Andy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. Phil apenas había soportado Chicago -se quejaba de los restaurantes, del clima, de la forma en que se vestía la gente-, y, durante meses, Andy había asumido que los sentimientos de su esposo por Londres eran similares a este quisquilloso aunque en el fondo poco importante nivel de disgusto. Phil había echado de menos Nueva York…, y ése era el verdadero motivo de su pesada invectiva sobre Chicago. Pero sus sentimientos sobre Londres eran mucho más profundos. Londres no sólo le disgustaba, no sólo la encontraba un ciudad incómoda e inconveniente, sino que la odiaba. Era un ciudad que siempre le ofrecía algún aspecto nuevo por el que sentirse ofendido. En su trabajo, Andy suponía que Phil era agresivo, pero por lo demás neutral; en casa él no veía razón algun para ocultar sus verdaderas actitudes. A Phil le parecía que los ingleses, y especialmente los ingleses empleados por su empresa, se mostraban con aires de superioridad, eran tramposos, poco dignos de fiar, poco honrados… Las cualidades que a Phil le disgustaban y que despreciaba en sus empleados no parecían tener fin.
-Quizá sólo son cautelosos -sugirió Andy.
-¿Cautelosos? -espetó Phil-. ¡Más les vale que lo sean! ¡Puedo despedir a todos y cada uno de esos tortuosos hijos de perra!
Andy comprendió que eso era lo que él necesitaba: un de las facetas de sí mismo que no podía permitirse mostrar en su despacho era su inseguridad. Y quizá la inseguridad de Phil era la base del odio que sentía por Londres, del mismo modo que lo era de las palizas que le daba a su esposa.
Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del mismo modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era un cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Be1gravia -perteneciente a la empresa, pero de ellos durante un año-, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de ser extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello. De vez en cuando conocía a gente, y la escuchaba. Y verdaderamente atendía a lo que decían. Percibía esa vena de ironía que se intercala en buena parte de las conversaciones inglesas, y eso le encantaba, le parecía como un liberación. Después de un mes de perseguir sus gustos privados en Londres, terminó por comprender que la conversación podía ser un especie de deporte, siempre y cuando uno tuviera de vez en cuando la libertad suficiente para decir cosas que no fueran en serio. Andy sabía que si uno de los empleados de Phil le dijera que le gustaba el traje, la camisa o la corbata que se había puesto, le estaba diciendo en realidad lo horribles que le parecían y lo absurdas que eran en Londres, y que debería guardarlas en el fondo de un armario hasta que su propietario regresara a casa. Phil, que sólo tenía el sentido de la ironía cuando estaba enfadado, habría pensado que le estaban diciendo un cumplido.
De modo que a Andy le encantaban las conversaciones inglesas, y a Phil le disgustaban; a Andy le gustaban los manierismos sociales, mientras que Phil se sentía atacado por ellos; Andy deseaba conocer a los ejecutivos ingleses de la empresa, mientras que Phil insistía en ver sólo a los otros norteamericanos empleados por la empresa. A Phil le gustaban los partidos de béisbol en Regent’s Park, y las discusiones sobre dónde conseguir las mejores hamburguesas y pizzas, los espectáculos de circuito cerrado de la Super Copa, y las veladas de boxeo de pesos pesados en el cine de Leicester Square. Durante todo el año pasado en Inglaterra, Phil echó pestes por la forma en que los peluqueros de Harrod le cortaban el pelo… Andy pensaba que los cortes de pelo eran elegantes…, y todo lo demás banal.
-Quiero un trabajo -le dijo ella un día a finales de mayo-. Voy a ver si puedo conseguir uno.
-¿Un trabajo? -explotó Phil-. ¿Quieres un trabajo? ¿Qué clase de trabajo puedes conseguir aquí.. . si ni siquiera tienes permiso de trabajo? Además, ya ganamos por lo menos dos veces más que cualquiera en este país de nido de ratas. No podrás conseguir un trabajo aquí.
Su expresión anunciaba que volvía a sentirse perseguido por Andy.
-A pesar de todo, me gustaría buscarlo -replicó ella-. Creo que sería agradable conocer a más ingleses. Tú nunca quieres que nos veamos con la gente de la empresa. Voy a empezar a mirar los anuncios de trabajo del periódico.
-¿Anuncios de trabajo? ¿Quieres un puesto de trabajo en un fábrica donde se explota al obrero? Quizá quieras trabajar como camarera en un bar. Bueno, ahí es adonde deberías ir si quieres conocer a los ingleses. Ponte a trabajar en cualquiera de esos inmundos pubs, y te los encontrarás. Los ingleses… -comentó Phil con desprecio-, los ingleses son un puñado de hipócritas pretenciosos. Y no se puede confiar en ellos. Y mean sentados.
Aquella noche, Andy leyó ostensiblemente los anuncios de trabajo del Evening Standard, mientras Phil la miraba con el ceño fruncido desde su sillón.
-Conocerás a Andy Capp -le dijo él-. ¿Es eso lo que quieres lograr en la vida, Andy Capp?
A ella apenas le importó lo que él pensara, mientras no se excitara tanto como para golpearla. Se dirigió a la tienda más cercana donde vendían periódicos, revistas, pastelillos y cigarrillos, y se abonó al Times Educational Supplement. Apenas sabía lo que andaba buscando, pero sabía que algún día lo encontraría. Phil gruñía y gruñía, pero al cabo de pocas semanas actuó como si la febril caza del trabajo de Andy no le afectara ni en un sentido ni en otro…. quizás ya sabía que ella estaba a punto de abandonarle.
Un viernes de mediados de junio, Andy iba de compras por las tiendas de Burlington Arcade, sin objetivo concreto, cuando de pronto decidió dirigirse al Soho para almorzar. Encontraría un pequeño restaurante italiano cerca de Soho Square y después de almorzar subiría hasta Oxford Street. No tenía ningún plan preciso, sólo quería llenar el día antes de regresar a casa y prepararse para la cena (ella y Phil iban a salir con uno de los empleados norteamericanos jóvenes de la empresa y con su esposa). El joven tenía entradas para el Roya] Ballet. Después, Phil insistiría en ir al bar del Savoy, donde aún tendrían tiempo de tomar un copa apresurada antes de que cerraran. Así, Phil habría cumplido dos deseos contradictorios: aparentar haber complacido a su esposa llevándola al ballet, y haberse complacido a sí mismo charlando con todo el mundo después de la cena.
Andy se tomó su tiempo para llegar al Soho; deambuló por cualquier calle que le pareciera interesante: aún estaba en el proceso de descubrir Londres. De modo que atravesó Regent Street y zigzagueó por las diminutas calles del Soho, decididamente más interesantes que bonitas, hasta encontrarse finalmente en la abarrotada Old Compton Street. Allí miró alegremente por los ventanales, rechazó la idea de entrar en un bistrot y después en un restaurante italiano, leyó los anuncios de «Clases de Francés» y «Terapia de Masaje» en las carteleras públicas de anuncios. Había pastelerías situadas al lado de librerías cuyos escaparates aparecían llenos de imágenes de mujeres desnudas, con cintas negras cubriendo los pezones de unos pechos que parecían almohadas, así como el vello púbico. El sexo y la comida parecían ser los principales productos de la economía del Soho.
Andy se metió por Frith Street y caminó hacia Soho Square. Compró un revista para leer algo mientras almorzaba, un reciente ejemplar de New Statesman. En Frith Street había mucho donde elegir: era la primera vez que Andy pasaba por allí, y parecía estar llena de restaurantes italianos. Andy pasó ante la Osteria Larana, la de Bianchi y algunos otros restaurantes, hasta que se encontró casi en Soho Square y entonces vio el último restaurante de la calle, anunciado mediante un simple cartel que decía «PIZZERIA». Al acercarse, vio que no tenía el aspecto de un pizzeria. A través de las botellas de vino expuestas en la ventana, pudo ver apenas unas pequeñas y bonitas mesas con manteles blancos y flores colocadas en pequeños jarrones. Debajo de este restaurante, bajando por un escarpada escalera metálica, había otro salón de masajes. Sobre la ventana leyó el nombre del restaurante: Al Camino. Era la combinación habitual del Soho: sexo y comida. Entró. Un camarero la dirigió hacia un pequeña mesa situada junto a un pared de estuco; ella pidió el almuerzo y hojeó la revista.
Al final, entremezclado con los anuncios de servicios de mecanografía y de buscadores de libros agotados, leyó: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Se añadía un dirección situada en los jardines de Kensington Park.
Andy trazó un círculo alrededor del anuncio que, de un forma extraña, casi parecía haber sido puesto para ella. Llegó su ternera Valdostana, y el camarero le sirvió el vino de un pequeña garrafa. Ella se enfrascó en las páginas de libros de la revista, leyó un largo artículo de Clive James, y finalmente volvió a leer el anuncio que había destacado: «Se busca: mujer … «. Y cerró la revista, pensando en lo que Clive James tenía que decir sobre George Bernard Shaw.
