Ambrose Bierce: La muerte de Halpin Frayser. Cuento

bierce-last-photoI.

Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos (encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido que el cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido a tales encuentros manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo sentimiento natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se sabe de algunos espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se transforman en malignos después de la muerte. -Hali.

Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la mirada durante un rato en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue». No agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso. El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su paradero actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir en los bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda, arropado únicamente por las ramas de las que han caído las hojas y el cielo del que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años, y Frayser ya había cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con mucho las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido una distancia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está claro que Halpin Frayser muriera por estar a la intemperie.

Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las colinas que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y Frayser no supo orientarse. Aunque lo más apropiado hubiera sido descender, como todo el que se pierde sabe, la ausencia de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse camino en la oscuridad a través de las matas de manzanita y otras plantas silvestres, confuso y rendido por el cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le invadió rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba, abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del durmiente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que no conocía.

Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El hecho de que al despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un nombre desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó lo bastante curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un ligero escalofrío, en atención a la extendida opinión del momento sobre la frialdad de las noches, se acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí iba a ser recordado. Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más allá del lecho las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a una bifurcación: del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía tiempo porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado por una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.

Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una lengua extraña Frayser comprendió en parte, surgieron de los árboles laterales. Parecían fragmentos de una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma. Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una carreta emitía un reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y hundió la mano en él. Al sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre! Sangre que, como pudo observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que bordeaban profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas; la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una lluvia roja. Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.

Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible con la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las amenazas y misterios que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el momento de su pecado, pero todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron confusamente imágenes de escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar por ningún lado lo que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su espanto; se sentía como el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan horrorosa era la situación —la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan terrible, tan silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente contra su sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan manifiestamente ultraterrenas— que no la pudo soportar por más tiempo y, haciendo un gran esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus facultades al silencio y la inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse. Entonces todo volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con ánimos para proseguirla.

—No voy a someterme sin ser escuchado —dijo—. Puede que también haya poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota con una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso mortal, un penitente, un poeta inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo en sueños.

Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del cual dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir. Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre, comenzó a escribir con rapidez. Apenas había rozado el papel con la punta de la rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la distancia y fue aumentando mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que concluyó en un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de nuevo al mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había movido y estaba muy cerca.

Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su cuerpo como de su espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el afectado; era como una intuición, como una extraña certeza de que algo abrumador, malvado y sobrenatural, distinto de las criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desaparecido y se habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado. Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada pluma parecía no agotarse. Pero en medio de una frase sus manos se negaron a continuar, sus brazos se paralizaron y el cuaderno cayó al suelo. Impotente para moverse o gritar, se encontró contemplando el rostro cansado y macilento de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y silenciosa en su mortaja.

II.

En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville, Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las oportunidades sociales y educativas propias de su época y posición, y habían desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin, que era el más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente la doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser père era lo que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o mejor dicho, su región y su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo podía prestar a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío, incluido el suyo, de los líderes políticos.

El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante sentimental, más amigo de la literatura que de las leyes, profesión para la que había sido educado. Aquellos parientes suyos que creían en las modernas teorías de la herencia veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su bisabuelo materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la época colonial. Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de no considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una suntuosa copia de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de un mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento poniéndose a balar en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido popular de dedicarse a tareas orientadas por la ambición, sino en el de despreciar aquellas cualidades que apartan a un hombre de la beneficiosa vocación política.

Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él encarnaba fielmente la mayoría de las características mentales y morales atribuidas por la tradición histórica y familiar al famoso bardo colonial, sólo se le consideraba depositario del don y arte divino por pura deducción. No sólo no había cortejado jamás a la musa sino que, a decir verdad, habría sido incapaz de escribir correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin embargo nadie sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira. Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre existía una gran comprensión, pues la señora era, en secreto, una ferviente discípula de su abuelo; pero, con el tacto digno de elogio en personas de su sexo (algunos calumniadores prefieren llamarlo astucia), siempre había procurado ocultar su afición a todos menos a aquél que la compartía. Este delito común constituía un lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su infancia Halpin era un mimado de su madre, hay que decir que él había hecho todo lo posible porque así fuera. A medida que se acercaba al grado de virilidad característico del sureño, a quien le da igual la marcha de las elecciones, la relación con su hermosa madre —a quien desde niño llamaba Katy— se fue haciendo más fuerte y tierna cada año. En esas dos naturalezas románticas se manifestaba de un modo especial un fenómeno a veces olvidado: el predominio del elemento sexual en las relaciones humanas, que refuerza, embellece y dulcifica todos los lazos, incluso los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes no los conocían, al observar su comportamiento, los tomaban a menudo por enamorados.

Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente y, después de jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las horquillas, dijo, intentando aparentar tranquilidad:

—¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?

Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la que sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata. Evidentemente le importaba y las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos marrones así lo indicaban. —Hijo mío —dijo mirándole con infinita ternura—, debería haber adivinado que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato, señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu cara estaba cubierta con un paño como el que se pone a los muertos. Tu padre, cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido, tú y yo sabemos que tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las marcas de unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa que no debes ir a California. O tal vez que debes llevarme contigo.

Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa interpretación no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del joven. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquel sueño presagiaba una calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica, que una visita a la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que iba a ser estrangulado en su patria chica.

—¿No hay balnearios de aguas medicinales en California —continuó la señora Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueñoen los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan rígidos; estoy casi segura de que hasta durmiendo me producen dolor.

Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos parecieron menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad. El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos sobre el deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la otra se quedó en casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido. Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país lejano. Pero sus desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en una isla al sur del Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes fueran rescatados por una goleta mercante y devueltos a San Francisco. Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que había sido en los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda de extraños, y fue mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de Santa Helena, en espera de noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a cazar y soñar.

III.

La aparición del bosque —esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a su madre— era horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco le traía recuerdos agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba ningún sentimiento especial, pues cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo. Intentó volverse y huir pero las piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar los pies del suelo. Los brazos le colgaban inertes en los costados; sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo atrás aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio. La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque, triunfante tras aquella monstruosa culminación de terrores, desapareció de su mente con todas sus imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y se abalanzó sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida propia, ciega e insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía hechizada.

Por un instante vio ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un simple espectador; esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró su identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival. Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La imaginación que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del combate es su misma causa. A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y actividad que parecían inútiles, sintió cómo unos dedos fríos se aferraban a su garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de distancia, aquel rostro muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido de tambores lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.

IV.

Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina de vapor —el fantasma de una nube— que se acercaba a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus estériles alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan parecida a una fantasía hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren, miren, rápido: en un momento habrá desaparecido.»

Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo se adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros. Al mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con pequeños jirones de niebla que, con la sensata intención de ser absorbidos, surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer imposible la visión de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris y opaco. En Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza, tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada vez más y se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y los pájaros estaban posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la mañana era pálida y fantasmal, sin color o brillo alguno.

Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena en dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie les habría confundido con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de Napa y un detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era cazar a un hombre. —¿Está muy lejos? —preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al descubierto la tierra seca que había bajo la superficie húmeda del camino.

—¿La iglesia blanca? Como a media milla —contestó el otro—. Por cierto —añadió—,ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris por los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en ella servicios religiosos. Tiene un cementerio que haría las delicias de un poeta. ¿Adivina usted por qué mandé

buscarle y le advertí que viniera armado?

—Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas, creo que lo que usted quiere es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del cementerio.

—¿Se acuerda usted de Branscom? —preguntó Jaralson, respondiendo al ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.

—¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de trabajo y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no hemos conseguido echarle la vista encima. No querrá usted decir que…

—Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches viene al viejo cementerio de la iglesia blanca.

—¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.

—Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación de volver.

—Es el último lugar que se nos habría ocurrido.

—Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé allí.

—¿Y le encontró?

—¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara conmigo. ¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es que usted necesita la otra mitad.

Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que nunca.

—Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted —dijo el detective—. Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.

—Ese hombre debe de estar loco —dijo el ayudante del sheriff. La recompensa es por su captura y condena. Si está loco, no le condenarán.

El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo involuntariamente un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.

—Bueno, lo parece —asintió Jaralson—. Debo admitir que nunca he visto un canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto… Reúne todo lo peor de la vieja y honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a por él y no se me escapará. La gloria nos espera. Nadie más sabe que está a este lado de las Montañas de la Luna.

—De acuerdo —dijo Holker—. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde pronto yacerás —añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas en las inscripciones funerarias—. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir que su verdadero nombre no es Branscom.

—Entonces ¿cuál es?

—No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en la memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de degollar era viuda cuando él la conoció. Había venido a California a buscar a unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero bueno, usted ya conoce esa historia.

—Naturalmente.

—Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró la tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la lápida.

—Yo no sé dónde está esa tumba —contestó Jaralson, algo reacio a admitir su ignorancia acerca de un detalle tan importante en el plan—. He estado inspeccionando el lugar, nada más.

Precisamente identificar esa tumba es una parte del trabajo que hemos de realizar esta mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca. El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante espesos, no llegaban a ser impracticables. Al principio Holker no veía el edificio pero, al adentrarse en el bosque, sus vagos contornos, que parecían enormes y distantes, aparecieron entre la bruma. Unos cuantos pasos más y ahí estaba, claramente visible, oscurecido por la humedad y de un tamaño insignificante. Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de caja de embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las ventanas rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos californianos de lo que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado». Tras un rápido vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte posterior, llena de maleza húmeda.

—Le voy a mostrar dónde me sorprendió —dijo—. Éste es el cementerio.

Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no más de una, entre los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras descoloridas y las tablas podridas que, cuando no estaban en el suelo, descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras, por las estacas carcomidas que las rodeaban y, más raramente, por un montículo de hojarasca bajo la que se podían distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que acogía los restos de algún pobre mortal —quien, con el paso del tiempo, había sido abandonado por el círculo de sus afligidos amigos— no estaba indicado más que por una depresión en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían unos grandes árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y significativa como en una aldea de muertos olvidados.

Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos matorrales; de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la escopeta a la altura del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció con la vista clavada frente a él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza, le imitó y, aunque no había visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con Holker tras él. Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos hombres, en silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer momento suelen llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que más rápidamente responde a las mudas preguntas de una curiosidad sana. El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de desesperada pero inútil resistencia a… no se sabe qué.

Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas mallas se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una lucha encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa aparecían tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus pies hojarasca en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas humanas aparecían junto a sus caderas. La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el rostro del cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos tenían un color púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve prominencia del terreno, lo que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos en dirección contraria a la de los pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de unos dedos, sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho después de producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa empapada y unas gotas de agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote. Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún comentario. Después Holker rompió el silencio.

—¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.

Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo, inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.

—Esto es obra de un loco —dijo sin apartar la vista de la espesura—. La obra de Branscom… Pardee.

Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de Holker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía hojas en blanco para anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y garabateadas a lo largo de varias páginas, aparecían las siguientes líneas, que Holker leyó en voz alta, mientras su compañero seguía vigilando los oscuros confines de aquel entorno y escuchaba con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:

Víctima de algún oculto maleficio, me encontré

entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.

El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas

en simbólica y funesta hermandad.

El sauce cavilante murmuraba al tejo;

debajo, la mortal belladona y la ruda,

con siemprevivas trenzadas en extrañas formas

funerarias, crecían junto a horribles ortigas.

No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,

ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.

El aire estaba estancado y el silencio era

un ser vivo que respiraba entre los árboles.

Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,

de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.

Los árboles sangraban y las hojas exhibían,

a la luz embrujada, un fulgor rojizo.

¡Grité! El hechizo, aún sin romper,

dominaba mi espíritu y voluntad.

¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,

luché contra monstruosos presagios de maldad.!

Al fin, lo invisible…

Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a mitad de un verso.

—Suena a Bayne —dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto. Había dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.

—¿Quién es Bayne? —preguntó Holker sin mucho interés.

—Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este poema, por algún error, no aparece en ellos.

—Hace frío —dijo Holker—. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.

Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la elevación del terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del muerto, su pie tropezó con un objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una lápida caída sobre la que, con dificultad, se podían leer las palabras «Catherine Larue».

—¡Larue, Larue! —exclamó Holker con excitación repentina—. Ese es el verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!

—Aquí hay algo que me huele muy mal —dijo el detective Jaralson—. No me gustan nada estas historias.

De entre la niebla —y al parecer desde muy lejos les llegó el sonido de una risa sofocada y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que ronda en la noche del desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a poco y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció rozar los límites del círculo de visión de los dos hombres. Era una risa tan sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor indescriptible. No movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que sus débiles notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una distancia enorme

Ambrose Bierce: La jarra de sirope. Cuento

bierce_youngEste relato comienza con la muerte de su protagonista. Silas Deemer falleció el dieciséis de julio de 1863 y, dos días después, sus restos recibieron sepultura. Su entierro, según el periódico local, fue «muy concurrido», pues todos los hombres, mujeres y hasta los más jóvenes de su pueblo le habían conocido personalmente. De acuerdo con una costumbre de la época, el féretro fue abierto junto a la tumba para que los amigos y vecinos asistentes desfilaran ante él y pudieran contemplar, por última vez, el rostro del finado. Después, a la vista de todos, Silas Deemer fue inhumado. Se puede afirmar que, aunque no todos los presentes estuvieran muy atentos, el sepelio no pasó inadvertido y cumplió las formalidades exigidas: Silas estaba indudablemente muerto y nadie podría mencionar un solo fallo en la ceremonia que hubiera justificado su regreso desde la tumba. Sin embargo, y a pesar de que el testimonio humano tiene siempre una gran validez en cualquier situación (incluso una vez consiguió acabar con la brujería en Salem), Silas regresó.

