Mario Var­gas Llosa: Elo­gio de la Lec­tura y La Ficción. Discurso de aceptación del Nobel de literatura, 2010. Discurso.

principal-alfaguara-publicara-septiembre-2013-i-b-heroe-discreto-b-i-nueva-novela-b-mario-vargas-llosa-bAprendí a leer a los cinco años, en la clase del her­mano Jus­ti­niano, en el Cole­gio de la Salle, en Cocha­bamba (Boli­via). Es la cosa más impor­tante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años des­pués recuerdo con niti­dez cómo esa magia, tra­du­cir las pala­bras de los libros en imá­ge­nes, enri­que­ció mi vida, rom­piendo las barre­ras del tiempo y del espa­cio y per­mi­tién­dome via­jar con el capi­tán Nemo veinte mil leguas de viaje sub­ma­rino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Por­tos y Ara­mís con­tra las intri­gas que ame­na­zan a la Reina en los tiem­pos del sinuoso Riche­lieu, o arras­trarme por las entra­ñas de París, con­ver­tido en Jean Val­jean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lec­tura con­ver­tía el sueño en vida y la vida en sueño y ponla al alcance del peda­cito de hom­bre que era yo el uni­verso de la lite­ra­tura. Mi madre me contó que las pri­me­ras cosas que escribí fue­ron con­ti­nua­cio­nes de las his­to­rias que lela pues me ape­naba que se ter­mi­na­ran o que­ría enmen­dar­les el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: pro­lon­gando en el tiempo, mien­tras cre­cía, madu­raba y enve­je­cía, las his­to­rias que lle­na­ron mi infan­cia de exal­ta­ción y de aventuras.

Me gus­ta­ría que mi madre estu­viera aquí, ella que solía emo­cio­narse y llo­rar leyendo los poe­mas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y tam­bién el abuelo Pedro, de gran nariz y calva relu­ciente, que cele­braba mis ver­sos, y el tío Lucho que tanto me animó a vol­carme en cuerpo y alma a escri­bir aun­que la lite­ra­tura, en aquel tiempo y lugar, ali­men­tan tan mal a sus cul­to­res. Toda la vida he tenido a mi lado gen­tes así, que me que­rían y alen­ta­ban, y me con­ta­gia­ban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y sin duda, tam­bién, a mi ter­que­dad y algo de suerte, he podido dedi­car buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y mara­vi­lla que es escri­bir, crear una vida para­lela donde refu­giar­nos con­tra la adver­si­dad, que vuelve natu­ral lo extra­or­di­na­rio y extra­or­di­na­rio lo natu­ral, disipa el caos, embe­llece lo feo, eter­niza el ins­tante y torna la muerte un espec­táculo pasajero.

No era fácil escri­bir his­to­rias. Al vol­verse pala­bras, los pro­yec­tos se mar­chi­ta­ban en el papel y las ideas e imá­ge­nes des­fa­lle­cían. ¿Cómo reani­mar­los? Por for­tuna, allí esta­ban los nues­tros para apren­der de ellos y seguir su ejem­plo. Flau­bert me enseñó que el talento es una dis­ci­plina tenaz y una larga pacien­cia. Faulk­ner, que es la forma –la escri­tura y la estruc­tura– lo que engran­dece o empo­brece los temas. Mar­to­rell, Cer­van­tes, Dickens, Bal­zac, Tols­toi, Con­rad, Tho­mas Mann, que el número y la ambi­ción son un impo­nen­tes en una novela como la des­treza esti­lís­tica y la estra­te­gia narra­tiva. Sar­tre, que las pala­bras son, actos y que una novela una obra de tea­tro, un ensayo, com­pro­me­ti­dos con la actua­li­dad y las mejo­res opcio­nes, pue­den cam­biar el curso de la his­to­ria. Camus y Orwell, que una lite­ra­tura des­pro­vista de moral es inhu­mana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actua­li­dad tanto como en el tiempo de los argo­nau­tas, la Odi­sea y la Ilíada.

Si con­vo­cara en este dis­curso a todos los escri­to­res a los que debo algo o mucho sus som­bras nos sumi­rían en la oscu­ri­dad. Son innu­me­ra­bles. Ade­más de reve­larme los secre­tos del ofi­cio de con­tar, me hicie­ron explo­rar los abis­mos de lo humano, admi­rar sus haza­ñas y horro­ri­zarme con sus des­va­ríos. Fue­ron los ami­gos más ser­vi­cia­les, los ani­ma­do­res de mi voca­ción, en cuyos libros des­cu­brí que, aun en las peo­res cir­cuns­tan­cias, hay espe­ran­zas y que vale la pena vivir, aun­que fuera sólo por­que sin la vida no podría­mos leer ni fan­ta­sear historias.

Algu­nas veces me pre­gunté si en paí­ses como el mío, con esca­sos lec­to­res y tan­tos pobres, anal­fa­be­tos e injus­ti­cias, donde la cul­tura era pri­vi­le­gio de tan pocos, escri­bir no era un lujo solip­sista. Pero estas dudas nunca asfi­xia­ron mi voca­ción y seguí siem­pre escri­biendo, incluso en aque­llos perio­dos en que los tra­ba­jos ali­men­ti­cios absor­bían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la lite­ra­tura flo­rezca en una socie­dad fuera requi­sito alcan­zar pri­mero la alta cul­tura, la liber­tad, la pros­pe­ri­dad y la jus­ti­cia, ella no hubiera exis­tido nunca. Por el con­tra­rio, gra­cias a la lite­ra­tura. a las con­cien­cias que formó. a los deseos y anhe­los que ins­piró, al desen­canto de lo real con que vol­ve­mos del viaje a una bella Fan­ta­sía, la civi­li­za­ción es ahora menos cruel que cuando los con­ta­do­res de cuen­tos comen­za­ron a huma­ni­zar la vida con sus fábu­las. Sería­mos peo­res de lo que somos sin los bue­nos libros que len­tos, más con­for­mis­tas, menos inquie­tos e insu­mi­sos y el espí­ritu crí­tico, mecer del pro­greso, ni siquiera exis­tida. Igual que escri­bir, leer es pro­tes­tar con­tra las insu­fi­cien­cias de la vida. Quien busca en la fic­ción lo que no tiene, dice, sin nece­si­dad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para col­mar nues­tra sed de abso­luto, fun­da­mento de la con­di­ción humana, y que debe­ría ser mejor. Inven­ta­mos las fic­cio­nes para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que qui­sié­ra­mos tener cuando ape­nas dis­po­ne­mos de una sola.

Sin las fic­cio­nes sería­mos menos cons­cien­tes de la impor­tan­cia de la liber­tad para que la vida sea vivi­ble y del infierno en que se con­vierte cuando es con­cul­cada por un tirano, una ideo­lo­gía o una reli­gión. Quie­nes dudan de que la lite­ra­tura ade­más de sumir­nos en el sueño de la belleza y la feli­ci­dad, nos alerta con­tra toda for­mas de opre­sión, pre­gún­tense por qué todos los regí­me­nes empa­pa­dos en con­tro­lar la con­ducta de los ciu­da­da­nos de la cuna a la tumba, la temen tanto que esta­ble­cen sis­te­mas de cen­sura para repri­mirla y vigi­lan con tanta sus­pi­ca­cia a los escri­to­res inde­pen­dien­tes. Lo hacen por­que saben el riesgo que corren dejando que la ima­gi­na­ción dis­cu­rra por los libros, lo sedi­cio­sas que se vuel­ven las fic­cio­nes cuando el lec­tor coteja la liber­tad que las hace posi­bles y que en ellas se ejerce, con el oscu­ran­tismo y el miedo que lo ace­chan en el mundo real. Lo quie­ran o no, lo sepan o no, los tabu­la­do­res, al inven­tar his­to­rias, pro­pa­gan la insa­tis­fac­ción, mos­trando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fan­ta­sía es más rica que la de la rutina coti­diana. Esa com­pro­ba­ción, si echa raí­ces en la sen­si­bi­li­dad y la con­cien­cia, vuelve a los ciu­da­da­nos más difí­ci­les de mani­pu­lar, de acep­tar las men­ti­ras de quie­nes qui­sie­ran hacer­les creer que, entre barro­tes, inqui­si­do­res y car­ce­le­ros viven más segu­ros y mejor.

La buena lite­ra­tura tiende puen­tes entre gen­tes dis­tin­tas y, hacién­do­nos gozar, sufrir o sor­pren­de­mos, nos une por debajo de las len­guas, creen­cias, usos, cos­tum­bres y pre­jui­cios que nos sepa­ran. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capi­tán Ahab en el mar, se encoge el cora­zón de los lec­to­res idén­ti­ca­mente en Tokio, Lima o Tom­buctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsé­nico. Anna Kare­nina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patí­bulo, y cuando, en El Sur, el urbano doc­tor Juan Dahl­mann sale de aque­lla pul­pe­ría de la pampa a enfren­tarse 31 cuchi­llo de un matón, o adver­ti­mos que todos los pobla­do­res de Comala, el pue­blo de Pedro Páramo, están muer­tos, el estre­me­ci­miento es seme­jante en el lec­tor que adora a Buda, Con­fu­cio, Cristo, Alá o es un agnós­tico, vista saco y cor­bata, chi­laba, kimono o bom­ba­chas. La lite­ra­tura crea una fra­ter­ni­dad den­tro de la diver­si­dad humana y eclipsa las fron­te­ras que eri­gen entre hom­bres y muje­res la igno­ran­cia, las ideo­lo­gías, las reli­gio­nes, los idio­mas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espan­tos, la nues­tra es la de los faná­ti­cos, la de los terro­ris­tas sui­ci­das, anti­gua espe­cie con­ven­cida de que matando se gana el paraíso, que la san­gre de los inocen­tes lava las afren­tas colec­ti­vas, corrige las injus­ti­cias e impone la ver­dad sobre las fal­sas creen­cias. Innu­me­ra­bles víc­ti­mas son inmo­la­das cada día en diver­sos luga­res del mundo por quie­nes se sien­ten posee­do­res de ver­da­des abso­lu­tas. Creía­mos que, con el des­plome de los impe­rios tota­li­ta­rios, la con­vi­ven­cia, la paz, el plu­ra­lismo, los dere­chos huma­nos, se impon­drían y el mundo deja­ría atrás los holo­caus­tos, geno­ci­dios, inva­sio­nes y gue­rras de exter­mi­nio. Nada de eso ha ocu­rrido. Nue­vas for­mas de bar­ba­rie pro­li­fe­ran ati­za­das por el fana­tismo y, con la mul­ti­pli­ca­ción de armas de des­truc­ción masiva, no se puede excluir que cual­quier gru­púsculo de enlo­que­ci­dos reden­to­res pro­vo­que un día un cata­clismo nuclear. Hay que salir­les al paso, enfren­tar­los y derro­tar­los. No son muchos, aun­que el estruendo de sus crí­me­nes retumbe por todo el pla­neta y nos abru­men de horror las pesa­di­llas que pro­vo­can. No debe­mos dejar­nos inti­mi­dar por quie­nes qui­sie­ran arre­ba­tar­nos la liber­tad que hemos ido con­quis­tando en la larga hazaña de la civi­li­za­ción. Defen­da­mos la demo­cra­cia libe­ral, que, con todas sus limi­ta­cio­nes, sigue sig­ni­fi­cando el plu­ra­lismo poli­tice, la con­vi­ven­cia, la tole­ran­cia, los dere­chos huma­nos el res­peto a la crí­tica, la lega­li­dad, las elec­cio­nes libres, la alter­nan­cia en el poder, todo aque­llo que nos ha ido sacando de la vida feral y acer­cán­do­nos –aun­que nunca lle­ga­re­mos a alcan­zarla– a la her­mosa y per­fecta vida que finge la lite­ra­tura, aque­lla que sólo inven­tán­dola, escri­bién­dola y leyén­dola pode­mos mere­cer. Enfren­tán­do­nos a los faná­ti­cos homi­ci­das defen­de­mos nues­tro dere­cho a soñar y a hacer nues­tros sue­ños realidad.

En mi juven­tud, como muchos escri­to­res de mi gene­ra­ción, fui mar­xista y creí que el socia­lismo sería el reme­dio para la explo­ta­ción y las injus­ti­cias socia­les que arre­cia­ban en mi país. Amé­rica Latina y el resto del Ter­cer Mundo. Mi decep­ción del esta­tismo y el colec­ti­vismo y mi trán­sito hacia el demó­crata y el libe­ral que soy –que trato de ser– fue largo, difí­cil, y se llevó a cabo des­pa­cio y a raíz de epi­so­dios como la con­ver­sión de la Revo­lu­ción Cubana, que me había entu­sias­mado al prin­ci­pio, al modelo auto­ri­ta­rio y ver­ti­cal de la Unión Sovié­tica, el tes­ti­mo­nio de los disi­den­tes que con­se­guía escu­rrirse entre las alam­bra­das del Gulag, la inva­sión de Che­cos­lo­va­quia por los paí­ses del Pacto de Var­so­via, y gra­cias a pen­sa­do­res como Ray­mond Aron, Jean-Francois Revel, Isaiah Ber­lin y Karl Pap­per, a quie­nes debo mi reva­lo­ri­za­ción de la cul­tura demo­crá­tica y de las socie­da­des abier­tas. Esos maes­tros fue­ron un ejem­plo de luci­dez y gallar­día cuando la inte­lli­gen­tsia de Occi­dente pare­cía, por fri­vo­li­dad u opor­tu­nismo haber sucum­bido al hechizo del socia­lismo sovié­tico, o, peor toda­vía, al aque­la­rre san­gui­na­rio de la revo­lu­ción cul­tu­ral china.

De niño soñaba con lle­gar algún día a París por­que, des­lum­brado con la lite­ra­tura fran­cesa, creía que vivir allí y res­pi­rar el aire que res­pi­ra­ron Bal­zac, Stend­hal, Bau­de­laire, Proust, me ayu­da­ría a con­ver­tirme en un ver­da­dero escri­tor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escri­tor de dial domin­gos y feria­dos. Y la ver­dad es que debo a Fran­cia, a la cul­tura fran­cesa, ense­ñan­zas inol­vi­da­bles, como que la lite­ra­tura es tanto una voca­ción como una dis­ci­plina, un tra­bajo y una ter­que­dad. Viví allí cuando Sar­tre y Camus esta­ban vivos y escri­biendo, en los años de Ionesco, Beckett, Batai­lle y Cio­ran, del des­cu­bri­miento del tea­tro de Bre­cht y el cine de Ing­mar Berg­man, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nou­ve­lle Vague y le Nou­veau Roz­nan y los dis­cur­sos, bellí­si­mas pie­zas lite­ra­rias, de André Malraux, y, tal vez, el espec­táculo más tea­tral de la Europa de aquel tiempo, las con­fe­ren­cias de prensa y los true­nos olím­pi­cos del Gene­ral de Gau­lle. Pero, acaso, lo que más !e agra­dezco a Fran­cia sea el des­cu­bri­miento de Amé­rica Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comu­ni­dad a la que her­ma­na­ban la his­to­ria, la geo­gra­fía, la pro­ble­má­tica social y polí­tica, una cierta nunca de ser y la sabrosa len­gua en que hablaba y escri­bía. Y que en esos mis­mos anos pro­du­cía una lite­ra­tura nove­dosa y pujante. Allí leí a Bor­ges, a Octa­vio Paz. Cor­tá­zar, Gar­cía Már­quez, Fuen­tes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Car­pen­tier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escri­tos esta­ban revo­lu­cio­nando la narra­tiva en len­gua espa­ñola y gra­cias a los cua­les Europa y buena parte del mundo des­cu­brían que Amé­rica Latina no era sólo el con­ti­nente de los gol­pes de Estado, los cau­di­llos de ope­reta, los gue­rri­lle­ros bar­bu­dos y las mara­cas del mambo y el cha­cha­chá, sino tam­bién ideas, for­mas artís­ti­cas y fan­ta­sías lite­ra­rias que tras­cen­dían lo pin­to­resco y habla­ban un len­guaje universal.

De enton­ces a esta época, no sin tro­pie­zos y res­ba­lo­nes, Amé­rica Latina ha ido pro­gre­sando, aun­que, como decía el verso de César Vallejo, toda­vía Hay, her­ma­nos, machismo que hacer. Pade­ce­mos menos dic­ta­du­ras que antaño, sólo Cuba y su can­di­data a secun­darla, Vene­zuela, y algu­nas seudo demo­cra­cias popu­lis­tas y paya­sas, como las de Boli­via y Nica­ra­gua. Pero en el resto del con­ti­nente, mal que mal la demo­cra­cia está fun­cio­nando, apo­yada en amplios con­sen­sos popu­la­res, y, por pri­mera vez en nues­tra his­to­ria, tene­mos una izquierda y una dere­cha que, como en Bra­sil. Chile, Uru­guay, Perú, Colom­bia, Repú­blica Domi­ni­cana, México y casi todo Cen­troa­mé­rica, res­pe­tan la lega­li­dad, la liber­tad de crí­tica, las elec­cio­nes y la reno­va­ción en el poder. Ése es el buen camino y, si per­se­vera en él, com­bate la insi­diosa corrup­ción y sigue inte­grán­dose al mundo. Amé­rica Latina dejará por fin de ser el con­ti­nente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sen­tido un extran­jero en Europa, ni, en ver­dad, en nin­guna parte. En todos los luga­res donde he vivido, en París, en Lon­dres, en Bar­ce­lona, en Madrid, en Ber­lín, en Washing­ton. Nueva York. Bra­sil o la Repú­blica Domi­ni­cana, me sentí en mi casa. Siem­pre he hallado una que­ren­cia donde podía vivir en paz y tra­ba­jando. apren­der cosas, alen­tar ilu­sio­nes, encon­trar ami­gos, bue­nas lec­tu­ras y temas para escri­bir. No me parece que haberme con­ve­nido, sin pro­po­nér­melo, en un ciu­da­dano del mundo, haya debi­li­tado eso que lla­man “las raí­ces”, mis víncu­los con mi pro­pio país –lo que tam­poco ten­dría mucha importancia-, por­que, si así fuera, las expe­rien­cias perua­nas no segui­rían ali­men­tán­dome como escri­tor y no aso­ma­rían siem­pre en mis his­to­rias, aun cuando éstas parez­can ocu­rrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fiera del país donde nací ha for­ta­le­cido más bien aque­llos víncu­los, aña­dién­do­les una pers­pec­tiva más lúcida, y la nos­tal­gia, que sabe dife­ren­ciar lo adje­tivo y lo sus­tan­cial y man­tiene rever­be­rando los recuer­dos. El amor al país en que uno nació no puede ser obli­ga­to­rio, sino, al igual que cual­quier otro amor, un movi­miento espon­tá­neo del cora­zón, como el que une a los aman­tes, a padres e hijos, a los ami­gos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entra­ñas por­que en él nací, crecí, me formé, y viví aque­llas expe­rien­cias de niñez y juven­tud que mode­la­ron mi per­so­na­li­dad, fra­gua­ron mi voca­ción. y por­que allí amé. Odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocu­rre me afecta más, me con­mueve y exas­pera más que lo que sucede en otras par­tes. No lo he bus­cado ni me lo he impuesto, sim­ple­mente es así. Algu­nos com­pa­trio­tas me acu­sa­ron de trai­dor y estuve a punto de per­der la ciu­da­da­nía cuando, durante la última dic­ta­dura, pedí a los gobier­nos demo­crá­ti­cos del mundo que pena­li­za­ran al régi­men con san­cio­nes diplo­má­ti­cas y eco­nó­mi­cas, como lo he techo siem­pre con todas las dic­ta­du­ras, de cual­quier índole, la de Pino­cha, la de Fidel Cas­tro, la de los tali­ba­nes en Afga­nis­tán, la de los ima­nes de Irán, la del apart­heid de África del Sur, la de los sátra­pas uni­for­ma­dos de Bir­ma­nia (hoy Myan­mar). Y lo vol­ve­ría a hacer mañana si –el des­tino no lo quiera y los perua­nos no lo per­mi­tan– el Perú fiera víc­tima una vez vas de un golpe de Estado que ani­qui­lan nues­tra frá­gil demo­cra­cia. Aque­lla no fue la acción pre­ci­pi­tada y pasio­nal de un resen­tido, como escri­bie­ron algu­nos polí­gra­fos acos­tum­bra­dos a juz­gar a los den­las desde su pro­pia peque­ñez. Fue un acto cohe­rente con mi con­vic­ción de que una dic­ta­dura repre­senta el mal abso­luto para un país, una fuente de bru­ta­li­dad y corrup­ción y de heri­das pro­fun­das que urdan mucho en cerrar, enve­ne­nan su futuro y crean hábi­tos y prác­ti­cas mal­sa­nas que se pro­lon­gan a lo largo de las gene­ra­cio­nes demo­rando la recons­truc­ción demo­crá­tica. Por eso, las dic­ta­du­ras deben ser com­ba­ti­das sin con­tem­pla­cio­nes, por todos los medios a nues­tro alcance, inclui­das las san­cio­nes eco­nó­mi­cas. Es lamen­ta­ble que los gobier­nos demo­crá­ti­cos, en vez de dar el ejem­plo, soli­da­ri­zán­dose con quie­nes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resis­ten­tes vene­zo­la­nos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfren­tan con remen­dad a las dic­ta­du­ras que sufren, se mues­tren a menudo com­pla­cien­tes no con ellos sino con sus ver­du­gos. Aque­llos valien­tes, luchando por su liber­tad, tam­bién luchan por la nuestra.

Un com­pa­triota mío, José María Argue­das, llamó al Perú el país de “Todas las san­gres”. No creo que haya fór­mula que lo defina mejor. Eso somos y eso lle­var­nos den­tro todos los perua­nos, nos guste o no: una suma de tra­di­cio­nes, razas, creen­cias y cul­tu­ras pro­ce­den­tes de los cua­tro pun­tos car­di­na­les. A mí me enor­gu­llece sen­tirme here­dero de las cul­tu­ras prehis­pá­ni­cas que fabri­ca­ron los teji­dos y man­tos de plu­mas de Nazca y Para­cas y los cera­mios mochi­cas o incas que se exhi­ben en los mejo­res mus­cos del mundo, de los cons­truc­to­res de Machu Pic­chu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kue­lap, Sipán, las hua­cas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los espa­ño­les que, con sus alfor­jas, espa­das y caba­llos, tra­je­ron al Perú a Gre­cia, Roma, la tra­di­ción judeo¬cristiana, el Rena­ci­miento, Cer­van­tes, Que­vedo y Gón­gora, y a len­gua recia de Cas­ti­lla que los Andes dul­ci­fi­ca­ron. Y de que con España lle­gara tam­bién el África con su recie­dum­bre, su música y su efer­ves­cente ima­gi­na­ción, a enri­que­cer la hete­ro­ge­nei­dad peruana. Si escar­ba­mos un poco des­cu­bri­mos que el Perú, como el Aleph de Bor­ges, es en pequeño for­mato el mundo entero. ¡Qué extra­or­di­na­rio pri­vi­le­gio el de un país que no tiene una iden­ti­dad por­que las tiene todas!

La con­quista de Amé­rica fue cruel y vio­lenta, como todas las con­quis­tas, desde luego, y debe­mos cri­ti­cada, pero sin olvi­dar, al hacerlo, que quie­nes come­tie­ron aque­llos des­po­jos y crí­me­nes fue­ron, en gran número, nues­tros bisa­bue­los y tata­ra­bue­los, los espa­ño­les que fue­ron a Amé­rica y allí se acrio­lla­ron, no los que se que­da­ron en su tie­rra. Aque­llas cri­ti­cas, pan ser jus­tas, deben ser una auto­cri­tica. Por­que, al inde­pen­di­za­mos de España, hace dos­cien­tos alas, quie­nes asu­mie­ron el poder en las anti­guas colo­nias, en vez de redi­mir al indio y hacerle jus­ti­cia por los anti­guos agra­vios, siguie­ron explo­tán­dolo con tanta codi­cia y fero­ci­dad como los con­quis­ta­do­res, y, en algu­nos paí­ses, diez­mán­dolo y exter­mi­nán­dolo. Digá­moslo con toda cla­ri­dad: desde hace dos siglos la eman­ci­pa­ción de los indí­ge­nas es una res­pon­sa­bi­li­dad exclu­si­va­mente nues­tra y la hemos incum­plido. Ella sigue siendo una asig­na­tura pen­diente en toda Amé­rica Latina. No hay una sola excep­ción a este opro­bio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agra­de­ci­miento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera lle­gado a esta tri­buna, ni a ser un escri­tor cono­cido, y tal vez, como tan­tos cole­gas des­afor­tu­na­dos, anda­ría en el limbo de los escri­bi­do­res sin suerte, sin edi­to­res, ni pre­mios, ni lec­to­res, cuyo talento acaso –triste con­suelo– des­cu­bri­ría algún día la pos­te­ri­dad. En España se publi­ca­ron todos mis libros, recibí reco­no­ci­mien­tos exa­ge­ra­dos, ami­gos como Car­los Barral y Car­men Bal­ce­lls y tan­tos otros se des­vi­vie­ron por­que mis his­to­rias tuvie­ran lec­to­res. Y España me con­ce­dió una segunda nacio­na­li­dad cuando podía per­der la mía. Jamás he sen­tido la menor incom­pa­ti­bi­li­dad eme ser peruano y tener un pasa­porte espa­ñol por­que siem­pre he sen­tido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña per­sona, tam­bién en reali­da­des esen­cia­les como la his­to­ria, la len­gua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo espa­ñol, recuerdo con ful­gor los cinco que pasé en la que­rida Bar­ce­lona a comien­zos de los años setenta. La dic­ta­dura de Franco estaba toda­vía en pie y aún fusi­laba, pero era ya un fósil en hila­chas, y, sobre todo en el campo de la cul­tura, inca­paz de man­te­ner los con­tro­les de antaño. Se abrían ren­di­jas y res­qui­cios que la cen­sura no alcan­zaba a par­char y por ellas la socie­dad espa­ñola absor­bía nue­vas ideas, libros, corrien­tes de pen­sa­miento y valo­res y for­mas artís­ti­cas hasta enco­ra­res prohi­bi­dos por sub­ver­si­vos. Nin­guna ciu­dad apro­ve­chó tanto y mejor que Bar­ce­lona este comienzo de apeno ni vivió una efer­ves­cen­cia seme­jante en todos los cam­pos de las ideas y la crea­ción. Se con­vir­tió en la capi­tal cul­tu­ral de España, el lugar donde fobia que estar para res­pi­rar el anti­cipo de la liber­tad que se ven­dría. Y, en cierto modo, fue tam­bién la capi­tal cul­tu­ral de Amé­rica Latina por la can­ti­dad de pin­to­res, escri­to­res, edi­to­res y artis­tas pro­ce­den­tes de los paí­ses lati­noa­me­ri­ca­nos que allí se ins­ta­la­ron, o iban y venían a Bar­ce­lona, por­que era donde había que estar si uno que­ría ser un poeta, nove­lista, pin­tor o com­po­si­tor de nues­tro tiempo. Pan mi, aque­llos fue­ron unos años inol­vi­da­bles de com­pa­ñe­rismo, amis­tad, cons­pi­ra­cio­nes y fecundo tra­bajo inte­lec­tual. Igual que antes París, Bar­ce­lona fue una Torre de Babel, una ciu­dad cos­mo­po­lita y uni­ver­sal, donde en esti­mu­lante vivir y tra­ba­jar, y donde, por pri­mera vez desde los tiem­pos de la perra civil, escri­to­res espa­ño­les y lati­noa­me­ri­ca­nos se mez­cla­ron y fra­ter­ni­za­ron, reco­no­cién­dose due­ños de una misma tra­di­ción y alia­dos en una empresa común y una cenen: que el final de la dic­ta­dura cm inmi­nente y que en la España demo­crá­tica la cul­tura sería la pro­ta­go­nista principal.

Aun­que no ocu­rrió así exac­ta­mente, la tran­si­ción espa­ñola de la dic­ta­dura a la demo­cra­cia ha sido una de las mejo­res his­to­rias de los tiem­pos moder­nos, un ejem­plo de cómo, cuando la sen­sa­tez y la racio­na­li­dad pre­va­le­cen y los adver­sa­rios polí­ti­cos apar­can el sec­ta­rismo en favor del bien común, pue­den ocu­rrir hechos tan pro­di­gio­sas como los de las nove­las del rea­lismo mágico. La tran­si­ción espa­ñola del auto­ri­ta­rismo a la liber­tad, del sub­de­sa­rro­llo a la pros­pe­ri­dad, de una socie­dad de con­tras­tes eco­nó­mi­cos y desigual­da­des ter­cer­mun­dis­tas a un país de cla­ses medias, su inte­gra­ción a Europa y su adop­ción en pocos años de una cul­tura demo­crá­tica, ha admi­rado al mundo entero y dis­pa­rado la moder­ni­za­ción de España. Ha sido para mí una expe­rien­cia emo­cio­nante y alec­cio­na­dora vivirla de muy cerca y a ratos desde den­tro. Ojalá que los nacio­na­lis­mos, plaga incu­ra­ble del mundo moderno y tam­bién de España, no estro­peen esta his­to­ria feliz.

Detesto toda forma de nacio­na­lismo, ideo­lo­gía –o, más bien, reli­gión– pro­vin­ciana, de corto vuelo, exclu­yente, que recorta el hori­zonte inte­lec­tual y disi­mula en su seno pre­jui­cios étni­cos y racis­tas, pues con­viene en valor supremo, en pri­vi­le­gio moral y onto­ló­gico, la cir­cuns­tan­cia for­tuita del lugar de naci­miento. Junto con la reli­gión, el nacio­na­lismo ha sido la casa de las peo­res car­ni­ce­rías de la his­to­ria, como las de las dos gue­rras mun­dia­les y la san­gría actual del Medio Oriente. Nada ha con­tri­buido tanto como el nacio­na­lismo a que Amé­rica Latina se haya bal­ca­ni­zado, ensan­gren­tado en insen­sa­tas con­tien­das y liti­gios y derro­chado astro­nó­mi­cos recur­sos en com­prar armas en vez de cons­truir escue­las, biblio­te­cas y hospitales.

No hay que con­fun­dir el nacio­na­lismo de ore­je­ras y su rechazo del “otro”, siem­pre semi­lla de vio­len­cia, con el patrio­tismo, sen­ti­miento sano y gene­roso, de amor a la tie­rra donde uno vio la luz, donde vivie­ron sus ances­tros y se for­ja­ron los pri­me­ros sue­ños, pai­saje fami­liar de geo­gra­fías, seres que­ri­dos y ocu­rren­cias que se con­vie­nen en hitos de la memo­ria y escu­dos corea la sole­dad. La patria no son las ban­de­ras ni !os him­nos, ni los dis­cur­sos apo­díc­ti­cos sobre los héroes emble­má­ti­cos, sino un puñado de luga­res y per­so­nas que pue­blan nues­tros recuer­dos y los tiñen de melan­co­lía, la sen­sa­ción cálida de que, no importa donde este­mos, existe un hogar al que pode­mos volver.

El Perú es para mí una Are­quipa donde nací pero nunca viví, una ciu­dad que mi madre, mis abue­los y mis dos me ense­ña­ron a cono­cer a tra­vés de sus recuer­dos y año­ran­zas, por­que toda mi tribu fami­liar, como sue­len hacer los are­qui­pe­ños. se llevó siem­pre a la Ciu­dad Blanca con ella en su anda­riega exis­ten­cia. Es la Piura del desierto, el alga­rrobo y el sufrido bue­nito, al que los piu­ra­nos de mi juven­tud lla­ma­ban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo-, donde des­cu­brí que ro eran las cigüe­ñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabri­ca­ban las pare­jas haciendo unas bar­ba­ri­da­des que eran pecado mor­tal. Es el Cole­gio San Miguel y el Tea­tro Varie­da­des donde por pri­mera vez vi subir al esce­na­rio una obra escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Mira­flo­res limeño –la lla­má­ba­mos el Barrio Alegre-, donde cam­bié el pan­ta­lón cono por el largo, fumé mi pri­mer ciga­rri­llo, aprendí a bai­lar, a enamo­rar y a decla­rarme a las chi­cas. Es la pol­vo­rienta y tem­blo­rosa redac­ción del dia­rio La Cró­nica donde, a mis die­ci­séis años, velé mis pri­me­ras armas de perio­dista, ofi­cio que, con la lite­ra­tura, ha ocu­pado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, cono­cer mejor el mundo y fre­cuen­tar a gente de todas panes y de todos los regis­tros, gente exce­lente, buena, mala y exe­cra­ble. Es el Cole­gio Mili­tar Leon­cio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta enton­ces con­fi­nado y pro­te­gido, sino un país grande, anti­guo, coro­nado, desigual y sacu­dido por toda clase de tor­men­tas socia­les. Son las célu­las clan­des­ti­nas de Cahuide en las que con un puñado de san­mar­qui­nos pre­pa­rá­ba­mos la revo­lu­ción mun­dial. Y el Perú son mis ami­gos y ami­gas del Movi­miento Liber­tad con los que por tres años, entre las bom­bas, apa­go­nes y ase­si­na­tos del terro­rismo, tra­ba­ja­mos en defensa de la demo­cra­cia y la cul­tura de la libertad.

El Perú es Patri­cia, La prima de nari­cita res­pin­gada y carác­ter indo­ma­ble con la que tuve la for­tuna de casarme hace 45 años y que toda­vía soporta las manías, neu­ro­sis y rabie­tas que me ayu­dan a escri­bir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un tor­be­llino caó­tico y no hubie­ran nacido Álvaro, Gon­zalo, Mor­gana ni los seis nie­tos que nos pro­lon­gan y ale­gran la exis­ten­cia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los pro­ble­mas, admi­nis­tra la eco­no­mía, pone orden en el caos man­tiene a raya a los perio­dis­tas y a los intru­sos, defiende mi tiempo, decide las citas y los via­jes, hace y des­hace las male­zas, y es tan gene­rosa que, hasta cuándo cree que me riñe, me hace el mejor de los elo­gios: “Mario, para lo único que tú sir­ves es para escri­bir”.

Vol­va­mos a la lite­ra­tura. El paraíso de la infan­cia no es para mí un mito lite­ra­rio sino una reali­dad que viví y gocé en la gran casa fami­liar de tres patios. en Cocha­bamba, donde con mis pri­mas y com­pa­ñe­ros de cole­gio podía­mos repro­du­cir las his­to­rias de Tar­zán y de Sal­gari, y en la Pre­fec­tura de Piura, en cuyos entre­te­chos anida­ban los mur­cié­la­gos, som­bras silen­tes que lle­na­ban de mis­te­rio las noches estre­lla­das de esa tie­rra caliente. En esos años, escri­bir fue jugar un juego que me cele­braba la fami­lia, una gra­cia que me mer­cera aplau­sos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, por­que mi padre habla muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uni­forme de marino, cuya foto enga­la­naba mi vela­dor y a la que yo rezaba y besaba antes de dor­mir. Una mañana piu­rana, de la que toda­vía no creo haberme reco­brado, mi madre me reveló que aquel caba­llero, en ver­dad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iría­mos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y. desde enton­ces, todo cam­bió. Perdí la inocen­cia y des­cu­brí la sole­dad. la auto­ri­dad, la vida adulta y el miedo. Mi sal­va­ción fue leer, leer los bue­nos libros, refu­giarme en esos mun­dos donde vivir era exal­tante, intenso, una aven­tura tras otra, donde podía sen­tirme libre y vol­vía a ser feliz. Y fue escri­bir, a escon­di­das, como quien se entrega a un vicio incon­fe­sa­ble, a una pasión prohi­bida. La lite­ra­tura dejó de ser un juego. Se vol­vió una manera de resis­tir la adver­si­dad, de pro­tes­tar, de rebe­larme, de esca­par a lo into­le­ra­ble, mi razón de vivir. Desde enton­ces y hasta ahora. en todas las cir­cuns­tan­cias en que me he sen­tido aba­tido o gol­peado, a ori­llas de la deses­pe­ra­ción, entre­garme en cuerpo y alma a mi tra­bajo de tabu­la­dor ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de sal­va­ción que lleva al náu­frago a la playa.

Aun­que me cuesta mucho tra­bajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escri­tor, siento a veces la ame­naza de la pará­li­sis de la sequía de la ima­gi­na­ción, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años cons­tru­yendo una his­tona, desde su incierto des­pun­tar, esa ima­gen que la memo­ria alma­cenó de alguna expe­rien­cia vivida, que se vol­vió un desa­so­siego, un entu­siasmo, un fan­ta­seo que ger­minó luego en un pro­yecto y en la deci­sión de inten­tar con­ver­tir esa nie­bla agi­tada de fan­tas­mas en una his­to­ria. “Escri­bir es una manen de vivir”, dijo Flau­bert. Si, muy cierto, una manera de vivir con ilu­sión y ale­gría y un fuego chis­po­rro­teante en la cabeza, peleando con las pala­bras dís­co­las hasta amaes­trar­las, explo­rando el ancho mundo corno un caza­dor en pos de pre­sas codi­cia­bles para ali­men­tar la fic­ción en cier­nes y apla­car ese ape­tito voraz de toda his­to­ria que al cre­cer qui­siera tra­garse todas las his­to­rias. Lle­gar a sen­tir el vér­tigo al que nos con­duce una novela en ges­ta­ción, cuando una forma y parece empe­zar a vivir por cuenta pro­pia, con per­so­na­jes que se mue­ven, actúan, pien­san, sien­ten y exi­gen res­peto y con­si­de­ra­ción, a los que ya no es posi­ble impo­ner arbi­tra­ria­mente una con­ducta, ni pri­va­dos de su libre albe­drío sin matar­los sin que la his­to­ria pierda poder de per­sua­sión es una expe­rien­cia que me sigue hechi­zando como la pri­mera vez tan plena y ver­ti­gi­nosa como hacer el amor con la mujer amada dial sema­nas y meses, sin cesar.

Al hablar de la fic­ción, he hablado mucho de la novela y poco del tea­tro, otra de sus for­mas excel­sas. Una gran injus­ti­cia, desde luego. El tea­tro fue mi pri­mer amor, desde que, ado­les­cente, vi en el Tea­tro Segura, de Lima. La muerte de un via­jante, de Art­hur Miller, espec­táculo que me dejó tras­pa­sado de emo­ción y me pre­ci­pitó a escri­bir un drama con incas. Si en la Lima de los cin­cuenta hubiera habido un movi­miento tea­tral habría sido dra­ma­turgo antes que nove­lista. No lo había y eso debió orien­tarme cada vez más hacia la narra­tiva. Pero mi amor por el tea­tro nunca cesó, dor­mitó acu­rru­cado a la som­bra de las nove­las, como una ten­ta­ción y una nos­tal­gia sobre toda cuando veía alguna pieza sub­yu­gante. A fines de los setenta, el recuerdo per­ti­naz de una tía abuela cen­te­na­ria, la Mamaé, que, en los últi­mos altos de su vida, cortó con la reali­dad cir­cun­dante para refu­giarse en los recuer­dos y la fic­ción, me sugi­rió una his­to­ria. Y sentí, de manera fatí­dica, que aque­lla era una his­to­ria para el tea­tro que sólo sobre un esce­na­rio cobrarla la ani­ma­ción y el esplen­dor de las fic­cio­nes logra­das. La escribí con el tem­blor exci­tado del prin­ci­piante y gocé tanto vién­dola en escena con Norma Mean­dro en el papel de la heroína, que, desde enton­ces entre novela y novela, ensayo y ensayo, he rein­ci­dido varias veces. Eso sí, nunca ima­giné que a mis setenta años, me subirla (debe­ría decir mejor me arras­trarla) a un esce­na­rio a actuar. Esa teme­ra­ria aven­tura me hizo vivir por pri­mera vez en carne y hueso el mila­gro que es, para alguien que se ha pasado la vida escri­biendo fic­cio­nes, encar­nar por unas horas a un per­so­naje de la fan­ta­sía. vivir la fic­ción delante de un público. Nunca podré agra­de­cer bas­tante a mis que­ri­dos ami­gos, el direc­tor Joan 0llé y la actriz Aitana Sán­chez Gijón, haberme ani­mado a com­par­tir con ellos esa fan­tás­tica expe­rien­cia (pese al pánico que la acompañó).

La lite­ra­tura es una repre­sen­ta­ción falaz de la vida que, sin embargo. ros ayuda a enten­derla mejor, a orien­tar­nos por el labe­rinto en el que naci­mos, trans­cu­rrir­nos y mori­mos. Ella nos des­agra­via de los reve­ses y frus­tra­cio­nes que nos inflige la vida ver­da­dera y gra­cias a ella des­ci­fra­mos al menos par­cial­mente, el jero­glí­fico que suele ser la exis­ten­cia para la gran mayo­ría de los seres huma­nos, prin­ci­pal­mente aque­llos que alen­ta­mos iras dudas que cer­te­zas, y con­fe­sa­mos nues­tra per­ple­ji­dad ante temas como la tras­cen­den­cia, el des­tino indi­vi­dual y colec­tivo, el alma, el sen­tido o el sin­sen­tido de la his­to­ria, el más acá y el más allá del cono­ci­miento racional.

Siem­pre me ha fas­ci­nado ima­gi­nar aque­lla incierta cir­cuns­tan­cia en que nues­tros ante­pa­sa­dos, ape­nas dife­ren­tes toda­vía del ani­mal, recién nacido el len­guaje que les per­mi­tía comu­ni­carse, empe­za­ron, en las caver­nas, en torno a las hogue­ras, en noches hir­vien­tes de ame­na­zas –rayos, true­nos, gru­ñi­dos de las fieras-, a inven­tar ilus­trar­las y a con­tár­se­las. Aquel fue el momento cru­cial de nues­tro des­tino, por­que, en esas ron­das de seres pri­mi­ti­vos sus­pen­sos por la voz y la fan­ta­sía del con­ta­dor, comento la civi­li­za­ción, el largo trans­cu­rrir que poco a poco nos huma­ni­za­ría y nos lle­va­ría a inven­tar al indi­vi­duo sobe­rano y a des­ga­jarlo de la tribu, la cien­cia, las artes, el dere­cho, la liber­tad, a escru­tar las enca­las de La natu­ra­leza, del cuerpo humano, del espa­cio y a via­jar a las estre­llas. Aque­llos cuen­tos, fábu­las, mitos, leyen­das, que reso­na­ron por pri­mera vez como una música nueva ante audi­to­rios inti­mi­da­dos por los mis­te­rios y peli­gros de un mundo donde todo era des­co­no­cido y peli­groso, debie­ron ser un baño refres­cante, un remanso para esos espí­ri­tus siem­pre en el quién vive, para los que exis­tir que­ría decir ape­nas comer, gua­re­cerse de los ele­men­tos, matar y for­ni­car. Desde que empe­za­ron a soñar en colec­ti­vi­dad, a com­par­tir los sue­ños, inci­ta­dos par los con­ta­do­res de cuen­tos, deja­ron de estar ata­dos a la nona de la super­vi­ven­cia, un remo­lino de queha­ce­res embru­te­ce­do­res, y su vida se vol­vió sueño. goce, fan­ta­sía y un desig­nio revo­lu­cio­na­rio: rom­per aquel con­fi­na­miento y cam­biar y mejo­rar, una lucha para apla­car aque­llos deseos y ambi­cio­nes que en ellos azu­za­ban las vidas figu­ra­das, y la curio­si­dad por des­pe­jar las incóg­ni­tas de que estaba cons­te­lado su entorno.

Ese pro­ceso nunca inte­rrum­pido se enri­que­ció cuando nació la escri­tura y las his­to­rias, ade­más de escu­charse, pudie­ron leerse y alcan­za­ron la per­ma­nen­cia que les con­fiere la lite­ra­tura. Por eso, hay que repe­tirlo sin yegua hasta con­ven­cer de ello a las nue­vas gene­ra­cio­nes: la fic­ción es más que un entre­te­ni­miento, más que un ejer­ci­cio inte­lec­tual que aguza la sen­si­bi­li­dad y des­pierta el espí­ritu crí­tico. Es una nece­si­dad impres­cin­di­ble para que la civi­li­za­ción siga exis­tiendo, reno­ván­dose y con­ser­vando en noso­tros lo mejor de lo humano. Para que no retro­ce­da­mos a la bar­ba­rie de la inco­mu­ni­ca­ción y la vida no se reduzca al prag­ma­tismo de los espe­cia­lis­tas que ven las cosas en pro­fun­di­dad pero igno­ran lo que las rodea, pre­cede y con­ti­núa. Para que no pase­mos de ser­vir­nos de las máqui­nas que inven­tar­nos a ser sus sir­vien­tes y escla­vos. Y por­que un mundo sin lite­ra­tura sería un mundo sin deseos ni idea­les ni desaca­tos, un mundo de autó­ma­tas pri­va­dos de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capa­ci­dad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, mode­la­das con la arci­lla de nues­tros sueños.

De la caverna al ras­ca­cie­los, del garrote a las armas de des­truc­ción masiva, de la vida tau­to­ló­gica de la tribu a la era de la glo­ba­li­za­ción, las fic­cio­nes de la lite­ra­tura han mul­ti­pli­cado las expe­rien­cias huma­nas, impi­diendo que hom­bres y muje­res sucum­ba­mos al letargo, al ensi­mis­ma­miento, a la resig­na­ción. Nada ha sem­brado tanto la inquie­tud, remo­vido tanto la ima­gi­na­ción y los deseos, como esa vida de men­ti­ras que aña­di­mos a la que tene­mos gra­cias a la lite­ra­tura para pro­ta­go­ni­zar las gran­des aven­tu­ras, las gran­des pasio­nes, que la sida ver­da­dera nunca nos dará. Las men­ti­ras de la lite­ra­tura se vuel­ven ver­da­des a tra­vés de noso­tros, los lec­to­res trans­for­ma­dos, con­ta­mi­na­dos de anhe­los y, por culpa de la fic­ción, en per­ma­nente entre­di­cho con la medio­cre reali­dad, hechi­ce­ría que, al ilu­sio­nar­nos con tener lo que no tener­nos, ser lo que no somos, acce­der a esa impo­si­ble exis­ten­cia donde, como dio­ses paga­nos, nos sen­tir­nos terre­na­les y eter­nos a la vez la lite­ra­tura intro­duce en nues­tros espí­ri­tus la incon­for­mi­dad y la rebel­día, que están darás de todas las haza­ñas que han con­tri­buido a dis­mi­nuir la vio­len­cia en las rela­cio­nes huma­nas. A dis­mi­nuir la vio­len­cia, no a aca­bar con ella. Por­que la nues­tra será siem­pre, por for­tuna, una his­to­ria incon­clusa. Por eso tene­mos que seguir soñando, leyendo y escri­biendo, la más efi­caz manera que haya­mos encon­trado de ali­viar nues­tra con­di­ción pere­ce­dera, de derro­tar a la car­coma del tiempo y de con­ver­tir en posi­ble lo imposible.

Octavio Paz: La búsqueda del presente. Discurso al recibir el Nobel de literatura, 1990. Discurso.

octavio_paz3Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.
Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas trasplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas trasplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.
A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español… pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.
La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.
La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.
En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente – esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla… Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.
La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuándo y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.
El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes – tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.
¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. «Vuelven de la guerra», me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.
Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto – negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca – era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.
Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.
¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al Medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la «postmodernidad». ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?
Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de «europeizar» a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.
La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.
La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.
Para el cristiano, el mundo – o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal – es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.
El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala – los grados del ser – de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como «postmodernidad», no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.
En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso – la ciencia y la técnica – han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.
En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.
En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.
Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.
Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos – religiosos o filosóficos, éticos o estéticos – no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.
La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado – un triunfo por default del adversario – no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.
La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.
En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

Miguel Ángel Asturias: Discurso durante el banquete al recibir el premio Nobel, 1967. Discurso

140_1692523-WMi voz en el umbral. Mi voz llegada de muy lejos, de mi Guatemala natal. Mi voz en el umbral de esta Academia. Es difícil entrar a formar parte de una familia. Y es fácil. Lo saben las estrellas. Las familias de antorchas luminosas. Entrar a formar parte de la familia Nobel. Ser heredero de Alfredo Nobel. A los lazos de sangre, al parentesco político, se agrega una consanguinidad, un parentesco más sutil, nacido del espíritu y la obra creadora. Y esa fue, quizás no confesada, la intención del fundador de esta gran familia de los Premios Nobel. Ampliar, a través del tiempo, de generación en generación, el mundo de los suyos. En mi caso entro a formar parte de la familia Nobel, como el menos llamado entre los muchos que pudieron ser escogidos.

Y entro por voluntad de esta Academia cuyas puertas se abren y se cierran una vez al año para consagrar a un escritor y por el uso que hice de la palabra en mis novelas y poemas, de la palabra más que bella, responsable, preocupación a la que no fue ajeno aquel soñador que andando el tiempo pasmaría al mundo con sus inventos, el hallazgo de explosivos hasta entonces los más destructores, para ayudar al hombre en su quehacer titánico en minas, perforación de túneles y construcción de caminos y canales.

No sé si es atrevido el parangón. Pero se impone. El uso de las fuerzas destructoras, secreto que Alfredo Nobel arrancó a la naturaleza, permitió en nuestra América, las empresas más colosales. El canal de Panamá, entre estas. Magia de la catástrofe que cabría parangonarla con el impulso de nuestras novelas, llamadas a derrumbar estructuras injustas para dar camino a la vida nueva.

Las secretas minas de lo popular sepultadas bajo toneladas de incomprensión, prejuicios, tabúes, afloran en nuestra narrativa a golpes de protesta, testimonio y denuncia, entre fábulas y mitos, diques de letras que como arenas atajan la realidad para dejar correr el sueño, o por el contrario, atajan el sueño para que la realidad escape.

Cataclismos que engendraron una geografía de locura, traumas tan espantosos, como el de la Conquista, no son antecedentes para una literatura de componenda y por eso nuestras novelas aparecen a los ojos de los europeos como ilógicas o desorbitadas. No es el tremendismo por el tremendismo. Es que fue tremendo lo que nos pasó. Continentes hundidos en el mar, razas castradas al surgir a la vida independiente y la fragmentación del Nuevo Mundo. Como antecedentes de una literatura, ya son trágicos.

Y es de allí que hemos tenido que sacar no al hombre derrotado, sino al hombre esperanzado, ese ser ciego que ambula por nuestros cantos. Somos gentes de mundos que nada tienen que ver con el ordenado desenvolverse de las contiendas europeas a dimensión humana, las nuestras fueron en los siglos pasados a dimensión de catástrofes.

Andamiajes. Escalas. Nuevos vocabularios. La primitiva recitación de los textos. Los rapsodas. Y luego, de nuevo, la trayectoria quebrada. La nueva lengua. Largas cadenas de palabras. El pensamiento encadenado. Hasta salir de nuevo, después de las batallas lexicales, más encarnizadas, a las expresiones propias. No hay reglas. Se inventan. Y tras mucho inventar, vienen los gramáticos con sus tijeras de podar idiomas. Muy bien el español americano, pero sin lo hirsuto. La gramática se hace obsesión. Correr el riesgo de la antigramática.

Y en eso estamos ahora. La búsqueda de las palabras actuantes. Otra magia. El poeta y el escritor de verbo activo. La vida. Sus variaciones. Nada prefabricado. Todo en ebullición. No hacer literatura. No sustituir las cosas por palabras. Buscar las palabras-cosas, las palabras-seres. Y los problemas del hombre, por añadidura. La evasión es imposible. El hombre. Sus problemas. Un continente que habla. Y que fue escuchado en esta Academia. No nos pidáis genealogías, escuelas, tratados. Os traemos las probabilidades de un mundo. Verificadlas. Son singulares. Es singular su movimiento, el diálogo, la intriga novelesca. Y lo más singular, que a través de las edades no se ha interrumpido su creación constante.

Miguel Ángel Asturias: La novela latinoamericana, testimonio de una época. Discurso al aceptar el premio Nobel de literatura, 1967.

Miguel-Ángel-AsturiasHubiera querido que a este encuentro no se le llamara conferencia sino coloquio, diálogo de dudas y afirmaciones sobre el tema que nos ocupa. Empezaremos analizando los antecedentes de la literatura latinoamericana en general, deteniendo nuestra atención en aquellos que más atingencia tienen con la novela. Vamos a remontar las fuentes hasta los orígenes milenarios de la literatura indígena, en sus tres grandes momentos: Maya, Azteca e Incaica.
Surge como primera cuestión la siguiente pregunta: ¿Existió un género parecido a la novela entre los indígenas? Creo que sí. La historia en las culturas autóctonas tiene más de lo que nosotros occidentales llamamos novela, que de historia. Hay que pensar que estos libros de su historia, sus novelas, diríamos ahora, eran pintados entre los Aztecas y Mayas y guardados en formas figurativas aún no conocidas en el incanato. Presupone esto el uso de pinacogramas, de los que, la voz del lector, – los indígenas no distinguen entre leer y contar, para ellos es la misma cosa -, sacaba el texto que en forma de canto iba relatando a sus oyentes.
El lector, contador de cuentos cantados, o «gran lengua», único conocedor de lo que los pinacogramas decían, realizaba una interpretación de los mismos recreándolos, para regalo de los que le escuchaban. Más tarde, estas historias pintadas se fijan en la memoria de los oyentes y pasan en forma oral, de generación en generación, hasta que el alfabeto traído por los españoles las fija en sus lenguas nativas con caracteres latinos o directamente en castellano. Es así como llegan a nuestro conocimiento textos indígenas poco expuestos a la contaminación occidental. La lectura de estos documentos es lo que nos ha permitido afirmar que entre los americanos la historia tenía más de novela que de historia. Son narraciones en las que la realidad queda abolida al tornarse fantasía, leyenda, revestimiento de belleza, y en las que la fantasía a fuerza de detallar todo lo real que hay en ella termina recreando una realidad que podríamos llamar surrealista. A esta característica de la anulación de la realidad por la fantasía y de la recreación de una superrealidad, se agrega una constante anulación del tiempo y el espacio, y algo más importante y característico: el uso y abuso de la palabra en estilo paralelístico, o sea el empleo paralelo de diferentes vocablos para señalar el mismo objeto, dar la misma idea, expresar los mismos sentimientos. Insisto en esto, el paralelismo en los textos indígenas es un juego de matices que para nosotros occidentales no tiene valor, pero que indudablemente permitían una gradación poética imponderable, destinada a provocar ciertos estados de conciencia que se tomaban por magia.
Volviendo al tema del origen de un género literario similar a la novela, entre los primitivos pueblos de América, cabría emparentar el nacimiento de la forma novelesca con la epopeya. La leyenda heroica, superando las posibilidades de la historia ficción, va en labios de los rapsodas, grandes lenguas de las tribus o «cuicanimes» que recorrían las ciudades recitando los textos, para que circulara entre los pueblos la belleza de sus cantos, como la sangre dorada de sus dioses.
Estos cantos épicos, tan abundantes en la literatura americana indígena, y tan poco conocidos, poseen eso que nosotros llamamos «intriga novelesca», y que los frailes y doctrineros españoles designaban con el nombre de «embustes».
Estos relatos novelados que en sus orígenes eran testimonio de su antigüedad, memoria y fama de las cosas grandes que en oyéndolas otros querían hacer, esta literatura de realidad y fantasía-realidad, se quiebra en el instante de avasallamiento, y queda corno una de las tantas vasijas rotas de aquellas grandes civilizaciones. Va a seguir, sin embargo, en esta misma forma documental no ya el testimonio de la grandeza, sino de la miseria, no ya el testimonio de la libertad, sino el de la esclavitud, no ya el testimonio de los señores, sino el de los vasallos, y una nueva literatura americana, naciente, intentará llenar los vacíos silencios de una época. Pero los géneros literarios que florecían en la península Ibérica no arraigan eri América, tal el caso de la novela realista y el teatro. Por el contrario es el borbotón indígena, savia y sangre, río, mar y miraje, lo que incide sobre la mentalidad del primer español que va a escribir la primera gran novela americana, «novela» como debe llamarse a la «Verdadera Historia de los Sucesos de la Conquista de Nueva España» por Bernal Díaz del Castillo. ¿Será atrevimiento llamar «novela» a lo que el soldado aquél llamó no historia sino «verdadera historia»? ¡Cuántas veces las novelas son la verdadera historia! Pero pregunto: ¿Será atrevimiento dar el nombre de novela a la obra del insigne cronista? Al que esto crea, a quien me llame atrevido, lo invitaría a internarse en la prosa trotona y anhelante de este hombre de infantería y de todas armas y advertirá que insensiblemente al entrar en ella, irá olvidando que lo que le sucedió era realidad y más le parecerá obra de pura fantasía. ¡Si hasta el mismo Bernal lo dice, próximo a los muros cíe Tenochtitlán: «que parecía las cosas de encantamiento que cuentan en el Libro de Amadís»! Pero este libro es español, se nos dirá, aunque de español sólo tiene el haber sido escrito por un peninsular avecindado en Santiago de los Caballeros de Guatemala, donde conservamos el glorioso manuscrito, y el haber sido trazado en la vieja lengua de Castilla, aunque más participa de ese disfracismo propio de la literatura indígena. Al mismo Don Marcelino Menéndez y Pelayo, versadísimo en letras clásicas hispánicas, le parece raro el sabor de esa prosa y le sorprende que haya sido escrita por un soldado. No para mientes el gran polígrafo en que Bernal a sus ochenta años no sólo había oído muchos textos de la literatura indígena, influenciándose con ella, sirio que por ósmosis se había absorbido América y ya era americano.
Pero hay otro parentesco más impresionante. Los indígenas, en sus últimos dolorosos cantos, ya avasallados, demandan justicia, y Bernal Díaz del Castillo se abre el pecho para dar salida a un cronicón que es un rugido de protesta, por el olvido en que se le dejó después «del batallar y el conquistar».
A partir de este momento toda la literatura latinoamericana, el cantar y el novelar, va a tornarse no sólo en testimonio de cada época, sino como dice el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, en «Un Instrumento de Lucha». Toda la gran literatura es de testimonio y reivindicación, pero lejos de ser un documento frío, son páginas apasionantes del que sabe que tiene en las manos un instrumento para deleitar y convencer.
¿El sur nos va a dar un mestizo? El mestizo por excelencia pues para que nada le faltara fue el primer desterrado que tuvo América: el Inca Garcilaso. Este desterrado criollo sigue las voces indígenas ya extinguidas, en su denuncia contra los opresores del Perú. El Inca nos ofrece en su prosa magnífica, ya no sólo lo americano, ni sólo lo español, sino la mezcla, en la fusión de las sangres y en la misma demanda de vida y de justicia.
De momento nadie advierte en la prosa del Inca el «mensaje» como se dice ahora. Esto quedará esclarecido durante la lucha de la independencia. El Inca aparecerá entonces con la prestancia del indio que supo burlarse del imperio «de los dos cuchillos» o sea la censura civil y eclesiástica. Tarde se dan cuenta las autoridades españolas del recado que encierra tanta donosura, imaginación y melancolía, y ordenan recoger sagazmente la historia del Inca Garcilaso, donde han aprendido esos naturales «muchas cosas perjudiciales».
Y no sólo la poesía y obras de ficción dan testimonio. Los autores más insospechados, como los: Francisco Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre, Andrés Calvo, Manuel Fabri, Andrés de Guevara, dieron nacimiento a una literatura de desterrados que es y seguirá siendo testimonio de su época.
Hasta el mismo poeta guatemalteco Rafael Landívar tiene su forma de rebelarse. Su protesta es silencio, a los españoles los llama «hispani» sin otro adjetivo. Y nos referimos a Landívar porque a pesar de ser el menos conocido debe considerársele como el abanderado de la literatura americana, cuando es auténtica expresión de nuestras tierras, hombres y paisaje. Landívar, dice Pedro Henriquez-Ureña, «es entre los poetas de las colonias españolas el primer maestro del paisaje, el primero que rompe decididamente con las convenciones del Renacimiento y descubre los rasgos característicos de la naturaleza en el Nuevo Mundo, su flora y su fauna, sus campos y montañas, sus lagos y cascadas. En sus descripciones de costumbres, de industrias y juegos hay una graciosa vivacidad y a lo largo cíe todo el poema, honda simpatía y comprensión por la supervivencia de las culturas indígenas.»
En Módena, Italia, aparece en 1781 con el título de «Rusticatio Mexicana» una obra poética de 3425 exámetros latinos, distribuida en 10 cantos, original de Rafael Landívar. Un año después en Bolonia aparece la segunda edición. Ante los europeos, el poeta llamado por Menéndez Pelayo «el Virgilio de la modernidad», pregona en su obra las excelencias de la tierra, de la vida y del hombre americano. Ansiaba que los habitantes del viejo mundo supieran que al Vesubio y al Etna se les podía enfrentar el Jorullo, volcán mexicano, a las famosas fuentes de Castalia y Aretusa, las cascadas y grutas de San Pedro Mártir en Guatemala, y, al hablar del cenzontle, el pájaro de las 400 voces en la garganta, lo hacía volar más alto en el reino de la fama que el ruiseñor.
Canta los tesoros de la campiña, el oro y la plata que estaban llenando el orbe de valiosas monedas y los pilones de azúcar ofrecidos a las mesas de los reyes.
No faltan en el poema las estadísticas de la riqueza americana encaminada a deslumhrar al europeo. Cita las manadas de ganados caballares y vacunos, los rebaños de ovejas, los ganados caprino y porcino, las fuentes medicinales, los juegos populares, algunos desconocidos en Europa, como el palo volador, y no calla la gloria del cacao y del chocolate de Guatemala. Pero hay algo que debemos señalar en el canto landivariano: su amor al nativo. Canta en el indio a la raza que en todo sale airosa, pinta la maravilla de los huertos flotantes creados por los indios, los tiene como ejemplo de gracia y maestría pero no olvida sus inmensos sufrimientos. Así va dejando substancia poética, poesía naturalista ajena a lo simbólico, de un hecho que siempre ha querido negarse: la superioridad del indio americano como campesino, artífice y obrero.
A la pintura del indio malo, haragán y vicioso, tan propalada en Europa y tan creída en América por los americanos que lo explotan, Landívar opone la estampa del indio sobre cuyos hombros ha pesado y sigue pesando el trabajo en América.
Y no lo hace simplemente enunciándolo, caso en el que podía creérsele o no creérsele, sino que en su poema vemos al indio a bordo de la piragua placentera, transportando sus mercancías o viajando y lo admiramos extrayendo la púrpura y la grana, extendiendo los nivosos gusanos que producen la seda, agarrándose con tesón a las peñas para arrancarles el marisco precioso que da el color de las púnicas rosas, arando paciente y testarudo, cultivando el añil, extrayendo de la mina la nativa plata, agotando las venas de oro … El Rusticado de Landívar confirma lo que hemos dicho de la gran literatura americana, que no podrá conformarse con un papel pasivo, mientras en nuestros suelos, pueblos famélicos, vivan sobre estas tierras opulentas, y es por su contenido una forma de novelar en verso. Andrés Bello iba a renovar 50 años después la aventura americana en su famosa «Silva», obra inmortal y perfecta en la que vuelve a aparecer la naturaleza del Nuevo Mundo con el maíz a la cabeza, como «jefe altanero de la espigada tribu», el cacao en «urnas de coral», los cafetales, el banano, el trópico en toda su potencia vegetal y animal, y contrastando con esta visión grandiosa «del rico suelo», el habitante empobrecido.
Bello nos recuerda al Inca Garcilaso, por desterrado; es de la estirpe americana de Landívar; ambos inician, sin balbuceos, la gran jornada americana en la literatura universal.
A partir de este momento la imagen de la naturaleza del Nuevo Mundo, despertará en Europa un interés muy particular pero nunca llegará con la fidelidad candente que mantiene en Landívar y en Bello. Su visión deformada hacia lo maravilloso, idílico, paradisíaco, nos la ofrece Chateaubriand en «Átala» y «Los Nátchez».
En los europeos la naturaleza es un telón de fondo sin la gravitación que alcanzará en el marco del romanticismo criollo. Los románticos dan a la naturaleza lugar permanente en las creaciones de poetas y novelistas de la época. Así José María de Heredia cantando a las Cataratas del Niágara, así Esteban Echeverría en las descripciones del desierto de «La Cautiva» para no citar a otros.
El romanticismo en América no fue solamente una escuela literaria sino una bandera de patriotismo. Poetas, historiadores, novelistas, reparten sus días y sus noches entre las actividades políticas y el sueño de sus creaciones. ¡Jamás ha sido más hermoso ser poeta en América! Entre los poetas influidos por la Patria convertida en musa, vemos aparecer a José Mármol, autor de una de las novelas más leídas en América, «Amalia». Las páginas de este libro han pasado por nuestros dedos febriles y sudorosos, cuando sufríamos en carne propia las dictaduras que han asolado a Centro América. Los críticos al referirse – a la novela de Mármol señalan desigualdades, desaliños, sin darse cuenta que una obra de esa índole, se escribe con el corazón saltando en el pecho, pulsaciones que van a dejar en la frase, en el párrafo, en la página, esa taquicardia de la incorrección vital que aquejaba a la Patria entera.
Estamos en presencia de uno de los testimonios más ardientes de la novela americana. A través del tiempo «Amalia» como las imprecaciones de José Mármol, sigue sacudiendo a los lectores hasta constituir por ello, para muchos un acto de fe.
Y es en ese instante cuando va a sonar la voz de Sarmiento, plantando en la puerta de los siglos su famoso dilema: «Civilización o Barbarie». Y el mismo Sarmiento se sobrecogerá cuando se dé cuenta que «Facundo» vuelve armas contra él y contra todos declarándose auténtico representante de la América criolla, de la América que se niega a morir y que busca hendir con el pecho que ya se le ha hecho duro, el esquema antitético de civilización o barbarie para encontrar entre estos extremos el punto en que sus pueblos integren con valores esenciales propios, su auténtica personalidad.
A mediados del siglo pasado otro romántico no menos apasionado aparece en Guatemala: José Batres Montúfar. En medio de las narraciones de carácter festivo el lector siente que debe olvidar la fiesta para escuchar al poeta. Con cuánta gracia cargada de amargura el inmortal José Batres Montúfar caló hondo en problemas que ya entonces, a mediados del siglo pasado, eran candentes.
Otra voz iba a llegar de norte a sur, le de José Martí. El estará presente, desterrado o en su patria, con su verbo encendido de poeta o de periodista, presente también con su ejemplo hasta su sacrificio.
El siglo XX se nos llena de poetas, de poetas que ya no dicen nada, salvo muy contados nombres, entre los que sobresalen el del inmortal Rubén Darío y Juan Ramón Molina, el hondureno. Los podas se evaden de la realidad, tal vez por ser esa una de las formas de ser poeta. Pero en muchos de ellos nada hay vivo en su obra que se va tornando habladuría. Ignoran la clara lección de los rapsodas indígenas, olvidan a los forjadores coloniales de nuestra, gran literatura, satisfechos en la imitación sin sangre de la poesía de otras latitudes, y ridiculizan a los que cantaron nuestra gesta libertadora, considerándolos encandilados por un patriotismo local.
Y no es sino pasada la primera guerra, que un puñado de hombres, hombres y artistas, salen a la reconquista de lo propio, van al encuentro de lo indígena, recalan junto a lo español materno y vuelven con el mensaje que tienen que entregar al futuro.
La literatura americana va a renacer bajo otros signos no ya el del verso. Ahora es una prosa táctil, plural e irreverente con las formas, herida por caminos de misterio, la que servirá a los designios de esta nueva cruzada cuyo primer paso fue hundirse, así, hundirse en la realidad, no para objetivar, forma de estar y no estar en ella, sino penetrando en los hechos para solidarizarse con los problemas humanos. Nada de lo que es humano, nada de lo que es real le será ajeno a esta literatura urgida por el contacto con América. Y este es el caso de la novela latinoamericana. Nadie pone en duda que esta novela va colocándose a la cabeza del género en el mundo entero. Se cultiva en todos nuestros países, por autores de diversas tendencias, lo que hace que también en la novela todo sea material americano, testimonio humano de nuestro momento histórico.
Y es que nosotros, novelistas del hoy americano, dentro de la tradición constante de compromiso con nuestros pueblos, en que se ha desarrollado nuestra gran, literatura, nuestra sustentadora poesía, también tenemos tierras que reclamar para nuestros desposeídos, minas que exigir para nuestros explotados y reivindicaciones que hacer en favor de las masas humanas que perecen en los yerbatales, que se queman en las plantaciones de banano, que se tornan bagazo humano en los ingenios azucareros, y por eso que para mí, la auténtica novela americana es el reclamo de todas estas cosas, es el grito que viene del fondo de los siglos y que se reparte en miles de páginas. Novela auténticamente nuestra que está de pie en sus páginas leales al espíritu, a los puños de nuestros obreros, al sudor de nuestros campesinos, al dolor por nuestros niños mal nutridos reclamando por que la sangre y la savia de nuestras vastas tierras corran otra vez hacia los mares para enriquecer nuevas metrópolis.
Esta novela participa, consciente o inconscientemente, de las características de los textos indígenas, frescos, lacerados y pujantes; de la angustia numísmata de los ojos de los criollos que asomaban a esperar el alba en la media noche colonial, más clara, sin embargo, que esta media noche que nos está amenazando ahora, y sobre todo de la afirmación, del optimismo lustral de aquellos hombres de pluma que desafiando a la inquisición abrieron en las conciencias brecha, para el paso de los libertadores.
La novela latinoamericana, nuestra novela, para ser tal, no puede traicionar el gran espíritu que ha informado, e informa, toda nuestra gran literatura. Si escribes novela sólo para distraer, ¡quémala! cabría decir evangélicamente, pues si no la quemas tú, se borrará contigo en el correr del tiempo, se borrará de la memoria del pueblo que es donde un poeta o novelista debe aspirar a quedar. ¡Cuántos hubo que en el pasado escribieron novelas para divertir! En todas las épocas. ¿Y quién los recuerda? En cambio qué fácil es repetir los nombres de los que entre nosotros escribieron para dar testimonio. Dar testimonio. El novelista da testimonio, como el Apóstol de los Gentiles. Es el Pablo que cuando intenta escapar se encuentra con la realidad rugiente del mundo que le rodea, esta realidad de nuestros países que nos ahoga y nos deslumbra, y al hacernos rodar por tierra nos obliga a gritar: ¿PARA QUÉ ME PERSIGUES? Sí, somos unos perseguidos de esta realidad que no podemos negar, que es carne de gente de la revolución mexicana, en los personajes cíe Mariano Azuela, de Agustín Yáñez y de Juan Rulfo, tan afilados de conceptos como sus cuchillos; que con Jorge Icaza, Ciro Alegría, Jesús Lara, es grito de protesta contra la explotación y el abandono del indio; que con Rómulo Gallegos en «Doña Bábara» nos crea a nuestra Prometea. Que con Horacio Quiroga nos devuelve a la pesadilla del trópico, pesadilla tan suya como americana que parece ser su estilo; que con «Los ríos profundos» de José María Arguedas, el «Río oscuro» del argentino Alfredo Várela, «Hijo de hombre» del paraguayo Roa Bastos, y «La ciudad y los perros» del peruanoVargas Llosa, nos hace ver cómo se desangra el trabajador en nuestras tierras. Con Mancisidor nos lleva a los campos petrolíferos, hacia donde van, abandonando sus casas, los habitantes de «Casas muertas» de Miguel Otero Silva … Con David Viñas nos enfrenta a la Patagonia trágica, con Enrique Wernicke nos arrastra con las aguas que sumergen pueblos y con Verbitsky y María de Jesús nos lleva a las villas miserias, los barrios dantescos e infrahumanos de nuestras grandes ciudades … El hijo del salitre de Teitelboim nos cuenta del duro trabajo en los campos salitreros, como Nicomedes Guzmán nos hace palpar la vida de los niños en los barrios obreros chilenos, y el campo salvadoreño en «Jaragua» de Napoleón Rodríguez Ruiz y nuestros pequeños pueblos en «Cenizas del Izalco» de Flakol y Clarivel Alegría. No podemos pensar en la pampa sin hablar de «Don Segundo Sombra» de Güiraldes, ni hablar de la selva sin «La vorágine» de Eustasio Rivera, ni de los negros sin Jorge Amado, ni de los llanos del Brasil sin el «Gran Sertao» de Guimaraes Rosa, ni de los llanos de Venezuela sin Ramón Díaz Sánchez.
Nuestros libros no llevan un fin de sensacionalismo o truculencia para hacernos un lugar en la república de las letras. Somos seres humanos emparentados por la sangre, la geografía, la vida, a esos cientos, miles, millones de americanos que padecen miseria en nuestra opulenta y rica América. Nuestras novelas buscan movilizar en el mundo las fuerzas morales que han de servirnos para defender a esos hombres. Está ya avanzado el proceso de mestizaje de nuestras letras al que correspondía en el reencuentro americano dar a su grandiosa naturaleza una dimensión humana. Pero ni naturaleza para dioses como en los textos de los indios, ni naturaleza para héroes como en los escritos de los románticos, naturaleza para hombres, en la que serán replanteados con vigor y audacia los problemas humanos. Aunque como buenos americanos nos apasiona la bella forma de decir las cosas, cada una de nuestras novelas es por eso una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. No es fácil darse cuenta en la obra realizada del esfuerzo y empeño por lograr los materiales empleados, palabras. Sí, esto es, palabras, pero usadas con qué leyes. Con qué reglas. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Suenan como maderas. Gomo metales. Es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje lo primero que debe plantearse es la onomatopeya. Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases. Hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. Las mejores novelas nuestras no parecen haber sido escritas sino habladas. Hay una dinámica verbal de la poesía que la misma palabra encierra, y que se revela primero como sonido, después como concepto.
Por eso las grandes novelas hispanoamericanas son masas musicales vibrantes, tomadas así, en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que con ellas nacen.
La aventura sigue en la confluencia de los idiomas. De todos los idiomas hablados por los hombres, además de las lenguas indígenas americanas que entran en su composición, hay mezcla de las lenguas europeas y orientales que las masas de inmigrantes llevaron a América.
Otro idioma va a regar sus destellos sobre sonidos y palabras. El idioma de las imágenes. Nuestras novelas parecen escritas no sólo con palabras sino con imágenes. No son pocos los que leyendo nuestras novelas las ven cinematográficamente. Y no porque se persiga una dramática afirmación de independencia, sino porque nuestros novelistas están empeñados en universalizar la voz de sus pueblos, con un idioma rico en sonidos, rico en fabulaciones y rico en imágenes. No es un lenguaje artificialmente creado para dar cabida a esa fabulación, o la llamada prosa poética, es un lenguaje vivo que conserva en su habla popular todo el lirismo, la fantasía, la gracia, la picardía que caracteriza el lenguaje de la novela latinoamericana. La poesía-lenguaje que sustenta nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Pienso que lo que más atrae a los lectores no americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin caer en lo pintoresco, onomatopéyico por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas, resabios ancestrales de esas lenguas que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ella. Y también por la importancia de la palabra, entidad absoluta, símbolo. Nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene en la nuestra un valor en sí, tal como lo tenía en las lenguas indígenas. Palabra, concepto, sonido, transposición fascinante y rica. Nadie entendería nuestra literatura, nuestra poesía, si quita a la palabra su poder de encantamiento.
Palabra y lenguaje harán participar al lector en la vida de nuestras creaciones. Inquietar, desasosegar, obtener la adhesión del lector, el cual olvidándose de su cotidiano vivir, entrará a compartir el juego cíe situaciones y personajes, en una novelística que mantiene intactos sus valores humanos. Nada se usa para desvirtuar al hombre, sino para completarlo y esto es tal vez lo que conquista y perturba en ella, lo que transforma nuestra novela en vehículo de ideas, en intérprete de pueblos usando como instrumento un lenguaje con dimensión literaria, con valor mágico imponderable y con profunda proyección humana.

John Steinbeck: Discurso al aceptar el premio Nobel de literatura, 1962. Discurso.

 

BRAND_BIO_BSFC_120766_SF_2997_005_20131219_V1_HD_768x432-16x9Doy gracias a la academia sueca por encontrar mi obra digna de tan alto honor. En mi corazón puede que haya duda de si merezco el Premio Nobel en vez de los otros hombres letrados por quienes siento respeto y reverencia, pero no hay ninguna duda de mi placer y orgullo en recibirlo.

Es costumbre que el receptor de este galardón ofrezca un comentario erudito o personal sobre la naturaleza y dirección de la literatura. Sin embargo, pienso que sería bueno, ahora en especial, el considerar los notables deberes y responsabilidades de los creadores de la literatura.

Tal es el prestigio del Premio Nobel y de este lugar donde me encuentro, que me siento impulsado a no hablar con agradecimiento y disculpas como un ratón, sino con el rugido de un león por el orgullo que siento de mi profesión y de los hombres grandes y buenos que la han practicado a través de las épocas.

La literatura no fue promulgada por un grupo de sacerdotes críticos, pálidos y emasculados que cantaban sus letanías en una iglesia vacía, ni tampoco es un juego para los elegidos al claustro, los mendicantes de hojalata de un desespero barato.

La literatura es tan antigua como el habla. Surgió de la necesidad humana y no ha cambiado, excepto para hacerse más necesaria. Los escaldos, los bardos, los escritores no son un grupo exclusivo ni separado. Desde el principio, sus funciones, sus deberes, sus responsabilidades han sido decretadas por nuestra especie.

La humanidad ha pasado por un tiempo gris y desolado de confusión. Mi gran predecesor, William Faulkner, al hablar aquí se refirió a éste como una tragedia de temor físico universal, sostenido por tanto tiempo que no hubo ya más problemas del espíritu, de manera que escribir sobre el corazón humano en conflicto consigo mismo pareció ser lo único digno de emprender. Faulkner, más que la mayoría de los otros hombres, estaba consciente tanto de la fuerza humana como de la debilidad humana. El sabía que el entender y el resolver el temor son gran parte de la razón de ser del escritor.

Esta no es una novedad. La encomienda antigua del escritor no ha cambiado. Se le encarga exponer nuestros tantos defectos y fracasos dolorosos, sacar a la luz nuestros sueños oscuros y peligrosos en aras del mejoramiento.

Además, en el escritor se delega para declarar y celebrar la capacidad demostrada que tiene el hombre para la grandeza de corazón y espíritu, para la gallardía en la derrota, para el valor, la compasión y el amor. En la interminable guerra contra la debilidad y la desesperanza, éstas son las banderas brillantes de la esperanza y de la emulación. Sostengo que un autor que no crea apasionadamente en la capacidad de perfeccionamiento del hombre no tiene dedicación ni ningún lugar en la literatura.

El presente miedo universal ha sido el resultado de una ola progresiva en nuestro conocimiento y manipulación de ciertos factores peligrosos en el mundo físico. Es verdad que otras fases del entendimiento aún no han alcanzado este gran escalón, pero no hay razón para creer que no puedan o no vayan a adelantar. Ciertamente, es parte de la responsabilidad del escritor asegurarse de que así lo hagan. Con la larga y digna historia que tiene la humanidad de mantenerse firme en contra de todos sus enemigos naturales, algunas veces en frente de una derrota casi cierta y de la extinción, seríamos cobardes y estúpidos al dejar el campo en la víspera de nuestra mayor victoria posible.

Como podrá entenderse, he estado leyendo la vida de Alfred Nobel, un hombre solitario, dicen los libros, un hombre pensativo. El perfeccionó el estreno de fuerzas explosivas que son capaces de una buena creación o de una destrucción malvada, pero sin tener elección, sin regirse por la conciencia o el juicio.

Nobel vio algunos de los crueles y sangrientos malos usos de sus invenciones. Tal vez hasta pudo prever los resultados finales de todas sus investigaciones: acceso a una violencia absoluta, a una destrucción final. Algunos dicen que llegó a volverse cínico, pero yo no creo esto. Creo que se esforzó para encontrar un control, una llave de seguridad. Creo que la encontró finalmente y sólo en la mente humana y en el espíritu humano.

Para mí, sus pensamientos se reflejan claramente en las categorías de estos premios. Se otorgan en reconocimiento al creciente y continuo saber del hombre y de su mundo, al entendimiento y la comunicación, los cuales son las funciones de la literatura. Se otorgan en reconocimiento a las demostraciones de la capacidad para alcanzar la paz, la culminación de todas las demás.

Menos de cincuenta años después de su muerte, se abrió la puerta a la naturaleza y se nos ofreció la temible carga de la elección. Hemos usurpado muchos de los poderes que una vez fueron atribuidos a Dios. Temerosos y sin estar preparados, hemos asumido señoría sobre la vida y la muerte de todo el mundo de seres vivientes. El peligro, la gloria y la elección reposan finalmente sobre el hombre. La prueba que mide su capacidad para la perfección está a la mano.

Habiendo tomado un poder divino, debemos buscar en nosotros mismos la responsabilidad y la sabiduría que una vez rogamos que tuviera la deidad. El hombre mismo se ha convertido en nuestra más grande amenaza y en nuestra única esperanza. Así que hoy, podemos parafrasear las palabras de San Juan Apóstol: Al final está la palabra, y la palabra es el hombre, y la palabra está con el hombre.

 

Saint John Perse: Discurso de aceptación del premio Nobel, 1960. Discurso

john_perseHe aceptado para la poesía el homenaje que aquí se le rinde, y tengo prisa por restituírselo.

 

La poesía no recibe honores a menudo. Pareciera que la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales fuera en aumento. Apartamiento aceptado, pero no perseguido por el poeta, y que existiría también para el sabio si no mediasen las aplicaciones prácticas de la ciencia.

 

Pero ya se trate del sabio o del poeta, lo que aquí pretende honrarse es el pensamiento desinteresado. Que aquí, por lo menos, no sean ya considerados como hermanos enemigos, Pues ambos se plantean idéntico interrogante, al borde de un común abismo; y sólo los modos de investigación difieren.

 

Cuando consideramos el drama de la ciencia moderna que descubre sus límites racionales hasta en lo absoluto matemático; cuando vemos, en la física, que dos grandes doctrinas fundamentales plantean, una, un principio general de relatividad, otra, un principio “cuántico” de incertidumbre y de indeterminismo que limitaría para siempre la exactitud misma de las medidas físicas; cuando hemos oído que el más grande innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna y garante de la más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, invocaba la intuición para que socorriese a lo racional y proclamaba que “la imaginación es el verdadero terreno de la germinación científica”, y hasta reclamaba para el científico los beneficios de una verdadera “visión artística”, ¿no tenemos derecho a considerar que el instrumento poético es tan legítimo como el instrumento lógico?

 

En verdad, toda creación del espíritu es, ante todo, “poética”, en el sentido propio de la palabra. Y en la equivalencia de las formas sensibles y espirituales, inicialmente se ejerce una misma función para la empresa del sabio y para la del poeta. Entre el pensamiento discursivo y la elipse poética, ¿cuál de los dos va o viene de más lejos? Y de esa noche original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente por las fulguraciones de la intuición. ¿Cuál es el que sale a flote más pronto y más cargado de breve fosforescencia? Poco importa la respuesta. El misterio es común. Y la gran aventura del espíritu poético no es inferior en nada a las grandes entradas dramáticas de la ciencia moderna. Algunos astrónomos han podido perder el juicio ante la teoría de un universo en expansión; no hay menos expansión en el infinito moral del hombre: ese universo. Por lejos que la ciencia haga retroceder sus fronteras, en toda la extensión del arco de esas fronteras se oirá correr todavía la jauría cazadora del poeta. Pues si la poesía no es, como se ha dicho, “lo real absoluto”, es por cierto la codicia más cercana y la más cercana aprehensión en ese límite extremo de complicidad en que lo real en el poema parece informarse a sí mismo.

 

Por el pensamiento analógico y simbólico, por la iluminación lejana de la imagen mediadora y por el juego de sus correspondencias, en miles de cadenas de reacciones y de asociaciones extrañas, merced, finalmente, a un lenguaje al que se trasmite el movimiento mismo del ser, el poeta se inviste de una superrealidad que no puede ser la de la ciencia. ¿Puede existir en el hombre una dialéctica más sobrecogedora y que comprometa más al hombre? Cuando los filósofos mismos abandonan el umbral metafísico, acude el poeta para relevar al metafísico; y es entonces la poesía, no la filosofía, la que se revela como la verdadera “hija del asombro”, según la expresión del filósofo antiguo para quien la poesía fue asaz sospechosa.

 

Pero más que modo de conocimiento, la poesía es, ante todo, un modo de vida, y de vida integral. El poeta existía en el hombre de las cavernas; existirá en el hombre de las edades atómicas: porque es parte irreductible del hombre. De la exigencia poética, que es exigencia espiritual, han nacido las religiones mismas, y por la gracia poética la chispa de lo divino vive para siempre en el sílex humano. Cuando las mitologías se desmoronan, lo divino encuentra en la poesía su refugio; aun tal vez su relevo. Y hasta en el orden social y en lo inmediato humano, cuando las Portadoras de pan del antiguo cortejo dan paso a las Portadoras de antorchas, en la imaginación poética se enciende todavía la alta pasión de los pueblos en busca de claridad.

 

¡Altivez del hombre en marcha bajo su carga de eternidad! Altivez del hombre en marcha bajo su carga de humanidad -cuando para él se abre un nuevo humanismo-, de universidad real y de integridad psíquica… Fiel a su oficio, que es el de profundizar el misterio mismo del hombre, la poesía moderna se interna en una empresa cuya finalidad es perseguir la plena integración del hombre. No hay nada pítico en esta poesía. Tampoco nada puramente estético. No es arte de embalsamador ni de decorador. No cría perlas de cultivo ni comercia con simulacros ni emblemas, y no podría contentarse con ninguna fiesta musical. Traba alianza en su camino con la belleza –suprema alianza-, pero no hace de ella su fin ni su único alimento. Negándose a disociar el arte de la vida, y el amor del conocimiento, es acción, es pasión, es poder y es renovación que siempre desplaza los lindes. El amor es su hogar, la insumisión su ley, y su lugar está siempre en la anticipación. Nunca quiere ser ausencia ni rechazo.

 

Nada espera sin embargo de las ventajas del siglo. Atada a su propio destino y libre de toda ideología, se reconoce igual a la vida misma, que nada tiene que justificar de sí mismo. Y con un mismo abrazo, como con una sola y grande estrofa viviente, enlaza al presente todo lo pasado y lo por venir, lo que humano con lo sobrehumano y todo el espacio planetario con el espacio universal. La oscuridad que se le reprocha no proviene de su naturaleza propia, que es la de esclarecer, sino de la noche misma que explora, a la que está consagrada a explorar: la del alma misma y la del misterio que baña al ser humano. Su expresión se ha prohibido siempre la oscuridad y esa expresión no es menos exigente que la de la ciencia.

 

Ahí, por su adhesión total a lo que existe, el poeta nos enlaza con la permanencia y la unidad del ser. Y su lección es de optimismo. Para él una misma ley de armonía rige el mundo entero de las cosas. Nada puede, ocurrir en ella que, por naturaleza, sobrepuje los límites del hombre. Los peores trastornos de la historia no son sino ritmos de las estaciones en un más vasto ciclo de encadenamientos y de renovaciones. Y las Furias que atraviesan el escenario, con la antorcha en alto, no iluminan sino un instante del muy largo tema que sigue su curso. Las civilizaciones que maduran no mueren de los tormentos de un otoño; no hacen sino transformarse. Sólo la inercia es amenaza. Poeta es aquél que rompe, para nosotros, la costumbre.

 

Y es así también como el poeta se encuentra ligado, a pesar de él, al acontecer histórico. Y nada le es extraño en el drama de su tiempo. ¡Que diga a todos, claramente, el gusto de vivir este tiempo fuerte! Pues la hora es grande y nueva para recobrarse de nuevo. ¿Y a quién le cederíamos, pues, el honor de nuestro tiempo?…

 

“No temas”, dice la Historia, quitándose un día la máscara de violencia y haciendo con la mano levantada ese ademán conciliador de la Divinidad asiática en el momento más fuerte de su danza destructora. “No temas, ni dudes, pues la duda es estéril y el temor servil. Escucha más bien ese latido rítmico que mi mano en alto imprime, renovadora, a la gran frase humana siempre en vías de creación. No es verdad que la vida pueda renegar de sí misma. Nada viviente procede de la nada, ni de la nada se enamora. Pero tampoco nada guarda forma ni medida bajo el incesante flujo del Ser. La tragedia no finca en la metamorfosis misma. El verdadero drama del siglo está en la distancia que dejamos crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal. El hombre iluminado sobre una vertiente ¿irá acaso a oscurecerse en la otra? Y su maduración forzada, en una comunidad sin comunión, ¿no sería quizá una falsa madurez?…”

 

Al poeta indiviso tócale atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y esto es alzar ante el espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es asociar, en fin, más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo… Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta ¿bastará para este fin? -Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.

 

Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo.

 

William Faulkner: Me niego a aceptar el fin del hombre. Discuros de aceptación del Nobel de literatura, 1949. Discurso.

Una rosa para EmilyPienso que este premio no se otorga a mi persona sino a mi trabajo; el trabajo de una vida en el sudor y la agonía del espíritu humano, no por la gloria, y menos que nada por la ganancia, sino por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Así que este premio sólo se me confía.

No será difícil encontrar un destino a su parte monetaria que sea adecuado al propósito y significado de su origen. Pero quisiera hacer lo mismo con la proclama, al emplear este momento como una cumbre desde la cual pueda ser escuchado por los hombres y mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma labor y angustia, entre los cuales se encuentra ya aquel que ocupará el lugar que ahora ocupo yo.

Nuestra tragedia hoy es un miedo físico general y universal, sostenido por tanto tiempo que incluso podemos sopesarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Sólo existe la pregunta: ¿Cuándo me barreran? Por este motivo, el hombre o mujer joven que escribe hoy ha olvidado el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir; sólo eso merece el sudor y la agonía. Él debe aprenderlo otra vez.

Debe enseñarse así mismo que tener miedo es lo más bajo que hay; y al enseñarse eso, olvidar el miedo para siempre, y no dejar espacio en su taller a nada que no sean las viejas verdades y realidades del corazón; las viejas verdades universales sin las cuales una historia es efímera y está condenada a morir: amor y honor y caridad y orgullo y compasión y sacrificio. Mientras no haga eso, trabajo bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza, y lo peor de todo, sin caridad ni compasión. Sus aflicciones no se duelen en huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón sino de las glándulas. Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si asistiera al fin del hombre y lo contemplara.

Me rehuso a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará: prevalecerá. Es inmortal, no porque sea el único espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de éstas cosas. Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para ayudarlo a resistir, al recordarle el valor y honor y orgullo y esperanza y compasión y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su pasado. No es necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre, puede ser uno de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y prevalecer.

Hermann Hesse: Discurso de aceptación del Nobel de literatura 1946. Discurso leído por Henry Vallotton

images (2)Lamentamos profundamente que la enfermedad mantiene a Hermann Hesse en Suiza. Pero sus pensamientos están con nosotros, y su gratitud habla a través de este mensaje que me pidió que le lea a usted:

«En el envío de saludos cordiales y respetuosas a su reunión festiva, quisiera ante todo expresar mi pesar por no poder ser su invitado en persona, para saludar y darle las gracias. Mi salud ha sido siempre delicado, y se me ha dejado un inválido permanente por las aflicciones de los años transcurridos desde 1933, que han destruido el trabajo de mi vida y una y otra vez han me cargados de fuertes derechos. Pero mi mente no se ha roto, y me siento afín a usted ya la idea que inspiró a la Fundación Nobel, la idea de que la mente es internacional y supranacional, que debería servir no para la guerra y la aniquilación, sino la paz y la reconciliación .My ideal, sin embargo, no es la difuminación de las características nacionales, como llevaría a una humanidad intelectualmente uniforme. Por el contrario, puede diversidad en todas las formas y colores de larga vida sobre esta querida tierra nuestra. ¡Qué cosa maravillosa es la existencia de muchas razas, muchos pueblos, muchos idiomas, y muchas variedades de actitud y perspectiva! Si me siento el odio y la enemistad irreconciliable hacia las guerras, conquistas y anexiones, lo hago por muchas razones, pero también porque muchos cultivan orgánicamente, logros altamente individuales, y ricamente diferenciadas de la civilización humana han sido víctimas de estos poderes oscuros. Odio los simplificateurs grands, y me encanta el sentido de la calidad, de la artesanía y la singularidad inimitable. Como su huésped agradecido y colega, por tanto, extiendo mi saludo a Suecia, su país, a su lengua y de la civilización, su rica historia y orgulloso, y su perseverancia en el mantenimiento y la formación de su carácter individual. Nunca he estado en Suecia, pero durante décadas muchos una cosa buena y amable ha venido a mí de su país desde que el primer regalo que recibí de él: es ahora hace cuarenta años y era un libro sueco, una copia de la primera edición de Leyendas de Cristo con una dedicatoria personal por Selma Lagerlöf. En el curso de los años ha habido muchos un valioso intercambio con su país hasta que ahora me has sorprendido con la última gran presente. Permítanme expresarles mi profunda gratitud»

Gabriel García Márquez: El verano feliz de la señora Forbes. Cuento

Gabriel Garcia MarquezPor la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para comprender la causa de nuestro horror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recriminando nuestra falta de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.

— Es una murena helena — nos dijo—, así llamada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su belleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la señora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestirnos para la cena.
Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuerdo, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cambiar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo.
— Todavía es de día — le dije.
Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.
— No es por eso — dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.
Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al comedor con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deliciosos que los de la señora Forbes. Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La señora Forbes no era católica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más ínfimo de nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible.
Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamínea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, masticando diez veces con un carrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.
El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano rechazó el plato sin probarlo.
— No me gusta — dijo.—. La señora Forbes interrumpió la lección.
— No puedes saberlo — le dijo—, ni siquiera lo has probado.
Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.
— La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío — le dijo Fulvia Flamínea—. Pruébalo y verás.
La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobrenatural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la infancia. De manera que no había ninguna razón válida para no comer. Yo, que había probado la murena antes de saber lo que era, me quedé para siempre con la contradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo supremo con el primer bocado, pero no pudo soportarlo: vomitó.
— Vas al baño — le dijo la señora Forbes sin alterarse—, te lavas bien y vuelves a comer. Sentí una gran angustia por él, pues sabía cuánto ‘e costaba atravesar la casa entera con las primeras sombras y permanecer solo en el baño el tiempo necesario para lavarse.
Pero volvió muy pronto, con otra camisa limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito, y resistió muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces la señora Forbes trinchó un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir. Yo pasé un segundo bocado a duras penas. Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió los cubiertos.
— No lo voy a comer — dijo. Su determinación era tan evidente, que la señora Forbes la esquivó.
— Está bien — dijo—, pero no comerás postre.
El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre el plato, tal cómo la señora Forbes nos enseñó que debía hacerse al terminar, y dije:
— Yo tampoco comeré postre.
— Ni verán la televisión — replicó ella.
— Ni veremos la televisión — dije.
La señora Forbes puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos levantamos para rezar. Luego nos mandó al dormitorio, con la advertencia de que debíamos dormirnos en el mismo tiempo que ella necesitaba para acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de ciruelas, como no habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.
Tarde o temprano teníamos que llegar a esa ruptura. Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella decía que no los soportaba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba durante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pescados y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.
La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que era un escritor del Caribe con más ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de las glorias de Europa, siempre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen, tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira, y nunca se imaginó que su marido pudiera concebir una idea que no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió preguntarse con el corazón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la sociedad europea, mientras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar Egeo.
La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su atuendo marcial, la señora Forbes era una criatura escuálida, que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió distinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas veces repetida. Cuando estábamos con nuestros padres disponíamos de todo el tiempo para nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera borda, como lo hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía quedarse con nosotros ni un minuto más del indispensable para la clase de natación submarina. Nos prohibió volver de noche a la casa de Fulvia Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad excesiva con la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un tormento cruel que aquella vida de príncipes.
Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta consigo misma como lo era con nosotros, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller mientras Oreste nos enseñaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del almuerzo.
Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las tiendas de turistas de los hoteles, y regresó con un vestido de baño enterizo, negro y tornasolado, como un pellejo de foca, pero nunca se metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras nosotros nadábamos, y se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su civilización se había vuelto irrespirable.
Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la oscuridad, y mi hermano llegó a inquietarse con la idea de que fueran los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella misma se hubiera reprobado durante el día. Una madrugada la sorprendimos en la cocina, con el camisón de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces sabíamos que después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que mi padre guardaba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra sus propias prédicas de austeridad y compostura, se atragantaba sin sosiego, con una especie de pasión desmandada. Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados como entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta el final, pues sabía que de todos modos su razón había de prevalecer contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma. — La voy a matar— dijo.
Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo estuviera pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de disuadirlo.
— Te cortarán la cabeza — le dije.
— En Sicilia no hay guillotina — dijo él—. Además, nadie va a saber quién fue.
Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, donde estaba todavía el sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo someter a un análisis más profundo para averiguar la naturaleza de su veneno, pues no podía ser el resultado del simple transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino especial de mi padre. Según habíamos oído decir, aquella dosis era bastante para matar un caballo.
El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por la propia señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea dejaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días después de la sustitución del vino, mientras desayunábamos, mi hermano me hizo caer en la cuenta con una mirada de desencanto que la botella envenenada estaba intacta en el aparador. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se bebió la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.
Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles. Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban tan ansiosos como siempre detrás de los vidrios macizos, y se le volvieron aún más ansiosos cuando encontró en la canasta de los panecillos una carta con sellos de Alemania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le pasaban por la cara las ráfagas de claridad que irradiaban las palabras escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la canasta con los panecillos sobrantes para la colección del marido de Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos acompañó en la exploración de los fondos marinos, y estuvimos divagando por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó a agotar el aire de los tanques y volvimos a casa sin tomar la lección de buenas costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante todo el día, sino que a la hora de la cena parecía más viva que nunca. Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento. Tan pronto como recibimos la orden de empezar apartó el plato de sopa de fideos con un gesto provocador.
— Estoy hasta los cojones de esta agua de lombrices — dijo.
Fue como si hubiera tirado en la mesa una granada de guerra. La señora Forbes se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó a disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y antes de levantarse la puso sobre la mesa con la amargura de una capitulación sin gloria.
— Hagan lo que les dé la gana — dijo—. Yo no existo.
Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero antes de la media noche, cuando ya nos suponía dormidos, la vimos pasar con el camisón de colegiala y llevando para el dormitorio medio pastel de chocolate y la botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí un temblor de lástima.
— Pobre señora Forbes — dije. Mi hermano no respiraba en paz.
— Pobres nosotros si no se muere esta noche — dijo.
Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó a Schiller a grandes voces, inspirada por una locura frenética, y culminó con un grito final que ocupó todo el ámbito de la casa. Luego suspiró muchas veces hasta el fondo del alma y sucumbió con un silbido triste y continuo como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, todavía agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por las persianas, pero la casa parecía sumergida en un estanque. Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni el ruido de las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mortales en la puerta con la palma de su mano de negrero. Mi hermano puso la oreja contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima señal de vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló un suspiro de liberación.
— ¡Ya está! — dijo—. Lo único que se oye es el mar.
Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a la playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de que Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a hacer la limpieza de la casa. Oreste estaba ya en el embarcadero destripando una dorada de seis libras que acababa de cazar. Le dijimos que habíamos esperado a la señora Forbes hasta las once, y en vista de que continuaba dormida decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior había sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez había dormido mal y prefirió quedarse en la cama. A Oreste no le interesó demasiado la explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a merodear poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó que subiéramos a almorzar, y se fue en el botecito de motor a vender la dorada en los hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le dijimos adiós con la mano, haciéndole creer que nos disponíamos a subir a la casa, hasta que desapareció en la vuelta de los acantilados. Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y seguimos nadando sin permiso de nadie.
El día estaba nublado y había un clamor de truenos oscuros en el horizonte, pero el mar era liso y diáfano y se bastaba de su propia luz. Nadamos en la superficie hasta la línea del faro de Pantelaria, doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos donde calculábamos que habíamos visto los torpedos de guerra en el principio del verano.
Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con sus números de serie intactos, y acostados en el fondo volcánico en un orden perfecto que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del faro, en busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había hablado Fulvia Flamínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos horas, convencidos de que no había nuevos misterios por descubrir, salimos a la superficie con el último sorbo de oxígeno.
Se había precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar estaba revuelto, y una muchedumbre de pájaros carniceros revoloteaba con chillidos feroces sobre el reguero de pescados moribundos en la playa. Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena sin la señora Forbes. Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras penas por la escalera de los acantilados, vimos mucha gente en la casa y dos automóviles de la policía frente a la puerta, y entonces tuvimos concien- cia por primera vez de lo que habíamos hecho. Mi hermano se puso trémulo y trató de regresar.
— Yo no entro— dijo.
Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.
— Tate tranquilo— le dije—. Respira hondo, y piensa sólo una cosa: nosotros no sabemos nada.
Nadie nos puso atención. Dejamos los tanques, las máscaras y las aletas en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos hombres fumando sentados en el suelo junto a una camilla de campaña. Entonces nos dimos cuenta de que había una ambulancia en la puerta posterior y varios militares armados de rifles. En la sala, las mujeres del vecindario rezaban en dialecto sentadas en las sillas que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres estaban amontonados en el patio hablando de cualquier cosa que no tenía nada que ver con la muerte. Apreté con más fuerza la mano de mi hermano, que estaba dura y helada, y entramos en la casa por la puerta posterior. Nuestro dormitorio estaba abierto y en el mismo estado en que lo dejamos por la ma- ñana. En el de la señora Forbes, que era el siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero la puerta estaba abierta. Nos asomamos al interior con el corazón oprimido, y apenas tuvimos tiempo de hacerlo cuando Fulvia Flamínea salió de la cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:
— ¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean! Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vidas, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel instante fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta métrica, mientras otrotomaba fotografías con una cámara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que había teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable de su verano feliz.

Gabriel García Márquez: Tramontana. Cuento

1001332_478786605539550_535027751_nLo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.

— Es nuestro — gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.
Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.
Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.
Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.
— Es la tramontana — me dijo—. Antes de una hora estará aquí.
Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.
Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.
— Es que éste es más antiguo — dijo.
Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de veces que venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una crisis de cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y apetecible.
No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.
Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir.
Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desamparada tuvimos que abrazarnos a un poste para no Ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.
Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.
Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de es- panto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo de la tramontana.
En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.
Por eso, en la madrugada triste del Boceado, nadie entendía como yo el terror de alguien que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo me- tieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.
La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.
— ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?
No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982

Gabriel García Márquez: Diecisiete ingleses envenenados. Cuento

497342Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil atiborrado de italianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.

Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los italianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
— Mamma mía — dijo, señalando el fondo—. Miren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir.
— Debió caerse de una boda — dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.
Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.
En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado.
— Nadie debe estar aquí a esta hora – le dijo el oficial con cierta amabilidad-.
—¿ Puedo ayudarla en algo ?
—Tengo que esperar al cónsul – dijo ella.
Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar.
— Es inútil que siga rezando — dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos.
Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo numero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente.
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso — dijo.
—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador.
—No importa — dijo ella.
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio.
«Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron.
«Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
— Me voy sola y con el hábito de San Francisco — les advirtió—. Es una manda.
Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intér- prete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
— Para mí — dijo— sería como comerme un hijo.
Así que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un cas- tellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.
Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.
— Desde hace siglos — concluyó el cura— los italianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero también los ha curado de la crueldad.
— Ni siquiera pararon el barco — dijo ella.
— Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto — dijo el cura— Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.
— ¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? — preguntó.
El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras.
— ¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? — preguntó ella.
— El Santo Padre no confiesa a nadie — dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.
— No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos —
dijo ella.
— Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando — dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre.
La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez.
— ¡Ave María Purísima! — dijo—. Me bastaría con verlo. — Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida!
En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.
El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe.
Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.
Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.
Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.
Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.
— Todos están muertos — le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!
Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses envenenados.