Al día siguiente, un viernes, Andy estaba en Kensington a las diez de la mañana. Tenía que devolver un blusa en Biba, porque a Phil no le gustó cuando se la puso; pensó sustituirla por uno de los toscos sombreros que allí se vendían. Tras haber devuelto la blusa en el segundo piso de la tienda, deambuló por allí un tiempo, imaginando lo furioso que se pondría Phil si comprara más ropa allí; decidió entonces no comprar el sombrero, y se marchó. Compró después un ejemplar del Spectator y entró en un pequeño café de Kensington Church Street para leer las páginas de crítica de libros.
Sentada ante un desvencijada mesa con un taza de café, Andy leyó un larga crítica de un novela de Carlos Fuentes, y decidió comprar el libro, a pesar de que la crítica le pareció confusa y hostil. Leyó por encima algunas otras críticas de libros, así como las columnas dedicadas a crítica de cine y de teatro. Sorbió el fuerte café. Se le acercó un camarera y le preguntó:
-¿Quieres más café, cariño?
Andy volvió su atención a las páginas finales de la revista y desde la página de anuncios pareció salirle al encuentro un anuncio conocido: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Andy dobló el Spectator, dejó un billete de un libra sobre la mesa, y salió del café dispuesta a tomar un taxi.
El taxi subió por Kensington Church Street, giró por la disoluta Notting Hill, y la llevó por Kensington Park Road. Andy, que no recordaba el nombre de la calle a la que quería ir, pensó desalentada que la casa estaba allí… en aquella calle perpetuamente ruidosa y abarrotada de gente situada cerca de Portobello Road. Podía oler la violación y la muerte en el aire (aunque estaba totalmente equivocada), verlas en los delgados cuerpos de los hombres que caminaban arrastrando los pies, apiñados en los pubs, con jarras de cerveza en las manos; también podía oler el perfume de la fruta exprimida. Sexo y comida.
Pero, al llegar al extremo de Ladbroke Square, el conductor del taxi se metió por un calle más tranquila, y las casas empezaron a ser grandes, silenciosas y elegantes; y aquella resultó ser la calle citada en el anuncio.
Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía un fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. Andy subió los anchos escalones de cemento gris y buscó el timbre al lado de la puerta. Pero no pudo hallar timbre alguno. En el ladrillo observó cuatro agujeros, en los que podría haber estado el timbre. Sobre la superficie gris de la puerta, unas pequeñas manchas negras, como embriones de hongos, moteaban la pintura pelada y agrietada. Andy golpeó con los nudillos cerca de los números pintados sobre la puerta y sólo entonces se dio cuenta de que éste carecía también de pomo. Dos pequeños agujeros cilíndricos mostraban los lugares ocupados antes por los tornillos. Volvió a golpear la puerta desconchada.
-¿Quién es? ¿Quién hay ahí abajo? -preguntó un voz enojada desde arriba-. Salga a la vista.
Andy retrocedió, bajando los escalones, echando el cuello hacia atrás a medida que descendía. La cabeza arrugada y pequeña de un viejo furioso le dio al principio la impresión de que surgía de la misma fachada de ladrillo. Cuando Andy se encontró de nuevo en la acera, vio que la cabeza y los hombros del hombre sobresalían de un ventana dirigida hacia arriba (unas pequeñas manchitas blancas flotaban perezosamente hacia abajo). Andy creyó que eran de polvo, hasta que se dio cuenta de que eran manchas de pintura desgajada en el momento en que el viejo abrió hacia arriba la mitad inferior de la ventana.
-¿El trabajo? -preguntó Andy-. Quiero decir que vengo a por lo del trabajo que han anunciado en el Spectator y el New Statesman. Me llamo Andrea Rivers.
-Vaya -dijo o tosió el viejo, sosteniendo un pesado bulto de algo-. Entre y suba. La llave de la puerta es la que tiene la cinta en el mango.
Dejó caer el bulto y un manojo de llaves cayó con un tintineo sobre el pavimento. Andy recogió las llaves, volvió a mirar hacia la ventana del tercer piso y vio que ya no había nadie allí. Después de algunas dificultades encontró la larga llave que mostraba un trozo de cinta sucia en su mango.
La casa olía a cerrado. Había espesas capas de polvo en los rincones de la fría entrada, que avanzaba en penumbras alrededor del lado de un estrecha escalera. Incluso después de que los ojos de Andy se hubieran ajustado al cambio de luminosidad, le pareció que la mitad descendente de la escalera -el tramo situado frente a ella, al final de la entrada- bajaba hacia la más pura oscuridad, tan profunda como un pozo. En la pared de lá derecha, inmediatamente al lado de un puerta alta de color marrón, había un polvorienta imagen de Jesús…. tan desvaída que casi tenía los mismos colores que la puerta. A continuación, Andy observó que en la parte lateral de la escalera, cubierta con paneles pintados por lo menos cincuenta años antes con un tono mortalmente oscuro, había un verdadera galería de imágenes religiosas de colores igualmente desvaídos. En un Jesús predicaba en el Huerto de los Olivos, en otra un santo se retorcía sometido al tormento con monstruos y demonios arrastrándose a su alrededor, en otra María sostenía en sus brazos al Niño Jesús. Andy comenzó a subir la escalera.
Las mismas manchas negras -ahora Andy sabía que eran brotes de moho-, crecían en la pintura amarronada de la escalera. La casa era fría y húmeda, como si de algún modo repeliera el cálido sol de junio. El polvo se levantaba allí donde ella ponía los pies.
En la parte superior de la escalera, un sucia claraboya iluminaba las tablas de madera del piso y el descolorido color verde de un puerta. Andy la abrió y entró en un vestíbulo cuyas dos puertas daban a lo que en otros tiempos podrían haber sido las dependencias del servicio. Allí arriba, Andy podía sentir el calor de junio: el aire parecía lento y pesado, como cansado.
Llamó a una de las dos puertas y escuchó un gruñido por toda respuesta. La abrió y entró en un habitación que olía a cera derretida, a carne rancia y a ropas de cama sucias. El viejo estaba tumbado en su cama, bajo un sábana gris. La observó en silencio y con desconfianza. En el fondo de la habitación había fuego…. aunque Andy se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de un especie de capilla improvisada donde había cientos de velas encendidas sobre un mesa de madera. Al otro lado de la mesa había un imagen enmarcada de Jesucristo, con las manos abiertas y extendidas ante un Sagrado Corazón en levitación y en llamas.
-Su nombre -dijo el viejo. Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era un infierno.
-Rivers. Andrea Rivers.
-Soy el general Anthony August Leck. ¿Significa eso algo para usted?
La miró desafiante desde su rostro hundido.
-Sí -contestó Andy-. Claro que le conozco.
Trató de ocultar su asombro, sin conseguirlo del todo. August Leck había sido un verdadero héroe de la segunda guerra mundial, íntimo tanto de Montgomery como de Eisenhower (algo bastante notable, teniendo en cuenta la personalidad de aquellos dos grandes egocéntricos, y mucho más sí se tenía en cuenta que el propio August Leck tenía fama de ser un hombre exigente y excéntrico). El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa?
De los detalles de su carrera, Andy sólo recordaba aquel peculiar aire de escándalo que la había acompañado. Recordó que, durante un parte de la guerra, el general había sido llamado «El Caníbal», hasta que un brillante victoria limpió su nombre. Y también recordó que había sido un notorio afeminado.
-Tiene usted el trabajo -le dijo el hombre marchito que yacía sobre la cama: en aquel cuerpo ya no quedaba nada de afeminamiento-. Las llaves.
-¿Qué?
-Devuélvame las llaves, por favor.
Y extendió un mano que parecía un garra manchada. Andy se le acercó y dejó caer las llaves sobre aquella mano.
-¿Acaba de contratarme? -preguntó-. ¿Así, sin más?
-Acabo de contratarla -replicó el viejo-. Quiero que empiece inmediatamente. No podemos permitirnos perder ningún tiempo. Su habitación estará en el piso que está justo debajo de éste, se puede traer consigo todo lo que desee, y podrá instalarse esta misma tarde. Empezará a trabajar mañana por la mañana, a las seis. En el anuncio decía que el salario era negociable, pero estoy dispuesto a pagarle cincuenta libras a la semana, y creo que eso es suficiente para dar por terminada la necesidad de entablar un negociación. ¿Lo ha comprendido?
-No puedo venir a vivir aquí -dijo Andy-. Estoy casada. Puedo ayudarle con sus memorias, pero no puedo vivir al mismo tiempo aquí. Mi esposo y yo vivimos en Belgravia,
-Estaría bien en Be1gravia -dijo el general Leck, reclinándose sobre la cama, con los ojos cerrados-. Vaya. Se supone que no debía usted estar casada. Se supone que debía vivir aquí. Eso es algo que me amarga. No quiero que esté usted casada.
Andy vio que el general era un hombre intermitentemente senil. Le temblaban las manos. Volvió a decir «Vaya», y unas lágrimas simétricas surgieron de sus ojos cerrados.
-¿Cuánto tiempo hace que está casada? -preguntó con voz temblorosa.