Olvidé señalar que estos hechos tuvieron lugar en el pueblecito de Hillbrook, donde Silas había vivido durante treinta y un años. Su profesión fue la que en algunas partes de la Unión (país libre reconocido) se conoce como tendero; es decir, tenía un comercio en el que vendía las mercancías propias de este tipo de negocios. Nadie puso nunca su honradez, al menos por lo que sabemos, en tela de juicio, pues todo el mundo le tenía en gran estima. Los más exigentes hubieran podido reprocharle un celo riguroso en su actividad. No lo hicieron, aunque a otros que mostraban menos interés en su trabajo se les juzgaba con más severidad. El negocio de Silas era, en su mayor parte, de su propiedad, y eso, probablemente, pueda haber supuesto una diferencia. En el momento de su fallecimiento nadie recordaba un solo día, exceptuando domingos, que no hubiera pasado en la tienda desde su apertura, veinticinco años antes. Su salud había sido siempre estupenda y nunca había sentido una tentación suficientemente fuerte como para abandonar el mostrador.

Se cuenta que una vez se le citó como testigo en un importante caso y no se presentó. El abogado que tuvo la osadía de pedir que se le amonestara fue informado solemnemente de que la sala consideraba dicha petición «con extrañeza». Como a los abogados no les gusta provprovocar la sorpresa judicial, la moción fue rápidamente retirada y se llegó a un acuerdo entre las partes sobre lo que el señor Deemer habría dicho si hubiera estado presente (acuerdo que fue aprovechado hasta el límite por la acusación para que el supuesto testimonio dañara claramente los intereses de la defensa). En resumen, toda la región coincidía en que Silas Deemer representaba la única verdad inamovible en Hillbrook y en que su desplazamiento podría traer consigo una desgracia pública o una calamidad fatal. La señora Deemer y sus dos hijas mayores ocupaban el piso superior de la tienda, pero a Silas nunca se le había ocurrido dormir en otro lugar que no fuera su catre tras el mostrador. Y fue precisamente allí donde una noche le encontraron, casi por accidente, agonizando, y donde expiró sin tiempo apenas para echar el cierre. Aunque no hablaba, parecía consciente, y los que mejor le conocieron creen que, si su final se hubiera retrasado más allá de la hora normal de apertura, las consecuencias que tal situación hubiera producido sobre él habrían sido lamentables.

Tal era el carácter de Silas Deemer y tal la precisión e invariabilidad de su vida y costumbres que el humorista del pueblo (que hasta había estado una vez en la Universidad) propuso otorgarle el sobrenombre de Viejo Ibidem, y señaló sin ningún ánimo de ofender, en la edición del periódico local posterior a su muerte, que Silas se había tomado «un día libre». En realidad fue más de un día, aunque si nos remitimos a las pruebas, parece que el señor Deemer dejó bien claro, en sólo un mes, que no disponía de tiempo para estar muerto. Uno de los ciudadanos más respetables de Hillbrook era Alvan Creede, el banquero. Residía en la casa más elegante de la localidad, disponía de carruaje y era considerado digno de aprecio por muchas razones. Como solía ir a Boston con frecuencia, conocía las ventajas que proporciona viajar. Se decía incluso que una vez había estado en Nueva York, pero rechazaba con modestia tan admirable distinción. El asunto se menciona aquí con el único propósito de subrayar la valía del señor Creede ya que, en cualquier caso, honra a su inteligencia, si es que había entrado en contacto, aunque fuera temporalmente, con la cultura metropolitana; y a su franqueza, en caso contrario. Una agradable noche de verano, sobre las diez, el señor Creede, después de cruzar la verja de su jardín y recorrer bajo la luz de la luna el paseo de gravilla, subió los escalones de piedra de su elegante mansión. Se detuvo un instante y metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta se encontró con su esposa, que se dirigía a la biblioteca. Ella le saludó amablemente y sostuvo la puerta para que entrara. Pero Alvan Creede se volvió y, mirando hacia sus pies, exclamó con sorpresa:

—Pero, ¿qué diablos ha sido de la jarra?

—¿Qué jarra, Alvan? —preguntó su mujer, que no le entendía.

—Una jarra de sirope de arce que traía de la tienda y dejé ahí para abrir la puerta. ¿Dónde diablos…?

Un —Alto, alto, Alvan. Deja de hablar así —dijo la señora, interrumpiéndole.

Hay que señalar que Hillbrook no es el único lugar de la cristiandad en que un politeísmo rudimentario prohíbe tomar el nombre del diablo en vano. La jarra que, gracias a un relajado estilo de vida provinciano, el más ilustre vecino había traído desde la tienda, había desaparecido.

—¿Estás seguro, Alvan?

—Pero, querida, ¿crees que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra en las manos? Compré el sirope en la tienda de Deemer. Él mismo la llenó, me la dio y…

La frase permanece hasta hoy inconclusa. El señor Creede entró en la casa tambaleándose, cruzó el recibidor y se dejó caer sobre un sillón. Le temblaban las extremidades. De pronto se había dado cuenta de que Silas Deemer llevaba tres semanas muerto. La señora Creede, en pie junto a su esposo, le observaba con sorpresa y preocupación.

—Por el amor de Dios —dijo—, ¿qué te pasa, Alvan?

Como sus males no tenían una relación aparente con un pase a mejor vida, el señor Creede no consideró necesario dar una explicación y permaneció en silencio, con la mirada perdida. Hubo un largo silencio, roto únicamente por el rítmico tictac del reloj que, más lento que de costumbre, parecía concederle cortésmente algo de tiempo para recuperar la cordura.

—Jane, me he vuelto loco, eso es lo que ocurre —farfulló con voz apagada

— Me lo podrías haber dicho antes de que los síntomas llegaran a tal extremo que yo mismo los descubriera. Imaginé que pasaba por delante del comercio de Deemer; estaba abierto y había luz dentro, al menos así me lo pareció. Ya, ya sé que lleva tiempo cerrado. Pero Silas estaba de pie detrás del mostrador. Le vi con la misma claridad que te estoy viendo a ti. Recordé que necesitabas un poco de sirope de arce, así que entré y lo compré. Eso fue todo. Compré dos cuartos a Silas Deemer que, desde luego, está bien muerto y enterrado; pero, a pesar de ello, echó el sirope del tonel a la jarra y me la dio. Incluso me dirigió la palabra; con un tono más grave, eso sí, más grave del que era su tono habitual… pero no me acuerdo de lo que me dijo. ¡Dios santo!, le vi. Le vi y hablé con él… ¡Y está muerto! Bueno, todo esto lo imaginé, porque estoy loco, mas loco que una cabra. Y tú sin decirme nada.

Este monólogo dio tiempo a la señora Creede para recuperarse.

—Alean —dijo—, tú nunca has dado muestras de locura, créeme. Sin duda todo ha sido una ilusión. No puede ser otra cosa, ¡sería horrible! Pero no estás loco; lo que pasa es que trabajas demasiado. No deberías haber asistido esta tarde al consejo de administración. No sé cómo no se dieron cuenta de que estabas enfermo. Sabía que algo iba a ocurrir.

El señor Creede seguramente pensó que el presentimiento de su mujer llegaba demasiado tarde. Pero no dijo nada porque estaba preocupado por su situación. Había conseguido tranquilizarse y ahora empezaba a pensar con coherencia.

—Sin duda el fenómeno fue subjetivo —explicó, con ridículos términos de argot científico—, pues, aunque la aparición de un espíritu e incluso su materialización son posibles, la visión y tangibilidad de una jarra de medio galón, hecha de tosca y ruda cerámica, salida de la nada, es difícilmente concebible.

Cuando estaba acabando de hablar, su hija pequeña, en camisón, entró correteando en la habitación. Se echó sobre su padre y, rodeándole el cuello, dijo:

—Papi malo, olvidaste entrar a darme un beso. Te oímos abrir la puerta y nos levantamos. —Y añadió—: Papi, Eddy dice que si se puede quedar con la jarrita cuando esté vacía.

Mientras el significado completo de aquella revelación llegaba al cerebro de Alvan Creede, éste se estremeció palpablemente. Era evidente que la niña no podía haber entendido una sola palabra de la conversación anterior. Como las propiedades de Silas Deemer estaban en manos de un administrador que consideraba que lo mejor era deshacerse del negocio, la tienda había sido cerrada a la muerte de su propietario, y los artículos vendidos a otro comerciante que se los había llevado en bloque. También estaban vacías las habitaciones superiores, pues la viuda y sus hijas se habían marchado a otra ciudad. La tarde siguiente a la aventura de Alvan Creede (que de algún modo ya era de dominio público) una multitud de hombres, mujeres y niños llenaba la acera frente a la tienda. Aunque muchos se mostraban incrédulos, todos los habitantes de Hillbrook sabían que el espíritu de Silas Deemer rondaba por el lugar. Los más agresivos y, en general, los más jóvenes lanzaban piedras contra la fachada, poniendo especial cuidado en no dar a las ventanas que aún tenían las persianas subidas: la incredulidad todavía no llegaba a maldad. Unas pocas almas audaces cruzaron la calle y golpearon en la puerta. Tras encender unas cerillas, las acercaron al escaparate con el fin de poder ver algo en el oscuro interior. Otros espectadores hacían alarde de su ingenio desafiando al fantasma con gritos y chillidos a una carrera.

Pasado un rato sin que ocurriera nada, y cuando algunos comenzaban a marcharse, los que quedaban advirtieron que el interior de la tienda estaba bañado por una luz amarillenta y difusa. En ese instante todas las manifestaciones cesaron. Los intrépidos que se habían acercado a la puerta y a las ventanas retrocedieron hasta la acera y se mezclaron con el gentío; los jóvenes dejaron de tirar piedras. Ahora nadie levantaba la voz sino que, con nerviosos susurros, señalaban hacia aquella claridad que iba en aumento. Era difícil saber cuánto tiempo había pasado desde el primer resplandor, pero al final la luz fue suficiente para iluminar todo el interior de la tienda. Y en ella, de pie tras el mostrador, junto a su mesa, se pudo ver claramente a Silas Deemer. El efecto sobre la multitud fue increíble. La gente comenzó a dispersarse con rapidez por ambos flancos, y los más asustadizos abandonaron definitivamente el lugar. Muchos corrían con todas las fuerzas que les daban sus piernas; otros, con mayor dignidad, se marchaban despacio y volvían de vez en cuando la cabeza para echar un último vistazo por encima del hombro. Al final sólo quedaron unos veinte, casi todos hombres, que permanecían en silencio, absortos, y mostraban un aspecto nervioso. El fantasma no les prestó la más mínima atención: al parecer estaba ocupado con su libro de cuentas.

Al cabo de unos instantes, tres hombres salieron del grupo que había en la acera y, llevados por un mismo impulso, cruzaron la calle. Cuando uno de ellos, el más robusto, estaba a punto de derribar la puerta con el hombro, ésta, al parecer sin mediación humana, se abrió y los audaces investigadores entraron. Apenas cruzaron el umbral, según pudieron observar los timoratos observadores exteriores, comenzaron a actuar de un modo inexplicable: tendían sus manos en busca de ayuda, seguían trayectorias tortuosas, chocaban entre ellos, con el mostrador, con las cajas y toneles… Iban de un lado para otro en busca de una salida, pero parecían incapaces de volver sobre sus pasos. A pesar de sus gritos y maldiciones, el fantasma de Silas Deemer seguía sin mostrar el menor interés en lo que ocurría.

Guiados por no se sabe qué impulsos, los de fuera hicieron una simultánea y tumultuosa acometida hacia la puerta. Como todos querían ser los primeros, la entrada quedó bloqueada, por lo que finalmente decidieron ponerse en fila y avanzar de uno en uno. Por algún extraño arte espiritual o físico la observación se transformó en acción: los espectadores comenzaron a tomar parte en el espectáculo y el público ocupó el escenario. Alvan Creede, único espectador que quedaba al otro lado de la calle, pudo ver claramente lo que ocurría en el interior de la tienda, que aparecía inundado de luz y cada vez con más gente. Para los de dentro, por el contrario, la oscuridad era total: era como si los que cruzaban el umbral quedaran ciegos y enloquecieran por tal desgracia. Andaban a tientas e intentaban salir contra la corriente, a empujones y codazos, por lo que se caían y pisoteaban una y otra vez.

Se agarraban de la ropa, del pelo, de la barba; luchaban como fieras y gritaban y se insultaban furiosamente. Cuando el señor Creede vio a la última persona penetrar en aquel espantoso tumulto, la luz que antes todo lo iluminaba se convirtió en una oscuridad tan palpable para él como para los del interior. Alvan Creede dio media vuelta y se alejó de aquel lugar. A la mañana siguiente, una multitud de curiosos se reunió en torno a la tienda. Entre ellos se encontraban los que habían huido la noche anterior, envalentonados ahora por la luz del sol, y los que iban a sus labores cotidianas. La puerta del inmueble seguía abierta, pero el lugar estaba vacío. Por todo el suelo, sobre las paredes y muebles, se veían jirones de ropa y mechones de pelo. Los virulentos habitantes de Hillbrook habían conseguido, no se sabe cómo, salir de allí y habían vuelto a casa a curar sus heridas; seguro que habían pasado una mala noche. Tras el mostrador, sobre la mesa polvorienta, estaba el libro de cuentas. Las anotaciones, con letra de Deemer, acababan el dieciséis de julio, fecha de su muerte: no quedaba constancia de una posterior venta a Alvan Creede.

Y ésta es toda la historia. Las pasiones de la gente se calmaron y la razón volvió a prevalecer. Todo Hillbrook coincidía en que, teniendo en cuenta el carácter respetable e inofensivo de su primera transacción comercial bajo las nuevas condiciones, se podía permitir que Silas Deemer, después de muerto, continuara con su negocio en el viejo local, pero sin atropellos. El cronista de la localidad, de cuya obra inédita se ha extraído el relato de los hechos, tuvo la precaución de mostrarse de acuerdo con esa idea.

Ambrose Bierce: El viudo Turmore. Cuento

Ambrose-Bierce-WPA-by-Peter-Van-ValkenburghLas circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.

Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.

Mí Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.

Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.

Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado. En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.

La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de «testimonios de estima»; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas… momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.

Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia. A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.

Pásé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.

Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no le había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.

Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.

Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espírítus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.

En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa… ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir el país. Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.

Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.

En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.

Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.

En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.

 

Ambrose Bierce: El dedo medio del pie derecho. Cuento

ambrose-bierce_2363837kEs bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas «chiflados» tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.