Abril 1980.

Gabriel García Márquez: María Dos Prazeres. Cuento

21gabo_en_aracataca_0El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen- tía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.

— Perdóneme esta facha de murciélago — dijo— pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anunciada.
Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
— Eres un hombre como los de mis tiempos — dijo María dos Prazeres con una carcajada de granizo—. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bastante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.
— Perdóneme — dijo—. Me he equivocado de puerta.
— Ojalá — dijo ella—, pero la muerte no se equivoca.
El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de marear con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventureros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas desbordado amaneció convertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descansar en paz, y no el pequeño cementerio de San Gervasio, tan cercano y familiar.
— Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas — dijo.
— Pues aquí es — dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el bolsillo como una estilográfica de acero— No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Durruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición — dijo— de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
— Y sobre todo, que me entierren acostada.
En efecto, como réplica a la ruidosa promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circulaba el rumor de que se estaban haciendo enterramientos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas veces repetido, que esa versión era un infundio perverso de las empresas funerarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas a plazos. Mientras lo explicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.
— No se preocupe — dijo en voz muy baja—. Es el Noi.
El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embargo, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus pormenores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
— Lo que quiero decir — dijo— es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por el vecindario, y al entrar padeció un arrebato de alborozo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estuvo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la dueña bastó para moderar sus ímpetus.
— ¡Noi! — le dijo sin gritar—. ¡Baixa d’ací!
El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Entonces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vendedor, y lo encontró perplejo.
— ¡Collons!, — exclamó él—. ¡Ha llorado!
— Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora — lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
— ¡Pero ha llorado, cono! — repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
— Todos los perros pueden hacerlo si los enseñan — dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos? Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las sombras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado y en efectivo.
Sólo cuando habían terminado, y mientras guardaba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo estremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.
— ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? — preguntó él. Ella lo dirigió hacia la puerta.
— Por supuesto — le dijo—, siempre que no sea la edad.
— Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto — dijo él—. ¿Qué hace usted? María dos Prazeres le contestó muerta de risa:
— Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota? El vendedor enrojeció.
— Lo siento.
— Más debía sentirlo yo — dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta—. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.
Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres meses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a nadie. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacrificios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de Gracia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las escaleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos peldaños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primorosos, las cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella había ido comprando poco a poco, durante muchos años, a precios de ocasión y en remates secretos. El único vínculo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió visitándola el último viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias heráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su herencia le demostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había repartido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupaban en su corazón.
Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los numerosos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejarlo como las alfombras de la alcaldía, y se familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le pareció tan desolado.
En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el vigilante insomne. Pero el tercer domingo aprovechó un descuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera lápida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
Un domingo de fines de septiembre presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el in- vierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abiertas se encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.
Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tumba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.
El domingo del ensayo final, a las tres de la tarde, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ramblas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
«Dios mío», suspiró.
«Qué solo se ve».
Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no llevaban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.
Fue en el otoño siguiente cuando empezó a percibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes entró señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcones, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor.
Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
¡Dios mío — se dijo asombrada— es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»
Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la noche con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono fragmentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gustos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los catorce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años. Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
— Entonces los fusilarán sin remedio — dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo. María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
— Pues ruégale a Dios que no — dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
— ¿Y eso por qué?
— Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asiento en los autobuses, que trataran de ayudarla a cruzar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admitirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.
Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un helado.
— ¿Te gustan los perros? — le preguntó.
— Me encantan — dijo la niña. Entonces María dos Prazeres le hizo la propuesta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.
— Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi — le dijo— con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.
La niña quedó feliz. María dos Prazeres, a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cumplió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviembre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuerpo el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pasar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba atención a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.
— Voy muy lejos — dijo María dos Prazeres con sinceridad—. Pero me haría un gran favor si me acerca un poco.
— Dígame adonde va — insistió él.
— A Gracia — dijo ella. s La puerta se abrió sin tocarla.
— Es mi rumbo — dijo él—. Suba. ‘ En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
— Esto es un trasatlántico — dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno— Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
— En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío — dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
— Me lo imagino — suspiró ella.
Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de seguir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la cabeza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas las luces de la calle. María dos Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
— ¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
— Le agradezco mucho el favor de traerme — dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
— No tengo ningún motivo para burlarme de nadie — dijo él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
— ¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
— Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el primer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros pasos en los peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.

Mayo 1979.

Gabriel García Márquez: Me alquilo para soñar. Cuento

4jm2QnuIRsIA las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: — Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
— Lo que ese sueño significa — dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias.
Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
— He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo — me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡ viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejem- plar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de ¡bogavante, y me dijo en voz muy baja:
alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
— Sólo la poesía es clarividente — dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
— A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
— Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré — le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
— Soñé con esa mujer que sueña — dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
— Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él.
— Eso es de Borges — le dije. Él me miró desencantado.
— ¿Ya está escrito?
— Si no está escrito lo va a escribir alguna vez — le dije—. Será uno de sus laberintos. Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
— Soñé con el poeta — nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
— Soñé que él estaba soñando conmigo — dijo, y mi cara de asombro la confundió—¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebrade la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y unaenorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
— En concreto, — le precisé por fin—: ¿qué hacía?
— Nada — me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.

Marzo 1980.

Gabriel García Márquez: Buen viaje, Señor Presidente. Cuento

1.-gabriel-garcia-marquez-610x430ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
— Señor presidente — murmuró.
— Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
— Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
— No me dirá que es médico — le dijo el presidente.
— Qué más quisiera yo, señor — dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia.
— Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
— No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
— ¿De dónde es usted?
— Del Caribe.
— De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
— Del mismo que usted, señor, — dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano.
— Caray — le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
— Y es más todavía — dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.
— ¿Ya almorzó? — le preguntó a Homero.
— Nunca almuerzo — dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.
— Haga una excepción por hoy — le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no
parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.
— ¿Es presidente en ejercicio? — le preguntó el patrón.
— No — dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
— Para esos — dijo— tengo siempre una mesa especial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.
— No todos reconocen como usted la dignidad del exilio — dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono.
— En realidad, tengo prohibido todo.
— También tiene prohibido el café, — dijo Homero—, y sin embargo lo toma.
— ¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto escolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró.
«Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.
— Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.
— Es mi pueblo — dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.
El presidente lo reconoció.
— ¡Era una criatura!
— Casi — dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
— Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted — dijo.
— Al contrario, era muy gentil con nosotros — dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.
— ¿Y luego?
— ¿Quién lo puede saber más que usted? — dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sorpresa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.
— Lo que no me explico — dijo— es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era pleno verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma no- che, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
— Me alegro que lo haya hecho — dijo el presidente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.
— No es justo.
— ¿Por qué? — preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.
— Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina— dijo Homero sin disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
— Sin embargo — dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.
— Sus probabilidades de salir bien son muy altas— dijo Homero. El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
— ¡Ah caray! — exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?
— En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias — dijo Homero.
— Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.
— En todo caso, usted no moriría en vano — dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad. El presidente fingió un asombro cómico.
— Gracias por prevenirme — dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
— Había decidido no preocuparme por mi cadáver, — dijo—, pero ahora veo que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.
— Será inútil — bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.
— Ha sido un placer — concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.
— ¿Y por qué no antes? — dijo Homero—. Lazara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría tenerlo en casa una noche de estas.
— Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto — dijo él—. Dígame cuándo.
— El jueves es mi día libre — dijo Homero.
— Perfecto — dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.
— Yo pasaré a recogerlo — dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l’Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?
— Correcto, — dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
— Claro, señor — dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno.
Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aunque ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de millonarios.
En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su parte, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pensado venderle el funeral completo, incluidos el embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había tenido que huir del país por su participación en la re- sistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra después de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem.
«No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
— ¡Entonces no hay nada que hacer! — exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
— A lo mejor es pobre de verdad — dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.
— Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascendente Piséis y otra cosa es ser pendejo — dijo Lazara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado entre los escándalos de la prensa enemiga, magnificados en una casa de enemigos, donde fue niñera desde niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas la decisión de que le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
— No más eso nos faltaba, — gritó Lazara— que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pare- ció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un regalo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes.
— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente—
— ¿Qué día nació usted?
— Once de marzo.
— Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—:
¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
— Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d’un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
— Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo — dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
— Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo — dijo.
— Sáyago,— dijo Homero.
— Sáyago y otros — dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
— ¿Usted sabe lo que dicen de usted? — le preguntó. Homero, alarmado, intervino:
— Son mentiras.
— Son mentiras y no lo son — dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
— ¡Ah, caray! — dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
— La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró a su mujer descompuesta, de furia.
— Ese es el presidente mejor tumbado del mundo — dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles morder el polvo a sus enemigos.
— Y todo eso — concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
— ¿Qué puede ganar con eso? — dijo Homero.
— Nada — dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue a terminar la noche envuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
— ¡Al carajo!
Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero.
— Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante — le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo final de sus recursos:
varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
— Es todo lo que me queda en la vida — dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
— No creo que alguien tenga facturas de cosas así — dijo. Homero fue inflexible.
— En ese caso — reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara. Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Desde la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.
— No seas bruto, negro — dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.
— Carajo — dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?
— ¿Y por qué no? — dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
— Por tacaño — dijo Lazara.
— O por pobre — dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
— ¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
— ¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
— Ay, mi señor — suspiró—. De muy lejos.
— Me lo imagino — dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
— Es usted un Virgo perfecto — dijo. El joyero no interrumpió el examen.
— ¿Cómo lo sabe?
— Por el modo de ser — dijo Lazara. Él no hizo ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
— ¿De dónde viene todo esto?
— Herencia de una abuela — dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante.
— Salvo esta — dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:
— Ocurre a menudo, señora.
— Ya lo sé — dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
— ¿También esto? — preguntó el joyero.
— Todo — dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
— Y una última cosa, señora — le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
— Esto no — le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
— ¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
— Ya vendimos uno — dijo el presidente.
— Si, pero no por el reloj sino por el oro.
— También este es de oro — dijo el presidente.
— Sí — dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
— Además — dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d’Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
— Carajo — dijo.
— ¿Qué?
_El pobre viejo — dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables acabaron con las últimas reticencias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea- lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital.
— Bueno — se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.
— Dios mío — le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poetaAimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido providencial.

Junio 1979

Ernest Hemingway: El gato bajo la lluvia. Cuento.

ernest-hemingwaySólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha.

Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!

Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

Charles Bukowski: Quince centímetros. Cuento

88-SOLOBUKOWSKILos primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.

—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.

—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.

Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a Harry, al camionero.

—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?

—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.

—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas no existen.

—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.

—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.

—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.

—¿Cómo lo sabes? .

—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.

—¿Qué les pasó?

—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente… podías verles irse, desvanecerse. ..

—¿Qué quieres decir?

—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.

Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.

—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.

—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?

—Lo sé —dijo ella.

—No me dijo mucho.

—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.

—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.

—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.

Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.

Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí. Una noche llegó a casa y me dijo:

—¡Quítate esa maldita ropa!

—¿Cómo dices, querida?

—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!

No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!

—¿Cómo dices, querida?

—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!

—Pero querida, qué te pasa… ¿Estás en plan de bronca esta noche?

—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!

Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.

—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células…

Me atizó otra vez, varias veces.

—¡Ay! ¡Que duele, querida!

—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!

—¿Yo mismo?

—¡Sí, venga, condenado!

Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.

—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.

Yo supuse que era amor y decidí cooperar… Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los pantalones en casa.

—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la cerveza no!

—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.

—¿Qué conseguiremos?

—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.

-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.

—Ya lo verás, ya.

Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.

—¿Te pegaste hoy en los lomos?

—¡Si, mierda, sí!

—¿Cuántas veces?

—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.

Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no…

La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.

Una noche di en la báscula los setenta kilos.

—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!

Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.

—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.

—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?

Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:

—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.

—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.

—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.

Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los pantalones me arrastraban… y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos. Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.

Una noche me subí a la báscula.

Sesenta kilos.

—Oye Sara, ven.

—Sí, querido…

—Hay algo que no entiendo.

—¿Qué?

—Parece que estoy encogiendo.

—¿Encogiendo?

—Sí, encogiendo.

—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!

Luego se echó a reír.

—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.

—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.

Trazó la raya.

Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más. —Ven aquí, Sara.

—Sí, niño bobo.

.—Vamos, traza la raya.

Trazó la raya.

Me volví.

—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana. ¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!

—Niño bobo…

Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.

Me subí en la silla que había frente a su mesa.

—¿Henry Markson Jones II?

—Sí señor, dígame.

—¿Es usted Henry Markson Jones II?

—Claro señor.

—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto… quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero…

—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.

—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.

Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así…

Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso una cadenita de plata.

Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.

—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!

Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.

—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!

—¡No soy un pato, soy un hombre!

—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!

Y me cogía y me besaba con sus labios rojos…

Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:

—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!

En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.

Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.

Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:

sí, no soy más que un mosquito,

no hay problema mientras no me pongo caliente,

entonces no tengo dónde meterla,

salvo en una maldita cabeza de alfiler.

Sara aplaudía y se reía.

si quieres ser almirante de la marina de la reina 

no tienes más que hacerte del servicio secreto, 

conseguir quince centímetros de altura 

y cuando la reina vaya a mear 

atisbar en su chorreante coñito…

Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro modo…

Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.

—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa estupenda cerveza.

—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.

—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.

—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos conseguir la Culminación de los Opuestos.

—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación de los Opuestos?

—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.

Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara. Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro… había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.

Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.

De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.

—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.

Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí… una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré… El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.

Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.

—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo!  —me dijo.

Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos. ¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo… me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo… estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.

Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.

Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.

Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo… lo cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.

Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.

Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.

Entonces quedó inmóvil. Escuché.

Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno…

Se paró.

Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección. Devoré cuanto pude… peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.

Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.

No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba. Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.

El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.

Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.

—¿Oiga, qué demonios es eso?

—¿Qué —preguntó una cliente.

—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.

Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.

—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.

Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.

La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.

Doris Lessing: Discurso al aceptar el Premio Nobel de literatura. Discurso

doris-lessing-by-saundersEstoy de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo hacia donde me han dicho que aún existe bosque sin talar. Ayer conduje a través de kilómetros de tocones y restos calcinados de incendios donde, en el ’56, se encontraba el bosque más maravilloso que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las personas tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego.

Me encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de 1980 y vine a visitar a un amigo que era maestro en una escuela de Londres. Está aquí «para ayudar a África» como solemos decir. Es un alma genuinamente idealista y las condiciones en que encontró esta escuela le provocaron una depresión de la que le costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas las escuelas construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro grandes salones de ladrillo uno a continuación del otro, edificados directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón en un extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones, pero mi amigo guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las roben. No hay ningún atlas ni globo terráqueo en la escuela, tampoco libros de texto, carpetas de ejercicios ni biromes, en la biblioteca no hay libros que a los alumnos les gustaría leer: son volúmenes de universidades estadounidenses, incluso demasiado pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas, historias de detectives o títulos similares a Fin de semana en Paris o Felicity encuentra el amor.

Hay una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El director ha malversado los fondos escolares y se encuentra suspendido, situación que suscita la pregunta habitual para todos nosotros aunque por lo general en contextos más prósperos: ¿Cómo puede ser que estas personas se comporten de tal manera cuando deben saber que todos las están observando?

Mi amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le piden prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le devuelvan el préstamo. Los alumnos tienen entre seis y veintiséis años porque quienes no pudieron asistir a la escuela antes se encuentran aquí para remediar tal situación. Algunos alumnos recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y a través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas porque no hay electricidad en las aldeas y no es fácil estudiar a la luz de un leño encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y cocinar cuando vuelven a sus hogares desde la escuela y antes de partir hacia la escuela.

Mientras estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan tímidamente y todas piden libros. «Por favor, mándanos libros cuando regreses a Londres.» Un hombre dijo: «Nos enseñaron a leer, pero no tenemos libros». Todas las personas que conocí, todas ellas, pedían libros.

Estuve varios días allí. El polvo volaba por todas partes, escaseaba el agua porque las cañerías se habían roto y las mujeres volvían a acarrear agua desde el río.

Otro maestro idealista llegado de Inglaterra se había enfermado de bastante gravedad luego de ver el estado en que se encontraba esta «escuela».

El último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron la cabra, que cortaron en trocitos y cocinaron en una gran fuente. Era el esperado banquete de fin de ciclo, guiso de cabra y puré. Me alejé de allí antes de que terminara, conduje por el camino de regreso entre calcinados restos y tocones que habían sido bosque.

No creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios.

Al día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una escuela muy buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para varones. Buenos edificios y jardines.

Estos alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas y resulta natural que muchos de los visitantes sean padres, familiares e incluso madres de los alumnos. La visita de una celebridad no es ningún acontecimiento para ellos.

La escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi mente y contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento contarles acerca de aquello que he visto durante la última semana. Aulas sin libros, sin manuales, ni un atlas, ni siquiera un mapa colgado en la pared. Una escuela donde los maestros suplican que les envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que sólo tienen dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños que todas y cada una de las personas piden libros: «Por favor, mándennos libros». Estoy segura de que quien pronuncie un discurso aquí advertirá el momento en que las caras que tiene frente a sí se tornan inexpresivas. Tu público no escucha lo que dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con aquello que les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de polvo, donde el agua es escasa y donde, al finalizar el ciclo lectivo, una cabra recién faenada y cocida en una olla grande constituye el banquete de fin de año.

¿Acaso les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta?

Me esfuerzo al máximo. Son individuos bien educados.

Estoy convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán premios.

Al finalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre pregunto cómo es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en esta escuela privilegiada, oigo aquello que siempre oigo cuando voy de visita a las escuelas e incluso a las universidades.

—Ya sabes cómo es. Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa la mitad de la biblioteca.

«Ya sabes como es». Sí, efectivamente sabemos cómo es. Todos nosotros.

Somos parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras certezas de apenas pocas décadas atrás y donde es común que hombres y mujeres jóvenes con años de educación no sepan nada acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo conozcan alguna especialidad y ninguna otra, por ejemplo, las computadoras.

Somos parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas sino durante un lapso más prolongado, modificó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás «¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?». Y así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso personas bastante razonables confesarán que una vez que se han conectado es difícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido, etc.

Hace poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes obras literarias. Por supuesto, todos sabemos que durante el transcurso de esa feliz etapa, muchas personas simulaban leer, simulaban respeto por el aprendizaje, pero existen pruebas de que los trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener libros y ello se evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y universidades obreras durante los siglos XVIII y XIX.

La lectura, los libros solían formar parte de la educación general.

Las personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en cuenta el papel fundamental que desempeñaba la lectura para la educación porque los jóvenes saben mucho menos. Y si los niños no saben leer, es porque nunca han leído.

Todos conocemos esta triste historia.

Pero no conocemos su final.

Recordemos el antiguo proverbio: «La lectura es el alimento del alma» —y dejemos de lado los chistes relacionados con los excesos en la comida—, la lectura alimenta el alma de mujeres y hombres con información, con historia, con toda clase de conocimientos.

Pero nosotros no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado tiempo me telefoneó una amiga para contarme que había estado en Zimbabwe, en una aldea donde sus habitantes habían pasado tres días sin comer, pero seguían hablando sobre libros y cómo conseguirlos, sobre educación.

Pertenezco a una pequeña organización que se fundó con el propósito de abastecer de libros a las aldeas. Había un grupo de personas que por motivos diferentes había recorrido todas las zonas rurales del territorio de Zimbabwe. Nos informaron que en las aldeas, a diferencia de la opinión generalizada, viven muchísimas personas inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de vacaciones, ancianos. Yo misma solventé una pequeña encuesta para averiguar las preferencias de los lectores y descubrí que los resultados eran similares a los que arrojaba una encuesta sueca, cuya existencia desconocía hasta ese momento. Esas personas querían leer aquello que quieren leer los europeos, al menos quienes leen: novelas de todas clases, ciencia ficción, poesía, historias de detectives, obras dramáticas, Shakespeare y los libros de autoenseñanza —cómo abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—, aparecían al final de la lista. Mencionaban las obras completas de Shakespeare: conocían el nombre. Un problema para encontrar libros destinados a los aldeanos consiste en que ellos desconocen la oferta, de modo que un libro de lectura obligatoria en la escuela como El alcalde de Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular porque todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la granja, por razones obvias, es la más popular de las novelas.

Nuestra pequeña organización conseguía libros de toda fuente posible, pero recordemos que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra costaba un salario mensual: así ocurría antes de que se impusiera el reinado del terror de Mugabe. Ahora, debido a la inflación, equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que llegue una caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La biblioteca podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos bajo un árbol. Y en el transcurso de una semana comenzarán a dictarse clases de alfabetización: las personas que saben leer enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica cívica, y en una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas principales en Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas, incestuosas, plagadas de delitos y asesinatos.

Nuestra pequeña organización contó desde sus inicios con el apoyo de Noruega y luego de Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros suministros de libros se hubieran agotado muy pronto. Se envían novelas publicadas en Zimbabwe y, también, libros de bricolaje a personas ávidas de ellos.

Suele decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo que sea verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y avidez por los libros surge, no del régimen de Mugabe sino del anterior, de la época de los blancos. Semejante hambre de libros es un fenómeno sorprendente y puede observarse en todo el territorio comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza.

Existe un vínculo improbable entre tal fenómeno y un hecho: crecí en una vivienda que era virtualmente una choza de barro con techo de paja. Es la clase de construcción típica en todas las zonas donde hay juncos o pastizales, suficiente barro, soportes para las paredes. En Inglaterra durante la época de predominio sajón, por ejemplo. La casa donde viví tenía cuatro habitaciones, una junto a otra, no sólo una, y de hecho estaba llena de libros. Mis padres no se limitaron a llevar libros desde Inglaterra a África sino que mi madre compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en grandes paquetes envueltos con papel madera y que fueron la alegría de mis primeros años. Una choza de barro, pero llena de libros.

Y suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay suministro de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra familia en nuestra elongada choza de barro): «Yo también seré escritor, porque tengo la misma clase de casa en que vivía usted».

Pero aquí está la dificultad. No.

La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.

Allí está la brecha. Allí está la dificultad.

Estuve leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de sus recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y valentía.

Para escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.

Tengo un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente. Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores recursos. Hay una escuela… semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender.

Para la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho menos bajo el dominio de Mugabe.

Todos ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin mencionar sus esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida y la ropa.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado físicamente menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro formidable.

Libros, literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí numerosos informes sobre el panorama editorial para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de posibilidades.

Aquí estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace falta algo más.

A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: «¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?». A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración.

Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos.

Cuando los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este espacio, este otro tiempo. «¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?»

Pasemos a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste.

A este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero. Los paparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad.

Ella, él disfruta de los halagos, del reconocimiento.

Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: «Es lo peor que me pudo haber pasado».

Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir.

Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. «¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes.»

Es imprescindible alguna clase de educación.

En mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O, cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros, durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde, con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes, jirafas, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas.

Pero hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora frente a su «biblioteca». Un visitante estadounidense, al ver una biblioteca sin libros, envió un cajón, pero el joven los tomó uno por uno, con sumo respeto, y los envolvió en material plástico. «Pero», le dijimos, «¿acaso esos libros no son para leer?» y nos respondió: «No, se van a ensuciar y entonces ¿dónde consigo otros?».

Su deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a enseñar. «Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria», suplica, «pero nunca me enseñaron a enseñar.»

He visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni siquiera un trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado— enseñar a su clase formada por alumnos entre seis y dieciocho años con piedritas que movía sobre la tierra mientras recitaba «Dos por dos son…», etc. He visto una muchacha, de escasos veinte años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de ejercicios, biromes, de todo, que dibujaba las letras del abecedario con un palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una nube de polvo.

Somos testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África, en cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas partes del mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan acceso a una educación que los saque de la pobreza, a los beneficios de la educación.

Nuestra educación que tan amenazada se encuentra en esta época.

Quisiera que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en un comercio de ramos generales propiedad de un hindú, en una zona pobre, durante una época de sequía prolongada. Hay una hilera de personas, en su mayoría mujeres, con toda clase de recipientes para agua. Este negocio recibe una provisión de agua cada tarde desde la ciudad y esas personas están esperando su ración de esa preciada agua.

El hindú presiona las muñecas contra la superficie del mostrador y observa a una mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de papel que parece arrancado de un libro. Está leyendo Anna Karenina.

Ella lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro difícil. Es una joven con dos niños pequeños que se aferran a sus piernas. Está embarazada. El hindú se angustia al ver la pañoleta que cubre la cabeza de la joven, que debería ser blanca, pero a causa del polvo tiene un tono amarillento. El polvo se deposita entre sus pechos y sobre sus brazos. Al hombre lo angustian las hileras de personas, todas sedientas, porque no tiene suficiente agua para darles. Se indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí afuera, más allá de las nubes de polvo. Su hermano, mayor, le ayudaba con el negocio, pero dijo que necesitaba un descanso, se había ido a la ciudad, bastante enfermo en realidad, a causa de la sequía.

El hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven: —¿Qué estás leyendo?

—Es sobre Rusia —responde la chica.

—¿Sabes dónde queda Rusia? —Tampoco él está muy seguro.

La joven lo mira fijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos enrojecidos por el polvo. —Yo era la mejor de la clase. Mi maestra me dijo que era la mejor.

La joven retoma la lectura: quiere llegar al final del párrafo.

El hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta, pero la madre dice: —La Fanta les da más sed.

El hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina hacia un enorme recipiente plástico que se encuentra a su lado detrás del mostrador y sirve agua en dos jarros plásticos que entrega a los niños. Observa mientras la joven mira beber a sus hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro de agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa.

Luego ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre llena. La joven y los niños lo observan atentamente para que no derrame ni una gota.

Ella vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párrafo la fascina y vuelve a leerlo.

«Varenka lucía muy atractiva con la pañoleta blanca sobre su negra cabellera, rodeada por los niños a quienes atendía con alegría y buen humor y al mismo tiempo visiblemente entusiasmada por la posibilidad de una propuesta de matrimonio que le formularía un hombre a quien apreciaba. Koznyshev caminaba a su lado y le dirigía constantes miradas de admiración. Al contemplarla, recordaba todas las cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las virtudes que le conocía y se tornaba más y más consciente de que sus sentimientos por ella eran algo singular, algo que sólo había sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y por fin llegó a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo superior, la miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre inquietud temerosa que inundaba su cara, se sintió confundido y, en silencio, le dirigió una sonrisa por demás reveladora.»

Este fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto a varios ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de periódicos con muchachas en bikini.

Ha llegado el momento de abandonar el refugio del negocio y desandar los seis kilómetros para llegar a su aldea. Ya es hora… Afuera las hileras de mujeres que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el hindú deja correr el tiempo. Sabe cuánto esfuerzo le demandará a esta joven volver a su casa arrastrando a dos niños. Quisiera regalarle ese trozo de prosa que tanto la fascina, pero le resulta increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz de comprenderlo.

¿Cómo ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este mostrador de un remoto comercio de ramos generales? Así.

Sucedió que un funcionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un ejemplar de esta novela en la librería cuando inició sus viajes a través de varios océanos y mares. En el avión, se acomodó en su asiento de clase ejecutiva y de un tirón dividió el libro en tres partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros con la seguridad de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también de hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo en voz alta a quien quisiera escucharlo: «Es mi costumbre para los viajes largos. A nadie le gusta sostener un libro muy pesado. La novela era una edición de bolsillo, pero no deja de ser un libro extenso. El hombre estaba acostumbrado a que lo escuchasen cuando hablaba. «Viajo todo el tiempo», confesó. «Viajar en esta época ya es bastante esfuerzo.» Tan pronto como los pasajeros se acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y se puso a leer. Cuando alguien lo miraba, por curiosidad o no, se desahogaba. «No, en realidad es la única manera de viajar.» Conocía la novela, le gustaba y este original modo de leer verdaderamente agregaba sabor a aquello que al fin de cuentas era un libro famoso.

Cuando llegaba al final de una sección del libro, llamaba a la azafata y se la enviaba a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta situación atraía gran interés, reprobación, justificada curiosidad cada vez que una sección de la gran novela rusa llegaba, mutilada aunque legible, a la parte posterior del avión. En general, esta ingeniosa forma de leer Anna Karenina produjo una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya olvidado.

Mientras tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el mostrador con sus hijitos prendidos de su falda. Usa jeans, porque es una mujer moderna, pero sobre ellos se ha puesto la gruesa falda de lana, parte del atuendo tradicional de su pueblo: sus hijos pueden aferrarse a ella, a sus amplios pliegues.

La joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre la apreciaba y se compadecía de ella, y salió en dirección a la polvareda.

Los niños ya no tenían fuerzas ni para llorar y las gargantas se les habían llenado de polvo.

Era penosa, claro que sí, era penosa esa caminata, un pie tras otro, a través del polvo que se depositaba en blandos montículos traicioneros bajo sus plantas. Es penoso, muy penoso, pero ella estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus pensamientos estaban ocupados por la historia que acababa de leer. Iba pensando: «Se parece a mí, con su pañoleta blanca y también porque cuida niños. Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le propondrá matrimonio. (No había pasado de aquel párrafo.) Sí, también encontraré a un hombre y me llevará lejos de todo esto, a mí y a los niños, sí, me amará y me cuidará».

La joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros. Sigue adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita dentro del recipiente. A medio camino ella se detiene para acomodar el recipiente. Sus hijos gimotean y lo tocan. Ella piensa que no lo puede abrir, porque se llenaría de polvo. De ninguna manera puede abrir el recipiente antes de llegar a casa.

—Esperen —dice a sus hijos—. Esperen.

Debe darse ánimo y continuar.

Y piensa. Mi maestra dijo que allí había una biblioteca, más grande que el supermercado, un edificio grande lleno de libros. La joven sonríe mientras avanza y el polvo le azota la cara. Soy inteligente, piensa. La maestra dijo que soy inteligente. La más inteligente de la escuela, así dijo ella. Mis hijos serán inteligentes, igual que yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno de libros, e irán a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo también podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán dinero. Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena vida.

Supongo que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa que estaba sobre el mostrador del negocio de ramos generales.

Sería un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo.

Y allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que dará a sus hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá también. Y allí va… a través de las pavorosas polvaredas que provoca una sequía africana.

Estamos hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos talento para la ironía e incluso para el cinismo. Apenas si utilizamos ciertas palabras e ideas, debido al desgaste que experimentan. Pero tal vez queramos recuperar algunas palabras que han perdido su potencialidad.

Tenemos un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.

Poseemos una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos disponer de ella, siempre.

Tenemos un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia, el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.

Si consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de contacto con el fuego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al fuego, al hielo y a los fuertes vientos que nos dieron forma y que conformaron nuestro mundo.

El narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo.

Esa pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con educación para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros, atiborrados de comida, con nuestros armarios repletos de ropa, sofocados por nuestras superabundancias?

Creo que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos podrían definir.

Isaac Asimov: El sistema marciano. Cuento

4403111223_5aac04c5afDesde la puerta que daba al corto pasillo situado entre las dos únicas habitaciones del departamento de viajeros de la nave espacial, Mario Esteban Rioz miraba con acritud cómo Ted Long ajustaba con dificultad los diales del vídeo. Long buscaba primero en la dirección de las agujas del reloj, después por el centro. La imagen era borrosa. Rioz sabía que permanecería borrosa. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto al sol. Pero, claro, no podía esperar que Long lo supiera. Rioz siguió de pie un rato más, con la cabeza inclinada para cruzar el umbral y el cuerpo ladeado para encajar en la estrecha abertura. De pronto entró en la cocina como un corcho salido de una botella.

— ¿Qué buscas? -preguntó.

— Trataba de encontrar a Hilder -respondió Long. Rioz apoyó el trasero en la esquina de una mesa, cogió de la estantería que tenía encima de la cabeza un envase cónico de leche cerrado a presión, lo abrió y lo hizo girar despacio en espera de que se calentara.

— ¿Para qué? -levantó el cono y se puso a chupar la leche ruidosamente.

— Pensé que podría oírle.

— Me parece que es malgastar energía. Long le miró, ceñudo:

— Es costumbre permitir el uso libre de las instalaciones personales de vídeo.

— Dentro de unos límites razonables -replicó Rioz. Sus ojos se encontraron desafiantes. Rioz tenía el cuerpo enjuto, el rostro avejentado, las mejillas hundidas (un rostro así casi era el distintivo de los basureros marcianos, los espaciales que pacientemente recorrían las rutas entre la Tierra y Marte), los ojos de un azul desvaído resaltando en la cara morena y arrugada que destacaba sobre la piel blanca sintética de su chaqueta espacial. Long era más pálido y más blando. En él había alguna de las marcas del terrícola, aunque ningún marciano de la segunda generación podía ser terrícola, en el sentido que lo eran los de la Tierra. Llevaba el cuello abierto y su cabello castaño oscuro sin peinar.

— ¿Por qué dices que dentro de unos límites razonables? -preguntó Long. Los labios delgados de Rioz parecieron más finos aún. Explicó:

— Teniendo en cuenta que en este viaje no vamos a cubrir gastos, por lo que se ve, cualquier gasto de energía está fuera de razón.

— Si estamos perdiendo dinero -dijo Long-, ¿no sería mejor que volvieras a tu puesto? Es tu guardia. Rioz refuntuñó y se pasó el pulgar y el índice por la barba que le cubría la barbilla. Se puso en pie y fue hacia la puerta con sus botas pesadas pero silenciosas apagando el ruido de sus pisadas. Se paró a mirar el termostato y se volvió, furioso:

— Ya decía yo que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?

— Cuarenta grados no es excesivo, protestó Long.

— Para ti no lo será, quizá. Pero esto es el espacio, no un despacho calentito en las minas de hierro. -Rioz bajó el control del termostato al mínimo con un rápido empujón del pulgar-. El sol calienta bastante.

— La cocina no está de cara al sol.

— Pero llegará hasta ella, maldita sea. Rioz traspasó la puerta y Long se le quedó mirando durante un buen rato, luego volvió a su vídeo. No tocó el termostato para nada. La imagen seguía muy borrosa, pero tenía que conformarse. Long desplegó una silla de la pared. Se inclinó hacia delante en espera del comunicado real, la pausa momentánea antes de la lenta disolución de la cortina, el reflector poniendo de relieve la conocida figura barbuda que fue creciendo hasta que llenó por completo la pantalla. La voz impresionante pese a los fallos y ruidos provocados por las tormentas de electrones a treinta millones de kilómetros, empezó:

— ¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra… Rioz captó el destello de la señal de radio al entrar en la cabina del piloto. Por un momento posó las palmas de sus manos húmedas y pegajosas porque le pareció que se trataba de un pip-pip del radar; pero no era sino su culpabilidad asomando la cabeza. No debía haber abandonado la cabina estando de guardia, aunque todos los basureros lo hacían. No obstante, era una pesadilla la idea de que en esos cinco minutos, en los que uno salía para tomar un café, apareciera algo cuando el espacio parecía completamente desierto. La pesadilla resultaba realidad en muchos casos. Rioz conectó el multiescáner. Era malgastar energía, pero mientras lo pensaba, era mejor asegurarse de que no había nada. El espacio estaba vacío, sólo el eco distante de las naves del grupo de basureros. Conectó el circuito de radio y la cabeza rubia y nariguda de Richard Swenson, copiloto de la nave más próxima del lado de Marte, llenó la pantalla.

— Hola, Mario -saludó Swenson.

— Hola. ¿Alguna novedad? Transcurrió una pausa entre esto y el siguiente comentario de Swenson, puesto que la velocidad de la radiación electromagnética no es lnfinita.

— ¡Qué día he tenido!

— ¿Te ha ocurrido algo? -preguntó Rioz.

— He tenido un encuentro.

— Estupendo.

— Sí, si hubiera podido pararlo -observó Swenson, molesto.

— Pues, ¿qué ocurrió?

— Maldita sea, lo lancé en dirección equivocada. Rioz sabia que era mejor no reírse, se limitó a preguntar:

— Pero, ¿cómo lo hiciste?

— No fue culpa mía. El problema estuvo en que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Puedes imaginar la idiotez de un piloto que no puede manejar decentemente el mecanismo de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Conseguí la distancia de la cápsula y no hice más. Supuse que su órbita estaba en la trayectoria habitual. ¿Qué hubieras pensado tú? Inicié entonces lo que creía era una buena línea de intersección y tardé cinco minutos en darme cuenta de que la distancia seguía aumentando. Así que entonces tomé las proyecciones angulares del objeto, pero era demasiado tarde para alcanzarlo.

— ¿Alguno de los otros muchachos puede conseguirlo?

— No. Se ha salido de la eclíptica y seguirá flotando para siempre. Y esto no es lo que me preocupa. No era más que una cápsula interior, pero me horroriza decirte cuántas toneladas de propulsión he desperdiciado al aumentar la velocidad y volver al punto de estacionamiento. Hubieras debido oír a Canute. Canute era el hermano y socio de Richard Swenson.

— Loco, ¿eh? -dijo Rioz.

— ¿Loco? ¡Pensé que me mataba! Pero claro, llevamos ya cinco meses fuera y estamos hartos. Ya sabes.

— Lo sé.

— ¿Cómo te va a ti, Mario? Rioz hizo el gesto de escupir.

— Como esto en este viaje. Dos cápsulas en las últimas dos semanas y cada una me costó seis horas de caza.

— ¿Grandes?

— ¿Te burlas? Podía haberlas lanzado a Fobos con la mano. Este es el peor viaje que he tenido.

— ¿Cuánto más piensas quedarte?

— Por mí, podemos irnos mañana. Llevamos solamente dos meses y la cosa anda tan mal que me meto con Long continuamente. Hubo una pausa por encima del retraso electromagnético. Swenson preguntó:

— En todo caso, ¿cómo es? Me refiero a Long. Rioz miró por encima del hombro. Podía oír el murmullo apagado y crepitante del vídeo de la cocina.

— No logro entenderle. Una semana después de iniciar el viaje, va y me dice: «Mario, ¿por qué eres basurero?» Yo le miré y le contesté: «Para ganarme la vida. ¿Qué crees tú?» Quiero decir qué clase de pregunta idiota es ésa. ¿por qué somos basureros? Pero entonces va y me dice: «No es por eso, Mario.» Y me lo dice a mí, ¿qué te parece? Y sigue diciendo: «Eres un basurero porque esto es parte del sistema marciano.»

— ¿Y qué quería decir con eso? -preguntó Swenson. Rioz se encogió de hombros.

— No se lo pregunté. Ahora mismo está sentado por ahí escuchando las microondas procedentes de la Tierra. Escucha a un tal Hilder.

— ¿Hilder? Un político terricola, un asambleísta o algo parecido, ¿no?

— Eso mismo. Por lo menos creo que es ése. Long hace siempre cosas así. Se trajo a bordo unos siete kilos de peso en libros, y todos sobre la Tierra. Un verdadero peso muerto.

— Bueno, es tu socio. Y hablando de socios, me vuelvo al trabajo. Si se me escapa otro encuentro, habrá más que palabras. Se desvaneció y Rioz se echó atrás. Vigiló la línea verde regular que era el pulso del escáner. Probó un momento el multiescáner. El espacio seguía despejado. Se sintió un poco mejor. Una mala racha es siempre peor si los basureros que están a tu alrededor cazan cápsula tras cápsula; o si las que bajan girando hasta las fundiciones de chatarra de Fobos llevan grabada la marca de todos menos la tuya. Y claro, había descargado su malhumor y resentimiento en Long. Fue un error asociarse con Long. Era siempre un error asociarse con un novato. Pensaban que lo que uno deseaba era conversación, especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y su gran papel, su nuevo gran papel en el progreso humano. Así fue como lo dijo: progreso humano; el Sistema marciano; las Nuevas Minorías Creadoras. Lo que Rioz no quería era hablar, sino una captura, algunas cápsulas que pudiera marcar como propias. Y realmente no tenía por qué quejarse. Long era sobradamente conocido en Marte y se ganaba un buen sueldo como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sandok y había tomado parte en una o dos misiones de recogida de cápsulas. No se puede rechazar de golpe y sin probarlo, a un individuo aunque parezca raro. ¿Por qué un ingeniero de minas con un trabajo cómodo y un buen sueldo tenía tanto empeño en fisgar por el espacio? Rioz nunca se lo preguntó a Long. Los socios basureros se ven obligados a estar demasiado juntos para hacer deseable la curiosidad, o incluso para que resulte segura. Pero Long hablaba tanto que contestó la pregunta.

— Tuve que venir al espacio, Mario -explicó-. El futuro de Marte no está en las minas, está en el espacio. Rioz se preguntó qué tal resultaría un viaje a solas. Todo el mundo decía que era imposible. Incluso descontando las oportunidades perdidas cuando un hombre tenía que dejar la guardia para dormir u ocuparse de otras cosas, era sobradamente sabido que un hombre solo en el espacio sufría inaguantables depresiones en un tiempo relativamente corto. Llevarse a un socio hacia posible el viaje de seis meses. Una tripulación normal sería preferible, pero ningún basurero ganaría dinero en una nave lo suficientemente grande para tal tripulación. Sin contar el capital que se iría en propulsión. Incluso dos no era muy divertido en el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje y con unos se podía alargar más el viaje que con otros. Miren sino a Richard y Canute Swenson. Se asociaban cada cinco o seis viajes porque eran hermanos. Y, sin embargo, cuando estaban juntos, era una tensión constante siempre en aumento y con un claro antagonismo después de la primera semana. En fin. El espacio estaba vacío. Rioz pensó que se sentiría mejor si volvía a la cocina y hacía las paces con Long. Sería mejor demostrar que era un veterano del espacio que sabía superar las irritaciones espaciales cuando surgían. Se levantó, y anduvo los tres pasos necesarios para llegar al corto pasillo que unía las dos habitaciones de la nave. Una vez más Rioz se quedó en el umbral, mirando. Long estaba absorto en la borrosa pantalla. Rioz dijo con cierta aspereza:

— Estoy subiendo el termostato. Está bien, creo que disponemos de energía suficiente.

— Como quieras -asintió Long. Rioz dio un paso adelante. El espacio estaba vacío, así que al diablo con estar allí sentado mirando a una línea verde y vacía, sin sonido. Preguntó:

— ¿De qué hablaba el terrícola?

— Sobre todo de la historia de los viajes espaciales. Tema viejo, pero lo está haciendo bien. Da toda clase de información: películas en color, fotografías, fotos fijas de antiguas películas, todo. Como si quisiera ilustrar las palabras de Long, el barbudo desapareció de la pantalla y ésta quedó ocupada por una sección de una nave espacial. La voz de Hilder continuó indicando puntos de interés que aparecían en esquemas de color. El sistema de comunicaciones de la nave se iba señalando en rojo mientras lo explicaba, los almacenes, la dirección de protones micropilas, los circuitos de cibernética… Después Hilder volvió a salir en la pantalla, añadiendo:

— Pero esto es solamente la parte viajera de la nave. ¿Oué la mueve? ¿Qué la despega de la Tierra? Todo el mundo sabía lo que movía una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hacía que la propulsión de una nave sonara como el secreto del tiempo, como la revelación final. Incluso Rioz sintió un estremecimiento, pese a haber pasado la mayor parte de su vida embarcado. Hilder siguió diciendo:

— Los científicos le dan diferentes nombres. Lo llaman Ley de acción y reacción. A veces la llaman la tercera ley de Newton. A veces, Conservación del impulso, pero nosotros no tenemos que llamarlo de ningún modo. Debemos utilizar solamente nuestro sentido común. Cuando nadamos, proyectamos el agua hacia atrás y a nosotros hacia delante. Cuando andamos, empujamos el suelo y adelantamos. Cuando lanzamos un aparato volador, empujamos el aire hacia atrás y adelantamos. »Nada puede moverse hacia delante a menos que algo se mueva hacia atrás. Es el viejo principio de «No puedes conseguir algo a cambio de nada.» «Ahora imaginad una nave que pese cien mil toneladas despegando de la Tierra. Para hacerlo, algo tiene que mo erse hacia abajo. Como una nave espacial es extremadamente pesada, una enorme cantidad de materia debe moverse hacia abajo. Tanta materia, que no hay lugar para guardarla a bordo. Debe construirse un compartimiento especial en la parte trasera de la nave para contenerla. Otra vez desapareció la cabeza de Hilder y volvió la nave. La imagen se encogió y en la parte trasera apareció un cono truncado. Unas palabras, en amarillo intenso, se leían dentro: MATERIA PARA ELIMINAR.

— Pero ahora -siguió diciendo Hilder- el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita aún más y más propulsión. La nave se encogió más para añadir otra cápsula, y otra más inmensa. La nave en sí, la parte dedicada al viaje, era un pequeño punto en la pantalla, un resplandeciente punto rojo.

— ¡Por Dios, esto es infantil! -exclamó Rioz.

— No para los que están hablando, Mario. La Tierra no es Marte. Debe haber miles de millones de personas en la Tierra que ni siquiera han visto una nave espacial en su vida y lo ignoran todo sobre ellas. Hilder seguía explicando:

— Cuando el material que está dentro de la gran cápsula se ha terminado, la cápsula se desprende. Desechada. La cápsula exterior se soltó y bailó en la pantalla.

— Después se desprende la segunda -dijo Hilder- y después, si el viaje es largo, la última también es expulsada. Ahora la nave era solamente un punto rojo, con tres cápsulas flotando, moviéndose, perdidas en el espacio.

— Estas cápsulas -explicó Hilder- representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Han desaparecido de la Tierra para siempre. Marte está rodeado por naves de basureros, a lo largo de las rutas de los viajes espaciales, esperando cápsulas desprendidas, para cazarlas con redes o cables y ponerles su marca y destinarlas a Marte. Ni un centavo de su valor llega a la Tierra. Son «rescate». Pertenecen a la nave que las encuentra. Rioz objetó:

— Arriesgamos nuestra inversión y nuestras vidas. Si no las recogemos nosotros, no son para nadie. ¿Qué significa esta pérdida para la Tierra?

— Mira -dijo Long-, no ha estado hablando más que de la sangría que Marte, Venus y la Luna representan para la Tierra. Y ésta es sólo una muestra más.

— Tiene su compensación. Cada año sacamos más hierro de las minas.

— Y gran parte de él revierte en Marte. Si se pueden creer sus números, la Tierra ha invertido doscientos mil millones de dólares en Marte y recibido a cambio unos cinco mil millones de dólares en hierro. Ha metido quinientos mil millones de dólares en la Luna y ha recibido poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y otros metales ligeros. Ha colocado cincuenta mil millones de dólares en Venus sin recibir nada a cambio. Y esto es en lo que los contribuyentes de la Tierra están realmente interesados…, dinero de impuestos que sale, nada que entra. Mientras hablaba, la pantalla se llenó de diagramas de los basureros camino de Marte; pequeñas y risibles caricaturas de naves, tendiendo unos brazos como cables que trataban de agarrar las cápsulas vacías, flotando, apoderándose finalmente de ellas, sujetándolas y poniéndoles PROPIEDAD DE MARTE en letras brillantes y haciendo que luego bajaran a Fobos. Después Hilder apareció otra vez:

— Nos dicen que con el tiempo nos lo devolverán todo. ¡Con el tiempo! ¡Una vez que el negocio rinda! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de cien años? ¿De mil años? ¿De un millón de años? «Con el tiempo.» Tomémosles la palabra. Algún día nos devolverán todos nuestros metales. Algún día cultivarán sus propios alimentos, utilizarán su propia energía, vivirán sus propias vidas. »Pero hay algo que nunca podrán devolvernos. Ni en cien millones de años. ¡El agua! Marte tiene solamente un chorrito de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene nada de agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene nada de agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra debe proporcionar no solamente agua para beber y agua para lavar a los espaciales, sino también agua para sus industrias y para los cultivos hidropónicos que pretenden montar…, agua incluso para desperdiciar, en millones de toneladas de agua. »¿Cuál es la energía propulsiva que utilizan las naves espaciales? ¿Qué van dejando tras ellas para poder avanzar? En tiempos fueron gases generados por explosivos. Resultaba muy caro. Después se inventó el protón micropila, una fuente de energía barata que podría calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas a tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante disponible? Pues, el agua, naturalmente. »Cada nave espacial abandona la Tierra llevando casi un millón de toneladas, no kilos, no, toneladas…, de agua, con el único propósito de llegar al espacio y allí acelerar o disminuir la velocidad. »Nuestros antepasados quemaron el petróleo de la Tierra locamente y con maldad. Destruyeron su carbón imprudentemente. Les despreciamos y condenamos por eso, pero por lo menos tenían una excusa: pensaban que cuando se les agotara, encontrarían un sustituto. Y tenían razón. Tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas de protón. »Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Ni puede haberlo jamás. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos convertido la Tierra, ¿qué excusa encontrarán para nosotros? Cuando llegue la sequía y aumente… Long se inclinó hacia delante y apagó.

— Esto me molesta. Este maldito imbécil dice deliberadamente…, ¿qué te pasa? Rioz se había levantado, preocupado:

— Debería estar vigilando los pips.

— Al diablo con los pips -dijo Long levantándose también y yendo detrás de Rioz por el estrecho pasillo hasta detenerse en la cabina-. Si Hilder sigue con esto, si tiene la valentía de hacer de ello su programa…, uau! También lo vio. El pip era una clase A precipitándose tras la señal como un galgo tras la liebre mecánica. Rioz balbuceaba:

— El espacio estaba vacío, te lo aseguro, ¡vacío! En Nombre de Marte, Ted, no te quedes pasmado. Mira si puedes descubrirlo visualmente. Rioz manipulaba rápidamente y con una eficiencia que era el resultado de veinte años de recoger cápsulas. Tuvo la distancia en dos minutos. Pero, recordando su experiencia de basurero, midió el ángulo de inclinación y también la velocidad radial. Gritó a Long:

— Una vez punto siete seis radianes. No puedes dejar de verlo, hombre. Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.

— Está solamente a medio radián del otro lado del sol. Solamente la iluminará de refilón. Aumentó el magnificador tan rápidamente como se atrevió en busca de la «estrella» que cambiaba de posición y al aumentar mostró tener una forma, revelando que no era una estrella.

— Voy a empezar, de todos modos -dijo Rioz-. No podemos esperar.

— Ya la tengo. Ya la tengo. -A pesar de la magnificación era todavía demasiado pequeña para tener forma definida, pero el punto que Long vigilaba brillaba y se apagaba rítmicamente a medida que la cápsula giraba sobre sí misma y captaba la luz del sol en espacios de tiempo diferentes.

— Aguanta. El primero de varios chorros de vapor salió de las aberturas apropiadas, dejando largos rastros de microcristales de hielo que brillaban suavemente a los pálidos rayos del lejano sol. Disminuyeron durante ciento cincuenta kilómetros o más. Un chorro, luego otro, luego otro más a medida que la nave basurera salía de su trayectoria estable y seguía una ruta tangencial con la de la cápsula.

— ¡Se mueve como un cometa en su perihelio! -gritó Rioz-. Esos malditos pilotos terrícolas sueltan las cápsulas de esta forma a propósito. Me gustaría… Maldijo, airado, mientras iba soltando vapor y más vapor, impaciente, hasta que el relleno hidráulico de su sillón se aplastó más de un palmo y Long se encontraba incapaz de mantenerse sujeto a la barra de protección.

— Ten compasión -suplicó. Pero Rioz sólo tenía ojos para los pips.

— Si no puedes aguantarlo, hombre, haberte quedado en Marte. -Los chorros de vapor retumbaban a distancia. La radio despertó de pronto. Long consiguió inclinarse hacia delante a través de lo que parecía pasta y puso el contacto. Era Swenson con los ojos desorbitados que furioso les gritaba:

— ¿Dónde demonios creéis que vais? Dentro de diez segundos entraréis en mi sector.

— Persigo una cápsula -le soltó Rioz.

— ¿En mi sector?

— Empezó en el mio y tú no estás en posición de alcanzarla. Apaga esa radio, Ted. La nave atronó el espacio, un trueno que sólo podía oírse dentro del casco. Y entonces Rioz cortó el motor por etapas lo suficientemente separadas para que Long diera tumbos hacia delante. El súbito silencio fue más ensordecedor que el estruendo que le había precedido. Rioz dijo:

— Está bien. Veamos la situación. Miraron ambos. La cápsula era ahora un cono truncado bien definido, dando solemnemente tumbos al pasar por entre las estrellas.

— Decididamente es una cápsula de clase A -afirmó Rioz, satisfecho. «Un gigante entre cápsulas», pensó. Les devolvería la tranquilidad económica. Long observó entonces:

— Tenemos otro pip en el escáner. Creo que es Swenson persiguiéndonos. Rioz apenas le miró:

— No nos alcanzará. La cápsula se hizo aún mayor y llenó toda la pantalla. Las manos de Rioz estaban crispadas sobre la palanca del harpón. Esperó, ajustó microscópicamente el ángulo por dos veces y largó la longitud de que disponía. Luego, de un tirón, soltó el mecanismo. Por un instante no ocurrió nada. Después un cable metálico culebreó por la pantalla, moviéndose hacia la cápsula como una cobra a punto de morder. Estableció contacto, pero no se afianzó. De haberlo hecho se hubiera partido al instante como un hilo de telaraña. La cápsula giraba con un impulso rotacional equivalente a millares de toneladas- Lo que hizo el cable fue establecer un potente campo magnético que actuaba como freno sobre la cápsula. Uno y otro cable fueron disparados. Rioz los proyectó fuera con un excesivo gasto de energía.

— ¡Será mía! ¡Por Marte, que la cogeré! Con unas dos docenas de cables tendidos entre nave y cápsula, tuvo que desistir. La energía rotacional de la cápsula, convertida por el roce en calor, había aumentado su temperatura hasta el extremo de que su radiación era captada por los contadores de la nave. Long se ofreció:

— ¿Quieres que vaya a ponerle nuestra marca?

— De acuerdo. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Es mi turno de guardia.

— No me importa. Long se metió en su traje espacial y se acercó a la escotilla. Que era novato en el juego quedaba demostrado por las pocas veces que se había puesto el traje para salir al espacio. Esta era la quinta vez. Salió sujeto al cable más cercano, percibiendo la vibración del cable a través del metal de su guante. Gravó al fuego su número de serie en el metal liso de la cápsula. Nada podía oxidar el acero en el gran vacío del espacio. Simplemente se fundía y vaporizaba, condensándose a unos palmos de distancia del rayo energético, transformando la superficie que tocaba en un color gris polvoriento y opaco. Long regresó a la nave. Una vez dentro, se quitó el casco, blanco y cubierto de escarcha formada nada más entrar. Lo primero que oyó fue la voz de Swenson saliendo del aparato de radio, casi irreconocible por la rabia:

— …directamente al Comisionado. ¡Maldita sea!, ¡este juego tiene sus reglas! Rioz, sentado, imperturbable, replicó:

— Mira, entró en mi sector. Tardé en descubrirla y la perseguí hasta el tuyo.

— Tú no la hubieras alcanzado sin pasar antes por Marte. No hay más…, ¿ya has vuelto, Long? Cortó el contacto. El botón de señal insistió enfurecido, pero no le hizo caso.

— ¿Va a ir al Comisionado? -preguntó Long.

— No lo creas. Se pone así porque rompe la monotonía. Pero no lo dice en serio. Sabe que la cápsula es nuestra.

— ¿Y qué te ha parecido este pedazo de captura, Ted?

— Muy buena.

— ¿Muy buena? ¡Impresionante! Espera. Voy a mandarla abajo. Los chorros laterales soltaron su vapor y la nave inició un giro lento alrededor de la cápsula. Ésta giró también. En treinta minutos eran como una gigantesca peonza rodando en el vacío. Long comprobó en el Ephemeris la posición de Deimos. En un momento precisamente calculado, los cables liberaron su campo magnético y la cápsula marchó tangencialmente en una trayectoria que, en uno o dos días, la dejaría a distancia de recuperación de los depósitos de cápsulas del satélite de Marte. Rioz contempló su desaparición. Se sentía feliz. Se volvió a Long.

— Ha sido un gran día para nosotros.

— ¿Qué me dices del discurso de Hilder? -preguntó Long.

— ¿Qué? ¿Quién? Oh, ése. Óyeme, si tuviera que preocuparme por todo lo que dice un maldito terrícola, no podría dormir. Olvídalo.

— No creo que debamos olvidarlo.

— Estás loco. No me des la lata con eso, ¿quieres? Vete a dormir. Ted Long encontró excitante el ancho y alto de la calle principal de la ciudad. Hacía dos meses que el Comisionado había declarado una moratoria en las recuperaciones y había retirado a todas las naves del espacio, pero esta sensación de panorama ampliado no dejaba de excitar a Long. Incluso el pensamiento de que la moratoria se había establecido por causa de una decisión del planeta Tierra de prohibir con renovada insistencia el gasto de agua, decidiendo una ración límite para los basureros, no bastó para mermar su entusiasmo. El techo de la avenida estaba pintado de azul luminoso, imitando quizá de forma anticuada el cielo de la Tierra. Ted no estaba seguro. Las paredes estaban iluminadas por los escaparates de las tiendas abiertas. A distancia, por encima del barullo del tráfico y del ruido de la gente que le adelantaba, podía oír el estruendo intermitente a medida que se perforaban nuevos canales en la corteza de Marte. Recordaba este estruendo de toda su vida. El suelo que pisaba había formado parte, cuando él nació, de una gran roca sólida e intacta. La ciudad iba creciendo y seguiría creciendo…, sólo si la Tierra se lo permitía. Torció en un cruce de calles más estrechas, menos brillantemente iluminadas, porque las tiendas cedían el lugar a casas de apartamentos, cada una con su hilera de luces en la fachada principal. A los transeúntes, compradores y tráfico les sustituían paseantes individuales y muchachos chillones que no habían acudido a los requerimientos maternos para ir a cenar. En el último instante, Long recordó los modales sociales y se detuvo en una aguadería de la esquina. Entregó su cantimplora:

— Llénela. La encargada desenroscó el tapón, echó una mirada al interior, la sacudió un poco y rió alegremente:

— ¡No queda mucha!

— No -asintió Long. La encargada la llenó sosteniendo la boca de la cantimplora pegada a la manguera para evitar que se perdiera una sola gota. El marcador de volumen avisó. Volvió a enroscar el tapón. Long entregó las monedas y recogió la cantimplora. Ahora iba golpeándole alegremente la cadera con agradable pesadez. Visitar una familia sin llevarles una cantimplora llena era algo que no se hacía. Entre chicos no importaba; bueno, no importaba demasiado. Entró en el portal del número 27, subió un corto tramo de escalera y se paró con el dedo en el timbre. Podía oírse claramente el rumor de voces. Una era voz de mujer, algo estridente:

— A ti te parece muy bien traer a tus amigos basureros a casa, ¿no es verdad? Y figura que yo debo estar agradecida a que pases dos meses en casa, por año. ¡Oh, y que puedas estar uno o dos días conmigo, ya basta! Después, otra vez con los basureros.

— Ahora llevo mucho tiempo en casa -dijo una voz masculina- y se trata del trabajo. ¡Oh, por el amor de Marte, cállate ya, Dora! No tardarán en llegar. Long decidió esperar un momento antes de apretar el botón. Así les daría la oportunidad de encontrar una disculpa para disimular.

— ¿Y qué me importa que estén al llegar? -replicó Dora-. Que me oigan. Casi preferiría que el Comisionado mantuviera la moratoria eternamente. ¿Me has oído bien?

— ¿Y con qué viviríamos? -replicó, airada, la voz masculina-. A ver si me lo dices tú.

— Sí, te lo diré. Puedes ganarte honrada y decentemente la vida aquí mismo, en Marte, igual que los demás. Soy la única de esta casa que es «viuda» de basurero. Y eso es lo que soy… una viuda. Peor que una viuda, porque si fuera viuda tendría por lo menos la oportunidad de casarme con alguien…, ¿qué has dicho?

— Nada. Nada en absoluto.

— ¡Oh, ya sé lo que has dicho. Ahora bien, óyeme, Dick Swenson…

— Sólo he dicho -exclamó Swenson- que ahora sé por qué los basureros no suelen casarse.

— Tampoco debiste hacerlo tú. Estoy más que harta de que todo el vecindario me compadezca, y sonría, y me pregunte cuándo vuelves a casa. Los demás pueden ser ingenieros de minas, administradores e incluso perforadores de túneles. Por lo menos las esposas de los tuneleros tienen una vida familiar decente y sus hijos no se crían como vagabundos. Es como si Peter no tuviera padre… Una vocecita de muchacho se filtró por la puerta. Sonaba más alejada, como si estuviera en otra habitación.

— Eh, mamá, ¿qué es un vagabundo? La voz de Dora levantó un poco el tono:

— ¡Peter! No te distraigas de tus deberes. Swenson dijo en voz baja:

— No está bien hablar así delante del niño. ¿Qué clase de ideas tendrá sobre mí?

— Entonces, quédate en casa y enséñale buenas ideas. La voz de Peter volvió a oírse:

— Eh, mamá, cuando sea mayor voy a ser basurero. Se oyeron pasos rápidos. Hubo una pausa momentánea y de pronto unos chillidos:

— ¡Mamá! ¡Eh, mamá! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué he hecho yo? -Y luego un silencio pesado. Long aprovechó la oportunidad. Apretó el botón vigorosamente. Swenson abrió la puerta, alisándose el cabello con ambas manos.

— Hola, Ted -dijo a media voz. Y en voz más alta-: Ha llegado Ted, Dora. ¿Dónde está Mario, Ted?

— No tardará en llegar -respondió Long. Dora salió apresuradamente de la otra habitación; era una mujer bajita, morena, con una nariz pinzada y el cabello, que empezaba a encanecer, peinado dejando la frente descubierta.

— Hola, Ted. ¿Has comido?

— Sí, muy bien, gracias. No les interrumpo, ¿verdad?

— En absoluto. Hace tiempo que terminamos. ¿Querrás un café?

— Creo que sí. -Ted desenganchó la cantimplora y se la tendió.

— ¡Oh, cielos, de ninguna manera! Tenemos mucha agua.

— Insisto.

— Entonces, bien. Volvió a la cocina. Por la puerta de muelles pudo ver un montón de platos puestos en «Secoterg», el «limpiavajillas sin agua que empapa y absorbe la grasa y suciedad en un santiamén. Un chorrito de agua aclara medio metro cuadrado de superficie de vajilla y la deja limpísima. Compre Secoterg», «Secoterg» limpia bien, devuelve el brillo a tus platos y no malgasta agua… » La canción empezó a sonar en su cabeza y Long la aplastó hablando. Se le ocurrió decir:

— ¿Cómo está Peter?

— Bien, bien, el chico está en cuarto grado. Como sabes, no le veo mucho, pues verás, cuando volví la última vez, me miró y me dijo… Y la conversación siguió por estos derroteros. No estuvo mal en cuanto a gracias de niños listos contadas por sus padres. Volvió a oírse el timbre y entró Mario Rioz, ceñudo y sofocado. Swenson se le acercó al instante:

— Oye, no digas nada sobre recogida de cápsulas. Dora recuerda todavía aquella vez que te apoderaste de una clase A en mi territorio y en este momento está de muy mal humor.

— ¿Y quién demonios quiere hablar de cápsulas? -Rioz se quitó la chaqueta forrada de piel, la echó sobre el respaldo del sillón y se sentó. Dora salió por la puerta de la cocina, miró al recién llegado con una sonrisa sintética, y saludó:

— Hola, Mario. Tú también querrás café, ¿verdad?

— Sí -contestó, buscando maquinalmente su cantimplora.

— Gasta un poco más de mí agua, Dora -se apresuró a ofrecer Long-. Me la deberá.

— Eso -dijo Rioz.

— ¿Qué ocurre, Mario?

— Venga -masculló Rioz-. Dime que ya me lo habías dicho. Hace un año, cuando Hilder hizo aquel discurso, me lo dijiste. Dilo. Long se encogió de hombros. Rioz prosiguió:

— Han establecido la cuota. Salió en el noticiario hace quince minutos.

— ¿Y bien?

— Cincuenta toneladas de agua por viaje.

— ¿Qué? -gritó Swenson, rabioso-. No puedes despegar de Marte con cincuenta toneladas.

— Pues ésta es la cifra. Es una acción deliberada: acabar con los basureros. Dora llegó con el café y lo repartió.

— ¿Qué es eso de acabar con los basureros? -se sentó con firmeza y Swenson pareció perdido.

— Al parecer -explicó Long-, nos están racionando el agua a cincuenta toneladas y esto significa que no podremos hacer más salidas.

— Bueno, ¿y qué? -Dora sorbió su café y sonrió feliz-. Si queréis mi opinión, diré que está bien. Ya es hora de que todos vosotros os busquéis un trabajo bueno y fijo aquí, en Marte. Lo digo en serio. No es vida eso de andar todo el tiempo por el espacio…

— Por favor, Dora -rogó Swenson. Rioz se sobresaltó; Dora levantó las cejas:

— Solamente os doy mi opinión.

— Por favor, puede decir lo que le parezca -cortó Long-, pero a mí también me gustaría decir algo. Cincuenta mil no es más que un detalle. Sabemos que la Tierra, o por lo menos el partido de Hilder, quiere sacar capital político de una campaña en favor de la economía del agua así que estamos en mala situación. Tenemos que conseguir agua de alguna forma o nos aislarán del todo, ¿entendéis?

— Claro -asintió Swenson.

— Pero la cuestión es, cómo hacerlo, ¿verdad?

— Si solamente se tratara de conseguir agua -terció Rioz en un súbito torrente de palabras- cabría hacer una cosa y lo sabéis. Si los terrícolas no nos dan agua, cogerla. El agua no es sólo suya porque sus padres y abuelos fueron demasiado cobardones para abandonar su rico planeta. El agua pertenece a la gente, esté donde esté. Nosotros somos gente y el agua también es nuestra. Tenemos derecho.

— ¿Cómo te propones apoderarte de ella? -preguntó Long.

— ¡Fácil! En la Tierra tienen océanos de agua. No pueden establecer guardias en cada kilómetro cuadrado. Podemos bajar por el lado oscuro del planeta siempre que queramos, llenar nuestras cápsulas e irnos. ¿Cómo pueden impedírnoslo?

— De varias maneras, Mario. ¿Cómo descubres cápsulas en el espacio a distancia de centenares de miles de kilómetros? Tan sólo una cápsula metálica en todo ese espacio. ¿Cómo? Por radar. ¿Crees que no tienen radar en la Tierra? ¿Crees que si la Tierra llega a enterarse de que les estamos robando el agua, no será sencillo para ellos montar una red de radares que señalen a las naves que llegan del espacio? Dora, indignada, interrumpió:

— Voy a decirte una cosa, Mario Rioz. Mi marido no va a formar parte de ningún grupo que vaya a buscar agua para mantener su recogida de basuras.

— No se trata solamente de la recogida de cápsulas -insistió Mario-. Después del agua, nos quitarán todo lo demás. Tenemos que pararles los pies ahora.

— Pero, tampoco necesitamos su agua -siguió protestando Dora-. No somos ni Venus ni Luna. Sacamos suficiente agua de los casquetes polares para nuestras necesidades. Incluso en este apartamento tenemos entrada de agua. En esta manzana, lo tienen todos los apartamentos.

— El agua para uso doméstico es el gasto menor -siguió explicando Long-. Las minas necesitan agua. ¿Y qué me dices de los depósitos de agua de los cultivos hidropónicos?

— Tienes razón -dijo Swenson-. ¿Qué hay de los depósitos hidropónicos, Dora? Necesitan mucha agua y ya va siendo hora de que cultivemos nuestras verduras en lugar de vivir de los condensados que nos envían de la Tierra.

— Oídle bien -exclamó Dora despectiva-. ¿Qué sabe él de comida fresca? Nunca la has comido.

— He comido más de lo que crees. ¿Recuerdas aquellas zanahorias que recogí una vez?

— Bueno, ¿y qué tiene de maravilloso? Si me preguntas te diré que la protocomida asada es mucho mejor. Y también más sana. Al parecer ahora está de moda hablar de verdura fresca porque así aumentan los impuestos sobre los cultivos hidropónicos. Además, todo esto terminará.

— No lo creo -dijo Long-. En todo caso, no por sí solo. Hilder será, probablemente, el nuevo Coordinador y las cosas se pondrán realmente mal. Si también nos racionan el envío de alimentos…

— ¿Qué vamos a hacer, pues? -gritó Rioz-. Sigo diciendo que debemos ir a cogerla. ¡Llevarnos el agua!

— Y yo digo que no podemos hacerlo, Mario. ¿No ves que lo que estás sugiriendo es el sistema de la Tierra y de los terrícolas? Tratas de agarrarte al cordón umbilical que une a la Tierra con Marte. ¿No puedes olvidarte de él? ¿No puedes enfocarlo según el sistema marciano?

— No, supongo que no. A ver si me lo explicas.

— Lo haré si me escuchas. Cuando pensamos en el Sistema Solar, ¿en qué pensamos?

En Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos. Ahí tienes… siete cuerpos, y nada más. Pero esto no representa un uno por cierto del Sistema Solar. Nosotros, marcianos, estamos al borde del otro noventa y nueve por ciento. Allá, más lejos que el Sol, hay increíbles cantidades de agua. Los demás se le quedaron mirando. Swenson titubeó:

— ¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y Saturno?

— No específicamente a ésas, pero admito que es agua. Una capa de mil seiscientos kilómetros de grosor de agua, es mucha agua.

— Pero está todo ello recubierto de capas de amoníaco… o cosa parecida, ¿no es verdad? -preguntó Swenson-. Además no podemos bajar a los planetas mayores.

— Ya lo sé -dijo Long- pero no he dicho que ésta sea la respuesta. Los planetas mayores no son los únicos objetos que hay allí. ¿Qué me dices de los asteroides y de los satélites? Vesta es un asteroide de trescientos kilómetros de diámetro y que es poco más que una masa de hielo. Una de las lunas de Saturno es casi todo hielo. ¿Qué os parece?

— ¿Has estado alguna vez en el espacio, Ted? -preguntó Rioz.

— Sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?

— Claro que sé que has estado, pero todavía hablas como un terrícola. ¿Has pensado en las distancias involucradas? Normalmente un asteroide está a, como poco, treinta millones de kilómetros. Es dos veces el trayecto de Venus a Marte y sabes que casi ninguna gran nave lo hace en un salto. Generalmente paran en la Tierra o en la Luna. Después de todo, ¿cuánto tiempo esperas que un hombre aguante en el espacio?

— No lo sé. ¿Cuál es tu límite?

— Tú lo conoces de sobra. No tienes que preguntarme. Son seis meses. Está en todos los manuales. Después de seis meses si aún sigues en el espacio eres carne de psicoterapia. ¿No es así, Dick? Swenson movió afirmativamente la cabeza.

— Y esto sólo en cuanto a asteroides -prosiguió Rioz-. De Marte a Júpiter hay setencientos veinte millones de kilómetros, y a Saturno mil trescientos millones. ¿Cómo puede alguien cubrir estas distancias? Suponte que alcanzas la máxima velocidad o, para que quede más claro, que consigues unos trescientos mil kilómetros por hora, en teoría, pero ¿de dónde sacarías el agua para hacerlo?

— ¡Caramba! -exclamó una vocecita perteneciente al poseedor de unos ojos redondos y una nariz respingona-. ¡Saturno! Dora giró en redondo:

— Peter, vuelve inmediatamente a tu habitación.

— ¡Oh, mamá!

— Nada de ¡oh, mamá! -y empezó a levantarse de su silla; Peter desapareció. Swenson sugirió:

— Oye, Dora, ¿por qué no vas a hacerle un ratito de compañía? Es difícil que se concentre en sus deberes si estamos todos aquí hablando. Dora se mostró obstinada y no se movió.

— Me quedaré aquí sentada hasta que averigüe lo que piensa Ted Long. Y desde ahora ya os puedo decir que no me gusta nada. Bueno, olvidemos a Júpiter y Saturno -dijo Swenson nervioso-. Estoy seguro de que Ted no los tiene en cuenta. Pero, ¿qué hay de Vesta? Podríamos hacerlo en diez o doce semanas de ida y otras tantas de vuelta. Y trescientos kilómetros de diámetro. ¡Representan siete millones novecientos mil kilómetros cúbicos de hielo!

— ¿Y qué? -objetó Rioz-. ¿Y qué hacemos en Vesta? ¿Cortar el hielo? ¿Montar maquinaria de minas? Oye, ya sabes cuánto tiempo nos llevaría.

— Estoy hablando de Saturno, no de Vesta -dijo Long. Rioz se dirigió a un público invisible.

— ¡Le hablo de mil cien millones de kilómetros, y sigue hablando!

— Está bien -le cortó Long-, supongamos que me explicas cómo sabes que sólo podemos estar seis meses en el espacio, Mario.

— Lo sabe todo el mundo, maldita sea.

— Porque está en el Manual de Vuelo Espacial. Son datos recopilados por científicos de la Tierra, de sus experiencias con pilotos de la Tierra y espaciales. Aún piensas al estilo terrícola. No quieres pensar por el sistema marciano.

— Un marciano puede ser un marciano, pero sigue siendo un hombre.

— Pero, ¿cómo puedes estar tan ciego? ¿Cuántas veces habéis estado fuera más de seis meses sin que os ocurriera nada?.

— Esto es distinto.

— ¿Por que sois marcianos? ¿Porque sois basureros profesionales?

— No, porque no se trata de un gran vuelo. Podemos regresar a Marte cuando queramos.

— Pero, no queréis. Es lo que quiero decir. Los de la Tierra tienen naves enormes con filmotecas, con una tripulación de quince hombres, más los pasajeros. Así y todo, sólo pueden quedarse fuera seis meses como máximo. Los basureros marcianos tienen una nave con dos cabinas y sólo un socio. Pero somos capaces de aguantar más de seis meses.

— Y supongo que queréis vivir en una nave por más de un año -rezongó Dora- para ir a Saturno.

— ¿Y por qué no, Dora? -preguntó Long-. Podemos hacerlo. ¿No te das cuenta de que realmente podemos? Los de la Tierra, no. Tienen un mundo de verdad. Tienen un cielo abierto y comida fresca, y todo el agua y el aire que quieren. Meterse en una nave es para ellos un cambio terrible. Por esta razón, más de seis meses es demasiado para ellos. Los marcianos somos diferentes. Llevamos viviendo en una nave toda nuestra vida. »Porque eso es lo que es Marte… una nave. Sólo una gran nave. De seis mil ochocientos kilómetros de diámetro y un cuartito en el centro ocupado por cincuenta mil personas. Es cerrado como una nave. Respiramos aire en conserva, bebemos agua en conserva, que repurificamos una y otra vez. Comemos las mismas raciones que se comen en una nave. Cuando entramos a bordo, es lo mismo que hemos conocido toda nuestra vida. Podremos soportarlo por más de un año si es preciso.

— ¿También Dick? -insistió Dora.

— Podemos hacerlo todos.

— Pues Dick no puede. Todo eso está muy bien para ti, Ted Long, y ese robacápsulas de Mario de querer estar fuera un año. Tú no estás casado, Dick lo está. Tiene una mujer y tiene un hijo, y con eso le basta. Puede perfectamente encontrar un trabajo aquí en el propio Marte. Pero, cielos, os imagináis que llegáis a Saturno y no hay agua, ¿cómo volveréis? Incluso si os quedara agua, no tendríais comida. Es lo más ridículo que he oído.

— No. Ahora, escúchame bien -insistió Long-. Lo tengo muy pensado. He hablado con el Comisionado Sankov y nos ayudará. Pero necesitamos naves y hombres. Y yo solo no puedo conseguirlos. Los hombres no querrán escucharme. Soy nuevo. Vosotros dos, en cambio, sois conocidos y respetados. Sois veteranos. Si me ayudáis, aunque decidierais no ir, si me ayudáis a convencer a los demás, a conseguir voluntarios…

— Primero -barbotó Rioz- tendrás que explicarnos bastantes más cosas. Una vez lleguemos a Saturno, ¿dónde estará el agua?

— Ahí está lo bonito del caso. Por eso tiene que ser Saturno. El agua está flotando a su alrededor, en el espacio, no hay más que recogerla. Cuando Hamish Sankov llegó a Marte, no existía lo que se dice un marciano nativo. Ahora hay más de doscientos niños cuyos abuelos han nacido ya en Marte… Son nativos de la tercera generación. Cuando llegó, adolescente, Marte era apenas algo más que un montón de naves aparcadas y conectadas entre sí por túneles subterráneos. A lo largo de los años vio crecer y extenderse rápidamente edificios, proyectando tuberías a la pobre e irrespirable atmósfera. Había visto inmensos almacenes que podían acomodar naves con sus cargas. Había visto cómo las minas salían de la nada hasta ser un gran corte en la corteza de Marte, mientras la población crecía de cincuenta a cincuenta mil. Todos esos lejanos recuerdos le hacían sentirse viejo… ésos y los recuerdos aún más borrosos que le traía ese terrícola que tenía delante. Su visitante tenía consigo restos casi olvidados de antiguos recuerdos de un mundo tibio y suave, bondadoso y tierno para la humanidad como las entrañas de una madre. El terrícola parecía recién salido de aquellas entrañas. No era ni alto, ni muy flaco; simplemente lleno de carnes. Cabello oscuro, un poco ondulado, un bigotito y la piel limpiamente rasurada. Sus ropas, de estilo adecuado, estaban tan aseadas y limpias como podían estarlo por el plastek. La ropa de Sankov era de fabricación marciana útil e impecable, pero pasada de moda. Su rostro era anguloso y arrugado, el cabello de un blanco puro, y su nuez pronunciada subía y bajaba cuando hablaba. El terrícola era Myron Digby, miembro del Congreso General de la Tierra. Sankov era Comisionado marciano.

— Todo esto es muy duro para nosotros, señor -observó Sankov.

— Para la mayoría de nosotros también es duro, Comisionado.

— No sé. Honradamente no puedo decir que entienda el modo de hacer de la Tierra, por más que haya nacido allí.

— Marte es un lugar difícil para vivir, Congresista, y debe comprenderlo. Hacen falta naves muy espaciosas para traernos la comida, el agua y la materia prima para poder sobrevivir. No queda mucho espacio para libros ni para películas, aunque sean noticiarios. Incluso los programas de vídeo no llegan a Marte, sólo durante un mes cuando la Tierra está en conjunción y aun entonces a nadie le sobra tiempo para mirarlos. »Mi oficina recibe una película semanal que es el resumen de la Prensa planetaria. En general me falta tiempo para dedicarle. Puede que nos tache usted de provincianos y tendrá razón. Cuando sucede algo como esto, lo único que cabe hacer es mirarnos desesperados.

— No querrá decirme que su gente -dijo Digby lentamente- no se ha enterado de la campaña de Hilder contra el despilfarro de agua.

— No, no puedo decirlo. Hay un joven basurero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio. -Sankov se rascó, pensativo, un lado del cuello-, que tiene como pasatiempo leer la historia de la Tierra y cosas parecidas. Capta programas de vídeo cuando está en el espacio y oye a ese tal Hilder. Por lo que puedo decir, aquélla fue la primera comunicación que hizo Hilder sobre los despilfarradores de agua. »El joven vino a verme para contármelo. Naturalmente, no lo tomé demasiado en serio. Estuve al tanto de las películas de la Prensa planetaria a partir de entonces, pero no se mencionaba mucho a Hilder, y lo que se decía lo presentaba como un personaje extraño.

— En efecto, Comisionado, todo parecía una broma cuando empezó. Sankov estiró sus largas piernas junto al escritorio y las cruzó por el tobillo.

— A mí todavía me parece una broma. ¿Qué discute? ¿Que gastamos agua? ¿Se ha preocupado de mirar los números? Los tengo aquí. Me los hice traer cuando llegó ese Comité.

— Parece ser que la Tierra tiene mil trescientos millones de kilómetros cúbicos de agua en sus océanos y cada kilómetro cúbico pesa mil toneladas. Eso es mucha agua. Nosotros usamos parte de esta cantidad en vuelos espaciales. Gran parte del impulso está dentro del campo de gravedad de la Tierra y esto significa que el agua que desprendernos al despegar vuelve a los océanos. Hilder no lo tiene en cuenta. Cuando dice que se gasta cerca de un millón de toneladas de agua por vuelo, es un embustero. Es menos de cien mil toneladas. »Supongamos por un momento que tenemos cincuenta mil vuelos por año. No es así, claro; ni siquiera mil quinientos. Pero digamos que son cincuenta mil. Imagino que con el tiempo habrá una expansión considerable. Con cincuenta mil vuelos, se perdería una milla cúbica de agua en el espacio cada año. Esto significa que en un millón de años, la Tierra perdería un cuarto del uno por ciento de toda su agua. Digby extendió las manos, palmas arriba, y las dejó caer de nuevo.

— Comisionado, los Aliados interplanetarios utilizaron este tipo de números en su campaña contra Hilder, pero es imposible combatir un levantamiento tremendo y emocional, con la frialdad de las matemáticas. Este hombre, me refiero a Hilder, ha inventado el nombre de «despilfarradores». Poco a poco ha ido transformando este nombre en una gigantesca conspiración, una pandilla de aprovechados y brutales desalmados que violan la Tierra en beneficio propio e inmediato. »Ha acusado al Gobierno de estar de acuerdo con ellos, al Congreso de ser dominado por ellos, a la Prensa de estar pagada por ellos. Desgraciadamente, nada de esto parece una ridiculez al hombre medio. Sabe de sobra lo que unos egoístas pueden hacer con los recursos de la Tierra. Saben lo que ocurrió con el petróleo de la Tierra durante la época de los desastres, por ejemplo, y la forma en que se arruinó el suelo.

— Cuando un granjero sufre la sequía, le tiene sin cuidado que el agua perdida en un vuelo espacial sea o no una gota en la niebla comparada con el exceso de agua de la Tierra. Hilder le ha proporcionado un motivo al que culpar y éste es el mayor consuelo en caso de desastre. Hilder no va a renunciar a esto por más cifras que se le den.

— Eso es lo que me desconcierta -objetó Sankov-. Quizá porque ya no sé cómo funcionan las cosas en la Tierra, pero tengo entendido que no existen granjeros víctimas de la sequía. Por lo que he deducido de los resúmenes de noticias, los seguidores de Hilder son minoría. ¿Por qué razón la Tierra se alía con ellos, los granjeros. y algunos chiflados que le apoyan?

— Porque, Comisionado, existe lo que se llama seres humanos preocupados. La industria del acero ve que una era de vuelos espaciales pesará enormemente sobre las aleaciones ligeras no ferrosas. Los diversos sindicatos de mineros se preocupan por la competencia extraterrestre. Cualquier terrícola que no puede conseguir aluminio para conseguir un prefabricado está seguro de que no lo consigue porque el aluminio va a Marte. Conozco a un profesor de arqueología que está contra los despilfarradores porque no puede conseguir una concesión del Gobierno para financiar sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno va a investigación de cohetes y medicina del espacio y está resentido.

— Con esto veo que no hay gran diferencia entre la gente de la Tierra y los de Marte. Pero, ¿qué opina el Congreso General? ¿Por qué tienen que seguirle la corriente a Hilder?

— La política es algo difícil de explicar -replicó Digby sonriendo con acritud-. Hilder introdujo la disposición de montar un comité que investigara el abuso de vuelos espaciales. Las tres cuartas partes, o algo más, del Congreso estaban en contra de tal investigación por considerarla una intolerable e inútil ampliación de la burocracia, lo que es cierto. Pero, ¿cómo podía un legislador estar en contra de la simple investigación de un abuso? Podría parecer como si tuviera algo que temer o que ocultar. Parecería como si él mismo se beneficiara del despilfarro. Hilder no tiene el menor miedo a expresar estas acusaciones, y sean o no verdad, serían un poderoso factor para los votantes en las próximas elecciones. Y la disposición se hizo ley. »Luego vino la cuestión de nombrar a los componentes del comité. Los que estaban en contra de Hilder rehusaron participar, porque eso hubiera significado tomar decisiones que continuamente resultarían embarazosas. Permaneciendo al margen serian menos blanco de los ataques de Hilder. El resultado es que yo soy el único miembro del comité que es abiertamente contrario a Hilder y puede costarme la reelección.

— Lo lamentaré, señor. Parece como si Marte no tuviera tantos amigos como creíamos. No nos gustaría perder ni uno. Pero si Hilder gana, ¿qué se propone hacer?

— Yo diría que está claro -dijo Digby-. Quiere ser el nuevo Coordinador Global.

— ¿Cree usted que lo conseguirá?

— Si no hay nada que le detenga, sí.

— Y entonces, ¿qué? ¿Abandonará su campaña contra el «despilfarro»?

— No sabría decirlo. Ignoro si ha hecho planes para después de su coordinación. Sin embargo, si quiere mi opinión, no creo que pueda abandonar su campaña y conservar su popularidad. Se le ha desbordado. Sankov volvió a rascarse el cuello.

— Está bien. En este caso voy a pedirle consejo. ¿Qué podemos hacer los de Marte? Conoce usted la Tierra. Conoce la situación. Nosotros, no. Díganos qué debemos hacer. Digby se puso en pie y se acercó a la ventana. Miró hacia las cúpulas bajas de los otros edificios, a la llanura roja y rocosa completamente desolada que se extendía en medio, al cielo púrpura y a un sol reducido. Sin volverse, preguntó:

— ¿Les gusta a ustedes realmente Marte?

— La mayoría de nosotros no conoce ningún otro mundo, señor. Me parece que la Tierra les resultaría peculiar e incómoda.

— Pero, ¿no se acostumbrarían los marcianos? La Tierra no es difícil de aceptar después de todo. ¿No le gustaría a su gente aprender a disfrutar del privilegio de respirar aire puro bajo un cielo abierto? Usted mismo vivió en la Tierra. Debe recordar lo que era.

— Me acuerdo en cierto modo. Pero no me parece fácil de explicar. La Tierra está ahí. Encaja con la gente y la gente con ella. La gente acepta la Tierra tal como la encuentra. Marte es diferente. Es descarnado y no encaja con la gente. Ésta tiene que sacarle el mejor partido. Tiene que edificar un mundo y no aceptar lo que encuentra. Marte no es aún gran cosa, pero estamos edificando, y cuando terminemos vamos a tener exactamente lo que queremos. Es una experiencia excitante saber que se está edificando un mundo. Después de esto, la Tierra resultaría aburrida. El Congresista objetó:

— No puedo creer que el marciano ordinario sea tan filósofo que se conforme con vivir esta horrible y dura vida en aras de un futuro que debe estar a cientos de generaciones de distancia.

— No, no es exactamente así. -Sankov cruzó el tobillo derecho sobre su rodilla izquierda y se lo sujetó mientras hablaba-. Como le he dicho, los marcianos son parecidos a los terrícolas, lo que significa que son seres humanos, y los seres humanos son poco dados a la filosofía. De todos modos, es importante vivir en un mundo que va creciendo, lo vea usted o no. »Cuando llegué a Marte por primera vez, mi padre solía enviarme cartas. Era contable, y nunca dejó de ser un contable. La Tierra no era muy diferente cuando murió de lo que era cuando nació. Nunca vio ocurrir nada. Cada día era como cualquier otro día, y vivir era sólo una forma de pasar el tiempo hasta la muerte. »En Marte es distinto. Cada día hay algo nuevo, la ciudad es mayor, el sistema de ventilación da un paso adelante, las conducciones de agua de los polos se perfeccionan. Ahora mismo nos proponemos montar una asociación de noticiarios filmados por nosotros. Vamos a llamarles Prensa de Marte. Si no ha vivido cuando las cosas van creciendo a su alrededor, jamás comprenderá lo maravilloso que es y lo que se siente. »No, Congresista, Marte es difícil y duro, la Tierra es mucho más cómoda, pero me parece que si se llevara a nuestros muchachos a la Tierra serían desgraciados. Probablemente la mayoría no sería capaz de comprenderlo, pero se sentirían perdidos, perdidos e inútiles. Me parece que muchos de ellos no se adaptarían jamás. Digby se apartó de la ventana y en la piel lisa y sonrosada de la frente se le formó una arruga:

— En tal caso, Comisionado, lo siento por usted. Por todos ustedes.

— ¿Por qué?

— Porque no creo que haya nada que pueda hacer su gente en Marte. O en todo caso, los de Venus o la Luna. No ocurrirá ahora; tal vez no ocurra en un año ni en dos, ni incluso en cinco. Pero a no tardar tendrán que volver todos a la Tierra, a menos que… Las blancas cejas de Sankov parecieron cubrir sus ojos:

— ¿Qué?

— A menos que puedan encontrar otra fuente de agua que no sea la Tierra.

— Y no parece probable, ¿verdad? -preguntó Sankov, abrumado.

— Poco probable.

— Y salvo eso, ¿no ve más oportunidad?

— Ninguna en absoluto. Después de decirlo, Digby se fue, y Sankov se quedó un momento con la mirada perdida antes de marcar un número de la línea de comunicación local.

— Tenias razón, hijo. No pueden hacer nada. Incluso los que nos comprenden, no ven ninguna salida. ¿Cómo lo adivinaste tú?

— Comisionado -respondió Long-, cuando se ha leído todo sobre la época del desastre, especialmente sobre el siglo veinte, nada político puede ser una sorpresa.

— Bien, puede que sí. En todo caso, hijo, el congresista Digby lo lamenta por nosotros, lo siente horrores, podríamos decir, pero nada más. Dice que tendremos que abandonar Marte o ir a buscar el agua a otra parte. Sólo que piensa que no podemos encontrarla en ningún otro sitio.

— Pero usted sabe que sí podemos, Comisionado. Sé que podemos, hijo. Pero el riesgo es terrible.

— Si encuentro suficientes voluntarios, el riesgo es cosa nuestra.

— ¿Y cómo va eso?

— No va mal. Algunos de los muchachos están ya de mi parte. Convencí a Mario Rioz, por ejemplo, y usted sabe que es uno de los mejores.

— Ahí está el problema… Los voluntarios son los mejores hombres que tenemos. Me horroriza permitirlo.

— Si volvemos, habrá valido la pena.

— Si. Es palabra importante, hijo. Y muy importante lo que tratamos de hacer.

— Bien, di mi palabra de que si no conseguíamos ayuda de la Tierra, procuraré que el depósito de agua de Fobos os entregue toda la que necesitéis. ¡Buena suerte!

A ochocientos mil kilómetros de Saturno. Mario Rioz estaba recostado en nada, dormir era delicioso. Despertó lentamente de su sueño y, por unos instantes, solo dentro de su traje espacial, se entretuvo contando las estrellas y trazando líneas de unas a otras. En un principio, a medida que corrían las semanas, era como volver a ser basureros, salvo por la corrosiva sensación de que cada minuto significaba un número adicional de millares de kilómetros lejos de toda la humanidad. Eso lo empeoraba. Habían apuntado alto para poder salir de la eclíptica mientras cruzaban el cinturón de asteroides. Con ello se había gastado mucha agua y probablemente había sido innecesario. Aunque decenas de miles de pequeños mundos aparecían tan espesos como insectos en proyección bidimensional sobre una placa fotográfica, están, sin embargo, tan desparramados por los cuatrillones de kilómetros cúbicos que formaban su órbita conglomerada, que solamente la más ridícula de las coincidencias podría provocar una colisión. No obstante, traspasaron el cinturón, pero alguien calculó las posibilidades de colisión con un fragmento de materia lo bastante grande como para producir algún daño. La estimación era tan baja, tan verdaderamente baja, que era casi imposible que acaeciera encontrarse con un «objeto flotante en el espacio». Los días eran largos y muchos, el espacio estaba vacío, solamente se necesitaba a un hombre en los controles en todo momento. La idea era nueva. Primero, fue alguien especialmente atrevido el que se aventuró a estar fuera unos quince minutos. Luego otro probó media hora. Por fin, antes de que los asteroides quedaran completamente atrás, cada nave regularmente tenía a su miembro libre de guardia suspendido de un cable en el espacio. Era bastante fácil. Para empezar, uno de los cables destinados a operaciones a la conclusión del viaje, estaba magnéticamente sujeto por ambos extremos, por uno al casco de la nave, y por el otro al traje espacial. Luego se salía por la escotilla al casco y allí se amarraba el otro cable. Descansaba un instante, agarrado a la piel metálica de la nave por los electromagnetos de las botas. Después se neutralizaban éstas y se hacía un ligerísimo esfuerzo muscular. Lenta, lentamente, con increíble lentitud, se desprendía de la nave. Aún más despacio, la masa mayor, la nave, se movía a poca distancia y hacia abajo. Uno flotaba de forma increíble, sin peso, en un negro sólido y tachonado. Cuando la nave se había alejado lo bastante, con la mano enguantada que mantenía asido el cable se apretaba ligeramente. Si se apretaba demasiado, uno se desplazaría hacia la nave y ésta hacia uno. Apretar con demasiada fuerza y la fricción le detendría, porque su moción sería equivalente a la de la nave y parecería tan inmóvil por debajo como si estuviera pintada sobre un imaginario telón de fondo, mientras que el cable colgaría enrollado entre los dos porque no tendría motivo para estar tirante. Para el ojo desnudo era media nave. Una mitad estaba iluminada por la luz del débil sol que brillaba aun demasiado para poder mirarle directamente sin la reforzada protección de la visera polarizada del traje espacial. La otra mitad era negra sobre negro y por tanto invisible.

El espacio envolvía, como un sueño. El traje espacial era tibio, renovaba el aire automáticamente, llevaba comida y bebida en recipientes especiales de los que se podía tomar con el mínimo movimiento de cabeza, y se ocupaba debidamente de los desperdicios. Por encima de todo, y más que cualquier otra cosa, estaba la deliciosa euforia de la ingravidez. Nunca hasta entonces se había sentido uno tan bien. Los días habían dejado de ser demasiado largos, ya no eran tan largos y faltaban días. Habían pasado la órbita de Júpiter en un punto cercano a los treinta grados de su posición actual. Durante meses fue el objeto más brillante del cielo, salvo el guisante blanco y resplandeciente del Sol. Algunos de los basureros insistieron en que podían considerar a Júpiter por su resplandor como una pequeña esfera con un lado comido del todo por las sombras de la noche. Después, pasado un período de varios meses, se desvaneció mientras otro punto de luz crecía hasta que fue más brillante que Júpiter. Era Saturno, primero como un punto y luego como una mancha ovalada y respladeciente. (-¿Por qué ovalada? -preguntó alguien y poco después otro contestó-: Por los anillos, naturalmente.) Todos salían a flotar en el espacio, en cualquier momento, contemplando incesantemente a Saturno. («Oye, fresco, vuelve a la nave, maldita sea. Estás de guardia.» «¿Quién está de guardia? Según mi reloj todavía me quedan quince minutos.» «Pues vuelve a poner en hora tu reloj. Además, ayer te di veinte minutos.» «Tú no darías ni dos minutos a tu abuela.» «Vuelve de una vez, maldición, o saldré ahora mismo.» «Está bien, ya vuelvo. ¡Santo Dios!, ¡cuánto ruido por un cochino minuto!» Pero en el espacio ninguna pelea era grave. Era demasiado bueno.) Saturno fue creciendo hasta que al fin rivalizó y después sobrepasó al Sol en brillantez; los anillos, situados en un amplio ángulo con su trayectoria de acercamiento, él pasó imponente junto al planeta que sólo tenía eclipsada una pequeña parte. Después, a medida que se acercaban, creció la amplitud de los anillos, para estrecharse a medida que el ángulo de aproximación iba decreciendo constantemente. Las lunas mayores aparecieron por los alrededores de aquel cielo como serenas luciérnagas. Mario Rioz se alegraba de estar despierto y poder seguir contemplando el espectáculo. Saturno llenaba medio cielo, con estrías color naranja, con las sombras de la noche reduciéndolo por la derecha casi en una tercera parte. Dos pequeños puntos redondos en aquel resplandor eran la sombra de dos de sus lunas. A la izquierda y detrás de él (podía mirar por encima del hombro izquierdo para ver, y al hacerlo, el resto de su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia la derecha para mantener el impulso angular) estaba el diamante blanco del Sol. Pero más que otra cosa, le gustaba contemplar los anillos. A la izquierda salía, por detrás de Saturno, una triple banda apretada, de luces anaranjadas. Por la noche, su principio quedaba oculto en las sombras nocturnas, pero los anillos se mostraban más cerca y más anchos. Se ensanchaban al acercarse, como la boca de una trompeta, pero también resultaban más borrosos al llegar, hasta que llenaban el cielo y se perdían. Desde donde estaba la flota de basureros, precisamente dentro del borde exterior del último anillo, éstos se rompian y asumían su verdadera identidad de agrupación de fragmentos sólidos más que la banda de luz sólida que parecían. Por debajo de él, o mejor dicho en la dirección que señalaban sus pies, a unos treinta kilómetros de distancia, había uno de los fragmentos del anillo. Tenía el aspecto de una gran mancha irregular que afeaba la simetría del espacio, tres cuartos iluminada y partida como con un cuchillo por la sombra de la noche. Otros fragmentos estaban más lejos reluciendo como polvo de estrellas, más apagados y amontonados hasta que al seguirlos, volvían a parecer anillos. Los fragmentos estaban inmóviles, pero era solamente porque las naves habían tomado una órbita cerca de Saturno equivalente a la del borde exterior de los anillos. El día anterior, recordó Rioz, había estado en el fragmento más cercano trabajando junto a una veintena de compañeros para darle la forma deseada. Mañana volvería a hacerlo. Hoy…, hoy flotaba en el espacio.

– ¿Mario? -la voz que sonaba en sus auriculares era inquisitiva. De momento a Rioz le embargó el hastío. Maldición, no estaba de humor para compañía.

– Al habla -respondió.

– Estaba seguro de haber localizado tu nave. ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Eres tú, Ted?

– El mismo.

– ¿Ocurre algo con el fragmento?

– Nada. He salido a flotar.

– ¿Tú también?

– De vez en cuando me apetece. Precioso, ¿verdad?

– Muy bueno -asintió Rioz.

– Sabes que he leído en libros de la Tierra…

– De terrícolas querrás decir. -Rioz bostezó y en aquellas circunstancias le resultó difícil emplear la expresión con la apropiada carga de resentimiento.

-… descripciones, a veces, de gente echada en la hierba -prosiguió long-, ya sabes, esa cosa verde que es como tiras finas de papel y que allí les cubre todo el suelo, que contempla el cielo azul salpicado de nubes. ¿Viste alguna vez películas con eso?

– Claro. Pero no me dijeron nada. Daban sensación de frío.

– Pero supongo que no lo será. Después de todo, la Tierra está muy cerca del Sol y dicen que su atmósfera es lo bastante espesa para retener el calor. Debo confesar que, personalmente, me molestaría encontrarme bajo cielo abierto y con sólo la ropa puesta. Pero me imagino que les gusta.

– ¡Los terrícolas están locos!

– Hablan de árboles, de grandes ramas oscuras, de vientos, ya sabes, movimientos del aire.

– Querrás decir corrientes. También pueden quedárselas.

– No importa. El caso es que lo describen maravillosamente, casi apasionadamente. Muchas veces me he preguntado: ¿Cómo será en realidad? ¿Lo experimentaré alguna vez o es algo que solamente los de la Tierra pueden sentir? Muchas veces me ha parecido que me estaba perdiendo algo vital. Ahora sé cómo debe ser. Es esto. Completa paz en medio de un universo empapado en belleza.

– No les gustaría -opinó Rioz-. Me refiero a los terrícolas. Están tan acostumbrados a su repugnante y pequeño mundo que no sabrían apreciar lo que es flotar contemplando a Saturno… -Sacudió ligeramente su cuerpo y empezó a balancearse de un lado a otro en su centro de masa, lenta y dulcemente.

– Sí, también lo creo yo. Son esclavos de su planeta. Incluso si vienen a Marte, serán solamente sus hijos los que se sientan libres. Algún día habrá naves estelares grandes, inmensas, que podrán llevar a millares de personas y mantener su autosuficiente equilibrio por decenas de años, tal vez por siglos. La humanidad se extenderá por toda la Galaxia. Pero la gente tendrá que vivir su vida a bordo hasta que se desarrollen nuevos métodos de viajes interestelares, lo mismo ocurrirá con los marcianos, no terrícolas, en dirección al planeta, que serán los que colonizarán el universo. Es inevitable. Tiene que ser así. Es el sistema marciano. Pero Rioz no le contestó. Se había vuelto a quedar dormido, meciéndose, balanceándose dulcemente, a cerca de un millón de kilómetros por encima de Saturno. El equipo de trabajo en el fragmento de anillo era la cruz de la moneda. La ingravidez, la paz e intimidad de la flotación en el espacio cedía el puesto a algo que no era ni paz ni intimidad. Incluso la ingravidez, que continuaba, resultaba más un purgatorio que un paraíso bajo las nuevas condiciones. Traten de manipular un proyector de calor de tipo habitualmente intransportable. Podía levantarse pese a me ir casi dos metros de altura y otros tantos de anchura, y ser casi de metal sólido, porque pesaba menos de un gramo. Pero su inercia era exactamente lo que había sido siempre, lo cual significaba que si no se colocaba muy despacio en posición correcta, continuaría moviéndose y llevándote consigo. Entonces tendrías que cruzar el campo de gravedad artificial en tu traje espacial y bajar de golpe. Keralski había cruzado el campo un poco alto, y bajó brutalmente, junto al proyector en un ángulo peligroso. Su tobillo aplastado había sido el primer accidente de la expedición. Rioz maldecía profusamente y sin parar. Continuaba con la costumbre de pasarse el dorso de la mano por la frente y secar el sudor acumulado. Las pocas veces que había sucumbido al impulso, el metal y la silicona chocaban con un ruido que atronó el interior de su traje, sin que sirviera para nada. Los secadores del interior del traje estaban aspirando al máximo y, naturalmente, recuperando el agua y devolviendo líquido ionizado, conteniendo una cuidadosa proporción de sal en el recipiente apropiado. Rioz gritó:

— Maldita sea, Dick, espera hasta que te dé la orden, ¿quieres? Y la voz de Swenson resonó en sus oídos:

— Bien, ¿y cuánto tiempo se supone que voy a estar aqui sentado?

— Hasta que te avise -respondió Rioz. Reforzó la gravedad artificial y levantó un poco el proyector. Liberó la suficiente seudogravedad hasta que se aseguró de que el proyector se mantendría unos minutos en su sitio, aunque le retirara el soporte del todo. De un puntapié quitó el cable de en medio (llegaba más allá del cercano «horizonte» a una fuente de energía invisible desde allí) y apretó el botón. El material de que se componía el fragmento burbujeó y se desvaneció bajo el contacto. Una sección del labio de la tremenda cavidad que ya habían abierto en la materia se fundió y desapareció la irregularidad de su contorno. — Prueba ahora -ordenó Rioz. Swenson se encontraba en la nave que se mantenía sobre la cabeza de Rioz. Swenson gritó:

— ¿Todo despejado?