-Mucho tiempo. Mire, general Leck, si no me quiere, me marcho. Si aún desea contratarme, puedo estar aquí a las seis para empezar a trabajar. El sueldo me parece bien. ¿Quiere darme el trabajo o no?
-¿Cuánto tiempo hace que está casada? -volvió a preguntar.
-Once años –contestó Andy con un suspiro de resignación.
-Pero no tiene hijos.
-No, no los tengo.
-En tal caso, tiene el puesto -dijo el general-. ¿Tony? ¿Dónde estás, Tony?
-Aquí -contestó un voz detrás de Andy, sobresaltándola. Volvió la cabeza y vio que el joven más hermoso de toda Inglaterra se hallaba de pie, apoyado en el marco de la puerta. Pareció sentirse perfectamente cómodo a pesar de la fijeza con que ella le miró, y Andy supuso que estaba acostumbrado a que le mirasen así. Llevaba un traje azul oscuro de corte perfecto. Le sonrió a Andy, se enderezó y entró en la habitación. Ella estaba tratando de calcular su edad cuando él llegó junto a la cama y tomó entre las suyas la mano del general. A ella le pareció un gesto natural de amor. El aún le sonreía a Andy, y también había un sonrisa en sus cálidos ojos oscuros.
-Señora Rivers, éste es mi nieto, Tony Leck -dijo el general. Andy y el joven se dirigieron un inclinación de cabeza a modo de saludo. Andy pensó que debía de tener por lo menos veinticinco años, pero entonces Tony bajó la vista, mirando a su abuelo, y su rostro adquirió de repente un expresión de adolescente.
-Llevarás a la señora Rivers a la habitación donde trabajará -dijo el general-. Mira a ver si necesita algo antes de que empiece a trabajar mañana.
Tony palmeó la mano del viejo y murmuró:
-Desde luego.
Captó la mirada de Andy y le hizo un seña hacia la puerta.
-Entonces, ofrécele algo para almorzar abajo -dijo el general-. Yo bajaré después, Tony.
-Muy bien.
Tony la condujo hacia el vestíbulo, cerrando con suavidad la puerta de la habitación del general. Su rostro no parecía hecho para expresar seriedad, pero la seriedad resultaba ser su expresión dominante.
-Hemos alquilado un máquina de escribir eléctrica para usted. ¿Le parece bien?
-Oh, sí, desde luego -contestó ella. En ese momento, bajo la débil luz del vestíbulo Tony Leck no parecía tener más de quince años.
-Eso es un alivio -dijo él, conduciéndola hacia la escalera-. Uno no sabe nunca con qué quiere escribir la gente, ¿verdad? Debe de ser algo muy personal… Quiero decir que debe de haber gente incapaz de escribir un sola palabra a menos que disponga de un determinada clase de papel y cosas así, ¿no le parece?
Bajaron la polvorienta escalera y Tony se detuvo en el rellano del segundo piso para abrir un puerta.
-Me temo que trabajará usted aquí. Desearía que fuera mejor, pero… hacemos todo lo que podemos.
Había otro pasillo polvoriento con un alfombra descolorida. Dos puertas a un lado del pasillo; un serie de imágenes religiosas colgadas de la pared. Tony abrió la primera puerta e invitó a Andy a entrar.
Era un pequeña habitación desnuda, con paredes blancas y un ventana salediza. En el centro de la pared del frente había un camastro militar, con un colchón pardo de aspecto irregular. En el otro lado de la estancia había un antiguo sofá de color azul con brazos y patas tallados. El suelo estaba cubierto por un alfombra manchada. Precisamente en el centro del espacio saledizo en el que se abría la ventana, había un pequeña mesa de madera de pino sin terminar, sobre la que se había colocado un máquina de escribir eléctrica, perfectamente centrada sobre la mesita. Los muebles habían sido dispuestos con tal exactitud como si se hubiera hecho con regla y cartabón.
-Me temo que no es mucho -dijo Tony-. Pero está bastante limpio. Eso se lo puedo asegurar. Eh, minino.
Se arrodilló para acariciar el pelaje de un gato que había entrado en la habitación. Otro gato atigrado, que no parecía haber salido de ninguna parte, se frotaba contra las piernas de Andy.
-Hay muchas ratas en Notting Hill -dijo Tony- ¿Le parece bien esta habitación? Hay otra que podría usted tener, si…, ya sabe…
-Ésta me parece maravillosa -dijo Andy, exagerando la contestación para librarle de su aparente azoramiento-. Los gatos mantendrán las ratas a raya, y si necesito inspiración siempre puedo pasear desde el sofá hasta la pequeña cama. Realmente, me parece muy bien. Gracias por haberla limpiado para mí.
Tony asintió con un gesto de cabeza. Andy creyó haber observado en él un inicio de rubor, muy débil.
-¿Puedo hacerle un pregunta, Tony?
-Dispare -dijo él. Volvió a sonreír y añadió-: Es un metáfora militar.
-No tiene que contestarla si no lo desea, pero… ¿qué edad tiene usted?
-La que se necesita -contestó él, dirigiéndole un mirada tímida, furtiva, divertida.
Comieron en la cocina del piso situado por debajo del nivel del suelo, sentados uno frente al otro ante un mesa amarilla con un hoja de esmalte resquebrajado.
-Tanto como se necesita, ¿para qué? -le preguntó Andy. Dos gatos, que no eran los mismos que había visto en el segundo piso, se retorcían alrededor de los tobillos de Andy.
Tony cogió un plato de sopa -Brown Windsor, aunque Andy no pudo identificarla- y se lo colocó delante. Después preparó un bandeja con un queso amarillento y denso y un pan blanduzco, y la puso en medio de la mesa. Se sentó, cortó un trozo de pan y puso sobre él otro trozo de queso.
-Para cuidar de mi abuelo, desde luego -contestó finalmente. Y Andy pensó que Tony Leck poseía más elegancia que cualquier joven norteamericano de su edad, fuera ésta cual fuera.
Aquella noche, Andy tuvo un pesadilla tan mala como no recordaba haber tenido desde su niñez. Nadaba en un agua pesada, salada y aceitosa; sentía los brazos agotados. Cuando sacó la- cabeza fuera del agua, sólo vio oscuridad. Se esforzó por elevar un brazo y se aupó unos pocos centímetros más por encima del nivel del agua. Algo deslizante le rozó la pierna izquierda y después se agarró a ella, dándole apenas tiempo para, llena de pánico, tomar un apresurada bocanada de aire, al tiempo que un espiral de algas se enrollaba alrededor de las piernas. Su cabeza se hundió bajo la superficie. El aire escapó de sus labios y formó burbujas. Las algas que le rodeaban las piernas eran pesadas como si fueran un cadena de hierro. Andy se inclinó en el agua oscura, tratando de soltárselas, antes de que la hundieran hacia el fondo del océano. Sus dedos arañaron un materia tosca y gomosa, al principio demasiado resbaladiza y después demasiado dura para soltársela. Otra espesa tira de algas rodeó lentamente su cintura; y sintió otro palmetazo contra la nuca.
Iba a morir…, estaba segura. Las espesas y pesadas algas la hundían cada vez más. Su boca se abriría en un segundo más y el agua entraría a borbotones, ella inhalaría y le sobrevendría un muerte muy dolorosa. Unas espesas bandas de algas pegajosas le rodeaban la cintura y ella se sentía como un roca en medio del agua. Gritó…, y el grito la despertó bruscamente antes de que el sonido llegara a su garganta. Incrédulamente, Andy contempló el techo de su dormitorio en Be1gravia y vio la lun en la parte superior de la ventana. El alivio inundó su pecho como un gran burbuja; un capa de sudor le cubría la frente, el pecho, los brazos. Permaneció tendida contra su almohada húmeda, respirando con rapidez. Junto a ella, Phil seguía durmiendo…. había incluso consuelo en el hecho de estar junto a su cuerpo inerte.
Sorprendentemente, Phil no protestó demasiado por el trabajo de Andy. Apenas escuchó la descripción que ella le hizo de haber visto el anuncio dos veces, haberse dirigido a Notting Hill, y su entrevista con el general, si es que se podía considerar como tal. Cuando hubo terminado, se limitó a decir:
-No durarás mucho en ese trabajo, Andy. Te puedo asegurar que no conservarás por mucho tiempo ningún trabajo en el que tengas que empezar a las seis de la mañana. Y mucho menos con ese tipo. ¿Sabes lo que solían decir de él? Dijeron que en un ocasión comió carne humana…, y que le gustó. No te quedarás allí ni dos semanas.
Volvió su atención al Financial Tírnes, y ella tuvo que tragarse la furia que sentía.
A la mañana siguiente, cansada a causa de las horas que había tardado en recuperar el sueño tras despertarse de la pesadilla, Andy preparó la mesa para el desayuno de Phil. Ella misma se sintió demasiado ansiosa como para desayunar. Cereales en un cuenco, con un cartón de leche al lado. Pan, preparado para colocarlo en la tostadora, un tarro de mermelada y un cuchillo junto al pan. Se movía con lentitud, tratando de imaginar qué otra cosa podría exigir Phil para su desayuno, cuando él apareció en la puerta de la cocina, mirando agriamente su reloj.
