina de la señora Margarita- me dijo que ella había perdido al marido en un precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos «la avenida de agua», del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de la cabeza de la señora Margarita -en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la isla al libro- no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.

Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar diferentes cometidos; primero fue casa de campo; después instituto astronómico; pero como el telescopio que habían pedido a Norte América lo tiraron al fondo del mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último la señora Margarita la compró para inundarla.

Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, yo envolvía a esta señora con sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.

Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me había hecho pasar de la miseria a esa opulencia, vivía en una tranquilidad generosa y ella se prestaba -como prestaría el lomo una elefanta blanca a un viajero- para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de tos vidrios, parecían decir: «¿Qué pasa, hijo mío?».

Por eso yo fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora dejo libre mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la segunda, la verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin de la temporada, tuvo una manera extraña de ser inaccesible.

Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.

Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que yo estaba muy débil, me invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la ceremonia, pensó en conseguirme un empleo, y ahogado de risa, me habló de una «atolondrada generosa» que podía ayudarme. Y al final me dijo que ella había mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le habló mucho de mis libros y por último le dijo que yo era un «sonámbulo de confianza». Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano próximo, si yo sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué causa, Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano fueron a la casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron los primeros días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo tomé un ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de allí a la casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la noche pensé que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me dejó con las valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, «la avenida de agua», y tocó la campana, colgada de un plátano; pero ya se había desprendido de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula iluminada y al lado un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque del agua). Debajo de la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me empezó a hablar antes de llegar. Me conversó durante todo el trayecto (fue él quien me dijo lo de la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de la cúpula. En ese momento el botero me decía: «Ella no quiere que tiren papeles ni ensucien el piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita no hay puerta y una mañana en que se despertó temprano, vio venir nadando desde el comedor un pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha rabia y le dijo que se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la vida que ver nadar un pan».

El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un zaguán ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de agua y la isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una puerta cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce afirmado en la vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una escalera de cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras que se perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer gruesa con flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama, me recibiría al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por teléfono.

Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica sin esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española levantó mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama «tanto libro» y «hasta la habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran». Yo debo haber hecho algún gesto por la molestia de la luz.

-¿A usted también le incómoda la luz? Igual que a ella.

Fui a encender un portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás del portátil, y lo atendió la española. Decía muchos «sí» y las pequeñas flores blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella sujetaba las palabras que se asomaban a la boca can una silaba o un chistido. Y cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.

Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero yo, preocupado de cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre la luz llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondía con fuerza separando las palabras.

-Hable naturalmente -me dijo-; ya le explicaré por qué le he dicho a María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir, soy susceptible; pero ya hablaremos…

Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente me llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado con lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña y no podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la mañana, un pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo saltar en la cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté el tubo del teléfono.

-¿Está despierto?

-Es verdad.

Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en pijama y que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como el empleado al que le dieran un momento libre.

En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al amanecer. Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos árboles eran los plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el brillo de las hojas; al mismo tiempo se asomaban a la «avenida de agua» tocándose disimuladamente las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una alegría perezosa. Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje nuevo para mirarlo más tarde.

Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir agua caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre joven que dio los «buenos días» con humildad; era el hombre del agua y hablaba de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me dijo que me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la escalera -alta y empinada- a la señora Margarita. Era muy gruesa y su cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado. Tenía la cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies en la escalera empezó a mirar sin disimulo y yo descendía con la dificultad de un líquido espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que yo llegara abajo. Y me dijo:

-Usted no es como yo me lo imaginaba… siempre me pasa eso… Me costará mucho acomodar sus cuentos a su cara.

Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al que le molestara el freno. Y le contesté:

-Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.

Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; yo no era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía pensando en el asilo de madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos. En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo cuando yo tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:

-No se apure; se va a cansar en seguida.

Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vació dichoso y me sentí por primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve cierta conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado largo tiempo. Tal vez me haya despertado el cansancio. Al rato ella me hizo señas con una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera en el sapo más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago, había esparcidos sapos de bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí, ella sacó el cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos quedamos inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera rara, como si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al final era un suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote pero veía también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo hacía pensar que la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que volviera a hacer la carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar yo soltaría el aire que retenía en los pulmones para no perder las primeras palabras. Después la espera se fue haciendo larga y yo dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo la puerta de un cuarto donde alguien duerme. No sabía si esa espera quería decir que yo debía mirarla; pero decidí quedarme inmóvil todo el tiempo que fuera necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y los pies, y puse mi atención en ellos sin mirar directamente. La parte aprisionada en los zapatos era pequeña; pero después se desbordaba la gran garganta blanca y la pierna rolliza y blanda con ternura de bebé que ignora sus formas; y la idea de inmensidad que había encima de aquellos pies era como el sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado tiempo esperando la carraspera; y no sé en qué pensamientos andaría cuando oí sus primeras palabras. Entonces tuve la idea de que un inmenso jarrón se había ido llenando silenciosamente y ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos intermitentes.

-Yo le prometí hablar … pero hoy no puedo… tengo un mundo de cosas en qué pensar…

Cuando dijo «mundo», yo, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo. Ella siguió:

-Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.

Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.

-Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.

Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro. Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se habían cerrado y abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que ya había visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido volver unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las palabras que yo había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me llenaba de amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una pena, porque yo las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Margarita dijo:

-Deténgase en la escalera y vaya a su cuarto. Creo que luego tendré muchas ganas de conversar con usted.

Entonces yo miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las plantas me di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella escalera casi blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las vértebras de un animal prehistórico.

Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del ropero y sonó el teléfono:

-Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando yo le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y yo no lo molestaré más hasta que pasen dos días.

Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar.

Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza, de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender a los demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no, podía ocurrir, que mientras yo vivía cerca de ella, con un descuido encantado, esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y cuando estuviera en mi pieza, entregado a mis lecturas, miraría también la llanura, sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia, robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el verano.

Pero ocurrieron otras cosas.

Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua incrustados sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las hubieran carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos parecían desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los ojos. Tardó en cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en los planos y después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los caños, absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta artificial. Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto las sombras de algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se abrían y cerraban alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me costaba comprender la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso explicarme todo de nuevo. Pero entró María.

-Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella le parecen intestino… y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado… -Y dirigiéndose a mí-: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que esta noche tendremos «velorio». Sí, ella pone velas en unas budineras que deja flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio «velorio». Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las budineras.

Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el ruido de los motores. Pero ya estaba aburrido y no quería asombrarme de nada.

Otra noche en que yo había comido y bebido demasiado, el estar remando siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el silencio que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que «la montaña» se movía porque yo la llevaba en el bote. Después ella quiso que nos quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas que se asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta: «El nombre de ella es como su cuerpo; las dos primera silabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas a su cabeza y sus facciones pequeñas…». Parece mentira, la noche es tan inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas mayores, tan cerca y pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la madrugada… y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas… Pero qué firme es la soledad de esta mujer…

Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas pocas palabras:

-No me haga ninguna pregunta…

Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón: «¿quién te hace ninguna pregunta? … Mejor me dejaras ir a dormir…»

Y ella terminó de decir:

-… hasta que yo le haya contado todo.

Por fin aparecerían las palabras prometidas -ahora que yo no las esperaba-. El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada. «Pobre, me decía a mí mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le será difícil manejar ese cuerpo…»

Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las mías.

«Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia…».

Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y creí que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía llenarse de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que acababa de oír. Después pensé que yo me había quedado, indebidamente, con la angustia de su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla. Pero en seguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se deslizaron otras. Debe haber sido con el que estuvo antes en la pequeña ciudad de Italia. Y después de perderlo, en Suiza, es posible que haya salido de allí sin saber que todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho que no encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del ferrocarril la debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado, decidió bajarse en la pequeña ciudad de Italia, peor en ese otro lugar se ha encontrado, sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas. Ahora ella no podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que Alcides me ha contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida de su marido, sino simplemente: «Margarita fue trastornada toda su vida», y María atribuía la rareza de su ama a «tanto libro». Tal vez ellos se hayan confundido porque la señora Margarita no les habló de su pena. Y yo mismo, si no hubiera sabido algo por Alcides, no habría comprendido nada de su historia, ya que la señora Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.

Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella volvieron, la señora Margarita parecía instalada en una habitación del primer piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oyó ruidos, y fue hacia una ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de otras luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que le había estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si el agua era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero después el agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y caminaba con cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruido pero igual se levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en la noche anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba, ahora era por entre hojas que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando, dentro de sus propios ojos y las miradas de los dos se había detenido en una misma contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por dormirse, tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del fondo del agua. Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había dejado un aviso en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la miraran. Entonces la señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando, descalza y asombrada, por su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era distinto, como si alguien hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba con otro aire y otro sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el agua; y al volver a su cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y esperadas desde hacía mucho tiempo.

A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que hablaban en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la noche y pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie. Pero escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que ellas empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que las echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejaría engañar por la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una regadera en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de agua, haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida, pensó: «No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que no puede explicarse». Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor de cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver el agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que la misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: «No, esto es muy serio; alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma».

Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el agua se dio cuenta que por su mirada descendía un pensamiento. Aquí la señora Margarita dijo estas mismas palabras: «un pensamiento que ahora no importa nombrar» y, después de una larga carraspera, «un pensamiento confuso y como deshecho de tanto estrujarlo. Se empezó a hundir, lentamente y lo dejé reposar. De él nacieron reflexiones que mis miradas extrajeron del agua y me llenaron los ojos y el alma. Entonces supe, por primera vez, que hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en ella se refleja y que recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que entregar el cuerpo al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo penetra y él nos cambia el sentido de la vida». Fueron éstas, aproximadamente, sus palabras.

Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroyo, y en el primer momento no se acordó que por los arroyos corría agua -algo del mundo con quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la corriente, y en seguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se dirigía a ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar lejano, gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de un árbol; anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la señora Margarita oyó pasos sordos, con palpitaciones. Tuvo una angustia de presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían el agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.

Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente. Mientras el marido la miraba, embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y cuando se fue a llevar una copa a los labios, la señora pensó: «En qué bocas anda el agua». En seguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de lágrimas. Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó agitada y con el recuerdo del arroyo llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en favor del arroyo: «Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie puede con ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle una trampa y encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio sucio, y ese pozo es como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como de paso, vertiginoso, si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan; ese debe ser, también, el sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo estar con mis pensamientos y mis recuerdos como en un agua que corre con gran caudal…» Esta marea de pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se levantó de la cama, preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el corredor sin querer mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: «El agua es igual en todas partes y yo debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del mundo». Pasó un tiempo angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril. Pero después el ruido de las ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que había dejado en la fuente del hotel; recordó la noche en que estaba sucia y llena de hojas, como una niña pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole algo; pero si no había cumplido la promesa de una esperanza o un aviso, era por alguna picardía natural de la inocencia. Después la señora Margarita se puso una toalla en la cara, lloró y eso le hizo bien. Pero no podía abandonar sus pensamientos de agua quieta: «Yo debo preferir, seguía pensando, el agua que esté detenida en la noche para que el silencio se eche lentamente sobre ella y todo se llene de sueño y de plantas enmarañadas. Eso es más parecido al agua que llevo en mí, si cierro los ojos siento como si las manos de una ciega tantearan la superficie de su propia agua y recordara borrosamente, un agua entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le quedara un poco de vista».

Aquí se detuvo un rato, hasta que yo tuve conciencia de haber vuelto a la noche en que estábamos bajo las ramas; pero no sabía bien si esos últimos pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le había ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al pie de la escalera.

Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve el recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.

En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta que ella pertenecía al marido, sino que yo había pensado demasiado en ella; y a veces de una manera culpable. Entonces parecía que fuera yo el que escondía los pensamientos entre las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastrara a mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que yo recibía en mi propia vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión; llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho tiempo y apenas cometido un gran pecado.