— Te he dicho que empieces. Lo que salió de una abertura en la proa de la nave fue un débil chorro de vapor. La nave bajó hacia el fragmento de anillo. Otro chorro compensó la tendencia a moverse hacia un lado. Pudo acercarse directamente. Un tercer chorro en la popa disminuyó considerablemente su velocidad. Rioz observaba, tenso.

— Sigue acercándola. Lo conseguirás. Lo conseguirás. La popa de la nave entró en el boquete, llenándolo casi. Los panzudos costados se acercaron más y más al borde. Hubo una vibración chirriante al dejar de moverse la nave. A Swenson le llegó el turno de maldecir:

— No encaja -barbotó. Rioz lanzó el proyector contra tierra en un ataque de rabia y salió debatiéndose en el espacio. El proyector levantó una nube de polvo blanco y cristalino a su alrededor y cuando Rioz bajó a su vez por seudogravedad ocurrió lo mismo. Protestó:

— Te metiste al bies, estúpido terrícola.

— Entré nivelado, granjero de míerda. Unos chorros laterales disparados hacia atrás funcionaron con más fuerza que antes y Rioz confió en tener tiempo de apartarse. La nave salió del pozo y se disparó al espacio ochocientos metros antes de que los chorros delanteros pudieran pararla.

— Partiremos media docena de placas si volvemos a hacer esto -observó Swenson, tenso-. Métela bien, ¿quieres?

— La meteré perfectamente. No te preocupes. Procura tu entrar bien. Rioz saltó hacia arriba y se permitió subir doscientos cincuenta metros más a fin de tener una visión general de la cavidad. Las marcas que había dejado la nave eran claramente visibles. Se concentraban en un punto a mitad de camino del fondo del pozo. Tendría que eliminarlas. Empezó a fundirlas con el soplete. Media hora después la nave encajaba perfectamente en su cavidad y Swenson, con su traje espacial puesto, salió para reunirse con Rioz. Swenson dijo:

— Si quieres entrar y quitarte el traje, ya me ocuparé yo de la escarcha.

— No importa. Prefiero estar aquí, sentado, y contemplar Saturno. Se sentó en el borde del pozo. Quedaba un espacio de dos metros entre él y la nave. En ciertos puntos del círculo había sólo medio metro; en otros simplemente unos centímetros. No se podía esperar un encaje mejor hecho a mano. El ajuste final se haría fundiendo poco a poco el hielo al vapor y dejando que se helara de nuevo dentro de la cavidad entre el borde y la nave. Saturno se movió visiblemente a través del cielo, desapareciendo su enorme masa más allá del horizonte.

— ¿Cuántas naves quedan por colocar? -preguntó Rioz.

— Lo último que oí eran once. Nosotros ya estamos dentro, de modo que ahora quedarán diez. De las que ya están colocadas, siete ya se han congelado. Dos o tres están desmanteladas.

— Vamos bien.

— Hay mucho que hacer aún. No te olvides de los chorros principales del otro extremo, de los cables y de las líneas de energía. A veces me pregunto si lo conseguiremos. Cuando salimos no me importaba demasiado, pero ahora mismo, sentado en los controles me iba diciendo: «No lo conseguiremos. Nos quedaremos sentados aquí y pasaremos hambre y moriremos con solo Saturno sobre nuestras cabezas.» Y me pongo a pensar.. No llegó a explicar lo que pensaba. Simplemente siguió sentado.

— Piensas demasiado -le increpó Rioz.

— Contigo es distinto dijo Swenson-. No dejo de pensar en Peter… y en Dora…

— ¿Para qué? Dijo que podías irte, ¿verdad? El Comisionado le hizo un discurso sobre patriotismo y cómo serías un héroe y con el futuro resuelto a tu regreso, y dijo que podías ir. No te escabulliste como hizo Adams.

— Adams es diferente. A su mujer debían haberla asesinado cuando nació. Algunas mujeres pueden suponer un infierno para el hombre, ¿no crees? No quería que fuera…, pero probablemente preferiría que no regresara, si consigues una buena pensión.

— Entonces, ¿por qué te quejas? Dora quiere que vuelvas, ¿no?

— ¡Nunca la he tratado bien! -suspiró Swenson.

— Le entregas tu paga, me parece. Yo no lo haría por ninguna mujer. Dinero contra valor recibido, ni un céntimo más.

— El dinero no lo es todo. Es algo que he pensado aquí. A una mujer le gusta la compañía. Un niño necesita a su padre. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?

— Preparándote para volver a casa.

— Ah, tú no lo entiendes.

Ted Long se movió por encima de la surcada superficie del fragmento de anillo con sus ánimos tan congelados como el suelo que pisaba. Desde Marte todo parecía perfectamente lógico, pero estaban en Marte. Lo había planeado cuidadosamente en su mente y por etapas razonabIes. Todavía recordaba exactamente cómo fue. No era necesaria una tonelada de agua para mover una nave. No se trataba de masa igual a masa, sino el tiempo de velocidad de la masa es igual a tiempo de velocidad de masa. En otras palabras, no importaba que desprendieras una tonelada de agua a más de un kilómetro por segundo, o unos cincuenta litros de agua a treinta kilómetros por segundo, obtenías la misma velocidad final de la nave. Esto significaba que los orificios de chorro tenían que ser más pequeños y el vapor más caliente. Pero aparecían los inconvenientes. Cuanto más estrecho fuera el agujero, más energía se perdía en fricción y en turbulencia. Cuanto más caliente fuera el vapor, más refractario debía ser el agujero y más breve su duración. El límite, en esta dirección, era rápidamente alcanzado. Así que, puesto que un determinado peso de agua podía mover considerablemente más que su propio peso en condiciones de agujeros pequeños, la nave debía ser grande. Cuanto más grande sea el espacio para almacenar el agua, mayor será la sección de viaje, incluso en proporción. Así que empezaron a hacer naves más pesadas y mayores. Pero entonces, cuanto mayor era el casco, más fuertes los refuerzos y más difíciles las soldaduras, más precisa y más exigente había de ser la ingeniería. De momento, el límite en aquella dirección también se había alcanzado. Y finalmente había dado con lo que él consideraba el fallo básico: la concepción inquebrantable y original de que el combustible tenía que ir dentro de la nave; el metal tenía que trabajarse para que envolviera mil millones de toneladas de agua. ¿Por qué? El agua no tenía por qué ser agua. Podía ser hielo, y al hielo podía dársele forma. Se le podían hacer agujeros. Se le podían introducir cabinas y reactores. Con cables podían sujetarse las cabinas y los reactores gracias a la influencia de los campos magnéticos de fuerza que actuarían como agarraderas y cierres. Long percibió el temblor del suelo que pisaba. Se encontraba en la cabeza del fragmento. Una docena de naves entraban y salían de las vainas perforadas en la materia, y el fragmento se estremecía bajo los continuos impactos. El hielo no tenía que ser recortado. Había auténticos trozos en los anillos de Saturno. Los anillos eran realmente eso…, piezas de hielo casi puro girando alrededor de Saturno. Así lo establecía la espectroscopia y así había resultado ser. Ahora se encontraba encima de una de esas piezas, de una longitud superior a los tres kilómetros y de casi un kilómetro y medio de espesor. Representaba aproximadamente quinientos millones de toneladas de agua, en una sola pieza, y él estaba de pie encima de ella. Pero ahora se encontraba cara a cara con la realidad de la vida. Nunca había dicho a los hombres lo de prisa que esperaba transformar el fragmento en una nave, pero en su corazón imaginaba que serían dos días. Hacía ya una semana y no se atrevía a calcular el tiempo que quedaba. Ya ni siquiera confiaba en que el trabajo pudiera hacerse. ¿Serían capaces de controlar los chorros con la suficiente delicadeza mediante conductos lanzados a través de tres kilómetros de hielo que servirían para manipular la salida de la gravedad de Saturno? El agua potable estaba bajando, aunque siempre podían destilar algo más de hielo. Y los víveres tampoco valían gran cosa. Se detuvo, miró al cielo, forzando la vista. ¿Estaba creciendo el objeto? Debería medir su distancia. A decir verdad, le faltaba ánimo para añadir este problema a los otros. Su mente volvió a la inmediatez, mucho más importante. Por lo menos, la moral estaba alta. Los hombres parecían disfrutar estando cerca de Saturno. Eran los primeros seres humanos en llegar tan lejos, los primeros en pasar los asteroides, los primeros en ver Júpiter como una pequeña piedra brillante a simple vista, los primeros en ver Saturno tal cual era. No creía que cincuenta cazadores de cápsulas, prácticos y endurecidos, dedicaran tiempo a experimentar esa emoción. Pero sí lo hicieron. Y estaban orgullosos de ello. Dos hombres y una nave medio enterrada pasaron por su horizonte móvil mientras caminaba. Les llamó:

– ¡Eh, vosotros!

– ¿Eres tú, Ted? -contestó Rioz.

– El mismo. ¿Es Dick el que está contigo?

– Claro. Ven, siéntate. Estábamos preparándonos para envolvernos en el hielo y buscábamos una excusa para retrasarlo.

– Yo no -dijo Swenson-. ¿Cuándo crees que nos iremos, Ted?

– Tan pronto como terminemos. Pero no es una respuesta, ¿verdad?

– Me figuro que no hay otra respuesta -comentó Swenson, deprimido. Long miró hacia arriba, contemplando la mancha bríllante e irregular del cielo. Rioz siguió su mirada:

– ¿Qué pasa? Long tardó en contestar. El cielo estaba completamente negro y los fragmentos de anillo resaltaban como polvo anaranjado. Saturno estaba a más de tres cuartos por debajo del horizonte y los anillos iban con él. A menos de un kilómetro de distancia una nave saltó más allá del borde helado del planetoide hacia el cielo, quedó iluminada por la luz naranja de Saturno y volvió a bajar. El suelo tembló ligeramente.

– ¿Te preocupa algo respecto de la Sombra? -preguntó Rioz. Lo llamaban así. Era el fragmento más cercano de los anillos, considerando que se encontraban en la cara externa de éstos, donde las piezas estaban más esparcidas. Se encontraba, quizás, a unos treinta kilómetros de distancia, como una montaña escarpada, de forma claramente visible.

– ¿Cómo lo ves tú? -preguntó Long.

– Bien, supongo -respondió Rioz-. No veo nada extraño.

– ¿No te parece que está volviéndose mayor?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Te lo parece o no? -insistió Long. Rioz y Swenson lo miraron, pensativos.

– Sí que parece mayor -observó Swenson.

– Nos estás metiendo la idea en la cabeza -protestó Rioz-. Si fuera mayor es que estaría más cerca.

– ¿Y te parece imposible?

– Estas cosas son de órbita estable.

– Lo eran cuando llegamos -explicó Long-. ¿Has notado eso? El suelo había vuelto a temblar. Long dijo:

– Llevamos ya una semana volando esta cosa. Primero veinticinco naves se posaron en ella, lo que hizo que su impulso variara, claro que no mucho. Después hemos estado derritiendo partes de ella y nuestras naves han entrado y salido violentamente… y siempre en el mismo extremo. En una semana podemos haber cambiado algo su órbita. Los dos fragmentos, éste y la Sombra pueden converger.

– Tiene mucho espacio para pasarnos. -Rioz lo contempló, pensativo-. Además, si ni siquiera podemos estar seguros de que se ha hecho mayor, ¿a qué velocidad puede moverse? Con relación a nosotros, quiero decir.

– No tiene que moverse rápido. Su impulso es el mismo que el nuestro, así que, por más ligeramente que nos roce nos echará completamente fuera de nuestra órbita, quizás hacia Saturno, a donde no queremos ir. A decir verdad, el hielo tiene una fuerza de tensión muy baja, de modo que ambos planetoides pueden hacerse migas. Swenson se puso en pie.

– Maldición, si puedo decirte que una cápsula se está moviendo a mil seiscientos kilómetros de distancia, puedo decirte también lo que hace una montaña a treinta kilometros. -Dio la vuelta y se fue hacia la nave. Long no le detuvo. Rioz comentó:

– Es un tipo muy nervioso. El planetoide vecino se alzó en el cenit, pasó por encima y empezó a hundirse. Veinte minutos después, el horizonte opuesto a la porción tras la que Saturno había desaparecido estalló en una llamarada naranja cuando su masa empezó a elevarse de nuevo. Rioz llamó a Swenson por radio:

– Eh, Dick. ¿te has muerto?

– Estoy haciendo unas comprobaciones -respondió con voz apagada.

– ¿Se mueve? -preguntó Long.

– Sí.

– ¿Hacia nosotros? Una pausa. La voz de Swenson parecía enferma:

– Directo a la nariz, Ted. La intersección de órbitas tendrá lugar dentro de tres días.

– ¡Estás loco! -exclamó Rioz.

– Lo he comprobado cuatro veces -insistió Swenson. Long, abrumado, pensó: «¿Y qué vamos a hacer ahora?»

Algunos de los hombres tenían problemas con los cables. Había que tenderlos con precisión; su geometría tenía que ser casi perfecta para que el campo magnético alcanzara la máxima fuerza. En el espacio, o incluso en el aire, no hubiera importado. Los cables se hubieran alineado automáticamente tan pronto como se pusieran en marcha. Aquí era diferente. Había que trazar un surco a lo largo de la superficie del planetoide y dentro encajar el cable. Si no lo extendían dentro de los pocos minutos de arco en la dirección calculada, la presión se aplicaría al planetoide entero, con la consiguiente pérdida de energía, y no podían permitirse la menor pérdida. Habría que volver a trazar los surcos, trasladar los cables y congelarlo todo en la nueva posición. Los hombres agotados obedecían por rutina, y de pronto les llegó una orden:

— ¡Todo el mundo a los chorros! No podía decirse de los basureros que fueran del tipo que acepta tranquilamente la disciplina. Se trataba de un grupo que protestando, murmurando y gruñendo desmontaba los tubos de chorros de las naves que aún seguían intactos, llevándolos al extremo de popa del planetoide, encajándolos en posición y sujetándolos a lo largo de la superficie. Llevaban casi veinticuatro horas antes de que uno de ellos levantara la vista al cielo y exclamara:

— ¡Diablos! -A lo que siguió algo irrepetible. Su vecino miró y dijo:

— ¡Que me aspen! Una vez lo vieron unos, lo vieron todos. Era lo más asombroso del mundo.

— ¡Mirad la Sombra! Se extendía a través del cielo como una herida infectada. Los hombres miraban, encontrando que había doblado su tamaño, preguntándose por qué no lo habrían observado antes. El trabajo cesó virtualmente. Fueron en busca de Ted Long.

— No podemos irnos -les dijo-. No tenemos bastante combustible para volver a Marte y carecemos de equipo para capturar otro planetoide. De modo que tenemos que quedarnos. Ahora la Sombra se acerca a nosotros porque nuestras explosiones nos han echado de nuestra órbita. Debemos volver a modificarla con más explosiones. Como no podemos tocar la parte delantera sin poner en peligro la nave que estamos construyendo, probemos otro sistema. Volvieron a trabajar en los tubos de chorro con una furiosa energía que recibía impulso cada media hora cuando la Sombra volvía a alzarse sobre el horizonte, mayor y más ominosa que antes. Long no estaba seguro de que funcionara, aunque los chorros respondieran a los controles lejanos, y la provisión de agua fuera la adecuada. Esta provisión, dependía de una cámara de aprovisionamiento que se abría directamente en el cuerpo helado del planetoide, con proyectores de calor incorporados que enviaban directamente el líquido propulsor a las células de conducción. Todavía no había seguridad de que el cuerpo del planetoide, sin una funda de cables magnéticos, se mantuviera unido bajo la enorme presión disruptiva.

— ¡Listos! -Llegó la señal al receptor de Long. Long respondió:

— ¡Listo! -Y puso el contacto. La vibración se hizo notar por todas partes. El campo estrellado, en el visor, también tembló. Por el retrovisor se vio una espuma brillante y distante hecha de cristales de hielo en movimiento.

— ¡Soplan! -Fue un grito unánime. Y siguió soplando. Long no se atrevió a parar. Durante seis horas sopló, silbó, burbujeó, llenando el espacio de vapor; el cuerpo del planetoide se volvió vapor y salió disparado. La Sombra se acercó hasta que los hombres no hicieron sino mirar aquella montaña en el cielo, sobrepasando al propio Saturno en espectacularidad. Todos sus valles y gargantas eran claras arrugas en su rostro. Pero cuando cruzó la órbita del planetoide, lo hizo a más de medio metro por detrás de su actual posición. Los chorros de vapor cesaron.

Long se inclinó en su asiento y se cubrió los ojos. No había comido en dos días. Pero ahora sí podía comer. No había otro planetoide lo bastante cercano para interrumpiríes, aunque iniciara una aproximación en aquel momento. De vuelta a la superficie del planetoide, Swenson Co mentó:

— Durante todo el tiempo que miré aquella maldita roca echándosenos encima, me iba diciendo: «No puede ocurrir. No podemos permitir que ocurra.»

— ¡Diablos! -dijo Rioz-, estábamos todos nerviosos. ¿Viste a Jim Davis? Estaba verde. Yo también me sentía un poco alterado.

— Pero no es eso. No era precisamente… morir, ¿sabes? Estaba pensando…, ya sé que es absurdo, pero no puedo evitarlo…, pensaba que Dora me advirtió que moriría, y que nunca dejó de hablarme de lo mismo. ¿No te parece una actitud idiota en un momento como éste?

— Óyeme, tú quisiste casarte, así que te casaste. ¿Por qué vienes a contarme tus problemas?

La flotilla, soldada en una sola unidad, regresaba de su importante viaje de Saturno a Marte. Cada día era como un destello surcando un espacio que antes tardó nueve días en recorrer. Ted Long había puesto a toda la tripulación en estado de emergencia. Con veinticinco naves incrustadas en el planetoide sacado de los anillos de Saturno e incapaces de moverse o maniobrar independientemente, la coordinación de sus fuentes de energía en chorros unificados era un problema delicadísimo. La sacudida que tuvo lugar el primer día de viaje casi les sacó de su piel. Esto por lo menos se arregló a medida que la velocidad fue aumentando bajo el empuje regular de la parte trasera. Pasaron de ciento sesenta kilómetros por hora al final del segundo día, y fueron subiendo firmemente hasta el millón y medio de kilómetros y más. La nave de Long, que formaba la proa aguzada de la flota congelada, era la única que poseía una visión quintupíe del espacio. Era una posición incómoda dadas las circunstancias. Long se encontró vigilando, tenso, imaginando que las estrellas empezarían a quedarse lentamente rezagadas, a medida que las pasase, debido a la tremenda velocidad de desplazamiento de la multinave. Pero no era así, naturalmente. Permanecieron sujetas al negro fondo, despreciando, desde su distancia y con paciente inmovilidad, cualquier velocidad que un mero hombre pudiera conseguir. Los hombres empezaron a quejarse después de los primeros días. No sólo porque se les privaba de flotar en el espacio. Se sentían agobiados por la gravedad artificial, mayor que la ordinaria, de las naves, y por los efectos de la feroz aceleración en la que vivían. El propio Long estaba muerto de cansancio por la incesante presión contra los almohadones hidráulicos. Empezaron a cortar los chorros una hora de cada veinticuatro y Long se inquietaba. Hacía más de un año que vio por última vez Marte, encogiéndose, por una ventana de observación de esta misma nave, que había sido una entidad independiente. ¿Qué había ocurrido desde entonces? ¿Seguía la colonia allí? Algo parecido al pánico crecía en Long, que enviaba llamadas de tanteo por radio todos los días a Marte, con la energía combinada de veinticinco naves. Pero no había respuesta. Tampoco esperaba ninguna. Marte y Saturno se hallaban ahora en lados opuestos del Sol, y hasta que pudiera subir lo bastante por encima de la eclíptica para tener al Sol más allá de la línea que le conectaba con Marte, la interferencia solar impediría que pasara cualquier señal. Muy por encima del borde exterior del cinturón de asteroides alcanzaron la máxima velocidad. Con breves chorros de energía, primero por los tubos de un lado, luego por los del otro, la enorme nave giró en sentido inverso. La composición de chorros de popa empezaron de nuevo su potente rugido, pero ahora el resultado era de desaceleración. Pasaron a ciento cincuenta millones de kilómetros por encima del Sol, girando hacia abajo para interceptar la órbita de Marte. A una semana de distancia de Marte se oyeron por primera vez señales de respuesta. Llegaron fragmentadas, distorsionadas por el éter e incomprensibles, pero procedían de Marte. Tierra y Venus se encontraban en ángulos suficientemente diferentes para que no quedara la menor duda. Long se relajó. En todo caso, seguía habiendo humanos en Marte. A dos días de distancia, las señales eran fuertes y claras y Sankov se encontraba al otro extremo. Le dijo:

– Hola, hijo. Aquí son las tres de la mañana. Parece como si la gente no tuviera la menor consideración por un anciano. Me han arrancado de la cama.

– Lo siento, señor.

– No lo sientas. Cumplías órdenes. Me asusta preguntar, hijo: ¿hay alguien herido? ¿Tal vez muerto?

– No ha habido bajas, señor. Ni una.

– ¿Y… y el agua? ¿Queda algo? Long se esforzó por parecer indiferente:

– Bastante.

– En este caso, llegad tan rápido como podáis. De todas formas no os arriesguéis.

– Entonces, hay problemas.

– Bastante fastidiosos. ¿Cuánto tardaréis en bajar?

– Dos días. ¿Puede aguantar hasta entonces?

– Aguantaré. Cuarenta horas más tarde Marte era como una bola color fuego que llenaba las portillas. Se encontraban ya en la espiral final del aterrizaje en el planeta.

– Despacio -se dijo Long-. Despacio. En sus condiciones, incluso la débil atmósfera de Marte podía causar daños tremendos si bajaban demasiado de prisa. Desde el momento en que emergieron muy por encima de la eclíptica, su espiral pasó de Norte a Sur. Vieron a sus pies el paso fugaz de un blanco casquete polar, luego el más pequeño del hemisferio de verano, otra vez el grande, luego el pequeño, y todo a intervalos cada vez más largos. El planeta se iba acercando, el paisaje empezó a mostrarse con detalles.

– ¡Preparados para aterrizar! -gritó Long.

Sankov hizo un gran esfuerzo por mostrarse tranquilo, lo que le resultaba difícil si se considera lo justo a tiempo que los muchachos habían llegado. Pero, bueno, todo había salido bien. Hasta hacía pocos días no estaba seguro de que sobrevivieran. Parecía más probable, casi inevitable, que no fueran sino cadáveres congelados en alguna parte de la extensión no hollada de Marte a Saturno, transformados en nuevos planetoides que en tiempos fueron seres vivos, El Comité había estado atosigándole por espacio de semanas antes de que llegaran las noticias. Habían insistido en que firmara para guardar las apariencias. Parecería un acuerdo, voluntaria y mutuamente alcanzado. Pero Sankov sabía de sobra que, dada la obstinación de ellos, actuarían unilateralmente y al cuerno con las apariencias. Parecía casi obvio que la elección de Hilder era segura y aprovecharían la oportunidad de provocar una reacción de simpatía por Marte. Así que prolongó las negociaciones, haciéndoles creer siempre en la posibilidad de rendirse. Y entonces oyó a Long y cerró rápidamente el trato. Extendieron los papeles ante él e hizo unas declaraciones a los reporteros presentes. Dijo:

— La importación total de agua de la Tierra es de veinte millones de toneladas al año, que va disminuyendo a medida que desarrollamos nuestro propio sistema de canalización. Si firmo este documento aceptando un embargo, nuestra industria se verá paralizada y detenida cualquier posibilidad de expansión. Me parece imposible que esto sea lo que quiere la Tierra, ¿no es eso? Sus ojos se encontraron y vieron en los del anciano un brillo duro. El congresista Digby ya había sido remplazado y todos estaban unánimemente en contra de él. El presidente del Comité señaló con impaciencia:

— Todo eso ya nos lo ha dicho antes.

— Lo sé, pero en este momento me dispongo a firmar y quiero tenerlo bien claro en mi cabeza. Quiero saber si la Tierra está determinada a terminar con nosotros aquí.

— Claro que no. La Tierra está interesada en conservar su irremplazable caudal de agua, nada más.

— La Tierra dispone de un quintillón y medio de toneladas de agua.

— No podemos repartir más agua -insistió el presidente del Comité. Y Sankov había firmado. Había sido la nota final que deseaba. La Tierra poseía un quintillón y medio de toneladas de agua, y no podía ceder nada. Ahora, un día y medio después, el Comité y los reporteros esperaban bajo la cúpula del espaciopuerto. A través de gruesas y convexas ventanas, podían ver la extensión vacía del espaciopuerto de Marte. El presidente del Comité preguntó molesto:

— ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar? Y, si no le importa decírmelo, ¿qué es lo que esperamos? Sankov replicó:

— Algunos de nuestros muchachos han estado en el espacio, más allá de los asteroides. El presidente del Comité se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo inmaculado:

— ¿Y regresan?

— En efecto. El presidente se encogió de hombros y alzó las cejas en dirección de los reporteros. En una estancia contigua más pequeña, un grupo de mujeres y niños se arracimaban junto a las ventanas. Sankov dio unos pasos atrás para mirarles. Cuánto hubiera preferido estar con ellos, tomar parte en su tensión y alegría. Él, como ellos, había esperado más de un año. Él, como ellos, había pensado una y más veces que los hombres debían haber muerto.

— ¿Ven aquello? -señaló Sankov.

— ¡Eh! -exclamó un reportero-. ¡Si es una nave! Un griterío confuso salió de la estancia contigua. No era tanto una nave como un punto brillante oscurecido por una nube blanca que se movía. La nube se hizo mayor y empezó a tener forma. Era una doble mancha recortada contra el cielo, con los extremos inferiores sobresaliendo y mirando hacia arriba. Al acercarse mas, el punto brillante del extremo superior adoptó una forma toscamente cilíndrica. Era tosca y rugosa, pero donde le daba la luz solar resplandecía. El cilindro descendió a tierra con la ponderada lentitud propia de las naves espaciales. Se mantuvo suspendido por los chorros de vapor y descansó al fin sobre la ingente cantidad de toneladas de materia dejándose caer como un hombre agotado en su sillón. Al hacerlo se hizo un silencio total en el interior de la cúpula. Las mujeres y los niños en una habitación, los políticos y reporteros en la otra, se quedaron helados con las cabezas dirigidas incrédulamente hacia arriba. Las ruedas de aterrizaje del cilindro, saliendo hasta más allá por debajo de los dos últimos tubos, tocaron tierra y se hundieron en la gravilla de la pista. Después la nave se quedó inmóvil y cesó la acción de los chorros. Pero en la cúpula continuó el silencio por mucho tiempo. Los hombres empezaron a descolgarse poco a poco por los lados de la inmensa nave, desde una distancia de tres kilómetros hasta el suelo, con pinchos en las suelas de sus zapatos y hachas de hielo en las manos. Eran como hormigas sobre la cegadora superficie. Uno de los reporteros logró articular:

— ¿Y eso qué es?

— Esto -explicó Sankov- resulta que es un trozo de materia que pasó su vida girando alrededor de Saturno como parte de uno de sus anillos. Nuestros muchachos la dotaron con cabina de mando y chorros y la trajeron a casa. Lo que ocurre es que los fragmentos de anillos de Saturno son de hielo. -Continuó hablando en medio de un silencio sepulcral-: Esa cosa que parece una nave no es más que una montaña de agua endurecida. Si llegara a la Tierra así, acabaría en un charco y tal vez se rompería por su propio peso. Marte es más frío, tiene menos gravedad y no corremos ese peligro. »Naturaimente, una vez tengamos esta cosa organizada, podremos establecer estaciones de agua en las lunas de Saturno y Júpiter y en los asteroides. Podremos trocear los anillos de Saturno y recoger los trozos y enviarlos a las distintas estaciones. Nuestros basureros son magníficos en este trabajo. »Tendremos toda el agua que necesitemos. Este trozo que ven aquí es poco menos de dos kilómetros cúbicos. Más o menos lo que la Tierra nos mandaría en doscientos años. Los muchachos gastaron bastante para su regreso de Saturno. Lo hicieron en cinco semanas según me dijeron, y han gastado unos cien millones de toneladas. Pero, ¡por Marte!, que no hizo la menor mella en toda esta montaña. Tomen buena nota, muchachos. -Y se volvió hacia los reporteros. Era indudable que tomaban buena nota. Y añadió-: Apunten también esto. La Tierra está preocupada por su provisión de agua. Solamente dispone de un quintillón y medio de toneladas. No pueden desprenderse ni de una sola tonelada para darnos. Escriban que nosotros, los de Marte, estamos preocupados por la Tierra y no queremos que les ocurra nada a sus habitantes. Escriban que venderemos agua a la Tierra. Escriban que les cederemos lotes de un millón de toneladas a un precio razonable. Escriban que dentro de diez años, calculamos poder vender lotes de dos kilómetros cúbicos. Escriban que la Tierra puede dejar de preocuparse, ya que Marte puede venderles toda el agua que quieran y necesiten. El presidente del Comité estaba más allá de lo que se decía; estaba sintiendo que el futuro se le echaba encima. Distinguía vagamente a los reporteros riéndose mientras escribian furiosamente. ¡Riéndose! Oía las risas transformándose en carcajadas al llegar a la Tierra al ver cómo Marte devolvía tan limpiamente el mensaje a los antidespilfarradores. Podía oír las carcajadas atronando desde todos los continentes al circular la noticia del fiasco. Y podía ver el abismo, profundo y negro como el espacio, en el que se hundirían para siempre las esperanzas políticas de John Hilder y de todos los que en la Tierra se oponían a los vuelos espaciales, incluyendo los suyos, naturalmente. En la habitación vecina, Dora Swenson gritó de alegría y Peter, que había crecido tres centímetros, daba saltos diciendo:

— ¡Papá! ¡Papá! Richard Swenson acababa de saltar junto a una de las ruedas del extremo, con el rostro claramente visible a través de la silicona del casco, y se dirigía hacia la cúpula.

— ¿Habéis visto alguna vez a un hombre con aspecto más feliz? -preguntó Ted Long-, quizás haya algo bueno en eso del matrimonio.

— Lo que pasa es que has estado en el espacio demasiado tiempo -dijo Rioz. ¡Éste era el día! ¡El día de las elecciones!

Gabriel García Márquez: Espantos de agosto. Cuento

Gabriel-Garcia-Marquez (1)Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

-El más grande -sentenció- fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. «Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

Gabriel García Márquez: El drama del desencantado. Minicuento

gabriel-garcia-marque…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

Gabriel García Márquez: Blacamán el nuevo vendedor de milagros. Cuento

gabriel_garcia_marquez_ampliacionDesde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pes­punteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedre­rías de colores en todos los dedos y su trenza de casca­beles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las hierbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que enton­ces no estaba tratando de vender nada a aquella co­chambre de indios, sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determi­nación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de ésas que empie­zan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se desbarrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reven­tó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retra­tos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, unas porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sen­cillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.

Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almi­rante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él que también era bueno para los plomos envene­nados de los anarquistas, y los tripulantes no se confor­maron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le tor­cieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mi­rada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayu­dara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquélla fue como la mirada del destino, no sólo del mío, sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando él debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía nada más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisiera conocer en el mundo, y ésa fue la única vez en que le contesté sin burlas de verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más fácil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.

Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando se le volteaba la suerte se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años seguían gober­nando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que vol­vió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tende­rete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que vol­vían trasparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infun­dir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden, sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fun­daba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para que le de­volviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la no­che quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcio­nó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posi­ción y la intensidad del dolor. En ésas estábamos, conven­cidos de nuestra victoria sobre la mala suerte, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado ha­bía querido repetir en Filadelfia la prueba del contrave­neno, y se convirtió en mermelada de almirante en pre­sencia de su estado mayor.

No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encon­trábamos más claras nos llegaban las voces de que los infan­tes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arra­saron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión co­lonial, engañados con la esperanza de que pasaran los con­trabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reír­nos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspi­rando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nun­ca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensan­do con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pen­samiento, y antes de amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.

Ahí fue donde se echó a perder el poco cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gri­taba que aquella mortificación no era bastante para apaci­guar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de co­mer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y for­tuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba en­cima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dár­melo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y sola­mente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión que era él y no el animal el que se iba a reventar, y entonces fue cuando sucedió como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.

Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos, por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, de­saguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidentes o peloteras, por veinticin­co si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro género de calamidades públi­cas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor me­diante arreglo especial, a los locos según tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quien se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la iz­quierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y queden curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguar­diente hasta matar la idea, y vengan las maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que no hago es resucitar a los muer­tos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me ame­nazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomenda­ron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La ver­dad es que yo no gano nada con ser santo después de muer­to, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos co­lores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miér­coles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turis­tas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.

Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabe­les para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que en­tonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno, sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de ha­ber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi ma­dre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo, sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes, sino aguan­tando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de ma­rina no se atrevieron a disparar por temor a que las mu­chedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Al­guien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descan­so, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera, sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguan­tando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al re­vés por el tétano de la eternidad. Fue ésa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo en­tero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una co­lina, expuesta a los mejores tiempos del mar, con una ca­pilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes que a Santa María del Darién se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lás­tima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl des­baratado y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resu­citar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.

Gabriel García Márquez: El último viaje del buque fantasma. Cuento

Gabriel_Garcia_Marquez_1984Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió nave­gando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el trasatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapa­reciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tan­teos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orien­tación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fra­gor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehis­tórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acor­darse de la visión hasta la misma noche del marzo si­guiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, porque se te está pudriendo el seso de tanto andar al revés, dur­miendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efec­to vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarayas en primaveras de esponjas, los pargos rosáceos y las corvinas azules zambulléndose en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelle­ras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspi­rando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se pien­sa en ti sobre estos forros de terciopelo y con estos bro­cados de catafalco de reina, pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de cho­colate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de cule­bra, lo mismo que les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes que tiraran en el mar la poltrona ase­sina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huér­fano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier, pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato invero­símil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contrama­taron a golpes y lo dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los man­darines de marfil tallados en el colmillo entero del ele­fante, ni se burló de los negros holandeses en sus velocí­pedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado hacia la en­trada de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo por­que viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste, y así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubie­ran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Ca­ribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas des­de la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer y ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él tuvo la revelación abrumadora que aquel percance de las boyas era la última clave del encantamiento, y encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puer­ta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de alta mar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emo­ción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella, porque ahora sí van a saber quién soy yo, y siguió orientando el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y se lo llevó de cabes­tro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas, la ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguién­dolo con todo lo que llevaba dentro, su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido, y él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cata­clismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes que el tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa, y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el medio día de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía, chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.

 

Gabriel García Márquez: Muerte constante más allá del amor. Cuento

gabriel_garcia_marquez[1]Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para morirse cuando encontró a la mujer de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche era una dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie. Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Fariña.

Fue una escala ineludible en la campaña electoral de cada cuatro años. Por la mañana habían llegado los fur­gones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. El senador Onésimo Sán­chez estaba plácido y sin tiempo dentro del coche refri­gerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estre­meció un aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida, y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga, y era un lector per­severante aunque sin mucha fortuna de los clásicos lati­nos mal traducidos. Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para siempre en la próxima Navidad.

Mientras se terminaban los preparativos de la mani­festación pública, el senador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para descansar. Antes de acostarse puso en el agua de beber una rosa natural que había conservado viva a través del desierto, almorzó con los cereales de régimen que llevaba consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le espera­ban en el resto del día, y se tomó varias píldoras analgé­sicas antes de la hora prevista, de modo que el alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la penumbra de la rosa, ha­ciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un tér­mino fijo, pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio de vida, y no por soberbia sino por pudor.

Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros tiempos de las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de caliche de la placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo, pero el discurso aprendido de memoria y tantas veces machacado no se le había ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.

-Estamos aquí para derrotar a la naturaleza -em­pezó, contra todas sus convicciones-. Ya no seremos más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en el reino de la sed y la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra. Seremos otros, señoras y señores, seremos grandes y felices.

Eran las fórmulas de su circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de pajaritas de papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban sobre la tribuna de tablas, y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros sacaban de los furgones unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los sembraban a espaldas de la multitud en el suelo de salitre. Por último armaron una fachada de cartón con casas fingidas de ladrillos rojos y ventanas de vidrio, y taparon con ella los ranchos miserables de la vida real.

El senador prolongó el discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa. Prometió las máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales de mesa, los aceites de la felicidad que harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo de ficción estaba terminado, lo señaló con el dedo.

-Así seremos, señoras y señores -gritó-. Miren. Así seremos.

El público se volvió. Un trasatlántico de papel pin­tado pasaba por detrás de las casas, y era más alto que las casas más altas de la ciudad de artificio. Sólo el propio senador observó que a fuerza de ser armado y desar­mado, y traído de un lugar para el otro, también el pue­blo de cartón superpuesto estaba carcomido por la in­temperie, y era casi tan pobre y polvoriento y triste como el Rosal del Virrey.

Nelson Fariña no fue a saludar al senador por prime­ra vez en doce años. Escuchó el discurso desde su ha­maca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca de una casa de tablas sin cepillar que se había construido con las mismas manos de boticario con que descuartizó a su primera mujer. Se había fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un buque cargado de guacamayas inocentes, con una negra hermosa y blasfema que se encontró en Paramaribo, y con quien tuvo una hija. La mujer murió de muerte natu­ral poco tiempo después, y no tuvo la suerte de la otra cuyos pedazos sustentaron su propio huerto de coliflo­res, sino que la enterraron entera y con su nombre de holandesa en el cementerio local. La hija había heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y atónitos del padre, y éste tenía razones para suponer que estaba criando a la mujer más bella del mundo.

Desde que conoció al senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson Fariña había supli­cado su ayuda para obtener una falsa cédula de identidad que lo pusiera a salvo de la justicia. El senador, amable pero firme, se la había negado. Nelson Fariña no se rin­dió durante varios años, y cada vez que encontró una ocasión reiteró la solicitud con un recurso distinto. Pero siempre recibió la misma respuesta. De modo que aquella vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales estiró la cabeza, y por encima de las estacas del cercado vio el revés de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles, los ilusio­nistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Es­cupió su rencor.

Merde -dijo-, c’est le Blacaman de la politique.

Después del discurso, como de costumbre, el senador hizo una caminata por las calles del pueblo, entre la mú­sica y los cohetes, y asediado por la gente del pueblo que le contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante, y siempre encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores difíciles. Una mujer encara­mada en el techo de una casa, entre sus seis hijos meno­res, consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los truenos de pólvora.

-Yo no pido mucho, senador -dijo-, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del Ahorcado.

El senador se fijó en los seis niños escuálidos.

-¿Qué se hizo tu marido? -preguntó.

-Se fue a buscar destino en la isla de Aruba -con­testó la mujer de buen humor-, y lo que se encontró fue una forastera de las que se ponen diamantes en los dientes.

La respuesta provocó un estruendo de carcajadas.

-Está bien -decidió el senador-, tendrás tu burro.

Poco después, un ayudante suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos habían escrito con pintura eterna una consigna electoral para que nadie olvidara que era un regalo del senador.

En el breve trayecto de la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un enfermo que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para verlo pasar. En la última esquina, por entre las esta­cas del patio, vio a Nelson Fariña en el chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo saludó sin afecto:

-Cómo está.

Nelson Fariña se revolvió en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su mirada.

Moi, vous savez -dijo.

Su hija salió al patio al oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y tenía la cabeza guarne­cida de moños de colores y la cara pintada para el sol, pero aun en aquel estado de desidia era posible suponer que no había otra más bella en el mundo. El senador se quedó sin aliento.

-¡Carajo -suspiró asombrado-, las vainas que se le ocurren a Dios!

Esa noche, Nelson Fariña vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador. Dos guardias armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa prestada, le ordenaron esperar en la única silla del ves­tíbulo.

El senador estaba en la habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey, a quienes había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los discursos. Eran tan parecidos a los que asistían siem­pre en todos los pueblos del desierto, que el propio sena­dor sentía el hartazgo de la misma sesión todas las noches. Tenía la camisa ensopada en sudor y trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa caliente del venti­lador eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del cuarto.

-Nosotros, por supuesto, no comemos pajaritos de papel -dijo-. Ustedes y yo sabemos que el día en que haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese día ni ustedes ni yo tenemos nada que hacer aquí. ¿Voy bien?

Nadie contestó. Mientras hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y había hecho con las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente del ventilador, sin ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro del cuarto y salió después por la puerta entre­abierta. El senador siguió hablando con un dominio sus­tentado en la complicidad de la muerte.

-Entonces -dijo- no tengo que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es mejor negocio para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de aguas podridas y sudor de indios, y en cambio ustedes viven de eso.

Laura Fariña vio salir la mariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guardia del vestíbulo se había dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al cabo de varias vueltas la enorme mariposa litografiada se desplegó por completo, se aplastó contra el muro, y se quedó pegada. Laura Fariña trató de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despertó con los aplausos en la habitación contigua, advirtió su tentativa inútil.

-No se puede arrancar -dijo entre sueños-. Está pintada en la pared.

Laura Fariña volvió a sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador permaneció en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y sólo descubrió a Laura Fariña cuando el vestíbulo quedó desocupado.

-¿Qué haces aquí?

C’est de la part de mon père -dijo ella.

El senador comprendió. Escudriñó a la guardia soño­lienta, escudriñó luego a Laura Fariña cuya belleza inve­rosímil era más imperiosa que su dolor, y entonces resol­vió que la muerte decidiera por él.

-Entra -le dijo.

Laura Fariña se quedó maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de banco flotaban en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador apagó el ventilador, y los billetes se quedaron sin aire, y se posa­ron sobre las cosas del cuarto.

-Ya ves -sonrió-, hasta la mierda vuela.

Laura Fariña se sentó como en un taburete de esco­lar. Tenía la piel lisa y tensa, con el mismo color y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos eran de crines de potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. El senador siguió el hilo de su mirada y encontró al final la rosa percudida por el salitre.

-Es una rosa -dijo.

-Sí -dijo ella con un rastro de perplejidad-, las conocí en Riohacha.

El senador se sentó en un catre de campaña, hablan­do de las rosas, mientras se desabotonaba la camisa. Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón dentro del pecho, tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado. Tiró en el suelo la camisa mojada y le pidió a Laura Fariña que lo ayudara a quitarse las botas.

Ella se arrodilló frente al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras le zafaba los cordones se preguntó de cuál de los dos sería la mala suerte de aquel encuentro.

-Eres una criatura -dijo.

-No crea -dijo ella-. Voy a cumplir 19 en abril.

El senador se interesó.

-Qué día.

-El once -dijo ella.

El senador se sintió mejor. «Somos Aries», dijo. Y agregó sonriendo:

-Es el signo de la soledad.

Laura Fariña no le puso atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su parte, no sabía qué hacer con Laura Fariña, porque no estaba acostum­brado a los amores imprevistos, y además era consciente que aquél tenía origen en la indignidad. Sólo por ganar tiempo para pensar aprisionó a Laura Fariña con las rodillas, la abrazó por la cintura y se tendió de espal­das en el catre. Entonces comprendió que ella estaba desnuda debajo del vestido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura de animal de monte, pero tenía el cora­zón asustado y la piel aturdida por un sudor glacial.

-Nadie nos quiere -suspiró él.

Laura Fariña quiso decir algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar. La acostó a su lado para ayu­darla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de la rosa. Ella se abandonó a la misericordia de su des­tino. El senador la acarició despacio, la buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde esperaba encon­trarla tropezó con un estorbo de hierro.

-¿Qué tienes ahí?

-Un candado -dijo ella.

-¡Qué disparate! -dijo el senador, furioso, y pre­guntó lo que sabía de sobra-: ¿Dónde está la llave?

Laura Fariña respiró aliviada.

-La tiene mi papá -contestó-. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con un propio y que le mande con él un compromiso escrito asegurando que le va a arreglar su situación.

El senador se puso tenso. «Cabrón franchute», mur­muró indignado. Luego cerró los ojos para relajarse, y se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda -re­cordó- que seas tú o sea otro cualquiera, estarás muerto dentro de un tiempo muy breve, y que poco después no quedará de ustedes ni siquiera el nombre. Esperó a que pasara el escalofrío.

-Dime una cosa -preguntó entonces-: ¿Qué has oído decir de mí?

-¿La verdad de verdad?

-La verdad de verdad.

-Bueno -se atrevió Laura Fariña-, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.

El senador no se alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.

-Qué carajo -decidió- dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.

-Si quiere yo misma voy por la llave -dijo Laura Fariña.

El senador la retuvo.

-Olvídate de la llave -dijo- y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está solo.

Entonces ella lo acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura, es­condió la cara en su axila de animal de monte y sucum­bió al terror. Seis meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de Laura Fariña, y llorando de la rabia de morirse sin ella.

Gabriel García Márquez: El mar del tiempo perdido. Cuento

gabriel_garcia_marquez (1)Hacia el final de enero el mar se iba volviendo áspero, empezaba a vaciar sobre el pueblo una basura espesa, y pocas semanas después todo estaba contaminado de su humor insoportable. Desde entonces el mundo no valía la pena, al menos hasta el otro diciembre, y nadie se quedaba despierto después de las ocho. Pero el año en que vino el señor Herbert el mar no se alteró, ni siquiera en febrero. Al contrario, se hizo cada vez más liso y fosforescente, y en las primeras noches de marzo exhaló una fragancia de rosas.

Tobías la sintió. Tenía la sangre dulce para los can­grejos y se pasaba la mayor parte de la noche espantán­dolos de la cama, hasta que volteaba la brisa y conseguía dormir. En sus largos insomnios había aprendido a distin­guir todo cambio del aire. De modo que cuando sintió un olor de rosas no tuvo que abrir la puerta para saber que era un olor del mar.

Se levantó tarde. Clotilde estaba prendiendo fuego en el patio. La brisa era fresca y todas las estrellas estaban en su puesto, pero costaba trabajo contarlas hasta el hori­zonte a causa de las luces del mar. Después de tomar café, Tobías sintió un rastro de la noche en el paladar.

-Anoche -recordó- sucedió algo muy raro.

Clotilde, por supuesto, no lo había sentido. Dormía de un modo tan pesado que ni siquiera recordaba los sueños.

-Era un olor de rosas -dijo Tobías-, y estoy seguro que venía del mar.

-No sé a qué huelen las rosas -dijo Clotilde.

Tal vez fuera cierto. El pueblo era árido, con un suelo duro, cuarteado por el salitre, y sólo de vez en cuando alguien traía de otra parte un ramo de flores para arrojarlo al mar en el sitio donde se echaban los muertos.

-Es el mismo olor que tenía el ahogado de Guacamayal -dijo Tobías.

-Bueno -sonrió Clotilde-, pues si era un buen olor, puedes estar seguro que no venía de este mar.

Era, en efecto, un mar cruel. En ciertas épocas, mien­tras las redes no arrastraban sino basura en suspensión, las calles del pueblo quedaban llenas de pescados muer­tos cuando se retiraba la marea. La dinamita sólo sacaba a flote los restos de antiguos naufragios.

Las escasas mujeres que quedaban en el pueblo, como Clotilde, se cocinaban en el rencor. Y como ella, la esposa del viejo Jacob, que aquella mañana se levantó más temprano que de costumbre, puso la casa en orden, y llegó al desayuno con una expresión de adversidad.

-Mi última voluntad -dijo a su esposo- es que me entierren viva.

Lo dijo como si estuviera en su lecho de agonizante, pero estaba sentada al extremo de la mesa, en un come­dor con grandes ventanas por donde entraba a chorros y se metía por toda la casa la claridad de marzo. Frente a ella, apacentando su hambre reposada, estaba el viejo Jacob, un hombre que la quería tanto y desde hacía tanto tiempo, que ya no podía concebir ningún sufri­miento que no tuviera origen en su mujer.

-Quiero morirme con la seguridad que me pon­drán bajo tierra, como a la gente decente -prosiguió ella-. Y la única manera de saberlo es yéndome a otra parte a rogar la caridad para que me entierren viva.

-No tienes que rogárselo a nadie -dijo con mucha calma el viejo Jacob-. Te llevaré yo mismo.

-Entonces nos vamos -dijo ella-, porque voy a morirme muy pronto.

El viejo Jacob la examinó a fondo. Sólo sus ojos permanecían jóvenes. Los huesos se le habían hecho nudos en las articulaciones y tenía el mismo aspecto de tierra arrasada que al fin y al cabo había tenido siempre.

-Estás mejor que nunca -le dijo.

-Anoche -suspiró ella- sentí un olor de rosas.

-No te preocupes -la tranquilizó el viejo Jacob-. Esas son cosas que nos suceden a los pobres.

-Nada de eso -dijo ella-. Siempre he rogado que se me anuncie la muerte con la debida anticipación, para morirme lejos de este mar. Un olor de rosas, en este pueblo, no puede ser sino un aviso de Dios.

Al viejo Jacob no se le ocurrió nada más que pedirle un poco de tiempo para arreglar las cosas. Había oído decir que la gente no se muere cuando debe, sino cuando quiere, y estaba seriamente preocupado por la premoni­ción de su mujer. Hasta se preguntó si llegado el momen­to tendría valor para enterrarla viva.

A las nueve abrió el local donde hubo antes una tienda. Puso en la puerta dos sillas y una mesita con el tablero de damas, y estuvo toda la mañana jugando con adversarios ocasionales. Desde su puesto veía el pueblo en ruinas, las casas desportilladas con rastros de antiguos colores carcomidos por el sol, y un pedazo de mar al final de la calle.

Antes del almuerzo, como siempre, jugó con don Máximo Gómez. El viejo Jacob no podía imaginar un adversario más humano que un hombre que había sobre­vivido intacto a dos guerras civiles y sólo había dejado un ojo en la tercera. Después de perder adrede una partida, lo retuvo para otra.

-Dígame una cosa, don Máximo -le preguntó enton­ces-: ¿Usted sería capaz de enterrar viva a su esposa?

-Seguro -dijo don Máximo Gómez-. Créame usted que no me temblaría la mano.

El viejo Jacob hizo un silencio asombrado. Luego, habiéndose dejado despojar de sus mejores fichas, sus­piró:

-Es que, según parece, Petra se va a morir.

Don Máximo Gómez no se inmutó. «En ese caso -dijo- no tiene necesidad de enterrarla viva». Comió dos fichas y coronó una dama. Después fijó en su adver­sario un ojo humedecido por un agua triste.

-¿Qué le pasa?

-Anoche -explicó el viejo Jacob- sintió un olor de rosas.

-Entonces se va a morir medio pueblo -dijo don Máximo Gómez-. Esta mañana no se oyó hablar de otra cosa.

El viejo Jacob tuvo que hacer un grande esfuerzo para perder de nuevo sin ofenderlo. Guardó la mesa y las sillas, cerró la tienda, y anduvo por todas partes en busca de alguien que hubiera sentido el olor. Al final, sólo Tobías estaba seguro. De modo que le pidió el favor de pasar por su casa, como haciéndose el encontradizo, y de contarle todo a su mujer.

Tobías cumplió. A las cuatro, arreglado como para hacer una visita, apareció en el corredor donde la esposa había pasado la tarde componiéndole al viejo Jacob su ropa de viudo.

Hizo una entrada tan sigilosa que la mujer se sobre­saltó.

-Dios Santo -exclamó-, creí que era el arcángel Gabriel.

-Pues fíjese que no -dijo Tobías-. Soy yo, y vengo a contarle una cosa.

Ella se acomodó los lentes y volvió al trabajo.

-Ya sé que es -dijo.

-A que no -dijo Tobías.

-Que anoche sentiste un olor de rosas.

-¿Cómo lo supo? -preguntó Tobías, desolado.

-A mi edad -dijo la mujer- se tiene tanto tiempo para pensar, que uno termina por volverse adivino.

El viejo Jacob, que tenía la oreja puesta contra el tabique de la trastienda, se enderezó avergonzado.

-Cómo te parece, mujer -gritó a través del tabique. Dio la vuelta y apareció en el corredor-. Entonces no era lo que tú creías.

-Son mentiras de este muchacho -dijo ella sin levan­tar la cabeza-. No sintió nada.

-Fue como a las once -dijo Tobías-, y yo estaba espantando cangrejos.

La mujer terminó de remendar un cuello.

-Mentiras -insistió-. Todo el mundo sabe que eres un embustero. -Cortó el hilo con los dientes y miró a Tobías por encima de los anteojos.

-Lo que no entiendo es que te hayas tomado el trabajo de untarte vaselina en el pelo, y de lustrar los zapatos, nada más que para venir a faltarme al respeto.

Desde entonces empezó Tobías a vigilar el mar. Col­gaba la hamaca en el corredor del patio y se pasaba la noche esperando, asombrado de las cosas que ocurren en el mundo mientras la gente duerme. Durante muchas noches oyó el garrapateo desesperado de los cangrejos tratando de subirse por los horcones, hasta que pasaron tantas noches que se cansaron de insistir. Conoció el modo de dormir de Clotilde. Descubrió cómo sus ronqui­dos de flauta se fueron haciendo más agudos a medida que aumentaba el calor, hasta convertirse en una sola nota lánguida en el sopor de julio.

Al principio Tobías vigiló el mar como lo hacen quie­nes lo conocen bien, con la mirada fija en un solo punto del horizonte. Lo vio cambiar de color. Lo vio apagarse y volverse espumoso y sucio, y lanzar sus eructos cargados de desperdicios cuando las grandes lluvias revolvieron su digestión tormentosa. Poco a poco fue aprendiendo a vigilarlo como lo hacen quienes lo conocen mejor, sin mirarlo siquiera pero sin poder olvidarlo ni siquiera en el sueño.

En agosto murió la esposa del viejo Jacob. Amaneció muerta en la cama y tuvieron que echarla como a todo el mundo en un mar sin flores. Tobías siguió esperando. Había esperado tanto, que aquello se convirtió en su manera de ser. Una noche, mientras dormitaba en la hamaca, se dio cuenta que algo había cambiado en el aire. Fue una ráfaga intermitente, como en los tiempos en que el barco japonés vació a la entrada del puerto un cargamento de cebollas podridas. Luego el olor se conso­lidó y no volvió a moverse hasta el amanecer. Sólo cuan­do tuvo la impresión que podría asirlo con las manos para mostrarlo, Tobías saltó de la hamaca y entró en el cuarto de Clotilde. La sacudió varias veces.

-Ahí está -le dijo.

Clotilde tuvo que apartar el olor con los dedos como una telaraña para poder incorporarse. Luego volvió a derrumbarse en el lienzo templado.

-Maldita sea -dijo.

Tobías dio un salto hasta la puerta, salió a la mitad de la calle y empezó a gritar. Gritó con todas sus fuerzas, respiró hondo y volvió a gritar, y luego hizo un silencio y respiró más hondo, y todavía el olor estaba en el mar. Pero nadie respondió. Entonces se fue golpeando de casa en casa, inclusive en las casas de nadie, hasta que su alboroto se enredó con el de los perros y despertó a todo el mundo.

Muchos no lo sintieron. Pero otros, y en especial los viejos, bajaron a gozarlo en la playa. Era una fragancia compacta que no dejaba resquicio para ningún olor del pasado. Algunos, agotados de tanto sentir, regresaron a casa. La mayoría se quedó a terminar el sueño en la playa. Al amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.

Tobías durmió casi todo el día. Clotilde lo alcanzó en la siesta y pasaron la tarde retozando en la cama sin cerrar la puerta del patio. Hicieron primero como las lombrices, después como los conejos y por último como las tortugas, hasta que el mundo se puso triste y volvió a oscurecer. Todavía quedaban rastros de rosas en el aire. A veces llegaba hasta el cuarto una onda de música.

-Es donde Catarino -dijo Clotilde-. Debe haber venido alguien.

Habían venido tres hombres y una mujer. Catarino pensó que más tarde podían venir otros y trató de com­poner la ortofónica. Como no pudo, le pidió el favor a Pancho Aparecido, que hacía toda clase de cosas porque nunca tenía nada que hacer y además tenía una caja de herramientas y unas manos inteligentes.

La tienda de Catarino era una apartada casa de ma­dera frente al mar. Tenía un salón grande con asientos y mesitas, y varios cuartos al fondo. Mientras observaban el trabajo de Pancho Aparecido, los tres hombres y la mujer bebían en silencio sentados en el mostrador, y boste­zaban por turnos.

La ortofónica funcionó bien después de muchas pruebas. Al oír la música, remota pero definida, la gente dejó de conversar. Se miraron unos a otros y por un momento no tuvieron nada que decir, porque sólo enton­ces se dieron cuenta de cuánto habían envejecido desde la última vez en que oyeron música.

Tobías encontró a todo el mundo despierto después de las nueve. Estaban sentados a la puerta, escuchando los viejos discos de Catarino, en la misma actitud de fatalismo pueril con que se contempla un eclipse. Cada disco les recordaba a alguien que había muerto, el sabor que tenían los alimentos después de una larga enfermedad, o algo que debían hacer al día siguiente, muchos años antes, y que nunca hicieron por olvido.

La música se acabó hacia las once. Muchos se acos­taron, creyendo que iba a llover, porque había una nube oscura sobre el mar. Pero la nube bajó, estuvo flotando un rato en la superficie, y luego se hundió en el agua. Arriba sólo quedaron las estrellas. Poco después, la brisa del pueblo fue hasta el centro del mar y trajo de regreso una fragancia de rosas.

-Yo se lo dije, Jacob -exclamó don Máximo Gómez-. Aquí lo tenemos otra vez. Estoy seguro que ahora lo sentiremos todas las noches.

-Ni Dios lo quiera -dijo el viejo Jacob-. Este olor es la única cosa en la vida que me ha llegado demasiado tarde.

Habían jugado a las damas en la tienda vacía sin prestar atención a los discos. Sus recuerdos eran tan anti­guos, que no existían discos suficientemente viejos para removerlos.

-Yo, por mi parte, no creo mucho en nada de esto -di­jo don Máximo Gómez-. Después de tantos años comien­do tierra, con tantas mujeres deseando un patiecito donde sembrar sus flores, no es raro que uno termine por sentir estas cosas, y hasta por creer que son ciertas.

-Pero lo estamos sintiendo con nuestras propias na­rices -dijo el viejo Jacob.

-No importa -dijo don Máximo Gómez-. Durante la guerra, cuando ya la revolución estaba perdida, había­mos deseado tanto un general, que vimos aparecer al duque de Marlborough, en carne y hueso. Yo lo vi con mis propios ojos, Jacob.

Eran más de las doce. Cuando quedó solo, el viejo Jacob cerró la tienda y llevó la luz al dormitorio. A tra­vés de la ventana, recortada en la fosforescencia del mar, veía la roca desde donde botaban los muertos.

-Petra -llamó en voz baja.

Ella no pudo oírlo. En aquel momento navegaba casi a flor de agua en un mediodía radiante del Golfo de Ben­gala. Había levantado la cabeza para ver a través del agua, como en una vidriera iluminada, un trasatlántico enorme. Pero no podía ver a su esposo, que en ese instante empe­zaba a oír de nuevo la ortofónica de Catarino, al otro lado del mundo.

-Date cuenta -dijo el viejo Jacob-. Hace apenas seis meses te creyeron loca, y ahora ellos mismos hacen fiesta con el olor que te causó la muerte.

Apagó la luz y se metió en la cama. Lloró despacio, con el llantito sin gracia de los viejos, pero muy pronto se quedó dormido.

-Me largaría de este pueblo si pudiera -sollozó entre sueños-. Me iría al puro carajo si por lo menos tuviera veinte pesos juntos.

Desde aquella noche, y por varias semanas, el olor permaneció en el mar. Impregnó la madera de las casas, los alimentos y el agua de beber, y ya no hubo dónde estar sin sentirlo. Muchos se asustaron de encontrarlo en el vapor de su propia cagada. Los hombres y la mujer que vinieron en la tienda de Catarino se fueron un viernes, pero regresaron el sábado con un tumulto. El domingo vinieron más. Hormiguearon por todas partes, buscando qué comer y dónde dormir, hasta que no se pudo cami­nar por la calle.

Vinieron más. Las mujeres que se habían ido cuando se murió el pueblo, volvieron a la tienda de Catarino. Estaban más gordas y más pintadas, y trajeron discos de moda que no le recordaban nada a nadie. Vinieron algu­nos de los antiguos habitantes del pueblo. Habían ido a pudrirse de plata en otra parte, y regresaban hablando de su fortuna, pero con la misma ropa que se llevaron pues­ta. Vinieron músicas y tómbolas, mesas de lotería, adi­vinas y pistoleros y hombres con una culebra enrollada en el cuello que vendían el elixir de la vida eterna. Siguie­ron viniendo durante varias semanas, aún después que cayeron las primeras lluvias y el mar se volvió turbio y desapareció el olor.

Entre los últimos llegó un cura. Andaba por todas partes, comiendo pan mojado en un tazón de café con leche, y poco a poco iba prohibiendo todo lo que le había precedido: los juegos de lotería, la música nueva y el modo de bailarla, y hasta la reciente costumbre de dor­mir en la playa. Una tarde, en casa de Melchor, pronun­ció un sermón sobre el olor del mar.

-Den gracias al cielo, hijos míos -dijo-, porque éste es el olor de Dios.

Alguien lo interrumpió.

-Cómo puede saberlo, padre, si todavía no lo ha sen­tido.

-Las Sagradas Escrituras -dijo él- son explícitas respecto a este olor. Estamos en un pueblo elegido.

Tobías andaba como un sonámbulo, de un lado a otro, en medio de la fiesta. Llevó a Clotilde a conocer el dinero. Imaginaron que jugaban sumas enormes en la ru­leta, y luego hicieron las cuentas y se sintieron inmensamente ricos con la plata que hubieran podido ganar. Pero una noche, no sólo ellos, sino la muchedumbre que ocupaba el pueblo, vieron mucho más dinero junto del que hubiera podido caberles en la imaginación.

Esa fue la noche en que vino el señor Herbert. Apa­reció de pronto, puso una mesa en la mitad de la calle, y encima de la mesa dos grandes baúles llenos de billetes hasta los bordes. Había tanto dinero, que al principio nadie lo advirtió, porque no podían creer que fuera cier­to. Pero como el señor Herbert se puso a tocar una cam­panilla, la gente terminó por creerle, y se acercó a es­cuchar.

-Soy el hombre más rico de la Tierra -dijo-. Tengo tanto dinero que ya no encuentro dónde meterlo. Y como además tengo un corazón tan grande que ya no me cabe dentro del pecho, he tomado la determinación de recorrer el mundo resolviendo los problemas del género humano.

Era grande y colorado. Hablaba alto y sin pausas, y movía al mismo tiempo unas manos tibias y lánguidas que siempre parecían acabadas de afeitar. Habló durante un cuarto de hora, y descansó. Luego volvió a sacudir la campanilla y empezó a hablar de nuevo. A mitad del dis­curso, alguien agitó un sombrero entre la muchedumbre y lo interrumpió.

-Bueno, mister, no hable tanto y empiece a repartir la plata.

-Así no -replicó el señor Herbert-. Repartir el dinero, sin son ni ton, además de ser un método injusto, no tendría ningún sentido.

Localizó con la vista al que lo había interrumpido y le indicó que se acercara. La multitud le abrió paso.

-En cambio -prosiguió el señor Herbert-, este impaciente amigo nos va a permitir ahora que expli­quemos el más equitativo sistema de distribución de la riqueza. -Extendió una mano y lo ayudó a subir.

-¿Cómo te llamas?

-Patricio.

-Muy bien Patricio -dijo el señor Herbert-. Como todo el mundo, tú tienes desde hace tiempo un problema que no puedes resolver.

Patricio se quitó el sombrero y confirmó con la cabeza.

-¿Cuál es?

-Pues mi problema es ése -dijo Patricio-: que no tengo plata.

-¿Y cuánto necesitas?

-Cuarenta y ocho pesos.

El señor Herbert lanzó una exclamación de triunfo. «Cuarenta y ocho pesos», repitió. La multitud lo acom­pañó en un aplauso.

-Muy bien Patricio -prosiguió el señor Herbert-. Ahora dinos una cosa: ¿qué sabes hacer?

-Muchas cosas.

-Decídete por una -dijo el señor Herbert-. La que hagas mejor.

-Bueno -dijo Patricio-. Sé hacer como los pájaros.

Otra vez aplaudiendo, el señor Herbert se dirigió a la multitud.

-Entonces, señoras y señores, nuestro amigo Patri­cio, que imita extraordinariamente bien a los pájaros, va a imitar a cuarenta y ocho pájaros diferentes, y a resolver en esa forma el gran problema de su vida.

En medio del silencio asombrado de la multitud, Pa­tricio hizo entonces como los pájaros. A veces silbando, a veces con la garganta, hizo como todos los pájaros cono­cidos, y completó la cifra con otros que nadie logró iden­tificar. Al final, el señor Herbert pidió un aplauso y le entregó cuarenta y ocho pesos.

-Y ahora -dijo- vayan pasando uno por uno. Hasta mañana a esta misma hora estoy aquí para resolver pro­blemas.

El viejo Jacob estuvo enterado del revuelo por los comentarios de la gente que pasaba frente su casa. A cada nueva noticia el corazón se le iba poniendo gran­de, cada vez más grande, hasta que lo sintió reventar.

-¿Qué opina usted de este gringo? -preguntó.

Don Máximo Gómez se encogió de hombros.

-Debe ser un filántropo.

-Si yo supiera hacer algo -dijo el viejo Jacob- ahora podría resolver mi problemita. Es cosa de poca monta: veinte pesos.

-Usted juega muy bien a las damas -dijo don Má­ximo Gómez.

El viejo Jacob no pareció prestarle atención. Pero cuando quedó solo, envolvió el tablero y la caja de fichas en un periódico, y se fue a desafiar al señor Herbert. Esperó su turno hasta la media noche. Por último, el señor Herbert hizo cargar los baúles, y se despidió hasta la mañana siguiente.

No fue a acostarse. Apareció en la tienda de Catarino, con los hombres que llevaban los baúles, y hasta allá lo persiguió la multitud con sus problemas. Poco a poco los fue resolviendo, y resolvió tantos que por fin sólo quedaron en la tienda las mujeres y algunos hombres con sus problemas resueltos. Y al fondo del salón, una mujer solitaria que se abanicaba muy despacio con un cartón de propaganda.

-Y tú -le gritó el señor Herbert-, ¿cuál es tu pro­blema?

La mujer dejó de abanicarse.

-A mí no me meta en su fiesta, mister -gritó a tra­vés del salón–Yo no tengo problemas de ninguna clase, y soy puta porque me sale de los cojones.

El señor Herbert se encogió de hombros. Siguió be­biendo cerveza helada, junto a los baúles abiertos, en espe­ra de otros problemas. Sudaba. Poco después, una mujer se separó del grupo que la acompañaba en la mesa, y le habló en voz muy baja. Tenía un problema de quinientos pesos.

-¿A cómo estás? -le preguntó el señor Herbert.

-A cinco.

-Imagínate -dijo el señor Herbert-. Son cien hombres.

-No importa -dijo ella-. Si consigo toda esa plata junta, éstos serán los últimos cien hombres de mi vida.

La examinó. Era muy joven, de huesos frágiles, pero sus ojos expresaban una decisión simple.

-Está bien -dijo el señor Herbert-. Vete para el cuarto, que allá te los voy mandando, cada uno con sus cinco pesos.

Salió a la puerta de la calle y agitó la campanilla. A las siete de la mañana, Tobías encontró abierta la tienda de Catarino. Todo estaba apagado. Medio dormi­do, e hinchado de cerveza, el señor Herbert controlaba el ingreso de hombres al cuarto de la muchacha.

Tobías también entró. La muchacha lo conocía y se sorprendió de verlo en su cuarto.

-¿Tú también?

-Me dijeron que entrara -dijo Tobías-. Me dieron cinco pesos y me dijeron: no te demores.

Ella quitó de la cama la sábana empapada y le pidió a Tobías que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearon el colchón, y el sudor salía del otro lado. Tobías hizo las cosas de cualquier modo. Antes de salir puso los cinco pesos en el montón de billetes que iba creciendo junto a la cama.

-Manda toda la gente que puedas -le recomendó el señor Herbert-, a ver si salimos de esto antes del me­diodía.

La muchacha entreabrió la puerta y pidió una cer­veza helada. Había varios hombres esperando.

-¿Cuántos faltan? -preguntó.

-Sesenta y tres -contestó el señor Herbert.

El viejo Jacob pasó todo el día persiguiéndolo con el tablero. Al anochecer alcanzó su turno, planteó su pro­blema, y el señor Herbert aceptó. Pusieron dos sillas y la mesita sobre la mesa grande, en plena calle, y el viejo Jacob abrió la partida. Fue la última jugada que logró premeditar. Perdió.

-Cuarenta pesos -dijo el señor Herbert-, y le doy dos fichas de ventaja.

Volvió a ganar. Sus manos apenas tocaban las fichas. Jugó vendado, adivinando la posición del adversario, y siempre ganó. La multitud se cansó de verlos. Cuando el viejo Jacob decidió rendirse, estaba debiendo cinco mil setecientos cuarenta y dos pesos con veintitrés cen­tavos.

No se alteró. Apuntó la cifra en un papel que se guardó en el bolsillo. Luego dobló el tablero, metió las fichas en la caja, y envolvió todo en el periódico.

-Haga de mí lo que quiera -dijo-, pero déjeme estas cosas. Le prometo que pasaré jugando el resto de mi vida hasta reunirle esta plata.

El señor Herbert miró el reloj.

-Lo siento en el alma -dijo-. El plazo vence dentro de veinte minutos. -Esperó hasta convencerse del hecho que el adversario no encontraría la solución-. ¿No tiene nada más?

-El honor.

-Quiero decir -explicó el señor Herbert- algo que cambie de color cuando se le pase por encima una brocha sucia de pintura.

-La casa -dijo el viejo Jacob como si descifrara una adivinanza-. No vale nada, pero es una casa.

Fue así como el señor Herbert se quedó con la casa del viejo Jacob. Se quedó, además, con las casas y propie­dades de otros que tampoco pudieron cumplir, pero ordenó una semana de músicas, cohetes y maromeros y él mismo dirigió la fiesta.

Fue una semana memorable. El señor Herbert habló del maravilloso destino del pueblo, y hasta dibujó la ciudad del futuro, con inmensos edificios de vidrio y pistas de baile en las azoteas. La mostró a la multitud. Miraron asombrados, tratando de encontrarse en los tran­seúntes de colores pintados por el señor Herbert, pero estaban tan bien vestidos que no lograron reconocerse. Les dolió el corazón de tanto usarlo. Se rieron de las ganas de llorar que sentían en octubre, y vivieron en las nebulosas de la esperanza, hasta que el señor Herbert sacudió la campanilla y proclamó el término de la fiesta. Sólo entonces descansó.

-Se va a morir con esa vida que lleva -dijo el viejo Jacob.

-Tengo tanto dinero -dijo el señor Herbert- que no hay ninguna razón para que me muera.

Se derrumbó en la cama. Durmió días y días, roncan­do como un león, y pasaron tantos días que la gente se cansó de esperarlo. Tuvieron que desenterrar cangrejos para comer. Los nuevos discos de Catarino se volvieron tan viejos, que ya nadie pudo escucharlos sin lágrimas, y hubo que cerrar la tienda.

Mucho tiempo después que el señor Herbert empe­zó a dormir, el padre llamó a la puerta del viejo Jacob. La casa estaba cerrada por dentro. A medida que la respira­ción del dormido había ido gastando el aire, las cosas ha­bían ido perdiendo su peso, y algunas empezaban a flotar.

-Quiero hablar con él -dijo el padre.

-Hay que esperar -dijo el viejo Jacob.

-No dispongo de mucho tiempo.

-Siéntese, padre, y espere -insistió el viejo Jacob-. Y mientras tanto, hágame el favor de hablar conmigo. Hace mucho que no sé nada del mundo.

-La gente está en desbandada -dijo el padre-. Den­tro de poco, el pueblo será el mismo de antes. Eso es lo único nuevo.

-Volverán -dijo el viejo Jacob- cuando el mar vuel­va a oler a rosas.

-Pero mientras tanto, hay que sostener con algo la ilusión de los que se quedan -dijo el padre-. Es urgente empezar la construcción del templo.

-Por eso ha venido a buscar a Mr. Herbert -dijo el viejo Jacob.

-Eso es -dijo el padre-. Los gringos son muy cari­tativos.

-Entonces, espere, padre -dijo el viejo Jacob-. Pue­de que despierte.

Jugaron a las damas. Fue una partida larga y difícil, de muchos días, pero el señor Herbert no despertó.

El padre se dejó confundir por la desesperación. An­duvo por todas partes, con un platillo de cobre, pidiendo limosnas para construir el templo, pero fue muy poco lo que consiguió. De tanto suplicar se fue haciendo cada vez más diáfano, sus huesos empezaron a llenarse de ruidos, y un domingo se elevó a dos cuartas sobre el nivel del suelo, pero nadie lo supo. Entonces puso la ropa en una maleta, y en otra el dinero recogido y se despidió para siempre.

-No volverá el olor -dijo a quienes trataron de di­suadirlo-. Hay que afrontar la evidencia del hecho que el pue­blo ha caído en pecado mortal.

Cuando el señor Herbert despertó, el pueblo era el mismo de antes. La lluvia había fermentado la basura que dejó la muchedumbre en las calles, y el suelo era otra vez árido y duro como un ladrillo.

-He dormido mucho -bostezó el señor Herbert.

-Siglos -dijo el viejo Jacob.

-Estoy muerto de hambre.

-Todo el mundo está así -dijo el viejo Jacob-. No tiene otro remedio que ir a la playa a desenterrar can­grejos.

Tobías lo encontró escarbando en la arena, con la boca llena de espuma, y se asombró porque los ricos con hambre se parecieran tanto a los pobres. El señor Herbert no encontró suficientes cangrejos. Al atardecer, invitó a Tobías a buscar algo que comer en el fondo del mar.

-Oiga -lo previno Tobías-. Sólo los muertos saben lo que hay allá adentro.

-También lo saben los científicos -dijo el señor Herbert-. Más abajo del mar de los naufragios hay tor­tugas de carne exquisita. Desvístase y vámonos.

Fueron. Nadaron primero en línea recta, y luego hacia abajo, muy hondo, hasta donde se acabó la luz del sol, y luego la del mar, y las cosas eran sólo visibles por su propia luz. Pasaron frente a un pueblo sumergido, con hombres y mujeres de a caballo, que giraban en torno al quiosco de la música. Era un día espléndido y había flores de colores vivos en las terrazas.

-Se hundió un domingo, como a las once de la ma­ñana -dijo el señor Herbert-. Debió ser un cataclismo.

Tobías se desvió hacia el pueblo, pero el señor Her­bert le hizo señas de seguirlo hasta el fondo.

-Allí hay rosas -dijo Tobías-. Quiero que Clotilde las conozca.

-Otro día vuelves con calma -dijo el señor Her­bert-. Ahora estoy muerto de hambre.

Descendía como un pulpo, con brazadas largas y sigilosas. Tobías, que hacía esfuerzos por no perderlo de vista, pensó que aquel debía ser el modo de nadar de los ricos. Poco a poco fueron dejando el mar de las catástrofes comunes, y entraron en el mar de los muertos.

Había tantos, que Tobías no creyó haber visto nunca tanta gente en el mundo. Flotaban inmóviles, bocarriba, a diferentes niveles, y todos tenían la expresión de los seres olvidados.

-Son muertos muy antiguos -dijo el señor Her­bert-. Han necesitado siglos para alcanzar este estado de reposo.

Más abajo, en aguas de muertos recientes, el señor Herbert se detuvo. Tobías lo alcanzó en el instante en que pasaba frente a ellos una mujer muy joven. Flotaba de costado, con los ojos abiertos, perseguida por una corriente de flores.

El señor Herbert se puso el índice en la boca y per­maneció así hasta que pasaron las últimas flores.

-Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida -dijo.

-Es la esposa del viejo Jacob -dijo Tobías-. Está como cincuenta años más joven, pero es ella. Seguro.

-Ha viajado mucho -dijo el señor Herbert-. Lleva detrás la flora de todos los mares del mundo.

Llegaron al fondo. El señor Herbert dio varias vueltas sobre un suelo que parecía de pizarra labrada. Tobías lo siguió. Sólo cuando se acostumbró a la penumbra de la profundidad, descubrió que allí estaban las tortugas. Había millares, aplanadas en el fondo, y tan inmóviles que parecían petrificadas.

-Están vivas -dijo el señor Herbert-, pero duermen desde hace millones de años.

Volteó una. Con un impulso suave la empujó hacia arriba, y el animal dormido se le escapó de las manos y siguió subiendo a la deriva. Tobías la dejó pasar. Enton­ces miró hacia la superficie y vio todo el mar al revés.

-Parece un sueño -dijo.

-Por tu propio bien -le dijo el señor Herbert- no se lo cuentes a nadie. Imagínate el desorden que habría en el mundo si la gente se enterara de estas cosas.

Era casi media noche cuando volvieron al pueblo. Despertaron a Clotilde para que calentara el agua. El señor Herbert degolló la tortuga, pero entre los tres tu­vieron que perseguir y matar otra vez el corazón, que salió dando saltos por el patio cuando la descuartizaron. Comieron hasta no poder respirar.

-Bueno, Tobías -dijo entonces el señor Herbert-, hay que afrontar la realidad.

-Por supuesto.

-Y la realidad -prosiguió el señor Herbert- es que ese olor no volverá nunca.

-Volverá.

-No volverá -intervino Clotilde-, entre otras cosas porque no ha venido nunca. Fuiste tú el que embulló a todo el mundo.

-Tú misma lo sentiste -dijo Tobías.

-Aquella noche estaba medio atarantada -dijo Clo­tilde-. Pero ahora no estoy segura de nada que tenga que ver con este mar.

-De modo que me voy -dijo el señor Herbert. Y agregó, dirigiéndose a ambos-: También ustedes de­berían irse. Hay muchas cosas que hacer en el mundo para que se queden pasando hambre en este pueblo.

Se fue. Tobías permaneció en el patio, contando las estrellas hasta el horizonte, y descubrió que había tres más desde el diciembre anterior. Clotilde lo llamó al cuarto, pero él no le puso atención.

-Ven para acá, bruto -insistió Clotilde-. Hace siglos que no hacemos como los conejitos.

Tobías esperó un largo rato. Cuando por fin entró, ella había vuelto a dormirse. La despertó a medias, pero estaba tan cansado, que ambos confundieron las cosas y en últimas sólo pudieron hacer como las lombrices.

-Estás embobado -dijo Clotilde de mal humor-. Trata de pensar en otra cosa.

-Estoy pensando en otra cosa.

Ella quiso saber qué era, y él decidió contarle a con­dición que no lo repitiera. Clotilde lo prometió.

-En el fondo del mar -dijo Tobías- hay un pueblo de casitas blancas con millones de flores en las terrazas.

Clotilde se llevó las manos a la cabeza.

-Ay, Tobías -exclamó-. Ay Tobías, por el amor de Dios, no vayas a empezar ahora otra vez con estas cosas.

Tobías no volvió a hablar. Se rodó hasta la orilla de la cama y trató de dormir. No pudo hacerlo hasta el amanecer, cuando cambió la brisa y lo dejaron tranquilo los cangrejos.

Gabriel García Márquez: Un señor muy viejo con unas alas enormes. Cuento

ARCHIVOCOLP ORGANIZADAS GABRIEL GARCIA MARQUEZ GARCIA MARQUEZ_GAAl tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusie­ron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

-Es un ángel -les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alambrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la Tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca aquel varón de lástima que más bien parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedum­bre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaiquino que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que espera­ban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que profilaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y la del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron que no estuviera muy cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entenderse por qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin sueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirando en trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor en los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de esos cambios, porque se cuidaba muy bien para que nadie los notara, y para que nadie oyera las canciones de navegante que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó a la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas de vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

Gabriel García Márquez: Rosas artificiales. Cuento

Gabriel García Márquez 3Moviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a preguntarle por las mangas.

-Están en el baño -dijo la ciega-. Las lavé ayer tarde.

Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de tiestos con hierbas medicinales.

-No vuelvas a coger mis cosas -dijo Mina-. En estos días no se puede contar con el sol.

La ciega movió el rostro hacia la voz.

-Se me había olvidado que era el primer viernes -dijo.

Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.

-Pon un papel debajo, porque esas piedras están sucias -dijo.

Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensuciaría las mangas si no se frotaban contra las piedras.

-Si se ensucian tú eres la responsable -dijo.

La ciega se había servido una taza de café.

-Tienes rabia -dijo, rodando un asiento hacia el corredor-. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. -Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las mangas de la hornilla, y todavía estaban húmedas. Pero se las puso. El padre Ángel no le daría la comunión con un vestido de hombros descubiertos. No se lavó la cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.

-Vas a llegar después del Evangelio -dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.

Mina pasó directamente hacia el excusado.

-No puedo ir a misa -dijo-. Las mangas están mojadas y toda mi ropa sin planchar. -Se sintió perseguida por una mirada clarividente.

-Primer viernes y no vas a misa -dijo la ciega.

De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.

-Tú tienes la culpa -murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.

-Estás llorando -exclamó la ciega.

Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:

-Estás llorando.

Mina puso la taza en el suelo antes de incorporarse.

-Lloro de rabia -dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela-: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del primer viernes.

La ciega permaneció inmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se inclinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo:

-Dios sabe que tengo la conciencia tranquila.

La madre de Mina salió del dormitorio.

-¿Con quién hablas? -preguntó.

-Con nadie -dijo la ciega-. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.

Encerrada en su cuarto, Mina se desabotonó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del armario y extrajo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de color, atadas con una cinta elástica. Se las guardó en el corpiño, puso el baulito en su puesto y volvió a cerrar la gaveta con llave. Después fue al excusado y echó las cartas en el fondo.

-Te hacía en misa -le dijo la madre.

-No pudo ir -intervino la ciega-. Se me olvidó que era primer viernes y lavé las mangas ayer tarde.

-Todavía están húmedas -murmuró Mina.

-Ha tenido que trabajar mucho en estos días -dijo la ciega.

-Son ciento cincuenta docenas de rosas que tengo que entregar en la Pascua -dijo Mina.

El sol calentó temprano. Antes de las siete, Mina instaló en la sala su taller de rosas artificiales: una cesta llena de pétalos y alambres, un cajón de papel elástico, dos pares de tijeras, un rollo de hilo y un frasco de goma. Un momento después llegó Trinidad con su caja de cartón bajo el brazo, a preguntarle por qué no había ido a misa.

-No tenía mangas -dijo Mina.

-Cualquiera hubiera podido prestártelas -dijo Trinidad.

Rodó una silla para sentarse junto al canasto de pétalos.

-Se me hizo tarde -dijo Mina.

Terminó una rosa. Después acercó el canasto para rizar pétalos con las tijeras. Trinidad puso la caja de cartón en el suelo e intervino en la labor.

Mina observó la caja.

-¿Compraste zapatos? -preguntó.

-Son ratones muertos -dijo Trinidad.

Como Trinidad era experta en el rizado de pétalos, Mina se dedicó a fabricar tallos de alambre forrados en papel verde. Trabajaron en silencio sin advertir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y fotografías familiares. Cuando terminó los tallos, Mina volvió hacia Trinidad un rostro que parecía acabado en algo inmaterial. Trinidad rizaba con admirable pulcritud, moviendo apenas la punta de los dedos, las piernas muy juntas. Mina observó sus zapatos masculinos. Trinidad eludió la mirada, sin levantar la cabeza, apenas arrastrando los pies hacia atrás, e interrumpió el trabajo.

-¿Qué pasó? -dijo.

Mina se inclinó hacia ella.

-Que se fue -dijo.

Trinidad soltó las tijeras en el regazo.

-No.

-Se fue -repitió Mina.

Trinidad la miró sin parpadear. Una arruga vertical dividió sus cejas encontradas.

-¿Y ahora? -preguntó.

Mina respondió sin temblor en la voz.

-Ahora, nada.

Trinidad se despidió antes de las diez.

Liberada del peso de su intimidad, Mina la retuvo un momento, para echar los ratones muertos en el excusado. La ciega estaba podando el rosal.

-A que no sabes qué llevo en esta caja      -le dijo Mina al pasar.

Hizo sonar los ratones.

La ciega puso atención.

-Muévela otra vez -dijo.

Mina repitió el movimiento, pero la ciega no pudo identificar los objetos, después de escuchar por tercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de la oreja.

-Son los ratones que cayeron anoche en la trampa de la iglesia -dijo Mina.

Al regreso pasó junto a la ciega sin hablar. Pero la ciega la siguió. Cuando llegó a la sala, Mina estaba sola junto a la ventana cerrada, terminando las rosas artificiales.

-Mina -dijo la ciega-. Si quieres ser feliz, no te confieses con extraños.

Mina la miró sin hablar. La ciega ocupó la silla frente a ella e intentó intervenir en el trabajo. Pero Mina se lo impidió.

-Estás nerviosa -dijo la ciega.

-Por tu culpa -dijo Mina.

-¿Por qué no fuiste a misa?

-Tú lo sabes mejor que nadie.

-Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa -dijo la ciega-. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad.

Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.

-Eres adivina -dijo.

-Has ido al excusado dos veces esta mañana -dijo la ciega-. Nunca vas más de una vez.

Mina siguió haciendo rosas.

-¿Serías capaz de mostrarme lo que guardas en la gaveta del armario? -preguntó la ciega.

Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el marco de la ventana, se sacó las tres llavecitas del corpiño y se las puso a la ciega en la mano. Ella misma le cerró los dedos.

-Anda a verlo con tus propios ojos -dijo.

La ciega examinó las llavecitas con las puntas de los dedos.

-Mis ojos no pueden ver en el fondo del excusado.

Mina levantó la cabeza y entonces experimentó una sensación diferente: sintió que la ciega sabía que la estaba mirando.

-Tírate al fondo del excusado si te interesan tanto mis cosas -dijo.

La ciega evadió la interrupción.

-Siempre escribes en la cama hasta la madrugada -dijo.

-Tú misma apagas la luz -dijo Mina.

-Y en seguida tú enciendes la linterna de mano -dijo la ciega-. Por tu respiración podría decirte entonces lo que estás escribiendo.

Mina hizo un esfuerzo para no alterarse.

-Bueno -dijo sin levantar la cabeza-. Y suponiendo que así sea: ¿qué tiene eso de particular?

-Nada -respondió la ciega-. Sólo que te hizo perder la comunión del primer viernes.

Mina recogió con las dos manos el rollo de hilo, las tijeras, y un puñado de tallos y rosas sin terminar. Puso todo dentro de la canasta y encaró a la ciega.

-¿Quieres entonces que te diga qué fui a hacer al excusado? -preguntó. Las dos permanecieron en suspenso, hasta cuando Mina respondió a su propia pregunta-: Fui a cagar.

La abuela tiró en el canasto las tres llavecitas.

-Sería una buena excusa -murmuró, dirigiéndose a la cocina-. Me habrías convencido si no fuera la primera vez en tu vida que te oigo decir una vulgaridad.

La madre de Mina venía por el corredor en sentido contrario, cargada de ramos espinosos.

-¿Qué es lo que pasa? -preguntó.

-Que estoy loca -dijo la ciega-. Pero por lo visto no piensan mandarme para el manicomio mientras no empiece a tirar piedras.

Gabriel García Márquez: Un día después del sábado. Cuento

MEXICO/La inquietud empezó en julio, cuando la señora Rebeca, una viuda amargada que vivía en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas, descubrió que sus alambreras estaban rotas como si hubieran sido apedreadas desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su dormitorio y pensó que debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y confidente desde que murió su esposo. Después, removiendo cachivaches (pues desde hacía tiempo la señora Rebeca no hacía nada distinto que remover cachivaches) advirtió que no sólo las alambreras de su dormitorio, sino todas las de la casa estaban deterioradas. La viuda tenía un sentido académico de la autoridad, heredado tal vez de su bisabuelo paterno, un criollo que en la guerra de Independencia peleó al lado de los realistas e hizo después un penoso viaje a España con el propósito exclusivo de visitar el palacio que construyó Carlos III en San Ildefonso. De manera que cuando descubrió el estado de las otras alambreras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso el sombrero de paja con minúsculas flores de terciopelo y se dirigió a la alcaldía a dar cuenta del atentado. Pero al llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin camisa, peludo y con una solidez que a ella le pareció bestial, se ocupaba de reparar las alambradas municipales, deterioradas como las suyas.

La señora Rebeca irrumpió en la sórdida y revuelta oficina y lo primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre el escritorio. Pero estaba ofuscada, en parte por el calor y en parte por la indignación que le produjo la ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo tiempo de estremecerse ante el inusitado espectáculo de los pájaros muertos sobre el escritorio. Ni siquiera le escandalizó la evidencia de la autoridad degradada a lo alto de una escalera, reparando las redes metálicas de la ventana con un rollo de alambre y un destornillador. Ella no pensaba ahora en otra dignidad que en la suya propia, escarnecida en sus alambreras, y su ofuscación le impidió incluso relacionar las ventanas de su casa con las de la alcaldía. Se plantó con discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el interior de la oficina, y apoyada en el largo y guarnecido mango de su sombrilla, dijo:

-Necesito poner una queja.

Desde el tope de la escalera, el alcalde volvió el rostro congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante la presencia insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia siguió desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:

-¿Qué es la cosa?

-Que los muchachos del vecindario rompieron las alambreras.

Entonces el alcalde volvió a mirarla. La examinó laboriosamente desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los zapatos color de plata antigua, y fue como si la hubiera visto por primera vez en su vida. Descendió parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó tierra firme apoyó una mano en la cintura y movió el destornillador hasta el escritorio. Dijo:

-No son los muchachos, señora. Son los pájaros.

Y entonces fue cuando ella relacionó los pájaros muertos sobre el escritorio con el hombre subido a la escalera y con las estropeadas redes de sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los dormitorios de su casa estaban llenos de pájaros muertos.

-Los pájaros -exclamó.

-Los pájaros -confirmó el alcalde-. Es extraño que no se haya dado cuenta si hace tres días que estamos con este problema de los pájaros rompiendo ventanas para morirse dentro de las casas.

Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sentía avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba hasta su casa todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había hablado de los pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un agosto inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y penetrante tufo de pájaros muertos.

Esto era en los últimos días de julio, y nunca en la vida del pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se dieron cuenta de eso, impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el extraño fenómeno no había influido seriamente en las actividades del pueblo, la mayoría estaba pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no se contaba su reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin embargo sólo había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor importancia. El primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la misa, y pensó que había llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del vecindario. El otro lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y lo empujó con la punta de la bota hasta la calle, pensando: No debían existir los gatos.

Pero el viernes, al llegar a la estación del ferrocarril, encontró un tercer pájaro muerto en el escaño que eligió para sentarse. Fue como un relámpago en su interior, cuando agarró el cadáver por las patitas, lo alzó hasta el nivel de sus ojos, lo volteó, lo examinó, y pensó sobresaltado: Caramba, es el tercero que encuentro en esta semana. Desde ese instante empezó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, pero de una manera muy imprecisa, pues el padre Antonio Isabel, en parte por la edad y en parte también porque aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones (cosa que al pueblo le parecía un tanto dislocada), era considerado por sus feligreses como un buen hombre, pacífico y servicial, pero que andaba habitualmente por las nebulosas. Pues se dio cuenta de que algo ocurría a los pájaros, pero incluso entonces no creyó que aquello fuera tan importante como para que mereciera un sermón. Él fue el primero que sintió el olor. Lo sintió en la noche del viernes, cuando despertó alarmado, interrumpido su liviano sueño por una tufarada nauseabunda, pero no supo si atribuirlo a una pesadilla o a un nuevo y original recurso satánico para perturbar su sueño. Olfateó a su alrededor y se dio vuelta en la cama, pensando que aquella experiencia podría servirle para un sermón. Podría ser, pensó, un dramático sermón sobre la habilidad de Satán para filtrarse en el corazón humano por cualquiera de los cinco sentidos.

Cuando se paseaba por el atrio al día siguiente antes de la misa, oyó hablar por primera vez de los pájaros muertos. Estaba pensando en el sermón, en Satanás y en los pecados que pueden cometerse por el sentido del olfato, cuando oyó decir que el mal olor nocturno era de los pájaros recolectados durante la semana; y se le formó en la cabeza un confuso revoltijo de prevenciones evangélicas, de malos olores y de pájaros muertos. De manera que el domingo tuvo que improvisar sobre la caridad una parrafada que él mismo no entendió muy a las claras, y se olvidó para siempre de las relaciones entre el diablo y los cinco sentidos.

Sin embargo, en algún sitio muy remoto de su pensamiento debieron de quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le ocurría siempre, no sólo en el seminario hacía ya más de 70 años, sino de manera muy particular después de que cumplió los 90. En el seminario, una tarde muy clara en que caía un fuerte aguacero sin tormenta, él leía un trozo de Sófocles en su idioma original. Cuando acabó de llover miró a través de la ventana el campo fatigado, la tarde lavada y nueva, y se olvidó enteramente del teatro griego y de los clásicos que él no diferenciaba sino que llamaba, de manera general, “los ancianitos de antes”. Una tarde sin lluvia, acaso treinta, cuarenta años después, atravesaba la plaza empedrada de un pueblo, al que había ido de visita, y sin proponérselo recitó la estrofa de Sófocles que leía en el seminario. Esa misma semana, conversó largamente sobre “los ancianitos de antes” con el vicario apostólico, un anciano locuaz e impresionable, aficionado a unos complejos acertijos para eruditos que él decía haber inventado y que se popularizaron años después con el nombre de crucigramas.

Aquella entrevista le permitió recoger de un golpe todo su viejo y entrañable amor por los clásicos griegos. En la Navidad de ese año recibió una carta. Y de no haber sido porque ya para esa época había adquirido el sólido prestigio de ser exageradamente imaginativo, intrépido para la interpretación y un poco disparatado en sus sermones, en esa ocasión lo habrían hecho obispo.

Pero se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85, y en la época en que los pájaros venían a morir en los dormitorios, hacía años que habían pedido su reemplazo por un sacerdote más joven, especialmente cuando dijo haber visto al diablo. Desde entonces comenzaron a no tenerlo en cuenta, cosa que él no advirtió de una manera muy clara a pesar de que todavía podía descifrar los menudos caracteres de su breviario sin necesidad de anteojos.

Siempre había sido un hombre de costumbres regulares. Pequeño, insignificante, de huesos pronunciados y sólidos y ademanes reposados y una voz sedante para la conversación pero demasiado sedante para el púlpito. Permanecía hasta la hora del almuerzo echando globos en su alcoba, tirado a la bartola en una silla de lona y sin otras prendas de vestir que unos largos pantaloncillos de sarga con las bocapiernas amarradas a los tobillos.

No hacía nada, salvo decir la misa. Dos veces a la semana se sentaba en el confesionario, pero hacía años que no se confesaba nadie. Él creía sencillamente que sus feligreses estaban perdiendo la fe a causa de las costumbres modernas, de ahí que hubiera considerado como un acontecimiento muy oportuno haber visto al diablo en tres ocasiones, aunque sabía que la gente daba muy poco crédito a sus palabras a pesar de que tenía conciencia de no ser muy convincente cuando hablaba de esas experiencias. Para él mismo no habría sido una sorpresa descubrir que estaba muerto, no sólo a lo largo de los últimos cinco años, sino también en esos momentos extraordinarios en que encontró los dos primeros pájaros. Cuando encontró el tercero, sin embargo, se asomó un poco a la vida, de manera que en los últimos días estuvo pensando con apreciable frecuencia en el pájaro muerto sobre el escaño de la estación.

Vivía a diez pasos del templo, en una casa pequeña, sin alambreras, con un corredor hacia la calle y dos cuartos que le servían de despacho y dormitorio. Consideraba, tal vez en sus momentos de menor lucidez, que es posible lograr la felicidad en la tierra cuando no hace mucho calor, y esa idea le producía un poco de desconcierto. Le gustaba extraviarse por vericuetos metafísicos. Era eso lo que hacía cuando se sentaba en el corredor todas las mañanas, con la puerta entreabierta, cerrados los ojos y los músculos distendidos. Sin embargo, él mismo no cayó en la cuenta de que se había vuelto tan sutil en sus pensamientos, que hacía por lo menos tres años que en sus momentos de meditación ya no pensaba en nada.

A las doce en punto, un muchacho atravesaba el corredor con un portacomidas de cuatro secciones que contenía lo mismo todos los días: sopa de hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne guisada sin cebolla, plátano frito o bollo de maíz y un poco de lentejas que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no había probado jamás.

El muchacho ponía el portacomidas junto a la silla donde yacía el sacerdote, pero éste no abría los ojos mientras no escuchaba otra vez las pisadas en el corredor. Por eso en el pueblo creían que el padre dormía la siesta antes del almuerzo (cosa que parecía igualmente dislocada) cuando la verdad era que ni siquiera de noche dormía normalmente. Para esa época sus hábitos se habían descomplicado hasta el primitivismo. Almorzaba sin moverse de su silla de lona, sin sacar los alimentos del portacomidas, sin usar los platos ni el tenedor ni el cuchillo, sino apenas la misma cuchara con que tomaba la sopa. Después se levantaba, se echaba un poco de agua en la cabeza, se ponía la sotana blanca y averaguada con grandes remiendos cuadrados, y se dirigía a la estación del ferrocarril, precisamente a la hora en que el resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta. Desde hacía varios meses recorría ese trayecto murmurando la oración que él mismo inventó la última vez que se le apareció el diablo.

Un sábado -nueve días después de que empezaron a caer pájaros muertos- el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se dirigía a la estación cuando cayó un pájaro agonizante a sus pies, precisamente frente a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de lucidez estalló en su cabeza y se dio cuenta de que aquel pájaro, a diferencia de los otros, podía ser salvado. Lo tomó en sus manos y llamó a la puerta de la señora Rebeca, en el instante en que ella se desabrochaba el corpiño para dormir la siesta.

En su alcoba, la viuda oyó los golpes e instintivamente desvió la vista hacia las alambreras. No había penetrado ningún pájaro a esa alcoba desde hacía dos días. Pero la red continuaba desflecada. Había considerado un gasto inútil hacerla reparar mientras no cesara aquella invasión de pájaros que la mantenía con los nervios irritados. Por encima del zumbido del ventilador eléctrico, oyó los golpes a la puerta y recordó con impaciencia que Argénida hacía la siesta en la última alcoba del corredor. Ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién podía importunarla a esas horas. Volvió a abotonarse el corpiño, traspuso la puerta alambrada, caminó derecho y afectada a lo largo del corredor, atravesó la sala recargada de muebles y objetos decorativos, y antes de abrir la puerta vio a través de la red metálica que allí estaba el padre Antonio Isabel, taciturno, con los ojos apagados y un pájaro en las manos (antes de que ella abriera la puerta) diciendo: “Si le echamos un poco de agua y después lo metemos debajo de una totuma, estoy seguro de que se pondrá bien”. Y al abrir la puerta, la señora Rebeca sintió que desfallecía de terror.

No permaneció allí más de cinco minutos. La señora Rebeca creía que era ella quien había abreviado el incidente. Pero en realidad había sido el padre. Si la viuda hubiera reflexionado en ese instante, se habría dado cuenta de que el sacerdote, en los treinta años que llevaba de vivir en el pueblo, no había permanecido nunca más de cinco minutos en su casa. Le parecía que en la profusa utilería de la sala se manifestaba claramente el espíritu concupiscente de la dueña, a pesar de su parentesco con el Obispo, muy remoto, pero reconocido. Además, había una leyenda (o una historia) sobre la familia de la señora Rebeca, que seguramente, pensaba el padre, no había llegado hasta el palacio episcopal, con todo y que el coronel Aureliano Buendía, primo hermano de la viuda a quien ella consideraba un descastado, aseguró alguna vez que el Obispo no había visitado el pueblo en el nuevo siglo por eludir la visita a su parienta. De cualquier modo, fuera aquello historia o leyenda, la verdad era que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no se sentía bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado nunca muestras de piedad y sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con evasivas cuando él trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su esposo. Si ahora había estado allí, aguardando a que ella trajera un vaso de agua para bañar un pájaro agonizante, era por determinación de una circunstancia que él no hubiera provocado jamás.

Mientras regresaba la viuda, el sacerdote, sentado en un suntuoso mecedor de madera labrada, sentía la extraña humedad de esa casa que no había vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buendía, hermano del coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar.

Cuando la señora Rebeca irrumpió de nuevo en la sala, vio al padre Antonio Isabel sentado en el mecedor y con ese aire de nebulosidad que a ella le producía terror.

-La vida de un animal -dijo el padre- es tan grata a Nuestro Señor como la de un hombre.

Al decirlo, no se acordó de José Arcadio Buendía. Tampoco lo recordó la viuda. Pero ella estaba acostumbrada a no dar crédito a las palabras del padre, desde cuando habló en el púlpito de las tres veces en que se le apareció el diablo. Sin prestarle atención tomó el pájaro entre las manos, lo sumergió en el vaso y lo sacudió después. El padre observó que había impiedad y negligencia en su manera de actuar, una absoluta falta de consideración por la vida del animal.

-No le gustan los pájaros -dijo, de manera suave pero afirmativa.

La viuda levantó los párpados en un gesto de impaciencia y hostilidad.

-Aunque me hubieran gustado alguna vez -dijo- los aborrecería ahora que les ha dado por morirse dentro de las casas.

-Han muerto muchos -dijo él, implacable. Habría podido pensarse que había mucho de astucia en la uniformidad de su voz.

-Todos -dijo la viuda. Y agregó, mientras exprimía el animal con repugnancia y lo colocaba debajo de una totuma-: Y eso no me importaría, si no me hubieran roto las alambreras.

Y a él le pareció que nunca había conocido tanta dureza de corazón. Un instante después, teniéndole en su propia mano, el sacerdote se dio cuenta de que aquel cuerpo minúsculo e indefenso había dejado de latir. Entonces se olvidó de todo: de la humedad de la casa, de la concupiscencia, del insoportable olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía, y se dio cuenta de la prodigiosa verdad que lo rodeaba desde el principio de la semana. Allí mismo, mientras la viuda lo veía abandonar la casa con el pájaro muerto entre las manos y una expresión amenazante, él asistió a la maravillosa revelación de que sobre el pueblo estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos y de que él, el ministro de Dios, el predestinado que había conocido la felicidad cuando no hacía calor, había olvidado enteramente el Apocalipsis.

Ese día fue a la estación, como siempre, pero no se dio cuenta cabal de sus actos. Sabía confusamente que algo estaba ocurriendo en el mundo, pero se sentía embotado, bruto, indigno del instante. Sentado en el escaño de la estación trataba de recordar si había lluvia de pájaros muertos en el Apocalipsis, pero lo había olvidado por completo. De pronto pensó que el retraso en casa de la señora Rebeca le había hecho perder el tren y estiró la cabeza por encima de los vidrios polvorientos y rotos y vio en el reloj de la administración que aún faltaban doce minutos para la una. Cuando regresó al escaño sintió que se asfixiaba. En ese momento se acordó de que era sábado. Movió por un instante su abanico de palma trenzada, perdido en sus oscuras nebulosas interiores. Y después se desesperó de los botones de su sotana y de los botones de sus botas y de sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga y se dio cuenta, alarmado, de que nunca en su vida había sentido tanto calor.

