Isaac Asimov: Que no sepan que recuerdas. Cuento

Author and Scientist Isaac AsimovEl problema con John Heath, en lo que a John Heath se refiere, era su absoluta mediocridad. Él estaba seguro. Y lo que era peor, notaba que Susan lo sospechaba. Significaba que nunca conseguiría sobresalir, que jamás llegaría a las altas esferas de «Quantum Pharmaceuticals», donde no era sino una pieza más entre los jóvenes ejecutivos…, sin dar nunca el definitivo salto «Quantum». Ni lo conseguiría en ninguna otra parte si cambiaba de trabajo. Suspiró interiormente. En sólo dos semanas iba a casarse y por ella aspiraba a ascender. Después de todo, la amaba apasionadamente y deseaba brillar ante sus ojos. Pero, claro, éste era el deseo de cualquier joven a punto de casarse. Susan Collins miró amorosamente a John. ¿Y por qué no? Era razonablemente guapo, inteligente, seguro y, además, un chico afectuoso. Si no la deslumbraba con su brillantez, por lo menos no la trastornaba con ningún tipo de extravagancia. Ahuecó la almohada que había colocado bajo su cabeza cuando se dejó caer en el sillón, y le entregó el vaso, asegurándose de que lo tenía bien agarrado, antes de soltarlo. Le dijo:

— Estoy practicando, John. Tengo que ser una esposa eficiente. John sorbió su bebida.

— Yo soy el que tendrá que andarse con tiento, Sue. Tu salario es mayor que el mío.

— Una vez estemos casados, todo irá a un mismo bolsillo. Será la sociedad Johnny y Sue, con una sola contabilidad.

— Pero tendrás que llevarla tú -dijo John, desalentado-. Si lo intentara yo, cometería errores.

— Sólo porque imaginas que los vas a cometer. ¿Cuándo van a venir tus amigos?

— A las nueve, creo. O a las nueve y media. No son precisamente unos amigos. Son gente de «Quantum», del laboratorio, unos investigadores.

— ¿Estás seguro de que no cuentan con quedarse a comer?

— Dijeron que después de cenar. Estoy seguro. Es un encuentro de trabajo. Lo miró, inquisitiva:

— No lo dijiste antes.

— ¿Qué es lo que no dije antes?

— Que se trataba de trabajo. ¿Estás seguro? John se sentía confuso. Cualquier esfuerzo para recordar exactamente le dejaba siempre confuso.

— Eso dijeron…, pienso yo. La expresión de Susan era de cariñosa exasperación, más parecida a la que le hubiera provocado un cachorro que ignora que lleva las patas sucias.

— Si pensaras de verdad -le dijo- cada vez que dices «pienso», no te mostrarías tan inseguro. ¿No ves que no puede ser cosa de trabajo? Si tuviera relación con el trabajo, ¿no te verían en el trabajo?

— Es confidencial -explicó John-. No quieren verme en el trabajo. Ni siquiera en mi apartamento.

— ¿Por qué aquí, pues?

— Yo se lo sugerí. Pensé que tú debías estar conmigo, naturalmente. Van a tener que tratar con la sociedad Johnny y Sue, ¿no crees?

— Depende de lo confidencial que sea. ¿Te insinuaron algo?

— No, pero no estaría mal oírles. Podría ser algo que me promocionara en el trabajo.

— ¿Por qué a ti? -preguntó Susan.

— ¿Y por qué no yo? -John parecía disgustado.

— Me llama la atención que alguien en tu nivel de empleo necesite tanto misterio para… Se calló al oir el intercomunicador. Se precipitó a contestar y volvió para anunciar:

— Están subiendo.

Entraron dos. Uno era Boris Kupfer, con el que John ya había hablado…, enorme, inquieto, de barba mal afeitada. El otro era David Anderson, más pequeño, más tranquilo. No obstante, sus ojos iban de un lado a otro, sin perder detalle.

— Susan -dijo John, indeciso, con la puerta todavía abierta-, éstos son los colegas de los que te hablé. Boris…

— Buscó en su memoria y calló.

— Boris Kupfer -terminó el grandote, impaciente, jugando con unas monedas en el bolsillo-, y éste es David Anderson. Es muy amable por su parte, señorita…

— Susan Collins.

— Es muy amable por su parte prestarnos su residencia a Mr. Heath y a nosotros para una conferencia privada. Nos excusamos por irrumpir en su tiempo y en su intimidad de este modo… Si nos dejara solos un momento, estaríamos aún más agradecidos. Susan le miró gravemente.

— ¿Qué quieren, que me vaya al cine, o a la habitación de al lado?

— Si pudiera ir a visitar a una amiga…

— No -dijo Susan con firmeza.

— Puede disponer de su tiempo como mejor le parezca, claro. Al cine, si lo prefiere.

— Al decir no -aclaró Susan-, quería decir que no me iba. Quiero saber de qué se trata. Kupfer parecía estupefacto. Miró por un momento a Anderson, y anunció:

— Es confidencial, como supongo que Mr. Heath le habrá dicho. John, incómodo, intervino:

— Se lo expliqué. Susan, comprende…

— Susan -interrumpió Susan- no comprende nada y no se le dio a entender que tuviera que ausentarse de la reunión. Éste es mi piso y John y yo nos casamos dentro de dos semanas…, exactamente dentro de dos semanas a partir de hoy. Somos la sociedad Johnny & Sue, y tendrán que tratar con la sociedad. La voz de Anderson se dejó oír por primera vez, sorprendentemente profunda y tan suave como si le hubieran dado cera.

— Boris, la joven tiene razón. Como futura esposa de Mr. Heath, tendrá gran interés por lo que hemos venido a plantear, y sería un error excluirla. Tiene un interés tan grande en nuestra proposición que, si deseara marcharse, yo insistiría en que se quedara.

— Pues bien, amigos -dijo Susan-, ¿qué quieren beber? Una vez haya traído las bebidas, podemos empezar. Ambos estaban sentados, muy rígidos, y habían probado sus bebidas. Kupfer empezó:

— Heath, me figuro que no sabrá usted mucho de los detalles químicos sobre el trabajo de la compañía…, los quimico-cerebrales, por ejemplo.

— Ni pizca -aseguró John, inquieto.

— No hay motivo para que lo sepa -aseguró Anderson, suavemente.

— Se lo explicaré -empezó Kupfer, con una mirada inquieta a Susan.

— Los detalles técnicos son innecesarios -cortó Anderson, en voz tan baja, que apenas se le oía. Kupfer se ruborizó.

— Sin detalles técnicos. «Quantum Pharmaceuticals» trata con quimico-cerebrales que son, como su nombre indica, sustancias químicas que afectan al cerebro, es decir, al super-funcionamiento del cerebro.

— Debe ser un trabajo muy complicado -comentó Susan, serena.

— Lo es -aseguró Kupfer-. El cerebro de los mamíferos tiene cientos de variedades moleculares características que no se encuentran en ninguna otra parte y sirven para modular la actividad cerebral, incluyendo aspectos de lo que llamamos vida intelectual. El trabajo está bajo la máxima seguridad corporativa, que es por lo que Anderson no quiere detalles técnicos. Pero puedo decir esto: se acabaron los experimentos animales. Nos estrellamos en un muro si no podemos probar la reacción humana.

— ¿Y por qué no lo hacen? -preguntó Susan-. ¿Qué se lo impide?

— La reacción del público si algo saliera mal.

— Utilicen voluntarios.

— No puede ser. «Quantum Pharmaceuticals» no puede arriesgarse a una publicidad negativa si algo saliera mal. Susan les miró, burlona.

— ¿Trabajan ustedes por su cuenta? Anderson alzó la mano para hacer callar a Kupfer.

— Joven, deje que le explique en pocas palabras para terminar de una vez este inútil forcejeo verbal. Si tenemos éxito, la recompensa será enorme. Si fracasamos, «Quantum Pharmaceuticals» no nos reconocerá y tendremos que pagar lo que haya que pagar, como por ejemplo, el final de nuestras carreras. Si nos pregunta por qué estamos dispuestos a correr el riesgo, la respuesta es que no creemos que haya riesgo. Estamos razonablemente seguros de que tendremos éxito; enteramente seguros de que no causaremos ningún daño. La corporación opina que no puede arriesgarse; pero sabemos que sí podemos. Ahora, Kupfer, siga.

— Tenemos un producto químico para la memoria. Funciona con todos los animales que hemos probado. Su habilidad de aprendizaje mejora de modo sorprendente. Debería funcionar también con los seres humanos.

— ¡Es de lo más excitante! -exclamó John.

— Es excitante -repitió Kupfer-. La memoria no se mejora almacenando en el cerebro información de modo más eficiente. Todos nuestros estudios demuestran que el cerebro almacena un número casi ilimitado de datos perfecta y permanentemente. La dificultad reside en recordarlos. ¿Cuántas veces hemos tenido un nombre en la punta de la lengua sin poder precisarlo? ¿Cuántas veces hay algo que uno sabe que sabe, y que no se recuerda hasta dos horas después de haber pensado en algo más? ¿Lo expongo correctamente, David?

— Si -dijo Anderson-. El recuerdo se inhibe, pensamos, porque el cerebro mamífero se

ha adelantado a sus necesidades desarrollando un sistema de registro demasiado perfecto. Un mamífero almacena la información que necesita o que es capaz de utilizar, y si toda ella estuviera disponible en cualquier momento, nunca podría seleccionar suficientemente de prisa lo preciso para una reacción apropiada. El recuerdo se inhibe, por lo tanto, para asegurar que los datos emergen del almacenamiento en números manipulables, y con los datos más deseados no distorsionados por otros datos abundantes y sin interés. »Hay una química definida que funciona en el cerebro como un recordatorio inhibidor, y hay otra química que neutraliza al inhibidor. Lo llamamos un desinhibidor y, hasta donde hemos podido asegurarnos, no produce efectos secundarios deletéreos. Susan se echó a reír.

— Ya sé lo que sigue Johnny. Ya pueden marcharse, caballeros. Acaban de decir que el recuerdo es inhibido para permitir que los mamíferos reaccionen de modo más eficiente, y ahora dicen que el desinhibidor no produce efectos deletéreos. Seguro que el desinhibidor hará que los mamíferos reaccionen con menos eficiencia; quizá se encontrarán del todo incapaces de reaccionar. Y ahora van a proponer probarlo en Johnny y ver si le reducen a la inmovilidad catatónica. Anderson se puso en pie, apretando los labios. Dio unos pasos rápidos hasta el extremo opuesto y se giró. Volvió a sentarse, tranquilizado y sonriente.

— En primer lugar, Miss Collins -dijo-, es un asunto de dosificación. Le dijimos que todos los animales en los que se ha experimentado, todos desplegaron una gran capacidad para aprender. Naturalmente, no eliminamos del todo el inhibidor; simplemente lo suprimimos en parte. En segundo lugar, no tenemos razones para pensar que el cerebro humano pueda tolerar una completa desinhibición. Es mucho mayor que cualquier cerebro de animal que se haya estudiado, y todos conocemos su incomparable capacidad para el pensamiento abstracto. Es un cerebro diseñado para recordar perfectamente, pero las ciegas fuerzas de la evolución no han conseguido retirar la química inhibitoria que, al fin y al cabo, había sido diseñada para los animales más bajos y heredada de ellos.

— ¿Está seguro? -preguntó Johnny.

— No puede estar seguro -declaró Susan, tajante.

— Estamos seguros -dijo Kupfer-, pero necesitamos pruebas para convencer a los demás. Por eso es por lo que tenemos que probarlo en un ser humano.

— Y éste seria John -anunció Susan.

— Sí.

— Lo cual nos lleva a la cuestión clave -observó Susan-. ¿Por qué, John?

— Bueno -empezó Kupfer, despacio-, necesitamos a alguien con el que las posibilidades de éxito son casi seguras, y en quien resultarían más evidentes. No queremos a nadie de una capacidad mental tan baja que necesitemos utilizar grandes dosis del desinhibidor; ni queremos a nadie tan listo que los efectos no se noten suficientemente. Necesitamos a alguien de tipo medio. Afortunadamente, disponemos de los perfiles fisicopsicológicos de todos los empleados de «Quantum», y en esto, como en muchas otras cosas, Mr. Heath es ideal.

— ¿Promedio medio? -musitó Susan. John pareció impresionado al oir la frase que él había imaginado como su más recóndito y vergonzoso secreto.

— Venga, venga -protestó John. Ignorando la protesta de John, Kupfer respondió a Susan:

— Si.

— ¿Y dejará de serlo si se somete a tratamiento? Los labios de Anderson se estiraron en otra de sus extrañas sonrisas carentes de alegría.

— En efecto. Dejará de serlo. Es algo que debe tener en cuenta, ya que se va a casar pronto… La sociedad Johnny & Sue, la llamó así, ¿verdad? Tal como es ahora, no creo que la sociedad progrese mucho en «Quantum», Miss Collins, porque aunque Heath es un empleado bueno y de confianza, es, como ya ha dicho, una mediania. Si toma el desinhibidor, pasará a ser una persona sorprendente y avanzará con asombrosa rapidez. Considere lo que seria esto para la sociedad.

— ¿Y qué tiene que perder la sociedad? -preguntó Susan, sombría.

— No veo que pueda perder nada -observó Anderson-. Será una dosis moderada que le administraremos en el laboratorio, mañana…, domingo. Estaremos solos, podremos mantenerle bajo vigilancia unas horas. Es cierto que nada saldrá mal. Si pudiera hablarle de todos nuestros pacientes, experimentos y exploraciones minuciosas sobre efectos secundarios…

— Pero, en animales -hizo constar Susan, sin ceder un ápice. Pero John intervino entonces:

— Yo tomaré la decisión, Sue. Estoy más que harto de eso del promedio medio. Vale la pena arriesgarme si eso significa librarme del maldito peso del promedio medio.

— Johnny, no te precipites -rogó Susan.

— Estoy pensando en nuestra sociedad, Sue. Quiero contribuir en algo.

— Bien -dijo Anderson-, pero consúltelo con la almohada. Tenemos preparadas dos copias de un acuerdo que le pediremos que estudie y firme. Por favor, tanto si firma como si no, no se lo enseñe a nadie. Vendremos mañana por la mañana para llevarle al laboratorio. Sonrieron, se levantaron y se fueron. John leyó el documento con el ceño fruncido, luego levantó la mirada:

— Tú no crees que deba hacerlo, ¿verdad, Sue?

— Claro, me preocupa.

— Pero, si tengo la oportunidad de salirme del promedio medio…

— ¿Y qué importa eso? En mi corta vida he conocido a muchos iluminados y a muchos chiflados, y te juro que me encanta una persona sensata y sencilla como tú, Johnny. Oyeme, yo también soy una medianía…

— ¡Tú, una medianía! ¿Con tu cara? ¿Con tu tipo? Susan se contempló con cierta complacencia.

— Bueno, digamos que soy tu estupenda medianía de mujer.

Le pusieron la inyección a las ocho de la mañana del domingo, doce horas después de que se lo propusieran. Un sensor totalmente computerizado fue conectado en una docena de partes de su cuerpo, mientras Susan observaba con atenta aprensión.

— Ahora, Heath -dijo Kupfer-, relájese, por favor. Todo va bien, pero la tensión acelera el corazón, aumenta la presión y anula nuestros resultados.

— ¿Cómo puedo relajarme? -barbotó John. Susan intervino:

— ¿Anula los resultados hasta el extremo de no saber bien lo que pasa?

— No, no -cortó Anderson-. Boris ha dicho que todo iba bien y así es. Es justo que nuestros animales fueran sedados siempre, antes de la inyección, y creímos que en este caso los sedantes no serian apropiados. Así que si no hay sedante, debemos esperar tensión. Limítese a respirar despacio y haga lo imposible para minimizarla. Era entrada la tarde cuando, por fin, le desconectaron del todo.

— ¿Cómo se encuentra? -preguntó Anderson.

— Nervioso, pero por lo demás muy bien.

— ¿Dolor de cabeza?

— No. Pero quiero ir al baño. Un orinal no me relaja nada.

— Naturalmente. John volvió a salir, ceñudo.

— No he observado ninguna mejora de la memoria.

— Esto lleva cierto tiempo y será gradual. El desinhibidor entra en el riego sanguíneo del cerebro, ¿sabe? -explicó Anderson.

Era casi medianoche cuando Susan rompió lo que había resultado ser una velada opresiva y silenciosa, en la que ni uno ni otra habían disfrutado con la televisión. Susan le dijo:

– Tendrás que quedarte a dormir aquí. No quiero que te quedes solo no sabiendo bien lo que va a ocurrir.

– No siento nada -declaró John, sombrio-. Sigo siendo yo.

– Me conformo con esto, Johnny. ¿Sientes dolor, malestar o algo raro?

– Me parece que no.

– Ojalá no lo hubiéramos hecho.

– Todo sea por la sociedad -dijo John con una débil sonrisa-. Tenemos que correr algún riesgo en pro de la sociedad.

John durmió mal y se despertó angustiado, pero a tiempo. Llegó puntual al trabajo también para iniciar bien la semana. A las once su aspecto retraído llamó desfavorablemente la atención de su superior inmediato, Michael Ross. Ross era grueso, torvo y más bien parecía un cargador de muelle sin serlo. John se llevaba bien con él, aunque no le gustaba. Ross preguntó con su vozarrón de bajo:

— ¿Qué ha ocurrido con su carácter jovial, Heath, con sus chistecitos y su risa cantarina? Ross cultivaba cierto preciosismo en el lenguaje, como si quisiera borrar así su imagen de cargador de muelle.

— No me encuentro muy fino -explicó John, sin levantar la vista.

— ¿Resaca?

— No, señor -respondió friamente.

— Bien, anímese, pues. No se ganan amigos repartiendo hierbas malolientes por el campo en el que retoza.

John hubiera preferido dar un puñetazo en la mesa. La afectación literaria de Ross era insoportable incluso en el mejor momento del día, y aquel día no había tenido aun el mejor momento. Y para empeorar las cosas, John percibió el olor de un puro rancio y comprendió que James Arnold Prescott, el jefe de la sección de ventas, se estaba acercando. Y así era. Miró a su alrededor y preguntó:

— Mike, ¿recuerda qué vendimos a Rahway la primavera pasada más o menos y cuándo fue? Hay una maldita cuestión al respecto y me temo que los detalles han sido mal computadorizados. La pregunta no iba dirigida a él, pero John se apresuró a contestar tranquilamente:

— Cuarenta y dos ampollas de PCAP. Eso fue en abril, el día 14, J.P., número de factura P-20543, con un cinco por ciento de descuento concedido si el pago se hacía dentro de los treinta días. El pago total se recibió el 8 de mayo. Aparentemente lo oyeron todos los de la sala. Por lo menos, todos levantaron la cabeza. Prescott preguntó:

— ¿Cómo demonios está enterado de todo esto? Por un momento John miró a Prescott, con la sorpresa reflejada en el rostro.

— De pronto lo he recordado, J.P.

— Conque sí, ¿eh? Repítalo. John lo hizo, titubeando un poco, y Prescott lo apuntó en uno de los papeles de la mesa de John, resoplando ligeramente; al inclinar la cintura comprimía el imponente abdomen contra su diafragma, dificultándole la respiración. John trató de esquivar el humo del puro sin conseguirlo. Prescott ordenó:

— Ross, compruebe esto en su ordenador y vea si hay algo de verdad. -Se volvió a John con expresión de desagrado-. No me gustan los bromistas. ¿Qué habría hecho si yo hubiera aceptado sus cifras y me hubiera ido con ellas?

— No habría hecho nada. Son correctas -dijo John, consciente de que la atención de todos estaba puesta en él. Ross entregó la lectura a Prescott. Prescott miró y preguntó:

— ¿Es del ordenador?

— Si, J.P. Prescott se quedó mirando, luego dijo, señalando a John con la cabeza:

— Y ése, ¿qué es? ¿Otro ordenador? Sus cifras son correctas. John esbozó una débil sonrisa, pero Prescott gruñó y se fue, dejando sólo como recuerdo de su presencia el hedor de su tabaco.

— ¿Qué diablos ha sido ese pequeño juego de magia, Heath? -preguntó Ross-. ¿Descubrió de antemano lo que quería saber y lo buscó para apuntarse unos puntos?

— No, señor -contestó John, que iba adquiriendo confianza-. Sólo que resultó que me acordaba. Tengo buena memoria para esas cosas.

— ¿Y se ha tomado la molestia de ocultarlo a sus leales compañeros todos estos años? No hay aquí una sola persona que tuviera la menor idea de que ocultaba su buena memoria tras su vulgar apariencia.

— No había motivo para que lo dijera, ¿no es cierto, Mr. Ross? Y ahora que se me ha escapado, no parece que me haya ganado ninguna simpatía, ¿no cree? Y así era, en efecto. Ross le dirigió una torva mirada y se alejó. La excitación de John durante la cena en «Gino’s» le impedía hablar coherentemente, pero Susan le escuchó con paciencia y trató de actuar de moderador.

— Puede ser que te hayas acordado, ¿sabes? -le dijo-. Esto, por sí solo, no prueba nada, Johnny.

— ¿Estás loca? -Bajó la voz ante el gesto de Susan y miró a su alrededor. Lo repitió a media voz-: ¿Estás loca? No supondrás que es la única cosa que he reconocido, ¿verdad? Creo que puedo recordar todo lo que he oído en toda mi vida. Es una cuestión de memoria. Por ejemplo, cita algún pasaje de Shakespeare.

— Ser o no ser. John la miró, ofendido.

— No seas tonta. Bueno, no importa. La cosa es que si tú me recitas cualquier verso, puedo seguir hasta donde quieras. Leí alguna obra para la clase de Literatura inglesa en la Facultad, y lo recuerdo todo. Lo he probado. Y es como un chorro. Yo diría que puedo recordar cualquier parte de cualquier libro; cualquier artículo o periódico que haya leído; cualquier programa de TV que haya visto…, palabra por palabra o escena por escena.

— ¿Y qué vas a hacer con todo esto? -preguntó Susan.

— No lo tengo conscientemente en la cabeza todo el tiempo. Supongo que no… Espera, ordenemos… Cinco minutos después, añadió:

— Supongo que no… Dios mío, no se me ha olvidado dónde quedamos. ¿No es asombroso? Supongo que no creerás que estoy nadando continuamente en un mar mental de frases de Shakespeare. Rememorar, implica un esfuerzo, muy pequeño, pero un esfuerzo.

— ¿Y cómo funciona?

— No lo sé. ¿Cómo levantas el brazo? ¿Qué órdenes das a tus músculos? Te limitas a mover el brazo hacia arriba y lo hace. No cuesta hacerlo, pero tu brazo no se levantará hasta que quieras hacerlo. Bien, yo recuerdo todo lo que he leído o visto cuando quiero, pero no cuando no quiero. No sé cómo lo hago, pero lo hago. Llegó el primer plato y John lo atacó, feliz. Susan se dedicó a sus champiñones rellenos.

— Es excitante.

— ¿Excitante? Tengo el juguete mayor y más maravilloso del mundo. Mi propio cerebro. Fíjate, puedo escribir correctamente cualquier palabra, y estoy seguro de que nunca más haré faltas gramaticales.

— ¿Porque recuerdas todos los diccionarios y gramáticas que has leído en tu vida? John la miró vivamente:

— No me seas sarcástica, Sue.

— No estaba… La hizo callar con un gesto:

— Nunca usé los diccionarios como novelas. Pero recuerdo palabras y frases de mis lecturas y estaban bien escritas y bien construidas sintácticamente.

— No estés tan seguro. Has visto infinidad de palabras mal escritas, de infinidad de maneras e infinidad de posibles ejemplos de errores gramaticales.

— Eran excepciones. La mayor parte del tiempo que me he topado con el inglés literario lo he visto empleado correctamente, Lo tengo por encima de accidentes, errores e ignorancia. Y lo que es más, estoy seguro de que incluso mientras estoy aquí sentado, lo voy mejorando, me voy volviendo cada vez más inteligente.

— Y estás tan tranquilo. Y si…

— ¿Y si me vuelvo demasiado inteligente? Dime cómo diablos el ser demasiado inteligente puede perjudicarme.

— Lo que yo iba a decir -dijo friamente Susan- es que lo que estás experimentando no es inteligencia. Es solamente memoria total.

— ¿Qué quieres decir con «solamente»? Si no me equivoco, me sirvo correctamente del lenguaje, y si resulta que conozco cantidades infinitas de material, ¿no va a hacerme esto más inteligente? ¿Cómo, si no, puede uno definir la inteligencia? No vas a volverte celosa, ¿verdad, Sue?

— No, -Y su voz fue más fría aún-. Siempre puedo conseguir que me inyecten si me desespero en exceso.

— No lo dirás en serio -exclamó John, dejando los cubiertos.

— No, pero, ¿y si lo hiciera?

— Porque no puedes aprovecharte de tu conocimiento especial para quitarme el puesto.

— ¿Qué puesto? Llegó el segundo plato y John, por un instante, estuvo ocupado. Luego, murmuró:

— Mi puesto, como el primero en el futuro. ¡Homo superior! Nunca habrá demasiados. Ya oíste lo que dijo Kupfer. Algunos son demasiado tontos para lograrlo. Otros son demasiado listos para que se note el cambio. Yo soy el único!

— Promedio medio. -Y Susan hizo un gesto despectivo.

— Lo era. Sucesivamente habrá otros como yo. No muchos, pero habrá otros. Lo que yo quiero es imponerme antes de que lleguen los otros. Es por la sociedad, ya sabes. ¡Por nosotros! Y permaneció perdido en sus pensamientos, tanteando delicadamente su cerebro. Susan iba comiendo en silencio, entristecida.

John pasó varios días organizando sus recuerdos. Era como la preparación de un libro de referencias. Una a una fue recordando sus experiencias de los seis años que llevaba en «Quantum Pharmaceuticals», de todo lo que había oído, de todos los papeles y notas que había leído. No tuvo la menor dificultad en descartar lo irrelevante y almacenarlo en un compartimiento «para uso futuro», donde no interfirieran con sus análisis. Otros datos estaban ordenados de forma que establecieran una progresión natural. En contra de esta secreta organización, dio vida a todo lo que había oído: chismes, maliciosos o no; frases casuales o interjecciones oídas en conferencias que en su momento no fue consciente de haber oído. Los datos que no encajaban en ninguna parte del fondo que había montado en su cabeza, no tenían valor, estaban vacíos de contenido fáctico. Los que encajaban, lo hicieron firmemente y podían ser considerados auténticos por el hecho de estar allí. Cuanto más creció la estructura y más coherente se hizo, más datos significativos aparecieron y más fácil resultó encajarlos. El jueves siguiente, Ross se acercó a la mesa de John para decirle:

— Quiero verle en mi despacho ahora mismo, Heath, siempre y cuando sus piernas se dignen llevarle en esa dirección. John se puso en pie, inquieto.

— ¿Es necesario? Estoy ocupado.

— Sí, parece ocupado. -Y Ross barrió con la mirada una mesa absolutamente vacía, salvo una fotografía de Susan sonriente-. También ha estado ocupado toda la semana. Pero me ha preguntado si venir a mi despacho es necesario. Para mí, no; para usted es vital. Aquélla es la puerta de mi despacho. Por la otra se va directamente al cuerno. Elija una u otra y hágalo de prisa. John asintió y, sin excesiva prisa, siguió a Ross a su despacho. Ross se sentó tras su mesa, pero no invitó a John a sentarse. Mantuvo la mirada fija en él por un momento y después le dijo:

— ¿Qué demonios le ha ocurrido esta semana, Heath? ¿Es que no sabe cuál es su trabajo?

— Hasta el extremo en que lo he hecho, creo que lo sé. El informe sobre microcósmica está sobre su mesa completo y siete días antes de lo previsto. Dudo de que pueda quejarse.

— Lo duda, ¿eh? ¿Me da permiso para quejarme si decido hacerlo después de consultarlo con mi alma? ¿O estoy condenado a solicitar su permiso?

— Por lo visto no me he expresado con claridad, Mr. Ross. Dudo de que tenga quejas racionales. Tener otras de otro tipo es cosa enteramente suya. Ross se levantó:

— Oiga, punk, si decido despedirle, no recibirá la noticia de palabra. Nada de lo que le diga le anunciará la buena nueva. Saldrá por esta puerta por la fuerza propulsora que le vendrá por detrás. Así que almacene esto en su pequeño cerebro y métase la lengua en su bocaza. Que haya hecho o no su trabajo, no es la cuestión. Pero si ha hecho el de los demás, sí lo es. ¿Quién o qué cosa le da derecho a manejar a todo el mundo? John no abrió la boca.

— ¿Qué? -rugió Ross.

— Usted me ordenó meterme la lengua en mi bocaza.

— Pero deberá contestar a las preguntas. -Y el color de Ross se tornó visiblemente rojo.

— Ignoraba que hubiera estado manejando a todo el mundo.

— No hay una sola persona en este lugar a la que no haya corregido por lo menos una vez. Ha pasado por encima de Willoughby en relación con la correspondencia sobre el TMP; ha fisgado en los ficheros generales sirviéndose del acceso de Bronstein al ordenador; y sabe Dios cuántas cosas más que no me han dicho, y todo en los últimos dos días. Está desorganizando el trabajo de este departamento y debe cesar inmediatamente. Debe de volver a haber calma y a partir de este preciso instante o se desatará el huracán contra usted, hombrecito.

— Si he intervenido, en el sentido más estricto de la palabra, ha sido en bien de la compañía. En el caso de Willoughby, su modo de tratar el asunto TMP colocaba a «Quantum Pharmaceuticals» en situación de violar las disposiciones gubernamentales, algo que ya le había señalado yo a usted en una o varias comunicaciones y que usted, al parecer, no ha tenido ocasión de leer. En cuanto a Bronstein, ignoraba simplemente las directrices generales y costaba a la compañía cincuenta mil dólares en tests innecesarios, algo que yo pude establecer fácilmente por el mero hecho de localizar la correspondencia necesaria…, y sólo para corroborar mi claro recuerdo de la situación, Ross se iba hinchando visiblemente durante la perorata.

— Heath -cortó-, está usted usurpando mi papel. Por lo tanto, va usted a recoger sus efectos personales y a abandonar la oficina antes del almuerzo, y no regrese jamás. Si lo hace, tendré sumo placer en ayudarle a salir con mi propio pie. Su notificación oficial de despido estará en sus manos, o empujada garganta abajo, antes de que haya recogido sus efectos, por de prisa que lo haga.

— No trate de gallear conmigo, Ross. Ha costado un cuarto de millón de dólares a la

compañía por su incompetencia, y usted lo sabe. Hubo una breve pausa y Ross se desinfló. Preguntó, cauteloso:

— ¿De qué está hablando?

— «Quantum Pharmaceuticals» perdió un buen pico con la oferta Nutley, y lo perdió porque cierta información que se encontraba en sus manos se quedó en sus manos y jamás llegó al Consejo de Dirección. O se le olvidó a usted, o no se molestó en entregarla; en cualquier caso, no es usted el hombre apropiado para su cargo: o es un incompetente, o se ha vendido.

— Está loco.

— No hace falta que me crean. La información está en el ordenador, si uno sabe dónde buscar, y yo sé dónde buscarla. Y lo que es más, el caso está archivado y puede estar en las mesas de los interesados dos minutos después de que salga de este despacho.

— Si fuera así -dijo Ross, hablando con dificultad-, usted no podría saberlo. Es un intento estúpido de chantaje con amenaza de difamación.

— Sabe perfectamente que no es difamación. Si duda de que yo posea la información, déjeme que le diga que hay un memorando que no está en el archivo, pero puede reconstruirse sin dificultad con lo que se encuentra allí. Debería usted explicar su ausencia y se sospecharía que lo ha destruido. Sabe que no fanfarroneo.

— Pero sigue siendo chantaje.

— ¿Por qué? Ni reclamo nada, ni amenazo. Explico simplemente mis actos en los dos días pasados. Naturalmente, si me fuerzan a presentar mi dimisión, tendré que explicar por qué dimito, ¿no es verdad? Ross no dijo palabra.

— ¿Requiere mi dimisión? -preguntó John, glacial.

— ¡Lárguese!

— ¿Con mi empleo o sin él?

— Con su empleo. -Su rostro era la viva imagen del odio.

Susan había organizado una cena en su apartamento y se había tomado grandes molestias. Nunca, en su opinión, había estado más seductora, y nunca pensó en lo importante que era alejar a John, por lo menos un poquito, de su total concentración mental. Con un esfuerzo por animar la ocasión, exclamó:

— Después de todo, celebramos los últimos nueve días de bendita soltería.

— Estamos celebrando más que eso -dijo John, sombrío-. Han pasado sólo cuatro días desde que me inyectaron el desinhibidor y ya he podido poner a Ross en su sitio. Nunca más volverá a molestarme.

— Por lo visto, cada uno tenemos nuestra propia noción del sentimiento -musitó Susan-. Cuéntame los detalles de tu tierno recuerdo. John se lo contó con precisión, repitiendo la conversación que tuvieron palabra por palabra y sin la menor vacilación. Susan escuchó impertérrita sin participar en el creciente triunfo que se percibía en la voz de John. Luego, preguntó:

— ¿Cómo te enteraste de lo de Ross?

— No hay secretos, Sue. Las cosas parecen secretas porque la gente no recuerda. Si puedes acordarte de una observación, de un comentario, de una palabra suelta que te dicen o que oyes y las consideras en conjunto, averiguas que cada persona se descubre fatalmente. Puedes recoger significados que, en estos días de computadorización, te llevan directamente a los oportunos archivos. Puede hacerse. Puedo hacerlo. Lo he hecho en el caso de Ross. Puedo hacerlo en el caso de todos con los que estoy asociado.

— También puedes enfurecerles.

— Enfurecí a Ross. Puedes creerlo.

— ¿Lo crees prudente?

— ¿Qué puede hacerme? Le tengo amarrado.

— Tiene suficiente fuerza en los círculos superiores…

— No por mucho tiempo. Tengo una conferencia organizada para mañana a las dos de la tarde con el viejo Prescott y su apestoso cigarro, y de paso me desharé de Ross.

— ¿No crees que vas demasiado de prisa?

— ¿Demasiado de prisa? Ni siquiera he empezado. Prescott no es más que un peldaño. «Quantum Pharmaceuticals» es otro peldaño.

— Es demasiado rápido, Johnny, necesitas a alguien que te dirija. Necesitas…

— No necesito nada. Con lo que tengo -y señaló su sien- no hay nada ni nadie que pueda detenerme.

— Bueno, mira, no discutamos esto. Tenemos otros planes que discutir.

— ¿Planes?

— Sí, los nuestros. Nos vamos a casar dentro de nueve días. Seguro -y cargó la ironía- que no has vuelto a los tristes días en que se te olvidaban las cosas.

— Me acuerdo de la boda -contestó John, picado-, pero de momento tengo que reorganizar «Quantum». En verdad, he estado pensando seriamente en posponer la boda hasta que tenga las cosas atadas y bien atadas.

— ¡Oh! ¿Y cuándo será eso?

— Es difícil decirlo. No mucho, a la vista de cómo lo estoy llevando. Un mes o dos, supongo. A menos que -y se permitió cierto sarcasmo- creas que es moverme demasiado de prisa. Susan respiraba con dificultad.

— ¿Entraba en tus planes consultarme el asunto? John alzó las cejas.

— ¿Hubiera sido necesario? ¿Qué problema hay? Seguro que te das cuenta de lo que pasa. No podemos interrumpir y perder impulso. Oye, ¿sabías que soy un as de la matemática? Puedo multiplicar y dividir tan de prisa como un ordenador porque en un momento de mi vida me tropecé con la aritmética y puedo recordar las respuestas. Leí una tabla de raíces cuadradas y puedo… Susan no pudo más y gritó:

— Por el amor de Dios, Johnny, eres como un niño con un juguete nuevo. Has perdido toda perspectiva. El recuerdo inmediato no vale para nada, sino para hacer trucos. No te da ni una pizca más de inteligencia ni más sensatez, ni más juicio. Eres tan peligroso estando cerca como un niño con una granada cargada. Necesitas que alguien inteligente se ocupe de ti.

— ¡Ah!, ¿sí? A mí me parece que voy consiguiendo lo que me propongo.

— ¿De veras? ¿No es cierto que también te propones tenerme?

— ¿Cómo?

— Sigue, Johnny. Quieres tenerme. Adelante, alarga la mano y cógeme. Ejercita la admirable memoria que tienes. Recuerda quién soy, lo que soy, lo que podemos hacer, el calor, el afecto, el sentimiento. John, con la frente todavía arrugada de incertidumbre, tendió los brazos a Susan. Ella los esquivó.

— Pero ni me tienes, ni sabes nada de mí. No puedes recordarme en tus brazos; tendrías que llevarme a ellos con amor. Lo malo de ti es que no tienes la sensatez de hacerlo y te falta la inteligencia para establecer prioridades razonables. Toma, llévate esto y márchate de mi apartamento antes de que te pegue con algo mucho más pesado. John se agachó para recoger el anillo de compromiso.

— Susan..

— He dicho que te vayas. La sociedad Johnny & Sue ha quedado disuelta. Al ver su rostro airado, John dio mansamente la vuelta y se marchó.

Cuando llegó a «Quantum» a la mañana siguiente, Anderson estaba esperándole con una expresión de angustiosa impaciencia en el rostro.

— Mr. Heath -dijo, sonriendo al levantarse.

— ¿Qué desea? -preguntó John.

— Deduzco que estamos en privado aquí.

— Que yo sepa, no han puesto micrófonos.

— Tiene que pasar a vernos mañana por la mañana para examinarle. Es domingo, ¿se acuerda?

— Naturalmente que me acuerdo. Soy incapaz de no recordar. Pero también soy capaz de cambiar de idea. ¿Por qué necesita examinarme?

— ¿Por qué no, señor? Por lo que Kupfer y yo hemos oído, el tratamiento ha funcionado espléndidamente. En verdad, no queremos esperar al domingo. Si pudiera venir conmigo hoy…, ahora, mejor dicho, significaría mucho para nosotros, para «Quantum» y, naturalmente, para la Humanidad.

— Debieron retenerme cuando me tenían en sus manos -protestó John, tajante-. Me devolvieron a mi trabajo, permitiéndome vivir y trabajar sin vigilancia para poder probarme en condiciones normales y obtener una idea más fidedigna de cómo se desenvolverían las cosas. Para mí era un riesgo mayor, pero esto les tenía sin cuidado, ¿verdad?

— Mr. Heath, no lo pensamos así. Nosotros…

— No me cuente más. Recuerdo hasta la última palabra que usted y Kupfer me dijeron el domingo pasado y está clarisimo que eso era lo que pensaban. Así que si acepté el riesgo, acepto los beneficios. No tengo la menor intención de presentarme como si fuera un monstruo bioquímico que ha logrado su habilidad gracias a la aguja hipodérmica. Ni quiero a otro, como yo, deambulando por ahí. Desde ahora tengo un monopolio y pienso servirme de él. Cuando esté dispuesto, y no antes, querré cooperar con ustedes y beneficiar a la Humanidad. Pero recuerde que soy yo el que sabrá el momento en que esté dispuesto, no usted. Así que no me visite; iré yo a visitarle. Anderson consiguió sonreir.

— La verdad, Mr. Heath, ¿cómo puede impedir que no comuniquemos? Los que le han tratado esta semana no tendrán dificultad en reconocer el cambio operado en usted y atestiguar al efecto.

— ¿Realmente? Óigame, Anderson, escúcheme atentamente y hágalo sin esa mueca diabólica en su rostro, me irrita. Le he dicho que recuerdo cada palabra que usted y Kupfer pronunciaron. Recuerdo cada matiz de expresión, cada mirada de soslayo. Todo ello decía montones de cosas. Aprendí lo bastante para cotejar las bajas de enfermedad con la idea que yo tenía de lo que estaba buscando. Parece que yo no fui el único empleado de «Quantum» con el que probaron el desinhibidor.

— Tonterías -dijo Anderson, esta vez sin sonreír.

— Sabe que no lo son y sabe que puedo demostrarlo. Conozco los nombres de los hombres involucrados, uno de ellos era una mujer, y los hospitales en que los trataron y la falsa historia que les montaron. Puesto que no me advirtió de todo esto cuando me utilizó como su cuarto animal experimental de dos patas, no le debo más que una temporada en la cárcel.

— No quiero discutir este asunto. Déjeme que le diga una cosa. El tratamiento perderá su efecto, Heath. No conservará siempre su memoria. Tendrá que volver para proseguir el tratamiento, y tenga la seguridad de que será bajo mis condiciones.

— ¡Bobadas! -exclamó John-. No supondrá que no haya investigado sus informes…, por lo menos los que no ha mantenido secretos. Y ya tengo cierta noción de lo que ha mantenido secreto. En ciertos casos el tratamiento dura más que en otros. Invariablemente dura más cuanto más efectivo resulta. En mi caso, el tratamiento ha sido extraordinariamente efectivo y durará un tiempo considerable. Para cuando tenga que volver a verle, si llego a tener que hacerlo, será en una situación en que cualquier fallo en cooperar, por su parte, será fatal para ustedes. Ni siquiera lo imagine.

— Especie de desagradecido…

— Déjeme en paz -advirtió John, fastidiado-. No tengo tiempo para oír sus patrañas. Váyase. Tengo mucho que hacer.

Eran las dos y media de la tarde cuando John entró en el despacho de Prescott, indiferente por primera vez al olor de su puro. Sabía que no pasaría mucho antes de que Prescott eligiera entre sus puros y su puesto. Con Prescott estaban Arnold Gluck y Lewis Randall, así que a John le cupo el sombrío placer de saber que se enfrentaba con los tres hombres más importantes de la sección. Prescott apoyó su puro en un cenicero y dijo:

— Ross me ha pedido que le conceda media hora, y esto es todo lo que le daré. Usted es el de los trucos de memoria, ¿no?

— Mi nombre es John Heath, señor, y me propongo presentarle una racionalización de funcionamiento de la compañía; algo que le hará utilizar al máximo la época de la comunicación electrónica y los ordenadores, y pondrá los cimientos de ulteriores modificaciones a medida que la tecnología vaya mejorando. Los tres hombres se miraron. Gluck, cuyo rostro curtido tenía el color del cuero, dijo:

— ¿Es usted un experto en dirección de empresas?

— No tengo que serlo, señor. Llevo aquí seis años y recuerdo hasta el último detalle los procedimientos en cada transacción en la que me he visto inmerso. Eso quiere decir que el patrón de dichas transacciones está claro para mí y sus imperfecciones, obvias. Uno puede ver hacia dónde se enfoca y por dónde lo hace malgastando y sin eficiencia. Si me escucha, se lo explicaré. Le resultará fácil de comprender. Randall, cuyo pelo rojo y su cara pecosa le hacían parecer más joven de lo que era, observó con ironía:

— Cuento con que sea muy fácil, porque tenemos problemas con los conceptos difíciles.

— No le costará -le aseguró John.

— Y no conseguirá ni un segundo más de veintiún minutos -dijo Prescott, mirando su reloj.

— No necesito más. Lo tengo en un diagrama y puedo hablar rápidamente. La explicación duró quince minutos y los tres gerentes se mantuvieron sorprendentemente silenciosos durante este tiempo. Finalmente, Gluck, con una mirada hostil en sus ojillos, dijo:

— Parece como si estuviera diciéndonos que podemos arreglarnos con la mitad del personal que empleamos hoy en día.

— Con menos de la mitad -le aseguró friamente John- y más eficientes. No podemos despedir al personal ordinario por causa de los sindicatos, aunque podemos deshacernos provechosamente de ellos. Los gerentes no están protegidos y, por tanto, pueden ser despedidos. Recibirán pensiones si tienen edad suficiente o encontrarán nuevos empleos si son jóvenes. Nuestros únicos pensamientos deben ser para «Quantum». Prescott, que había mantenido un silencio tenso, chupó furiosamente su apestoso cigarro y repuso:

— Semejantes cambios deben ser cuidadosamente estudiados y puestos en práctica con suma cautela. Lo que parece lógico sobre el papel, puede fallar en la ecuación humana.

— Prescott -insistió John-, si esta reorganización no se ha aceptado en el curso de una semana, y si no se me coloca al frente de dicha reorganización, dimitiré. No me costará encontrar otro empleo en una compañía menos importante donde este plan se ponga en práctica con mayor facilidad. Empezando con poco personal, puedo extenderme tanto en cantidad como en eficiencia sin contratar más gente y, dentro de un año, llevaré a «Quantum» a la bancarrota. Me divertirá hacerlo si se me empuja a ello, así que reflexionen. Mi media hora ha terminado. Adiós, caballeros. Y se marchó.

Prescott le siguió con la mirada y, con expresión glacial y calculadora, dijo a los otros dos:

– Creo que se propone hacer lo que dice, y que conoce cada faceta de nuestras operaciones mejor que nosotros. No podemos dejar que se marche.

– ¿Quiere decir que debemos aceptar su plan? -preguntó Randall, escandalizado.

– No he dicho tal cosa. Váyanse ustedes y recuerden que todo esto es confidencial.

– Tengo la impresión -repuso Gluck- de que, si no hacemos algo, los tres nos vamos a encontrar de patitas en la calle antes de un mes.

– Posiblemente -asintió Prescott-, así que vamos a hacer algo.

– ¿Qué?

– Si no lo sabe, no le hará daño. Déjenmelo a mí. Olvídense, ahora, y pasen un buen fin de semana. Cuando se marcharon, reflexionó un instante, masticando rabiosamente el puro. Luego cogió el teléfono y marcó una extensión:

– Aquí, Prescott. Le quiero en mi despacho el lunes a primera hora. ¿Entendido?

Anderson aparecía desgreñado. Había tenido un mal fin de semana. Prescott, que lo había tenido peor, le dijo con malevolencia:

– Usted y Kupfer otra vez a las andadas, ¿verdad?

– Es mejor no discutir esto, Mr. Prescott -dijo Anderson con dulzura-. Recuerde que llegamos a un acuerdo sobre que, en determinados aspectos de la investigación, había que establecer cierta distancia. Ibamos a aceptar el riesgo o la gloria, y «Quantum» participaría de lo último y no de lo primero.

– Y su sueldo se doblaría con la garantía de que todos los desembolsos legales serian responsabilidad de «Quantum», no lo olvide. Ese hombre, John Heath, fue tratado por usted y por Kupfer, ¿no es cierto? Venga, hombre; es inconfundible. Es inútil disimularlo.

– Pues, sí.

– Y fueron tan listos, que nos soltaron… esa tarántula.

– No podíamos imaginar que ocurriera así. Al no caer en shock instantáneamente, pensamos que era nuestra primera oportunidad de probar el proceso en la casa. Pensamos que se derrumbaría o que pasaría el efecto después de dos o tres días.

– Si no estuviera tan bien protegido -barbotó Prescott-, no me hubiera olvidado de todo y habría adivinado lo ocurrido cuando ese sinvergüenza me soltó el truco del ordenador y dio los detalles de la correspondencia, que no tenía por qué recordar. Está bien, ya sabemos por lo menos dónde estamos ahora. Tiene a la compañía comprometida con un nuevo plan de operaciones que no debemos permitirle poner en práctica. Tampoco podemos permitirle que se despida.

– Considerando la capacidad de Heath para recordar y sintetizar, es posible que su plan de operaciones pueda ser muy bueno.

– No me importa que lo sea. El sinvergüenza anda tras mi puesto y quién sabe qué más, y tenemos que deshacernos de él.

– ¿Qué quiere decir con deshacernos? Puede ser de vital importancia para el proyecto cerebroquímico.

– Olvidelo. Es un desastre. Están creando a un súper Hitler. Realmente angustiado, Anderson insinuó a media voz:

– El efecto pasará.

– ¿Sí? ¿Cuándo?

– En este momento no puedo estar seguro.

– Entonces no puedo correr riesgos. Tenemos que prepararnos y hacerlo mañana, como muy tarde. No podemos esperar más.

John estaba de inmejorable buen humor. La forma en que Ross le evitaba siempre que podía y le hablaba con deferencia cuando tenía que hacerlo, afectaba a todos los empleados. Había un cambio extraño y radical en el orden de precedencia. John no podía negar que le gustaba. Se regocijaba en ello. La marea iba moviéndose con fuerza y a una velocidad increíble. Hacía solamente nueve días de la inyección del

desinhibidor y cada paso había sido hacia delante. Bueno, no del todo, estaba la rabieta de Susan contra él, pero podría arreglarlo más tarde. Cuando le demostrara a la altura a que llegaría en otros nueve días, o en noventa… Levantó la vista. Ross estaba ante él esperando llamarle la atención pero sin hacer nada que pudiera atraerla, excepto un ligero carraspeo. John giró su sillón y alargó los pies ante él en actitud relajada y preguntó:

– ¿Qué hay, Ross?

– Me gustaría que pasara a mi despacho, Heath -le dijo con cuidado-. Ha surgido algo importante y, francamente, usted es el único que puede arreglarlo. John, despacio, se puso en pie.

– Bien. ¿Qué es ello? Ross miró en silencio a la gran oficina, en la que por lo menos cinco hombres podían oírles. Después, miró a la puerta de su despacho y alargó el brazo, en actitud de invitarle a pasar. John titubeó, pero durante años la autoridad de Ross sobre él había sido indiscutible, y en este momento reaccionó a la costumbre. Ross, cortésmente, mantuvo la puerta abierta para John, luego entró él y cerró con llave disimuladamente, apoyándose en ella. Anderson apareció del otro lado de la librería. John preguntó vivamente:

– ¿Qué es todo esto?

– Nada, en absoluto, Heath. -Y la sonrisa de Ross se transformó en una mueca astuta-. Solamente vamos a ayudarle a salir de su anormal estado y volverle a la normalidad. No se mueva, Heath. Anderson tenía la aguja hipodérmica en la mano:

– Por favor, Heath, no se debata. No queremos hacerle daño.

– Y sí grito… -empezó John.

– Si hace cualquier ruido -anunció Ross-, le cogeré por el cuello hasta que se le salten los ojos. Y me encantará hacérselo. Así que, por favor, grite.

– Tengo los datos sobre ustedes en una caja fuerte. Cualquier cosa que me ocurra…

– Mr. Heath -le aseguró Anderson-, no va a ocurrirle nada. Algo va a desocurrirle. Volveremos a ponerle donde estaba antes. Iba a ocurrirle de todos modos, pero se lo adelantaremos un poco.

– Ahora, voy a sujetarle, Heath -advirtió Ross-, y no se mueva, porque si lo hace turbará a nuestro amigo de la jeringa, podría resbalar, ponerle más de la dosis calculada, y acabaría sin poder recordar nada nunca más. Heath retrocedía, jadeante.

– Esto es lo que se proponen. Creen que así estarán a salvo. Si me olvido de ustedes, de toda la información, de todo lo almacenado. Pero…

– No vamos a hacerle daño, Heath -le prometió Anderson. John tenía la frente brillante de sudor. Se sintió como paralizado. Con voz sorda y con un terror que solamente podía sentir ante la posibilidad que sólo él recordaba perfectamente:

– ¡Un amnésico! -exclamó.

– Así no recordará ni siquiera esto -dijo Ross-. Adelante, Anderson.

– Bien -murmuró Anderson, resignado-. Estoy destruyendo un perfecto sujeto de prueba. -Levantó el brazo fláccido de John y preparó la inyección hipodérmica. Se oyeron unos golpes en la puerta. Una voz clara llamó:

– ¡John! Anderson se quedó automáticamente helado, levantó la vista, inquisitivo, y Ross se volvió a mirar hacia la puerta. Ahora ordenó en un murmullo autoritario:

– Pínchele de una vez, doctor. La voz volvió a repetir:

– Johnny, sé que estas ahí. He llamado a la Policía. Están en camino. Ross volvió a insistir:

– Adelante. Está mintiendo. Y, por si llegan, ya habrá terminado. ¿Quién puede probar algo? Pero Anderson movió la cabeza vigorosamente.

– Es su novia. Sabe que le inyectamos. Estaba con nosotros.

– ¡Imbécil! Se oyó el ruido de un puntapié contra la puerta y luego la voz se oyó apagada, sorda:

– Soltadme. ¡Tienen a…, soltadme!

– Si ella le pinchara, sería el único medio de que él accediera -observó Anderson-. Además, creo que ya no tenemos que hacer nada. Mírelo. John se había desplomado en una esquina, con los ojos vidriosos y en un claro estado de inconsciencia. Anderson añadió:

– Estaba aterrorizado y eso podía provocar un shock que desbarataría la memoria en circunstancias normales. Creo que el desinhibidor ha sido eliminado. Déjela entrar y deje que hable conmigo.

Susan, muy pálida, estaba sentada y su brazo, protector, rodeaba los hombros de su ex novio.

– ¿Qué ha ocurrido?

– ¿Recuerda la inyección de…?

– Sí, sí, pero, ¿qué ha ocurrido?

– Estaba previsto que anteayer, domingo, viniera a nuestro despacho para volver a examinarle. No se presentó. Estábamos preocupados por los informes de sus superiores, que eran alarmantes. Se estaba volviendo arrogante, megalómano, irascible…, tal vez usted también se dio cuenta. Veo que no lleva la sortija de compromiso.

– Es que…, nos peleamos -dijo Susan.

– Entonces, lo comprende. Estaba, bueno…, si hubiera sido un aparato, diríamos que su motor se recalienta a medida que funciona más de prisa. Esta mañana pareció absolutamente esencial que le tratáramos. Le convencimos de que viniera aquí, cerramos la puerta con llave y…

– Le inyectaron algo mientras yo gritaba y pataleaba fuera.

– En absoluto -negó Anderson-. Queríamos utilizar un sedante, pero ya era tarde. Ha sufrido lo que puedo calificar de derrumbamiento. Puede buscar marcas de inyección en su cuerpo, que, como novia suya, lo hará sin el menor embarazo, y no encontrará ninguna.

– Ya lo veré. ¿Y qué pasará ahora? -preguntó Susan.

– Estoy seguro de que se recuperará. Volverá a ser como antes.

– ¿Promedio medio?

-No tendrá una memoria perfecta, pero hasta hace diez días tampoco la tenía. Naturalmente, la casa le dará de baja indefinidamente, y le pagará el sueldo íntegro. Si precisara tratamiento médico, se le pagarán todos los gastos. Cuando se sienta bien del todo, puede volver al trabajo activo.

– ¿Sí? Quiero todo esto por escrito antes de que termine el día, o mañana traeré a mi abogado.

– Pero, Miss Collins -protestó Anderson-, usted sabe que Mr. Heath se ofreció voluntario. Usted también lo aceptó.

– Pienso que usted sabe que no se nos dijo toda la verdad y que no le interesa una investigación. Preocúpese de que lo que me ha dicho nos lo den por escrito.

– Y usted, a su vez, tendrá que firmar una declaración de que nos exime de toda responsabilidad de cualquier desgracia sufrida por su novio.

– Posiblemente. Pero primero quiero ver qué clase de desgracia puede ser. ¿Puedes andar, Johnny? Johnny movió afirmativamente la cabeza y dijo con voz apagada:

– Sí, Sue.

– Entonces, vámonos.

John tuvo que tomarse una tortilla y una buena taza de café antes de que Susan le permitiera discutir. Entonces, preguntó:

— Lo que no comprendo es cómo estabas allí.

— Digamos que por intuición femenina.

— Digamos que por inteligencia de Susan.

— Está bien. Digámoslo. Cuando te tiré el anillo a la cabeza me compadecí, me lamenté y, después de que se me pasara, experimenté una terrible sensación de pérdida porque, por raro que pueda parecer, a una medianía, te quiero mucho.

— Perdóname, Sue -musitó John, abrumado.

— Por supuesto, pero, cielos, estabas insoportable. Entonces empecé a pensar que si amándome conseguías ponerme tan furiosa, qué estarías haciendo a tus compañeros de trabajo. Cuanto más lo pensaba, más creía que sentirían un incontenible impulso de matarte. Pero, bueno, no me interpretes mal, admito que merecías la muerte; pero solamente a mis manos. Ni soñar en permitir que lo hiciera nadie más. No sabía nada de ti…

— Lo sé, Sue. Tenía planes y no disponía de tiempo…

— Querías hacerlo todo en dos semanas, lo sé, idiota. Pero esta mañana no pude soportarlo más. Vine a ver cómo estabas y te encontré tras una puerta cerrada con llave. John se estremeció.