-No tienes tiempo para desayunar -le dijo-. Ya son las seis menos cuarto. Sé que esto es un error terrible.
-Éste es tu desayuno, maldita sea -replicó Andy- Quería… Oh, olvídalo. Tengo que marcharme.
-Eso es precisamente lo que yo trataba de señalar -dijo él. Todavía enojada, Andy bajó por fin del taxi en los jardines de Kensington Park a las seis y veinte… Había perdido veintidós minutos tratando de encontrar un taxi a aquella hora. Sacó del bolso la llave que Tony Leck le había entregado y subió los amplios escalones, entrando en el húmedo vestíbulo. La casa estaba en silencio. ¿Estarían todos dormidos aún? Andy subió la escalera hasta el segundo piso. En la habitación que le habían destinado, todo estaba exactamente igual que el día anterior…. con la máquina de escribir colocada en medio de la mesa situada en medio de la habitación, frente al centro de la ventana salediza. Cerró aquella puerta y siguió subiendo la escalera para ir al piso del general.
Pudo escuchar la voz del viejo murmurando para sí mismo en cuanto llegó al rellano y tomó por el pasillo. Ella sabía que el general se quejaba amargamente contra ella… Su primer día de trabajo ¡y llegaba veinte minutos tarde! Abrió la puerta y entró, esperando que él la señalara con el dedo y empezara a gritar. Sentía calambres en el estómago.
Pero no hubo ningún dedo acusador, ningún grito de cólera. El olor a cera derretida era incluso mayor que el día anterior, como si las velas hubieran estado encendidas toda la noche. Andy vio la cama vacía, con sus sábanas grises y arrugadas, y después miró hacia el altar improvisado. El general Leck estaba arrodillado ante él, murmurando algo para sí mismo. Andy se dio cuenta de que estaba rezando, y con tal concentración que ni siquiera la había oído entrar en la habitación. Entonces escuchó cierta dificultad en la voz que murmuraba: el general lloraba al mismo tiempo que rezaba.
No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpirle y preguntarle si quería ayuda? ¿Y si le dolía algo? Se acercó más a él, caminando ligeramente hacia un lado, para que él pudiera verla con su visión periférica.
El general llevaba un viejo batín azul con charreteras y ribetes rojos en el frente. Tenía la cabeza casi metida entre las rodillas y los ojos cerrados. Hablaba, pero ella no pudo comprender las palabras. Andy se aclaró la garganta. El general abrió los ojos y volvió la cabeza para mirarla… Tenía los ojos enrojecidos e inflamados. Le indicó con un gesto que se marchara. Y Andy se retiró, en espera de que el general Leck terminara sus oraciones.
Poco después, la llamó con un gesto de la mano, y Andy avanzó hacia él. Le puso un mano bajo un codo y la otra en la muñeca, y le ayudó a incorporarse. El general despedía un olor a edad y aflicción, y su batín olía a viejo y a humo.
-Cama -ordenó. Andy condujo al anciano, que respiraba ruidosamente por la nariz, hacia la horrible cama. Se tambaleó hacia delante hasta que pudo apoyarse en la cama con los brazos extendidos y después se giró lo suficiente para sentarse en ella. Haciendo un visible esfuerzo, el general levantó las piernas y las metió debajo de la sábana. Finalmente, se derrumbó hacia atrás, entre las sucias almohadas.
-Empiece esta misma mañana con los papeles -dijo, apenas sin respiración-. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés. Pero léalos primero, desde el principio hasta el final. Están ahí, en mi baúl. -Haciendo un gran esfuerzo, se incorporó sobre un codo e hizo un gesto hacia la puerta de un gran armario empotrado situado junto a la cama-. Ahí dentro. Y lleve mucho cuidado.
Andy abrió la puerta y comprendió por qué el general le había advertido que llevara cuidado. Dentro del armario, en medio de varios uniformes viejos y ropas de civil colgadas de perchas, había un destartalado baúl de color verde, con bordes de cuero. Las ratas de ojos enrojecidos miraron fijamente a Andy desde la parte superior del baúl y después se escabulleron hacia la parte posterior del armario.
-Lleve cuidado con las ratas -dijo el general.
-Está bien -dijo Andy con la piel de gallina. Entró en el armario. Allí donde estaba segura de haber visto dos o tres ratas, sólo pudo ver ahora el destartalado baúl verde. Escuchó unos sonidos frenéticos procedentes de las paredes del armario. Andy se tragó todas sus objeciones y arrastró el baúl un metro hacia ella. Apresurándose, lo abrió y contempló la confusión de papeles, algunos atados juntos, o metidos en carpetas, y otros sueltos, junto con periódicos antiguos y fotografías amarillentas. Andy cogió la carpeta de arriba y cerró el baúl.
-Bien -dijo el general-. Llévese esos papeles a su habitación. Ahora mismo, señora Rivers, por favor. Tiene que empezar su trabajo.
Andy se inclinó sobre el extremo de la cama, mirando al delgado anciano, con el rostro hundido y el enmarañado pelo blanco.
-¿Puedo hacerle un pregunta, general Leck? -El viejo abrió los ojos-. ¿Por qué me ha elegido a mí? Quiero decir…. ¿por qué especialmente a un mujer norteamericana? ¿No cree que un militar retirado habría sido más…. bueno, más adecuado?
Él sacudió la cabeza con lentitud.
-Yo soy un militar retirado, señora Rivers. Deseo distancia. Quiero estar seguro de que se comprenden todos los aspectos.
-Oh, ya entiendo -dijo Andy.
-Pero quizá la quería a usted, señora Rivers. Andy asintió con un gesto; el general cerró los ojos de nuevo, y su rostro volvió a adoptar lo que parecía ser su expresión característica de entristecida cólera.
Después de dos horas de trabajo, Andy estaba tan aburrida que se preguntó si podría continuar con aquel extraño proyecto. Las primeras páginas que había leído -aprendiendo primero a descifrar la diminuta escritura del general- eran un narración no muy buena de su educación infantil. Era algo tan convencional como la prosa del general. Había tenido un padre militar, varias criadas, puestos en el Extremo Oriente, un casa de campo en Northumberland; todo se describía sin el menor rasgo de ingenio, sin la menor matización. «Redding Hall, nuestra casa de campo, era, según creo, de lo más habitual. Era grande, pero nada ostentosa. Fue más bien el refugio de mi padre, quien cuando yo tenía ocho años me enseñó a utilizar un escopeta en Redding Hall.» Andy se preguntó hasta qué punto debería reescribir todo aquel material anodino y desorganizado. Debido a la importancia del general Leck, sus memorias serían probablemente publicables. Pero toda aquella clase de material se había escrito mucho mejor en cientos de novelas.
Entonces Andy descubrió un serie de páginas escritas en francés con otro tipo de escritura. Le gustó dejar a un lado el montón de páginas del general Leck y empezó a leer el material en francés. Su aburrimiento se desvaneció como por encanto. La escritura era alegre y encantadora, y la autora se había metido de lleno tanto en el tema -su infancia en el París de los años veinte-, como en la forma de describirlo. Andy comenzó a tomar notas para su traducción. Un gato blanco saltó sobre su pequeña mesa, la miró a los ojos y comenzó a ronronear.
Trabajó a gusto durante varias horas en las páginas escritas en francés, vio con satisfacción que todavía quedaban por lo menos otras cincuenta páginas, y a las doce y media bajó la escalera para ver si alguien había pensado en el almuerzo.
Cuando llegó a la entrada llamó en voz alta:
-¡Hola!
Escuchó débilmente la respuesta de Tony. Se dirigió hacia el fondo de la polvorienta entrada y miró escalera abajo, hacia el piso inferior.
-Estoy aquí -le oyó decir a Tony- Baje. El almuerzo ya está casi preparado.
-Oh, gracias a Dios -dijo Andy. Tenía hambre, pero la exclamación fue más bien el resultado del alivio que sintió al descubrir que las comidas, a diferencia de la limpieza, eran algo regular en casa de los Leck.
El general, vestido con un traje gris, ya estaba sentado a la cabecera de un mesa larga y estrecha colocada en el centro de la cocina. Un luz brillante se filtraba por las ventanas situadas en lo alto de las paredes. El cabello del general había sido cepillado y su piel tenía un aspecto sonrosado. Levantó la vista hacia Andy cuando ella entró en la cocina, y después volvió a bajar la mirada hacia donde sus manos jugueteaban vagamente con la vajilla de plata. Parecía como si no estuviera muy seguro de cuál era la función de la vajilla. No obstante, la debilidad y los terrores de la mañana habían desaparecido por completo.
-¿Disfruta usted de su investigación? -preguntó el general Leck sin mirarla.
-Sí -contestó ella-. Sobre todo con las páginas en francés.
-Las páginas en francés -murmuró él, jugueteando con los cubiertos-. ¿No tiene usted problemas con el idioma?