Sin moverse del escaño se desabotonó el cuello de la sotana, extrajo de la manga el pañuelo y se enjugó el rostro congestionado, pensando en un instante de iluminado patetismo que tal vez estaba asistiendo a la elaboración de un terremoto. Había leído eso en alguna parte. Sin embargo, el cielo estaba despejado; un cielo transparente y azul del que misteriosamente habían desaparecido todos los pájaros. Él se dio cuenta del color y de la transparencia, pero momentáneamente se olvidó de los pájaros muertos. Ahora pensaba en otra cosa, en la posibilidad de que se desatara una tormenta. Sin embargo, el cielo estaba diáfano y tranquilo, como si fuera el cielo de otro pueblo remoto y diferente, donde nunca había sentido calor, y como si no fueran los suyos sino otros los ojos que estuvieran contemplándolo. Después miró hacia el norte, por encima de los techos de palma y cinc oxidado, y vio la lenta, la silenciosa, la equilibrada mancha de gallinazos sobre el muladar.

Por alguna razón misteriosa sintió que en ese instante revivían en él las emociones que experimentó un domingo en el seminario, poco antes de recibir las órdenes menores. El rector lo había autorizado para hacer uso de su biblioteca particular y él permanecía durante horas y horas (especialmente los domingos) sumergido en la lectura de unos libros amarillos, olorosos a madera envejecida, y con anotaciones en latín hechas con los garabatos minúsculos y erizados del rector. Un domingo, después de que había leído durante todo el día, entró el rector a la habitación y se apresuró, azorado, a recoger una tarjeta que evidentemente se había caído de entre las páginas del libro que él leía. Presenció la ofuscación de su superior con discreta indiferencia, pero alcanzó a leer la tarjeta. Sólo había una frase, escrita a tinta morada con letra nítida y recta: Madame Ivette est morte cette nuit. Más de medio siglo después, viendo una mancha de gallinazos sobre un pueblo olvidado, se acordó de la expresión taciturna del rector, sentado frente a él, malva al crepúsculo y con la respiración imperceptiblemente alterada.

Impresionado por aquella asociación, no sintió entonces calor sino precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo en las ingles y la planta de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor, enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que era imposible diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás atascada en el barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo mientras él, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía indiferente a ese acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano asombrada como para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó aterrorizado: “El Judío Errante”.

En ese momento pitó el tren. Por primera vez en muchos años él no lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una densa humareda, y oyó la granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado. Pero eso fue como un sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por completo hasta esa tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos toques al formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después, fueron a buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.

De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea -ya encendidas las luces- y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.

Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado de un gramófono. El olfato agudizado por el hambre de dos días le indicó que ése era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo, un letrero que él no había de leer en su vida.

La propietaria estaba encinta con más de cinco meses. Tenía color de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre cuando su madre estaba encinta de ella. Él pidió “un almuerzo lo más rápido que pueda” y ella, sin tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren. Envuelto en el vapor cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que lo separaba de la estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa confusa sensación de pánico que produce la pérdida de un tren.

Trató de correr. Llegó hasta la puerta, angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando se dio cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la mesa se había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, a una muchacha que lo miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola. Por primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había regalado su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras acababa de comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la pérdida del tren ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo cuyo nombre no se ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con los huesos de la espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí largo rato sin escuchar los discos, hasta que la muchacha que los seleccionaba dijo:

-En el corredor hay más fresco.

Él se sintió mal. Le costaba trabajo iniciarse con los desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y cuando no le quedaba otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes a como las pensaba. “Sí”, respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de mecerse, olvidado de que no estaba en una mecedora.

-Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es más fresco -dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio cuenta con angustia de que ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a mirarla, en el instante en que le daba cuerda al gramófono. Parecía estar sentada allí desde hacía meses, años quizás, y no manifestaba el menor interés en moverse de ese lugar. Le daba cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija en él. Estaba sonriendo.

-Gracias -dijo él, tratando de levantarse, de dar espontaneidad a sus movimientos.

La muchacha no dejó de mirarlo; dijo: -También dejan el sombrero en el percherito.

Esta vez sintió una brasa en las orejas. Se estremeció pensando en aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía incómodo, acorralado, y otra vez sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero en ese instante penetró a la sala la propietaria.

-¿Qué hace? -preguntó.

-Está rodando la silla para el corredor, como lo hacen todos -dijo la muchacha.

Él creyó advertir un acento de burla en sus palabras.

-No se preocupe -dijo la propietaria-. Yo le traeré un taburete.

La muchacha se rió y él se sintió desconcertado. Hacía calor, un calor seco y plano. Y estaba sudando. La propietaria rodó hasta el corredor un taburete de madera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la muchacha volvió a hablar.

-Lo malo es que lo van a asustar los pájaros -dijo.

Él alcanzó a ver la mirada dura cuando la propietaria volvió los ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero intensa.

-Lo que debes hacer es callarte -dijo, y se volvió sonriente hacia él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de hablar.

-¿Qué es lo que dice? -preguntó.

-Que a esta hora caen pájaros muertos en el corredor -dijo la muchacha.

-Son cosas de ella -dijo la propietaria. Se inclinó a arreglar un ramo de flores artificiales en la mesita de centro. Había un temblor nervioso en sus dedos.

-Cosas mías, no -dijo la muchacha-. Tú misma barriste dos antier.

La propietaria la miró exasperada. Tenía una expresión lastimosa y evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no quedara el menor rastro de duda.

-Lo que ocurre, señor, es que antier los muchachos dejaron dos pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después le dijeron que estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo que le dicen.

Él sonrió. Le parecía muy divertida aquella explicación: se frotó las manos y se volvió a mirar a la muchacha que lo contemplaba angustiada. El gramófono había dejado de sonar. La propietaria se retiró a la otra pieza y cuando él se dirigía al corredor la muchacha insistió en voz baja:

-Yo los he visto caer. Créamelo. Todo el mundo los ha visto.

Y él creyó comprender entonces su apego al gramófono y la exasperación de la propietaria.

-Sí -dijo compasivamente. Y después, moviéndose hacia el corredor-: Yo también los he visto.

Hacía menos calor afuera, a la sombra de los almendros. Recostó el taburete contra el marco de la puerta, echó la cabeza hacia atrás y pensó en su madre; su madre postrada en el mecedor, espantando las gallinas con un largo palo de escoba, mientras sentía que por primera vez él no estaba en la casa.

La semana anterior habría podido pensar que su vida era una cuerda lisa y recta, tendida desde la lluviosa madrugada de la última guerra civil en que vino al mundo entre las cuatro paredes de barro y cañabrava de una escuela rural, hasta esa mañana de junio en que cumplió 22 años y su madre llegó hasta su chinchorro para regalarle un sombrero con una tarjeta: “A mi querido hijo, en su día”. En ocasiones se sacudía la herrumbre de la ociosidad y sentía nostalgia de la escuela, del pizarrón y del mapa de un país superpoblado por los excrementos de las moscas, y de la larga fila de jarros colgados en la pared debajo del nombre de cada niño. Allí no hacía calor. Era un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero. Su madre era entonces una mujer triste y hermética. Se sentaba al atardecer a recibir el viento acabado de filtrar en los cafetales, y decía: “Manaure es el pueblo más bello del mundo”; y luego, volviéndose hacia él, viéndolo crecer sordamente en el chinchorro: “Cuando estés grande te darás cuenta de eso”. Pero no se dio cuenta de nada. No se dio cuenta a los 15 años, siendo ya demasiado grande para su edad, rebosante de esa salud insolente y atolondrada que da la ociosidad. Hasta cuando cumplió los 20 años su vida no fue nada esencialmente distinta de unos cambios de posición en el chinchorro. Pero para esa época su madre, obligada por el reumatismo, abandonó la escuela que había atendido durante 18 años, de manera que se fueron a vivir a una casa de dos cuartos con un patio enorme, donde criaron gallinas de patas cenicientas como las que atravesaban el salón de clases.

El cuidado de las gallinas fue su primer contacto con la realidad. Y había sido el único hasta el mes de julio, en que su madre pensó en la jubilación y consideró que ya el hijo tenía suficiente sagacidad para gestionarla. Él colaboró de manera eficaz en la preparación de los documentos, y hasta tuvo el tacto necesario para convencer al párroco de que alterara en seis años la partida de bautismo de su madre, que aún no tenía edad para la jubilación. El jueves recibió las últimas instrucciones escrupulosamente pormenorizadas por la experiencia pedagógica de su madre, e inició el viaje hacia la ciudad con doce pesos, una muda de ropa, el legajo de documentos y una idea enteramente rudimentaria de la palabra “jubilación”, que él interpretaba en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.

Adormilado en el corredor del hotel, entorpecido por el bochorno, no se había detenido a pensar en la gravedad de su situación. Suponía que el percance quedaría resuelto al día siguiente con el regreso del tren, de suerte que ahora su única preocupación era esperar el domingo para reanudar el viaje y no acordarse jamás de ese pueblo donde hacía un calor insoportable. Un poco antes de las cuatro cayó en un sueño incómodo y pegajoso, pensando, mientras dormía, que era una lástima no haber traído el chinchorro. Entonces fue cuando se dio cuenta de que había olvidado en el tren el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación. Despertó abruptamente, sobresaltado, pensando en su madre y otra vez acorralado por el pánico.

Cuando rodó el asiento hasta la sala se habían encendido las luces del pueblo. No conocía el alumbrado eléctrico, de manera que experimentó una fuerte impresión al ver las bombillas pobres y manchadas del hotel. Luego recordó que su madre le había hablado de eso y siguió rodando el asiento hasta el comedor tratando de evitar los moscardones que estrellaban como proyectiles en los espejos. Comió sin apetito, ofuscado por la clara evidencia de su situación, por el calor intenso, por la amargura de aquella soledad que padecía por primera vez en su vida. Después de las nueve fue conducido al fondo de la casa, a un cuarto de madera empapelado con periódicos y revistas. A la medianoche se hallaba sumergido en un sueño pantanoso y febril, mientras a cinco cuadras de allí el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, tendido boca arriba en su catre, pensaba que las experiencias de esa noche reforzaban el sermón que tenía preparado para las siete de la mañana. El padre reposaba con sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga, entre el denso rumor de los zancudos. Un poco antes de las doce había atravesado el pueblo para administrar la extremaunción a una mujer y se sentía exaltado y nervioso, de manera que puso los elementos sacramentales junto al catre y se acostó a repasar el sermón. Permaneció así varias horas, tendido boca arriba en el catre hasta cuando oyó el horario remoto de un alcaraván en la madrugada. Entonces trató de levantarse, se incorporó penosamente y pisó la campanilla y se fue de bruces contra el suelo áspero y sólido de la habitación.

Apenas se dio cuenta de sí mismo cuando experimentó la sensación terebrante que le subió por el costado. En ese momento tuvo conciencia de su peso total: juntos el peso de su cuerpo, de sus culpas y de su edad. Sintió contra la mejilla la solidez del suelo pedregoso que tantas veces, al preparar sus sermones, le había servido para formarse una idea precisa del camino que conduce al infierno. “Cristo”, murmuró asustado, pensando: “Seguro que nunca más podré ponerme en pie.”

No supo cuánto tiempo permaneció postrado en el suelo, sin pensar en nada, sin acordarse siquiera de implorar una buena muerte. Fue como si, en realidad, hubiera estado muerto por un instante. Pero cuando recobró el conocimiento ya no sentía dolor ni espanto. Vio la raya lívida debajo de la puerta; oyó, remoto y triste, el clamor de los gallos, y se dio cuenta de que estaba vivo y de que recordaba perfectamente las palabras del sermón.

Cuando descorrió la tranca de la puerta estaba amaneciendo. Había dejado de sentir dolor y hasta le parecía que el golpe lo había descargado de su ancianidad. Toda la bondad, los extravíos y los padecimientos del pueblo penetraron hasta su corazón cuando tragó la primera bocanada de aquel aire que era una humedad azul llena de gallos. Luego miró en torno suyo como para reconciliarse con la soledad, y vio a la tranquila penumbra del amanecer, uno, dos, tres pájaros muertos en el corredor.

Durante nueve minutos contempló los tres cadáveres, pensando, de acuerdo con el sermón previsto, que aquella muerte colectiva de los pájaros necesitaba una expiación. Luego caminó hasta el otro extremo del corredor, recogió los tres pájaros muertos y regresó a la tinaja y la destapó y uno tras otro echó los pájaros en el agua verde y dormida sin conocer exactamente el objetivo de aquella acción. Tres y tres hacen media docena en una semana, pensó, y un prodigioso relámpago de lucidez le indicó que había empezado a padecer el gran día de su vida.

A las siete había empezado el calor. En el hotel, el único comensal aguardaba el desayuno. La muchacha del gramófono no se había levantado aún. La propietaria se acercó y en ese instante parecía como si estuvieran sonando dentro de su vientre abultado las siete campanadas del reloj.

-Siempre fue que lo dejó el tren -dijo con un acento de tardía conmiseración. Y luego trajo el desayuno: café con leche, un huevo frito y tajadas de plátano verde.

Él trató de comer, pero no sentía hambre. Se sentía alarmado de que hubiera empezado el calor. Sudaba a chorros. Se asfixiaba. Había dormido mal, con la ropa puesta, y ahora tenía un poco de fiebre. Sentía otra vez el pánico y se acordaba de su madre, en el instante en que la propietaria se acercó a recoger los platos, radiante dentro de su traje nuevo de grandes flores verdes. El traje de la propietaria le hizo recordar que era domingo.

-¿Hay misa? -preguntó.

-Sí hay -dijo la mujer-. Pero es como si no hubiera porque no va casi nadie. Es que no han querido mandar un padre nuevo.

-¿Y qué pasa con el de ahora?

-Que tiene como cien años y está medio chiflado -dijo la mujer, y permaneció inmóvil, pensativa, con todos los platos en una mano. Luego dijo:

-El otro día juró en el púlpito que había visto al diablo y desde entonces casi nadie volvió a la misa.

De manera que fue a la iglesia, en parte por su desesperación y en parte por la curiosidad de conocer a una persona de cien años. Advirtió que era un pueblo muerto, con calles interminables y polvorientas y sombrías casas de madera con techos de cinc, que parecían deshabitadas. Eso era el pueblo en domingo: calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante. Pensó que no había ahí ninguna señal que permitiera distinguir el domingo de otro día cualquiera, y mientras caminaba por la calle desierta se acordó de su madre: “Todas las calles de todos los pueblos conducen inexorablemente a la iglesia o al cementerio.” En este instante desembocó en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez.

Sin apresurarse atravesó la plaza, subió por los tres escalones del atrio e inmediatamente sintió el olor del envejecido sudor humano revuelto con el olor del incienso, y penetró en la tibia penumbra de la iglesia casi vacía.

El padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar acababa de subir al púlpito. Iba a iniciar el sermón cuando vio entrar a un muchacho con el sombrero puesto. Lo vio examinar con sus grandes ojos serenos y transparentes el templo casi vacío. Lo vio sentarse en el último escaño, la cabeza ladeada y las manos sobre las rodillas. Se dio cuenta de que era un forastero. Tenía más de 20 años de estar en el pueblo y habría podido reconocer a cualquiera de sus habitantes hasta por el olor. Por eso sabía que el muchacho que acababa de llegar era un forastero. En una mirada breve e intensa observó que era un ser taciturno y un poco triste y que tenía la ropa sucia y arrugada. Es como si tuviera mucho tiempo de estar durmiendo con ella, pensó, con un sentimiento que era una mezcolanza de repugnancia y piedad. Pero después, viéndolo en el escaño, sintió que su alma desbordaba gratitud y se dispuso a pronunciar para él el gran sermón de su vida. Cristo -pensaba mientras tanto-, permite que recuerde el sombrero para que no tenga que echarlo del templo.

Y comenzó el sermón.

Al principio habló sin darse cuenta de sus palabras. Ni siquiera se escuchaba a sí mismo. Oía apenas la melodía definida y suelta que fluía de un manantial dormido en su alma desde el principio del mundo. Tenía la confusa certidumbre de que las palabras estaban brotando precisas, oportunas, exactas, en el orden y la ocasión previstos. Sentía que un vapor caliente le presionaba las entrañas. Pero sabía también que su espíritu estaba limpio de vanidad y que la sensación de placer que le embargaba los sentidos no era soberbia, ni rebeldía, ni vanidad, sino el puro regocijo de su espíritu en Nuestro Señor.

En su alcoba, la señora Rebeca se sentía desfallecer, comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería imposible. Si no se hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a la novedad, habría metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera ido a rodar por el mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado. Pero íntimamente sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre aquellos interminables corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras, pensaba, haría reemplazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera que se quedaría allí, decidió (y ésa era una decisión que tomaba siempre que ordenaba la ropa en el armario), y decidió también escribirle a “mi ilustrísimo primo” para que mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia con su sombrero de minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa ordenada y sermones sensatos y edificantes.

Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso), cuando Argénida abrió bruscamente la puerta alambrada y exclamó:

-Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpito.

La viuda volvió hacia la puerta un rostro otoñal y amargo, enteramente suyo.

-Hace por lo menos cinco años que está loco -dijo. Y siguió aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo-: Debe ser que volvió a ver al diablo.

-Ahora no fue el diablo -dijo Argénida.

-¿Y entonces a quién? -preguntó la señora Rebeca, estirada, indiferente.

-Ahora dice que vio al Judío Errante.

La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas ideas entre las cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su infancia remota: “El Judío Errante.” Y entonces comenzó a moverse, lívida, helada, hacia donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.

-Es verdad -dijo, con una voz que se le subió de las entrañas-. Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.

Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y atravesó como una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras que la separaban de  la iglesia, en donde el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, transfigurado, decía: “…Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada, cuando regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero. Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba a su paso una huella de ceniza ardiente.”

La palabra quedó trunca, flotando en el aire. Se dio cuenta de que no podía contener el temblor de las manos, de que todo su cuerpo temblaba y de que por su columna vertebral descendía lentamente un hilo de sudor helado. Se sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed y una fuerte torcedura en las tripas y un rumor que resonó como la profunda nota de un órgano en sus entrañas. Entonces se dio cuenta de la verdad.

Vio que había gente en la iglesia y que por la nave central avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los brazos abiertos y el rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas. Confusamente comprendió lo que estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez suficiente para comprender que habría sido vanidad creer que estaba patrocinando un milagro. Humildemente apoyó las manos temblorosas en el borde de madera y reanudó el discurso.

-Entonces caminó hacia mí -dijo. Y esta vez escuchó su propia voz convincente, apasionada-. Caminó hacia mí y tenía los ojos de esmeralda y la áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo levanté la mano para recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije: “Deténte. Nunca ha sido el domingo buen día para sacrificar un cordero.”

Cuando terminó había empezado el calor. Ese calor intenso, sólido y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el padre Antonio Isabel ya no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, estaba el pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero ni siquiera se alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva inmediata de que el vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo y desadaptado. Se sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo del sacrificio. Desde hacía algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue una distracción diferente porque su pensamiento estaba colmado por una inquietud definida. Por primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y tal como lo había imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia era un apremio igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:

-Pitágoras.

El acólito, un niño de cabeza rapada y lustrosa, ahijado del padre Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre, se acercó al altar.

-Recoge la limosna -dijo el sacerdote.

El niño pestañeó, dio una vuelta completa y luego dijo con una voz casi imperceptible:

-No sé dónde está el platillo.

Era cierto. Hacía meses que no se recogía la limosna.

-Entonces busca una bolsa grande en la sacristía y recoge lo más que puedas -dijo el padre.

-¿Y qué digo? -dijo el muchacho.

El padre contempló pensativo el cráneo pelado y azul, las articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:

-Di que es para desterrar al Judío Errante -dijo y sintió que al decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por un instante no escuchó nada más que el chisporroteo de los cirios en el templo silencioso, y su propia respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano en el hombro del acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:

-Después coges la plata y se la llevas al muchacho que estaba solo al principio y le dices que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo.

Gabriel García Márquez: La viuda de Montiel. Cuento

????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????Cuando murió don José Montiel, todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.

Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo -desde su puesto consular de Alemania- y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre”, pensaba. “Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.” Era sincera.

Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de diez metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio.

Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas, ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que faltaba”, pensó. “Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa.” Aquel día hizo un esfuerzo de concentración llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.

La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa. La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día -los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar- se dio cuenta de que el señor Carmichael entraba en la casa con el paraguas abierto.

-Cierre ese paraguas, señor Carmichael -le dijo-. Después de todas las desgracias que tenemos, sólo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.

El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión de los callos.

-Es sólo mientras se seca.

Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.

-Tantas desgracias, y además este invierno -murmuró, mordiéndose las uñas-. Parece que no va a escampar nunca.

-No escampará ni hoy ni mañana -dijo el administrador-. Anoche no me dejaron dormir los callos.

Ella confiaba en las predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron para ver el entierro de José Montiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos compromisos que heredara y que nunca lograría comprender.

-El mundo está mal hecho -sollozó.

Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo.

-Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas -decía-. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar.

La única diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concreto para concebir pensamientos sombríos.

Así, mientras la viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años de asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco tiempo. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la dictadura, José Montiel era un discreto partidario de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en calzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó de una cierta reputación de afortunado y buen creyente, porque prometió en voz alta regalar al templo un San José de tamaño natural si se ganaba la lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se le vio usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz, que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la menor inquietud, discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un plazo de veinticuatro horas para abandonar el pueblo. Planificando la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofocante, mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su marido.

-Ese hombre es un criminal -le decía-. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lleven a esa bestia que no va a dejar un ser humano en el pueblo.

Y José Montiel, tan atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: “No seas pendeja”. En realidad, su negocio no era la muerte de los pobres, sino la expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José Montiel les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se encargaba de fijar.

-No seas tonto -le decía su mujer-. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca.

Y José Montiel, que ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo:

-Véte para tu cocina y no me friegues tanto.

A ese ritmo, en menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París, consiguió a su hijo un puesto consular en Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su desaforada riqueza.

Después de que se cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al atardecer. “Otra vez los bandoleros”, decían. “Ayer cargaron con un lote de 50 novillos.” Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las uñas, la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.

-Yo te lo decía José Montiel -decía, hablando sola-. Éste es un pueblo desagradecido. Aún estás caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos volteó la espalda.

Nadie volvió a la casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael, que nunca entró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regresar por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la viuda y se vio precisado a confesarle que se estaba quedando en la ruina.

-Mejor -dijo ella-. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que le haga falta y déjeme morir tranquila.

Su único contacto con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a fines de cada mes. “Éste es un pueblo maldito”, les decía. “Quédense allá para siempre y no se preocupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices.” Sus hijas se turnaban para contestarle. Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían repetidas en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas querían volver. “Esto es la civilización”, decían. “Allá, en cambio, no es un buen medio para nosotras. Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas.” Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada frase con la cabeza.

En cierta ocasión, sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que mataban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: “Imagínate que el clavel más grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo”. Leyendo aquella frase, por primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa de noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pulgar derecho, irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande  en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:

-¿Cuándo me voy a morir?

La Mamá Grande levantó la cabeza.

-Cuando te empiece el cansancio del brazo.

Gabriel García Márquez: La prodigiosa tarde de Baltasar. Cuento

gabo02La jaula estaba terminada. Baltasar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltasar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.

-Tienes que afeitarte -le dijo Úrsula, su mujer-. Pareces un capuchino.

-Es malo afeitarse después del almuerzo -dijo Baltasar.

Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de muchacho asustado. Pero era una expresión falsa. En febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo que los otros.

-Entonces repósate un rato -dijo la mujer-. Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte.

Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varias veces para mostrar la jaula a los vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces. Estaba disgustada porque su marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando Baltasar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.

-¿Cuánto vas a cobrar? -preguntó.

-No sé -contestó Baltasar-. Voy a pedir treinta pesos para ver si me dan veinte.

-Pide cincuenta -dijo Úrsula-. Te has trasnochado mucho en estos quince días. Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.

Baltasar empezó a afeitarse.

-¿Crees que me darán los cincuenta pesos?

-Eso no es nada para don Chepe Montiel, y la jaula los vale -dijo Úrsula-. Deberías pedir sesenta.

La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor parecía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de vestirse, Baltasar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el comedor.

La noticia se había extendido. El doctor Octavio Giraldo, un médico viejo, contento de la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltasar mientras almorzaba con su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban los pájaros, y le gustaban tanto que odiaba a los gatos porque eran capaces de comérselos. Pensando en ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltasar a conocer la jaula.

Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cúpula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para comer y dormir, y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente, sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio, y mucho más bella de lo que había soñado jamás para su mujer.

-Esto es una aventura de la imaginación -dijo. Buscó a Baltasar en el grupo, y agregó, fijos en él sus ojos maternales-: Hubieras sido un extraordinario arquitecto.

Baltasar se ruborizó.

-Gracias -dijo.

-Es verdad -dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un cura hablando en latín-. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros -dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo-. Bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola. -Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la jaula, y dijo:- Bueno, pues me la llevo.

-Está vendida -dijo Úrsula.

-Es del hijo de don Chepe Montiel -dijo Baltasar-. La mandó a hacer expresamente.

El médico asumió una actitud respetable.

-¿Te dio el modelo?

-No -dijo Baltasar-. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja de turpiales.

El médico miró la jaula.

-Pero ésta no es para turpiales.

-Claro que sí, doctor -dijo Baltasar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodearon-. Las medidas están bien calculadas -dijo, señalando con el índice los diferentes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acordes profundos-. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro y por fuera -dijo.

-Sirve hasta para un loro -intervino uno de los niños.

-Así es -dijo Baltasar.

El médico movió la cabeza.

-Bueno, pero no te dio el modelo -dijo-. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?

-Así es -dijo Baltasar.

-Entonces no hay problema -dijo el médico-. Una cosa es una jaula grande para turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.

-Es esta misma -dijo Baltasar, ofuscado-. Por eso la hice.

El médico hizo un gesto de impaciencia.

-Podrías hacer otra -dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico-: Usted no tiene apuro.

-Se la prometí a mi mujer para esta tarde -dijo el médico.

-Lo siento mucho, doctor -dijo Baltasar-, pero no se puede vender una cosa que ya está vendida.

El médico se encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo, contempló la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, como se mira un barco que se va.

-¿Cuánto te dieron por ella?

Baltasar buscó a Úrsula sin responder.

-Sesenta pesos -dijo ella.

El médico siguió mirando la jaula.

-Es muy bonita -suspiró-. Sumamente bonita. -Luego, moviéndose hacia la puerta, empezó a abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio desapareció para siempre de su memoria.

-Montiel es muy rico -dijo.

En verdad, José Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por la obsesión de la muerte, cerró puertas y ventanas después del almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. Entonces abrió la puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a Baltasar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.

-Qué cosa tan maravillosa -exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión radiante, conduciendo a Baltasar hacia el interior-. No había visto nada igual en mi vida -dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta-: Pero llévesela para adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.

Baltasar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de carpintería menor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un sentimiento de piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los pies.

-¿Está Pepe? -preguntó.

Había puesto la jaula en la mesa del comedor.

-Está en la escuela -dijo la mujer de José Montiel-. Pero ya no debe demorar. -Y agregó-: Montiel se está bañando.

En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una urgente fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa.

-Adelaida -gritó-. ¿Qué es lo que pasa?

-Ven a ver qué cosa maravillosa -gritó su mujer.

José Montiel -corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca- se asomó por la ventana del dormitorio.

-¿Qué es eso?

-La jaula de Pepe -dijo Baltasar.

La mujer lo miró perpleja.

-¿De quién?

-De Pepe -confirmó Baltasar. Y después dirigiéndose a José Montiel-: Pepe me la mandó a hacer.

Nada ocurrió en aquel instante, pero Baltasar se sintió como si le hubieran abierto la puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.

-Pepe -gritó.

-No ha llegado -murmuró su esposa, inmóvil.

Pepe apareció en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre.

-Ven acá -le dijo José Montiel-. ¿Tú mandaste a hacer esto?

El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a los ojos.

-Contesta.

El niño se mordió los labios sin responder.

-Montiel -susurró la esposa.

José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltasar con una expresión exaltada.

-Lo siento mucho, Baltasar -dijo-. Pero has debido consultarlo conmigo antes de proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. -A medida que hablaba, su rostro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltasar-. Llévatela en seguida y trata de vendérsela a quien puedas -dijo-. Sobre todo, te ruego que no me discutas. -Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:- El médico me ha prohibido coger rabia.

El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltasar lo miró perplejo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.

José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.

-No lo levantes -dijo-. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le echas sal y limón para que rabie con gusto.

El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.

-Déjalo -insistió José Montiel.

Baltasar observó al niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso. Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.

-Pepe -dijo Baltasar.

Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto, abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltasar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.

-Baltasar -dijo Montiel, suavemente-, ya te dije que te la lleves.

-Devuélvela -ordenó la mujer al niño.

-Quédate con ella -dijo Baltasar. Y luego, a José Montiel-: Al fin y al cabo, para eso la hice.

José Montiel lo persiguió hasta la sala.

-No seas tonto, Baltasar -decía, cerrándole el paso-. Llévate tu trasto para la casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.

-No importa -dijo Baltasar-. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pensaba cobrar nada.

Cuando Baltasar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a enrojecer.

-Estúpido -gritaba-. Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un cualquiera venga a dar órdenes en mi casa. ¡Carajo!

En el salón de billar recibieron a Baltasar con una ovación. Hasta ese momento, pensaba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo de José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un poco excitado.

-De manera que te dieron cincuenta pesos por la jaula.

-Sesenta -dijo Baltasar.

-Hay que hacer una raya en el cielo -dijo alguien-. Eres el único que ha logrado sacarle ese montón de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que celebrarlo.

Le ofrecieron una cerveza, y Baltasar correspondió con una tanda para todos. Como era la primera vez que bebía, al anochecer estaba completamente borracho, y hablaba de un fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y después, de un millón de jaulas hasta completar sesenta millones de pesos.

-Hay que hacer muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se mueran      -decía, ciego de la borrachera-. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.

Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar. Todos brindaron por la salud de Baltasar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el salón.

Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de rebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltasar no se había emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltasar estaba en un salón iluminado, donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la misma cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de pagar al día siguiente. Un momento después, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los zapatos, pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.

Gabriel García Márquez: La siesta del martes. Cuento

Gabriel Garcia Marquez, the Colombian writer and political activist, in Mexico City in 1976.El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.

-Es mejor que subas el vidrio -dijo la mujer-. El pelo se te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.

Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dejó de comer.

-Ponte los zapatos -dijo.

La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

-Péinate -dijo.

El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.

-Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora -dijo la mujer-. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.

Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: “¿Quién es?” La mujer trató de ver a través de la red metálica.

-Necesito al padre -dijo.

-Ahora está durmiendo.

-Es urgente -insistió la mujer.

Su voz tenía una tenacidad reposada.

La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.

-Sigan -dijo, y acabó de abrir la puerta.

Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.

La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.

-Dice que vuelvan después de las tres     -dijo en voz muy baja-. Se acostó hace cinco minutos.

-El tren se va a las tres y media -dijo la mujer.

Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.

-Bueno -dijo.

Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.

-¿Qué se le ofrece? -preguntó.

-Las llaves del cementerio -dijo la mujer.

La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.

-Con este calor… -dijo-. Han podido esperar a que bajara el sol.

La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

-¿Qué tumba van a visitar? -preguntó.

-La de Carlos Centeno -dijo la mujer.

-¿Quién?

-Carlos Centeno -repitió la mujer.

El padre siguió sin entender.

-Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada -dijo la mujer en el mismo tono-. Yo soy su madre.

El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.

Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por veintiocho años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: “Ay, mi madre”. El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.

-De manera que se llamaba Carlos Centeno -murmuró el padre cuando acabó de escribir.

-Centeno Ayala -dijo la mujer-. Era el único varón.

El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.

-Firme aquí.

La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.

El párroco suspiró.

-¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

La mujer contestó cuando acabó de firmar:

-Era un hombre muy bueno.

El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:

-Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.

-Se tuvo que sacar todos los dientes -intervino la niña.

-Así es -confirmó la mujer-. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

-La voluntad de Dios es inescrutable -dijo el padre.

Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.

Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

-Esperen un minuto -dijo, sin mirar a la mujer.

Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.

-¿Qué fue? -preguntó él.

-La gente se ha dado cuenta.

-Es mejor que salgan por la puerta del patio -dijo el padre.

-Es lo mismo -dijo su hermana-. Todo el mundo está en las ventanas.

La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.

-Esperen a que baje el sol -dijo el padre.

-Se van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala-. Espérense y les presto una sombrilla.

-Gracias -replicó la mujer-. Así vamos bien.

Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.

Gabriel García Márquez: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Cuento

garcia marquez.JPGEl invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Des­pués de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar el broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: «Es viento de agua». Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, pro­tegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas.

Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvi­mos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confun­dió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora del almuerzo: «Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas». Sonriente, atrave­sada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra le dijo: «Eso lo oíste en el sermón». Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida diges­tión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.

Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la inten­sidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una sustan­cia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. «Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra», dijo mi madrastra. Y yo advertí que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. «Creo que sí -dije-. Será mejor que los guajiros las pongan en el corredor mientras escampa». Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como un árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: «Debe ser que anoche dormí mal, porque me ha ama­necido doliendo el espinazo». Y estuvo allí sentado contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el jardín vacío. Sólo al atardecer, después que se negó a almorzar, dijo: «Es como si no fuera a escampar nunca». Y yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la ma­dera ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé dé las noches de agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.

Llovió durante todo el lunes, como el domingo. Pero en­tonces parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón. Al atardecer dijo una voz junto a mi asiento: «Es aburridora esta lluvia». Sin que me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba hablando en el asiento del lado, con la misma expresión fría y pasmada que no había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde entonces. Ahora yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado, diciendo que le aburría la lluvia. «Aburridora no -dije-. Lo que me parece demasiado triste es el jardín vacío y esos pobres árboles que no pueden quitarse del patio». Entonces me volví a mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz que me decía: «Por lo visto no piensa escampar nunca», y cuando miré hacia la voz sólo encontré la silla vacía.

El martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada. Du­rante la mañana los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y ladrillos. Pero la vaca permaneció imperturbable, en el jardín, dura, inviolable, todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza humillada por la lluvia. Los gua­jiros la acosaron hasta cuando la paciente tolerancia de mi padre vino en defensa suya: «Déjenla tranquila -dijo-. Ella se irá como vino».

Al atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortaja en el corazón. El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en una humedad caliente y pastosa. La temperatura no era fría ni caliente; era una temperatura de escalofrío. Los pies sudaban dentro de los zapatos. No se sabía qué era más desagradable, si la piel al descubierto o el contacto de la ropa en la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el corredor, pero ya no contem­plábamos la lluvia como el primer día. Ya no la sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo sabor con que se despierta después de haber soñado con una persona desconocida. Yo sabía que era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos can­ciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de la lluvia yo oía la can­cioncilla de las mellizas ciegas y las imaginaba en su casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar. Aquel día no llegarían las mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la pordiosera estaría en el corredor después de la siesta, pidiendo, como todos los martes, la eterna ramita de toronjil.

Ese día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora de la siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero en realidad no comíamos desde el atardecer del lunes y creo que desde entonces dejamos de pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, en­tregados al derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Sólo la vaca se movió en la tarde. De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y las pezu­ñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego per­maneció inmóvil durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se lo impedía la costum­bre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió por. fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total derrumbamiento. «Hasta ahí llegó», dijo alguien a mis espaldas. Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los martes que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de toronjil.

Tal vez el miércoles me habría acostumbrado a ese am­biente sobrecogedor si al llegar a la sala no hubiera encon­trado la mesa recostada contra la pared, los muebles amonto­nados encima de ella, y del otro lado, en un parapeto impro­visado durante la noche, los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había sucedido durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros sin camisa y descalzos, con los pan­talones enrollados hasta las rodillas, transportaban los mue­bles al comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecundada por la repugnante flora de la humedad y las tinieblas. Yo estaba en la sala contemplando el desierto espectáculo de los muebles amontonados cuando oí la voz de mi madrastra en el cuarto advirtiéndome que podía contraer tina pulmonía. Sólo enton­ces caí en la cuenta de que el agua me daba a los tobillos, de que la casa estaba inundada, cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.

Al mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de las tres de la tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y enfermiza, con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el patio. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros, que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes ante el disturbio de la natu­raleza. Entonces fue cuando empezaron a llegar noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaban, pre­cisas, individualizadas, como conducidas por el barro líquido que corría por las calles y arrastraba objetos domésticos, cosas y cosas, destrozos de una remota catástrofe, escombros y ani­males muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando todavía la lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se supo entonces que la iglesia estaba inun­dada y se esperaba su derrumbamiento. Alguien que no tenía por qué saberlo, dijo esa noche: «El tren no puede pasar el puente desde el lunes. Parece que el río se llevó los rieles». Y se supo que una mujer enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde flotando en el patio.

Aterrorizada, poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios presentimientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo no sentía sobresalto alguno porque yo misma par­ticipaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún mantenía la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del corredor. «Ahora tenemos que rezar», dijo. Y yo vi su rostro seco y agrietado, como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada en una sustancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la mano, diciendo: «Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos están flotando en el cementerio».

Tal vez había dormido un poco esa noche cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y penetrante como el de los cuerpos en descomposición. Sacudí con fuerza a Martín, que roncaba a mi lado. «¿No lo sientes?», le dije. Y él dijo: «¿Qué?». Y yo dije: «El olor. Deben ser los muertos que están flotando por las calles». Yo me sentía aterrorizada por aquella idea, pero Martín se volteó contra la pared y dijo con la voz ronca y dormida: «Son cosas tuyas. Las mujeres embarazadas siem­pre están con imaginaciones».

Al amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias. La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía serlo fue una cosa física y gelatinosa que habría podido apartarse con las manos para asomarse al viernes. Allí no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran cuerpos adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno. Mi padre me dijo: «No se mueva de aquí hasta cuando no le diga qué se hace», y su voz era lejana e indirecta y no parecía percibirse con los oídos sino con el tacto, que era el único sentido que permanecía en actividad.

Pero mi padre no volvió: se extravió en el tiempo. Así que cuando llegó la noche llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara al dormitorio. Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda la noche. Al día siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me indicaba que todavía una zona de mi conciencia no había despertado por completo.

Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren fugándose de la tramontana. «Debe haber escampado en alguna parte», pensé, y una voz a mis espaldas pareció responder a mi pensamiento: «Dónde…», dijo. «¿Quién está ahí?», dije yo, mirando. Y vi a mi madrastra con un brazo largo y escuálido hacia la pared. «Soy yo», dijo. Y yo le dije: «¿Los oyes?». Y ella dijo que sí, que tal vez habría escampado en los alrededores y habían reparado las líneas. Luego me entregó una bandeja con el desayuno humeante. Aquello olía a salsa de ajo y a manteca hervida. Era un plato de sopa. Desconcertada le pregunté a mi madrastra por la hora. Y ella, calmadamente, con una voz que sabía a postrada resig­nación, dijo: «Deben ser las dos y media, más o menos. El tren no lleva retraso después de todo». Yo dije: «¡Las dos y media! ¡Cómo hice para dormir tanto!». Y ella dijo: «No has dormido mucho. A lo sumo serán las tres». Y yo, temblando, sintiendo resbalar el plato entre mis manos: «Las dos y media del viernes…», dije. Y ella, monstruosamente tranquila: «Las dos y media del jueves, hija. Todavía las dos y media del jueves».

No sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel sonambu­lismo en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sé que después de muchas horas incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: «Ahora puedes rodar la cama para ese lado». Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio de la casa, la inmovilidad increíble que afectaba todas las cosas. Y súbita­mente sentí el corazón convertido en una piedra helada. «Es­toy muerta -pensé-. Dios. Estoy muerta». Di un salto en la cama. Grité: « ¡Ada, Ada! ». La voz desabrida de Martín me respondió desde del otro lado: «No pueden oírte porque ya están afuera». Sólo entonces me di cuenta de que había escam­pado y de que en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido a la muerte. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se oyó una voz clara y completamente viva. Luego un vientecito fresco sacu­dió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura, y un cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profun­damente en la alberca del patio. Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscu­ridad. «Dios mío -pensé entonces, confundida por el tras­torno del tiempo-. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado».

Gabriel García Márquez: La noche de los alcaravanes. Cuento

gabo (1)Estábamos sentados, los tres, en torno a la mesa, cuando alguien introdujo una moneda en la ranura y el Wurlitzer volvió a iniciar el disco de toda la noche. Lo demás no tuvimos tiempo de pensarlo. Sucedió antes de que recordáramos dónde nos encontrábamos: antes de que hubiéramos recobrado el sentido de la orientación. Uno de nosotros extendió la mano por encima del mostrador, rastreando (nosotros no veíamos la mano. La oíamos), tropezó con un vaso y se quedó quieto después, con las dos manos descansando sobre la dura superficie. Entonces los tres nos buscamos en la sombra y nos encontramos allí, en las coyunturas de los treinta dedos que se amontonaban sobre el mostrador. Uno dijo:

—Vamos.

Y nos pusimos en pie, como si nada hubiera sucedido. Todavía no habíamos tenido tiempo para desconcertarnos.

En el corredor, al pasar, oímos la música cercana, girando contra nosotros. Sentimos el olor a mujeres tristes, sentadas y esperando. Sentimos el prolongado vacío del corredor delante de nosotros, mientras caminábamos hacia la puerta, antes de que saliera a recibirnos el otro olor agrio de la mujer que se sentaba junto a la puerta. Nosotros dijimos:

—Nos vamos.

La mujer no respondió nada. Sentimos el crujido de un mecedor, cediendo hacia arriba, cuando ella se puso en pie. Sentimos las pisadas en la madera suelta y otra vez el retorno de la mujer, cuando volvieron a crujir los goznes y la puerta se ajustó a nuestras espaldas.

Nos dimos vuelta. Allí mismo, detrás, había un duro aire cortante de madrugada invisible y una voz que decía:

—Apártense de ahí, voy a pasar con esto.

Nos echamos hacia atrás. Y la voz volvió a decir:

—Todavía están contra la puerta.

Y sólo entonces, cuando nos habíamos movido hacia todos lados y habíamos encontrado la voz por todas partes, dijimos:

—No podemos salir de aquí. Los alcaravanes nos sacaron los ojos.

Después oímos abrirse varias puertas. Uno de nosotros se soltó de las otras manos y lo oímos arrastrarse en la sombra, vacilando, tropezando con los objetos que nos rodeaban.

Habló desde algún sitio de la oscuridad:

—Ya debemos estar cerca —dijo—. Por aquí hay un olor a baúles amontonados. Sentimos otra vez el contacto de sus manos; nos recostamos contra la pared y otra voz pasó entonces pero en dirección contraria.

—Pueden ser ataúdes —dijo uno de nosotros.

El que se había arrastrado hasta el rincón y respiraba ahora a nuestro lado dijo:

—Son baúles. Desde pequeño aprendí a distinguir el olor de la ropa guardada.

Entonces nos movimos hacia allá. El suelo era blando y liso, como de tierra pisada. Alguien extendió una mano. Sentimos un contacto de piel larga y viva, pero ya no sentimos la pared del otro lado.

—Esto es una mujer —dijimos.

El otro, el que había hablado de los baúles, dijo:

—Creo que está durmiendo.

El cuerpo se sacudió bajo nuestras manos; tembló; lo sentimos escurrirse, pero no como si se hubiera puesto fuera de nuestro alcance, sino como si hubiera dejado de existir. Sin embargo, después de un instante en que permanecimos quietos, endurecidos, recostados hombro contra hombro, oímos su voz.

—¿Quién anda por ahí? —dijo.

—Somos nosotros —respondimos sin movernos.

Se oyó el movimiento en la cama; el crujir y el rastro de los pies buscando las pantuflas en la oscuridad. Entonces imaginamos a la mujer sentada, mirándonos cuando todavía no acababa de despertar.

—¿Qué hacen aquí? —dijo. Y nosotros dijimos:

—No lo sabemos. Los alcaravanes nos sacaron los ojos.

La voz dijo que había oído algo de eso. Que los periódicos habían dicho que tres hom- bres estaban tomando cerveza en un patio donde había cinco o seis alcaravanes. Siete alcaravanes. Uno de los hombres se puso a cantar como un alcaraván, imitándolos.

—Lo malo fue que dio una hora retrasada —dijo—. Fue entonces cuando los pájaros saltaron a la mesa y les sacaron los ojos.

Dijo que eso habían dicho los periódicos, pero que nadie les había creído. Nosotros dijimos:

—Si la gente fue allá debieron ver los alcaravanes.

Y la mujer dijo:

—Fueron. El patio estaba lleno de gente, al otro día, pero la mujer ya se había llevado los alcaravanes a otra parte.

Cuando nos dimos la vuelta, la mujer dejó de hablar. Allí estaba otra vez la pared. Con sólo dar vueltas encontrábamos la pared. En torno a nosotros, cercándonos, estaba siempre una pared. Uno volvió a soltarse de nuestras manos. Lo oímos rastrear otra vez, olfateando el suelo, diciendo:

—Ahora no sé por dónde andan los baúles. Creo que ya andamos por otra parte. Y nosotros dijimos:

—Ven acá. Alguien está aquí, junto a nosotros.

Lo oímos acercarse. Lo sentimos levantarse a nuestro lado y otra vez nos golpeó su aliento tibio en el rostro.

—Estira las manos hacia allá —le dijimos—. Allí hay alguien que nos conoce.

Él debió extender la mano; debió moverse hacia donde le indicamos, porque un instante después regresó para decirnos:

—Creo que es un muchacho. Y le dijimos:

—Está bien, pregúntale si nos conoce.

Él hizo la pregunta. Oímos la voz apática y simple del muchacho que decía:

—Sí los conozco. Son los tres hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos. Entonces habló una voz adulta. Una voz de mujer que parecía estar detrás de una puerta cerrada, diciendo:

—Ya estás hablando solo.

Y la voz infantil dijo despreocupadamente:

—No. Es que aquí están los hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos. Se oyó un ruido de goznes y luego la voz adulta, más cercana que la primera vez.

—Llévalos a su casa —dijo.

Y el muchacho dijo:

—No sé dónde viven. Y la voz adulta dijo:

—No seas de mala índole. Todo el mundo sabe dónde viven desde la noche en que los alcaravanes les sacaron los ojos.

Luego siguió hablando en otro tono, como si se dirigiera a nosotros:

—Lo que pasa es que nadie ha querido creerlo y dicen que fue una falsa noticia de los periódicos para aumentar las ventas. Nadie ha visto los alcaravanes.

Y nosotros dijimos:

—Pero nadie me creería si los llevo por la calle.

Nosotros no nos movíamos; estábamos quietos, recostados contra la pared, oyéndola. Y la mujer dijo:

—Si éste quiere llevarlos es distinto. Después de todo, nadie daría importancia a lo que dijera un muchacho.

La voz infantil intervino:

—Si salgo a la calle con ellos y digo que son los hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos, los muchachos me tirarían piedras. Todo el mundo dice por la calle que eso no puede suceder.

Hubo un instante de silencio. Luego la puerta volvió a cerrarse, y el muchacho volvió a hablar:

—Además, ahora estoy leyendo a Terry y los Piratas. Alguien nos dijo al oído:

—Voy a convencerlo.

Se arrastró hacia donde estaba la voz.

—Eso me gusta —dijo—. Por lo menos, dinos qué le pasó a Terry esta semana. Está tratando de hacerse a su confianza, pensamos. Pero el muchacho dijo:

—Eso no me interesa. Lo único que me gusta son los colores.

—Terry estaba en un laberinto —dijimos. Y el muchacho dijo:

—Eso fue el viernes. Hoy es domingo y lo que me interesa son los colores —y lo dijo con la voz fría, desapasionada, indiferente.

Cuando el otro regresó, dijimos:

—Llevamos como tres días de estar perdidos y no hemos descansado una sola vez. Y uno dijo:

—Está bien. Vamos a descansar un rato, pero sin soltarnos de las manos.

Nos sentamos. Un invisible sol tibio empezó a calentarnos en los hombros. Pero ni siquiera la presencia del sol nos interesaba. La sentíamos ahí, en cualquier parte, habiendo perdido ya la noción de las distancias, de la hora, de las direcciones. Pasaron varias voces.

—Los alcaravanes nos sacaron los ojos —dijimos. Y una de las voces dijo:

—Éstos tomaron en serio a los periódicos.

Las  voces  desaparecieron.  Y  seguimos  sentados  así,  hombro  contra  hombro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imágenes pasara un olor o una voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras cabezas. Entonces alguien dijo:

—Vamos otra vez hacia la pared.

Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible:

—Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara.

Gabriel García Márquez: Alguien desordena estas rosas. Cuento

Gabriel Garcia MarquezComo es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer altares y coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que regresan después de que el viento ha pasado. Ahora que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber endurecido el jabón de la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces.

Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída desde cuando dejé de moverme en la habitación, después de haber fracasado en el primer intento de llegar hasta el altar para coger las rosas más encendidas y frescas. Tal vez hoy hubiera podido hacerlo; pero la lamparita pestañeó, y ella, recobrada del éxtasis, levantó la cabeza y miró hacia el rincón donde está la silla. Debió pensar: “Es otra vez el viento”, porque es verdad que algo crujió junto al altar y la habitación onduló un instante, como si hubiera sido removido el nivel de los recuerdos estancados en ella desde hace tanto tiempo. Entonces comprendí que debía aguardar una nueva ocasión para coger las rosas, porque ella continuaba despierta, mirando la silla, y habría podido sentir junto a su rostro el rumor de mis manos. Ahora debo esperar a que ella abandone la habitación, dentro de un momento, y vaya a la pieza vecina a dormir la siesta medida e invariable del domingo. Es posible que entonces pueda yo salir con las rosas para estar de regreso antes de que ella vuelva a esta habitación y se quede mirando la silla.

El domingo pasado fue más difícil. Tuve que esperar casi dos horas a que ella cayera en  el  éxtasis.  Parecía  intranquila, preocupada, como  si  la  hubiera  atormentado la certidumbre de que súbitamente su soledad en la casa se había vuelto menos intensa.

Dio varias vueltas por el cuarto con el ramo de rosas, antes de abandonarlo en el altar. Luego salió al pasadizo, miró adentro y se dirigió a la pieza vecina. Yo sabía que estaba buscando la lámpara. Y después cuando volvió a pasar frente a la puerta y la vi en la claridad del corredor con el saquito oscuro y las medias rosadas, me pareció que era todavía igual a la niña que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo cuarto, y dijo: “Ahora que le han puesto los palillos, tiene los ojos abiertos y duros”. Era igual, como si no hubiera transcurrido el tiempo desde aquella remota tarde de agosto en que las mujeres la trajeron al cuarto y le mostraron el cadáver y le dijeron: “Llora. Era como un hermano tuyo”; y ella se recostó contra la pared, llorando, obedeciendo, todavía ensopada por la lluvia.

Desde hace tres o cuatro domingos estoy tratando de llegar hasta las rosas, pero ella ha permanecido vigilante frente al altar; vigilando las rosas con una sobresaltada dili- gencia que no le había conocido en los veinte años que lleva de vivir en la casa. El domingo pasado, cuando salió a buscar la lámpara, logré componer un ramo con las mejores rosas. En ningún momento he estado más cerca de realizar mi deseo. Pero cuando me disponía a regresar a la silla oí de nuevo las pisadas en el pasadizo, ordené brevemente las rosas en el altar; y entonces la vi aparecer en el vano de la puerta con la lámpara en alto.

Tenía puesto el saquito oscuro y las medías rosadas, pero había en su rostro algo como la fosforescencia de una revelación. No parecía entonces la mujer que desde hace veinte años cultiva rosas en el huerto, sino la misma niña que en aquella tarde de agosto trajeron a la pieza vecina para que se cambiara de ropa y que regresaba ahora con una lámpara, gorda y envejecida, cuarenta años después.

Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se les formó aquella tarde, a pesar de que permanecieron secándose durante veinte años junto al fogón apagado. Un día fui a buscarlos. Esto fue después que clausuraron las puertas, descolgaron del umbral el pan y el ramo de sábila, y se llevaron los muebles. Todos los muebles, menos la silla del rincón que me ha servido para estar durante todo este tiempo. Yo sabía que los za- patos habían sido puestos a secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron la casa. Por eso fui a buscarlos.

Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto tiempo, que el olor a almizcle del cuarto se había confundido con el olor del polvo, con el seco y minúsculo tufo de los insectos. Yo estaba solo en la casa, sentado en el rincón; esperando. Y había aprendido a distinguir el rumor de la madera en descomposición, el aleteo del aire volviéndose viejo en las alcobas cerradas. Entonces fue cuando ella vino. Se había parado en la puerta con una maleta en la mano, un sombrero verde y el mismo saquito de algodón que no se ha quitado desde entonces. Era todavía una muchacha. No había empezado a engordar ni los tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Yo estaba cubierto de polvo y telaraña cuando ella abrió la puerta y en alguna parte de la habitación guardó silencio el grillo que había estado cantando durante veinte años. Pero a pesar de eso, a pesar de la telaraña y el polvo, del brusco arrepentimiento del grillo y de la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí en ella a la niña que en aquella tor- mentosa tarde de agosto me acompañó a coger nidos en el establo. Así como estaba, parada en la puerta con la maleta en la mano y el sombrero verde, parecía como si de pronto fuera a ponerse a gritar, a decir lo mismo que dijo cuando me encontraron bocarriba entre la hierba del establo todavía aferrado al travesaño de la escalera rota. Cuando ella abrió la puerta por completo, los goznes crujieron y el polvillo del techo se derrumbó a golpes, como si alguien se hubiera puesto a martillar en el caballete; entonces ella vaciló en el marco de claridad, introduciendo después medio cuerpo en la habitación, y dijo con la voz de quien está llamando a una persona dormida: “¡Niño!

¡Niño!” Y yo permanecí quieto en la silla, rígido, con los pies estirados.

Creía que sólo venía a ver el cuarto pero siguió viviendo en la casa. Aireó la habitación y fue como si hubiera abierto la maleta y de ella hubiera salido su antiguo olor a almizcle.

Los otros se llevaron los muebles y la ropa en los baúles. Ella sólo se había llevado los olores del cuarto, y veinte años después los trajo de nuevo, los colocó en su lugar y re- construyó el altarcillo; igual que antes. Su sola presencia bastó para restaurar lo que la implacable laboriosidad del tiempo había destruido. Desde entonces come y duerme en la pieza de al lado, pero se pasa los días en ésta, conversando en silencio con los santos. Durante la tarde se sienta en el mecedor, junto a la puerta, y zurce la ropa mientras atiende a quienes vienen a comprarle flores. Ella se mece siempre mientras zurce la ropa. Y cuando viene alguien por un ramo de rosas, guarda la moneda en la esquina del pañuelo que se anuda a la cintura y dice invariablemente: “Coge las de la derecha, que las de la izquierda son para los santos”.

Así ha estado en el mecedor durante veinte años, zurciendo sus cositas, meciéndose, mirando hacia la silla, como si por ahora no cuidara del niño que compartió con ella las tardes de la infancia, sino del nieto inválido que está aquí, sentado en el rincón desde cuando la abuela tenía cinco años.

Es posible que ahora, cuando vuelva a bajar la cabeza, pueda acercarme a las rosas. Si logro hacerlo iré hasta la colina, las pondré sobre el túmulo y regresaré a mi silla, a esperar el día en que ella no vuelva al cuarto y cesen los ruidos en las piezas de al lado.

Este día habrá una transformación en todo esto, porque yo tendré que salir otra vez de la casa para avisarle a alguien que la mujer de las rosas, la que vive sola en la casa arruinada, está necesitando cuatro hombres que la conduzcan a la colina. Entonces quedaré definitivamente solo en el cuarto. Pero en cambio ella estará satisfecha. Porque ese día sabrá que no era el viento invisible lo que todos los domingos llegaba a su altar y le desordenaba las rosas.

Gabriel García Márquez: Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles. Cuentos

1001332_478786605539550_535027751_nNabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo orinado estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el último golpe de la herradura en la frente y ahora no tuviera más que ese solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a la vez el olor a establo húmedo y el innumerable cositeo de los insectos invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a cerrarlos y permaneció quieto después, estirado, duro, como había estado toda la tarde, sintiéndose crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus espaldas: “Anda, Nabo. Ya dormiste bastante”. Se volteó y no vio los caballos, pero la puerta estaba cerrada. Nabo debió imaginar que las bestias estaban en algún lugar de la oscuridad, a pesar de que no oía su impaciente cocear. Imaginaba que quien le hablaba lo hacía desde afuera de la caballeriza, porque la puerta estaba cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo la voz a sus espaldas: “Es cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres días de estar durmiendo…” Sólo entonces Nabo abrió los ojos por completo y recordó: “Estoy aquí porque me pateó un caballo”.

No sabía en qué hora estaba viviendo. Ahora los días habían quedado atrás. Era como si alguien hubiera pasado una esponja húmeda sobre aquellos remotos sábados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de la camisa blanca. Se olvidó de que tenía un sombrero verde, de paja verde, y un pantalón oscuro. Se olvidó de que no tenía zapatos. Nabo iba a la plaza los sábados en la noche, se sentaba en un rincón, callado, pero no para oír la música sino para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro usaba anteojos de carey amarrados a las orejas y tocaba el saxofón en uno de los atriles posteriores. Nabo veía al negro, pero el negro no veía a Nabo. Por lo menos, si alguien hubiera visto seguido que Nabo iba a la plaza los sábados por la noche para ver al negro y le hubiera preguntado (no ahora porque no podría recordarlo) si el negro lo había visto alguna vez, Nabo habría dicho que no. Era lo único que hacía después de cepillar los caballos: ver al negro.

Un sábado el negro no estuvo en su puesto de la banda. Nabo debió pensar al principio que no volvería a tocar en los conciertos populares, a pesar de que el atril estaba allí. Aunque precisamente por eso, porque el atril estaba allí, fue por lo que más tarde pensó que el negro volvería el sábado siguiente. Pero el sábado siguiente no volvió ni estaba el atril en su puesto.

Nabo se volteó sobre un costado y vio al hombre que le hablaba. Al principio no lo reconoció, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El hombre estaba sentado en una saliente del entablado, hablando y dándose golpecitos en las rodillas. “Me pateó un caballo”, volvió a decir Nabo, tratando de reconocer al hombre. “Es verdad”, dijo el hombre. “Ahora los caballos no están aquí y te estamos esperando en el coro.” Nabo sacudió la cabeza. Todavía no había empezado a pensar. Pero ya creía haber visto al hombre en alguna parte. El hombre decía que a Nabo lo estaban esperando en el coro. Nabo no entendía, pero tampoco extrañaba que alguien le dijera eso, porque todos los días, mientras cepillaba los caballos, inventaba canciones para distraerlos. Después cantaba en la sala para distraer a la niña muda, con las mismas canciones de los caballos. Pero la niña estaba en otro mundo, en el mundo de la sala, sentada, con los ojos fijos en la pared. Si cuando cantaba alguien le hubiera dicho que lo llevaría a un coro, no se habría sorprendido. Ahora se sorprendía menos porque no entendía. Estaba fatigado, embotado, bruto. “Quiero saber dónde están los caballos”, dijo. Y el hombre dijo: “Ya te dije que los caballos no están aquí. Sólo nos interesaba traer una voz como la tuya”. Y quizás, boca abajo sobre la hierba, Nabo oía, pero no podía diferenciar el dolor que había dejado la herradura en la frente, de las otras sensaciones desordenadas. Volvió la cabeza en la hierba y se quedó dormido.

Nabo fue todavía durante dos o tres semanas a la plaza, a pesar de que el negro ya no estaba en la banda. Tal vez alguien le habría respondido si Nabo hubiera preguntado qué había sucedido con el negro. Pero no lo preguntó, sino que siguió asistiendo a los conciertos hasta cuando otro hombre, con otro saxófono, vino a ocupar el puesto del negro. Entonces Nabo se convenció de que el negro no volvería más y resolvió no volver él mismo a la plaza. Cuando despertó creía haber dormido muy poco tiempo. Todavía le ardía en la nariz el olor a hierba húmeda. Todavía permanecía la oscuridad, delante de sus ojos, rodeándolo. Pero todavía el hombre estaba en el rincón. La voz oscura y pacífica del hombre que se golpeaba las rodillas, diciendo: “Te estamos esperando, Nabo. Tienes como dos años de estar durmiendo y no has querido levantarte”. Entonces Nabo volvió a cerrar los ojos. Los abrió luego. Se quedó mirando hacia el rincón y vio otra vez al hombre, desorientado, perplejo. Sólo entonces lo reconoció.

Si los de la casa hubiéramos sabido qué hacía Nabo en la plaza los sábados en la no- che habríamos pensado que cuando dejó de ir lo hizo porque ya tenía música en la casa. Esto fue cuando llevamos la ortofónica para distraer a la niña. Cuando se necesitaba una persona que le diera cuerda durante todo el día, parecía lo más natural que esa persona fuera Nabo. Podría hacerlo cuando no tuviera que atender a los caballos. La niña perma- necía sentada, oyendo los discos. A veces, cuando la música estaba sonando, la niña ba- jaba del asiento, todavía sin dejar de mirar la pared, babeando, y se arrastraba hasta el comedor. Nabo levantaba la aguja y empezaba a cantar. Al principio, cuando llegó a la casa y le preguntamos qué sabía hacer, Nabo dijo que sabía cantar. Pero eso no le interesaba a nadie. Lo que se necesitaba era un muchacho que cepillara los caballos. Nabo se quedó, pero siguió cantando, como si lo hubiéramos aceptado para que cantara y eso de cepillar los caballos no fuera sino una distracción que hacía más liviano el trabajo. Eso duró más de un año, hasta cuando los dos de la casa nos acostumbramos a la idea de que la niña no podría caminar, no reconocería a nadie, no dejaría de ser la niña muerta y sola que oía la ortofónica, mirando la pared fríamente, hasta cuando la levantábamos del asiento y la conducíamos al cuarto. Entonces dejó de dolernos, pero Nabo siguió fiel, puntual, dándole cuerda a la ortofónica. Eso fue por los días en que Nabo no había dejado de asistir a la plaza los sábados en la noche. Un día, cuando el muchacho estaba en la caballeriza, alguien dijo junto a la ortofónica: “Nabo”. Estábamos en el corredor, sin preocuparnos de lo que nadie hubiera podido decir. Pero cuando oímos por segunda vez “Nabo”, levantamos la cabeza y preguntamos: ¿Quién está con la niña? Y alguien dijo: “No he visto entrar a nadie”. Y otro dijo: “Estoy seguro de haber oído una voz que dijo: ¡Nabo!” Pero cuando fuimos a ver sólo encontramos a la niña en el suelo, recostada contra la pared.

Nabo regresó temprano y se acostó. Fue el sábado siguiente que no volvió a la plaza porque el negro ya había sido reemplazado y tres semanas después, un lunes, la ortofónica empezó a sonar mientras Nabo se encontraba en la caballeriza. Nadie se preocupó al principio. Sólo después, cuando vimos venir al negrito, cantando y chorreando todavía el agua de los caballos, le dijimos: “¿Por dónde saliste?” Él dijo: “Por la puerta. Estaba en la caballeriza desde el mediodía”. “La ortofónica está sonando. ¿No la oyes?”, le dijimos. Y Nabo dijo que sí. Y nosotros le dijimos: “¿Quién le dio cuerda?” Y él, encogiéndose de hombros: “La niña. Hace tiempo es ella la que le da cuerda”.

Así estuvieron las cosas hasta el día en que lo encontramos de bruces en la hierba, encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrustada en la frente. Cuando lo levantamos por los hombros, Nabo dijo: “Estoy aquí porque me pateó un caballo”. Pero nadie se interesó por lo que él pudiera decir. Nos interesaban los ojos fríos y muertos y la boca llena de espumarajos verdes. Pasó toda la noche llorando, ardido por la fiebre, delirando, hablando del peine que se perdió en los yerbales de la caballeriza. Esto fue el primer día. Al siguiente, cuando abrió los ojos y dijo: “Tengo sed” y le llevamos agua y se la bebió toda de un sorbo y pidió un poco más dos veces, le preguntamos cómo se sentía y él dijo: “Me siento como si me hubiera pateado un caballo”. Y siguió hablando durante todo el día y toda la noche. Y finalmente se sentó en la cama, señaló hacia arriba, con el índice, y dijo que el galope de los caballos no lo había dejado dormir en toda la noche. Pero desde la noche anterior no tenía fiebre. Ya no deliraba, pero siguió hablando hasta cuando le introdujeron un pañuelo en la boca. Entonces Nabo empezó a cantar por detrás del pañuelo: a decir que oía, junto a la oreja, la respiración de los caballos, buscando el agua por encima de la puerta cerrada. Cuando le quitamos el pañuelo para que comiera algo, se volteó contra la pared y todos creímos que se había dormido y hasta es posible que hubiera dormido un poco. Pero cuando despertó ya no estaba en la cama. Tenía los pies atados y las manos atadas a un horcón del cuarto. Amarrado, Nabo empezó a cantar.

Cuando lo reconoció Nabo le dijo al hombre: “Yo lo he visto antes”. Y el hombre dijo: “Todos los sábados me veías en la plaza”, y Nabo dijo: “Es verdad, pero yo creía que yo lo veía a usted y usted no me veía”. Y el hombre dijo: “Nunca te vi, pero después, cuando dejé de ir, sentí como si alguien hubiera dejado de verme los sábados”. Y Nabo dijo: “Usted no volvió más pero yo seguí yendo durante tres o cuatro semanas”. Y el hombre, todavía sin moverse, dándose golpecitos en las rodillas, “Yo no podía volver a la plaza, a pesar de que era lo único que valía la pena”. Nabo trató de incorporarse, sacudió la cabeza en la hierba y siguió oyendo la fría voz obstinada, hasta cuando ya no tuvo tiempo ni siquiera para saber que otra vez se estaba quedando dormido. Siempre, desde cuando lo pateó el caballo, le sucedía eso. Y siempre oía la voz “Te estamos esperando, Nabo. Ya no hay manera de medir el tiempo que llevas de estar dormido”.

Cuatro semanas después de que el negro volvió a la banda, Nabo le estaba peinando la cola a uno de los caballos. Nunca lo había hecho. Simplemente los cepillaba y se ponía a cantar mientras tanto. Pero el miércoles había ido al mercado y había visto un peine y se había dicho: “Este peine para peinarle la cola a los caballos”. Entonces fue cuando sucedió lo del caballo que le dio la patada y lo dejó atolondrado para toda la vida, diez o quince años antes. Alguien dijo en la casa: “Era preferible que se hubiera muerto aquel día y no que siguiera así, rematado, hablando disparates para toda la vida”. Pero nadie había vuelto a verlo desde el día en que lo encerramos. Sólo sabíamos que estaba allí, encerrado en el cuarto, y que desde entonces la niña no había vuelto a mover la ortofónica. Pero en la casa apenas teníamos interés en saberlo. Lo habíamos encerrado como si fuera un caballo, como si la patada le hubiera comunicado la torpeza y se le hubiera incrustado en la frente toda la estupidez de los caballos; la animalidad. Y lo dejamos aislado en cuatro paredes, como si hubiéramos resuelto que se muriera de encierro porque no habíamos tenido la suficiente sangre fría para matarlo de otra manera. Así pasaron catorce años, hasta cuando uno de los niños creció y dijo que tenía deseos de verle la cara. Y abrió la puerta.

Nabo volvió a mirar al hombre. “Me pateó un caballo”, dijo. Y el hombre dijo: “Hace siglos que estás diciendo eso y mientras tanto, te estamos aguardando en el coro”. Nabo volvió a sacudir la cabeza, volvió a hundir la frente herida en la hierba y creyó recordar, de pronto, cómo habían sucedido las cosas. “Era la primera vez que le peinaba la cola a un caballo”, dijo. Y el hombre dijo: “Nosotros lo quisimos así, para que vinieras a cantar en el coro”. Y Nabo dijo: “No he debido comprar el peine”. Y el hombre dijo: “De todos modos lo habrías encontrado. Nosotros habíamos resuelto que encontraras el peine y le peinaras la cola a los caballos”. Y Nabo dijo: “Nunca me había parado detrás”. Y el hombre, todavía tranquilo, todavía sin parecer impaciente: “Pero te paraste y el caballo te pateó. Era la única manera de que vinieras al coro”. Y la conversación, implacable, diaria, continuó hasta cuando alguien dijo en la casa: “Hacía como quince años que nadie abría esa puerta”. La niña (no había crecido. Había pasado de los treinta años y empezaba a entristecer en los párpados) estaba sentada, mirando la pared, cuando abrieron la puerta. Ella volteó el rostro, olfateando, hacia el otro lado. Y cuando cerraron la puerta, volvieron a decir: “Nabo está tranquilo. Ya no se mueve adentro. Un día de esos se morirá y no lo sabremos sino por el olor”. Y alguien dijo: “Lo sabremos por la comida. Nunca ha dejado de comer. Está bien así, encerrado, sin que nadie lo moleste. Por el lado de atrás le entra buena luz”. Y las cosas se quedaron de ese modo; sólo que la niña siguió mirando hacia la puerta, olfateando el vaho caliente que se filtraba por la hendidura. Estuvo así hasta la madrugada, cuando oímos un ruido metálico en la sala y recordamos que era el mismo ruido que se oía quince años atrás, cuando Nabo le daba cuerda a la ortofónica. Nos levantamos, encendimos la lámpara y oímos los primeros compases de la canción olvidada; de la canción triste que se había muerto en los discos desde hacía tanto tiempo. El ruido siguió sonando cada vez más forzado, hasta cuando se oyó un golpe seco, en el instante en que llegamos a la sala y sentimos que todavía el disco seguía sonando y vimos a la niña en el rincón junto a la ortofónica, mirando a la pared y con la manivela levantada, desprendida de la caja sonora. No nos movimos. La niña no se movió sino que siguió allí, quieta, endurecida, mirando la pared y con la manivela levantada. Nosotros no dijimos nada, sino que regresamos al cuarto, recordando que alguien nos había dicho alguna vez que la niña sabía darle cuerda a la ortofónica. Pensándolo nos quedamos sin dormir, oyendo la musiquita gastada del disco que seguía girando con el exceso de la cuerda rota.

El día anterior, cuando abrieron la puerta, olía adentro a desperdicios biológicos, a cuerpo muerto. El que había abierto gritó: “¡Nabo! ¡Nabo!” Pero nadie respondió desde adentro. Junto a la hendija estaba el plato vacío. Tres veces al día se introducía el plato por debajo de la puerta y tres veces el plato volvía a salir, sin comida. Por eso sabíamos que Nabo estaba vivo. Pero nada más que por eso.

Ya no se movía adentro, ya no cantaba. Y debió ser después que cerraron la puerta cuando Nabo dijo al hombre: “No puedo ir al coro”. Y el hombre preguntó: “¿Por qué?” Y Nabo dijo: “Porque no tengo zapatos”. Y el hombre, levantando los pies, dijo: “Eso no importa. Aquí nadie usa zapatos”. Y Nabo vio la planta amarilla y dura de los pies des- calzos que el hombre tenía levantados. “Hace una eternidad que estoy aquí”, dijo el hombre. “Hace apenas un momento que me pateó el caballo”, dijo Nabo. “Ahora me echaré un poco de agua en la cabeza y los llevaré a dar una vuelta.” Y el hombre dijo: “Ya los caballos no necesitan de ti. Ya no hay caballos. Eres tú quien debe venir con nosotros”. Y Nabo dijo: “Los caballos deberían de estar aquí”. Se incorporó un poco, hundió las manos entre la hierba mientras el hombre decía: “Hace quince años que no tienen quien los cuide”. Pero Nabo rasguñaba el suelo debajo de la hierba, diciendo: “Todavía debe estar el peine por aquí”. Y el hombre decía: “La caballeriza la clausuraron hace quince años. Ahora está llena de escombros”. Y Nabo decía: “No hay escombros que se formen en una tarde. Hasta que no encuentre el peine no me moveré de aquí”.

Al día siguiente, después de que volvieron a asegurar la puerta, fue cuando volvieron a oírse los trabajosos movimientos interiores. Nadie se movió después. Nadie volvió a decir nada cuando se oyeron los primeros crujidos y la puerta empezó a ceder, presionada por una fuerza descomunal. Se oía, adentro, como el jadeo de  una bestia acorralada.

Finalmente se oyó el chasquido de los goznes oxidados al romperse, cuando Nabo volvió a sacudir la cabeza. “Mientras no encuentre el peine no iré al coro”, dijo. “Debe estar por aquí.” Y escarbó la hierba, rompiéndola, arañando el suelo, hasta cuando el hombre dijo: “Está bien, Nabo. Si lo único que esperas para venir al coro es encontrar el peine, anda a buscarlo”. Se inclinó hacia adelante, oscurecido el rostro por una paciente soberbia. Apoyó las manos contra la talanquera y dijo: “Anda, Nabo. Yo me encargaré de que nadie pueda detenerte”.

Y entonces la puerta cedió y el enorme negro bestial, con la áspera cicatriz marcada en la frente (a pesar de que habían transcurrido quince años) salió atropellándose por encima de los muebles, tropezando con las cosas, levantados y amenazantes los puños, que aún tenían la cuerda con que lo amarraron quince años antes (cuando era un muchachito negro que cuidaba los caballos) ; vociferando por los corredores, después de haber empujado con el hombro la puerta de una tempestad, y pasó (antes de llegar al patio) junto a la niña, que permanecía sentada todavía con la manivela de la ortofónica en la mano desde la noche anterior (ella al ver la negra fuerza desencadenada, recordó algo que en un tiempo debió ser palabra) y llegó al patio (antes de encontrar la caballeriza), después de haberse llevado con el hombro el espejo de la sala, pero sin ver a la niña (ni junto a la ortofónica ni el espejo) y se puso de cara al sol, con los ojos cerrados, ciego (cuando todavía no cesaba adentro el estrépito de los espejos rotos) y corrió sin dirección como un caballo vendado, buscando instintivamente la puerta de la caballeriza que quince años de encierro habían borrado de su memoria pero no de sus instintos (desde aquel remoto día en que le peinó la cola al caballo y quedó atolondrado para toda la vida) y dejando atrás la catástrofe, la disolución, el caos, como un toro vendado en un cuarto lleno de lámparas, hasta cuando llegó al patio de atrás (todavía sin encontrar la caballeriza) y escarbó el suelo con esa furiosa tempestuosidad con que se había llevado el espejo, pensando quizás que al escarbar la hierba se levantaría de nuevo el olor a orín de yegua, antes de llegar por completo a las puertas de la caballeriza (y ahora más fuerte él mismo que su propia fuerza turbulenta) y empujarla antes de tiempo y caer adentro, de bruces, agonizante quizás, pero todavía ofuscado por esa feroz animalidad que medio segundo antes no le permitió oír a la niña que levantó la manivela, cuando lo vio pasar, y recordó babeando, pero sin moverse de la silla, sin mover la boca sino haciendo girar la manivela de la ortofónica en el aire, recordó la única palabra que había aprendido a decir en su vida y la gritó desde la sala: “¡Nabo! ¡Nabo!”

Gabriel García Márquez: Diálogo del espejo. Cuento

497342El hombre de la estancia anterior después de haber dormido largas horas como un santo,  olvidado  de  las  preocupaciones  y  desasosiegos  de  la  madrugada  reciente, despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —total— el aire de la habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muerte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su hermano debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que clarificaba el jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacía su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo recordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hígado alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como un burgués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa— en el trabalenguas de cifras, en los rompecabezas financieros de la oficina.

Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos por la me- jilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraído, cuidadosamente, con la serena tranquilidad del cirujano que conoce el núcleo del tumor; y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro, la dura sustancia de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas — y después de las yemas, hueso contra hueso— su irrevocable condición anatómica había sepultado un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una altura menos duradera que la natural y última posición de sus huesos.

Sí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un mejor acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo de cerrar los párpados, esa larga, esa fatigante tarea que le aguardaba empezaría a resolverse en un clima descomplicado, sin compromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura química que constituía su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por el contrario, así, con los párpados cerrados, había una economía total de recursos vitales, una ausencia absoluta de orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales en las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir quedaría completamente satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería —entonces— mucho más fácil la tarea de convivir con los seres y las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. La tarea de rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina, sería simple y descomplicada en su sueño, y le produciría, a la postre, la misma satisfacción interior.

Sí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un gesto  que  debió  ser  una  sonrisa  involuntaria.  Fastidioso. (En  el  fondo  continuaba sonriendo.) Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho rápidamente cinco desayuno siete. Salchichas viejas desagradables almacén de Mabel salsamentaria tornillos drogas licores eso es como una caja de qué sé yo quién se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo. Pedora. Empieza con pe.

Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, como un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún de despertar.

Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo —contrariando sus propósitos— una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial, exuberante y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Así —aprovechando la interrupción con un rápido movimiento— logra ponerse de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.

Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la nube —desvanecida ya— le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría intentaba una nueva manera de volumen, una forma concreta de la luz. Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una seriedad sonriente y burlona, asomada al otro cristal húmedo que había dejado la condensación del vapor.

Sonrió. (Sonrió.) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró —al de la realidad— la len- gua.) El del espejo la tenía pastosa, amarilla: “Andas mal del estómago”, diagnosticó (gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello (.) (Se alisó el cabello) con la mano derecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). Extrañaba su propia conducta de  pararse frente al  espejo a  hacer gestos como un  cretino. Sin embargo, pensó que todo el mundo observaba frente al espejo idéntica conducta y su indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y diecisiete.

Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en el sitio de partida de sus propios funerales diarios.

El jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria vital… Así, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o  droguería. O todo a la  vez: Pendora.

Sobre la jabonería hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la brocha, casi con pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegría de niño grande que se le trepara al corazón pesada y dura, como un licor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y frutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas, de un mismo sistema, no ajustarán con exactitud para lograr la totalidad orgánica y él se dispuso a desistir para siempre de la palabra. ¡Pendora! Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque (ambos alzaron la vista y se encontraron en los ojos) su hermano gemelo, con la brocha espumeante, había empezado a cubrirse el mentón de frescura blancurazul, dejando correr la mano izquierda (él lo imitó con la derecha) con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista y la geometría de las    manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haciendo muy lentamente. Así que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuer- no obediente a la movilidad del meñique.

Calculando que en tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la ob- servación de que nada debía resultar tan difícil como afeitarse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. Había derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, CASI simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista  se  fue  hacia  los  movimientos de  la  hoja  que  verdeazulblanqueaba con  los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la mejilla izquierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.

No acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humo cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el estremecimiento debajo de la lengua, y el torrente de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. Tampoco. El ruido de la glándula entre la salsa le reventó en el oído, con un recuerdo de lluvia martilleante, que era, en efecto, el mismo de la madrugada reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.

De todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza (el matemático y el artista se mostraron los dientes) subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante) hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la orilla metálica, de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de arriba (arriba) hacia abajo, terminando (ambos jadeantes) el trabajo simultáneo.

Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio, grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente grandes  e  igualmente  desconocidos, buscaban  desorbitados  la  dirección  del  acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.

Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No había heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligeramente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia del desdoblamiento. Pero  allí  estaba ya el  mentón (redondo: caras iguales). Esos  pelos  en  el  hoyuelo necesitan una navaja en punta.

Creyó observar que una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de su imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando (y el matemático se adueñó por entero de la situación) la velocidad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes que ella? ¿O sería posible (y el artista tras una breve lucha, logró desalojar al matemático) que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado— terminar con mayor lentitud que su sujeto externo?

Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva le llenaba los oídos de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra: Pandora.

Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno. Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. ¡El almacén de Mabel es una caja de Pandora!

El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva satisfacción— que dentro de su alma un perro grande se había puesto a menear la cola.

Gabriel García Márquez: Amargura para tres sonámbulos. Cuento

21gabo_en_aracataca_0Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes de que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.

Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos,
cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: “No volveré a sonreír”.

Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.

Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.

Sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte”, pensábamos a coro.

Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos.

Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros,
sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina
de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde
varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos, que había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.

Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio — teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.

Sabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.

Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos do- lió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos, sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiado de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte.

De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma convencida y segura en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.

Gabriel García Márquez: La hojarasca. Novela corta

4jm2QnuIRsIDe pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las calles su confusa carga de desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente, al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban seleccionando, individualizándose, hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos. Allí vinieron, confundidos con la hojarasca humana, arrastrados por su impetuosa fuerza, los desperdicios de los almacenes, de los hospitales, de los salones de diversión, de las plantas eléctricas; desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de madera o un atadillo de ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y el título militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la guerra.

Hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la hojarasca y construyeron pequeñas casas de madera, e hicieron primero un rincón donde medio catre era el sombrío hogar para una noche, y después una ruidosa calle clandestina, y después todo un pueblo de tolerancia dentro del pueblo.

En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel, los primeros éramos los últimos; nosotros éramos los forasteros; los advenedizos. Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logro unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra.

 

1

Por primera vez he visto un cadáver. Es miércoles, pero siento como si fuera domingo porque no he ido a la escuela y me han puesto este vestido de pana verde que me aprieta en alguna parte. De la mano de mamá, siguiendo a mi abuelo que tantea con el bastón a cada paso para no tropezar con las cosas (no ve bien en la penumbra, y cojea) he pasado frente al espejo de la sala y me he visto de cuerpo entero, vestido de verde y con este blanco lazo almidonado que me aprieta a un lado del cuello. Me he visto en la redonda luna manchada y he pensado: Ése soy yo, como si hoy fuera domingo.

Hemos venido a la casa donde está el muerto.

El calor es sofocante en la pieza cerrada. Se oye el zumbido del sol por las calles, pero nada mas.

El aire es estancado, concreto; se tiene la impresión de que podría torcérsele como una lamina de acero. En la habitación donde han puesto el cadáver huele a baúles, pero no los veo por ninguna parte. Hay una hamaca en el rincón, colgada de la argolla por uno de sus extremos. Hay un olor a desperdicios. Y creo que las cosas arruinadas y casi deshechas que nos rodean tienen el aspecto de las cosas que deben oler a desperdicios aunque realmente tengan otro olor.

Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados e irregulares. Veo que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de j la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los ojos abiertos, mucho más que los de un hombre; ansiosos y desorbitados, y que la piel parece ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea.

Mamá también se ha vestido como si fuera domingo. Se ha puesto el antiguo sombrero de paja que le cubre las orejas, y un vestido negro, cerrado arriba, con mangas hasta los puños. Como hoy es miércoles, la veo lejana, desconocida, y tengo la impresión de que quiere decirme algo mientras mi abuelo se levanta a recibir a los hombres que han traído el ataúd. Mamá está sentada a mi lado, de espaldas a la ventana clausurada. Respira trabajosamente cada instante se compone las hebras de cabello que le salen por debajo del sombrero puesto a la carrera. Mi abuelo ha ordenado a los hombres que pongan el ataúd junto a la cama. Solo entonces me he dado cuenta de que sí puede caber el muerto dentro de él. Cuando los hombres trajeron la caja tuve la impresión de que era demasiado pequeña para un cuerpo que ocupa todo el largo del lecho.

No sé por qué me han traído. Nunca había entrado en esta casa y hasta creí que estaba deshabitada. Es una casa grande, en esquina, cuyas puertas, creo, no han sido abiertas nunca.

Siempre creí que, la casa estaba desocupada. Sólo ahora, después de que mamá me dijo: “Esta tarde no irás a la escuela”, y yo no sentí alegría porque me lo dijo con la voz grave y reservada; y la vi regresar con mi vestido de lana y me lo puso sin hablar y salimos a la puerta a juntarnos con mi abuelo; y caminamos las tres casas que separan ésta de la nuestra. sólo ahora me he dado cuenta de que alguien vivía en esta esquina. Alguien que ha muerto y que debe ser el hombre a quien se refirió mi madre cuando dijo: «Tienes que estar muy juicioso en el entierro del doctor.» Al entrar no vi al muerto. Vi a mi abuelo en la puerta, hablando con los hombres, y lo vi después dándonos la orden de seguir adelante. Creí entonces que había alguien en la habitación, al entrar la sentí oscura y vacía. El calor golpeó el rostro desde el primer momento sentí este olor a desperdicios que era sólido y permanente al principio y que ahora, como el calor, llega en ondas espaciadas y desaparece.

Mamá me condujo de la mano por la habitación oscura y me sentó a su lado, en un rincón. Sólo después de un momento empecé a distinguir las cosas. Vi a mi abuelo tratando de abrir una ventana que parece adherida a sus bordes, soldada con la madera del marco, y lo vi dando bastonazos contra los picaportes, el saco lleno de polvo que se desprendía a cada sacudida. Volví la cara a donde se movió mi abuelo cuando se declaró impotente para abrir la ventana y sólo entonces vi que había alguien en la cama. Había un hombre oscuro, estirado, inmóvil. Entonces hice girar la cabeza hacia el lado de mamá, que permanecía lejana y seria, mirando hacia otro lugar de la habitación. Como los pies no me llegan hasta el suelo sino que quedan suspendidos en el aire, a una cuarta del piso, coloqué las manos debajo de los muslos, apoyadas las palmas contra el asiento, y empecé a balancear las piernas, sin pensar en nada, hasta cuando recordé que mamá me había dicho: «Tienes que estar muy juicioso en el entierro del doctor.» Entonces sentí algo frío a mis espaldas, volví a mirar y no vi sino la pared de madera seca y agrietada. Pero fue como si alguien me hubiera dicho desde la pared: «No muevas las piernas, que el hombre que está en la cama es el doctor y está muerto.» Y cuando miré hacia la cama, ya no lo vi como antes. Ya no lo vi acostado sino muerto.

Desde entonces, por mucho que me esfuerce por no mirarlo, siento como si alguien me su- jetara la cara hacia ese lado. Y aunque haga esfuerzos por mirar hacia otros lugares de la habitación, lo veo de todos modos, en cualquier parte, con los ojos desorbitados y la cara verde muerta en la oscuridad.

No sé por qué no ha venido nadie al entierro. Hemos venido mi abuelo, mamá y los cuatro guajiros que trabajan para mi abuelo. Los hombres han traído una bolsa de cal y la han vaciado dentro del ataúd. Si mi madre no estuviera extraña y distraída, le preguntaría por qué hacen eso. No entiendo por qué tienen que hechar cal dentro de la caja. Cuando la bolsa quedó vacia, uno de los hombres la sacudió sobre el ataúd y todavía cayeron unas últimas virutas, más parecidas al aserrín que a la cal. Han levantado al muerto por los hombros y los pies. Tiene un pantalón ordinario, sujeto a la cintura por una correa ancha y negra, y una camisa gris. Sólo tiene puesto el zapato izquierdo. Está, como dice Ada, con un pie rey y el otro esclavo. El zapato derecho está tirado a un extremo de la cama. En el lecho parecía como si el muerto estuviera con dificultad. En el ataúd parece más cómodo, más tranquilo, y el rostro que era el de un hombre vivo y despierto después de una pelea, ha adquirido una vuelta reposada y segura. El perfil se vuelve suave; y es .orno si allí, en la caja, se sintiera ya en el lugar que le corresponde como muerto. Mi abuelo ha estado moviéndose en la habitación. Ha cogido algunos objetos y los ha colocado en la caja. He vuelto a mirar a mamá con la esperanza de que me diga por qué mi abuelo está echando cosas en el ataúd. Pero mi madre permanece imperturbable dentro del traje negro, y parece esforzarse por no mirar hacia el lugar donde está el muerto. Yo también quiero hacerlo, pero no puedo. Lo miro fijamente, lo examino. Mi abuelo echa un libro dentro del ataúd, hace una señal a los hombres y tres de ellos colocan la tapa sobre el cadáver. Sólo entonces me siento liberado de las manos que me sujetaban la cabeza hacia ese lado y empiezo a examinar la habitación.

Vuelvo a mirar a mi madre. Ella, por la primera vez desde cuando vinimos a la casa, me mira y sonríe con una sonrisa forzada, sin nada por dentro; y oigo a lo lejos el pito del tren que se pierde en la última vuelta. Siento un ruido en el rincón donde está el cadáver. Veo que uno de los hombres levanta un extremo de la tapa, y que mi abuelo introduce en el ataúd el zapato del muerto, el que se había olvidado en la cama. Vuelve a pitar el tren, cada vez más distante, y pienso de repente: «Son las dos y media.» Y recuerdo que a esta hora (mientras el tren pita en la última vuelta del pueblo) los muchachos están haciendo filas en la escuela para asistir a la primera clase de la tarde.

«Abraham», pienso.

No he debido traer al niño. No le conviene este espectáculo. A mí misma, que voy a cumplir treinta años, me perjudica este ambiente enrarecido por la presencia del cadáver. Podríamos salir ahora. Podríamos decir a papá que no nos sentimos bien en un cuarto en el que se han acumulado, durante diecisiete años, los residuos de un hombre desvinculado de lodo lo que pueda ser considerado como afecto o agradecimiento. Quizás ha sido mi padre la ultima persona que ha sentido por él alguna simpatía. Una inexplicable simpatía que ahora le sirve para no pudrirse dentro de estas cuatro paredes.

Me preocupa la ridiculez que hay en todo esto. Me intranquiliza la idea de que salgamos a la calle, dentro de un momento, siguiendo un ataúd ; que a nadie inspirará un sentimiento distinto le la complacencia. Imagino la expresión de las mujeres en las ventanas, viendo pasar a mi paire, viéndome pasar con el niño detrás de una caja mortuoria en cuyo interior se va pudriendo ^ única persona a quien el pueblo había querido ver así, conducida al cementerio en medio de un implacable abandono, seguida por las tres personas que decidieron hacer la obra de misericordia que ha de ser el principio de su propia vergüenza. Es posible que esta determinación de papá sea la causa de que mañana no se encuentre nadie dispuesto a seguir nuestro entierro.

Tal vez por eso he traído al niño. Cuando papá me dijo, hace un momento: «Tiene que acompañarme», lo primero que se me ocurrió fue traer también al niño para sentirme protegida. Ahora estamos aquí, en esta sofocante tarde de septiembre, sintiendo que las cosas que nos rodean son es agentes despiadados de nuestros enemigos. Pipa no tiene por qué preocuparse. En realiza d se ha pasado la vida haciendo cosas como esta, dándole a morder piedras al pueblo, cumpliendo con sus más insignificantes compromisos de espaldas a todas las conveniencias. Desde hace veinticinco años, cuando este hombre llegó a nuestra casa, papá debió suponer (al advertir las maneras absurdas del visitante) que hoy no habría en el pueblo una persona dispuesta ni siquiera a echar el cadáver a los gallinazos. Quizá papá había previsto todos los obstáculos, medido y calculado los posibles inconvenientes. Y ahora, veinticinco años después, debe sentir que esto es apenas el cumplimiento de una tarea largamente premeditada, que habría llevado a cabo de todos modos, así hubiera tenido que arrastrar él mismo el cadáver por las calles de Macondo.

Sin embargo, llegada la hora, no ha tenido el valor para hacerlo solo y me ha obligado a participar de ese intolerable compromiso que debió de contraer mucho antes de que yo tuviera uso de razón. Cuando me dijo: «Tiene que acompañarme», no me dio tiempo a pensar en el alcance de sus palabras; no pude calcular lo mucho de ridículo y vergonzoso que hay en esto de enterrar a un hombre a quien toda la gente había esperado ver convertido en polvo dentro de su madriguera. Porque la gente no sólo había esperado eso, sino que se había preparado para que las cosas sucedieran de ese modo y lo habían esperado de corazón, sin remordimiento y hasta con la satisfacción anticipada de sentir algún día el gozoso olor de su descomposición, flotando en el pueblo, sin que nadie se sintiera conmovido, alarmado o escandalizado, sino sa- tisfecho de ver llegada la hora apetecida, deseando que la situación se prolongara hasta cuando el torcido olor del muerto saciara hasta los más recónditos resentimientos.

Ahora nosotros privaremos a Macondo de un placer largamente deseado. Siento como si, en esta manera, esta determinación nuestra hiciera nacer en el corazón de la gente, no el melancólico sentimiento de una frustración, sino el de un aplazamiento.

También por eso he debido dejar al niño en casa; para no comprometerlo en esta confabularon que ahora se encarnizará en nosotros como lo ha hecho en el doctor durante diez años. El niño ha debido permanecer al margen de este compromiso. Ni siquiera sabe por qué está aquí, por qué lo hemos traído a este cuarto lleno de escombros.

Permanece silencioso, perplejo, como si esperara que alguien le explique el significado de todo esto; como si aguardara, sentado, balanceando las piernas y con las manos apoyadas en la silla, que alguien le descifre este espantoso acertijo. Deseo estar segura de que nadie lo hará; de que nadie abrirá esa puerta invisible que le impide penetrar más allá del alcance de sus sentidos.

Varias veces me ha mirado y yo sé que me ha visto extraña, desconocida, con este traje ce- rrado y este sombrero antiguo que me he puesto, para no ser identificada ni siquiera por mis propios presentimientos.

Si Meme estuviera viva, aquí en la casa, tal vez sería distinto. Podría creerse que vine por ella. Podría creerse que vine a participar de ese dolor que ella no habría sentido, pero que habría podido aparentar y que el pueblo habría podido explicarse. Meme desapareció hace alrededor de once años. La muerte del doctor acababa con la posibilidad de conocer su paradero, o, al menos, el paradero de sus huesos. Meme no está aquí, pero es probable que de haber estado —si no hubiera sucedido lo que sucedió y que nunca se pudo esclarecer— se habría puesto del lado del pueblo y en contra del hombre que durante seis años calentó su lecho con tanto amor y tanta humanidad como habría podido hacerlo un mulo.

Oigo pitar el tren en la última vuelta. «Son las dos y media», pienso; y no puedo sortear la idea de que a esta hora todo Macondo está pendiente de lo que hacemos en esta casa. Pienso en la señora Rebeca, flaca y apergaminada, con algo de fantasma doméstico en el mirar y el vestir, sentada junto al ventilador eléctrico y con el rostro sombreado por las alambreras de sus ventanas. Mientras oye el tren que se pierde en la última vuelta, la señora Rebeca inclina la cabeza hacia el ventilador, atormentada por la temperatura y el resentimiento, con las aspas de su corazón girando como las paletas del ventilador (pero en sentido inverso) y murmura: «El diablo tiene la mano en todo esto», y se estremece, atada a la vida por las minúsculas raíces de lo cotidiano.

Y Águeda, la tullida, viendo a Sólita que regresa de la estación después de despedir a su novio; viéndola abrir la sombrilla al voltear la esquina desierta; sintiéndola acercarse con el regocijo sexual que ella misma tuvo alguna vez y que se le transformó en esa paciente enfermedad religiosa que la hace decir: «Te revolcarás en la cama como un cerdo en su muladar.»

No puedo abandonar esta idea. No pensar que son las dos y media; que pasa la mula del coreo envuelta en una polvareda abrasante, servida por los hombres que han interrumpido la :.esta del miércoles para recibir el paquete de : s periódicos. El padre Ángel, sentado, duerme en la sacristía, con un breviario abierto sobre e1 vientre grasoso, oyendo pasar la muía del correo, sacudiendo las moscas que le atormentan el sueño, eructando, diciendo: «Me envenenas con tus albóndigas.»

Papá tiene la sangre fría para todo esto. Hasta para ordenar que destapen el ataúd y coloquen el zapato que se olvidaba en la cama. Sólo el podía interesarse en la ordinariez de este hombre. No me sorprendería que cuando salgamos con el cadáver la multitud esté aguardán- donos a la puerta con los excrementos acumulados durante la noche y nos den un baño de inmundicias por interferir la voluntad del pueblo. Tal vez por tratarse de papá no lo hagan. Tal vez lo hagan por tratarse de algo tan indigno como esto de frustrarle al pueblo un placer prolongadamente apetecido, imaginado durante muchas tardes sofocantes, cada vez qué hom- bres y mujeres pasaban por esta casa y se decían: «Tarde o temprano almorzaremos con este olor.» Porque eso decían todos, desde la primera casa hasta la última.

Dentro de un momento serán las tres. Ya la Señorita lo sabe. La señora Rebeca la vio pasar y la llamó, invisible detrás de la alambrera, y salió por un instante de la órbita del ventilador y le dijo: «Señorita es el diablo. Usted sabe.» Y mañana ya no será mi hijo quien asista a la escuela, sino otro niño completamente distinto; un niño que crecerá, se reproducirá, y morirá al fin, sin que nadie tenga con él una deuda de gratitud que le acredite para ser enterrado como un cristiano.

Ahora estaría yo en la casa, tranquila, si hace veinticinco años no hubiera llegado este hombre donde mi padre con una carta de recomendación que nadie supo nunca de dónde vino, y se hubiera quedado entre nosotros, alimentándose de hierba y mirando a las mujeres con esos codiciosos ojos de perro que le han saltado de las órbitas. Pero mi castigo estaba escrito desde antes de mi nacimiento y había permanecido oculto, reprimido, hasta este mortal año bisiesto en que fuera a cumplir treinta de mi nacimiento y mi padre me dijera: «Tiene que acompañarme.» Y después, antes de que yo tuviera tiempo de preguntar, golpeando el piso con el bastón: «Hay que salir de esto como sea, hija. El doctor se ahorcó esta madrugada.»

Los hombres salieron y retornaron a la habitación con un martillo y una caja de clavos. Pero no han clavado el ataúd. Colocaron las cosas en la mesa y se sentaron en la cama donde estuvo el muerto. Mi abuelo parece tranquilo, pero su tranquilidad es imperfecta y desesperada. No es la tranquilidad del cadáver en el ataúd, sino la del hombre impaciente que se esfuerza por no parecerlo. Es una tranquilidad inconforme y ansiosa la de mi abuelo que da vueltas en la habitación, cojeando, removiendo los objetos amontonados.

Cuando descubro que hay moscas en la habitación comienza a torturarme la idea de que el ataúd ha quedado lleno de moscas. Todavía no se han clavado, pero me parece que ese zumbido que confundí al principio con el rumor de un ventilador eléctrico en el vecindario, es el tropel de las moscas golpeando, ciegas, contra !as paredes del ataúd y la cara del muerto. Sa- cudo la cabeza; cierro los ojos; veo a mi abuelo que abre un baúl y saca algunas cosas que no alcanzo a distinguir; veo en la cama las cuatro brasas sin nadie de los tabacos encendidos.

Acosado por el calor sofocante, por el minuto que no transcurre, por el zumbido de las moscas, siento como si alguien me dijera: «Estarás así. Estarás dentro de un ataúd lleno de moscas.

Apenas vas a cumplir once años, pero algún día estarás así, abandonado a las moscas dentro de una caja cerrada. Y estiro las piernas juntas, y veo mis propias botas negras y lustradas.

«Tengo un cordón suelto», pienso, y vuelvo a mirar a mamá. Ella también me mira y se inclina a atarme el cordón de la bota.

El vaho que se levanta de la cabeza de mamá, caliente y oloroso a tufo de armario; oloroso a madera dormida, vuelve a recordarme el claustro del ataúd. La respiración se me vuelve difícil, deseo salir de aquí; deseo respirar el aire abrasado de la calle, y acudo a mi recurso extremo. Cuando mamá se incorpora le digo en voz baja: «¡Mamá!» Ella sonríe, dice: «Aha.» Y yo, inclinándome hacia ella, hacía su rostro crudo y brillante, temblando: «Tengo ganas de ir allá atrás.»

Mamá llama a mi abuelo, le dice algo. Yo veo sus ojos estrechos e inmóviles detrás de los cristales, cuando él se acerca y me dice: «Pues sepa que ahora es imposible.» Y me estiro y luego permanezco quieto, indiferente a mi fracaso. Pero otra vez las cosas suceden con demasiada lentitud. Hubo un movimiento rápido, otro y otro. Y después otra vez mamá inclinada sobre mi hombro, diciendo: «¿Ya te pasó?» Y lo dice con voz seria y concreta, como si más que una pregunta fuera una recriminación. Tengo el vientre seco y duro, pero la pregunta de mamá lo ablanda, lo deja lleno y laxo, y entonces todo, hasta la seriedad de ella, se me vuelve agresivo, desafiante. «No», le digo. «Todavía no ha pasado.» Me aprieto el estómago y trato de golpear el piso con los pies (otro recurso extremo), pero sólo encuentro el vacío, abajo; la distancia que me separa del suelo.

Alguien entra a la habitación. Es uno de los hombres de mi abuelo, seguido por un agente de la policía y un hombre que viste también pantalón de dril verde, lleva cinturón con revólver y sostiene en la mano un sombrero de ala ancha y volteada. Mi abuelo se adelanta a recibirlo. El hombre del pantalón verde tose en la oscuridad, dice algo a mi abuelo, vuelve a toser; y tosiendo aún ordena al agente violentar la ventana.

Las paredes de madera tienen una apariencia deleznable. Parecen construidas con ceniza fría y apelmazada. Cuando el agente golpea el picaporte con la culata del fusil, tengo la impresión de que no se abrirán las puertas. La casa se vendrá abajo, desmoronadas las paredes pero sin estrépito, como un palacio de ceniza se derrumbaría en el aire. Creo que a un segundo golpe quedaremos en la calle, a pleno sol, sentados, con la cabeza cubierta de escombros. Pero al segundo golpe la ventana se abre y la luz penetra a la habitación; irrumpe violentamente, como cuando se abre la puerta a un animal sin dirección, que corre y husmea, mudo; que rabia y araña las paredes, babeando, y retorna después a echarse, pacífico, en el rincón más fresco de la trampa.

Al abrirse la ventana las cosas se hacen visibles pero se consolidan en su extraña irrealidad. Entonces mamá respira hondo, me tiende las manos, me dice: «Ven, vamos a ver la casa por la ventana.» Y desde sus brazos veo otra vez el pueblo, como si regresara a él después de un viaje. Veo nuestra casa descolorida y arruinada, pero fresca bajo los almendros; y siento desde aquí como si nunca hubiera estado dentro de esa frescura verde y cordial, como si la nuestra fuera la perfecta casa imaginaria prometida por mi madre en mis noches de pesadilla. Y vea a Pepe que pasa sin vernos, distraído. El muchachito de la casa vecina que pasa silbando, transformado y desconocido, como si acabara de cortarse el cabello.

Entonces el alcalde se incorpora, la camisa abierta, sudoroso, enteramente trastornada la expresión. Se acerca a mí congestionado por la exaltación que le produce su propio argumento. «No podemos asegurar que está muerto mientras no empiece a oler», dice, y acaba de abotonarse la camisa y enciende un cigarrillo, el rostro vuelto de nuevo hacia el ataúd, pensando quizás: Ahora no pueden decir que estoy fuera de la ley. Lo miro a los ojos y siento que le he mirado con la firmeza necesaria para hacerle entender que penetro hasta lo más hondo de sus pensamientos. Le digo: «Usted se está colocando fuera de la ley para darles gusto a los demás.» Y él, como si hubiera sido exactamente lo que esperaba oír, responde:

«Usted es un hombre respetable, coronel. Usted sabe que estoy en mi derecho.» Yo le digo:

«Usted más que nadie sabe que está muerto.» Y él dice: «Es cierto, pero después de todo yo no soy más que un funcionario. Lo único legal sería el certificado de defunción.» Y yo le digo:

«Si la ley está de su parte, aprovéchela para traer un médico que expida el certificado de defunción.» Y él, con la cabeza levantada, pero sin altanería, pero también calmadamente, pero sin el más ligero asomo de debilidad o desconcierto, dice: «Usted es una persona respetable y sabe que eso sí sería una arbitrariedad.» Al oírlo, yo comprendo que no está tan imbecilizado por el aguardiente como por la cobardía.