— Nunca imaginé que disfrutaría con tus patadas y tus gritos, pero así fue. Les detuviste.

— ¿Te molestará hablar de ello?

— Creo que no. Estoy bien.

— ¿Qué te estaban haciendo?

— Se disponían a re-inhibirme. Temí que me inyectaran una sobredosis y me dejaran amnésico.

— ¿Por qué?

— Porque sabían que les tenía hundidos. Podía hundirles a ellos y a la compañía.

— ¿Podías hacerlo?

— Absolutamente.

— Pero no llegaron a inyectarte, ¿verdad? ¿O fue otra de las mentiras de Anderson? ¿Podías hacerlo?

— No soy amnésico.

— Bien, lamento parecerte una doncella victoriana, pero confío en que hayas aprendido la lección.

— Si lo que quieres decir es si me doy cuenta de que tenias razón, así es.

— Entonces, déjame que te sermonee un minuto para que no vuelvas a olvidarte. Te lanzaste a cambiar las cosas demasiado de prisa, demasiado abiertamente y sin tener en cuenta para nada la posible reacción violenta de los otros. Tú lo recordabas todo, pero lo confundiste con la inteligencia. Si hubieras tenido a alguien realmente inteligente para guiarte…

— Te necesitaba, Sue.

— Pero ya me tienes, Johnny.

— ¿Qué haremos ahora, Sue?

— Primero conseguir el papel de «Quantum» y, como estás bien, les firmaremos su documento. Segundo, nos casaremos el sábado, tal como habíamos planeado en un principio. Tercero, ya veremos…, pero, ¿Johnny?

— ¿Qué?

— ¿Estás bien del todo?

— No podría estar mejor, Sue. Ahora que estamos juntos, todo irá bien.

No fue una boda fastuosa. Menos solemne de lo que habían planeado en principio y con menos invitados. Por ejemplo, no había nadie de «Quantum». Susan había declarado, con toda firmeza, que sería una mala idea. Un vecino de Susan había traído una cámara de vídeo para grabar la ceremonia, algo que a John le parecía el colmo de lo cursi, pero que Susan había deseado. De pronto el vecino le dijo con gesto trágico:

– No puedo lograr que la maldita cámara funcione. Se supone que iban a darme una en perfecto estado. Tendré que hacer una llamada. -Y se apresuró a bajar la escalera para hacer la llamada desde la cabina telefónica de la entrada de la capilla. John se acercó a mirar cuidadosamente la cámara. Sobre una mesita había un folleto de instrucciones. Lo cogió y lo hojeó con moderada velocidad, después lo volvió a dejar. Miró a su alrededor, pero todo el mundo estaba ocupado. Nadie parecía fijarse en él. Hizo deslizarse el panel de atrás, a un lado, disimuladamente, y miró dentro. Después se alejó y miró pensativo a la pared de enfrente. Siguió mirando distraído mientras su mano derecha se metía subrepticiamente en el mecanismo y hacia un rápido ajuste. Después de un corto intervalo, volvió a deslizar el panel y tocó un botón. Llegó el vecino con aspecto exasperado.

– ¿Cómo voy a seguir unas instrucciones que no tienen pies ni cabeza? -Frunció el ceño. Luego, dijo-: Curioso. Funciona. A lo mejor no estaba estropeada.

– Puede besar a la novia -dijo el sacerdote, amablemente, y John tomó a Susan en sus brazos y obedeció la orden con entusiasmo. Susan murmuró sin casi mover los labios:

– ¿Arreglaste la cámara? ¿Por qué? En un murmullo, respondió John:

– Lo quería todo perfecto para la boda. Le reconvino Susan:

– Querías presumir. Se separaron, se miraron con ojos empañados de emoción, se abrazaron de nuevo mientras el reducido grupo de invitados se impacientaba.

– Si lo vuelves a hacer -musitó Susan-, te arrancaré la piel a tiras. Mientras nadie sepa que todavía recuerdas, nadie podrá detenerte. Seremos los amos de todo dentro de un año si sigues bien las instrucciones. Sí, amor mío -murmuró John, humildemente.

Isaac Asimov: La última respuesta. Cuento

asimovMurray Templeton contaba cuarenta y cinco años y estaba en la flor de la vida, con todos los órganos de su cuerpo en perfecto funcionamiento, salvo ciertas partes de sus arterias coronarias, pero eso bastó. El dolor vino de pronto y aumentó hasta un grado insoportable, luego fue disminuyendo. Notaba cómo su respiración se hacía más lenta y que le envolvía una especie de paz. No hay placer igual a la ausencia de dolor…, inmediatamente después del dolor. Murray experimentó una extraña ligereza, como si se elevara en el aire y se quedara flotando. Abrió los ojos y observó con desprendida diversión que los otros seguían todavía en la habitación muy agitados. Estaba en el laboratorio cuando sintió la punzada de dolor, y cuando se tambaleó, oyó gritos de los demás antes de que todo desapareciera en una impresionante agonía. Ahora, desaparecido el dolor, los otros seguían revoloteando, todavía ansiosos, todavía reunidos junto a su cuerpo caído… Que, de pronto se dio cuenta, él estaba también contemplando. Estaba tendido en el suelo, con el rostro contraído. Y estaba aquí arriba, en paz y contemplando. Pensó: «Milagro de milagros. Los que hablaban de la vida después de la vida, tenían razón.» Y aunque resultaba una forma humillante de morir para un físico ateo, sólo experimentaba una vaga sorpresa sin que se alterase la paz que le embargaba. Pensó: «Debería haber algún ángel…, o algo…, que viniera a buscarme.» La escena terrena empezaba a esfumarse. La oscuridad invadía su conciencia a lo lejos, como un últmo destello había una figura de luz, vagamente humana en la forma, que irradiaba calor. Murray pensó: «Vaya jugarreta. Me voy al cielo.» Mientras lo pensaba la luz se fue, pero persistió el calor. No había disminución de la paz, aunque en todo el Universo solamente quedaba él… y la Voz. La Voz le dijo:

— He hecho esto muchas veces y aún conservo la capacidad de disfrutar del éxito. Murray pensó que debía decir algo, pero no tenía conciencia de tener una boca, una lengua o unas cuerdas vocales. No obstante, trató de emitir un sonido. Intentó, sin boca, tararear palabras o respirarlas o sacarlas fuera mediante la contracción de… algo. Y le salieron. Oyó su propia voz, reconocible en sus propias palabras, infinitamente claras. Murray preguntó:

— ¿Es esto el cielo? La Voz respondió:

— Éste no es un lugar tal como tú entiendes un lugar. Murray se turbó, pero la siguiente pregunta había que formularla:

— Perdóname si te parezco burro. ¿Eres Dios? Sin cambiar el tono ni estropear de ninguna manera la perfección del sonido, la Voz logró parecer divertida:

— Es extraño, naturalmente, que siempre se me pregunte lo mismo de infinitas maneras. No puedo darte una respuesta que puedas comprender. Yo soy… Esto es lo único que puedo decir significativamente, y puedes cubrir esto con cualquier palabra o concepto que desees. Murray preguntó:

— ¿Y qué soy yo? ¿Un alma? ¿O soy únicamente también una existencia personificada? -Trató de no parecer sarcástico, pero creía que había fracasado. Entonces también pensó, fugazmente, añadir un «Señoría» o «Santidad» o algo que contrarrestara con el sarcasmo, y no pudo decidirse a hacerlo aun cuando por primera vez en su existencia pensó en la posibilidad de ser castigado por su insolencia o por su pecado con el infierno, y lo que podía ser esto. La Voz no pareció ofendida.

— Eres fácil de explicar, incluso a ti mismo. Puedes llamarte alma si te gusta, pero lo que realmente eres es un nexo de fuerzas electromagnéticas, arregladas de tal forma, que todas las interconexiones e interrelaciones hasta el más pequeño detalle son exactamente imitativas de las de tu cerebro en tu anterior existencia. Por lo tanto, posees tu capacidad para pensar, tus recuerdos, tu personalidad. Todavía te parece que tú eres tú. Murray sintió cierta incredulidad.

— ¿Quieres decir que la esencia de mi cerebro era permanente?

— En absoluto. No hay nada en ti que sea permanente salvo lo que yo decido que lo sea. Yo formé el nexo. Lo construí mientras tú tenias existencia física y lo ajusté al momento en que la existencia fallara. -La Voz parecía claramente satisfecha de sí, y después de una pausa, continuó-: Una construcción intrincada pero enteramente precisa. Podría, naturalmente, hacerlo para cualquier ser humano de tu mundo, pero me encanta no hacerlo. Encuentro placer en la selección.

— Entonces, eliges a muy pocos.

— A muy pocos.

— ¿Y qué ocurre con los demás?

— ¡El olvido! Oh, naturalmente, te imaginas un infierno. Murray se hubiera ruborizado de haber tenido capacidad para hacerlo. Protestó:

— No lo imagino. Se habla de él. No obstante, no me hubiera creído lo bastante virtuoso para atraer tu atención como uno de los elegidos.

— ¿Virtuoso? Ah, ya veo lo que quieres decir. Es muy molesto tener que obligarme a empequeñecer mi pensamiento lo suficiente para impregnar el tuyo. No, te he elegido por tu capacidad de pensar, como elegí a otros, en cantidades que suman cuatrillones entre las especies inteligentes del Universo. Murray se sintió súbitamente curioso, el hábito de toda una vida. Preguntó:

— ¿Los eliges a todos tú mismo, o hay otros como tú? Por un instante, Murray creyó notar una reacción de impaciencia, pero cuando le llegó la Voz, no había cambiado.

— Que haya otros o no es irrelevante para ti. El Universo es mío y solamente mío. Es mi invención, mi construcción, previsto solamente para mis propósitos.

— Sin embargo, con los cuatrillones de nexos que has formado, ¿pasas el tiempo conmigo? ¿Tan importante soy? Y dijo la Voz:

— No eres nada importante. Estoy también con los demás de un modo que, según tu percepción, podría parecerte simultánea.

— Pero, ¿tú eres uno? Y otra vez, divertida, dijo la Voz:

— Tratas de cazarme en una incongruencia. Si fueras una ameba, podrías considerar la individualidad solamente en conexión con células, y si preguntaras a un cachalote, compuesto de treinta cuatrillones de células si era uno o varios, ¿cómo podría contestar el cachalote para que te resultara comprensible como ameba?

— Lo pensaré. Puede hacerse comprensible.

— Exactamente. Ésta es tu función. Pensarás.

— ¿Con qué fin? Tú ya lo sabes todo, supongo.

— Incluso si lo supiera todo -dijo la Voz-, no podría saber que lo sé todo.

— Esto me suena algo a filosofía oriental -observó Murray-, algo que parece profundo precisamente porque no tiene sentido.

— Prometes. Contestas a mi paradoja con una paradoja salvo que la mía no es una paradoja. Reflexiona. He existido eternamente, pero, ¿qué significa esto? Significa que no puedo recordar haber empezado a existir. Si pudiera, no hubiera existido eternamente. Si no puedo recordar haber empezado a existir, hay por lo menos una cosa, la naturaleza de mi llegada a la existencia, que yo no sé. «Entonces, aunque lo que sé es infinito, también es cierto que lo que hay que saber es infinito, y, ¿cómo puedo tener la seguridad de que ambas infinitudes son iguales? La infinidad del conocimiento potencial puede ser infinitamente mayor que la infinidad de mi conocimiento actual. He aquí un ejemplo sencillo: si conozco la serie de los números enteros pares, conozco una serie infinita de números; sin embargo, sigo sin conocer un solo número entero impar.

— Pero los enteros impares pueden derivarse -objetó Murray-. Si divides por dos cada número par de la infinita serie de números enteros, conseguirás otra serie infinita que contendrá la serie infinita de los números enteros impares.

— Tienes ideas. Me complace. Tu tarea consistirá en buscar otros medios, bastante más difíciles, desde los conocidos a los no conocidos aún. Dispones de tus recuerdos. Recordarás todos los datos que hayas jamás recopilado o aprendido, o que ya tengas o vayas a deducir de los datos. Si es necesario, se te permitirá aprender datos adicionales que consideres relevantes para el problema que te has planteado.

— ¿Y no podrías hacer tú todo esto?

— Puedo, pero así es más interesante. Construí el Universo para disponer de más datos que manejar. Inserté el principio de incertidumbre, la entropía y otros factores al azar que hacen que el todo no sea instantáneamente evidente. Ha funcionado bien porque me ha distraído a lo largo de su existencia. «Entonces permití complejidades que primero produjeron la vida y luego la inteligencia y lo utilicé como fuente de un equipo de investigación, no porque necesitara su ayuda, sino porque introducía, al azar, un nuevo factor. Descubrí que no podía predecir el próximo dato interesante de conocimiento adquirido, de dónde procedería y por qué medios se había derivado.

— ¿Ocurre esto alguna vez? -preguntó Murray.

— Desde luego. No pasa un siglo sin que aparezca algo interesante por alguna parte.

— ¿Algo que pudiste haber pensado, pero que aún no lo habías hecho?

— Si.

— ¿Crees realmente que hay alguna oportunidad de que yo me muestre complaciente en este asunto?

— ¿En el próximo siglo? Virtualmente, ninguna. Pero, a la larga, tu éxito es seguro, puesto que estarás eternamente dedicado a ello.

— ¿Yo pensaré toda la eternidad? ¿Para siempre?

— Sí.

— ¿Con qué fin?

— Te lo he dicho. Para buscar nuevos conocimientos.

— Pero, aparte de esto, ¿por qué motivo debo buscar yo nuevos conocimientos?

— Era lo que hacías en tu vida en el Universo. ¿Cuál era tu propósito entonces? Murray contestó:

— Obtener nuevos conocimientos que solamente yo po día obtener, recibir la felicitación de mis compañeros, sentir la satisfacción de lo conseguido sabiendo que solamente disponía de un tiempo corto para mi propósito. Ahora ganaré solamente lo mismo que tú ganarías si quisieras molestarte un poco. No puedes felicitarme; sólo puedes sentirte divertido. Y no hay mérito ni satisfacción en lograr algo cuando tengo toda la eternidad para conseguirlo.

— ¿Y no encuentras que el pensamiento y el descubrimiento son valiosos de por sí? ¿No encuentras que no te hace falta un propósito ulterior?

— Para un tiempo finito, sí. No para una eternidad.

— Veo tu punto de vista. Sin embargo, no tienes elección.

— Me has dicho que tengo que pensar. No puedes obligarme a ello.

— No deseo obligarte directamente. No lo necesito. Como no puedes hacer otra cosa que pensar, pensarás. No sabes cómo dejar de pensar.

— Entonces, me trazaré una meta. Inventaré un propósito. La Voz, tolerante, asintió.

— Puedes hacerlo.

— Ya he encontrado un propósito.

— ¿Puedo saber qué es?

— Ya lo sabes. Sé que no hablamos de forma ordinaria. Ajustas mi nexo de tal forma, que yo creo que lo oigo hablar y creo que hablo, pero me transfieres pensamientos a mí y sólo para mí directamente. Y cuando mi nexo cambia con mis pensamientos, te das cuenta en seguida de ellos y no necesitas mis transmisiones voluntarias.

— Eres sorprendentemente correcto -afirmó la Voz-. Me complace. Pero también me complace que me transmitas tus pensamientos voluntariamente.

— Entonces, lo diré. El propósito de mis pensamientos será descubrir el modo de desbaratar el nexo que me has creado. No quiero pensar sólo con el propósito de divertirte. No quiero existir para siempre para divertirte. Todos mis pensamientos estarán dirigidos a terminar con mi nexo. Eso me divertirá a mi.

— No tengo nada que objetar. Incluso el pensamiento concentrado en terminar tu propia existencia puede dar salida a algo nuevo e interesante. Y, naturalmente, si tienes éxito en este intento de suicidio, no conseguirás nada, porque te reconstruiría inmediatamente y de tal forma, que hiciera imposible tu método de suicidio. Y si encuentras otro medio aún más sutil de destruirte, te reconstruiré, y así sucesivamente. Podría ser un juego interesante, pero, de todos modos, existirás eternamente. Es mi voluntad. Murray sintió temor, pero las palabras salieron perfectamente tranquilas.

— En resumidas cuentas, ¿estoy en el infierno? Se me ha dado a entender que no lo hay, pero si esto fuera el infierno, me estaría mintiendo como parte del juego del infierno.

— En este caso -cortó la Voz-, ¿de qué sirve asegurarte que no estás en el infierno? Pero, te lo aseguro. Aquí no hay ni cielo ni infierno. Solamente estoy yo.

— Piensa, pues, que mis pensamientos pueden no serte útiles. Si no descubro nada útil, ¿no sería provechoso para ti…, desmontarme y no pensar más en mi?

— ¿Como recompensa? ¿Quieres el Nirvana como premio del fracaso y tratas de hacerme responsable de dicho fracaso? No puedo negociar. No fracasarás. Con toda la eternidad por delante, no puedes evitar tener por lo menos un pensamiento interesante, por más que te opongas a ello.

— Entonces me crearé otro propósito. No trataré de destruirme. Mi meta será humillarte. Pensaré en algo en lo que no solamente no pensaste nunca, sino que nunca podrás pensar. Pensaré en la última respuesta, más allá de la cual ya no hay más conocimiento. La Voz comentó:

— No comprendes la naturaleza del infinito. Puede que haya cosas que no me he molestado en saber. No puede haber nada que yo no pueda saber. Murray dijo, pensativo:

— No puedes conocer tus principios. Tú lo has dicho. Por tanto, no puedes conocer tu final. Muy bien, pues. Éste será mi propósito y ésta será la última respuesta. No me destruiré. Te destruiré a ti…, si tú no me destruyes primero.

— ¡Ah! Has llegado a esta conclusión en menos tiempo del corriente. Pensé que te llevaría más. No hay uno sólo de los que están conmigo en esta existencia de pensamiento perfecto y eterno, que no tenga la ambición de destruirme. No puede ocurrir. No puede hacerse.

— Pero tengo toda la eternidad para pensar en un modo de destruirte -aseguró Murray. La Voz, ecuánime, aceptó:

— Entonces, trata de pensarlo. -Y desapareció. Pero Murray ya tenía un propósito, y estaba satisfecho. Porque, ¿qué podía cualquier ente consciente de la existencia eterna desear sino un final? Porque, ¿qué otra cosa había estado buscando la Voz por incontables billones de años? ¿Y por qué otra razón se había creado la inteligencia y salvado ciertos especimenes poniéndoles a trabajar, sino para colaborar en la gran búsqueda? Y Murray se proponía ser él, y sólo él, quien lo consiguiera. Con todo cuidado y con el ímpetu de su propósito, Murray empezó a pensar. Disponía de mucho tiempo.

Isaac Asimov: La bola de billar. Cuento

asimov studyJames Priss hablaba siempre despacio. Supongo que debería decir el profesor James Priss, aunque todo el mundo sabrá a quién me refiero incluso sin el titulo. Lo sé. Lo entrevisté con cierta frecuencia. Tenía la mente más grande después de Einstein, pero no le funcionaba con rapidez. Solía admitir su lentitud. Quizás era porque su mente era tan grande que no podía moverse de prisa. Si tenía que decir algo, lo decía despacio, abstraído; después pensaba, y a continuación volvía a decir algo más. Incluso en las cosas más triviales, su mente gigantesca se debatía incierta, añadiendo un toque acá y allá. Me lo imaginaba pensando: «¿Se levantará el sol mañana? ¿Qué queremos decir con «levantar»? ¿Podemos estar seguros de que vendrá el mañana? ¿Es acaso el término «sol» un término ambiguo en este aspecto, o no?» Añadamos a este hábito de expresarse, un carácter blando; una cara pálida, sin más expresión que una general incertidumbre; cabello gris, escaso, bien peinado; trajes serios de corte clásico. Aquí tienen lo que era el profesor James Priss…, una persona tímida carente completamente de magnetismo. Ésa es la razón por la que nadie en el mundo, excepto yo, podía llegar a sospechar que fuera un asesino. Incluso yo no estoy seguro. Después de todo, pensaba muy despacio; siempre había sido tardo en pensar. ¿Es concebible acaso que en un momento crucial consiguiera pensar con rapidez y actuar al instante? Qué más da. Incluso si asesinó, se salió con la suya. Es demasiado tarde ahora para tratar de cambiar las cosas, y yo no conseguiría hacerlo aunque decidiera que se publicara todo esto.

Edward Bloom fue compañero de clase de Priss en la Facultad y, por diversas circunstancias, socio durante toda una generación después. Tenían la misma edad y la misma propensión a la soltería, pero eran totalmente opuestos en todo lo trascendental. Alto, fuerte, extrovertido, impetuoso y pagado de sí mismo. Su mente era como el choque de un meteoro por la forma súbita e inesperada de captar lo esencial. No era un teórico como Priss; Bloom no tenía paciencia ni capacidad de concentrarse intensamente para pensar en un solo punto abstracto. Lo confesaba, presumía de ello. Lo que sí poseía era una misteriosa capacidad de ver la aplicación de una teoría; de ver el modo de ponerla en práctica. En un frío bloque de mármol de estructura abstracta podía ver, sin aparente dificultad, el complicado diseño de un invento maravilloso. El bloque se partiría a su contacto, y quedaría el invento. Es una historia conocida, y no muy exagerada, que nada de lo que Bloom construía había dejado de funcionar, o de ser patentado o provechoso. Al cumplir cuarenta y cinco años, era uno de los hombres más ricos de la Tierra. Y si Bloom el técnico se adaptaba a un asunto determinado mejor que a otra cosa, era a la forma de pensar de Priss el teórico. Los mejores artilugios de Bloom se habían construido según las mejores ideas de Priss, y a medida que Bloom se hacía rico y famoso, Priss se hacía acreedor al profundo respeto de sus colegas. Naturalmente, era de esperar que cuando Priss presentara su teoría de doble campo, Bloom se pondría al momento a construir su primer aparato práctico de antigravedad. Mi ocupación consistía en encontrar un interés humano en la teoría de doble campo para los suscriptores de TeleNews Press, y uno lo consigue esforzándose por tratar con seres humanos y no con ideas abstractas. Dado que mi entrevistado era el profesor Priss, la cosa no era nada fácil. Naturalmente, me proponía preguntarle sobre las posibilidades de la antigravedad, que interesaba a todo el mundo; pero no sobre la teoría de doble campo, que nadie podía entender.

— ¿Antigravedad? -Priss apretó sus labios descoloridos y reflexionó-. No estoy muy seguro de que sea posible, o que lo sea alguna vez. No he…, no he profundizado el asunto a entera satisfacción. Tampoco veo enteramente si las ecuaciones del doble campo tendrían una solución finita, como deberían tener, claro, si… -Y se perdió en divagaciones. Yo insistí:

— Bloom dice que piensa que el dispositivo puede construirse. Príss asintió.

— Sí, claro, pero yo me lo pregunto. Ed Bloom ha tenido la sorprendente suerte de descubrir, en el pasado, lo que no estaba claro. Tiene una mente fuera de lo corriente. En todo caso, le ha hecho muy rico. Estábamos sentados en el apartamento de Priss. Clase media normal. No pude evitar echar un vistazo a mi alrededor. Priss no era rico. No creo que leyera mi pensamiento. Vio mi mirada. Y creo que estaba pensando lo mismo.

— La riqueza -dijo- no es la recompensa habitual del científico. Ni siquiera una recompensa razonable. «A lo mejor», me dije. Priss tenía ciertamente su propio tipo de recompensa. Era la tercera persona en la Historia que había ganado dos premios Nobel, y el primero en tenerlos sin compartir. De esto uno no puede quejarse. Y si bien no era rico, tampoco era pobre. Pero no parecía un hombre satisfecho. Puede que no fuera solamente la riqueza de Bloom lo que le irritaba, quizás era la fama que tenía en todas partes o tal vez se debiera a que Bloom era una celebridad fuera donde fuera, mientras que Priss fuera de las convenciones científicas y de los clubes de Facultad, era un simple desconocido. No sabría decir cuánto de todo esto se veía en mis ojos o en la forma en que fruncía la frente, pero Priss siguió diciendo:

— Pero somos amigos, ¿sabe? Jugamos al billar una o dos veces por semana. Le gano con regularidad. (Jamás publiqué esta declaración. La comprobé con Bloom, que hizo una larga contradeclaración que empezaba así: «Me gana al billar. Ese borrico…», y siguió personalizando cada vez más. En realidad, ni uno ni otro eran novatos jugando al billar. Les contemplé una vez, durante un rato, después de la declaración y contradeclaración y ambos manejaban el taco con aplomo profesional. Y lo que es más, ambos jugaban a matar, y no pude ver el menor atisbo de amistad en su juego.) Pregunté:

— ¿Le gustaría pronosticar si Bloom logrará fabricar su aparato antigravedad?

— ¿Quiere decir, si me quiero comprometer a algo? Hmmm. Bien, consideremos, joven, qué entendemos exactamente por antigravedad. Nuestra concepción de la gravedad se basa en la teoría general de la relatividad de Einstein, que cuenta ahora cien años, pero que dentro de sus limitaciones se mantiene firme. Podemos expresarla… Le escuchaba respetuosamente. Ya había oído a Priss hablar de este tema anteriormente, pero si me proponía sacarle algo -lo que no era seguro-, tendría que dejarle exponerlo a su aire.

— Podemos expresarla -siguió- imaginando el Universo como una sábana lisa, delgada, superfiexible, de goma irrompible. Si representamos la masa por el peso, como lo está en la superficie de la Tierra, eso supondría que la masa descansando sobre la sábana de goma haría una mella, una abolladura. A mayor masa, más profunda la mella. »En el Universo de hoy día -prosiguió- existe todo tipo de masa, y por ello debemos imaginar nuestra sábana de goma cuajada de depresiones. Cualquier objeto que ruede sobre la sábana entrará y saldrá de las depresiones al pasar, desviándose y cambiando de dirección al hacerlo. Son estas desviaciones y cambios lo que interpretamos como la demostración de una fuerza de gravedad. Si el objeto móvil se acerca lo bastante al centro de la depresión y se mueve lo bastante despacio, queda cogido y gira y gira alrededor de la concavidad o depresión. En ausencia de fricción, seguirá girando para siempre. En otras palabras, lo que Isaac Newton interpretó como fuerza, Albert Einstein lo interpretó como distorsión geométrica. Llegado a este punto, se calló. Había estado hablando mucho, dado como era él, porque decía algo que había dicho infinidad de veces. Pero ahora empezó a tomárselo con calma, diciendo:

— Así que al tratar de producir antigravedad, tratamos de alterar la geometría del Universo. Si proseguimos con nuestra metáfora, es como si intentáramos alisar nuestra sábana de goma. Podríamos imaginarnos metidos bajo la sábana, levantándola, sosteniéndola para evitar que se hagan más hundimientos. Si alisamos de este modo la sábana de goma, entonces creamos un Universo, o por lo menos una porción de Universo en que la gravedad no existe. Un cuerpo que rodara sobre si mismo pasaría sobre la masa lisa sin alterar lo más mínimo su trayectoria, y podríamos interpretar eso como significando que la masa no ejerce ninguna fuerza gravitatoría. A fin de realizar esta hazaña necesitamos, no obstante, una masa equivalente a la masa hundida. Para producir antigravedad de esta manera en la Tierra, deberíamos asegurarnos una masa igual a la Tierra y sostenerla sobre nuestras cabezas, por decirlo así. Le interrumpí:

— Pero su teoría de doble campo…

— Exactamente. La relatividad general no explica ni el campo gravitatorio ni el campo electromagnético en una única serie de ecuaciones. Einstein pasó la mitad de su vida buscando esa única serie para la teoría de un campo unificado, y fracasó. Todos los que siguieron a Einstein también fracasaron. Yo, no obstante, empecé con la suposición de que había dos campos que no podían ser unificados y seguí las consecuencias que puedo explicar, en parte, en los términos que se desprenden de la metáfora de la «sábana de goma». Ahora estábamos llegando a algo que no estaba seguro de haber oído antes. Pregunté:

— ¿Cómo es eso?

— Suponga que, en lugar de levantar la masa hundida, tratamos de endurecer la propia sábana, hacerla más resistente. Se contraería por lo menos en un área pequeña, y se haría más plana. La gravedad se debilitaría, lo mismo que la masa, porque ambas son esencialmente el mismo fenómeno en términos del Universo abollado. De poder alisar por completo la sábana de goma, tanto la gravedad como la masa desaparecerían del todo. «Bajo condiciones apropiadas, el campo electromagnético podría hacerse que se encontrara con el campo gravitatorio y serviría para endurecer el tejido abollado del Universo. El campo electromagnético es muchísimo más fuerte que el campo gravitatorio, así que podría lograrse que el primero dominara al segundo.

— Pero dice usted -repliqué indeciso- «bajo condiciones apropiadas». ¿Pueden conseguirse las condiciones apropiadas de que usted habla, profesor?

— Eso es lo que no sé -contestó Priss, pensativo, y añadió despacio-: Si el Universo fuera realmente una sábana de goma, su rigidez tendría que alcanzar un valor infinito antes de poder esperarse que permaneciera completamente liso bajo una masa que pudiera abollarla. Si es esto cierto también en el Universo, entonces se precisará un campo electromagnético infinitamente intenso, y esto significará que la antigravedad es imposible.

— Pero Bloom dice…

— Sí, imagino que Bloom piensa que bastará un campo finito si puede aplicarse debidamente. No obstante, por ingenioso que sea -y Priss sonrió levemente- no debemos tenerle por infalible. Su comprensión de la teoría es inexistente. Él… jamás consiguió graduarse, ¿lo sabía? Estuve a punto de decirle que sí. Después de todo, era del dominio público. Pero había un algo morboso en la voz de Priss al preguntarlo y yo levanté la vista a tiempo de ver la animación de sus ojos, como si estuviera encantado de propagar la noticia. Así que incliné la cabeza como si lo almacenara para futura referencia.

— Entonces, opina usted, profesor Priss -insistí-, que Bloom está probablemente equivocado y que la antigravedad es imposible. Priss asintió diciendo:

— El campo gravitatorio puede debilitarse, naturalmente, pero si por antigravedad entendemos un auténtico campo de gravedad cero, es decir, nada de gravedad en un volumen significativo de espacio, sospecho que la antigravedad resulte imposible, mal que le pese a Bloom. En cierto modo, había conseguido lo que quería. En los tres meses siguientes a todo esto, no volví a ver a Bloom y, cuando le vi, estaba de mal humor. Se había enfadado de repente, claro, cuando se enteró de la declaración de Priss. Divulgó que Priss sería invitado casualmente a la exposición del dispositivo de antigravedad tan pronto estuviera terminado, e incluso se le pediría que participara en la demostración. Algún reportero, no yo, desgraciadamente, le acorraló entre citas y le pidió que ampliara lo anterior, y añadió:

— Curiosamente, tendré el dispositivo; quizá pronto. Y puede usted estar presente, así como los de la Prensa a los que les interese. Y también puede asistir el profesor James Priss. Puede representar a la ciencia teórica y, después de que yo haya demostrado la antigravedad, puede aplicar su teoría y explicarla. Estoy seguro de que sabrá hacer su aplicación de forma magistral y demostrar exactamente por qué yo no podía haber fracasado. Podría hacerlo ahora y ahorrar tiempo, pero supongo que no querrá. Todo ello se dijo con la mayor corrección, pero se podía detectar la rabia bajo el rápido chorro de palabras. No obstante, continuó sus ocasionales partidas de billar con Priss, y cuando ambos se reunían se comportaban con la máxima cortesía. Uno podía suponer los progresos que hacía Bloom por sus respectivas actitudes con la Prensa. Bloom se mostraba seco e impertinente, mientras que Priss hacía gala de buen humor. Cuando aceptó mi repetida petición para hacerle a Bloom una entrevista, me pregunté si aquello significaba un descanso en la búsqueda de Bloom. Incluso soñé despierto que me anunciaba por fin su éxito. Pero no fue así. Me recibió en su despacho de «Bloom Enterprises» en la parte alta del Estado de Nueva York. Era un lugar maravilloso, maravillosamente trazado, abarcando tanto terreno como un gran establecimiento industrial y alejado de toda área de población. Edison en su máximo esplendor, doscientos años atrás, no había tenido un éxito tan apoteósico como Bloom. Pero Bloom no estaba de buen humor. Llegó con diez minutos de retraso y pasó como una fiera ante la mesa de su secretaria, inclinando apenas la cabeza en mi dirección. Llevaba puesta una bata de laboratorio desabrochada. Se dejó caer en su sillón y dijo:

— Lamento haberle hecho esperar, pero no disponía de tanto tiempo como había creído. -Bloom era un actor nato y sabía que no debía enemistarse con la Prensa, pero yo tuve la impresión de que atravesaba grandes dificultades en aquel momento para mantener el tipo. Sabía cómo plantear la suposición.

— Tengo entendido, señor, que sus pruebas recientes no han sido del todo afortunadas.

— ¿Quién se lo ha dicho?

— Yo diría que es de dominio público, señor Bloom.

— No, no lo es. Y no lo diga, joven. No hay conocimiento público de lo que sucede en mis laboratorios y talleres. Está expresando las opiniones del profesor, ¿verdad? Me refiero a Priss.

— No, yo no…

— Claro que sí. ¿No es usted la persona a la que hizo aquella declaración de que la antigravedad es imposible?

— No lo dijo tan tajantemente.

— Nunca dice nada tajantemente, pero si lo bastante para él, como que tendré su maldito Universo de sábana de goma dentro de nada.

— Entonces, ¿significa que está progresando, señor Bloom?

— Sabe que es así -me espetó-. O debería saberlo. ¿No estuvo usted en la demostración la semana pasada?

— Sí, estuve. Imaginé que Bloom estaba en apuros, de lo contrario no habría mencionado aquella demostración. Funcionó, sí; pero no fue nada del otro mundo. Produjo una región de gravedad disminuida entre los dos polos de un imán. Se hizo con gran inteligencia. Se utilizó un Mossbauer Effect Balance para estudiar el espacio entre los dos polos. Si nunca han visto un M-E Balance en acción, les diré que consiste en un haz monocromático, apretado, de rayos gamma, disparado sobre el campo de gravedad disminuida. Los rayos gamma cambian la longitud de onda ligera, pero mensurable, bajo la influencia del campo de gravitación, y si ocurre algo que altere la intensidad del campo, la longitud de onda va cambiando adecuadamente. Es un método extremadamente delicado para tantear un campo gravitatorio, y funciona como un amuleto. Quedaba claro que Bloom había debilitado la gravedad. El problema era que se había hecho antes. Bloom, naturalmente, se había servido de los circuitos que aumentaban enormemente la facilidad con que se había logrado el efecto, su sistema era típicamente ingenioso y había sido debidamente patentado, y aseguraba que por este método la antigravedad sería no sólo una curiosidad científica, sino algo práctico para aplicarlo en la industria. Quizá. Pero era un trabajo incompleto y no solía alardear de cosas incompletas. Y no lo habría hecho así, esta vez, si no estuviera desesperado por exhibir algo. Le comenté:

— Mi impresión es que lo conseguido en aquella demostración preliminar fue 0,82 g, y en Brasil, la primavera pasada, consiguieron más que esto.

— ¿De veras? Bien, calcule el gasto de energía en Brasil y aquí, y después dígame la diferencia en disminución de gravedad por kilovatio-hora. Se sorprenderá.

— Pero lo que yo quiero saber es si puede alcanzar O g, gravedad cero. Eso es lo que el profesor Priss no cree posible. Todo el mundo está de acuerdo en que el mero hecho de rebajar la intensidad del campo no es gran cosa. Bloom apretó los puños. Tuve la corazonada de que les había fallado un experimento clave aquel día y que estaba insoportablemente fastidiado. Bloom no podía aguantar que el Universo le dejara en mal lugar.

— Los teóricos me asquean. -Lo dijo en voz baja y controlada, como si realmente estuviera harto de no poder decirlo y que por fin estuviera decidido a expresar lo que pensaba y al diablo con todo-. Priss ha ganado dos premios Nobel por barajar ecuaciones, pero, ¿qué ha hecho con ellas? ¡Nada! Yo si he hecho algo con ellas y voy a hacer aún más, le guste o no le guste a Priss. »Yo soy el único que la gente recordará. Yo soy el único que será reconocido. Por mí, puede guardarse su título, sus premios y las felicitaciones de los eruditos. Oigame, le diré lo que le duele. Clara y llanamente tiene celos. Le mata que yo consiga lo que consigo trabajando. Él lo quiere conseguir pensando. »Una vez le dije…, jugamos juntos al billar, ya sabe… Fue entonces cuando le repetí la declaración de Priss sobre el billar, y obtuve la contradeclaración de Bloom. Jamás las he publicado. Eran trivialidades.

— Jugamos al billar -siguió explicando Bloom cuando se hubo tranquilizado algo- y he ganado muchas partidas. Mantenemos la cosa en plan relativamente amistoso. Qué demonios…, compañeros de Facultad y demás…, aunque, la verdad, no sé cómo pudo terminar. Pasó en Física, naturalmente, y en Matemáticas, pero aprobó justito, por compasión, creo yo, en todas las asignaturas de humanidades.

— Pero usted no logró graduarse, ¿verdad, Mr. Bloom? -Eso fue pura maldad por mi parte. Disfrutaba con su indignación.

— Lo dejé para meterme en negocios, maldita sea. Mi media académica a lo largo de los años en que asistí fue de un notable claro. No vaya a imaginar otra cosa, ¿me oye? Para cuando Priss sacó su doctorado, yo ya estaba ganando mi primer millón. Claramente irritado, siguió contándome:

— Un día, jugábamos al billar, y yo le dije: «Jim, el hombre medio nunca comprenderá por qué te dan el premio Nobel a ti, cuando soy yo el que obtiene resultados. ¿Para qué quieres dos? Dame uno.» Pero él siguió allí, tranquilo, dándole tiza al taco, y, después de un rato, me contesta con su voz vaga: «Tú tienes dos millones, Ed. Dame uno.» Así que ya ve, lo que quiere es el dinero.

— Tengo entendido que a usted no le importa que él reciba los honores -sugerí. Por un momento creí que iba a mandarme salir, pero no lo hizo. Se echó a reír, agitó la mano como si quisiera borrar algo de una pizarra invisible que tuviera en frente, y dijo:

— Bah, olvidelo. Todo eso es off the record. Oigame, ¿Quiere una declaración? Okey. Las cosas no han salido bien hoy y perdí un poco los estribos, pero todo se arreglará. Creo saber lo que ha fallado. Y si no fuera así, lo averiguaré. »Óigame. puede decir que yo digo que no necesitamos una intensidad electromagnética infinita; alisaremos la sábana de goma; conseguiremos la gravedad cero. Y cuando la tengamos montaré la más impresionante demostración que haya visto jamás, exclusivamente para la Prensa y para Priss, y usted será invitado. Puede decir que será muy pronto. ¿De acuerdo?

— ¡De acuerdo! Me quedó tiempo para ver a uno y otro una o dos veces más. Incluso les ví juntos cuando estuve presente en una de sus partidas de billar. Como les he dicho antes, ambos eran muy buenos. Pero la invitación a la demostración no vino tan pronto como cabía esperar; faltaban seis semanas para el año, después de hacer Bloom su declaración. Aunque reconozco que era injusto esperar que el trabajo fuera más rápido. Recibí una invitación especial, en relieve, con la seguridad de una hora de cóctel primero. Bloom jamás hacia las cosas a medias y se había propuesto tener a mano un grupo de reporteros satisfechos. También había hecho un arreglo para disponer de TV tridimensional. Era obvio que Bloom estaba completamente seguro de sí, lo bastante seguro como para estar dispuesto a que la demostración se viera en todas las salas de estar del planeta. Telefoneé al profesor Priss para asegurarme de que también había sido invitado. Lo estaba.

— ¿Piensa asistir, señor? Hubo una pausa y la cara del profesor, en la pantalla, era todo un estudio de mala gana e indecisión.

— Una demostración de este tipo es de lo más inoportuna cuando está en cuestión un tema científico. No me gusta apoyar semejantes manifestaciones. Temí que no quisiera asistir, el dramatismo de la situación perdería mucho si él no se encontraba allí. Pero tampoco, a lo mejor, se atrevería a quedar como un gallina ante la opinión mundial. Con manifiesta repugnancia, dijo:

— Claro que Ed Bloom no es realmente un científico y debe disfrutar de su día de gloria. Estaré.

— ¿Cree que Mr. Bloom puede producir gravedad cero, señor?

— Hmmm… Mr. Bloom me ha enviado una copia del diseño del dispositivo, y… no estoy del todo seguro. Quizá pueda hacerlo, si…, bueno, si dice que puede. Naturalmente… calló un buen rato- …creo que me gustaría verlo. Y yo también, y muchos otros también. La organización fue impecable. Toda una planta del edificio principal de «Bloom Enterprises», el de la colina, había sido vaciado. Había los cócteles prometidos y un espléndido surtido de tapas, música y luces suaves, y un bien vestido y absolutamente jovial Ed Bloom, representando al perfecto anfitrión, mientras cierto número de correctos y discretos sirvientes traían y llevaban cosas. Todo era genialidad y asombrosa confianza. James Priss se retrasaba y vi a Bloom observando a la gente y empezando a ponerse un tanto nervioso. Entonces llegó Priss, arrastrando tras él una masa gris, gente, diría yo, de medias tintas a las que no afecta el ruido y el esplendor (ninguna otra palabra podría describirla…, ¿o tal vez fueran los dos martinis secos que yo llevaba dentro?) que llenaba la estancia. Bloom le vio y su rostro se iluminó al instante. Se precipitó, agarró la mano del hombre, y lo arrastró hacia el bar.

— ¡Jim! ¡Encantado de verte! ¿Qué vas a tomar? ¡Demonio, hombre, lo habría cancelado si no hubieras aparecido! No puedo presentar esto sin la estrella, ¿sabes? ­Estrechó la mano de Priss-. Es tu teoría, ya sabes. Nosotros, pobres mortales, no podemos hacer nada sin que unos pocos, vosotros, los malditos pocos nos tracen el camino. Se mostraba exultante, dándole jabón porque ahora podía permitírselo; estaba cebando a Priss para la matanza. Priss rechazó la copa, barbotando entre dientes, pero se encontró con la copa entre los dedos, y Bloom alzó su voz como un rugido:

— ¡Caballeros! Por favor, un momento de silencio. El profesor Priss, la mente más grande después de Einstein, dos veces premio Nobel, padre de la teoría de doble campo e inspirador de la demostración que están a punto de presenciar…, aunque él creía que no iba a funcionar y tuvo la valentía de decirlo públicamente. Se notó un claro rumor de risas contenidas que inmediatamente cesó y la expresión de Priss se hizo tan sombría como su cara pudo conseguir.

— Pero ahora el profesor Priss está con nosotros -siguió diciendo Bloom-, y como ya hemos brindado, vamos a empezar. Síganme, caballeros. La demostración tuvo lugar en un local mucho más complicado que el anterior. Esta vez se realizaba en la última planta del edificio. Estaban dispuestos diversos imanes, más pequeños, vive Dios, pero por lo que pude vislumbrar, el mismo M-E Balance estaba en su sitio. Una cosa, no obstante, era nueva, y desconcertó a todo el mundo, atrayendo la atención más que ninguna otra cosa de la habitación. Se trataba de una mesa de billar situada bajo un polo del imán. Debajo de ella estaba el otro polo. En el mismo centro de la mesa se había abierto un agujero redondo, de unos treinta centímetros de diámetro, y era evidente que el campo de gravedad 0, si iba a conseguirse, se produciría a través de aquel agujero del centro de la mesa de billar. Era como si toda la demostración hubiera sido diseñada al estilo surrealista, para realzar la victoria de Bloom sobre Priss. Ésta iba a ser otra versión de sus eternas competiciones de billar, y Bloom iba a ser el ganador. Ignoro si los demás periodistas lo veían así, pero creo que Priss sí. Me volví a mirarle y vi que todavía sostenía la copa que le habían puesto en la mano. Rara vez bebía, lo sé, pero ahora se llevó la copa a los labios y la vació de dos tragos. Se quedó mirando la mesa de billar y yo no necesité ser un superdotado para darme cuenta de que lo tomaba como un deliberado chasquido de dedos bajo las narices. Bloom nos condujo a los veinte asientos que rodeaban tres lados de la mesa, dejando el cuarto libre como zona de trabajo. Priss fue cuidadosamente acompañado al asiento desde el cual la vista era más conveniente. Priss echó una ojeada a las cámaras tridimensionales, que estaban ya funcionando. Me pregunté si estaba pensando en irse, pero decidió quedarse porque no podía irse ante los ojos del mundo. La demostración era simple; lo que contaba era la producción. Había diales visibles que medían el gasto de energía. Había otros que transferían las lecturas del M-E Balance a una posición y tamaño que las hacía visibles para todos. Todo estaba preparado para una fácil visión tridimensional. Bloom iba explicando cada paso con tono solemne, hacía una o dos pausas, se volvía a Priss en espera de la confirmación, pero no lo hacía con excesiva frecuencia para que no pareciera que iba por él, pero Priss reflejaba el tormento que le embargaba. Desde donde estaba sentado podía mirar a través de la mesa y ver claramente a Priss. Su aspecto era el de un hombre en el infierno. Como sabemos todos, Bloom tuvo éxito. La M-E Balance registró que la intensidad gravitatoria disminuía con regularidad al intensificarse el campo electromagnético. Hubo aplausos cuando llegó por debajo de la marca 0,52 g. Una línea roja lo señalaba en el dial.

— La marca 0,52 g, como saben -explicó Bloom, seguro-, representa el récord anterior, bajo en intensidad gravitatoria. Ahora estamos por debajo a un coste, en electricidad, que es inferior a un diez por ciento de lo que costaba cuando se alcanzó la marca. Y seguiremos bajando. Bloom, creo que deliberadamente, por mor del suspense, retrasó la caída final, dejando que las cámaras tridimensionales fueran y vinieran entre el hueco de la mesa de billar y el dial en el que iba disminuyendo la lectura del M-E Balance.

— Caballeros -dijo de pronto Bloom-, a un lado de cada uno de sus asientos encontrarán unas gafas oscuras. Por favor, pónganselas ya. El campo de gravedad cero no tardará en establecerse y radiará una luz rica en rayos ultravioleta. Él también se puso las gafas y se notó un momentáneo rumor al hacerlo los demás. Creo que nadie respiraba durante el último minuto, cuando la lectura del dial cayó a cero y se mantuvo. Y justo en ese momento en que ocurrió, un cilindro de luz saltó de polo a polo a través del agujero de la mesa de billar. Se oyeron veinte suspiros cuando ocurrió. Alguien gritó:

— Mr. Bloom, ¿cuál es el motivo de esta luz?

— Es característica del campo de gravedad cero -contestó Bloom, aunque no era ninguna respuesta. Los reporteros se pusieron de pie, agrupados junto al borde de la mesa. Bloom les indicó que se retiraran.

— ¡Por favor, caballeros, apártense! Sólo Priss permanecía sentado. Parecía sumido en sus pensamientos y desde entonces tuve la seguridad de que eran las gafas las que oscurecían el posible significado de todo lo que siguió. No veía sus ojos, no podía. Y esto significaba que ni yo ni nadie más pudo siquiera empezar a imaginar lo que estaba ocurriendo tras aquellos ojos. Bueno, tal vez tampoco hubiéramos podido imaginarlo si no hubiera llevado las gafas. ¿Quién puede decirlo? Bloom alzaba de nuevo la voz:

— ¡Por favor! La demostración no ha terminado aún. Hasta ahora sólo hemos repetido lo que había hecho antes. He producido ahora un campo de gravedad cero y he demostrado que puede hacerse prácticamente. Pero quiero demostrarles algo de lo que este campo puede hacer. Lo que vamos a ver a continuación será algo nunca visto ni siquiera por mí. No he experimentado en este sentido, por más que me hubiera gustado, porque he comprendido que el profesor Priss merece el honor de… Priss, sobresaltado, levantó la cabeza:

— ¿Qué…? ¿Qué?

— Profesor Priss -dijo sonriente Bloom-, me gustaría que fuera usted el primero en llevar a cabo el experimento de la interacción de un objeto sólido con un campo de gravedad cero. Fíjese que el campo se ha formado en el centro de una mesa de billar. Todo el mundo conoce su fenomenal habilidad en el billar, profesor, un talento sólo inferior a su asombrosa capacidad para la física teórica. ¿Querrá usted enviar una bola de billar hacia el volumen de gravedad cero? Entusiasmado, entregó una bola y un taco al profesor. Priss, con los ojos escondidos tras las gafas, se los quedó mirando, y muy despacio, muy indeciso, alargó las manos para cogerlos. Me pregunto lo que reflejaban sus ojos. También me pregunto hasta qué punto la decisión de hacer que Priss jugara al billar para la demostración, fue debida al enfado de Bloom por el comentario de Priss sobre sus partidas periódicas, el comentario que ya había mencionado. ¿Fui yo a mi manera, el responsable de lo que siguió?

— Venga, levántese, profesor -dijo Bloom-, y cédame su asiento. De ahora en adelante, usted es el protagonista. ¡Adelante! Bloom se sentó y siguió hablando en un tono de voz que, por momentos, se volvía más sonora.

— Una vez el profesor Priss mande la bola al volumen de gravedad cero, no le afectará el campo de gravedad de la Tierra. Permanecerá inmóvil, mientras la Tierra gira sobre su eje y viaja alrededor del Sol. En esta latitud y a esta hora del día, he calculado que la Tierra en su movimiento se inclinará hacia abajo. Nos moveremos con ella y la bola seguirá inmóvil. A nosotros nos parecerá que se eleva y se aleja de la superficie de la Tierra. Miren. Priss parecía estar delante de la mesa, helado, paralizado. ¿Le sorprendía? ¿Estaba asombrado? No lo sé. Nunca lo sabré. ¿Hizo acaso un gesto para interrumpir el discurso de Bloom, o sufría solamente de una angustiosa desgana de representar el papel ignominioso al que se veía forzado por su adversario? Priss se volvió a la mesa de billar, primero la miró y luego miró a Bloom. Cada reportero estaba en pie, tan cerca de él como era posible a fin de poder ver bien. Solamente Bloom seguía sentado, sonriente y aislado. Él, naturalmente, no miraba la mesa, ni la bola, ni el campo de gravedad cero. Por lo que las gafas oscuras me permitían ver, estaba mirando a Priss. Tal vez pensaba que no había otra salida. O quizá… Con una tacada segura puso en movimiento la bola. Iba despacio, todos los ojos la siguieron. Golpeó un lado de la mesa y rebotó. Se movía aún más despacio como si el propio Priss fuera aumentando el suspense y dando más dramatismo al triunfo de Bloom. Yo tenía una vista perfecta porque me encontraba del lado de la mesa opuesto a Priss. Podía ver la bola moviéndose hacia el resplandor del campo de gravedad cero, más allá veía parte del cuerpo de Bloom, la que no quedaba oculta por el resplandor. La bola se acercaba al volumen de gravedad cero, pareció detenerse al borde y desapareció con un destello, con el ruido de un trueno y un súbito olor a ropa quemada. Gritamos. Todos gritamos. He vuelto a ver la escena en televisión…, junto con el resto del mundo. Puedo verme en la película durante los quince segundos de confusión, pero realmente no me reconozco. ¡Quince segundos! Y entonces descubrimos a Bloom. Seguía sentado en su butaca, con los brazos cruzados, pero había un agujero del tamaño de una bola de billar a través del antebrazo, del pecho y de la espalda. Gran parte de su corazón, como se descubrió luego en la autopsia, había sido limpiamente recortada. Desconectaron el dispositivo. Llamaron a la Policía. Se llevaron a Priss, que se encontraba completamente derrumbado. Yo no estaba mucho mejor, a decir verdad, y si algún reportero presente en la escena trató de decir que había contemplado fríamente la escena, es un redomado embustero.

Transcurrieron unos meses antes de que volviera a ver a Priss. Había adelgazado, pero tenía buen aspecto. En realidad, había color en sus mejillas y un aire decidido en toda su persona. Iba mucho mejor vestido de lo que yo le recordaba. Me dijo:

– Ahora sé lo que ocurrió. Si hubiera tenido tiempo para pensar, lo habría sabido en seguida. Pero yo pienso despacio y el pobre Ed Bloom estaba tan empeñado en dar una gran representación, y hacerlo tan bien, que me arrastró consigo. Naturalmente, he estado esforzándome por compensar el daño que causé sin proponérmelo.

– Pero no puede resucitar a Bloom -dije serenamente.

– No, no puedo -repitió con la misma serenidad-. Pero hay que pensar en las «Bloom Enterprises» también. Lo que ocurrió en aquella demostración, a la vista de todo el mundo, fue el peor anuncio posible de la gravedad cero, y es importante que la cosa quede clara. Es por lo que he pedido verle a usted.

– ¿Sí?

– Si yo hubiera sido un pensador rápido, me habría dado cuenta de que Ed decía una tontería al asegurar que la bola de billar se elevaría en el campo de gravedad cero. ¡No podía ser así! Si Bloom no se hubiera burlado tanto de la teoría, si no hubiera estado tan empeñado en sentirse orgulloso de su propia ignorancia de la teoría, lo hubiera sabido. »El movimiento de la Tierra no es el único movimiento que nos afecta, joven. El propio Sol se mueve en una vasta órbita cerca del corazón de la galaxia de la Vía Láctea. Y la galaxia también se mueve, aunque no de un modo claramente definido. Si la bola de billar estuviera sujeta a la gravedad cero, podría pensarse que no la afectaría ninguno de esos movimientos y, por tanto, no caería de pronto en un estado de absoluta inmovilidad…, cuando no existe la absoluta inmovilidad. Priss meneó lentamente la cabeza.

– El problema con Ed, a mi entender, fue que estaba pensando en el tipo de gravedad cero con que uno se encuentra en la caída libre de una nave espacial, cuando se flota en el aire. Contaba con que la bola flotara en el aire. Sin embargo, en una nave espacial la gravedad cero no es el resultado de una ausencia de gravitación, sino simplemente el resultado de que dos objetos, una nave y un hombre dentro de la nave, van cayendo a la misma velocidad, respondiendo a la gravedad precisamente del mismo modo, de forma que cada uno está inmóvil respecto del otro. »En el campo de gravedad cero producido por Ed, hubo un aplanamiento de la sábana de goma que es el Universo, lo que significa una verdadera pérdida de masa. Todo en aquel campo, incluso las moléculas de aire retenidas en él y la bola de billar que yo metí dentro, dejaron completamente de ser masa mientras permanecieron dentro. Un objeto absolutamente sin masa sólo puede moverse en una dirección. Calló, como invitando a que le preguntara; así que dije:

– ¿Y cuál sería ese movimiento?

– Un movimiento a la velocidad de la luz. Cualquier objeto sin masa, como un neutrón o un fotón, viaja a la velocidad de la luz mientras exista. De hecho, la luz se mueve a esa velocidad porque está compuesta de fotones. Tan pronto como la bola de billar entró en el campo de gravedad cero y perdió su masa, asumió también al instante la velocidad de la luz y desapareció. Sacudí la cabeza.

— Pero, ¿no recuperó su masa tan pronto como dejó el volumen de gravedad cero?

— Claro que si, e inmediatamente empezó a afectarla el campo gravitatorio y a perder velocidad en respuesta a la fricción del aire y de la superficie de la mesa de billar. Pero imagine cuánta fricción se necesita para reducir la velocidad de la masa de una bola de billar viajando a la velocidad de la luz. Pasaría a través de casi doscientos kilómetros de espesor de nuestra atmósfera en una milésima de segundo, al hacerlo unos pocos kilómetros fuera de los 298,051 de ellos. En su trayectoria, chamuscó la parte alta de la mesa de billar, pasó limpiamente a través del borde, atravesó al pobre Ed y a la ventana, agujereándolo fácilmente porque antes había pasado a través de porciones de algo tan quebradizo como el cristal sin hacerlo añicos. »Fue extraordinariamente afortunado que nos encontráramos en el último piso de un edificio levantado en mitad del campo. De haber estado en la ciudad pudo haber atravesado varios edificios y matado a varias personas. En este momento la bola de billar está en el espacio, más allá del sistema solar, y continuará viajando así eternamente, a casi la velocidad de la luz, hasta que tope con algo suficientemente grande que la detenga. Pero dejará allí un gran cráter. Jugué con la idea, pero no estaba seguro de que me gustara:

— ¿Cómo puede ser? -pregunté-. La bola de billar entró en el volumen de gravedad cero casi parada. La vi. Y usted dice que salió cargada de una cantidad increíble de energía cinética. ¿De dónde procedía esa energía? Priss se encogió de hombros.