-No, todavía no -contestó ella. El general Leck dejó los cubiertos sobre la mesa y se limitó a emitir un sordo gruñido.
Tony trajo dos platos de sopa Brown Windsor que, al parecer, formaba parte de su comida diaria. Colocó los platos ante Andy y su abuelo, cogió después el queso del aparador y lo situó en el centro de la larga mesa. Tras haber dejado un hogaza de pan sobre la mesa, se sirvió a sí mismo y se sentó en el extremo de la mesa opuesto a donde estaba su abuelo.
El general Leck ya estaba comiendo.
-La casa es un verdadera ruina -dijo.
-Sí, señor -admitió Tony.
Andy también empezó a tomar la sopa. Tony aún permanecía sentado con las manos sobre el regazo.
-Hay ratas en las paredes –dijo el general-. Molestan mi sueño.
-Sí, señor -dijo Tony. El general miró a Tony por primera vez desde que Andy bajara la escalera, y Tony cogió entonces su cuchara.
-Sí -dijo el general Leck, y Tony empezó a tomar su sopa. Durante todo el almuerzo, el anciano ignoró a Andy, quejándose del estado de la casa y de Notting Hill en general. Tony se limitaba a decir: «Sí, señor». Cuando el general apartó su plato, Tony se levantó en silencio, avanzó a lo largo de la mesa y le cogió del brazo. Ayudó a su abuelo a salir de la estancia, y Andy no tardó en oírles subir lentamente la escalera. Terminó a solas con el último trozo de su porción de queso.
Con la intención de ayudar a Tony, recogió los platos y los puso en la pileta. Abrió un armario al azar, donde encontró siete u ocho latas de sopa Brown Windsor de Cross & Blackweil. Por un momento, se preguntó si el general comería algun otra cosa.
Y después se pasó un momento aún más prolongado sintiendo lástima de Tony. El no parecía tener un vida propia, sometido por completo al dominio de su abuelo. Ni siquiera había sido capaz de empezar a comer hasta que su abuelo se lo permitió, asintiendo con un gesto.
Al otro lado del vestíbulo que daba entrada a la cocina, estaba la habitación que debía de ser la de Tony. Cuando el general no le necesitaba, parecía disolverse detrás de aquella puerta. Andy permaneció de pie ante ella y se vio sorprendida por el fuerte y repentino impulso de abrirla y echar un vistazo. Levantó la mano y tocó el pomo de la puerta; después, retiró la mano. No podía abrirla. Eso sería un violación tanto de la intimidad de Tony como de sus propios principios. Apoyó los dedos contra la madera de la puerta y finalmente también los retiró. ¡Si Tony bajara la escalera y la viera acariciando la puerta! Ni siquiera deseaba que él la descubriera parada delante de su habitación; subió rápidamente la escalera y se metió en su propia habitación. Arriba, en la habitación del general, todo estaba en silencio.
Tres horas más tarde, seguía sumergida en las páginas escritas en francés. Éstas habían adquirido un giro tan sorprendente que Andy se preguntó si pertenecían a las otras páginas, o formaban parte de un novela abandonada que se había mezclado por descuido con las páginas autobiográficas. A lo largo de diez o quince páginas, la autora de los escritos en francés se había permitido dejarse arrastrar por un sorprendente vena de erotismo. Aquello no era pornografía, pues no había descripciones de actos sexuales; no obstante, las páginas rebosaban de sentimientos eróticos. Y toda aquella madurez de sentimientos eróticos traslucía en los escritos sin que Andy supiera a qué personas se refería.
Un hombre y un mujer se hallaban a bordo de un barco. Experimentaron un atracción mutua, simultánea e instantánea; se miraban el uno al otro en la cubierta, en el comedor. El hombre tenía algunos años más que la mujer, pero ésta parecía controlar el progreso del hombre hacia ella. Un densa, espesa y dolorosa avidez sexual -un obsesión sexual- impulsaba al hombre a recorrer todo el barco en busca de la mujer.
Se encontraron; se dijeron palabras que no tenían gran significado o importancia. Por muy trivial que fuera su conversación, tenían la sensación de que se estaba produciendo un acontecimiento de un inmensa magnitud.
Después llegaron al camarote del hombre. Él servía vino; la fruta fresca brillaba en un frutera sobre la mesa, ante ellos. Y esto, en sí inocente, estaba impregnado por la obsesión sexual.
La escena terminaba sin haber llegado a ningún desenlace: los amantes, porque eso es lo que eran, ni siquiera se habían tocado.
Andy acababa de llegar al final de esta escena cuando oyó abrirse la puerta de su habitación. Se levantó cuando Tony Leck entró en ella.
-¿Tony? -preguntó ella. Él tenía la chaqueta abierta y la corbata desanudada. Sus ojos ardían-. ¿Qué … ?
Tony avanzó directamente hacia ella y la rodeó con sus brazos.
-¿Tony? -volvió a decir ella. La boca de él se movía sobre el cuello de Andy, quien se abrazó a él y sintió su fuerza, su delgadez-. Dios mío…
Supo que iba a acostarse con él, que deseaba acostarse con él y que al cabo de pocos segundos ambos estarían desnudándose febrilmente, y que pocos segundos después sentiría la piel de él contra la suya. Supo que aquellos acontecimientos eran algo inevitable, y que serían conmovedoramente dulces. Tenía el corazón desbocado y le ardía el rostro.
-Di algo -casi le suplicó. Pero él la besó en la boca, y ella se abandonó simplemente a lo que le estaba ocurriendo. Poco después, le condujo hacia el pequeño camastro que había en su habitación.
Era la primera vez desde antes de su matrimonio que hacía el amor con otro hombre que no fuera Phil Rivers. Se sintió como si hubiera inhalado perfume, o como si hubiera ingerido alguna droga poderosamente desorientadora. La piel suave y blanca de Tony Leck olía como el pan recién hecho. Conmocionada por lo repentino de la intimidad y por lo que parecía su profundidad, sus objeciones frente al adulterio, mantenidas durante tanto tiempo, desaparecieron como el humo.
Aquella noche, en Be1gravia, Phil no observó ningún cambio en ella. Para Andy, sin embargo, aquellos cambios eran tan enormes que se imaginó estarían impresos no sólo en su rostro, sino en cada uno de sus gestos. Pero Phil tomó la cena, vio las noticias de la noche en la televisión, y hojeó el Financíal Times sin dar la menor señal de haberse dado cuenta de que la vida de Andy, y por lo tanto la suya propia, se había alterado irrevocablemente. El matrimonio Rivers se desnudó (y Andy percibió sus pechos por primera vez en quizá diez años, recordando cómo los había sostenido y besado Tony Leck), y se metió en la cama.
-Buenas noches -dijo maquinalmente Phil, cogiendo un libro titulado Dirección de personal.
Y aquella noche, Andy volvió a soñar estar ahogándose en un profundo océano aceitoso. Sus brazos volvieron a elevarse, y no pudo ver tierra por ningun parte. Sus inútiles esfuerzos por nadar no hacían sino hundirla más profundamente en la negrura.
Volvía hundir la cabeza y tragó un agua amarga.
Las tiras de algas se cerraron alrededor de sus piernas y la atrajeron hacia el fondo del océano. Andy se retorció, tratando de liberarse de las algas que le atenazaban las piernas, y fue agarrada por un cuerda verde flotante; algo duro y delgado le arañó la espalda desnuda y miró por encima del hombro para ver un calavera que flotaba entre las algas. La calavera se abalanzó contra su mejilla y los brazos del esqueleto la rodearon. Ella y el esqueleto que la abrazaba se fueron hundiendo juntos más y más, envueltos por las pesadas algas.
A la mañana siguiente, Andy estaba en Notting Hill a las cinco y media. Penetró en la casa de los jardines de Kensington Park y subió lentamente la escalera a oscuras. El cielo que se podía ver por la claraboya mostraba los primeros signos de un luz plateada que iluminaba débilmente la parte inferior de las nubes. Andy llegó al descansillo y dudó ante la puerta del general Leck.
El sonido de un respiración ligera y uniforme llegó hasta ella. Creyó que él estaría todavía durmiendo, y pensó que allá abajo, en su habitación junto a la cocina, Tony también estaría dormido en su cama.
-¿Quién está ahí? -preguntó entonces la voz del anciano al otro lado de la puerta-. ¿Quién está ahí fuera?
-Soy yo -contestó Andy-. Hoy he venido más pronto.
-Bueno, entonces será mejor que entre y comience a trabajar con los papeles -dijo el general-. Entre…, no se quede ahí en el vestíbulo.
Esta mañana no hubo lágrimas, ni rezos. El general estaba incorporado en la cama, envuelto en su batín ribeteado de rojo, con las manos extendidas a los lados. La miró fríamente y después siguió contemplando las oscuras ventanas del otro lado de la habitación.
-Buenos días -saludó Andy.
-Ya sabe usted dónde están los papeles. Por favor, empiece con ellos señora Rivers.
-Sí, general -dijo Andy. Y, ante su mirada, cruzó la habitación, dirigiéndose hacia el armario.