Ahora me doy cuenta de que el alcalde comparte los rencores del pueblo. Es un sentimiento alimentado durante diez años, desde aquella noche borrascosa en que trajeron los heridos a la puerta y le gritaron (porque no abrió; habló desde adentro); le gritaron: «Doctor, atienda a estos heridos que ya los otros médicos no dan abasto», y todavía sin abrir (porque la puerta permaneció cerrada, los heridos acostados frente a ella): «Usted es el único médico que nos queda. Tiene que hacer una obra de caridad»; y él respondió (y tampoco entonces se abrió la puerta), imaginado por la turbamulta en la mitad de la sala, la lámpara en alto, iluminados los duros ojos amarillos: «Se me olvidó todo lo que sabía de eso. Llévenlos a otra parte», y siguió (porque desde entonces la puerta no se abrió jamás) con la puerta cerrada mientras el rencor crecía, se ramificaba, se convertía en una virulencia colectiva, que no daría tregua a Macondo en el resto de su vida para que en cada oído siguiera retumbando la sentencia —gritada esa noche— que condenó al doctor a pudrirse detrás de estas paredes.

Transcurrieron todavía diez años sin que bebiera el agua del pueblo, acosado por el temor de que estuviera envenenada; alimentándose con las legumbres que él y su concubina india sembraban en el patio. Ahora el pueblo siente llegar la hora de negarle la piedad que él negó al pueblo hace diez años, y Macondo, que lo sabe muerto (porque todos debieron despertar esta mañana un poco más livianos) se prepara a disfrutar de ese placer esperado, que todos consideran merecido. Sólo desean sentir el olor de la descomposición orgánica detrás de las puertas que no se abrieron aquella vez.

Ahora empiezo a creer que de nada valdrá mi compromiso contra la ferocidad de un pueblo, v que estoy acorralado, cercado por los odios v la impenitencia de una cuadrilla de resentidos.

Hasta la iglesia ha encontrado la manera de estar contra mi determinación. El padre Ángel me dijo hace un momento: «Ni siquiera permitiré que sepulten en tierra sagrada a un hombre que se ahorca después de haber vivido sesenta años fuera de Dios. A usted mismo lo vería Nuestro Señor con buenos ojos si se abstiene de llevar a cabo lo que no sería una obra de misericordia, sino un pecado de rebeldía.» Yo le dije: «Enterrar a los muertos, como está escrito, es una obra de misericordia.» Y el padre Ángel dijo: «Sí. Pero en este caso no nos corresponde hacerla a nosotros sino a la sanidad.»

Vine. Llamé a los cuatro guajiros que se han criado en mi casa. Obligué a mi hija Isabel a que me acompañara. Así el acto se convierte en algo más familiar, más humano, menos personalista y desafiante que si yo mismo hubiera arrastrado el cadáver por las calles del pueblo hasta el cementerio. Creo a Macondo capaz de todo después de lo que he visto en lo que va corrido de este siglo. Pero si no han de respetarme a mí, ni siquiera por ser viejo, coronel de la república, y para remate cojo del cuerpo y entero de la conciencia, espero que al menos res- peten a mi hija por ser mujer. No lo hago por mí. Tal vez no sea tampoco por la tranquilidad del muerto. Apenas para cumplir con un compromiso sagrado. Si he traído a Isabel no ha sido por cobardía, sino por caridad. Ella ha traído el niño (y entiendo que lo ha hecho por eso mismo) y ahora estamos aquí, los tres, soportando el peso de esta dura emergencia.

Llegamos hace un momento. Creí que encontraríamos el cadáver todavía suspendido del te- cho, pero los hombres se adelantaron, lo tendieron en la cama y casi lo amortajaron con la secreta convicción de que la cosa no duraría más de una hora. Cuando llego, espero a que traigan el ataúd, veo a mi hija y al niño que se sientan en el rincón y examino la pieza pensando que el doctor puede haber dejado algo que explique su determinación. El escritorio está abierto, lleno de papeles confusos, ninguno escrito por él. En el escritorio está el formulario empastado, el mismo que trajo a la casa hace veinticinco años, cuando abrió aquel baúl enorme dentro del cual habría podido caber la ropa de toda mi familia. Pero no había en el baúl nada más que dos camisas ordinarias, una dentadura postiza que no podía ser suya sencillamente porque tenía su dentadura natural, fuerte y completa; un retrato y un formulario. Abro las gavetas y en todas encuentro papeles impresos; papeles nada más, antiguos, polvorientos; y abajo, en la última gaveta, todavía la dentadura postiza que trajo hace veinticinco años, empolvada, amarilla de tiempo y falta de uso. Sobre la mesita, junto a la lámpara apagada, hay varios paquetes de periódicos sin abrir. Los examino. Están escritos en francés, de hace tres meses los más recientes: Julio de 1928. Y hay otros, también sin abrir: Enero de 1927, noviembre de 1926. Y los más antiguos: Octubre de 1919. Pienso: Hace nueve años, uno después de pronunciada la sentencia, que no abría los periódicos. Había renunciado desde entonces a lo último que lo vinculaba a su tierra y a su gente.

Los hombres traen el ataúd y bajan el cadáver. Entonces recuerdo el día de hace veinticinco años en que llegó a mi casa y me entregó la carta de recomendación, fechada en Panamá y dirigida a mí por el Intendente General del Litoral Atlántico a fines de la guerra grande, el coronel Aureliano Buendía. Busco en la oscuridad de aquel baúl sin fondo sus baratijas dis- persas. Está sin llave, en el otro rincón, con las mismas cosas que trajo hace veinticinco años.

Yo recuerdo: Tenía dos camisas ordinarias, una caja de dientes, un retrato y ese viejo formulario empastado. Y voy recogiendo estas cosas antes • de que cierren el ataúd y las echo dentro de él. El retrato está todavía en el fondo del baúl, casi en el mismo sitio en que estuvo aquella vez. Es el daguerrotipo de un militar condecorado. Echo el retrato en la caja. Echo la dentadura postiza y finalmente el formulario. Cuando he concluido hago una señal a los hombres para que cierren el ataúd. Pienso: Ahora está de viaje otra vez. Lo más natural es que en el último se lleve las cosas que le acompañaron en el penúltimo. Por lo menos, eso es lo más natural. Y entonces me parece verlo, por primera vez, cómodamente muerto.

Examino la habitación y veo que se ha olvidado un zapato en la cama. Hago una nueva señal a mis hombres, con el zapato en la mano, y ellos vuelven a levantar la tapa en el preciso instante en que pita el tren, perdiéndose en la última vuelta del pueblo. «Son las dos y media», pienso. Las dos y media del 12 de septiembre de 1928; casi la misma hora de ese día de 1903 en que este hombre se sentó por primera vez a nuestra mesa y pidió hierba para comer. Adelaida le dijo aquella vez: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante, todavía perturbada por la nasalidad: «Hierba común, señora. De esa que comen los burros.»

2

La verdad es que Meme no está en la casa y que nadie podría decir con exactitud cuándo dejó de estar. La vi por última vez hace once años. Todavía tenía en esta esquina el botiquín que las exigencias de los vecinos fueron modificando insensiblemente hasta convertirlo en una miscelánea. Todo muy ordenado, muy compuesto por la escrupulosa y metódica laboriosidad de Meme, que se pasaba el día cosiendo para los vecinos en una de las cuatro Domestic que había entonces en el pueblo, o detrás del mostrador, atendiendo a la clientela con esa simpatía de india que nunca dejó de tener y que era al mismo tiempo amplia y reservada; un complejo revoltijo de ingenuidad y desconfianza.

Yo había dejado de ver a Meme desde cuando salió de nuestra casa, pero la verdad es que ya no podría decir con exactitud cuándo vino a vivir a la esquina con el doctor ni cómo pudo ser indigna hasta el extremo de convertirse en la mujer de un hombre que le negó sus servicios, con todo y que ambos compartían la casa de mi padre, ella como hija de crianza y él como huésped permanente. Por mi madrastra supe que el doctor era un hombre de mala índole, que había sostenido un largo alegato con papá para convencerlo de que lo de Meme no revestía ninguna gravedad. Y lo dijo sin haberla visto, sin haberse movido de su cuarto. De todos modos, aunque lo de la guajira no hubiera sido nada más que una dolencia pasajera, habría debido asistirla, apenas por la consideración con que se le trató en nuestra casa durante los ocho años que vivió en ella.

No sé cómo sucedieron las cosas. Sé que un día Meme no amaneció en la casa y él tampoco. Entonces mi madrastra hizo clausurar el cuarto y no volvió a hablar de él hasta hace doce años, cuando cosíamos mi vestido de novia.

Tres o cuatro domingos después de haber abandonado nuestra casa, Meme asistió a la iglesia, a misa de ocho, con un ruidoso traje de seda estampada y un sombrero ridículo que remataba arriba con un ramo de flores artificiales. Siempre la había visto tan sencilla en nuestra casa, descalza la mayor parte del día, que ese domingo en que entró a la iglesia me pareció una Meme diferente a la nuestra. Oyó la misa adelante, entre las señoras, erguida y afectada, debajo de ese montón de cosas que se había puesto y que la hacían complicadamente nueva, con una novedad espectacular y. llena de baratijas. Estuvo arrodillada, adelante. Y hasta la devoción con que oyó la misa era desconocida en ella; hasta en la manera de persignarse había algo de esa cursilería florida y resplandeciente con que entró a la iglesia ante la perplejidad de quienes la conocieron de sirvienta en nuestra casa y la sorpresa de quienes no la habían visto nunca.

Yo (para entonces no tendría más de trece años) me preguntaba a qué se debía aquella transformación; por qué Meme había desaparecido de nuestra casa y reaparecía aquel domingo en el templo, vestida más como un pesebre de Navidad que como una señora, o como se habrían vestido tres señoras juntas para asistir a la misa de Pascua, con todo y que aún sobraban en la guajira arandelas y abalorios para vestir a una señora más. Cuando concluyó la misa, las mujeres y los hombres se detuvieron en la puerta para verla salir; se colocaron en el atrio, en doble hilera frente a la puerta mayor, y hasta creo que hubo algo secretamente premeditado en esa solemnidad indolente y burlona con que estuvieron aguardando, sin decir una palabra, hasta cuando Meme salió a la puerta, cerró los ojos y los abrió después en perfecta armonía con su sombrilla de siete colores. Pasó así, por entre la doble hilera de mujeres y hombres, ridicula en su disfraz de pavo real con tacones altos, hasta cuando uno de los hombres inició el cierre del círculo y Meme quedó en el medio, anonadada, confundida, tratando de sonreír con una sonrisa de distinción que le salió tan aparatosa y falsa como su aspecto. Pero cuando Meme salió, abrió la sombrilla y empezó a caminar, papá estaba junto a mí y me arrastraba hacia el grupo. Así que cuando los hombres iniciaron el cierre del círculo, mi padre se había abierto paso hasta donde Meme, corrida, trataba de encontrar la manera de evadirse. Papá la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que adopta cuando hace algo con lo cual no estarán de acuerdo los demás.

Transcurrió algún tiempo antes de que yo supiera que Meme se había venido a vivir como concubina del doctor. Para entonces estaba abierto el botiquín y ella seguía asistiendo a misa como toda una señora de lo mejor, ‘sin importarle lo que se dijera o se pensara, como si hubiera olvidado lo que ocurrió el primer domingo. Sin embargo, dos meses después no volvió a vérsela en el templo.

Yo recordaba al doctor en nuestra casa. Recordaba su bigote negro y retorcido y su manera de mirar a las mujeres con sus lascivos y codiciosos ojos de perro. Pero recuerdo que nunca me acerqué a él quizá porque lo miraba como al animal extraño que se sentaba a la mesa después de que todos se levantaban y que se alimentaba con la misma hierba que alimenta a los burros. Cuando la enfermedad de papá, hace tres años, el doctor no había salido de esta esquina una sola vez, después de la noche en que le negó su asistencia a los heridos lo mismo que seis años antes se la había negado a la mujer que dos días después sería su concubina. El ventorrillo fue cerrado antes de que el pueblo dictara la sentencia al doctor. Pero yo sé que Meme siguió viviendo aquí, varios meses o años después de cerrada la tienda. Debió ser mucho más tarde cuando desapareció « al menos cuando se supo que había desaparecido porque así lo decía el pasquín que apareció en esta puerta. Según ese pasquín, el doctor asesinó a su concubina y la enterró en el huerto por temor de que el pueblo se valiera de ella para envenenarlo. Pero antes de mi matrimonio yo había visto a Meme. Hace once años, cuando regresaba del rosario, la guajira salió a la puerta de su tienda y me dijo con su airecillo alegre y un. poco irónico: «Chabela, te vas a casar y no me habías dicho nada.»

—Sí —le digo—; la cosa debió ser así. —Entonces estiro la soga, en uno de cuyos extremos se ve aún la carne viva de las cuerdas recién cortadas a cuchillo. Hago otra vez el nudo que mis hombres cortaron para descolgar el cuerpo y lanzo uno de los cabos por encima de la viga hasta dejar la soga pendiente, sostenida, con bastante fuerza como para proporcionar muchas muertes iguales a la de este hombre. Mientras se abanica con el sombrero el rostro trastornado por la sofocación y el aguardiente, mirando hacia la soga, calculando su fuerza, él dice: «Es imposible que una soga tan delgada haya sostenido su cuerpo.» Y yo le digo: «Esa misma soga ha estado sosteniéndole en la hamaca durante muchos años.» Y él rueda una silla, me entrega el sombrero y se suspende a pulso en la soga con el rostro congestionado por el esfuerzo. Después vuelve a quedar de pie en la silla, mirando el cabo pendiente. Dice: «Es imposible. Esa soga no alcanza a darme la vuelta alrededor del cuello.» Y entonces comprendo que es deliberadamente ilógico, que está inventando trabas para impedir el entierro. Lo miro de frente, escrutándolo. Le digo: «¿No se ha fijado que él era por lo menos una cabeza más grande que usted?» Y él se vuelve a mirar el ataúd. Dice: «Con todo, no estoy seguro que lo haya hecho con esta soga.»

Tengo la certeza de que ha sido así. Y él lo sabe pero tiene el propósito de perder el tiempo por miedo de crearse compromisos. Se le conoce la cobardía en esa manera de moverse sin dirección precisa. Una cobardía doble y contradictoria: para impedir la ceremonia y para ordenarla. Entonces, cuando llega frente al ataúd, gira sobre los talones, me mira, dice:

«Tendría que verlo colgado para convencerme.»

Yo lo habría hecho. Yo habría autorizado a mis nombres para que abrieran el ataúd y volvieran a colgar al ahorcado, como estuvo hasta hace un momento. Pero sería demasiado para mi hija. Sería demasiado para el niño a quien ella no ha debido traer. Aunque no me repugnara tratar en esa forma a un muerto, ultrajar la carne indefensa, perturbar al hombre por primera vez tranquilo dentro de su gusano; aunque el hecho de mover un cadáver que reposa serena y merecidamente en su ataúd no fuera contra mis principios, lo haría colgar de nuevo para saber hasta dónde es capaz de llegar este hombre. Pero es imposible. Y se lo digo: «Puede estar seguro de que no daré esa orden. Si usted quiere, cuélguelo usted mismo y hágase responsable de lo qué suceda. Recuerde que no sabemos cuánto tiempo tiene de estar muerto.»

Él no se ha movido. Está todavía junto al ataúd, mirándome; mirando después a Isabel y después al niño y luego otra vez al ataúd. De repente su expresión se vuelve sombría y amenazante. Dice: «Usted debía saber lo que puede sucederle por esto.» Y yo alcanzo a comprender hasta dónde es verdadera su amenaza. Le digo: «Desde luego que sí. Soy una persona responsable.» Y él, ahora con los brazos cruzados, sudando, caminando hacia mí con movimientos estudiados y cómicos que pretenden ser amenazantes, dice: «Podría preguntarle cómo supo que este hombre se había ahorcado anoche.»

Espero a que llegue frente a mí. Permanezco inmóvil, mirándolo, hasta cuando me golpea en el rostro su respiración caliente y áspera; hasta cuando se detiene, todavía con los brazos cruzados, moviendo el sombrero detrás de la axila. Entonces le digo: «Cuando me haga esa pre- gunta oficialmente, tengo mucho gusto en responderle.» Sigue frente a mí, en la misma posición. Cuando le hablo, no hay en él sorpresa ni desconcierto. Dice: «Por supuesto, coronel. Oficialmente se lo estoy preguntando.»

Estoy dispuesto a darle todo el largo a esta cuerda. Estoy seguro de que por muchas vueltas que él pretenda darle, tendrá que ceder frente a una actitud férrea, pero paciente y calmada. Le digo: «Estos hombres descolgaron el cuerpo porque yo no podía permitir que permaneciera allí, colgado, hasta cuando usted se decidiera a r. Hace dos horas le dije que viniera y usted ha demorado todo ese tiempo para caminar dos cuadras.»

Todavía no se mueve. Estoy frente a él, apoyado en el bastón, un poco inclinado hacia ade- lante. Digo: «En segundo término, era mi amigo.» Antes de que yo termine de hablar, él sonríe irónicamente pero sin cambiar de posición, echándome al rostro su tufo espeso y agrio. Dice:

«Es la cosa más fácil del mundo, ¿no?» Y súbitamente deja de sonreír. Dice: «De manera que usted sabía que este hombre se iba a ahorcar.»

Tranquilo, paciente, convencido de que sólo persigue enredar las cosas, le digo: «Le repito que lo primero que hice cuando supe que se había ahorcado fue ir donde usted, y de eso hace más de dos horas.» Y corrió si yo le hubiera hecho una pregunta y no una aclaración, él dice: «Yo estaba almorzando.» Y yo le digo: «Lo sé. Hasta me parece que ,tuvo tiempo de hacer la siesta.»

Entonces no sabe qué decir. Se echa hacia atrás. Mira a Isabel sentada junto al niño. Mira a los hombres y finalmente a mí. Pero ahora su expresión ha cambiado. Parece decidirse por algo que ocupa su pensamiento desde hace un instante. Me da la espalda, se dirige hacia donde está el agente y le dice algo. El agente hace un gesto y sale de la habitación.

Luego regresa a mí y me toma el brazo. Dice: «Me gustaría hablar con usted en el otro cuarto, coronel.» Ahora su voz ha cambiado por completo. Ahora es tensa y turbada. Y mientras camino hacia la pieza vecina, sintiendo la presión insegura de su mano en mi brazo, me sorprende la idea de que sé lo que me va a decir. Este cuarto, al contrario del otro, es amplio y fresco. Lo desborda la claridad del patio. Aquí veo sus ojos turbados, su sonrisa que no corresponde a la expresión de su mirada. Oigo su voz que dice: «Coronel, esto podríamos arreglarlo de otro modo.» Y yo, sin darle tiempo a terminar, le digo: «Cuánto.» Y entonces se con- vierte en un hombre perfectamente distinto.

Meme había traído un plato con dulce y dos panecillos de sal, de los que aprendió a hacer con mi madre. El reloj había dado las nueve. Meme estaba sentada frente a mí, en la trastienda, y comía con desgana, como si el dulce y los panecillos no fueran sino una coyuntura para asegurar la visita. Yo lo entendía así y la dejaba perderse en sus laberintos, hundirse en el pasado con ese entusiasmo nostálgico y triste que la hacía aparecer, a la luz del mechero que se consumía en el mostrador, mucho más ajada y envejecida que el día que entró a la iglesia con el sombrero y los tacones altos. Era evidente que aquella noche Meme tenía deseos de recordar. Y mientras lo hacía, se tenía la impresión de que durante los años anteriores se había mantenido parada en una sola edad estática y sin tiempo y que aquella noche, al recordar, ponía otra vez en movimiento su tiempo personal y empezaba a padecer su largamente postergado proceso de envejecimiento. Meme estaba derecha y sombría, hablando de aquel pintoresco esplendor feudal de nuestra familia en los últimos años del siglo anterior, antes de la guerra grande. Meme recordaba a mi madre. La recordó esa noche en que yo venía de la iglesia y me dijo con su airéenlo burlón y un poco irónico: «Chabela, te vas a casar y no me habías dicho nada.» Eso fue precisamente en los días en que yo había deseado a mi madre y procuraba regresarla con mayor fuerza a mi memoria. «Era el vivo retrato tuyo», dijo. Y yo lo creía realmente.

Yo estaba sentada frente a la india que hablaba con un acento mezclado de precisión y vaguedad, como si hubiera mucho de increíble leyenda en lo que recordaba, pero como si lo recordara de buena fe y hasta con el convencimiento de que el transcurso del tiempo había convertido la leyenda en una realidad remota, pero difícilmente olvidable. Me habló del viaje de mis padres durante la guerra, de la áspera peregrinación que habría de concluir con el establecimiento en Macondo. Mis padres huían de los azares de la guerra y buscaban un recodo próspero y tranquilo donde sentar sus reales y oyeron hablar del becerro de oro y vinieron a buscarlo en lo que entonces era un pueblo en formación, fundado por varias familias refugiadas, cuyos miembros se esmeraban tanto en la conservación de sus tradiciones y en las prácticas religiosas como en el engorde de sus cerdos. Macondo fue para mis padres la tierra prometida, la paz y el Vellocino. Aquí encontraron el sitio apropiado para reconstruir la casa que pocos años después sería una mansión rural, con tres caballerizas y dos cuartos para los huéspedes. Meme recordaba los detalles sin arrepentimiento y hablaba de las cosas más extravagantes con un irreprimible deseo de vivirlas de nuevo o con el dolor que le proporcionaba la evidencia de que no las volvería a vivir. No hubo padecimiento ni privaciones en el viaje, decía. Hasta los caballos dormían con mosquitero,

no porque mi padre fuera un despilfarrador o un loco, sino porque mi madre tenía un extraño sentido de la caridad, de los sentimientos humanitarios, y consideraba que a los ojos de Dios proporcionaba tanta complacencia el hecho de preservar a un hombre de los zancudos, como de preservar a una bestia. A todas partes llevaron su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos con la ropa de los muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los antepasados que no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas con los útiles de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos entre sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar doméstico en cada lugar que visitaban. Era una curiosa farándula con caballos y gallinas y los cuatro guajiros (compañeros de Meme) que habían crecido en casa y seguían a mis padres por toda la región, como animales amaestrados en un circo.

Meme recordaba con tristeza. Se tenía la impresión de que consideraba el transcurso del tiempo como una pérdida personal, como si advirtiera con el corazón lacerado por los recuerdos que sí el tiempo no hubiera transcurrido, aún estaría ella en aquella peregrinación que debió ser un castigo para mis padres, pero que para los niños tenía algo de fiesta, con espectáculos insólitos como el de los caballos bajo los mosquiteros.

Después todo comenzó a moverse al revés, dijo. La llegada al naciente pueblecito de Macondo en los últimos días del siglo, fue la de una familia devastada, aferrada todavía a un reciente pasado esplendoroso, desorganizada por la guerra. La guajira recordaba a mi madre cuando llegó al pueblo, sentada de través en una muía, encinta y con el rostro verde y palúdico y los pies inhabilitados por la hinchazón. Tal vez en el espíritu de mi padre maduraba la simiente del resentimiento, pero venía dispuesto a echar raíces contra viento y marea, mientras aguardaba a que mi madre tuviera ese hijo que le creció en el vientre durante la travesía y que le iba dando muerte progresivamente a medida que se acercaba la hora del parto.

La luz de la lámpara le daba de perfil. Meme, con su recia expresión aindiada, su cabello liso y grueso como crin de caballo o cola de caballo, parecía un ídolo sentado, verde y espectral en el caliente cuartito de la trastienda, hablando como lo habría hecho un ídolo que se hubiera puesto a recordar su antigua existencia terrena. Nunca la había tratado de cerca, pero esa noche, después de aquella repentina y espontánea manifestación de intimidad, sentía que estaba atada a ella por vínculos más seguros que los de la sangre.

De pronto, en una pausa de Meme, le oí toser en el cuarto, en este mismo aposento en que ahora me encuentro con el niño y mi padre.

Tosió con una tos seca y corta, carraspeó luego y se oyó después el ruido inconfundible que hace el hombre cuando se da vuelta en la cama. Meme calló instantáneamente y una nube sombría y silenciosa oscureció su rostro. Yo lo había olvidado. Durante el tiempo que permanecí allí (eran como las diez) había sentido como si la guajira y yo estuviéramos solas en la casa. Luego cambió la tensión del ambiente. Sentí el cansancio del brazo en que tenía, sin probarlo, el plato con el dulce y los panecillos. Me incliné hacia adelante y dije: «Está despierto.» Ella, inmutable ahora, fría y completamente indiferente, dijo: «Estará despierto hasta la madrugada.» Y repentinamente me expliqué el desencanto que se advertía en Meme cuando recordaba el pasado de nuestra casa. Nuestras vidas habían cambiado, los tiempos eran buenos y Macondo un pueblo ruidoso en el que el dinero alcanzaba hasta para despilfarrarlo los sábados en la noche, pero Meme vivía aferrada a un pasado mejor. Mientras afuera se trasquilaba el becerro de oro, adentro, en la trastienda, su vida era estéril, anónima, todo el día junto al mostrador y la noche con un hombre que no dormía hasta la madrugada, que se pasaba el tiempo dando vueltas en la casa, paseándose, mirándola codiciosamente con esos ojos lascivos de perro que no he podido olvidar. Me conmovía imaginar a Meme con este hombre que una noche le negó sus servicios y que seguía siendo un animal endurecido, sin amargura ni compasión, todo el día en un impenitente discurrir por la casa, como para sacar de juicio a la persona más equilibrada. Recobrado el tono de la voz, sabiendo que él estaba aquí, despierto, abriendo quizá sus codiciosos ojos de perro cada vez que nuestras palabras resonaban en la trastienda, procuré dar un viraje a la conversación.

—¿Y qué tal te va con el negocito? —dije. Meme sonrió. Su risa era triste y taciturna, como si no fuera el resultado de un sentimiento actual, sino como si la tuviera guardada en la gaveta y no la sacara sino en los momentos indispensables, pero usándola sin ninguna propiedad, como si el uso poco frecuente de la sonrisa le hubiera hecho olvidar la manera normal de utilizarla. «Ahí», dijo, moviendo la cabeza de una manera ambigua, y volvió a quedar silenciosa, abstracta. Entonces comprendí que era hora de marcharme. Entregué el plato a Meme, sin dar ninguna explicación por el hecho de que su contenido estuviera intacto, y la vi levantarse y ponerlo en el mostrador. Me miró desde allá y repitió: «Eres el vivo retrato de ella.» Sin duda yo estaba sentada a contraluz, nublada por la claridad contraria, y Meme no me veía la cara mientras hablaba. Luego, cuando se levantó a poner el plato en el mostrador, por detrás de la lámpara, me vio de frente y fue por eso por lo que dijo: «Eres el vivo retrato de ella.» Y vino a sentarse.

Entonces empezó a recordar los días en que mi madre llegó a Macondo. Había ido directa- mente de la muía al mecedor y había permanecido sentada durante tres meses, sin moverse, recibiendo los alimentos con desgano. A veces recibía el almuerzo y se estaba hasta la media tarde con el plato en la mano, rígida, sin mecerse, con los pies descansados en una silla, sintiendo crecer la muerte dentro de ellos, hasta cuando alguien llegaba y le quitaba el plato de las manos. Cuando vino el día, los dolores del parto la recuperaron de su abandono y ella misma se puso en pie, pero fue necesario ayudarla a caminar los veinte pasos que separan el corredor del dormitorio, martirizada por la ocupación de una muerte que se había compenetrado con ella en nueve meses de silencioso padecimiento. Su travesía desde el mecedor hasta el lecho tuvo todo el dolor, la amargura y las penalidades que no tuvo el viaje realizado hacía pocos meses, pero llegó hasta donde sabía que debía llegar antes de cumplir el último acto de su vida.

Mi padre pareció desesperado con la muerte de mi madre, dijo Meme. Pero, según él mismo dijo después, cuando quedó solo en la casa, «nadie puede confiar en la honestidad de un hogar en el cual el hombre no tiene a la mano una mujer legítima». Como había leído en un libro que cuando muere una persona amada debe sembrarse un jazminero para recordarla todas las noches, sembró la enredadera contra el muro del patio y un año después se casó en segundas nupcias con Adelaida, mi madrastra.

A veces creía que Meme iba a llorar mientras hablaba. Pero se mantuvo firme, satisfecha de estar expiando la Calta de haber sido feliz y haber dejado de serlo por su libre voluntad. Después sonrió. Después se estiró en el asiento y se humanizó por completo. Fue como si hubiera sacado mentalmente las cuentas de su dolor, cuando se inclinó hacia adelante, vio que aún le quedaba un saldo favorable en los buenos recuerdos, y sonrió entonces con su antigua simpatía amplia y burlona. Dijo que lo otro había empezado cinco años después, cuando llegó hasta el comedor donde almorzaba mi padre y le dijo: «Coronel, coronel, en la oficina lo solicita un forastero.»

3

Detrás del templo, al otro lado de la calle, había un patio sin árboles. Eso era a fines del siglo pasado, cuando llegamos a Macondo y aún no se había iniciado la construcción del templo. Eran terrones pelados, secos, donde jugaban los niños al salir de la escuela. Después, cuando se inició la construcción del templo, clavaron cuatro horcones a un lado del patio y se vio que el espacio cercado era bueno para hacer un cuarto. Y lo hicieron. Y guardaron en él los materiales del templo en construcción.

Cuando se puso término a los trabajos del templo, alguien acabó de embarrar las paredes del cuartito y abrió una puerta en la pared posterior, sobre el patiecito pelado y pedregoso donde no crecía ni una barba de pita. Un año después el cuartito estaba construido como para ser habitado por dos personas. Adentro se sentía un olor a cal viva. Era ese el único olor agradable que se había sentido en mucho tiempo dentro de ese espacio y el único grato que se sentiría jamás. Después de que blanquearon las paredes, la misma mano que había puesto fin a la construcción corrió la tranca en la puerta de adentro y le echó candado a la de la calle.

El cuarto no tenía dueño. Nadie se preocupó por hacer efectivos sus derechos «ni sobre el terreno ni sobre los materiales de construcción. Cuando llegó el primer párroco se alojó donde una de las familias acomodadas de Macondo. Luego fue trasladado a otra parroquia. Pero en esos días (y posiblemente antes de que se fuera el primer párroco) una mujer con un niño de pecho había ocupado el cuartito, sin que nadie supiera cuándo llegó a él, ni dónde, ni cómo hizo para abrir la puerta. Había en un rincón una tinaja negra y verde de musgo y un jarro colgado de un clavo. Pero ya no quedaba cal en las paredes. En el patio, sobre las piedras, se había formado una costra de tierra endurecida por la lluvia. La mujer construyó una enramada para protegerse del sol. Y como no tenía recursos para ponerle techo de palma, teja o zinc, sembró una mata de parra junto a la enramada y colgó un atadillo de sábila y un pan en la puerta de la calle, para preservarse contra los maleficios.

Cuando se anunció la llegada del nuevo párroco, en 1903, la mujer seguía viviendo en el cuarto con el niño. Media población .salió al camino real a esperar la llegada del sacerdote.

La banda rural estuvo tocando piezas sentimentales hasta cuando vino un muchacho, jadeante, reventando, a decir que la muía del párroco estaba en la última vuelta ,del camino. Entonces los músicos cambiaron de posición e iniciaron una marcha. El encargado del discurso de bienvenida subió al parapeto improvisado y aguardó a que apareciera el párroco para iniciar el salu- do. Pero un momento después se suspendió la pieza marcial, el orador descendió de la mesa, y la multitud, atónita, vio pasar un forastero, montado en una muía en cuyas ancas viajaba el baúl más grande que se había visto jamás en Macondo. El hombre pasó de largo hacia el pueblo, sin mirar a nadie. Aunque el párroco se hubiera vestido de civil para hacer el viaje, a nadie habría podido ocurrírsele que aquel viajero broncíneo, con polainas de militar, era un sacerdote vestido de civil.

Y no lo era en realidad, porque a esa misma hora, por el atajo, al otro lado del pueblo, vieron entrar un sacerdote extraño, pasmosamente ‘flaco, de rostro seco y estirado, a horcajadas en una muía, la sotana levantada hasta las rodillas y protegido del sol por un paraguas descolorido y maltrecho. El párroco preguntó en las inmediaciones del templo en dónde quedaba la casa cural, y debió de preguntárselo a alguien que no tenía la menor idea de nada, porque le fue respondido: «Es el cuartito que está detrás de la iglesia, padre.» La mujer había salido, pero el niño jugaba adentro, detrás de la puerta entreabierta. El sacerdote descabalgó, rodó hasta el cuarto una maleta hinchada, medio abierta y sin cerraduras, asegurada apenas por un cinturón de cuero distinto al de la propia maleta, y después de haber examinado el cuartito hizo entrar la muía y la amarró en el patio, a la sombra de los sarmientos. Luego abrió la maleta, extrajo una hamaca que debía tener la misma edad y el mismo uso del paraguas, la colgó diagonalmente en el cuarto, de horcón a horcón, se quitó las botas y trató de dormir, sin preocuparse del niño que lo miraba con los redondos ojos espantados.

Cuando la mujer regresó debió sentirse desconcertada ante la extraña presencia del sacerdote, cuyo rostro era tan inexpresivo que en nada se diferenciaba de una calavera dé vaca. La mujer debió atravesar en puntillas la habitación. Debió de rodar el catre plegadizo hasta la puerta y hacer un atado con su ropa y los trapos del niño y salir de la habitación, confundida, sin preocuparse siquiera de la tinaja y el jarro, porque una hora después, cuando la comitiva recorrió el pueblo en sentido inverso, precedida por la banda que tocaba el aire marcial entre un montón de rapaces fugados de la escuela, encontraron al párroco solo en el cuartito, tirado a la bartola en la hamaca, la sotana desabrochada, y sin zapatos. Alguien debió llevar la noticia al camino real, pero a nadie se le ocurrió preguntar qué hacía el párroco en aquel cuarto. Debieron pensar que tenía algún parentesco con la mujer, así como ésta debió de abandonar el cuartito porque creyó que el párroco tenía orden de ocuparlo o era de propiedad de la iglesia o simplemente por temor de que se le preguntara por qué había vivido más de dos años en un cuarto que no le pertenecía, sin pagar alquiler y sin autorización de persona alguna. Tampoco se le ocurrió a la comitiva pedir explicaciones, ni en ese momento ni en ninguno de los posteriores, porque el párroco no aceptó los discursos, colocó los presentes en el suelo y se limitó a saludar a hombres y mujeres con frialdad, a la carrera, pues, según dijo, «no había pegado el ojo en toda la noche».

La comitiva se disolvió ante aquel frío recibimiento del sacerdote más extraño que habían visto nunca. Se observaba que el rostro parecía una calavera de vaca, que tenía el cabello gris, cortado al rape y que no tenía labios, sino una abertura horizontal que no parecía estar en el lugar de la boca desde el nacimiento, sino hecha posteriormente, de una cuchillada sorpresiva y única. Pero esa misma tarde se le encontró parecido con alguien. Y antes del amanecer todos sabían de quién era. Recordaron haberle visto con la honda y la piedra, desnudo, pero con zapatos y sombrero, en los tiempos en que Macondo era un humilde caserío de refugiados. Los veteranos recordaron sus actuaciones en la guerra civil del ochenta y cinco. Recordaron que había sido coronel a los diecisiete años y que era intrépido, terco y antigobiernista. Sólo que en Macondo no se había vuelto a saber de él hasta ese día en que regresaba a hacerse cargo de la parroquia. Muy pocos recordaban su nombre de pila. En cambio la mayoría de los veteranos recordaba el que le puso su madre (porque era voluntarioso y rebelde) y que fue el mismo con que después lo conocieron sus compañeros en la guerra. Todos lo llamaban El Cachorro. Y así se le siguió llamando en Macondo hasta la hora de su muerte: —Cachorro, Cachorrito.

Así que este hombre llegó a nuestra casa el mismo día y casi a la misma hora en que El Cachorro a Macondo. Aquél por el camino real, cuando nadie lo esperaba ni se tenía la menor idea acerca de su nombre o de su oficio; el párroco por el atajo, cuando en el camino real lo aguardaba todo el pueblo.

Yo regresé a casa después de la recepción. Acabábamos de sentarnos a la mesa —un poco más tarde que de costumbre— cuando Meme se acercó a decirme: «Coronel, coronel, en la oficina lo solicita un forastero.» Yo dije: «Que pase adelante.» Y Meme dijo: «Está en la oficina y dice que necesita verlo con urgencia.» Adelaida dejó de darle la sopa a Isabel (entonces ella no tenía más de cinco años) y fue a atender al recién llegado. Un momento después regresó visiblemente preocupada:

—Estaba dando vueltas en la oficina —dijo.

La vi caminar detrás de los candelabros. Luego volvió a darle la sopa a Isabel. «Lo hubieras hecho pasar», dije, sin dejar de comer. Y ella dijo: «Era lo que iba a hacer. Pero estaba dando vueltas en la oficina cuando llegué y le dije, buenas tardes, y él no contestó porque estaba mirando en la repisa la bailarinita de cuerda. Y cuando yo le iba a decir otra vez buenas tardes, él se puso a darle cuerda a la bailarinita, la paró en el escritorio y se quedó mirando cómo bailaba. Yo no sé si fue la musiquita lo que no le permitió oír cuando yo le dije de nuevo buenas tardes y me quedé parada frente al escritorio sobre el cual estaba inclinado, viendo a la bailarina que todavía tenía cuerda para rato.» Adelaida estaba dándole la sopa a Isabel. Yo le dije: «Debe estar muy interesado en el juguete.» Y ella, todavía dándole la sopa a Isabel:

«Estaba dando vueltas en la oficina, pero después, cuando vio la bailarinita, la bajó como si supiera de antemano para qué servía, como si conociera su funcionamiento. Le estaba dando cuerda cuando yo le dije buenas tardes por primera vez, antes que la musiquita empezara a sonar. Entonces la puso en el escritorio y se quedó mirándola, pero sin sonreír, como si no estuviera interesado en el baile sino en el mecanismo.»

Nunca me anunciaban a nadie. Casi todos los días llegaban visitas: viajeros conocidos que dejaban las bestias en la caballeriza y se acercaban con entera confianza, con la familiaridad de quien espera encontrar, siempre, un puesto desocupado en nuestra mesa. Yo le dije a Adelaida: «Debe ser que trae un recado o algo.» Y ella dijo: «De todos modos tiene un comportamiento raro. Él mirando a la bailarinita hasta que se le acaba la cuerda y mientras tanto yo, parada frente al escritorio, sin saber qué decirle, porque sabía que no iba a contestarme mientras la musiquita estuviera sonando. Después, cuando la bailarinita dio el saltito que da siempre cuando se le acaba la cuerda, todavía él se quedó mirándola con curiosidad, inclinado sobre el escritorio pero sin sentarse. Entonces me miró y yo me di cuenta de que sabía que yo estaba en la oficina, pero que no se había ocupado de mí porque quería saber cuánto tiempo estaría bailando la bailarinita. Pero entonces yo no le volví a decir buenas tardes, sino que le sonreí cuando me miró porque vi que tiene los ojos enormes, con las pepas amarillas, y que miran de una vez todo el cuerpo. Cuando le sonreí, él siguió serio, pero hizo una inclinación de cabeza muy formal, y dijo: «¿El coronel? Es al coronel que necesito.» Tiene la voz honda como si pudiera hablar con la boca cerrada. Es como si fuera ventrílocuo.»

Ella estaba dándole la sopa a Isabel. Yo seguí almorzando, porque creí que sólo se trataba de. un recado; porque no sabía que esa tarde estaban comenzando las cosas que hoy concluyen. Adelaida siguió dándole la sopa a Isabel y dijo: «Al principio estaba dando vueltas en la oficina.» Entonces comprendí que el forastero la había impresionado de una manera poco co- mún y que tenía un interés especial en que lo atendiera. Sin embargo, seguí almorzando mien- tras ella le daba la sopa a Isabel y hablaba. Dijo: «Después, cuando dijo que quería ver al coronel, fue que le dije, tenga la bondad de pasar al comedor, y él se estiró donde estaba, con la bailarina en la mano. Entonces levantó la cabeza y se puso rígido y firme como un soldado, me parece, porque tiene botas altas»* y un vestido de género ordinario con la camisa abo- tonada hasta el cuello. Yo no sabía qué decirle cuando no contestó nada y se quedó quieto, con el juguete en la mano, como si estuviera esperando que yo saliera de la oficina para darle cuerda otra vez. Fue de pronto cuando se me pareció a alguien, cuando me di cuenta de que es un militar.»

Yo le dije: «Entonces tú crees que es algo grave.» La miré por encima de los candelabros. Ella no me miraba. Estaba dándole la sopa a Isabel. Dijo:

—Fue que cuando llegué estaba dando vueltas en la oficina, así que no podía verle la cara. Pero después, cuando se quedó parado en el fondo tenía la cabeza tan levantada y los ojos tan fijos que me parece que es un militar y le dije: usted quiere ver al coronel, en privado, ¿no es eso? Y él afirmó con la cabeza. Entonces vine a decirle que se parece a alguien, o mejor dicho, que es la misma persona a quien se parece, aunque no me explico cómo ha venido.

Yo seguí almorzando, pero la miraba por encima de los candelabros. Ella dejó de darle la sopa a Isabel. Dijo:

—Estoy segura de que no es un recado. Estoy segura que no se parece, sino que es el mismo a quien se parece. Estoy segura, mejor dicho, que es un militar. Tiene un bigote negro y punteado y la cara como de cobre. Tiene las botas altas y estoy segura de que no es que se parece, sino que es el mismo a quien se parece.

Ella hablaba en un tono igual, monótono, persistente. Hacía calor y quizá por eso empecé a sentirme irritado. Le dije: «Ahá, ¿a quién se parece?» Y ella dijo: «Cuando estaba dando vueltas en la oficina no le vi la cara, pero después.» Y yo, irritado con la monotonía y la persistencia de sus palabras: «Bueno, bueno, voy a verlo cuando acabe de almorzar.» Y ella, otra vez dándole la sopa a Isabel: «Al principio no pude verle la cara porque estaba dando vueltas en la oficina. Pero después, cuando le dije tenga la bondad de pasar adelante, él se quedó quieto contra la pared, con la bailarinita en la mano. Entonces fue que me acordé a quién se parece y vine a avisarte. Tiene los ojos enormes e indiscretos y cuando me di vuelta para salir, sentí que me estaba mirando directamente a las piernas.»

Guardó silencio de pronto. En el comedor quedó vibrando el tintineo metálico de la cuchara. Yo acabé de almorzar y prensé la servilleta debajo del plato.

En eso se oyó, en la oficina, la musiquita festiva del juguete de cuerda.

4

En la cocina de la casa hay un viejo asiento de madera labrada, sin travesaños, en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos, junto al fogón.

Tobías, Abraham, Gilberto y yo abandonamos la escuela, ayer a esta hora, y fuimos a las plantaciones con una honda, un sombrero grande para echar los pájaros y una navaja nueva. Por el camino yo me iba acordando del asiento inservible, arrimado a un rincón de la cocina, que en un tiempo sirvió para recibir visitas y que ahora es utilizado por el muerto que. todas las noches se sienta, con el sombrero puesto, a contemplar las cenizas del fogón apagado.

Tobías y Gilberto caminaban hacia el final de la nave oscura. Como había llovido durante la mañana, sus zapatas resbalaban en la hierba enlodada. Uno de ellos silbaba y su silbo duro y recto resonaba en el socavón vegetal, como cuando uno se pone a cantar dentro de Un tonel.

Abraham venía atrás, conmigo. Él con la honda y la piedra lista para ser disparada. Yo con la navaja abierta.

De repente el sol rompió la techumbre de hojas apretadas y duras y un cuerpo de claridad cayó aleteando en la hierba, como un pájaro vivo. «¿Lo viste?», dijo Abraham. Yo miré hacia adelante y vi a Gilberto y a Tobías al final de la nave. «No es un pájaro», dije. «Es el sol que ha salido con fuerza.»

Cuando llegaron a la orilla empezaron a desvestirse y se tiraban fuertes patadas de esa agua crepuscular que parecía no mojarles la piel. «No hay un solo pájaro esta tarde», dijo Abraham.

«Cuando llueve no hay pájaros», dije. Y yo mismo lo creí entonces. Abraham se echó a reír.

Su risa es tonta y simple y hace un ruido como el de un hilo de agua en una pila. Se desvistió.

«Me meteré en el agua con la navaja y llenaré el sombrero de pescados», dijo. Abraham estaba desnudo frente a mí con la mano abierta, esperando la navaja. Yo no respondí en seguida. Tenía la navaja apretada y sentía en la mano su acero limpio y templado. Yo voy a darle la navaja, pensé. Y se lo dije: «No voy a darte la navaja. Apenas me la dieron ayer y voy a tenerla toda la tarde.» Abraham siguió con la mano extendida. Entonces le dije:.

—Incomploruto.

Abraham me entendió. Sólo él entiende mis palabras: «Está bien», dijo, y caminó hacia el agua a través del aire endurecido y agrio. Dijo: «Empieza a desvestirte y te esperamos en la piedra.»

Y lo dijo mientras se zambullía y volvía a salir reluciente como un pez plateado y enorme, como si el agua se hubiera vuelto líquida a su contacto.

Yo permanecí en la orilla, acostado sobre el barro tibio. Cuando abrí la navaja otra vez, dejé de mirar a Abraham y levanté los ojos, derecho hacia el otro lado, hacia arriba de los árboles, hacia el furioso atardecer cuyo cielo tenía la monstruosa imponencia de una caballeriza incendiada.

«Apura», dijo Abraham desde el otro lado. Tobías estaba silbando en el borde de piedra. Entonces pensé: Hoy no me bañaré. Mañana, Cuando veníamos de regreso Abraham se escondió detrás de los espinos. Yo iba a perseguirlo, pero él me dijo: «No vengas para acá. Estoy ocupado.» Yo me quedé afuera, sentado en las hojas muertas del camino, viendo la golondrina única que trazaba una curva en el cielo. Dije:

—Esta tarde no hay más que una golondrina.

Abraham no respondió en seguida. Estaba silencioso, detrás de los espinos, como si no pudiera oírme, como si estuviera leyendo. Su silencio era profundo y concentrado, lleno de una recóndita fuerza. Sólo después de un silencio largo suspiró. Entonces dijo:

—Golondrinas.

Yo volví a decirle: «No hay nada más que una esta tarde.» Abraham seguía detrás de los espinos, pero nada se sabía de él. Estaba silencioso y concentrado, pero su quietud no era estática. Era una inmovilidad desesperada e impetuosa. Después de un momento, dijo:

—¿Una sola? Aaah, sí. Claro, claro.

Ahora yo no dije nada. Fue él quien empezó a moverse detrás de los espinos. Sentado en las hojas, yo sentí donde él estaba el ruido de otras hojas muertas bajo sus pies. Después volvió a quedar silencioso, como si se hubiera ido. Luego respiró profundamente y preguntó:

—¿Qué es lo que dices?

Yo volví a decirle: «Que esta tarde sólo hay una golondrina.» Y mientras lo decía, veía el ala curvada, trazando círculos en el cielo de un í azul increíble. «Está volando alto», dije.» Abraham respondió en el acto:

—Ah, sí, claro. Entonces debe ser por eso.

Salió de detrás de los espinos, abotonándose los pantalones. Miró hacia arriba, hacia donde la golondrina seguía trazando círculos, y todavía sin mirarme dijo:

—¿Qué es lo que me decías ahora rato de las golondrinas? Esto nos retrasó. Cuando llegamos estaban encendidas las luces del pueblo. Yo entré corriendo a la casa y tropecé en el corredor con las mujeres gordas y ciegas, con las mellizas de San Jerónimo que todos los martes van a cantar para mi abuelo, desde antes de mi nacimiento, según ha dicho mi madre.

Toda la noche estuve pensando en que hoy volveríamos a salir de la escuela y que iríamos al río, pero no con Gilberto y Tobías. Quiero ir solo con Abraham, para verle el brillo del vientre cuando se zambulle y vuelve a surgir como un pez metálico. Toda la noche he deseado regresar con él, solo por la oscuridad del túnel verde, para rozarle el muslo cuando caminemos. Siempre que lo hago siento como si alguien me mordiera con unos mordiscos suaves, que me erizan la piel.

Si este hombre que ha salido a conversar con mi abuelo en la otra habitación regresa dentro de poco tiempo, tal vez podamos estar en la casa antes de las cuatro. Entonces me iré al río con Abraham.

Se quedó a vivir en nuestra casa. Ocupó uno de los cuartos del corredor, el que da a la calle, porque yo lo creí conveniente; porque sabía que un hombre de su carácter no encontraría la manera de acomodarse en el hotelito del pueblo. Puso un aviso en la puerta (hasta hace pocos años, cuando blanquearon la casa, todavía estaba en su lugar, escrito a lápiz por él mismo en letra cursiva) y a la semana siguiente fue necesario llevar nuevas sillas para atender las exigencias de una numerosa clientela.

Después de que me entregó la carta del coronel Aureliano Buendía, nuestra conversación en la oficina se prolongó de tal manera que Adelaida no dudó de que se trataba de un funcionario militar en importante misión y dispuso la mesa como para una fiesta. Hablamos del coronel Buendía, de su hija sietemesina y del primogénito atolondrado. No había corrido un trecho largo en la conversación cuando me di cuenta de que aquel hombre conocía bien al Intendente General y que lo estimaba en grado suficiente como para corresponder a su confianza. Cuando Meme vino a decirnos que la . mesa estaba servida, yo pensé que mi esposa había improvisado algunas cosas para atender al recién llegado. Pero estaba muy distante de la improvisación aquella mesa espléndida, servida en mantel nuevo, en la loza china destinada exclusivamente a las cenas familiares de la Navidad y el Año Nuevo.

Adelaida estaba solemnemente estirada en un extremo de la mesa, vestida con el traje de terciopelo, cerrado hasta el cuello, el que usó antes de nuestro matrimonio para atender a los compromisos de su familia en la ciudad. Adelaida tenía hábitos más refinados que los nuestros, cierta experiencia social que desde nuestro matrimonio empezó a influir en las costumbres de mi casa. Se había puesto el medallón familiar, el que lucía en momentos de excepcional importancia, y toda ella, como la mesa, como los muebles, como el aire que se respiraba en el comedor, producía una severa sensación de compostura y limpieza. Cuando llegamos al salón, él mismo, que siempre fue tan descuidado en el vestir y en los modales, debió sentirse avergonzado y fuera de ambiente, porque revisó el botón del cuello, como si hubiera tenido corbata, y una ligera turbación se advirtió en su andar despreocupado y fuerte. Nada recuerdo con tanta precisión como ese instante en que irrumpimos en el comedor y yo mismo me sentí vestido con demasiada domesticidad para una mesa como la preparada por Adelaida.

En los platos había carne de res y de montería. Todo igual, por otra parte, a nuestras comidas corrientes de aquel tiempo; pero su presentación en la loza nueva, entre los candelabros pulidos recientemente, era espectacular y diferente a lo acostumbrado. A pesar de que mi esposa sabía que se recibiría a un solo visitante, puso los ocho servicios, y la botella de vino, en el centro, era una exagerada manifestación de la diligencia con que había preparado el homenaje para el hombre que ella, desde el primer momento, confundió con un .distinguido funcionario militar. Nunca vi en mi casa un ambiente más recargado de irrealidad.

La indumentaria de Adelaida habría podido resultar ridícula de no ser por sus manos (eran hermosas, en realidad; y blancas en demasía) que equilibraban con su distinción real lo mucho de falso y arreglado que tenía su aspecto. Fue cuando él revisó el botón de la camisa y vaciló, cuando yo me anticipé a decir: «Mi esposa en segundas nupcias, doctor.» Una nube oscureció el rostro de Adelaida y lo volvió diferente y sombrío. Ella no se movió de donde estaba, con la mano extendida, sonriendo, pero ya con el aire de ceremonioso estiramiento que tenía cuando irrumpimos en el comedor.

El recién llegado golpeó las botas, como un militar, se tocó la sien con la punta de los dedos extendidos, y caminó después hacia donde ella estaba.

—Sí, señora —dijo. Pero no pronunció ningún nombre.

Sólo cuando lo vi estrechar la mano de Adelaida con una sacudida torpe, caí en cuenta de la vulgaridad y la ordinariez de su comportamiento.

Se sentó al otro extremo de la mesa, entre la cristalería nueva, entre los candelabros. Su presencia desarreglada resaltaba como una mancha de sopa en el mantel.

Adelaida sirvió el vino. Su emoción del principio se había transformado en una nerviosidad pasiva que parecía decir: Está bien, todo se hará como estaba previsto, pero me debes una explicación. Y fue después de que ella sirvió el vino y se sentó en el otro extremo de la mesa, mientras Meme se disponía a servir los platos, cuando él se echó hacia atrás en el asiento, apoyó las manos en el mantel y dijo, sonriendo:

—Mire, señorita, ponga a hervir un poco de hierba y tráigame eso como si fuera sopa.

Meme no se movió. Trató de reír, pero no acabó de hacerlo, sino que se volvió hacia Adelaida. Entonces ella, sonriendo también, pero visiblemente desconcertada, le preguntó: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante:

—Hierba común, señora; de esa que comen los burros.

5

Hay un minuto en que se agota la siesta. Hasta la secreta, recóndita, minúscula actividad de los insectos cesa en ese instante preciso; el curso de la naturaleza se detiene; la creación tambalea al borde del caos y las mujeres se incorporan, babeando, con la flor de la almohada bordada en la mejilla, sofocadas por la temperatura y el rencor; y piensan: «Todavía es miércoles en Macondo.» Y entonces vuelven a acurrucarse en el rincón, empalman el sueño con la realidad, y se ponen de acuerdo para tejer el cuchicheo como si fuera una inmensa sábana de hilo elaborada en común por todas las mujeres del pueblo.

Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde, y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. Nadie impedirá la ceremonia. Esperé que el alcalde fuera inflexible en su determinación de oponerse a ella y que pudiéramos retornar a la casa; el niño a la escuela y mi padre a sus zuecos, a su aguamanil debajo de la cabeza chorreando de agua fresca y al lado izquierdo de su jarro con limonada .helada. Pero ahora es diferente. Mi padre ha sido otra vez lo suficientemente persuasivo para imponer su punto de j vista por encima de lo que yo creí al principio una irrevocable determinación del alcalde. Afuera está el pueblo en ebullición, entregado a la labor de un largo, uniforme y despiadado cuchicheo; y la calle limpia, sin una sombra en el polvo limpio y virgen desde que el último viento barrió la huella del último buey, Y es un pueblo sin nadie, con las casas cerradas en cuyos cuartos no se oye nada más que el sordo hervidero de las palabras pronunciadas de mal corazón. Y en el cuarto el niño sentado, tieso, mirándose los zapatos; tiene un ojo para la lámpara y otro para los periódicos y otro para los zapatos y finalmente dos para el ahorcado, para su lengua mordida, para sus vidriosos ojos de perro ahora sin codicia; de perro sin apetitos, muerto. El niño lo mira, piensa en el ahorcado que está puesto de largo debajo de las tablas; hace un ademán triste y entonces todo se transforma: sale un taburete a la puerta de la peluquería y detrás el altarcillo con el espejo, los polvos y el agua de olor. La mano se vuelve pecosa y grande, deja de ser la mano de mi hijo, se transforma en una mano grande y diestra que fríamente, con calculada parsimonia, empieza a amolar la navaja mientras el oído oye el zumbido metálico de la hoja templada, y la cabeza piensa: «Hoy vendrán más temprano, porque es miércoles en Macondo.» Y entonces llegan, se recuestan en los asientos a la sombra y contra la frescura del quicio, torvos, estrábicos, cruzadas las piernas, las manos entrelazadas sobre las rodillas, mordiendo los cabos de tabaco; mirando, hablando de lo mismo, viendo, frente a ellos, la ventana cerrada, la casa silenciosa con la señora Rebeca por dentro. Ella también olvidó algo: olvidó desconectar el ventilador y transita por los cuartos de ventanas alambradas, nerviosa, exaltada, revolviendo los cachivaches de su estéril y atormentada viudez, para estar convencida hasta con el sentido del tacto de que no habrá muerto antes de que llegue la hora del entierro. Ella está abriendo y cerrando las puertas de sus cuartos, aguardando a que el reloj patriarcal se incorpore de la siesta y le agasaje los sentidos con la campanada de las tres. Todo esto, mientras concluye el ademán del niño y vuelve a ponerse duro, recto, sin demorar siquiera la mitad del tiempo que una mujer necesita para la última puntada en la máquina y levantar la cabeza llena de rizadores. Antes de que el niño vuelva a quedarse recto, pensativo, la mujer ha rodado la máquina hasta el ángulo del corredor y los hombres han mordido dos veces los tabacos, mientras observan una ida y vuelta completa de la navaja en la penca; y Águeda, la tullida, hace un último esfuerzo por despegar las muertas rodillas; y la señora Rebeca da una nueva vuelta a la cerradura y piensa: «Miércoles en Macondo. Buen día para enterrar al diablo.» Pero entonces el niño vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva algo, puede saberse que el tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable y helado detrás de su lengua mordida. Por eso no transcurre el tiempo para el ahorcado: porque aunque la mano del niño se mueva, él no lo sabe. Y mientras el muerto lo ignora (porque el niño continúa moviendo la mano) Águeda debe de haber corrido una nueva cuenta en el rosario; la señora Rebeca, tendida en la silla plegadiza, está perpleja, viendo que el reloj permanece fijo al borde del minuto inminente, y Águeda ha tenido tiempo (aunque en el reloj de la señora Rebeca no haya transcurrido el segundo) de pasar una nueva cuenta en el rosario y pensar: «Esto haría si pudiera ir hasta donde el padre Ángel.» Luego la mano del niño desciende y la navaja aprovecha el movimiento en la penca y uno de los hombres, sentado en la frescura del quicio, dice: «Deben ser como las tres y media, ¿no es cierto?» Entonces la mano se detiene. Otra vez el reloj muerto a la orilla del minuto siguiente, otra vez la navaja detenida en el espacio de su propio acero; y Águeda esperando aún el nuevo movimiento de la mano para estirar las piernas e irrumpir en la sacristía, con los brazos abiertos, otra vez las rodillas dinámicas, diciendo: «Padre, padre.» Y el padre Ángel postrado en la quietud del niño, pasando la lengua por los labios para sentir el viscoso sabor de la pesadilla de albóndiga, viendo a Águeda, diría entonces: «Esto debe ser un milagro, sin duda», y luego, revolcándose otra vez en el sopor de la siesta, gimoteando en la modorra sudorosa y babeante: «De todos modos, Águeda, éstas no son horas para decirles misa a las ánimas del purgatorio.» Pero el nuevo movimiento se frustra, mi padre entra a la habitación y los dos tiempos se reconcilian; las dos mitades ajustan, se consolidan, y el reloj de la señora Rebeca cae en la cuenta de que ha estado confundido entre la parsimonia del niño y la impaciencia de la viuda, y entonces bosteza, ofuscado, se zambulle en la prodigiosa quietud del momento, y sale después chorreante de tiempo líquido, de tiempo exacto y rectificado, y se inclina hacia adelante y dice con ceremoniosa dignidad: «Son las dos y cuarenta y siete minutos, exactamente.» Y mi padre, que sin saberlo ha roto la parálisis del instante, dice: «Está en las nebulosas, hija.» Y yo digo:

«¿Cree usted que pueda pasar algo?» Y él, sudoroso, sonriente: «Por lo menos, estoy seguro de que en muchas casas se quemará el arroz y se derramará la leche.»

Ahora el ataúd está cerrado, pero yo recuerdo la cara del muerto. La he retenido con tanta precisión que si miro hacia la pared veo los ojos abiertos, las mejillas estiradas y grises como la tierra húmeda, la lengua mordida a un lado de la boca. Esto me produce una ardorosa sensación de intranquilidad. Tal vez el pantalón no deje de apretarme nunca a un lado de la pierna.

Mi abuelo se ha sentado junto a mi madre. Cuando regresó del cuarto vecino rodó la silla y ahora permanece aquí, sentado junto a ella, sin decir nada, la barba apoyada en el bastón y estirada hacia adelante la pierna coja. Mi abuelo espera. Mi madre, como él, espera. Los hombres que han dejado de fumar en la cama y permanecen quietos, ordenados, sin mirar el ataúd, ellos también esperan.

Si me vendaran los ojos, si me cogieran de la mano y me dieran veinte vueltas por el pueblo y me volvieran a traer a este cuarto, lo reconocería por el olor. No olvidaré nunca que esta pieza huele a desperdicios, a baúles amontonados, con todo y que sólo he visto un baúl en el que podríamos escondernos Abraham y yo y . aún sobraría espacio para Tobías. Yo conozco los cuartos por el olor.

El año pasado Ada me había sentado en sus piernas. Yo tenía los ojos cerrados y la veía a través de las pestañas. La veía oscura, como si no fuera una mujer sino apenas un rostro que me miraba y se mecía y balaba como la oveja. Estaba quedándome verdaderamente dormido cuando sentí el olor.

No hay en la casa un olor que yo no reconozca. Cuando me dejan solo en el corredor, cierro los ojos, estiro los brazos y camino. Pienso: «Cuando sienta un olor a ron alcanforado, estaré en la pieza de mi abuela.» Sigo caminando con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Pienso:

«Ahora pasé por el cuarto de mi madre porque huele a barajas nuevas. Después olerá a alquitrán y a bolitas de naftalina.» Sigo caminando y siento el olor a barajas nuevas en el preciso instante en que oigo la voz de mi madre, cantando en el cuarto. Entonces siento el olor a alquitrán y a bolitas de naftalina. Pienso: «Ahora seguirá oliendo a bolitas de naftalina.

Entonces doblaré hacia la izquierda del olor y sentiré el otro olor a género blanco y ; ventana cerrada. Allí me detendré.» Luego, cuando camino tres pasos, siento el olor nuevo y me quedo quieto, con los ojos cerrados y los brazos extendidos y oigo la voz de Ada, gritando: «Niño. Ya estás caminando con los ojos cerrados.»

Esa noche, cuando empezaba a dormirme, sentí un olor que no existe en ninguno de los cuartos de la casa. Era un olor fuerte y tibio como si hubieran puesto a remecer un jazminero.

Abrí los ojos, olfateando el aire grueso y cargado; Dije: «¿Lo sientes?» Ada estaba mirándome, pero cuando le hablé cerró los ojos y miró hacia el otro lado. Yo volví a decirle: «¿Lo sientes? Parece como si hubiera jazmines en alguna parte.» Entonces ella dijo:

—Es el olor de los jazmines que estuvieron hasta hace nueve años contra el muro.

Yo me senté en sus piernas. «Pero ahora no hay jazmines», dije. Y ella dijo: «Ahora no. Pero hace nueve años, cuando tú naciste, había una mata de jazmines contra la pared del patio. De noche hacía calor y olía lo mismo que ahora.»

Yo me recliné en su hombro. Le miraba la boca mientras hablaba. «Pero eso fue antes de que naciera», dije. Y ella dijo: «Fue que en ese tiempo hubo un gran invierno y fue necesario limpiar el jardín.» El olor seguía allí, tibio, casi palpable, meneando los otros olores de la noche. Yo le dije a Ada: «Quiero que me digas eso.» Y ella guardó silencio un instante, miró después hacia el muro blanco de cal con luna y dijo:

—Cuando estés grande, sabrás que el jazmín es una flor que sale.

Yo no entendí, pero sentí un extraño estremecimiento, como si me hubiera tocado una persona. Dije: «Bueno»; y ella dijo: «Con los jazmines sucede lo mismo que con las personas, que salen a vagar de noche después de muertas.»

Yo me quedé recostado contra su hombro, sin decir nada. Estaba pensando en otras cosas, en el asiento de la cocina en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos cuando llueve.

Yo sabía desde entonces que en la cocina hay un muerto que todas las noches se sienta, sin quitarse el sombrero, a contemplar las cenizas del fogón apagado. Al cabo de un instante, dije:

«Eso debe ser como el muerto que se sienta en la cocina.» Ada me miró, abrió los ojos y dijo:

«¿Cuál muerto?» Y yo le dije: «El que todas las noches está en el asiento donde mi abuelo pone a secar los zapatos.» Y ella dijo: «Allí no hay ningún muerto. El asiento está junto al fogón porque ya no sirve para otra cosa, que para secar zapatos.»

Eso fue el año pasado. Ahora es distinto, ahora he visto un cadáver y me basta con cerrar los ojos para seguir viéndolo adentro, en la oscuridad de los ojos: Voy a decir a mi madre, pero ella ha empezado a conversar con mi abuelo. «¿Cree usted que pueda pasar algo?», dice. Y mi abuelo, levantando la barba del bastón, moviendo la cabeza: «Por lo menos estoy seguro de que en muchas casas se quemará el arroz y se derramará la leche.»

6

Al principio dormía hasta las siete. Se le veía aparecer en la cocina, con la camisa sin cuello y retoñada hasta arriba, enrolladas hasta los codos de las mangas arrugadas y sucias, los escuálidos pantalones a la altura del pecho y el cinturón amarrado por fuera, mucho más abajo que la pretina. Se tenía la impresión de que los pantalones iban a resbalar, a caer, por falta de un cuerpo sólido en que sostenerse. No había enflaquecido, pero en su rostro se advertía no ya el gesto militar y altanero del primer año, sino la expresión abúlica y fatigada del hombre que no sabe qué será de su vida un minuto después, ni tiene el menor interés en averiguarlo. Tomaba su café negro, a las siete pasadas, y regresaba después al cuarto, repartiendo al regreso sus inexpresivos buenos días. Llevaba cuatro años de vivir en nuestra casa y estaba acreditado en Macondo como un profesional serio, a pesar de que su carácter brusco y sus maneras desordenadas crearon en torno a él una atmósfera más parecida al temor que al respeto.

Fue el único médico en el pueblo hasta cuando llegó la compañía bananera y se hicieron los trabajos del ferrocarril. Entonces empezaron a sobrar sillas en el cuartito. La gente que lo visitó durante los primeras cuatro años de su estada en Macondo, empezó, a desviarse después de que la compañía organizó el servicio médico para sus trabajadores. Él debió ver los nuevos rumbos trazados por la hojarasca, pero no dijo nada. Siguió abriendo la puerta de la calle, sentándose en su asiento de cuero, durante todo el día, hasta cuando pasaron muchos sin que volviera un enfermo. Entonces echó el cerrojo a la puerta, compró una hamaca y se encerró en el cuarto.

Meme adquirió para esa época la costumbre de llevarle un desayuno compuesto de plátanos y naranjas. Comía las frutas y tiraba las cáscaras al rincón, de donde la guajira las sacaba los sábados, cuando hacía la limpieza del dormitorio. Pero por la manera como procedía, cualquiera hubiera sospechado que a él le importaba muy poco si un sábado hubiera dejado de hacer la limpieza y el cuarto se hubiera convertido en un muladar.

Ahora no hacía absolutamente nada. Se pasaba las horas en la hamaca, meciéndose. A través de la puerta entreabierta se le vislumbraba en la oscuridad, y su rostro seco e inexpresivo, su cabello revuelto, la vitalidad enfermiza de sus duros ojos amarillos, le daban el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado ¿ sentirse derrotado por las circunstancias.

Durante los primeros años de su permanencia en nuestra casa, Adelaida se mostró en apa- riencia indiferente o en apariencia conforme realmente de acuerdo con mi voluntad de que permaneciera en la casa. Pero cuando cerró el consultorio y sólo abandonaba el cuarto a las horas de las comidas, a sentarse en la mesa con la misma apatía silenciosa y dolorida de siempre, mi esposa rompió los diques de su tolerancia. Me dijo: «Es una herejía seguirlo sosteniendo. Es como si estuviéramos alimentando al demonio.» Y yo, siempre inclinado hacia él por un complejo sentimiento de piedad, admiración y lástima (pues aunque yo quiera desfigurarlo ahora, había mucho de lástima en aquel sentimiento), insistía: «Hay que soportarlo. Es un hombre sin nadie en el mundo y necesita que se le comprenda.»

Poco después el ferrocarril empezó a prestar servicios. Macondo era un pueblo próspero, lleno de caras nuevas, con un salón de cine y numerosos lugares de diversiones. Entonces hubo trabajo para todo el mundo, menos para el. Siguió encerrado, esquivo, hasta la mañana en que intempestivamente se hizo presente en el comedor a la hora del desayuno y habló con espontaneidad y hasta con entusiasmo de las magnificas perspectivas del pueblo. Esa mañana oí la palabra por primera vez. Él la dijo: «Todo esto pasará cuando nos acostumbremos a la hojarasca.»

Meses más tarde se le vio salir a la calle con frecuencia, antes del atardecer. Permanecía sentado en la peluquería hasta las últimas horas del día e intervenía en las tertulias que se formaban a la puerta, junto al tocador portátil, junto al taburete alto que el peluquero sacaba a la calle para que su clientela disfrutara del fresco al atardecer.

Los médicos de la compañía no se conformaron con privarlo de hecho de sus medios de vida, sino que en 1907, cuando ya no había en Macondo un paciente que se acordara de él y cuando él mismo había desistido de esperarlo, alguno de los médicos de las bananeras sugirió a la alcaldía que exigiera a todos los profesionales del pueblo el registro de sus títulos. Él no debió de sentirse aludido, cuando apareció el edicto, un lunes, en las cuatro esquinas de la plaza. Fui yo quien le habló de la conveniencia de cumplir con ese requisito. Pero él, tranquilo, indiferente, se limitó a responder: «Yo no, coronel. No volveré a meterme en nada de eso.» Nunca he podido saber si realmente tenía sus títulos en regla. Ni siquiera supe si era francés como se suponía, ni si conservaba recuerdos de una familia que debió tener pero de la que nunca dijo una palabra. Algunas semanas después, cuando el alcalde y su secretario se hicieron presentes en mi casa para exigirle la presentación y el registro de su licencia, él se negó de manera rotunda a salir de la pieza. Ese día —después de cinco años de vivir en la misma casa, de comer en la misma mesa—, caí en la cuenta de que ni siquiera conocíamos su nombre. No se habría necesitado tener diecisiete años como los tenía yo entonces, para observar.—desde cuando vi a Meme emperifollada en la iglesia, y después, cuando hablé con ella en el botiquín— que en nuestra casa el cuartito de la calle estaba clausurado. Más tarde supe que mi madrastra había puesto el candado y se oponía a que fueran tocadas las cosas que quedaban adentro: la cama que el doctor usó hasta cuando compró la hamaca; la mesita de los medicamentos y de la cual no trajo a la esquina el dinero acumulado durante sus mejores años (que debió ser mucho porque nunca tuvo gastos en la casa y alcanzó para que Meme abriera el botiquín) y además, entre un montón de desperdicios y los viejos periódicos escritos en su idioma, el aguamanil y algunas prendas personales inservibles. Parecía como si todas esas cosas estuvieran contaminadas de lo que mi madrastra consideraba una condición maléfica, completamente diabólica.

Yo debí advertir la clausura del cuartito en octubre o noviembre (tres años después que Meme y él abandonaran la casa), porque a principios del año siguiente había empezado a hacerme ilusiones acerca del establecimiento de Martín en esa habitación. Yo deseaba vivir en ella después de mi matrimonio; la rondaba; en la conversación con mi madrastra llegaba hasta sugerir que era ya hora de que se abriera el candado y se levantara la inadmisible cuarentena impuesta a uno de los lugares más íntimos y amables de la casa. Pero antes de que empezáramos a coser mi vestido de novia, nadie me habló directamente del doctor, y menos del cuartito que seguía siendo como algo suyo, como un fragmento de su personalidad que no podía ser desvinculado de nuestra casa mientras viviera en ella alguien que pudiera recordarlo. Yo iba a contraer matrimonio antes de un año. No sé si fueron las circunstancias en que se desenvolvió mi vida durante la infancia y la adolescencia lo que me daba en este tiempo una noción imprecisa de los hechos y las cosas. Pero lo cierto es que en esos meses en que se adelantaban los preparativos de mis bodas, aún ignoraba yo el secreto de muchas cosas. Un año -antes de casarme con él, yo recordaba a Martín a través de una vaga atmósfera de irrealidad. Tal vez por eso deseaba tenerlo cerca, en el cuartito, para convencerme de que se trataba de un hombre concreto y no de un novio conocido en el sueño. Pero yo no me sentía con fuerzas para hablar a mi madrastra de mis proyectos. Lo natural habría sido decir: «Voy a quitar el candado. Voy a poner la mesa junto a la ventana y la cama contra la pared de adentro. Voy a poner una maceta de claveles en la repisa y un ramo de sábila en el dintel.» Pero a mi cobardía, a mi absoluta falta de decisión, se agregaba la nebulosidad de mi prometido. Lo recordaba como una figura vaga, inasible, cuyos únicos elementos concretos parecían ser el bigote brillante, la cabeza un poco ladeada hacia la izquierda y el eterno saco de cuatro botones.

Él había estado en nuestra casa a fines de julio. Se pasaba el día entre nosotros y conversaba en la oficina con mi padre, dándole vueltas un misterioso negocio del que nunca logré enterarme. De tarde Martín y yo íbamos con mi madrastra a las plantaciones. Pero cuando lo veía regresar en la claridad malva del crepúsculo, cuando estaba más cerca de mí, caminando junto a mi hombro, entonces era más abstracto e irreal. Yo sabía que nunca sería rapaz de imaginarlo humano, o de encontrar en él la solidez indispensable para que su recuerdo me diera valor, me fortaleciera en el momento de decir: «Voy a arreglar el cuarto para Martín.» Hasta la idea de que iba a casarme con él me resultaba inverosímil un año antes de la boda.

Lo había conocido en febrero, en el velorio del niño de Paloquemado. Varias muchachas cantábamos y batíamos palmas procurando agotar hasta el exceso la única diversión que se nos permitía. En Macondo había un salón de cine, a un gramófono público y otros lugares de diversión, pero mi padre y mi madrastra se oponían a que disfrutáramos de ellos las muchachas de mi edad. «Son diversiones para la hojarasca», decían.

En febrero hacía calor al mediodía. Mi madrastra y yo nos sentábamos en el corredor, a pespuntar en género blanco, mientras mi padre hacia la siesta. Cosíamos hasta cuando él pasaba arrastrando los zuecos e iba a mojarse la cabeza en el aguamanil. Pero de noche febrero era fresco y profundo y en todo el pueblo se oían las voces de las mujeres cantando en los velorios de los niños.

La noche en que fuimos al velorio del niño de Paloquemado, debía oírse mejor que nunca la voz de Meme Orozco. Ella era flaca, desgarbada y dura como una escoba, pero sabía llevar la voz mejor que nadie. Y en la primera pausa Genoveva García dijo: «Afuera está sentado un forastero.» Creo que todas dejamos de cantar, menos Remedios Orozco. «Imagínate que ha venido con saco», dijo Genoveva García. «Ha estado hablando toda la noche y los otros le escuchan sin decir esta boca es mía. Tiene puesto un saco de cuatro botones y cruza la pierna y muestra medias con ligas y botas con ojetes.» Todavía Meme Orozco no había dejado de cantar, cuando nosotras batimos palmas y dijimos: «Vamos a casarnos con él.»

Después, cuando yo lo recordaba en la casa, no encontraba ninguna correspondencia entre esas palabras y la realidad. Recordaba como si hubieran sido dichas por un grupo de mujeres imaginarias que batían palmas y cantaban en la casa donde había muerto un niño irreal. Otras mujeres fumaban a nuestro lado. Estaban serias, vigilantes, estirados hacia nosotros los largos cuellos de gallinazos. Detrás, contra la frescura del quicio, otra mujer, envuelta hasta la cabeza en un pañolón negro, aguardaba a que hirviera el café. De pronto una voz masculina se había incorporado a las nuestras. Al principio era desconcertada y sin dirección. Pero después fue vibrante y metálica, como si el hombre estuviera cantando en la iglesia. Veva García me había dado un codazo en las costillas. Entonces yo levanté la vista y lo vi por primera vez. Era joven y limpio, con el cuello duro y el saco abotonado en los cuatro ojales. Y estaba mirándome.

Yo oía hablar de su regreso en diciembre y pensaba que ningún lugar era más apropiado para él que el cuartito clausurado. Pero ya no lo concebía. Me decía a mí misma: «martín, martín, martín». Y el nombre examinado, saboreado, desmontado en sus piezas esenciales, perdía para mí toda su significación.

Al salir del velorio había movido una taza vacía frente a mí. Había dicho: «He leído su suerte en el café.» Yo iba hacia la puerta, entre las otras muchachas y oía la voz de él, honda, convincente, apacible: «Cuente siete estrellas y soñará conmigo.» Al pasar junto a la puerta vimos al niño de Paloquemado en la cajita, la cara cubierta con polvos de arroz, una rosa en la boca y los ojos abiertos con palillos. Febrero nos mandaba tibias bocanadas de su muerte y en el cuarto flotaba el vaho de los jazmines y las violetas tostadas por el calor. Pero en el silencio del muerto, la otra voz era constante y unica: «Recuérdelo bien. Nada más que siete estrellas.» En julio estaba en nuestra casa. Le gustaba recostarse contra los tiestos del pasamano. Decía:

«Recuerda que nunca te miraba a los ojos. Es el secreto del hombre que ha empezado a sentir miedo de enamorarse.» Y era verdad que no recordaba sus ojos. No habría podido decir en julio de qué color tenía las pupilas el hombre con quien iba a casarme en diciembre. Sin embargo, seis meses antes, febrero era apenas un profundo silencio al mediodía, una pareja de congorochos, macho y hembra, enroscada en el piso del baño; la pordiosera de las martes pidiendo una ramita de toronjil, y él, estirado, sonriente, con el saco abotonado hasta arriba, diciendo: «La voy a poner a pensar en mí a toda hora. Coloqué un retrato suyo detrás de la puerta y le clavé alfileres en los ojos.» Y Genoveva García, muerta de risa: «Son tonterías que aprenden los hombres con los guajiros.»

A fines de marzo estaría transitando por la casa. Pasaría largas horas en la oficina con mi padre, convenciéndolo de la importancia de algo que nunca pude descifrar. Ahora han transcurrido once años desde mi matrimonio; nueve desde cuando lo vi diciéndome adiós en la ventanilla del tren, haciéndome prometer que cuidaría muy bien del niño mientras él regresaba por nosotros. Habían de transcurrir éstos nueve años sin que se volviera a saber nada de él, sin que mi padre, que lo ayudó a adelantar los preparativos de ese viaje sin término, haya vuelto a decir una palabra en relación con su regreso. Pero ni siquiera en los tres años que duró nuestro matrimonio fue más concreto y palpable que lo fue en el velorio del niño de Paloquemado o ese domingo de marzo en que lo vi por segunda vez cuando Veva García y yo regresábamos de la iglesia. Él estaba parado en la puerta del hotel, solo, con las manos en los bolsillos laterales de su saco de cuatro botones. Dijo: «Ahora pensará en mí toda la vida porque ya el retrato dejó caer los alfileres.» Lo dijo con la voz tan apagada y tensa que parecía verdad. Pero aun esa verdad era diferente y extraña. Genoveva insistía: «Son porquerías de los guajiros.» Tres meses después ella se fugó con el director de una compañía de titiriteros, pero todavía ese domingo parecía muy escrupulosa y seria. Martín dijo: «Me tranquiliza saber que alguien me recordará en Macondo.» Y Genoveva García, mirándolo, con el rostro transformado por la exasperación, dijo: —¡ Mafarificafá! Se le va a pudrir encima ese saco de cuatro botones.

7

Aunque él hubiera esperado lo contrario, era un personaje extraño en el pueblo, apático a pesar de sus evidentes esfuerzos por parecer sociable y cordial. Vivía entre la gente de Macondo, pero distanciado de ella por el recuerdo de un pasado contra el cual parecía inútil cualquier tentativa de rectificación. Se le miraba curiosidad, como a un sombrío animal que había permanecido durante mucho tiempo en la sombra y reaparecía observando una conducta que el pueblo no podía considerar sino como superpuesta y por lo mismo sospechosa. Regresaba de la peluquería al anochecer y se encerraba en el cuarto. Desde hacía algún tiempo había suprimido la comida de la tarde y al principio se tuvo en la casa la impresión de que regresaba fatigado e iba directamente a la hamaca, a dormir hasta el día siguiente. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que yo cayera en la cuenta de que algo extraordinario le sucedía a sus noches. Se le oía moverse en el cuarto con una atormentada y enloquecedora insistencia, igual que si en esas noches lo recibiera en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos intransigentes; y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de liberarse de su propio hombre anterior. Yo lo oía dar vueltas en el cuarto hasta la madrugada, hasta cuando su propia fatiga agotaba la fuerza de su adversario invisible.

Sólo yo advertí la verdadera medida de su cambio, desde cuando dejó de usar las polainas y empezó a bañarse todos los días y a perfumar la ropa con agua de olor. Y pocos meses después su transformación había llegado al límite en que mi sentimiento hacia él dejó de ser una simple tolerancia comprensiva y se convirtió en compasión. No era su nuevo aspecto en la calle lo que me conmovía. Era el imaginarlo durante la noche encerrado en la habitación, raspando el barro de las botas, mojando el trapo en el aguamanil, untando el betún en los zapatos deteriorados por varios años de uso continuo. Me conmovía pensar en el cepillo y la cajita del betún guardados debajo de la estera, sustraídos a los ojos del mundo, como si fueran elementos de un vicio secreto y vergonzoso contraído a una edad en que la mayoría de los hombres se vuelven serenos y metódicos. Prácticamente estaba viviendo una tardía y estéril adolescencia y se esmeraba en el vestir como un adolescente, con la ropa alisada todas las noches con el canto de las manos, en frío, y sin ser lo suficientemente joven como para tener un amigo a quien comunicar sus ilusiones o sus desencantos.

También el pueblo debió de advertir su cambio pues poco tiempo después empezó a decir que estaba enamorado de la hija del peluquero. No sé si habría algún fundamento para decirlo, pero lo cierto es que ese chisme me hizo caer en la cuenta de su tremenda soledad sexual, de la furia biológica que debía atormentarlo en esos años de sordidez y abandono.

Todas las tardes se le veía pasar hacia la peluquería cada vez más esmerado en el vestir. La camisa de cuello postizo, los puños con gemelos dorados y el pantalón limpio y planchado, solo que todavía con el cinturón por fuera de las presillas. Parecía un novio aflictivamente arreglado, envuelto en el aura de las lociones baratas; el eterno novio frustrado, el amador crepuscular al que siempre haría falta el ramo de flores para la primera visita.

Así lo sorprendieron los primeros meses de 1909, sin que todavía existiera otro fundamento para los chismes del pueblo que el hecho de verlo sentado todas las tardes en la peluquería, conversando con los forasteros, pero sin que nadie hubiera podido asegurar que había visto siquiera una vez a la hija del peluquero. Yo descubrí la crueldad de esos chismes. En el pueblo no ignoraba nadie que la hija del peluquero permanecería soltera después de haber sufrido durante un año entero la persecución de un espíritu, un amante invisible que echaba puñados de tierra en sus alimentos y enturbiaba el agua de la tinaja y nublaba los espejos de la peluquería y la golpeaba hasta ponerle el rostro verde y desfigurado. Fueron inútiles los esfuer- zos de El Cachorro, los estolazos, la compleja terapéutica del agua bendita, las reliquias sa- gradas y los ensalmos administrados con dramática solicitud. Como recurso extremo, la mujer del peluquero encerró a la hija hechizada en el cuarto, regó puñados de arroz en la sala y la entregó al amador invisible en una luna de miel solitaria y muerta, después de la cual hasta los hombres de Macondo dijeron que la hija del peluquero había concebido.

No había transcurrido un año, cuando dejó de esperarse el monstruoso acontecimiento de su parto y la curiosidad popular se orientó en el sentido de que el doctor estaba enamorado de la hija del peluquero, a pesar de que todo el mundo tenía la convicción de que la hechizada se encerraría en el cuarto, a desmenuzarse en vida mucho antes de que sus posibles pretendientes se convirtieran en hombres casaderos.

Por eso sabía yo que más que una fundamentada suposición, aquél era un chisme cruel, malévolamente premeditado. A fines de 1909 él seguía asistiendo a la peluquería y la gente ha- blando, organizando la boda, sin que nadie hubiera podido decir que la muchacha salió alguna vez estando él presente, ni que tuvieron alguna oportunidad de dirigirse la palabra.

En un septiembre abrasante y muerto como éste, hace trece años, mi madrastra empezó a coser mi traje de novia. Todas las tardes, mientras mi padre hacía la siesta, nos sentábamos a coser junto a los tiestos de flores del pasamano, junto al ardiente fogoncillo del romero.

Septiembre ha sido así toda la vida, desde hace trece años y mucho más. Como mis bodas ha- bían de realizarse en ceremonia íntima (pues así lo había dispuesto mi padre), cosíamos con lentitud, con la cuidadosa minuciosidad de quien no tiene prisa y ha encontrado en su trabajo imperceptible la mejor medida para su tiempo. Entonces hablábamos. Yo seguía pensando en el cuartito de la calle, acumulando valor para decirle a mi madrastra que era el mejor sitio para acomodar a Martín. Y esa tarde lo dije.

Mi madrastra estaba cosiendo la larga cola de espumilla y parecía, a la luz cegadora de aquel septiembre intolerablemente claro y sonoro, como si estuviera sumergida hasta los hombros en una nube de ese mismo septiembre. «No», dijo mi madrastra. Y después, volviendo a su labor, sintiendo pasar por su frente ocho años de recuerdos amargos: «No permita Dios que alguien vuelva a entrar en ese aposento.»

Martín había vuelto en julio, pero no se había hospedado en la casa. Le gustaba recostarse contra los tiestos del pasamano y quedarse mirando hacia el otro lado. Le gustaba decir: «Me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» En las tardes salíamos con mi madrastra a las plantaciones. Regresábamos a la hora de la comida, antes de que se encendieran las luces del pueblo. Entonces me decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo de todos modos.» Y también eso, en la manera de decirlo, parecía verdad.

Para ese tiempo hacía cuatro años que el doctor había abandonado nuestra-casa. Y fue precisamente la tarde en que empezamos a coser el traje de novia —esa tarde sofocante en que le dije lo del cuartito para Martín— cuando mi madrastra me habló por primera vez de sus extrañas costumbres.

—Hace cinco años —dijo—, todavía estaba allí, encerrado como un animal. Porque no sólo era eso: un animal, sino algo más: un animal herbívoro, un rumiante como cualquier buey de yunta. Si se hubiera casado con la hija del peluquero, con la mosquita muerta que le hizo creer al pueblo esa gran mentira de que había concebido después de una turbia luna de miel con los espíritus, es posible que nada de esto hubiera sucedido. Pero’ dejó de ir a la peluquería intempestivamente y hasta mostró una transformación de última hora que no era sino un nuevo capítulo en la realización metódica de su plan espantoso. Sólo a tu papá pudo ocurrírsele que después de eso, siendo un hombre de tan bajas costumbres, debía permanecer en nuestra casa, viviendo como un animal, escandalizando el pueblo, dando motivos para que se hablara de nosotros como de quien está practicando un permanente desafío a la moral y las buenas costumbres. Lo que él estaba planeando, había de culminar con la mudanza de Meme. Pero ni siquiera reconoció tu padre las alarmantes proporciones de su error.

—No he oído nada de eso —dije. Las cigarras habían instalado un aserradero en el patio. Mi madrastra hablaba, sin dejar de coser, sin levantar la vista del tambor sobre el cual estaba grabando símbolos, bordando laberintos blancos. Decía: «Esa noche estábamos sentados a la mesa (todos menos él, porque desde la tarde en que regresó por última vez de la peluquería no hacía la comida de la tarde) cuando Meme vino a servirnos. Estaba demudada. «¿Qué te pasa, Meme?», le dije. «Nada, señora. ¿Por qué?» Pero nosotros sabíamos que no estaba bien, porque vacilaba junto a la lámpara y toda ella tenía un aspecto enfermizo. «Por Dios, Meme, que tú no estás bien», dije. Y ella se sostenía a medias, como le era posible, hasta cuando se dio vuelta hacia la cocina con la bandeja. Entonces tu padre, que la observaba durante todo el tiempo, le dijo: «Si no se siente bien, que se acueste.» Y ella no dijo nada. Siguió con la bandeja, de espaldas a nosotros, hasta cuando sentimos el estrépito de la loza haciéndose añicos. Meme estaba en el corredor, sosteniéndose en la pared con las uñas. Entonces fue cuando tu padre fue a buscarlo a ese aposento para que atendiera a Meme.»

En ocho años que llevaba de estar en nuestra casa —decía mi madrastra— nunca habíamos solicitado sus servicios para nada grave. Las mujeres fuimos al cuarto de Meme, la friccionamos con alcohol, y aguardamos a que volviera tu padre. Pero no vinieron, Isabel. No vino a ver a Meme a pesar de que el hombre que lo alimentó durante ocho años, le dio habitación y lavado de ropa, había ido a buscarlo personalmente. Cada vez que lo recuerdo pienso que su venida fue un castigo de Dios. Pienso que toda esa hierba que le dimos durante ocho años, todos esos cuidados, toda esa solicitud, fueron una prueba de Dios para darnos una lección de prudencia y desconfianza del mundo. Era como si hubiéramos cogido ocho años de hospedaje, de alimentos, de ropa limpia, y se lo hubiéramos echado a los cerdos. Meme se estaba muriendo (por lo menos eso creíamos nosotras) y él, allí mismo, seguía encerrado, negándose a cumplir con lo que ya no era una obra de caridad, sino de decencia, de agradecimiento, de simple consideración hacia sus protectores.

Sólo a la medianoche llegó tu padre, decía. Dijo flojamente: «Que le den fricciones de alcohol, pero que no la purguen.» Y yo sentí como si me hubiera abofeteado. Meme había reaccionado con nuestras fricciones. Enfurecida, grité: «Sí. Alcohol, eso es. Ya la friccionamos y está mejor. Pero para hacer eso no hemos tenido necesidad de vivir ocho años de gorra.» Y tu padre, todavía condescendiente, todavía con esa tontería conciliatoria: «No es nada serio. Algún día te darás cuenta de eso.» Como si el otro fuera adivino.

Esa tarde, por la vehemencia de su voz, por la exaltación de sus palabras, parecía como si mi madrastra estuviera viviendo de nuevo los episodios de aquella noche remota en que el doctor rehusó atender a Meme. El romero parecía sofocado por la cegadora claridad de septiembre, por el sopor de las cigarras, por el jadeo de los hombres que trataban de desmontar una puerta en el vecindario.

—Pero un domingo de ésos Meme fue a misa emperifollada como una señora de lo mejor — dijo. «Recuerdo como ahora que tenía una sombrilla de colores cambiantes.»

—Meme. Meme. Eso también fue un castigo de Dios. En eso de que la sacáramos de donde sus padres la estaban matando de hambre, la atendiéramos, le diéramos techo, alimentación y nombre, también intervino la mano de la Providencia. Cuando la vi en la puerta el día siguiente, esperando a que uno de los guajiros le llevara el baúl, ni yo misma sabía adonde iba. Estaba transformada y seria, allí mismo (me parece que la estuviera viendo), parada junto al baúl, hablando con tu padre. Todo se hizo sin consultarlo conmigo, Chabela; como si yo fuera un monicongo pintado en la pared. Antes de que yo pudiera preguntar qué estaba pasando, por qué estaban sucediendo cosas extrañas en mi propia casa sin que yo lo supiera, tu padre había venido a decirme: «No tienes nada que preguntarle a Meme. Ella se va pero tal vez vuelva dentro de algún tiempo.» Yo le pregunté para dónde iba y él no me respondió. Se fue arrastrando los zuecos, como si yo no fuera su esposa, sino cualquier monicongo pintado en la pared.

—Sólo dos días después —decía—, supe que el otro se. había ido en la madrugada y ni siquiera había tenido la decencia de despedirse. Había entrado como Pedro en su casa y ocho años después salía como Pedro de la suya, sin despedirse, sin decir nada. Ni más ni menos que como lo habría hecho un ladrón. Yo pensé que tu padre lo había despedido por haberse negado a atender a Meme. Pero cuando le hice la pregunta, ese mismo día, se limitó a responder: «Tú y yo tenemos que hablar largo de eso.» Y han transcurrido cinco años sin que haya vuelto a tocarme el punto.

—Sólo con tu padre y en una casa desordenada como ésta, en la que cada cual hace las cosas por su cuenta, podía suceder una cosa así. En Macondo no se hablaba de nada distinto, cuando yo ignoraba todavía que Meme se había presentado a la iglesia, adornada como una cualquiera elevada a la categoría de señora, y que j tu padre había tenido el descaro de sacarla de brazo por la plaza. Entonces fue cuando supe que no estaba tan lejos como yo creía, sino que vivía en la casa de la esquina con el doctor. Se habían ido a vivir juntos, como dos cerdos, sin pasar siquiera por la puerta de la iglesia, a pesar de que ella era mujer bautizada. Un día le dije a tu padre: «También esta herejía la castigará Dios.» Y él no dijo nada. Seguía siendo el mismo hombre tranquilo de siempre, después de haber patrocinado el concubinato público y el escándalo.

Sin embargo, ahora estoy complacida de que las cosas hubieran sucedido de ese modo, a cambio de que el doctor abandonara nuestra casa. Si aquello no hubiera ocurrido, todavía estaría en el cuartito. Pero cuando supe que lo había abandonado y que se llevaba a la esquina sus porquerías y ese baúl que no cabía por la puerta de la calle, me sentí más tranquila. Ése era mi triunfo, aplazado ocho años.

Dos semanas después Meme había abierto la tienda y hasta tenía máquina de coser. Había comprado una Domestic nueva con el dinero que él acumuló en esta casa. Yo consideraba eso como una afrenta y así se lo dije a tu padre. Pero aunque él no respondía a mis protestas, se observaba que más que arrepentido estaba satisfecho de su obra, como si hubiera salvado su alma oponiendo a las conveniencias y la honra de esta casa su proverbial tolerancia, su comprensión, su liberalidad. Y hasta un poco de insensatez. Le dije: «Has echado a los cerdos lo mejor de tus creencias.» Y él, como siempre:

—También de eso te darás cuenta algún día.

8

Diciembre llegó como una primavera imprevista, como descrito en un libro. Y con él llegó Martín. Apareció en la casa después del almuerzo con una maleta plegable, todavía con el saco de cuatro botones, ahora limpio y recién aplanchado. Nada me dijo, porque fue directamente a la oficina de mi padre, a conversar con él. La fecha de la boda había sido fijada desde julio. Pero a los dos días de la llegada de Martín en diciembre, mi padre llamó a mi madrastra a la oficina para decirle que la boda debía realizarse el lunes. Era sábado.

Mi traje estaba concluido. Martín había estado en la casa todos los días, hablaba con mi padre y éste nos comunicaba sus impresiones a la hora de las comidas. Yo no conocía a mi novio. No había estado sola con él en ningún momento. Sin embargo, Martín parecía vinculado a mi padre por una entrañable y sólida amistad y éste hablaba de aquél, como si fuera él y no yo quien iba a casarse con Martín.

Yo no sentía ninguna emoción ante la cercanía de mi boda. Seguía envuelta en esa nebulosa gris a través de la cual Martín venía, derecho y abstracto, moviendo los brazos al hablar, abotonando y desabotonando su saco de cuatro botones. El domingo almorzó con nosotros’. Mi madrastra dispuso los puestos en la mesa de manera que Martín quedara junto a mi padre, separado tres puestos del mío. En el almuerzo mi madrastra y yo nos dirigimos muy pocas palabras. Mi padre y Martín conversaban sobre sus negocios; y yo, sentada tres puestos más allá, veía al hombre que un año después sería el padre de mi hijo y a quien no me vinculaba ni siquiera una amistad superficial.

En la noche del domingo me puse el traje de novia en la alcoba de mi madrastra. Me veía pálida y limpia frente al espejo, envuelta en la nube de polvorienta espumilla que me recordaba al fantasma de mi madre. Me decía frente al espejo: «Ésa soy yo, Isabel. Estoy vestida de novia, para casarme por la madrugada.» Y me desconocía a mí misma; me sentía desdoblada en el recuerdo de mi madre muerta. Meme me había hablado de ella, en esta esquina, pocos días antes. Me dijo que después de mi nacimiento, mi madre fue vestida con sus prendas nupciales y colocada en el ataúd. Y ahora, viéndome en el espejo, yo veía los huesos de mi madre cubiertos por el verdín sepulcral, entre un montón de espuma rota y un apelmazamiento de polvo amarillo. Yo estaba fuera del espejo. Adentro estaba mi madre, viva otra vez, mirándome, extendiendo los brazos desde su espacio helado, tratando de tocar .la muerte que prendía los primeros alfileres de mi corona de novia. Y detrás, en el centro de la alcoba, mi padre serio, perplejo: «Ahora está exacta a ella, con ese traje.»

Esa noche recibí la primera, la última y la única carta de amor. Un mensaje de Martín escrito a lápiz en el revés del programa de cine. Decía: «Como me será imposible llegar a tiempo esta noche, me confesaré por la madrugada. Dígale al coronel que lo hablado está casi conseguido, que por eso no puedo ir ahora. ¿Muy asustada? Ai.» Con el harinoso sabor de esta carta me fui a la alcoba y todavía estaba amargo mi paladar cuando desperté, pocas horas después, sacudida por mi madrastra.

Pero en realidad transcurrieron muchas horas antes de que despertara por completo. Yo me sentía otra vez con, el traje de novia en una madrugada fresca y húmeda, olorosa a almizcle. Sentía la sequedad en la boca, como cuando se va de viaje y la saliva se resiste a humedecer el pan. Los padrinos estaban en la sala desde las cuatro. Yo los conocía a todos, pero ahora los veía transformados y nuevos, los hombres vestidos de paño y las mujeres hablando, con los sombreros puestos, llenando la casa con el vapor denso y enervante de sus palabras.

La iglesia estaba vacía. Algunas mujeres se volvieron a mirarme cuando atravesé la nave central como un mancebo sagrado hacia la piedra de los sacrificios. El Cachorro, flaco y digno, la única persona que tenía contornos de realidad en aquella turbulenta y silenciosa pesadilla, descendió por las gradas y me entregó a Martín con cuatro movimientos de sus manos escuálidas. Martín estaba a mi lado, tranquilo y sonriente, como lo vi en el velorio del niño de Paloquemado, pero ahora con el cabello corto, como para demostrarme que el mismo día de la boda se había esmerado en ser todavía más abstracto de lo que ya lo era naturalmente en los días ordinarios.

Esa madrugada, ya de regreso a casa, después de que los padrinos tomaron el desayuno y re- partieron las frases habituales, mi esposo salió a la calle y no regresó hasta después de la siesta. Mi padre y mi madrastra aparentaron no darse cuenta de mi situación. Dejaron transcurrir el día sin alterar el orden de las cosas, de manera que nada permitiera sentir el soplo extraordinario de aquel lunes. Me deshice del traje de novia, hice con él un envoltorio y lo guardé en el fondo del ropero acordándome de mi madre, pensando: Al menos estos trapos me servirán de mortaja.

El desposado irreal regresó a las dos de la tarde y dijo que había almorzado. Entonces me pareció, viéndolo venir, con el pelo cortado, que diciembre había dejado de ser un mes azul. Martín se sentó a mi lado y estuvimos un momento sin hablar. Por primera vez desde mi nacimiento sentí miedo de que empezara a anochecer. Debí de manifestarlo en algún gesto, porque repentinamente Martín pareció vivir, se inclinó sobre mi hombro; dijo: «¿En qué estás pensando?» Yo sentí que algo se torcía en mi corazón: el desconocido empezaba a tutearme. Miré hacia arriba, hacia donde diciembre era una gigantesca bola brillante, un luminoso mes de vidrio; dije: «Estoy pensando que lo único que falta ahora es que empiece a llover.»

La última noche que hablamos en el corredor, había más calor que de costumbre. Pocos días después él regresaría para siempre de la peluquería y se encerraría en el cuarto. Pero aquella última noche del corredor, una de las más cálidas y densas que recuerda mi memoria, él se mostró comprensivo, como en muy pocas ocasiones. Lo único que parecía vivir, en medio de aquel horno inmenso, era la sorda reverberación de los grillos soliviantados por la sed de la naturaleza, y la minúscula, insignificante y sin embargo desmedida actividad del romero y el nardo, ardiendo en el centro de la hora desierta. Ambos permanecimos callados un instante, sudando esa sustancia gorda y viscosa que no es sudor sino la suelta baba de la materia viva en descomposición. A veces él miraba las estrellas, el cielo desolado a fuerza de esplendor estival; permanecía después silencioso, como entregado por entero al tránsito de aquella noche monstruosamente viva. Permanecimos así, pensativos, frente a frente, él en su asiento de cuero, yo en el mecedor. De pronto, al paso de una ala blanca, lo vi con la cabeza triste y sola ladeada sobre el hombro izquierdo. Me acordé de su vida, de su soledad, de sus espantosos disturbios espirituales. Me acordé de la indiferencia atormentada con que asistía al espectáculo de la vida. Antes me había sentido vinculado a él por sentimientos complejos, en ocasiones contradictorios y tan variables como su personalidad. Pero en aquel instante no tuve la menor duda de que había empezado a quererlo entrañablemente. Creí descubrir en mi interior esa misteriosa fuerza que desde el primer momento me indujo a protegerlo y sentí en carne viva el dolor de su cuartito sofocante y oscuro. Lo vi sombrío y derrotado, apabullado por las circunstancias. Y súbitamente, a una nueva mirada de sus duros y penetrantes ojos amarillos, tuve la certeza de que el secreto de su laberíntica soledad me había sido revelado por la tensa pulsación de la noche. Antes de que yo mismo hubiera tenido tiempo de pensar por qué lo hacía, le pregunté:

—Dígame una cosa, doctor: ¿Usted cree en Dios?

Él me miró. El cabello le caía sobre la frente y ardía todo él en una especie de sofocación interior, pero todavía no mostraba su semblante sombra alguna de emoción o desconcierto. Dijo, enteramente recobrada su parsimoniosa voz de rumiante:

—Es la primera vez que alguien me hace esa pregunta.

—Y usted mismo, doctor, ¿se la ha hecho alguna vez?

No pareció indiferente ni preocupado. Pareció apenas interesado en mi persona. Ni siquiera en mi pregunta y mucho menos en la intención de ella.

—Es difícil saberlo —dijo.

—Pero ¿no le produce temor una noche como ésta? ¿No tiene usted la sensación de que hay un hombre más grande que todos caminando por las plantaciones, mientras nada se mueve y todas las cosas parecen perplejas ante el paso del hombre?