— De ninguna parte. La ley de la conservación de la energía sólo se mantiene en condiciones en las que la relatividad general es válida; es decir, en un universo de plancha de goma abollada. Siempre que la depresión queda alisada, la relatividad general deja de existir, y la energía puede crearse y destruirse libremente. Esto explica la radiación a lo largo de la superficie cilíndrica del volumen de gravedad cero. Esta radiación, ¿se acuerda?, no fue explicada por Bloom y me temo que no podía explicarla. Si primero hubiera experimentado más, si no hubiera sido tan tontamente ansioso de montar su espectáculo…

— ¿Qué produjo la radiación, señor?

— Las moléculas del aire dentro del volumen. Cada una de ellas asume la velocidad de la luz y salen disparadas hacia fuera. Son solamente moléculas, no bolas de billar, así que se detienen, pero la energía motriz de su movimiento se convierte en radiación energética. Es continua, porque nuevas moléculas van entrando y adquiriendo la velocidad de la luz y saltando fuera.

— Entonces, ¿la energía se crea continuamente?

— En efecto. Y esto es lo que debemos aclarar al público. La antigravedad no es primariamente un dispositivo para elevar naves espaciales o para revolucionar el movimiento mecánico. Es más bien la fuente de una provisión infinita de energía gratuita, pues parte de la energía producida puede ser dirigida a mantener el campo que mantiene lisa aquella porción del Universo. Lo que Ed Bloom inventó, con éxito, sin saberlo, no era sólo la antigravedad, sino la primera máquina de movimiento perpetuo de primera clase…, que crea energía de la nada.

— Cualquiera de nosotros pudo haber sido destruido por aquella bola de billar, ¿verdad, profesor? Pudo haber salido en cualquier dirección.

— Bueno, fotones sin masa emergen continuamente de cualquier fuente de luz, y a la velocidad de la luz, en cualquier dirección; por eso la luz de una vela ilumina en todas direcciones. Las moléculas sin masa del aire salen del volumen de gravedad cero en todas direcciones, por lo que todo el cilindro irradia luz. Pero la bola de billar era solamente un objeto. Pudo haber salido en cualquier dirección, pero tenía que salir en una dirección elegida al azar, y la dirección elegida fue la que atravesó al Pobre Ed.

Y nada más. Todo el mundo conoce las consecuencias. La Humanidad dispone de energía libre y por ello tenemos el mundo que tenemos ahora. El profesor Priss fue el encargado de su desarrollo por el consejo de administración de «Bloom Enterprises», y con el tiempo se hizo tan rico y famoso como lo había sido Edward Bloom. Y Priss sigue teniendo, además, dos premios Nobel. Sólo que… No dejo de pensar. Los fotones salen de un punto de luz en todas direcciones porque se crean sobre la marcha y no hay razón para que se muevan en una dirección más que otra. Las moléculas del aire salen de un campo de gravedad cero en todas direcciones porque también entran en todas direcciones. Pero, ¿qué hay de una sola bola de billar, entrando en un campo de gravedad cero, desde un punto determinado? ¿Sale en aquella misma dirección, o en otra cualquiera? He preguntado discretamente, pero los físicos teóricos no parecen estar seguros, y no he podido encontrar datos de que la «Bloom Enterprises~, que es la única organización que trabaja con campos de gravedad cero, haya experimentado jamás en la materia. Alguien de la organización me dijo una vez que el principio de incertidumbre garantiza la salida al azar de un objeto entrado en cualquier dirección. Entonces, ¿por qué no intentan el experimento? Podría ser que… ¿Podría ser que, por una vez, la mente de Priss hubiera trabajado de prisa? ¿Podía ser que, bajo la presión a que Bloom le estaba sometiendo, Priss se hubiera dado cuenta de todo, súbitamente? Había estado estudiando la radiación que rodea el volumen de gravedad cero. Podía haberse dado cuenta de su causa y tener la seguridad de la moción a la velocidad de la luz de cualquier cosa que penetrara en el volumen. Entonces, ¿por qué no había dicho nada? Una cosa es cierta. Nada de lo que Priss hiciera en la mesa de billar podía ser accidental. Era un experto y la bola de billar hizo exactamente lo que él quiso que hiciera. Yo estaba allí. Le vi mirar a Bloom, luego a la mesa como si calculara ángulos. Le vi golpear la bola. La vi cómo rebotaba del lado de la mesa y entraba en el volumen de gravedad cero, yendo en una dirección determinada. Porque cuando Priss mandó la bola hacia el volumen de gravedad cero, y las películas tridimensionales no me dejarán mentir, apuntaba ya directamente al corazón de Bloom. ¿Accidente? ¿Coincidencia? ¿Asesinato?

Isaac Asimov: EL chiquillo feo. Cuento

asimov (6)Edith Fellowes alisó su bata de trabajo como hacía siempre antes de abrir la puerta de complicada cerradura y cruzar la invisible línea divisoria entre el ser y no ser. Llevaba su bloc de notas y su pluma, aunque nunca apuntaba nada, salvo lo absolutamente necesario para un informe. Esta vez llevaba una maleta («Juegos para el niño», dijo sonriente al guardia…, que, desde hacía tiempo, no le interrogaba y que le indicó que siguiera adelante). Y, como siempre, el chiquillo feo sabía que había entrado y corrió hacia ella:

– Miss Fellowes…, Miss Fellowes… -gritaba a su modo, dulce y algo confuso.

– Timmie -le replicó, al tiempo que le pasaba la mano por el cabello alborotado de su malformada cabecita-. ¿Qué pasa?

– ¿Volverá Jerry a jugar conmigo? Siento lo que paso.

– No pienses en eso ahora, Timmie. ¿Es por eso por lo que has estado llorando? Desvió la mirada.

– No sólo por eso, Miss Fellowes. He vuelto a soñar.

– ¿El mismo sueño? -preguntó, apretando los labios. Claro, el asunto Jerry provocaba otra vez el sueño. Movió la cabeza. Sus enormes dientes aparecían cuando trataba de sonreír y los labios de su boca saliente se distendieron.

– ¿Cuándo seré grande para salir por ahí, Miss Fellowes?

– Pronto -le respondió con dulzura, sintiendo que se le partía el corazón-. Pronto. Miss Fellowes dejó que le cogiera la mano y disfrutó con el contacto tibio de la piel gruesa y seca de su manita. La llevó a través de las tres estancias que formaban el conjunto de la Sección Uno de «Stasis»…, una sección cómoda, sí, pero una cárcel perpetua para el chiquillo feo en los siete (¿eran siete?) años de su vida. La llevó a la única aventura que daba a un bosque bajo su mundo (ahora oscurecido por la noche) donde una valla y unas instrucciones pintadas no permitían a nadie entrar sin permiso. Apretó la nariz contra la ventana:

– ¿Allí fuera, Miss Fellowes?

– Hay mejores sitios, más bonitos -respondió con tristeza al mirar su pobrecito rostro, recortado de perfil sobre la ventana. La frente plana inclinada hacia atrás, el cabello cayéndole en largos mechones y la parte de atrás del cráneo abultada, hacían que la cabeza pareciera tan pesada que se le caía hacia delante, obligando a todo el cuerpo a doblarse. Los salientes pómulos tensaban la piel sobre sus ojos. Su boca saliente era más prominente que su nariz aplastada, y casi no tenía barbilla, sólo una mandíbula curvada hacia delante y atrás. Era bajito para su edad, con unas piernas cortas y combadas. Era un chiquillo muy, pero que muy feo, y Miss Fellowes le tenía un gran cariño. Su propia cara estaba fuera de su línea de visión, así que pudo permitirse el lujo de que le temblaran los labios.

No les dejaría que le mataran. Haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa. Abrió la maleta y empezó a sacar la ropa que contenía.

Edith Fellowes había cruzado el umbral de Stasis, hacía poco más de tres años. En aquel entonces no tenía la menor idea de lo que significa «Stasis» ni para qué servía el lugar. Nadie lo sabía, salvo los que trabajaban allí. Casualmente, fue al día siguiente de su llegada cuando la noticia se divulgó por el mundo entero. Fue sólo que se había pedido una mujer con experiencia en fisiología, en química clínica y amor por los niños. Edith Fellowes era una enfermera en una sala de maternidad y creía reunir estas condiciones. Gerald Hoskins, cuya placa en su mesa de despacho incluía un doctorado tras su nombre, se rascó la mejilla y se la quedó mirando fijamente. Miss Fellowes se irguió maquinalmente y sintió que se le contraía el rostro (con su nariz levemente asimétrica y sus cejas excesivamente pobladas). «Tampoco él era ninguna belleza -pensó resentida-. Es gordo y calvo y tiene la boca fea.» Pero el sueldo al que había hecho mención estaba muy por encima del que había creído, así que esperó.

– ¿Le gustan realmente los niños? -preguntó Hoskins.

– Si no me gustaran, no lo diría.

– ¿O sólo le gustan los niños guapos, los niños gorditos con boquitas de rosa y sonoros gorjeos? Miss Fellowes respondió:

– Los niños son niños, doctor Hoskins, y los que no son guapos son precisamente los que más ayuda necesitan.

– Entonces, suponga que la aceptamos…

– ¿Quiere decir eso que ya me ofrece el empleo? El hombre esbozó una sonrisa y por un instante su cara ancha reflejó un encanto inesperado. Le dijo:

– Mis decisiones son rápidas. Hasta aquí la oferta es tentadora, pero también puedo decidirme a rechazarla. ¿Está dispuesta a correr el riesgo? Miss Fellowes agarró con fuerza su bolso y calculó tan rápidamente como pudo, dejó de hacer cábalas y siguió su impulso:

– Está bien.

– Perfecto. Esta noche formamos el «Stasis» y creo que será mejor que esté aquí para entrar inmediatamente en funciones. Tendrá lugar a las ocho y le agradecería que estuviese aquí a las siete y media.

.           Pero, qué…

– Bien, bien. Basta por ahora. -Y, obedeciendo a una señal, apareció una sonriente secretaria para acompañarla. Miss Fellowes se quedó mirando la puerta cerrada del doctor Hoskins. ¿Qué era eso de «Stasis»? ¿Qué tenía que ver esta especie de granero…, con sus empleados uniformados; sus corredores provisionales y su aire inconfundible de fábrica con los niños? Se preguntó si debía volver a la caída de la tarde o alejarse y dar una lección a aquel hombre arrogante. Pero sabía que volvería aunque sólo fuera por pura frustración. Tenía que descubrir qué pintaban allí los niños.

Estuvo de vuelta a las siete y media y no tuvo que darse a conocer. Uno tras otro, hombres y mujeres, parecían conocerla y conocer su función. Se sintió como si patinara al ser empujada hacia delante.

El doctor Hoskins estaba allí, pero sólo la miró de refilón y murmuró:

— Miss Fellowes. Ni siquiera le sugirió que tomara asiento, pero ella encontró un banco junto a la barandilla y se sentó. Estaban en una especie de balcón, con vistas a un gran foso lleno de instrumentos que parecían paneles de control de una nave espacial o pantallas de un ordenador. A un lado había separaciones que formaban cabinas sin techo, como una casa de muñecas gigantescas con habitaciones que se veían desde arriba. Vio una cocina electrónica y un frigorífico en una de las habitaciones, y en otra una lavadora. Y si lo que veía sólo podía ser parte de una cama, también vio una cama pequeña en otra de las habitaciones.Hoskins hablaba con otro hombre. Éstos y ella eran los únicos ocupantes del balcón. Hoskins no se la presentó al otro hombre y Miss Fellowes le observaba disimuladamente. Era delgado y de aspecto agradable para un hombre de mediana edad. Tenía un gracioso bigotito y unos ojos vivaces que parecían estar en todas partes.

— No voy a pretender ni por un momento -decía- comprender todo esto, doctor Hoskins; quiero decir, que no puede esperarse que comprenda más que como lego, como lego razonablemente inteligente. Pero, hay una parte que comprendo menos que otra, es este asunto de la selectividad. Se puede llegar sólo hasta cierto punto, esto parece razonable, las cosas se hacen más confusas cuanto más lejos se va, y requieren más energía. Pero, entonces, sólo pueden llegar cerca hasta un punto. Eso es lo que me desconcierta.

— Si me permite una analogía, Deveney, puedo hacer que le parezca menos paradójico. (Miss Fellowes situó al hombre tan pronto oyó su nombre y, a su pesar, se sintió impresionada. Se trataba de Candide Deveney, el periodista científico de las «Telenoticias», notoriamente presente en la escena de cualquier noticia científica de importancia. Incluso reconoció su rostro por haberlo visto en la pantalla cuando el aterrizaje en Marte. Así que el doctor Hoskins debía tener aquí entre manos algo muy importante.)

— Desde luego, emplee la analogía si cree que puede ser útil -aceptó Deveney.

— De acuerdo. Usted no puede leer un libro de impresión normal si se lo mantienen a dos metros de sus ojos, pero podrá leerlo si lo tiene a treinta centímetros de distancia. Cuanto más cerca, mejor. Pero, si se lo pone a dos centímetros de los ojos, vuelve a estar perdido. Existe también el demasiado cerca, ¿comprende?

— Hmmm -murmuró Deveney.

— Pongamos otro ejemplo. Su hombro derecho está a unos setenta centímetros de la punta de su dedo índice derecho y podrá poner su índice derecho sobre su hombro derecho. Su codo derecho está a la mitad de distancia de la punta de su índice derecho; no obstante, no puede poner su indice derecho sobre su codo derecho, y lógicamente debería ser más fácil, pero no es así. Otra vez está demasiado cerca.

— ¿Puedo servirme de estas analogías en mi historia? -preguntó Deveney.

— Naturalmente. Encantado. Llevo esperando mucho tiempo para que alguien como usted escriba la historia. Le proporcionaré todo lo que necesite. Ya es hora de que el mundo mire por encima de nuestro hombro. Verán algo importante. (Miss Fellowes se encontró, pese a sí misma, admirando su tranquila seguridad. Había fuerza en ella.)

— ¿Hasta dónde llegará? -preguntó Deveney.

— Cuarenta mil años. Miss Fellowes respiró hondamente. ¿Años?

Se mascaba la tensión en el ambiente. El hombre de los controles apenas se movía. Un hombre ante un micrófono hablaba con voz monótona y suave, en frases cortas que no tenían sentido para Miss Fellowes. Deveney, inclinado sobre la barandilla y con la mirada fija, preguntó:

— ¿Veremos algo, doctor Hoskins?

— ¿Qué? No, nada hasta que termine el trabajo. Detectamos indirectamente algo sobre el principio del radar, sólo que utilizamos mesones en lugar de radiación. Los mesones son más lentos en las debidas condiciones. Algunos se reflejan y debemos analizar las reflexiones.

— Eso parece difícil. Hoskins sonrió de nuevo, brevemente, como de costumbre.

— Es el producto final de cincuenta años de investigación; cuarenta años llevaban antes de que yo entrara en el campo. Sí, es difícil. El hombre del micrófono levantó la mano. Hoskins dijo:

— Durante semanas, hemos tenido que escoger el momento determinado, cancelándolo, volviendo a fijarlo, después de calcular nuestros movimientos temporales; asegurándonos de que podríamos manejar el curso del tiempo con precisión suficiente. Eso debe hacerse ahora. Le brillaba la frente. Edith Fellowes se encontró fuera de su asiento y junto a la barandilla, pero no se veía nada. El hombre del micrófono dijo suavemente:

— Ahora. Se produjo un instante de silencio suficiente para exhalar el aliento y luego el grito de un niño aterrorizado desde las habitaciones de la casa de muñecas. ¡Terror! ¡Un terror penetrante! La cabeza de Miss Fellowes se volvió en la dirección del grito. Había un niño mezclado en todo esto. Se había olvidado. El puño de Hoskins golpeó la barandilla. Con voz tensa, estremecida y triunfal, exclamó:

— ¡Lo hicimos!

Miss Fellowes se vio como empujada por la corta escalera en espiral. Era la palma de la mano de Hoskins apoyada entre sus omoplatos. No le dijo ni una palabra. Los hombres de lOS controles se encontraban ahora de pie, sonriendo, fumando, contemplando a los tres que entraban en la planta principal. Les llegaba un zumbido tenue desde la dirección de la casa de muñecas. Hoskins dijo a Deveney:

— Entrar en «Stasis» es perfectamente seguro. Lo he hecho miles de veces. Se experimenta una rara sensación momentánea y no significa nada. Cruzó una puerta abierta, en muda demostración, y Deveney sonriendo, un poco tieso y respirando al parecer profundamente, le siguió. Hoskins llamó:

— ¡Miss Fellowes! ¡Por favor! -Y señaló con el indice, impaciente. Miss Fellowes asintió y entró, también algo envarada. Le parecía como si una pequeña oleada la recorriera por dentro, como un cosquilleo interior. Pero una vez dentro todo parecía normal. Había en la casa de muñecas un olor a bosque fresco y también a…, a tierra. No se oía nada, ni una voz. El ruido de unas pisadas secas, el roce como de una mano sobre madera, eso si. Luego, un gemido entrecortado.

— ¿Dónde está? -preguntó Miss Fellowes, angustiada. ¿Es que a aquellos imbéciles no les importaba?

El niño estaba en el dormitorio; por lo menos, en la habitación que tenía la cama. Yacía desnudo, con su pecho flaco y sucio agitándose convulsivamente. Una carretada de tierra y hierbas cubría el suelo a sus morenos pies descalzos. El olor a tierra y también a algo fétido procedía de allí. Hoskins siguió su mirada horrorizada y dijo disgustado:

— No se puede arrancar a un niño limpiamente fuera del tiempo, Miss Fellowes. Tuvimos que traer también algo de lo que le rodeaba para mayor seguridad. ¿O hubiera preferido que llegara aquí sin una pierna o con sólo media cabeza?

— ¡Por favor! -exclamó Miss Fellowes, profundamente asqueada-. ¿Es que nos vamos a quedar aquí sin hacer nada? La pobre criatura estás asustada. Y está sucio. Tenía toda la razón. Estaba manchado de grasa y suciedad incrustadas, tenía un arañazo en el muslo que parecía reciente, por lo enrojecido. Al acercársele Hoskins, el chiquillo, que no parecía contar más de tres años, se agachó y retrocedió con pasmosa rapidez. Levantó el labio superior y emitió un sonido parecido al de un gato furioso. Con un gesto rápido, Hoskins le sujetó los brazos y lo levantó del suelo chillando y retorciéndose. Miss Fellowes dijo:

— Sujételo ahora. Primero necesita un baño caliente; hay que limpiarlo antes que nada. ¿Tiene usted lo necesario? Si no, yo he traído algo, pero voy a necesitar ayuda para manejarlo. Después también, por el amor de Dios, haga que recojan toda esta porquería. Ahora estaba dando órdenes y se sentía perfectamente justificada. Y porque era una enfermera eficiente, más que una espectadora confusa, miró al niño con ojos clínicos… Por un instante fugaz titubeó, estupefacta. Vio más allá de la suciedad y los gritos, más allá de las piernas y los brazos en movimiento, más allá del retorcerse inútilmente. Vio al niño. Era el chiquillo más feo que jamás había visto. Era espantosamente feo, desde la cabeza deforme a las piernas arqueadas. Consiguió limpiarlo ayudada por tres hombres y con otros a su alrededor esforzándose por asear la habitación. Trabajaba en silencio con la expresión ofendida, molesta por el continuo debatirse y los chillidos del niño y por la vergonzosa mojadura con agua jabonosa a la que se veía sometida. El doctor Hoskins había insinuado que el niño no era guapo, pero aquello no estaba muy lejos de ser repulsivamente deforme. Y había tal hedor en el chiquillo, que el agua y el jabón sólo lo aliviaban ligeramente. Tuvo la fuerte tentación de echar al niño, enjabonado como estaba, en brazos de Hoskins y marcharse, pero estaba su orgullo profesional en juego. Después de todo, había aceptado el encargo. Y vería la mirada en sus ojos. Una mirada glacial que significaría: ¿Sólo niños guapos, Miss Fellowes? Estaba algo alejado de ellos, mirando friamente; al interceptar ella su mirada, sonrió como si le divirtiera su expresión ultrajada. Decidió que esperaría un poco más antes de despedirse. Hacerlo ahora sería vergonzoso. Después, cuando el niño estuvo tolerablemente sonrosado y oliendo a jabón perfumado, se sintió mejor. Sus chillidos eran ahora lloriqueos de agotamiento mientras les observaba asustado, con los ojos aterrorizados y suspicaces, yendo de uno a otro de los presentes. Su limpieza acentuaba su delgada desnudez y temblaba de frío después del baño. Miss Fellowes ordenó secamente:

— ¡Tráiganme un camisón para el niño! Al instante apareció un camisón. Era como si todo estuviera preparado pero nada dispuesto, a menos que ella lo ordenara; como si deliberadamente se lo dejaran a su cargo sin ayudarla, para probarla. El periodista Deveney se le acercó para decirle:

— Se lo aguantaré, señorita. Usted sola no podría.

— Gracias -respondió Miss Fellowes. Y fue una verdadera batalla, pero al fin le pusieron el camisón. Cuando el niño hizo el gesto de arrancárselo, le dio un cachete en la mano. El chiquillo enrojeció, pero no lloró. Se la quedó mirando y los dedos extendidos de una mano se movieron despacio sobre la superficie de franela del camisón, palpando su rareza. Miss Fellowes pensó desesperadamente: «Y ahora, ¿qué?» Todo el mundo había dejado de moverse, esperando lo que ella…, o lo que el chiquillo hiciera. Miss Fellowes preguntó de pronto:

— ¿Han pensado en la comida? ¿Leche? Lo habían pensado. Trajeron una unidad móvil, con su compartimiento de refrigeración con tres cuartos de leche, y la de calentamiento, y además un surtido de reconstituyentes en forma de vitaminas en gotas y jarabe de cobre-cobalto-hierro y otras que no tenía tiempo de estudiar. También había varios botes de alimentos para niños que se autocalentaban. Para empezar, sólo utilizó la leche. El microondas calentó la leche a la temperatura necesaria en cuestión de segundos y se apagó, vertió un poco de leche en un plato y, como sabía que el niño era salvaje y no sabría manejar la taza, movió la cabeza y dijo al niño:

— Bebe. Bebe. -Miss Fellowes hizo un gesto como si se llevara la leche a la boca. Los ojos del niño la siguieron, pero no hizo el menor movimiento. De pronto la enfermera recurrió a medidas más directas. Cogió el brazo del niño y le mojó la mano en la leche. Se la pasó por los labios, de modo que le resbaló por las mejillas y por su huidiza barbilla. Hubo un momento en que el niño lanzó un grito estridente y se pasó la lengua por los labios. Miss Fellowes dio un paso atrás. El niño se acercó al plato, se inclinó hacia él, miró hacia arriba, miró atrás como si esperara a un enemigo agazapado, volvió a inclinarse y sorbió apresuradamente la leche, como un gato. Hacia un curioso ruido. No utilizó las manos para levantar el plato. Miss Fellowes no pudo evitar que la repugnancia que sentía se reflejara en su cara. Tal vez Deveney lo captó, porque dijo:

— ¿Lo sabe la enfermera, doctor Hoskins?

— ¿Saber qué? -preguntó Miss Fellowes. Deveney titubeó, pero Hoskins (otra vez aquella expresión divertida en su rostro) dijo:

— Venga, dígaselo. Deveney se dirigió a Miss Fellowes:

— Puede que no lo sospeche siquiera, señorita, pero es usted la primera mujer civilizada de la Historia que se ocupa de un niño de Neanderthal. Se volvió a Hoskins furiosa, pero controlándose:

— Podía habérmelo dicho, doctor.

— ¿Para qué? ¿Qué diferencia hay?

— Usted dijo un niño.

— ¿Y no es un niño? ¿Ha tenido usted alguna vez un cachorro de perro o un gatito, Miss Fellowes? ¿Se parecen más a los humanos? Si se tratara de un bebé chimpancé, ¿ entiría repulsión? Su informe dice que ha estado tres años en una sala de maternidad. ¿Se ha negado alguna vez a atender a un niño deforme? Miss Fellowes sintió que se le escapaba el caso de las manos. Con mucha menos decisión, dijo:

— Podía habérmelo dicho.

— ¿Y hubiera rechazado el trabajo? Bien, ¿lo rechaza ahora? Y la miró friamente, mientras Deveney observaba desde la otra punta de la habitación, y el pequeño neanderthal, que había terminado la leche y lamía el plato, la miraba con el rostro húmedo y los ojos abiertos y anhelantes. El niño señaló la leche y, de pronto, soltó una serie de sonidos cortos y repetidos, sonidos guturales y complicados chasquidos con la lengua. Miss Fellowes exclamó, sorprendida:

— ¡Pero, si habla!

— Naturalmente -respondió Hoskins-, el Homo neanderthalensis no es una especie diferente, sino más bien una subespecie del Homo sapiens. ¿Por qué no iba a hablar? Probablemente, le pide más leche. Automáticamente, Miss Fellowes alcanzó la botella de leche, pero Hoskins le agarró la muñeca:

— Bien, Miss Fellowes, antes de que sigamos adelante, ¿se queda usted al cuidado del chiquillo? Mis Fellowes se desprendió, molesta:

— ¿No le darán de comer si no me quedo? Me quedaré con él durante un tiempo. Sirvió la leche. Hoskins continuó:

— Vamos a dejarla con el niño, Miss Fellowes. Ésta es la única puerta de entrada en «Stasis» Número Uno. Su cerradura es complicada y está cerrada. Quiero que aprenda los detalles de la cerradura que, naturalmente, obedecerá a sus huellas dactilares, como ya lo hace a las mías. El espacio de arriba -y miró a los techos descubiertos de la casa de muñecas- está guardado y se les advertirá si algo raro ocurre aquí dentro. Miss Fellowes protestó, indignada:

— ¿Quiere decir que estaré sometida a vigilancia? Y pensó de pronto en cuando ella observó los interiores de las estancias desde el balcón.

— No, no. Su intimidad será absolutamente respetada -dijo Hoskins seriamente-. La vigilancia consistirá en símbolos electrónicos que sólo manejará un ordenador. Miss Fellowes, quédese usted con él esta noche y todas las noches hasta nueva orden. La relevarán durante el día, según el plan que usted misma establezca. La autorizamos a que lo organice a su conveniencia. Miss Fellowes miró a la casa de muñecas con expresión desconcertada.

— Pero, ¿por qué todo esto, doctor Hoskins? ¿Es peligroso el niño?

— Es cuestión energética, Miss Fellowes. Nunca se le permitirá abandonar estas habitaciones. Nunca. Ni por un instante. Ni por ninguna razón. Ni para salvar su vida. Ni siquiera para salvar la suya, Miss Fellowes, ¿está claro? Miss Fellowes levantó la barbilla:

— Sé lo que son órdenes, doctor Hoskins, y en mi profesión estamos acostumbrados a poner el deber por encima de la propia salvaguardia.

— Bien. Si necesita a alguien, puede avisar. -Y los dos hombres salieron.

Miss Fellowes se volvió al chiquillo. La estaba observando y aún quedaba leche en el plato. Laboriosamente, intentó enseñarle cómo levantar el plato y llevárselo a los labios.

Se resistió, pero la dejó tocarle sin gritar. Sus ojos asustados siempre estaban puestos en ella, mirándola, observando cualquier movimiento falso. Se encontró tranquilizándole, tratando de llevar su mano muy despacio hacia su cabello, dejándole que no la perdiera de vista en ningún momento, que se diera cuenta de que no le haría ningún daño. Y por un instante consiguió acariciar su pelo. Le dijo:

– Voy a tener que enseñarte a utilizar el cuarto de baño. ¿Crees que podrás aprender? Le hablaba despacio, afectuosamente, sabiendo que no comprendía las palabras, pero confiando en que respondería a la calma del tono empleado. El niño volvió a chasquear de nuevo otra frase. Ella le preguntó:

– ¿Puedo cogerte la mano? Y tendió la suya, que el niño se quedó mirando. La mantuvo alargada y esperó. La mano del niño se acercó despacio a la suya.

– Muy bien -le dijo. Acercó la manita a unos centímetros de la suya y de pronto no tuvo valor suficiente y la retiró.

– Bueno -comentó Miss Fellowes, con calma-, volveremos a intentarlo más tarde. ¿Te gustaría sentarte aquí?

– Y con la mano indicó el colchón de la cama. Las horas transcurrían lentas, el progreso era insignificante, no lograba ningún adelanto con el cuarto de baño ni con la cama. En realidad, después de dar muestras inequívocas de sueño, el niño se tendió en el suelo y, con un movimiento rápido, rodó bajo la cama. Se inclinó para mirarle, vio resplandecer sus ojos y le brotó una serie de chasquidos con la lengua.

.           Está bien, si te encuentras mejor ahí debajo, quédate a dormir ahí. Cerró la puerta de la alcoba y se retiró al diván que habían instalado para ella en la habitación grande. Ante su insistencia, habían tendido una especie de dosel por encima. Pensó: «Esos estúpidos tendrán que colocar un espejo en la habitación, una cómoda grande y un lavabo separado, si esperan que pase las noches aquí».

Era difícil dormir. Se encontró esforzándose por escuchar cualquier ruido en la habitación de al lado. Conque no podía salir, ¿eh? Los tabiques eran lisos y altísimos, pero supongan que el niño supiera trepar como un mono. Bueno, Hoskins aseguró que había dispositivos de observación, vigilando en el techo. Y de pronto se le ocurrió pensar: «¿Puede ser peligroso, físicamente peligroso?» Seguro que Hoskins no quiso decir eso. Seguro que no la habría dejado sola si… Intentó reírse de si misma. Era un niño de tres o cuatro años solamente. Pero, no había conseguido cortarle las uñas. Si la atacaba con uñas y dientes mientras dormía… Se le aceleró la respiración. Era ridículo, sí, no obstante… Escuchó con dolorosa atención y esta vez oyó algo. El niño estaba llorando. No gritaba, presa de miedo o de terror, no chillaba. Lloraba dulcemente; el llanto era la expresión del dolor angustiado de un niño desesperado y solitario. Por primera vez Miss Fellowes pensó, con el corazón encogido: «¡Pobre chiquillo!» Claro, era un niño, ¿qué importaba la forma de su cabeza? Era un niño al que habían dejado huérfano, como a ningún otro niño le había pasado antes de él. No solamente habían desaparecido su padre y su madre, sino toda su especie. Arrancado violentamente de su tiempo, era la única criatura de su especie sobre la Tierra. El último. El único.

Fellowes sintió que aumentaba su compasión por él y que se avergonzaba de su propia insensibilidad. Ciñéndose cuidadosamente el camisón sobre sus piernas (incongruentemente pensó: «Mañana tendré que traerme una bata»), saltó de su cama y entró en la alcoba del niño.

– ¡Pequeño! -llamó en un susurro-. ¡Pequeño! Estaba a punto de buscar debajo de la cama, cuando pensó en un posible mordisco, y no lo hizo. En cambio, encendió la luz y corrió la cama. El pobrecillo estaba acurrucado en el rincón, con las rodillas apretadas contra la barbilla, mirándola con ojos empañados y aprensivos. En aquella penumbra no veía lo repulsivo que era.

– ¡Pobrecillo niño! ¡Pobrecillo niño! -Le notó tenso cuando le acarició el cabello, luego se relajó-. Pobrecillo mío, ¿puedo cogerte? Se sentó en el suelo a su lado y lenta, rítmicamente, le acarició la cabeza, la mejilla, el brazo. Dulcemente empezó a cantarle una canción lenta y suave. Al oírla, levantó la cabeza, contemplando su boca en la penumbra, como asombrado del sonido. Mientras la escuchaba, se fue acercando a ella. Poco a poco fue presionando la cabeza hasta que la apoyó en su hombro. Pasó el brazo por debajo de sus piernas y, con un movimiento lento y tierno, lo sentó sobre su regazo. Continuó cantando la misma simple estrofa una y otra vez, mientras le mecía de atrás adelante, de atrás adelante. Dejó de llorar y al momento el tenue sonido de su respiración le indicó que estaba dormido. Con infinito cuidado empujó la camita contra la pared y lo acostó, le cubrió y se lo quedó mirando. En el sueño su carita era plácida y de niño pequeño. Ya no importaba demasiado que fuera tan feo. De verdad.

Se dispuso a salir de puntillas, luego pensó: «¿Y si despierta?» Volvió, luchó indecisa consigo misma, suspiró y se acostó en la camita junto al niño. Era demasiado pequeña para ella. Estaba encogida, e incómoda por no tener techo, pero la mano del niño se agarró a la suya y, sin saber cómo, se quedó dormida en aquella posición.

Despertó sobresaltada y con un loco impulso de gritar. Consiguió evitarlo, y pareció atragantarse. El niño la estaba mirando con los ojos muy abiertos. Tardó un buen rato en recordar que se había acostado con él y, muy despacio, sin apartar los ojos de los suyos, estiró cuidadosamente una pierna hasta tocar el suelo, y luego la otra. Echó una mirada rápida y aprensiva hacia el techo descubierto y se preparó para desprenderse rápidamente de él. Pero, en aquel momento, el niño alargó los dedos y le tocó los labios. Dijo algo. Se estremeció al contacto. A la luz del día era terriblemente feo. El niño volvió a hablar. Abrió la boca y señaló con su mano como si fuera a salir algo. Miss Fellowes adivinó el sentido y preguntó, trémula:

— ¿Quieres que cante? Con voz ligeramente destemplada por la tensión, Miss Fellowes empezó la cancioncita que cantara la noche anterior y el chiquillo feo sonrió. Se balanceó torpemente al compás de la música y emitió unos gorjeos que podían haber sido el principio de una risa. Miss Fellowes suspiró interiormente. La música tiene un encanto que tranquiliza a las fieras. Podría ayudarla…

— Espera -le dijo-. Deja que me vista. Sólo me llevará un minuto. Después, te prepararé el desayuno. Lo hizo rápidamente, consciente en todo momento de la falta de techo. El chiquillo permaneció en la cama, mirándola cuando la tenía a la vista; ella le sonreía y agitaba la mano. Al final, él le devolvió el saludo, y se sintió encantada por ello. Por fin, le dijo:

— ¿Quieres cereales con leche? -Tardó un instante en preparárselo y le llamó con la mano. Si él interpretó el gesto o le atrajo el aroma, es cosa que Miss Fellowes no pudo explicar, pero el niño salió de la cama. Trató de enseñarle a utilizar una cuchara, pero se apartó asustado. («Ya habrá tiempo», se dijo.) Llegó a un compromiso haciendo que él llevara el bol a sus labios, levantándolo con las manos. Lo hizo torpemente y con increíble suciedad, pero la mayor parte la tragó. Esta vez intentó que bebiera la leche en un vaso y el niño protestó cuando encontró la abertura demasiado pequeña para meter convenientemente la cara. Le sujetó la mano, forzándola alrededor del vaso, haciendo que lo inclinara, apretando su boca al borde. Otra vez lo mancharon todo, pero también la bebió casi toda, ya estaba acostumbrada a este tipo de suciedad. El cuarto de baño, con gran sorpresa y alivio, fue menos difícil. Comprendió perfectamente lo que ella esperaba de él. Se encontró acariciándole la cabeza y diciéndole:

— Buen chico. Niño listo. Y, con gran satisfacción de Miss Fellowes, el chiquillo le sonrió. Pensó: «Cuando sonríe es que está muy bien, de verdad». A última hora llegaron los periodistas. Sostuvo al niño en sus brazos y éste se agarró a ella desesperadamente mientras del otro lado de la puerta empezaban a utilizar sus cámaras. Tanto movimiento asustó al niño y se echó a llorar, pero transcurrieron diez minutos antes de que Miss Fellowes fuera autorizada a llevarse al niño a la otra habitación. Volvió a salir, roja de indignación, del apartamento (por primera vez en dieciocho horas) y cerró la puerta.

— Creo que ya basta. Me llevará mucho tiempo tranquilizarle de nuevo. Márchense.

— Claro, claro -dijo uno del Times Heraid-. Pero, ¿es un auténtico neanderthal, o es una broma pesada?

— Les aseguro -dijo la voz de Hoskins, inesperadamente, desde atrás- que no es ninguna broma. El niño es un auténtico Homo neanderthalensis.

— ¿Es chico o chica?

— Chico -contestó secamente Miss Fellowes.

— Niño-mono -comentó el caballero del News-. Eso es lo que tenemos aquí. Niño-mono. ¿Cómo se porta, enfermera?

— Exactamente como un niño -soltó Miss Fellowes, molesta y a la defensiva-, y no es un niño-mono. Su nombre es…, es Timothy, Timmie… y es perfectamente normal en su comportamiento. Había elegido el nombre de Timothy al azar. Fue el primero que se le ocurrió.

— Timmie el niño-mono -bromeó el caballero del News, y resultó ser que Timmie el niño-mono fue el nombre por el que fue conocido en el mundo. El caballero del Globe se volvió a Hoskins y le preguntó:

— Doctor, ¿qué piensa hacer con el niño-mono? Hoskins se encogió de hombros.

— Mi plan original se completó cuando demostré que era posible traerle aquí. Sin embargo, los antropólogos estarán muy interesados, me figuro, y los fisiólogos. Después de todo, aquí tenemos a una criatura que está al borde de ser humana. De él deberíamos estudiar mucho sobre nosotros y sobre nuestros antepasados.

— ¿Cuánto tiempo lo tendrá aquí?

— Hasta el momento en que necesitemos su espacio más de lo que le necesitemos a él. Mucho tiempo, quizás. El corresponsal del News preguntó:

— ¿Puede sacarlo fuera a fin de montar nuestros equipos subetéreos y organizar un espectáculo?

— Lo siento, pero el niño no puede salir de «Stasis».

— ¿Y exactamente qué es «Stasis»?

— ¡Ah! -Y Hoskins se permitió una de sus raras sonrisas-. La explicación llevaría mucho tiempo, caballeros. En «Stasis», el tiempo, como lo conocemos nosotros, no existe. Estas habitaciones están dentro de una burbuja invisible que no forma exactamente parte de nuestro Universo. Por eso el niño pudo ser arrancado de su tiempo, como si dijéramos.

— Oiga, espere un poco -insistió el corresponsal del News, descontento-. ¿Qué pretende hacernos creer? La enfermera entra y sale de la habitación.

— Y cualquiera de ustedes también puede -declaró Hoskins, indiferente-. Se moverían paralelamente a las líneas de energía temporal y habría poca pérdida o ganancia de energía. Pero el niño fue sacado de un pasado lejano, llegó cruzando las lineas y ganó potencial temporal. Para trasladarse al Universo y entrar en nuestro propio tiempo absorbería la suficiente energía capaz de quemar todas las lineas del lugar y probablemente dejar a oscuras la ciudad entera de Washington. Tuvimos que almacenar basura que él trajo consigo y que tendremos que ir retirando poco a poco. Los periodistas iban escribiendo palabras a medida que Hoskins les iba hablando. No entendían nada y estaban seguros de que sus lectores tampoco, pero sonaba a científico, y esto era lo que importaba. El corresponsal del Times Herald preguntó:

— ¿Estará disponible esta noche para una entrevista en todos los circuitos?

— Creo que si -accedió Hoskins al instante, y todos se alejaron. Mis Fellowes les vio marchar. Comprendía tan poco lo de «Stasis» y la energía temporal como los periodistas, pero logró entender algo: el encarcelamiento de Timmie (se encontró pensando en el niño como Timmie) era real y no impuesto por la voluntad arbitraria de Hoskins. Aparentemente, era imposible dejarle que saliera de «Stasis» para nada, jamás. ¡Pobre niño! ¡Pobrecito niño! Se dio cuenta, de pronto, de que estaba llorando, y se apresuró a entrar a consolarle. Miss Fellowes no tuvo oportunidad de ver a Hoskins en la pantalla, pues aunque su entrevista fue proyectada a todo el mundo e incluso a los puestos avanzados de la Luna, no penetró en el apartamento en el que vivían Miss Fellowes y el chiquillo feo. A la mañana siguiente apareció alegre y radiante. Miss Fellowes le preguntó:

— ¿Qué tal fue la entrevista?

— Muy bien. ¿Y cómo está… Timmie? A Miss Fellowes le encantó que utilizara el nombre de Timmie.

— Progresando. Ven aquí, Timmie, este amable caballero no te hará ningún daño. Pero Timmie se quedó en la otra habitación, asomando solamente un mechón de su pelo tras la barrera de la puerta y, alguna vez, el rabillo del ojo.

— En realidad comentó Miss Fellowes-, se está aclimatando asombrosamente. Es muy inteligente.

— ¿Y le sorprende? Titubeó sólo un instante; al momento, dijo:

— Si, me sorprende. Supongo que me imaginé que era un niño-mono.

— Pero, mono o no, ha hecho mucho por nosotros. Ha situado a «Stasis Inc.» en el mapa; ya se nos reconoce, Miss Fellowes, ya se nos reconoce. -Parecía que sentía la necesidad de expresar su triunfo a alguien, aunque sólo fuera a Miss Fellowes.

— ¿Ah? -Y le dejó seguir hablando. Él se metió las manos en los bolsillos y continuó:

— Durante diez años hemos estado trabajando pendientes de un hilo, arañando peniques uno a uno, siempre que podíamos. Tuvimos que lanzar el experimento como un gran espectáculo. Era el o todo o nada. Y cuando hablo del experimento, sé lo que me digo. Este intento de traer un ejemplar de Neanderthal costó hasta el último céntimo que pudimos pedir prestado o que robamos. Sí, algunos fueron robados…, fondos destinados a otros proyectos se emplearon para éste sin autorización. Si ese experimento hubiera fracasado, yo me hubiera hundido para siempre.

— ¿Es por eso por lo que no hay techos? -preguntó Miss Fellowes.

— ¿Cómo? -Y Hoskins levantó la cabeza.

— Que si no les quedaba dinero para los techos.

— Bueno, ésta no fue la única razón. No podíamos saber de antemano cuántos años podría tener el de Neanderthal. Sólo podíamos detectar vagamente en el tiempo, y pudo haber sido grande y salvaje. Podía ser que tuviéramos que tratar con él a distancia, como si fuera un animal enjaulado.

— Pero, como no ha sido así, supongo que podrán ponernos techos.

— Ahora, si. Ahora disponemos de mucho dinero. Nos han prometido fondos de todas partes. Todo esto es maravilloso, Miss Fellowes. -Su cara resplandecía y su sonrisa no se apagó. Cuando se marchó, incluso su espalda parecía sonreír. Miss Fellowes pensó: «Es un hombre encantador cuando está distraído y se olvida de que es un científico.» Por un instante se preguntó si estaría casado o no; después, avergonzada, apartó este pensamiento.

— Timmie -llamó-. Ven aquí, Timmie.

En los meses transcurridos, Miss Fellowes fue sintiéndose parte integral de «Stasis Inc.». Se le dio un despacho para ella sola con su nombre en la puerta, un despacho muy cerca de la casa de muñecas (como jamás dejó de llamar a la vivienda o burbuja de Timmie en «Stasis»). También se le concedió un aumento sustancial. La casa de muñecas se cubrió con un techo, sus muebles fueron más cuidados y mejores, se añadió otro cuarto de baño…, y, además, consiguió un apartamento sólo para ella en los terrenos del Instituto y, en ciertas ocasiones, no pasaba la noche con Timmie. Se montó un intercom entre la casa de muñecas y el apartamento y Timmie aprendió a utilizarlo. Miss Fellowes se acostumbró a Timmie. Incluso llegó a no fijarse en su fealdad. Un día se encontró observando a un niño corriente, en la calle, y encontró poco atractiva su frente alta y su barbilla saliente. Pero era aún más agradable acostumbrarse a las visitas de Hoskins. Era evidente que agradecía poder escaparse de su cargo, cada vez más agotador en «Stasis, Inc.», y que se tomaba cierto interés sentimental por el niño causante de todo, pero a Miss Fellowes también le parecía que disfrutaba estando con ella, hablándole. (También se había enterado de muchas cosas sobre Hoskins. Había inventado el método de analizar la reflexión del rayo mesónico penetrante en el pasado; había inventado el método de establecer «Stasis»; su frialdad era sólo un esfuerzo por disimular su naturaleza bondadosa; y, oh sí, estaba casado.) A lo que Miss Fellowes no podía acostumbrarse era a que estaba metida en un experimento científico. Pese a cuanto pudiera hacer, se encontró personalmente involucrada hasta el extremo de pelearse con los fisiólogos. En cierta ocasión, Hoskins la encontró presa de un fuerte shock nervioso. No tenían derecho; no tenían derecho…, aunque fuera un neanderthal, no por ello era un animal. Les seguía con la mirada, enfurecida, mirándoles a través de la puerta abierta y escuchando el llanto de Timmie, cuando se dio cuenta de que Hoskins estaba ante ella. Podía llevar allí un buen rato.

– ¿Puedo pasar? -preguntó. Asintió con la cabeza, secamente, y corrió junto a Timmie, que se agarró a ella y enroscó sus piernecitas torcidas, todavía flacas, ¡tan flacas!, a las de ella. Hoskins observó y dijo gravemente:

– Parece muy desgraciado.

– Y tiene razón. Le molestan todos los días con sus muestras de sangre y sus pruebas. Le mantienen a una dieta sintética que no alimentaría a un cerdo.

– Todo eso es algo que no se puede experimentar con un ser humano, ya lo sabe.

– Ni deben probarlo con Timmie tampoco, doctor Hoskins, insisto en ello. Usted me dijo que la llegada de Timmie había puesto a «Stasis» en el mapa. Si siente la menor gratitud, tiene que lograr alejarlos del pobrecillo hasta que por lo menos sea lo suficientemente mayor para comprenderlo un poco más. Después de las sesiones, tiene pesadillas, no puede dormir. Ahora bien, le advierto -y se puso realmente furiosa- que no les volveré a dejar entrar aquí. (Se dio cuenta de que las últimas palabras las había gritado, pero no pudo evitarlo.) Con voz más tranquila, añadió:

– Ya sé que es un neanderthal, pero hay muchas cosas de ellos que no tenemos en cuenta. He leído que tenían su propia cultura. Algunos de los mayores inventos humanos surgieron en su época. La domesticación de animales, por ejemplo; la rueda; diversas técnicas para las piedras de moler. Incluso sentían anhelos espirituales. Enterraban a sus muertos y enterraban posesiones con el cuerpo, demostrando así que creían en una vida después de la muerte. Esto prácticamente equivale a inventar una religión. ¿No significa todo esto que Timmie tiene derecho a ser tratado como ser humano? Dio unas palmadas afectuosas al chiquillo en las nalgas y lo envió al cuarto de jugar. Al abrir la puerta, Hoskins sonrió ante el gran despliegue de juguetes que vio. Miss Fellowes, a la defensiva, dijo:

– El pobre chiquillo merece sus juguetes. Es lo único que posee y se los gana sobradamente con todo lo que tiene que soportar.

– No, no. Ninguna objeción, se lo aseguro. Estaba solamente pensando en cómo ha cambiado desde el primer día, en que estaba tan enfadada por haberle endosado a un neanderthal. Miss Fellowes murmuró:

– Supongo que no comprendía… -Y se calló. Hoskins cambió de tema.

– ¿Qué edad diría que tiene, Miss Fellowes?

– No podría decirlo porque ignoro cómo es el desarrollo de los neanderthales. Por la estatura serían sólo tres años, pero los neanderthales generalmente son más pequeños, y, con todo lo que le están haciendo, probablemente no crece lo que debiera. Pero, tal como está aprendiendo el idioma, yo diría que tiene algo más de cuatro.

– ¿De veras? No he visto nada del aprendizaje en los informes.

– No, no quiere hablarlo con nadie sino conmigo. Tiene un miedo terrible a los demás, y no es de extrañar. Pero puede pedir un artículo determinado de comida, puede señalar cualquier necesidad y le digo que lo comprende casi todo. Naturalmente… -le observó astutamente, tratando de decidir si éste era el momento oportuno-, su desarrollo puede no continuar.

– ¿Por qué no?

– Todo niño necesita estímulos y éste vive una vida de solitario confinamiento. Yo hago lo que puedo, pero no estoy con él todo el tiempo y no soy todo lo que necesita. Lo que quiero decir, doctor Hoskins, es que necesita otro niño para jugar. Hoskins asintió. Desgraciadamente, sólo disponemos de uno, ¿no es eso? ¡Pobrecillo! Miss Fellowes se enterneció al instante; preguntó:

– Le encanta Timmie, ¿verdad? -Resultaba de lo más agradable que alguien más pensara como ella.

– ¡Oh, sí! -contestó Hoskins, y, momentáneamente desarmado, dejó traslucir el agotamiento en sus ojos. Miss Fellowes abandonó sus planes de momento. Con auténtica preocupación, comentó:

– Tiene aspecto de estar agotado, doctor Hoskins.

– ¿Lo cree así, Miss Fellowes? Tendré que esforzarme por tener una apariencia más animada.

– Supongo que «Stasis, Inc.» le ocupa mucho tiempo. Hoskins se encogió de hombros.

– Y supone bien. Se trata de un caso de animal, vegetal y mineral por partes iguales, Miss Fellowes. Pero, bueno, me figuro que no ha visitado usted nuestras adquisiclones.

– La verdad es que no, pero no porque no me interesen. Es que también he estado muy ocupada.

– Claro, pero en este momento no lo está -dijo en un impulso de decisión-. Pasaré a recogerla mañana a las once y la acompañaré personalmente. ¿Qué le parece?

– Me encantará. -Y sonrió feliz. A su vez él sonrió y asintió; después, se fue. Miss Fellowes estuvo tarareando a intervalos durante el resto del día. Realmente, pensarlo sonaba ridículo, pero…, bueno, era casi como… una cita.

Al día siguiente llegó muy puntual, sonriente y encantador. Ella había desechado el uniforme de enfermera y se había vestido un trajecito. Uno de corte clásico, por supuesto, con el que se sintió tan femenina como no se había sentido en muchos años. Él la felicitó por su aspecto con estudiada cortesía y ella aceptó el cumplido con discreta gracia. Era un preludio realmente perfecto, se dijo. Y de pronto se le ocurrió preguntarse: «¿Preludio de qué?» Apartó la idea apresurándose a decir adiós a Timmie y a asegurarle que volvería pronto. Quiso cerciorarse de que el niño sabía todo lo relacionado con su almuerzo y dónde lo encontraría. Hoskins la llevó al ala nueva, en la que todavía no había puesto los pies. Aún olía a pintura y los ruidos de los obreros eran suficientes indicios de que iba creciendo y extendiéndose.

— Animal, vegetal y mineral -dijo Hoskins, como el día anterior-. El animal aquí, nuestro ejemplar más espectacular. El espacio estaba dividido en muchas habitaciones, cada una separada por su burbuja «Stasis». Hoskins la llevó junto al cristal de una de ellas y miró. Lo que vio la impresionó primero por creerla una gallina con escamas y cola. Deslizándose sobre dos patas delgadas, corría de extremo a extremo de la habitación con su delicada cabeza de pájaro rematada por una arista ósea parecida a la cresta de un gallo. Las garras de sus patas se abrían y cerraban constantemente. Hoskins explicó:

— Es nuestro dinosaurio. Lo tenemos desde hace meses. No sé cuándo podremos deshacernos de él.

— ¿Dinosaurio?

— ¿Esperaba un gigante? Ella sonrió:

— Es lo que una espera, supongo. Pero sé que algunos eran pequeños.

— Uno pequeño era lo que pretendíamos, créame. Generalmente se encuentra en observación, pero ésta parece ser su hora libre. Se han descubierto cosas interesantes. Por ejemplo, su sangre no es enteramente fría. Tiene un todo imperfecto de mantenimiento de la temperatura interna más alta que la de su entorno. Desgraciadamente, es un macho. Desde que lo trajimos hemos tratado de trasladar a otro que pudiera ser hembra, pero hasta ahora no ha habido suerte.

— ¿Por qué hembra?

— Para poder tener la oportunidad de conseguir huevos fecundados y crías de dinosaurios.

— Claro. Después la llevó a la sección de trilobites.

— Le presento al profesor Dwayne, de la Universidad de Washington. Es químico nuclear. Si no recuerdo mal, está tomando una relación con isótopos en el oxígeno del agua.

— ¿Por qué?

— Es agua primitiva; tiene por lo menos quinientos millones de años. El isótopo nos dala temperatura del océano en aquella época. Él, precisamente, ignora los trilobites, pero otros están especialmente dedicados a su disección. Ellos son los afortunados porque lo único que necesitan son escalpelos y microscopios. Dwayne ha montado un espectrógrafo de masa para cuando realiza un experimento.

— ¿Y por qué? ¿Es que no puede…?

— No, no puede. No puede sacarlo todo de la habitación, salvo que no pueda evitarlo. Había muestras de vida primitiva vegetal y trozos de rocas en formación. Ésos eran los vegetales y minerales. Cada espécimen tenía su investigador. Era como un museo; un museo viviente sirviendo como centro superactivo de investigación.

— ¿Y tiene que supervisarlo todo usted, doctor Hoskins?

— Sólo indirectamente, Miss Fellowes. Gracias a Dios, dispongo de subordinados. Mi interés se centra enteramente en los aspectos teóricos; en la naturaleza y técnica de la detección intemporal mesónica. Yo lo cambiaría todo por un método de detectar objetos cercanos en el tiempo, y no de diez mil años atrás. Si pudiéramos llegar a los tiempos históricos… Le interrumpió una conmoción en un departamento cercano, una voz fina protestaba, airada. Hoskins frunció el ceño y se excusó apresuradamente:

— Perdóneme. -Y se alejó. Miss Fellowes le siguió lo mejor que pudo sin echar a correr. Un viejo, de barba rala y cara roja, iba gritando:

— Tenía que completar aspectos vitales de mi investigación. ¿Es que no lo comprenden? Un técnico uniformado, con el monograma SI entrelazado (de «Stasis, Inc.») en su bata de laboratorio, explicó:

— Doctor Hoskins, habíamos arreglado con el profesor Ademewsky desde un principio que el espécimen sólo podía permanecer aquí tres semanas.

— Yo ignoraba entonces cuánto tiempo requeriría mi investigación. Yo no soy un profeta -protestó, airado, Ademewsky. Hoskins lo calmó:

— Comprenda, profesor, que nuestro espacio es limitado; debemos mantener una rotación de especímenes. Este pedazo de calcopirita debe volver; hay hombres esperando el nuevo espécimen.

— ¿Por qué no me lo puedo quedar para mí solo? Lo sacaré de aquí.

— Sabe que no puede disponer de él.

— Un trozo de calcopirita; un miserable pedazo de quince kilos. ¿Y por qué no?

— No podemos permitirnos el gasto de energía -cortó bruscamente Hoskins-. Lo sabe de sobras. El técnico interrumpió:

— El caso es, doctor Hoskins, que trató de sacar el trozo en contra del reglamento y yo casi perforé «Stasis» porque no sabia que estaba allí. Hubo un corto silencio y el doctor Hoskins se volvió al investigador con glacial formalidad:

— ¿Es esto cierto, profesor? El profesor Ademewsky tosió:

— No vi ningún mal… Hoskins cogió un cordón que pendía al alcance de la mano, en el exterior de la habitación del espécimen en cuestión. Tiró de él. A Miss Fellowes, que había estado observando el trozo de roca causante del altercado, se le cortó el aliento al ver el fin de su existencia. La habitación estaba vacía. Hoskins prosiguió:

— Profesor, su permiso de investigador de «Stasis» será anulado para siempre. Lo siento.

— Pero, aguarde…

— Lo siento. Ha violado usted una de las reglas más severas.

— Apelaré a la Asociación Internacional de…

— Apele cuanto quiera. En un caso como éste, descubrirá que no se me puede desobedecer. Se volvió deliberadamente, dejando al profesor en plena protesta y (todavía pálido de ira) dijo a Miss Fellowes:

— ¿Quiere almorzar conmigo, Miss Fellowes? La condujo hasta la pequeña sección administrativa de la cafetería. Saludó a otros y les presentó a Miss Fellowes con toda naturalidad, aunque ella se sentía dolorosamente intimidada. «¿Qué pensarán?», se preguntó, y trató desesperadamente de aparentar seguridad.