Cuando abrió la puerta, media docena de ratas la miraron enojadas; media docena de gruesos cuerpos grises saltaron apresuradamente al suelo de madera, y se escabulleron haciéndose invisibles. Andy sentía latir su corazón con fuerza. Tenía verdaderas ganas de cerrar la puerta de golpe y ponerse a chillar… -esta imagen la tenía tan clara en su mente que era como si estuviese sucediendo en realidad, como si ya se hubiese abandonado a su impulso destructivo y hubiese empezado a gritar-: «Amo a su nieto! ¡Me acuesto con él delante de sus narices!».
Pero en lugar de eso se limitó a abrir la tapa del baúl y cogió otro montón de papeles.
-Confío en que sepa usted lo que está haciendo -escuchó decir al general tras ella.
-¿Perdón? -dijo Andy, arreglándoselas para que su voz sonara calmadamente.
Salió del armario empotrado, llevando el montón de papeles,
-En cuanto a su trabajo aquí -dijo el general, ocultando su impaciencia. Seguía mirando hacia la oscuridad de las ventanas del dormitorio-. Sabe usted lo que implica su trabajo, ¿verdad, señora Rivers?
Andy murmuró que así lo creía. Llevando consigo el desordenado montón de papeles, se despidió con un gesto del general (que seguía mirando fijamente las ventanas), abandonó su habitación, y bajó la escalera con rapidez. Sólo se detuvo un momento en el descansillo del segundo piso, y luego siguió bajando hasta la planta baja y después hasta el piso inferior. La cocina estaba fría y vacía. Se dirigió hacia la puerta de la habitación de Tony, abrió la boca para pronunciar su nombre… y no pudo hacerlo.
Permaneció ante la puerta, con los brazos llenos de papeles, temerosa por alguna razón de pronunciar su nombre o de golpear la madera y despertarle. Andy se sintió casi como si la propia puerta representara un amenaza para ella; pero sabía que la verdadera amenaza se encontraba en lo que había al otro lado de la puerta. Parpadeó, temiendo que este último pensamiento injusto la obligara a echarse a llorar. No podía llamar a Tony Leck, ni siquiera podía tocar la puerta de su habitación como había hecho después del terrible almuerzo del día anterior. Percibía el peligro oculto en alguna parte, un peligro capaz de golpear si se atrevía a abrir aquella puerta. Estaba convencida de ello. El general Leck, pues era de él de quien procedía el peligro, estaba de algún modo enroscado detrás de aquella puerta. Andy retrocedió un paso, abrió de nuevo la boca y, de nuevo, no pudo pronunciar palabra alguna.
Aquella sensación de la existencia de un peligro definido pero inespecífico la impulsó a subir de nuevo la escalera y meterse en su propia habitación.
Aquel día, el segundo de los tres que pasó como empleada del general Leck, leyó páginas que él había escrito acerca de su esposa. Estaban escritas con la diminuta caligrafía del general, pero en francés, y todo el espíritu de la escritura parecía haberse alterado. En francés, el general no era ni descuidado ni convencional. Había amado a su esposa y en los ritmos de sus frases Andy percibió la misma obsesión sensual y erótica que había visto en los pasajes leídos el día anterior. Aquellos, según ella había decidido previamente, habían sido escritos por la esposa -la abuela de Tony-. El general Leck era el hombre atrapado por la pasión en el buque transoceánico; su esposa era la encantadora muchacha criada en el París de la posguerra.
Al final de aquella página, Andy leyó la siguiente frase en el francés del general: «En sus brazos, yo era siempre joven, y lo sería para siempre».
Trató de seguir traduciendo, pero a las once de la mañana ya no pudo más. Era demasiado consciente de que allá abajo Tony Lek estaría trabajando en la cocina, leyendo en su habitación, o quizá permaneciese al pie de la escalera mirando hacia arriba.
Él estaba aprisionado en aquella casa. Andy pensó que si Tony Leck hubiera estado en Estados Unidos nunca habría permitido colocarse en un posición en la que se veía reducido a ser el sirviente de su abuelo, sin importar lo eminente que pudiera ser éste. Pero, tal y como estaban las cosas, había sacrificado su propia vida a la de su abuelo. Ella podría enseñarle un poco de independencia, un poco de iniciativa. Tony no podía dar un solo paso sin el permiso del general. ¿Y si ella lo secuestraba, lo sacaba de la húmeda casa de Notting Hill y le demostraba que podía ser libre?
¿Y si se lo llevaba a Be1gravia y lo alojaba en la habitación de huéspedes?
Andy reconoció que aquella última era un fantasía particularmente imposible, pero la imagen que trajo consigo de Tony Leck asomado a la ventana de la habitación de huéspedes fue lo bastante poderosa como para marearla. En sus brazos yo era siempre joven, y lo sería para siempre. Dejó las páginas de escritura apretada que tenía entre las manos y se levantó. Se dirigió indecisa hacia la puerta de su desnuda habitación blanca, no queriendo admitir todavía lo que iba a hacer.
Salió al pasillo, se mordió ligeramente un labio y se encaminó hacia la escalera.
Bajó hacia un región de oscuridad indiferenciada… La luz procedente de la claraboya terminaba bruscamente en mitad de un descansillo, y por debajo de él todo eran tinieblas. Andy se movió rápidamente y en silencio, bajando la escalera. En el piso de abajo, rodeó la parte posterior de la entrada a la casa y bajó la escalera hasta el piso inferior.
Cruzó el piso de azulejos y entró en la cocina. Vio a Tony en seguida. Llevaba un camisa con el cuello abierto -la chaqueta y la corbata estaban colgadas en el respaldo de un de las sillas-. Tony estaba sobre la pileta, y su rostro mostraba un expresión un tanto
extraña, como perdida y vacía. Tenía un mancha de sangre animal sobre la mejilla. Andy captó inmediatamente el fuerte olor a sangre que reinaba en la cocina. No pudo ver las manos de Tony, pero debía de estar despellejando algo.
El levantó la mirada hacia ella, sin parpadear, y Andy sintió como si le hubieran quitado todo el aire de los pulmones. Observó marginalmente que el aire sobre la pileta estaba lleno de moscas, que debían de haber entrado por una de las ventanas abiertas de la planta baja. Tony miró hacia abajo, con ojos desenfocados, y ahuyentó distraídamente las moscas con un gesto de la mano.
Ella se acercó a él sin hacer ningún esfuerzo consciente…. como si se deslizara por el piso de la cocina sobre un sendero engrasado. Él abrió el grifo y se enjuagó las manos sin mirarlas, y cuando la rodeó con sus brazos aún tenía manchada de sangre la parte interior de éstos. Andy sólo vio a medias la larga carcasa de la pileta encajada en el banco de la cocina, así como el montón de entrañas de color púrpura que había en ella. Cayó de rodillas sin pensar, con la cabeza dándole vueltas, y se agarró a las rodillas de él. Por encima de su cabeza, escuchó a Tony decir:
-Te amo.
-Te amo -repitió ella sobre la suave tela de sus pantalones. Desde arriba, Tony preguntó:
-¿Para siempre?
-Como tú quieras -dijo ella-. Oh, Dios mío.
Tony la hizo incorporarse y ella sintió sus labios cosquilleándole sobre la mejilla. Sus brazos habían trazado unas rayas simétricas de sangre sobre su blusa. Tony la hizo girar y, sosteniéndola firmemente por la cintura, la hizo cruzar la cocina, dirigiéndola hacia el pie de la escalera.
Allí abrió la puerta de su habitación.
-Tenía miedo de entrar aquí -dijo ella… y vio que se parecía mucho a su propia habitación, dos pisos más arriba: estaba bastante vacía.
Había dos sillas de respaldo alto en los dos rincones más alejados, y vio un periódico en el suelo. En las paredes se habían sujetado imágenes arrancadas de revistas… Ella observó apenas imágenes de rostros de mujeres, tanques, músicos de rock y la fotografía de Robert Capa en la que se ve a un republicano español alcanzado por un bala.
Tony la dirigió hacia la cama y Andy se desnudó en un santiamén -la blusa manchada de sangre y la falda le quemaban la piel-, sintiendo la piel muy caliente. Se pegó al cuerpo de Tony, recorriendo con las manos los bordes de la musculatura de su espalda, acariciando después, con un ternura infinita los planos y ángulos de su rostro. Ella misma se tendió sobre la cama y Tony gimió junto a su oreja, tendiéndose suavemente a su lado.
Y se produjo aquel hecho…, aquel hecho grande, rojo, necesario, rígido pero divertido. Andy lo rodeó con las manos y restregó la boca contra la de Tony, al tiempo que aquello latía en sus manos y después se inclinó para sostenerlo en su boca. Nunca había hecho nada igual con Phil, y quería que Tony comprendiera lo completa y totalmente que le aceptaba. Le resultó incómodo sostenerlo en la boca, pronto le dolerían las mandíbulas, pero Tony gimió con un placer extático y aturdido, y durante un rato ella lo frotó y lo lamió con sus labios.