Ahora guardó silencio. Los grillos llenaban el ámbito, más allá del tibio olor vivo y casi humano que se levantaba del jazminero sembrado a la memoria de mi primera esposa. Un hombre sin medidas estaba caminando, solo, a través de la noche.

—No creo que me desconcierte nada de eso, coronel. —Y ahora parecía perplejo, él también, como las cosas, como el romero y el nardo en >u ardiente sitio. «Lo que me desconcierta», dijo, y se quedó mirándome a los ojos, concretamente, con dureza: «Lo que me desconcierta es que exista una persona como usted capaz de .decir con seguridad que se da cuenta de ese hombre que camina en la noche.»

—Nosotros procuramos salvar el alma, doctor. Ésa es la diferencia.

Y entonces fui más allá de donde me proponía. Dije: «Usted no lo oye porque es ateo.» Y él, sereno, imperturbable:

—Créame que no soy ateo, coronel. Lo que sucede es que me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como pensar que no existe. Entonces prefiero no pensar en eso.

No sé por qué tenía el presentimiento de que era exactamente eso lo que me iba a responder.

«Es un desconcertado de Dios», pensé, oyendo lo que él acababa de decirme espontáneamen- te, con claridad, con precisión, como si lo hubiera leído en un libro. Yo seguía embriagado por el sopor de la noche. Me sentía metido en el corazón de una inmensa galería de imágenes proféticas.

Allí, detrás del pasamano, estaba el jardincillo que Adelaida y mi hija cultivaban. Por eso ardía el romero, porque ellas lo fortalecían todas las mañanas con sus cuidados, para que en noches como ésa su ardiente vapor transitara por la casa e hiciera más reposado el sueño. El jazminero mandaba su insistente tufo y nosotros lo recibíamos porque tenía la edad de Isabel, porque en cierta manera aquel olor era una prolongación de su madre. Los grillos estaban en el patio, entre los arbustos, porque olvidamos limpiar la maleza cuando dejó de llover. Lo único increíble, maravilloso, era que él estaba allí, con su enorme pañuelo ordinario, secándose la frente abrillantada por el sudor. Después de una nueva pausa, dijo:

—Me gustaría saber por qué me hizo esa pregunta, coronel.

«Se me ocurrió de pronto», dije yo. «Tal vez sea que desde hace siete años estoy deseando saber qué piensa un hombre como usted.»

Yo también me enjugaba el sudor. Decía:

—O tal vez sea que me preocupo por su soledad. —Esperé una respuesta que no hubo. Lo vi frente a mí, todavía triste y solo. Me acordé de Macondo, de la locura de su gente que

quemaba billetes en las fiestas; de la hojarasca sin dirección que lo menospreciaba todo, que se revolcaba en su ciénaga de instintos y encontraba en la disipación el sabor apetecido. Me acordé de su vida antes de que llegara la hojarasca. Y de su vida posterior, de sus perfumes baratos, de sus viejos zapatos lustrados, del chisme que le perseguía, como una sombra ignorada por él mismo.

Dije:

—Doctor, ¿usted no ha pensado nunca en tener una mujer?

Y antes de que yo acabara de preguntarle, él estaba respondiendo, iniciando uno de sus largos habituales rodeos:

—Usted quiere mucho a su hija, coronel. ¿No?

Respondí que eso era natural. Él siguió hablando:

—Bueno. Pero usted es distinto. A nadie le gusta más que a usted clavar sus propios clavos. Yo lo he visto poniéndole bisagras a una puerta cuando hay varios hombres a su servicio que podrían hacerlo por usted. Le gusta eso. Creo que su felicidad consiste en andar por la casa con una caja de herramientas, buscando dónde hay una pieza por arreglar. Usted es capaz de agradecerle a uno que le descomponga las bisagras, coronel. Lo agradece porque se le da en esa forma una oportunidad para ser feliz.

«Es una costumbre», dije yo, sin saber qué rumbos perseguía él. «Dicen que mi madre era lo mismo.»

Él había reaccionado. Su actitud era pacífica, pero férrea.

—Muy bien —dijo-. Esa costumbre es buena. Es además la felicidad menos costosa que he conocido. Por eso tiene una casa como la que tiene y ha criado a su hija en esa forma. Digo que debe ser bueno tener una hija como la suya.

Todavía ignoraba yo los propósitos de ese largo rodeo. Pero aun ignorándolo pregunté:

—Y usted, doctor, ¿no ha pensado en lo bueno que sería para usted tener una hija?

—-Yo no, coronel —dijo. Y sonrió pero tornó a ponerse serio de inmediato—. Mis hijos no serían como los suyos.

Entonces no quedó en mí el menor rastro de duda: él hablaba con seriedad y esa seriedad, esa situación, me parecieron espantosas. Yo pensaba: Es más digno de lástima por esto que por todo lo demás. Merecía protección, pensaba. —¿Usted ha oído hablar de El Cachorro? —le pregunté.

Respondió que no. Yo dije: «El Cachorro es el párroco, pero más que eso es un amigo de todo el mundo. Usted debe conocerlo.»

—Ah, sí, sí —dijo él—. Él también tiene hijos, ¿no?

—No es eso lo que me interesa ahora —dije yo—. La gente inventa chismes a El Cachorro porque lo quieren mucho. Pero allí tiene usted un caso, doctor. El Cachorro está muy lejos de ser un rezandero, un santurrón como decimos. Es un hombre completo que cumple con sus deberes como un hombre.

Ahora oía con atención. Permanecía silencioso, concentrado, fijos en los míos sus duros ojos amarillos. Dijo: «Eso es bueno, ¿no?»

—Creo que El Cachorro va a ser santo —dije yo. Y en eso también era sincero—. Nunca habíamos visto en Macondo nada igual. Al principio se le tuvo desconfianza porque es de aquí, porque los viejos lo recuerdan cuando salía a coger pájaros como todos los muchachos. Peleó en la guerra, fue coronel y eso era una dificultad. Usted sabe que la gente no respeta a los veteranos por lo mismo que respeta a los sacerdotes. Además, no estábamos acostumbrados a que se nos leyera el almanaque Bristol en vez de los Evangelios.

Sonrió. Aquello debía resultarle tan gracioso como a nosotros durante los primeros días. Dijo:

«Es curioso, ¿no?»

—El Cachorro es así. Prefiere orientar al pueblo en relación con los fenómenos atmosféricos. Tiene una preocupación casi teológica por las tempestades. Todos los domingos habla de ellas. Y su prédica, por eso, no se basa en los Evangelios, sino en las predicciones atmosféri- cas del almanaque Bristol.

Ahora estaba sonriente y escuchaba con una atención dinámica y complacida. Yo también me sentía entusiasmado. Dije: «Todavía hay algo que a usted le interesa, doctor. ¿Sabe desde cuándo está El Cachorro en Macondo?» Él dijo que no.

—Llegó por casualidad el mismo día que usted —dije yo—. Y todavía algo más curioso: Si usted tuviera un hermano mayor, estoy seguro de que sería igual a El Cachorro. Físicamente, claro.

Ahora no parecía pensar en otra cosa.

Yo advertí en su seriedad, en su atención concentrada y tenaz, que había llegado el instante de decirle lo que me proponía:

—Pues bien, doctor —dije—. Hágale una visita a El Cachorro y se dará cuenta de que las cosas no son como usted las ve.

Y él dijo que sí, que iría a visitar a El Cachorro.

9

Frío, silencioso, dinámico, el candado elabora su herrumbre. Adelaida lo puso en el cuartito cuando supo que el doctor se vino a vivir con Meme. Mi esposa consideró esa mudanza como un triunfo suyo, como la culminación de una labor sistemática, tenaz, iniciada por ella desde el mismo momento en que yo dispuse que él viviera entre nosotros. Diecisiete años después, el candado sigue guardando el aposento.

Si en mi actitud, inmodificada durante ocho años, pudo haber algo indigno a los ojos de los hombres, o ingrato a los de Dios, mi castigo iba a sobrevenir mucho antes de mi muerte. Tal vez me correspondía expiar en la vida lo que yo consideré como un deber de humanidad, como una obligación cristiana. Porque no había empezado a acumularse la herrumbre en el candado cuando Martín estaba en mi casa con una cartera atiborrada de proyectos, de cuya autenticidad nada he podido saber, y la firme disposición de casarse con mi hija. Llegó a mi casa con un saco de cuatro botones, segregando juventud y dinamismo por todos los poros, envuelto en una luminosa atmósfera de simpatía. Se casó con Isabel en diciembre, hace ahora once años. Han transcurrido nueve desde cuando se fue con la cartera llena de obligaciones firmadas por mí, y prometió volver tan pronto corrió realizara la operación que se había propuesto y para la cual contaba con el respaldo de mis bienes. Han transcurrido nueve años pero no por ello tengo derecho a pensar que era un estafador. No tengo derecho a pensar que su matrimonio fue apenas una coartada para persuadirme de su buena fe.

Pero ocho años de experiencia habían servido de algo. Martín habría ocupado el cuartito. Adelaida se opuso. Su oposición fue esta vez férrea, decidida, irrevocable. Yo sabía que mi mujer no habría tenido el menor inconveniente en arreglar la caballeriza como una alcoba nupcial, antes de permitir que los desposados ocuparan el cuartito. Esta vez acepté sin vacilaciones su punto de vista. Ése era mi reconocimiento a su triunfo aplazado durante ocho años. Si ambos nos equivocamos al confiar en Martín, corre como error compartido. No hay triunfo ni derrota para ninguno de los dos. Sin embargo, lo que venía después estaba más allá de nuestras fuerzas, era como los fenómenos atmosféricos anunciados en el almanaque, que han de cumplirse fatalmente.

Cuando le dije a Meme que abandonara nuestra casa, que siguiera el rumbo que consideraba más conveniente a su vida; y después, aunque Adelaida me echó en cara mis debilidades y flaquezas, yo he podido rebelarme, imponer mi voluntad por encima de todo (siempre lo había hecho así) y ordenar las cosas a mi manera.

Pero algo me indicaba que era impotente ante el curso que iban tomando los acontecimientos. No era yo quien disponía las cosas en mi hogar, sino otra fuerza misteriosa, que ordenaba el curso de nuestra existencia y de la cual no éramos otra cosa que un dócil e insignificante ins- trumento. Todo parecía obedecer entonces al natural y eslabonado cumplimiento de una profecía.

Por la manera como abrió Meme el botiquín (en su fondo, todo el mundo debía saber que una mujer laboriosa que de la noche a la mañana pasa a ser concubina de un médico rural, termina, tarde o temprano, atendiendo un botiquín) supe que él había logrado acumular en nuestra casa mayor cantidad de dinero de la que habría podido calcularse, y que lo tenía en la gaveta, en billetes y monedas sin manosear, que tiraba al descuido en la caja desde los tiempos en que atendió a las consultas.

Cuando Meme abrió el botiquín, se suponía que él estaba aquí, en la trastienda, acorralado quién sabe por qué implacables bestias proféticas. Se sabía que no tomaba alimentos de la calle, que había plantado un huerto y que Meme compraba durante los primeros meses un pedazo de carne, para ella, pero que un año después había desistido de esa costumbre, quizá porque el contacto directo con su hombre terminó por volverla vegetariana. Entonces se encerraron los dos, hasta cuando las autoridades forzaron las puertas, registraron la casa y picaron el huerto, tratando de localizar el cadáver de Meme.

Se suponía que estaba aquí, encerrado, meciéndose en su hamaca vieja y raída. Pero yo sabía, aun en esos meses en que no se esperó su retorno al mundo de los vivos, que su im- penitente encierro, su sorda batalla con la amenaza de Dios había de culminar mucho antes de que sobreviniera su muerte. Sabía que tarde o temprano había de salir, porque no hay hombre que pueda vivir media vida en el encierro, alejado de Dios, sin salir intempestivamente a rendirle al primer hombre que encuentre en la esquina, sin el menor esfuerzo, las cuentas que ni los grillos y el cepo; ni el martirio del fuego y el agua; ni la tortura de la cruz y el torno; mi la madera y los hierros candentes en los ojos y la sal eterna en la lengua y el potro de los tormentos; ni los azotes y las parrillas y el amor, le habrían hecho rendir a sus inquisidores. Y esa hora vendría para él, pocos años antes de su muerte.

Yo conocía esa verdad desde antes, desde la última noche en que conversamos en el corredor, y después, cuando lo busqué en el cuartito para que atendiera a Meme. ¿Habría podido yo oponerme a su deseo de vivir con ella, en calidad de marido y mujer? Antes tal vez habría podido. Ahora no, porque otro capítulo de la fatalidad había empezado a cumplirse desde hacía tres meses.

Esa noche no ocupaba la hamaca. Se había tendido de espaldas en el catre y yacía con la cabeza echada hacia atrás, fijos los ojos en el lugar en que habría estado el techo de ser más intensa la luz de la palmatoria. Tenía bombilla eléctrica en el cuarto pero nunca la usó. Prefería yacer en la penumbra, con los ojos fijos en la oscuridad. No se movió cuando entré en la habitación, pero advertí que desde el momento en que pisé el umbral empezó a no sentirse solo. Entonces dije: «Si no es mucha molestia, doctor. Parece que la guajira no se siente bien.» Él se incorporó en la cama. Un momento antes no se sentía solo en la habitación, Ahora sabía que era yo quien se encontraba en ella. Sin duda eran dos sensaciones enteramente distintas, porque sufrió una inmediata transformación, se alisó el cabello y permaneció sentado al borde de la cama, esperando.

—Es Adelaida, doctor. Desea que usted vaya a ver a Meme —dije.

Y él, sentado, con su parsimoniosa voz de rumiante, me respondió con un impacto:

—No será necesario. Lo que pasa es que ella está embarazada.

Después se inclinó, hacia adelante, pareció examinar mi rostro, y dijo: «Hace años que Meme se acuesta conmigo.»

Debo confesar que no me sentí sorprendido. No sentí desconcierto, perplejidad ni cólera.

No sentí nada. Tal vez su confesión era demasiado grave, a mi modo de ver, y se salía de los cauces normales de mi comprensión. Yo continuaba quieto, de pie, inmutable, tan frío como él, como su parsimoniosa voz de rumiante. Después, cuando transcurrió un silencio largo y él estaba todavía sentado en el catre, sin moverse, como esperando a que yo tomara la primera determinación, comprendí en toda su intensidad lo que él acababa de decirme. Pero entonces era demasiado tarde para desconcertarme.

—Desde luego que usted se da cuenta de la situación, doctor. —Esto fue todo lo que pude decir. Él dijo:

—Uno toma sus precauciones, coronel. Cuando se corre un riesgo, uno sabe cómo lo corre. Si algo falla es porque había algo imprevisto, fuera del alcance de uno.

Yo conocía esa clase de rodeos. Como siempre ignoraba adonde pensaba llegar. Rodé una silla y me senté frente a él. Entonces abandonó el catre, apretó la hebilla del cinturón, se subió y ajustó los pantalones. Desde el extremo del cuarto siguió hablando. Dijo:

—Tan cierto es que he tomado mis precauciones, que es la segunda vez que está embarazada. La primera fue hace año y medio y ustedes no pudieron darse cuenta de nada. Seguía hablando sin emoción, moviéndose otra vez hacia el catre. En la oscuridad yo sentía sus pasos lentos y firmes sobre el enladrillado. Decía:

—Pero era que entonces ella estaba dispuesta a todo. Ahora no. Hace dos meses me dijo que otra vez estaba encinta y yo le dije lo mismo que en la primera ocasión: ven esta noche para prepararte lo mismo. Ella me dijo ese día que ahora no, que al día siguiente. Cuando fui a tomar el café a la cocina, le dije que la estaba esperando, pero ella dijo que no volvería jamás. Había llegado frente al catre, pero no se sentó. Me dio de nuevo la espalda e inició otra vuelta alrededor del cuarto. Yo le oía hablar. Sentía el flujo y el reflujo de su voz, como si me hablara mientras se mecía en la hamaca. Decía las cosas con calma, pero con seguridad. Yo sabía que habría sido inútil tratar de interrumpirlo. Lo oía nada más. Y él decía:

—Sin embargo, vino dos días después. Yo tenía todo preparado. Le dije que se sentara ahí y fui a la mesa por el vaso. Entonces, cuando le dije tómatelo, fue cuando me di cuenta que esta vez no lo haría. Me miró sin sonreír y dijo con un tonito de crueldad: «Éste no lo voy a botar, doctor. Éste lo voy a parir para criarlo.»

Yo me sentí exasperado por su serenidad. Le dije: «Eso no justifica nada, doctor. Usted no ha hecho otra cosa que una acción indigna dos veces; primero por las relaciones dentro de mí propia casa, después por el aborto.»

—Pero usted ha visto que hice todo lo que podía, coronel. Era lo más que podía hacer. Después, cuando vi que la cosa no tenía remedio, me dispuse a hablar con usted. Iba a hacerlo un día de éstos.

—Supongo que usted sabe que sí hay un remedio para esta clase de situaciones, cuando realmente se quiere lavar la afrenta. Usted sabe cuáles son los principios de quienes vivimos en esta casa —dije. Y él dijo:

—No quiero ocasionarle ninguna molestia, coronel. Créamelo. Lo que iba a decirle era esto: me llevaré a la guajira a vivir en la casa que está desocupada en la esquina.

—En concubinato público, doctor —dije yo—. ¿Sabe lo que eso significa para nosotros?

Él retornó entonces al catre. Se sentó, se inclinó hacia adelante y habló con los codos apo- yados en los muslos. Su acento se tornó diferente. Al principio era frío. Ahora empezaba a ser cruel y desafiante. Dijo:

—Estoy proponiéndole la única solución que no le crearía a usted ninguna incomodidad, coronel. La otra sería decir que el hijo no es mío.

—Meme lo diría —dije yo. Empezaba a sentirme indignado. Su manera de expresarse, ahora resultaba demasiado desafiante y agresiva para que yo la recibiera con serenidad. Pero él, duro, implacable, dijo:

Créame con absoluta seguridad que Meme no lo diría. Porque estoy seguro de eso le digo que me la llevaré a la esquina, sólo para evitarle inconvenientes a usted. Nada más, coronel. Con tanta seguridad se había atrevido a negar que Meme pudiera atribuirle la paternidad de su hijo, que me sentí ahora sí desconcertado. Algo me hacía pensar que su fuerza estaba arraigada mucho más abajo de las palabras.

Dije:

—Nosotros confiamos en Meme como en nuestra hija, doctor. En este caso, ella estaría de nuestra parte.

—Si usted supiera lo que yo sé, no hablaría en esa forma, coronel. Perdone que se lo diga así, pera si usted compara a la india con su hija, ofende a su hija.

—Usted no tiene motivos para decir eso —dije yo.

Y él respondió, todavía con esa amarga dureza en la voz: «Los tengo. Y cuando le digo que ella no puede decir que yo soy el padre de su hijo, también tengo motivos para eso.»

Echó la cabeza hacia atrás. Respiró hondo, dijo:

—Si usted tuviera tiempo para vigilar a Meme cuando sale de noche, ni siquiera me exigiría que la lleve conmigo. En este caso el que corre el riesgo soy yo, coronel. Me echo encima un muerto para evitarle incomodidades.

Entonces comprendí que no pasaría con Meme ni por las puertas de la iglesia. Pero lo grave es que, después de sus últimas palabras, yo no me habría arriesgado a correr con lo que más tarde habría podido ser una tremenda carga para la conciencia. Había varias cartas a mi favor. Pero la única que él tenía le habría bastado para hacer una apuesta contra mi conciencia.

—Muy bien, doctor dije—. Esta misma noche me encargaré de que le arreglen la casa de la esquina. Pero, de todos modos, quiero dejar constancia de que lo echo de mi casa, doctor. Usted no sale por su propia voluntad. El coronel Aureliano Buendía le habría hecho pagar bien cara la forma en que usted corresponde a su confianza.

Y cuando yo esperaba haber soliviantado sus instintos y aguardaba el desencadenamiento de sus oscuras fuerzas primarias, él me echó encima todo el peso de su dignidad.

—Usted es un hombre decente, coronel —dijo—. Todo el mundo lo sabe y he vivido en esta casa lo suficiente como para que usted no necesite recordármelo.

Cuando se puso en pie, no parecía triunfante. Parecía apenas satisfecho de haber podido corresponder a nuestras atenciones de ocho años. Era yo quien se sentía trastornado, culpable. Esa noche, viendo los gérmenes de la muerte que hacían visibles progresos en sus duros ojos amarillos, comprendí que mi actitud era egoísta y que por esa sola mancha de mi conciencia me correspondería sufrir en el resto de mi vida una tremenda expiación. Él, en cambio, estaba en paz consigo mismo; decía:

—En cuanto a Meme, que le den fricciones con alcohol. Pero que no la purguen.

10

Mi abuelo ha vuelto junto a mamá. Ella está sentada, completamente abstraída. El traje y el sombrero están aquí, en la silla, pero en ellos mi madre ha dejado de estar. Mi abuelo se acer- ca, la ve abstraída, y mueve el bastón frente a sus ojos, diciendo: «Despierte, niña.» Mi madre ha pestañeado, ha sacudido la cabeza. «¿En qué está pensando?», dice mi abuelo. Y ella, sonriendo laboriosamente: «Estaba pensando en El Cachorro.»

Mi abuelo se sienta otra vez junto a ella, la barba apoyada en el bastón. Dice: «Qué casualidad. Yo venía pensando lo mismo.»

Ellos entienden sus palabras. Hablan sin mirarse, mamá estirada en el asiento, dándose palmaditas en el brazo, y mi abuelo sentado junto a ella, todavía con la barba apoyada en el bastón. Pero aun así se entienden sus palabras, como nos entendemos Abraham y yo cuando vamos a ver a Lucrecia.

Yo le digo a Abraham: «Ahora teco tacando.» Abraham camina siempre adelante, como a tres pasos delante de mí. Sin volverse a mirar, dice: «Todavía no, dentro de un momento.» Y yo le «digo: «Cuando teco alcutana viene revienta.» Abraham no vuelve la cara, pero yo lo siento reír en voz baja con una risa tonta y simple que es como el hilo de agua que queda temblante» en los belfos del buey, cuando acaba de beber. Dice: «Eso debe ser como a las cinco.» Corre un poco más y dice: «Si vamos ahora puede reventar alcutana.» Pero yo insisto: «De todos modos, siempre está teco tacando.» Y él se vuelve hacia mí y echa a correr, diciendo: «Bueno, entonces vamos.»

Para ver a Lucrecia hay que pasar cinco patios llenos de árboles y zanjas. Hay que pasar por la paredilla verde con lagartos, donde antes cantaba el enano con voz de mujer. Abraham pasa corriendo, brillando como una hoja de metal bajo la claridad fuerte, con los talones acosados por los ladridos del perro. Luego se detiene. En ese momento estamos frente a la ventana. Decimos: «Lucrecia», poniendo la voz como si Lucrecia estuviera dormida. Pero está despierta, sentada en la cama, sin zapatos, con un ancho camisón blanco y almidonado que la cubre hasta los tobillos.

Cuando hablamos, Lucrecia levanta la vista la hace girar por el cuarto y clava en nosotros un ojo redondo y grande, como el de un alcaraván. Entonces se ríe y empieza a moverse hacia el centro del cuarto. Tiene la boca abierta y los dientes recortados y menudos. Tiene la cabeza redonda, con el cabello cortado como el de un hombre. Cuando llega al centro deja de reír, se agacha y mira hacia la puerta, hasta cuando las manos le llegan a los tobillos y, lentamente, empieza a levantarse la camisa, con una lentitud calculada, a un tiempo cruel y desafiante. Abraham y yo seguimos asomados a la ventana mientras Lucrecia se levanta la camisa, los labios estirados en una mueca jadeante y ansiosa, fijo y resplandeciente su enorme ojo de alcaraván. Entonces vemos el vientre blanco que más abajo se convierte en un azul espeso, cuando ella se cubre la cara con el camisón y permanece así, estirada en el centro del dormitorio, las piernas juntas y apretadas con una temblorosa fuerza que le sube de los talones. De pronto se descubre la cara violentamente, nos señala con el índice, y el ojo luminoso salta de su órbita, en medio de los terribles aullidos que resuenan por toda la casa. Entonces se abre la puerta del cuarto y sale gritando la mujer: «Por qué no le van a joder la paciencia a su madre.»

Hace días que no vamos a ver a Lucrecia. Ahora vamos al río por el camino de las planta- ciones. Si salimos temprano de esto, Abraham estará esperándome. Pero mi abuelo no se mueve. Está sentado junto a mamá, con la barba apoyada en el bastón. Yo me quedo mirándolo, examinando sus ojos detrás de los cristales, y él debe sentir que lo miro porque de pronto suspira con fuerza, se sacude y dice a mi madre con la voz apagada y triste: «El Cachorro los habría hecho venir a correazos.»

Después se levanta de la silla y camina hacia donde está el muerto.

Es la segunda vez que vengo a este cuarto. primera, hace diez años, las cosas estaban el mismo orden. Es como si él no hubiera vuelto a tocar nada desde entonces, o como si desde esa remota madrugada en que se vino a vivir con Meme no hubiera vuelto a ocuparse de su vida. Los papeles estaban en este mismo lugar. La mesa, la ropa escasa y ordinaria, todo ocupaba el mismo lugar que hoy ocupa. Como si hubiera sido ayer cuando El Cachorro y yo vinimos a concertar la paz entre este hombre y las autoridades.

Para entonces, la compañía bananera había acabado de exprimirnos, y se había ido de Mando con los desperdicios de los desperdicios que nos había traído. Y con ellos se había ido la hojarasca, los últimos rastros de lo que fue el próspero Macondo de 1915. Aquí quedaba una aldea arruinada, con cuatro almacenes pobres y oscuros; ocupada por gente cesante y rencorosa, a quien atormentaban el recuerdo de un pasado próspero y la amargura de un presenté agobiado y estático. Nada había entonces en el porvenir salvo un tenebroso y calmante domingo electoral.

Seis meses antes, un pasquín amaneció clavado a las puertas de esta casa. Nadie se intereso por él y aquí estuvo clavado durante mucho tiempo, hasta cuando las lloviznas finales lavaron sus oscuros caracteres, y el papel desapareció arrastrado por los últimos vientos de febrero. Pero a fines de 1918, cuando la cercanía de las elecciones hizo pensar al gobierno en la necesidad de mantener despierto e irritado el nerviosismo de sus electores, alguien habló a las nuevas autoridades de este médico solitario, de cuya existencia hacía mucho tiempo que habría podido dar testimonio verídico. Debió decírseles que durante los primeros años la india que vivía con él atendió un botiquín que participó de la misma prosperidad que en aquellos tiempos favoreció aún a las más insignificantes actividades de Macondo. Un día (nadie recuerda en qué fecha, ni siquiera en qué año) la puerta de la tienda no se abrió. Se suponía que Meme y el doctor seguían viviendo aquí, encerrados, alimentándose con las legumbres que ellos mismos cultivaban en el patio. Pero en el pasquín que apareció en esta esquina se decía que el médico asesinó a su concubina y le dio sepultura en el huerto, por temor de que el pueblo se valiera de ella para envenenarlo. Lo inexplicable es que se dijera eso, en una época en que nadie habría tenido motivos para tramar la muerte del doctor. Me parece que las autoridades se habían olvidado de su existencia, hasta ese año en que el gobierno reforzó la policía y el resguardo con hombres de su confianza. Entonces se desenterró la olvidada leyenda del pasquín y las autoridades violaron esas puertas, registraron la casa, picaron: el patio y sondearon el excusado tratando de localizar el cadáver de Meme. Pero no encontraron ni un solo rastro de ella.

En esa ocasión habrían arrastrado al doctor lo habrían atropellado y seguramente habría sido un sacrificio más, en la plaza pública y en nombre de la eficacia oficial. Pero El Cachorro intervino, fue a mi casa y me invitó a visitar al doctor, seguro de que yo obtendría de él una explicación satisfactoria.

Al entrar por la trasera, sorprendimos los escombros de un hombre abandonados en la hamaca. Nada en este mundo debe ser más tremendo que los escombros de un hombre. Y lo eran mucho más los de este ciudadano de ninguna parte que se incorporó en la hamaca cuando nos vio entrar, y parecía él mismo recubierto por la costra de polvo que cubría todas las cosas del cuarto. Tenía la cabeza acerada y todavía sus duros ojos amarillos conservaban la poderosa fuerza interior que les conocí en mi casa. Yo tenía la impresión de que si lo hubiéramos rozado con la uña el cuerpo se habría desquebrajado, convertido en un montón de aserrín humano. Se había cortado el bigote, pero no se rasuraba a ras de piel. Se deshacía de la barba con tijeras, así que su mentón no parecía sembrado de tallos duros y vigorosos, sino de pelusillas suaves y blancas. Viéndolo en la hamaca, yo pensaba: Ahora no parece un hombre. Ahora parece un cadáver al que todavía, no se le han muerto los ojos.

Cuando habló, su voz fue la misma parsimoniosa voz de rumiante que trajo a nuestra casa, Dijo que no tenía nada que decir. Dijo, como si creyera que lo ignorábamos, que la policía había violado las puertas y había picado el patio sin su consentimiento. Pero aquello no era una protesta. Era apenas una quejumbrosa y melancólica confidencia.

En cuanto a lo de Meme, nos dio una explicación que habría podido parecer pueril, pero que fue dicha por él con el mismo acento con que habría dicho su verdad. Dijo que Meme se había ido, eso era todo. Cuando cerró la tienda empezó a fastidiarse en la casa. No hablaba con nadie, no tenía comunicación alguna con el mundo exterior. Dijo que un día la vio arreglando la maleta y no le dijo nada. Dijo que todavía no le dijo nada cuando la vio con el vestido de calle, los tacones altos y la maleta en la mano, parada en el vano de la puerta pero sin hablar, apenas como si se estuviera mostrando así, arreglada, para que él supiera que se iba. «Entonces —dijo— me levanté y le di el dinero que quedaba en la gaveta.»

Yo le dije: «¿Cuánto tiempo hace, doctor?»

Y él dijo: «Calcúlelo por mi cabello. Era ella quien me lo cortaba.»

El Cachorro habló muy poco en esa visita. Desde su entrada a la habitación parecía impre- sionado por la visión del único hombre que no conoció en quince años de estar en Macondo. Esta vez me di cuenta (y mejor que nunca, acaso porque el doctor se había cortado el bigote) del extraordinario parecido de esos dos hombres. No eran exactos, pero parecían hermanos. El uno era varios años mayor, más delgado y escuálido. Pero había entre ellos la comunidad de rasgos que existe entre dos hermanos, aunque el uno se parezca al padre y el otro a la madre. Entonces me acordé de la última noche en el corredor. Dije:

—Éste es El Cachorro, doctor. Alguna vez usted me prometió visitarlo.

Él sonrió. Miró al sacerdote y dijo: «Es verdad, coronel. No sé por qué no lo hice.» Y siguió mirándolo, examinándolo, hasta cuando El Cachorro habló.

— Nunca es tarde para quien bien comienza – dijo — . Me gustaría ser su amigo.

En el acto me di cuenta de que frente al extraño, El Cachorro había perdido su fuerza habitual. Hablaba con timidez, sin la inflexible seguridad con que su voz tronaba en el pulpito, leyendo en tono trascendental y amenazante las predicciones atmosféricas del almanaque Bristol.

Ésa fue la primera vez que se vieron. Y fue también la última. Sin embargo, la vida del doctor se prolongó hasta esta madrugada porque el Cachorro intervino otra vez a su favor la noche en que le suplicaron que atendiera a los heridos y él ni siquiera abrió la puerta, y le gritaron esa terrible sentencia cuyo cumplimiento yo me encargaré ahora de impedir.

Nos disponíamos a abandonar la casa cuando me acordé de algo que desde hacía años deseaba preguntarle. Dije a El Cachorro que yo seguiría aquí, con el doctor, mientras él intercedía ante las autoridades. Cuando estuvimos solos, le dije:

– Dígame una cosa, doctor: ¿Qué fue de la criatura? El  no modificó la expresión. «¿Qué criatura, coronel?», dijo. Y yo le dije: «La de ustedes. Meme estaba encinta cuando salió de mi

casa.» Y el tranquilo, imperturbable:

— Tiene razón, coronel. Hasta me había olvide de eso.

Mi padre ha permanecido silencioso. Luego ha dicho: «El Cachorro los habría hecho venir a correazos.» Los ojos de mi padre manifiestan una frenada nerviosidad. Y mientras se prolonga esta espera que va para media hora (pues deben ser alrededor de las tres) me preocupa la perplejidad del niño, su expresión absorta que nada parece preguntar, su indiferencia abstracta y fría que lo hace idéntico a su padre. Mi hijo va a disolverse en el aire abrasante de este miércoles como le ocurrió a Martín hace nueve años, mientras movía la mano en la ventanilla del tren y desaparecía para siempre. Serán vanos todos mis sacrificios por este hijo si continúa pareciéndose a su padre. En vano rogaré a Dios que haga de él un hombre de carne y hueso, que tenga volumen, peso y color como los hombres. En vano todo mientras tenga en la sangre los gérmenes de su padre.

Hace cinco años, el niño no tenía nada de Martín. Ahora lo va adquiriendo todo, desde cuando Genoveva García regresó a Macondo con sus seis hijos, entre los cuales había dos pares de gemelos. Genoveva estaba gorda y envejecida. Le habían salido unas venillas azules en torno a los ojos, que le daban cierta apariencia de suciedad a su rostro anteriormente limpio y terso.

Manifestaba una ruidosa y desordenada felicidad en medio de su pollada de zapatitos blancos y arandelas de organdí. Yo sabía que Genoveva se había fugado con el director de una compañía de titiriteros y sentía no sé qué extraña sensación de repugnancia viendo a esos hijos suyos que parecían tener movimientos automáticos, como regidos por un solo mecanismo central; pequeños e inquietantemente iguales entre sí, los seis con idénticos zapatos e idénticas arandelas en el vestido. Me parecía dolorosa y triste la desorganizada felicidad de Genoveva, su presencia recargada de accesorios urbanos en un pueblo arruinado, aniquilado por el polvo. Había algo amargo, como una inconsolable ridiculez, en su manera de moverse, de parecer afortunada y de dolerse de nuestros sistemas de vida tan diferentes, decía, a los conocidos por ella en la compañía de titiriteros.

Viéndola, yo me acordaba de otros tiempos. le dije: «Estás guapísima, mujer.» Y entonces ella se puso triste. Dijo: «Debe ser que los recuerdos hacen engordar.» Y se quedó mirando al niño con atención. Dijo: «¿Y qué hubo del brujo de los cuatro botones?» Y yo le respondí, a secas, porque sabía que ella lo sabía: «Se fue » Y Genoveva dijo: «¿Y no te dejó más que este?» Y yo le dije que sí, que sólo me había dejado al niño. Genoveva rió con una risa descocida y vulgar: «Se necesita ser bien flojo para hacer sino un hijo en cinco años», dijo, y continuó, sin dejar de moverse, cacareando entre la pollada revuelta: «Y yo que estaba loca él. Te juro que te lo habría quitado si no hubiera sido porque lo conocimos en el velorio de un niño. En ese tiempo era muy supersticiosa.

Fue antes de despedirse cuando Genoveva se quedo contemplando al niño y dijo: «De verdad que es idéntico a el. No le falta sino el saco de cuatro botones.» Y desde ese instante el niño empezó a parecerme igual a su padre, como si Genoveva le hubiera traído el maleficio de su identidad. En ciertas ocasiones lo he sorprendido con los codos apoyados en la mesa, la cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo y la mirada nebulosa vuelta hacia ninguna parte. Es igual a Martín cuando se recostaba contra los tiestos de claveles del pasamano y decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» A veces tengo la impresión de que lo va a decir, como podría decirlo ahora que está sentado junto a mí, taciturno, tocándose la nariz congestionada por el calor. «¿Te duele?», le pregunto. Y él dice que no, que estaba pensando que no podría sostener los anteojos. «No tienes que preocuparte de eso», le digo, y le deshago el lazo del cuello. Digo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.» Y luego miro hacia donde mi padre que acaba de decir: «Cataure», llamando al más viejo de los guajiros. Es un indio espeso y bajo, que ha estado fumando en la cama y que al oír su nombre levanta la cabeza y busca el rostro de mi padre con sus pequeños ojos sombríos. Pero cuando mi padre va a hablar de nuevo, se oyen en el cuartito de atrás las pisa- das del alcalde que entra en la habitación, tambaleando.

11

Este mediodía ha sido terrible en nuestra casa. Aunque para mí no fue una sorpresa la noticia de su muerte, pues desde hace tiempo la esperaba, no podía suponer que ella produciría semejantes trastornos en mi casa. Alguien debía acompañarme a este entierro y yo pensaba que ese acompañante sería mi mujer, sobre todo después de mi enfermedad, hace tres años, y de esa tarde en que ella encontró el bastoncillo con la mano de plata y la bailarinita de cuerda, cuando registraba las gavetas de mi escritorio. Creo que para esa época nos habíamos olvidado del juguete. Pero aquella tarde hicimos funcionar el mecanismo y la bailarinita bailó como en otros tiempos, animada por la música que antes era festiva y que después del largo silencio en la gaveta sonaba taciturna y nostálgica. Adelaida la miraba bailar y recordaba. Después se volvió hacia mí, con la mirada humedecida por una sencilla tristeza:

—¿De quién te acuerdas? —dijo.

Y yo sabía en quién estaba pensando Adelaida, mientras el juguete entristecía el recinto con su musiquita gastada.

—¿Qué habrá sido de él? —dijo mi esposa, recordando, sacudida quizá por el aleteo de aquellos tiempos en que él aparecía en la puerta del cuarto, a las seis de la tarde, y colgaba la lámpara en el dintel.

—Está en la esquina —dije yo—-. Un día de éstos se morirá y nosotros debemos enterrarlo. Adelaida guardó silencio, absorta en el baile del juguete, y yo me sentí contagiado de su nostalgia. Le dije: «Siempre he deseado saber con quién lo confundiste el día que vino. Arre- glaste’ aquella mesa porque se te pareció a alguien.»

Y Adelaida dijo, con una sonrisa gris:

—Te reirías de mí si te dijera a quién se me pareció cuando se puso ahí, en el rincón, con la bailarinita en la mano. —Y señaló con el dedo hacia el vacío donde lo vio veinticuatro años antes, con las botas enterizas y el vestido que parecía un uniforme militar.

Creí que esa tarde se habían reconciliado en el recuerdo, así qué hoy le dije a mi mujer que se vistiera de negro para acompañarme. Pero el juguete está otra vez en el cajón. La música ha perdido su efecto. Adelaida está ahora aniquilándose. Está triste, devastada, y se pasa horas enteras rezando en el cuarto. «Sólo a ti se te podía ocurrir hacer ese entierro», me dijo.

«Después de todas las desgracias que han caído sobre nosotros, lo único que nos faltaba era este maldito año bisiesto. Y después el diluvio.» Traté de persuadirla de que tenía mi palabra de honor comprometida en esta empresa.

—No podemos negar que le debo la vida —dije. Y ella dijo:

—Era él quien nos debía a nosotros. No hizo otra cosa al salvarte la vida, que saldar una deuda de ocho años de cama, comida y ropa limpia.

Luego rodó un asiento hacia el pasamano. Y aún debe de estar allí, con los ojos nublados por la pesadumbre y la superstición. Tan decidida me pareció su actitud, que traté de tranquilizarla.

«Está bien. En ese caso iré con Isabel», dije. Y ella no respondió. Continuó sentada, inviolable, hasta cuando nos disponíamos a salir, y yo le dije, creyendo que la complacía: «Mientras regresamos, vete al oratorio y reza por nosotros.» Entonces volteó la cabeza hacia la puerta, diciendo: «Ni siquiera voy a rezar. Mis oraciones seguirán siendo inútiles mientras esa mujer venga todos los martes a pedir una ramita de toronjil.» Y había en su voz una oscura y trastornada rebeldía:

—Me quedaré aquí, aplanada, hasta la hora del Juicio. Si es que para entonces el comején no se ha comido la silla.

Mi padre se detiene con el cuello estirado, oyendo las pisadas conocidas que avanzan por el cuarto de atrás. Entonces olvida lo que pensaba decirle a Cataure, y trata de dar una vuelta sobre sí mismo, apoyado en el bastón, pero la pierna inútil le falla en la vuelta y está a punto de irse de bruces, como se fue hace tres años cuando cayó en el charco de limonada entre los ruidos del jarro que rodó por el suelo y los zuecos y el mecedor y. el llanto del niño que fue la única persona que lo vio caer.

Desde entonces cojea, desde entonces arrastra la pierna que se le endureció después de esa semana de amargos padecimientos, de los cuales creímos no verlo repuesto jamás. Ahora, viéndolo así, recobrando el equilibrio por el apoyo que le presta el alcalde, pienso que en esa pierna inhábil está el secreto del compromiso que se dispone a cumplir contra la voluntad del pueblo.

Tal vez su gratitud venga desde entonces. Desde cuando se fue de bruces en el corredor, diciendo que sentía como si lo hubieran empujado de una torre, y los dos últimos médicos que quedaban en Macondo aconsejaron que se le preparara para una buena muerte. Yo lo re- cuerdo al quinto día de postración, disminuido entre las sábanas; recuerdo su cuerpo diezma- do, como el cuerpo de El Cachorro que el año anterior había sido conducido al cementerio por todos los habitantes de Macondo, en una apretada y conmovida procesión floral. Dentro del ataúd, su majestuosidad tenía el mismo fondo de irremediable y desconsolado abandono que yo veía en el rostro de mi padre en esos días en que la alcoba se llenó de su voz y habló de aquel extraño militar que en la guerra del 85 apareció una noche en el campamento del coronel Aureliano Buendía, con el sombrero y las botas adornadas con pieles y dientes y uñas de tigre, y le preguntaron: «¿Quién es usted?» Y el extraño militar no respondió; y le dijeron: «¿De dónde viene?» Y todavía no respondió; y le preguntaron: «¿De qué lado está combatiendo?»

Y aún no obtuvieron respuesta alguna del militar desconocido, hasta cuando el ordenanza aga- rró un tizón y lo acercó a su rostro y lo examinó por un instante y exclamó, escandalizado:

«¡Mierda! ¡Es el duque de Marlborough!»

En medio de aquella terrible alucinación, los médicos dieron orden de que lo bañaran. Así se hizo. Pero al día siguiente apenas si se podía advertir una imperceptible alteración en su vientre. Entonces los médicos abandonaron la casa y dijeron que lo único aconsejable era pre- pararlo para una buena muerte.

La alcoba quedó sumergida en la silenciosa atmósfera dentro de la que no se oía nada más que el lento y sosegado aleteo de la muerte, ese recóndito aleteo que en las alcobas de los moribundos huele a tufo de hombre. Después de que el padre Ángel le administró la extremaunción, transcurrieron muchas horas sin que nadie se moviera, contemplando el perfil anguloso del desahuciado. Luego sonó la campanilla del reloj y mi madrastra se dispuso a darle la cu- charada. Lo levantamos por la cabeza, tratando de separar los dientes para que mi madrastra introdujera la cuchara. Entonces fue cuando se oyeron las pisadas despaciosas y afirmativas en el corredor. Mi madrastra detuvo la cuchara en el aire, dejó de murmurar su oración y se volvió hacia la puerta, paralizada por una repentina lividez. «Hasta en el purgatorio reconocería esas pisadas», alcanzó a decir, en él preciso instante en que miramos hacia la puerta y vimos al doctor. Estaba ahí, en el umbral; mirándonos.

Digo a mi hija: «Él Cachorro los habría hecho venir a correazos», y me dirijo hacia donde está el ataúd, pensando: Desde cuando el doctor abandonó nuestra casa, yo estaba convencido de que nuestros actos eran ordenados por una voluntad superior contra la cual no habríamos podido rebelarnos, así lo hubiéramos procurado con todas nuestras fuerzas o así hubiéramos asumido la actitud estéril de Adelaida que se ha encerrado a rezar.

Y mientras salvo la distancia que me separa del ataúd, viendo a mis hombres impasibles, sentados en la cama, me parece haber respirado en la primera bocanada del aire que hierve sobre el muerto, toda esa amarga materia de fatalidad que ha destruido a Macondo. Creo que el alcalde no demorará con el permiso para el entierro. Sé que afuera, en las calles atormentadas por el calor, está la gente esperando. Sé que hay mujeres asomadas a las ventanas, ansiosas de espectáculo, y que permanecen allí, asomadas, sin acordarse de que en los fogones está la leche hirviendo y el arroz seco. Pero creo incluso que esta última manifestación de rebeldía es superior a las posibilidades de este exprimido, estragado grupo de hombres. Su capacidad de lucha estaba desconcertada desde antes de ese domingo electoral en que se movieron, trazaron sus planes y fueron derrotados, y quedaron después con el convencimiento de que eran ellos quienes determinaban sus propios actos. Pero todo eso parecía dispuesto, ordenado para encauzar los hechos que, paso a paso, nos conducirían fatalmente a este miércoles.

Hace diez años, cuando sobrevino la ruina, el esfuerzo colectivo de quienes aspiraban a recuperarse habría sido suficiente para la reconstrucción. Habría bastado con salir a los campos estragados por la compañía bananera; limpiarlos de maleza y comenzar otra vez por el principio. Pero a la hojarasca la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos. Poco tiempo se necesitó para que nos diéramos cuenta de que la hojarasca se había ido y de que sin ella era imposible la reconstrucción. Todo lo había traído la hojarasca y todo se lo había llevado. Después de ella sólo quedaba un domingo en los escombros de un pueblo, y el eterno trapisondista electoral en la última noche de Macondo, poniendo en la plaza pública cuatro damajuanas de aguardiente a disposición de la policía y el resguardo.

Si esa noche El Cachorro logró contenerlos a pesar de que aún estaba viva su rebeldía, hoy habría podido ir de casa en casa, armado de un perrero, y los habría obligado a enterrar a este hombre. El Cachorro los tenía sometidos a una disciplina férrea. Incluso después de que murió el sacerdote, hace cuatro años» —uno antes de mi enfermedad—, se manifestó esa disciplina en la manera apasionada como todo el mundo arrancó las flores y los arbustos de su huerto y los llevó a la tumba, a rendirle a El Cachorro su tributo final.

Este hombre fue el único que no asistió a ese entierro. Precisamente el único que le debía la vida a esa inquebrantable y contradictoria subordinación del pueblo al sacerdote. Porque la noche en que pusieron las cuatro damajuanas de aguardiente en la plaza, y Macondo fue un pueblo atropellado por un grupo de bárbaros armados; un pueblo empavorecido que enterraba a sus muertos en la fosa común, alguien debió de recordar que en esta esquina había un médico. Entonces fue cuando pusieron las parihuelas contra la puerta, y le gritaron (porque no abrió; habló desde adentro); le gritaron: «Doctor, atienda a estos heridos que ya los otros médicos no dan abasto», y él respondió: «Llévenlos a otra parte, yo no sé nada de esto»; y le dijeron: «Usted es el único médico que nos queda. Tiene que hacer una obra de caridad»; y él respondió (y tampoco abrió la puerta), imaginado por la turbamulta en la mitad de la sala, la lámpara en alto, iluminados los duros ojos amarillos: «Se me olvidó todo lo que sabía de eso. Llévenlos a otra parte», y siguió (porque la puerta no se abrió jamás) con la puerta cerrada, mientras hombres y mujeres de Macondo agonizaban frente a ella. La multitud habría sido capaz de todo esa noche. Se disponían a incendiar la casa y reducir a cenizas a su único habitante. Pero entonces apareció El Cachorro. Dicen que fue como si hubiera estado aquí, invisible, montando guardia para evitar la destrucción de la casa y el hombre. «Nadie tocará esta puerta», dicen que dijo El Cachorro. Y dicen que fue eso todo lo que dijo, abierto en cruz, iluminado por el resplandor de la furia rural su inexpresivo y frío rostro de calavera de vaca. Y. entonces el impulso se refrenó, cambió de curso, pero tuvo aún la fuerza suficiente para que gritaran esa* sentencia que aseguraría, para todos los siglos, el advenimiento de este miércoles.

Caminando hacia la cama para decir a mis hombres que abran la puerta, pienso: Debe venir de un momento a otro. Y pienso que si antes de cinco minutos no ha llegado, sacaremos el ataúd sin la autorización y pondremos el muerto en la calle, así tenga que darle sepultura en el frente mismo de la casa. «Cataure», digo, llamando al mayor de mis hombres, y él apenas ha tenido tiempo de levantar la cabeza, cuando oigo las pisadas del alcalde avanzando por la pieza vecina.

Sé que viene directamente hacia mí, y trato de girar rápidamente sobre mis talones, apoyado en el bastón, pero me falla la pierna enferma y me voy hacia adelante, seguro de que voy a caer y a romperme la cara contra el borde del ataúd, cuando tropiezo con su brazo y me aferró sólidamente a él, y oigo su voz de pacífica estupidez, diciendo: «No se preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y yo creo que es así, pero sé que él lo dice para darse valor a sí mismo. «No creo que pueda ocurrir nada», le digo, pensando lo contrario, y él dice algo de las ceibas del cementerio y me entrega la autorización del entierro. Sin leerla, yo la doblo, la guardo en el bolsillo del chaleco y le digo: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque.»

El alcalde se dirige a los guajiros. Les ordena clavar el ataúd y abrir la puerta. Y yo los veo moverse buscando el martillo y los clavos que borrarán para siempre la visión de este hombre, de este desamparado señor de ninguna parte que vi por última vez hace tres años, frente a mi lecho de convaleciente, con la cabeza y el rostro cuarteado por una prematura decrepitud. Entonces acababa de rescatarme de la muerte. La misma fuerza que lo había llevado allí, que le había comunicado la noticia de mi enfermedad, parecía ser la que lo sostenía frente a mi lecho de convaleciente, diciendo:

—Sólo le falta ejercitar un poco esa pierna. Es posible que tenga que usar bastón de ahora en adelante.

Yo había de preguntarle dos días después cuál era mi deuda, y él había de responder: «Usted no me debe nada, coronel. Pero si quiere hacerme un favor, écheme encima un poco de tierra cuando amanezca tieso. Es lo único que necesito para que no me coman los gallinazos.»

En el mismo compromiso que me hacía contraer, en la manera de proponerlo, en el ritmo de sus pisadas sobre las baldosas del cuarto, se advertía que este hombre había empezado a morir desde mucho tiempo atrás, aunque habían de transcurrir aún tres años antes de que. esa muerte aplazada y defectuosa se realizara por completo. Ese día ha sido el de hoy. Y hasta creo que no habría tenido necesidad de la soga. Un ligero soplo habría bastado para extinguir el último rescoldo de vida que quedaba en sus duros ojos amarillos. Yo había presentido todo eso desde la noche en que hablé con él en el cuartito, antes de que se viniera a vivir con Meme. Así que cuando me hizo contraer el compromiso que ahora voy a cumplir, no me sentí desconcertado. Sencillamente le dije:

—Es una petición innecesaria, doctor. Usted me conoce y debía saber que yo lo habría en- terrado por encima de la cabeza de todo el .mundo, aunque no le debiera la vida.

Y él, sonriente, por primera vez apaciguados sus duros ojos amarillos:

—Todo eso es cierto, coronel. Pero no olvide que un muerto no habría «podido enterrarme. Ahora nadie podrá remediar esta vergüenza. El alcalde le ha entregado a mi padre la orden del entierro, y mi padre ha dicho: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque.» Y lo dijo con la misma indolencia con que se entregó a la suerte de Macondo, fiel a los baúles donde está guardada la ropa de todos los muertos anteriores a mi nacimiento. Desde entonces todo ha venido en declive. La misma energía de mi madrastra, su carácter férreo y dominante, se han transformado en una amarga congoja. Cada vez parece más lejana y taciturna, y es tanta su desilusión que esta tarde se ha sentado junto al pasamano y ha dicho: «Me quedaré aquí, aplanada hasta la hora del Juicio.»

Mi padre no había vuelto a imponer en nada su voluntad. Sólo hoy se ha incorporado para cumplir con este vergonzoso compromiso. Está aquí seguro de que todo transcurrirá sin consecuencias graves, viendo a los guajiros que se habían puesto en movimiento para abrir la puerta y clavar el ataúd. Yo los veo acercarse, me pongo en pie, tomo al niño de la mano y ruedo la silla hacia la ventana, para no estar a la vista del pueblo cuando abran la puerta.

El niño está perplejo. Cuando me levanté me miró a la cara, con una expresión indescriptible, un poco aturdida. Pero ahora está perplejo, a mi lado, viendo a los guajiros que sudan a causa del esfuerzo que hacen por descorrer las argollas. Y con un penetrante y sostenido lamento de metal oxidado, la puerta se abre de par en par. Entonces veo otra vez la calle, el polvo luminoso, blanco y abrasador, que cubre las casas y que le ha dado al pueblo un lamentable aspecto de mueble arruinado. Es como si Dios hubiera declarado innecesario a Macondo y lo hubiera echado al rincón donde están los pueblos que han dejado de prestar servicio a la creación.

El niño, que en el primer instante debió deslumbrarse con la claridad repentina (su mano tembló en la mía cuando se abrió la puerta) levanta de pronto la cabeza, concentrado, atento, y me pregunta: «¿Lo oyes?» Sólo entonces caigo en la cuenta de que en uno de los patios vecinos está dando la hora un alcaraván. «Sí», digo. «Ya deben ser las tres», casi en el preciso instante en que suena el primer golpe del martillo en el clavo.

Tratando de no escuchar ese sonido lacerante que me eriza la piel; procurando que el niño no descubra mi ofuscación, vuelvo el rostro hacia la ventana y veo, en la otra cuadra, los melancólicos y polvorientos almendros con nuestra casa al fondo. Sacudida por el soplo invisible de la destrucción, también ella está en vísperas de un silencioso y definitivo derrum- bamiento. Todo Macondo está así desde cuando lo exprimió la compañía bananera. La hiedra invade las casas, el monte crece en los callejones, se resquebrajan los muros y una se en- cuentra a pleno día con un lagarto en el dormitorio. Todo parece destruido desde cuando .no volvimos a cultivar el romero y el nardo; desde cuando una mano invisible cuarteó la loza de Navidad en el armario y puso a engordar polillas en la ropa que nadie volvió a usar. Donde se afloja una puerta no hay una mano solícita dispuesta a repararla. Mi padre no tiene energías para moverse como lo hacía antes de esa postración que lo dejó cojeando para siempre. La señora Rebeca, detrás de su eterno ventilador, no se ocupa de nada que pueda repugnar al hambre de malevolencia que le provoca su estéril y atormentada viudez. Águeda está tullida, agobiada por una paciente enfermedad religiosa; y el padre Ángel no parece tener otra sa- tisfacción que la de saborear en la siesta de todos los días su perseverante indigestión de albóndigas. La única que permanece invariable es la canción de las mellizas de San Jerónimo y esa misteriosa pordiosera que no parece envejecer y que desde hace veinte años viene todos los martes a la casa por una ramita de toronjil. Sólo el pito de un tren amarillo y polvoriento que no se lleva a nadie interrumpe el silencio cuatro veces al día. Y de noche, el tum-tum de la plantica eléctrica que dejó la compañía bananera cuando se fue de Macondo. Veo la casa por la ventana y pienso que mi madrastra está allí, inmóvil en su silla, pensando quizá que antes de que nosotros regresemos habrá pasado ese viento final que borrará este pueblo. Todos se habrán ido entonces, menos nosotros, porque estamos atados a este suelo por un cuarto lleno de baúles en los que se conservan aún los utensilios domésticos y la ropa de los abuelos, de mis abuelos, y los toldos que usaron los caballos de mis padres cuando vinieron a Macondo huyendo de la guerra. Estamos sembrados a este suelo por el recuerdo de los muertos remotos cuyos huesos ya no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra. Los baúles están en el cuarto desde los últimos días de la guerra; y allí estarán esta tarde, cuando regresemos del entierro, si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos. De pronto mi abuelo se levanta, se apoya en el bastón y estira su cabeza de pájaro en la que los anteojos parecen seguros, como si hicieran parte de su rostro. Creo que me resultaría muy difícil llevar anteojos. Con cualquier movimiento se soltarían de mis orejas. Y pensándolo, me doy golpecitos en la nariz. Mamá me mira y me pregunta: «¿Te duele?» Y yo le digo que no, que simplemente estaba pensando que no podría llevar anteojos. Y ella sonríe, respira pro- fundamente y me dice: «Debes estar empapado.» Y es verdad, la ropa me arde en la piel, la pana verde y gruesa, cerrada hasta arriba, se me pega al cuerpo con el sudor y me produce una sensación mortificante. «Sí», digo. Y mi madre se inclina hacia mí, me suelta el lazo y me abanica el cuello, diciendo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.»

«Cataure», oigo…

En esto entra, por la puerta de atrás, otra vez el hombre del revólver. Al aparecer en el vano de la puerta se quita el sombrero y camina con cautela, como si temiera despertar el cadáver.

Pero lo ha hecho para asustar a mi abuelo, que cae hacia adelante empujado por el hombre, y tambalea, y logra agarrarse del brazo del mismo hombre que ha tratado de tumbarle. Los otros han dejado de fumar y permanecen sentados en la cama, ordenados como cuatro cuervos en un caballete. Cuando entra el del revólver los cuervos se inclinan y hablan en secreto y uno de ellos se levanta, camina hasta la mesa y coge la cajita de los clavos, y el martillo.

Mi abuelo está conversando con el hombre junto al ataúd. El hombre dice: «No se preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y mi abuelo dice: «No creo que pueda ocurrir nada.» Y el hombre dice: «Pueden enterrarlo del lado de afuera, contra la tapia izquierda del cementerio donde son más altas las ceibas.» Luego le entrega un papel a mi abuelo, diciendo:

«Ya verá que todo sale muy bien.» Mi abuelo se apoya en el bastón con una mano y coge el papel con la otra y lo guarda en el bolsillo del chaleco, donde tiene el pequeñito y cuadrado reloj de oro con una leontina. Después dice: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiese anunciado el almanaque,»

El hombre dice: «Hay algunas personas en las ventanas, pero eso es pura curiosidad. Las mujeres siempre se asoman por cualquier cosa.» Pero creo que mi abuelo no lo ha oído, porque está mirando hacia la calle por la ventana. El hombre se mueve entonces, llega hasta la cama y dice a los hombres, mientras se abanica con el sombrero: «Ahora pueden clavarlo. Mientras tanto, abran la puerta para que entre un poco de fresco.»

Los hombres se ponen en movimiento. Uno de ellos se inclina sobre la caja con el martillo y los clavos y los otros se dirigen a la puerta. Mi madre se levanta. Está sudorosa y pálida. Rueda la silla, me toma de la mano y me hace a un lado para que puedan pasar los hombres que vinieron a abrir la puerta.

Al principio tratan de rodar la tranca que parece soldada a las oxidadas argollas, pero no pueden moverla. Es como si alguien estuviera recostado con fuerza del lado de la calle. Pero cuando uno de los hombres se apoya contra la puerta y golpea, se levanta en la habitación un ruido de madera, de goznes oxidados, de cerraduras soldadas por el tiempo, chapa sobre cha- pa, y la puerta se abre, enorme, como para que pasen dos hombres, el uno sobre el otro; y hay un crujido largo de la madera y los hierros despertados. Y antes de que tengamos tiempo de saber qué sucede, irrumpe la luz en la habitación, de espaldas, poderosa y perfecta, porque le han quitado el soporte que la sostuvo durante doscientos años y con la fuerza de doscientos bueyes, y cae de espaldas en la habitación, arrastrando la sombra de las cosas en su turbulenta caída. Los hombres se hacen brutalmente visibles, como un relámpago al mediodía, y tambalean, y me parece como si hubieran tenido que sostenerse para que no los tumbara la claridad.

Cuando se abre la puerta empieza a cantar un alcaraván en alguna parte del pueblo. Ahora veo la calle. Veo el polvo brillante y ardiente. Veo varios hombres recostados contra la acera opuesta, con los brazos cruzados, mirando hacia el cuarto. Oigo otra vez el alcaraván y digo a mamá: «¿Lo oyes?» Y ella dice que sí, que deben ser las tres. Pero Ada me ha dicho que los alcaravanes cantan cuando sienten el olor a muerto. Voy a decírselo a mi madre en el preciso instante en que oigo ruido intenso del martillo en la cabeza del primer clavo. El martillo golpea, golpea, y lo llena todo; reposa un segundo y golpea de nuevo, hiriendo la madera por seis veces consecutivas, despertando el prolongado y triste clamor de las tablas dormidas, mientras mi madre, con la cara vuelta hacia el otro lado, mira la calle por la ventana.

Cuando acaban de clavar se oye el canto de varios alcaravanes. Mi abuelo hace una señal a sus hombres. Éstos se inclinan, ladean el ataúd, mientras el que permanece en el rincón con el sombrero dice a mi abuelo: «No se preocupe, coronel.» Y entonces mi abuelo se vuelve hacia el rincón, agitado y con el cuello hinchado y cárdeno, como el de un gallo de pelea. Pero no dice nada. Es el hombre quien vuelve a hablar desde el rincón., Dice: «Hasta creo que en el pueblo no queda nadie que se acuerde de eso.»

En este instante siento verdaderamente el temblor en el vientre. Ahora sí tengo ganas de ir allá atrás, pienso; pero veo que ahora es demasiado tarde. Los hombres hacen un último esfuerzo; se estiran con los talones clavados en el suelo, y el ataúd queda flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto.

Yo pienso: Ahora sentirán el olor. Ahora todos los alcaravanes se pondrán a cantar.

Gabriel García Márquez: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Cuento

1.-gabriel-garcia-marquez-610x430Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos  con  la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.

La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que  había  hervido  plantas  depurativas  y  hojas  de  buen  olor,  y  éstas  se quedaban pegadas en  las  espaldas  suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

– Anoche soñé que estaba esperando una carta –dijo la abuela. Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:

– ¿Qué día era en el sueño?

– Jueves.

– Entonces era una carta con malas noticias –dijo Eréndira– pero no llegará nunca.

Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos fugaces del gramófono de bocina.

Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.

Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.

Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas. El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la cristalería. Hacia las once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y regó los yerbajos desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no sintió el mal presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su paso un desastre de vidrios de Venecia.

Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera. Trabajaba dormida.

La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la campanilla, y casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbulo, y le pasó la mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La niña no vio la mano. La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:

– Eréndira.

Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.

– No es nada, hija –le dijo la abuela con una ternura cierta–. Te volviste a dormir caminando.

– Es la costumbre del cuerpo –se excusó Eréndira.

Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la mancha de la alfombra.

– Déjala así –la disuadió la abuela– esta tarde la lavas.

De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la hora de acostarse.

La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete para sí misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los buenos recuerdos.

–  Aprovecha  mañana  para  lavar  también  la  alfombra  de  la  sala  –le  dijo  a

Eréndira–, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.

– Sí, abuela –contestó la niña.

Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable que le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.

– Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia tranquila.

– Sí, abuela.

– Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre las polillas.

– Sí, abuela.

– Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren.

– Sí, abuela.

– Y le pones su alimento al avestruz.

Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los mandatos de la abuela dormida.

– Le das de beber a las tumbas. –Sí, abuela.

– Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.

– Sí, abuela.

– Y si vienen los Amadises avísales que no entren –dijo la abuela–, que las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.

Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la respiración apacible y enorme de la abuela dormida.

Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia reciente.  Vencida  por  los  oficios  bárbaros  de–  la  jornada,  Eréndira  no  tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y se tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se metió en el dormitorio como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas.

Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, empezaron a caer unas gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y endurecieron las  cenizas  humeantes  de  la  mansión.  La  gente  del  pueblo,  indios  en  su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver carbonizado del avestruz,  el  bastidor  del  piano  dorado,  el  torso  de  una  estatua.  La  abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su fortuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.

– Mi pobre niña –suspiró–. No te alcanzará la vida para pagarme este percance.

Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una austeridad científica: consideró la fuerza de sus muslos, el tamaño de sus senos, el diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su valor.

– Todavía está muy bache –dijo entonces–, tiene teticas de perra.

Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen. Eréndira pesaba 42 kilos.

– No vale más de cien pesos –dijo el viudo. La abuela se escandalizó.

– ¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! –casi gritó–. No, hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.

– Hasta ciento cincuenta –dijo el viudo.

– La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos –dijo la abuela– A

este paso le harán falta como doscientos años para pagarme.

– Por fortuna –dijo el viudo– lo único bueno que tiene es la edad.

La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras en el techo que casi llovía adentro como fuera. La abuela se sintió sola en un mundo de desastre.

– Suba siquiera hasta trescientos –dijo. –Doscientos cincuenta.

Al  final  se  pusieron  de  acuerdo  por  doscientos  veinte  pesos  en  efectivo  y algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera con el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara para la escuela.

– Aquí te espero –dijo la abuela.

– Sí, abuela –dijo Eréndira.

La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de altura por donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al garete, había una hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces de naufragio.

Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fragor de la borrasca. A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible y trató de escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la cara y volvió a gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que volviera a pisar la tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas tiras de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.

Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama virreinal,  un  ángel  de  guerra,  el  trono  chamuscado,  y  otros  chécheres inservibles. En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los Amadises.

La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y respiraba mal por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de infortunio conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo amores de a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de defensa fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el método del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la ternura. De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada mortal, Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de la carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:

– De aquí en adelante ya todo es mundo.

La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de un pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.

– No se nota –dijo.

– Es territorio de misiones –dijo el conductor.

– A mí no me interesa la caridad sino el contrabando –dijo la abuela.

Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo un saco de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:

– No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.

– ¡Cómo no –dijo la abuela–, dígamelo a mí!

– Búsquelos y verá –se burló el conductor de buen humor–. Todo el mundo habla de ellos, pero nadie los ve.

El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se apresuró a quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que había decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a la nieta para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador con un beso apresurado pero espontáneo y cierto.

La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los Amadises.

– Esto pesa como un muerto –rió el conductor. –Son dos –dijo la abuela–. Así que trátelos con el debido respeto.

– Apuesto que son estatuas de marfil –rió el conductor.

Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados, y extendió la mano abierta frente a la abuela.

– Cincuenta pesos –dijo.

La abuela señaló al carguero.

– Ya su esclavo se pagó por la derecha.

El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa. Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le dijo entonces a la abuela:

– Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.

La niña intervino asustada. – ¡Yo no he dicho nada!

– Lo digo yo que fui el de la idea –dijo el carguero.

La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de calcular el verdadero tamaño de sus agallas.

–  Por  mí  no  hay  inconveniente  –le  dijo–  si  me  pagas  lo  que  perdí  por  su descuido. Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil ochocientos noventa y cinco.

El camión arrancó.

– Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera –dijo con seriedad el carguero–. La niña los vale.

A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho.

–Pues vuelve cuando lo tengas, hijo –le replicó en un tono simpático–, pero ahora vete, que si volvemos a sacar las cuentas todavía me estás debiendo diez pesos.

El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde allí le dijo adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que no le correspondió

En el mismo solar baldío donde las dejó el camión, Eréndira y la abuela improvisaron un tenderete para vivir, con láminas de cinc y restos de alfombras asiáticas.

Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la mansión, hasta que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.

Al  contrario  de  siempre,  fue  la  abuela  quien  se  ocupó  aquella  mañana  de arreglar a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que había estado de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas y un lazo de organza que parecía una mariposa en la cabeza.

– Te ves horrorosa –admitió– pero así es mejor: los hombres son muy brutos en asuntos de mujeres.

Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los pasos de dos mulas en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira se acostó en el petate como lo habría hecho una aprendiza de teatro en el momento en que iba a abrirse  el  telón.  Apoyada  en  el  báculo  episcopal,  la  abuela  abandonó  el tenderete y se sentó en el trono a esperar el paso de las mulas.

Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años, aunque estaba envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco de corcho, y una pistola de militar en el cinturón de cartucheras. Montaba una buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se amontonaban los sacos de lienzo del correo.

Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo. Pero ella le hizo una señal para que echara una mirada dentro del tenderete. El hombre se detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites póstumos y un traje de cenefas moradas.

– ¿Te gusta? –preguntó la abuela.

El hombre del correo no comprendió hasta entonces lo que le estaban proponiendo.

– En ayunas no está mal –sonrió.

– Cincuenta pesos –dijo la abuela.

– ¡Hombre, lo tendrá de oro! –dijo él–. Eso es lo que me cuesta la comida de un mes.

– No seas estreñido –dijo la abuela–. El correo aéreo tiene mejor sueldo que un cura.

– Yo soy el correo nacional –dijo el hombre–. El correo aéreo es ése que anda en un camioncito.

– De todos modos el amor es tan importante como la comida –dijo la abuela.

– Pero no alimenta.

La abuela comprendió que a un hombre que vivía de las esperanzas ajenas le sobraba demasiado tiempo para regatear.

– ¿Cuánto tienes? –le preguntó.

El correo desmontó, sacó del bolsillo unos billetes masticados y se los mostró a la abuela. Ella los cogió todos juntos con una mano rapaz como si fueran una pelota.

– Te lo rebajo –dijo– pero con una condición: haces correr la voz por todas partes.

– Hasta el otro lado del mundo –dijo el hombre del correo–. Para eso sirvo.

Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual. Tan pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la entrada con un tirón enérgico de la cortina corrediza.

Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los hombres vinieron mesas de lotería y puestos de comida, y detrás de todos vino un fotógrafo en bicicleta que instaló frente al campamento una cámara de caballete con manga de luto, y un telón de fondo con un lago de cisnes inválidos.

La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria. Lo único que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con Eréndira. Al principio  había  sido  tan  severa  que  hasta  llegó  a  rechazar  un  buen  cliente porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y todo cuanto  fuera  capaz  de  demostrar,  mordiéndolo,  que  era  oro  de  buena  ley aunque no brillara.

Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca de otros lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.

Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener una visión entera del negocio.

– Si las cosas siguen así –le dijo a Eréndira– me habrás pagado la deuda dentro de ocho años, siete meses y once días.

Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y precisó:

– Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios, y otros gastos menores.

Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para no llorar.

– Tengo vidrio molido en los huesos –dijo.

– Trata de dormir.

– Sí, abuela.

Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió caminando dormida.

Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la polvareda del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua fresca en el sopor  dominical  de  San  Miguel  del  Desierto.  Al  volante  iba  un  corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los soldados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la cabeza como si estuvieran emboscadas para un combate. El holandés preguntó en su lengua:

– ¿Qué diablos venderán ahí?

– Una mujer –le contestó su hijo con toda naturalidad–. Se llama Eréndira.

– ¿Cómo lo sabes?

– Todo el mundo lo sabe en el desierto –contestó Ulises. El holandés descendió en el hotelito del pueblo.

Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola frente a la carpa de Eréndira.

La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba billetes en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un cesto. No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había crecido con clientes civiles. Ulises era el último.

El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.

– No hijo –le dijo–, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso. El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.

– ¿Qué es eso?

– Que contagias la mala sombra –dijo la abuela–. No hay más que verte la cara. Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.

– Entra tú, dragoneante –le dijo de buen humor–. Y no te demores, que la patria te necesita.

El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.

– Abuela –sollozó–, me estoy muriendo.

La  abuela  le  tocó  la  frente,  y  al  comprobar  que  no  tenía  fiebre,  trató  de consolarla.

– Ya no faltan más de diez militares –dijo.

Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.

– Lo que pasa es que estás débil –le dijo–. Anda, no llores más, báñate con agua de salvia para que se te componga la sangre.

Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el dinero al soldado que esperaba. «Se acabó por hoy», le dijo. «Vuelve mañana y te doy el primer lugar». Luego gritó a los de la fila:

– Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.

Soldados  y  civiles  rompieron  filas  con  gritos  de  protesta.  La  abuela  se  les enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.

– ¡Desconsiderados! ¡Mampolones! –gritaba–. Qué se creen, que esa criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos! ¡Apátridas de mierda!

Los  hombres le replicaban  con  insultos  más gruesos, pero ella terminó por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería. Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.

– Y tú –le dijo la abuela–, ¿dónde dejaste las alas? –El que las tenía era mi abuelo –contestó Ulises con su naturalidad–, pero nadie lo cree.

La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. «Pues yo sí lo creo», dijo. «Tráelas puestas mañana». Entró en la tienda y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.

Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una combinación corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.

Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:

– Quién tú eres.

Ulises se mostró hasta los hombros. «Me llamo Ulises», dijo. Le enseñó los billetes robados y agregó:

– Traigo la plata.

Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.

– Tenías que ponerte en la fila –le dijo.

– Esperé toda la noche –dijo Ulises. –Pues ahora tienes que esperarte hasta mañana –dijo Eréndira–. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los riñones.

En ese instante la abuela empezó a hablar dormida. –Van a hacer veinte años que llovió la última vez –dijo–. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu  abuelo  Amadís,  que  en  paz  descanse,  vio  una  mantarrasa  luminosa navegando por el aire.

Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.

– Tate sosiego –le dijo–. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.

Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.

– Ven –le dijo–, ayúdame a cambiar la sábana.

Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.

– Estaba loco por verte –dijo de pronto–. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.

– Pero me voy a morir –dijo Eréndira.

– Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar –dijo Ulises.

Eréndira  puso  aparte  la  sábana  sucia  y  cubrió  la  estera  con  otra  limpia  y aplanchada.

– No conozco el mar –dijo.

– Es como el desierto, pero con agua –dijo Ulises.

– Entonces no se puede caminar.

– Mi papá conoció un hombre que sí podía –dijo Ulises– pero hace mucho tiempo.

Eréndira  estaba  encantada  pero  quería  dormir.  –Si  vienes  mañana  bien temprano te pones en el primer puesto –dijo.

– Me voy con mi papá por la madrugada –dijo Ulises. –¿Y no vuelven a pasar por aquí?

– Quién sabe cuándo –dijo Ulises–. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la frontera.

Eréndira miró pensativa a la abuela dormida. –Bueno –decidió–, dame la plata.

Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.

– ¿Es la primera vez? –le preguntó.

Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.

– Respira despacio –le dijo–. Así es siempre al principio, y después ni te das cuenta.

Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.

– ¿Cómo es que te llamas?

– Ulises.

– Es nombre de gringo –dijo Eréndira.

– No, de navegante.

Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.

– Pareces todo de oro –dijo– pero hueles a flores. –Debe ser a naranjas –dijo

Ulises.

Ya  más tranquilo, hizo  una  sonrisa  de complicidad. –Andamos con muchos pájaros para despistar –agregó–, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.

– Las naranjas no son contrabando –dijo Eréndira. –Estas sí –dijo Ulises–. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.

Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo. –Lo que más me gusta de ti –dijo– es la seriedad con que inventas los disparates.

Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.

– Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa –dijo–. Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como veinte carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle, hasta que todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.

Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero Ulises no la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad, que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y lo siguió queriendo  sin  dinero  hasta  el  amanecer.  Un  grupo  de  misioneros  con  los crucifijos  en  alto  se  habían  plantado  hombro  contra  hombro  en  medio  del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de cañamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de ellos estaba la casa de la misión, un promontorio colonial con un campanario minúsculo sobre los muros ásperos y encalados.

El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el índice una grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.

– No pasen esa raya –gritó.

Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el fotógrafo en la bicicleta.

– El desierto no es de nadie –dijo la abuela.

– Es de Dios –dijo el misionero–, y estáis violando sus santas leyes con vuestro tráfico inmundo.

La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del misionero, y eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su intransigencia. Volvió a ser ella misma.

– No entiendo tus misterios, hijo. El misionero señaló a Eréndira. –Esa criatura es menor de edad. –Pero es mi nieta.

– Tanto peor –replicó el misionero–. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que recurrir a otros métodos.

La abuela no esperaba que llegaran a tanto.

– Está bien, aríjuna –cedió asustada–. Pero tarde o temprano pasaré, ya lo verás.

Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y Eréndira dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos, reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran seis novicias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que parecían fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a Eréndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla, y se la llevaron envuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red lunar.

No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más derechos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria en el cielo ardiente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la abuela.

– Yo no puedo hacer nada –le explicó, cuando acabó de oírla–, los padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.

– ¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? –preguntó la abuela.

– Para que haga llover –dijo el alcalde.

Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.

– Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por usted

–le dijo–. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?

Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus nalgas siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:

– Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.

El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con lástima.

– Entonces no pierda más el tiempo, señora –dijo–. Se la llevó el carajo.

No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la conocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento.

– Vamos a ver quién se cansa primero –dijo la abuela–, ellos o yo.

– Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan –dijo el fotógrafo–. Yo me voy.

Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. –Para dónde vas.

– Para donde me lleve el viento –dijo el fotógrafo, y se fue–. El mundo es grande.

La abuela suspiró.

– No tanto como tú crees, desmerecido.

Pero  no  movió  la  cabeza  a  pesar  del  rencor,  para  no  apartar  la  vista  del convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante muchas noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado.

Una noche pasó muy cerca de ella una fila de camiones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a arreglar algo en la plataforma de carga. Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas, dos cananas cruzadas en el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible, la abuela llamó al hombre.

– ¿No sabes quién soy? –le preguntó.

El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un instante el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el cabello marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del mundo. Cuando la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la linterna.

– Lo único que sé con toda seguridad –dijo– es que usted no es la Virgen de los Remedios.

– Todo lo contrario –dijo la abuela con una voz dulce–. Soy la Dama. El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.

– ¡Cuál dama!

– La de Amadís el grande.

– Entonces no es de este mundo –dijo él, tenso–. ¿Qué es lo que quiere?

– Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija de nuestro Amadís, que está presa en ese convento.

El hombre se sobrepuso al temor.

– Se equivocó de puerta –dijo–. Si cree que somos capaces de atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute.

Esa madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria,  y  los  delirios  reprimidos  pugnaban  por  salir  aunque  estuviera despierta, y tenía que apretarse el corazón con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes flores coloradas donde había sido feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el desierto se saturó del olor a pan caliente de los maitines. Sólo entonces se abandonó al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira se había levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.

Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento. Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la  cabeza  como  un  cepillo,  le  pusieron  el  rudo  balandrán  de  lienzo  de  las reclusas  y  le  entregaron  un  balde  de  agua  de  cal  y  una  escoba  para  que encalara los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio  de  mula,  porque  había  un  subir  y  bajar  incesante  de  misioneros embarcados y novicias de carga, pero Eréndira lo sintió como un domingo de todos los días después de la galera mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues aquel convento no estaba consagrado a la lucha  contra  el  demonio  sino  contra  el  desierto.  Eréndira  había  visto  a  las novicias indígenas desbravando las vacas a pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe, irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo, hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo otras formas de belleza y de horror que nunca había imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces ni las más persuasivas habían logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ventanas grandes por donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes, tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó la música sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer. Después del almuerzo, mientras blanqueaba  la  escalera  con  la  brocha  de  esparto,  esperó  a  que  todas  las novicias acabaran de subir y bajar, se quedó sola, donde nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el convento.

– Soy feliz –dijo.

De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Eréndira escapara para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros   rastrillaban   el   desierto   persiguiendo   concubinas   encinta   para casarlas, Iban hasta las rancherías más olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla. Lo más difícil de aquella cacería de indios era convencer a las mujeres, que se defendían de la gracia divina con el argumento verídico de que los hombres se sentían con derecho a exigirles a las esposas legítimas un trabajo más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los chinchorros. Había que seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos áspera, pero hasta las más retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la aceptación de la mujer, los sacaban a culatazos de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.

Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el propio domingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los repiques de las campanas, y vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres había mujeres encinta con velos y coronas de novia, llevando del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legítimos en la boda colectiva.

Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.

– Dime una cosa, hijo –le preguntó con su voz más tersa–. ¿Qué vas a hacer tú en esa cumbiamba?

El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la boca por sus dientes de burro. –Es que los padrecitos me van a hacer la primera comunión –dijo.

– ¿Cuánto te pagaron?

– Cinco pesos.

La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho miró asombrado.

– Yo te voy a dar veinte –dijo la abuela–. Pero no para que hagas la primera comunión, sino para que te cases.

– ¿Y eso con quién?

– Con mi nieta.

Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al menos cómo se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de la Epístola de San Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil, porque los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para mantenerla en el convento. Sin embargo, al término de la ceremonia, y en presencia del Prefecto Apostólico, del alcalde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo reciente y de su abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el hechizo que la había dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación.

– Me quiero ir –dijo. Y aclaró, señalando al esposo–: Pero no me voy con él sino con mi abuela.

Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunció a su propósito, al menos por aquel día, y se quedó de mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos.

La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos del naranjal. Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos de su sangre.

Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua guajira:

– ¿Desde cuándo te sucede?

– Desde que vinimos del desierto –dijo Ulises, también en guajiro–. Es sólo con las cosas de vidrio.

Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colores diferentes.

– Esas cosas sólo sucedería por amor –dijo la madre–. ¿Quién es?

Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.

– ¿De qué hablan? –le preguntó a Ulises en holandés. –De nada especial –

contestó Ulises.

La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la casa, le preguntó al hijo en guajiro:

– ¿Qué te dijo?

– Nada especial –dijo Ulises.

Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces insistió:

– Dime quién es.

– No es nadie –dijo Ulises.

Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a su padre, su madre lo vigilaba a él.

– Hace mucho tiempo que no comes pan –observó ella.

– No me gusta.

El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita. «Mentira», dijo. «Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan». Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.

– Más vale que me digas quién es –dijo–, o te doy a la fuerza unos baños de purificación.

En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó entonces de la ventana y le replicó a su madre con impaciencia.

– Ya te dije que no es nadie –dijo–. Si no me crees, pregúntaselo a mi papá.

El  holandés  apareció  en  la  puerta  de  la  oficina  encendiendo  la  pipa  de navegante, y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en castellano:

– ¿A quién conocieron en el desierto?

– A nadie –le contestó su marido, un poco en las nubes–. Si no me crees, pregúntaselo a Ulises.

Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó la carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.

A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir. Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para decidir. Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas maduras que no había podido robarse en la tarde.

Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón. Por fin le informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del senador Onésimo Sánchez, y que éste debía  de  estar  aquel  día en la Nueva Castilla. No lo encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no andaba con él, pues la abuela había conseguido que el senador avalara su moralidad con una carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas del desierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y éste le indicó la dirección que buscaba.

– Van para el mar –le dijo–. Y apúrate, que la intención de la jodida vieja es pasarse para la isla de Aruba.

En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia y percudida que la abuela le había comprado a un circo en derrota. El fotógrafo errante había vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos. Una banda de chupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un valse taciturno.

Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la abuela había recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de peltre con patas de león. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira estaba desnuda y plácida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la carpa. Dormía con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para pensar en ella:

– Arídnere.

Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y se cubrió con la sábana hasta la cabeza.

– No me mires –dijo–. Estoy horrible.

– Estás toda color de naranja –dijo Ulises.

Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara.

– Mira.

Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas tenían su color.

– Ahora no quiero que te quedes –dijo.

– Sólo entré para mostrarte esto –dijo Ulises–. Fíjate.

Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le mostró a

Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un diamante legítimo.

– Estas son las naranjas que llevamos a la frontera –dijo.

– ¡Pero son naranjas vivas! –exclamó Eréndira.

– Claro –sonrió Ulises–. Las siembra mi papá.

Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante con los dedos y lo contempló asombrada.

– Con tres así le damos la vuelta al mundo –dijo Ulises–.

Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises insistió.

– Además, tengo una camioneta –dijo–. Y además… ¡Mira! Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.

– No puedo irme antes de diez años –dijo Eréndira. –Te irás –dijo Ulises–. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantando como la lechuza.

Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de Eréndira sonrieron por primera vez.

– Es mi abuela –dijo.

– ¿La lechuza?

– La ballena.

Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.

– Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.

– No hay que decirle nada.

– De todos modos lo sabrá –dijo Eréndira–: ella sueña las cosas.

– Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la frontera. Pasaremos como los contrabandistas… –dijo Ulises.

Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido de los disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí ni que no,  pero  sus  ojos  suspiraron,  y  despidió  a  Ulises  con  un  beso.  Ulises, conmovido, murmuró:

– Mañana veremos pasar los buques.

Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a la abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de su sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que tenía a su alcance, y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.

– Aquí tienes –le dio–: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida, menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas, son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.

El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.

– Gracias, blanca.

El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar el fuelle de la cámara con pegotes de gutapercha.

– En qué quedamos –le dijo– ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la música? El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.

– La música no sale en los retratos.

– Pero despierta en la gente las ganas de retratarse –replicó la abuela.

– Al contrario –dijo el fotógrafo–, les recuerda a los muertos, y luego salen en los retratos con los ojos cerrados.

El director de la charanga intervino.

– Lo que hace cerrar los ojos no es la música –dijo–, son los relámpagos de retratar de noche.

– Es la música –insistió el fotógrafo.

La abuela le puso término a la disputa. «No seas truñuño», le dijo al– fotógrafo. «Fíjate  lo  bien  que  le  va  al  senador  Onésimo  Sánchez,  y  es  gracias  a  los músicos que lleva.» Luego, de un modo duro, concluyó:

– De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu destino. No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los gastos.

– Sigo solo mi destino –dijo el fotógrafo–. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un artista.

La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.

– Doscientos cincuenta y cuatro piezas –le dijo– a cincuenta centavos cada una, más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.

El músico no recibió el dinero.

– Son ciento ochenta y dos con cuarenta –dijo–. Los valses son más caros,

– ¿Y eso por qué?

– Porque son más tristes –dijo el músico. La abuela lo obligó a que cogiera el dinero,

– Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qué te debo, y quedamos en paz.

El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.

Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca del dinero y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor de la manó cuando le entregó la llave. «No te asustes», –le dijo–. «Siempre hay lechuzas en las noches de viento». Sin embargo no dio muestras de igual convicción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a cuestas.

– Si quieres, quédate hasta mañana –le dijo–, la muerte anda suelta esta noche. También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza pero no cambió de parecer.

– Quédate, hijo –insistió la abuela– aunque sea por el cariño que te tengo.

– Pero no pago la música –dijo el fotógrafo.

– Ah, no –dijo la abuela–. Eso no.

– ¿Ya ve? –dijo el fotógrafo–. Usted no quiere a nadie. La abuela palideció de rabia.

– Entonces lárgate –dijo–. ¡Malnacido!

Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras Eréndira la ayudaba  a  acostarse.  «Hijo  de  mala  madre»,  rezongaba.  «Qué  sabrá  ese bastardo del corazón ajeno». Eréndira no le puso atención, pues la lechuza la solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormentada por la incertidumbre.

La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a respirar sus aires estériles.

– Tienes que madrugar –dijo entonces–, para que me hiervas la infusión del baño antes de que llegue la gente.

– Sí, abuela.

– Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así tendremos algo más que descontarles la semana entrante.

– Sí, abuela –dijo Eréndira.

– Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el día más largo de la semana.

– Sí, abuela.

– Y le pones su alimento al avestruz.

– Sí, abuela –dijo Eréndira.

Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de altar frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden atrasada.

– No se te olvide prender las velas de los Amadises. –Sí, abuela.

Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a delirar. Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez había reconocido el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el hechizo de la abuela.

No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa cómplice la tranquilizó.

– Yo no sé nada –dijo el fotógrafo–, no he visto nada ni pago la música.

Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces hacia el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento donde cantaba la lechuza.

Esa vez la abuela recurrió de inmediato a la autoridad civil. El comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.

– Cómo carajo quiere que la lea –gritó el comandante– si no sé leer.

– Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez –dijo la abuela. Sin  más  preguntas,  el  comandante  descolgó  un  rifle  que  tenía  cerca  del chinchorro y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después estaban todos dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un viento contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto al conductor, viajaba el comandante. Detrás estaba el holandés con la abuela, y en cada estribo iba un agente armado.

Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de guerra.  El  comandante  le  preguntó  al  conductor  del  primer  camión  a  qué distancia había encontrado una camioneta de granja cargada de pájaros.

El conductor arrancó antes de contestar.

– Nosotros no somos chivatos –dijo indignado–, somos contrabandistas.

El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.

– Por lo menos –les gritó– tengan la vergüenza de no circular a pleno sol.

El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en ti Eréndira. El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el Norte, y el

sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.

La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un pañuelo amarrado en la cabeza.

– Ahí está –lo señaló– ése fue el cómplice. Malnacido.

El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera cargo del fotógrafo.

– Agárralo y nos esperas aquí –le dijo–. Ya volvemos.

El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El fotógrafo no lo oyó por el viento contrario. Cuando la camioneta se le adelantó, la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un saludo, sonrió, v le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de rifle que nunca supo de dónde le vino.

Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las de sus pájaros desplomados por el viento. El conductor corrigió el rumbo, hundió a fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.

Cuando Ulises vio aparecer  el  carro  militar  en el espejo retrovisor, hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más. Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed. Eréndira, que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que estaba a punto de alcanzarlos y con una determinación cándida cogió la pistola de la guantera.

– No sirve –dijo Ulises–. Era de Francis Drake.

La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar se le adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplomados por el viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.

Las conocí por esa época, que fue la de más grande esplendor, aunque no había de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años después, cuando Rafael Escalona reveló en una canción el desenlace terrible del drama y me pareció que era bueno para contarlo. Yo andaba vendiendo enciclopedias y libros de medicina por la provincia de Riohacha. Álvaro Cepeda Samudio, que andaba también por esos rumbos vendiendo máquinas de cerveza helada, me llevó en su camioneta por los pueblos del desierto con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y hablamos tanto de nada y tomamos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por dónde atravesamos el desierto entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba la carpa del amor errante, bajo los lienzos de letreros colgados: Eréndira es mejor Vaya y vuelva Eréndira lo espera Esto no es vida sin Eréndira. La fila interminable y ondulante, compuesta por hombres de razas y cones diversas, parecía una serpiente de vértebras humanas que dormitaba a través de solares y plazas, por entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de aquella ciudad fragoroso de traficantes de paso. Cada calle era un garito público, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las numerosas músicas indescifrables y los pregones gritados formaban un solo estruendo de pánico en el calor alucinante.

Entre la muchedumbre de apátridas y vividores estaba Blacamán, el bueno, trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne propia un antídoto de su invención. Estaba la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres, que por cincuenta centavos se dejaba tocar para que vieran que no había engaño y contestaba las preguntas que quisieran hacerle sobre su desventura. Estaba un enviado de la vida eterna que anunciaba la venida inminente del pavoroso murciélago sideral, cuyo ardiente resuello de azufre había de trastornar el orden de la naturaleza, y haría salir a flote los misterios del mar.

El único remanso de sosiego era el barrio de tolerancia, a donde sólo llegaban los rescoldos del fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica bostezaban de tedio en los abandonados salones de baile. Habían hecho la siesta sentadas, sin que nadie las despertara para quererlas, y seguían esperando al murciélago sideral bajo los ventiladores de aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se levantó, y fue a una galería de trinitarias que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila de los pretendientes de Eréndira.

– A ver –les gritó la mujer–. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?

– Una carta de un senador –gritó alguien.

Atraídas por los gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la galería.

– Hace días que esa cola está así –dijo una de ellas–. Imagínate, a cincuenta pesos cada uno. La que había salido primero decidió:

– Pues yo me voy a ver qué es lo que tiene de oro ese sietemesino.

– Yo también –dijo otra–. Será mejor que estar aquí calentando gratis el asiento. En el camino, se incorporaron otras, y cuando llegaron a la tienda de Eréndira

habían integrado una comparsa bulliciosa. Entraron sin anunciarse, espantaron a golpes de almohadas al hombre que encontraron gastándose lo mejor que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de Eréndira y la sacaron en andas a la calle.

– Esto es un atropello –gritaba la abuela–. ¡Cáfila de desleales! ¡Montoneras! –Y luego, contra los hombres de la fila–: y ustedes, pollerones, dónde tienen las criadillas que permiten este abuso contra una pobre criatura indefensa. ¡Maricas!

Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repartiendo tramojazos de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.

Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de perro con que la abuela la encadenaba de un travesaño de la cama desde que trató de fugarse.  Pero  no  le  hicieron  ningún  daño.  La  mostraron  en  su  altar  de marquesina por las calles de más estrépito, como el paso alegórico de la penitente encadenada, y al final la pusieron en cámara ardiente en el centro de la plaza mayor. Eréndira estaba enroscada, con la cara escondida pero sin llorar, y así permaneció en el sol terrible de la plaza, mordiendo de vergüenza y de rabia la cadena de perro de su mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de taparla con una camisa.

Esa fue la única vez que las vi, pero supe que habían permanecido en aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pública hasta que reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia el rumbo de] mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de pobres. Era un desfile de carretas tiradas por bueyes, sobre las cuales se amontonaban algunas réplicas de pacotilla de la palafernalia extinguida con el desastre de la mansión, y no sólo los bustos imperiales y los relojes raros, sino también un plano de ocasión y una vitrola de manigueta con los discos de la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una banda de músicos anunciaba en los pueblos su llegada triunfal,

La abuela viajaba en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los cereales de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño monumental había aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco de lona de velero, en el cual se metía los lingotes de oro como se meten las balas en un cinturón de cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, vestida de géneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de perro en el tobillo.

– No te puedes quejar –le había dicho la abuela al salir de la ciudad fronteriza–. Tienes ropas de reina, una cama de lujo, una banda de música propia, y catorce indios a tu servicio. ¿No te parece espléndido?

– Sí, abuela.

– Cuando yo te falte –prosiguió la abuela–, no quedarás a merced de los hombres, porque tendrás tu casa propia en una ciudad de importancia. Serás libre y feliz.

Era una visión nueva e imprevista del porvenir. En cambio no había vuelto a hablar de la deuda de origen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos plazos aumentaban a medida que se hacían más intrincadas las cuestas del negocio. Sin embargo, Eréndira no emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su pensamiento. Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un viento de laureles antiguos, y escucharon piltrafas de diálogos de Jamaica, y sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazón, y era que habían llegado al mar.

– Ahí lo tienes –dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo de media vida de destierro–. ¿No te gusta?

– Sí, abuela.

Allí plantaron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a veces confundía sus nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmió hasta más tarde que de costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar. Sin embargo, cuando Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle pronósticos sobre el futuro, y era una clarividencia tan febril que parecía un delirio de vigilia.

– Serás una dueña señorial –le dijo–. Una dama de alcurnia, venerada por tus protegidas, y complacida y honrada por las más altas autoridades. Los capitanes de los buques te mandarán postales desde todos los puertos del mundo.

Eréndira no la escuchaba. El agua tibia perfumada de orégano chorreaba en la bañera por un canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela con una mano mientras la jabonaba con la otra.

– El prestigio de tu casa volará de boca en boca desde el cordón de las Antillas hasta los reinos de Holanda –decía la abuela–. Y ha de ser más importante que la casa presidencial, porque en ella se discutirán los asuntos del gobierno y se arreglará el destino de la nación.

De pronto, el agua se extinguió en el canal. Eréndira salió de la carpa para averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el canal estaba cortando leña en la cocina.

– Se acabó –dijo el indio–. Hay que enfriar más agua.

Eréndira fue hasta la hornilla donde había otra olla grande con hojas aromáticas hervidas. Se envolvió las manos en un trapo, y comprobó que podía levantar la olla sin ayuda del indio.

– Vete –le dijo–. Yo echo el agua.

Esperó hasta que el indio saliera de la cocina. Entonces quitó del fuego la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y ya iba a echar el agua mortífera en el conducto de la bañera cuando la abuela gritó en el interior de la carpa:

– ¡Eréndira!

Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se arrepintió en el instante final.

– Ya voy, abuela –dijo–. Estoy enfriando el agua.

Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela cantaba dormida con el chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con unos ojos intensos que parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó como un ahogado, con los brazos en el pecho y los Ojos abiertos, y llamó con toda la fuerza de su voz interior:

– Ulises.

Ulises despertó de golpe en la casa del naranjal. Había oído la voz de Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras del cuarto. Al cabo de un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandonó el dormitorio. Había atravesado la terraza cuando lo sorprendió la voz de su padre:

– Para dónde vas.

Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.

– Para el mundo –contestó.

– Esta vez no te lo voy a impedir –dijo el holandés–. Pero te advierto una cosa: a dondequiera que vayas te perseguirá la maldición de tu padre.

– Así sea –dijo Ulises.

Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la resolución del hijo, el holandés lo siguió por el naranjal enlunado con una mirada que poco a poco empezaba a sonreír.  Su  mujer  estaba  a  sus  espaldas  con  su  modo  de  estar  de  india hermosa. El holandés habló cuando Ulises cerró el portal.

– Ya volverá –dijo– apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.

– Eres muy bruto –suspiró ella–. No volverá nunca.

En  esa  ocasión,  Ulises  no  tuvo  que  preguntarle  a  nadie  por  el  rumbo  de Eréndira. Atravesó el desierto escondido en camiones de paso, robando para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del riesgo, hasta que encontró la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se veían los edificios de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los adioses nocturnos de los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba dormida, encadenada al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la deriva, en que lo había llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo rato sin despertarla, pero la contempló con tanta intensidad que Eréndira despertó. Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin prisa, se desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recóndita que se parecieron más que nunca al amor.

En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta monumental y empezó a delirar.

– Eso fue por los tiempos en que llegó el barco griego –dijo–. Era una tripulación de locos que hacían felices a las mujeres y no les pagaban con dinero sino con esponjas, unas esponjas vivas que después andaban caminando por dentro de las casas, gimiendo como enfermos de hospital y haciendo llorar a los niños para beberse las lágrimas.

Se incorporó con un movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.

– Entonces fue cuando llegó él, Dios mío –gritó–, más fuerte, más grande y mucho más hombre que Amadís.

Ulises, que hasta entonces no había prestado atención al delirio, trató de esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo tranquilizó.

– Estate quieto –le dijo–. Siempre que llega a esa parte se sienta en la cama, pero no despierta.

Ulises se acostó en su hombro.

– Yo estaba esa noche cantando con los marineros y pensé que era un temblor de tierra –continuó la abuela–. Todos debieron pensar lo mismo, porque huyeron dando gritos, muertos de risa, y sólo quedó él bajo el cobertizo de astromelias. Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo estaba cantando la canción que todos cantaban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.

Sin son ni ton, como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las líneas de su amargura:

Señor, Señor, devuélveme mi antigua inocencia para gozar su amor otra vez desde el principio Sólo entonces se interesó Ulises en la nostalgia de la abuela.

– Ahí estaba él –decía– con una guacamayo en el hombro y un trabuco de matar caníbales como llegó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento de muerte cuando se plantó en frente de mí, y me dijo: le he dado mil veces la vuelta al mundo y he visto a todas las mujeres de todas las naciones, así que tengo autoridad para decirte que eres la más altiva y la más servicial, la más hermosa de la tierra.

Se acostó de nuevo y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira permanecieron un largo rato en silencio, mecidos en la penumbra por la respiración descomunal de la anciana dormida. De pronto, Eréndira preguntó sin un quebranto mínimo en la voz:

– ¿Te atreverías a matarla?

Tomado de sorpresa, Ulises no supo qué contestar. –Quién sabe –dijo–. ¿Tú te atreves?

– Yo no puedo –dijo Eréndira–, porque es mi abuela.

Entonces Ulises observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo su cantidad de vida, y decidió: –Por ti soy capaz de todo.

Ulises compró una libra de veneno para ratas, la revolvió con nata de leche y mermelada de frambuesa, y vertió aquella crema mortal dentro de un pastel al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso encima una crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro de la maniobra siniestra y completó el engaño con setenta y dos velitas rosadas.

La abuela se incorporó en el trono blandiendo el báculo amenazador cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta,

– Descarado –gritó–. ¡Cómo te atreves a poner los pies en esta casa! Ulises se escondió detrás de su cara de ángel.

– Vengo a pedirle perdón –dijo–, hoy día de su cumpleaños.

Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como para una cena de bodas. Sentó a Ulises a su diestra, mientras Eréndira les servía, y después de apagar las velas con un soplo arrasador cortó el pastel en partes iguales. Le sirvió a Ulises.

– Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo –dijo– Te dejo el primer pedazo que es el de la felicidad.

– No me gusta el dulce –dijo él. Que le aproveche.

La abuela le ofreció a Eréndira otro pedazo de pastel. Ella se lo llevó a la cocina lo tiró en la caja de la basura.

La abuela se comió sola todo el resto. Se metía los pedazos enteros en la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises desde el limbo de su placer. Cuando no hubo más en su plato se comió también el que Ulises había despreciado. Mientras masticaba el último trozo, recogía con los dedos y se metía en la boca las migajas del mantel.

Había comido arsénico  como  para  exterminar una generación de ratas. Sin embargo, tocó el piano y cantó hasta la media noche, se acostó feliz, y consiguió un  sueño  natural.  El  único  signo  nuevo  fue  un  rastro  pedregoso  en  su respiración.

Eréndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y sólo esperaban su estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empezó a delirar.

– ¡Me volvió loca, Dios mío, me volvió loca! –gritó–. Yo ponía dos trancas en el dormitorio para que no entrara, ponía el tocador y la mesa contra la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que él diera un golpecito con el anillo para que los parapetos se desbarataran, las sillas se bajaban solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las trancas se salían solas de las argollas.

Eréndira y Ulises la contemplaban con un asombro creciente, a medida que el delirio se volvía más profundo y dramático, y la voz más íntima.

– Yo sentía que me iba a morir, empapada en sudor de miedo, suplicando por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que él entrara sin entrar, que no se fuera nunca pero que tampoco volviera jamás, para no tener que matarlo.

Siguió recapitulando su drama durante varias horas, hasta en sus detalles más ínfimos, como si lo hubiera vuelto a vivir en el sueño. Poco antes del amanecer se revolvió en la cama con un movimiento de acomodación sísmica y la voz se le quebró con la inminencia de los sollozos.

– Yo lo previne, y se rió –gritaba–, lo volví a prevenir y volvió a reírse, hasta que abrió los ojos aterrados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina!, y la voz no le salió por la boca sino por la cuchillada de la garganta.

Ulises, espantado con la tremenda evocación de la abuela, se agarró de la mano de Eréndira.

– ¡Vieja asesina! –exclamó.

Eréndira no le prestó atención, porque en ese instante empezó a despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.

– ¡Vete! –dijo Eréndira–. Ya va a despertar.

– Está más viva que un elefante –exclamó Ulises–. ¡No puede ser!, Eréndira lo atravesó con una mirada mortal.

– Lo que pasa –dijo– es que tú no sirves ni para matar a nadie.

Ulises se impresionó tanto con la crudeza del reproche, que se evadió de la carpa. Eréndira continuó observando a la abuela dormida, con su odio secreto, con la rabia de la frustración, a medida que se alzaba el amanecer y se iba despertando el aire de los pájaros. Entonces la abuela abrió los Ojos y la miró con una sonrisa plácida.

– Dios te salve, hija.

El único cambio notable fue un principio de desorden en las normas cotidianas. Era miércoles, pero la abuela quiso ponerse un traje de domingo, decidió que Eréndira no recibiera ningún cliente antes de las once, y le pidió que le pintara las uñas de color granate y le hiciera un peinado de pontifical.

– Nunca había tenido tantas ganas de retratarme –exclamó.

Eréndira empezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se quedó entre los dientes un mazo de cabellos. Se lo mostró asustada a la abuela. Ella lo examinó, trató de arrancarse otro mechón con los dedos, y otro arbusto de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró al suelo y probó otra vez, y se arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a arrancarse el cabello con las dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados en el aire con un júbilo incomprensible, hasta que la cabeza le quedó como un coco pelado.