En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo lentamente – una circunstancia en sí mismoa que alguien con juicio no se atreverá a ignorar. Está a poca distancia de la parte más solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la población masculina de la región ha expresado de la manera común en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso superior. Hierbas y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección, parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar. En pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en las columnas del periódico Advance, «la proposición de que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión lógica de las premisas». El hecho de que en esta morada el señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado del lugar para los fenómenos sobrenaturales.

A esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el vehículo. «Venga», dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los otros se alejaban en dirección de la casa – «éste es el lugar».

El aludido no se movió. «¡Por Dios!», dijo rudamente, «este es un truco, y me parece que ustedes están involucrados».

«Quizá lo estoy», dijo el otro, mirándolo directo a la cara y hablando en un tono que contenía algo de desprecio. «Recordará usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los fantasmas – «.

«No tengo miedo de nada», interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros en la puerta, que uno de ellos ya había abierto cou algo de dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras. Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz. Abrió después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo. Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo, que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la estructura.

Se veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente espectacular – podría calificarse de sensacional. Era de mediana edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros. Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante. Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley, salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del hombre parecía acentuarse por una palidez innatural – parecía no tener sangre.

La apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía. Ambos se evitaban mutuamente la mirada.

«Caballeros», dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves, «creo que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?».

El hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y sonrió.

«¿Y usted, señor Grossmith?».

El hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.

«Me harán el favor de quitarse sus abrigos».

Sus sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela asintió con la cabeza, y el cuarto hombre – el que había urgido a Grossmith a salir del carruaje – sacó del bolsillo de su gabardina dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus fundas de cuero.

«Son exactamente iguales», dijo, presentando uno a cada uno de los protagonistas – pues a estas alturas hasta el observador más lento habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a muerte.

Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla levantada. Sus personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de su rival.

«Si le place, señor Grossmith», dijo el hombre que sostenía la luz, «se colocará en esa esquina».

Señaló al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta, hacia donde Grossmith se dirigió después de que se segundo se despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad. Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.

«Caballeros», dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada condición que afectaba a las relaciones de los sentidos – «caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la puerta exterior».

Se escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que estremeció al edificio entero.

Pocos minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras, estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje mientras pasabe frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio quedó sin reclamar.

II.

Los eventos que llevaron a este «duelo en la oscuridad» fueron de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel, fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento con su propia compañía – o, como el personal del Advance lo expresó, «muy adicto a las compañías malignas». Pero también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto rechazo al intentar hacer una «entrevista».

«Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer», dijo King, «ya sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correspondiente defecto mental y moral».

«Infiero entonces», dijo Rosser gravemente «que una dama que carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por convertirse en la señora King una ardua empresa».

«Por supuesto que puedes ponerlo así», fue la respuesta; «pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean, pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi vida, y la habría hecho miserable a ella».

«En cambio», dijo Sancher, con una ligera risa, «al casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una garganta cercenada».

«Ah, sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en una mujer, el dedo medio del pie derecho».

«¡Miren a ese tipo!», dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el extraño.

Ese tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.

«¡Maldita sea su impudencia!», murmuró King, «¿qué debemos hacer?».

«Eso es fácil», replicó Rosser, levantándose. «Señor», continuó, dirigiéndose al extraño, «creo que sería mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de caballeros es claramente una situación poco familiar para usted».

El hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su cara pálida de rabia. Todos estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.

«Eres apresurado e injusto», le dijo a Rosser; «este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje».

Pero Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.

«Demando la satisfacción que merece un caballero», dijo el extraño, que se había tranquilizado. «No tengo ningún conocido en esta región. Quizá usted, señor», haciendo una reverencia a Sancher, «será tan amable de representarme en este asunto».

Sancher aceptó la confianza – algo renuente, debe confesarse, pues la apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto. King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una parte más común de la vida en en suroeste de lo que probablemente volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de «caballerosidad» que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran posibles tales encuentros es algo que veremos.

III.

En el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente, su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y alegre exhuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.

Tal era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular presteza en su obediencia a la orden.

Abriendo sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo interés en sus propios actos, el comisario después abrió una puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al parecer vacío- no conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana – la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.

En el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisada cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó fijamente el distorsionado rostro. «¡Dios misericordioso!», gritó repentinamente. «!Es Manton!».

«Tiene razón», dijo King, que claramente intentaba mantener la calma: «Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y cabello largo, pero este es él».

Podría haber agregado: «Lo reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje sólo en camisa – durante todas las despreciables acciones supimos con quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!».

Pero nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente perecido de puro terror por algo que vio – circunstancias todas que la perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con claridad.

Debatiéndose en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno al penderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con terror. En el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo – dirigiéndose desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton, había tres líneas paralelas de pisadas – ligeras, pero definidas impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de total atención, horriblemente pálido.

«¡Miren eso!», gritó, señalando con ambas manos a la pisada más cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había detenido y permanecido en pie. «Falta el dedo medio del pie – ¡era Gertrude!».

Gertrude era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.

Ambrose Bierce: El pastor Haíta. Cuento

ambrose-bierceA pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud. Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.

Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho, rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca, tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto -porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas- dedujo solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta para descansar y soñar.

Así pasaba los días de su vida, todos iguales, salvo cuando las tormentas expresaban la cólera de un dios ofendido. Entonces Haíta, refugiado en su gruta, cubriéndose la cara con las manos, imploraba que sólo a él lo castigaran por sus pecados y que el mundo se librara de ser destruido. A veces, cuando llovía a cántaros y el arroyo se desbordaba, obligándolo a llevar precipitadamente a su aterrorizado rebaño a las tierras altas, intercedía por los hombres que, según le dijeron, vivían en la llanura, más allá de las dos colinas azules que formaban el pórtico de su valle.

-Oh Hastur -así rogaba-, eres bueno por haberme dado montañas tan próximas a mi vivienda y a mi corral para que yo y mis ovejas podamos escapar de los enojados torrentes. Pero debes eximir al resto del mundo de alguna manera que yo ignoro. Si no fuera así, Hastur, no podría reverenciarte más.

Y Hastur, sabiendo que Haíta era un joven de palabra, perdonaba a las ciudades y desviaba las aguas hacia el mar.

Así había vivido siempre. Nunca pudo concebir otro modo de existencia. El santo ermitaño que moraba a la entrada del valle, a una hora de distancia, y a quien oyó hablar de las grandes ciudades donde habitan los hombres -¡pobres almas!- que no tienen ovejas, no supo darle razón de aquellos tiempos lejanos durante los cuales él mismo, según infería, debió de ser pequeño e indefenso como una oveja.

Fue al pensar en esos misterios y maravillas, y en ese horrible transformarse en silencio y corrupción que alguna vez, estaba seguro, habría de ocurrirle, como vio ocurrirle a tantas de sus ovejas, como ocurría a todos los seres vivientes excepto a los pájaros, cuando Haíta por primera vez tuvo conciencia de la desdicha de su suerte.

-No puedo ignorar -dijo- cómo y de dónde he venido. Para cumplir con mis deberes necesito saber las razones por las cuales me fueron encomendados. ¿Y qué alegría pueden darme si no sé cuánto habrá de durar? Quizá antes de que vuelva a nacer el sol, habré sido transformado, y entonces ¿qué será de mis ovejas? ¿Y qué será de mí?

Meditando en ello, Haíta se volvió melancólico y adusto. Ya no hablaba alegremente a su rebaño, ni acudía con presteza al santuario de Hastur. Ahora, en la brisa, oía el susurro de malignas deidades cuya existencia observaba por primera vez. Cada nube era el presagio de un desastre, y las tinieblas estaban llenas de horror. De su flauta de cañas no brotaban melodías, sino un triste lamento. Los espíritus del bosque y de las aguas no acudían de la espesura para oírlo; antes bien, huían a las primeras notas, como lo demostraban las hojas agitadas y los tallos doblados de las flores. Cejó en su vigilancia y perdió a muchas de sus ovejas, extraviadas por las colinas. Las que quedaban enflaquecieron y enfermaron por falta de buenos pastos, porque Haíta, en vez de buscar para ellas nuevas praderas, día tras día las conducía al mismo lugar, abstraído en sus pensamientos, obsesionado por el misterio de la vida y de la muerte, meditando en la insondable inmortalidad.

Un día, mientras daba rienda suelta a sus lúgubres reflexiones, se puso bruscamente en pie, saltó de la roca en donde estaba sentado, señaló el cielo con la mano derecha, y exclamó:

-Ya no suplicaré a los dioses que me concedan su inefable sabiduría. Tienen el deber de no hacerme daño. Yo cumpliré con el mío lo mejor que pueda, y en caso de que llegue a equivocarme, ¡que la culpa recaiga sobre sus cabezas!

De pronto, mientras así hablaba, un intenso resplandor cayó sobre él, obligándolo a levantar la cabeza. Pensó que las nubes se abrían y dejaban arder al sol. Pero no había nubes. A poca distancia de su mano, surgió una hermosa doncella. Tan hermosa era, que las flores subyugadas cerraron su pétalos y doblaron sus corolas; tan dulce era su mirada, que los picaflores acudieron como si fueran a libar en sus ojos y las abejas del bosque revolotearon en torno a sus labios. Y tal luz irradiaba, que los objetos desviaron sus sombras, arrojándolas lejos de sus pies, y esas mismas sombras fueron girando mientras ella se movía.

El pastor, en éxtasis, se arrodilló ante la doncella, en señal de adoración, y la doncella apoyó una mano en su cabeza.

-Ven -le dijo, con una voz en que resonaba la música de todas las campanillas de su rebaño-, ven, no debes adorarme porque no soy una diosa, pero si eres sincero y laborioso, viviré contigo.

Haíta se puso de pie, la tomó de la mano, tartamudeó su alegría y su gratitud, y así, las manos entrelazadas, se sonrieron en los ojos. El pastor la miraba con reverencia y arrebato. Murmuró:

-Te ruego, adorable doncella, que me digas tu nombre, y cómo y de dónde has llegado.

Al oír estas palabras, ella posó sobre sus labios un dedo amonestador y empezó a retirarse. Su hermosura sufrió un cambio visible que hizo estremecer a Haíta sin saber por qué, pues ella continuaba siendo hermosa. Una sombra gigantesca oscureció el paisaje, corriendo por el valle con la velocidad de un buitre. En la penumbra, la doncella se volvió opaca e indistinta. Su voz parecía venir de muy lejos mientras exclamaba en un tono de triste reproche:

-¡Joven ingrato y presuntuoso! ¿Deberé abandonarte en seguida? ¿Nada habrá podido refrenar tu curiosidad? ¿Por qué rompes el eterno pacto con semejante ligereza?

Indeciblemente afligido, Haíta cayó de rodillas y le imploró que se quedara. Luego, levantándose y buscándola en la creciente oscuridad, corrió dando vueltas cada vez más amplias, llamándola a gritos. Todo fue en vano. Ya no podía verla, pero oyó su voz en las tinieblas. Ésta le decía:

-No, no darás conmigo si me buscas. Vuelve a tu trabajo, pastor de poca fe, o ya nunca nos encontraremos.

Había caído la noche. Los lobos aullaban en las colinas y las ovejas aterrorizadas se agazapaban a los pies de Haíta. Obligado por la necesidad de la hora, éste olvidó su decepción, condujo su rebaño al corral, volvió al santuario, dejando que la gratitud manara de su corazón porque Hastur le había permitido salvar sus ovejas, después se retiró a su gruta y durmió.

Despertó cuando el sol ya estaba alto y brillaba en la gruta, iluminándola con su esplendor. Allí sentada junto a él, la doncella le sonreía con una sonrisa que parecía la música visible de su flauta de cañas. Él no se atrevió a despegar los labios, temiendo ofenderla como antes. No sabía qué palabras decir.

-Porque has asistido a tu rebaño -dijo ella- y no has olvidado de dar gracias a Hastur que mantuvo alejados a los lobos en la noche, aquí me tienes de nuevo. ¿Quieres que sea tu compañera?

-¿Quién no te querría para siempre? -contestó Haíta-. Oh, nunca más me dejes, hasta… hasta que el silencio y la quietud se apoderen de mí.

Haíta ignoraba la palabra muerte.

-Quisiera en verdad -prosiguió- que fueras de mi mismo sexo para que lucháramos alegremente y corriéramos carreras y nunca nos cansáramos uno del otro.

Al oír estas palabras, la doncella se puso de pie y salió de la gruta. Haíta, saltando de su lecho de fragantes hojas para alcanzarla y detenerla, pudo observar, atónito, que llovía a cántaros y que el arroyo, en medio del valle, se había salido de madre. Balaban aterrorizadas las ovejas, porque las aguas invadían el corral. Y peligraban las ciudades desconocidas de la distante llanura.

Pasaron muchos días antes que Haíta viera de nuevo a la doncella. Una tarde volvía del extremo del valle, a donde fue a llevarle leche de ovejas, torta de avena y un cesto de fresas al santo ermitaño, demasiado viejo y débil para procurarse alimento.

-¡Pobre viejo! -dijo en voz alta mientras regresaba a su morada-. Volveré mañana y lo traeré en hombros hasta mi gruta, donde podré cuidarlo. Para esto, sin duda, Hastur me ha criado durante tantos años. Para esto me ha dado salud y fuerza.

La doncella le salió al paso, envuelta en resplandecientes vestiduras, y le dijo con una sonrisa que le quitó el habla:

-De nuevo he venido a vivir contigo si ahora me quieres, porque no deseo vivir con nadie más. Tal vez ahora hayas aprendido y no me quieras distinta de lo que soy, ni pretendas saber cómo y de dónde vengo.

Haíta se arrojó a sus pies.

-Hermosa criatura -exclamó-, si te dignas aceptarlos, mi alma y mi corazón, que reverencian a Hastur, serán tuyos para siempre. Pero ¡ay! eres caprichosa e imprevisible. Antes de que amanezca, quizá te haya perdido. Prométeme, te lo ruego, que si acaso llegara a ofenderte en mi ignorancia, sabrás perdonarme y no te apartarás de mi lado.