Cuando levantó la cabeza, Tony la apretó contra sí y le abrió la boca con la lengua. La penetró y su cuerpo pareció avanzar y avanzar hacia los espacios más profundos de ella. ¡La familiaridad de su cuerpo! Andy se elevó sobre la cama, apretándose insistentemente contra él, como si tratara de salirse de sí misma.
Estaban estrechamente abrazados, moviéndose, y moviéndose y moviéndose, y Andy sintió que toda la superficie de su cuerpo se convertía en algo flotante, cálido y húmedo.
Después, puede que ella se quedara dormida durante un par de minutos; Tony seguía enorme en su interior, y ella le abrazó los hombros y deslizó los brazos hacia abajo alrededor de su delgado tronco. Él tenía los ojos cerrados y ella cerró los suyos y ambos juntaron sus frentes…
Cuando ella abrió los ojos sólo había transcurrido un instante, pero se sintió agotada, pasiva.
Vio al general Leck sentado al otro lado de la habitación, sobre una de las pequeñas sillas colocadas en un rincón. El general llevaba puesto un traje y la miraba sin expresión alguna. Andy no experimentó ningún shock al ver allí al general: supo que el general Leck había estado en la habitación durante todo el tiempo que ella y Tony habían hecho el amor, y experimentó un débil estremecimiento de sorpresa por lo poco que eso le importaba. No sintió ninguna vergüenza. Acarició con expresión ausente la espalda de Tony, que aún estaba humedecida por el sudor.
Tony levantó la cabeza y la miró, y después miró por encima del hombro hacia su abuelo. Sin decir un sola palabra, se levantó y se puso los calzoncillos. Después se vistió en silencio, mirando únicamente al suelo.
Tras haberse abotonado la camisa y abrochado el cinturón del pantalón, Tony se dirigió hacia donde estaba sentado su abuelo y le ayudó a levantarse. Le acompañó hacia la puerta y pocos segundos después ambos habían desaparecido.
Al día siguiente, tras haber pasado un noche de ansiedad en la que apenas pudo dormir, Andy volvió a llegar a la casa de Leck antes de las seis de la mañana. Había hecho a pie todo el camino desde Be1gravia, y había tardado media hora. Durante toda aquella terrible noche pasada junto a Phil, y durante todo aquel largo trayecto a pie por las oscuras inmensidades de Londres, Andy terminó por darse cuenta de que ahora era incapaz de permanecer alejada de la casa de Notting Híll… Había cruzado ya aquel límite sin haberse dado cuenta siquiera de haber pasado a su lado. Su cuerpo había decidido, o quizás el mundo había decidido por ella. Si Tony Leck era un esclavo de su abuelo, entonces Andy Rivers también lo era. Fuera cual fuese la condición de Tony Leck, ésa era también la de Andy Rivers.
Cuando abandonó su casa a las cinco y cuarto de aquella oscura madrugada, se dio cuenta de que podía decirle al general que, después de todo, había cambiado de opinión y quería quedarse a vivir en la habitación del segundo piso. Phil tardaría días en encontrarla, y para cuando lo hiciera ya habría admitido que la había perdido, no sólo a ella, sino también todo lo que hubiera podido obtener anteriormente de las palizas que le daba. Ella podía quedarse a vivir en la casa de los jardines de Kensington Park. Sin embargo, aún no había decidido que lo haría, sino que sólo pensaba que podría hacerlo. Quería conservar ante ella aquella posibilidad, aquella especie de hueco secreto de experiencia, para poder considerarlo durante algún tiempo más.
Andy llegó ante la alta casa de ladrillo a las seis menos cuarto y entró en ella. Esperaba -casi esperaba- que la llave produjera un chispa al ser introducida en la cerradura, de tan histórico como le pareció aquella mañana el hecho de abrir la puerta. Cerró silenciosamente la puerta tras ella y miró por la escalera hacia arriba.
El general estaría arrodillado y sollozando ante su altar privado, o sentado en la cama, mirando fijamente hacia las ventanas, hacia la nada.
Andy tomó un decisión. Se dirigió hacia el fondo de la entrada, pasando ante la medio invisible hilera de imágenes religiosas, y bajó rápidamente la escalera hacia el piso inferior.
Allí abajo estaba muy oscuro. De puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Tony. Por un momento, permaneció inmóvil ante ella, mordiéndose el labio inferior. Recorrió con un mano la desconchada pintura, se acercó más a la puerta y descansó la frente sobre la madera. Suspiró temblorosamente. Finalmente, llamó dos veces, con suavidad.
-El muchacho se ha ido -dijo un voz tras ella. Sintiéndose humillada, como no lo había estado el día anterior, Andy se giró. El general estaba sentado justo a la entrada de la cocina, vestido con su traje gris y un corbata regimental con un pequeño nudo, que le sobresalía por el cuello blanco y rígido de la camisa.
-Se ha ido -repitió Andy, apoyando la espalda sobre la puerta.
-Sólo por unas horas, muchacha. ¡Hmmm! Mi nieto volverá esta tarde… Le llamaron en plena noche. ¡Hmmm! Y yo mismo tendré que marcharme dentro de poco. Estaré fuera la mayor parte del día.
-Muy bien -dijo ella con suavidad, suponiendo que no era bueno que Tony se hubiera marchado.
-De todos modos, puede usted subir arriba, muchacha. Tiene mucho trabajo que hacer. Si ninguno de nosotros ha regresado al mediodía, puede usted bajar y prepararse algo para almorzar.
-Gracias, general -dijo ella, todavía ruborizada.
-Confío en no haberme equivocado con usted -dijo el general-. Sería muy grave que me hubiera equivocado. Debe usted ser para nosotros, señora Rivers. Todo depende de eso.
Andrea recordó, y lo recordó con un amarga agudeza, la imagen del general enroscado como un antigua serpiente tras la puerta de la habitación de Tony.
Sin mirarle, subió la escalera. Al llegar a la entrada de la planta baja vio que un débil luz gris comenzaba a filtrarse por la claraboya. La hilera de imágenes religiosas sujetas a los paneles de la escalera parecía brillar y susurrar cuando ella pasó por delante para llegar al tramo principal de la escalera.
Después, docenas de pares de encolerizados ojos rojos la miraron desde la parte superior y los lados del baúl.
-¡Fuera! -gritó-. ¡Fuera de aquí!
Dio un patada con el pie en el suelo y un o dos de las ratas de mayor tamaño bajaron al suelo. Andy avanzó un paso en el interior del armario, y todo el grupo de ratas que había sobre el baúl bajó de éste, sin dejar de mirarla enojadamente.
-¡Fuera de aquí! -volvió a gritar oscilando los brazos de un lado a otro.
Una de las ratas que aún estaban sobre la tapa del baúl abrió la boca y siseó hacia ella. Andy cogió uno de los pesados zapatos del general y lo lanzó hacia la rata que se escabulló y desapareció cuando el zapato golpeó a su lado. Andy avanzó un paso más y su propio zapato conectó con el cuerpo de un gruesa rata gris.
Lanzó un grito de repugnancia y después todas las ratas se desvanecieron tras las paredes, y ella avanzó más y arrastró el baúl, medio sacándolo del armario. Abrió la tapa con un movimiento rápido, pues se había imaginado que habría ratas en su interior, pero en él sólo había varias carpetas y paquetes atados y llenos de hojas y un caja plana con fotografías. Cogió uno de los paquetes y después extendió la mano para coger la caja.
Andy terminó de sacar el baúl del armario y abandonó rápidamente la habitación. Bajó la escalera y se metió en la seguridad de su pequeña habitación blanca.
«Tony», pensó.
Mareada y respirando todavía con dificultad, se sentó ante la mesa y empezó a leer las nuevas páginas.
Algo andaba mal; algo estaba desordenado. Estaba leyendo un material en secuencia con las aburridas páginas que había leído el primer día. El general estaba describiendo Sandhurst y su entrenamiento militar. Un tópico seguía a otro, los campos de juego de Eton volvieron a encontrar al duque de WeIlington, y nunca había visto a un joven tan seguro de sí mismo, tan moralista y suave, con un corazón tan fuerte y un cabeza tan sensiblera. «Esperaba que me dieran mi primer puesto de mando con la emoción adecuada. No me sentía nada orgulloso, y mucho menos aprensivo.» Ahora, Andy no podía soportar perder el tiempo leyendo aquella clase de material; pasó un hoja tras otra,
echándoles un rápido vistazo, buscando un mención de Tony, o de la mujer que había escrito las primeras páginas en francés.
Finalmente, cuando llegó a la mitad del paquete, encontró un sola página que contenía dos frases escritas por la mano de la mujer.
«Sé por qué lloras. Lloras porque no puedo darte hijos.»