Eréndira no volvió a tener noticias de Ulises hasta dos semanas más tarde, cuando percibió fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela había empezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no se daba cuenta de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plumas radiantes.

Eréndira acudió al llamado y sólo entonces descubrió la mecha de detonante que salía de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza y se perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió junto a él entre los arbustos, y ambos vieron con el corazón oprimido la llamita azul que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio oscuro y penetró en la carpa.

– Tápate los oídos –dijo Ulises.

Ambos lo hicieron, sin que hiciera falta, porque no hubo explosión. La tienda se iluminó por dentro con una deflagración radiante, estalló en silencio, y desapareció en una tromba de humo de pólvora mojada. Cuando Eréndira se atrevió a entrar, creyendo que la abuela estaba muerta, la encontró con la peluca chamuscada y la camisa en piltrafas, pero más viva que nunca, tratando de sofocar el fuego con una manta.

Ulises se escabulló al amparo de la gritería de los indios que no sabían qué hacer,  confundidos  por  las  órdenes  contradictorias  de  la  abuela.  Cuando lograron por fin dominar las llamas y disipar el humo, se encontraron con una visión de naufragio.

– Parece cosa del maligno –dijo la abuela–. Los pianos no estallan por casualidad.

Hizo toda clase de conjeturas para establecer las causas del nuevo desastre, pero las evasivas de Eréndira, y su actitud impávida, acabaron de confundirla. No encontró una mínima fisura en la conducta de la nieta, ni se acordó de la existencia de Ulises. Estuvo despierta hasta la madrugada, hilando suposiciones y haciendo cálculos de las pérdidas. Durmió poco y mal. A la mañana siguiente, cuando Eréndira le quitó el chaleco de las barras de oro le encontró ampollas de fuego en los hombros, y el pecho en carne viva. «Con razón que dormí dando vueltas», dijo, mientras Eréndira le echaba claras de huevo en las quemaduras. «Y además, tuve un sueño raro.» Hizo un esfuerzo de concentración, para evocar la imagen, hasta que la tuvo tan nítida en la memoria como en el sueño.

– Era un pavorreal en una hamaca blanca –dijo.

Eréndira se sorprendió, pero rehizo de inmediato su expresión cotidiana.

– Es un buen anuncio –mintió–. Los pavorreales de los sueños son animales de larga vida.

– Dios te oiga –dijo la abuela–, porque estamos otra vez como al principio. Hay que empezar de nuevo.

Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el platón de las compresas, y dejó a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el cráneo embadurnado de mostaza. Estaba echando más claras de huevo en el platón, bajo el cobertizo de palmas que servía de cocina, cuando vio aparecer los Ojos de Ulises por detrás  del  fogón  como  lo  vio  la  primera  vez  detrás  de  su  cama.  No  se sorprendió, sino que le dijo con una voz de cansancio:

– Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.

Los Ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Permaneció inmóvil, mirando a Eréndira  en  silencio,  viéndola  partir  los  huevos  con  una  expresión  fija,  de absoluto desprecio, como si él no existiera. Al cabo de un momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorporó, siempre sin decir nada, y entró bajo el cobertizo y descolgó el cuchillo.

Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el momento en que Ulises abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:

– Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muerte. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca.

La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo esfuerzo se incorporó sin ayuda del báculo y levantó los brazos.

– ¡Muchacho! –gritó–. Te volviste loco.

Ulises le saltó encima y le dio una cuchillada certera en el pecho desnudo. La abuela lanzó un gemido, se le echó encima y trató de estrangularlo con sus potentes brazos de oso.

– Hijo de puta –gruñó–. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara de ángel traidor.

No pudo decir nada más porque Ulises logró liberar la mano con el cuchillo y le asestó una segunda cuchillada en el costado. La abuela soltó un gemido recóndito y abrazó con más fuerza al agresor. Ulises asestó un tercer golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presión le salpicó la cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de menta. Eréndira apareció en la entrada con el platón en la mano, y observó la lucha con una impavidez criminal.

Grande, monolítica, gruñendo de dolor y de rabia, la abuela se aferró al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus piernas, hasta su cráneo pelado estaban verdes de sangre. La enorme respiración de fuelle, trastornada por los primeros estertores, ocupaba todo el ámbito. Ulises logró liberar otra vez el brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y una explosión de sangre lo empapó de verde hasta los pies. La abuela trató de alcanzar el aire que ya le hacía falta para vivir, y se derrumbó de bruces. Ulises se soltó de los brazos exhaustos y sin darse un instante de tregua le asestó al vasto cuerpo caído la cuchillada final.

Eréndira puso entonces el platón en una mesa, se inclinó sobre la abuela, escudriñándole sin tocarla, y cuando se convenció de que estaba muerta su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no le habían dado sus veinte años de infortunio. Con movimientos rápidos y precisos, cogió el chaleco de oro y salió de la carpa.

Ulises permaneció sentado junto al cadáver, agotado por la lucha, y cuanto más trataba de limpiarse la cara más se la embadurnaba de aquella materia verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira con el chaleco de oro tomó conciencia de su estado.

La llamó a gritos, pero no recibió ninguna respuesta. Se arrastró hasta la entrada de la carpa, y vio que Eréndira empezaba a correr por la orilla del mar en dirección opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un último esfuerzo para perseguirla, llamándola con unos gritos desgarrados que ya no eran de amante sino de hijo, pero lo venció el terrible agotamiento de haber matado a una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado boca bajo en la playa, llorando de soledad y de miedo.

Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de  talco, por el sopor  de  los  palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia.

Gao Xingjian: Instante. Cuento

xingjian-photo2Está tumbado solo en la playa en una tumbona de lona de espaldas al mar. El viento es muy fuerte. En el cielo límpido no hay una nube, el agua refleja el brillo deslumbrante del sol, no se distingue el rostro.

Un portón enorme de hierro mojado y herrumbroso, el agua resbala sin cesar desde la parte más alta, oculta a la vista. Las dos hojas gruesas y pesadas se abren con lentitud, el hueco que hay entre ellas se ensancha, de la calle llega el sonido de las sirenas de los coches de la policía. Hileras de rascacielos que ocultan la luz del sol más allá de la abertura de la puerta. Las sirenas no cesan de sonar.

La silueta de una mujer que se aleja por el pasillo oscuro hacia el vestíbulo, no ha encendido la luz, se pone el abrigo, duda un instante, sujeta el pomo de la puerta, la entreabre con sigilo, sale. El pomo gira lentamente hacia su posición original, la puerta se cierra con un clac.

El sol tibio invita al sueño. Él cierra el libro, se recuesta en el respaldo, se pone las gafas negras, dos cristales redondos y pequeños le ocultan los ojos. Levanta del suelo el sombrero negro de copa y se tapa la cara, sólo se oye el oleaje.

Las olas rompen contra la playa y antes de retirarse son absorbidas por la arena con un bisbiseo y dejan una marca ocre de espuma.

El brazo que cuelga pica, vienen trepando las hormigas, primero es una y luego una tras otra las que trepan por el brazo.

Dice que se excita mucho cuando hace el amor con dos hombres delante de la chimenea. Está atravesada en la cama con la cabeza apoyada en el reborde y los ojos cerrados, fuera del círculo de luz, la lámpara sólo alumbra la cabellera colgante y la ropa interior y los leotardos tirados por el suelo.

Él tiene la sensación de que la marea está subiendo, el agua llega hasta los pies de la silla, remolonea, vuelve. Una vieja melodía flota en el aire, bella y triste como el lamento fúnebre de una campesina, como el son quejumbroso de un lusheng.

Se ha deshecho de los zapatos con un giro brusco de tobillo, inclinada se pone otro par, uno de ellos tiene el talón gastado y deshilachado y acaba arrojado a un lado del pasillo.

Un cartel publicitario en blanco y negro con la mitad inferior del cuerpo de una mujer de puntillas que se levanta la falda larga dejando al descubierto unos bellos muslos, el anuncio de unos zapatos fijado a la pared del andén de una estación de metro. En la plataforma, una vieja con un bolso grande vacío y un hombre de edad mediana que lee el periódico sentado. Llega el metro, unas puertas se abren y otras no, los que se apean se dirigen a la salida, ni uno solo alza siquiera la cabeza para mirar el anuncio. Sobre el andén sola la figura de él, llega más gente, la figura se aleja.

El agua ondulante cubre ya las cuatro patas de la silla, sigue subiendo la marea. Y la misma melodía triste, ahora más vaga e imprecisa, más parecida a la de un lusheng.

Dice que quiere sentirse aplastada bajo el cuerpo de un hombre que la doble en peso. Está tumbada en la penumbra de la cama con los ojos muy abiertos. Sentado a la mesa con la espalda desnuda, él pregunta sin volver la cara si sería capaz de aguantarlo. Ella dice que le gustaría ser aplastada hasta quedarse sin respiración y ríe. Tuu, la señal del ordenador.

La melodía cada vez más fuerte, cada vez más vaga e imprecisa, como el soplar del viento a través del papel roto de la ventana mezclado con un roce de granos de arena, cada vez más indistinta, pero aún penetrante. El agua llega ya al asiento de la silla, la mece.

Sentado delante del ordenador con un pitillo en la boca. En la pantalla aparece una larga frase: «Qué no comprender y qué comprender o no comprender y no comprender qué y qué comprender y no comprender qué es comprender y qué no comprender y qué es es y qué es no es y no es y no comprender es no querer comprender o sencillamente no comprender y qué y por qué querer hacer comprender y no hacerlo comprender y tampoco comprender si es no comprender de verdad o es no hacerlo comprender o es comprender de verdad y no comprender de mentira o no hacer por comprender o simular querer comprender y querer adrede hacerlo comprender pero no hacerlo comprender o absolutamente hacerlo y no hacerlo comprender y no comprender pues no comprender y más vale no comprender en principio por qué querer comprender…»

Un payaso de nariz blanca toca el acordeón en el circo, el fuelle se extiende una vez y se pliega otra, se extiende y se pliega y se pliega y se extiende y aún quiere desplegarse más cuando está tendido al máximo, el fuelle se rompe, la música cesa al instante.

Sólo en el aire el resonar del viento y el oleaje, el brillo intenso del sol deslumbrante.

Tira en el cenicero la ceniza que está por caer, vuelve atrás y pulsa una y otra vez la tecla hasta borrar cada una de las letras de la frase inacabada de la pantalla.

Baraja con ambas manos el montón de fichas de mah-jong, coge una, la acaricia, aparece un «dragón rojo», luego saca un «dragón verde» y un «dragón blanco», las pone en orden, «dragón rojo», «dragón verde» y «dragón blanco», sigue sacando, «dragón verde», «dragón rojo», «dragón blanco», «dragón verde», «dragón rojo», «dragón blanco», «este», «dragón verde», «dragón rojo», «viento», «norte», «este», «sur», «viento», «oeste», «norte», «dos de bambúes», vuelca las fichas y baraja de nuevo.

«Cuéntame una historia.» Él se vuelve, la luz de la lámpara de mesa le ilumina la nuca, sobre la cama en penumbra ve el cuerpo desnudo de ella acurrucado como una pescadilla.

Una silla vacía flota derecha en la superficie, ondea el reflejo del agua. No se oye el rumor de las olas, sólo un sonido largo conmueve el aire, continuo y monótono.

Un niño llora a lágrima viva en un rincón del muro, pero no hace ruido. La hiedra tapiza el muro pétreo, el sol por la mitad lo ilumina.

El hombre de edad avanzada con pantalón de tirantes y camisa blanca de cuello desabrochado tira de una cuerda sobre el césped esmeralda recién cortado, hace cierto esfuerzo pero se le ve tranquilo y poco apurado.

Parado en la calle delante de un escaparate, al principio no parece interesado pero luego comienza a leer con mucha atención, palabra por palabra, lo que hay escrito en el interior. La calle está desierta con excepción de uno o dos transeúntes.

Ella de pie en el cruce, flujo incesante de coches. Cruza con el semáforo aún en rojo. Se acerca veloz un coche, vuelve con paso rápido a la línea blanca de mitad de la calzada, mira hacia el lado del que viene el tráfico, echa una carrerita cuando acaba de pasar un turismo, llega a la acera, sube las escaleras, cavila un instante, pulsa unos números en el portero automático, un zumbido, empuja la puerta, entra. Mientras la puerta se cierra con lentitud gira apenas la cabeza, pero en la penumbra del interior no se distingue el rostro.

Ya no hay silla en la superficie del agua, sólo espuma. El sonido largo llega por rachas, pero persevera en el aire, nunca se interrumpe limpiamente, siempre queda un rastro tenue.

Las gotas de lluvia resbalan por el vidrio del escaparate, él se aleja. El interior está lleno de anuncios de ventas de casas, todas con su precio. En algunos figuran las fotos, son en su mayor parte casas rurales. Unas cuantas son de alquiler, pero en los anuncios de las más baratas han escrito «alquilada» con letra roja y florida.

Llega otro hombre para tirar de la cuerda, bien vestido y con pajarita, saluda al hombre de edad del pantalón de tirantes, empuña la cuerda y se entrega sin prisas a la misma ocupación, hablando y riendo. De algún lugar no muy lejano llega el ruido sordo de una colisión, el hombre que acaba de llegar frunce apenas el ceño.

Una botella vacía de agua mineral flota en el mar al ritmo de las olas. Luce siempre un sol espléndido y el cielo es tan límpido que parece irreal; tanta nitidez, tanta luz, tanto espacio son quizá los causantes de que la botella de plástico vacía y ya lejana se torne gris negruzco cuando las olas devuelven el reflejo cegador del sol, como un ave acuática o cualquier objeto flotante. El sonido largo intermitente ha desaparecido en algún momento como un hilo de araña llevado por el viento.

«Aquí a la orilla llegó una pareja de cisnes y luego quedó uno sólo y se marchó al poco tiempo, al otro quizá lo mataron para disecarlo.» La voz de mujer se dirige al parecer a un hombre, mientras habla el objeto flotante cada vez más lejano es la viva imagen de un ave.

Uno de gafas también viene a mirar cómo tiran de la cuerda. Observa atentamente desde detrás de los cristales y se quita las gafas y las limpia y como si no viese con claridad o no supiese si ve o no con claridad o no le importase si ve o no con claridad guarda las gafas en el bolsillo de la chaqueta y se suma a la fila de los que tiran de la cuerda.

Él en medio de un callejón vacío y silencioso, el empedrado se alarga en ascenso hacia el extremo de la cuesta, casas viejas de piedra a ambos lados, tiendas de puertas mal ajustadas con el cierre metálico echado. Con la nuca encogida eleva la mirada a uno y otro costado, ventanas con cortinas corridas y todo sombreado y fresco contra la franja larga y estrecha de cielo azul intenso. El punto en que la calle y el cielo se unen suscita la irresistible creencia de que allí está el mar.

Las gaviotas revolotean en el cielo y chillan quién sabe si porque buscan comida o de alegría, hablan un lenguaje que el género humano no entiende pero entenderlo o no no importa, lo importante es que las aves vuelan impetuosas en el cielo azul y chillan.

La cara está vuelta hacia la franja larga de cielo azul intenso tallada por las casas de los costados, su figura desde atrás es una silueta de papel recortado, la corbata ondea al viento, la única cosa viva que se mueve en medio de la calle sombría.

¡Dice que no sabe lo que quiere hacer! La voz de ella está transida de emoción. La de él por el contrario es indiferente cuando dice que él sí sabe lo que quiere hacer pero no puede hacerlo. Ella anda a gatas sobre la cama sumida en la penumbra, levanta los pies, los choca entre sí. Sentado delante de la lámpara de mesa él pulsa las teclas y en la pantalla aparece: ? ! # ® ~ ││ ÙÚ I I UU ® ¬ / / E :: V ± § ¢ = § = <t * j

De la figura sólo se ve por detrás la corbata ondulante al viento, pero de frente es una chaqueta larga ajustada a un maniquí sin rostro cuyos faldones también se agitan a merced del viento. El pedestal del maniquí reposa sobre la acera, en la calle no hay un solo transeúnte y tampoco coches, todos los comercios tienen los cierres echados.

Una gaviota grazna, se lanza en picado y se zambulle en el agua. Pero casi todas reposan sobre las olas. En la superficie lejana surgen en sucesión olas de espuma inmaculada. El estruendo del mar llega confuso y amortiguado, lento, más lento que las olas.

Cuando el estruendo del mar se vuelve fragor embravecido, las gaviotas de la superficie remontan el vuelo con el cuello estirado y los ojos muy abiertos y las alas indistintas.

Una manzana nítida redonda roja brillante como la cera con vetas verdes oscuras gira con lentitud, los dedos finos y esbeltos de la mujer que la contempla y da vueltas en la palma de la mano la sueltan.

El vino de las copas de cristal tallado que hay sobre el mantel blanco es rojo oscuro como la sangre, los cuchillos y los tenedores tintinean. Detrás de las copas, hombres ilusorios con trajes de etiqueta y corbatas y pajaritas y también la ilusión de mujeres ilusorias de hombros desnudos y cuellos desnudos cubiertos de collares. Los hombres hablan, no se escucha bien lo que dicen, pero el tono es distendido y alegre.

La mano de la mujer vuelve a rotar con lentitud la manzana, las conversaciones en torno a la mesa se tornan más inteligibles: muy amable… Bárbara… muy interesante… que tal unos dulces… Lili comes muy poco… gracias… qué gracioso… él qué dice… perdón… en verano… un anticuario… un verdadero genio… a Hong Kong… no entiende nada de guerra… homosexual… se da como una tensión… claro… encantador… los titulares de las noticias… especial para dar masajes en los pies… darse un baño de vapor… menos elegante que él… por qué… no es fácil hablar de ello… pruebe a decirlo… ayer por la tarde… está loca… ha quedado inservible… mi gatito… qué pena… quizá es verdad… el gobierno… cómo se llama… una cerveza negra… descubierto… un completo idiota.

Un buda Amitãbha con el gran kasãya rojo bordado con filigrana de oro abierto, y el cuerpo repleto de esvásticas y otras señales propicias, y la papada, y la enorme barriga redonda sujeta con las manos está sentado muy derecho sobre la repisa de mármol negro de la chimenea, y gozoso y satisfecho ríe abiertamente. Pero de cerca parece que bosteza, y mejor observado, que dormita con los ojos entrecerrados, y mirado aún con mayor atención, que tiene los ojos en blanco, una imagen indescriptible.

Entra en el bar y se sienta en un taburete, las dos copas grandes de cerveza que el camarero ha traído están en la barra delante de él. La luz fosforescente revela que no hay ni poca ni mucha gente, cada cual absorto en su propio trago, los rostros no se distinguen pero sí el piano iluminado del pequeño escenario delantero que toca una mujer negra. Un blues cargado de melancolía. Ella es vieja y fea, la viva imagen de un sapo, y entre pausa y pausa pulsa las teclas con infinito cuidado y amor, como si acariciara al amante. El hombre negro que está a su lado es tan terriblemente viejo como ella y su pelo crespo y entrecano parece un adorno de encaje ceñido a la cabeza. Toca los muchos tambores de todo porte que lo rodean y a veces se acerca al micrófono y canta una o dos estrofas.

El fuego centellea en la chimenea, la leña crepita mansamente y en el hogar ulula el aire del tiro. Ni una mota de polvo en el ribete de mármol negro que la rodea, delante una alfombra de algodón de pelo largo.

Llega el cuarto, viste chaqueta de cuero, sin una palabra comienza también a tirar de la cuerda. Trabajan a conciencia, impertérritos, la cuerda se tensa. Palmo a palmo halan de ella con ardor perseverante, grande es su esfuerzo.

«Ay chinita…», el negro viejo canta en inglés sin echarle una mirada. La negra vieja ensarta un rosario de notas veloces recostada sobre el piano, sumida en la música balancea el cuerpo como borracha o enajenada, tampoco lo mira. Él bebe su cerveza indiferente al mundo. En la luz azulina del bar nadie mira a nadie, atrapados por la música son como marionetas que asienten sin cesar con la cabeza.

El caballo encabritado levanta las pezuñas delanteras, las manos peludas. «Vagabundo del propio mundo…», canta el negro viejo.

La negra vieja pulsa un manojo de teclas, tum, el suelo retumba bajo los cascos de los caballos. «Vagabundo del propio mundo, vagabundo del propio mundo…», el negro viejo canta y toca los tambores, la gente asiente una y otra vez siguiendo el ritmo.

La cuerda se acorta palmo a palmo entre las manos, bajo ella y sobre el suelo de hierba los pies calzados con zapatos de cuero se apuntalan unos a otros en el forcejeo.

La espuma salpica las alturas, las olas embisten contra el malecón. El mar se encrespa al pie del muro, la playa ha desaparecido. El sol es igual de brillante, pero el cielo y el mar parecen más azules…

Al fin aparece el cabo de la cuerda, el pez muerto enorme enganchado al anzuelo laqueado de rojo es arrastrado hasta el césped. Los labios prendidos al anzuelo están muy abiertos, como jadeantes, sólo que ya no respiran. Los ojos redondos han perdido el brillo, pero el pez aún conserva la expresión de terror.

El agua rebasa el malecón, resbala sobre la superficie mojada. El cielo se ha vuelto azul oscuro y la luz del sol parece aún más increíblemente diáfana.

Una cucaracha grande de alas relucientes y antenas vibrantes trepa por la alfombra de pelo largo blanca como la leche, y se arrastra sobre los hilos de algodón trenzado. El cerco de luz de la lámpara colgante que hay sobre la alfombra alumbra los cuartos traseros de un caballo de caoba, las nalgas redondas y lisas, las patas traseras, los cascos recubiertos de una lámina de cobre sujeta con clavitos rojos finamente tallados.

«Vagabun… do del propio mundo, vagabun… do del propio mun… do», cantan las teclas bajo las manos negras de piel vieja surcada de arrugas. Él mueve la cabeza al ritmo de la música, delante en el mostrador hay tres copas vacías de cerveza, en la mano sostiene otra medio llena. Una mujer blanca asienta el trasero en el taburete de al lado, las nalgas prietas bajo la falda corta de cuero negro son tan redondas y lisas como las del caballo.

El manto de satén negro del agua cubre el malecón, un pez muerto yace en la superficie del mar al pie del muro. No hay el menor ruido, el viento y la marea han cesado de golpe. También el tiempo parece haberse detenido/sólo el manto desplegado de satén negro fluye pero no se agita, o quizá tampoco se mueve y su fluir no es más que una impresión, una simple sensación, una imagen visual que se siente.

Una cucaracha huye por la encimera de la cocina eléctrica, él la aplasta de un manotazo. Abre el grifo pero no se lava, sólo mira el chorro abundante de agua.

«¿Quieres marihuana?», la voz es tan tenue que le parece una respiración o, en medio de la música fuerte de las manos negras llenas de pliegues y arrugas que corren veloces sobre el teclado, el estribillo apagado de una canción. Pero el negro viejo no canta, sólo mece la cabeza gacha entregado a sus tambores.

La bala de cobre amarillo cuelga reluciente del lóbulo carnoso de la oreja de la mujer blanca y oscila pesadamente.

Las cucarachas corren por los azulejos polícromos de la pared contigua al fregadero, corren por la tapa de la olla de acero esmaltado, corren por la funda del transistor, corren por el aparador, corren por el quicio de la puerta de la cocina, él se pone un guante de goma.

Una mano grande surcada de venas azules sobre la pierna de la mujer y bajo la falda de cuero negro, no sabe bien de quién, ni dónde está, ni si el negro viejo aún toca los tambores, ni si el piano aún suena, ni de dónde procede ese repiqueteo, en suma como si todo se tambalease.

Un ojo, el ojo apergaminado y muerto de un pez, redondo, apagado.

Una mano agarra las tenacillas puntiagudas y arranca un diente, en la raíz queda una mancha pálida de sangre, la nariz se acerca y huele, cierto mal olor, el diente sale lanzado por los aires.

Suben todos por el monte con emulante ardor, como si echasen una carrera. Hay hombres y mujeres, los hay que llevan pantalón corto o la mochila a la espalda, hay viejos y jóvenes, los hay que llevan bastón o halan de un niño, hay muchachos y muchachas de la mano y bien visto no parece tratarse de una competición. Marchan todos juntos, ¿una colonia de vacaciones?, ¿las gentes de un poblado?, una actividad a la medida de todos, hombres mujeres viejos y jóvenes, ¿un ejercicio tonificante de moda?

Las cucarachas corren por el suelo en todas las direcciones, los guantes que lleva están manchados de cucarachas muertas, agachado las aplasta desesperadamente.

Las piernas rematadas en zapatos puntiagudos suben y bajan en el aire, el payaso de nariz blanca haciendo el pino, con las manos camina sobre el escenario siguiendo el ritmo del acordeón desinflado que sólo resopla y no produce música.

Todos jadean y tienen la frente perlada de sudor, sacan las mismas botellas etiquetadas con la misma marca de agua mineral, las caras orondas y peripatéticas muestran la misma sonrisa de felicidad.

Un sombrero de copa gira en silencio absoluto sobre un bastón.

El viento resopla y levanta filas y filas de olas blancas resplandecientes en el mar inabarcable con la vista. El sol siempre espléndido, el cielo siempre azul intenso, las gaviotas lanzan gritos estridentes.

Una hilera de hombres camina por la cresta del monte, el que va en cabeza enarbola una bandera hecha jirones que ondea sin cesar, a pesar de la lejanía se oye su restallar en el fuerte viento.

El agua llega a las escaleras que hay delante de la puerta, el mar inmenso fluctúa infinito.

Las cucarachas se hacinan en el suelo. Se levanta y mira a su alrededor, ya no sabe qué hacer, impotente se quita los guantes manchados de cucarachas muertas.

El agua rebasa el umbral y entra en silencio en la casa, las cucarachas se dispersan en todas las direcciones y trepan por las paredes, las que no tienen tiempo son atrapadas por el flujo creciente y flotan juntas o se ponen boca arriba sobre la superficie haciéndose las muertas. Él se inclina para mirar, remueve un poco aquí y allá, tira los guantes al agua, se endereza, allá ellas. Los pies de las mesas y las sillas están sumergidos en el agua y algunas cucarachas han logrado subirse a ellas.

La fila de hombres que sigue a la bandera se acerca por el declive suave de la loma, el que marcha en cabeza sostiene alto el mástil, la bandera que restalla al viento es en realidad una ristra de sostenes, sostenes de seda blanca, de raso rojo oscuro, de encaje color carne atados con una media negra de nailon, un sostén pequeño de cuero negro se agita arriba y abajo entre ellos como un pajarito que pugna por liberarse.

Gran parte del techo de hormigón rezuma humedad, el agua acumulada se condensa en perlas y comienza a gotear.

Alguien está tumbado boca arriba en el sótano sobre un colchón raído flor de basurero con la cara cubierta por un sombrero de copa negro y el cuerpo tapado con una sábana blanca, el colchón yace en el centro justo de las cuatro paredes que acotan el techo de hormigón rezumante de humedad. Las gotas de agua caen de una en una tic tic tic tic sobre la sábana y la van mojando.

La panza abultada y desnuda erizada de ventosas de bambú, la sábana blanca cubre desde el bajo vientre.

El zapatero sentado en la banqueta, sombrero viejo de fieltro, coge la puntilla que tiene entre los dientes, la aprieta con el dedo en el tacón del zapato de piel de tacón alto encajado en la horma que sujeta entre las piernas, la clava de un martillazo.

El agua negra y tenebrosa del mar resbala por los peldaños de piedra sin proferir el más leve sonido, se limita a dejarse caer de escalón en escalón.

Sube por la escalera desmoronada y alza la vista hacia el castillo en ruinas que corona el risco, va por la sombra y el castillo está al sol y revela con nitidez extraordinaria las líneas y contornos de cada una de sus piedras.

Se adentra por la negrura del pasillo contiguo a la puerta y de pronto oye el golpear de un punzón en la roca. Se para y el sonido desaparece. Sigue adelante y el sonido resuena al compás de sus pasos. Se detiene y el sonido desaparece. Pisa con fuerza el suelo y el punzón resuena con su voz metálica. Al fin echa a correr y el sonido desaparece.

Un pasaje largo y tenebroso. Camina despacio, a tientas, aparece un hilo de luz, poco a poco se perfila la salida, el sol más allá es deslumbrante, oye con claridad el percutir del punzón. Llega en silencio a la salida y ve en la sombra a un hombre con un martillo. Se acerca y se queda de pie detrás de él. El hombre se vuelve, la cara vieja y reseca surcada de pliegues profundos, amarillenta y oscura, y los pocos dientes ennegrecidos del humo del tabaco, un campesino de alguna región montañosa de China, la luz del sol lo obliga a entornar los párpados y los ojos inexpresivos que asoman por las ranuras miran en otra dirección. El rumor vago de las olas torna y al punto desaparece.

El agua negra y tenebrosa del mar mana silenciosa de la parte superior izquierda de los escalones de piedra, por la puerta entreabierta en lo alto de la escalera se filtra un hilo de luz, su reflejo indica que el agua fluye con fuerza.

Pedalea, las ruedas giran ni lentas ni rápidas. Montado en la bicicleta vieja de manillar amplio circula por la angosta carretera rural. En un extenso prado en ligera pendiente situado a lo lejos a mano derecha hay cuatro hombres en fila que tiran con ímpetu de algo, las espaldas agobiadas del esfuerzo, pero no se sabe bien qué arrastran, un objeto pesado y voluminoso, acaso una barca o quizá un ataúd, algo que deja en la hierba una huella larga. Avanzan paso a paso, lentamente, con dificultad. En el aire flota el llanto de una mujer, como un canto o una queja, como el plañido fúnebre de una mujer del campo chino.

Deslumbra el reflejo del sol en el timbre del manillar, el lloro se parece cada vez más a una melopeya o a un canto de sirgadores. Las ruedas giran sobre el camino asfaltado recto como un pincel.

Cuatro hombres cimbreños de cara cobriza bañados en sudor, el torso descubierto o la espalda desnuda, la faja ancha, las sandalias de cáñamo, la mirada sigue la cuerda tensa, crac, un chasquido.

Un coche adelanta a la bicicleta como una exhalación. Mira a un costado, lo deslumhra el sol emplazado encima mismo del prado que hay a la izquierda. Ni un alma aquí y allá en el espacio vacío, los sones lejanos de la melopeya son ya casi un zumbar de insectos o quizá de oídos.

El colchón del sótano embebido en el agua negra, la sábana empapada, el cuerpo cuya cara cubre el sombrero de copa negro rígido aún como un cadáver. El techo gotea sin cesar, el ruido es como de borbolleo.

Tumbado sobre el costado a la sombra de un árbol, la bicicleta a un lado, contempla el manzanar inculto, las ramas adornadas de manzanas rojas que aún no han recogido. Ni lejos ni cerca, el murmullo de un arroyo.

Entre los primeros manzanos aparece una muchachita descalza que acarrea un balde de agua con mucho trabajo. Lleva chaquetilla rojo púrpura cerrada a un costado, pantalón de tela estampada sobre fondo azul remangado por debajo de las rodillas y dos trenzas muy largas, y los ojos negros y luminosos parecen demasiado grandes para el tamaño de su carita. Está como desconcertada, como dudando si seguir adelante. De pronto todo queda en silencio.

Un arbolito se tambalea en medio del viento y el espacio, la tierra salta por los aires, el cielo se cubre de humo denso negro y polvo. Sólo después se oyen los aviones, el ruido de las ametralladoras y las bombas, el llanto de los recién nacidos, el grito desgarrado de las mujeres.

Sentados en cuclillas en torno a la pala, los niños la ven hundirse en la tierra empujada por un pie. Una palada, un golpe con el lomo para deshacerla: palada y golpe, palada y golpe. El niño grande recoge de la tierra deshecha una bala de ametralladora, la frota en la ropa para limpiarla y la guarda en un bolsillo del pantalón. Coge otra vez la pala y se va a cavar al agujero de al lado. Uno de los niños que lo rodean vuelve la cara y mira la hilera de agujeros que surca el suelo.

El gorgoteo del agua, el agua negra y tenebrosa del mar que resbala por toda la escalera, imparable.

La cerilla se enciende en la oscuridad y prende la fotografía vieja amarillenta y algo descolorida, un retrato de familia en que aparece un joven con traje occidental y corbata, una joven vestida con el qipao tradicional y un niño de dos o tres años, los dos adultos están hombro con hombro y sonríen con la típica sonrisa inducida por el fotógrafo y el niño encajado entre los padres tiene los ojos muy abiertos y cara de sorprendido. La llama se propaga desde el borde hasta la imagen de los padres y la foto se encoge y abarquilla y con un súbito fogonazo se pone toda a arder, los padres se queman y el niño comienza a chamuscarse.

La pompa de jabón crece más cuanto más aire recibe, el agua jabonosa de la superficie se desplaza con mayor velocidad, el reflejo multicolor del sol brilla con mayor intensidad, mayor irisación, mayor luminosidad, y cuando la pompa llega al punto en que ya nada en ella puede ser mayor, revienta en silencio dejando al descubierto la cara de extrañeza del niño que soplaba.

El colchón empieza a elevarse con lentitud en el agua negra, está algo ladeado, oscila una vez, vuelve a su posición original, oscila dos o tres veces y así varias veces más hasta quedar horizontal y ponerse a flotar.

El agua gotea por todas partes. Contempla la lluvia que cae por el alero, los arados y piezas de maquinaria agrícola inservibles arrumbados en el patio. Dos perros se abalanzan hacia él enseñando los dientes. Se refugia en la casa, el techo es muy alto y hay pilas y pilas de haces de paja. En torno de la mesa larga situada en medio del granero están sentadas unas muchachas, las caras tiznadas aquí y allá y en mayor o menor proporción de harina, los ojos, la punta de la nariz, las cejas, las mejillas, la comisura de las bocas o las orejas, todas amasan y canturrean sumidas en una gran melancolía. Una joven de trenza larga se sienta detrás de un quinqué de cara a un espejo, la compañera que tiene a su espalda le desata la trenza y la peina. Él se acerca sin darse cuenta al espejo y ve las tijeras cortar los largos cabellos y al instante oye el ladrido de los perros.

Día de lluvia en un callejón vacío del pueblo, tanto silencio que el chispear del agua apenas se oye. Ventanas viejas de madera talladas en las paredes de piedra con los postigos cerrados. A la altura de un hombre o poco más en la pared que arranca de la calle enlosada hay una portezuela de madera de una sola hoja guarnecida de tirantes de hierro, de vetas gruesas y prominentes por la acción de los elementos. Por el resquicio de la portezuela cerrada se escapa difusamente como un canto triste de despedida de soltera. Pero las cosas se desdibujan a medida que uno se acerca a la puerta.

La mano abre lenta el portón macizo de la iglesia, el eco ondulante de los pasos sobre las losas de piedra desplaza hacia atrás las filas de bancos vacíos. En un muro sobrevive un fresco de la Edad Media, los trazos son toscos, los colores lóbregos, las caras estropeadas de los discípulos apenas se distinguen.

Un arroyo, cantos redondeados, aguas impetuosas. En dirección opuesta, frente a la ladera de la montaña y bajo el cielo lluvioso y sombrío, una aldea hilvanada con escalones de piedra, en medio descuella el campanario de la iglesia, la lluvia cae con más fuerza.

Camina por una carretera rural con la ropa empapada, el agua del pelo le gotea por la nuca. Un coche pasa a su lado, él hace un gesto con la mano, el coche se detiene a una docena de pasos. Corre hacia él, la puerta se abre.

Conduce una mujer, él la ve de perfil por el retrovisor, tiene arrugas en la comisura de los ojos. Ella le pregunta algo, él le responde algo. La mujer ladea la cara y lo mira, está bien maquillada, en su justa medida. La mujer le pregunta de nuevo y él responde de nuevo. La mujer vuelve a mirar al frente y la boca en el retrovisor sonríe levemente, el agua chorrea por el cristal que acaba de barrer el limpiaparabrisas.

El agua negra y tenebrosa del mar sube por los escalones que hay detrás de la puerta y sigue fluyendo sin cesar, lo que el reflejo del hilo de luz de la puerta revela se parece cada vez más a una banda de satén negro que cae desde su rollo hasta no se sabe dónde.

Desde lo alto se ve a un hombre y a una mujer desnudos enredados en un abrazo sobre la mesa larga de madera, suben y bajan y se vuelven y revuelven, la pasta de harina blanca como la leche cae gota a gota sobre la mesa y sobre sus cuerpos con un repiquetear de lluvia. Por los haces de paja de trigo que los rodean podrían estar en un granero, pero los resoplidos continuos también hacen pensar en un establo.

Sentado a una antigua mesa redonda de madera con un albornoz azul oscuro, las manos sobre la superficie veteada dura y brillante, una de ellas sostiene y hace girar media copa de vino tinto. La lámpara colgante guarnecida con pantalla de metal arroja sobre la mesa un halo de luz amarilla que ilumina justamente sus manos. En él también hay una bola de piedra muy pulida que proyecta su sombra de contornos nítidos sobre la mesa. La mano que sostiene la copa sale del halo de luz y la otra empuja la bola de piedra, cuya sombra se alarga. Empieza a sonar una música, como un blues, el sonido llega a rachas, a veces trepidante y a veces apagado, fuerte y débil, lejano y próximo, deteniéndose de repente para luego quedar suspendido en el aire… Él se levanta y rodea la mesa observando las infinitas combinaciones de la bola de piedra con la sombra que en el halo de luz proyecta.

Iluminada por un aplique cuelga en la pared la talla de una cabeza de mujer al lado de las cortinas blancas de la ventana, labios oscuros, tez blanca, moño negro alto; tiene los ojos y la cara inclinados hacia abajo y los labios entreabiertos, como adormilada. Mirada con cuidado de frente, tiene un ojo abierto y el otro cerrado, y desde algo más atrás, un ojo más alto que el otro. De soslayo, el labio inferior es grueso. De perfil, los dos labios son prominentes. Desde abajo, entre los labios oscuros entreabiertos parece salir la lengua. A contraluz se descubren las marcas de cuchillo verticales y horizontales que surcan las mejillas, una bruja de aspecto horripilante. Pero mirada con los ojos muy entornados, el rostro recupera el atractivo sensual. Clic, la luz se apaga.

El gorgoteo, el agua que fluye por los escalones de piedra, aquí y allá y un momento sí y otro no y durante uno o dos instantes la luz oscura centellea.

El sonido de la cortina al ser descorrida. La espalda de una mujer desnuda se recorta contra la ventana. La abre, fuera aparecen los tejados lóbregos y algo más lejos el rosario de balcones y buhardillas de las casas viejas, la extraordinaria limpidez del cielo azul oscuro, aunque no se distingue si es el amanecer o el atardecer. La mujer da la vuelta y se recuesta en la barandilla de hierro trenzado con actitud indolente, el cuerpo y el rostro no se ven con claridad pero los ojos brillan lustrosos como los ojos de un gato en la oscuridad. También reluce el brazalete que lleva en la muñeca apoyada en la barandilla. Pasa un coche y su ruido es como el de la marea rugiente.

Las gaviotas revolotean en bandada sobre el mar, graznan como si hubieran descubierto algo y bajan y suben siguiendo las olas. El oleaje es muy fuerte y el mar entre las crestas es una superficie azul lisa y oscura.

Los tallos agostados se agitan en el viento poderoso en torno a sus pies, pero no hay un solo ruido. Camina por la ladera del monte, rodea un muro en ruinas, lo esperan varios jóvenes. Uno, muy miope, lleva gafas con cristales casi esféricos como ojos de pez de colores y una muchacha de pelo corto y piel morena come pipas, las cascaras que escupe vuelan por los aires antes de caer entre las hierbas. No dicen nada, esperan que llegue donde ellos y juntos bajan por la ladera, a sus pies descuella un cerco de casas y un campanario y un campo de fútbol.

El colchón empapado flota apacible en el agua negra del mar que inunda el sótano, el bramar difuso de los coches que pasan se parece al viento.

Unos muchachos entran en una galería larga, las columnas recortan trechos de sol deslumbrante. Las aulas tienen las puertas y ventanas abiertas y están repletas de pupitres y sillas, pero en ellas no hay nadie, una a una desfilan en sucesión a un costado y el sonido de los pasos llega después de un instante.

En un extremo de la galería, una puerta cerrada con un rótulo. Se detienen y miran el rótulo en que no hay nada escrito, dudan, deliberan y al fin llaman. La puerta se abre sola sin un ruido, en cada pupitre del interior hay sentado un profesor enfrascado en corregir sus deberes como cualquier alumno. Los muchachos no saben si deben preguntar y aparece por detrás la maestra, tan joven como entonces de no ser por la palidez de su cara, la palidez de una figura de cera. Parece cansada, tiene los ojos algo hinchados, algo grisáceos. Dice que va a llevarlos a todos a saludar al director y dice estar muy contenta de que vengan a visitar la escuela en que han estudiado hace ya tantos años. Dice que se acuerda de este grupo, ellos todavía eran niños, pero muy traviesos, y su voz y su risa parecen provenir de un monigote de papel. Se acuerda, claro está, del gran alboroto de aquella vez, fue justamente en estos mismos pupitres, alguno empezó golpeando el suyo y luego los demás le siguieron el juego y todos acabaron pateando los pupitres. Ella se subió a la tarima con el libro de texto bajo el brazo y escrutó toda la clase sin encontrar a los cabecillas, al principio no supo qué hacer pero al fin tiró el libro y salió de clase corriendo y llorando. Todos se quedaron petrificados y era tanto el silencio que ni una mosca se oía.

En el pasillo ella les señala con el dedo la ventanilla de la enfermería cuya puerta luce una cruz roja, en el cuartillo oscuro se amontonan toda suerte de cosas y también algunos instrumentos de música, algunos erhu, pipa, tambores y platillos, todos cubiertos de polvo. Él sabe que allí eran encerrados para hacer los deberes los alumnos castigados por no haberlos hecho, cuantos pasan por delante de la ventanilla pueden ver el pobre pupitre lleno de rajaduras de cortaplumas, manchas de tinta y huellas de lápiz.

Él se queda contemplando el pupitre largo, en el espacio que abarca la vista aparece con claridad un hombrecito y una casita ladeada dibujados a lápiz entreverados con caracteres cincelados con el cortaplumas, algunos retocados con el pincel, y también hay huellas de antiguas marcas de tinta imborrables sobre las que se han hecho nuevos dibujos a lápiz o nuevas entalladuras, todo un cuadro caótico que a la vez invita al ensueño.

El agua gotea, gotea en el sótano inundado de mar, gotea sobre el colchón flotante, gotea sobre la sábana empapada, el agua negra como la tinta sigue subiendo quedamente. El colchón va a la deriva y tropieza en la pared rezumante, rebota apenas y cambia su curso.

El director, cara amoratada, nuez prominente, hablar cavernoso, les relata la historia de la escuela, la voz ronca y resonante retumba en el espacio en la sala de actos colmada de bancos alineados, entre las vigas, columnas y jácenas de madera que sustentan un techo igual que el de un templo. Suena un reloj, los gorriones alzan el vuelo.

Bajo el techo, unos sacerdotes taoístas con túnicas largas de paño gris, el cabello atado, la cabeza baja, las manos juntas ante el pecho, siguen a uno que agita unos zorros y salmodian sus escrituras en torno a un ataúd.

La tapa está abierta y él conjetura que el muerto yaciente en el ataúd con la cara cubierta por un sudario puede ser él, parece haber perdido algo pero al volver la cabeza para mirar no sabe lo que busca, lo único que ve a sus espaldas es el portón oscuro de dos hojas entreabierto y más allá el pozalillo de madera desconchada colocado al sol sobre las escaleras y la lagartija que a su lado trepa por los escalones resquebrajados.

Sale de la sala de actos o acaso templo transformado en sala de actos de una escuela o acaso salón de ceremonias, en la penumbra de un pasaje entre las casitas circundantes hay una estela manca de un trozo con una inscripción en caligrafía errática semejante a la de Mi Fu, aunque la fecha está escrita con caracteres perfectamente regulares: Escrito la primera luna del año dingmao de la era Yuanyou de la gran dinastía Song, los muchos calcos que de ella se han hecho a lo largo de los años han erosionado la leyenda original hasta dejarla en un estado lamentable, imposible descifrarla por más cuidado que se ponga en ello.

Camina hasta donde hay sol, un niño con camiseta y pantalón corto pasa a su lado en una bicicleta infantil nueva de color añil. Pregunta al niño, el niño se detiene y planta el pie en la hierba y señala al frente y sigue camino a toda prisa.

Marcha de frente, atraviesa un césped muy bien cortado. Entre las malas hierbas que proliferan más allá del césped destella el manillar de una bicicleta. Dirige sus pasos hacia ese lugar y ve el cuadro de una bicicleta de color añil tirado en una zanja cubierta de maleza.

A grandes pasos llega a la pendiente, poco a poco comienza a correr, corre cada vez más rápido, jadea incesantemente pero en su fuero interno parece comprender cada vez más, ¿no está persiguiéndose a sí mismo cuando era niño? En lo alto de la pendiente hay un azufaifo silvestre de poca altura, sus hojas menudas se agitan al viento.

El niño viene al fin corriendo de frente por la otra pendiente, se detiene delante del azufaifo y pasea la vista alrededor, está un poco desconcertado, quizá haya descubierto algo, enseguida corre veloz en una dirección. No lejos de lo alto de la pendiente hay un bosquecillo ralo, y entre dos arbolitos una sábana blanca puesta a secar, y detrás de ella como algo que se mueve. El niño embiste de cabeza contra la sábana, pero se enreda en ella, no tiene manera de liberarse.

El viento del monte juega con la sábana, el niño jadea y con mucho esfuerzo logra al fin levantarla y salir de ella, pero descubre otra sábana que ondea al viento colgada también entre dos arbolitos.

El niño la mira fijamente un instante y se acerca con sigilo a ella. Detrás de la sábana se adivinan las formas de una persona, esta vez el niño actúa con muchísimo cuidado, levanta despacio uno de los picos pero detrás no hay nada, aunque cerca a su izquierda ve otra sábana colgada entre dos árboles. Por instinto vuelve la cara y mira a su alrededor.

A derecha e izquierda y delante y detrás las sábanas blancas flotan al viento. Sobre la que tiene delante se insinúa el contorno de unas piernas de mujer. Observa, conteniendo el aliento, y ve la forma de un seno grande e inmaculado rematado en un pezón prominente. Aparta la sábana con brusquedad y se encuentra cara a cara con el niño que está de pie en medio de las colgaduras, mira al niño con ojos de terror y lanza un gran grito que parece un canto de suona y se cubre la cara con las manos.

El niño se levanta ante el ataúd cercado de pendones de papel blanco, llora y grita y echa a correr, el lamento largo de la suona responde a su lloro mudo. Cuando el niño y el sonido de la suona se disipan, en torno al ataúd abierto sólo hay colgaduras blancas y pendones de papel que se balancean al viento.

El agua negra y tenebrosa del mar sube incesante, el colchón empapado flota a medias en ella. El sombrero de copa negro que oculta el rostro está cada vez más cerca del techo.

Él salta fuera del ataúd que circundan ondeantes rosarios largos de pendones de papel con la mortaja a rastras. Dando tumbos huye de la pendiente cubierta de colgaduras y pendones, corre hacia el lago de aguas verdes profundas que se abre en el valle, vadea la orilla y se lanza en él pero se enreda en las hierbas acuáticas, forcejea sin fin. Desde muy lejos se ven los pliegues de agua que se expanden en círculos concéntricos, pero no se distingue bien si él se está ahogando o si nada hacia el centro del lago.

El agua del mar llega al techo y su borboteo es como el tragar agua del que se está ahogando o como el de un desagüe obstruido del que salen burbujas.

El camino de las aguas cada vez más oscuras y azules desemboca en el puerto, las olas brillan con luz cristalina, el cielo y el mar casi tienen el mismo color a lo lejos.

Entre las olas sube y baja un objeto flotante negruzco. En la pendiente de una ola que avanza con la marea se divisa a un hombre desnudo tumbado en un colchón rezumante de agua que está a punto de hundirse.

Del mar profundo azul fuliginoso brotan olas y olas de blancura resplandeciente, y el cielo igual de luminoso, la brisa igual de fuerte.

Un espacio llano de mar se alza de repente y en el valle de una ola aparece el cuerpo desnudo sobre el colchón que está a punto de ser tragado por las aguas, sólo lleva una corbata fina de cuero negro anudada al cuello, con una mano levanta el sombrero de copa negro que le cubre la cara y con la otra quiere recoger las gafas negras, en el mismo instante en que el mar se vuelca sobre él tiene ojos de pez muerto y la cara congelada en una sonrisa casi imperceptible.

Por la ventana a contraluz parece distinguirse a lo lejos, en la playa solitaria, al hombre sentado en una tumbona de espaldas al mar con una toalla de baño sobre los hombros que con una mano se aparta el sombrero de la cara y con la otra coge de la arena un libro y se pone a leer.

Gao Xingjian: Una caña de pescar para el abuelo. Cuento

gao-xingjianHe ido a una tienda de artículos de pesca que acaban de abrir, había toda clase de cañas de pescar y pensé en el abuelo, en comprarle una caña, había una de fibra de vidrio de diez tramos muy anunciada por ser de importación, no sé si lo importado era la caña o la fibra de vidrio ni tampoco por qué esa caña importada era mejor que las otras ni estaba seguro si había que encajar entre sí uno por uno los diez tramos, quizá estaban todos replegados en el último tubo de color negro, en un extremo del tubo había un mango en forma de culata y sobre el mango un carrete con el sedal, lo más parecido a un revólver de cañón largo. O quizá a un radiante máuser, el abuelo nunca ha visto un máuser ni en sueños podría imaginar que existe una caña de pescar como ésta, todas las suyas son de bambú y además nunca ha comprado una caña, se procura quién sabe dónde cañas torcidas de bambú y las calienta al fuego volteándolas y cuando ya le hierve el sudor de las manos la caña está recta y ha adquirido un tono amarillento ahumado como el de esas viejas cañas de pescar usadas durante varias generaciones que se transmiten de padres a hijos.

El abuelo también trenza sus propias redes, una simple redecilla consta de miles, decenas de miles de nudos y él se pasa el día y la noche haciendo nudos sin parar, moviendo pesantemente los labios no sé si para llevar la cuenta o porque recita encantamientos, trabaja más que mi madre haciendo jerséis pero no recuerdo si ha pescado alguna vez algún pez digno de tal nombre, a lo más alguna menudencia buena tan sólo para dar de comer a los gatos.

Recuerdo que cuando yo era pequeño —recuerdo todo lo que me ocurría de pequeño— el abuelo iba a ver sin falta a todo aquel que según sus noticias estaba por ir a la capital para pedirle que le trajese anzuelos, como si los peces sólo picasen en los anzuelos comprados en la ciudad, recuerdo oírlo mascullar más de una vez que las cañas de pescar que vendían en la ciudad llevaban carrete y que después de lanzar el anzuelo uno podía fumarse relajadamente un cigarro esperando que la campanilla del extremo sonase, tenía la esperanza de tener una caña así para poder plantarla en tierra y quedarse con las manos libres para liar un cigarro de hojas de tabaco, el abuelo nunca fuma cigarrillos ya hechos, desprecia los cigarrillos, dice que son cigarros de papel rellenos en su mayor parte de paja y que no saben a tabaco. Aún veo cómo sus dedos como patas de gallo viejo restriegan sobre la palma de la mano la hoja seca de tabaco hasta hacerla trizas, cómo enrolla con la punta de sus dedos un trozo de periódico viejo y cómo lo moja apenas con saliva y ya está, es lo que él llama «liarse un petardazo», el sabor de las hojas de tabaco debe de ser muy fuerte pues el abuelo siempre está tosiendo pero él sigue liando sus cigarros y pasándole a mi abuela los cigarrillos que le regalan.

Recuerdo que fui yo el que en una caída le rompió al abuelo la joya de todas sus cañas, salió a pescar y yo me ofrecí a llevársela, cargándola al hombro corría y corría delante de él cuando en un descuido, ¡plaf!, me caí y la caña se metió por la ventana de una casa, el abuelo casi llora de pena, acariciaba la caña rota de la misma manera que mi abuela acariciaba la estera rota, la estera de tiras finas de bambú trenzado sobre la que se dormía en casa desde hace quién sabe cuántos años era igual que la caña de pescar, rojo oscuro como el ágata, mi abuela no me dejaba dormir encima, decía que se me podía soltar el vientre aunque ella bien que dormía y además decía que la estera era plegable, yo lo intenté a escondidas pero se quebró en cuanto empecé a plegarla, por supuesto no me atreví a contárselo, tan sólo seguí diciendo que no creía que una estera pudiera plegarse pero mi abuela se empeñaba en decir que era una estera de corteza verde de bambú y que las esteras de corteza verde de bambú podían plegarse, yo no quería discutir con ella, era vieja y digna de compasión y si decía que se podía plegar, se podía plegar aunque estuviese rota por donde yo había intentado plegarla, la rajadura crecía cada verano y ella siempre aguardaba la llegada del zurcidor de esteras, llevaba ya esperando muchos años pero el zurcidor no aparecía, yo le decía que ese oficio ya no existía y que era mejor comprar una nueva en vez de quedarse allí esperando y esperando pero ella no era de mi opinión y decía que las esteras cuanto más viejas, mejores, lo mismo que pasaba con ella, más buena cuanto más vieja, más dicharachera cuanto más vieja, repitiendo siempre la misma cosa, al contrario que el abuelo, más parco en palabras cuanto más viejo, cada vez más flaco, más parecido a una sombra que deambulaba de aquí para allá sin un ruido de no ser por las toses nocturnas, la tos que empezaba y no tenía fin, yo tenía miedo que un día cualquiera comenzase a toser y no recuperara más el aliento pero él seguía como siempre fumando sus hojas trituradas de tabaco, de tanto fumar su cara y sus uñas habían adquirido el mismo color de las hojas y él mismo parecía una hoja seca de tabaco fina y frágil que podía deshacerse si alguien por descuido la tocaba.

Pero no era sólo la pesca, pues también se interesaba por la caza, tenía incluso una escopeta pringada de aceite que alguien le había hecho con un tubo de acero sin costura, era un gran favor el que pedía y había tardado al menos medio año en encontrar al que se lo hiciera, pero yo sólo recuerdo que trajera a casa una liebre, cuando entró arrojó al suelo de la cocina la enorme liebre amarilla y se quitó los zapatos y le pidió a la abuela que calentase agua para poner los pies en remojo y se puso a desmigajar los trozos de hoja de tabaco que llevaba en la petaca, yo y Negrito, el perro guardián de la casa, rodeábamos la liebre muerta exaltados a más no poder en el momento en que mi madre entró gritando, ya se está llevando de aquí este conejo muerto, a quién se le ocurre comprar esto, el abuelo apenas murmuró unas palabras y mi madre enfiló hacia él, si quiere comer conejo vaya a que se lo despellejen los conejeros de la calle, a partir de entonces tuve la sensación de que el abuelo era viejo de verdad, cuando mi madre no estaba me hablaba de lo bueno que era el acero alemán, si tuviese una escopeta hecha con un tubo de acero alemán cazaría a buen seguro animales de verdad y no sólo conejos.

El abuelo decía que antes había lobos en los cerros de las cercanías de la ciudad, hambrientos después de aguantar todo el invierno iban a los pueblos cuando la hierba empezaba a brotar a principios de primavera y se llevaban los cerdos o devoraban las vacas, en una ocasión habían llegado a devorar a la hijita de un pastor, se comieron al bebé y de ella sólo quedaron las dos coletitas, si entonces hubiese tenido una escopeta alemana las cosas no habrían ocurrido así, pero ni siquiera le habían dejado la escopeta tosca que alguien le había hecho con un tubo de acero, cuando la quema de libros durante la revolución dijeron que era un arma mortífera y la confiscaron, sentado en una banqueta él los vio actuar sin poder hacer nada, sin decir una palabra, cada vez que me acuerdo siento mucha lástima del abuelo, yo quería de verdad comprarle una auténtica escopeta de caza alemana pero no hay por ninguna parte, sólo una vez vi una de dos cañones en una tienda de artículos de deportes pero me dijeron que era una muestra y que sólo me la vendían si llevaba una carta de recomendación de la comisión provincial de cultura física y deportes y un certificado de la policía, de modo que al final me he visto abocado a comprarle tan sólo una caña de pescar aun sabiendo que con esta caña importada de fibra de vidrio de diez tramos tampoco podrá pescar nada, pues ya hace muchos años que nuestra ciudad se ha convertido en un arenal.

Había un lago no lejos de casa, vivíamos, recuerdo, en la calle Sur del Lago. En mis tiempos de primaria pasaba todos los días una y otra vez por su orilla pero cuando acabé la primaria y empecé la secundaria no sé por qué, el lago se convirtió en un estanque de agua pútrida en que sólo había mosquitos y ningún pez, una balsa de aguas pestilentes que fue definitivamente terraplenada y cegada durante no sé qué movimiento a favor de la higiene.

También me acuerdo, por supuesto, que en la región había un río, mi impresión ahora es que se hallaba muy lejos de la ciudad, en un paraje desolado, me acuerdo que en toda mi infancia habré ido una o dos veces, pero cuando el abuelo vino me dijo que habían construido una presa en la parte alta y que el río se había secado, yo a pesar de todo quería comprarle una caña de pescar al abuelo, no sé bien por qué ni quiero saberlo, era un deseo, como si la caña fuese mi abuelo o mi abuelo fuese la caña.

Cargado con la caña al hombro salí a la calle, con la caña de tramos de fibra de vidrio armada en toda su largura tenía la impresión de que todo el mundo me miraba, a mí que no me gusta lucirme, quise subir al autobús para no hacer el ridículo por la calle pero no fui capaz de plegar la larga caña armada en sus diez tramos, tengo miedo de que la gente se fije en mí, desde niño padezco una timidez exagerada, sobre todo no me acostumbro a llevar ropa nueva, cuando voy arreglado me siento como un maniquí expuesto en un escaparate, incómodo de la cabeza a los pies, inútil decir cómo me sentía cargado con una larguísima caña de pescar negra brillante que se balanceaba sobre mi hombro. Aligeré el paso pero la caña se balanceaba aún más y al final no tuve más remedio que seguir andando muy despacio, como pavoneándome en plena calle con la caña al hombro, violento como si llevase el pantalón descosido por la entrepierna o como si se me hubiese abierto la bragueta.

Sé, claro es, que no son peces lo que buscan los pescadores de ciudad, los que en el parque compran un billete para pescar buscan ocio y libertad, aprovechan para escapar de casa, alejarse de la mujer y los niños, reflexionar un rato en paz y tranquilidad y también sé, claro es, que la pesca es hoy día una actividad deportiva, hay concursos, los periódicos de la tarde anuncian formalmente los resultados de las competiciones celebradas por toda clase de asociaciones de pesca, el lugar se fija de antemano pero cuando uno va allí después del concurso no ve ni la sombra de un pez, no es extraño que la gente bromee y diga que la noche anterior los organizadores se dedican a descargar redes enteras llenas de peces vivos para que los participantes tengan algo que pescar y llevar a la bolsa, los que me veían cargado con la flamante caña de pescar debían de pensar que yo también soy uno de esos maniáticos de los concursos pero yo sé lo que significa tener una caña así en mi ciudad, ya veo al abuelo cheposo levantarse recto con su cubillo herrumbroso lleno de lombrices por el que hasta se escapa la tierra, quiero aprovechar la ocasión para volver a mi ciudad a echar una mirada, para ahuyentar la nostalgia.

Pero antes debo buscar un sitio donde guardar la caña, si mi hijo pequeño la ve querrá jugar con ella y la romperá, ¿por qué has comprado eso?, ¿dónde vas a ponerlo, con lo pequeña que es nuestra casa?, oigo las voces de mi mujer, la única solución es dejarla en el váter encima de la cisterna, mi hijo no podrá alcanzarla si no se sube a un taburete, digan lo que digan he de volver a mi ciudad para echar un vistazo, para librarme de esta nostalgia de la que tan difícil es librarse una vez instalada en el recuerdo, luego oyes un golpe, creo que es el que hace mi mujer en la cocina al picar la carne, pero enseguida oyes sus gritos, ¡y no vienes a ver!, y enseguida los lloros de mi hijo en el váter y comprendes que la caña es la próxima víctima y terminas de decidirte, sea como sea tienes que llevar la caña a tu ciudad.

Pero la ciudad ha cambiado tanto que ya no la reconoces, el camino de tierra que tanto polvo levantaba ha sido asfaltado, las casas de pisos construidas con elementos prefabricados son todas idénticas, las mujeres jóvenes o viejas que van por la calle llevan todas sostén y vestidos tan finos que parecen empeñadas en mostrar la ropa interior, en todos los tejados hay antenas reveladoras de que los inquilinos tienen su televisión y las casas que carecen de ella parecen afectadas de un defecto congénito, de hecho todo el mundo verá los mismos programas, informativo nacional de siete a siete y media, informativo internacional de siete y media a ocho, documental y anuncios de ocho y media a nueve, información del tiempo de nueve a nueve y cuarto, vida deportiva de nueve y cuarto a diez menos cuarto, anuncios y algún programa musical de diez menos cuarto a diez, alguna película pasada de moda de diez a once, claro que no todos los días pasan una película, para ser exactos los lunes, miércoles y viernes ponen una serie y los martes, jueves y sábados una película, sólo el programa de vida cultural de los fines de semana llega hasta la medianoche, el nrás grandioso espectáculo lo ofrecen estas antenas de televisión que crecen en los tejados de las casas como bosquecillos de árboles de tronco y ramas desnudas tras el embate del viento frío, un bosque en que te has perdido, buscas aquí y allá pero en realidad no reconoces tu antigua ciudad.

Recuerdo que para ir a la escuela todos los días debía atravesar un puente de piedra y que a la izquierda del puente estaba el lago siempre surcado de olas aun en los días en que no soplaba viento, yo creía por ello que las olas eran el lomo de los peces, nunca hubiese imaginado que todos esos peces que lo colmaban morirían algún día ni que las aguas relucientes apestarían ni que la balsa de aguas pestilentes sería cegada ni que yo no pudiese encontrar el camino de casa.

Pregunto dónde está la calle Sur del Lago pero la gente te mira extrañada como si no te comprendiera, yo aún hablo el dialecto local y basta que esté con alguien del lugar para adoptar el acento, en mi ciudad es costumbre llamar «señor» al abuelo paterno y el «mi» de «mi abuelo» se articula entre la zona interna del paladar y la garganta, igual que la palabra «ganso», de modo que los forasteros creen oír «señor ganso» cuando uno dice «mi abuelo», al preguntar el camino yo pongo buen cuidado en articular el sonido entre la zona interna del paladar y la garganta pero nada en sus miradas refleja el calor propio de un paisano, pregunto a un par de muchachas el camino para ir a casa de señor ganso pero sólo consigo que se rían, no comprendo de qué se ríen, ríen tanto que son incapaces de responderme, las caras adquieren el mismo tinte de un corte de tela roja pero debo decir que si se ruborizan no es porque lleven sostén sino porque yo he articulado la palabra «sur» de Sur del Lago entre la zona interna del paladar y la garganta, luego pregunto a un hombre entrado en años dónde estaba antes el lago, pues si encuentro el lago podré encontrar el puente de piedra y si encuentro el puente de piedra podré encontrar la calle Sur del Lago y si encuentro la calle Sur del Lago hasta a tientas seré capaz de encontrar mi casa.

¿El lago?, ¿qué lago?, el lago cegado, ah, ese lago, el lago cegado, aquí mismo está, golpea el suelo con la punta del pie, aquí había un lago, estamos justo en su lecho, ¿y no había por aquí cerca un puente de piedra?, ¿no has visto la carretera asfaltada?, el puente de piedra fue demolido y el nuevo es de hormigón armado, comprendo, comprendo todo, imposible encontrar algo en su estado original, de nada sirve que preguntes por el nombre y el número de la calle antigua, tu único recurso es la memoria.

Recuerdo que era un patio de estilo antiguo, elegante, protegido por un muro cancel con ladrillos esculpidos en relieve con los caracteres «felicidad», «riqueza», «longevidad» y «alegría», con un dios de la longevidad al que le faltaba media cara apoyado en un bastón con empuñadura en forma de cabeza de dragón, una cabeza de dragón tan desgastada que resultaba irreconocible aunque nosotros de pequeños sabíamos, eso no se desgastaba, que el bastón del dios de la longevidad se llamaba bastón de la cabeza del dragón, y también con un ciervo manchado al que apenas le quedaban manchas o cuyas manchas eran quizá las rugosidades que tapizaban su cuerpo, cada vez que entrábamos o salíamos nos gustaba tocarle los cuernos, brillantes y lustrosos de nuestras sobaduras, el patio estaba dividido en dos grupos de casas, en las de atrás vivían los propietarios, gente venida a menos, tenían una hija llamada Zaowa que miraba a la gente con ojos muy redondos en los que había algo de excentricidad y también algo de encanto.

En todo caso, tan cierto es que el patio existió como lo es la existencia en él de los muchos azufaifos que mi abuelo había plantado y la de las jaulas colgadas bajo el alero en que tenía sus pájaros, tenía un tordo y había tenido un mirlo, mi madre decía que el mirlo molestaba a la gente con su ruido y el abuelo lo había vendido y sustituido por un paro de cara colorada que murió de enfado al poco tiempo pues los paros son muy enfadadizos y no deben ser encerrados en jaulas, el abuelo decía que le había llamado la atención la carita colorada del paro y la abuela le respondía que para cara y dura la suya, me acuerdo de todo, el patio estaba en el número diez de la calle Sur del Lago y por mucho que el nombre y el número de la calle hayan cambiado la gente no puede haber cegado un patio tan maravilloso de la misma manera que ha cegado la balsa de aguas malolientes, pero pregunto y busco aquí y allá, calle por calle, callejón por callejón y es como no encontrar algo en los bolsillos después de volverlos de dentro afuera y sacudir de ellos hasta la última pelusa, sumido en la desesperación arrastro las piernas cansadas sin saber ya con certeza si forman parte de mi cuerpo.

De repente me viene a la memoria el templo del Dios de la Guerra, cuando mi madre me llevaba al cine por el mismo camino de la escuela, pero en dirección contraria, teníamos que pasar por el callejón del templo del Dios de la Guerra, si encuentro el templo podré ubicar sin dificultad mi casa y por ello pregunto a alguien cómo se va al templo del Dios de la Guerra.

Ah, ¿busca el templo del Dios de la Guerra?, ¿a qué número va?, la respuesta confirma que el templo existe y además he topado con un hombre amable que se interesa incluso por el número al que voy pero soy incapaz de reaccionar pues acabo de olvidarme del número, respondo evasivamente que sólo pregunto si el lugar aún existe, ¿pregunta cómo se va y no sabe si existe?, ¿a quién busca?, ¿a qué familia?, las preguntas son cada vez más precisas, ¿me habrá tomado por un chino de ultramar que vuelve al país en busca de sus raíces?, ¿o por un hijo pródigo desarraigado de su tierra natal?, no tengo más remedio que alargarme en explicaciones, la casa en que vivía mi familia era alquilada y no propiedad de mis antepasados, y ¿cómo se llamaba el propietario?, lo único que sé es que el propietario tenía una hija llamada Zaowa y está claro que no puedo decir las cosas así pues el hombre empieza a poner mala cara al ver que me salgo por la tangente, el calor de su mirada se trueca en un instante en frío glacial y me mide de arriba abajo preguntándose acaso si debe avisar a la policía.

Si busca el número uno, vaya recto y entre por el primer callejón a mano derecha y en el lado sur lo encontrará, y si busca el número treinta y siete, siga por allí y a cien pasos entre por el segundo callejón y después de pasar otra bocacalle continúe derecho y dará con él en el lado norte, el de la izquierda, yo le doy las gracias una y otra vez y me marcho sintiendo en la espalda la punta aguda de su mirada.

Sigo recto y diviso el primer callejón a mano derecha y ya antes de entrar en él veo el nuevo letrero azul de la calle colocado al lado de la placa roja del retrete para hombres de los urinarios públicos, sé que la calle que figura en él es sin duda la del templo del Dios de la Guerra aunque el lugar no se parece apenas al que yo recuerdo de mi niñez, entro por el callejón para demostrar que vengo de verdad a ver mi antigua casa y no con otras intenciones pero no tengo necesidad de ir mirando los números del uno hasta el treinta y siete pues con una sola mirada abarco el callejón de un extremo a otro, no se parece en nada a aquel callejón largo y tortuoso que me viene a la memoria al evocar mi infancia ni tampoco recuerdo bien ahora si entonces había aquí un templo, es un callejón en que no hay edificios altos, la única que sobresale por encima de los patios vetustos es una casa de ladrillos rojos de tres pisos, una construcción muy simple que parece aún más endeble que las de los patios, de golpe me acuerdo que sí hubo en su día un templo del Dios de la Guerra reducido a cenizas por un rayo antes de que yo tuviera edad de recordar las cosas, también lo contó el abuelo, decía que el lugar atraía al rayo, que las emanaciones de la tierra eran negativas y el templo había sido construido Justamente para expulsar a los espíritus y eliminar los influjos nefastos pero que al final había sido presa del rayo, lo que demostraba a las claras que no era lugar propicio para el asentamiento humano, nuestra casa no se encontraba en el templo del Dios de la Guerra sino enfrente de él, pero pretender yo ahora volver a los años de mi niñez, por más que tenga un hijo, para rememorar la calle por la que mi madre me llevaba de la mano es casi un imposible, también sé que seguir preguntando es inútil, hasta ahora no he hecho otra cosa que vagar por el interior del lago, el exterior del lago, el centro del lago, la orilla del lago, qué no habrán hecho con el pequeño lago si hasta el océano son capaces hoy día de transformar en campos de moreras, adivino que en lo más profundo de este bosque de antenas plantadas en los edificios viejos, los edificios nuevos y los austeros edificios seminuevos y semiviejos se oculta la casa de mi infancia, pero no lograrás verla por más vueltas y revueltas que des y sólo podrás imaginarla en el recuerdo, quizá esté detrás mismo de este muro protector y sirva de vivienda a los empleados de una estación municipal cualquiera de protección del medio ambiente o de almacén de una fábrica vecinal de botones de plástico, habrán instalado una puerta de hierro y una portería y si eres incapaz de aducir algún motivo profesional no pienses que van a dejarte entrar, el único consuelo es pensar que el hombre no puede ser tan cruel como para querer destruir sin dejar rastro y sin razón alguna un muro cancel con ladrillos en relieve, el hombre es malo por naturaleza y la maldad es más profunda que la bondad, santos y sabios de todas las épocas y todos los lugares así lo afirman pero tú te inclinas a creer en la bondad del corazón humano, por saciar su voracidad los hombres no pueden haber pisoteado deliberadamente tus recuerdos de infancia pues también ellos habrán tenido una infancia que valga la pena recordar, es algo tan claro como que uno y uno no son tres, uno más uno implica un cambio cuantitativo que acaso pueda convertirse en cualitativo, transformarse en alguna cosa diferente y extraña pero nunca será igual a tres, si quieres librarte de las ataduras de tu obstinación tienes que abandonar de una vez estas calles asfaltadas repetitivas y monótonas y estos edificios y edificios y edificios y edificios nuevos, viejos, seminuevos y semiviejos, casi viejos y más o menos viejos, austeros, semiausteros y nada austeros y estos edificios y edificios cubiertos de bosques de antenas de televisión y estas extensiones y extensiones de edificios y edificios y edificios y edificios plantados de árboles de hojas caídas de los que sólo quedan el tronco y las ramas, edificios, edificios y edificios, edificios y edificios…

Iré a las afueras, a la orilla del río de las afueras al que el abuelo me llevó a… ¿pescar?, recuerdo que el abuelo me llevó al río, no me acuerdo con claridad si pescamos algo pero recuerdo que tenía un abuelo y una infancia y que en esos años de infancia me sentía muy mal cuando mi madre me bañaba desnudo en el patio, he buscado la casa en que viví cuando era pequeño, también me acuerdo que una vez me levanté en mitad de la noche para ir a cazar con alguien que no era el abuelo, caminamos todo el día y matamos un gato montés que confundimos con un zorro, me viene a la memoria un poema cuyo protagonista lleva el cuerpo cubierto de cuchillos de caza tintineantes, una libélula sin cola revolotea sobre el lugar, los críticos tienen padrastros en los ojos y el mentón ancho, quiero escribir una novela profunda, tan profunda que las moscas perezcan ahogadas en ella, y luego veo la espalda del abuelo sentado en cuclillas sobre un taburete fumando encorvado una pipa, abuelo, lo llamo pero no oye, me llego a su lado y lo llamo de nuevo, abuelo, y esta vez se vuelve pero no sujeta en su mano ninguna pipa, lágrimas viejas le surcan el rostro e hilillos de sangre le inundan los ojos como irritados del humo, bien que gustaba de echarle lena y paja a la estufa para calentarse en invierno sentado en cuclillas al lado de su boca, ¿por qué lloras, abuelo?, pregunto y se suena con los dedos y lanza un suspiro y se limpia la mano en un costado de las alpargatas sin dejar la menor huella, las alpargatas de suela bien gruesa que le ha hecho la abuela, me contempla con sus ojos rojos sin decir una palabra, te he comprado una caña de pescar con carrete, le digo, él carraspea desde lo más profundo de su garganta sin mostrar el menor entusiasmo, de este modo llego al fin a la playa del río, el crujir de la arena bajo mis pies parece suspiros de la abuela, la abuela andaba farfullando todo el día pero no decía una sola frase inteligible, y si le preguntabas adrede ¿qué dices, abuela?, levantaba perpleja la cabeza y al cabo de un buen rato decía ah, ¿ya has vuelto de la escuela?, o ¿tienes hambre?, en la cestilla de la cocina hay boniatos cocidos al vapor, cuando estaba enfrascada en sus monólogos era mejor no interrumpirla, hablaba de las cosas que le pasaban de mocita, pero si la escuchabas a escondidas desde detrás del respaldo de una silla parecía decir siempre lo mismo, está cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, algo así como que todo está cubierto, todos estos recuerdos resuenan bajo la arena que,hay bajo tus pies.

Es un río seco en que no hay más que piedras, pisas los cantos redondeados por la fuerza del agua, saltas de uno a otro, puedes imaginar el fluir borboteante del agua cristalina, aunque en las crecidas el río se convertía en una extensión ilimitada de agua turbia que llegaba hasta la ciudad, había que remangarse el pantalón hasta los muslos para cruzar la calle y la gente tenía que abrirse paso braceando en el aguazal amarillo en que flotaban zapatos rotos y pedazos de papel, cuando el agua se retiraba dejaba en todos los rincones una huella de barro que a los pocos días el calor del sol transformaba en costra, una costra que se desprendía trozo a trozo como las escamas de un pez, así era el río al que mi abuelo me llevaba a pescar, pero ahora no queda una gota de agua ni en los intersticios de las rocas y las grandes piedras inmóviles que ocupan el centro del lecho parecen ovejas simplonas apretadas unas contra otras para que nadie se las lleve, luego llegas a una duna donde antes aún quedaban algunas raíces nervudas de sauce, los sauces que la gente había serrado a escondidas para hacerse muebles, pero donde luego ya no creció ni la menor brizna de hierba, mientras estás de pie en ella comienzas a hundirte, te hundes hasta los tobillos y tienes que sacar las piernas y marcharte a toda prisa para no hundirte hasta las pantorrillas, hasta las rodillas, hasta los muslos, puedes quedar enterrado en la duna, la duna es una gran tumba y la arena amenaza con su cuchicheo, dice que va a sepultar todo, ya ha sepultado las márgenes del río, va a sepultar la ciudad, sepultar tusíais recuerdos de infancia, alberga malas intenciones, no comprendo por qué el abuelo sigue en cuclillas ahí y no corre, yo creo que debemos alejarnos enseguida, sobre la duna henchida que tengo delante y bajo el sol ardiente veo aparecer a un niño con el culo al aire que es mi yo de entonces, el abuelo se levanta, las arrugas del rostro le han desaparecido, coge del puñito al niño desnudo que soy yo de pequeño, el abuelo lleva unos calzones bombachos plegados a la cintura y mi yo desnudo va con él saltando y brincando.

¿Hay liebres?

Um.

¿Negrito viene con nosotros?

Um.

¿Negrito sabe perseguir liebres?

Um.

Poco tiempo después de desaparecer Negrito, nuestro perro de siempre, alguien dijo al abuelo que había visto su piel puesta a secar en el patio de una familia, mi abuelo fue a buscarlo pero le dijeron que Negrito les había matado los pollos, mentira, no había ser más civilizado que Negrito, sólo una vez le arrancó jugando unas cuantas plumas al gallo de casa y la abuela bien que lo escarmentó con el palo del escobón, pidiendo clemencia aullaba arrastrándose con las patas delanteras y al abuelo se le puso tan mala cara que parecía ser él el que recibía los palos, «para ella los pollos eran un tesoro preciado y para él el perro era un compañero estimado», pero después de aquello Negrito no volvió a jugar con los pollos pues, como dicen, el hombre educado nunca discute con mujeres.

¿Encontraremos un lobo?

Um.

¿Encontraremos un oso negro?

Um.

Abuelo, ¿has matado algún oso negro?

El abuelo gruñe más fuerte pero tú no puedes oír si ha matado o no un oso negro, cuando yo era pequeño veneraba al abuelo porque tenía una escopeta hecha con un tubo de acero, lo que más me impresionaba era cuando llenaba los casquillos viejos de pólvora, daba vueltas y más vueltas alrededor de él hasta que se enfadaba, el abuelo raras veces se enfadaba, la única vez que se enfadó conmigo repetía sin cesar ¡vete, vete! al tiempo que pataleaba con todas sus fuerzas, yo entré en la casa y en ese instante oí fuera una explosión, del susto casi me meto debajo de la cama pero miré a escondidas pegado a la puerta y vi que el abuelo tenía una mano llena de sangre y que con la otra se restregaba de cualquier manera pólvora negra encima y que no lloraba a pesar del dolor.

Abuelo, ¿también sabes cazar tigres?

Hablas demasiado.

Cuando me hice más mayor comprendí que el verdadero cazador es persona de pocas palabras y que si los compañeros de caza del abuelo nunca cazaban nada era a lo mejor porque cuando estaban juntos no hacían más que hablar, logrando con ello que un hombre de pocas palabras como él tampoco cazase nada, pero cuando el abuelo era joven se encontró de verdad con un tigre, un tigre de monte y no de zoológico, según él fue en su región natal, es decir en la región natal de mi padre y a fin de cuentas en la mía propia, en esos tiempos el bosque todavía era denso, no como cuando yo pasé por allí en coche por motivos de trabajo que sólo vi laderas ocres peladas y terrazas de cultivo abiertas hasta en las mismas cumbres, y fue en lo profundo del bosque denso ocupado ahora por terrazas de cultivo donde el tigre se quedó mirando a mi abuelo y luego se fue, en la televisión dicen que el tigre de la China meridional ha desaparecido sin dejar rastro y que aparte de los que hay en los zoológicos nadie ha visto y menos cazado alguno desde hace más de diez años, sólo queda el tigre del nordeste, un centenar como mucho según los especialistas, pero no saben en qué montes se esconden y sería una verdadera casualidad que alguien tropezase con uno de ellos.

Abuelo, ¿tuviste miedo cuando te encontraste con el tigre?

No me dan miedo los tigres sino los hombres malos.

Abuelo, ¿te has encontrado con hombres malos?

Hay más hombres malos que tigres pero no puedes cazarlos con la escopeta.

Pero son malos.

Antes de tiempo no puedes saber si son buenos o malos.

¿Y si lo supieras podrías matarlos con la escopeta?

Matar a un hombre va contra la ley.

¿Y los hombres malos no van contra la ley?

La ley no puede ocuparse de los hombres malos porque la maldad está en el corazón.

Pero han hecho cosas malas.

No es tan fácil saberlo.

Abuelo, ¿tenemos que andar mucho?

Um.

Abuelo, ya no puedo más.

Si no puedes más, aprieta los dientes y sigue.

Abuelo, se me han caído los dientes.

¡Arriba, granuja!

El abuelo se pone en cuclillas y la criaturilla desnuda se aferra a su espalda, renqueante camina el abuelo paso a paso sobre la arena con sus pies abiertos en forma de V llevando a cuestas al niño del culo al aire y el niño lo jalea y arrea y aguija con las piernas y cabalga a lomos del abuelo fustigándolo como si fustigase un caballo viejo, durante mucho, mucho tiempo contemplas cómo la silueta del abuelo se aleja poco a poco en la distancia y se hunde detrás de la duna y tú te quedas a este lado solo con el viento, el número dos Voeller está defendido por tres jugadores su cuerpo es una verdadera barrera natural no es fácil quitarle el balón, del reborde de la duna se eleva una humareda amarilla que la acaricia como una mano informe y la caricia transforma la duna inmensa en un lienzo desplegado de seda tersa, llegas al desierto, un mar seco sin límites que el calor vuelve rojo y enrojece al mismo calor, un silencio de muerte como el del desierto de Taklamakan que sobrevuela el avión, cadenas de elevaciones como raspas de pescado cuyos picos más altos deben de yacer sepultados en el mar seco y ardiente, aunque el Taklamakan es muy frío en marzo, los círculos azules del mar seco y rojo han de ser lagos congelados y los bordes blancos las playas y los puntos verdinegros los lugares más profundos y todo vuelve a parecer un pescado, los ojos de un pescado muerto, está claro que Alemania Federal ha imprimido más fuerza al ataque en el segundo tiempo presiona más arriba la defensa argentina tiene que mantenerse firme hay que aprovechar los espacios vacíos detrás de los zagueros para lanzar el contragolpe el pase ha sido bueno el número once Valdano se hace con el esférico tira a puerta, no hay viento, sólo la leve vibración del motor, el horizonte desaparece más allá de la ventanilla y el Taklamakan se inclina hacia la vertical y en el desplazamiento aparece una línea recta como trazada con el tiralíneas, la línea recta larga infinita corta la ventanilla y en la visual de la dirección del avión se mueve en el sentido de las agujas del reloj, de las doce y cinco a las doce y doce o trece, la línea se reduce y en el extremo de la aguja surge una ciudad muerta, ¿la antigua Loulan?, ¿o el espejismo de la antigua Loulan?, las ruinas están a tus mismos pies, tan próximas que llegas a distinguir las murallas derruidas, palacios sin cúpula o acaso grandes mansiones sin tejado, antigua cultura persa o acaso han o acaso la fusión de ambas pero todo sepultado en la inmensidad del desierto, en la repetición se ve que la defensa alemana no ha podido neutralizar el rápido contragolpe del equipo argentino un contragolpe que ha acabado en gol en los cincuenta y un partidos hasta ahora disputados se han marcado ciento veintisiete goles ciento cuarenta y ocho si contamos los marcados en las rondas de penaltis hoy se han marcado los que hacen el número ciento veintiocho y ciento veintinueve sin contar los de penalti ahora es Maradona el que lleva el balón, la arena inestable y el balón, la arena amarilla se desliza con el ulular del viento y crece en montículos al detenerse y resbala de ellos y se convierte en olas, olas y olas que se elevan y fluctúan y en vez de silbar cuchichean como cantando, alguien canta bajo la arena inestable, un cuchicheo mezclado con sollozos, quieres sacar de la arena el sonido que está bajo tus pies, quieres abrir un hoyo para liberar la voz reprimida pero la voz se hunde más en cuanto la tocas y no quiere salir, es como una anguila, intentas atraparla pero siempre topas con algún extremo resbaladizo y no logras sujetarla, cavas y cavas y vas apartando la arena con las manos, allí en la orilla bastaría excavar un par de palmos para que empezase a manar el agua, agua de río filtrada fresca y cristalina, pero ahora sólo hay guijarros helados, hundes la mano hasta el fondo con cierto deleite y tropiezas con algo afilado y te cortas en un dedo aunque no te haces sangre, tienes que saber qué es lo que en lo profundo de la arena te ha herido y sigues cavando y al final encuentras un pez muerto con la cabeza enterrada en el fondo, la cola dura y cortante es la que te ha herido, es un pez rígido y seco como el río y tiene la boca como soldada al cuerpo apergaminado y los ojos sin pupilas también resecos, lo pinchas aplastas retuerces pisas arrojas pero sobre la arena no produce ningún sonido, es la arena y no el pez la que produce los sonidos o ambos los que se burlan de ti con sus cuchicheos, tú no miras el pez de cola seca y ahorquillada que yace al sol sobre la arena pero él te observa fijamente con sus ojos duros redondos, te vas sin más pensando que cuando el viento y la arena lo entierren de nuevo no serás tú el que vuelva a desenterrarlo, condenándolo a quedarse en lo más hondo de la tierra sin ver la luz del día, fuera de juego del número diez Burruchaga ha desaprovechado una magnífica ocasión el balón del defensa sale por la línea de fondo tercer córner contra Argentina en el segundo tiempo saca Alemania Federal tira a puerta gol el tiro de Rummenigge ha impactado en Maradona estamos en el minuto veintisiete de juego y el marcador es de uno a dos Maradona avanza con el balón…

Abuelo, ¿tú también juegas al fútbol?

El fútbol juega a tu abuelo.

¿Con quién hablas?

Tú contigo mismo, con tu tú cuando era niño.

¿Con ese niño desnudo?

Con esa alma desnuda.

¿Tienes alma?

Ojalá, si no estaría demasiado solo en este mundo.

¿Estás solo?

Creo que sí, en este mundo.

¿En qué mundo?

En ese mundo interior tuyo que la gente desconoce.

¿También tienes tu mundo interior?

Ojalá tenga un mundo así, sólo en ese mundo te sientes libre.

Maradona Maradona supera al contrario tira a puerta ¿de quién? el resultado por ahora es de empate a dos igualdad en el marcador por primera vez la paloma de la paz vuela por el interior del estadio aún quedan diecisiete minutos, para el final diecisiete minutos en los que puede hacerse realidad un sueño, dicen que basta un instante para que se cumpla un sueño, los sueños también se pueden compactar, como las galletas de campaña que llevan los soldados, ¿has comido galletas de campaña?, yo he comido pescado seco, pescado seco envasado en plástico, pescado sin escamas, sin ojos, sin una cola dura y afilada que corte los dedos de la gente, explorar Loulan es algo que jamás podrás hacer en la vida y has de contentarte con revolotear sobre la ciudad bebiéndote la cerveza que te ha traído la azafata, la música resuena en los oídos, uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho canales diferentes en el extremo del brazo del asiento, un rock estridente, bailemos todos juntos, bailemos como locos, I love you, I love you maúlla una voz ronca de mezzosoprano, contemplas desde lo alto los restos de la antigua Loulan y sin darte cuenta te tumbas en la playa del mar, la arena fina escapa entre tus dedos y forma una duna y al pie de la duna está enterrado el pez muerto que te ha herido el dedo sin hacerte sangre, los peces también tienen sangre, la sangre de los peces huele igual que la humana pero los peces apergaminados no sangran y tú te desentiendes del dolor del dedo y sigues cavando con todas tus fuerzas y desentierras un muro en ruinas y sabes que es el muro que cercaba el patio de tu niñez y recuerdas que detrás de él había un azufaifo, las veces que cogías a escondidas la caña de pescar del abuelo para varear las azufaifas que compartías con ella, y ella surge de pronto de las ruinas y la persigues, quieres saber si es ella de verdad pero sólo puedes ver su sombra, impulsivamente la persigues y ella camina con paso ni lento ni rápido como un soplo de viento y nunca logras alcanzarla, Maradona Maradona busca un camino —es un camino sin camino— sometido al férreo control del equipo contrario resbala y cae —pero su conciencia sigue adelante—… tira a puerta gol, das un grito y ella al fin vuelve la cara, una cara de mujer que te niegas a reconocer al ver las arrugas que surcan las mejillas, la comisura de los ojos, la frente, atónito frente al rostro viejo flaccido deforme lívido apenas tienes valor para mirar otra vez ni sabes si has de esbozar una sonrisa que pueda parecer burla, sencillamente haces una mueca, tú tampoco tienes por qué ser bello, al final te quedas solo en las ruinas de la antigua Loulan, miras a tu alrededor y reconoces el montón de ladrillos del muro cancel con los relieves de los caracteres «felicidad», «riqueza», «longevidad» y «alegría», dónde está la caseta de Negrito, dónde el rincón donde el abuelo ponía el cubillo de hierro con las lombrices, dónde el cuarto del abuelo, éste es el muro en que el abuelo colgaba la escopeta de caza cuando no estaba en ruinas y aquél debe de ser el pasaje por el que se iba al patio trasero, a la casa de Zaowa, el patio trasero y su muro en que hay un hueco de ventana derruida donde se agazapa un lobo, el lobo tiene la mirada clavada en mí pero no siento miedo, sé que en el desierto lo normal es que sólo haya lobos y ninguna presencia humana aunque ahora están de pronto sobre las murallas y las paredes destruidas que me rodean por todas partes, las ruinas de la ciudad son su guarida, no hay que mirar atrás, el abuelo dice que si notas unas patas en los hombros cuando estás en un descampado nunca debes volver la cara porque si no «el que te dije» te tronchará la garganta de un mordisco, si mi expresión refleja la más mínima señal de alarma los que te dije saltarán sobre mí, no puedo mostrar la menor debilidad, las bestias se mantienen erguidas como personas al lado de las ventanas y me miran de soslayo con el ojo izquierdo y la cabeza apoyada en la pata delantera derecha, oigo a mi alrededor el relamerse impaciente de las lenguas largas y me viene a la memoria la imagen del abuelo frente al tigre en las terrazas de cultivo de su región natal cuando era joven, si en ese instante le hubiese faltado aguante y sale por pies el tigre lo habría atacado y devorado, imposible volver atrás y también avanzar, mi única salida es agacharme con disimulo para buscar a tientas por el suelo la escopeta de caza del abuelo que estaba colgada del muro derruido, levanto la escopeta como haciéndome el desentendido y apunto lentamente al lobo viejo que tengo delante, tenso el gatillo, debo dispararles uno a uno en sucesión para ponerlos patas arriba antes de que tengan el más mínimo margen de reflexión, como un buen tirador cuando dispara con la ametralladora, saber bien dónde pongo los pies, empezaré por el lobo viejo que está en el hueco de la ventana y seguiré girando en círculo hacia la izquierda, debo tener calculados mis movimientos entre tiro y tiro, no permitirme la menor vacilación ni el menor descuido, señores telespectadores en todo el mundial se han marcado ciento treinta y dos goles el partido concluye con la victoria de Argentina sobre Alemania Federal por tres a dos el equipo argentino se proclama campeón de la decimotercera copa del mundo, disparo pero el gatillo se parte, como el de la escopeta que el abuelo me hizo con una caña de maíz, los lobos estallan en carcajadas, kah kah kah kah kah kah kah kah, los vítores inundan en oleadas cada vez mayores el estadio Azteca de México, siento mucha vergüenza pero al mismo tiempo sé que ya no hay peligro, los que te dije no son reales, ellos sólo van maquillados y vestidos con pieles de lobo y también representan una obra de teatro, señores telespectadores la multitud rodea a los jugadores como a auténticos héroes y los lleva a hombros Maradona es protegido del acoso Maradona ha dicho mando un beso a todos los niños del mundo, y también oigo hablar a mi mujer y oigo hablar a una tía de mi mujer y a su marido venidos de muy lejos y recuerdo que el partido estaba siendo retransmitido en directo de madrugada, pero la emisión ya ha acabado y tengo que levantarme para ver si la caña de pescar de diez tramos de fibra de vidrio que le he comprado al abuelo difunto sigue encima de la cisterna del váter.

Gao Xingjian: En el parque. Cuento

20080302-xingjan_gao_lHace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas.

—Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos.

—Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolearme por la hierba.

—Tus padres te traían.

—Sobre todo cuando venía con mis compañeros.

—Sí, claro.

—Sobre todo cuando tú estabas.

—Me acuerdo.

—Llevabas dos coletitas.

—Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido.

—Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa.

—¿Sí?

—Sí, nadie se atrevía a acercarse.

—No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella pelota de goma.

—¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de manchártelos.

—Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte blancas.

—Parecías una princesa.

—Eso, una princesa con zapatillas de deporte.

—Luego te fuiste a vivir a otra parte.

—Sí.

—Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos.

—Me hice mayor.

—Mi madre te adoraba.

—Ya lo sé.

—Mis padres no tuvieron ninguna hija.

—Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor.

—No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú.

—Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana mayor.

—Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa.

—¿De qué?

Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la cuesta situada más allá del seto.

—Sentémonos también un momento.

—Bueno.

—El sol está por ponerse.

—Sí, es muy bello.

—No me gusta la belleza de este paisaje artificial.

—¿No decías que te gustaba mucho venir al parque?

—Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques vírgenes.

—Pudiste aguantarlo.

—El bosque es duro.

La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas.

—Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese ardiendo.

—Como un incendio.

—¿Como qué?

—Como un incendio en el bosque…

—Di, continúa.

—Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban hacia nosotros…

—¿Los leopardos no os atacaban?

—Ni caso nos hacían.

—¿No les disparabais?

—Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la orilla.

—¿No podíais hacer nada para salvaros?

—El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí mismo.

La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo.

—Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años.

—No hay mucho que contar.

—¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es impresionante.

—Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Habíame tú de lo que has hecho estos años.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Tengo una hija.

—¿De cuántos años?

—De seis.

—¿Se parece a ti?

—Sí, todos dicen que se parece mucho.

—¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas?

—No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares.

—Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno?

—Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz.

—¿No estás contenta con tu trabajo?

—Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección.

—¿Eres secretaria?

—Archivista.

—Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza.

—Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero?

—Sí, todo con mi propio esfuerzo.

El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada uno de sus pasos.

—Está esperando a alguien.

—Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón.

—¿Hay muchas muchachas en la ciudad?

—Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido.

—Pues esa muchacha está muy bien.

—La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada.

—¿Vendrá él?

—Quién sabe. Es algo que te pone histérica.

—Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos?

—Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas?

—Nunca he faltado a una cita.

—¿Tienes una amiga?

—Creo que sí.

—¿Y por qué no te casas?

—Quizá lo haga.

—Parece como si ella no te gustara.

—Le tengo lástima.

—La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así.

—Sólo me miento a mí mismo.

—Pero también mientes al otro.

—No hablemos de eso.

—Como quieras.

La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como que se arreglaba el vestido sobre las rodillas.

—¿Crees que vendrá?

—No lo sé.

—No deberías hacerle esto.

—Hay muchas cosas que no deberían hacerse.

—¿Es guapa tu amiga?

—Es digna de compasión.

—¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste de verdad, una muchacha joven y bonita.

—Una muchacha bonita no puede fijarse en mí.

—¿Por qué?

—Porque no tengo un padre importante.

—No quiero oírte decir esas palabras.

—Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya.

—¿Vienes a mi casa?

—Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a ti.

—No hables así.

—¿Qué tiene de malo?

—No paras de soltar indirectas.

—-No es mi intención.

—Deseo que seas feliz.

—No quiero oír esa palabra.

—¿Es que eres infeliz?

—No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes.

—Bueno, hablemos de otra cosa.

La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con paso ligero desde el otro extremo de la avenida.

—Al fin llegó.

El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La muchacha se volvió.

—No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver!

—Está llorando.

—¿Quién?

La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban.

—¿Aún quedan pájaros?

—No sólo hay pájaros en los bosques.

—Por aquí aún quedan gorriones.

—Te has vuelto arrogante.

—Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de arrogancia, hoy no estaría aquí.

—No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la ciudad.

—No te culpo de nada.

—No tienes derecho a culparme.

—Nadie tiene derecho a culpar a nadie.

Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda.

—Creo que deberíamos irnos.

—Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar.

—La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe, no se imaginará cosas raras, ¿verdad?

—No es de esa clase de personas.

—Es un buen hombre, entonces.

—Podrías pasarte por nuestra casa.

—Si él me invita.

—¿Si yo te invito no es lo mismo?

—Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal.

—Deja ya esa actitud.

—Dejemos ya de llevarnos la contraria.

—Eres tú el que habla con segundas.

—Bueno, perdona, no lo he hecho adrede.

—Hablemos de otra cosa, pues.

—Bien.

El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén.

—Parece que aún no se ha ido.

—No, está apoyada en un árbol.

A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él, la sombra de una persona.

—¿Qué le pasa?

—Llora.

—No vale la pena.

—¿Por qué?

—No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse.

—Aún tiene esperanzas.

—Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo propio.

—Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las mujeres somos débiles.

—Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más fuertes?

—Bellas palabras.

—Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho.

—Hay tantas cosas que no hay que hacer.

—Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer.

—Eso es hablar por hablar.

—Así es, no tendría que haber venido a verte.

—Esto también es hablar por hablar.

—Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio.

—No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa?

—¿Hablar de qué?

—Hablemos de ti.

—Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija?

—Yo quería tener un hijo.

—Una hija es lo mismo.

—No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas.

—La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos.

—Está llorando.

El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la parte trasera del árbol.

—Tendríamos que consolarla.

—Para ese mal no hay consuelo.

—Consolarla un poco, al menos.

—Ve, pues.

—Para estos casos sólo sirve una mujer.

—No es ése el consuelo que necesita.

—No entiendo.

—No entiendes nada de nada.

—Mejor no entender nada.

—Entender demasiado es una carga.

—En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti mismo.

—¿Qué quieres decir?

—Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada.

—Vámonos, pues.

—¿A mi casa?

—Es inútil.

—¿Vamos a despedirnos así?

—Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará.

—Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices?

—Como tú quieras.

Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas.

—Te escribiré cuando me case.

—Mejor no escribas nada.

—Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo.

—Mejor no vengas más.

—Sí, ha sido un error.

—¿Qué error?

—No tendría que haber venido a verte.

—No, no ha sido un error.

—Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del pasado; tenemos que aprender a olvidar.

—Para mí es muy difícil olvidar todo.

—Quizá con el tiempo…

—Vete ya.

—¿No quieres que te acompañe hasta el autobús?

Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era indistinguible.

—Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya.

Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían tenuemente a la luz de las farolas.

 

Gao Xingjian: El calambre. Cuento

2011_3_31_z4mn7jV2QWaUHzFHlB0PO5Un calambre. Le había dado un calambre en el estómago. Pensaba llegar nadando más lejos, cómo no, pero a cosa de un kilómetro de la orilla había sentido el calambre. Al principio lo creyó simple dolor de estómago, un dolor que se le pasaría con el propio movimiento, pero la tensión que sentía en el abdomen iba a más y al final dejó de avanzar. Se palpó el estómago y al notar el bulto duro en la parte derecha comprendió que se trataba de una contracción muscular debida al contacto con el agua fría: no había hecho suficiente ejercicio antes de entrar en el agua.

Después de cenar había ido solo a la playa desde el pequeño edificio blanco que albergaba la casa de huéspedes. Estaban en otoño, hacía viento y era raro que alguien se bañase al atardecer, a horas en que la gente conversaba o jugaba a las cartas. De los hombres y mujeres que abarrotaban la playa tumbados en ella al mediodía sólo quedaban cinco o seis, entretenidos en jugar al voleibol: una joven de bañador rojo, y el resto, muchachos de bañadores aún empapados que acababan de salir del agua, incapaces quizá de soportar el gélido mar de otoño. En toda la costa no había un solo bañista metido en el agua. Había entrado derecho en el mar, sin echar una mirada atrás, confiado en que la muchacha lo seguiría con la vista.

Pero ahora ya no puede verlos. Se vuelve y el sol le da de cara, un sol que desciende más allá de los montes y está por ocultarse detrás de la colina donde se halla el mirador de la casa de reposo. El fulgor amarillo de los últimos rayos del astro poniente le hiere la vista, y el continuo vaivén de las aguas o la luz que recibe de frente le impiden distinguir con claridad cuanto se halla por debajo de la silueta del mirador en forma de quiosco de lo alto de la colina, las copas borrosas de los árboles que flanquean el camino costanero o el piso segundo de la casa de reposo, semejante a un barco. ¿Estarán aún jugando al voleibol?, se pregunta, pataleando en el agua.

Todo a su alrededor es oleaje blanco y rumor profundo de mar verde sombrío; ni una sola barca de pesca. Se pone boca arriba, sostenido por las olas, y entre las crestas cenicientas distingue muy a lo lejos un punto negro; mas cada vez que se hunde en el valle de una ola no ve siquiera la superficie, pues el agua es un talud negro más brillante que el satén. La contracción muscular es cada vez más intensa. Flotar boca arriba le permite friccionarse con la mano derecha el bulto duro del estómago, y el dolor se atenúa. Al frente y por encima de su coronilla, a un costado, hay una nube como de pelusa; el viento allá arriba debe de soplar con más fuerza.

Pero de nada le sirve flotar a merced del oleaje, suspendido un instante para caer al siguiente entre las crestas de las olas: ha de nadar hacia la orilla sin perder más tiempo. Vuelto a la posición normal, lanza las piernas con fuerza y logra superar el viento y las olas y adquirir cierta velocidad; el estómago, aliviado apenas de su tensión, le duele de nuevo y esta vez el dolor es tan agudo, que siente la rigidez que le atenaza toda la parte derecha del abdomen. También siente cómo se hunde. Todo cuanto ve es el verde sombrío del mar, su extraordinaria nitidez, y la gran calma que sólo altera el rosario de burbujas apremiantes que él produce al respirar. Logra sacar la cabeza, parpadea para quitarse el agua de las pestañas. Aún no ve la línea de la costa. El sol ya se ha puesto y el cielo resplandece en tintes rosáceos sobre la colina que sube y baja. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Y la muchacha, y aquel bañador rojo que es el origen de todo. Se hunde de nuevo y el dolor lo obliga a encoger el estómago. Da de inmediato un par de brazadas y cuando al fin logra tomar aire traga agua, una bocanada de agua de mar áspera y salada; tose: es como si le clavasen agujas en el estómago. Tiene que ponerse de nuevo boca arriba, tumbado en el agua con los brazos y las piernas abiertos, y el dolor se atenúa en cuanto logra relajarse un poco.

El cielo que lo cubre se ha tornado lóbrego y ceniciento. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Ellos son lo más importante; ¿lo habrá visto la muchacha del bañador rojo adentrarse en el agua? ¿Estarán oteando el mar? El punto negro situado a su espalda sobre la superficie negruzca, ¿es una barquita, o algún artilugio flotante que se ha soltado de sus amarras? Pero ¿a quién puede importarle su paradero? En ese instante no cuenta más que consigo mismo. Puede gritar, pero frente a él tiene el estruendo monótono, incesante del oleaje, un estruendo que lo sume en la mayor de las soledades que ha conocido. Su ánimo se tambalea, pero enseguida recobra el dominio de sí mismo y al instante una corriente helada lo atraviesa de parte a parte y lo arrastra irremediablemente. El cuerpo ladeado, bracea con la mano izquierda y se cubre el estómago con la derecha y en el momento en que, sin dejar de friccionarse, mueve las piernas, siente aún el dolor, pero ahora es soportable. Comprende que sólo puede escapar de la corriente fría con la fuerza de sus piernas y que su única salvación es aguantar como sea, aguantar todo por inaguantable que le parezca. No debe pensar en la gravedad de su situación, pues por más cabalas que haga lo cierto es que sufre una contracción de los músculos del abdomen y se halla en aguas profundas, a un kilómetro de la orilla. En realidad no sabe si se halla o no a un kilómetro de distancia, pero tiene la sensación de que su deriva es paralela a la línea de la costa. A fuerza de piernas logra, al fin, contrarrestar el ímpetu de la corriente fría; mas ahora tiene que luchar por salir de ella si no quiere correr en un instante la misma suerte que el punto negro flotante sobre las olas, engullido por el lóbrego mar. Tiene que aguantar el dolor, mantener la calma, mover las piernas con fuerza; no puede aflojar lo más mínimo y menos aún ponerse nervioso; ha de coordinar a la perfección el movimiento de piernas con la respiración y las fricciones; no puede dejarse invadir por ningún otro pensamiento, permitirse el menor atisbo de pánico.