— ¿Le ocurren con frecuencia estos problemas, doctor Hoskins? Quiero decir, como la discusión con el profesor. Levantó el tenedor y empezó a comer. Hoskins le contestó, tajante:

— No. Ha sido la primera vez. Naturalmente, tengo que discutir siempre para disuadir a los hombres de retirar muestras, pero ésta ha sido la primera vez que uno ha tratado de retirarla.

— Recuerdo que una vez me habló de la energía que se consumiría.

— En efecto. Naturalmente, tratamos de tenerlo en cuenta. Pueden ocurrir accidentes, así que tenemos fuentes de energía especiales dispuestas para soportar el desgaste que significaría una cosa retirada accidentalmente de «Stasis», pero esto no significa que nos guste ver la provisión de energía de un año desaparecer en medio segundo…, ni que podamos permitirnos tener nuestros planes de expansión retrasados durante años. Además, imagine al profesor en la habitación mientras «Stasis» estaba al borde de ser perforada.

— ¿Qué le hubiera ocurrido?

— Pues hemos experimentado con objetos inanimados y con ratones: ¡Han desaparecido! Presumiblemente, retrocedieron en el tiempo; arrastrados, por decirlo así, por el tirón del objeto que simultáneamente saltaba de nuevo a su tiempo natural. Por esta razón tenemos que amarrar objetos, dentro de «Stasis», que no deseamos trasladar, y éste es un procedimiento complicado. El profesor, al no estar amarrado, hubiera regresado al plioceno al mismo instante en que retiramos la roca…, más las dos semanas que había permanecido en el presente.

— Qué espantoso pudo haber sido.

— En cuanto al profesor, no; se lo aseguro. Si es lo bastante loco para hacer lo que hizo, se lo habría merecido. Pero imagínese el efecto que podía causar en el público si el caso hubiera sido conocido. Lo único que bastaría a la gente sería conocer el peligro que se cierne y los fondos se nos cortarían. -Chasqueó los dedos y se quedó mirando la comida, taciturno.

— ¿Y no podría hacerle regresar -preguntó Miss Fellowes-, del mismo modo que consiguió traer la roca?

— No, porque una vez devuelto un objeto, se pierde la trayectoria original, a menos que deliberadamente planeemos retenerla. En este caso no había ninguna razón para hacerlo. Nunca la hay. Encontrar de nuevo al profesor significaría replantear una trayectoria específica, y eso sería como lanzar un cable al abismo oceánico a fin de pescar a un pez determinado. Dios mío, cuando pienso en las precauciones que tomamos para evitar accidentes, me vuelvo loco. Tenemos cada unidad individual de «Stasis» preparada con su dispositivo perforador propio. Hay que hacerlo así, puesto que cada unidad tiene su trayectoria separada y debe funcionar independientemente. La cosa es que los dispositivos de perforación no se activan hasta el último momento. Y entonces nosotros, deliberadamente, hacemos que la activación sea imposible, excepto tirando del cordón cuidadosamente situado en el exterior de «Stasis>. El tirón es una fuerte moción mecánica que requiere un gran esfuerzo, no algo accidental. Miss Fellowes dijo:

— Pero, ¿no afecta a la Historia…, sacar y meter algo fuera o dentro del tiempo? Hoskins se encogió de hombros:

— Teóricamente, sí; en la práctica, y salvo casos peculiares, no. Retiramos objetos de ~Stasis» continuamente: moléculas de aire, bacterias, polvo. Alrededor de un diez por ciento de nuestro consumo de energía se suma a las micropérdidas de esa naturaleza. Pero incluso trasladando en el tiempo objetos grandes, produce cambios que no son demasiado importantes. Tome como ejemplo la calcopirita del plioceno. Debido a su ausencia de dos semanas, algún insecto no encuentra el cobijo esperado y muere. Eso podría iniciar una completa serie de cambios, pero la matemática de «Stasis» indica que es una serie convergente. La cantidad de cambio disminuye con el tiempo y después las cosas vuelven a ser como antes.

— ¿Quiere eso decir que la realidad se cura a sí misma?

— En cierto modo. Abstraer a un humano del tiempo o enviar a otro al pasado, provoca una herida mayor. Si el individuo es un tipo corriente, la herida se cura sola. Naturalmente, mucha gente nos escribe a diario reclamando que traigamos a Abraham Lincoln al presente a Mahoma o a Lenin. Naturalmente, eso no puede hacerse. Incluso si pudiéramos encontrarles, el cambio de realidad al sacar a uno de los prototipos de la Historia sería demasiado importante para poder remediarlo. Hay medios para calcular cuándo un cambio va a resultar demasiado importante; incluso evitamos acercarnos a ese limite.

— Entonces, Timmie… -musitó Miss Fellowes.

— No, no representa ningún problema, en este aspecto. La realidad está a salvo. Pero… ­Le dirigió una mirada aguda y prosiguió: Dejémoslo. Ayer me dijo que Timmie necesitaba compañía.

— Sí -asintió Miss Fellowes, radiante-. No creí que se hubiera fijado en lo que le dije.

— Claro que sí. Siento cariño por el pequeño. Aprecio su afecto por él y estoy lo bastante interesado para querer comentarlo con usted. Ahora puedo hacerlo; ya ha visto lo que hacemos; ya se ha podido dar cuenta de las dificultades que encierra; así que ya ve que, con la mejor voluntad del mundo, no podemos proporcionar compañía a Timmie.

— ¿No puede? -exclamó Miss Fellowes, descorazonada.

— Acabo de explicárselo. Si nos acompañara la suerte, podríamos esperar encontrar otro neanderthal de su edad, pero, aun así, no sería justo multiplicar los riesgos trayendo a otro ser humano a «Stasis». Miss Fellowes dejó el cubierto y protestó con energía:

— Pero, doctor Hoskins, no es esto lo que yo quería decir. No quiero que traiga a otro neanderthal al presente. Sé que es imposible, pero no es imposible traer a otro niño a jugar con Timmie. Hoskins se quedó mirándola, preocupado.

— ¿Un niño humano?

— Otro niño -insistió Miss Fellowes, ahora completamente hostil-. Timmie es humano.

— Ni soñarlo.

— ¿Por qué no? ¿Por qué no va a poder hacerlo? ¿Qué hay de malo en esta idea? Arrancó a este niño fuera de su tiempo, y le ha hecho un prisionero eterno. ¿No cree que le debe algo? Doctor Hoskins, si hay en este mundo un hombre que sea el padre del niño, no hablo del aspecto biológico, ése es usted. ¿Por qué no puede hacer ese poquito por él? Hoskins exclamó:

— ¿Su padre? -Se puso en pie, vacilante-. Miss Fellowes, creo que, si no le importa, voy a acompañarla de regreso. Volvieron a la casa de muñecas en absoluto silencio, que ni uno ni otra decidió romper.

Pasó mucho tiempo antes de que volviera a hablar con Hoskins, sólo le veía de refilón, al pasar. A veces lo lamentaba; pero, otras veces, cuando Timmie estaba más triste que de costumbre o cuando se pasaba horas pegado a la ventana con la vista perdida, pensaba, rabiosa: «¡Estúpido!» La conversación de Timmie se hacía cada día más suelta y más precisa. Nunca llegó a perder del todo un cierto y suave farfullar, que Miss Fellowes encontraba delicioso. Cuando se excitaba, volvía a chasquear la lengua, pero esto ocurría cada vez con menos frecuencia. Debía estar empezando a olvidarse de los días anteriores a su llegada al presente…, excepto en sueños. A medida que se iba haciendo mayor, los fisiólogos, y los psicólogos más, se mostraron

menos interesados. Miss Fellowes no estaba segura de si este nuevo grupo le gustaba aún menos que el primero. Habían desaparecido las agujas, las inyecciones, el tomar muestras de fluidos, y las dietas especiales también. Pero ahora Timmie tenía que saltar barreras para llegar a la comida y al agua: levantar paneles, retirar barras, alcanzar cuerdas. Las sacudidas eléctricas le hacían llorar y enloquecían a Miss Fellowes. No quería apelar a Hoskins, ni tener que ir en su busca, porque cada vez que pensaba en él se acordaba de su cara de la última vez, por encima de la mesa de la cafeteria. Sus ojos se llenaban de lágrimas al pensar: «Estúpido, estúpido.» Y un buen día apareció Hoskins inesperadamente, de visita, en la casa de muñecas. La llamó:

— Miss Fellowes. Salió ella alisándose el uniforme de enfermera, pero se detuvo confusa al encontrarse en presencia de una mujer pálida, esbelta, no muy alta. Su pelo rubio y su tez clara le daban una apariencia de fragilidad. Detrás de ella, y agarrado a su falda, había un niño de carita redonda y ojos grandes, de unos cuatro años de edad.

— Querida, te presento a Miss Fellowes -dijo Hoskins-, la enfermera encargada del muchacho. Miss Fellowes, ésta es mi mujer. (¿Era ésta su esposa? No era como Miss Fellowes la había imaginado. Pero, ¿por qué no? Un hombre como Hoskins elegiría naturalmente una mujercita débil para manejarla a su gusto. Si era eso lo que quería…) Se obligó a un saludo normal:

— Buenas tardes, señora Hoskins. ¿Es…, es su hijito? (Aquello sí que era una sorpresa. Había imaginado a Hoskins como marido, pero no como padre, excepto, claro… De pronto captó la mirada grave de Hoskins y se ruborizó.)

— Sí, éste es mi hijo Jerry -explicó Hoskins-. Saluda a Miss Fellowes, Jerry. (¿Había insistido en la palabra éste más de la cuenta? Trataba de decirle que éste era su hijo y no…) Jerry se escondió algo más entre los pliegues de la falda materna y murmuró su saludo. Los ojos de Mrs. Hoskins miraban por encima de la cabeza de Miss Fellowes, recorrían la habitación, buscaban algo. Hoskins dijo:

— Bien, entremos. Ven, querida, notarás una pequeña molestia al pasar el umbral, pero es pasajera. Miss Fellowes preguntó:

— ¿Quieren que Jerry entre también?

— Por supuesto. Va a ser el compañero de juegos de Timmie. Me dijo usted que Timmie necesitaba compañía, ¿o se le ha olvidado ya?

— Pero… -Le miró asombrada, estupefacta-. ¿Su hijo?

— Claro, ¿de quién, si no? -observó, picado-. ¿No es eso lo que quería? Pasa, pasa, querida. Venga, pasa. La señora Hoskins levantó a Jerry en sus brazos, con esfuerzo, y con cierta vacilación cruzó el umbral. Jerry se retorció al pasar, como si le desagradara la sensación. Mrs. Hoskins preguntó con voz aflautada:

— ¿Está aquí la criatura? No la veo. Miss Fellowes llamó:

— Timmie, sal. Timmie miró por el quicio de la puerta, observando al niño que le visitaba. Los músculos de los brazos de Mrs. Hoskins se tensaron visiblemente. Preguntó a su marido:

— Gerald, ¿estás seguro de que no hay peligro? Miss Fellowes intervino al instante:

— ¿Se refiere a si Timmie es de fiar?, pues claro que lo es. Es un niño muy dulce.

— Pero es un sa…, salvaje. (¡Las historias del niño-mono de los periódicos!) Miss Fellowes exclamó enfáticamente:

— No es un salvaje. Es tan tranquilo y razonable como puede esperarse de un niño de cinco años. Es usted muy generosa permitiendo que su niño juegue con Timmie; pero, por favor, no tenga ningún miedo. Mrs. Hoskins objetó con cierto acaloramiento:

— No estoy segura de estar de acuerdo con usted.

— Ya lo hemos discutido, querida -dijo Hoskins-. No planteemos una nueva discusión. Deja a Jerry en el suelo. Mrs. Hoskins lo hizo así y el niño se apretó contra ella, mirando hacia el par de ojos que le estaban observando desde la otra habitación.

— Ven aquí, Timmie -dijo Miss Fellowes-. No tengas miedo. Timmie entró en la habitación despacito. Hoskins se agachó para soltar los dedos de Jerry de la ropa de su madre.

— Apártate, querida. Dales una oportunidad a los niños. Los chiquillos se miraron. Aunque el más joven, Jerry, medía un par de centímetros más, la forma de erguir su bien proporcionada cabecita y su porte general, hacían que lo grotesco de Timmie resultara mucho más pronunciado que cuando le vieron los primeros días. Los labios de Miss Fellowes temblaban. Fue el pequeño neanderthal el que habló primero, con vocecita infantil:

— ¿Cómo te llamas? -Y Timmie empujó su cara hacia delante, como para estudiar las facciones del muchacho. Jerry, asustado, le dio un empujón que mandó a Timmie al suelo. Los dos se echaron a llorar y Mrs. Hoskins levantó a su hijo, mientras Miss Fellowes, roja de ira contenida, alzaba a Timmie y le consolaba.

— Está visto que por instinto no se gustan -declaró Mrs. Hoskins.

— No más instintivamente -replicó su marido, fastidiado- de lo que harían otros dos niños. Ahora, deja a Jerry en el suelo y que se acostumbre a la situación. En realidad, sería mejor que nos fuéramos. Miss Fellowes puede llevar a Jerry a mi despacho dentro de un rato y le enviaré a casa.

Los dos niños pasaron la hora siguiente observándose. Jerry reclamó, llorando, a su madre, pegó a Miss Fellowes y se dejó consolar con un «chupa-chup». Timmie chupó otro y, pasada una hora más, Miss Fellowes consiguió que jugaran con los mismos bloques de madera, aunque cada uno en un extremo de la habitación. Se sintió casi tiernamente agradecida a Hoskins al devolverle a Jerry. Buscó la forma de darle las gracias, pero se contuvo a su pesar. Quizá no podía perdonarla por hacerle que se sintiera un padre cruel. Quizás el traer a su propio hijo, era, después de todo, un intento de demostrar que era a la vez un bondadoso padre para con Timmie y también que no era su padre. ¡Las dos cosas a la vez! Así que lo único que supo decir fue:

— Gracias. Muchas gracias. Y lo único que supo contestar él fue:

— Está bien. No se merecen. Y se estableció una rutina. Dos veces por semana traían a Jerry para jugar una hora; más tarde se amplió a dos horas. Los niños aprendieron sus nombres, aprendieron a conocerse y a jugar juntos. Pero, después de la primera muestra de gratitud, Miss Fellowes descubrió que no le

gustaba Jerry. Era más grandote y más pesado, más dominante, que obligaba a Timmie a estar completamente sometido. Lo único que la reconciliaba con la situación era que, pese a las dificultades, Timmie esperaba cada vez más ilusionado las apariciones periódicas de su compañero de juegos. Era lo único que tenía, gemía apesadumbrada. Y en una ocasión, mientras les contemplaba, pensó: «Los dos hijos de Hoskins, uno de su mujer y uno de «Stasis» Mientras que ella… «Cielos -pensó, apretándose las sienes con las manos, avergonzada-. ¡Estoy celosa!»

— Miss Fellowes -dijo Timmie (había tenido buen cuidado de no permitirle que la llamara de otro modo~, ¿cuándo iré a la escuela? Miró sus ojos oscuros y anhelantes vueltos hacia ella y le acarició dulcemente su cabello rizado. Era lo más hirsuto de su aspecto, porque ella misma le cortaba el pelo mientras él se mostraba inquieto bajo las tijeras. No reclamó ayuda profesional, porque la irregularidad de su corte servía para disimular la frente huidiza y la parte saliente del cráneo por detrás.

— ¿Dónde has oído hablar de la escuela? -preguntó Miss Fellowes.

— Jerry va a la escuela. Kin-der-gar-ten -lo pronunció cuidadosamente-. Va a muchos sitios. Sale fuera. ¿Cuándo podré salir fuera, Miss Fellowes? Una punzada le lastimó el corazón. Claro, se daba cuenta de que no habría medio de evitar que Timmie oyera hablar del mundo exterior en el que jamás podría penetrar. Con simulada jovialidad, dijo:

— Pero, ¿qué ibas a hacer tú en un kindergarten, Timmie?

— Jerry dice que juegan a muchas cosas, que tienen películas. Dice que hay muchos niños. Dice…, dice… -Lo pensó y, alzando triunfalmente las manos con los dedos separados-: Dice que tantos así. Miss Fellowes le preguntó:

— ¿Te gustaría ver películas? Te las conseguiré. Muy bonitas y también cintas musicales. Así que Timmie se quedó temporalmente consolado.

En ausencia de Jerry veía las películas una y otra vez, y Miss Fellowes le leía horas y horas. Había mucho que aclarar incluso en la más sencilla de las historias, porque había mucho que nada tenía que ver con el espacio limitado de sus tres habitaciones. Timmie soñó más que nunca que empezaba a vislumbrar el exterior. Los sueños eran siempre los mismos, acerca del exterior. Trató con dificultad de describírselos a Miss Fellowes. En sus sueños estaba fuera, en un fuera vacío pero muy grande, con niños y extraños e indescriptibles objetos medio digeridos en su pensamiento, sacados de descripciones a medio comprender, o de los remotos recuerdos neanderthalenses apenas rememorados. Pero los niños y los objetos le ignoraban; y aunque estaba en el mundo, jamás era parte de él, sino que estaba solo como cuando estaba en su habitación…, y despertaba llorando. Miss Fellowes trataba de tomar los sueños a risa, pero había noches que, en su propio apartamento, también lloraba.

Un día, mientras Miss Fellowes leía, Timmie le puso la mano bajo la barbilla y la levantó suavemente, de modo que sus ojos dejaron el libro y le miraron. Preguntó:

— ¿Cómo sabe lo que dice, Miss Fellowes?

— ¿Ves estas marcas? -le preguntó-. Me indican lo que debo decir. Estas marcas forman palabras. El niño las miró curiosamente durante largo rato y, tomando el libro en la mano, observó:

— Algunas son iguales. Ella rió encantada con esta muestra de agudeza, y asintió:

— Sí lo son. ¿Te gustaría que te enseñara cómo hacer las marcas?

— Muy bien. Será un juego agradable. Ni siquiera se le ocurrió que pudiera aprender a leer. Hasta el momento en que le leyó un libro, no había pensado que pudiera aprender. Después, semanas más tarde, la enormidad de lo que se había hecho la asombró. Timmie estaba sentado en su regazo, siguiendo palabra por palabra lo que estaba impreso en un libro infantil; estaba leyéndoselo. ¡Le estaba leyendo a ella! Se levantó con dificultad, estupefacta, y dijo:

— Bien, Timmie, volveré en seguida. Quiero ver al doctor Hoskins. En un acto reflejo le pareció encontrar una respuesta a la infelicidad de Timmie. Si Timmie no podía salir para entrar en el mundo, debían meter al mundo en las tres habitaciones de Timmie… ¡Todo el mundo en libros, películas y sonido! Debía ser educado según su máxima capacidad. El mundo se lo debía.

Encontró a Hoskins en un estado de ánimo análogo al suyo, sumido en una especie de triunfo glorioso. Su despacho estaba más ajetreado que de costumbre. Por un momento, abrumada en la antesala, creyó que no conseguiría verle. Pero la vio él, y una sonrisa iluminó su rostro.

— Venga aquí, Miss Fellowes -le dijo. Habló rápidamente por el intercomunicador, luego lo dejó-. ¿Se ha enterado usted? No, claro, no ha podido. ¡Lo hemos conseguido! De verdad que lo hemos conseguido. Tenemos al alcance de la mano la detección intertemporal.

— ¿Quiere decir -y trató de separar de su pensamiento las buenas noticias- que puede conseguir a una persona de tiempos históricos y traerla al presente?

— Es exactamente lo que quiero decir. Tenemos la trayectoria de un individuo del Siglo XIV ahora mismo. Imagíneselo. ¡Imagíneselo! Si pudiera comprender lo feliz que soy de salirme de la eterna concentración del Mesozoico, de remplazar a los paleontólogos por historiadores… Pero venía a decirme algo, ¿verdad? Bien, digalo, dígalo. Me encuentra de buen humor. Cualquier cosa que quiera, se lo concedo. Miss Fellowes sonrió.

— Me alegro, porque venía a pedirle si podríamos establecer un sistema educativo para Timmie.

— ¿Educativo? ¿En qué forma?

— Pues, en todo. Una escuela para que pudiera aprender.

— Pero, ¿puede aprender?

— Naturalmente. Está aprendiendo. Sabe leer. Le he ido enseñando yo misma. Hoskins siguió sentado, quieto y, de pronto, quedó deprimido.

— No sé qué decirle, Miss Fellowes.

— Acaba de decirme que cualquier cosa que quisiera…

— Lo sé y no debí hacerlo. Verá, Miss Fellowes, estoy seguro de que comprenderá que no podemos mantener el experimento Timmie para siempre. Se lo quedó mirando, horrorizada, sin comprender realmente lo que había dicho. ¿Qué quería decir con «no podemos mantener»? Como un rayo algo cruzó vertiginosamente su memoria, y se acordó del profesor Ademewsky y su espécimen mineral que le arrebataron después de dos semanas…

— Pero está hablando de un niño -objetó-, no de un mineral… El doctor Hoskins, incómodo, alegó:

— Incluso a un niño no se le debe conceder demasiada importancia, Miss Fellowes. Ahora que esperamos individuos sacados de los tiempos históricos, necesitamos espacio en «Stasis», todo el que podamos conseguir. No acababa de entenderlo.

— Pero no puede hacerlo. Timmie…, Timmie…

— Por favor, Miss Fellowes, tranquilícese. Timmie no se va a marchar ahora mismo, tardará meses tal vez. Entretanto, haremos lo que podamos. No podía dejar de mirarle.

— Déjeme que le sirva algo, Miss Fellowes.

— No -musitó-. No necesito nada. -Se puso en pie como inmersa en una pesadilla, y se fue. «Timmie -iba pensando-, no te dejaré morir. No morirás.» Estaba muy bien la idea de que Timmie no debía morir, pero, ¿cómo lo conseguiría? En las semanas siguientes, Miss Fellowes vivió pendiente sólo de la esperanza de que el intento de traer a un hombre del Siglo XIV fracasara completamente. Las teorías de Hoskins podían estar equivocadas, o su puesta en práctica podía ser defectuosa. Entonces las cosas seguirían como antes. Por supuesto que ésta no era la esperanza del resto del mundo e, irracionalmente, odió al mundo por esto. El «Proyecto Edad Media» alcanzó el máximo de publicidad. La Prensa y el público habían estado esperando algo como eso. «Stasis Inc.» había carecido del necesario sensacionalismo desde hacía tiempo. Una nueva roca o un nuevo pez ya no les impresionaba. Pero, ¡eso si! Un ser humano histórico; un adulto hablando un idioma conocido; alguien que pudiera abrir una nueva página de la Historia al erudito. Se acercaba la hora cero y esta vez ya no era cuestión de tres mirones desde un balcón. Esta vez el auditorio sería mundial. Esta vez los técnicos de «Stasis, Inc.» representarían su papel ante toda la Humanidad. La propia Miss Fellowes estaba nerviosa con la espera. Cuando el joven Jerry Hoskins apareció para jugar con Timmie, casi no le reconoció. No era él a quien esperaba. (La secretaria que lo trajo salió apresuradamente después de un brevísimo saludo a Miss Fellowes. Salió corriendo para conseguir un buen sitio desde el que contemplar los preparativos del «Proyecto Edad Media». Y también hubiera debido hacerlo Miss Fellowes, y con mayor motivo, pensó con amargura, si esa estúpida sustituta llegara de una vez.) Jerry Hoskins se le acercó, turbado:

— ¿Miss Fellowes? -Y sacó del bolsillo un recorte de un periódico.

— ¿De qué se trata, Jerry?

— ¿Es éste un retrato de Timmie? Miss Fellowes se quedó mirándolo, luego le arrancó la tira de las manos. La excitación del «Proyecto Edad Media» había hecho revivir el interés por Timmie por parte de la Prensa. Jerry la miró fijamente. Luego preguntó:

— Dice que Timmie es un niño-mono, ¿qué quiere decir?

— No vuelvas a decir eso, Jerry. Nunca más, ¿lo entiendes? Es una palabra fea y no

debes emplearla. Jerry se desprendió, asustado. Miss Fellowes rompió el papel con rabia y añadió:

— Ahora entra a jugar con Timmie. Tiene un libro nuevo que mostrarte. Por fin llegó la sustituta. Miss Fellowes no la conocía. Ninguna de las empleadas habituales estaba disponible apenas tuviera que hacer algo fuera de allí y menos hoy, con los preparativos del «Proyecto Edad Media», pero la secretaria de Hoskins le había prometido encontrar a alguien, y debía ser ésta. Miss Fellowes se esforzó por no dejar traslucir su impaciencia.

— ¿Es usted la muchacha asignada a «Stasis» Sección Uno?

— Si, soy Mandy Terris. Usted es Miss Fellowes, ¿verdad?

— En efecto.

— Siento llegar tarde. ¡Hay tanta excitación!

— Lo sé. Bien, quiero que…

— Estará viéndolo, me lo figuro -comentó Mandy. Su rostro flaco, bonito y vacío, respiraba envidia.

— Déjelo. Ahora quiero que entre conmigo y conozca a Timmie y a Jerry. Estarán jugando dos horas, así que no van a molestarla. Tienen leche abundante y muchos juguetes. En realidad, sería preferible que les deje solos el mayor tiempo posible. Ahora voy a enseñarle dónde está todo y…

— Es Timmie, el niño-m…

— Timmie es el sujeto de «Stasis» -declaró con firmeza Miss Fellowes.

— Quiero decir, si es el que figura que no debe salir.

— Si. Ahora, venga. No queda mucho tiempo. Cuando por fin salió, Mandy Terry le gritó con voz estridente:

— Espero que consiga un buen asiento y, bueno, espero que todo salga bien. Miss Fellowes no creía poder contestar razonablemente. Así que salió precipitadamente, sin volver la vista atrás. Pero el retraso significó no conseguir un buen sitio. Lo más cerca que llegó fue a la pantalla de la sala de reuniones. Lo lamentó amargamente. Si hubiera podido estar en el centro, si hubiera podido alcanzar alguna parte sensible de los instrumentos, si de algún modo hubiera podido sabotear el experimento… Encontró fuerzas suficientes para calmar su locura. La simple destrucción no serviría de nada. Lo reconstruirían una y otra vez. Y nunca se le permitiría acercarse a Timmie. Nada podía ayudarla. Nada, sino que el propio experimento fracasara o se hundiera irremisiblemente. Así que esperó durante la cuenta atrás, observando cada movimiento en la pantalla gigante, repasando, vigilando los rostros de los técnicos, cuando el reflector iba de uno a otro, en busca de una expresión preocupada o de incertidumbre que pudiera indicar que algo salía inesperadamente mal… Pero no hubo esa suerte. La cuenta atrás llegó a cero, y silenciosa y discretamente, el experimento salió bien. En el nuevo «Stasis» que se acababa de instalar, se veía a un aldeano encorvado y barbudo, de edad indeterminada, vestido con ropas sucias, harapientas, y zapatos de madera, mirando horrorizado el cambio súbito y aterrador que se le había caído encima. Y mientras el mundo enloquecía de júbilo, Miss Fellowes se quedaba helada por la congoja; se sentía como sacudida y zarandeada, todo menos pisoteada; envuelta en el triunfo ajeno y abatida por su derrota. Cuando el altavoz la llamó con fuerte estridencia, tuvo que sonar por tres veces antes de reaccionar. «Miss Fellowes, Miss Fellowes. Debe acudir a «Stasis» Sección Uno, inmediatamente. Miss Fellowes, Miss Fell…»

— ¡Abran paso! -gritó, angustiada, mientras el altavoz continuaba repitiendo sin pausa. Se abrió camino entre la gente con salvaje energía, golpeando con los puños cerrados, sacudiéndoles, moviendo los brazos, corriendo hacia la puerta pero con una lentitud desesperante. Mandy Terry lloraba.

— No sé cómo ocurrió. Salí sólo un momento al corredor para mirar en una pequeña pantalla que habían colocado allí. Sólo un minuto. Y antes de que pudiera hacer nada… ­Se revolvió y gritó acusadora-: Usted me dijo que no me darían trabajo, dijo que les podía dejar solos… Miss Fellowes, despeinada y temblorosa, la taladró con la mirada.

— ¿Dónde está Timmie? Una enfermera desinfectaba el brazo de Jerry y otra preparaba una inyección antitetánica. Había sangre en las ropas de Jerry.

— Me mordió, Miss Fellowes -lloró Jerry, rabioso-. Me mordió. Pero Miss Fellowes ni le miró.

— ¿Qué han hecho con Timmie? -preguntó.

— Le encerré en el cuarto de baño -contestó Mandy-. Me limité a empujar al monstruo allá dentro y cerré con llave. Miss Fellowes corrió a la casa de muñecas. Tanteó en la puerta del baño. Le llevó una eternidad poder abrirla y descubrir al chiquillo acurrucado en un rincón.

— No me pegue, Miss Fellowes -murmuró. Sus ojos estaban enrojecidos y le temblaban los labios-. No quise hacerlo.

— ¡Oh, Timmie! ¿Quién ha hablado de pegarte? -Lo cogió en sus brazos y lo estrechó con fuerza.

— Me dijo que lo haría con una correa -dijo, trémulo-. Me dijo que usted me pegaría y me pegaría.

— No lo haré. Fue mala diciéndotelo. Pero, ¿qué ocurrió? ¿Por qué ocurrió?

— Me llamó niño-mono. Me dijo que no era un niño de verdad. Me dijo que yo era un animal. -Y Timmie se deshizo en lágrimas-. Dijo que no volvería a jugar nunca más con un mono. Yo le dije que no era un mono, que yo no era un mono. Me dijo que era feo y raro. Me dijo que era terriblemente feo. Lo iba diciendo y diciendo y entonces le mordí. Ahora lloraban los dos. Miss Fellowes sollozaba.

— Pero no es verdad. Tú lo sabes, Timmie. Tú eres un verdadero niño. Eres un niño bueno y el mejor del mundo. Y nadie, nadie te apartará nunca de mi.

Miss Fellowes agarró al niño por la muñeca y a duras penas contuvo el impulso de sacudirle.

Ahora le resultaba fácil tomar una decisión; fácil saber qué hacer. Sólo que había que hacerlo rápidamente. Hoskins no esperaría mucho con su hijo herido… No, habría que hacerlo esta misma noche, esta noche; con las tres cuartas partes del mundo dormidas y la otra intelectualmente borracha de éxitos por el «Proyecto Edad Media». Sería una hora fuera de lo corriente para su regreso, pero no rara. El guardia la conocía bien y no pensaría en interrogarla. No pensaría nada viéndola con una maleta. Ensayó la respuesta inocua «Juegos para el niño» y la tranquila sonrisa. ¿Por qué no iba a creerla? La creyó. Cuando volvió a entrar en la casa de muñecas, Timmie estaba aún despierto y ella mantuvo una desesperada normalidad para impedir que se asustara. Habló con él de sus sueños y le oyó preguntar, entristecido, por Jerry. Poca gente la vería después y nadie preguntaría por el bulto que llevara. Timmie estaría

muy quieto y después ya sería un hecho consumado. Lo haría y sería inútil tratar de remediarlo. La dejarían en paz. Los dejarían en paz a ambos. Abrió la maleta, sacó el abrigo, el gorro de lana con orejeras y todo lo demás. Timmie permanecía sentado, pero empezaba a alarmarse.

— ¿Por qué me pone toda esta ropa, Miss Fellowes?

— Voy a llevarte fuera, Timmie -le tranquilizó-. A donde tú sueñas, donde están tus sueños.

— ¿Mis sueños? -Volvió el rostro, anhelante, pero sin perder del todo el miedo.

— Ya no volverás a sentir miedo. Estarás conmigo. No tendrás miedo si estás conmigo, ¿verdad, Timmie?

— No, Miss Fellowes. -Hundió su cabecita deforme en el costado de la enfermera y bajo su brazo pudo sentir los latidos del pequeño corazón. Era medianoche; lo cogió en brazos. Desconectó la alarma y abrió silenciosamente la puerta. Y lanzó un grito porque frente a ella, del otro lado de la puerta, estaba Hoskins.

Había dos hombres con él, y se la quedó mirando, tan sorprendido como ella. Miss Fellowes reaccionó primero, cuestión de segundos, e inició un rápido movimiento para pasar; pero pese a esos segundos él llegó a tiempo. La cogió torpemente y la empujó contra una cómoda. Hizo pasar a los hombres y se enfrentó con ella, bloqueándole la salida.

— No me esperaba esto. ¿Está usted loca? Ella consiguió interponerse para que no fuera Timmie quien se estrellara contra la cómoda. Le dijo, suplicante:

— ¿Qué daño puedo hacer si me lo llevo, doctor Hoskins? ¿No puede anteponer una vida humana a la pérdida de energía? Con firmeza, Hoskins le quitó a Timmie de los brazos,

— Una pérdida de energía de tal envergadura significarla millones de dólares robados de los bolsillos de los inversores. Siguificaría un gran salto atrás para «Stasis, Inc.». Significarla una publicidad llamativa sobre una enfermera sentimental que lo destruyó todo en beneficio de un niño-mono.

— ¡Niño-mono! -exclamó Miss Fellowes, desesperada.

— Eso es lo que los reporteros le llamarían -declaró Hoskins. Uno de los hombres salió, pasando un cable por unos ojetes situados en la parte alta de la pared. Miss Fellowes se acordó del cordón que Hoskins había sacudido en el exterior de la habitación que contenía la muestra de roca del profesor Ademewsky, tiempo atrás,

— ¡No! -gritó. Pero Hoskins dejó a Timmie en el suelo y suavemente le quitó el abrigo que llevaba puesto.

— Quédate aquí, Timmie. No te ocurrirá nada. Vamos a salir fuera un momento. ¿Entiendes? Timmie, pálido y mudo, consiguió mover afirmativamente la cabeza. Hoskins sacó a Miss Fellowes de la casa de muñecas, empujándola delante de él. De momento, Miss Fellowes no ofreció resistencia. Agotada, se fijó en la anilla que ponía en el cordón, fuera de la casa de muñecas.

— Lo siento, Miss Fellowes -dijo Hoskins-, hubiera querido ahorrarle esto. Lo planeé para la noche, para que usted no lo descubriera hasta que todo hubiera terminado.

— Todo porque mordió a su hijo -murmuró-, que atormentó a este niño y lo obligó a atacarle.

— No, créame. Comprendo lo del incidente de hoy y sé que fue culpa de Jerry. Pero la historia ha trascendido. Tenía que suceder precisamente hoy, rodeados como estábamos por la Prensa. No puedo arriesgarme a que circule una historía deformada sobre negligencia y salvajes neanderthales, desviando la atención del éxito del «Proyecto Edad Media». De todos modos, Timmie tenía que irse pronto; mejor ahora y evitar que los sensacionalistas tengan siquiera el menor punto donde plantar su basura.

— Pero no es lo mismo que devolver una roca. Matará a un ser humano.

— Nada de matar. Evitaremos esa sensación. Será simplemente un niño neanderthal en un mundo neanderthalense. Dejará de ser un prisionero y un extraño. Tendrá una oportunidad en una vida libre.

— ¿Qué oportunidad? Solamente tiene siete años, está acostumbrado a que le cuiden, vistan, alimenten, protejan. Estará solo. Su tribu puede no encontrarse en el punto en que los dejó, después de haber pasado cuatro años. Y si estuvieran, no le reconocerían. Tendrá que valerse por si mismo. ¿Cómo sabrá hacerlo? Hoskins movió la cabeza en desesperada negativa:

— Cielos, Miss Fellowes, ¿cree que no lo hemos pensado? ¿Cree que hubiéramos traído a un niño si antes no hubiera habido otra trayectoria con éxito de un humano, o casi humano, y que no nos atrevimos a correr el riesgo de devolverlo y traer a otro igualmente bueno? ¿Por qué supone que guardamos a Timmie todo este tiempo, como hicimos, de no ser por evitar devolver un niño al pasado? Es sólo que… -y su voz adquirió una desesperada intensidad-, ya no podemos esperar más. Timmie nos cierra el camino de la expansión. Timmie es la fuente de un posible descrédito; nos encontramos en el umbral de grandes acontecimientos, y, lo siento, Miss Fellowes, pero no podemos permitir que Timmie nos lo impida. No podemos. No podemos. Lo siento, Miss Fellowes.

— Está bien -aceptó Miss Fellowes, con tristeza-. Déjeme decirle adiós. Deme cinco minutos para despedirme. Concédame esto, por lo menos. Hosklns titubeó.

— Adelante.

Timmie corrió hacia ella. Por última vez corría hacia ella y por última vez Miss Fellowes le estrechó en sus brazos. Por un momento le abrazó a ciegas. Con la punta del pie tiró una silla hacia si, la apoyó en la pared y se sentó.

— No tengas miedo, Timmie.

— No tengo miedo, si está conmigo, Miss Fellowes. ¿Está enfadado conmigo el hombre que está ahí fuera?

— No, no lo está. Es sólo que no nos comprende. Timmie, ¿sabes lo que es una madre?

— ¿Como la madre de Jerry?

— ¿Te hablaba de su madre?

— A veces. Yo pienso que una madre es quizás una señora que se ocupa de uno y que es muy cariñosa y que hace cosas buenas.

— Eso mismo. ¿Has deseado alguna vez una madre, Timmie? Timmie apartó la cabeza del hombro para poder mirarla. Muy despacio, le pasó la mano por la mejilla y el cabello, y la fue acariciando, como había hecho ella con él hacía tanto tiempo. Le preguntó:

— ¿Es usted mi madre?

— ¡Oh, Timmie!

— ¿Está enfadada porque se lo he preguntado?

— No. Claro que no.

— Porque ya sé que su nombre es Miss Fellowes, pero…, pero a veces la llamo «madre» por dentro. ¿Está bien?

— Si. Si. Está muy bien. Y no te dejaré nunca más y nadie te hará ningún daño. Estaré siempre contigo para cuidarte. Llámame madre para que pueda oírte.

— ¡Madre! -dijo Timmie radiante, apoyando su mejilla contra la de ella. Miss Fellowes se levantó y, con el niño en brazos, se subió a la silla. El principio de un grito, desde fuera, pasó inadvertido para ella, y con su mano libre dio un tirón con todas sus fuerzas al cable donde pasaba entre dos ojetes. Y «Stasis» fue perforada y la habitación quedó vacía.

Isaac Asimov: Escriba mi nombre con una «S». Cuento

asimov (5)Marshall Zebatinsky se sentía idiotizado. Le parecía como si hubiera ojos observándole a través del sucio cristal de la tienda y a través del tabique de madera deslucida. No confiaba en la ropa vieja que había desenterrado, ni en el ala bajada de un sombrero que nunca se ponía, ni en las gafas que había dejado en su funda. Se sentía idiotizado y hacía que las arrugas de su frente fueran más profundas; su rostro, ni joven ni viejo, un poco más pálido. Jamás sería capaz de explicar a nadie por qué un físico nuclear como él podía ir a visitar a un futurólogo. («Jamás -pensó-, jamás.») Ni siquiera podía explicárselo a sí mismo, sino que había dejado que su mujer le convenciera. El futurólogo estaba sentado tras un viejo escritorio, comprado seguramente de segunda mano. Ningún escritorio particular podía ser tan viejo. Lo mismo podía decirse de sus ropas. Era bajito y moreno y miraba a Zebatinsky con unos ojillos oscuros y brillantes. Le dijo:

— Nunca he tenido un físico nuclear como cliente, doctor Zebatinsky. Zebatinsky se ruborizó al instante.

— Comprenda, esto es confidencial. El futurólogo sonrió hasta que las arrugas se fruncieron alrededor de su boca y la piel de la barbilla se le puso tirante.

— Todas mis consultas son confidenciales.

— Debo decirle una cosa -advirtió Zebatinsky-. No creo en la futurología, y no espero empezar a creer ahora. Si esto va a causar alguna diferencia, dígalo ya.

— Entonces, ¿por qué se encuentra aquí?

— Mi esposa cree que usted tiene un don, el que sea. Prometí venir, y aquí estoy. Se encogió de hombros y se hizo más intensa la sensación de desatino.

— ¿Y qué es lo que usted busca? ¿Dinero? ¿Seguridad? ¿Longevidad? ¿Qué? Zebatinsky permaneció sentado y quieto un buen rato, mientras el futurólogo observaba a su cliente tranquilamente, sin moverse ni apremiarle. Zebatinsky iba pensando: «¿Qué le digo yo? ¿Que tengo treinta y cuatro años y no tengo futuro?» Al fin se decidió:

— Quiero éxito. Quiero que se me tenga en cuenta.

— ¿Un mejor empleo?

— Un empleo diferente. Un tipo de trabajo distinto. Actualmente formo parte de un equipo, soy un subordinado. ¡Equipos! Es lo único en que consiste la investigación gubernamental. Soy como un violinista perdido en una orquesta sinfónica.

— Y usted quiere ser solista.

— Quiero salir de un equipo y ser.. sólo yo. Zebatinsky se sentía arrastrado, ligero, despejado, poniendo en palabras sus anhelos y diciéndolo a alguien más que no fuera su mujer. Añadió:

— Veinticinco años atrás, con mi práctica y mi capacidad, hubiera podido trabajar en las más importantes plantas de energía nuclear. Hoy estaría dirigiendo una o sería jefe de un grupo de investigación pura en alguna Universidad. Pero, con lo que he hecho hasta ahora, ¿dónde estaré dentro de veinticinco años? En ninguna parte. Sigo aún en el equipo. Sigo aún con mi dos por ciento del resultado. Me estoy ahogando entre una multitud anónima de físicos nucleares, y lo que yo quiero es un lugar en tierra firme, no sé si me entiende. El futurólogo movió la cabeza afirmativamente, despacio:

— ¿Se da cuenta, doctor Zebatinsky, de que no le garantizo el éxito? Zebatinsky, pese a su falta de fe, sintió una punzada de decepción.

— ¿Que no? Entonces, ¿qué diablos garantiza usted?

— Una mejora en las probabilidades. Mi trabajo es de naturaleza estadística. Puesto que trata usted con átomos, me figuro que comprenderá las leyes de la estadística.

— ¿Las comprende usted? -preguntó el físico, con acritud.

— Pues, sí. En realidad soy un matemático y trabajo matemáticamente. No se lo digo para aumentar mis honorarios, que son fijos. Cincuenta dólares. Pero, como es usted un científico, podrá apreciar mejor que otros clientes la naturaleza de mi trabajo. Para mí incluso es un placer poder explicárselo.

— Preferiría que no lo hiciera -dijo Zebatinsky-, si no le importa. Es inútil que me hable de los valores numéricos de las letras, su significado místico y demás. No tengo en cuenta las matemáticas. Vayamos al grano.

— Entonces, lo que usted quiere -observó el futurólogo- es que le ayude, siempre y cuando no le moleste, contándole las tontas bases no científicas del modo en que le he ayudado. ¿No es eso?

— En efecto. Así es.

— Pero sigue usted con la idea de que soy un futurólogo, y no lo soy. Me llamo así para que la Policía me deje en paz y… -el hombrecillo se echó a reír- los psiquiatras también. Soy un matemático, de verdad. Construyo ordenadores -explicó el futurólogo-. Estudio los futuros probables.

— ¿Cómo?

— ¿Le suena esto peor que lo de la futurología? ¿Por qué? Contando con datos suficientes y un ordenador capaz de suficientes números de operaciones en una unidad de tiempo, se puede predecir el futuro, por lo menos en términos de probabilidades. Cuando computa los movimientos de un misil a fin de apuntar a un antimisil, ¿no es el futuro lo que predice? El misil y el antimisil no chocarían si el futuro fuera incorrectamente previsto. Yo hago lo mismo. Como trabajo con un mayor número de variables, los resultados son menos precisos.

— ¿Quiere decir que predecirá mi futuro?

— Con mucha aproximación. Una vez lo haya hecho, modificaré los datos cambiando solamente su nombre, pero nada más. Insertaré los datos modificados en el programa. Operación. Después probaré otros nombres modificados. Yo estudio cada futuro modificado y descubro el que contiene mayores ventajas para usted, más que el futuro que se abre ante usted. O dicho de otro modo: le encontraré un futuro en el que las probabilidades de progreso sean superiores a las derivadas de su actual futuro.

— ¿Por qué cambiar mi nombre?

— Es el único cambio que suelo hacer, por variadas razones. Primera, porque es un cambio sencillo. Después de todo, si hago un gran cambio o varios cambios, entrarían tantas nuevas variables que ya no podría interpretar el resultado. Mi máquina es aún primitiva. Segunda razón, es un cambio razonable. No podría cambiar su talla, ¿verdad?, o el color de sus ojos, o incluso su temperamento. Tercera razón: es un cambio significativo. Los nombres significan mucho para la gente. Por último, es un cambio corriente que mucha gente hace todos los días.

— ¿Y si no encuentra un futuro mejor? -preguntó Zebatinsky.

— Éste es el riesgo que debo correr. Pero no estará peor que ahora, amigo mío. Zebatinsky miró inquieto al hombrecillo:

— No creo nada de esto. Casi creería mejor en la futurologia. El futurólogo suspiró.

— Creía que una persona como usted se sentiría más cómodo con la verdad. Quiero ayudarle, y le queda aún mucho que hacer. Si me creyera un futurólogo, no obedecería. Pensé que si le decía la verdad me dejaría ayudarle.

— Si puede ver el futuro… -indicó Zebatinsky.

— ¿Por qué no soy el más rico de la Tierra? ¿En eso pensaba? Es que soy rico…, en todo lo que quiero. Usted quiere que se le tenga en cuenta y yo quiero que se me deje en paz. Hago mi trabajo. Nadie me molesta. Esto me hace millonario. Necesito algo de dinero, y lo consigo gracias a las personas como usted. Ayudar a la gente es agradable, y tal vez un psiquiatra diría que me proporciona una sensación de poder y alimenta mi ego. Ahora bien…, ¿quiere o no que le ayude?

— ¿Cuánto me ha dicho?

— Cincuenta dólares. Necesitaré mucha información biográfica, pero he preparado un cuestionario para que le sirva de guía. Me temo que es un poco largo. De todos modos, si me lo puede echar al correo a final de semana, podré darle una respuesta… -sacó el labio inferior y arrugó la frente al tratar de hacer un cálculo mental-, para el 20 del mes que viene.

— ¿Cinco semanas? ¿Tanto tiempo?

— Tengo otro trabajo, y otros clientes. Si fuera un charlatán, lo haría mucho más de prisa. ¿De acuerdo? Zebatinsky se levantó.

— Bien, de acuerdo. Pero, todo es confidencial.

— Perfectamente. Recibirá de nuevo toda su información cuando le diga el cambio que tiene que hacer, y le doy mi palabra de que nunca la usaré para ningún fin. El físico nuclear se detuvo en la puerta.

— ¿No teme usted que le diga a alguien que no es futurólogo? Éste sacudió la cabeza.

— ¿Quién iba a creerle, amigo mio? Incluso suponiendo que estuviera dispuesto a decir que había estado aquí.

El día 20, Marshall Zebatinsky estaba ante la puerta desconchada mirando de soslayo a la tienda con la pequeña tarjeta descolorida pegada al cristal, que decía: «Futurologia.» Miró con la esperanza de que habría alguien dentro y le serviría de excusa para dominar la indecisión que tenía en la mente y volverse a casa. Varias veces trató de borrar aquello de su mente. Le costó dedicar mucho tiempo el rellenar los datos necesarios. Le avergonzaba trabajar en ello. Se sentía increíblemente idiotizado mencionando los nombres de sus amigos, el coste de su casa, si su mujer había tenido algún aborto y, de ser así, cuándo. Lo dejó. Pero tampoco podía dejarlo del todo. Todas las noches volvía a rellenarlo. Fue la idea del ordenador la que lo consiguió, quizá; la idea de la infernal presunción del hombrecillo diciendo que tenía un ordenador. Después de todo, se impuso la tentación de demostrar la estafa, de querer ver lo que ocurriría. Finalmente se decidió a enviar los datos completos por correo ordinario, poniendo sellos por valor de nueve centavos sin preocuparse de pesar la carta. «Si la devuelven -pensó-, lo dejaré correr». No la devolvieron. Fue a mirar a la tienda, estaba vacía. A Zebatinsky no le quedaba más remedio que entrar. Sonó una campanilla.

El viejo futurólogo salió por una puerta cubierta por una cortina.

– ¿Sí? Ah, es el doctor Zebatinsky. Zebatinsky trató de sonreír.

– ¿Se acuerda de mí?

– Oh, sí.

– ¿Y cuál es el veredicto? El futurólogo se frotó las manos.

– Antes, señor, hay una pequeña cuestión.

– ¿Una pequeña cuestión de dinero?

– Yo he hecho mi trabajo, señor. Me he ganado el dinero. Zebatinsky no tuvo nada que objetar… Estaba dispuesto a pagar. Si había llegado tan lejos, sería estúpido abandonar sólo por causa del dinero. Contó cinco billetes de diez dólares y los pasó por encima del mostrador.

– ¿Y bien? El futurólogo contó de nuevo los billetes, despacio, luego los metió en un cajón del escritorio y dijo:

– Su caso fue muy interesante. Le aconsejaría que cambiara su nombre por el de Sebatinsky.

– Seba…, ¿cómo se escribe eso?

– S-E-B-A-T-I-N-S-K-Y. Zebatinsky le miró, indignado.

– Quiere decir, ¿cambiar la inicial? ¿Cambiar la Z por una S? ¿Nada más?

– Es suficiente. Con tal de que el cambio sea adecuado, un pequeño cambio es más seguro que uno mayor.

– Pero, ¿cómo puede el cambio afectar a lo demás?

– ¿Cómo afecta un nombre? -preguntó el futurólogo en voz baja-. No le sabría decir. Lo hace y es lo único que puedo decirle. Recuerde, no le garantizo el resultado. Naturalmente, si no desea cambiar, deje las cosas como están. Pero, en este caso, no puedo devolverle el dinero.

– ¿Qué he de hacer? -preguntó Zebatinsky-. ¿Decir a todo el mundo que escriba mi nombre con S?

– Si quiere mi consejo, consulte a un abogado. Cambie su nombre legalmente. Puede aconsejarle en los detalles.

– ¿Cuánto tiempo me llevará? Quiero decir, para que las cosas empiecen a mejorar para mí.

– ¿Cómo puedo saberlo? Quizá nunca. Quizá mañana.

– Pero usted ve el futuro. Asegura que lo ve.

– Pero no como en una bola de cristal. No, no, doctor Zebatinsky, lo único que saco de mi ordenador es una serie codificada de cifras. Puedo recitarle las probabilidades, pero no veo imágenes. Zebatinsky se volvió y salió rápidamente de la estancia. ¡Cincuenta dólares por cambiar una letra! ¡Cincuenta dólares para Sebatinsky! ¡Cielos, qué nombre! ¡Peor que Zebatinsky!

Tardó otro mes antes de poder decidirse a ver a un abogado, pero finalmente fue. Se dijo que siempre podría volver a cambiar el nombre. «Démosle una oportunidad», se dijo. Caramba, no había ninguna ley en contra.

Henry Brand miró la carpeta, hoja por hoja, con la práctica que le daban los catorce años en Seguridad. No tenía que leer todas las palabras. La mínima peculiaridad resaltaría del papel y le saltaría a la vista.

— El hombre me parece limpio -dijo. Henry Brand también parecía limpio, con su barriga redonda y una complexión sonrosada y tersa. Era como si el contacto continuo con todo tipo de fallos humanos, desde la posible ignorancia a la posible traición, le hubieran obligado a lavarse con frecuencia. El teniente Albert Quincy, que le había entregado la carpeta, era un joven y responsable oficial de Seguridad de la Delegación de Hanford.

— Pero, ¿por qué Sebatinsky? -preguntó.

— ¿Y por qué no?

— Porque no tiene sentido. Zebatinsky es un nombre extranjero y yo también lo cambiaría si hiciera falta, pero lo cambiaría por algo anglosajón. Si Zebatinsky lo hubiera hecho, lo encontraría natural y dejaría de pensar en ello. Pero, ¿por qué cambiar la Z por una S? Pienso que debemos averiguar cuáles fueron sus razones.

— ¿Le ha preguntado alguien directamente?

— Claro. Pero en una conversación normal. Tuve buen cuidado de que se hiciera así. Lo único que dice es que estaba harto de ser el último del alfabeto.

— Podría ser, ¿no le parece, teniente?

— Podría ser, pero, ¿por qué no cambiar su nombre por Sands o Smith, si le gustan las eses? O, si se ha cansado de la Z, ¿por qué no empezar por el principio y cambiarla por la A? ¿Por qué no un nombre como… Aarons?

— No es lo bastante anglosajón -murmuró Brand, y añadió-: Pero no hay nada en contra del hombre. Por más raro que nos parezca un cambio de nombre, eso sólo no basta para recriminar a nadie. El teniente Quincy se mostraba daramente disgustado.

— Dígame, teniente, debe haber algo específico que le molesta. Algo en su mente, alguna teoría, cualquier cosa. ¿De qué se trata? El teniente frunció el ceño. Sus cejas claras parecieron unirse y apretó los labios.

— Maldita sea, señor. Ese hombre es un ruso.

— En absoluto. Es norteamericano de tercera generación.

— Pues su nombre es ruso. El rostro de Brand perdió algo de su engañosa placidez.

— No, teniente. Ha vuelto a equivocarse, es polaco. El teniente levantó, impaciente, las manos:

— Es lo mismo. Brand, cuyo apellido materno había sido Wiszewski, saltó:

— No se lo diga nunca a un polaco, teniente. -Luego, más reflexivo, añadió-: Ni a un ruso tampoco.

— Lo que estoy tratando de decir, señor -insistió el teniente, ruborizándose-, es que tanto los polacos como los rusos están del otro lado del telón de acero.

— Lo sabemos todos.

— Y Zebatinsky o Sebatinsky, como quiera llamarle, puede tener parientes allí.

— ¿De tercera generación? Podría tener primos segundos, me figuro. ¿Y qué?

— Nada. Mucha gente puede tener parientes lejanos por allí. Pero Zebatinsky cambió su nombre.

— Siga.

— Puede que trate de no llamar la atención. Puede que un primo suyo se vuelva demasiado famoso y nuestro Zebatinsky tema que el parentesco pueda entorpecer sus oportunidades de mejorar.

— Pero cambiar de nombre no le servirá de nada. Todavía seguirá siendo primo segundo.

— Sí, pero no será como si nos echara sus parientes a la cara.

— ¿Ha oído usted hablar de algún Zebatinsky en el otro lado?

— No, señor.

— Entonces, no puede ser demasiado famoso. ¿Cómo podría saberlo nuestro Zebatinsky?

— Podría estar en contacto con sus parientes. Esto podría ser sospechoso, dadas las circunstancias, ya que él es un físico nuclear. Brand, metódicamente, volvió a repasar la carpeta.

— El razonamiento es muy endeble, teniente. Tan endeble, que es casi invisible.

— ¿Puede usted ofrecer otras explicaciones, señor, de por qué se dispone a cambiar de nombre de esta forma?

— No, no puedo. Se lo confieso.

— Entonces, señor, creo que deberíamos investigar. Deberíamos buscar a todos los hombres del otro lado que se llamen Zebatinsky, y ver si encontramos alguna conexión.

— La voz del teniente subió de tono al ocurrirsele una nueva idea-. Podría ser que cambiara de nombre para distraer la atención de ellos; quiero decir, para protegerles.

— Yo diría que está haciendo lo contrario.

— Puede que no se dé cuenta, pero protegerles podría ser su motivo. Brand suspiró.