No bien terminó de hablar, un tropel de osos bajó de las colinas, abalanzándose sobre él con rojas fauces y ardientes ojos. De nuevo desapareció la doncella, y Haíta echó a correr para salvar su vida. No se detuvo hasta llegar a la cabaña del santo ermitaño, de donde había salido. Atrancó la puerta para impedir que los osos entraran, después se arrojó al suelo y lloró.

-Hijo mío -dijo el ermitaño desde su jergón de paja que las manos de Haíta habían juntado aquella mañana-, no estás llorando por los osos. Dime qué pena te aflige, porque la vejez puede curar las heridas de la juventud con el bálsamo de la sabiduría.

Haíta se lo dijo todo: tres veces había encontrado a la radiante doncella, y tres veces la perdió. Relató minuciosamente lo que pasó entre ellos, sin omitir una palabra.

Terminó, y el santo ermitaño guardó silencio. Después de unos instantes, dijo:

-Hijo mío, he oído tu relato, y reconozco a la doncella. Yo mismo la he visto, como tantos otros. Has de saber que se llama, pues ni siquiera permite que averigües su nombre, Felicidad. Bien dijiste que era caprichosa. Impone condiciones que ningún hombre puede cumplir, y las hace pagar con su abandono. Se presenta cuando nadie la busca, y no admite preguntas. La menor curiosidad, la menor señal de duda, el menor recelo, y desaparece. ¿Por cuánto tiempo la tuviste antes de que huyera?

-Apenas un instante -confesó Haíta, enrojeciendo de vergüenza.

-¡Desgraciado joven! -dijo el santo ermitaño-. Si no fuera por tu indiscreción, la hubieses retenido un instante más.

Ambrose Bierce: El hipnotizador. Cuento

Ambrose_Bierce-1Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.

La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.

Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.

Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.

Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.

-Usted es un avestruz -le dije.

El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.

Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.

-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero…

Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.

-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.

-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.

-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.

-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo…

-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.

Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.

Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.

Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

Ambrose Bierce: El guardián del muerto. Cuento

Ambrose_Bierce_1892-10-07I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa » firmeza» en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.

II

En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.

-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.

Los otros rieron.

-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.

-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.

-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.

-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama «la confabulación de las circunstancias», y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.

-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.

-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.

El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.

-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.

-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.

-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.

-¿Quién es?

-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.

Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.

-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.

-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.

Helberson contestó resueltamente:

-Acepto la apuesta.

-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?

-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.

-Muy bien. Entonces seré el cadáver.

Los otros se echaron a reír.

Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.

III

Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.

No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.

Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.

Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.

Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.

IV

A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.

-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?

-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.

-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.

-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.

El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.

-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.

-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.

Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.

-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?

-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.

-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.

Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:

-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.

Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.

-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.

Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:

-¡Jarette, Jarette!

El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:

-¡Por allí, por allí!

Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.

En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.

-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.

-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.

Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.

-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.

El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.

-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.

-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.

Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.

-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?

-¿Cuándo?

-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.

-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.

V

Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:

-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.

Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:

-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj…

Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.

-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.

-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.

El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:

-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.

-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:

-¡Dios mío, es verdad!

El desconocido sonrió vagamente.

-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.

Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.

-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.

-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después… bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!

Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.

-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.

-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.

-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos… bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.

-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.

Ambrose Bierce: El golpe de gracia. Cuento

ambrose_bierceLa lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos…; «limpiar un poco», como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.

Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.

A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había establecido su «vivac de la muerte», un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol. Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos. Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de alguna sección del ejército… como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.

Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse. Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico, no tenía agua.

Al extremo de una angosta quebrada -una simple depresión del terreno- yacía un pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.

El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.

En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser idéntica.

Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico, saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro…

*

Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el mayor:

-Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es simplemente una sugerencia personal y extraoficial.

A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:

-Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.

Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.

Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales, y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.

El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.

El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante. No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia, en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se movían entre los hombres caídos…: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.

El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos. No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor. La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?

Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte. Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo, suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.

¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.

El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso, desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un aspecto de profunda paz y reposo.

En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba, junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.

No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.

En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.

El tercero era el mayor Creede Halcrow.

Ambrose Bierce: El engendro maldito. Cuento

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NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.

El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.

Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.

Solamente el juez le hizo un breve saludo.

-Lo esperábamos -dijo-. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.

-Lamento haberlos hecho esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.

El juez sonrió.

-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.

-Como usted guste -replicó el joven enrojeciendo con vehemencia-. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.

-Pero usted dice que es increíble.

-Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.

El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:

-Continuemos con la investigación.

Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.

-¿Cuál es su nombre? -le preguntó el juez.

-William Harker.

-¿Edad?

-Veintisiete años.

-¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?

-Sí.

-¿Estaba usted con él cuando murió?’

-Sí, muy cerca.

-Y ¿cómo se explica…? su presencia, quiero decir.

-Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.

-Y yo a veces los leo.

-Gracias.

-Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.

Algunos de los presentes se echaron a reír.

En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele hacernos reír.

-Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez-. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.

El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.

II

LO QUE PUEDE OCURRIR EN UN CAMPO DE AVENA SILVESTRE

«…apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.

»-Es un ciervo -dije-. Ojalá hubiéramos traído un rifle.

»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.

»-Venga -dije-. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?

»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.

»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.

»-Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? -le pregunté.

»-¡Ese maldito engendro! -contestó sin volverse.

Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.

»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.

»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo saco a colación porque me vino entonces a la memoria- que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje- y vi que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.

»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.

»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.

»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.»

III

UN HOMBRE, AUNQUE ESTÉ DESNUDO, PUEDE ESTAR HECHO JIRONES

El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.

El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto.

Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.

-Señores -dijo el juez-, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.

El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:

-Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo?

-Señor Harker -dijo el juez con tono grave y tranquilo-; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?

Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.

-Si ha terminado ya de insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez-, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?

-En efecto.

Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:

-Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría…

-Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba-; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.

Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:

-Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.

IV

UNA EXPLICACIÓN DESDE LA TUMBA

En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:

«…corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»

«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»

«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada…»

Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.

«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.»

«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los cobardes…»

«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»

«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»

«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»

«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.»

«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos ‘actínicos’. Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera ‘escala cromática’. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»

«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»

Ambrose Bierce: El caso del desfiladero de Coulter. Cuento

Ambrose Bierce 02-¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? -preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

-Mi general -replicó, con entusiasmo-, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente -con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

-Es el único lugar posible -afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.

El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar, aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le «agradara emplazar un cañón».

Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos estaban ordenadamente  colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado parcialmente. «Es el único lugar -repitió el general con aire pensativo- desde donde llegar a ellos.»

El coronel le miró con gravedad.

-Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.

-Es verdad… para uno solo cada vez -dijo el comandante de la división esbozando algo parecido a una sonrisa-. Pero, entonces, su bravo Coulter… tiene una batería en él mismo.

Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir. El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita desaprobación.

En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca, bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.

-Capitán Coulter -dijo-, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón aquí e inicie el combate.

Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:

-¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?

-¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.

-¿Y es… necesario… abrir fuego? ¿La orden es formal?

Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino, con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.

No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.

Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del fuego de Coulter -si Coulter vivía todavía para dirigirlo. Vio que los artilleros federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.

-Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón -dijo el coronel a un ayudante de campo que estaba cerca- deben estar sufriendo como el demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la eficacia de su fuego.

Se volvió a su ayudante mayor y agregó:

-¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?

-Sí, mi coronel.

-Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.

Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:

-Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos puntos de la colina.

El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.

-Lo sé -respondió, tranquilamente.

El joven ayudante estaba visiblemente azorado.

-El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.

-Yo también -replicó el coronel con en el tono de antes-. Salude de mi parte al coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería no abra fuego.

El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.

-Coronel -dijo el ayudante mayor-, no sé si debería decir nada, pero hay algo extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?

-No. ¿Lo era, de verdad?

-Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas y…

-¡Escuche! -le interrumpió el coronel levantando la mano-. ¿Oye usted eso?

Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.

-Sí -dijo el ayudante mayor, continuando su historia-, el general conoció a la familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza… Algo que concernía a la esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.

El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de generosa indignación.

-Dígame, Morrison -dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor directamente a la cara-, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?

-No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso -enrojeció ligeramente-, pero apuesto mi vida a que es verdad.

El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.

-¡Teniente Williams! -gritó.

Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:

-Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?

El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.

-Vaya -dijo el coronel- y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No… Iré yo mismo.

Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero, franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron  Sus caballos, que los esperaban, enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron  en el desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí  era espeluznante!

En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales, no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba, dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado, se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.

Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.

Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas; el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel extraño minuto.

-No era consciente del alcance de mi autoridad -dijo el coronel sin dirigirse a nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.

Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles. Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran satisfecho demasiado al enemigo.

Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación. Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un animado tema de conversación.

Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y pidió permiso para hablar con el coronel.

-¿Qué ocurre, Barbour? -preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado sus palabras.

-Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué… creo que hay alguien allí. Yo había bajado a registrar.

-Bajaré a ver -dijo un oficial del estado mayor, levantándose.

-Yo también -repuso el coronel-. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.

Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho, contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano -una excavación reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los lados-, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando en todas direcciones.

-Esta casamata no es a prueba de bombas -dijo el coronel gravemente. No se le ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.

Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.

El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.

-¿Qué hace usted aquí, amigo? -preguntó el coronel, inmutable.

-Esta casa me pertenece, señor -fue la réplica, deliberadamente cortés.

-¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?

-Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.

Ambrose Bierce: El amo de Moxon. Cuento

abbierceden-¿Lo dices en serio?… ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?

No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que «tenía algo que le daba vueltas en la cabeza».

-¿Qué es una «máquina»? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: «Cualquier instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado». Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa… o piensa que piensa.

-Si no quieres responder mi pregunta -dije irritado -¿por qué no lo dices?… eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo «máquina» no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.

-Cuando no lo controla a él -dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.

-Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.

Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:

-¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?

Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:

-¿Con qué piensa una planta… en ausencia de cerebro?

-¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.

-Quizá -contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía- puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.

-¿Y a qué viene todo esto?

-¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que piensan.

-Aun así… ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera -madera que no tiene ya vitalidad- o sólo de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?

-¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?

-No lo explico.

-Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un nombre que disimule tu heroica irracionalidad.

Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su «taller mecánico», al que nadie salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en mi amigo -duplicado por un toque de curiosidad injustificada- me hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:

-¡Maldito seas!

Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una semisonrisa de disculpa:

-Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había perdido la calma y rompía cosas.

Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas con rastros de sangre y dije:

-¿Cómo hace para cortarse las uñas?

Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera sucedido.

-Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su inteligencia y propósitos… en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de como ésta trabaje.

«¿Recuerdas la definición de ‘vida’ de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la mejor definición sino la única posible.

«Vida -dijo- es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'».

-Eso define al fenómeno -dije- pero no indica su causa.

-Eso -replicó- es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente… nada, en efecto, salvo un consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.

«Ah, creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto».

Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.

Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.

Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.

-Moxon -indagué – ¿quién está ahí dentro?

Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.

-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que te inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?

-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.

Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.

Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller.

Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.

Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: «La Conciencia es hija del Ritmo». Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia.

Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica?

Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina «la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico».

Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire.

Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.

Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando, subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto contiguo… el «taller mecánico». Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico… en realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones filosóficas.

Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí, estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba totalmente interesado… no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente, no tuve interés en ver su cara.

Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que recordaban al gorila… ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento -aparentemente un cajón- sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía desproporcionadamente grande.

Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación -no sé cómo llegó a mí- de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.

El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y, para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista, igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y aterido.

Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina… un jugador de ajedrez autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero preludio para la exhibición eventual de este artefacto… un truco para intensificar el efecto de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?

Buen fin éste para mis transportes intelectuales… ¡la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como si estuviera irritada: tan natural era -tan enteramente humano- que mi nueva visión del asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó la silla un poco hacia atrás, como alarmado.

En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando «jaque mate». Se puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su lugar.

El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la acción represiva y reguladora de su mecanismo de control… como si un retén se hubiera zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por completo… la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas. Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y la lengua afuera; mientras que -¡horrible contraste!- una expresión de tranquilidad y profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y silencio.

Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.

-Cuéntemelo todo -logré decir con voz débil-, todo lo que ocurrió.

-En realidad -dijo- ha estado inconsciente desde el incendio de la casa… de Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.

-¿Y Moxon?

-Ayer lo enterraron… lo que quedaba de él.

Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:

-¿Quién me rescató?

-Bueno, si eso le interesa… yo lo hice.

-Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su inventor?

El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza y dijo gravemente:

-¿Usted lo sabe todo?

-Sí -repliqué-, vi cómo estrangulaba a Moxon.

Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría mucho menos seguro.

Ambrose Bierce: Chickamauga. Cuento

144px-Ambrose_Bierce_1892-10-07En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.

Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.

Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.

Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.

Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.

El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.

Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.

Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.

Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!

Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.

Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

Ambrose Bierce: Al otro lado de la pared. Cuento

735bierce.jpg.w300h263Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple y llanamente, de una ley.

Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza.

La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.

Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad desapareció.

No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo misterioso.

Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran sonrisa:

-Te he desilusionado: non sum qualis eram.

Aunque no sabía qué decir, al final señalé:

-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.

Sonrió de nuevo.

-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero, por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?

Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado que me encontraba por su presagio de muerte.

-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.

Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.

-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.

El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.

-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?

Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.

-Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos…

Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en la pared de la que provenía el ruido.

-Mira.

Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre.

Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.

El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.

-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son de carne y hueso.

No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia ella.

-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento toda la historia.

La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.

-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta.

»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.

»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.

»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?

»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?

»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer -y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.

»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared. Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir.

»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría yo.

»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y… Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.

»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.

»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:

»-Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?

Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:

-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y ahora…

Casi salto sobre ella.

»-Y ahora… -grité-, y ahora ¿qué?

»-Está muerta.

»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.

»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación?

»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»

Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.

Ambrose Bierce: Aceite de perro. Cuento

474px-Ambrose_Bierce1-930x416Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije, «no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente». En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

Ambrose Bierce: El incidente del Puente del Búho. Cuento

1I

 

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.