El sol se ha puesto muy deprisa, el mar está sumido en las sombras y ya no alcanza a ver las luces de la orilla; ni siquiera distingue la costa, la curvatura de la colina. De pronto, su pie tropieza con algo y con el sobresalto siente una convulsión, un dolor lacerante en el bajo vientre; mece con suavidad la pierna y advierte la escocedura en forma de círculo del tobillo: ha tropezado con los tentáculos de una medusa. Allí está, bajo el agua, la redondez blanca y grisácea de la criatura, como un paraguas abierto de bordes labiados ondeantes y membranosos. Podría aferrarla con la mano, arrancar la boca en que convergen los tentáculos.

En aquellos días había aprendido de los niños de la costa a cazar y a sazonar medusas. Bajo el alféizar de la ventana de su cuarto de la casa de huéspedes ya había majado con una piedra siete medusas después de arrancarles la boca y untarlas con sal; una vez secas, se convertirían en unos pocos pellejos apergaminados. Y ahora él también corría el riesgo del convertirse en un simple pellejo, un cadáver que ni siquiera llegaría flotando a la costa. Mejor dejarla vivir en paz.

Crece, con ello, su ansia de vida; ya no volverá a cazar medusas, y si logra llegar a la costa, tampoco volverá a bañarse en el mar. Mueve las piernas con energía, apretando el abdomen con la mano derecha; no debe dar rienda suelta a sus pensamientos, tan sólo ha de concentrarse en el ritmo regular de sus piernas. Ve el brillo de las estrellas, su resplandor maravilloso, y eso significa que se dirige justamente en dirección a la costa. El bulto duro del estómago ya ha desaparecido, pero él con infinita cautela sigue friccionando, aunque con ello demore su avance…

Cuando llega a la orilla y sale del agua, en la playa no hay un alma y la marea está alta. Es esta marea la que lo ha ayudado, piensa, mientras su cuerpo desnudo expuesto al viento tiembla con un frío más intenso que el que sentía cuando estaba en el agua. Se tumba boca abajo en la playa, pero la arena tampoco está tibia. Cuando al  fin se incorpora, echa a correr: tiene prisa por anunciar al mundo que acaba de escapar de la muerte.

En el vestíbulo de la casa de huéspedes todos juegan aún a las cartas; los mismos tertulianos de antes siguen escrutando el rostro del adversario o la propia jugada y ni uno solo hace el menor ademán de levantar la cara para echarle una mirada. Vuelve a su cuarto, pero su compañero no está; estará de cháchara en alguna de las habitaciones vecinas. Mientras coge su toalla del reborde de la ventana es consciente de que las medusas majadas con una piedra y untadas con sal que hay fuera siguen rezumando agua. Al fin se cambia de ropa, calza los zapatos para llevar los pies calientes, y vuelve solo a la playa.

El estruendo del oleaje. El viento es más recio, y las olas blancas y grises se suceden impetuosamente y al restallar en la orilla desparraman sobre la playa sus aguas negras. Una ola que no logra esquivar a tiempo le empapa los zapatos; alejado un corto trecho de la orilla echa a andar por la playa sumida en la oscuridad, vacía de estrellas. Al rato oye voces, voces de hombres y mujeres que hablan, y distingue tres sombras. Se detiene. Van en dos bicicletas y en la parrilla trasera de una de ellas está sentada una muchacha de cabello largo. Las ruedas se hunden en la arena y las sombras que conducen parecen hacer un gran esfuerzo. Los tres no cesan de hablar y reír; la voz de la muchacha que va sentada en la parrilla es especialmente alegre. Se detienen delante de él, afirman las bicicletas sobre los caballetes y uno de los jóvenes entrega a la muchacha la gran bolsa que carga en su parrilla. Los dos jóvenes empiezan a desvestirse, dejando al descubierto su gran flacura, y una vez desnudos agitan los brazos y saltan y gritan sobre la playa.

—¡Qué frío, qué frío! —gritan, mientras la muchacha ríe inconteniblemente, como si le estuviesen haciendo cosquillas.

—¿Queréis beber ahora? —pregunta la sombra de ella desde el costado de las bicicletas.

Vuelven, cogen la botella de licor que ella tiene en sus manos, beben a morro por turnos, la devuelven y corren hacia el mar.

—Aaah, aaah…

—Aaah…

Restalla el oleaje, la marea sigue creciendo.

—¡Volved pronto! —grita la muchacha con voz aguda: la única respuesta es el embate de las olas.

El débil reflejo del agua que fluye sobre la playa le permite ver el par de muletas en que se apoya la muchacha erguida al costado de las bicicletas.

Gao Xingjian: El accidente. Cuento

1-20100609-4653-2866-picAsí fue como ocurrió.

Eran las cinco de la tarde; en un taller de reparación de aparatos de radio de la calle Desheng acababan de sonar, tu tu tu tu, tu, las señales horarias de una emisora; fuera, una ráfaga de viento barría la arena gris amontonada al otro costado de la calle, a las puertas de la librería Xinhua, que se hallaba en obras; la arena giraba en semicírculo sobre el pavimento de asfalto, volvía a depositarse sobre el suelo y la polvareda terminaba por disiparse. Aún no era la época de los vientos cargados de arena que ocultan el cielo; apenas empezaba a hacer calor; había ciclistas que seguían llevando el abrigo corto de paño gris, y muchachas en las aceras que vestían conjuntos de primavera de color azul claro; el tráfago de ciclistas y peatones era incesante, pero aún no se habían producido las aglomeraciones de tráfico propias de las horas punta, de la salida del trabajo. Siempre hay quien sale del trabajo antes de hora y quien se halla disfrutando de permiso, y los ocupados compartían la calle con los ociosos. La escena era la misma de todos los días a esa hora; los autobuses no iban ni llenos ni vacíos, todos los asientos estaban ocupados y unos pocos viajeros permanecían de pie de cara a las ventanillas, aferrados a la barra.

Una bicicleta que llevaba adosado, a modo de sidecar, un cochecito de niño recubierto de un toldo de cuadros rojos y azules atravesaba en diagonal la calle desde el otro extremo. Lo conducía un hombre. Un autobús articulado venía de frente a bastante velocidad, aunque no tanta como la del coche verdoso que estaba a punto de adelantar a la bicicleta; ninguno de ellos superaba, en todo caso, la velocidad máxima autorizada en el casco urbano. El hombre pedaleaba con fuerza inclinado hacia adelante y el coche verde pasó a su costado. El autobús venía de frente por el carril de este lado. El hombre dudó un instante, pero no apretó el freno; la bicicleta con el cochecito seguía su marcha oblicua, ni lenta ni rápida, hacia este extremo de la calle. El autobús tocó el claxon sin disminuir la marcha. La bicicleta cruzó en ese instante la línea blanca central; la polvareda, recién disipada, no podía impedir la visión al ciclista, y de hecho no llevaba entornados los ojos. Levantó ligeramente la cabeza; era un hombre de unos cuarenta años, y la gorra algo caída hacia atrás dejaba al descubierto una incipiente calvicie. Tuvo que ver el autobús que venía derecho y tuvo que oír el claxon. Volvió a dudar un instante y pareció como que apretaba los frenos, pero no debió de apretarlos con fuerza, pues las ruedas apenas se bloquearon y la bicicleta continuó atravesando la calzada en esta dirección. El autobús se hallaba ya delante mismo y el claxon sonaba incesantemente. La bicicleta siguió avanzando por inercia. Sentado bajo el toldo iba un niño de dos o tres años de carrillos colorados. El ruido estridente del frenazo se mezcló con el del claxon; el estruendo aumentaba a medida que el autobús recortaba distancias. La rueda delantera de la bicicleta seguía avanzando en ángulo oblicuo, gradualmente, y el ruido del claxon y los frenos era cada vez más fuerte, más estridente. El autobús había reducido la marcha, pero su parte frontal, chata como un muro, avanzaba irremediablemente. Los dos vehículos estaban a punto de encontrarse, y una mujer lanzó un grito penetrante desde la acera de esta parte; peatones y ciclistas observaban paralizados la escena. Cuando la rueda delantera de la bicicleta rebasó la línea frontal del autobús, el ciclista pedaleó con todas sus fuerzas, creyendo quizá que aún tenía tiempo, pero llevó la mano que había dejado libre hacia el cochecito con toldo de cuadros rojos y azules, como queriendo apartarlo, y del empujón el carrito voló a un costado y su rueda salió rebotando. El hombre alzó las manos y cayó boca arriba, las piernas trabadas; y en medio del fragor del claxon y los frenos, los chillidos de la mujer y los gritos mudos de horror que los testigos no tuvieron tiempo de dar, fue aplastado por las ruedas del autobús. La bicicleta retorcida fue lanzada a más de diez metros de distancia sobre la superficie de asfalto.

Los peatones de ambas aceras enmudecieron y los ciclistas echaron pie a tierra. Todo quedó en el más absoluto silencio. El único sonido era el de la canción tierna y suave procedente del taller de reparación de aparatos de radio:

Recuerda cuando nos encontramos bajo el puente en ruinas en mitad de la bruma

El casete de alguna cantante de Hong Kong del estilo de Deng Lijun, posiblemente.

La rueda delantera del autobús estaba parada sobre un charco oscuro; la sangre salpicaba la parte frontal y resbalaba gota a gota sobre el cuerpo del hombre muerto. El conductor bajó de un salto y fue el primero en acercarse al cadáver. Luego llegaron corriendo los peatones de ambas aceras y algunos formaron corro alrededor del cochecito, volcado sobre una boca de alcantarilla después de dar varias vueltas y de resbalar un trecho. Una mujer de mediana edad sacó al niño del cochecito y lo examinó acunándolo en sus brazos.

—¿Está muerto?

—¡Está muerto!

—¿Está muerto?

Todo eran murmullos y exclamaciones. El niño tenía los ojos cerrados y su piel tierna y blanca transparentaba las finas, venas azules. No tenía sangre, ni ninguna herida aparente.

—¡Que no huya!

—¡Llamen enseguida a la policía!

—¡Que nadie toque nada! ¡No se acerquen, dejen todo como está!

Un grupo de personas rodeó estrechamente la parte delantera del autobús. Sólo uno de los que estaban fuera del corrillo se inclinó con curiosidad sobre la bicicleta retorcida; la alzó un instante, y el timbre sonó cuando volvió a dejarla como estaba.

—¡Claro que he tocado el claxon y he frenado! Todo el mundo lo ha visto: tenía que estar loco para lanzarse así contra el autobús. ¿Qué culpa tengo yo?

Era la voz ronca del conductor, que se defendía.

—¡Son todos testigos, todos lo han visto!

—¡Dejen paso, dejen paso! ¡Dejen todos paso!

La gorra de un policía apareció en medio de la multitud.

—¡Lo más importante es salvar al niño! ¿Puede alguien detener un coche para llevarlo al hospital? —era una voz masculina.

Un joven de chaqueta de cuero color café levantó el brazo y corrió hasta la línea central de la calzada. Un Toyota se abrió paso a bocinazos entre la muchedumbre que abarrotaba la calzada; detrás venía una camioneta Beijing 130, que sí paró. Los pasajeros del autobús protagonista del siniestro discutían con las cobradoras al otro lado de las ventanillas. Por detrás llegaba un trolebús: las puertas del autobús se abrieron, y los pasajeros salieron en tropel y le cortaron el paso. El alboroto era mayúsculo.

Nunca, nunca lo olvidaré…

El barullo ahogaba el sonido del radiocasete; la sangre seguía goteando en medio de un fuerte olor.

—Bua…

Sonó un llanto, el golpe de llanto de un niño restablecido del sofoco que lo paralizaba.

—¡Está bien!

—¡Está vivo!

Por todas partes surgieron exclamaciones de admiración y júbilo. Los sollozos eran cada vez más fuertes. La gente se animó, como liberada. Luego, los que estaban a este lado se incorporaron en masa al corrillo que rodeaba el cadáver de la víctima.

—Uia, uia, uia.

Entre destellos de sirena azul llegó un coche de la policía. La gente abrió paso, y cuatro policías salieron del vehículo. Dos de ellos hicieron recular a la multitud con su porra de dirigir el tráfico.

La circulación había quedado interrumpida y una larga caravana de vehículos de toda clase y condición colmaba los dos carriles de la calzada. El tumulto de las voces había sido reemplazado por el estruendo de las bocinas. Un policía se puso a dirigir el tráfico en medio de la calle gesticulando con las manos, cubiertas de guantes blancos.

Una de las cobradoras bajó del autobús a requerimiento de la policía. Porfiaba, como muy poco dispuesta a hacer lo que le pedían, pero al final cogió al niño que la mujer de mediana edad sostenía en sus brazos y subió a la 130. La camioneta se puso en marcha dirigida por los guantes blancos y cargada con los lloriqueos espasmódicos del niño.

Conminados por las voces de los policías que blandían sus porras, los curiosos se echaron atrás y formaron un cerco rectangular en torno de la bicicleta retorcida.

Con ello quedó a la vista, en este lado de la calle, la figura del conductor que se limpiaba el sudor con la gorra de tela. Un policía lo interrogaba. Sacó su permiso de conducir con tapas de plástico rojo y el policía se lo incautó. Hablaba al policía con precipitación, narrándole lo sucedido.

—¿Qué tiene que explicar? ¡Lo ha atropellado, y eso es todo! —dijo en voz alta un joven que empujaba su bicicleta.

—¡Él mismo se lo ha buscado! Tantos bocinazos y frenazos, pero no ha consentido en ceder el paso y se ha metido derecho debajo del autobús —respondió al joven una mujer con manguitos, la cobradora de otro autobús, que acababa de descender de su vehículo.

—¿Cómo no ha podido ver en pleno día a un hombre con un niño en medio de la calle? —dijo, indignado, alguien de la multitud.

—Para estos conductores, atropellar a cualquiera es bien poca cosa, como luego no les pasa nada —dijo una voz cáustica.

—¡Pobre! Si no hubiese llevado al niño, le habría dado tiempo a pasar.

—¿Tiene salvación?

—¿Y se le han salido los sesos?

—He oído como un «puf».

—¿Ha oído un ruido?

—Sí, como un «puf».

—¡Cállense de una vez!

—Ah, así es la vida. Cuando uno menos lo piensa, le llega la hora…

—Está llorando.

—¿Quién?

—El conductor.

En cuclillas, la cabeza gacha, el conductor se tapaba los ojos con la gorra.

—Bueno, nadie lo ha hecho a propósito…

—Cuando a uno le cae algo así encima, uno…

—¿Y llevaba a un niño? ¿Y el niño? ¿Y el niño? —preguntaban los recién llegados.

—Ni una sola herida; es un milagro.

—Por suerte uno se ha salvado.

—¡El hombre ha muerto!

—¿Eran padre e hijo?

—¿A quién se le ocurre llevar un carrito enganchado a la bicicleta? Con este tráfico nadie se libra de un accidente, aun yendo sólo con la bicicleta.

—Seguramente acababa de recoger al hijo de la guardería.

—¡Mira que también las guarderías, que no aceptan internos!

—Ya podemos darnos por contentos de que los admitan.

—¿Qué tienes tú que mirar ahí? Para que luego cruces la calle corriendo a lo loco. —Un hombre arrastraba de la mano a un niño que se había deslizado entre la multitud.

La estrella de la canción de Hong Kong ya no cantaba. Las escaleras del taller de reparación de aparatos de radio se habían llenado de gente.

Entre destellos de sirena roja llegó una ambulancia. Los enfermeros de bata blanca transportaron el cadáver al interior del coche. Los que estaban en las escaleras del taller se pusieron de puntillas. Del figón que había al lado salió un cocinero gordo, el delantal a la cintura, para ver lo que pasaba.

—¿Qué pasa? ¿Un accidente? ¿Han atropellado a alguien?

—A un hombre y a su hijo; uno ha muerto.

—¿Quién ha muerto?

—El viejo.

—¿Y el hijo?

—No le ha pasado nada.

—¡Es el colmo! ¿ Y no le echó una mano al viejo?

—Fue el padre el que lo empujó a un lado.

—Cada vez salen peores. ¡Criar hijos para esto!

—-Es mejor no decir tonterías, si no se sabe bien lo que ha pasado.

—¿Quién dice tonterías?

—Yo con usted no discuto.

—¡Se han llevado al niño!

—¿También había un niño?

Llegaba más gente.

—¡No empujen!

—¿Le he empujado yo?

—Aquí no hay nada que ver. ¡Vamos, circulen!

Desde fuera del corro, unos tiraban del brazo a los que estaban en él. El brazalete rojo los identificaba como miembros del equipo de propaganda de seguridad vial, y eran aún más agresivos que los guardias.

El conductor fue empujado al interior del coche de la policía. Se resistía, mirando atrás, pero al final la puerta se cerró tras él. Unos se alejaron a pie y otros se fueron en sus bicicletas. El grupo de curiosos comenzaba a disminuir, pero aún había alguno que paraba su bicicleta o se acercaba desde la acera para informarse de lo ocurrido. La larga caravana de turismos, minibuses, jeeps y autocares que, encabezada por el trolebús, se había formado a este lado de la calzada pasó lentamente junto al cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla cubierto con un toldo de cuadros rojos y azules hecho pedazos. La mayoría de los que estaban de pie en las escaleras del taller habían entrado en él o se habían marchado. Cuando hubo pasado la caravana, un policía que se hallaba en medio del grupo menguante de curiosos midió las distancias con una cinta métrica mientras otro hacía anotaciones en su cuadernillo. El charco de sangre que había bajo la rueda comenzaba a coagularse y a tornarse oscuro. Las puertas del autobús seguían abiertas; sentada junto a una de las ventanillas, la otra cobradora miraba con expresión ausente hacia el carril de este lado. Las caras en las ventanillas de los trolebuses que venían de frente por el carril opuesto miraban hacia fuera, y algunos pasajeros sacaban medio cuerpo para ver mejor. El número de peatones y ciclistas aumentó con la llegada de la hora de la salida del trabajo, la de mayor afluencia de tráfico, pero los gritos disuasorios de los policías y los miembros del equipo de propaganda de seguridad vial impedían toda aglomeración en mitad de la calzada.

—¿Ha habido un choque?

—¿Ha habido muertos?

—Seguro que sí, con toda esa sangre.

—Anteayer hubo otro accidente en la calle Jiankang; un muchacho de apenas dieciséis años. Lo llevaron al hospital, pero no pudieron salvarlo; era, decían, hijo único.

—¿Hay, en estos tiempos, familias que no sean de hijo único?

—¿Y cómo vivirán los padres después de esto?

—Si no solucionan el problema del tráfico, seguirá habiendo accidentes.

—Demasiados hay.

—La angustia que paso todos los días a la salida de clase, cuando mi Zhiming aún no ha vuelto a casa…

—Y eso que el suyo es varón, pues las hijas dan aún más preocupaciones a los padres.

—Mira, mira; saquemos una foto.

—Ya es demasiado tarde.

—¿Lo ha atropellado adrede?

—Quién sabe.

No parece haberse enganchado, pues lo ha pillado de lleno.

—Yo acabo de llegar.

Algunos conductores son muy agresivos y si no te apartas, les da igual.

—Y otros se desahogan matando por ahí a la gente; si te topas con ellos, desgracia segura.

—No se puede hacer nada, es el destino. En mi pueblo había un carpintero muy bueno, pero muy dado a la bebida, y una noche que volvía borracho como una cuba de una casa donde estaba haciendo unos arreglos, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cabeza sobre el filo de una piedra…

—Pues a mí estos días, no sé por qué, me tiemblan los párpados.

—¿De qué ojo?

—Uno no puede andar por la calle absorto en sus cosas; ya te he visto varias veces…

—No pasa nada.

—Cuando ocurre el accidente, ya no hay nada que hacer. Yo no soportaría…

—¡Cuidado, que la gente nos mira!

Los dos enamorados se miraron y siguieron camino cogidos aún más estrechamente de la mano.

Habían terminado de fotografiar el lugar del siniestro. El policía que había hecho las mediciones esparció arena con una pala sobre la mancha de sangre. El viento había cesado por completo. Oscurecía. La cobradora que estaba sentada junto a la ventanilla contaba la recaudación con las luces encendidas. Un policía cargó los restos de la bicicleta en un coche. Dos de los de brazalete rojo cargaron también el cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla y luego se fueron con los policías.

Debía de ser la hora de la cena. De pie al lado de la puerta, la cobradora, la única persona que quedaba en el lugar, miraba con impaciencia en todas direcciones a la espera del conductor enviado desde la terminal para hacerse cargo del vehículo. Sólo algún que otro transeúnte echaba una mirada al autobús vacío que, quién sabe por qué razón, permanecía estacionado en medio de la calzada. Era de noche, y ya nadie prestaba atención a la mancha de sangre invisible bajo la arenal gris que había delante del autobús.

Más tarde se encendieron las farolas de la calle, y en algún momento el autobús vacío se fue del lugar. Los coches siguieron circulando sin cesar en una u otra dirección como si nada hubiera pasado. Sin embargo, al filo de la medianoche, cuando en la calle apenas quedaban transeúntes, desde el cruce lejano flanqueado de semáforos refulgentes y el cartel en caracteres blancos sobre fondo azul fijado a una valla metálica que decía «Por su felicidad y por la de los demás, respete las normas de tráfico», se acercó con lentitud una camioneta de riego; el vehículo disminuyó la marcha al llegar al lugar del accidente y, aumentando la presión del chorro de agua, borró la mancha que quedaba sobre la calzada.

El trabajador de la limpieza ignoraba, probablemente, que en ese mismo lugar había ocurrido pocas horas antes un accidente en que un desdichado había perdido la vida.

Pero ¿quién era ese hombre? En esta ciudad de varios millones de habitantes, sólo los familiares y algunos conocidos debían de saberlo, y si no llevaba encima ningún documento que lo identificase, es probable que en ese instante ni siquiera tuvieran noticia de lo ocurrido. Su hijo —pues debía de ser su hijo— quizá pronunciase el nombre del padre al volver en sí. Y también tendría esposa. En el momento del suceso el hombre cumplía los deberes propios de una madre hacia su hijo, y por ello era buen padre y, posiblemente, buen marido; y, puesto que quería a su hijo, también debía de querer a su mujer. Mas ¿ella lo quería a él? Si lo quería, ¿por qué no cumplía con todos sus deberes de esposa? Quizá no era feliz; si no, ¿habría obrado tan atolondradamente? ¿Era quizá la indecisión uno de los puntos flacos de su carácter? ¿Estaba quizá dándole vueltas a algún conflicto irresoluble? En tal caso, estaba condenado sin remisión a tan gran infortunio. Pero si hubiese salido de casa un poco más tarde o se hubiese puesto en camino un poco antes, o si hubiese conducido algo más deprisa o algo más despacio después de recoger al hijo; o si la señora de la guardería le hubiese dicho un par de palabras más sobre su hijo, o si en el camino se hubiese encontrado con algún conocido y se hubiese parado a saludarlo, no le habría ocurrido ninguna desgracia. Ésta no habría sido, en modo alguno, inevitable, y si no padecía alguna enfermedad incurable, podría haber esperado tranquilo la muerte. Nadie puede sustraerse a la muerte, pero sí evitar una muerte prematura. Mas, de no haber muerto en el accidente, ¿dónde habría muerto? En esta ciudad son inevitables los accidentes; en realidad, no hay ciudad que haya logrado eliminarlos. La muerte por accidente de tráfico es una posibilidad presente en todas las ciudades, y aunque esta posibilidad sea de un uno por millón, en una gran ciudad como esta todos los días hay algún desdichado que la padece. Él era uno de esos desdichados. ¿Habría presentido la desgracia? ¿Qué pensó en el momento justo en que le sobrevino? Quizá no tuvo tiempo de pensar en nada, ni de comprender la inmensa desgracia que se abatía sobre su cabeza, la peor de las desgracias que podían acontecerle. Aunque sólo fuese ese uno de entre un millón, un minúsculo grano de arena. Sin embargo, es evidente que al filo de la muerte pensó en su hijo —demos por hecho que era su hijo—; ¿no había demostrado gran nobleza con su propio sacrificio? ¿O quizá no fue sólo cuestión de nobleza y también había intervenido en cierta medida el instinto? El instinto paterno. Siempre se habla del instinto materno, pero también hay madres que abandonan a sus hijos. Inmolarse por un hijo es, ciertamente, prueba de nobleza. Pero podría haber evitado su propia inmolación: si hubiese salido de casa un poco antes o se hubiese puesto en camino un poco más tarde, si no hubiese estado tan aturdido en ese momento, si hubiese sido un hombre libre de preocupaciones, si no hubiese sido una persona indecisa, o incluso si hubiese sido más ágil. La suma de todos estos factores lo había conducido a la muerte, y su desgracia ha sido inevitable. Ya volvemos a hablar de filosofía; pero la vida no es filosofía, aunque la filosofía provenga del conocimiento de la vida. Tampoco habría que incluir en las estadísticas los accidentes de coche que ocurren en la vida, pues son incumbencia de los departamentos que gestionan el tráfico o de la policía. Pueden, claro es, convertirse en noticia en un periódico modesto. O ser utilizados como material literario, un material que, pasado por el tamiz de la imaginación y retocado aquí y allá, acabe conformando una historia conmovedora. En tal caso pertenecerían al ámbito de la creación. Pero lo que aquí aparece descrito es el proceso real de un accidente, un accidente cualquiera ocurrido a las cinco de la tarde enfrente de un taller de reparación de aparatos de radio de la calle Desheng.

Gao Xingjian: El Templo de la bondad perfecta. Cuento

_fullNadábamos en una felicidad perfecta, el deseo, la pasión, el cariño y la dulzura del viaje de bodas que había seguido a nuestro casamiento, aunque sólo tuvimos un par de semanas de vacaciones: diez días concedidos por la ocasión y una semana de vacaciones normales.

El matrimonio es cosa de toda una vida; nada es más importante para nosotros, ¿cómo hubiera sido posible no pedir unos días de más? Pero mi jefe, tan avaro, regateaba hasta el último centavo cada vez que alguien pedía vacaciones, era angustioso. Al principio habían anotado dos semanas de vacaciones en la autorización, pero mi jefe las convirtió en una, incluido el domingo. Luego me dijo, un tanto cohibido:

—Espero que pueda usted regresar en el tiempo requerido.

—Claro que sí —le respondí—, nuestro pequeño salario no nos permitiría entretenernos en el camino.

Acabó firmando con un gran trazo de la pluma. Las vacaciones habían sido otorgadas.

En adelante ya no era soltero. Tenía una familia. De hecho este viaje lo había preparado con Fangfang desde hacía mucho. Ahora formábamos una familia; ya no podría ir al restaurante al recibir mi salario a principios de mes, invitar amigos, gastar a mi antojo y a finales de mes encontrarme sin un clavo, al punto de no poderme comprar un paquete de cigarrillos y verme obligado a hurgar en los bolsillos o a voltear las gavetas para desenterrar algunas monedas. Pero mejor ni hablar de eso. Decía que éramos felices. En nuestra vida tan corta, la felicidad es de hecho bastante rara. Tanto Fangfang como yo habíamos conocido una época en la que tuvimos que arrostrar las tempestades y hacer frente al mundo. Durante el periodo de gran catástrofe nacional, nuestras familias y nosotros mismos habíamos sufrido bastante, habíamos soportado no pocos infortunios. En cuanto a la suerte de nuestra generación, realmente teníamos de qué quejarnos. Pero no queríamos hablar más de esto; lo importante es que en el presente por fin conocíamos la felicidad.

Teníamos dos semanas enteras de vacaciones, y aunque esta luna de miel se había reducido a la mitad, a nuestros ojos no había perdido en nada la dulzura de la miel. Tampoco hablaré de esta dulzura, todos ustedes son gente que ha vivido, la han conocido y, de todas formas, esta felicidad nos pertenece solamente a nosotros. No; de lo que les quiero hablar es del Templo de la Perfecta Benevolencia, el Yuan’ensi. El nombre de este templo carece de importancia, pues es un templo desierto, en ruinas, no es de ninguna manera un lugar famoso ni muy visitado. Aparte de la gente del lugar, nadie sabe de su existencia. Y aun entre los lugareños son raros los que conocen su nombre. En pocas palabras, es un templo derruido del que nadie se ocupa, donde nadie reza ni quema incienso. Lo encontramos por casualidad. Nunca hubiéramos sabido que el templo tenía un nombre si no hubiéramos tratado de descifrar los caracteres borrados en una estela que servía de fondo a un estanque, bajo una bomba. La gente de por allí lo conocía simplemente como el Gran Templo. Sin embargo, comparado con el Templo de las Ánimas Ocultas de Hangzhou, o con el Templo de las Nubes Azules de Pekín, realmente no era un rival de peso. De hecho no era más que un viejo edificio con doble alero, situado en una elevación cercana a una capital de distrito. Frente a él aún se levantaba una gran puerta de piedra. El muro que rodeaba el patio se había derrumbado. Al correr del tiempo, los campesinos de los alrededores habían ido llevándose los ladrillos y las piedras que se utilizaron en la construcción para hacer sus casas o el cerco de sus pocilgas, y lo único que quedaba era el basamento circular invadido de hierbas silvestres.

Se veía de lejos, desde la calle de la capital. Las tejas laqueadas de amarillo dorado relumbraban al sol atrayendo la mirada. Tenían algo muy seductor. Fue por casualidad que llegamos a esta capital de distrito. El tren se había detenido en la estación, pero no volvió a salir a la hora prevista; tal vez estaba esperando que pasara un tren rápido con un leve retraso. La gente que subía o bajaba del tren ya no se apresuraba, el andén estaba desierto y el empleado charlaba, de pie a la entrada del vagón. A lo lejos, más allá de la estación, los techos grises de las casas yacían en un pequeño valle, y un poco más lejos se veían las cadenas de exuberantes montañas. Esta capital parecía emanar calma y serenidad.

De repente me pasó una idea por la cabeza:

—¿Y si vamos a dar una vuelta?

Fangfang estaba sentada frente a mí, me miraba con dulzura. Inclinó levemente la cabeza. Hablaba con los ojos. Nuestros nervios simpáticos vibraban al unísono. Sin decir ni una palabra más, bajamos súbitamente nuestro equipaje de la rejilla y corrimos a la salida del vagón. Una vez en el andén, nos echamos a reír:

—Tomaremos el próximo tren.

—También podríamos no partir —añadió Fangfang.

Claro, era nuestro viaje de bodas. Íbamos adonde se nos antojaba, la felicidad de estar recién casados nos acompañaba a dondequiera. Éramos los más felices del mundo, perfectamente libres. Fangfang me dio el brazo, yo cogí las bolsas de viaje. De hecho queríamos provocar la envidia de los empleados del andén y de los innumerables ojos detrás de las ventanillas.

Ya no tendríamos que buscar relaciones para lograr cambiar de puesto en la ciudad, ya no tendríamos que pedir auxilio a Juan ni a Pedro y ya no tendríamos que pasar apuros para conseguir autorización de residencia ni de trabajo. También teníamos un cuarto para nosotros solos, pequeño, cierto, pero muy bien puesto. Considerábamos que teníamos nuestro propio hogar, yo te tengo, tú me tienes. Ya sé lo que vas a decir, Fangfang: ¡Basta! Pero ¿qué importa? Precisamente queremos que todos compartan nuestra felicidad. Tenemos bastantes preocupaciones, ya los hemos importunado bastante, y también ustedes ya se tomaron muchas molestias por nosotros, ¿cómo darles las gracias? ¿Acaso con estos pocos dulces y unos cuantos vasos de alcohol en la boda? Les damos las gracias con nuestra felicidad, ¿qué tiene de incorrecto?

Así llegamos a esta pequeña capital de distrito, esta pequeña y vieja capital de distrito, tranquilamente recogida en este pequeño valle. En realidad, distaba mucho de ser tan apacible como nos pareció desde la ventana del tren. Bajo los techos grises, los callejones llenos de animación hervían de gente. Apenas eran las nueve de la mañana; vendían legumbres, sandías, melones, manzanas recién cortadas y peras que también acababan de llegar al mercado. En la calle principal las carretas de mulas y los camiones formaban embotellamientos, los chasquidos de látigo y los gritos resonaban sin cesar en medio del ruido incesante del agudo claxon de los camiones.

En ese instante, ya no teníamos en absoluto el mismo sentimiento que nos embargaba al penetrar en este tipo de capital en la época en que nos enviaron al campo. Hoy éramos visitantes de paso, viajeros; los tormentos internos y las penas de la gente ya no eran de nuestra incumbencia. Pero el ambiente de esta pequeña ciudad, el polvo que los camiones levantaban a su paso, el agua sucia que aventaban junto a los puestos de legumbres, las cáscaras de sandía que cubrían el suelo, las gallinas que los compradores esgrimían cabeza abajo, con las alas desplegadas, las plumas revoloteando, los cacareos, todo esto nos era perfectamente familiar. Todo lo que experimentábamos en relación con los habitantes de este lugar era una sensación de lujo. Por eso no podíamos evitar el sentimiento de superioridad propio de los habitantes de la ciudad que van al campo. Fangfang se apretaba contra mí cogiéndome del brazo y yo me estrechaba contra ella. Teníamos la impresión de que todos nos miraban. Sin embargo, no éramos gente de aquí; habíamos salido de otro mundo. Pasábamos junto a ellos, pero a nuestras espaldas no se trababa ninguna discusión; las personas de las que hablaban sólo podían ser gente que les era cercana.

Y así llegamos hasta el final de la calle. Ya no había puestos de legumbres, los transeúntes eran cada vez más raros, la algarabía del mercado había quedado detrás de nosotros. Vi mi reloj: nos había bastado media hora para recorrer la calle desde la estación. Todavía era temprano. Nos aburriríamos esperando el próximo tren, mientras Fangfang se preparaba para pasar la noche aquí. No había dicho nada, pero parecía decepcionada. Hacia nosotros venía un hombre con aspecto de funcionario. Se veía por sus gestos y su forma de caminar.

—Perdone —le dije—, ¿dónde se encuentra el centro de recepción del distrito?

Nos echó un vistazo, luego me indicó la dirección con entusiasmo, cómo ir de acá para allá, cómo dar vuelta hacia el este por la izquierda, y luego, cuando viéramos un edificio de dos pisos de ladrillo rojo, ese sería el centro de recepción del comité del distrito. Me preguntó a quién íbamos a ver, como si quisiera mostrarnos el camino. Le explicamos que estábamos de paso, que andábamos de viaje y le preguntamos qué podríamos ir a ver. Se pegó con la mano en la frente, como si lo hubiéramos puesto en aprietos. Luego de reflexionar un poco, nos dijo:

—Aquí no hay nada interesante que ver. Lo único que hay, si me permiten la indicación, es un gran templo, está en la colina hacia el oeste. Hay que escalar un poco y el camino no es bueno.

—¡Perfecto! —exclamé—, precisamente venimos a andar en las colinas.

—Sí, es verdad —añadió Fangfang en seguida—; no nos damiedo escalar.

Entonces nos llevó a la vuelta de la esquina y nos enseñó el viejo templo en la punta de la colina de enfrente, el viejo templo cuyas tejas amarillas relumbraban al sol.

—Ah, qué bien, muchas gracias.

Pero él veía los zapatos de tacón alto que Fangfang llevaba puestos. Dijo:

—¡Van a tener que meterse al agua para cruzar el río!

—¿Está hondo? —pregunté.

—Ha de llegar como a la rodilla.

Miré a Fangfang.

—No importa, sí puedo.

Fangfang no quería decepcionarme.

Le dimos las gracias y nos echamos a andar en la dirección que nos había indicado. Cuando ya habíamos tomado el camino polvoroso, no pude dejar de volver la vista a los zapatos nuevos de tacón alto y correas finas que llevaba Fangfang. Me arrepentí un tanto. Pero ella caminaba derechamente y con decisión.

—¡De verdad estás loca! —le dije.

—Me basta con estar contigo.

¿Te acuerdas, Fangfang? Lo dijiste apretándote contra mí.

Entonces caminamos hacia la orilla del río. De lado y lado crecía maíz en los campos, más alto que un hombre. Un pequeño sendero se perdía entre las hojas verdes. No había rastro de nadie ni delante ni detrás de nosotros. Abracé a Fangfang y la besé dulcemente. ¿Eh?, ¿qué pasa? Bueno, ella no quiere que hable de eso, regresemos al Templo de la Perfecta Benevolencia. Se encontraba en una ladera de la colina, en la orilla opuesta. Entre las tejas de color amarillo dorado crecían matas de hierbas silvestres que se distinguían perfectamente.

El agua del río era cristalina. Cogí en una mano los zapatos de tacón alto de Fangfang y mis sandalias de cuero. Le di la otra. Llevaba la falda arremangada. Avanzábamos a tientas, descalzos en el agua. Hacía mucho que no caminaba así. Hasta las piedras resbalosas del río se me clavaban en los pies.

—¿Te duelen? —le pregunté a Fangfang.

—Me gusta —respondiste en voz baja. Durante nuestra luna de miel hasta tener los pies doloridos era una sensación de felicidad. Y todas las desgracias del mundo parecían escurrirse entre los dedos de los pies. Parecía que hubiéramos regresado a la infancia, descalzos como niños que juegan en el agua.

Fangfang saltaba de una piedra a otra, yo mantenía su mano en la mía y, a veces, tarareaba una canción. Una vez que cruzamos el río, corrimos hacia la colina, riendo y gritando. Fangfang se lastimó un pie y yo estaba terriblemente preocupado, pero ella me tranquilizó, no pasa nada, cuando me ponga los zapatos voy a sentirme bien. Yo dije que era mi culpa, pero ella dijo que si yo estaba contento, ella estaba satisfecha y que entonces quería lastimarse el pie. Está bien, ya no voy a decir nada, no importa. Como ustedes son nuestros mejores amigos, como ustedes se han tomado molestias por nosotros, debemos hacer que compartan nuestra felicidad…

Así escalamos la colina hasta la puerta de piedra situada frente al templo. Pasando el muro del patio, que se había derrumbado, estaba un canal por donde corría un agua cristalina conducida en un tubo desde una estación de bombeo. Detrás del muro derruido, en el gran patio del templo, había un jardín de hortalizas y, muy cerca, una pila de excrementos. Esto nos recordó la época en que recogíamos los excrementos, en el campo. Ahora esos tiempos difíciles se los había llevado el viento. Sólo quedaban algunos recuerdos tristes, pero también muy dulces, y también quedaba nuestro amor. Bajo ese sol brillante teníamos la certeza de que nadie podría interferir en nuestro amor, que ya nadie podría molestarnos.

Frente al gran templo aún se encontraba un brasero de metal. Seguramente era demasiado pesado, imposible de mover. Y era tan macizo que no podía romperse. Así que se había quedado frente al templo en ruinas, cuya entrada resguardaba. La puerta estaba cerrada con un candado. El enrejado de la ventana estaba completamente podrido. Ahora el templo debía hacer las veces de granero para el equipo de producción.

En los alrededores ni un alma. Todo estaba en paz. El viento gemía entre los viejos pinos ante el templo. Como no había nadie que nos perturbara, nos acostamos en la hierba, a la sombra de los árboles. El viento de la montaña ahuyentaba el calor del verano y traía bocanadas de frescura. Fangfang se había acurrucado en mi pecho y mirábamos una nubecilla deshilacharse en el cielo azul. Sentíamos una felicidad indescriptible, una felicidad perfectamente serena.

Hubiéramos podido seguir embriagándonos en esa calma, pero se oyó el ruido de un andar pesado. Los pasos resonaban en las baldosas de piedra. Me incorporé y volví la vista hacia ellos. Efectivamente, un hombre había flanqueado la puerta del templo y se dirigía hacia el sitio donde nos habíamos acostado. Fangfang se sentó a su vez. El hombre avanzaba en medio del camino de piedra. Era de mediana edad, corpulento, con el pelo revuelto, las mejillas invadidas por la barba, el rostro sombrío. Bajo el poblado entrecejo, una mirada glacial nos contemplaba.

Paso a paso, seguía avanzando hacia nosotros. El viento gemía entre los pinos, teníamos un poco de frío. Seguramente vio nuestras miradas inquisitivas y alzó ligeramente la cabeza hacia el templo. Luego, entrecerrando los párpados, se puso a contemplar las hierbas silvestres que se mecían al viento entre las tejas laqueadas del techo relumbrantes bajo el cielo azul.

Se detuvo ante el brasero y le pegó con la mano. De inmediato se elevó una vibración sorda. Sus dedos de grandes articulaciones nudosas parecían tan duros como el metal. En la otra mano llevaba una vieja bolsa raída de lona negra y brillante. No tenía en modo alguno el aspecto de un miembro de la comuna popular que hubiera venido a trabajar en la hortaliza. Se puso a mirarnos nuevamente, escudriñando los zapatos de tacón alto que Fangfang había arrojado a la hierba, así como nuestras bolsas de viaje. Fangfang se puso los zapatos inmediatamente. Nos tomó por sorpresa cuando nos saludó con un:

—¿Andan de viaje?

Asentí con la cabeza.

—Hace buen tiempo, ¿no creen? —tenía ganas de trabar conversación.

Bajo el poblado entrecejo, los ojos habían perdido su frialdad. Parecía un buen hombre. Llevaba unos zapatos de cuero descosidos de algunas partes, con suelas recortadas de una llanta. El ruedo de los pantalones estaba mojado; evidentemente había atravesado el río viniendo de la capital.

—Aquí está fresco y muy bonito —dije poniéndome de pie.

—No se levante, yo ya me voy.

Parecía disculparse. Luego él también se sentó en la hierba, cerca del camino de piedra. Abrió su bolsa y nos preguntó:

—¿Comen melón? —y sacó uno de la bolsa.

—No, gracias. —Yo me apresuré a rechazarlo. Pero él nos arrojó el melón. Lo tomé y le hice señas de que se lo devolvería.

—No es nada, traigo la bolsa llena de melones —dijo sopesando la bolsa de la que sacó otro melón.

No podía seguir rechazándolo, así que saqué de la mía un paquete de bollos y se los ofrecí:

—Pruebe usted también nuestros bollos.

Cogió un pedazo de un bollo y lo puso encima de su bolsa.

—Con eso me basta, coman —dijo, apretando entre sus grandes manos el melón que en seguida se abrió con un crujido.

—Están limpios, los lavé en el río. —Luego dejó caer de la mano las semillas del melón y gritó en dirección a la puerta del templo—: Ven a descansar, ven a comer melón.

—Aquí hay un grillo. —La voz de un niño nos llegó de más allá de la puerta.

Un niñito con una jaula de malla de alambre en la mano apareció en la cuesta de la colina.

—Está bien, voy a atraparlo —respondió el hombre.

El niñito se dirigió hacia nosotros brincando y retozando.

—¿De vacaciones? Yo también —averigüé acerca de ellos y partí el melón con las manos, imitándolo.

—Hoy es domingo, lo traje a pasear —respondió.

Absortos en nuestro festejo, habíamos olvidado en qué día estábamos. Fangfang me sonrió mordiendo el melón que yo había partido. Quería decirme que debíamos hacer algo bueno por alguien. En el mundo los hombres buenos siguen siendo los más numerosos.

—Come, te lo regalan estos señores —dijo al niño que miraba el bollo de huevos y leche colocado encima de la bolsa.

Evidentemente el niño, que seguramente había crecido en esta capital, veía por primera vez este tipo de bollo. De inmediato se apoderó de él.

—¿Es su hijo? —le pregunté.

No me respondió, sino que le dijo al niño: —Coge tu melón y vete a jugar. En seguida te atraparé un grillo.

—¡Quiero cinco! —dijo el niño cogiendo el melón.

—Bueno, cinco.

El niño se fue corriendo, con la jaula en la mano. El hombre se quedó viendo la figura del niño, en las comisuras de los ojos se le formaron unas profundas arrugas. Bajo su apariencia severa se ocultaba la ternura de un padre.

—No es mi hijo —dijo, bajando la cabeza y sacando un cigarrillo. Lo encendió y aspiró una larga bocanada. Comprendiendo nuestro asombro, prosiguió—: Es el hijo de mi primo. Quisiera adoptarlo, si es que él quiere vivir conmigo.

De inmediato comprendimos que debían ser muchos los sentimientos que se arremolinaban en el corazón de este hombre rudo.

—¿Y su esposa? —preguntó Fangfang sin poder evitarlo.

No respondió, sino que siguió aspirando profundamente el humo de su cigarrillo antes de levantarse y alejarse. Sentimos la frescura del viento. En el techo de tejas laqueadas de amarillo dorado, los brotes nuevos de hierba que habían salido con la primavera, tan altos como las viejas espigas secas, se agitaban al viento. Los aleros del techo se dibujaban contra el cielo azul, una nube blanca pasaba, dando la impresión de que el universo se ladeaba. En la punta del alero una teja estaba a punto de caerse. Quizá llevaba años ahí, inmóvil.

El hombre estaba de pie en el basamento del muro en ruinas, con los ojos fijos en el valle que se abría detrás de nosotros. A lo lejos se veían las ondulaciones de una colina, más alta aún que la colina donde estábamos y más escarpada también. En la ladera no se veían ni campos en terrazas ni casas.

—No debiste de haberle hecho esa pregunta —le dije.

—Ya no hablemos de ello. —Fangfang parecía molesta.

—¡Aquí hay un grillo! —La voz del niño nos llegaba desde la colina. Parecía estar muy lejos, pero lo oíamos perfectamente.

El hombre se fue en esa dirección, columpiando en el extremo del brazo la pesada bolsa de los melones. Bajó la cuesta. Tomando a Fangfang del brazo, la atraje hacia mí.

—Déjame. —Se soltó.

—Tienes pasto en el pelo —le expliqué, quitándole una aguja de pino enredada en sus cabellos.

—Esa teja se va a caer —dijo Fangfang. También ella se había fijado en la teja rota de color amarillo dorado que iba a desprenderse. Murmuró—: Sería lo mejor, no vaya a ser que lastime a alguien.

—Todavía puede tardar mucho —le dije.

Fuimos al terraplén donde se había detenido el hombre. El pequeño valle estaba cubierto de campos con densos sembrados de maíz y mijo, de un verde intenso, que esperaban la cosecha de otoño. A nuestros pies, en un rellano, se apretujaban algunas casas de adobe con las paredes encaladas hasta la mitad. El sendero que descendía por el valle pasaba cerca de las casas. Llevando al niño de la mano, el hombre caminaba por la vereda que serpenteaba entre los plantíos. De repente, el muchacho se puso a caracolear como un caballo al que le hubieran soltado la brida. Se echaba hacia adelante, se daba la vuelta y luego regresaba hacia atrás, columpiando su jaula de malla de alambre en dirección al hombre.

—¿Crees que vaya a atraparle grillos?

Te acuerdas, Fangfang, que me hiciste esta pregunta.

—Claro, claro —te dije.

—¡Quiero cinco! —dijiste con tono malicioso.

Esto, esto es lo que yo quería decirles sobre el Templo de la Perfecta Benevolencia adonde fuimos de viaje para nuestra luna de miel.

Elfriede Jelinek: EE.UU. no puede ganar la paz. Entrevista

elfriedejelinek1-Bambilandia se desmarca de su obra anterior. ¿Por qué el cambio?

No se distingue demasiado de lo que ha sido mi producción literaria hasta ahora. Siempre he utilizado el recurso del montaje, es decir la inclusión de textos ajenos, para lograr un ritmo lingüístico distinto, ajeno.

-En la Academia Sueca abogó por caminar por los límites ¿Es el libro un ejemplo de esa literatura?

En Estocolmo intenté describir mi relación con el lenguaje. Mi escritura es siempre una lucha entre el lenguaje y yo misma. Todo pensamiento es lenguaje y se puede pensar en todo, por eso se debe poder decir todo. Así se crea un camino, una corriente de conciencia, de la que siempre nos volvemos a desviar.

-Incluye episodios y nombres reales ¿Ha escrito usted una crónica particular de la guerra de Irak?

No he seguido la guerra a través de los hechos (que nunca han sido auténticos, ya que los periodistas fueron llevados al frente como un séquito de esclavos), sino a través de su reflejo en la información, sometida a reglamentos y censurada por quienes ocuparon Irak. El amor a la paz ha perdido, y es esta impotencia la que he querido mostrar.

-El texto parece escrito con rabia ¿Es el síntoma de esa impotencia?

Sí, quizá. La tremenda rabia que se siente ante esta guerra no encuentra una válvula de escape en la realidad. Por ello he recurrido al arte, pero el arte no puede ser más que una válvula, sin otros efectos. Pero, sí, en cierta manera, me he desahogado.

-¿Hay explicación literaria para los atentados de las torres gemelas?

No. Los grupos extremistas islámicos sólo permiten un lenguaje, el de Alá, y las sociedades integristas que no permiten la libertad de palabra están condenadas al fracaso. Hans Magnus Enzensberger, escritor y ensayista alemán, ha creado un término genial para describirlo: perdedores radicales. Cuando se sabe que se ha perdido, uno se vuelve agresivo. El fanatismo no puede ganar.

-¿Cree, como se dice en el libro, que da igual quién gane la guerra?

EE.UU. está perdiendo la guerra porque no puede ganar la paz. No soy pacifista a cualquier precio, porque incluso la ONU prevé la intervención de fuerzas extranjeras si se da una seria amenaza de genocidio. Pero en el caso de Irak, los motivos eran mentira, ahora todos lo sabemos. Mi deseo es que venza la democracia y que Irak busque su propia vía, porque nosotros no debemos obligarles a asumir nuestra idea de la misma. No da igual quién gane, porque incluso un Irak mínimamente democrático es mejor que la sangrienta dictadura de Husein.

-¿Es el lenguaje un instrumento frente a la injusticia?

Debería intentar serlo. Pero dudo de que el lenguaje pueda vencer porque, al final, siempre debe ceder ante la fuerza. Pero, en ese caso, siempre habrá personas que encuentren vías para articularlo, aunque sea sobre papel higiénico. Y aun así, siempre se le vuelve a perseguir, como hizo Hitler con los judíos o como ha sucedido con los armenios.

-Su libro no es de lectura cómoda ¿No teme que esa narrativa le prive de lectores?

Tengo claro que solo una minoría se interesa por mi literatura, pero no puedo alejarme del nivel estético que he adquirido a lo largo de los años para ser atractiva ante las masas. Hacerlo me parecería de lo más arrogante; como si fuera una noble que teje calcetines para los pobres.

Elfriede Jelinek: Yo escribo sobre lo que está destruido. Entrevista

Елинек–«Yo escribo sobre lo que está destruido». ¿Esta frase encuentra su origen en vuestra infancia?

–Se puede incluso decir que yo estuve en la escuela de la destrucción. Soy una verdadera experta en ese dominio. Habría que decir que mis padres no podían tener hijos por lo menos hasta antes de 1945. Mi padre tenía casi 50 años y mi madre 43 cuando yo nací. Sus vidas estaban encaminadas. Mi llegada hizo explotar todo. Hizo saltar la familia. Una bomba. La misma que yo lanzo ahora a la sociedad. Transmito actualmente, por decirlo de alguna manera, lo que siempre fui.

–¿Su genealogía parece complicada?

–En Viena, en la parte oriental de Austria, la mayor parte de gentes son producto de una mezcla de etnias y de religiones debidas a las migraciones. En mi caso la amalgama es judía, balcánica y checa. Yo siento una presencia eslava bastante fuerte en lo que escribo, esa tradición de Kafka, de Karl Kraus, que viene de los judíos alemanes del Este… El escritor Peter Turrini dijo un día que los austríacos quisieran ser pastores alemanes pero no son más que insignificantes bastardos de compañía…

–Vuestros padres,pertenecientes a medios sociales diferentes se casaron en 1927. ¿Este hecho fue difícil, duro de vivir?

–Podría casi hablarse de un desgarramiento. Como si una suerte de esquizofrenia familiar se hubiera instalado en el medio ateo, comprometido con la izquierda de mi padre, y en el medio de la gran burguesa católica que era mi madre. Aunque por esos años ya no quedaba gran cosa a la gran burguesa, salvo algunos bienes inmobiliarios y la villa familiar. La familia había perdido mucho dinero en los préstamos de guerra. Pero la altivez del rango se mantenía. Siendo niña viví desgarrada entre esos dos polos, pero al mismo tiempo es algo que me ha servido bastante como inspiración.

–¿Su padre fue obrero?

–No. Él fue un científico. Él estudió química. Por el hecho de «la impureza de su raza» vivió cosas terribles en la facultad y luego fue obligado a ejercer el servicio obligatorio. Pero como protegido por mi madre, era más bien un trabajador forzado de lujo cuya vida no estaba amenazada. Como químico tenía un buen desempeño, pero tuvo que hacer descubrimientos importantes por cuenta de los nazis, lo que para él, resistente al nazismo y judío, tuvo, forzosamente, repercusiones catastróficas.

Siempre traté de acercarme a él. Era un hombre sensible, inteligente, cultivado, artista. Pero sigue siendo un extraño para mí. No solamente porque mi madre no dejaba que me aproximara, sino porque la enfermedad mental se le declaró justo cuando yo tenía la edad como para poder entenderme con él. Por eso siempre he estado a la búsqueda de una instancia paternal. Pero era mi madre el elemento dominante, esta madre demasiado, excesivamente fuerte.

–¿Su padre al menos le habrá dejado algunos recuerdos esenciales?

–Cuando aún yo era demasiado joven me llevaba –a una edad donde solamente podía percibir las cosas con espanto, sin análisis- a ver documentales que mostraban los campos a su liberación, con montañas de cadáveres, amontonamientos gigantescos de seres humanos semi muertos de hambre, totalmente destruidos. Un choque para mí. Pero mi padre me infunde bastante temprano un deber de conciencia: ayudar a que algo parecido no se reproduzca jamás. Era uno de los raros casos en que lograba imponerse a mi madre. Eso y el desfile del 1° Mayo en el Ring, desde donde pude seguir, siendo aún muy pequeña y con cintas rojas en mis trenzas, al proletariado en lucha. Mi madre hubiera preferido prohibírmelo, pero él no transigía. Como contrapartida, me dejaba ir al colegio católico contra su voluntad.

–¿La gran educadora fue entonces su madre?

–Ella abusaba de su poder y se arrogaba también el del padre, permitiéndome el lado anárquico de la escritura. De todo modos pienso que los artistas son gentes cuya infancia se prolonga de manera patológica y que no puede conservarse el estatuto de artista sino se sigue siendo la hija de su madre toda la vida. Una parte de la creatividad es producto de esta compulsión. En mi caso, la creatividad viene de una prohibición: devenir adulta.

–Su educación no deja de ser increíble: piano, violín, guitarra, danza …

–Mi madre teníapara mí una ambición artística desmesurada y el deseo también de seguir controlándome a través del conservatorio, la danza clásica que tomaban la posta cuando ella no se encontraba. Desde la edad de siete años mi jornada comenzaba a las once de la mañana y terminaba a las diez de la noche, porque yo debía trabajar mis instrumentos. Uno solo no era suficiente, tenían que ser cinco, a los cuales se agregaban la música de cámara y la orquesta … Su sueño era que yo fuera música.

–¿Usted era una escolar más bien dócil, y sin embargo cuenta que siendo niña se tiraba de cabezazos contra la pared?

–Como un animal enfermizo. Como yo debía estar casi todo el tiempo sentada trabajando, desde muy jovencita comencé a caminar en mi cuarto y a darme de cabezazos contra la pared. Mi madre a pesar de todo empezó a tener miedo. Así que un día aterricé en los servicios del doctor Asberger, pedopsiquiatra célebre que ha dado su nombre a un forma de autismo que afecta a seres geniales pero socialmente inadaptados. Ciertamente yo no era una niña genial, pero presentaba trastornos serios.

–¿Usted acumula entonces un odio que la propulsará, dice usted, como un proyectil hacia la literatura?

–Si desde muy pequeña se está a merced del poder omnipotente de sus padres, en la ocurrencia, el de mi madre, la presión no hace más que acumularse al interior. Y cuando una ya no se lanza contra las paredes hay que encontrar otra cosa. En mi caso fue la escritura. Yo ya escribía desde muy niña. Y desde que aprendí a leer, muy niña también, jamás he dejado la lectura.

–¿En 1968 usted atravesó de nuevo una grave crisis?

–Esta libertad súbita fue un choque que, por decirlo de alguna manera, me derrumbó. Fui presa de lo que se llama una crisis de angustia masiva. Tuve la impresión que iba a morirme. Me hospitalizaron. Luego, cuando me dieron de alta y volví a casa, comencé a sentir miedo de salir. En pleno período de mis estudios permanecí un año encerrada en mi domicilio. Entre mi padre y yo, cuya locura progresaba, la casa se convirtió en un infierno para mi pobre madre. En esos momentos difíciles ella fue la única capaz de mantener el rumbo. Fue en esas circunstancias que comencé verdaderamente a escribir, primero poemas, después prosa.

–En 1974 usted toma dos decisiones: casarse … pero sin abandonar el hogar materno…

–Me fui a vivir al extranjero, Italia, Berlín, pero las patas tentaculares de esa madre araña siempre me llevaron hasta su tela. No culpo a nadie. Puede ser que yo deseara rencontrar en todo momento esa infancia, esa infancia de la humanidad, esa inocencia… Porque esa edad es la más productiva de la vida. Desde lo más profundo de mí siempre rechacé llevar una vida normal y por eso desposé a alguien con quien era posible hacerlo. Mi marido puede vivir en autarquía y no exige jamás nada de mí. Las cosas no hubieran sido posible de otra manera.

–En 1974 usted se inscribe en el partido comunista.

–¡En esa época la Primavera de Praga ya había sido aplastada! Sin embargo, con el escritor Sharang, mi amigo, el compositor Zobel y yo quisimos hacer un trabajo de bases, en el seno del solo partido que nos parecía estar con la clase obrera y que había sido, a pesar de todo, uno de los partidos fundadores de la segunda República. El partido entonces buscaba un acercamiento con los artistas, capital que desgraciadamente no cesaron de despilfarrar. Nosotros creímos que podíamos revertir esa situación, que podíamos cambiar, pero el esfuerzo se reveló una ilusión. Pero yo no he perdido nada de mi anticapitalismo y de mi odio a la injusticia social. Creo haber llevado bien mi tarea política en mis libros.

–Este compromiso político le ha valido la incomprensión de sus conciudadanos…

–Ha tenido que pasar mucho tiempo para que Austria asuma una reflexión sobre su pasado. De origen austríaco, Hitler era un político que había logrado sus metas. A los 28 años llega a Alemania pero es en Austria que él cultiva su antisemitismo, que es siempre virulento en mi país. Él había estudiado en los escritos de Lanz von Liebenfels, toda esa literatura primaria y asquerosa, que debería más bien calificarse de pornografía política. Este antisemitismo siempre vivo y presente en mi país, esta plaga ligada igualmente al catolicismo, nunca había sido objeto de reflexión. Todo resurge durante la campaña por la elección de Waldheim . Yo escribí entonces una pieza, Präsident Abendwind, donde parafraseaba una comedia de Johann Nestroy, Häuptling Abendwind, que trata de la amnesia de los austríacos. La pieza jamás fue puesta durante las elecciones. Como la otra obra, Das Lebewohl, escrita en el 2000, cuando la llegada al gobierno de Haider.

–Como Thomas Bernhard, le reprochan de «mancillar vuestro nido», de atacar vuestra patria.

–Cuando algo estálargo tiempo reprimido, es como si repentinamente se retirara la válvula de una olla a presión: el vapor se escapa con mucha fuerza, a chorros incontenibles. El surgimiento del pasado es entonces más violento y sorprende a algunas personas que no estaban preparadas. Hubo también el viaje a mediados de los 80, del canciller Vranitzky a Israel. ¡Se da usted cuenta! Austria reconocía recién en los 80 su culpabilidad ante Israel de sus crímenes nazis. ¡Grotesco! Cuando se toman estas decisiones tan tardías, hubiera sido mucho mejor no haber hecho nada. Sin embargo, ese viaje fue considerado por todos como un gesto importante. Incluso la izquierda nos reprocha a nosotros los artistas, de representar siempre a Austria como un país nazi, cosa que jamás hemos hecho. Son los periodistas austríacos que no asumieron sus cometidos. Eso que ellos debieron hacer, tuvimos que hacerlo nosotros los artistas cuando ése no era nuestro rol. Felizmente, hoy los periodistas han tomado la posta, aunque con bastante retraso. Todo esto me provocó una cierta amargura que contribuyó a mi retiro actual de la vida pública.

–«Al margen»es el título que usted escogió para su discurso del premio Nobel. ¿Es así como usted se sitúa hoy en día?

–Escribiendo el discurso, he querido aprovechar la ocasión de decir «yo», tomarme la libertad –una vez no es costumbre- de hablar de manera personal. Puede parecer paradójico, porque muchos esperaban seguramente que escribiera un manifiesto feminista o un discurso sobre la guerra de Irak. Pero yo he intentado más bien describir la posición del escritor, que para mí se encuentra «al margen» y corre tras su lengua.

–¿Es decir?

–Yo comparo siempre la lengua a un perro lazarillo que te jala detrás de él. Para escribir no se necesita hacer gran cosa. Se comienza colocando algunos hitos, como para un bosquejo y luego, hay un momento en que todo eso prende y toma forma. Como un tornillo en la pared que de repente muerde y puede, por fin, atornillarse. El texto arrastra a su continuación a la persona que escribe. Escribir se vuelve entonces un proceso que no se desarrolla más en la conciencia. Yo no escribo más pero algo me escribe y me observa convertirme en escritura. Yo estoy entonces «al margen»: en mi discurso, porque observo siempre las cosas del exterior, sin participar; en mi existencia porque llevo una vida retirada; pero también en lo concerniente a mi lengua porque ella no es la mía, porque tantas cosas se han escupido que no puede creerse en la existencia de un lenguaje poético personal, y que ese lenguaje personal se construye forzosamente en la deconstrucción.

–¿Cuál es entonces vuestra lengua?

–Ella está hecha de facetas, como las piezas de un caleidoscopio donde se dibujan constantemente nuevos motivos. No está quieta. Siempre en movimiento. Aparece, por ejemplo, en mi discurso una citación de Heidegger que ella misma nos arrastra a interpretaciones de la poesía del austríaco Georg Trakl. Se abre así un nuevo horizonte de significaciones, en el cual me hundo con mi lengua hecha de asonancias, de variaciones, de amalgamas de otros textos. Como el Mur, ese río furioso que, en el final de mi novela, Les Enfants des morts, precipita montones de tierra y cubre todo de escombros. Repentinamente, esos escombros son desviados de su curso por una montaña. Jamás se es dueño de su propia lengua, algo se escribe, que tiene que ver en parte con el inconsciente.

–Usted dice con cierta frecuencia que la mujer es una «proletaria de la lengua». ¿Qué entiende usted por eso?

–Yo hice esta constatación escribiendo Lust. Originalmente quise escribir una novela en reacción a Histoire de l’oil, de George Bataille. Yo pensaba que era concebible para una mujer escribir sobre lo obsceno. Pero tuve que rendirme a la evidencia: era imposible, porque el lenguaje obsceno es masculino, es una lengua consagrada por el hombre. La mujer es la que se expone, la que se ofrece, el hombre es el que consume su cuerpo. Mi proyecto no era el de escribir un simple porno, sino de hacer crítica social como lo hicieron George Bataille o el marqués de Sade. Para mí, la sociedad misma es pornográfica; siempre esconde algo y es justamente eso lo que yo les arranco. Muestro lo obsceno. Como puede ser el trabajo de las mujeres. Que nadie quiere ver. La manera como ellas se ocupan de los niños, de los viejos, de los enfermos, todos esos gestos, ese trabajo de amor jamás honrado.

–Recibiendo el premio Nobel, usted dijo que le era imposible recibirlo en tanto que «yo».

–La mujer no puede decir «yo». El «yo» femenino es siempre múltiple. El hombre puede decir «yo». Es un sujeto no intercambiable. Mientras que para la mujer es imposible. Incluso si existen magníficos ejemplos en la literatura que testimonian que una mujer puede decir yo y designarse a sí misma. Yo no sé si en lo que a mí me concierne, ese déficit se deba a la dominación maternal, pero haber sufrido largo tiempo te da en todo caso la impulsión de escribir y de sublimar ese sufrimiento.

A partir de los años 80 usted se interesa particularmente al tema de la mujer…

–Se debe como en la mayor parte de las escritoras, del sentimiento de ser menospreciadas. Hablo del menosprecio que la cultura ejerce hacia el trabajo artístico de las mujeres, sometidas a criterios de evaluación específicamente masculinos. Lo que constituye otra suerte de brutalidad. Es cierto, no estoy delante de un marido que me brutaliza y pega a mis hijos; pero es también una forma de humillación… Raras son las mujeres que logran inscribir sus nombres en ese universo frío de las obras de arte masculinas, definidos por los hombres.

–Usted escribe en Internet. ¿Es su manera de mantener la comunicación con el exterior viviendo retirada?

–Utilizo Internet para escribir textos que no han encontrado aún su formulación definitiva, que yo llamo «mis notas» y en las cuales tomo posición sobre acontecimientos actuales en una lengua todavía aproximativa. La rapidez de Internet, esa facilidad con la que se puede borrar una cosa e inmediatamente reescribirla, estimulan también mi relación lúdica con la lengua.

–¿Estátambién su impaciencia?

–Es la peor de mis cualidades, yo quiero todo muy rápido. Con el ordenador puedo escribir tan rápido como pienso, lo que es importante para mi técnica de escritura, de asociación rápida, de juegos de palabras y de juegos de lenguaje. Porque todo debe hacerse en el mismo flujo, como un piano. En el fondo, yo soy una eterna pianista, en el sentido que trabajo con los dedos sobre un teclado y una pantalla, dispongo el texto sobre la pantalla de una manera material, obtenida por un trabajo del cuerpo.

–¿La Pianista, justamente, esa novela narrativa y psicológica, no es insólita en su obra?

–Es triste pero nada puedo hacer por cambiarlo. Incluso ahora que mis textos se reeditan con frecuencia, La Pianista es el que más se vende. Es cierto que también se ha hecho un film y posiblemente todo eso contribuya. Pero no es un texto representativo aunque se vislumbra mi manera sistemática de convertir las cosas en irrisorias, de practicar la ironía y jugar con las citaciones. Pero todo lo que me importará después se encuentra aquí solamente en germen.

–El trabajo sobre la forma, por ejemplo…

–Siempre me reprocharon de ser arrogante con mis personajes, de observarlos con demasiada distancia. Pero me es imposible describirlos de otra manera. Yo manejo mis personajes como protocolos experimentales. Son la mayor parte de tiempo protocolos sociales que se desenvuelven en el espacio de una familia, como en Les Exclus. Es imposible de penetrar uno mismo al interior de ese dispositivo. Con mi manera de escribir no se puede a la misma vez describir las cosas y vivirlas. Se hace necesario encontrar un puesto de observación a distancia.

–¿Habría usted inventado una nueva forma de realismo?

–Capaz un hiperrealismo. La realidad está ahí haga lo que se haga. Pero no se puede aprehenderla más que con la ayuda de una estética especial. En mi pieza Das Lebewohl, por ejemplo, o en aquella sobre la guerra en Irak, me apoyo en la tragedia griega. Los Persas o La Orestíadade Esquilo. Mi método consiste en izar hacia lo alto lo que hay de más vil y de más estúpido si quiero hablar a propósito de Haider. Es en semejante altura que se mide mejor la bajeza, la ignominia. No se podrá medir la estupidez de un político sino se la confronta con lo que hay de más elevado: la tragedia griega.

–¿Este premio Nobel la habrá cambiado?

–Sobredimensionado por mí va a empujarme a atrincherarme aún más. Por una parte no deseo que todo lo que yo diga a partir de ahora sea aureolado de una gran autoridad, o que mis opiniones políticas cuenten más que la de un simple ciudadano. Por último, no quisiera ser perseguida, sino mantenerme tranquila en este aislamiento que reivindico.

–Usted dice con frecuencia que uno se aísla primero porque es la realidad que nos empuja…

–Es difícil para un escritor de escribir y al mismo tiempo de vivir. Rimbaud primero escribió y después vivió. En el caso de alguien como yo que no puede vivir, tiene al menos la obligación de escribir para al menos poder existir. Aferrarse a la imaginación y a lo simbólico.

Elfriede Jelinek: Mi escritura, mi método, se basa en la crítica, no en la utopía. Entrevista

elfriedeAFN*: Esta es la primera vez que un trabajo suyo ha sido adaptado a la gran pantalla. ¿Qué le hizo decidir permitir que Michael Haneke siguiera adelante con el proyecto?

ELFRIEDE JELINEK: Durante mucho tiempo he dudado en dar permiso debido a que mi prosa están muy orientados al lenguaje. Es decir, las imágenes tienen lugar y son transmitidos a través del lenguaje. No podía imaginar que las imágenes de una película pudieran añadir nada esencial. Pero siempre supe que solo trabajaría con un director como Haneke, el cual puede yuxtaponer su propio canon de imágenes con el texto. Como Michael Haneke, eres austríaca, y como él, has explorado constantemente la oscuridad, la monstruosa cara del corazón humano.

AFN: ¿Debiéramos nosotros ver una fuerte conexión en esto?

ELFRIEDE JELINEK: Eso es también un cliché. Pero es verdad que no somos precisamente individuos “light”, artísticamente hablando. Me gusta Haneke, desde el momento en que conozco su trabajo, soy más capaz de criticar la sociedad desde una perspectiva negativa. Precisamente porque los clichés positivos de nuestra país son tan asfixiantes, busqué tomar lo que más les enorgullece: su música y sus genios musicales, y presentar así su lado negativo: la renuncia a la libido de cientos de mujeres profesoras de piano. Fuiste educada por una madre tiránica de la media clase católica, y tu padre murió en una institución psiquiátrica.

AFN: ¿Hasta qué punto es su novela autobiográfica?

ELFRIEDE JELINEK: Preferiría no contestar a eso, y preferiría también que mi novela no fuera vista como autobiográfica, aunque naturalmente contiene muchos elementos autobiográficos. Lo que me interesa en una historia es su resonancia, en este caso el desenmarañamiento de una mujer que carga en su espalda con esa herencia de cultura musical que Austria tanto idolatra. Y una sexualidad no-vivida expresada a través del voyeurismo: una mujer que no puede tomar parte de la vida o del deseo. Incluso el derecho de mirar es un derecho masculino, la mujer es siempre la que es observada, nunca la que observa. En ese sentido, expresándolo de una forma psicoanalítica, estamos hablando de la mujer fálica que se apropia del derecho del hombre a mirar, y que por consiguiente paga por ello con su vida.

AFN: ¿Cómo explica usted la locura de Erika?

ELFRIEDE JELINEK: Ella no es exactamente una loca, no del todo. Es neurótica, pero no loca. Como acabo de intentar explicar, esta es la sangrienta (en el verdadero sentido de la palabra) consecuencia del hecho de que a una mujer no le sea permitido vivir si reclama un derecho que no es suyo y que se obtienen solo en los más raros de los casos: fama artística. El derecho a elegir a un hombre y también de dictar cómo él la tortura, lo cual es dominación en sumisión, esto no le está permitido. De hecho para una mujer cualquier cosa más allá del cuidado y educación de los niños es una osadía. No estás precisamente fácil de mujer. Ese no es mi rol. Busco echar una incorruptible mirada de mujer, especialmente donde ellos son los cómplices del hombre.

AFN: Cuando fue publicada, algunas críticas en Austria calificaron la novela de pornográfica. ¿Le molestó esta respuesta?

ELFRIEDE JELINEK: La novela es lo opuesto a la pornografía. La pornografía sugiere deseo por todas partes y en todo momento. La novela prueba que esto no existe, que es un concepto que quiere mantener la disposición de la mujer, porque la mayoría de ellas son sencillamente los objetos de la pornografía, mientras los hombres las miran, pudiendo ver casi dentro de sus cuerpos. Pero estoy acostumbrada a ser malinterpretada. He sido incluso culpada por lo que intento analizar en mi escritura. Como muy a menudo pasa, se ataca al mensajero más que lo que se está expresando. Nadie está interesado en esto. Sobre tus personajes has dicho: “Golpeo con fuerza por lo que nadie puede madurar dónde mis personajes han estado”.

AFN: ¿Es la redención imposible?

ELFRIEDE JELINEK: Mis libros se limitan a representar analíticamente, pero también polémicamente (sarcásticamente) los horrores de la realidad. La redención es la especialidad de otros escritores, hombres y mujeres. Mi escritura, mi método, se basa en la crítica, no en la utopía.

AFN: Detrás de la descripción de un caso patológico, ¿no hay una denuncia de la cultura musical de Austria, la cual contribuye a la identidad de su país?

ELFRIEDE JELINEK: Sí, precisamente. La idolatría de la cultura musical de alto nivel, de la que vive el país (piense en cómo los grandes maestros fueron frecuentemente tratados en sus vidas, y cómo los artistas contemporáneos son tratados), y a través de la cual es presentado. En efecto, la relación amo-esclavo hegeliana, en la que esta cultura es el amo, y las mujeres profesoras de piano son las doncellas sirvientes. Ellas no tienen derecho a ninguna energía creadora, ni siquiera de su propia vida (llevo esto a su extremo en el texto).

AFN: ¿Habrías hecho las mismas elecciones musicales que Michael Haneke hizo en la película?

ELFRIEDE JELINEK: Discutimos la elección de la música de antemano. De todos modos, la mayoría de las piezas quedaban detalladas en la novela.

AFN: Justo como Michael Haneke con su cámara, usted empuña su pluma como un escalpelo. ¿Hay similitudes en vuestros trabajos?

ELFRIEDE JELINEK: Esa es una razón por la que Michael Haneke es tan adecuado para adaptar esta novela a la gran pantalla, porque nosotros dos procedemos analíticamente y desapasionadamente, quizás como los científicos que estudian la vida de los insectos. Ves los mecanismos mejor desde la distancia que cuando te encuentras en mitad de ellos.

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*A propósito de la película “La pianista” del director Michael Haneke, basado en la novela de Elfriede Jelinek. Esta entrevista es de AFC (Austrian FilmCommission)

 

Elfriede Jelinek: La furia es el motor que me hace escribir, por Silvina Friera. Entrevista

elfriede_jelinek_1_72dpi_80900830–¿Su escritura nace de la furia?

–La furia es mi motor, sin duda. La furia forjada por las injusticias, del tipo que sean. Por el sistema de valores machista, patriarcal o por las injusticias políticas y sociales en general.

–Algunos críticos han señalado que su literatura se relaciona con la tradición de Thomas Bernhard, Karl Kraus o Elías Canetti. ¿Reconoce estas influencias?

–Mis referentes son autoras y autores que supieron conjugar la crítica de la sociedad con la crítica del lenguaje, en la tradición filosófica del primer Wittgenstein; me refiero a autores como Karl Kraus o Marieluise Flei.er; Canetti no tanto, porque hace un uso más bien tradicional del lenguaje. La escuela de poetas de Viena, en los años ’50, fue sumamente decisiva para mí porque recuperó la tradición de experimentación lingüística que había sido interrumpida durante el nazismo. También Robert Walser y Kafka son muy importantes.

–Usted suele denunciar la persistencia del nazismo en la sociedad austríaca. ¿En qué aspectos se da esta permanencia?

–Lo que me interesa por sobre todas las cosas es la crítica del lenguaje, y además mi método de escritura tiene que ver fundamentalmente con la música del lenguaje; trabajo con la acústica, con el sonido de las palabras, y juego con eso; llevo los juegos de palabras hasta su límite más banal, al que no le rehúyo para nada. En este sentido es que también me interesa fundamentalmente la persistencia del fascismo en la mitología trivial, es decir, sus huellas reflejadas en series banales como las telecomedias familiares o en la literatura ligera. También por eso escribí Burgtheater, mi obra sobre una dinastía de actores que se mantienen muy activos durante el nazismo, que incluso participan en películas propagandísticas y que, una vez terminada la guerra, persisten y pueden seguir trabajando como si nada hubiera pasado.

–En ciertos sectores políticos y culturales de Viena usted genera resistencias. ¿Por qué continúa viviendo en Austria a pesar de todo?

–Vivo muy aislada y, en realidad, sólo me interesa participar del discurso público cuando siento que no me queda otra alternativa, cuando me veo obligada. Austria es muy lindo, como país, en Viena me siento en casa, es mi ciudad, una ciudad tradicionalmente “roja”, por cierto. Pero también podría vivir en cualquier otro lugar. Lamentablemente me cuesta mucho viajar, no puedo cambiar de lugar fácilmente, entonces no me queda más remedio que seguir viviendo en Austria, y en Munich, donde vive mi esposo.

–Los jóvenes, en general, recibieron con satisfacción que usted haya ganado el premio Nobel. ¿A qué responde que su obra tenga una mejor recepción o comprensión entre la juventud?

–No lo sé. Lo único que sé es que a menudo se me odia, que mi literatura enfurece, no sé exactamente a qué se debe esto. Y desde luego que me alegra sobremanera cuando los más jóvenes me leen. A veces pienso que la primera etapa crítica de mi escritura quedó superada, acaso reemplazada por la música, que de hecho es básicamente lo que los jóvenes escuchan.

–¿Qué diferencia a la literatura austríaca de la alemana?

–La literatura austríaca proviene de una tradición completamente distinta, es una literatura que se ha centrado siempre en el lenguaje. En Austria se ha reconocido la fragilidad o el carácter quebradizo del suelo lingüístico –si se quiere usar esta imagen–, mucho más que en la literatura alemana, que proviene de una tradición más bien narrativa. En Austria siempre se ha intentado crear un nuevo lenguaje para cada nuevo contenido. Karl Kraus y otros fueron precoces en entender que el pensamiento es el lenguaje y viceversa. Quien no pueda pensar en forma precisa, tampoco podrá expresar algo o escribir en forma precisa. Los contenidos sólo se materializan a través del lenguaje. Esta fragilidad de la realidad no se observa de la misma manera en la literatura alemana.

–La pianista y Los excluidos se publicarán en Buenos Aires. ¿Cómo las ubica dentro de su obra?

–Son las más “realistas”, las que están narradas en forma más tradicional, las que todavía son posibles traducir. Mis obras posteriores presentan grandes dificultades para la traducción porque juego con el lenguaje de tal manera que, a la hora de traducir, el traductor o la traductora debe poder reproducir esos mismos juegos de palabras en la lengua de llegada. Esto supone todo un trabajo de creación literaria quedebería ser encarado por verdaderos escritores, porque va más allá de la simple traducción. Sería como re-escribir la obra literaria.

–¿Cómo se siente ante la etiqueta de “escritora feminista”?

–Sí, soy una feminista. No creo que cualquier mujer capaz de pensar pueda ser otra cosa que una feminista. La lucha no es un mero combate contra la supremacía masculina y contra la negativa del hombre a dejar que la mujer participe de la vida pública, como debería ser, sino que es una lucha contra todo un sistema de valores patriarcal, al cual también yo estoy sometida, aun cuando de alguna manera haya podido “imponerme” y ganar premios. En la sociedad patriarcal es el hombre quien tiene el poder de juzgar, y la mujer debe doblegarse ante su juicio porque no ha podido instalar su propio sistema de valores. Sin embargo, el hombre también paga un precio, porque en la casa, en la esfera privada, muchas veces se debe sentir terriblemente subordinado. Y la causa de todo esto se remonta a la negativa de los patriarcas a compartir con la mujer el poder en la esfera pública, el poder hacia fuera, a eso me refiero.

–¿Está escribiendo actualmente?

–Próximamente se publicará mi libro sobre la segunda guerra en Irak, Bambiland. Además estoy traduciendo junto con una amiga un libro de Oscar Wilde, algo que me divierte muchísimo. An Ideal Husband ya es más una obra de Jelinek que de Wilde. ¡Espero que él no se retuerza en la tumba por eso!

Elfriede Jelinek: Austria me ha deshecho. Entrevista

Elfriede JelinekCuando el secretario permanente de la Academia Sueca, Horace Engdhal, pronunció el nombre de Elfriede Jelinek como destinataria del Nobel, un sentimiento de sorpresa y de cierta frustración flotó en la sala atestada de periodistas que aguardaban el anuncio. No era expresión de desacuerdo, sino simplemente de desconocimiento, informa Ricardo Moreno desde Estocolmo. Tras el anuncio, Jelinek no responde al teléfono, se atrinchera, quisiera desaparecer, la televisión pública de Austria teme por un momento no poder conseguir una entrevista, alguna agencia pesca algunas palabras en las que ella anuncia que no irá a recoger el premio a Suecia. Es el primer Premio Nobel de Literatura (dotado con 1,1 millones de euros) en Austria y nadie se lo esperaba. Ni los editores, ni los críticos literarios, ni ella misma. Es lo primero que menciona Jelinek al abrir tranquilamente la puerta de su casa, en la zona residencial del distrito 14, al pie de las laderas de los Bosques de Viena. Invita a entrar con una amabilidad hospitalaria que contrasta con la imagen divulgada de persona huidiza y escéptica. Como sorprendida por una visita inesperada, en la segunda planta, Jelinek (Mürzzuschlag, Estiria, 1946) se apresura a apartar algunas cosas que tiene desordenadas sobre el sofá, y empieza a conversar con calma y con deseo de ser comprendida mientras el teléfono suena sin cesar.

La premio Nobel de Literatura reivindica la marginalidad en un delirante discurso.

Pregunta. Usted ha dicho que no quiere que Austria aproveche este premio para adornarse con él. ¿Cómo piensa evitarlo?

Respuesta. No lo sé. Intentaré apartarme de todo, desaparecer del ámbito público, irme lejos, porque este país me ha deshecho. Hay lugares que me gustan y quiero, pero que un Gobierno de un país con un pasado histórico como éste [el nazismo] permita la extrema derecha otra vez, como primer país en Europa, sirviendo de ejemplo a otros, lo considero imperdonable. En Austria somos siempre los últimos en otros aspectos, y precisamente en éste, los pioneros. No me puedo conciliar con Austria debido a la historia de mi familia… Pienso en mi padre judío y en mis parientes que fueron asesinados.

P. Si alguien en otro ámbito lee sus obras, ¿puede también abstraerse del entorno e interpretar lo que escribe como una crítica más amplia de la existencia, o es una cuestión específica sobre la realidad austriaca?

R. La existencia en Austria es una realidad quebrada que se basa en una mentira. Los alemanes hicieron crecer a Hitler, que era en realidad alemán, pero han aprendido de los errores del pasado. Los alemanes estuvieron obligados porque estuvieron largo tiempo bajo la ocupación de los aliados, fueron, por así decirlo, educados a la democracia, pero Austria lo recibió todo de regalo y mantuvo su estatus sin ninguna punición, y a los que escribían sobre el tema les insultaron siempre con el apodo de Nestbeschmutzer («los que ensucian el propio nido»). No quiero prestar ahora un servicio a los que me insultaron de esa manera y que se adornen con mi premio. Sería hipócrita de mi parte.

P. En el año 2000, cuando el partido del ultraderechista Jörg Haider entró en el Gobierno austriaco en alianza con el Partido Popular, conservador, usted anunció que abandonaría Austria. Sin embargo, todavía está aquí.

R. No vivo sólo aquí. Vivo entre Alemania y Austria. Hay lugares y gente en Austria a los que les tengo cariño. Pero no permito que me impongan patriotismo austriaco.

P. ¿Sus libros han sido traducidos a muchos idiomas?

R. Muy poco. Soy una escritora muy provinciana porque mi lenguaje apenas se puede traducir.Vengo de una tradición basada en el juego de palabras difícil de traducir a otros idiomas. Por eso me impresiona mucho este premio internacional (sonríe, tímida y contenta). No entiendo que me lo hayan dado. Siempre pensé que se lo darían a Thomas Bernhard, pero falleció muy pronto. O a Handke.

P. ¿A qué tradición lingüística se refiere?

R. A la tradición de la crítica del lenguaje de Kraus o Wittgenstein, al Grupo de Viena… Es una tradición austriaca, realizar un trabajo analítico con el lenguaje mismo y elaborarlo en un proceso de composición, fijándose en el sonido. Einar Schleef (director de teatro alemán que dirigió la última obra teatral de Jelinek, Sportstück (Pieza de deporte), interpretó mi obra de forma maravillosa, porque también él partía del sonido del lenguaje. Quiero seguir trabajando en esta dirección aunque implique seguir siendo provinciana. El sonido no se puede traducir. Me han dicho que mis obras traducidas al español no han quedado muy bien, pero no sé, no hablo español.

P. Su obra ha trascendido al extranjero a través de la película La pianista. ¿Qué le pareció la versión cinematográfica?

R. Fue muy interesante porque no me atraen las filmaciones que pretenden ser fieles a la versión escrita. Y en este caso lo vi como algo nuevo, una obra en sí.

P. Muchos se preguntaron si tenía aspectos autobiográficos.

R. No quiero hablar de ese tema, pero sin duda tiene aspectos autobiográficos.

P. Una cuestión importante en toda su trayectoria es el machismo, las estructuras patriarcales en la sociedad.

R. Es uno de los temas más importantes para mí, los valores patriarcales, lo fálico en la cultura, el dominio de los hombres. En la casa, el dominio de la mujer puede también ser opresor. Pero los códigos de valores están hechos por hombres. Acabo de leer que «esta vez una mujer ha ganado el premio». Pero no debería siquiera sorprender, porque más de la mitad de los escritores son mujeres, y mucho más de la mitad de los lectores. ¿Por qué es algo raro que una mujer reciba el Premio Nobel?

P. ¿Sabe cuáles fueron los criterios por los que premiaron su obra?

R. No sé. Pero será por mi lenguaje y mi percepción crítica de la realidad. Se habla de mi visión «aguda» de la realidad, de mi realidad provinciana austriaca que quizá pueda proyectarse a otras realidades.

P. Su obra teatral Sportstück tuvo mucho éxito en el Burgtheater de Viena. ¿Qué se propone al llevar una obra al escenario?

R. Intento hacer teatro político. Tengo un gran proyecto sobre la segunda guerra del Golfo. Escribí sobre la guerra Bambiland, que fue llevado a escena por el Schlingensief, y ahora he escrito una segunda parte, una trilogía con referencias a la antigüedad. Será mi primer libro como premio Nobel (ríe), se llamará Bambiland und Babel. Bambiland era el parque de diversiones administrado por el hijo de Slobodan Milosevic, Mirko Milosevic, antes del desmoronamiento de Yugoslavia. Un Disneylandia serbio, una realidad falsa para mostrar hacia afuera. Y Babel era el periódico que editaba el hijo de Sadam Husein, Udai. Creo que dedicaba amplio espacio al deporte, era el jefe del Comité Olímpico de Irak. Babel son también las muchas lenguas, las muchas voces. Serán monólogos. Una mezcla de ensayo, prosa y teatro. Escribo pocos diálogos porque en el teatro quiero agrandar las figuras, y eso funciona con grandes superficies de lenguaje. Los diálogos en teatro me parecen una banalidad.

 Tomado de El país, 8 de octubre del 2004

José Saramago: La realidad es otra; entrevista por Carlos Payán. Entrevista

Saramgo(París, otoño de 2006. Carmen Castillo recibe en su casa a José Saramago, a Laura Restrepo, a Ramón Chao, a Carlos Payán. Al término de la cena se levanta de la mesa e invita a Payán a conversar en la biblioteca. ¿Grabamos?, le pregunta Payán. Saramago asiente.)

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-Acabas de escribir Pequeñas memorias, un bello libro sobre tu infancia. ¿Es la infancia como un jardín secreto, misterioso que siempre llevamos dentro?

-Bueno, ese jardín encantado quizá haya sido para el niño feliz, el que está descubriendo el mundo. Pero quise sacar a luz también al niño infeliz, al niño melancólico. Yo le digo a la gente, ¿tu niño está triste? Déjalo estar, está creciendo. Pequeñas memorias tiene un epígrafe que dice «déjate llevar por el niño que has sido». Tengo tan presente a ese niño como si yo fuera por ahí llevado por él, de la mano.

-El problema de ese niño es que muchas veces se nos queda tan atrás, que ya no sabemos bien quién fue realmente.

-Yo no lo he olvidado nunca, pero se me había quedado atrapado en el pasado. Un día empecé a hacerme insistentemente la pregunta, ¿quién era ese niño? Probablemente ya no hay en mi cuerpo ni una sola célula de las que tenía entonces, ya soy otro, al fin de cuentas podemos decir que somos otro en cada día que pasa. Pero al mismo tiempo entre ese niño y yo hay una continuidad biológica, seguimos siendo la misma persona. Y la única herramienta que tenía a mano para recuperarlo era la memoria, con toda la carga que ella nos devuelve, de caras, sentimientos, paisajes, situaciones.

-También contamos con esa niebla que es el olvido, esa otra cara de la memoria.

-Así es, tienes que pedirle a la niebla que te vaya devolviendo lo que pretende ocultarte. La memoria es selectiva y tiende a borrar las partes duras, va armando un recuerdo basado sólo en lo más dulce… Pero hay que tratar de ser honesto. Por ejemplo, mi padre le pegaba a mi madre, y yo lo digo en las memorias. No me gustaría omitirlo porque es algo que marcó al niño que fui, y tengo que luchar contra la tendencia a omitirlo.

-El escritor libanés Elías Khoury dice que una vida es una novela que no se ha contando, y una novela es una vida que no se ha vivido.

-Es una bonita manera de decir. Hay personajes de novela que están más vivos que algunos que andan por allí; piensa por ejemplo en Emma Bovary, o en Julian Sorel. ¿Hay alguien más vivo que ellos? O esos personajes de Shakespeare, grandes, pequeños, mediocres, magníficos, que vienen de la literatura pero que también están aquí, vivos, entre nosotros…

-¿Cuál es el personaje literario que llega más lejos en eso de acercarse a lo humano?

-Creo que lo podemos encontrar en fragmentos de Shakespeare, pero donde lo encontramos en su totalidad, es en el Quijote.

-¿Y entre los tuyos, los que has creado en tus novelas?

-Yo diría que los personajes femeninos. Al lado de mis personajes femeninos, los masculinos son insignificantes.

-Y el Jesucristo de El Evangelio…, como lo describes, no resulta un ser humano espléndido…

-Puede ser, pero si lo pones al lado de María de Magdala, ella se lo lleva por delante. Cuando Jesús va a resucitar a Lázaro, María de Magdala lo detiene, diciéndole: «nadie ha pecado tanto que merezca morir dos veces». Sólo una mujer es capaz de comprender que no tiene sentido resucitar, si tienes que morir de nuevo. Siento que las mujeres de La balsa de piedra demuestran que la mujer es más sabia, más generosa, más abierta, más real. Cuando empiezo una novela no es que me diga a mí mismo: «ahora tienes que poner aquí una mujer extraordinaria». Lo que sucede es que ella va naciendo a partir de las situaciones creadas que se van narrando. Y cuando la veo dibujarse poquito a poco, le digo: ahí estás, ya apareciste de nuevo, te andaba buscando…

-Ya hablamos del niño que fuiste; háblame ahora del adulto que eres. Eric Hobsbaum, el historiador, dice que en la mitad del siglo pasado quien no era comunista, no tenía corazón…Te hablo de esa idea magnífica que nos marcó: la de cambiar el mundo…

-Era, sí, una idea magnífica, y nos prometía también un hombre nuevo, pero si tú miras hoy a la ex Unión Soviética, ves que ese hombre nuevo resultó ser un mafioso, un gángster. No quiero decir que no haya gente buena, fiel a sus ideales y convicciones, pero … Mira China, que tiene un partido único, el Partido Comunista, detrás del cual lo que hay es un capitalismo puro y duro, que somete a sus trabajadores a doce, catorce y dieciséis horas de trabajo.

-Las enormes equivocaciones que cometieron…

-No creo que se pueda hablar de equivocación. Si hubiera sido una equivocación, podríamos ver dónde y cuándo se cometió. Habría que empezar a buscar el quiebre en el propio origen, la idea de que un partido debe encargarse de hacer la felicidad de la gente. Es una mala idea, porque desde luego lo va a hacer según sus propios intereses. El error mortal ha sido la no participación del ciudadano en la vida de su país; esa ha sido la enfermedad.

-Permíteme que insista en el tema con una pregunta hecha por este viejo miembro del Partido Comunista que soy, a ese otro viejo miembro del Partido Comunista que eres tú. ¿Qué crees que dejó nuestra generación para la historia, para la izquierda, para los que vienen detrás de nosotros?

-Aparentemente, no hemos dejado nada. Pero ya lo sabremos en el futuro. Es posible que hayamos dejado más de lo que podemos ver en este momento, que nos encuentra desesperanzados y cansados; tristes, para decir la palabra exacta. Hoy creemos que no, que no dejamos nada, salvo ruinas. Pero quizá en esas ruinas haya quedado un poquito de hierba. Hay que volver a Marx, desde luego. Pero con muchísimo cuidado. Porque hay una cosa terrible, un escollo casi insalvable, y es que el poder lo contamina todo, es tóxico. Es posible mantener la pureza de los principios mientras estás alejado del poder. Pero necesitamos llegar al poder para poner en práctica nuestras convicciones. Y ahí la cosa se derrumba, cuando nuestras convicciones se enturbian con la suciedad del poder.

-¿No piensas que de todas maneras ese movimiento que empezó con la Revolución de octubre le abrió el camino a luchas e ideales sin los cuales el mundo de hoy sería muy oscuro?

-Sería una injusticia histórica decir que no, pero también es cierto que muy pronto la Unión Soviética empezó a degenerar, y degeneró totalmente. Por eso te decía, el problema que no vamos a poder solucionar nunca, es la relación de quien tiene el poder, con el poder mismo. Ya sabemos que el poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero yo añadiría que el poder no necesita ser absoluto para corromper absolutamente. Como no sabemos manejarlo, él es el que nos maneja a nosotros. ¿Cómo es posible que quienes protagonizaron la epopeya de la Revolución rusa no hayan sabido mantener viva la llama? La llama sagrada, por así decir, aunque esa palabra suene un poco tonto, pero la verdad es que no le conocemos el reemplazo. ¿Por qué todo se fue volviendo poco a poco putrefacto? Otro tanto sucedió con la Revolución francesa, que arranca con la promesa de algo nuevo, que da lugar ni más ni menos que a los derechos del hombre, y mira en qué acabó.

-En la guillotina. ¿Crees que haya algo nuevo que esté esperando a los jóvenes?

-Lo que voy a decir es una barbaridad, pero me preocupa que los jóvenes estén confundiendo libertad con permisividad. Este es uno de los pecados más graves de nuestra cultura y nuestra civilización. Hemos pronunciado no sé cuántos millones de veces la palabra «libertad», pero no sabemos lo que es, porque no la hemos vivido, y la estamos interpretando como permisividad. Cuando el Mayo del ’68 irrumpió con algo nuevo y sano, se escribió una frase infeliz en las paredes de París: «Prohibido prohibir». Pues no, no es prohibido prohibir. Es necesario prohibir cuando la seguridad de unos está en riesgo por la permisividad que se otorgan otros. Tu libertad tiene límites cuando se tropieza contra los límites de la libertad del otro, y ahí tienen que armonizarse, tienen que ponerse de acuerdo. Veo muchas señales que indican que hoy los jóvenes olvidan eso.

-Te estás cuestionando, con razón, el sentido de una de esas grandes palabras, «libertad», que puestas en el contexto equivocado, adquieren un sentido contrario al original. Otro tanto haces en tu novela Ensayo sobre la lucidez con la palabra «democracia», que han querido convertirla en mera cuestión de ir a votar.

-Nos han querido convencer de que la democracia es eso, votar, y nada más. Vivimos en una época donde todo se puede debatir, el sida, la homosexualidad, la vida en el espacio, y sin embargo hay una cosa, una sola, que no se discute ni se cuestiona: la democracia. No hay un congreso en el mundo donde el tema sea ¿para dónde va la democracia? ¿Qué es en realidad la democracia? ¿A dónde ha ido a parar el ideario democrático? Desde el punto de vista de ellos, de los políticos en turno, la democracia es algo que ya está, y como ya está, no vale la pena debatirlo. Pero la verdad es que no está, y que está cada vez menos. Nosotros no vivimos en democracia; vivimos sometidos a una plutocracia, que es el gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos. Esta es la verdad.

-Vivimos bajo la tiranía del capital económico y financiero. Que no es un decir sino que es justamente eso, una tiranía.

-Así es. ¿Cómo podemos hablar de democracia en países cuya gestión está determinada por los intereses del capital económico y financiero? Lo más curioso, para no decir lo más tristemente divertido, es que las instituciones democráticas son buscadas y queridas por organismos no democráticos. El FMI no es democrático, tú no eliges al FMI. Es la paradoja total. Se ocupan muchísimo del voto, como estabas diciendo, y a eso quieren ellos que se limite la democracia. Al poder, en muchos casos un poco ridículo, que tenemos que quitar un gobierno y poner otro en su lugar.

-Y eso sólo a medias…

-A medias, claro, porque los gobiernos no son más que los comisarios políticos del poder económico, y a los verdaderos comandos nunca llegas, a ésos no puedes cambiarlos. Te doy un ejemplo. Hace veinte o treinta años, todavía se hablaba del pleno empleo. El empleo para todo el mundo era una utopía, pero por lo menos estaba planteada. ¿Y ahora? Es que ni siquiera nos hemos dado cuenta de a qué horas sucedió el cambio; no podemos ponerle fecha al momento en que pasamos de pensar en el pleno empleo, a conformarnos con el empleo precario o el empleo basura, como sucede ahora. ¿Y por qué es así? ¿Porque a algún gobierno se le ocurrió? No, porque el poder económico le dio la orden a los gobiernos: acaben con esa historia del pleno empleo, porque nosotros necesitamos tener las manos libres. Y las tienen.

-El abandono del Estado de bienestar, que tiene que ver con el derecho a la educación, al empleo, a la salud, ha significado una gran pérdida para la humanidad.

-Desde luego, una gran pérdida, y si a eso le añades que ya no se habla más de los derechos humanos… Es que mira, Carlos, estamos perdidos si la gente no despierta del sueño, si no hay un movimiento de los que despiertan de la borrachera que producen el engaño y la mentira que son difundidos por la información, los medios, la cultura audiovisual, el bombardeo de la propaganda. Has dicho que los dos somos viejos militantes comunistas. Bueno. Pero desde luego no podemos decir: «vamos a implantar el comunismo». No, eso no funcionaría. Pero sí podemos decirles a los del poder: «lo que ustedes han opuesto al comunismo, no es una democracia». No se necesita ninguna elucubración filosófica para demostrar que la democracia en el mundo no pasa de una fachada. Debemos plantear la urgencia de una reflexión mundial sobre la democracia.

-Por qué te inquieta el predominio de la cultura audiovisual…

-Nos han colocado otra vez en la caverna de Platón, mirando hacia la pared y viendo allí sombras que pasan, haciéndonos creer que esa es la realidad, que la pantalla es la realidad. Pero la realidad es otra.

-Siempre he pensado que tú eres un combatiente, un hombre que no se calla nada de lo que piensa, nada de lo que cree. Sé que vas a morir disparando ideas…

-Pues quizá sea así, además porque ya es demasiado tarde para cambiar. Me gusta una frase que hay que manejar con mucho cuidado, sobre la que no se puede generalizar: cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical. Claro que la condición de la libertad no es la vejez, al contrario, en general la vejez te quita libertad, pero en el caso mío, y sin querer extrapolar, esta es la sensación que tengo, así me defino yo: cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical. Creo que ese espíritu me acompañará hasta el final de mis días.

-¿En qué momento de tu vida has tenido la sensación de estar experimentando un instante de plenitud; uno de esos instantes que te hacen pensar que por el solo hecho de vivirlo, merece la pena haber nacido?

-Podría hablarte del momento en que Pilar y yo decidimos vivir juntos… Pero si te refieres a mi vida como escritor, tendría que hablarte del momento en que tomé una cierta decisión, que fue la siguiente. En el año ’75 yo era director adjunto de un periódico importante, cuando vino un contragolpe militar, de derecha. Como tantos otros, yo estaba muy comprometido con la revolución popular, y por supuesto me quedé sin trabajo. La posibilidad de encontrar uno nuevo era mínima, así que ni siquiera lo intenté. Había escrito unos cuantos libros, algunos de poesía, otros de crónica… es decir, tenía libros, pero no tenía una obra. Tenía libros, pero no era un escritor. Y a esas alturas, ya iba yo por los cincuenta y tres años. Al perder el empleo pensé, si acaso consigo uno nuevo, voy a caer en la rutina de entrar a las nueve, salir a las seis, escribir sólo en los fines de semana…Y me dije: no. No voy a buscar ningún trabajo. Voy a intentar ser lo que siempre he querido ser, un escritor. Entonces me decidí a dar un salto en la oscuridad, sin saber en realidad qué me esperaba… Ese, al menos como escritor, ha sido el momento definitivo de mi vida.

-Quisiera hablarte de un sueño mío. Sueño con el derrumbe de ese muro que han levantado los Estados Unidos en la frontera, para dejar al otro lado no sólo a México, sino a toda la América Latina. Sueño también con que caiga el muro con el que han pretendido aislar a los palestinos. ¿Tú qué piensas de eso?

-Cuando uno levanta muros, está volviendo a la Edad Media. Si no encuentras ninguna otra forma de resolver los problemas humanos, estás dando marcha atrás en el tiempo. Esos dos muros son una verdadera vergüenza. En el caso de la frontera con México, el muro divide a los pobres de los ricos, para defender los intereses de los ricos de los Estados Unidos. Y el muro que está levantando Israel frente a Palestina, condena a los palestinos al ghetto. Una vez más, el ghetto. Así como suena.

-Para cerrar esta conversación, quiero que me digas cuál es para ti la palabra más bella.

-Un día conocí a un inglés a quien le gustaba mucho una palabra portuguesa, y la palabra era piolho, que quiere decir piojo, pero a él le sonaba muy bien. Eso para decirte que es difícil contestar tu pregunta. La respuesta obvia sería saudade, como si sólo los portugueses pudieran sentir saudade. Saudade es una nostalgia, y punto, se acabó. Te podría decir otra palabra, madre, y también sería un embuste, porque uno quiere mucho a su madre, desde luego, pero de ahí a afirmar que la palabra más hermosa es madre, pues no señor, no lo es, de hermosa no tiene nada. Hace unos días me hicieron la misma pregunta de un periódico francés y sólo se me ocurrió responder montaña, que también es una mala respuesta. ¿Por qué montaña? Pues no lo sé, tampoco es demasiado bonita como palabra.

-Así que para despedirnos hacemos como el señor inglés y nos quedamos con piojo, que, dicho sea de paso, es una palabra clave en ese gran libro que es el Diario de un ladrón, de Jean Genet.