— Está bien. Nos dedicaremos al asunto Zebatinsky. Pero si no sale nada, teniente, lo dejaremos correr. Déjeme la carpeta. Cuando Brand recibió la información, ya se había olvidado del teniente y de sus teorías. Su primer pensamiento al recibir los datos que incluían una lista de diecisiete biografías de diecisiete ciudadanos rusos y polacos, todos ellos llamados Zebatinsky, fue:

— ¿Qué diablos es todo esto? Luego se acordó, maldijo entre dientes y empezó a leer. Empezaba por el lado norteamericano. Marshall Zebatinsky (huellas dactilares) había nacido en Buffalo, Nueva York (fecha y estadística del hospital). Su padre también había nacido en Buffalo, su madre en Oswego, Nueva York. Sus abuelos paternos habían nacido ambos en Bialystok, Polonia (fecha de entrada en los Estados Unidos, fechas de nacionalización, fotografías). Los diecisiete ciudadanos rusos y polacos llamados Zebatinsky eran todos ellos descendientes de gente que, cincuenta años antes, habían vivido en Bialystok. Presumiblemente estaban emparentados, pero no se mencionaba explícitamente en ningún caso particular. (Las estadísticas vitales en la Europa Oriental durante los años siguientes a la Primera Guerra Mundial estaban mal mantenidas, o no existían.) Brand recorrió las biografías individuales de hombres y mujeres Zebatinsky (asombrosa la minuciosidad con que trabajaba el espionaje, probablemente el de los rusos funcionaba igual). Se detuvo en uno y su frente lisa empezó a arrugarse cuando alzó repentinamente las cejas. Lo apartó y siguió leyendo. Finalmente lo volvió a guardar todo, excepto aquél. Mirándolo fijamente, empezó a tamborilear sobre la mesa. Con una cierta desgana, fue a visitar al doctor Paul Kristow, de la Comisión de Energía Atómica. El doctor Kristow escuchó el relato con expresión impenetrable. De vez en cuando levantaba el dedo meñique para golpear su bulbosa nariz y retirar una mota inexistente. Su cabello era gris, escaso y muy corto. Casi podía llamársele calvo. Dijo:

— No, nunca he oído hablar de ningún Zebatinsky ruso. Pero, bueno, tampoco he oído hablar del norteamericano.

— Verá. -Brand se rascó una sien y dijo despacio-: No creo que haya nada en todo esto, pero tampoco querría descartarlo demasiado pronto. Tengo a un joven teniente azuzándome, y ya sabe cómo son. No quiero hacer nada que empuje a un comité del Congreso. Además, ocurre que uno de los Zebatinsky rusos, Mijail Andreyevich Zebatinsky, es un físico nuclear. ¿Está seguro de que nunca ha oído hablar de él?

— ¿Mijail Andreyevich Zebatinsky? No…, no, nunca. Pero tampoco prueba nada.

— Podríamos decir que es pura coincidencia, pero eso seria algo exagerado. Un Zebatinsky aquí y un Zebatinsky allí, ambos físicos nucleares, y el de aquí de pronto cambia su nombre por Sebatinsky y además con mucha impaciencia. No permite errores. Dice, enfáticamente: «Escriba mi nombre con una S.» Todo parece encajar para hacer que mi teniente, obseso por los espías, empiece a parecer que tiene razón. Y otra cosa peculiar es que el ruso Zebatinsky desapareció hace un año aproximadamente.

— ¡Ejecutado! -dijo el doctor Kristow, tajante.

— Puede que lo fuera. Normalmente podría suponerse así, aunque los rusos no son más tontos que nosotros, y no matan a físicos nucleares si pueden evitarlo. El caso es que hay otra razón para que precisamente un físico nuclear desaparezca de pronto. No tengo que decirsela.

— Investigación de choque. Máximo secreto. Me figuro que esto es lo que quiere decir. ¿Lo cree así?

— Si lo sumamos todo y añadimos la intuición de mi teniente, empiezo a preguntármelo.

— Deme esta biografía. -El doctor Kristow cogió la hoja de papel y la leyó dos veces. Movió la cabeza. Luego dijo-: Cotejaré esto con Abstractos Nucleares. Los Abstractos Nucleares llenaban una pared del despacho del doctor Kristow en pequeñas cajitas ordenadas, cada una llena de su cuadrito de microfilme. El hombre de la C.E.N. utilizó su proyector para los índices, mientras Brand le contemplaba con toda la paciencia de que disponía. El doctor Kristow murmuró:

— Un Mijail Zebatinsky fue autor o coautor de media docena de artículos en periódicos soviéticos en los últimos seis años. Veremos los extractos y tal vez saquemos algo de ellos. Pero lo dudo. Un selector sacó los cuadraditos apropiados. El doctor Kristow los puso en orden, los fue pasando por el proyector y poco a poco una curiosa expresión cruzó su rostro.

— Es curioso -dijo.

— ¿Qué es curioso? -preguntó Brand.

— Prefiero no decirlo aún -contestó Kristow, reclinándose-. ¿ Puede conseguirme una lista de otros físicos nucleares desaparecidos en la Unión Soviética en el último año?

— ¿Quiere decir que ve algo?

— Realmente, no. No, si solamente mirara uno cualquiera de estos artículos. Es al verlos todos y sabiendo que este hombre puede estar en un programa de emergencia y, además de esto, habiéndome usted llenado la cabeza de sospechas… -Se encogió de hombros-. Nada. Brand insistió: Quisiera que me dijera lo que está pensando. ¿Por qué no sentirnos tontos conjuntamente?

— Si es lo que desea…, es justamente posible que ese hombre pueda haberse dedicado a la reflexión de rayos gamma.

— ¿Y qué significa?

— Si pudiera conseguirse un escudo de antirreflexión de rayos gamma, podrían construirse refugios individuales para protegernos de la contaminación. El verdadero peligro es la contaminación, ¿sabe? Una bomba de hidrógeno puede destruir una ciudad, pero la contaminación mataría lentamente a la gente en un radio de miles de kilómetros.

— ¿Trabajamos nosotros en algo de esto? -preguntó Brand.

— No. Y si ellos lo consiguen y nosotros no, pueden arrasar los Estados Unidos de parte a parte, a costa, digamos, de diez ciudades, después de que hayan completado su programa de refugios.

— Pero será en un futuro lejano. ¿Y cómo hemos llegado a esto? Todo por causa de un hombre que cambia una letra de su nombre.

— Está bien -dijo Brand-, pero ahora no puedo dejar el asunto así. No en este punto. Le conseguiré su lista de físicos nucleares desaparecidos, aunque tenga que ir a buscarla al propio Moscú. Consiguió la lista. Repasaron todos los artículos escritos por cualquiera de ellos. Ordenaron una reunión de la Comisión, después reunieron a los cerebros nucleares de la nación. El doctor Kristaw salió de una sesión nocturna en la que incluso había asistido el propio Presidente. Brand le esperó. Ambos parecían agotados y necesitados de dormir. Brand preguntó:

— ¿Y bien?

— La mayoría está de acuerdo. Algunos tienen aún sus dudas, pero muchos están de acuerdo.

— Y usted, ¿está seguro?

— Estoy muy lejos de estar seguro, pero deje que se lo diga así: es más fácil creer que los soviéticos trabajan en el escudo de rayos gamma, que creer que todos los datos que hemos descubierto no están interrelacionados.

— ¿Se ha decidido si vamos también a investigar sobre el escudo?

— Sl. -La mano de Kristow acarició su cabello recortado, con un ruido seco y rumoroso- Vamos a dedicarle todo lo que tenemos. Conociendo los artículos escritos por los hombres que han desaparecido, podemos empezar a pisarles los talones. Incluso podemos adelantarles. Pero, claro, descubrirán que estamos trabajando en ello. Que lo descubran -dijo Brand-. Que lo descubran. Les impedirá atacarnos. No veo ninguna ganancia en perder diez de nuestras ciudades sólo para destruir diez de las suyas…, si ambos estamos protegidos y son demasiado tontos para enterarse.

— Pero no demasiado pronto. No queremos que se enteren demasiado pronto. ¿Qué hay del Zebatinsky/Sebatinsky norteamericano? Brand movió gravemente la cabeza:

— Aún no hay nada que lo relacione con todo esto. Diablos, lo hemos buscado, y estoy de acuerdo con usted, claro. Se encuentra ahora en un lugar delicado y no podemos mantenerlo allí, aun cuando está limpio.

— Tampoco se le puede dar la patada, o los rusos empezarán a hacer conjeturas.

— ¿Se le ocurre algo? Iban caminando por el largo corredor en dirección a los ascensores en la quietud de las cuatro de la mañana.

— He echado una mirada a su trabajo -respondió Kristow-. Es bueno, mejor que muchos, y no se siente feliz en su trabajo. No tiene temperamento para trabajar en equipo.

— ¿Entonces?

— Pero es el tipo para un trabajo académico. Si podemos arreglar que una gran Universidad le ofrezca una cátedra de Física, creo que la aceptaría encantado. Habría suficientes áreas no delicadas que le mantendrían ocupado; podriamos tenerle controlado; y sería una evolución natural. Los rusos no tendrían que empezar a rascarse la cabeza. ¿Qué le parece?

— Es una buena idea -asintió Brand-. Incluso me parece muy buena. Se lo plantearé al jefe. Entraron juntos en el ascensor y Brand se permitió divagar un poco. ¡Qué final para lo que había empezado con una letra de un nombre! Marshall Sebatinsky apenas podía hablar. Dijo a su mujer:

— Te juro que no sé cómo ha ocurrido esto. Nunca se me hubiera ocurrido que me conocieran más que a otros. ¡Santo Dios, Sophie, Profesor Asociado de Física en Princeton! ¡Piensa en lo que es!

— ¿Crees que fue por tu conferencia en la reunión de A.P.S.?

— No sé cómo. Era un articulo indiferente después de que todo el mundo en la división hubiera trabajado en él. -chasqueó los dedos-. Habrá sido que Princeton investigó sobre mi. Será eso. Ya sabes la cantidad de formularios que llené en los últimos seis meses; esas entrevistas que no quisieron explicar. Sinceramente, estaba empezando a pensar que sospechaban de mí. Fue Princeton la que me investigó. Son muy exigentes.

— Puede que sea por tu nombre -dijo Sophie-. Quiero decir, por el cambio.

— Mírame bien ahora. Mi vida profesional será finalmente mía. Lo haré bien. Una vez tenga la oportunidad de trabajar sin… -Se volvió a mirar a su mujer-. ¡Mi nombre! ¿Quieres decir la S?

— No recibiste la oferta hasta después de haber cambiado tu nombre, ¿verdad?

— Hasta poco después. No, esto es sólo coincidencia. Ya te dije antes, Sophie, que era solamente tirar cincuenta dólares para hacerte feliz. Cielos, qué estúpido me he sentido durante todo este tiempo insistiendo en la estúpida S. Sophie se puso inmediatamente a la defensiva.

— No te obligué a hacerlo, Marshall. Te lo sugerí, pero no te dí la lata. No digas que lo hice. Además, salió muy bien. Estoy segura de que se ha hecho por el nombre.

— Esto son supersticiones -sonrió Sebatinsky, con indulgencia.

— No me importa cómo lo llames, pero no vas a volver a cambiarte el nombre.

— Bueno, no. Supongo que no. Me ha costado mucho lograr que escribieran mi nombre con una S, así que la idea de hacer que la quitaran es más de lo que podría soportar. Quizá debería cambiar mi nombre por Jones, ¿eh? -Y se rió casi histéricamente.

— Déjalo así. -Y Sophie no se rió.

— Está bien, no era más que una broma. Te diré una cosa. Iré a ver al viejo cualquier día y le diré que todo ha salido bien, le daré otros diez dólares. ¿Te parece bien? Estaba tan exuberante, que fue a la semana siguiente. Esta vez no se disfrazó. Llevaba las gafas habituales y su traje normal, sin sombrero. Incluso iba tarareando al acercarse a la tienda y ceder el paso a una mujer de aspecto agrio y cansado que empujaba un cochecito de gemelos. Puso la mano en la puerta y quiso correr el picaporte de hierro. El picaporte no cedió a la presión. La puerta estaba cerrada con llave. La tarjeta vieja y polvorienta que decía «Futurólogo», había desaparecido. Otro cartel, amarillento y que el sol empezaba a rizar, decía: «Por alquilar». Sebatinsky se encogió de hombros. Bueno. Había intentado hacerlo bien. Haround, desprovisto de su envoltura corporal, retozaba feliz y sus vórtices energéticos brillaban mansamente por encima de hiperkilómetros cúbicos. Decía:

— ¿He ganado? ¿No he ganado? Mestack, algo retirado, con sus vórtices casi como una esfera de luz en el hiperespacio, respondió:

— Aún no lo he calculado.

— Adelante, pues. No cambiará el resultado aunque tarde mucho. Brrr, es un alivio volver a la energía neta. Me llevó un microciclo de tiempo como ente corporal, uno muy usado, por cierto, pero valía la pena demostrárselo a usted. Mestack dijo:

— Está bien. Admito que impidió una guerra nuclear en el planeta.

— ¿Ha sido o no un efecto de clase A?

— Es un efecto de clase A. Claro que lo es.

— Está bien. Ahora compruebe y vea si no conseguí esa clase A con un estimulo de clase F. Cambié una sola letra de un nombre.

— ¿Cómo?

— Bah, no importa. Está todo ahí. Lo he expuesto para usted.

— Lo admito. Un estimulo de clase F -dijo Mestack de mala gana.

— Entonces, he ganado. Admítalo.

— Ninguno de nosotros ganará cuando el vigilante eche una mirada a esto. Haround, que había sido un viejo futurólogo en la Tierra y estaba aún algo desquiciado por el alivio de dejar de serlo, observó:

— Le tenía sin cuidado cuando hizo la apuesta.

— No creí que fuera lo bastante loco para llevarla a cabo.

— ¡No gaste energías! Además, ¿por qué preocuparse? El vigilante nunca detectará que ha sido un estímulo de clase F.

— Puede que no. Pero detectará un efecto de clase A. Esos corporales estarán por ahí todavía después de pasados doce microciclos. El vigilante se dará cuenta.

— Lo que ocurre, Mestack, es que no quiere pagar. Está ganando tiempo.

— Pagaré. Pero espere a que el vigilante se entere de que hemos estado trabajando en un problema no planteado y llevado a cabo un cambio no permitido. Claro que sí..

— Hizo una pausa.

— Está bien -dijo Haround-. Volveremos a dejarlo como antes. Nunca lo sabrá. Hubo un brillo astuto en el resplandor de energía de Mestack:

— Necesitará otro estimulo de clase F sí cuenta con que no lo note. Haround titubeó.

— Puedo hacerlo.

— Lo dudo.

— Podría hacerlo.

— ¿Estaría también dispuesto a apostar? -El júbilo invadía las radiaciones de Mestack.

— Claro -contestó Haround, picado-. Volveré a poner esos cuerpos donde estaban antes, y el vigilante no notará la diferencia. Mestack aprovechó su ventaja.

— Elimine la primera apuesta. Triplique la segunda.

— Bien. De acuerdo. Triplico la apuesta.

— ¡Hecho, pues!

— ¡Hecho!

 

Isaac Asimov: La sensación de poder. Cuento

asimov (3)Jehan Shuman estaba acostumbrado a tratar con las autoridades de la Tierra, inmersa en continuas guerras. Era solamente un civil, pero creaba programas que en la dirección de computadoras de guerra los consideraban del tipo más perfeccionado. En consecuencia, los generales le escuchaban. Y los presidentes de comités del Congreso también. En el salón especial del nuevo Pentágono estaban reunidos miembros de todos estos estamentos. El general Weider estaba quemado por el espacio y tenía una boquita fruncida como un cero. El congresista Brandt tenía las mejillas lisas y los ojos claros. Fumaba tabaco denebiano con la expresión de quien sabe que su patriotismo es tan notorio que se le permiten tales libertades. Shuman, alto, distinguido, programador de primera clase, les miraba sin miedo. Les anunció:

— Caballeros, éste es Myron Aub.

— El que posee el curioso don que usted descubrió por pura casualidad -comentó el congresista Brandt, plácidamente- e inspeccionó con amable curiosidad al hombrecito de cabeza calva como un huevo. El hombrecito, en respuesta, se retorció los dedos con muestras de impaciencia. Jamás se había encontrado ante gente de tanta categoría. Él era solamente un técnico de poca monta, no era joven ni viejo, había fracasado en todas las pruebas establecidas para descubrir a los mejor dotados de la Humanidad y se había colocado en una rutina de trabajo no especializado. Sólo que el gran programador había descubierto ese pasatiempo suyo y ahora estaba dándole una tremenda importancia.

— Encuentro extremadamente infantil esta atmósfera de misterio -observó el general Weider.

— No lo creerá así dentro de un momento -dijo Shuman-. Es algo de lo que no debemos dejar que se entere cualquiera, Aub -había un deje imperioso en su modo de pronunciar aquel nombre monosilábico, pero había que tener en cuenta que él era el gran programador dirigiéndose a un simple técnico-. ¡Aub!, ¿cuánto da nueve por siete? Aub dudó un instante. Sus pálidos ojos brillaron con débil ansiedad y contestó:

— Sesenta y tres. El congresista Brandt enarcó las cejas y preguntó:

— ¿Está bien?

— Compruébelo usted mismo, congresista. El congresista sacó su computadora del bolsillo, acarició por dos veces sus bordes, la miró sobre la palma de la mano, y volvió a guardarla, diciendo:

— ¿Es éste el regalo que nos ha traído para mostrárnoslo, un ilusionista?

— Mucho más que eso, señor. Aub ha memorizado algunas operaciones y con ellas computa sobre papel.

— ¿Una computadora de papel? -preguntó el general. Parecía dolido.

— No, señor -contestó pacientemente Shuman-. Una computadora de papel, no. Simplemente una hoja de papel. General, ¿quiere usted ser tan amable de sugerir un número?

— Diecisiete -dijo el general.

— ¿Y usted, congresista?

— Veintitrés.

— ¡Bien! Aub, multiplique esos números y, por favor, muestre a los caballeros su modo de hacerlo.

— Sí, Programador -asintió Aub bajando la cabeza. Sacó un pequeño bloc de un bolsillo de la camisa y una fina estilográfica del otro. Arrugó la frente mientras trazaba complicadas marcas en el papel y el general Weider le interrumpió autoritariamente:

— Veamos esto. Aub le pasó el papel y Weider dijo:

— Bueno, parece la cifra diecisiete. El congresista Brandt asintió y añadió:

— Así parece, pero supongo que cualquiera puede copiar las cifras de una computadora. Creo que yo mismo podría trazar un diecisiete aceptable, incluso sin práctica.

— Les ruego que dejen continuar a Aub -les advirtió Shuman sin acalorarse. Aub continuó aunque le temblaban algo las manos. Finalmente anunció en voz baja:

— La respuesta es trescientos noventa y uno. El congresista Brandt volvió a sacar su computadora y tecleó:

— Por Júpiter, que así es. ¿Cómo lo ha adivinado?

— No lo ha adivinado, congresista. Computó el resultado. Lo hizo en esta hoja de papel.

— Bobadas -soltó, impaciente, el general-. Una computadora es una cosa y las marcas sobre el papel, otra. Explíquelo, Aub -ordenó Shuman.

— Sí, Programador. Bien, caballeros, escribo diecisiete y debajo pongo veintitrés. A continuación me digo: tres veces siete… El congresista interrumpió suavemente:

— Bien, Aub, pero el problema es diecisiete veces veintitrés.

— Ya lo sé -respondió el pequeño técnico encarecidamente-, pero yo empiezo diciendo tres veces siete, porque así es como se hace. Ahora bien, tres veces siete son veintiuno.

— ¿Y cómo lo sabe? -preguntó el congresista.

— Lo recuerdo. Siempre da veintiuno en la computadora. Lo he comprobado infinidad de veces.

— Pero eso no quiere decir que siempre vaya a serlo, ¿verdad? -insistió el congresista.

— Puede que no -balbuceó Aub-. No soy un matemático. Pero siempre consigo las respuestas exactas.

— Siga.

— Tres veces siete es veintiuno, así que escribo veintiuno. Luego tres veces uno es tres, así que pongo un tres debajo del dos del veintiuno.

— ¿Por qué debajo del dos? -preguntó inmediatamente Brandt.

— Porque… -Aub miró desesperado a su superior en busca de ayuda-. Es difícil de explicar. Shuman aclaró:

— Si de momento aceptan su trabajo, dejaremos los detalles para el matemático. Brandt cedió.

— Tres más dos suman cinco, así que el veintiuno se transforma en cincuenta y uno. Ahora dejemos esto de momento y empecemos de nuevo. Multiplique dos y siete y le da catorce, y dos y uno y le da dos. Puestos así da treinta y cuatro. Bien, ahora ponga el treinta y cuatro debajo del cincuenta y uno y súmelos, y obtiene trescientos noventa y

uno y ésta es la respuesta. Hubo un momento de silencio que quedó roto por las palabras del general:

— No lo creo. Hace toda esta pamema, inventa números, los multiplica y los suma a su aire, pero no me lo creo. Es demasiado complicado para no ser otra cosa que charlatanería.

— ¡Oh, no, señor! -protestó Aub, sofocado-. Solamente parece complicado porque no están acostumbrados. En realidad, las reglas son muy sencillas y sirven para cualquier número.

— Con que cualquier número, ¿eh? -saltó el general-. Venga, pues. Sacó su propia computadora (un modelo severamente militar) y tecleó al azar.

— Ponga en el papel cinco, siete, tres, ocho. Será, cinco mil setecientos treinta y ocho.

— Sí, señor -dijo Aub, sacando una nueva hoja de papel.

— Ahora -y tecleó más en su computadora-, siete, dos, tres, nueve. Siete mil doscientos treinta y nueve.

— Si, señor.

— Ahora multiplique los dos.

— Tardaré algo -tartamudró Aub.

— Tómese el tiempo que quiera -repuso el general.

— Adelante, Aub -le animó Shuman. Aub se puso a trabajar. Cogió otra hoja de papel, y otra. El general sacó su reloj, y lo miró.

— ¿Ha terminado con su magia, técnico? preguntó.

— Casi, señor. Aquí lo tiene; cuarenta y un millones quinientos treinta y siete mil trescientos ochenta y dos -y mostró su resultado. El general Weider sonrió con amargura. Marcó el contacto de multiplicación en su computadora y dejó que los números se mezclaran hasta detenerse. Entonces miró y chilló, sorprendido:

— ¡Santa Galaxia! El tío tiene razón. El presidente de la Federación Terrestre tenía aspecto demacrado en su despacho. En privado se permitía una expresión melancólica que modificaba sus delicados rasgos. La guerra denebiana, después de haber empezado como un vasto movimiento de gran popularidad, había ido degenerando en un asunto sórdido de maniobras y contramaniobras, mientras el descontento crecía progresivamente en la Tierra. Era posible que también creciera en Deneb. Y ahora el congresista Brandt, a la cabeza de un importante Comité de Apropiaciones Militares, pasaba alegre y suavemente su media hora de cita soltando necedades.

— Computar sin computadora -declaró impaciente el presidente- es en si una contradicción.

— Computar -explicó el congresista- es solamente un sistema de manejar datos. Una máquina puede hacerlo, podría hacerlo el cerebro humano. Deje que le ponga un ejemplo -y sirviéndose de las nuevas habilidades aprendidas obtuvo sumas y productos hasta que el presidente, muy a pesar suyo, se interesó.

— ¿Y siempre funciona?

— Siempre, señor presidente. Es infalible.

— ¿Es difícil de aprender?

— Tardé una semana en conseguir hacerlo. Creo que usted lo haría mejor.

— Bien -dijo el presidente, pensativo-. Es un interesante juego de salón, pero, ¿para qué sirve?

— ¿Para qué sirve un recién nacido, señor presidente? De momento no sirve para nada, pero fíjese que ése es el camino hacia la liberación de las máquinas. Piense, señor presidente -el congresista se puso en pie y su voz profunda adquirió la resonancia y cadencia que empleaba en los debates públicos-, que la guerra denebiana es una guerra de computadora contra computadora. Sus computadoras forjan un escudo impenetrable de misiles contra nuestros misiles, y las nuestras hacen lo mismo en contra de ellos. Si mejoramos la eficacia de nuestras computadoras, ellos hacen lo mismo y llevamos cinco años de un equilibrio precario y sin provecho. Ahora tenemos en nuestras manos un método para ir más allá de la computadora, saltándonosla, atravesándola. Combinaremos la mecánica de la computación con el pensamiento humano; dispondremos del equivalente a computadoras inteligentes, miles de millones de ellas. No puedo predecir detalladamente cuáles serán las consecuencias, pero serán incalculables. Y si Deneb consigue igualarnos, serán catastróficamente inimaginables. El presidente, impresionado, preguntó:

— ¿Y qué quiere que yo haga?

— Poner toda la fuerza de la administración detrás del establecimiento de un proyecto secreto de computación humana. Le llamaremos Proyecto Cifra, si le parece. Yo respondo de mi comité, pero necesitaré el apoyo de la administración.

— Pero, ¿hasta dónde puede llegar la computación humana?

— No tiene limites. Según el programador Shuman, que fue el primero en darnos a conocer el descubrimiento.

— He oído hablar de Shuman, naturalmente.

— Bien, pues el doctor Shuman dice que, en teoría, no hay nada que haga una computadora que no pueda hacer la mente humana. La computadora se limitaba a tomar un número finito de datos y con ellos realiza un número finito de operaciones. La mente humana puede duplicar el proceso. El presidente digirió lo dicho y preguntó:

— Si Shuman lo dice, estoy inclinado a creerlo, en teoría. Pero en la práctica, ¿cómo puede alguien saber cómo funciona una computadora? Brandt se echó a reír, con aire de superioridad:

— Señor presidente, yo hice la misma pregunta. Parece ser que, en otro tiempo, las computadoras fueron diseñadas directamente por los seres humanos. Aquéllas eran computadoras simples, porque todo eso ocurrió antes del tiempo en que se estableció el uso racional de computadoras que diseñaban otras computadoras más avanzadas.

— Bien, bien, siga.

— Al parecer, el técnico Aub tenía como pasatiempo la reconstrucción de algunos de esos aparatos y, al hacerlo, estudió los detalles de su funcionamiento y descubrió que podía imitarles. La multiplicación que acabo de realizar para usted es una imitación de lo que hace una computadora.

— ¡Asombroso! El congresista tosió discretamente y prosiguió:

— Y, si me permite, hay más, señor presidente… Cuanto más podamos desarrollar esto, más podemos apartar nuestro esfuerzo federal de la producción de computadoras y mantenimiento de las mismas. Al entrar en funciones el cerebro humano, más cantidad de nuestra energía puede dedicarse a proyectos de tiempo de paz y el peso de la guerra sobre el hombre corriente será menor. Y, naturalmente, será mucho mas ventajoso para el que esté en el poder.

— ¡Ah! -exclamó el presidente-. Comprendo su punto de vista. Bien, siéntese, congresista, siéntese. Quiero algo de tiempo para pensarlo. Pero, entretanto, vuelva a enseñarme el truco de la multiplicación. Veamos si yo encuentro el truco también. El programador Shuman no trató de apresurar las cosas. Loesser era conservador, muy conservador, y le gustaba tratar con computadoras, como habían ya hecho su padre y su abuelo. Pero controlaba la «West European Computer Combine», y si se le podía persuadir que se uniera al Proyecto Cifra con entusiasmo, se habría logrado mucho. Pero Loesser se resistía. Objetó:

— No estoy seguro de que me guste la idea de relajar nuestro dominio sobre las computadoras. La mente humana es caprichosa. La computadora nos dará siempre la misma respuesta a un mismo problema. ¿Qué garantías tenemos de que la mente humana haga lo mismo?

— La mente humana, computador Loesser, sólo maneja datos. No importa que lo haga la mente humana o la computadora; no son más que instrumentos.

— Si, si. He repasado su ingeniosa demostración de que la mente humana puede duplicar la computadora, pero me parece que está un poco en el aire. Acepto la teoría, pero ¿qué razones tenemos para pensar que la teoría puede convertirse en práctica?

— Creo que tenemos razones, señor. Después de todo, las computadoras no han existido siempre. Los cavernícolas con sus trirremes, sus hachas de piedra y ferrocarriles, no tenían computadoras.

— Y posiblemente no computaban.

— Sabe de sobra que sí. La construcción incluso de una vía férrea o de un zigurat requerían algo de computación. Debió hacerse sin computadoras tal como las conocemos.

— ¿Sugiere acaso que computaban tal como usted demuestra?

— Probablemente, no. Después de todo, este método… a propósito, le llamamos «grafítico» de la antigua palabra europea «grapho», que quiere decir «escribir»… Se deriva de las propias computadoras, así que no puede haberlas anticipado. De todos modos, los cavernícolas debieron de tener algún método, ¿no cree?

— ¡Artes perdidas! Si nos ponemos a hablar de las artes perdidas…

— No, no. No soy un entusiasta de las artes perdidas, aunque no digo que no las haya. Después de todo, el hombre comía grano antes de los cultivos hidropónicos, y si los primitivos comían grano, debieron haberlo cultivado en tierra. ¿Qué podían haber hecho si no?

— No lo sé, pero creeré en el cultivo en tierra cuando vea a alguien sembrando en tierra. Y creeré en el fuego frotando dos trozos de madera, cuando lo vea. Shuman lo aplacó:

— Bueno, atengámonos a los «grafíticos». Forman parte de la eterealización. El transporte mediante trastos enormes está dando lugar a una transferencia masiva directa. Los aparatos de comunicación se hacen constantemente menos macizos y más eficientes. Como ejemplo compare su computadora de bolsillo con las enormes de hace mil años. ¿Por qué no dar el último paso para deshacerse por completo de las computadoras? Venga, señor, el Proyecto Cifra es algo que funciona; el progreso ha empezado. Pero queremos su ayuda. Si el patriotismo no le mueve, piense en la aventura intelectual que conlleva. Loesser murmuró, escéptico.

— ¿Qué progreso? ¿Qué puede hacer más allá de la multiplicación? ¿Puede integrar una función trascendental?

— Con el tiempo, señor. Con el tiempo. En el último mes he aprendido a dividir. Puedo determinar correctamente cocientes enteros y cocientes decimales.

— ¿Cocientes decimales? ¿De cuántas cifras? El programador Shuman se esforzó por mantener su tono indiferente.

— De cuantas quiera. Loesser dejó caer la mandíbula:

— ¿Sin computadora?

— Póngame un problema.

— Divida veintisiete por trece. Hágalo en seis movimientos. Cinco minutos despues, Shuman dijo:

— Dos, coma, siete, seis, nueve, dos, tres. Loesser lo comprobó.

— Vaya, es asombroso. La multiplicación no me impresionó demasiado porque entraban enteros y creí que, depués de todo, podía hacerse con truco. Pero los decimales son otra cosa…

— Y eso no es todo. Hay una nueva operación que, hasta ahora, es de máximo secreto y que no debería mencionar. Pero… creo que hemos conseguido llegar a la raíz cuadrada.

— ¿Raíces cuadradas?

— Hay ciertas dificultades que aún no hemos superado, pero el técnico Aub, el hombre que inventó esta ciencia y que posee una asombrosa intuición en relación con ella, asegura que tiene el problema casi resuelto. Y no es más que un técnico. Para un hombre como usted, un matenático inteligente y entrenado, no debería haber dificultades.

— ¡Raices cuadradas! -murmuró Loesser, atraído.

— Y raíces cúbicas también. ¿Se une a nosotros?

— Cuéntenme con ustedes. Y Loesser le tendió la mano. El general Weider recorrió de punta a cabo la habitación y se dirigió a sus oyentes como hace el maestro a un grupo de estudiantes recalcitrantes. Para el general no tenía la menor importancia que fueran científicos civiles de la dirección del Proyecto Cifra. El general estaba por encima de todos, y así se consideraba en todo momento. Les dijo:

— Ahora las raíces cuadradas son perfectas. Yo no sé hacerlas y tampoco comprendo el método, pero son perfectas. De todos modos, el proyecto no se desviará de lo que ustedes llaman lo fundamental. Pueden jugar con los «grafíticos» como prefieran una vez termine la guerra, pero en este momento tenemos otros problemas específicos prácticos que resolver. En un rincón, el técnico Aub escuchaba con dolorida atención. Ya había dejado de ser un técnico, había sido relevado de sus obligaciones y le habían asignado al proyecto, con un título sonoro y un buen sueldo. Pero, claro, la distinción social perduraba y los jefes científicos altamente situados jamás se rebajaban a admitirle en sus filas, ni le trataban de igual a igual. Y para ser justos, tampoco a Aub le importaba demasiado. Se encontraba tan incómodo con ellos como ellos con él. El general decía:

— Nuestra meta es sencilla, caballeros, se trata de remplazar la computadora. Una nave capaz de navegar por el espacio sin computadora a bordo puede construirse en una quinta parte de tiempo y a una décima parte del gasto de una nave cargada de computadoras. Podríamos construir flotas cinco veces, diez veces tan grandes como Deneb, si pudiéramos eliminar la computadora.

Y puedo ver algo, además de todo esto. Puede parecernos fantástico ahora, un puro sueño, pero veo, en un futuro, un misil tripulado. De la concurrencia se alzó un murmullo instantáneo. El general siguió hablando:

— En este momento, nuestra dificultad más importante es que los misiles tienen inteligencia limitada. La computadora que los controla no puede ser mayor y por esta razón no pueden enfrentarse a la naturaleza cambiante de las defensas antimisiles satisfactoriamente. Hay muy pocos misiles que alcancen su meta y la guerra de misiles está en un callejón sin salida, tanto para el enemigo como para nosotros. En cambio, un misil con un hombre o dos dentro, controlando su vuelo grafíticamente, resultaría más ligero, más móvil, más inteligente. Nos daría una dirección que bien podría ser el margen de la victoria. Pero además, caballeros, las exigencias de la guerra nos obligan a tener en cuenta otra cosa. Un hombre es mucho más dispensable que una computadora. Los misiles tripulados podrían lanzarse en cantidad y en circunstancias que ningún buen general querría poner en marcha por lo que se refiere a misiles dirigidos por computadora… Y dijo mucho más, pero el técnico Aub no esperó.

El técnico Aub, en la soledad de su alojamiento, se esforzó un buen rato en redactar la nota que dejaría tras él. Decía así: «Cuando empecé a estudiar lo que ahora se llama «grafíticos», no era más que un pasatiempo. No alcanzaba a ver más en ello que una distracción interesante y un ejercicio mental. Cuando empezó el Proyecto Cifra, pensé que otros eran más listos que yo, que los «grafiticos» podían ser de uso práctico como beneficio a la humanidad, quizá para ayudar a la producción de dispositivos prácticos de transferencia de masa. Pero ahora veo que va a utilizarse unicamente para matar y destruir. No puedo hacer frente a la responsabilidad derivada de mi invención de «grafíticos». Después, deliberadamente, dirigió sobre si el foco de un despolarizador de proteínas y cayó muerto instantáneamente y sin dolor.

Estaban firmes alrededor de la tumba del pequeño técnico, mientras se rendía tributo a la grandeza de su descubrimiento. El programador Shuman inclinó la cabeza junto con todos los demás, pero permaneció insensible. El técnico había cumplido su cometido y, después de todo, ya no se le necesitaba. Cierto que él había empezado con los «grafiticos», pero ahora que ya estaban en marcha, seguiría adelante solo, hasta que los misiles tripulados rueran posibles y quién sabe cuántas más cosas. «Nueve veces siete -pensó Shuman profundamente satisfecho-, son sesenta y tres, y ya no necesito una computadora para decirmelo. La computadora está en mi propia cabeza.» Y era asombrosa la sensación de poder que eso le daba.

Isaac Asimov: Rima ligera. Cuento

asimov (2)La ultima persona en quien se podía pensar como asesina, Mrs. Alvis Lardner. Viuda del gran mártir astronauta, era filantropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, en lo que todo el mundo estaba de acuerdo, un genio. Pero, sobre todo, era el ser humano más dulce y bueno que pudiera imaginarse. Su marido, William J. Lardner, murió, como todos Sabemos, por los efectos de la radiación de una bengala solar, después de haber permanecido deliberadamente en el espacio para que una nave de pasajeros llegara sana y salva a la Estación Espacial 5. Mrs. Lardner recibió por ello una pensión generosa que supo invertir bien y prudentemente. Había pasado ya la juventud y era muy rica. Su casa era un verdadero museo. Contenía una pequeña pero extremadamente selecta colección de objetos extraordinariamente bellos. Había conseguido muestras de una docena de culturas diferentes: objetos tachonados de joyas hechos para servir a la aristocracia de esas culturas. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera con pedrería fabricados en América, una daga incrustada de piedras preciosas procedente de Camboya, un par de gafas italianas con pedrería, y así sucesivamente. Todo estaba expuesto para ser contemplado. Nada estaba asegurado y no había medidas especiales de seguridad. No era necesario ningún convencionalismo, porque Mrs. Lardner tenía gran número de robots a su servicio y se podía confiar en todos para guardar hasta el último objeto con imperturbable concentración, irreprochable honradez e irrevocable eficacia. Todo el mundo conocía la existencia de esos robots y no se supo nunca de ningún intento de robo. Además, había sus esculturas de luz. De qué modo Mrs. Lardner había descubierto su propio genio en este arte, ningún invitado a ninguna de sus generosas recepciones podía adivinarlo. Sin embargo, en cada ocasión en que su casa se abría a los invitados, una nueva sinfonía de luz brillaba por todas las estancias, curvas tridimensionales y sólidos en colores mezclados, puros o fundidos en efectos cristalinos que bañaban a los invitados en una pura maravilla, consiguiendo siempre ajustarse de tal modo que volvían el cabello de Mrs. Lardner de un blanco azulado y dejaban su rostro sin arrugas y dulcemente bello. Los invitados acudían más que nada por sus esculturas de luz. Nunca se repetían dos veces seguidas y nunca dejaban de explorar nuevas y experimentales muestras de arte. Mucha gente que podía permitirse el lujo de tener máquinas de luz, preparaba esculturas como diversión, pero nadie podía acercarse a la experta perfección de Mrs. Lardner. Ni siquiera aquellos que se consideraban artistas profesionales. Ella misma se mostraba encantadoramente modesta al respecto:

— No, no -solía protestar cuando alguien hacia comparaciones líricas-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Es excesivo. Como mucho diría que es una mera «rima ligera».

Y todo el mundo sonreía a su dulce ingenio. Aunque se lo solían pedir, nunca quiso crear esculturas de luz para nadie, sólo para sus propias recepciones.

— Seria comercializarlo -se excusaba. No oponía ninguna objeción, no obstante, a la preparación de complicados hologramas de sus esculturas para que quedaran permanentemente y se reprodujeran en museos de todo el mundo. Tampoco cobraba nunca por ningún uso que pudiera hacerse de sus esculturas de luz.

— No podría pedir ni un penique -dijo extendiendo los brazos-. Es gratis para todos. Al fin y al cabo, ya no voy a utilizarlas más. Y era cierto. Nunca utilizaba la misma escultura de luz dos veces seguidas. Cuando se tomaron los hologramas, fue la imagen viva de la cooperación, vigilando amablemente cada paso, siempre dispuesta a ordenar a sus criados robots que ayudaran.

— Por favor, Courtney -solía decirles-, ¿quieres ser tan amable y preparar la escalera? Era su modo de comportarse. Siempre se dirigía a sus robots con la mayor cortesía. Una vez, hacia años, casi le llamó al orden un funcionario del Departamento de Robots y Hombres Mecánicos.

— No puede hacerlo así -le dijo severamente-, interfiere su eficacia. Están construidos para obedecer órdenes, y cuanto más claramente dé esas órdenes, con mayor eficiencia las obedecerán. Cuando se dirige a ellos con elaborada cortesía, es difícil que comprendan que se les está dando una orden. Reaccionan más despacio. Mrs. Lardner alzó su aristocrática cabeza.

— No les pido rapidez y eficiencia, sino buena voluntad. Mis robots me aman. El funcionario del Gobierno pudo haberle explicado que los robots no pueden amar, sin embargo se quedó mudo bajo su mirada dulce pero dolida. Era notorio que Mrs. Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para reajustarlo. Sus cerebros positrónicos son tremendamente complejos y una de cada diez veces el ajuste no es perfecto al abandonar la fábrica. A veces, el error no se descubre hasta mucho tiempo después, pero cuando ocurre, «U.S. Robots y Hombres Mecánicos, Inc.», realiza gratis el ajuste. Mrs. Lardner movió la cabeza y explicó:

— Una vez que un robot entra en mi casa y cumple con sus obligaciones, hay que tolerarle cualquier excentricidad menor. No quiero que se les manipule. Lo peor era tratar de explicarle que un robot no era más que una máquina. Se revolvía envarada:

— Nada que sea tan inteligente como un robot, puede ser considerado como una máquina. Les trato como a personas. Y ahí quedó la cosa. Mantuvo incluso a Max, que era prácticamente un inútil. A duras penas entendía lo que se esperaba de él. Pero Mrs. Lardner lo solía negar insistentemente y aseguraba con firmeza:

— Nada de eso. Puede recoger los abrigos y sombreros y guardarlos realmente bien. Puede sostener objetos para mi. Puede hacer mil cosas.

— Pero, ¿por qué no le manda reajustar? -preguntó una vez un amigo.

— No podría. Él es así. Le quiero mucho, ¿sabes? Después de todo, un cerebro positrónico es tan complejo que nunca se puede saber por dónde falla. Si le devolviéramos una perfecta normalidad, ya no habría forma de devolverle la simpatía que tiene ahora. Me niego a perderla.

— Pero, si está mal ajustado -insistió el amigo, mirando nerviosamente a Max-, ¿no puede resultar peligroso?

— Jamás. -Y Mrs. Lardner se echó a reír-. Hace años que le tengo. Es completamente inofensivo y encantador. La verdad es que tenía el mismo aspecto que los demás, era suave, metálico, vagamente humano, pero inexpresivo. Pero para la dulce Mrs. Lardner todos eran individuales, todos afectuosos, todos dignos de cariño. Ése era el tipo de mujer que era. ¿Cómo pudo asesinar? La última persona que hubiera creído que iba a ser asesinada, era el propio John Semper Travis. Introvertido y afectuoso, estaba en el mundo, pero no pertenecía a él. Tenía aquel peculiar don matemático que hacía posible que su mente tejiera la complicada tapicería de la infinita variedad de sendas cerebrales positrónicas de la mente de un robot. Era ingeniero jefe de «U.S. Robots y Hombres Mecánicos, Inc.», un admirador entusiasta de la escultura de luz. Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que el tipo de matemáticas empleadas en tejer las sendas cerebrales positrónicas podían modificarse para servir como guía en la producción de esculturas de luz. Sus intentos para poner la teoría en práctica habían sido un doloroso fracaso. Les esculturas que logró producir siguiendo sus principios matemáticos, fueron pesadas, mecánicas y nada interesantes. Era el único motivo para sentirse desgraciado en su vida tranquila, introvertida y segura, pero para él era un motivo más que suficiente para sufrir. Sabía que sus teorías eran ciertas, pero no podía ponerlas en práctica. Si no era capaz de producir una gran pieza de escultura de luz.. Naturalmente, estaba enterado de las esculturas de luz de Mrs. Lardner. Se la tenía universalmente por un genio. Travis sabía que no podía comprender ni el más simple aspecto de la matemática robótica. Había estado en correspondencia con ella, pero se negaba insistentemente a explicarle su método y él llegó a preguntarse si tendría alguno. ¿No sería simple intuición? Pero incluso la intuición puede reducirse a matemáticas. Finalmente consiguió recibir una invitación a una de sus fiestas. Sencillamente, tenía que verla.

Mr. Travis llegó bastante tarde. Había hecho un último intento por conseguir una escultura de luz y había fracasado lamentablemente. Saludó a Mrs. Lardner con una especie de respeto desconcertado y dijo:

— Muy peculiar el robot que recogió mi abrigo y mi sombrero.

— Es Max -respondió Mrs. Lardner.

— Está totalmente desajustado y es un modelo muy antiguo. ¿Por qué no lo ha devuelto a la fábrica?

— Oh, no. Seria mucha molestia.

— En absoluto, Mrs. Lardner. Le sorprendería lo fácil que ha sido. Como trabajo en «U.S. Robots», me he tomado la libertad de ajustárselo yo mismo. No tardé nada y encontrará que ahora funciona perfectamente. Un extraño cambio se reflejó en el rostro de Mrs. Lardner. Por primera vez en su vida plácida la furia encontró un lugar en su rostro, era como si sus facciones no supieran cómo disponerse.

— ¿Le ha ajustado? -gritó-. Pero si era él el que creaba mis esculturas de luz. Era su desajuste, su desajuste que nunca podrá devolverle el que…, que… El rostro de Travis también estaba desencajado: murmuró: ¿Quiere decir que si hubiera estudiado sus sendas cerebrales positrónicas con su desajuste único, hubiera podido aprender… Se echó sobre él, con la daga levantada, demasiado de prisa para que nadie pudiera detenerla, y él ni siquiera trató de esquivarla. Alguien comentó que no la había esquivado. Como si quisiera morir…

Isaac Asimov: ¿Le importa a una abeja?. Cuento

Asimov (1)La nave comenzó por ser un esqueleto metálico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel brillante por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro. Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento, el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien considerado. Manejaba los símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas sobre papel milimetrado y sobre las que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y formas de energía que entraban en la nave. Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de los tubos fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel, representante local de la corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando con el dedo extendido, dijo:

— Allí está. Ése es el hombre.

— ¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.

— El individuo del mono verde con una llave inglesa.

— Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?

— Quiero saber lo que hace. Es un idiota. Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula. Hammer se volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.

— ¿Ha estado usted molestándole?

— ¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres, averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para mejorar la moral.

— ¿Y en qué sentido le molesta Kane?

— Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la Luna. Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:

— ¿Por qué se marcha?

— Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.

— Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas…

— Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.

— Ya lo sé.

— Entonces, ¿por qué lo conservan? Hammer contestó con inesperada violencia:

— Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.

— ¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?

— Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.

— Está bromeando.

— En absoluto. Ahora déjeme en paz. Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano. Se daba cuenta vagamente que la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un hombre, pero había sitio para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la mayor parte del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa…, llevar la llave inglesa. Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas. Después, poco a poco, su atención se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas. No había nada que ver. El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de verano. A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día. Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del todo. Algo cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro. Kane se revolvió inquieto y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente. Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre. Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado. Kane se acercó más. Nadie se fijó en él. Estaban acostumbrados a verle..Había que subir por una escalerilla metálica y una maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma. De momento no había nadie allí, na… Estaba equivocado. Un hombre. Éste le preguntó vivamente:

— ¿Qué estás haciendo aquí? Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo para esquivar el golpe) se desplomó. Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que nunca encontraría, ni echaría en falta. En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un vientre. Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las compuertas y dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible. Kane no temía ser descubierto antes de ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto. Kane se lo había arreglado solo. Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había hecho. Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno. Era lo único que necesitaba…, pasar junto a él. Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija. Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico. No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando comienza a tejer su primera tela? Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes. El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas, arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras similares que la habían precedido.Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave enviada sí estaría tripulada. Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada. Había representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas. Aquellos que no habían podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta regresiva, en un tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas. Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la aceleración. Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad. Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que maniobrar cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar de nombre y de personalidad, ni manipular mentes. No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés errante, él estaba allí. Nadie le había molestado. Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía» realmente. No encontraba la palabra adecuada. Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas de las cosas que sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones. Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la Tierra antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas llamadas, desde entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su progenitor. No todos los mundos servían. ¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio? Eso no lo sabía aún. ¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta siga con vida? El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la cavidad, él. Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha. El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas. Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista. Una en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.

— Hogar —murmuró. ¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el arroyo de agua clara en el que, años antes, nació? El paso final se dio en el lento madurar que había tardado ocho mil años, y Kane había dejado de ser larva y era adulto. El adulto Kane salió de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo paseando por el espacio para fertilizar algún planeta. Y surcó el espacio, sin volver a pensar en la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había empujado a todo un mundo hacia la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar y conseguir su culminación. ¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se aleja?

Isaac Asimov: El chistoso. Cuento

Portrait of Isaac AsimovNoel Meyerhof consultó la lista que había preparado y eligió lo que debía pasar primero. Como siempre, confiaba sobre todo en la intuición. La máquina que tenía delante le hacía sentirse pequeño, y eso que sólo se veía una mínima parte. Pero no importaba. Le habló con la confianza indiferente del que sabe que es el amo.

— Johnson -empezó a decir-, llegó inesperadamente a su casa después de un viaje de negocios y encontró a su mujer en brazos de su mejor amigo. Dio un paso atrás y exclamó: ¡Max! Estoy casado con esta dama, así que no tengo más remedio. Pero, ¿tú por qué precisamente? Y Meyerhof pensó: «Está bien, dejemos que se le baje a las tripas y lo digiera un poco.» Una voz detrás de él exclamó:

— ¡Eh! Meyerhof borró el sonido de esta exclamación y puso el circuito en neutral. Se volvió y protestó:

— Estoy trabajando. ¿No sabes llamar? No sonrió como tenía por costumbre a Timothy Whistler, un jefe analista con el que trataba muy a menudo. Mostró su disgusto como se lo hubiera mostrado a cualquier desconocido que le interrumpiera, arrugando su flaco rostro con una distorsión que parecía llegarle al cabello desordenándoselo caprichosamente. Whistler se encogió de hombros. Llevaba su bata blanca de laboratorio presionando con los puños los bolsillos y arrugándola de arriba abajo.

— Llamé. No me contestó. No estaba puesta la señal de «ocupado». Meyerhof gruñó. No, no estaba puesta. Había estado pensando intensamente en su nuevo proyecto y se le olvidaron los pequeños detalles. Tampoco podía censurarse por ello. Lo que estaba haciendo era importante. Ignoraba por qué lo consideraba así, claro. Los Grandes Maestros pocas veces lo sabían. Eso era lo que les hacía ser Grandes Maestros, estar más allá de la razón. De lo contrario, ¿cómo podía la mente humana estar a la altura de ese pedazo de razón sólida que los hombres llamaban «Multivac», la computadora más compleja jamás construida?

— Estoy trabajando -repitió Meyerhof-. ¿Se le ocurre algo muy importante?

— Nada que no pueda esperar. Hay unos pocos baches en la respuesta sobre el hiperespacial. -Whistler cambió de tema y su rostro reflejó cierta incertidumbre-. ¿Trabajando?

— Sí. ¿Qué pasa?

— Estaba contando uno de sus chistes, ¿verdad?

— ¿Y bien? Whistler sonrió forzadamente:

— ¡No me diga que le estaba contando un chiste a «Multivac»! Meyerhof se turbó.

— ¿Y por qué no?

— ¿Se lo contaba?

— Sí.

— ¿Por qué? Meyerhof se le quedó mirando:

— No tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.

— Santo Dios, claro que no. Sentía curiosidad, nada más… Pero si está trabajando, le dejo. -Y volvió a mirar a su alrededor, confuso.

— Hágalo -dijo Meyerhof. Sus ojos le siguieron hasta que salió y luego activó la señal de «ocupado», con un brusco empujón de su dedo. Recorrió la estancia de arriba abajo, para volver a recobrar el hilo. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos ellos! Esto le pasaba por no mantener a todos, técnicos, analistas y mecánicos a raya, por no guardar las debidas distancias sociales, por tratarles como si ellos también fueran artistas creadores. Por eso se tomaban esas libertades. Pensó, sombrío, que ni siquiera sabían contar chistes decentemente. Al instante volvió a lo que estaba haciendo. Se sentó de nuevo. ¡Al diablo con todos ellos! Volvió a poner en marcha el circuito apropiado de «Multivac» y habló:

— El camarero de un barco se paró ante la borda de la nave en un trayecto especialmente malo y miró, compadecido, al hombre que echado sobre la barandilla y con la mirada clavada en la profundidad, reflejaba el horror del mareo. Con amabilidad, el camarero se dirigió al hombre, le dio unas palmaditas en la espalda y murmuró: «Ánimo, señor. Ya sé que se encuentra muy mal, pero sepa que nadie se muere de un mareo». El afligido caballero alzó su rostro verde y desencajado hacia el que le consolaba y logró decirle con voz enronquecida: «No me diga esto, hombre. Por el amor de Dios, no me diga esto. Solamente la esperanza de morir me mantiene con vida…» Timothy Whistler, un poco preocupado, sonrió y saludó con la cabeza al pasar ante el pupitre de la secretaria. Ella le devolvió la sonrisa. «He aquí -pensó-, un objeto arcaico del Siglo XX en este mundo regido por computadoras: una secretaria humana.» Pero, tal vez era natural que semejante institución sobreviviera en la propia ciudadela de las computadoras; en la gigantesca corporación mundial que manejaba a «Multivac». Con «Multivac» llenando los horizontes, unas computadoras inferiores dedicadas a trabajos de rutina serían de mal gusto. Whistler entró en el despacho de Abram Trask. El delegado del Gobierno cesó en su cuidadosa tarea de encender la pipa. Sus ojos oscuros parpadearon en dirección a Whistler y su nariz ganchuda resaltó prominente sobre el rectángulo de la ventana que estaba detrás de él.

— ¡Ah!, hola, Whistler, siéntese. Siéntese. Whistler obedeció:

— Creo que tenemos un problema, Trask. Trask esbozó una sonrisa:

— Confío en que no sea técnico. Yo no soy más que un inocente político. -Ésta era una de sus frases favoritas.

— Tiene que ver con Meyerhof. Trask se sentó inmediatamente y pareció muy preocupado:

— ¿Está seguro?

— Razonablemente seguro. Whistler comprendía la preocupación de Trask. Trask era el delegado del Gobierno encargado de la División de Computadoras y Automatismo del departamento del Interior. Tenía que solucionar asuntos de politica relacionada con los satélites humanos de «Multivac», lo mismo que esos satélites técnicamente entrenados trataban con la propia «Multivac». Un Gran Maestro era mucho más que un satélite. Más, incluso, que un mero ser humano. Al principio de la historia de «Multivac» se hizo patente que el embotellamiento era un procedimiento cuestionable. «Multivac» podía solucionar el problema de la humanidad, todos los problemas, si se le hacían preguntas específicas. Pero a medida que se acumulaban los conocimientos, cada vez a mayor velocidad, se hacía infinitamente más difícil poder localizar esas preguntas específicas. La razón sola no servía. Lo que hacía falta era un tipo único de intuición, la misma facultad mental (sólo que más intensa) que crea un gran maestro de ajedrez. La mente que se necesitaba era la que se ve a través del entramado del juego de ajedrez hasta encontrar la mejor jugada y hacerla en cuestión de minutos. Trask se movió, inquieto:

— ¿Qué ha estado haciendo Meyerhof? -preguntó.

— Ha introducido una serie de preguntas que encuentro inquietantes.

— Bueno, Whistler, ¿eso es todo? No puede impedir que un Gran Maestro inicie la serie de preguntas que se le antoje. Ni usted ni yo estamos preparados para juzgar el valor de las preguntas. Ya lo sabe. Sé que lo sabe de sobra.

— Lo sé, naturalmente. Pero también conozco a Meyerhof. ¿Le conoce usted realmente?

— Santo Dios, no. ¿Conoce alguien realmente a un Gran Maestro?

— No adopte esa actitud, Trask. Son humanos y hay que compadecerles. ¿Ha pensado alguna vez lo que significa ser Gran Maestro, saber que sólo hay doce en el mundo, que sólo llegan uno o dos por generación, que el mundo depende de ellos, que tienen a sus órdenes mil matemáticos, lógicos, psicólogos y físicos? Trask se encogió de hombros y murmuró:

— Santo Dios, me sentiría el rey del mundo.

— Me parece que no -dijo el jefe analista, impaciente-. No se sienten reyes de nada. No tienen a un igual con quien hablar, ni sensación de pertenecer a este mundo. Meyerhof no pierde la ocasión de reunirse con los muchachos. Naturalmente, no está casado, no bebe, no se mueve socialmente con naturalidad…, se obliga a estar entre la gente porque debe hacerlo. ¿Y sabe lo que hace cuando se reúne con nosotros, que es por lo menos una vez por semana?

— No tengo la menor idea -dijo el hombre del Gobierno-. Para mí todo esto es nuevo.

— Es un chistoso.

— ¿Un qué?

— Cuenta chistes. Buenos chistes. Es extraordinario. Puede elegir cualquier historia, vieja o aburrida, y hacerla buena. Es el modo de contarla. Tiene olfato.

— Ya veo. Bien.

— No, mal. Estos chistes son muy importantes para él. -Whistler apoyó los codos en la mesa de Trask, se mordió una uña y miró al cielo-. Es diferente y él sabe que es diferente. Los chistes son la única forma de pensar que puede hacer que el resto de nosotros, pobres empleados vulgares, le aceptemos. Nos reimos, nos desternillamos, le golpeamos la espalda y llegamos a olvidar que es un Gran Maestro. Es lo único que le une al resto de nosotros.