El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.

Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!

Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar… Oía el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.

 

II

 

Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.

Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.

—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.

—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.

—A unos cincuenta kilómetros.

—¿No hay tropas a este lado del río?

—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.

—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué podría hacer?

El militar pensó:

—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.

En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.

 

III

 

Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó— no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»

Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.

Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.

Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.

De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.

Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:

—¡Atención, compañía …! ¡Armas al hombro…! ¡Listos…! ¡Apunten…! ¡Fuego…!

Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.

Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»

A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.

«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.

El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.

Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.

Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.

Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón… y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.

Ambrose Bierce: Un habitante de Carcosa. Cuento

Un habitante de CarcosaExisten diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo

perdura, en otras se desvanece  por completo con el espíritu.

Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad  (tal es la

voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final,

decimos que el hombre  se ha perdido para siempre o que ha

partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad.  Pero, a

veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo

testimonio es la prueba.  En una clase de muerte el espíritu

muere también, y se ha comprobado que puede suceder  que el

cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces,

como se ha testificado de  forma irrefutable, el espíritu muere al

mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,  resucita en

el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.

A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.

Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.

Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: «¿Cómo llegué aquí?». Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir… ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: «Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta.» Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.

Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.

Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:

-¡Que Dios te guarde!

No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.

-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.

Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía… veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?

Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.

La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.

Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡y la fecha de mi muerte!

Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

***

Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

Ambrose Bierce: La ventana tapiada. Cuento

La ventana tapiadaEn 1830, a sólo unas pocas millas de lo que es ahora la gran ciudad de Cincinatti, había una foresta inmensa y casi inviolada. Toda la región estaba escasamente poblada por gente de la frontera, almas incansables, que tan pronto levantaron con intrepidez hogares habitables fuera de la espesura, y alcanzaron un grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidas por algún misterioso impulso de su naturaleza, lo abandonaron todo y se encaminaron al lejano oeste para encontrar nuevos peligros y privaciones, en un esfuerzo por recobrar la magra comodidad a la que habían renunciado de forma voluntaria. Muchos de ellos ya habían dejado esa región por asentamientos remotos, pero entre los que quedaban había uno que fue de los primeros que arribaron. Éste vivía solo en una casa de troncos, rodeada en todos los costados por la gran foresta, de cuya lobreguez y silencio parecía ser parte, pues nadie lo vio jamás sonreír o decir una palabra no necesaria. Sus simples necesidades las satisfacía con la venta o el trueque de pieles de animales salvajes en el pueblo del río, pero no con cosas que hubiera cosechado en una tierra que, de ser necesario, podría haber reclamado por derecho de posesión inalterada. Hubo evidencias de “mejoría”, unos pocos acres de la tierra inmediata a la casa fueron limpiados una vez de sus árboles, cuyos tocones podridos fueron ocultados a medias por una nueva vegetación, que debió sufrir para reparar el estrago causado por el hacha. Al parecer, el fervor del hombre por la agricultura ardió con una llama lánguida, expirando en cenizas penitentes.

La pequeña casa de troncos con su chimenea de estacas, su tejado de tablitas combadas, apoyadas con pértigas atravesadas y sus sellados de barro, tenía una sola puerta y, opuesta de modo directo, una ventana. La última, no obstante, estaba tapiada, nadie podía recordar un tiempo cuando no lo estuviera. Y nadie sabía por qué estaba tan cerrada; ciertamente, no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire, pues en esas raras ocasiones, en que un cazador había pasado por aquel sitio solitario, el recluso había sido visto, comúnmente, tomando sol él mismo en el umbral, si el cielo le proveía resolana para su necesidad. Yo me figuro que hay pocas personas vivientes hoy, que hayan conocido alguna vez el secreto de esa ventana, y yo soy una de ellas, como verán.

El nombre del hombre se ha dicho que era Murlock. Tenía en apariencia setenta años, pero en realidad unos cincuenta. Algo, años atrás, le había dado una mano en su envejecer. Su cabello y toda su larga barba eran blancos, sus ojos grises, sin brillo, hundidos, su rostro singular estaba suturado por unas arrugas, que parecían pertenecer a dos sistemas interceptados. De figura era alto y enjuto, con una joroba en los hombros, como si cargara algo. Yo nunca lo vi, esas señas las supe por mi abuelo, de quien obtuve también la historia del hombre, cuando yo era un chico. Él lo había conocido cuando vivía cerca de allí, en esos días lejanos.

Un día Murlock fue hallado en su cabaña, muerto. No hubo tiempo ni lugar para coronas ni periódicos, y yo supongo fue acordado que había muerto de causas naturales, o me lo habrían dicho y lo habría recordado. Yo sólo sé que, con lo que fue, probablemente, un sentido de lo propio de las cosas, el cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, al lado de la tumba de su esposa, quien lo había precedido hacía tantos años, que la tradición local retenía con dificultad algún indicio de su existencia. Esto cierra el capítulo final de su historia verdadera, excepto, en verdad, la circunstancia de que muchos años después, en compañía de un espíritu igualmente intrépido, yo penetré hasta el lugar y me aventuré lo suficiente cerca de la cabaña ruinosa, como para lanzar una piedra a ésta, y correr de allí para huir del fantasma, que todo chico bien informado de la localidad, sabía que rondaba el sitio. Pero hay un capítulo anterior, ese me lo ofreció mi abuelo.

Cuando Murlock construyó su cabaña, y empezó a cortar con su hacha tenazmente, para levantar la granja -el rifle, entre tanto, era su medio de sostén-, era joven, fuerte y estaba lleno de esperanza. En ese país occidental de donde venía, se había casado, como era la moda, con una mujer joven, digna en todas las formas de su honesta devoción, y que compartió los peligros y privaciones de su suerte, con un espíritu de voluntad y un corazón ardiente. No hay registro conocido de su nombre; de los encantos de su mente y persona la tradición guarda silencio, y el dudoso está en libertad de acariciar su duda, ¡pero Dios no quiera que yo la comparta! De su afecto y dicha, hay certeza suficiente en cada día adicional de la vida del hombre viudo, ¿pues qué, si no el magnetismo de su memoria sagrada, pudo haber encadenado ese espíritu venturoso a una suerte como esa?

Un día Murlock regresó de una cacería en una parte distante de la foresta, y encontró a su mujer postrada con fiebre y delirio. No había un médico en millas, ni un vecino, ella tampoco estaba en condición de ser dejada para buscar ayuda. Así que se dio a la tarea de cuidarla para devolverle la salud, pero al final del tercer día ella cayó inconsciente y falleció, al parecer, sin tener nunca un atisbo de razón.

Por lo que sabemos de una naturaleza como la suya, nos podemos aventurar a esbozar algunos detalles de la pintura de bosquejo, dibujada por mi abuelo. Cuando se convenció de que ella estaba muerta, Murlock tuvo suficiente sentido para recordar, que el muerto debía ser preparado para el entierro. En la ejecución de ese deber sagrado, se confundió una y otra vez, hizo ciertas cosas de forma incorrecta, y otras que hizo de forma correcta fueron hechas una y otra vez. Sus fallas ocasionales para culminar un acto tan simple y ordinario, lo llenaron de estupor, como el de un borracho que se pregunta ante la suspensión de las leyes familiares naturales. Se sintió sorprendido también de que no había llorado -sorprendido y un poco avergonzado-, seguro de que era descortés no llorar por el muerto. -Mañana- dijo en voz alta, -tendré que hacer el ataúd y cavar la tumba, y entonces la echaré de menos, cuando no esté más a la vista; pero ahora ella está muerta, por supuesto, pero todo está bien, debe estar bien de algún modo. Las cosas no pueden ser tan malas como parecen.

Se puso sobre el cuerpo en la luz menguante, ajustando el cabello y dando los toques finales al simple toilet, haciéndolo todo de una forma mecánica, con un cuidado desalmado. Y aún le pasaba por la conciencia, la sensación de la convicción de que todo estaba bien, de que él debía tenerla otra vez, como antes, y todo se explicaba. No había tenido experiencia del dolor, su capacidad no había aumentado con su uso. Su corazón no podía contenerlo todo, ni su imaginación concebirlo de forma correcta. No sabía que había sido golpeado tan fuertemente, ese conocimiento vendría más tarde, y nunca se iría. El dolor es un artista de poderes tan variados, como los instrumentos con los que interpreta sus endechas para los muertos, evocando en algunos las notas más agudas y estridentes, y en otros los acordes más graves y bajos, que palpitan de modo recurrente, como el lento batir de un tambor distante. Algunas naturalezas se sobresaltan, otras se quedan estupefactas. Para unas viene como el golpe de una flecha, hiriendo toda la sensibilidad de la vida más perspicaz; para otras es como el leñazo de un garrote, que aplasta a los entumecidos. Podemos concebir que Murlock fue afectado de esa manera, pues (y aquí estamos en un terreno no más seguro que el de la conjetura) tan pronto terminó su labor piadosa, sentándose en una silla a un lado de la mesa, en la que yacía el cuerpo, y advirtiendo cuán blanco se mostraba su perfil en la lobreguez profunda, apoyó sus brazos en el borde de la mesa y hundió su rostro en éstos, aún sin lágrimas y fatigado de modo indecible. En ese momento entró por la ventana abierta el extenso sonido de un gemido, ¡como el llanto de un niño perdido en las lejanías profundas del bosque más oscuro! Pero el hombre no se movió. De nuevo, y más cerca que antes, resonó ese llanto no terreno sobre su sentido lánguido. Acaso era una bestia salvaje, acaso era un sueño. Pues Murlock estaba dormido.

Algunas horas más tarde, como pareció después, el vigilante infidente se despertó y levantó su cabeza de los brazos, intentando escuchar no sabía por qué. Allí, en la negra oscuridad, al lado de la muerta, tras recordarlo todo sin sobresalto, esforzó sus ojos para ver no sabía qué. Todos sus sentidos estaban en alerta, su respiración estaba suspendida, su sangre había paralizado su circulación, como para ayudar al silencio. ¿Quién, qué lo había despertado, y dónde estaba eso?

Súbitamente, la mesa se sacudió bajo sus brazos, y al mismo tiempo oyó, o se figuró que oyó un paso leve, tenue, otro, ¡como el sonido de un pie descalzo sobre el suelo!

Estaba aterrado, más allá de poder gritar o moverse. A la fuerza esperó, esperó allí en la oscuridad por lo que parecieron siglos del mayor horror, que uno pudiera conocer y vivir para contarlo. Intentó en vano decir el nombre de su mujer muerta, extendió en vano su mano alrededor de la mesa, para saber si ella estaba allí. Su garganta estaba impotente, sus brazos y manos eran como de plomo. Entonces sucedió algo más espantoso. Un cuerpo pesado pareció ser arrojado contra la mesa con tal ímpetu, que la empujó contra su pecho tan vivamente como para casi tumbarlo; y al mismo instante oyó y sintió la caída de algo al suelo, con un porrazo tan violento que toda la casa se sacudió con el impacto. Se produjo un forcejeo, una confusión de sonidos imposible de describir. Murlock se había puesto de pie. El miedo excesivo le había arrebatado el control de sus facultades. Pasó sus manos por la mesa. ¡No había nada allí!

Hay un punto en que el terror se puede convertir en locura, y la locura incita a la acción. Sin ninguna intención definida, sin ningún motivo, pero con el díscolo impulso de un loco, Murlock saltó hacia la pared, agarró un poco a tientas su rifle cargado y, sin apuntar, lo descargó. Bajo el fogonazo que iluminó la habitación con una luz vívida, vio una enorme pantera que arrastraba a su mujer muerta hacia la ventana, ¡con sus colmillos clavados en su garganta! Después fue una oscuridad más negra que la anterior, y el silencio; y cuando recobró la conciencia el sol estaba alto, y el bosque se atestaba del canto de los pájaros.

El cuerpo yacía cerca de la ventana, donde la bestia lo había dejado, cuando fue espantada por el fogonazo y el estruendo del rifle. La ropa estaba desarreglada, el largo cabello en desorden, los miembros yacían de cualquier modo. De la garganta, lacerada de forma horrible, había brotado un charco de sangre que aún no se había coagulado por completo. La cinta con la que había amarrado las muñecas estaba rota, las manos estaban apretadas fuertemente. Entre los dientes había un fragmento de la oreja del animal.

 

Ambrose Bierce: Un terror sagrado. Cuento

Un terror sagradoHubo una absoluta falta de interés en el último arribo a Hurdy-Gurdy. Él no fue bautizado incluso con el pintoresco, descriptivo sobrenombre, que tan frecuente es la palabra de bienvenida al recién llegado en un campamento minero. En casi cualquier otro campamento de alrededor, esa circunstancia le habría asegurado por sí misma algún apelativo tal, como “el acertijo cabeza blanca” o “no sondeado”, una expresión que, ingenuamente, se suponía sugería a las inteligencias rápidas la española “quién sabe”. Él llegó sin provocar una onda de preocupación en la superficie social de Hurdy-Gurdy, un lugar que, al desprecio general californiano a la historia personal de los hombres, sobreañadía una local indiferencia a la suya propia. Había pasado mucho tiempo, desde cuando era de alguna importancia quien llegara allí, o si alguien llegara. Nadie estaba viviendo en Hurdy-Gurdy.

Dos años antes, el campamento se había jactado de una agitada población de dos o tres mil varones, y no menos de una docena de hembras. La mayoría de los primeros había hecho un trabajo serio de unas pocas semanas, para demostrar, con disgusto de las últimas, el carácter singularmente mendaz de la persona, cuyos ingeniosos cuentos de ricos depósitos de oro los habían atraído hasta allí; un trabajo, por cierto, en que hubo tanto una pequeña satisfacción mental como un provecho pecuniario, pues una bala de la pistola de un ciudadano de espíritu público, había puesto a ese caballero imaginativo más allá del alcance de la aspersión, al tercer día de la existencia del campamento. Aún, su ficción tenía un cierto fundamento de hecho, y muchos se habían demorado un tiempo considerable en y por Hurdy-Gurdy, aunque ahora todos se habían ido hacía mucho.