De pronto me di cuenta que de mi propia alma me nacía otra nueva y que yo seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea de su marido. Y cuando ella terminó de hablar y yo subía la escalera de cemento armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles.

Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera el relato de la señora Margarita; fui cayendo con una sorpresa lenta, en mi alma de antes, y pensando que yo también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que hoy había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima de un pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con bastantes detalles y cargados, con un sentido que yo conocía bien. Habían empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza me quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme de aquella casa; pero eso fue como si al despertar, hiciera un movimiento con la intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir durmiendo. Otra tarde quise imaginarme -ya lo había hecho con otras mujeres- cómo sería yo casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que si su soledad me inspirara lástima y yo me casara con ella, mis amigos dirían que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al descubrirme caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la vereda angosta que rodeaba al lago, en las noches que ella quería caminar).

Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía ejercer a gran distancia, como si yo fuera un satélite, y al mismo tiempo que se me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más libremente. Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera desaparecer el tul.

A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo, por teléfono: «Le ruego que vaya a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero que usted me vea sin el agua». Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí recibiría el aviso para volver.

La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y en el momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió al poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: «Los dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles». Pero esta coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían llevarme con la primera señora Margarita, yo tenía, también, en el fondo de mi pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero mis abuelos aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta y se exterminaran de un golpe.

En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para ampliar su mala manera de pensar en ella). Además yo ya estaba bastante confundido con mis dos señoras Margarita y vacilaba entre ellas como si no supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la última señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y tuve la idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me confundiera entre los recuerdos del marido, y yo, después, pudiera sustituirlo.

Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres humanos, los ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté el viaje con una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que yo me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes. Primero llegó Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a tomar. No la había despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los primeros días. La señora Margarita, sin decirle una palabra, la empujó, y Filomena cayó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la acompañó y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó, tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre gomas infladas, como las que los niños llevan a las playas), volcó una botella de aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el tocador. Ella pidió agua por teléfono, «como si allí no hubiera bastante o no fuera la misma que hay en toda la casa», decía María.

La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la señora Margarita y yo no encontraríamos las palabras y los pensamientos como los habíamos dejado, debajo de las ramas.

Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como ya había ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán. Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo. Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada -ella no me dio detalles- tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver tierra se dio cuenta que el agua del océano no le pertenecía, que en ese abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios y cuando miraban la inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no en una bañera, y de entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en su camarote, y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y revistas, como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que se movía entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y yo me di cuenta que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no coincidían, echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar sus palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo sus pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo que en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba apoyada en una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que apenas dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por la superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la hiciera tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo conciencia que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua dulce del cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se precipitaban tan seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida toda la cubierta era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió a mirar el mar, que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad conque un animal se traga a otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de pronto su cuerpo se empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara, como un temblor de tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que buscara pensamientos que justificaran su risa y por fin se dijo. «Esta agua parece una niña equivocada; en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra agua». Después sintió ternura en lo dulce que sería para el mar recibir la lluvia; pero al irse para su camarote, moviendo su cuerpo inmenso, recordó la visión del agua tragándose la otra y tuvo la idea de que la niña iba hacia su muerte. Entonces la ternura se le llenó de una tristeza pesada, se acostó en seguida y cayó en el sueño de la siesta. Aquí la señora Margarita terminó el relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi pieza.

Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer yo oí el ruido de las budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que acompañarla en su «velorio». Ella me esperó al pie de la escalera cuando ya era casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de que había estado oyendo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto a la pared.) Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda, con una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un conciliábulo de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis remos tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio. En ese instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la pared -menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y el tocador- había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores; recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca, suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y me dijo que yo hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme con un chivo blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió trayendo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las fuera poniendo en el agua. Al subir, yo me caí en la cama; me levanté en seguida pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo las budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me dijo: «Por favor, no las ponga así que parece un velorio». (Entonces me di cuenta del error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando el tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y yo tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella se le cayó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo y se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí había también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de tocar el gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar la puerta que era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la cama, empezó a arreglar las almohadas y me hizo señas para que yo tocara el gong. A mí me costó hacerlo; tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la cama para no rozar sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía miedo de caerme al agua -la profundidad era sólo de cuarenta centímetros-. Después de hacer sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al retirarme- andando hacia atrás porque no había espacio para dar vuelta-, vi la cabeza de la señora recostada a los pies del chivo, y la mirada fija, esperando. Las budineras, también inmóviles, parecían pequeñas barcas recostadas en un puerto antes de la tormenta. A los pocos momentos de marchar los motores el agua empezó a agitarse; entonces la señora Margarita, con gran esfuerzo, salió de la posición en que estaba y vino de nuevo a arrojarse de bruces a los pies de la cama. La corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar las budineras, unas contra otras, y después de llegar a la pared del fondo volvió con violencia a llevarse las budineras, a toda velocidad. Se volcó una y en seguida otras; las velas al apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la señora Margarita, pero ella, previendo mi curiosidad, se había puesto una mano al costado de los ojos. Rápidamente, las budineras se hundían en seguida, daban vueltas a toda velocidad por la puerta del zaguán en dirección al patio. A medida que se apagaban las velas había menos reflejos y el espectáculo se empobrecía. Cuando todo parecía haber terminado, la señora Margarita, apoyada en el brazo que tenía la mano en los ojos, soltó con la otra mano una budinera que había quedado trabada a un lado de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa budinera también se hundió en seguida. Después de unos segundos, ella, lentamente, se afirmó en las manos para hincarse o para sentarse sobre sus talones y con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla perdida entre la gordura de la garganta, miraba el agua como una niña que hubiera perdido una muñeca. Los motores seguían andando y la señora Margarita parecía, cada vez más abrumada de desilusión. Yo, sin que ella me dijera nada, atraje el bote por la cuerda, que estaba atada a una pata de la cama. Apenas estuve dentro del bote y solté la cuerda, la corriente me llevó con una rapidez que yo no había previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si yo hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún secreto. En el patio, la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté en el sillón del bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las vueltas que había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra persona, y a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y me vino una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía por qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme hablar ni una palabra; por ahora yo estaba seguro que nunca me encontraría plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote para pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más decirle.

Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar. Al principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla. Tal vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que correr y dejar sugerencias a su paso; pero yo me moriré con la idea de que el agua lleva adentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier manera yo soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie podrá prohibir que conserve mis recuerdos en el agua.

Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:

-¿Vio qué pronto instalamos las regaderas?

-Sí, y… ¿anda bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).

-Cómo no… Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.

Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:

«Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones. Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera de mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que me acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia en seguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso es lo que hará mañana.

«Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta le hace. Margarita.

«P.D. Si por causalidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le he contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas palabras: «Esta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté muerto.»

Una partícula de verdad. Anónimo hindú

En compañía de uno de sus acólitos, el diablo vino a dar un largo paseo por el planeta Tierra. Habiendo tenido noticias de que la Tierra era terreno de odio y perversidades, corrupción y malevolencia, abandonó durante unos días su reino para disfrutar de su viaje. Maestro y discípulo iban caminando tranquilamente cuando, de súbito, este último vio una partícula de verdad. Alarmado, previno al diablo:

-Señor, allí hay una partícula de verdad, cuidado no vaya a extenderse.

Y el diablo, sin alterarse en lo más mínimo, repuso:

-No te preocupes, ya se encargarán de institucionalizarla.

Juan Rulfo: Acuérdate. Cuento

Juan Rulfo.
México, 1918 – 1986

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el «rezonga ángel maldito» cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos «el Abuelo» por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban «hosannas» y «glorias» y la canción esa de «ahí te mando, Señor, otro angelito». De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña «para que se les endulzara la boca a sus hijos». Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: «Ya me las pagarán caro».

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.

Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

 

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