— Todo esto es muy interesante. Ignoraba que fuera usted tan buen psicólogo. Bien, pero, ¿a dónde nos lleva todo esto?

— A una cosa. ¿Qué cree que ocurrirá si a Meyerhof se le acaban los chistes?

— ¿Qué? -El hombre del Gobierno se quedó mirándole.

— Si empieza a repetirse. Si su público empieza a reírse con menos fuerza o deja de reírse del todo. Su único lazo con nosotros es nuestra aprobación. Sin ella, estaría solo, ¿y qué le pasaría entonces? Después de todo, Meyerhof es uno de esa docena de hombres de los que la Humanidad no puede prescindir. No podemos dejar que le ocurra nada. Y no me refiero sólo a cosas físicas. No podemos siquiera dejar que se sienta desgraciado. ¿Quién sabe cómo podría esto afectar su intuición?

— Bien, ¿ha empezado a repetirse?

— Que yo sepa, no, pero creo que él cree que sí.

— ¿Por qué lo dice?

— Porque le he oído contarle chistes a «Multivac».

— ¡Oh, no!

— Accidentalmente, entré en su despacho y me echó. Estaba fuera de sí. Generalmente está de buen humor y considero una mala señal que le molestara tanto mi intromisión. Pero estaba contando un chiste a «Multivac», y estoy convencido de que era uno de una serie.

— Pero, ¿por qué? Whistler alzó los hombros y se pasó la mano con rabia por la barbilla.

— Lo he estado pensando. Creo que está tratando de crear una reserva de chistes en la memoria de «Multivac». a fin de lograr nuevas variaciones. ¿Sabe a lo que me refiero? Está pensando en un chistoso mecánico para poder disponer de un número infinito de chistes sin temor a que se le terminen.

— ¡Dios Santo!

— Objetivamente, puede que no haya nada malo en ello, pero me parece una mala señal que un Gran Maestro empiece a utilizar a «Multivac» para sus problemas personales. Cualquier Gran Maestro que tenga cierta inestabilidad mental, debería ser vigilado. Meyerhof puede estar acercandose a un limite más allá del cual podemos perder a un Gran Maestro.

— ¿Qué me sugiere que haga? -preguntó Trask, desconcertado.

— Compruebe lo que le he dicho. Estoy cerca de él para juzgarle bien, y juzgar a los humanos no es mi talento especial. Usted es un político, queda más en su esfera.

— Juzgar a humanos, quizá, pero no a Grandes Maestros.

— También son humanos. Además, ¿quién puede hacerlo sino usted? Los dedos de la mano de Trask golpearon la mesa en rápida sucesión una y otra vez como un redoble de tambor.

— Supongo que tendré que hacerlo -aceptó, resignado. Meyerhof dijo a «Multivac»:

— El ardiente enamorado recogió un ramo de flores silvestres para su amada. De pronto le desconcertó encontrarse en el mismo campo con un toro de aspecto poco amistoso que le miraba fijamente, escarbando el suelo en tono amenazador. El joven, al descubrir al granjero al otro lado de la valla le gritó: «¡Eh!, ¿es de fiar este toro?» El granjero estudió la situación con aire crítico y gritó: «Es totalmente de fiar. -Volvió a escupir y añadió-: Pero no puedo decir lo mismo de usted.» Meyerhof se disponía a pasar al siguiente cuando le llegó una llamada. No era realmente una llamada. Nadie podía llamar a un

Gran Maestro. Era un mensaje de Trask, el Jefe de División, diciendo que le complacería ver al Gran Maestro Meyerhof, si el Gran Maestro Meyerhof disponía de tiempo. Meyerhof podía tranquilamente tirar el mensaje y continuar con lo que estaba haciendo. No estaba sujeto a disciplina. Pero, por el contrario, si lo hacía, seguirían molestándole… ¡Oh!, muy respetuosamente, eso sí, pero seguirían molestándole. Así que neutralizó los circuitos pertinentes de «Multivac» y los bloqueó. Marcó la señal de congelación en su despacho para que nadie se atreviera a entrar en su ausencia y se dirigió al despacho de Trask. Trask carraspeó y se sintió un poco intimidado por el aspecto apático del Gran Maestro.

— No hemos tenido ocasión de conocernos -dijo obsequioso-, y lo lamento.

— Yo me presenté a usted -protestó Meyerhof. Trask se preguntó qué habría tras aquellos ojos vivaces y salvajes. Le resultaba difícil imaginar a Meyerhof con su rostro delgado, su cabello oscuro y liso, su aire tenso, relajarse tanto como para contar chistes:

— Presentarse no es un intercambio social -le dijo-. Yo… Me han dado a entender que posee usted un magnífico cúmulo de anécdotas.

— Soy un chistoso, señor. Por lo menos ésta es la palabra que utiliza la gente. Un chistoso.

— Conmigo no han utilizado esa palabra, Gran Maestro. Me han dicho…

— ¡Al diablo con ellos! No me importa lo que le hayan dicho. Oiga, Trask, ¿quiere oír un chiste? -se echó hacia delante por encima de la mesa y entornó los ojos.

— Por supuesto, me encantaría -contestó Trask esforzándose por parecer encantado.

— Bien, ahí va el chiste: Mrs. Jones se quedó mirando la tarjetita con el horóscopo que salió de la báscula al echar su marido un penique. Observó: «Fíjate, George, aquí dice que eres tierno, inteligente, previsor, trabajador y atractivo para las mujeres. -Después, dio la vuelta a la tarjeta y añadió-: Y también se han equivocado en el peso.» Trask se rió. Era prácticamente imposible dejar de hacerlo. Aunque lo dicho era una bobada, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había encontrado el tono justo en la voz para expresar el desdén de la mujer y la inteligencia con que había modificado la expresión para que correspondiera al tono de voz, provocó una risa irreprimible en el político. Meyerhof preguntó, agresivo:

— ¿Por qué lo encuentra gracioso? Trask se dominó:

— Perdóneme.

— Le he preguntado que por qué lo encontraba gracioso. ¿Por qué se ha reído?

— Pues… -Trask trató de parecer razonable-. Porque el final sitúa todo lo anterior bajo una nueva luz. Lo inesperado…

— El caso es -cortó Meyerhof- que he retratado a un marido humillado por su esposa; un matrimonio que es un desastre, que la esposa está convencida de que el marido carece de personalidad. Pero usted se ríe. Si fuera usted el marido, ¿lo encontraría divertido? Esperó un instante, reflexionó y añadió:

— Veamos este otro, Trask: Abner estaba sentado junto a la cama de su mujer enferma llorando desconsoladamente, cuando ella, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó apoyándose en un codo: «Abner -le dijo-, no puedo presentarme ante mi Creador sin confesar mi falta.»«Ahora, no -murmuró el desconsolado esposo. Ahora, no, amor mio. Échate y descansa.» «No puedo, -exclamó-. debo contártelo o mi

alma no encontrará reposo. Te he sido infiel. Abner, en esta misma casa, hace menos de un mes…» «Calla, querida, -la tranquilizó Abner. Lo sé todo. ¿Por qué si no te iba a envenenar?» Trask trató desesperadamente de mantener la ecuanimidad, pero no lo consiguió del todo. Contuvo, apenas, el inicio de una risa. Meyerhof le increpó:

— Así que esto también es divertido. Adulterio. Asesinato. Muy gracioso.

— Bueno, se han escrito libros analizando el humor -protestó Trask.

— Muy cierto, y he leído muchos de ellos. Y lo que es más importante, se los he leído a «Multivac». Pero la gente que escribe los libros sigue aún haciendo conjeturas. Algunos dicen que nos reímos porque nos sentimos superiores a la gente del chiste. Otros dicen que es debido a la incongruencia, o al súbito alivio de la tensión, o a la inesperada reinterpretación de los hechos. ¿Hay alguna razón simple? Diferentes personas se ríen de diferentes chistes. Ningún chiste es universal. Hay ciertas personas que no se ríen nunca de ningún chiste. Sin embargo, lo que puede que sea más importante es que el hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que ríe.

— Ya lo entiendo -dijo Trask de pronto-. Está tratando de analizar el humor. Es la razón por la que transmite chistes a «Multivac».

— ¿Quién le ha dicho que lo hago? Déjelo, ha sido Whistler, ahora me acuerdo. Me sorprendió haciéndolo. Bien, ¿qué hay de malo en ello?

— Nada en absoluto.

— ¿No discute mi derecho a añadir lo que me parezca al fondo general de conocimientos de «Multivac», o a hacerle las preguntas que crea pertinentes?

— No, no -se apresuró a responder Trask-. La verdad es que no me cabe la menor duda de que esto abrirá un camino para nuevos análisis de gran interés para los psicólogos.

— ¡Humm! Quizá. De todos modos, hay algo que me obsesiona y que es más importante que un análisis general del humor. Tengo que formularle una pregunta específica. En realidad son dos.

— ¿Oh? ¿Y de qué se trata? -Trask se preguntó si querría contestarle. Si decidía en contra, no habría modo de obligarle a hacerlo. Pero Meyerhof respondió:

— La primera es: ¿De dónde proceden todos esos chistes?

— ¿Qué?

— ¿Quién los inventa? ¡Oiga! Hace alrededor de un mes, pasé la noche intercambiando chistes. Como de costumbre, los conté casi todos y, como de costumbre, los imbéciles se rieron. Puede que creyeran que eran realmente divertidos o lo hicieron para contentarme. En todo caso, un individuo se tomó la libertad de golpearme la espalda diciendo: «Meyerhof, conoce más chistes que cualquier persona que yo conozca». Seguro que tendría razón, pero me hizo pensar. No sé cuántos, cientos, o quizá miles, de chistes he contado en un momento u otro de mi vida, pero lo que es cierto es que nunca he inventado ninguno. Ni uno solo. Me he limitado a repetirlos. Mi única contribución fue contarlos. Para empezar, o los había leído o me los habían contado. Y la fuente de mi lectura o de lo que oí, tampoco los había creado. Jamás he conocido a nadie que me confesara que había creado un chiste. Dicen siempre: «El otro día oí uno muy bueno», o bien «¿ha oído alguno bueno, ultimamente?». ¡Todos los chistes son viejos! Por eso tienen siempre un fondo social. Todavía hablan del mareo, por ejemplo, cuando ahora esto puede evitarse fácilmente y no se sufre. O hablan de máquinas que dan tarjetitas con el horóscopo, como en el chiste que le he contado, cuando esas básculas sólo se encuentran en los anticuarios. Así pues, ¿quién inventa los chistes?

— ¿Es eso lo que trata de averiguar? -preguntó Trask y tuvo en la punta de la lengua añadir: ¿Y qué más da? Pero supo aguantarse. Las preguntas de un Gran Maestro son siempre pertinentes y específicas.

— Claro que es lo que trato de averiguar. Enfóquelo así. No es porque los chistes sean viejos. Deben serlo para que se disfruten. Es esencial que un chiste no sea original. Hay una variedad de humor que es, o puede ser, original y es el juego de palabras. Los he oído que se habían hecho sobre la marcha. Yo mismo he hecho algunos. Pero nadie se ríe con ellos. No debe hacerse. Se gruñe o se gime. Cuanto mejor el juego, mayor el gruñido. El humor original no provoca risas. ¿Por qué?

— Le juro que no lo sé.

— Está bien. Busquémoslo. Habiendo dado a «Multivac» toda la información que creí aconsejable sobre el tópico general del humor, estoy ahora alimentándole con chistes seleccionados.

— ¿Seleccionados? ¿Cómo? -preguntó Trask, intrigado.

— No lo sé. Los que parecieron mejores. Soy Gran Maestro, ¿sabe?

— ¡Oh, de acuerdo! ¡De acuerdo!

— A partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera petición a «Multivac» será que me busque el origen de los chistes si puede. Puesto que Whistler se ha metido en esto y ha creído oportuno informarle a usted, mándemelo a Análisis pasado mañana. Creo que tendrá algún trabajo que hacer.

— De acuerdo. ¿Podré asistir yo también? Meyerhof se encogió de hombros. La presencia de Trask le dejaba absolutamente Indiferente. Meyerhof había seleccionado el último de una serie de chistes con especial cuidado. En qué consistía el cuidado no hubiera podido decirlo, pero había barajado en su mente una docena de posibilidades. Una y otra vez les había puesto a prueba en busca de alguna cualidad de intención. Dijo:

— Ug, el hombre de las cavernas observó que su compañera corría hacia él llorando, con su faldita de piel de leopardo en desorden. «Ug, gritó enloquecida, haz algo, rápido. Un tigre de dientes afilados ha entrado en la caverna de mamá. ¡Haz algo!» Ug, gruñó, recogió su pulida maza de hueso de búfalo y añadió: «¿Por qué quieres que haga algo? ¿A quién le importa lo que le ocurra a un tigre de dientes afilados?» Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos preguntas y se recostó cerrando los ojos. Había terminado.

— No vi absolutamente nada malo -dijo Trask a Whistler-. Me dijo lo que estaba haciendo sin dificultad, y lo encontré raro pero legítimo.

— Lo que decía que estaba haciendo -insistió Whistler.

— Incluso así, no puedo parar a un Gran Maestro basandome sólo en una opinión. Me pareció peculiar, pero resulta que todos los Grandes Maestros son algo peculiares. No me pareció loco.

— ¿Utilizar «Multivac» para encontrar el origen de los chistes -murmuró el jefe analista, descontento-, no es estar loco?

— ¿Cómo puede decir eso? -exclamó Trask, irritado- La ciencia ha avanzado hasta el punto en que sólo las preguntas específicas que quedan son las ridículas. Las sensatas ya han sido pensadas, preguntadas y contestadas hace tiempo.

— Es inútil. Estoy preocupado.

— Quizá, pero no se puede hacer nada, Whistler. Veamos a Meyerhof y usted podrá hacer los análisis necesarios de la respuesta de «Multivac», si la hubiera. En cuanto a mí, mi único trabajo es formular expedientes. Por Dios, ni siquiera sé lo que un jefe analista como usted puede hacer, excepto analizar, y eso no me aclara nada.

— Pues es muy sencillo -aclaró Whistler-, un Gran Maestro como Meyerhof hace preguntas y «Multivac» automáticamente las formula en varias operaciones. La maquinaria necesaria para convertir palabras en símbolos es lo que forman la masa de «Multivac». «Multivac» da la respuesta mediante operaciones, pero no las traduce en palabras, salvo en los casos más simples y de rutina. Si estuviera diseñada para solucionar el problema general de las traducciones, tendría que ser por lo menos cuatro veces mayor.

— Comprendo. Entonces, ¿su trabajo es traducir dichos símbolos en palabras?

— El mío y el de otros analistas. Utilizamos computadoras más pequeñas y especialmente diseñadas cuando se considera necesario -Whistler sonrió-. Igual que las sacerdotisas de Delfos en la antigua Grecia. Las respuestas de «Multivac» son oscuras como las de un oráculo. Pero tenemos traductores. Habían llegado. Meyerhof esperaba. Whistler preguntó:

— ¿Qué circuitos ha utilizado, Gran Maestro? Meyerhof se lo dijo y Whistler se puso a trabajar. Trask intentó seguir el proceso, pero para él nada tenía sentido. El delegado del Gobierno contemplaba cómo giraba una cinta con multitud de puntos tan interminable como incomprensible. El Gran Maestro Meyerhof esperaba, indiferente, mientras Whistler vigilaba la cinta a medida que iba emergiendo. El analista se había puesto auriculares y una boquilla y murmuraba instrucciones a intervalos que, en algún lugar lejano, servían de guía a unos ayudantes mediante contorsiones electrónicas en otras computadoras. En ocasiones, Whistler escuchaba, después marcaba combinaciones en un teclado complejo marcado con símbolos que vagamente parecían matemáticos, pero que no lo eran. Transcurrió bastante más de una hora. Las arrugas en el rostro de Whistler se hicieron más profundas. Una vez terminado, levantó la cabeza y miró a los otros dos.

— Esto es increíb… -y volvió a su trabajo. Finalmente, dijo con voz ronca:

— No puedo darle la respuesta oficial. -Tenía los ojos ribeteados de rojo-. La respuesta oficial está esperando un análisis completo. ¿Quiere la respuesta oficiosa?

— Adelante -musitó Meyerhof y Trask movió la cabeza. Whistler dirigió una mirada de perro apaleado a Meyerhof:

— A preguntas tontas… -empezó, luego, de mala gana, concluyó-: «Multivac» dice, «origen extraterrestre».

— ¿Qué está diciendo? -preguntó Trask.

— ¿Es que no me han oído? Los chistes que nos hacen reír no fueron inventados por ningún hombre. «Multivac» ha analizado todos los datos entregados y la única respuesta que encaja con los datos es que alguna inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes, todos los chistes, y los introdujo en mentes humanas seleccionadas en momentos y lugares elegidos, de modo que ningún hombre es consciente de haber inventado uno. Todos los chistes subsiguientes son variaciones menores y adaptaciones de los originales. Meyerhof interrumpió, con el rostro sofocado por el triunfo que sólo un Gran Maestro puede conocer, cuando de nuevo ha formulado la pregunta acertada.

— Todos los escritores de comedias trabajan transformando viejas bromas para nuevos propósitos. Es bien conocido. La respuesta es la que corresponde.

— Pero, ¿por qué? -preguntó Trask- ¿Quien inventó los chistes?

— «Multivac» dice -explicó Whistler- que el único propósito con el que encajan todos los datos, es que los chistes estaban dedicados al estudio de la psicología humana. Estudiamos la psicología del ratón haciéndole pasar por laberintos. Los ratones no saben por qué ni lo sabrían aunque se dieran cuenta de lo que estaban haciendo, cosa que no saben. Esas inteligencias exteriores estudian la psicología del hombre, anotando las reacciones individuales a anécdotas cuidadosamente seleccionadas. Cada hombre reacciona de manera diferente…, presumiblemente esas inteligencias son para nosotros lo que nosotros somos para los ratones. -Y se estremeció. Trask con los ojos fijos, musitó:

— El Gran Maestro dijo que el hombre es el único animal con sentido del humor. Parecería que el sentido del humor se nos ha impuesto desde fuera. Meyerhof, excitadísimo, añadió:

— Y para el posible humor creado desde dentro, no tenemos risas. Me refiero a los juegos de palabras.

— Presumiblemente, los extraterrestres cancelan las reacciones al humor espontáneo para evitar confusiones. Trask, súbitamente angustiado, preguntó:

— Pero, en nombre de Dios, ¿alguno de los dos cree esto? El analista jefe le miró fríamente.

— Lo dice «Multivac». Es todo lo que sabemos hasta ahora. Ha señalado los verdaderos chistosos del universo, y si queremos saber más, habrá que seguir con la investigación. ­Y en voz baja añadió-: Si alguien se atreve a hacerlo. El Gran Maestro Meyerhof exclamó de pronto:

— Yo formulé dos preguntas, ¿saben? Hasta ahora sólo se me ha contestado a la primera. Creo que «Multivac» tiene suficientes datos para responder a la segunda. Whistler se encogió de hombros. Parecía un hombre medio destrozado.

— Cuando un Gran Maestro cree que hay suficientes datos, debo creerlo. ¿Cuál es su segunda pregunta?

— Pregunté: ¿Cuál será el efecto sobre la raza humana al descubrir la respuesta a mi primera pregunta?

— ¿Por qué le preguntó esto? -exigió Trask.

— Sólo por la sensación de que tenía que hacerlo -respondió Meyerhof.

— Loco -exclamó Trask-. Todo esto es de locos. -Y dio la vuelta. Incluso él percibía con qué intensidad él y Whistler habían cambiado de bando. Ahora era Trask el que alegaba locura. Trask cerró los ojos. Podía hablar de locura todo lo que quisiera, pero ningún hombre en cincuenta años había puesto en duda la combinación de un Gran Maestro y «Multivac», y descubierto la confirmación de sus dudas. Whistler trabajaba silenciosamente, con los dientes apretados. Volvió a colocar a «Multivac» y a sus máquinas subsidiarias sobre las pistas anteriores. Transcurrió una hora más y rió destemplado:

— ¡Una pesadilla desatada!

— ¿Cuál es la respuesta? -preguntó Meyerhof-. Quiero las observaciones de «Multivac», no las de usted.

— Está bien. Aquí las tiene. «Multivac» declara que, incluso si un humano descubre una sola vez la verdad de este método de análisis psicológico de la mente humana, resultará inútil como técnica objetiva por parte de las fuerzas extraterrestres que ahora la utilizan.

— ¿Quiere decir que ya no se entregarán más chistes a la Humanidad? -preguntó Trask con voz débil-. ¿O qué quiere decir?

— Se han terminado los chistes -dijo Whistler-, ¡ahora! «Multivac» dice, ¡ahora! Habrá que Introducir una nueva técnica. Se miraron unos a otros. Los minutos pasaron. Meyerhof dijo despacio:

— «Multivac» tiene razón.

— Lo sé -aceptó whistler, desencajado. Incluso Trask murmuró:

— Si. Así debe ser. Fue Meyerhof el que puso el dedo en la llaga, Meyerhof, el perfecto chistoso, anunció:

— Se acabó, ¿saben? Todo ha terminado. Llevo cinco minutos esforzándome y no puedo acordarme de un solo chiste, ni uno. Y si lo leyera en un libro ya no reiría. Lo sé.

— El don del humor ha desaparecido -dijo Trask asustado-. Nadie volverá jamás a reírse. Y siguieron allí, mirándose, sintiendo que el mundo se encogía a las dimensiones de una ratonera experimental…, retirado el laberinto, pero con algo a punto de colocar en su sitio.

Isaac Asimov: Privilegio. Cuento

aLinda, con sus diez años de edad, era la única de la familia que parecía disfrutar mientras estaba despierta. Norman Muller la oía ahora, pese a su sueño comatoso y enfermizo. (Por fin había conseguido dormirse una hora antes, pero incluso así era más por agotamiento que por sueño.)

— ¡Papá! ¡Papá, despierta! ¡Despierta! -estaba al lado de la cama y le sacudía.

— Está bien, Linda -murmuró reprimiendo un gemido.

— Pero, papá, hay más policías por aquí que otras veces. Hay coches de Policía también, y de todo. Norman Muller claudicó y se incorporó penosamente sobre los codos. Amanecía. Fuera se iniciaba débilmente el alba, un principio de día gris tristón que parecía tan gris y tan tristón como él mismo. Oía a Sarah, su mujer, atarearse en la cocina con los trajines del desayuno. Su suegro, Matthew, escupía sin parar ruidosamente en el cuarto de baño. Sin duda el agente Handley estaba dispuesto y esperándole. Al principio, había sido como cualquier otro año. Quizás un poco peor, porque era un año de votaciones presidenciales, pero pensándolo bien, no peor que otros años de votaciones. Los políticos hablaban del gran electorado y de la enorme inteligencia electrónica que le servía. La Prensa analizaba la situación con computadoras industriales (el New York Times y el Post Dispatch de San Luis tenían sus propias computadoras), llena de pequeñas insinuaciones sobre lo que iba a ocurrir. Los comentaristas y columnistas señalaban lo crucial de los Estados y de las regiones, en feliz contradicción unos y otros. La primera insinuación de que no iba a ser como los otros años fue cuando Sarah Muller dijo a su marido el 4 de octubre por la noche (a un mes vista del día de las elecciones):

— Cantwell Johnson dice que este año Indiana será el Estado. Es el cuarto. Imagínatelo, esta vez es nuestro Estado. Matthew Hortenweiler sacó su gruesa cara de detrás del periódico, miró a su hija con acritud y masculló:

— A ésos les pagan por decir mentiras. No les hagas caso.

— Cuatro de ellos, padre -respondió con dulzura-. Todos dicen que será Indiana.

— Indiana es un Estado clave, Matthew -insistió Norman con igual dulzura-, por causa de la Ley Hawkins-Smith y ese jaleo en Indianápolis. Es… Matthew torció el gesto y barbotó:

— Nadie dice Bloomington o Monroe County, ¿verdad?

— Bueno… -empezó Norman. Linda, con su carita de mentón pronunciado, había estado observando a uno y a otro y dijo con voz aflautada:

— ¿Vas a votar este año, papá?

— No lo creo, nena. Pero esto formaba parte de la excitación creciente de un octubre en año de elecciones presidenciales y Sarah había vivido una vida pacífica y llena de sueños en pro de sus compañeros.

— Pero ¿no creéis que sería maravilloso? -dijo con cierta emoción.

— ¿Que yo votara? -exclamó Norman Muller, cuyo bigotito rubio le había dado de joven un aire desenvuelto a los ojos de Sarah, pero que al encanecer, había pasado a indicar falta de distinción. Su frente, surcada por profundas arrugas, refleja incertidumbre, nunca había regalado a su alma de empleado la idea de que era importante o que en ciertas circunstancias conseguiría cierta importancia. Tenía una esposa, un empleo y una niña. Excepto cuando estaba muy excitado o muy deprimido, se sentía inclinado a considerar que la vida le había tratado muy bien. Así que sentía cierto embarazo y bastante inquietud al notar el rumbo que tomaban los pensamientos de su mujer.

— A decir verdad, querida, hay doscientos millones de personas en el país y ante tal cantidad no creo que debamos pasar el tiempo preocupándonos por ello.

— Pero, Norman -repuso su mujer-, no se trata de doscientos millones, y tú lo sabes. En primer lugar sólo la gente entre veinte y sesenta años son elegibles, y son siempre hombres, así que esto ya lo reduce quizás a cincuenta millones. Después, si es realmente Indiana…

— Entonces la proporción es de uno a un cuarto de millón. Ni siquiera querrías que apostara a un caballo, dada la proporción, ¿verdad? Venga, cenemos.

— ¡Malditas tonterías! -masculló Matthew detrás de su periódico.

— ¿Vas a votar tú este año, papá? -volvió a preguntar Linda. Norman negó con un movimiento de cabeza y todos pasaron al comedor. Hacia el 20 de octubre la excitación de Sarah crecía rápidamente. Mientras tomaban el café anunció que Mistress Schultz, cuyo primo era secretario de un diputado, había dicho que «el dinero inteligente» estaba en Indiana.

— Dice que incluso el presidente Villers va a echar un discurso en Indianápolis. Norman Muller, que había tenido un día agobiante en el almacén, oyó el comentario con una ceja levantada y lo dejó pasar sin más. Matthew Hortenweiler, que estaba crónicamente en desacuerdo con Washington, comentó:

— Si Villers suelta un discurso en Indianápolis, quiere decir que piensa que «Multivac» elegirá Arizona. No se atrevería a acercarse, el muy imbécil. Sarah, que ignoraba a su padre siempre que podía hacerlo decentemente, intervino:

— No comprendo cómo no anuncian el Estado tan pronto como puedan, y luego el Condado y demás. Así la gente eliminada podría relajarse.

— Si hicieran una cosa así -terció Norman-, los políticos seguirían los comunicados como buitres. Para cuando le llegara el turno a una ciudad, tendríamos congresistas en todas las esquinas. Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia el cabello ralo y gris.

— Son buitres, sí. Fijaos…

— Papá, por favor -empezó Sarah. La voz de Matthew ahogó su protesta de forma arrolladora:

— Escuchad, yo andaba por allí cuando montaron «Multivac». Según decían iba a terminar con la política de partidos. Ya no se malgastaría el dinero del contribuyente en campañas. No más imbéciles sonrientes y excitados. No más propaganda en campañas para el Congreso o la Casa Blanca. Bien, ¿y qué pasa? Más campañas que nunca, sólo que ahora se hacen a ciegas. Mandan tíos a Indiana por lo de la Ley Hawkins-Smith y

otros van a California por si acaso la situación de Joe Hammer se pone crucial. Y digo yo, basta de tonterías. Volvamos al bueno, viejo… Linda interrumpió de pronto:

— ¿No quieres que papá vote este año, abuelo? Matthew miró mohíno a la chiquilla.

— Deja eso ahora -y se volvió de nuevo a Norman y Sarah-. Hubo un tiempo en que voté. Iba directamente a la cabina de votación, apretaba la palanca con el puño y votaba. Era de lo más fácil. Me limitaba a decir: este tío es mi hombre y voto por él. Así es como debería ser.

— ¿Votaste, abuelo? ¿Votaste de verdad? -preguntó Linda, excitada. Sarah se inclinó rápidamente hacia delante para calmar lo que podía transformarse fácilmente en una historia incongruente circulando por el vecindario:

— No es eso, Linda. El abuelo no quería decir exactamente votar. Todo el mundo hacía esta especie de votación, tu abuelo también, pero en realidad no era votar.

— No era ya un chiquillo -rugió Matthew-. Tenía veintidós años y voté por Langley, y era un verdadero voto. Quizá mi voto no pesaba mucho, pero valía tanto como el de cualquier otro. Como el de cualquier otro. Y nada de «Multivac» para…

— Está bien, Linda -interrumpió Norman-. Es hora de acostarte. Y deja ya de hacer preguntas sobre las votaciones. Cuando seas mayor lo comprenderás todo. La besó con ternura y la niña se apartó de mala gana empujada por su madre y por la promesa de que podía ver su vídeo de cabecera hasta las 9.15 si se daba prisa con el ritual del baño nocturno. Linda dijo, «¡Abuelo!», y permaneció con la barbilla bajada y las manos a la espalda hasta que el periódico descendió hasta quedar al descubierto las cejas hirsutas y los ojos rodeados de finas arrugas. Era viernes, 31 de octubre.

— ¿Qué? -preguntó. Linda se le acercó y apoyó los codos en las rodillas del anciano de modo que no tuvo más remedio que dejar del todo el periódico.

— Abuelo, ¿de verdad votaste una vez? -le preguntó.

— Ya me oíste contarlo, ¿no? ¿Crees que digo mentiras?

— No…, no, pero mamá dice que entonces todo el mundo votaba.

— Y así era.

— Pero. ¿cómo podían? ¿Cómo podía votar todo el mundo? Matthew la miró muy serio, la alzó, se la sentó sobre las rodillas y moderó el tono de su voz.

— Verás, Linda -le dijo-, hasta hace casi 40 años, todo el mundo votaba. Digamos que queríamos decidir a quien queríamos como Presidente de los Estados Unidos. Tanto los demócratas como los republicanos nominaban a alguien, y todo el mundo decía lo que prefería. Una vez pasado el día de elecciones, empezaban a contar cuánta gente quería al demócrata, y cuántos al republicano. El que reunía más votos era el elegido. ¿Comprendes? Linda movió la cabeza y preguntó:

— ¿Cómo sabia la gente a quién tenía que votar? ¿Se lo decía «Multivac»? Matthew frunció las cejas y la miró con severidad.

— Se lo decía su propio sentido común, niña. Linda se apartó un poco y él volvió a bajar la voz:

— No estoy enfadado contigo, Linda. Pero, verás, a veces era necesaria toda la noche para contar lo que decía todo el mundo, y la gente se impacientaba. Así que inventaron máquinas especiales que podían ver los primeros votos y compararlos con los votos de lugares parecidos, en años anteriores. Así la máquina computaba cómo sería el voto total y quién sería elegido, ¿comprendes?

— Como «Multivac» -afirmó.

— Las primeras computadoras eran mucho más pequeñas que «Multivac». Pero las máquinas fueron creciendo y podían decir cómo iría la elección a partir de muy pocos votos. Después, por fin crearon a «Multivac» y ya se puede saber a partir de un solo voto. Linda sonrió al llegar a esta parte de la historia que le era familiar y dijo:

— ¡Qué bien!

— No, no tan bien -comentó Matthew, ceñudo-. No me gusta que una máquina me diga cómo he votado sólo porque un tío de Milwaukee dice que está en contra del amnento de precios. A lo mejor me da por votar en contra sólo porque si. A lo mejor no me interesa votar. A lo mejor… Pero Linda había bajado de sus rodillas y se batía en retirada. En la puerta se encontró con su madre. Su madre que todavía llevaba puesto el abrigo y no había tenido tiempo de quitarse el sombrero, anunció, jadeante:

— Apártate, Linda, no tropieces con mamá. Luego se dirigió a Matthew y le dijo, mientras se quitaba el sombrero y se arreglaba el cabello:

— He estado en casa de Agatha. Matthew la miró, critico, y ni siquiera dirigió un gruñido de apreciación a la noticia, sino que volvió a coger el periódico. Mientras se desabrochaba el abrigo, Sarah preguntó:

— ¿Sabes lo que me dijo? Matthew dobló el periódico para leerlo mejor, con gran ruido de papel, y dijo al fin:

— Me tiene sin cuidado.

— Bueno, padre -empezó Sarah. Pero no tenía tiempo para enfadarse. La noticia tenía que ser comunicada a Matthew porque era el único disponible, así que continuó. Joe, el de Agatha, es policía, ¿sabes?, y dice que anoche llegó todo un autocar de policía secreta a Bloomington.

— Pues no vienen a por mí.

— ¿No te das cuenta, padre? Agentes del Servicio Secre-llegó todo un autocar de Policía secreta a Bloomington.

— Quizás andan tras un ladrón de Bancos.

— No han robado ningún Banco en la ciudad desde hace tiempo. Padre, eres imposible. Y se marchó. Tampoco Norman Muller recibió la noticia con especial excitación.

— Óyeme, Sarah, ¿cómo puede saber Joe que se trata de Policía secreta? -preguntó con calma-. No andarían por ahí con tarjetas de identificación pegadas a la frente. Pero a la noche siguiente, 2 de noviembre, pudo decir con aire triunfal:

— Todo el mundo en Bloomington está esperando que el votante sea alguien de aquí. El News de Bloomington llegó casi a decirlo por el vídeo. Norman se revolvió, inquieto, no podía negarlo. Se le caía el alma a los pies. Si Bloomington era realmente la ciudad elegida por «Multivac», eso traería consigo a periodistas, vídeos, turistas y todo tipo de…, perturbaciones. A Norman le encantaba la tranquila rutina de su vida y el lejano torbellino de la política estaba, desgraciadamente, cada vez más cercano. Observó:

— Todo son rumores. Nada más.

— Pues, espera y verás. Espera y veras. Tal y como ocurrieron las cosas, hubo muy poco que esperar, porque el timbre de la puerta sonó insistentemente. Norman Muller la abrió y preguntó:

— ¿Quién? Un hombre alto, de aspecto grave preguntó:

— ¿Es usted Norman Muller?

— Sí -contestó él pero con voz extrañamente mortecina. No era difícil adivinar por el aspecto del desconocido que era alguien que representaba autoridad. Y la naturaleza dc su visita era clara como, un instante antes, había sido impensable. El hombre presentó sus credenciales, entró en la casa, cerró la puerta tras él y dijo, ritualmente:

— Señor Norman Muller, debo necesariamente informarle en nombre del Presidente de los Estados Unidos que ha sido usted seleccionado para representar al electorado americano el martes, 5 de noviembre de 2008. Norman Muller consiguió andar con dificultad, sin que le ayudaran hasta su sillón. Permaneció sentado, pálido y como ausente. Sarah trajo agua, golpeó sus manos presa de pánico y suplicó a su marido con los dientes apretados:

— No te pongas malo, Norman. No te pongas malo. Ya encontrarán a alguien más. Cuando Norman pudo conseguir hablar, murmuró:

— Lo siento, señor. El agente secreto, que se había quitado el gabán y desabrochado la americana, ya estaba sentado cómodamente en el sofá.

— No se preocupe -le tranquilizó, y su aspecto oficial pareció desaparecer después de su declaración formal dejándole simplemente como un hombre enorme y amistoso-. Ésta es la sexta vez que he tenido que anunciar esto y he presenciado toda clase de reacciones. Ninguna del tipo que se ve en las películas. ¿Sabe a lo que me refiero? Esa expresión de euforia, dedicada y un tipo que dice: «Será un gran honor servir a mi país.» Y ese tipo de memeces. -El agente se rió animándole. La risa de Sarah tenía en cambio un rastro estridente de histeria. El agente continuó:

— A partir de ahora voy a estar con usted temporalmente. Me llamo Philip Handley. Me gustaría que me llamara Phil. El señor Muller ya no podrá salir de su casa hasta el día de las elecciones. Tendrá que informar al almacén donde trabaja de que está enfermo, señora Muller. Usted puede seguir con sus obligaciones durante un tiempo, pero tendrá que acceder a no decir nada de todo esto a nadie. ¿De acuerdo, señora Muller? Sarah asintió con firmeza.

— Sí, señor. Ni una sola palabra.

— Está bien, pero, señora Muller -Handley continuó gravemente-, tenga en cuenta que no es una broma. Salga solamente si debe hacerlo, pero la seguirán cuando salga. Lo lamento, pero así es como operamos.

— ¿Que me seguirán?

— Lo harán discretamente. Y no se apure, sera sólo durante dos días, hasta que se anuncie oficialmente a la Nación. Su hija…

— Está acostada -se apresuró a decir Sarah.

— Bien. Tendrán que decirle que soy un pariente o un amigo que pasa unos días con la familia. Si descubre la verdad, tendrán que mantenerla en casa. Su padre, en todo caso, no podrá salir.

— No le va a gustar -observó Sarah.

— No puedo evitarlo. Ahora bien, como no hay nadie más viviendo con ustedes…

— Por lo visto lo sabe todo sobre nosotros -murmuró Norman.

— Bastante -asintió Handley-. Por ahora éstas son mis instrucciones. Me esforzaré por cooperar cuanto pueda y procuraré molestarles lo menos posible. El gobierno pagará mi hospedaje, así que no les resultaré gravoso. Cada noche me relevará alguien que se sentará en esta habitación, así que no tendrán problemas en instalarme para dormir. Bien, señor Muller…

— Dígame, señor.

— Llámeme Phil -repitió el agente-. El propósito de estos dos días preliminares al anuncio oficial, es hacer que se acostumbre usted a su nueva posición. Preferímos que se encare con «Multivac» en un estado de ánimo completamente normal. Relájese y piense que todo esto forma parte del trabajo diario. ¿De acuerdo?

— De acuerdo -respondió Norman, y a continuación sacudió violentamente la cabeza-, pero yo no deseo esta responsabilidad. ¿Por qué yo?

— Está bien -dijo Handley-, aclaremos todo esto. «Multivac» pesa todo tipo de factores conocidos, miles de millones. Sólo un factor es desconocido, y tardará mucho tiempo en saberse. Es la reacción de la mente humana. Todos los americanos están sometidos a la presión de lo que otros americanos hacen y dicen, a las cosas que se le hacen y a lo que él hace a los otros. Cualquier americano puede ser llevado ante «Multivac» para una revisión de su mente. A partir de ésta pueden estimarse las demás mentes del país. Algunos americanos son mejores que otros para este propósito, en un momento dado, dependiendo de lo ocurrido en el transcurso del año. No los más listos, ni los más fuertes, ni los más afortunados, sino los más representativos. Pero no estamos juzgando a «Multivac».

— ¿Y no puede equivocarse? -preguntó Norman. Sarah, que escuchaba impaciente, interrumpió para decir:

— No le haga caso, señor. Es que está muy nervioso, ¿sabe? En realidad es muy culto y siempre ha seguido de cerca la política.

— «Multivac» es quien toma la decisión final -cortó Handley-, señora Muller, y eligió a su marido.

— Pero, ¿es que lo sabe todo? -insistió Norman alocado-. ¿No podría haberse equivocado?

— Sí, puede. Es inútil no ser franco. En 1992 un votante seleccionado murió de un ataque dos horas antes de darle la noticia. «Multivac» no lo había previsto; no podía saberlo. Un votante puede ser mentalmente inestable, moralmente inaceptable o un traidor. «Multivac» no puede saberlo todo sobre todo el mundo, hasta que se le han dado todos los datos que existen. Por eso tenemos siempre alternativas seleccionadas y dispuestas. No creo que esta vez sea necesario. Goza usted de buena salud, señor Muller, y ha sido cuidadosa y meticulosamente investigado. Reúne las condiciones. Norman hundió el rostro entre las manos y se quedó inmóvil.

— Mañana por la mañana, señor, estará perfectamente bien -declaró Sarah-, sólo tiene que hacerse a la idea, nada más.

— Naturalmente -asintió Handley. En la intimidad de su alcoba, Sarah Muller se expresaba de forma distinta y más fuerte. El tema de su sermón era más o menos:

— Debes sobreponerte, Norman. Estás tratando de echar a rodar la oportunidad de toda tu vida. Norman murmuró desesperado:

— Me asusta, Sarah. Me asusta todo.

— Pero, por el amor de Dios, ¿por qué? ¿Qué hay de malo en contestar una o dos preguntas?

— La responsabilidad es enorme. No puedo aceptarla.

— ¿Qué responsabilidad? No la hay. «Multivac» te eligió. La responsabilidad es, pues, el «Multivac». Todo el mundo lo sabe. Norman se sentó en la cama en un acceso de rebeldía y angustia.

— Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no es así. Saben.

— Baja la voz -le susurró Sarah, glacial-. Te oirán en la ciudad.

— No me oirán -contestó Norman, bajando la voz-. Cuando hablan de la administración Ridgely de mil novecientos ochenta y siete, ¿dicen acaso que les convenció con sus promesas de dulce vida y tonterías racistas? ¡No! Hablan del maldito voto MacComber, como si Humphrey MacComber fuera el único hombre que lo provocó porque se encaró con «Multivac». Yo mismo lo comenté…, sólo que ahora pienso que el pobre hombre no era más que un pobre granjero que no pidió ser elegido. ¿Por qué iba a ser precisamente culpa suya? Ahora su nombre es como una maldición.

— Tu razonamiento es infantil -dijo Sarah.

— Soy sensato. Te lo digo, Sarah, no voy a aceptar. No pueden obligarme a votar si yo no quiero. Diré que estoy enfermo. Diré… Pero Sarah estaba harta y friamente furiosa. Murmuró:

— Ahora, escúchame tú. No tienes que pensar sólo en ti. Sabes lo que significa ser el Votante del año. Y un año presidencial, además. Significa publicidad y fama y, quizá, montones de dinero…

— Y después vuelvo a ser un empleado.

— No volverás a serlo. Te darán por lo menos la dirección de una sucursal, por poca cabeza que tengas, y la tendrás, porque te diré lo que hay que hacer. Si juegas bien tus cartas controlarás ese tipo de publicidad y obligarás a los «Almacenes Kennell, Inc.», a un buen contrato, a una cláusula de promoción en relación con tu sueldo y un plan de jubilación decente.

— Ése no es el propósito de ser Votante, Sarah.

— Pues será tu propósito. Si no quieres hacer nada por ti, no lo hagas; tampoco te pido nada para mí, pero debes hacerlo por Linda. Norman gimió.

— Bien, ¿no lo crees así? -insistió Sarah.

— Sí, querida -musitó Norman.

El día 3 de noviembre se hizo el anuncio oficial y ya era demasiado tarde para que Norman diera marcha atrás aunque hubiese encontrado el valor para intentarlo. Su casa quedó cerrada a cal y canto. Los agentes del Servicio Secreto aparecieron abiertamente, bloqueando todo intento de comunicación. Al principio el teléfono llamaba incesantemente, pero Philip Handley, excusándose sonriente, se hizo cargo de todas las llamadas. Eventualmente, la central de teléfonos conectó directamente las llamadas a la comisaría de Policía. Norman imaginó que, de este modo, se ahorraba no sólo las joviales (y quizás envidiosas) felicitaciones de los amigos, sino también la presión de vendedores oliendo beneficios y la calculada suavidad de los políticos de toda la nación…, e incluso amenazas de muerte por parte de los inevitables maleantes. Se prohibió la entrada de periódicos en casa, para evitar presiones, y la televisión fue firmemente desconectada, pese a las fuertes protestas de Linda. Matthew gruñó y no salió de su habitación; Linda, pasado el primer momento de excitación, puso mala cara y se quejó de no poder salir de casa. Sarah distribuyó su tiempo entre la preparación de las comidas para el presente, y planear el futuro; la depresión de Norman fue en aumento. Y el día 4 de noviembre del año 2008, por la mañana, llegó finalmente y fue el Día de la Elección. Fue un desayuno temprano, pero sólo comió Norman Muller, y lo hizo maquinalmente. Ni siquiera la ducha y el afeitado lograron devolverle a la realidad o quitarle la impresión de que estaba tan sucio por fuera como se sentía por dentro. La voz amistosa de Handley hizo lo imposible para dar cierto aspecto de normalidad al amanecer gris y desagradable. (El pronóstico del tiempo era: día nublado con posibles lluvias antes de mediodía.)

— Mantendremos la casa incomunicada -dijo Handley- hasta el regreso del señor Muller, después se verán libres de nosotros. El agente secreto iba ahora completamente uniformado, incluso con armas en pistoleras fuertemente claveteadas de cobre.

— No nos ha causado usted ninguna molestia, Mr. Handley -declaró Sarah. Norman se bebió dos tazas de café bien cargado, se secó los labios con la servilleta, se puso en pie y exclamó:

— Estoy dispuesto. Handley se levantó también.

— Bien, señor. Y muchas gracias, señora Muller, por su amable hospitalidad. El coche blindado zumbó por calles desiertas, unas calles desiertas pese a la hora que era. Handley lo hizo notar y explicó:

— Siempre se desvía el tráfico de la ruta prevista desde el intento de bombardeo que casi arruinó la elección Everett en 1992. Cuando el coche se detuvo, Handley, siempre correcto, le ayudó a bajar y entraron en un paso subterráneo cuyos muros estaban guardados por soldados en posición de firmes. Le hicieron pasar a una habitación brillantemente iluminada, en la que tres hombres vestidos de blanco le saludaron sonrientes.

— Pero esto es un hospital -exclamó Norman.

— No significa nada -explicó Handley al momento-. Es sólo que el hospital dispone de las facilidades necesarias.

— Bien, ¿y qué hago ahora? Handley hizo una señal con la cabeza. Uno de los tres hombres de blanco se adelantó y dijo:

— Ahora me hago cargo yo, agente. Handley se llevó la mano a la cabeza en un saludo indiferente y se marchó. El hombre vestido de blanco se dirigió a Norman:

— ¿Quiere sentarse, Mr. Muller? Soy John Paulson, Computador Decano, y éstos son Samson Levine y Peter Dorogobuzh, mis ayudantes. Norman les estrechó la mano. Paulson no era muy alto, tenía un rostro pálido que parecía acostumbiado a sonreír y un peluquín que no podía disimular. Llevaba gafas de montura de plástico de forma anticuada y mientras hablaba encendió un cigarrillo. (Norman rehusó el que le ofrecieron.)

— En primer lugar, Mr. Muller -empezó Paulson-, quiero que sepa que no tenemos la menor prisa. Queremos que se quede con nosotros todo el día si es preciso, para que vaya acostumbrándose a lo que le rodea y supere cualquier idea que haya podido tener de que en todo esto hay algo fuera de lo normal, algo de tipo clínico, no sé si me comprende.

— Está bien -dijo Norman-. Me gustaría que todo hubiera terminado.

— Comprendo sus sentimientos. Pero queremos que sepa exactamente lo que está pasando… En primer lugar, «Multivac» no está aquí.

— ¿No está aquí? -Pese a toda su depresión, tenía la esperanza de poder ver a «Multivac». Se decía que medía ochocientos metros de longitud y tenía una altura de tres pisos, que cincuenta técnicos circulaban por sus corredores dentro de su estructura continuamente. Era una de las maravillas del mundo. Paulson sonrió:

— No. No es portátil, ¿sabe? Está situada bajo tierra y la verdad es que muy poca gente sabe dónde está ubicada. Podrá comprenderlo sabiendo que se trata de nuestro mayor y más importante recurso. Créame, las elecciones no es lo único de que se ocupa. Norman creyó que el hombre charlaba deliberadamente y eso le intrigó:

— Pensé que podría verla. Me hubiera gustado.

— No me cabe la menor duda. Pero para ello hace falta una orden presidencial e incluso en este caso debe ser también firmada por Seguridad. No obstante, estamos conectados, aquí mismo, con «Multivac», mediante transmisión por rayo. Lo que diga «Multivac» podemos interpretarlo aquí y lo que digamos se transmite por rayo directamente a «Multivac», así que en cierto modo estamos en su presencia. Norman miró a su alrededor. Las máquinas que llenaban la habitación no tenían el menor significado para él.

— Permítame que le explique, Mr. Muller -se ofreció Paulson-. «Multivac» ya posee la mayor parte de la información que necesita para decidir las elecciones, nacionales, estatales y locales. Necesita solamente comprobar ciertas actitudes imponderables de la mente y para eso le utilizará a usted. No podemos predecir las preguntas que le hará, puede que algunas le parezcan sin sentido, o nos lo parezcan a nosotros. Puede preguntarle qué piensa de la eliminación de basuras de su ciudad, si prefiere los incineradores centrales, si tiene usted un médico particular, o si utiliza los servicios de la Seguridad Social. ¿Comprende?

— Sí, señor.

— Pregunte lo que pregunte, conteste con sinceridad y del modo que más le agrade. Si considera que debe aclararle algo, hágalo. Si lo cree necesario, puede hablar una hora.

— Sí, señor.

— Ahora, una cosa más. Necesitamos utilizar aparatos sencillos que tomarán automáticamente nota de su presión sanguínea, de los latidos de su corazón, conductividad de la piel y las ondas cerebrales mientras habla. La maquinaria le parecerá formidable, pero es absolutamente indolora. Ni siquiera se dará cuenta de que está funcionando. Los otros dos técnicos estaban ya preparando unos aparatos que brillaban suavemente y se movían sobre ruedas engrasadas. Norman preguntó:

— ¿Es para comprobar si miento o no?

— En absoluto, Mr. Muller. No se trata de mentir. Es sólo cuestión de intensidad emocional. Si la máquina le pregunta qué opina de la escuela de su hija, puede usted contestar: «Creo que hay demasiada gente.» Esto no son más que palabras. De la forma en que su corazón, cerebro, hormonas y glándulas sudoríparas funcionan, «Multivac» puede juzgar la intensidad de sus sentimientos sobre el asunto. Comprenderá sus sentimientos mejor que usted mismo.

— No sabía nada de esto -comentó Norman.

— Claro, estoy seguro de que no. La mayoría de los detalles de cómo actúa «Multivac» son secretos. Por ejempío, cuando se marche le pedirán que firme un documento jurando que nunca revelará la naturaleza de lo que se le preguntó, ni de lo que respondió, lo que se hizo o cómo se hizo. Cuanto menos se sepa sobre «Multivac», menos oportunidades de intentos de presión exterior sobre los hombres que trabajan en ella -sonrió tristemente-. Nuestras vidas son ya suficientemente duras.

— Comprendo -asintió Norman.

— Bueno, ¿le gustaría comer o beber algo?

— No. Ahora mismo nada.

— ¿Tiene alguna pregunta que hacernos? Norman negó con la cabeza.

— Entonces díganos cuando esté dispuesto.

— Ya lo estoy.

— ¿Está seguro?

— Absolutamente.

— Paulson asintió y levantó la mano hacia los otros dos. Se acercaron con su impresionante equipo, y Norman Muller sintió que la respiración se le aceleraba mientras les observaba. La pesadilla duró casi tres horas. Con un breve descanso para tomar café, y una embarazosa sesión con un orinal, Norman Muller permaneció todo este tiempo engarzado en maquinaria. Al terminar estaba agotado. Pensó que su promesa de no revelar nada de lo que le sucediera sería muy fácil de mantener, porque las preguntas eran ya un turbio revoltijo en su mente. Ignoraba por qué había creído que «Multivac» le hablaría con voz sepulcral y sobrehumana, vibrante y resonante, pero eso, después de todo, no era más que una idea que tenía por todo lo que había visto en televisión. La verdad estaba lamentablemente falta de dramatismo. Las preguntas eran trozos de papel metálico marcado con numerosas perforaciones. Una segunda máquina transformaba las perforaciones en palabras y Paulson leía las palabras a Norman, después le pasaba la pregunta y le dejaba que se la leyera por sí solo. Las respuestas de Norman eran tomadas por una máquina grabadora, repetidas para que Norman las confirmara, enmendara o añadiera alguna observación, y también vueltas a grabar. Todo esto se introducía en el instrumento que hacía las perforaciones y esto, a su vez, era retransmitido a «Multivac». La única pregunta que Norman podía recordar ahora era una incongruencia:

— ¿Qué opina del precio de los huevos? Por fin teriminó. Con cuidado fueron retirándole los electrodos de diferentes partes de su cuerpo, aflojaron la banda que captaba pulsaciones de la parte superior de su brazo, y retiraron la maquinaria. Se puso en pie, respiró profundamente, estremecido, y dijo:

— ¿Nada más? ¿He terminado?

— No del todo. -Paulson se le acercó apresuradamente, sonriendo tranquilizador-. Tendremos que pedirle que se quede una hora más.

— ¿Por qué? -quiso saber Norman.

— Es el tiempo que necesita «Multivac» para introducir los nuevos datos entre los que ya tiene. Como sabe, millares de elecciones están involucradas. Es muy complicado. Y puede ser que un algo aquí o allá, un control de Phoenix, Arizona, o alguna concejalía de Wilkesboro, Carolina del Norte, pueda tener dudas. En tal caso, «Multivac» se vería obligado a formularle una o dos preguntas vitales.

— No -dijo Norman tajante-, no quiero volver a pasar por esto.

— Probablemente no será necesario -le tranquilizó Paulson-. Casi nunca sucede; pero, sólo por si acaso, tendrá que quedarse. -Y su voz acusó un tono acerado-. No tiene elección. Debe quedarse. Norman se sentó, cansado. Se encogió de hombros. Paulson añadió:

— Le podemos dejar un periódico o si prefiere una novela de crimen y misterio, o si le gusta jugar al ajedrez, o lo que sea que podamos hacer para ayudarle a pasar el tiempo, le ruego que nos lo diga.

— Está bien así. Esperaré. Le hicieron pasar a una salita adyacente a la que habían utilizado para el interrogatorio. Se dejó caer en un sillón tapizado de plástico y cerró los ojos. Tenía que esperar esta hora final lo mejor que pudiera.

Permaneció sentado totalmente inmóvil y poco a poco la tensión fue abandonándole. Su respiración fue menos irregular y pudo cerrar las manos sin notar apenas el temblor de sus dedos. Quizá no habría más preguntas. Quizá todo habría terminado. Si había terminado, lo que vendría a continuación serían desfiles e invitaciones para hablar en todo tipo de actos. ¡El Votante del año! Él, Norman Muller, simple empleado de unos pequeños almacenes de Bloomington, Indiana, que ni había nacido importante ni conseguido serlo, se vería en la extraordinana posición de ser considerado como tal. Los historiadores hablarían sobriamente de la Elección Muller del año dos mil ocho. Éste sería el nombre, la Elección Muller. La publicidad, un mejor empleo, el ganar mucho dinero que tanto interesaba a Sarah, ocupaban sólo un minúsculo rincón de su mente. Claro que todo les vendría bien. No podría rechazarlo. Pero en aquel momento, algo más empezaba a preocuparle. Empezaba a despertar en él un patriotismo latente. Después de todo, estaba representando a todo el electorado. Para ellos era el punto central. Era, en su persona y por ese único día, toda América. La puerta se abrió haciéndole abrir los ojos y prestar atención. Por un instante se le contrajo el estómago. ¡Basta de preguntas! Pero Paulson sonreía.

— Ya ha terminado, Mr. Muller.

— ¿No más preguntas, señor?

— No es necesario. Todo estaba clarísimo. Le acompañarán a su casa y volverá a ser un ciudadano particular. O lo que el público le permita ser.

— Gracias. Gracias. -Norman se ruborizó y preguntó: Me pregunto si… ¿Quién ha sido elegido?

— Para eso tendrá que esperar al anuncio oficial -dijo Paulson-. Las reglas son estrictas. Ni siquiera podemos decírselo a usted. Ya me comprende.

— Claro. Sí. -Norman se sentía algo avergonzado.

— El Servicio Secreto le presentará los papeles que debe firmar.

— Bien. -De pronto se sintió orgulloso. En este momento lo experimentaba con fuerza. Estaba orgulloso. En este mundo imperfecto, los ciudadanos soberanos de la primera y más grande Democracia Electrónica, a través de Norman Muller (¡a través de él!), habían ejercitado de nuevo su privilegio, libre y sin trabas.