Pero habían dejado una amplia evidencia de su estadía. Desde el punto en que el riachuelo Injun caía en el río San Juan Smith, a lo largo de ambas orillas del primero, hacia el cañón de donde éste emergía, se extendía una doble hilera de chozas abandonadas, que parecían a punto de caer una sobre el cuello de la otra, para llorar su desolación; mientras que casi un igual número parecían haberse esparcido ladera arriba, a ambos lados y posado en las eminencias dominantes, de donde se estiraban hacia adelante, para tener una buena vista de la afectante escena. La mayoría de esos hábitats estaban escuálidos como por una hambruna, hasta la condición de meros esqueletos, a los que se aferraban unos jirones no atractivos de lo que podría haber sido piel, pero era realmente lienzo. El pequeño valle en sí mismo, rasgado y tajeado por el pico y la pala, estaba deslucido por las largas líneas dobladas de los canales podridos, que reposaban aquí y allá en las cimas de las crestas agudas, y se hinchaban torpemente en los intervalos sobre los palos no cortados. Todo el lugar presentaba ese aspecto crudo e imponente de desarrollo detenido, que en un país nuevo es el sustituto de la gracia solemne de la ruina causada por el tiempo. Dondequiera que quedara una parcela del suelo original, una exuberante maleza de hierbas y zarzas se había extendido por la escena, y por sus sombras húmedas, insalubres el visitante curioso de tales asuntos, podría haber obtenido innumerables recuerdos de la anterior gloria del campamento: botas sin pareja cubiertas de moho verde y pletóricas de hojas pútridas, un ocasional viejo sombrero de fieltro, retazos desganados de una camisa de franela, cajas de sardinas mutiladas de modo inhumano, y una sorprendente profusión de botellas negras distribuidas, con una verdadera imparcialidad católica, por todas partes.

II

El hombre que había re-descubierto ahora Hurdy-Gurdy, evidentemente, no estaba curioso en cuanto a su arqueología. Tampoco, mientras miraba a su alrededor, hacia las lúgubres evidencias de trabajo perdido y esperanzas frustradas, su significado desalentador, acentuado por la pompa irónica del dorado barato de un sol naciente, suplantó su suspiro de fastidio con uno de sensibilidad. Él, simplemente, removió del lomo de su burro cansado un atuendo de minero, un poco más grande que el animal mismo, piqueteó a la criatura y, seleccionado un hacha de su equipo, se movió a la vez por el lecho seco del riachuelo Injun, hacia la cima de una colina baja, de gravilla más allá.

Pasando por una postrada valla de broza y tablas, escogió una de las últimas, la partió en cinco partes y afiló éstas por un extremo. Luego empezó una suerte de búsqueda, agachado ocasionalmente para examinar algo con atención cercana. Por último, su paciente escrutinio pareció ser recompensado con el éxito, pues de súbito erigió su figura en toda su altura, hizo un gesto de satisfacción, pronunció la palabra “Scarry” y a la vez se alejó a zancadas, con pasos largos, iguales que iba contando. Luego se detuvo y clavó una de sus estacas en la tierra. Luego miró a su alrededor con cuidado, midió un número de pasos por un terreno singularmente desigual, y martilló en otro. Andado dos veces la distancia en ángulo recto con su curso anterior, clavó hacia abajo una tercera, y repitiendo el proceso hundió hasta el alma la cuarta, y luego la quinta. Ésta la partió en la punta, e insertó en la grieta un viejo sobre de carta, cubierto con un intrincado sistema de trazos a lápiz. En resumen, había estacado una colina en reclamo, en estricto acuerdo con las leyes mineras locales de Hurdy-Gurdy, y puesto la noticia de costumbre.

Es necesario explicar que uno de los adjuntos a Hurdy-Gurdy –uno del que esa metrópoli se convirtió después por sí misma en un adjunto-, era un cementerio. En la primera semana de existencia del campamento, éste había sido diseñado con previsión por un comité de ciudadanos. Al día siguiente había sido señalado en un debate entre dos miembros del comité, con referencia a un sitio más elegible, y al tercer día la necrópolis fue inaugurada con un funeral doble. Mientras el campamento había menguado el cementerio había aumentado, y mucho antes de que el último habitante, victorioso por igual sobre la malaria insidiosa y el revólver directo, hubiera vuelto la cola de su asno de carga hacia el riachuelo Injun, el colindante asentamiento se había convertido en un populoso, si no popular suburbio. Y ahora, cuando el pueblo estaba cayendo en la hoja seca y amarilla de una senilidad no atractiva, el camposanto -aunque un tanto estropeado por el tiempo y la circunstancia, y no exento por completo de innovaciones en la gramática y experimentos en la ortografía, por no decir nada del coyote devastador- respondía a las humildes necesidades de sus moradores con una totalidad razonable. Comprendía un generoso terreno de dos acres, que con ahorro comendable, pero cuidado innecesario había sido seleccionado por su invalidez mineral, contenía dos o tres árboles esqueléticos (uno de los cuales tenía una robusta rama lateral, de la que una soga gastada por el tiempo aún colgaba de forma significativa), medio centenar de montículos de gravilla, una veintena de rudas lápidas que desplegaban las peculiaridades literarias arriba mencionadas, y una luchadora colonia de perales espinosos. En conjunto, el Lugar de Dios, como había sido llamado con característica reverencia, podía justamente jactarse de una indudable calidad superior de desolación. Fue en la parte más densamente poblada de ese interesante dominio, que el sr. Jefferson Doman estacó su reclamo. Si en la prosecución de su designio, él hubiera estimado expediente remover a alguno de los muertos, éstos habrían tenido el derecho a ser re-enterrados como es apropiado.

III

Este sr. Jefferson Doman era de Elizabethtown, en New Jersey, donde seis años antes había dejado su corazón, al cuidado de una mujer joven de cabellos dorados y maneras recatadas, llamada Mary Matthews, como una seguridad colateral de su retorno para reclamar su mano.

-Yo sólo sé que tú nunca vas a volver vivo, tú nunca tienes éxito en ninguna cosa-, fue el comentario, que ilustró la noción de la señorita Matthews de lo que constituía el éxito y, de modo inferencial, su visión de la naturaleza del ánimo. Ella agregó: -Si tú no vuelves, yo voy a ir a California también. Yo puedo poner las monedas en bolsas pequeñas, mientras tú las excavas.

Esta característica teoría femenina de los depósitos auríferos no se comendó a la inteligencia masculina: era una creencia del sr. Doman que el oro se hallaba en estado líquido. Él desaprobó su intención con considerable entusiasmo, suprimió sus sollozos con una mano ligera en su boca, rió ante sus ojos mientras besaba sus lágrimas, y con un jubiloso “Ta-ta” se fue a California, a laborar para ella por largos años de desamor, con un corazón fuerte, una esperanza alerta y una fidelidad firme que nunca, por un momento olvidaba de qué se trataba. Mientras tanto, la señorita Matthews había concedido el monopolio de su humilde talento de ensacar monedas, al sr. Jo. Seeman de Nueva York, un jugador, quien apreciaba mejor éste, que su genio dominante para desensacar y otorgar éstas a sus rivales locales. Sobre esa última aptitud, en efecto, él manifestó su desaprobación con un acto, que le aseguró la posición de empleado de lavandería en la prisión estatal, y a ella el sobriquet de “Golfa cara-cortada”. Por ese tiempo, ella le escribió al sr. Doman una conmovedora carta de renuncia, incluyendo su fotografía para probar que no había tenido más el derecho, de permitirse el sueño de convertirse en la sra. Doman, y contando tan gráficamente su caída de un caballo, que el asentado “tarugo”, en que el sr. Doman había cabalgado a Red Dog para obtener la carta, hizo una vicaria expiación bajo su espuela, en todo el camino de regreso al campamento. La carta falló de una manera señalada en alcanzar su objetivo; la fidelidad, que había sido antes para el sr. Doman un asunto de amor y deber, fue desde entonces un asunto de honor también; y la fotografía, que mostraba la una vez cara bonita, tristemente desfigurada como por el tajo de un cuchillo, se instaló debidamente en sus afectos, y su más hermosa predecesora tratada con contumelioso descuido. Al ser informada de esto la señorita Matthews, es justo decir, pareció menos sorprendida, que de la aparente baja estimación de la generosidad del sr. Doman, que el tono de su carta anterior atestiguó como uno, naturalmente, hubiera esperado que ésta fuera. Poco después, sin embargo, sus cartas se hicieron menos frecuentes, y luego cesaron por completo.

Pero el sr. Doman tenía otro corresponsal, el sr. Barney Bree, de Hurdy-Gurdy, anterior de Red Dog. Este caballero, aunque una figura notable entre los mineros, no era un minero. Su conocimiento de la minería consistía, principalmente, en un maravilloso dominio de su slang, al que hacía copiosas contribuciones, enriqueciendo su vocabulario con una abundancia de frases poco comunes, más notables por su adecuación que por su refinamiento, y que impresionaban a los no entendidos «patatiernas», con una vívida sensación de la profundidad de los conocimientos de su inventor. Cuando no entretenía a un círculo de oyentes admiradores de San Francisco o el este, podía ser hallado, comúnmente, prosiguiendo la comparativa oscura industria, de barrer las diversas casas de baile y purificar las escupideras.

Barney tenía al parecer sólo dos pasiones en la vida: el amor a Jefferson Doman, quien había sido una vez de alguna utilidad para él, y el amor al whisky, que ciertamente no había sido. Había estado entre los primeros de la avalancha a Hurdy-Gurdy, pero no había prosperado, y se había hundido por grados hasta la posición de excavador de tumbas. Esta no era una vocación, pero Barney daba una mano trémula en eso de forma desganada, siempre cuando había algún local mal entendido en la mesa de cartas, y su propia recuperación parcial de un libertinaje prolongado ocurría, de modo coincidente, en el punto del tiempo. Un día el sr. Doman recibió, en Red Dog, una carta con un simple matasellos, “Hurdy, Cal.”, y estando ocupado con otro asunto, la metió con descuido en una rendija de su cabaña para una lectura futura. Algunos dos años más tarde ésta se desprendió por accidente, y él la leyó. Decía lo siguiente:

Hurdy, 6 de junio.

Amigo Jeff: le he pegado duro en el campo de huesos. Ella está ciega y piojosa. Yo estoy en la división, ese soy yo, y mi mamá yació hasta que tú pitaste. Tuyo,

Barney.

P.S. La he arcillado con Scarry.

Con algún conocimiento del argot general del campamento minero, y del sistema privado del sr. Bree para la comunicación de ideas, el sr. Doman no tuvo dificultad para entender por esa epístola poco común, que Barney, mientras realizaba su deber como excavador de tumbas, había descubierto una capa de cuarzo sin crestones, que era visiblemente rica en oro libre; que, movido por consideraciones de amistad, estaba deseoso de aceptar al sr. Doman como socio, y esperaba que la declaración de caballero de su voluntad en el asunto, mantuviera el descubrimiento en secreto con discreción. Por el post scríptum se infería con claridad que, en orden de ocultar el tesoro, él había enterrado encima de éste la parte mortal de una persona llamada Scarry.

Por los sucesos subsecuentes, como le relataron al sr. Doman en Red Dog, hubiera parecido que antes de tomar esa precaución, el sr. Bree debiera haber tenido el ahorro de eliminar una modesta competencia por el oro; en todo caso, fue en torno a ese tiempo que entró en esa memorable serie de potaciones y gustaciones, que siguen siendo una de las tradiciones más apreciadas en la comarca de San Juan Smith, y de la que se habla con respeto tan lejos como en Ghost Rock y Lone Hand. A su conclusión algunos antiguos ciudadanos de Hurdy-Gurdy, para quienes había realizado el amable último oficio en el cementerio, le hicieron lugar entre ellos y él descansó bien.

IV

Habiendo terminado de estacar su reclamo, el sr. Doman anduvo de regreso al centro de éste, y se paró de nuevo en el sitio, donde su búsqueda entre las tumbas había expirado con la exclamación “Scarry”. Se inclinó de nuevo sobre la lápida que llevaba ese nombre y, como para reforzar los sentidos de la vista y el oído, pasó el dedo índice a lo largo de las letras labradas con rudeza. Re-erigiéndose, agregó oralmente a la simple inscripción el chocante, directo epitafio: “¡Ella fue un terror sagrado!”

Hubiera sido requerido el sr. Doman para hacer esas palabras buenas con una prueba -como, considerando su carácter un tanto censorio, sin dudas, debería haber sido-, él mismo hubiera sentido embarazo por la ausencia de testigos reputados, y la evidencia de oídas habría sido la mejor que pudiera dominar. En el tiempo cuando Scarry había sido prevalente en los campamentos mineros de alrededor -cuando, como el editor de El Herald de Hurdy hubiera fraseado, ella estaba “en la plenitud de su poder”-, la fortuna del sr. Doman había estado en un punto bajo, y él había llevado la vagante vida laboriosa de un buscador. Su tiempo lo había pasado en su mayoría en las montañas, ahora con un compañero, ahora con otro. Fue por los recitales admiradores de esos socios casuales, frescos de los diversos campamentos, que su juicio sobre Scarry se había hecho: él mismo nunca había tenido la dudosa ventaja de conocerla, ni la precaria distinción de su favor. Y cuando, finalmente, al término de su perversa carrera en Hurdy-Gurdy, él había leído en un número casual del Herald la columna de su largo obituario (escrita por el humorista local de esa vívida hoja en el más alto estilo de su arte), Doman había pagado a su memoria y al genio de su historiógrafo el tributo de una sonrisa, y de forma caballeresca la había olvidado. Parado ahora junto a la tumba de esa Mesalina de la montaña, recordó los sucesos líderes de su carrera turbulenta, como los había oído celebrar en sus diversas fogatas, y acaso con un inconsciente intento de auto-justificación, repitió que ella era un terror sagrado, y hundió el pico en su tumba hasta el mango. En ese momento un cuervo, que se había posado en silencio, en una rama del árbol maldito encima de su cabeza, chasqueó su pico de modo solemne, y emitió su opinión sobre el asunto con un graznido de aprobación.