Contempló fijamente las dos frases, releyéndolas. Las palabras casi parecían retorcerse sobre la página amarillenta. Andy pudo verse a sí misma escribiendo aquellas amargas palabras, pudo sentir la profundidad del autodesprecio dirigiendo la pluma…
Pasó la página y a continuación encontró otra escrita en francés por el general, en la que describía a su esposa. Era como si aquellas memorias hubieran sido liberadas por las dos sulfurosas frases de la página anterior. «Laurance es radicalmente inestable. Quiero decir que es inestable hasta la raíz, como un edificio que, inevitablemente, terminará por desmoronarse sobre sí mismo.» Andy siguió leyendo con la boca abierta, con la atención tan prendida en las frases del general que si hubiera explotado un bomba en el exterior, sobre la calle, apenas habría levantado la mirada.
Poco después de su matrimonio, Laurance Leek, la esposa francesa del general, había empezado a demostrar su «inestabílidad radical». Lloraba desconsoladamente por ninguna razón que el general pudiera discernir, se convirtió en la víctima de extraños temores y obsesiones… No podía cruzar un puente, desarrolló un fetichismo contra el comer carne de cualquier clase, y se negó a salir de la casa durante un período de tres años.
En los años treinta se convirtió en adicta a los narcóticos; por aquel entonces ya bebía mucho. Había perdido su buen aspecto. Cuando Alemania invadió Polonia y su esposo se preparaba para el período de su mayor gloria, necesitaba a su lado un enfermera permanente. En 1944, cuando el general ya se había convertido en héroe en su país natal, ella tomó un decisión con respecto a su vida. El instrumento que utilizó para ello fue un pesado cuchillo de cocina con el mango de madera. Se descubrieron muchas heridas en su cuerpo.
Las memorias terminaban allí. Andy cogió la caja de fotografías y la abrió en un lado de la mesa. Las fotografías se desparramaron sobre la madera amarillenta, junto a la máquina de escribir. Rebuscó entre ellas con los dedos. En un vio a Anthony August Leck como cadete en Sandhurst, con la espalda muy recta y el rostro en la sombra; en otras vio a un Anthony August Leck algo más viejo, en diversos momentos de su vida, con distintas graduaciones, en Malaysia, Egipto y Francia. Sus dedos lograron coger un pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a un mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía, que era Laurence Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.
Andy gimió. El estómago pareció querer salírsele del cuerpo.
-¿Tony? -se escuchó decir a sí misma, con un voz débil y perdida.
Revisó rápidamente las demás fotografías… y allí estaba él, de pie junto a un pared soleada, en alguna parte, con unos tejanos y un camisa de manga corta, con su pelo moreno revuelto por la brisa. ¿Quién era? Si el general no había tenido hijos, difícilmente podía haber tenido nietos. El rostro alerta y sonriente de la fotografía no le daba ninguna respuesta. Andy se encontró contemplando de nuevo fijamente la pequeña fotografía cuadrada en la que su propio doble sostenía delicadamente el brazo de un soldado profesional, su esposo.
Confundida y sintiéndose casi cerca del pánico, Andy se incorporó y dijo:
-¿Tony?
Cruzó la habitación y se dirigió a la escalera. Bajó y bajó, como en sueños, creyendo oírle trabajar en la cocina.
Pero aquel sonido no parecía ser el de Tony cuando descendió el último escalón. Parecía más bien el de un enjambre de abejas. Era un zumbido rítmico y continuo…, un sonido hipnótico de gran intensidad.
-¡Tony! -gritó Andy al llegar al último escalón, aunque apenas pudo escuchar su propia voz.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina y entonces se detuvo, llena de temor y repugnancia. El olor a sangre llenaba la cocina y verdaderas nubes de moscas llenaban el techo, las pequeñas ventanas sobre el suelo, la mesa larga y estrecha. Las moscas eran aún mucho más numerosas cerca de la pileta y la cocina de gas, donde casi formaban un verdadero muro de aspecto sólido y negro. Y era de aquel muro de moscas de donde procedía el zumbido rítmico, como el de alguien o algo que se está alimentando.
-¿Tony? -susurró Andy.
Y echó a correr escalera arriba. Abrió todas las puertas de la planta baja y miró en el interior de las habitaciones con chimeneas de mármol pero sin muebles. Eran habitaciones llenas de un espesa capa de polvo. Tony no estaba en ningun de las dependencias de la planta baja. Subió corriendo la escalera y miró en cada un de las habitaciones que daban al pasillo, y no encontró más que nuevos espacios muertos y vacíos… como pequeños cubículos fríos con apenas algún que otro mueble. El ruido producido por los millones de moscas del piso inferior aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía… Era el sonido de la más pura y estúpida glotonería.
Andy se dirigió hacia la ventana de un de aquellas habitaciones vacías que daban a la parte posterior de la casa y miró hacia el diminuto jardín, pensando que su amante podía estar allí. Tony no estaba sobre la hierba amarillenta, ni cerca de los rosales en flor. En medio de un pequeño espacio cubierto por la hierba, los gatos se afanaban sobre algo que Andy no pudo identificar. ¿Un docena de gatos? ¿Quince?
Habían cazado algo y lo habían matado, y ahora se afanaban sobre lo que fuera aquello, desgarrándolo con sus agudos dientes…
Andy se volvió cuando el sonido de las moscas subió por la escalera.
Echó a correr hacia la parte superior de la casa, y abrió de golpe la habitación del general. Y allí estaba. Tony estaba tumbado de espaldas sobre las sábanas grises y arrugadas de la cama del general, con la cabeza hundida sobre la almohada. Tenía un aspecto agonizante… y eso fue lo primero que pensó ella: que se estaba muriendo, y relacionó aquella visión de su amante de aspecto afligido con la pobre bestia que los gatos estuvieran desgarrando allá abajo, en el jardín.
-Tony -exclamó-, ¿cuándo has vuelto? ¿Qué te ha pasado … ? ¿Por qué estás…?
Tony se subió la sábana, cubriéndose el tronco, y Andy se dio cuenta de pronto de que la sábana era roja, no gris, sino roja y húmeda… El pecho de Tony estaba abierto. Las costillas habían sido salvajemente destrozadas, y ella pudo contemplar las palpitaciones de su corazón, al tiempo que, con cada latido, más y más sangre surgía de él y empapaba la cama…
Pero aquello no podía ser… Aquello no era más que un especie de imagen mental sugerida, impuesta más bien, por las moscas de la cocina y los gatos salvajes del exterior, porque su pecho era blanco y delgado, estaba completo, y él se incorporaba, buscándola, pronunciando su nombre. «Andy, por favor, Andy.» Ella se quitó los zapatos y se tumbó a su lado. «Te necesito, Andy.» Él le desabrochaba los botones… «Por favor, Andy.» Ella misma se arrancó la blusa, sin preocuparle que se rompieran los botones, arrojándola al suelo, sintiendo la piel fría de él contra la suya. «Oh, Andy. Estoy cansado. Estoy tan cansado, cariño.» Ella estrechó su cuerpo delgado, apretó sus hombros contra ella con un mano, y las suaves nalgas con la otra: aquel cuerpo era casi tan manejable como el de un muñeco, y no parecía pesar nada.
Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… «Perdido… » Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inertes, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo…
Ella apartó la cabeza, incapaz incluso de gritar. El cuello de Tony cayó hacia un lado, y la cabeza, abandonada a sí misma, golpeó contra su mejilla, al tiempo que le salía sangre por la boca.
Pero a continuación se encontró haciendo el amor, y ya no hubo más sangre, ni sintió los pinchazos de los huesos rotos.
-Tony -dijo ella.
Los brazos que la rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. Y un voz, que no era la de Tony, susurró:
-Aaaaagh.
El pequeño cuerpo que estaba sobre el suyo se convulsionó. Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del general. Tenía los ojos empañados y las manos apretadas sobre el pecho. Y en ese momento Andy gritó, oliendo por un instante el océano de sangre que la había cubierto, y escuchando el sonido zumbante y ávido de las moscas. Se llevó el puño a la boca, y saltó de la cama. Las manos del general se lanzaron hacia su cuello. Andy sollozó, poniéndose ciegamente la falda y echándose la blusa alrededor de los hombros, y salió corriendo de la habitación.
Nunca supo si el general Leck ya estaba muerto cuando bajó a toda velocidad los escalones de cemento de la casa de los jardines de Kensington Park. Estaba abrochándose los dos botones que le quedaban en la blusa, y un taxi pasó lentamente ante ella. Le hizo señas frenéticas al conductor y abrió la puerta posterior antes de que el taxi se detuviera del todo.
El conductor se revolvió en su asiento, le dirigió un prolongada mirada y dijo:
-¿A la comisaría de policía, señorita?
-A casa -dijo ella- A casa. Chester Square, al este de Eccleston Street. Sólo lléveme a casa.
-Y lo haré a toda la velocidad que pueda, si así lo quiere –dijo el conductor, tomando a toda prisa por Ladbroke Grove.
Cuatro días después, Andy leyó en el Guardian la nota necrológica del general Anthony August Leck. La muerte se debió a «causas naturales». El cuerpo había sido descubierto por un hombre de la compañía de gas que había acudido a la casa para tomar lectura del contador. Phil nunca le preguntó por qué razón había dejado su trabajo, o si tenía intención de buscar otro… Se limitó a retirarse otros cincuenta pasos hacia el corazón frígido de su matrimonio.
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