Isaac Asimov: El sistema marciano. Cuento

4403111223_5aac04c5afDesde la puerta que daba al corto pasillo situado entre las dos únicas habitaciones del departamento de viajeros de la nave espacial, Mario Esteban Rioz miraba con acritud cómo Ted Long ajustaba con dificultad los diales del vídeo. Long buscaba primero en la dirección de las agujas del reloj, después por el centro. La imagen era borrosa. Rioz sabía que permanecería borrosa. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto al sol. Pero, claro, no podía esperar que Long lo supiera. Rioz siguió de pie un rato más, con la cabeza inclinada para cruzar el umbral y el cuerpo ladeado para encajar en la estrecha abertura. De pronto entró en la cocina como un corcho salido de una botella.

— ¿Qué buscas? -preguntó.

— Trataba de encontrar a Hilder -respondió Long. Rioz apoyó el trasero en la esquina de una mesa, cogió de la estantería que tenía encima de la cabeza un envase cónico de leche cerrado a presión, lo abrió y lo hizo girar despacio en espera de que se calentara.

— ¿Para qué? -levantó el cono y se puso a chupar la leche ruidosamente.

— Pensé que podría oírle.

— Me parece que es malgastar energía. Long le miró, ceñudo:

— Es costumbre permitir el uso libre de las instalaciones personales de vídeo.

— Dentro de unos límites razonables -replicó Rioz. Sus ojos se encontraron desafiantes. Rioz tenía el cuerpo enjuto, el rostro avejentado, las mejillas hundidas (un rostro así casi era el distintivo de los basureros marcianos, los espaciales que pacientemente recorrían las rutas entre la Tierra y Marte), los ojos de un azul desvaído resaltando en la cara morena y arrugada que destacaba sobre la piel blanca sintética de su chaqueta espacial. Long era más pálido y más blando. En él había alguna de las marcas del terrícola, aunque ningún marciano de la segunda generación podía ser terrícola, en el sentido que lo eran los de la Tierra. Llevaba el cuello abierto y su cabello castaño oscuro sin peinar.

— ¿Por qué dices que dentro de unos límites razonables? -preguntó Long. Los labios delgados de Rioz parecieron más finos aún. Explicó:

— Teniendo en cuenta que en este viaje no vamos a cubrir gastos, por lo que se ve, cualquier gasto de energía está fuera de razón.

— Si estamos perdiendo dinero -dijo Long-, ¿no sería mejor que volvieras a tu puesto? Es tu guardia. Rioz refuntuñó y se pasó el pulgar y el índice por la barba que le cubría la barbilla. Se puso en pie y fue hacia la puerta con sus botas pesadas pero silenciosas apagando el ruido de sus pisadas. Se paró a mirar el termostato y se volvió, furioso:

— Ya decía yo que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?

— Cuarenta grados no es excesivo, protestó Long.

— Para ti no lo será, quizá. Pero esto es el espacio, no un despacho calentito en las minas de hierro. -Rioz bajó el control del termostato al mínimo con un rápido empujón del pulgar-. El sol calienta bastante.

— La cocina no está de cara al sol.

— Pero llegará hasta ella, maldita sea. Rioz traspasó la puerta y Long se le quedó mirando durante un buen rato, luego volvió a su vídeo. No tocó el termostato para nada. La imagen seguía muy borrosa, pero tenía que conformarse. Long desplegó una silla de la pared. Se inclinó hacia delante en espera del comunicado real, la pausa momentánea antes de la lenta disolución de la cortina, el reflector poniendo de relieve la conocida figura barbuda que fue creciendo hasta que llenó por completo la pantalla. La voz impresionante pese a los fallos y ruidos provocados por las tormentas de electrones a treinta millones de kilómetros, empezó:

— ¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra… Rioz captó el destello de la señal de radio al entrar en la cabina del piloto. Por un momento posó las palmas de sus manos húmedas y pegajosas porque le pareció que se trataba de un pip-pip del radar; pero no era sino su culpabilidad asomando la cabeza. No debía haber abandonado la cabina estando de guardia, aunque todos los basureros lo hacían. No obstante, era una pesadilla la idea de que en esos cinco minutos, en los que uno salía para tomar un café, apareciera algo cuando el espacio parecía completamente desierto. La pesadilla resultaba realidad en muchos casos. Rioz conectó el multiescáner. Era malgastar energía, pero mientras lo pensaba, era mejor asegurarse de que no había nada. El espacio estaba vacío, sólo el eco distante de las naves del grupo de basureros. Conectó el circuito de radio y la cabeza rubia y nariguda de Richard Swenson, copiloto de la nave más próxima del lado de Marte, llenó la pantalla.

— Hola, Mario -saludó Swenson.

— Hola. ¿Alguna novedad? Transcurrió una pausa entre esto y el siguiente comentario de Swenson, puesto que la velocidad de la radiación electromagnética no es lnfinita.

— ¡Qué día he tenido!

— ¿Te ha ocurrido algo? -preguntó Rioz.

— He tenido un encuentro.

— Estupendo.

— Sí, si hubiera podido pararlo -observó Swenson, molesto.

— Pues, ¿qué ocurrió?

— Maldita sea, lo lancé en dirección equivocada. Rioz sabia que era mejor no reírse, se limitó a preguntar:

— Pero, ¿cómo lo hiciste?

— No fue culpa mía. El problema estuvo en que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Puedes imaginar la idiotez de un piloto que no puede manejar decentemente el mecanismo de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Conseguí la distancia de la cápsula y no hice más. Supuse que su órbita estaba en la trayectoria habitual. ¿Qué hubieras pensado tú? Inicié entonces lo que creía era una buena línea de intersección y tardé cinco minutos en darme cuenta de que la distancia seguía aumentando. Así que entonces tomé las proyecciones angulares del objeto, pero era demasiado tarde para alcanzarlo.

— ¿Alguno de los otros muchachos puede conseguirlo?

— No. Se ha salido de la eclíptica y seguirá flotando para siempre. Y esto no es lo que me preocupa. No era más que una cápsula interior, pero me horroriza decirte cuántas toneladas de propulsión he desperdiciado al aumentar la velocidad y volver al punto de estacionamiento. Hubieras debido oír a Canute. Canute era el hermano y socio de Richard Swenson.

— Loco, ¿eh? -dijo Rioz.

— ¿Loco? ¡Pensé que me mataba! Pero claro, llevamos ya cinco meses fuera y estamos hartos. Ya sabes.

— Lo sé.

— ¿Cómo te va a ti, Mario? Rioz hizo el gesto de escupir.

— Como esto en este viaje. Dos cápsulas en las últimas dos semanas y cada una me costó seis horas de caza.

— ¿Grandes?

— ¿Te burlas? Podía haberlas lanzado a Fobos con la mano. Este es el peor viaje que he tenido.

— ¿Cuánto más piensas quedarte?

— Por mí, podemos irnos mañana. Llevamos solamente dos meses y la cosa anda tan mal que me meto con Long continuamente. Hubo una pausa por encima del retraso electromagnético. Swenson preguntó:

— En todo caso, ¿cómo es? Me refiero a Long. Rioz miró por encima del hombro. Podía oír el murmullo apagado y crepitante del vídeo de la cocina.

— No logro entenderle. Una semana después de iniciar el viaje, va y me dice: «Mario, ¿por qué eres basurero?» Yo le miré y le contesté: «Para ganarme la vida. ¿Qué crees tú?» Quiero decir qué clase de pregunta idiota es ésa. ¿por qué somos basureros? Pero entonces va y me dice: «No es por eso, Mario.» Y me lo dice a mí, ¿qué te parece? Y sigue diciendo: «Eres un basurero porque esto es parte del sistema marciano.»

— ¿Y qué quería decir con eso? -preguntó Swenson. Rioz se encogió de hombros.

— No se lo pregunté. Ahora mismo está sentado por ahí escuchando las microondas procedentes de la Tierra. Escucha a un tal Hilder.

— ¿Hilder? Un político terricola, un asambleísta o algo parecido, ¿no?

— Eso mismo. Por lo menos creo que es ése. Long hace siempre cosas así. Se trajo a bordo unos siete kilos de peso en libros, y todos sobre la Tierra. Un verdadero peso muerto.

— Bueno, es tu socio. Y hablando de socios, me vuelvo al trabajo. Si se me escapa otro encuentro, habrá más que palabras. Se desvaneció y Rioz se echó atrás. Vigiló la línea verde regular que era el pulso del escáner. Probó un momento el multiescáner. El espacio seguía despejado. Se sintió un poco mejor. Una mala racha es siempre peor si los basureros que están a tu alrededor cazan cápsula tras cápsula; o si las que bajan girando hasta las fundiciones de chatarra de Fobos llevan grabada la marca de todos menos la tuya. Y claro, había descargado su malhumor y resentimiento en Long. Fue un error asociarse con Long. Era siempre un error asociarse con un novato. Pensaban que lo que uno deseaba era conversación, especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y su gran papel, su nuevo gran papel en el progreso humano. Así fue como lo dijo: progreso humano; el Sistema marciano; las Nuevas Minorías Creadoras. Lo que Rioz no quería era hablar, sino una captura, algunas cápsulas que pudiera marcar como propias. Y realmente no tenía por qué quejarse. Long era sobradamente conocido en Marte y se ganaba un buen sueldo como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sandok y había tomado parte en una o dos misiones de recogida de cápsulas. No se puede rechazar de golpe y sin probarlo, a un individuo aunque parezca raro. ¿Por qué un ingeniero de minas con un trabajo cómodo y un buen sueldo tenía tanto empeño en fisgar por el espacio? Rioz nunca se lo preguntó a Long. Los socios basureros se ven obligados a estar demasiado juntos para hacer deseable la curiosidad, o incluso para que resulte segura. Pero Long hablaba tanto que contestó la pregunta.

— Tuve que venir al espacio, Mario -explicó-. El futuro de Marte no está en las minas, está en el espacio. Rioz se preguntó qué tal resultaría un viaje a solas. Todo el mundo decía que era imposible. Incluso descontando las oportunidades perdidas cuando un hombre tenía que dejar la guardia para dormir u ocuparse de otras cosas, era sobradamente sabido que un hombre solo en el espacio sufría inaguantables depresiones en un tiempo relativamente corto. Llevarse a un socio hacia posible el viaje de seis meses. Una tripulación normal sería preferible, pero ningún basurero ganaría dinero en una nave lo suficientemente grande para tal tripulación. Sin contar el capital que se iría en propulsión. Incluso dos no era muy divertido en el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje y con unos se podía alargar más el viaje que con otros. Miren sino a Richard y Canute Swenson. Se asociaban cada cinco o seis viajes porque eran hermanos. Y, sin embargo, cuando estaban juntos, era una tensión constante siempre en aumento y con un claro antagonismo después de la primera semana. En fin. El espacio estaba vacío. Rioz pensó que se sentiría mejor si volvía a la cocina y hacía las paces con Long. Sería mejor demostrar que era un veterano del espacio que sabía superar las irritaciones espaciales cuando surgían. Se levantó, y anduvo los tres pasos necesarios para llegar al corto pasillo que unía las dos habitaciones de la nave. Una vez más Rioz se quedó en el umbral, mirando. Long estaba absorto en la borrosa pantalla. Rioz dijo con cierta aspereza:

— Estoy subiendo el termostato. Está bien, creo que disponemos de energía suficiente.

— Como quieras -asintió Long. Rioz dio un paso adelante. El espacio estaba vacío, así que al diablo con estar allí sentado mirando a una línea verde y vacía, sin sonido. Preguntó:

— ¿De qué hablaba el terrícola?

— Sobre todo de la historia de los viajes espaciales. Tema viejo, pero lo está haciendo bien. Da toda clase de información: películas en color, fotografías, fotos fijas de antiguas películas, todo. Como si quisiera ilustrar las palabras de Long, el barbudo desapareció de la pantalla y ésta quedó ocupada por una sección de una nave espacial. La voz de Hilder continuó indicando puntos de interés que aparecían en esquemas de color. El sistema de comunicaciones de la nave se iba señalando en rojo mientras lo explicaba, los almacenes, la dirección de protones micropilas, los circuitos de cibernética… Después Hilder volvió a salir en la pantalla, añadiendo:

— Pero esto es solamente la parte viajera de la nave. ¿Oué la mueve? ¿Qué la despega de la Tierra? Todo el mundo sabía lo que movía una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hacía que la propulsión de una nave sonara como el secreto del tiempo, como la revelación final. Incluso Rioz sintió un estremecimiento, pese a haber pasado la mayor parte de su vida embarcado. Hilder siguió diciendo:

— Los científicos le dan diferentes nombres. Lo llaman Ley de acción y reacción. A veces la llaman la tercera ley de Newton. A veces, Conservación del impulso, pero nosotros no tenemos que llamarlo de ningún modo. Debemos utilizar solamente nuestro sentido común. Cuando nadamos, proyectamos el agua hacia atrás y a nosotros hacia delante. Cuando andamos, empujamos el suelo y adelantamos. Cuando lanzamos un aparato volador, empujamos el aire hacia atrás y adelantamos. »Nada puede moverse hacia delante a menos que algo se mueva hacia atrás. Es el viejo principio de «No puedes conseguir algo a cambio de nada.» «Ahora imaginad una nave que pese cien mil toneladas despegando de la Tierra. Para hacerlo, algo tiene que mo erse hacia abajo. Como una nave espacial es extremadamente pesada, una enorme cantidad de materia debe moverse hacia abajo. Tanta materia, que no hay lugar para guardarla a bordo. Debe construirse un compartimiento especial en la parte trasera de la nave para contenerla. Otra vez desapareció la cabeza de Hilder y volvió la nave. La imagen se encogió y en la parte trasera apareció un cono truncado. Unas palabras, en amarillo intenso, se leían dentro: MATERIA PARA ELIMINAR.

— Pero ahora -siguió diciendo Hilder- el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita aún más y más propulsión. La nave se encogió más para añadir otra cápsula, y otra más inmensa. La nave en sí, la parte dedicada al viaje, era un pequeño punto en la pantalla, un resplandeciente punto rojo.

— ¡Por Dios, esto es infantil! -exclamó Rioz.

— No para los que están hablando, Mario. La Tierra no es Marte. Debe haber miles de millones de personas en la Tierra que ni siquiera han visto una nave espacial en su vida y lo ignoran todo sobre ellas. Hilder seguía explicando:

— Cuando el material que está dentro de la gran cápsula se ha terminado, la cápsula se desprende. Desechada. La cápsula exterior se soltó y bailó en la pantalla.

— Después se desprende la segunda -dijo Hilder- y después, si el viaje es largo, la última también es expulsada. Ahora la nave era solamente un punto rojo, con tres cápsulas flotando, moviéndose, perdidas en el espacio.

— Estas cápsulas -explicó Hilder- representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Han desaparecido de la Tierra para siempre. Marte está rodeado por naves de basureros, a lo largo de las rutas de los viajes espaciales, esperando cápsulas desprendidas, para cazarlas con redes o cables y ponerles su marca y destinarlas a Marte. Ni un centavo de su valor llega a la Tierra. Son «rescate». Pertenecen a la nave que las encuentra. Rioz objetó:

— Arriesgamos nuestra inversión y nuestras vidas. Si no las recogemos nosotros, no son para nadie. ¿Qué significa esta pérdida para la Tierra?

— Mira -dijo Long-, no ha estado hablando más que de la sangría que Marte, Venus y la Luna representan para la Tierra. Y ésta es sólo una muestra más.

— Tiene su compensación. Cada año sacamos más hierro de las minas.

— Y gran parte de él revierte en Marte. Si se pueden creer sus números, la Tierra ha invertido doscientos mil millones de dólares en Marte y recibido a cambio unos cinco mil millones de dólares en hierro. Ha metido quinientos mil millones de dólares en la Luna y ha recibido poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y otros metales ligeros. Ha colocado cincuenta mil millones de dólares en Venus sin recibir nada a cambio. Y esto es en lo que los contribuyentes de la Tierra están realmente interesados…, dinero de impuestos que sale, nada que entra. Mientras hablaba, la pantalla se llenó de diagramas de los basureros camino de Marte; pequeñas y risibles caricaturas de naves, tendiendo unos brazos como cables que trataban de agarrar las cápsulas vacías, flotando, apoderándose finalmente de ellas, sujetándolas y poniéndoles PROPIEDAD DE MARTE en letras brillantes y haciendo que luego bajaran a Fobos. Después Hilder apareció otra vez:

— Nos dicen que con el tiempo nos lo devolverán todo. ¡Con el tiempo! ¡Una vez que el negocio rinda! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de cien años? ¿De mil años? ¿De un millón de años? «Con el tiempo.» Tomémosles la palabra. Algún día nos devolverán todos nuestros metales. Algún día cultivarán sus propios alimentos, utilizarán su propia energía, vivirán sus propias vidas. »Pero hay algo que nunca podrán devolvernos. Ni en cien millones de años. ¡El agua! Marte tiene solamente un chorrito de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene nada de agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene nada de agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra debe proporcionar no solamente agua para beber y agua para lavar a los espaciales, sino también agua para sus industrias y para los cultivos hidropónicos que pretenden montar…, agua incluso para desperdiciar, en millones de toneladas de agua. »¿Cuál es la energía propulsiva que utilizan las naves espaciales? ¿Qué van dejando tras ellas para poder avanzar? En tiempos fueron gases generados por explosivos. Resultaba muy caro. Después se inventó el protón micropila, una fuente de energía barata que podría calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas a tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante disponible? Pues, el agua, naturalmente. »Cada nave espacial abandona la Tierra llevando casi un millón de toneladas, no kilos, no, toneladas…, de agua, con el único propósito de llegar al espacio y allí acelerar o disminuir la velocidad. »Nuestros antepasados quemaron el petróleo de la Tierra locamente y con maldad. Destruyeron su carbón imprudentemente. Les despreciamos y condenamos por eso, pero por lo menos tenían una excusa: pensaban que cuando se les agotara, encontrarían un sustituto. Y tenían razón. Tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas de protón. »Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Ni puede haberlo jamás. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos convertido la Tierra, ¿qué excusa encontrarán para nosotros? Cuando llegue la sequía y aumente… Long se inclinó hacia delante y apagó.

— Esto me molesta. Este maldito imbécil dice deliberadamente…, ¿qué te pasa? Rioz se había levantado, preocupado:

— Debería estar vigilando los pips.

— Al diablo con los pips -dijo Long levantándose también y yendo detrás de Rioz por el estrecho pasillo hasta detenerse en la cabina-. Si Hilder sigue con esto, si tiene la valentía de hacer de ello su programa…, uau! También lo vio. El pip era una clase A precipitándose tras la señal como un galgo tras la liebre mecánica. Rioz balbuceaba:

— El espacio estaba vacío, te lo aseguro, ¡vacío! En Nombre de Marte, Ted, no te quedes pasmado. Mira si puedes descubrirlo visualmente. Rioz manipulaba rápidamente y con una eficiencia que era el resultado de veinte años de recoger cápsulas. Tuvo la distancia en dos minutos. Pero, recordando su experiencia de basurero, midió el ángulo de inclinación y también la velocidad radial. Gritó a Long:

— Una vez punto siete seis radianes. No puedes dejar de verlo, hombre. Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.

— Está solamente a medio radián del otro lado del sol. Solamente la iluminará de refilón. Aumentó el magnificador tan rápidamente como se atrevió en busca de la «estrella» que cambiaba de posición y al aumentar mostró tener una forma, revelando que no era una estrella.

— Voy a empezar, de todos modos -dijo Rioz-. No podemos esperar.

— Ya la tengo. Ya la tengo. -A pesar de la magnificación era todavía demasiado pequeña para tener forma definida, pero el punto que Long vigilaba brillaba y se apagaba rítmicamente a medida que la cápsula giraba sobre sí misma y captaba la luz del sol en espacios de tiempo diferentes.

— Aguanta. El primero de varios chorros de vapor salió de las aberturas apropiadas, dejando largos rastros de microcristales de hielo que brillaban suavemente a los pálidos rayos del lejano sol. Disminuyeron durante ciento cincuenta kilómetros o más. Un chorro, luego otro, luego otro más a medida que la nave basurera salía de su trayectoria estable y seguía una ruta tangencial con la de la cápsula.

— ¡Se mueve como un cometa en su perihelio! -gritó Rioz-. Esos malditos pilotos terrícolas sueltan las cápsulas de esta forma a propósito. Me gustaría… Maldijo, airado, mientras iba soltando vapor y más vapor, impaciente, hasta que el relleno hidráulico de su sillón se aplastó más de un palmo y Long se encontraba incapaz de mantenerse sujeto a la barra de protección.

— Ten compasión -suplicó. Pero Rioz sólo tenía ojos para los pips.

— Si no puedes aguantarlo, hombre, haberte quedado en Marte. -Los chorros de vapor retumbaban a distancia. La radio despertó de pronto. Long consiguió inclinarse hacia delante a través de lo que parecía pasta y puso el contacto. Era Swenson con los ojos desorbitados que furioso les gritaba:

— ¿Dónde demonios creéis que vais? Dentro de diez segundos entraréis en mi sector.

— Persigo una cápsula -le soltó Rioz.

— ¿En mi sector?

— Empezó en el mio y tú no estás en posición de alcanzarla. Apaga esa radio, Ted. La nave atronó el espacio, un trueno que sólo podía oírse dentro del casco. Y entonces Rioz cortó el motor por etapas lo suficientemente separadas para que Long diera tumbos hacia delante. El súbito silencio fue más ensordecedor que el estruendo que le había precedido. Rioz dijo:

— Está bien. Veamos la situación. Miraron ambos. La cápsula era ahora un cono truncado bien definido, dando solemnemente tumbos al pasar por entre las estrellas.

— Decididamente es una cápsula de clase A -afirmó Rioz, satisfecho. «Un gigante entre cápsulas», pensó. Les devolvería la tranquilidad económica. Long observó entonces:

— Tenemos otro pip en el escáner. Creo que es Swenson persiguiéndonos. Rioz apenas le miró:

— No nos alcanzará. La cápsula se hizo aún mayor y llenó toda la pantalla. Las manos de Rioz estaban crispadas sobre la palanca del harpón. Esperó, ajustó microscópicamente el ángulo por dos veces y largó la longitud de que disponía. Luego, de un tirón, soltó el mecanismo. Por un instante no ocurrió nada. Después un cable metálico culebreó por la pantalla, moviéndose hacia la cápsula como una cobra a punto de morder. Estableció contacto, pero no se afianzó. De haberlo hecho se hubiera partido al instante como un hilo de telaraña. La cápsula giraba con un impulso rotacional equivalente a millares de toneladas- Lo que hizo el cable fue establecer un potente campo magnético que actuaba como freno sobre la cápsula. Uno y otro cable fueron disparados. Rioz los proyectó fuera con un excesivo gasto de energía.

— ¡Será mía! ¡Por Marte, que la cogeré! Con unas dos docenas de cables tendidos entre nave y cápsula, tuvo que desistir. La energía rotacional de la cápsula, convertida por el roce en calor, había aumentado su temperatura hasta el extremo de que su radiación era captada por los contadores de la nave. Long se ofreció:

— ¿Quieres que vaya a ponerle nuestra marca?

— De acuerdo. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Es mi turno de guardia.

— No me importa. Long se metió en su traje espacial y se acercó a la escotilla. Que era novato en el juego quedaba demostrado por las pocas veces que se había puesto el traje para salir al espacio. Esta era la quinta vez. Salió sujeto al cable más cercano, percibiendo la vibración del cable a través del metal de su guante. Gravó al fuego su número de serie en el metal liso de la cápsula. Nada podía oxidar el acero en el gran vacío del espacio. Simplemente se fundía y vaporizaba, condensándose a unos palmos de distancia del rayo energético, transformando la superficie que tocaba en un color gris polvoriento y opaco. Long regresó a la nave. Una vez dentro, se quitó el casco, blanco y cubierto de escarcha formada nada más entrar. Lo primero que oyó fue la voz de Swenson saliendo del aparato de radio, casi irreconocible por la rabia:

— …directamente al Comisionado. ¡Maldita sea!, ¡este juego tiene sus reglas! Rioz, sentado, imperturbable, replicó:

— Mira, entró en mi sector. Tardé en descubrirla y la perseguí hasta el tuyo.

— Tú no la hubieras alcanzado sin pasar antes por Marte. No hay más…, ¿ya has vuelto, Long? Cortó el contacto. El botón de señal insistió enfurecido, pero no le hizo caso.

— ¿Va a ir al Comisionado? -preguntó Long.

— No lo creas. Se pone así porque rompe la monotonía. Pero no lo dice en serio. Sabe que la cápsula es nuestra.

— ¿Y qué te ha parecido este pedazo de captura, Ted?

— Muy buena.

— ¿Muy buena? ¡Impresionante! Espera. Voy a mandarla abajo. Los chorros laterales soltaron su vapor y la nave inició un giro lento alrededor de la cápsula. Ésta giró también. En treinta minutos eran como una gigantesca peonza rodando en el vacío. Long comprobó en el Ephemeris la posición de Deimos. En un momento precisamente calculado, los cables liberaron su campo magnético y la cápsula marchó tangencialmente en una trayectoria que, en uno o dos días, la dejaría a distancia de recuperación de los depósitos de cápsulas del satélite de Marte. Rioz contempló su desaparición. Se sentía feliz. Se volvió a Long.

— Ha sido un gran día para nosotros.

— ¿Qué me dices del discurso de Hilder? -preguntó Long.

— ¿Qué? ¿Quién? Oh, ése. Óyeme, si tuviera que preocuparme por todo lo que dice un maldito terrícola, no podría dormir. Olvídalo.

— No creo que debamos olvidarlo.

— Estás loco. No me des la lata con eso, ¿quieres? Vete a dormir. Ted Long encontró excitante el ancho y alto de la calle principal de la ciudad. Hacía dos meses que el Comisionado había declarado una moratoria en las recuperaciones y había retirado a todas las naves del espacio, pero esta sensación de panorama ampliado no dejaba de excitar a Long. Incluso el pensamiento de que la moratoria se había establecido por causa de una decisión del planeta Tierra de prohibir con renovada insistencia el gasto de agua, decidiendo una ración límite para los basureros, no bastó para mermar su entusiasmo. El techo de la avenida estaba pintado de azul luminoso, imitando quizá de forma anticuada el cielo de la Tierra. Ted no estaba seguro. Las paredes estaban iluminadas por los escaparates de las tiendas abiertas. A distancia, por encima del barullo del tráfico y del ruido de la gente que le adelantaba, podía oír el estruendo intermitente a medida que se perforaban nuevos canales en la corteza de Marte. Recordaba este estruendo de toda su vida. El suelo que pisaba había formado parte, cuando él nació, de una gran roca sólida e intacta. La ciudad iba creciendo y seguiría creciendo…, sólo si la Tierra se lo permitía. Torció en un cruce de calles más estrechas, menos brillantemente iluminadas, porque las tiendas cedían el lugar a casas de apartamentos, cada una con su hilera de luces en la fachada principal. A los transeúntes, compradores y tráfico les sustituían paseantes individuales y muchachos chillones que no habían acudido a los requerimientos maternos para ir a cenar. En el último instante, Long recordó los modales sociales y se detuvo en una aguadería de la esquina. Entregó su cantimplora:

— Llénela. La encargada desenroscó el tapón, echó una mirada al interior, la sacudió un poco y rió alegremente:

— ¡No queda mucha!

— No -asintió Long. La encargada la llenó sosteniendo la boca de la cantimplora pegada a la manguera para evitar que se perdiera una sola gota. El marcador de volumen avisó. Volvió a enroscar el tapón. Long entregó las monedas y recogió la cantimplora. Ahora iba golpeándole alegremente la cadera con agradable pesadez. Visitar una familia sin llevarles una cantimplora llena era algo que no se hacía. Entre chicos no importaba; bueno, no importaba demasiado. Entró en el portal del número 27, subió un corto tramo de escalera y se paró con el dedo en el timbre. Podía oírse claramente el rumor de voces. Una era voz de mujer, algo estridente:

— A ti te parece muy bien traer a tus amigos basureros a casa, ¿no es verdad? Y figura que yo debo estar agradecida a que pases dos meses en casa, por año. ¡Oh, y que puedas estar uno o dos días conmigo, ya basta! Después, otra vez con los basureros.

— Ahora llevo mucho tiempo en casa -dijo una voz masculina- y se trata del trabajo. ¡Oh, por el amor de Marte, cállate ya, Dora! No tardarán en llegar. Long decidió esperar un momento antes de apretar el botón. Así les daría la oportunidad de encontrar una disculpa para disimular.

— ¿Y qué me importa que estén al llegar? -replicó Dora-. Que me oigan. Casi preferiría que el Comisionado mantuviera la moratoria eternamente. ¿Me has oído bien?

— ¿Y con qué viviríamos? -replicó, airada, la voz masculina-. A ver si me lo dices tú.

— Sí, te lo diré. Puedes ganarte honrada y decentemente la vida aquí mismo, en Marte, igual que los demás. Soy la única de esta casa que es «viuda» de basurero. Y eso es lo que soy… una viuda. Peor que una viuda, porque si fuera viuda tendría por lo menos la oportunidad de casarme con alguien…, ¿qué has dicho?

— Nada. Nada en absoluto.

— ¡Oh, ya sé lo que has dicho. Ahora bien, óyeme, Dick Swenson…

— Sólo he dicho -exclamó Swenson- que ahora sé por qué los basureros no suelen casarse.

— Tampoco debiste hacerlo tú. Estoy más que harta de que todo el vecindario me compadezca, y sonría, y me pregunte cuándo vuelves a casa. Los demás pueden ser ingenieros de minas, administradores e incluso perforadores de túneles. Por lo menos las esposas de los tuneleros tienen una vida familiar decente y sus hijos no se crían como vagabundos. Es como si Peter no tuviera padre… Una vocecita de muchacho se filtró por la puerta. Sonaba más alejada, como si estuviera en otra habitación.

— Eh, mamá, ¿qué es un vagabundo? La voz de Dora levantó un poco el tono:

— ¡Peter! No te distraigas de tus deberes. Swenson dijo en voz baja:

— No está bien hablar así delante del niño. ¿Qué clase de ideas tendrá sobre mí?

— Entonces, quédate en casa y enséñale buenas ideas. La voz de Peter volvió a oírse:

— Eh, mamá, cuando sea mayor voy a ser basurero. Se oyeron pasos rápidos. Hubo una pausa momentánea y de pronto unos chillidos:

— ¡Mamá! ¡Eh, mamá! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué he hecho yo? -Y luego un silencio pesado. Long aprovechó la oportunidad. Apretó el botón vigorosamente. Swenson abrió la puerta, alisándose el cabello con ambas manos.

— Hola, Ted -dijo a media voz. Y en voz más alta-: Ha llegado Ted, Dora. ¿Dónde está Mario, Ted?

— No tardará en llegar -respondió Long. Dora salió apresuradamente de la otra habitación; era una mujer bajita, morena, con una nariz pinzada y el cabello, que empezaba a encanecer, peinado dejando la frente descubierta.

— Hola, Ted. ¿Has comido?

— Sí, muy bien, gracias. No les interrumpo, ¿verdad?

— En absoluto. Hace tiempo que terminamos. ¿Querrás un café?

— Creo que sí. -Ted desenganchó la cantimplora y se la tendió.

— ¡Oh, cielos, de ninguna manera! Tenemos mucha agua.

— Insisto.

— Entonces, bien. Volvió a la cocina. Por la puerta de muelles pudo ver un montón de platos puestos en «Secoterg», el «limpiavajillas sin agua que empapa y absorbe la grasa y suciedad en un santiamén. Un chorrito de agua aclara medio metro cuadrado de superficie de vajilla y la deja limpísima. Compre Secoterg», «Secoterg» limpia bien, devuelve el brillo a tus platos y no malgasta agua… » La canción empezó a sonar en su cabeza y Long la aplastó hablando. Se le ocurrió decir:

— ¿Cómo está Peter?

— Bien, bien, el chico está en cuarto grado. Como sabes, no le veo mucho, pues verás, cuando volví la última vez, me miró y me dijo… Y la conversación siguió por estos derroteros. No estuvo mal en cuanto a gracias de niños listos contadas por sus padres. Volvió a oírse el timbre y entró Mario Rioz, ceñudo y sofocado. Swenson se le acercó al instante:

— Oye, no digas nada sobre recogida de cápsulas. Dora recuerda todavía aquella vez que te apoderaste de una clase A en mi territorio y en este momento está de muy mal humor.

— ¿Y quién demonios quiere hablar de cápsulas? -Rioz se quitó la chaqueta forrada de piel, la echó sobre el respaldo del sillón y se sentó. Dora salió por la puerta de la cocina, miró al recién llegado con una sonrisa sintética, y saludó:

— Hola, Mario. Tú también querrás café, ¿verdad?

— Sí -contestó, buscando maquinalmente su cantimplora.

— Gasta un poco más de mí agua, Dora -se apresuró a ofrecer Long-. Me la deberá.

— Eso -dijo Rioz.

— ¿Qué ocurre, Mario?

— Venga -masculló Rioz-. Dime que ya me lo habías dicho. Hace un año, cuando Hilder hizo aquel discurso, me lo dijiste. Dilo. Long se encogió de hombros. Rioz prosiguió:

— Han establecido la cuota. Salió en el noticiario hace quince minutos.

— ¿Y bien?

— Cincuenta toneladas de agua por viaje.

— ¿Qué? -gritó Swenson, rabioso-. No puedes despegar de Marte con cincuenta toneladas.

— Pues ésta es la cifra. Es una acción deliberada: acabar con los basureros. Dora llegó con el café y lo repartió.

— ¿Qué es eso de acabar con los basureros? -se sentó con firmeza y Swenson pareció perdido.

— Al parecer -explicó Long-, nos están racionando el agua a cincuenta toneladas y esto significa que no podremos hacer más salidas.

— Bueno, ¿y qué? -Dora sorbió su café y sonrió feliz-. Si queréis mi opinión, diré que está bien. Ya es hora de que todos vosotros os busquéis un trabajo bueno y fijo aquí, en Marte. Lo digo en serio. No es vida eso de andar todo el tiempo por el espacio…

— Por favor, Dora -rogó Swenson. Rioz se sobresaltó; Dora levantó las cejas:

— Solamente os doy mi opinión.

— Por favor, puede decir lo que le parezca -cortó Long-, pero a mí también me gustaría decir algo. Cincuenta mil no es más que un detalle. Sabemos que la Tierra, o por lo menos el partido de Hilder, quiere sacar capital político de una campaña en favor de la economía del agua así que estamos en mala situación. Tenemos que conseguir agua de alguna forma o nos aislarán del todo, ¿entendéis?

— Claro -asintió Swenson.

— Pero la cuestión es, cómo hacerlo, ¿verdad?

— Si solamente se tratara de conseguir agua -terció Rioz en un súbito torrente de palabras- cabría hacer una cosa y lo sabéis. Si los terrícolas no nos dan agua, cogerla. El agua no es sólo suya porque sus padres y abuelos fueron demasiado cobardones para abandonar su rico planeta. El agua pertenece a la gente, esté donde esté. Nosotros somos gente y el agua también es nuestra. Tenemos derecho.

— ¿Cómo te propones apoderarte de ella? -preguntó Long.

— ¡Fácil! En la Tierra tienen océanos de agua. No pueden establecer guardias en cada kilómetro cuadrado. Podemos bajar por el lado oscuro del planeta siempre que queramos, llenar nuestras cápsulas e irnos. ¿Cómo pueden impedírnoslo?

— De varias maneras, Mario. ¿Cómo descubres cápsulas en el espacio a distancia de centenares de miles de kilómetros? Tan sólo una cápsula metálica en todo ese espacio. ¿Cómo? Por radar. ¿Crees que no tienen radar en la Tierra? ¿Crees que si la Tierra llega a enterarse de que les estamos robando el agua, no será sencillo para ellos montar una red de radares que señalen a las naves que llegan del espacio? Dora, indignada, interrumpió:

— Voy a decirte una cosa, Mario Rioz. Mi marido no va a formar parte de ningún grupo que vaya a buscar agua para mantener su recogida de basuras.

— No se trata solamente de la recogida de cápsulas -insistió Mario-. Después del agua, nos quitarán todo lo demás. Tenemos que pararles los pies ahora.

— Pero, tampoco necesitamos su agua -siguió protestando Dora-. No somos ni Venus ni Luna. Sacamos suficiente agua de los casquetes polares para nuestras necesidades. Incluso en este apartamento tenemos entrada de agua. En esta manzana, lo tienen todos los apartamentos.

— El agua para uso doméstico es el gasto menor -siguió explicando Long-. Las minas necesitan agua. ¿Y qué me dices de los depósitos de agua de los cultivos hidropónicos?

— Tienes razón -dijo Swenson-. ¿Qué hay de los depósitos hidropónicos, Dora? Necesitan mucha agua y ya va siendo hora de que cultivemos nuestras verduras en lugar de vivir de los condensados que nos envían de la Tierra.

— Oídle bien -exclamó Dora despectiva-. ¿Qué sabe él de comida fresca? Nunca la has comido.

— He comido más de lo que crees. ¿Recuerdas aquellas zanahorias que recogí una vez?

— Bueno, ¿y qué tiene de maravilloso? Si me preguntas te diré que la protocomida asada es mucho mejor. Y también más sana. Al parecer ahora está de moda hablar de verdura fresca porque así aumentan los impuestos sobre los cultivos hidropónicos. Además, todo esto terminará.

— No lo creo -dijo Long-. En todo caso, no por sí solo. Hilder será, probablemente, el nuevo Coordinador y las cosas se pondrán realmente mal. Si también nos racionan el envío de alimentos…

— ¿Qué vamos a hacer, pues? -gritó Rioz-. Sigo diciendo que debemos ir a cogerla. ¡Llevarnos el agua!

— Y yo digo que no podemos hacerlo, Mario. ¿No ves que lo que estás sugiriendo es el sistema de la Tierra y de los terrícolas? Tratas de agarrarte al cordón umbilical que une a la Tierra con Marte. ¿No puedes olvidarte de él? ¿No puedes enfocarlo según el sistema marciano?

— No, supongo que no. A ver si me lo explicas.

— Lo haré si me escuchas. Cuando pensamos en el Sistema Solar, ¿en qué pensamos?

En Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos. Ahí tienes… siete cuerpos, y nada más. Pero esto no representa un uno por cierto del Sistema Solar. Nosotros, marcianos, estamos al borde del otro noventa y nueve por ciento. Allá, más lejos que el Sol, hay increíbles cantidades de agua. Los demás se le quedaron mirando. Swenson titubeó:

— ¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y Saturno?

— No específicamente a ésas, pero admito que es agua. Una capa de mil seiscientos kilómetros de grosor de agua, es mucha agua.

— Pero está todo ello recubierto de capas de amoníaco… o cosa parecida, ¿no es verdad? -preguntó Swenson-. Además no podemos bajar a los planetas mayores.

— Ya lo sé -dijo Long- pero no he dicho que ésta sea la respuesta. Los planetas mayores no son los únicos objetos que hay allí. ¿Qué me dices de los asteroides y de los satélites? Vesta es un asteroide de trescientos kilómetros de diámetro y que es poco más que una masa de hielo. Una de las lunas de Saturno es casi todo hielo. ¿Qué os parece?

— ¿Has estado alguna vez en el espacio, Ted? -preguntó Rioz.

— Sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?

— Claro que sé que has estado, pero todavía hablas como un terrícola. ¿Has pensado en las distancias involucradas? Normalmente un asteroide está a, como poco, treinta millones de kilómetros. Es dos veces el trayecto de Venus a Marte y sabes que casi ninguna gran nave lo hace en un salto. Generalmente paran en la Tierra o en la Luna. Después de todo, ¿cuánto tiempo esperas que un hombre aguante en el espacio?

— No lo sé. ¿Cuál es tu límite?

— Tú lo conoces de sobra. No tienes que preguntarme. Son seis meses. Está en todos los manuales. Después de seis meses si aún sigues en el espacio eres carne de psicoterapia. ¿No es así, Dick? Swenson movió afirmativamente la cabeza.

— Y esto sólo en cuanto a asteroides -prosiguió Rioz-. De Marte a Júpiter hay setencientos veinte millones de kilómetros, y a Saturno mil trescientos millones. ¿Cómo puede alguien cubrir estas distancias? Suponte que alcanzas la máxima velocidad o, para que quede más claro, que consigues unos trescientos mil kilómetros por hora, en teoría, pero ¿de dónde sacarías el agua para hacerlo?

— ¡Caramba! -exclamó una vocecita perteneciente al poseedor de unos ojos redondos y una nariz respingona-. ¡Saturno! Dora giró en redondo:

— Peter, vuelve inmediatamente a tu habitación.

— ¡Oh, mamá!

— Nada de ¡oh, mamá! -y empezó a levantarse de su silla; Peter desapareció. Swenson sugirió:

— Oye, Dora, ¿por qué no vas a hacerle un ratito de compañía? Es difícil que se concentre en sus deberes si estamos todos aquí hablando. Dora se mostró obstinada y no se movió.

— Me quedaré aquí sentada hasta que averigüe lo que piensa Ted Long. Y desde ahora ya os puedo decir que no me gusta nada. Bueno, olvidemos a Júpiter y Saturno -dijo Swenson nervioso-. Estoy seguro de que Ted no los tiene en cuenta. Pero, ¿qué hay de Vesta? Podríamos hacerlo en diez o doce semanas de ida y otras tantas de vuelta. Y trescientos kilómetros de diámetro. ¡Representan siete millones novecientos mil kilómetros cúbicos de hielo!

— ¿Y qué? -objetó Rioz-. ¿Y qué hacemos en Vesta? ¿Cortar el hielo? ¿Montar maquinaria de minas? Oye, ya sabes cuánto tiempo nos llevaría.

— Estoy hablando de Saturno, no de Vesta -dijo Long. Rioz se dirigió a un público invisible.

— ¡Le hablo de mil cien millones de kilómetros, y sigue hablando!

— Está bien -le cortó Long-, supongamos que me explicas cómo sabes que sólo podemos estar seis meses en el espacio, Mario.

— Lo sabe todo el mundo, maldita sea.

— Porque está en el Manual de Vuelo Espacial. Son datos recopilados por científicos de la Tierra, de sus experiencias con pilotos de la Tierra y espaciales. Aún piensas al estilo terrícola. No quieres pensar por el sistema marciano.

— Un marciano puede ser un marciano, pero sigue siendo un hombre.

— Pero, ¿cómo puedes estar tan ciego? ¿Cuántas veces habéis estado fuera más de seis meses sin que os ocurriera nada?.

— Esto es distinto.

— ¿Por que sois marcianos? ¿Porque sois basureros profesionales?

— No, porque no se trata de un gran vuelo. Podemos regresar a Marte cuando queramos.

— Pero, no queréis. Es lo que quiero decir. Los de la Tierra tienen naves enormes con filmotecas, con una tripulación de quince hombres, más los pasajeros. Así y todo, sólo pueden quedarse fuera seis meses como máximo. Los basureros marcianos tienen una nave con dos cabinas y sólo un socio. Pero somos capaces de aguantar más de seis meses.

— Y supongo que queréis vivir en una nave por más de un año -rezongó Dora- para ir a Saturno.

— ¿Y por qué no, Dora? -preguntó Long-. Podemos hacerlo. ¿No te das cuenta de que realmente podemos? Los de la Tierra, no. Tienen un mundo de verdad. Tienen un cielo abierto y comida fresca, y todo el agua y el aire que quieren. Meterse en una nave es para ellos un cambio terrible. Por esta razón, más de seis meses es demasiado para ellos. Los marcianos somos diferentes. Llevamos viviendo en una nave toda nuestra vida. »Porque eso es lo que es Marte… una nave. Sólo una gran nave. De seis mil ochocientos kilómetros de diámetro y un cuartito en el centro ocupado por cincuenta mil personas. Es cerrado como una nave. Respiramos aire en conserva, bebemos agua en conserva, que repurificamos una y otra vez. Comemos las mismas raciones que se comen en una nave. Cuando entramos a bordo, es lo mismo que hemos conocido toda nuestra vida. Podremos soportarlo por más de un año si es preciso.

— ¿También Dick? -insistió Dora.

— Podemos hacerlo todos.

— Pues Dick no puede. Todo eso está muy bien para ti, Ted Long, y ese robacápsulas de Mario de querer estar fuera un año. Tú no estás casado, Dick lo está. Tiene una mujer y tiene un hijo, y con eso le basta. Puede perfectamente encontrar un trabajo aquí en el propio Marte. Pero, cielos, os imagináis que llegáis a Saturno y no hay agua, ¿cómo volveréis? Incluso si os quedara agua, no tendríais comida. Es lo más ridículo que he oído.

— No. Ahora, escúchame bien -insistió Long-. Lo tengo muy pensado. He hablado con el Comisionado Sankov y nos ayudará. Pero necesitamos naves y hombres. Y yo solo no puedo conseguirlos. Los hombres no querrán escucharme. Soy nuevo. Vosotros dos, en cambio, sois conocidos y respetados. Sois veteranos. Si me ayudáis, aunque decidierais no ir, si me ayudáis a convencer a los demás, a conseguir voluntarios…

— Primero -barbotó Rioz- tendrás que explicarnos bastantes más cosas. Una vez lleguemos a Saturno, ¿dónde estará el agua?

— Ahí está lo bonito del caso. Por eso tiene que ser Saturno. El agua está flotando a su alrededor, en el espacio, no hay más que recogerla. Cuando Hamish Sankov llegó a Marte, no existía lo que se dice un marciano nativo. Ahora hay más de doscientos niños cuyos abuelos han nacido ya en Marte… Son nativos de la tercera generación. Cuando llegó, adolescente, Marte era apenas algo más que un montón de naves aparcadas y conectadas entre sí por túneles subterráneos. A lo largo de los años vio crecer y extenderse rápidamente edificios, proyectando tuberías a la pobre e irrespirable atmósfera. Había visto inmensos almacenes que podían acomodar naves con sus cargas. Había visto cómo las minas salían de la nada hasta ser un gran corte en la corteza de Marte, mientras la población crecía de cincuenta a cincuenta mil. Todos esos lejanos recuerdos le hacían sentirse viejo… ésos y los recuerdos aún más borrosos que le traía ese terrícola que tenía delante. Su visitante tenía consigo restos casi olvidados de antiguos recuerdos de un mundo tibio y suave, bondadoso y tierno para la humanidad como las entrañas de una madre. El terrícola parecía recién salido de aquellas entrañas. No era ni alto, ni muy flaco; simplemente lleno de carnes. Cabello oscuro, un poco ondulado, un bigotito y la piel limpiamente rasurada. Sus ropas, de estilo adecuado, estaban tan aseadas y limpias como podían estarlo por el plastek. La ropa de Sankov era de fabricación marciana útil e impecable, pero pasada de moda. Su rostro era anguloso y arrugado, el cabello de un blanco puro, y su nuez pronunciada subía y bajaba cuando hablaba. El terrícola era Myron Digby, miembro del Congreso General de la Tierra. Sankov era Comisionado marciano.

— Todo esto es muy duro para nosotros, señor -observó Sankov.

— Para la mayoría de nosotros también es duro, Comisionado.

— No sé. Honradamente no puedo decir que entienda el modo de hacer de la Tierra, por más que haya nacido allí.

— Marte es un lugar difícil para vivir, Congresista, y debe comprenderlo. Hacen falta naves muy espaciosas para traernos la comida, el agua y la materia prima para poder sobrevivir. No queda mucho espacio para libros ni para películas, aunque sean noticiarios. Incluso los programas de vídeo no llegan a Marte, sólo durante un mes cuando la Tierra está en conjunción y aun entonces a nadie le sobra tiempo para mirarlos. »Mi oficina recibe una película semanal que es el resumen de la Prensa planetaria. En general me falta tiempo para dedicarle. Puede que nos tache usted de provincianos y tendrá razón. Cuando sucede algo como esto, lo único que cabe hacer es mirarnos desesperados.

— No querrá decirme que su gente -dijo Digby lentamente- no se ha enterado de la campaña de Hilder contra el despilfarro de agua.

— No, no puedo decirlo. Hay un joven basurero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio. -Sankov se rascó, pensativo, un lado del cuello-, que tiene como pasatiempo leer la historia de la Tierra y cosas parecidas. Capta programas de vídeo cuando está en el espacio y oye a ese tal Hilder. Por lo que puedo decir, aquélla fue la primera comunicación que hizo Hilder sobre los despilfarradores de agua. »El joven vino a verme para contármelo. Naturalmente, no lo tomé demasiado en serio. Estuve al tanto de las películas de la Prensa planetaria a partir de entonces, pero no se mencionaba mucho a Hilder, y lo que se decía lo presentaba como un personaje extraño.

— En efecto, Comisionado, todo parecía una broma cuando empezó. Sankov estiró sus largas piernas junto al escritorio y las cruzó por el tobillo.

— A mí todavía me parece una broma. ¿Qué discute? ¿Que gastamos agua? ¿Se ha preocupado de mirar los números? Los tengo aquí. Me los hice traer cuando llegó ese Comité.

— Parece ser que la Tierra tiene mil trescientos millones de kilómetros cúbicos de agua en sus océanos y cada kilómetro cúbico pesa mil toneladas. Eso es mucha agua. Nosotros usamos parte de esta cantidad en vuelos espaciales. Gran parte del impulso está dentro del campo de gravedad de la Tierra y esto significa que el agua que desprendernos al despegar vuelve a los océanos. Hilder no lo tiene en cuenta. Cuando dice que se gasta cerca de un millón de toneladas de agua por vuelo, es un embustero. Es menos de cien mil toneladas. »Supongamos por un momento que tenemos cincuenta mil vuelos por año. No es así, claro; ni siquiera mil quinientos. Pero digamos que son cincuenta mil. Imagino que con el tiempo habrá una expansión considerable. Con cincuenta mil vuelos, se perdería una milla cúbica de agua en el espacio cada año. Esto significa que en un millón de años, la Tierra perdería un cuarto del uno por ciento de toda su agua. Digby extendió las manos, palmas arriba, y las dejó caer de nuevo.

— Comisionado, los Aliados interplanetarios utilizaron este tipo de números en su campaña contra Hilder, pero es imposible combatir un levantamiento tremendo y emocional, con la frialdad de las matemáticas. Este hombre, me refiero a Hilder, ha inventado el nombre de «despilfarradores». Poco a poco ha ido transformando este nombre en una gigantesca conspiración, una pandilla de aprovechados y brutales desalmados que violan la Tierra en beneficio propio e inmediato. »Ha acusado al Gobierno de estar de acuerdo con ellos, al Congreso de ser dominado por ellos, a la Prensa de estar pagada por ellos. Desgraciadamente, nada de esto parece una ridiculez al hombre medio. Sabe de sobra lo que unos egoístas pueden hacer con los recursos de la Tierra. Saben lo que ocurrió con el petróleo de la Tierra durante la época de los desastres, por ejemplo, y la forma en que se arruinó el suelo.

— Cuando un granjero sufre la sequía, le tiene sin cuidado que el agua perdida en un vuelo espacial sea o no una gota en la niebla comparada con el exceso de agua de la Tierra. Hilder le ha proporcionado un motivo al que culpar y éste es el mayor consuelo en caso de desastre. Hilder no va a renunciar a esto por más cifras que se le den.

— Eso es lo que me desconcierta -objetó Sankov-. Quizá porque ya no sé cómo funcionan las cosas en la Tierra, pero tengo entendido que no existen granjeros víctimas de la sequía. Por lo que he deducido de los resúmenes de noticias, los seguidores de Hilder son minoría. ¿Por qué razón la Tierra se alía con ellos, los granjeros. y algunos chiflados que le apoyan?

— Porque, Comisionado, existe lo que se llama seres humanos preocupados. La industria del acero ve que una era de vuelos espaciales pesará enormemente sobre las aleaciones ligeras no ferrosas. Los diversos sindicatos de mineros se preocupan por la competencia extraterrestre. Cualquier terrícola que no puede conseguir aluminio para conseguir un prefabricado está seguro de que no lo consigue porque el aluminio va a Marte. Conozco a un profesor de arqueología que está contra los despilfarradores porque no puede conseguir una concesión del Gobierno para financiar sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno va a investigación de cohetes y medicina del espacio y está resentido.

— Con esto veo que no hay gran diferencia entre la gente de la Tierra y los de Marte. Pero, ¿qué opina el Congreso General? ¿Por qué tienen que seguirle la corriente a Hilder?

— La política es algo difícil de explicar -replicó Digby sonriendo con acritud-. Hilder introdujo la disposición de montar un comité que investigara el abuso de vuelos espaciales. Las tres cuartas partes, o algo más, del Congreso estaban en contra de tal investigación por considerarla una intolerable e inútil ampliación de la burocracia, lo que es cierto. Pero, ¿cómo podía un legislador estar en contra de la simple investigación de un abuso? Podría parecer como si tuviera algo que temer o que ocultar. Parecería como si él mismo se beneficiara del despilfarro. Hilder no tiene el menor miedo a expresar estas acusaciones, y sean o no verdad, serían un poderoso factor para los votantes en las próximas elecciones. Y la disposición se hizo ley. »Luego vino la cuestión de nombrar a los componentes del comité. Los que estaban en contra de Hilder rehusaron participar, porque eso hubiera significado tomar decisiones que continuamente resultarían embarazosas. Permaneciendo al margen serian menos blanco de los ataques de Hilder. El resultado es que yo soy el único miembro del comité que es abiertamente contrario a Hilder y puede costarme la reelección.

— Lo lamentaré, señor. Parece como si Marte no tuviera tantos amigos como creíamos. No nos gustaría perder ni uno. Pero si Hilder gana, ¿qué se propone hacer?

— Yo diría que está claro -dijo Digby-. Quiere ser el nuevo Coordinador Global.

— ¿Cree usted que lo conseguirá?

— Si no hay nada que le detenga, sí.

— Y entonces, ¿qué? ¿Abandonará su campaña contra el «despilfarro»?

— No sabría decirlo. Ignoro si ha hecho planes para después de su coordinación. Sin embargo, si quiere mi opinión, no creo que pueda abandonar su campaña y conservar su popularidad. Se le ha desbordado. Sankov volvió a rascarse el cuello.

— Está bien. En este caso voy a pedirle consejo. ¿Qué podemos hacer los de Marte? Conoce usted la Tierra. Conoce la situación. Nosotros, no. Díganos qué debemos hacer. Digby se puso en pie y se acercó a la ventana. Miró hacia las cúpulas bajas de los otros edificios, a la llanura roja y rocosa completamente desolada que se extendía en medio, al cielo púrpura y a un sol reducido. Sin volverse, preguntó:

— ¿Les gusta a ustedes realmente Marte?

— La mayoría de nosotros no conoce ningún otro mundo, señor. Me parece que la Tierra les resultaría peculiar e incómoda.

— Pero, ¿no se acostumbrarían los marcianos? La Tierra no es difícil de aceptar después de todo. ¿No le gustaría a su gente aprender a disfrutar del privilegio de respirar aire puro bajo un cielo abierto? Usted mismo vivió en la Tierra. Debe recordar lo que era.

— Me acuerdo en cierto modo. Pero no me parece fácil de explicar. La Tierra está ahí. Encaja con la gente y la gente con ella. La gente acepta la Tierra tal como la encuentra. Marte es diferente. Es descarnado y no encaja con la gente. Ésta tiene que sacarle el mejor partido. Tiene que edificar un mundo y no aceptar lo que encuentra. Marte no es aún gran cosa, pero estamos edificando, y cuando terminemos vamos a tener exactamente lo que queremos. Es una experiencia excitante saber que se está edificando un mundo. Después de esto, la Tierra resultaría aburrida. El Congresista objetó:

— No puedo creer que el marciano ordinario sea tan filósofo que se conforme con vivir esta horrible y dura vida en aras de un futuro que debe estar a cientos de generaciones de distancia.