Prosiguiendo su descubrimiento del oro libre con un gran celo que, probablemente, acreditaba a su conciencia de excavador de tumbas, el sr. Barney Bree había hecho un sepulcro inusualmente profundo, y estaba cerca la puesta del sol antes de que el sr. Doman, laborando con la ociosa deliberación de uno que tenía “una cosa segura matada”, y sin miedo al adverso esfuerzo del reclamante de un derecho anterior, alcanzó el ataúd y lo descubrió. Cuando había hecho eso fue confrontado por una dificultad, para la que no había hecho provisión; el ataúd -una mera cáscara plana, de no muy bien conservadas tablas de secoya, al parecer- no tenía asas y llenaba el entero fondo de la excavación. Lo mejor que podía hacer, sin violar las decentes santidades de la situación, era hacer una excavación lo suficiente larga, que le permitiera pararse a la cabeza del cofre y, metiendo sus manos poderosas debajo de éste, erigirlo sobre su extremo más estrecho; y procedió a hacer eso. La aproximación de la noche apresuró sus esfuerzos. No tenía el pensamiento de abandonar su tarea en esa etapa, para reanudarla en la mañana en unas condiciones más ventajosas. El febril estímulo de la codicia y la fascinación del terror, lo mantenían en su trabajo lúgubre con una autoridad de hierro. No vagaba más, sino forjaba con un celo terrible. Su cabeza estaba descubierta, sus prendas externas depuestas, su camisa abierta en el cuello y lanzada atrás desde su pecho, por el que corrían sinuosos riachuelos de transpiración; este endurecido e impenitente buscador de oro y ladrón de tumbas, se afanaba con una energía gigante que casi dignificaba el carácter de su horrible propósito; y cuando los bordes del sol habían ardido, a lo largo de la línea de la cresta de las colinas del oeste, y la luna llena había salido de las sombras, que yacían a lo largo de la llanura púrpura, él había erigido el ataúd sobre su pie, donde éste se quedó apoyado contra el extremo de la tumba abierta. Luego, parado hasta el cuello en la tierra, en el extremo opuesto de la excavación, mientras miraba el ataúd, sobre el que la luz de la luna caía ahora con una iluminación completa, fue excitado por un terror súbito, al observar en éste la alarmante aparición de una oscura cabeza humana: la sombra de la suya propia. Por un momento, esta circunstancia simple y natural lo enervó. El ruido de su respiración laboriosa lo espantó, y trató de aquietarla, y sus pulmones ardientes no se hubieran negado. Luego, riendo medio audiblemente y sin espíritu por completo, empezó a hacer movimientos con su cabeza de lado a lado, en orden de compeler a la aparición a repetirlos. Encontró una seguridad confortante en reafirmar su dominio sobre su propia sombra. Estaba temporizando, haciendo, con prudencia inconsciente, una oposición dilatoria a una catástrofe inminente. Sentía que las fuerzas invisibles del mal se estaban cerrando sobre él, y parlamentó por un tiempo con lo inevitable.

Ahora observó una sucesión de diversas circunstancias inusuales. La superficie del ataúd a la que sus ojos estaban sujetos no era plana, ésta presentaba dos crestas distintas, una longitudinal y la otra transversal. Donde éstas se interceptaban en la parte más ancha, había una placa metálica corroída, que reflejaba la luz de la luna con un lustre lúgubre. A lo largo de los bordes externos del ataúd, a largos intervalos, había cabezas de clavos comidos por el herrumbre. ¡Este frágil producto del arte del carpintero, había sido puesto en la tumba con el lado revés hacia arriba!

Acaso fuera una de las gracias del campamento, una manifestación práctica del espíritu jocoso, que había hallado una expresión literaria en la noticia obituaria patas arriba, de la pluma del gran humorista de Hurdy-Gurdy. Acaso tenía algún oculto significado personal, impenetrable para el entendimiento no instruido en las tradiciones locales. Una hipótesis más caritativa es, que era debido a una desventura por parte del sr. Barney Bree quien, haciendo el entierro no asistido (ya por elección, para la conservación de su secreto del oro, o por la apatía pública), había cometido un error garrafal, que después fue incapaz o indiferente a rectificar. Sin embargo, se había dado, la pobre Scarry, indubablemente, había sido puesta en la tierra con la cara hacia abajo.

Cuando el terror y el absurdo hacen una alianza, el efecto es espantoso. Este hombre atrevido y de corazón fuerte, este endurecido trabajador nocturno entre los muertos, este desafiante antagonista de la oscuridad y la desolación, sucumbió a una sorpresa ridícula. Fue golpeado por un excitante escalofrío, se estremeció y sacudió sus hombros macizos, como si se quitara una mano helada. No respiró más, y la sangre de sus venas, incapaz de abatir su ímpetu, surgió caliente debajo de su piel fría. Sin la levadura del oxígeno, ésta le subió a la cabeza y le congestionó el cerebro. Sus funciones físicas se habían pasado al enemigo, su mismo corazón se había formado en su contra. Él no se movió, no podía haber gritado. Necesitaba sólo un ataúd para estar muerto, tan muerto como la muerte que lo confrontaba, con sólo la longitud de una tumba abierta y el espesor de un tablón pútrido en medio.

Luego, uno por uno, sus sentidos retornaron, la marea de terror que había abrumado sus facultades, se empezó a retirar. Pero con el retorno de sus sentidos, se hizo singularmente inconsciente del objeto de su miedo. Vio la luz de la luna dorando el ataúd, pero no más el ataúd que ésta doraba. Alzando los ojos y volviendo la cabeza notó, con curiosidad y sorpresa, las ramas negras del árbol muerto, y trató de estimar la longitud de la soga gastada por el tiempo, que colgaba de su mano fantasmal. El ladrido monótono de unos coyotes distantes, le afectó como algo que había oído años atrás en un sueño. Un búho batió las alas sin ruido, con torpeza por encima de él, y trató de predecir la dirección de su vuelo, cuando éste debiera encontrar el farallón, que elevaba su frente iluminado a una milla de distancia. Su oído tomó cuenta del andar sigiloso de una ardilla, en la sombra de un cactus. Era un observador intenso, todos sus sentidos estaban alerta, pero no veía el ataúd. Como uno puede mirar fijo el sol, hasta que éste parece negro y luego se desvanece, así su mente, habiendo agotado su capacidad de espanto, no era más consciente de la existencia separada de cualquier cosa espantosa. El asesino estaba ocultando la espada.

Fue durante esta calma en la batalla que se hizo sensible a un olor tenue, nauseabundo. Al principio pensó que era de una serpiente de cascabel y, de forma involuntaria, trató de mirar en torno a sus pies. Éstos eran casi invisibles en la tiniebla de la tumba. Un sonido ronco, de gorgoteo, como un estertor de muerte en una garganta humana, parecía venir del cielo, y un momento después una sombra grande, negra, angular, como el mismo sonido hizo visible, cayó curvada de la rama más alta del árbol espectral, revoloteó por un instante delante de su rostro, y navegó ferozmente hacia la bruma, a lo largo del riachuelo.

Era el cuervo. El incidente lo retrajo a un sentido de la situación, y sus ojos buscaron de nuevo el ataúd derecho, ahora iluminado por la luna en una mitad de su longitud. Vio el fulgor de la placa metálica y trató sin moverse de descifrar la inscripción. Luego cayó en especular sobre qué estaba detrás de ésta. Su creativa imaginación le presentó una pintura vívida. Los tablones no parecían más un obstáculo a su visión, y vio el cadáver lívido de la mujer muerta, parada con ropas de tumba y mirándolo de modo vacante, con unos ojos sin párpados, encogidos. La mandíbula inferior estaba caída, el labio superior corrido de los dientes descubiertos. Él podría hacer un patrón moteado en las mejillas huecas: las máculas de la descomposición. Por algún proceso misterioso, su mente se revertió por primera vez ese día a la fotografía de Mary Matthews. Contrastó su belleza rubia con el aspecto imponente de ese rostro muerto, el objeto más amado que conocía con el más horrendo que podía concebir.

El asesino avanzó ahora y, desplegando la cuchilla, la puso contra la garganta de la víctima. Es decir, el hombre se hizo consciente al principio con vaguedad, luego de forma definitiva de una coincidencia impresionante -una relación-, un paralelo entre el rostro de la tarjeta y el nombre de la lápida. Uno estaba desfigurado, el otro describía una desfiguración. El pensamiento tomó poder sobre él y lo sacudió. Éste transformó el rostro que su imaginación había creado detrás de la tapa del ataúd, el contraste se convirtió en una semejanza, la semejanza creció hasta una identidad. Memorando las muchas descripciones de la apariencia personal de Scarry, que había oído en los cotilleos de sus fogatas, trató de recordar con éxito imperfecto la naturaleza exacta de la desfiguración, que había dado a la mujer su feo nombre; y lo que faltaba en su memoria la fantasía lo proveía, estampándolo con la validez de la convicción. En el intento alocado de recordar tales migajas de la historia de la mujer, como las había oído, los músculos de los brazos y las manos se le estiraban con una tensión dolorosa, como en un esfuerzo por levantar un gran peso. El cuerpo se le retorcía y revolvía con el ejercicio. Los tendones del cuello se le ponían tan tensos como las cuerdas de un látigo, y su respiración llegaba a los jadeos cortos, agudos. La catástrofe no podía ser demorada mucho más, o la agonía de la anticipación no le dejaría nada que hacer al coup de grâce de la verificación. La cara con cicatriz detrás de la tapa lo mataría a través de la madera.

Un movimiento del ataúd desvió su pensamiento. Éste vino hacia adelante, a un pie de su rostro, haciéndose más grande visiblemente mientras se aproximaba. La placa metálica herrumbrosa, con una inscripción ilegible a la luz de la luna, lo miró fijamente a los ojos. Decidido a no apocarse, trató de apoyar los hombros con más firmeza contra el extremo de la excavación, y casi se cayó hacia atrás en el intento. No había nada que lo soportara, se había movido de modo inconsciente hacia su enemigo, apretando el pesado cuchillo que había sacado de su cinturón. El ataúd no había avanzado y sonrió al pensar que no podía retirarse. Alzando el cuchillo, golpeó el mango pesado contra la placa metálica con todo su poder. Hubo una percusión aguda, vibrante y, con un estrépito apagado, la tapa completa del ataúd podrido se rompió en pedazos, y se vino afuera cayendo en torno a sus pies. El vivo y el muerto estaban cara a cara: el hombre frenético, aullando, la mujer parada tranquila en su silencio. ¡Ella era un terror sagrado!

V

Algunos meses más tarde una partida de hombres y mujeres, que pertenecían a los más altos círculos sociales de San Francisco, pasó por Hurdy-Gurdy en su camino hacia el Valle de Yosemite, por una nueva senda. Hicieron un alto para la cena y, durante su preparación, exploraron el campamento desolado. Uno de la partida había estado en Hurdy-Gurdy en sus días de gloria. Éste había sido, en efecto, uno de sus ciudadanos prominentes, y solía ser dicho, que por su mesa de faraón pasaba más dinero en una noche, que en todas las de sus competidores en una semana; pero siendo ahora un millonario ocupado en grandes empresas, no estimó esos éxitos tempranos de suficiente importancia, para merecer la distinción de un comentario. Su esposa inválida, una dama famosa en San Francisco por la naturaleza costosa de sus entretenimientos, y su rigor exigente con respecto a la posición social y los “antecedentes” de esos que los atendían, acompañaba a la expedición. Durante una vuelta por entre las chozas del campamento abandonado, el sr. Porfer dirigió la atención de su esposa y amigos a un árbol muerto, en una colina baja más allá del riachuelo Injun.

-Como les decía -dijo-, yo pasé por este campamento en 1852, y me dijeron que no menos de cinco hombres habían sido ahorcados aquí, por los vigilantes en diferentes momentos, y todos en ese árbol. Si no estoy equivocado, una soga está colgando de éste todavía. Vamos a ir por allí, y ver el lugar.

El sr. Porfer no agregó que la soga en cuestión era, acaso, la misma de cuyo fatal abrazo, su propio cuello había logrado una vez un escape tan estrecho, que una hora de demora en llevarse a sí mismo fuera de esa región, lo habría abarcado.

Procediendo con ociosidad por el riachuelo, hacia un cruce conveniente, la partida llegó al esqueleto de un animal mondado con limpieza, que el sr. Porfer, después de la debida examinación, pronunció era el de un asno. Las orejas distinguidas se habían perdido, pero mucho de la incomible cabeza había sido perdonado por las bestias y las aves, y la robusta brida de pelo de caballo estaba intacta, como estaba la reata, de un material similar, que lo conectaba al perno de un piquete, hundido en la tierra aún con firmeza. Los elementos de madera y metálicos de un equipo de minero yacían cerca. Los comentarios de costumbre fueron hechos, cínicos por parte de los hombres, sentimentales y refinados por la dama. Un poco más tarde se pararon junto al árbol en el cementerio, y el sr. Porfer se enderezó en su dignidad lo suficiente, para colocarse debajo de la soga pútrida y, con confianza, se puso un anillo de ésta en torno al cuello, un tanto, al parecer, para su propia satisfacción, pero bastante para horror de su esposa, en cuyas sensibilidades la actuación produjo un vivo impacto.

Una exclamación de uno de la partida los reunió a todos alrededor de una tumba abierta, en cuyo fondo vieron una confusa masa de huesos humanos y los restos quebrados de un ataúd. Los coyotes y los buitres habían realizado los últimos tristes ritos para casi todo lo demás. Dos cráneos eran visibles y, en orden de investigar esa redundancia un tanto inusual, uno de los hombres más jóvenes tuvo la temeridad de saltar a la tumba, y se los entregó a otro, antes de que la sra. Porfer pudiera indicar su marcada desaprobación de un acto tan chocante, que, no obstante, hizo con un considerable sentimiento y unas palabras muy escogidas. Prosiguiendo su búsqueda entre los lúgubres despojos en el fondo de la tumba, el joven entregó seguido una placa de ataúd herrumbrosa, con una inscripción tallada con rudeza, que el sr. Porfer descifró con dificultad y leyó en voz alta con un serio, y no por completo inexitoso intento de efecto dramático, que estimó adecuado para la ocasión y sus habilidades retóricas:

Manuelita Murphy

Nacida en la Misión de San Pedro-Muerta en

Hurdy-Gurdy,

A la edad de 47.

El infierno está lleno de tales.

En deferencia a la piedad del lector, y a los nervios de la fastidiosa hermandad de ambos sexos de la sra. Porfer, vamos a no tocar la dolorosa impresión producida por esta inscripción poco común, lejos de decir que los poderes de elocución del sr. Porfer, nunca antes fueron recibidos con un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.

El manjar siguiente que recompensó al demonio en la tumba, fue un largo enredo de cabello negro manchado de barro: pero eso fue un tal anti-clímax que recibió poca atención. Súbitamente, con una exclamación breve y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, después de una apurada inspección, se la entregó al sr. Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre ésta, relució con un lustre amarillo, estaba densamente salpicada de puntos fulgentes. El sr. Porfer la arrebató, inclinó su cabeza sobre ésta un momento, y la arrojó lejos levemente con un simple comentario:

-Piritas de hierro, el oro del tonto.

El joven en el pozo del descubrimiento estaba un poco desconcertado, al parecer.

Mientras tanto la sra. Porfer, incapaz ya de soportar el desagradable negocio, había andado de regreso al árbol y sentado en su raíz. Mientras re-arreglaba un mechón de cabello dorado, que se había resbalado de su confinamiento, fue atraída por lo que parecía ser, y realmente era, el fragmento de un viejo abrigo. Mirando a su alrededor, para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera observado, metió su mano enjoyada en el expuesto bolsillo pectoral, y sacó un libro de bolsillo mohoso. Su contenido era el siguiente:

Un fardo de cartas, con el matasellos “Elizabethtown, New Jersey”.

Un rizo de cabello rubio atado con una cinta.

Una fotografía de una muchacha bonita.

Un ídem de la misma, singularmente desfigurada.

Un nombre en el revés de la fotografía: “Jefferson Doman”.

Unos pocos momentos después, un grupo de caballeros ansiosos rodeaba a la sra. Porfer, mientras ella estaba sentada inmóvil al pie del árbol, su cabeza caída hacia adelante, sus dedos apretando una fotografía estrujada. Su marido le levantó la cabeza, exponiendo un rostro de un blanco fantasmal, excepto la cicatriz larga, deformada, familiar a todos sus amigos, que ningún arte podría ocultar jamás, y que ahora atravesaba la palidez de su semblante como una maldición visible.

Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.

Ambrose Bierce: El solicitante. Cuento.

Ambrose BierceAbriéndose paso entre la capa de nieve que había caído la noche anterior, que le llegaba hasta las espinillas, y estimulado por la alegría de su hermana pequeña que lo seguía por el camino que él iba abriendo, el hijo del ciudadano más distinguido de Grayville, un muchacho pequeño y robusto, chocó uno de sus pies con algo que no resultaba visible bajo la superficie de la nieve. El propósito de esta narración es explicar cómo llegó hasta allí.
Nadie que hubiera tenido la suerte de pasar por Grayville durante el día podía dejar de observar el gran edificio de piedra que coronaba la colina baja situada al norte de la estación del ferrocarril: es decir, hacia la derecha si uno se dirigía a Great Mowbray. Es un edificio de aspecto algo insípido, del estilo «comatoso temprano», que parecía haber sido construido por un arquitecto que huía de la publicidad, y aunque no pudo ocultar su obra -en este caso incluso se vio obligado a mostrarla, por tener que situarla a la vista de los hombres, sobre un promontorio-, hizo honestamente todo lo que pudo para asegurarse de que nadie le echara una segunda mirada. Por lo que concierne a su aspecto exterior y visible, el Hogar de Hombres Ancianos Abersush es incuestionablemente poco hospitalario por lo que se refiere a la atención humana.

Pero es un edificio de gran magnitud que costó a su benevolente fundador los beneficios de muchas cargas de té, sedas y especias que traían sus barcos desde los bajos fondos cuando se dedicaba al comercio en Boston; aunque los gastos principales fueron los de dotar el edificio de todo lo necesario. En resumidas cuentas, esta imprudente persona había robado a sus herederos una suma no inferior al medio millón de dólares, de los que se deshizo con donaciones desenfrenadas. Con la idea, posiblemente, de desaparecer de la vista de los testigos silenciosos de su extravagancia, poco después dispuso de todas las propiedades que le quedaban en Grayville, dio la espalda al escenario de su prodigalidad y cruzó el mar en uno de sus barcos. Las murmuraciones, que parecen obtener directamente del cielo su inspiración, afirmaban que fue en busca de una esposa: teoría que no era fácil de reconciliar con la del humorista del pueblo, quien aseguraba solemnemente que el filantrópico soltero había abandonado esta vida (es decir, se había ido de Grayville) porque las doncellas casaderas se lo estaban poniendo demasiado difícil. Pero, aunque así hubiera podido ser, no había regresado, y aunque de vez en cuando llegaban hasta Grayville, de forma poco metódica, vagos rumores acerca de sus recorridos por tierras extrañas, nadie llegó a saber nada con certeza acerca de él, por lo que para la nueva generación llegó a ser nada más que un nombre. Pero sobre la puerta del Hogar de Ancianos, la piedra gritaba ese nombre.

A pesar de lo poco prometedor del exterior, el Hogar es un lugar bastante cómodo para retirarse de todos los males que habían sufrido sus internos por ser pobres, viejos y hombres. En la época a la que se refiere esta breve crónica, debían ser una veintena, pero por su acritud, ingratitud general y nivel de quejas podría parecer que llegaban casi a cien; ése era al menos el cálculo del superintendente, el señor Silas Tilbody. El señor Tilbody tenía la convicción firme de que siempre que los fideicomisarios o administradores admitían a ancianos nuevos, para sustituir a los que se habían ido a otro y mejor Hogar, lo hacían claramente con la voluntad de interrumpir su paz y poner a prueba su paciencia. En verdad, cuanto más se iba relacionando con la institución, más poderoso era su sentimiento de que el benevolente plan del fundador se veía tristemente perjudicado por el hecho de tener que admitir internos. No tenía demasiada imaginación, pero con la que poseía acostumbraba a reconstruir el Hogar para Hombres Ancianos en una especie de «castillo en el aire», con él mismo como castellano, dedicado a mantener hospitalariamente a una veintena de aseados y prósperos caballeros de mediana edad, de muy buen humor y con la voluntad de pagar cortésmente por la comida y el alojamiento. En esta revisión del proyecto filantrópico, felizmente no existían los fideicomisarios, a quienes les debía su trabajo y ante los que era responsable de su conducta. Por lo que se refiere a los fideicomisarios, el humorista del pueblo antes mencionado sostenía que, en su gestión de la gran obra caritativa, la providencia les había proporcionado solícitamente incentivos para su prosperidad. Nada sabemos de las deducciones que esperaba el humorista se extrajeran de dicha opinión; los internos, que desde luego eran los más implicados, ni la apoyaban ni la negaban. Vivían sus escasos restos de vida, se deslizaban a unas tumbas ordenadamente numeradas y eran sucedidos por otros ancianos que se asemejaban a ellos todo lo que podría haber deseado el Adversario de la Paz. Si el Hogar era un lugar de castigo por el pecado de haber sido manirrotos, los veteranos pecadores buscaban justicia con una persistencia que era testigo de la sinceridad de su arrepentimiento. Hacia uno de ellos invito ahora al lector a que preste su atención.

Por lo que se refiere al atuendo, dicha persona no resultaba excesivamente atractiva. Pues dada la estación, mediados de invierno, hasta un observador descuidado habría visto en él una estratagema astuta de aquel que no está dispuesto a compartir los frutos de su trabajo con los cuervos que ni trabajan ni hilan; un error que no habría podido disiparse sin una observación más prolongada y atenta; pues su avance por la calle Abersush, hacia el Hogar, en la oscuridad de una tarde invernal, no resultaba más veloz del que podría haberse esperado de un espantapájaros bendecido con la juventud, la salud y el descontento. Aquel hombre iba claramente mal vestido, aunque no careciera de cierta salud ni de buen gusto; pues resultaba evidente que era un solicitante que trataba de ser admitido en el Hogar, donde la pobreza era una cualificación. En el ejército de los indigentes, el uniforme son los harapos, que sirven a los oficiales reclutantes para distinguir a sus soldados.

Cuando el anciano cruzó la puerta de la finca y empezó a ascender arrastrando los pies por el ancho camino, blanqueado ya por la nieve que caía rápidamente y que él, de vez en cuando, se sacudía de diversos rincones de su cuerpo, se colocó bajo la inspección de un farol grande y redondo que estaba encendido la noche entera encima de la puerta principal del edificio. Como si no deseara someterse a sus reveladores rayos luminosos, giró hacia la izquierda, recorrió una considerable distancia a lo largo de la fachada principal del edificio, llamó en una puerta más pequeña de cuyo interior salía una luz más tenue a través de un montante en forma de abanico, y que por tanto se extendía, poco favorable a la curiosidad, hacia arriba. El personaje que abrió la puerta no fue otro que el propio e importante señor Tilbody. Al observar al visitante, quien de inmediato se destocó y redujo algo el radio de la curvatura permanente de su espalda, el hombre importante no dio señal visible ni de sorpresa ni de incomodidad. El señor Tilbody se encontraba en un estado poco común de buen humor, fenómeno que sin duda podía achacarse a la alegre influencia del momento, pues era la víspera de Navidad y el siguiente día sería esa bendita trescientas setenta y cincoava parte del año que todas las almas cristianas destinan a sus mejores hazañas de bondad y de alegría. Tan repleto estaba el señor Tilbody del espíritu del momento que su rostro grueso y sus ojos de color azul claro -cuyo fuego inexistente permitía distinguirlo de una calabaza que se hubiera dado fuera de temporada- difundían un brillo tan afable que era una pena que no pudiera mantener solazándose en la conciencia de su propia identidad. Iba preparado con sombrero, botas, abrigo y paraguas, tal como correspondía a una persona a punto de exponerse a la noche y la tormenta en una misión de caridad; pues el señor Tilbody acababa de despedirse de su esposa y de sus hijos para ir «al centro» a comprar los elementos con los que confirmar la falsedad anual acerca de ese santo de vientre hinchado que frecuenta las chimeneas para recompensar a las niñas y niños pequeños que son buenos y sobre todo fieles. Ésa es la razón de que no invitara al anciano a entrar, sino que le saludara alegremente con estas palabras:

-¡Hola! Viene justo a tiempo. Un momento más tarde y no me habría encontrado. Vamos, no tengo tiempo que perder; haremos juntos una parte del camino.

-Se lo agradezco -contestó el anciano, sobre cuyo rostro delgado y blanco, pero no innoble, la luz de la puerta abierta dejaba al descubierto una expresión que era, quizás, de decepción-. Pero si los fideicomisarios… si mi solicitud…

-Los fideicomisarios han aceptado que su solicitud no les es aceptable -contestó el señor Tilbody cerrando así dos puertas, con lo que eliminaba dos tipos de luz.

Hay algunos sentimientos que no resultan apropiados para la Navidad, pero el humor tiene para sí, lo mismo que la muerte, todas las estaciones.

-¡Ay, Dios mío! -gritó el anciano en un tono tan ronco y tenue que la invocación resultó cualquier cosa menos impresionante, y al menos a uno de sus dos auditores le pareció ciertamente algo ridícula. Al Otro… Pero éste es un asunto que los profanos no tenemos suficiente luz para exponer.

-Sí -prosiguió el señor Tilbody acomodando su paso al del compañero, que mecánicamente, pero no con demasiado éxito, recorría a la inversa el camino que él mismo había abierto en la nieve-. Han decidido que dadas las circunstancias, las circunstancias muy peculiares, usted me entenderá, no sería adecuado admitirle. Como superintendente y secretario ex officio de la honorable junta -tal como el señor Tilbody «pronunciaba claramente su título», la magnitud del gran edificio, visto tras el velo que formaba la nieve al caer, parecía sufrir algo con la comparación-, es mi deber informarle que, con las palabras mismas del presidente, el diácono Byram, su presencia en el Hogar resultaría, repito que dadas las circunstancias, peculiarmente embarazosa. Consideré que era mi deber someter a la honorable junta la expresión que me hizo usted ayer de sus necesidades, su condición física y las pruebas que la Providencia ha tenido a bien enviarle, y hasta el esfuerzo de presentar personalmente su petición; pero tras una consideración cuidadosa, y me atrevería a decir suplicatoria, de su caso -y confío que también algo de esa gran capacidad para la caridad que es apropiada a esta estación-, se decidió que no estaría justificado hacer nada que probablemente dañaría la utilidad de la institución que se ha confiado (por la Providencia) a nuestro cuidado.

Mientras hablaban, habían salido ya de los terrenos del Hogar; el farol situado frente a la puerta resultaba apenas visible por causa de la nieve. Se había borrado ya el rastro anterior del anciano y éste parecía inseguro con respecto a qué camino debería seguir. El señor Tilbody se había adelantado un poco, pero se detuvo y se dio la vuelta hacia él, pues no parecía deseoso de perder aquella oportunidad.

-Dadas las circunstancias, la decisión…

Pero el anciano resultaba inaccesible a la capacidad persuasiva de su verbosidad; había cruzado la calle hacia un solar vacío y seguía avanzando en una progresión bastante sinuosa hacia ningún lugar en particular; lo cual, puesto que no tenía ningún lugar en particular al que acudir, no era un procedimiento tan irrazonable como podría parecer.

Y así es como sucedió que a la mañana siguiente, cuando las campanas de las iglesias de todo Grayville sonaban con la unción adicional que era apropiada al día, el robusto y pequeño hijo del diácono Byram, abriéndose un camino por la nieve hasta el lugar de veneración, golpeó uno de sus pies contra el cuerpo del filántropo Amasa Abersush.