— No, no es exactamente así. -Sankov cruzó el tobillo derecho sobre su rodilla izquierda y se lo sujetó mientras hablaba-. Como le he dicho, los marcianos son parecidos a los terrícolas, lo que significa que son seres humanos, y los seres humanos son poco dados a la filosofía. De todos modos, es importante vivir en un mundo que va creciendo, lo vea usted o no. »Cuando llegué a Marte por primera vez, mi padre solía enviarme cartas. Era contable, y nunca dejó de ser un contable. La Tierra no era muy diferente cuando murió de lo que era cuando nació. Nunca vio ocurrir nada. Cada día era como cualquier otro día, y vivir era sólo una forma de pasar el tiempo hasta la muerte. »En Marte es distinto. Cada día hay algo nuevo, la ciudad es mayor, el sistema de ventilación da un paso adelante, las conducciones de agua de los polos se perfeccionan. Ahora mismo nos proponemos montar una asociación de noticiarios filmados por nosotros. Vamos a llamarles Prensa de Marte. Si no ha vivido cuando las cosas van creciendo a su alrededor, jamás comprenderá lo maravilloso que es y lo que se siente. »No, Congresista, Marte es difícil y duro, la Tierra es mucho más cómoda, pero me parece que si se llevara a nuestros muchachos a la Tierra serían desgraciados. Probablemente la mayoría no sería capaz de comprenderlo, pero se sentirían perdidos, perdidos e inútiles. Me parece que muchos de ellos no se adaptarían jamás. Digby se apartó de la ventana y en la piel lisa y sonrosada de la frente se le formó una arruga:

— En tal caso, Comisionado, lo siento por usted. Por todos ustedes.

— ¿Por qué?

— Porque no creo que haya nada que pueda hacer su gente en Marte. O en todo caso, los de Venus o la Luna. No ocurrirá ahora; tal vez no ocurra en un año ni en dos, ni incluso en cinco. Pero a no tardar tendrán que volver todos a la Tierra, a menos que… Las blancas cejas de Sankov parecieron cubrir sus ojos:

— ¿Qué?

— A menos que puedan encontrar otra fuente de agua que no sea la Tierra.

— Y no parece probable, ¿verdad? -preguntó Sankov, abrumado.

— Poco probable.

— Y salvo eso, ¿no ve más oportunidad?

— Ninguna en absoluto. Después de decirlo, Digby se fue, y Sankov se quedó un momento con la mirada perdida antes de marcar un número de la línea de comunicación local.

— Tenias razón, hijo. No pueden hacer nada. Incluso los que nos comprenden, no ven ninguna salida. ¿Cómo lo adivinaste tú?

— Comisionado -respondió Long-, cuando se ha leído todo sobre la época del desastre, especialmente sobre el siglo veinte, nada político puede ser una sorpresa.

— Bien, puede que sí. En todo caso, hijo, el congresista Digby lo lamenta por nosotros, lo siente horrores, podríamos decir, pero nada más. Dice que tendremos que abandonar Marte o ir a buscar el agua a otra parte. Sólo que piensa que no podemos encontrarla en ningún otro sitio.

— Pero usted sabe que sí podemos, Comisionado. Sé que podemos, hijo. Pero el riesgo es terrible.

— Si encuentro suficientes voluntarios, el riesgo es cosa nuestra.

— ¿Y cómo va eso?

— No va mal. Algunos de los muchachos están ya de mi parte. Convencí a Mario Rioz, por ejemplo, y usted sabe que es uno de los mejores.

— Ahí está el problema… Los voluntarios son los mejores hombres que tenemos. Me horroriza permitirlo.

— Si volvemos, habrá valido la pena.

— Si. Es palabra importante, hijo. Y muy importante lo que tratamos de hacer.

— Bien, di mi palabra de que si no conseguíamos ayuda de la Tierra, procuraré que el depósito de agua de Fobos os entregue toda la que necesitéis. ¡Buena suerte!

A ochocientos mil kilómetros de Saturno. Mario Rioz estaba recostado en nada, dormir era delicioso. Despertó lentamente de su sueño y, por unos instantes, solo dentro de su traje espacial, se entretuvo contando las estrellas y trazando líneas de unas a otras. En un principio, a medida que corrían las semanas, era como volver a ser basureros, salvo por la corrosiva sensación de que cada minuto significaba un número adicional de millares de kilómetros lejos de toda la humanidad. Eso lo empeoraba. Habían apuntado alto para poder salir de la eclíptica mientras cruzaban el cinturón de asteroides. Con ello se había gastado mucha agua y probablemente había sido innecesario. Aunque decenas de miles de pequeños mundos aparecían tan espesos como insectos en proyección bidimensional sobre una placa fotográfica, están, sin embargo, tan desparramados por los cuatrillones de kilómetros cúbicos que formaban su órbita conglomerada, que solamente la más ridícula de las coincidencias podría provocar una colisión. No obstante, traspasaron el cinturón, pero alguien calculó las posibilidades de colisión con un fragmento de materia lo bastante grande como para producir algún daño. La estimación era tan baja, tan verdaderamente baja, que era casi imposible que acaeciera encontrarse con un «objeto flotante en el espacio». Los días eran largos y muchos, el espacio estaba vacío, solamente se necesitaba a un hombre en los controles en todo momento. La idea era nueva. Primero, fue alguien especialmente atrevido el que se aventuró a estar fuera unos quince minutos. Luego otro probó media hora. Por fin, antes de que los asteroides quedaran completamente atrás, cada nave regularmente tenía a su miembro libre de guardia suspendido de un cable en el espacio. Era bastante fácil. Para empezar, uno de los cables destinados a operaciones a la conclusión del viaje, estaba magnéticamente sujeto por ambos extremos, por uno al casco de la nave, y por el otro al traje espacial. Luego se salía por la escotilla al casco y allí se amarraba el otro cable. Descansaba un instante, agarrado a la piel metálica de la nave por los electromagnetos de las botas. Después se neutralizaban éstas y se hacía un ligerísimo esfuerzo muscular. Lenta, lentamente, con increíble lentitud, se desprendía de la nave. Aún más despacio, la masa mayor, la nave, se movía a poca distancia y hacia abajo. Uno flotaba de forma increíble, sin peso, en un negro sólido y tachonado. Cuando la nave se había alejado lo bastante, con la mano enguantada que mantenía asido el cable se apretaba ligeramente. Si se apretaba demasiado, uno se desplazaría hacia la nave y ésta hacia uno. Apretar con demasiada fuerza y la fricción le detendría, porque su moción sería equivalente a la de la nave y parecería tan inmóvil por debajo como si estuviera pintada sobre un imaginario telón de fondo, mientras que el cable colgaría enrollado entre los dos porque no tendría motivo para estar tirante. Para el ojo desnudo era media nave. Una mitad estaba iluminada por la luz del débil sol que brillaba aun demasiado para poder mirarle directamente sin la reforzada protección de la visera polarizada del traje espacial. La otra mitad era negra sobre negro y por tanto invisible.

El espacio envolvía, como un sueño. El traje espacial era tibio, renovaba el aire automáticamente, llevaba comida y bebida en recipientes especiales de los que se podía tomar con el mínimo movimiento de cabeza, y se ocupaba debidamente de los desperdicios. Por encima de todo, y más que cualquier otra cosa, estaba la deliciosa euforia de la ingravidez. Nunca hasta entonces se había sentido uno tan bien. Los días habían dejado de ser demasiado largos, ya no eran tan largos y faltaban días. Habían pasado la órbita de Júpiter en un punto cercano a los treinta grados de su posición actual. Durante meses fue el objeto más brillante del cielo, salvo el guisante blanco y resplandeciente del Sol. Algunos de los basureros insistieron en que podían considerar a Júpiter por su resplandor como una pequeña esfera con un lado comido del todo por las sombras de la noche. Después, pasado un período de varios meses, se desvaneció mientras otro punto de luz crecía hasta que fue más brillante que Júpiter. Era Saturno, primero como un punto y luego como una mancha ovalada y respladeciente. (-¿Por qué ovalada? -preguntó alguien y poco después otro contestó-: Por los anillos, naturalmente.) Todos salían a flotar en el espacio, en cualquier momento, contemplando incesantemente a Saturno. («Oye, fresco, vuelve a la nave, maldita sea. Estás de guardia.» «¿Quién está de guardia? Según mi reloj todavía me quedan quince minutos.» «Pues vuelve a poner en hora tu reloj. Además, ayer te di veinte minutos.» «Tú no darías ni dos minutos a tu abuela.» «Vuelve de una vez, maldición, o saldré ahora mismo.» «Está bien, ya vuelvo. ¡Santo Dios!, ¡cuánto ruido por un cochino minuto!» Pero en el espacio ninguna pelea era grave. Era demasiado bueno.) Saturno fue creciendo hasta que al fin rivalizó y después sobrepasó al Sol en brillantez; los anillos, situados en un amplio ángulo con su trayectoria de acercamiento, él pasó imponente junto al planeta que sólo tenía eclipsada una pequeña parte. Después, a medida que se acercaban, creció la amplitud de los anillos, para estrecharse a medida que el ángulo de aproximación iba decreciendo constantemente. Las lunas mayores aparecieron por los alrededores de aquel cielo como serenas luciérnagas. Mario Rioz se alegraba de estar despierto y poder seguir contemplando el espectáculo. Saturno llenaba medio cielo, con estrías color naranja, con las sombras de la noche reduciéndolo por la derecha casi en una tercera parte. Dos pequeños puntos redondos en aquel resplandor eran la sombra de dos de sus lunas. A la izquierda y detrás de él (podía mirar por encima del hombro izquierdo para ver, y al hacerlo, el resto de su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia la derecha para mantener el impulso angular) estaba el diamante blanco del Sol. Pero más que otra cosa, le gustaba contemplar los anillos. A la izquierda salía, por detrás de Saturno, una triple banda apretada, de luces anaranjadas. Por la noche, su principio quedaba oculto en las sombras nocturnas, pero los anillos se mostraban más cerca y más anchos. Se ensanchaban al acercarse, como la boca de una trompeta, pero también resultaban más borrosos al llegar, hasta que llenaban el cielo y se perdían. Desde donde estaba la flota de basureros, precisamente dentro del borde exterior del último anillo, éstos se rompian y asumían su verdadera identidad de agrupación de fragmentos sólidos más que la banda de luz sólida que parecían. Por debajo de él, o mejor dicho en la dirección que señalaban sus pies, a unos treinta kilómetros de distancia, había uno de los fragmentos del anillo. Tenía el aspecto de una gran mancha irregular que afeaba la simetría del espacio, tres cuartos iluminada y partida como con un cuchillo por la sombra de la noche. Otros fragmentos estaban más lejos reluciendo como polvo de estrellas, más apagados y amontonados hasta que al seguirlos, volvían a parecer anillos. Los fragmentos estaban inmóviles, pero era solamente porque las naves habían tomado una órbita cerca de Saturno equivalente a la del borde exterior de los anillos. El día anterior, recordó Rioz, había estado en el fragmento más cercano trabajando junto a una veintena de compañeros para darle la forma deseada. Mañana volvería a hacerlo. Hoy…, hoy flotaba en el espacio.

– ¿Mario? -la voz que sonaba en sus auriculares era inquisitiva. De momento a Rioz le embargó el hastío. Maldición, no estaba de humor para compañía.

– Al habla -respondió.

– Estaba seguro de haber localizado tu nave. ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Eres tú, Ted?

– El mismo.

– ¿Ocurre algo con el fragmento?

– Nada. He salido a flotar.

– ¿Tú también?

– De vez en cuando me apetece. Precioso, ¿verdad?

– Muy bueno -asintió Rioz.

– Sabes que he leído en libros de la Tierra…

– De terrícolas querrás decir. -Rioz bostezó y en aquellas circunstancias le resultó difícil emplear la expresión con la apropiada carga de resentimiento.

-… descripciones, a veces, de gente echada en la hierba -prosiguió long-, ya sabes, esa cosa verde que es como tiras finas de papel y que allí les cubre todo el suelo, que contempla el cielo azul salpicado de nubes. ¿Viste alguna vez películas con eso?

– Claro. Pero no me dijeron nada. Daban sensación de frío.

– Pero supongo que no lo será. Después de todo, la Tierra está muy cerca del Sol y dicen que su atmósfera es lo bastante espesa para retener el calor. Debo confesar que, personalmente, me molestaría encontrarme bajo cielo abierto y con sólo la ropa puesta. Pero me imagino que les gusta.

– ¡Los terrícolas están locos!

– Hablan de árboles, de grandes ramas oscuras, de vientos, ya sabes, movimientos del aire.

– Querrás decir corrientes. También pueden quedárselas.

– No importa. El caso es que lo describen maravillosamente, casi apasionadamente. Muchas veces me he preguntado: ¿Cómo será en realidad? ¿Lo experimentaré alguna vez o es algo que solamente los de la Tierra pueden sentir? Muchas veces me ha parecido que me estaba perdiendo algo vital. Ahora sé cómo debe ser. Es esto. Completa paz en medio de un universo empapado en belleza.

– No les gustaría -opinó Rioz-. Me refiero a los terrícolas. Están tan acostumbrados a su repugnante y pequeño mundo que no sabrían apreciar lo que es flotar contemplando a Saturno… -Sacudió ligeramente su cuerpo y empezó a balancearse de un lado a otro en su centro de masa, lenta y dulcemente.

– Sí, también lo creo yo. Son esclavos de su planeta. Incluso si vienen a Marte, serán solamente sus hijos los que se sientan libres. Algún día habrá naves estelares grandes, inmensas, que podrán llevar a millares de personas y mantener su autosuficiente equilibrio por decenas de años, tal vez por siglos. La humanidad se extenderá por toda la Galaxia. Pero la gente tendrá que vivir su vida a bordo hasta que se desarrollen nuevos métodos de viajes interestelares, lo mismo ocurrirá con los marcianos, no terrícolas, en dirección al planeta, que serán los que colonizarán el universo. Es inevitable. Tiene que ser así. Es el sistema marciano. Pero Rioz no le contestó. Se había vuelto a quedar dormido, meciéndose, balanceándose dulcemente, a cerca de un millón de kilómetros por encima de Saturno. El equipo de trabajo en el fragmento de anillo era la cruz de la moneda. La ingravidez, la paz e intimidad de la flotación en el espacio cedía el puesto a algo que no era ni paz ni intimidad. Incluso la ingravidez, que continuaba, resultaba más un purgatorio que un paraíso bajo las nuevas condiciones. Traten de manipular un proyector de calor de tipo habitualmente intransportable. Podía levantarse pese a me ir casi dos metros de altura y otros tantos de anchura, y ser casi de metal sólido, porque pesaba menos de un gramo. Pero su inercia era exactamente lo que había sido siempre, lo cual significaba que si no se colocaba muy despacio en posición correcta, continuaría moviéndose y llevándote consigo. Entonces tendrías que cruzar el campo de gravedad artificial en tu traje espacial y bajar de golpe. Keralski había cruzado el campo un poco alto, y bajó brutalmente, junto al proyector en un ángulo peligroso. Su tobillo aplastado había sido el primer accidente de la expedición. Rioz maldecía profusamente y sin parar. Continuaba con la costumbre de pasarse el dorso de la mano por la frente y secar el sudor acumulado. Las pocas veces que había sucumbido al impulso, el metal y la silicona chocaban con un ruido que atronó el interior de su traje, sin que sirviera para nada. Los secadores del interior del traje estaban aspirando al máximo y, naturalmente, recuperando el agua y devolviendo líquido ionizado, conteniendo una cuidadosa proporción de sal en el recipiente apropiado. Rioz gritó:

— Maldita sea, Dick, espera hasta que te dé la orden, ¿quieres? Y la voz de Swenson resonó en sus oídos:

— Bien, ¿y cuánto tiempo se supone que voy a estar aqui sentado?

— Hasta que te avise -respondió Rioz. Reforzó la gravedad artificial y levantó un poco el proyector. Liberó la suficiente seudogravedad hasta que se aseguró de que el proyector se mantendría unos minutos en su sitio, aunque le retirara el soporte del todo. De un puntapié quitó el cable de en medio (llegaba más allá del cercano «horizonte» a una fuente de energía invisible desde allí) y apretó el botón. El material de que se componía el fragmento burbujeó y se desvaneció bajo el contacto. Una sección del labio de la tremenda cavidad que ya habían abierto en la materia se fundió y desapareció la irregularidad de su contorno. — Prueba ahora -ordenó Rioz. Swenson se encontraba en la nave que se mantenía sobre la cabeza de Rioz. Swenson gritó:

— ¿Todo despejado?

— Te he dicho que empieces. Lo que salió de una abertura en la proa de la nave fue un débil chorro de vapor. La nave bajó hacia el fragmento de anillo. Otro chorro compensó la tendencia a moverse hacia un lado. Pudo acercarse directamente. Un tercer chorro en la popa disminuyó considerablemente su velocidad. Rioz observaba, tenso.

— Sigue acercándola. Lo conseguirás. Lo conseguirás. La popa de la nave entró en el boquete, llenándolo casi. Los panzudos costados se acercaron más y más al borde. Hubo una vibración chirriante al dejar de moverse la nave. A Swenson le llegó el turno de maldecir:

— No encaja -barbotó. Rioz lanzó el proyector contra tierra en un ataque de rabia y salió debatiéndose en el espacio. El proyector levantó una nube de polvo blanco y cristalino a su alrededor y cuando Rioz bajó a su vez por seudogravedad ocurrió lo mismo. Protestó:

— Te metiste al bies, estúpido terrícola.

— Entré nivelado, granjero de míerda. Unos chorros laterales disparados hacia atrás funcionaron con más fuerza que antes y Rioz confió en tener tiempo de apartarse. La nave salió del pozo y se disparó al espacio ochocientos metros antes de que los chorros delanteros pudieran pararla.

— Partiremos media docena de placas si volvemos a hacer esto -observó Swenson, tenso-. Métela bien, ¿quieres?

— La meteré perfectamente. No te preocupes. Procura tu entrar bien. Rioz saltó hacia arriba y se permitió subir doscientos cincuenta metros más a fin de tener una visión general de la cavidad. Las marcas que había dejado la nave eran claramente visibles. Se concentraban en un punto a mitad de camino del fondo del pozo. Tendría que eliminarlas. Empezó a fundirlas con el soplete. Media hora después la nave encajaba perfectamente en su cavidad y Swenson, con su traje espacial puesto, salió para reunirse con Rioz. Swenson dijo:

— Si quieres entrar y quitarte el traje, ya me ocuparé yo de la escarcha.

— No importa. Prefiero estar aquí, sentado, y contemplar Saturno. Se sentó en el borde del pozo. Quedaba un espacio de dos metros entre él y la nave. En ciertos puntos del círculo había sólo medio metro; en otros simplemente unos centímetros. No se podía esperar un encaje mejor hecho a mano. El ajuste final se haría fundiendo poco a poco el hielo al vapor y dejando que se helara de nuevo dentro de la cavidad entre el borde y la nave. Saturno se movió visiblemente a través del cielo, desapareciendo su enorme masa más allá del horizonte.

— ¿Cuántas naves quedan por colocar? -preguntó Rioz.

— Lo último que oí eran once. Nosotros ya estamos dentro, de modo que ahora quedarán diez. De las que ya están colocadas, siete ya se han congelado. Dos o tres están desmanteladas.

— Vamos bien.

— Hay mucho que hacer aún. No te olvides de los chorros principales del otro extremo, de los cables y de las líneas de energía. A veces me pregunto si lo conseguiremos. Cuando salimos no me importaba demasiado, pero ahora mismo, sentado en los controles me iba diciendo: «No lo conseguiremos. Nos quedaremos sentados aquí y pasaremos hambre y moriremos con solo Saturno sobre nuestras cabezas.» Y me pongo a pensar.. No llegó a explicar lo que pensaba. Simplemente siguió sentado.

— Piensas demasiado -le increpó Rioz.

— Contigo es distinto dijo Swenson-. No dejo de pensar en Peter… y en Dora…

— ¿Para qué? Dijo que podías irte, ¿verdad? El Comisionado le hizo un discurso sobre patriotismo y cómo serías un héroe y con el futuro resuelto a tu regreso, y dijo que podías ir. No te escabulliste como hizo Adams.

— Adams es diferente. A su mujer debían haberla asesinado cuando nació. Algunas mujeres pueden suponer un infierno para el hombre, ¿no crees? No quería que fuera…, pero probablemente preferiría que no regresara, si consigues una buena pensión.

— Entonces, ¿por qué te quejas? Dora quiere que vuelvas, ¿no?

— ¡Nunca la he tratado bien! -suspiró Swenson.

— Le entregas tu paga, me parece. Yo no lo haría por ninguna mujer. Dinero contra valor recibido, ni un céntimo más.

— El dinero no lo es todo. Es algo que he pensado aquí. A una mujer le gusta la compañía. Un niño necesita a su padre. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?

— Preparándote para volver a casa.

— Ah, tú no lo entiendes.

Ted Long se movió por encima de la surcada superficie del fragmento de anillo con sus ánimos tan congelados como el suelo que pisaba. Desde Marte todo parecía perfectamente lógico, pero estaban en Marte. Lo había planeado cuidadosamente en su mente y por etapas razonabIes. Todavía recordaba exactamente cómo fue. No era necesaria una tonelada de agua para mover una nave. No se trataba de masa igual a masa, sino el tiempo de velocidad de la masa es igual a tiempo de velocidad de masa. En otras palabras, no importaba que desprendieras una tonelada de agua a más de un kilómetro por segundo, o unos cincuenta litros de agua a treinta kilómetros por segundo, obtenías la misma velocidad final de la nave. Esto significaba que los orificios de chorro tenían que ser más pequeños y el vapor más caliente. Pero aparecían los inconvenientes. Cuanto más estrecho fuera el agujero, más energía se perdía en fricción y en turbulencia. Cuanto más caliente fuera el vapor, más refractario debía ser el agujero y más breve su duración. El límite, en esta dirección, era rápidamente alcanzado. Así que, puesto que un determinado peso de agua podía mover considerablemente más que su propio peso en condiciones de agujeros pequeños, la nave debía ser grande. Cuanto más grande sea el espacio para almacenar el agua, mayor será la sección de viaje, incluso en proporción. Así que empezaron a hacer naves más pesadas y mayores. Pero entonces, cuanto mayor era el casco, más fuertes los refuerzos y más difíciles las soldaduras, más precisa y más exigente había de ser la ingeniería. De momento, el límite en aquella dirección también se había alcanzado. Y finalmente había dado con lo que él consideraba el fallo básico: la concepción inquebrantable y original de que el combustible tenía que ir dentro de la nave; el metal tenía que trabajarse para que envolviera mil millones de toneladas de agua. ¿Por qué? El agua no tenía por qué ser agua. Podía ser hielo, y al hielo podía dársele forma. Se le podían hacer agujeros. Se le podían introducir cabinas y reactores. Con cables podían sujetarse las cabinas y los reactores gracias a la influencia de los campos magnéticos de fuerza que actuarían como agarraderas y cierres. Long percibió el temblor del suelo que pisaba. Se encontraba en la cabeza del fragmento. Una docena de naves entraban y salían de las vainas perforadas en la materia, y el fragmento se estremecía bajo los continuos impactos. El hielo no tenía que ser recortado. Había auténticos trozos en los anillos de Saturno. Los anillos eran realmente eso…, piezas de hielo casi puro girando alrededor de Saturno. Así lo establecía la espectroscopia y así había resultado ser. Ahora se encontraba encima de una de esas piezas, de una longitud superior a los tres kilómetros y de casi un kilómetro y medio de espesor. Representaba aproximadamente quinientos millones de toneladas de agua, en una sola pieza, y él estaba de pie encima de ella. Pero ahora se encontraba cara a cara con la realidad de la vida. Nunca había dicho a los hombres lo de prisa que esperaba transformar el fragmento en una nave, pero en su corazón imaginaba que serían dos días. Hacía ya una semana y no se atrevía a calcular el tiempo que quedaba. Ya ni siquiera confiaba en que el trabajo pudiera hacerse. ¿Serían capaces de controlar los chorros con la suficiente delicadeza mediante conductos lanzados a través de tres kilómetros de hielo que servirían para manipular la salida de la gravedad de Saturno? El agua potable estaba bajando, aunque siempre podían destilar algo más de hielo. Y los víveres tampoco valían gran cosa. Se detuvo, miró al cielo, forzando la vista. ¿Estaba creciendo el objeto? Debería medir su distancia. A decir verdad, le faltaba ánimo para añadir este problema a los otros. Su mente volvió a la inmediatez, mucho más importante. Por lo menos, la moral estaba alta. Los hombres parecían disfrutar estando cerca de Saturno. Eran los primeros seres humanos en llegar tan lejos, los primeros en pasar los asteroides, los primeros en ver Júpiter como una pequeña piedra brillante a simple vista, los primeros en ver Saturno tal cual era. No creía que cincuenta cazadores de cápsulas, prácticos y endurecidos, dedicaran tiempo a experimentar esa emoción. Pero sí lo hicieron. Y estaban orgullosos de ello. Dos hombres y una nave medio enterrada pasaron por su horizonte móvil mientras caminaba. Les llamó:

– ¡Eh, vosotros!

– ¿Eres tú, Ted? -contestó Rioz.

– El mismo. ¿Es Dick el que está contigo?

– Claro. Ven, siéntate. Estábamos preparándonos para envolvernos en el hielo y buscábamos una excusa para retrasarlo.

– Yo no -dijo Swenson-. ¿Cuándo crees que nos iremos, Ted?

– Tan pronto como terminemos. Pero no es una respuesta, ¿verdad?

– Me figuro que no hay otra respuesta -comentó Swenson, deprimido. Long miró hacia arriba, contemplando la mancha bríllante e irregular del cielo. Rioz siguió su mirada:

– ¿Qué pasa? Long tardó en contestar. El cielo estaba completamente negro y los fragmentos de anillo resaltaban como polvo anaranjado. Saturno estaba a más de tres cuartos por debajo del horizonte y los anillos iban con él. A menos de un kilómetro de distancia una nave saltó más allá del borde helado del planetoide hacia el cielo, quedó iluminada por la luz naranja de Saturno y volvió a bajar. El suelo tembló ligeramente.

– ¿Te preocupa algo respecto de la Sombra? -preguntó Rioz. Lo llamaban así. Era el fragmento más cercano de los anillos, considerando que se encontraban en la cara externa de éstos, donde las piezas estaban más esparcidas. Se encontraba, quizás, a unos treinta kilómetros de distancia, como una montaña escarpada, de forma claramente visible.

– ¿Cómo lo ves tú? -preguntó Long.

– Bien, supongo -respondió Rioz-. No veo nada extraño.

– ¿No te parece que está volviéndose mayor?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Te lo parece o no? -insistió Long. Rioz y Swenson lo miraron, pensativos.

– Sí que parece mayor -observó Swenson.

– Nos estás metiendo la idea en la cabeza -protestó Rioz-. Si fuera mayor es que estaría más cerca.

– ¿Y te parece imposible?

– Estas cosas son de órbita estable.

– Lo eran cuando llegamos -explicó Long-. ¿Has notado eso? El suelo había vuelto a temblar. Long dijo:

– Llevamos ya una semana volando esta cosa. Primero veinticinco naves se posaron en ella, lo que hizo que su impulso variara, claro que no mucho. Después hemos estado derritiendo partes de ella y nuestras naves han entrado y salido violentamente… y siempre en el mismo extremo. En una semana podemos haber cambiado algo su órbita. Los dos fragmentos, éste y la Sombra pueden converger.

– Tiene mucho espacio para pasarnos. -Rioz lo contempló, pensativo-. Además, si ni siquiera podemos estar seguros de que se ha hecho mayor, ¿a qué velocidad puede moverse? Con relación a nosotros, quiero decir.

– No tiene que moverse rápido. Su impulso es el mismo que el nuestro, así que, por más ligeramente que nos roce nos echará completamente fuera de nuestra órbita, quizás hacia Saturno, a donde no queremos ir. A decir verdad, el hielo tiene una fuerza de tensión muy baja, de modo que ambos planetoides pueden hacerse migas. Swenson se puso en pie.

– Maldición, si puedo decirte que una cápsula se está moviendo a mil seiscientos kilómetros de distancia, puedo decirte también lo que hace una montaña a treinta kilometros. -Dio la vuelta y se fue hacia la nave. Long no le detuvo. Rioz comentó:

– Es un tipo muy nervioso. El planetoide vecino se alzó en el cenit, pasó por encima y empezó a hundirse. Veinte minutos después, el horizonte opuesto a la porción tras la que Saturno había desaparecido estalló en una llamarada naranja cuando su masa empezó a elevarse de nuevo. Rioz llamó a Swenson por radio:

– Eh, Dick. ¿te has muerto?

– Estoy haciendo unas comprobaciones -respondió con voz apagada.

– ¿Se mueve? -preguntó Long.

– Sí.

– ¿Hacia nosotros? Una pausa. La voz de Swenson parecía enferma:

– Directo a la nariz, Ted. La intersección de órbitas tendrá lugar dentro de tres días.

– ¡Estás loco! -exclamó Rioz.

– Lo he comprobado cuatro veces -insistió Swenson. Long, abrumado, pensó: «¿Y qué vamos a hacer ahora?»

Algunos de los hombres tenían problemas con los cables. Había que tenderlos con precisión; su geometría tenía que ser casi perfecta para que el campo magnético alcanzara la máxima fuerza. En el espacio, o incluso en el aire, no hubiera importado. Los cables se hubieran alineado automáticamente tan pronto como se pusieran en marcha. Aquí era diferente. Había que trazar un surco a lo largo de la superficie del planetoide y dentro encajar el cable. Si no lo extendían dentro de los pocos minutos de arco en la dirección calculada, la presión se aplicaría al planetoide entero, con la consiguiente pérdida de energía, y no podían permitirse la menor pérdida. Habría que volver a trazar los surcos, trasladar los cables y congelarlo todo en la nueva posición. Los hombres agotados obedecían por rutina, y de pronto les llegó una orden:

— ¡Todo el mundo a los chorros! No podía decirse de los basureros que fueran del tipo que acepta tranquilamente la disciplina. Se trataba de un grupo que protestando, murmurando y gruñendo desmontaba los tubos de chorros de las naves que aún seguían intactos, llevándolos al extremo de popa del planetoide, encajándolos en posición y sujetándolos a lo largo de la superficie. Llevaban casi veinticuatro horas antes de que uno de ellos levantara la vista al cielo y exclamara:

— ¡Diablos! -A lo que siguió algo irrepetible. Su vecino miró y dijo:

— ¡Que me aspen! Una vez lo vieron unos, lo vieron todos. Era lo más asombroso del mundo.

— ¡Mirad la Sombra! Se extendía a través del cielo como una herida infectada. Los hombres miraban, encontrando que había doblado su tamaño, preguntándose por qué no lo habrían observado antes. El trabajo cesó virtualmente. Fueron en busca de Ted Long.

— No podemos irnos -les dijo-. No tenemos bastante combustible para volver a Marte y carecemos de equipo para capturar otro planetoide. De modo que tenemos que quedarnos. Ahora la Sombra se acerca a nosotros porque nuestras explosiones nos han echado de nuestra órbita. Debemos volver a modificarla con más explosiones. Como no podemos tocar la parte delantera sin poner en peligro la nave que estamos construyendo, probemos otro sistema. Volvieron a trabajar en los tubos de chorro con una furiosa energía que recibía impulso cada media hora cuando la Sombra volvía a alzarse sobre el horizonte, mayor y más ominosa que antes. Long no estaba seguro de que funcionara, aunque los chorros respondieran a los controles lejanos, y la provisión de agua fuera la adecuada. Esta provisión, dependía de una cámara de aprovisionamiento que se abría directamente en el cuerpo helado del planetoide, con proyectores de calor incorporados que enviaban directamente el líquido propulsor a las células de conducción. Todavía no había seguridad de que el cuerpo del planetoide, sin una funda de cables magnéticos, se mantuviera unido bajo la enorme presión disruptiva.

— ¡Listos! -Llegó la señal al receptor de Long. Long respondió:

— ¡Listo! -Y puso el contacto. La vibración se hizo notar por todas partes. El campo estrellado, en el visor, también tembló. Por el retrovisor se vio una espuma brillante y distante hecha de cristales de hielo en movimiento.

— ¡Soplan! -Fue un grito unánime. Y siguió soplando. Long no se atrevió a parar. Durante seis horas sopló, silbó, burbujeó, llenando el espacio de vapor; el cuerpo del planetoide se volvió vapor y salió disparado. La Sombra se acercó hasta que los hombres no hicieron sino mirar aquella montaña en el cielo, sobrepasando al propio Saturno en espectacularidad. Todos sus valles y gargantas eran claras arrugas en su rostro. Pero cuando cruzó la órbita del planetoide, lo hizo a más de medio metro por detrás de su actual posición. Los chorros de vapor cesaron.

Long se inclinó en su asiento y se cubrió los ojos. No había comido en dos días. Pero ahora sí podía comer. No había otro planetoide lo bastante cercano para interrumpiríes, aunque iniciara una aproximación en aquel momento. De vuelta a la superficie del planetoide, Swenson Co mentó:

— Durante todo el tiempo que miré aquella maldita roca echándosenos encima, me iba diciendo: «No puede ocurrir. No podemos permitir que ocurra.»

— ¡Diablos! -dijo Rioz-, estábamos todos nerviosos. ¿Viste a Jim Davis? Estaba verde. Yo también me sentía un poco alterado.

— Pero no es eso. No era precisamente… morir, ¿sabes? Estaba pensando…, ya sé que es absurdo, pero no puedo evitarlo…, pensaba que Dora me advirtió que moriría, y que nunca dejó de hablarme de lo mismo. ¿No te parece una actitud idiota en un momento como éste?

— Óyeme, tú quisiste casarte, así que te casaste. ¿Por qué vienes a contarme tus problemas?

La flotilla, soldada en una sola unidad, regresaba de su importante viaje de Saturno a Marte. Cada día era como un destello surcando un espacio que antes tardó nueve días en recorrer. Ted Long había puesto a toda la tripulación en estado de emergencia. Con veinticinco naves incrustadas en el planetoide sacado de los anillos de Saturno e incapaces de moverse o maniobrar independientemente, la coordinación de sus fuentes de energía en chorros unificados era un problema delicadísimo. La sacudida que tuvo lugar el primer día de viaje casi les sacó de su piel. Esto por lo menos se arregló a medida que la velocidad fue aumentando bajo el empuje regular de la parte trasera. Pasaron de ciento sesenta kilómetros por hora al final del segundo día, y fueron subiendo firmemente hasta el millón y medio de kilómetros y más. La nave de Long, que formaba la proa aguzada de la flota congelada, era la única que poseía una visión quintupíe del espacio. Era una posición incómoda dadas las circunstancias. Long se encontró vigilando, tenso, imaginando que las estrellas empezarían a quedarse lentamente rezagadas, a medida que las pasase, debido a la tremenda velocidad de desplazamiento de la multinave. Pero no era así, naturalmente. Permanecieron sujetas al negro fondo, despreciando, desde su distancia y con paciente inmovilidad, cualquier velocidad que un mero hombre pudiera conseguir. Los hombres empezaron a quejarse después de los primeros días. No sólo porque se les privaba de flotar en el espacio. Se sentían agobiados por la gravedad artificial, mayor que la ordinaria, de las naves, y por los efectos de la feroz aceleración en la que vivían. El propio Long estaba muerto de cansancio por la incesante presión contra los almohadones hidráulicos. Empezaron a cortar los chorros una hora de cada veinticuatro y Long se inquietaba. Hacía más de un año que vio por última vez Marte, encogiéndose, por una ventana de observación de esta misma nave, que había sido una entidad independiente. ¿Qué había ocurrido desde entonces? ¿Seguía la colonia allí? Algo parecido al pánico crecía en Long, que enviaba llamadas de tanteo por radio todos los días a Marte, con la energía combinada de veinticinco naves. Pero no había respuesta. Tampoco esperaba ninguna. Marte y Saturno se hallaban ahora en lados opuestos del Sol, y hasta que pudiera subir lo bastante por encima de la eclíptica para tener al Sol más allá de la línea que le conectaba con Marte, la interferencia solar impediría que pasara cualquier señal. Muy por encima del borde exterior del cinturón de asteroides alcanzaron la máxima velocidad. Con breves chorros de energía, primero por los tubos de un lado, luego por los del otro, la enorme nave giró en sentido inverso. La composición de chorros de popa empezaron de nuevo su potente rugido, pero ahora el resultado era de desaceleración. Pasaron a ciento cincuenta millones de kilómetros por encima del Sol, girando hacia abajo para interceptar la órbita de Marte. A una semana de distancia de Marte se oyeron por primera vez señales de respuesta. Llegaron fragmentadas, distorsionadas por el éter e incomprensibles, pero procedían de Marte. Tierra y Venus se encontraban en ángulos suficientemente diferentes para que no quedara la menor duda. Long se relajó. En todo caso, seguía habiendo humanos en Marte. A dos días de distancia, las señales eran fuertes y claras y Sankov se encontraba al otro extremo. Le dijo:

– Hola, hijo. Aquí son las tres de la mañana. Parece como si la gente no tuviera la menor consideración por un anciano. Me han arrancado de la cama.

– Lo siento, señor.

– No lo sientas. Cumplías órdenes. Me asusta preguntar, hijo: ¿hay alguien herido? ¿Tal vez muerto?

– No ha habido bajas, señor. Ni una.

– ¿Y… y el agua? ¿Queda algo? Long se esforzó por parecer indiferente:

– Bastante.

– En este caso, llegad tan rápido como podáis. De todas formas no os arriesguéis.

– Entonces, hay problemas.

– Bastante fastidiosos. ¿Cuánto tardaréis en bajar?

– Dos días. ¿Puede aguantar hasta entonces?

– Aguantaré. Cuarenta horas más tarde Marte era como una bola color fuego que llenaba las portillas. Se encontraban ya en la espiral final del aterrizaje en el planeta.

– Despacio -se dijo Long-. Despacio. En sus condiciones, incluso la débil atmósfera de Marte podía causar daños tremendos si bajaban demasiado de prisa. Desde el momento en que emergieron muy por encima de la eclíptica, su espiral pasó de Norte a Sur. Vieron a sus pies el paso fugaz de un blanco casquete polar, luego el más pequeño del hemisferio de verano, otra vez el grande, luego el pequeño, y todo a intervalos cada vez más largos. El planeta se iba acercando, el paisaje empezó a mostrarse con detalles.

– ¡Preparados para aterrizar! -gritó Long.

Sankov hizo un gran esfuerzo por mostrarse tranquilo, lo que le resultaba difícil si se considera lo justo a tiempo que los muchachos habían llegado. Pero, bueno, todo había salido bien. Hasta hacía pocos días no estaba seguro de que sobrevivieran. Parecía más probable, casi inevitable, que no fueran sino cadáveres congelados en alguna parte de la extensión no hollada de Marte a Saturno, transformados en nuevos planetoides que en tiempos fueron seres vivos, El Comité había estado atosigándole por espacio de semanas antes de que llegaran las noticias. Habían insistido en que firmara para guardar las apariencias. Parecería un acuerdo, voluntaria y mutuamente alcanzado. Pero Sankov sabía de sobra que, dada la obstinación de ellos, actuarían unilateralmente y al cuerno con las apariencias. Parecía casi obvio que la elección de Hilder era segura y aprovecharían la oportunidad de provocar una reacción de simpatía por Marte. Así que prolongó las negociaciones, haciéndoles creer siempre en la posibilidad de rendirse. Y entonces oyó a Long y cerró rápidamente el trato. Extendieron los papeles ante él e hizo unas declaraciones a los reporteros presentes. Dijo:

— La importación total de agua de la Tierra es de veinte millones de toneladas al año, que va disminuyendo a medida que desarrollamos nuestro propio sistema de canalización. Si firmo este documento aceptando un embargo, nuestra industria se verá paralizada y detenida cualquier posibilidad de expansión. Me parece imposible que esto sea lo que quiere la Tierra, ¿no es eso? Sus ojos se encontraron y vieron en los del anciano un brillo duro. El congresista Digby ya había sido remplazado y todos estaban unánimemente en contra de él. El presidente del Comité señaló con impaciencia:

— Todo eso ya nos lo ha dicho antes.

— Lo sé, pero en este momento me dispongo a firmar y quiero tenerlo bien claro en mi cabeza. Quiero saber si la Tierra está determinada a terminar con nosotros aquí.

— Claro que no. La Tierra está interesada en conservar su irremplazable caudal de agua, nada más.

— La Tierra dispone de un quintillón y medio de toneladas de agua.

— No podemos repartir más agua -insistió el presidente del Comité. Y Sankov había firmado. Había sido la nota final que deseaba. La Tierra poseía un quintillón y medio de toneladas de agua, y no podía ceder nada. Ahora, un día y medio después, el Comité y los reporteros esperaban bajo la cúpula del espaciopuerto. A través de gruesas y convexas ventanas, podían ver la extensión vacía del espaciopuerto de Marte. El presidente del Comité preguntó molesto:

— ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar? Y, si no le importa decírmelo, ¿qué es lo que esperamos? Sankov replicó:

— Algunos de nuestros muchachos han estado en el espacio, más allá de los asteroides. El presidente del Comité se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo inmaculado:

— ¿Y regresan?

— En efecto. El presidente se encogió de hombros y alzó las cejas en dirección de los reporteros. En una estancia contigua más pequeña, un grupo de mujeres y niños se arracimaban junto a las ventanas. Sankov dio unos pasos atrás para mirarles. Cuánto hubiera preferido estar con ellos, tomar parte en su tensión y alegría. Él, como ellos, había esperado más de un año. Él, como ellos, había pensado una y más veces que los hombres debían haber muerto.

— ¿Ven aquello? -señaló Sankov.

— ¡Eh! -exclamó un reportero-. ¡Si es una nave! Un griterío confuso salió de la estancia contigua. No era tanto una nave como un punto brillante oscurecido por una nube blanca que se movía. La nube se hizo mayor y empezó a tener forma. Era una doble mancha recortada contra el cielo, con los extremos inferiores sobresaliendo y mirando hacia arriba. Al acercarse mas, el punto brillante del extremo superior adoptó una forma toscamente cilíndrica. Era tosca y rugosa, pero donde le daba la luz solar resplandecía. El cilindro descendió a tierra con la ponderada lentitud propia de las naves espaciales. Se mantuvo suspendido por los chorros de vapor y descansó al fin sobre la ingente cantidad de toneladas de materia dejándose caer como un hombre agotado en su sillón. Al hacerlo se hizo un silencio total en el interior de la cúpula. Las mujeres y los niños en una habitación, los políticos y reporteros en la otra, se quedaron helados con las cabezas dirigidas incrédulamente hacia arriba. Las ruedas de aterrizaje del cilindro, saliendo hasta más allá por debajo de los dos últimos tubos, tocaron tierra y se hundieron en la gravilla de la pista. Después la nave se quedó inmóvil y cesó la acción de los chorros. Pero en la cúpula continuó el silencio por mucho tiempo. Los hombres empezaron a descolgarse poco a poco por los lados de la inmensa nave, desde una distancia de tres kilómetros hasta el suelo, con pinchos en las suelas de sus zapatos y hachas de hielo en las manos. Eran como hormigas sobre la cegadora superficie. Uno de los reporteros logró articular:

— ¿Y eso qué es?

— Esto -explicó Sankov- resulta que es un trozo de materia que pasó su vida girando alrededor de Saturno como parte de uno de sus anillos. Nuestros muchachos la dotaron con cabina de mando y chorros y la trajeron a casa. Lo que ocurre es que los fragmentos de anillos de Saturno son de hielo. -Continuó hablando en medio de un silencio sepulcral-: Esa cosa que parece una nave no es más que una montaña de agua endurecida. Si llegara a la Tierra así, acabaría en un charco y tal vez se rompería por su propio peso. Marte es más frío, tiene menos gravedad y no corremos ese peligro. »Naturaimente, una vez tengamos esta cosa organizada, podremos establecer estaciones de agua en las lunas de Saturno y Júpiter y en los asteroides. Podremos trocear los anillos de Saturno y recoger los trozos y enviarlos a las distintas estaciones. Nuestros basureros son magníficos en este trabajo. »Tendremos toda el agua que necesitemos. Este trozo que ven aquí es poco menos de dos kilómetros cúbicos. Más o menos lo que la Tierra nos mandaría en doscientos años. Los muchachos gastaron bastante para su regreso de Saturno. Lo hicieron en cinco semanas según me dijeron, y han gastado unos cien millones de toneladas. Pero, ¡por Marte!, que no hizo la menor mella en toda esta montaña. Tomen buena nota, muchachos. -Y se volvió hacia los reporteros. Era indudable que tomaban buena nota. Y añadió-: Apunten también esto. La Tierra está preocupada por su provisión de agua. Solamente dispone de un quintillón y medio de toneladas. No pueden desprenderse ni de una sola tonelada para darnos. Escriban que nosotros, los de Marte, estamos preocupados por la Tierra y no queremos que les ocurra nada a sus habitantes. Escriban que venderemos agua a la Tierra. Escriban que les cederemos lotes de un millón de toneladas a un precio razonable. Escriban que dentro de diez años, calculamos poder vender lotes de dos kilómetros cúbicos. Escriban que la Tierra puede dejar de preocuparse, ya que Marte puede venderles toda el agua que quieran y necesiten. El presidente del Comité estaba más allá de lo que se decía; estaba sintiendo que el futuro se le echaba encima. Distinguía vagamente a los reporteros riéndose mientras escribian furiosamente. ¡Riéndose! Oía las risas transformándose en carcajadas al llegar a la Tierra al ver cómo Marte devolvía tan limpiamente el mensaje a los antidespilfarradores. Podía oír las carcajadas atronando desde todos los continentes al circular la noticia del fiasco. Y podía ver el abismo, profundo y negro como el espacio, en el que se hundirían para siempre las esperanzas políticas de John Hilder y de todos los que en la Tierra se oponían a los vuelos espaciales, incluyendo los suyos, naturalmente. En la habitación vecina, Dora Swenson gritó de alegría y Peter, que había crecido tres centímetros, daba saltos diciendo:

— ¡Papá! ¡Papá! Richard Swenson acababa de saltar junto a una de las ruedas del extremo, con el rostro claramente visible a través de la silicona del casco, y se dirigía hacia la cúpula.

— ¿Habéis visto alguna vez a un hombre con aspecto más feliz? -preguntó Ted Long-, quizás haya algo bueno en eso del matrimonio.

— Lo que pasa es que has estado en el espacio demasiado tiempo -dijo Rioz. ¡Éste era el día! ¡El día de las elecciones!

Isaac Asimov: Los ojos hacen más que ver. Cuento

1314313101Después de cientos de miles de millones de años pensó en él, de pronto, como Ames. No en la combinación de longitud de onda que, a través del universo, era ahora el equivalente de Ames, sino en el sonido en sí. Le volvía un leve recuerdo de ondas sonoras que ya no oía y ya no podía oír. El nuevo proyecto aguzaba su recuerdo de tantas y tantas cosas de eones y eones de antigüedad. Redujo el vórtex de energía que sumaba el total de su individualidad y sus líneas de energía se tendieron hasta más allá de las estrellas. Le llegó la señal de respuesta de Brock. Por supuesto que se lo diría a Brock. Seguro que podía decirselo a alguien. El plano de energía cambiante de Brock comunicó.

— ¿Es que no vienes, Ames?

— Claro que si.

— ¿Tomarás parte en la competición?

— Si -las lineas de energía de Ames latieron irregularmente-. Seguro que sí. Ya he pensado en una nueva forma de arte. Algo realmente inusitado. Por un momento, Brock cambió de fase y perdió la comunicación, así que Ames tuvo que apresurarse a ajustar sus líneas energéticas. Al hacerlo captó el paso de otros pensamientos, la vista de la empolvada Galaxia resaltando del terciopelo de la nada, y las líneas de energía latiendo en incesantes multitudes de energía-vida, tendidas entre las galaxias.

— Por favor -díjo Ames-, absorbe mis pensamientos, Brock. No cierres. He pensado en manipular materia. ¡Imagínatelo! Una sinfonía de materia. ¿Por qué molestarse con energía? Claro que en energía no hay nada nuevo, ¿cómo puede haberlo? ¿No te demuestra eso que debemos trabajar con la materia?

— ¡Materia! Ames interpretó las vibraciones energéticas de Brock como expresión de asco. Preguntó:

— ¿Por qué no? También nosotros fuimos materia hace…, hace…, por lo menos mil billones de años. ¿Por qué no fabricar objetos de materia, de formas abstractas?, oye, Brock, ¿por qué no hacer una imitación de nosotros mismos en materia tal como fuimos?

— No recuerdo cómo era eso -dijo Brock-. Nadie lo recuerda.

— Yo sí -contestó Ames enérgicamente-. No he estado pensando en otra cosa y estoy empezando a recordar, Brock, deja que te lo enseñe. Dime si tengo razón. Dímelo.

— No. Es una tontería. Es… repulsivo.

— Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos, hemos pulsado energía juntos desde el principio…, desde el momento en que nos volvimos lo que somos. Brock, ¡por favor!

— Entonces, que sea rápido. Ames no había experimentado hasta entonces tal estremecimiento en sus propias lineas de energía en…, ¿en cuánto tiempo sería? Si lo intentaba ahora para Brock y funcionaba, podía atreverse a manipular materia ante los seres energéticos reunidos que habían estado esperando tan angustiosamente a lo largo de eones a que surgiera algo nuevo. La materia era escasa allí entre las galaxias, pero Ames la recogió, reuniéndola a lo largo de los años luz cúbicos, eligiendo los átomos, consiguiendo una consistencia arcillosa y obligando a la materia a una forma ovoide que se ensanchaba por abajo.

— ¿No lo recuerdas, Brock? -preguntó a media voz-. ¿No era algo parecido a esto? El vórtex de Brock tembló en fase:

— No me lo hagas recordar. No me acuerdo.

— Eso era la cabeza. Lo llamaban cabeza. Lo recuerdo con tal claridad que necesitaba decirlo. Me refiero al sonido… -esperó, luego preguntó-. Mira, ¿recuerdas eso? En la parte frontal del ovoide apareció CABEZA.

— ¿Y eso qué es? -preguntó Brock.

— Es la palabra para cabeza. Los símbolos que indicaban la palabra en sonido. Dime que lo recuerdas, Brock.

— Había algo -titubeó Brock-, algo en medio. Apareció un bulto vertical. Ames exclamó:

— ¡Sí! Nariz, ¡eso es! -y encima apareció NARIZ-. Y éstos son los ojos a cada lado: OJO IZQUIERDO, OJO DERECHO. Ames contempló lo que había formado, mientras sus líneas de energía pulsaban despacio. ¿Estaba seguro de que parecía eso?

— Boca -exclamó con pequeños estremecimientos- y barbilla y nuez, y las clavículas. ¡Cómo me van volviendo las palabras! -y aparecieron en la forma. Brock comentó:

— Hace cientos de miles de millones de años que no habia pensado en ellas. ¿Por qué me las recuerdas? ¿Por qué? Ames estaba momentáneamente perdido en sus pensamientos.

— Y algo más. Órganos para oír; algo para captar las ondas sonoras. ¡Orejas! ¿A dónde van? No recuerdo bien dónde ponerlas… Brock gritó de súbito: ¡Déjalo ya! Las orejas y lo demás. ¡No lo recuerdes!

— ¿Qué hay de malo en recordar? -murmuró Ames indeciso.

— Porque el exterior no era duro y frío como ahora, sino suave y tibio. Porque los ojos eran tiernos y vivos y los labios de la boca vibraban y eran dulces sobre los míos. Las líneas energéticas de Brock latían y vacilaban, latían y vacilaban. Ames exclamó:

— ¡Perdón! ¡Perdón!

— Me estás recordando que en tiempos fui mujer y conocía el amor, que los ojos hacen más que ver y que ya no tengo ninguno que lo haga por mí. Violentamente, añadió materia a la burda cabeza y dijo:

— ¡Deja, pues, que lo hagan ellos! -y dio media vuelta y huyó. Y Ames vio también y recordó que en tiempos había sido un hombre. La fuerza de su vórtex partió la cabeza por la mitad, y escapó por las galaxias siguiendo la huella energética de Brock… de regreso al infinito destino de la vida. Y los ojos de la destrozada cabeza de materia seguían brillando con la humedad que Brock había puesto allí para representar las lágrimas. La cabeza de materia hizo aquello que los seres energéticos ya no podían hacer. Y lloró por toda la humanidad y por la frágil belleza de los cuerpos de los que en tiempos se habían desprendido, hacía millones de años.

 

Isaac Asimov: La máquina que ganó la guerra. Cuento

85537524Faltaba mucho aún para que terminara la celebración incluso en las cámaras subterráneas de «Multivac». Se palpaba en el ambiente. Por lo menos quedaba el aislamiento y el silencio. Era la primera vez en diez años que los técnicos no circulaban apresurados por las entrañas de la computadora gigante, que las luces tenues no parpadeaban sus extraños recorridos, que el chorro de información hacia dentro y hacia fuera se había detenido. Claro que no seria por mucho tiempo, porque las necesidades de la paz serían apremiantes. Sin embargo, durante un día, o quizá durante una semana, «Multivac» podría celebrar el gran acontecimiento y descansar. Lamar Swift se quitó el gorro militar que llevaba puesto y miró de arriba abajo el largo y vacío corredor principal de la inmensa computadora. Se sentó cansado sobre uno de los taburetes giratorios de los técnicos y su uniforme, con el que nunca se había encontrado cómodo, adquirió un aspecto agobiante y arrugado.

— Aunque de un modo extraño lo echaré todo en falta. Es difícil recordar cuando no estuvimos en guerra con Deneb. Ahora me parece antinatural estar en paz con ellos y contemplar las estrellas sin ansiedad. Los dos hombres que acompañaban al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él. John Henderson, con los labios apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.

— ¡Están destruidos! ¡Están destruidos! -dijo sin poder contenerse-. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún no puedo creerlo. Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.

— Gracias a «Multivac» -afirmó Swift con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia-. ¿No es cierto, Max? Jablonsky se encogió de hombros. Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre los millares que habían vivido en los túneles dentro de «Multivac», sólo él tenía permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse del privilegio.

— Eso es lo que dicen -comentó. Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.

— ¿Celoso, Max?

— ¿Porque aclaman a «Multivac»? ¿Porque «Multivac» es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? -El rostro seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén-. ¿A mí qué me importa? Si eso les satisface, dejad que «Multivac» sea la máquina que ganó la guerra. Henderson miró a los otros dos por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa. De pronto fue como si aquel peso fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con la guerra: pero ¡ya!

— «Multivac» -declaró Henderson- no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.

— Sí, pero grande -replicó Smith.

— Entonces, solamente una máquina grande no mejor que los datos que la alimentaban. -Por un momento se detuvo, impresionado él mismo por lo que acababa de decir. Jablonsky le miró, sus dedos gruesos buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.

— ¿Quién mejor que tú para saberlo? Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?

— No -contestó Henderson, -furioso-, no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba «Multivac», predigeridos por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían una desviación inesperada.

— Haría enloquecer a cualquiera -dijo Swift con sincera simpatía. Henderson sacudió la cabeza:

— No era sólo eso. Admito que hace ocho años, cuando remplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso. En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano, una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente. Pero cuando empezaron las verdaderas dificultades… ­Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló-: De eso no sabéis nada.

— Bien -contemporizó Swift-, cuéntanoslo. La guerra ha terminado. Hemos ganado.

— Sí -asintió Henderson. Tenía que recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien-. Pues los datos resultaron inútiles.

— ¿Inútiles? -¿Quieres decir literalmente inútiles? ­preguntó Jablonsky.

— Literalmente inútiles. ¿Qué podías esperar? El problema con vosotros dos era que estábais en medio de todo. Nunca salísteis de «Multivac», ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para hacer visitas de estado donde veía exactamente lo que querían que viera.

— Pero yo no estaba ciego -cortó Swift-, como quieres dar a entender.

— ¿Sabe hasta qué extremo los datos concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios, a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra? Los jefes de grupo tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno. Fuera lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.

— Naturalmente -le consoló Swift-. Comprendo que lo hicieras.

— Esta vez Jablonsky decidió encender el cigarrillo:

— Pero yo imagino que tú proporcionaste datos a «Multivac» al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.

— ¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera hecho, ¿cómo podían creerme? -preguntó Henderson desesperado-. Nuestro esfuerzo de guerra estaba acoplado a «Multivac». Era un arma tremenda porque los denebianos no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad de que «Multivac» predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a «Multivac» y no nos atrevimos a publicarlo.

— Cierto -dijo Swift.

— Bien -prosiguió Henderson-. Pero si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.

— ¿Qué hiciste? -quiso saber Jablonsky.

— Puesto que la guerra se ha ganado, os diré lo que hice. Corregí los datos.

— ¿Cómo? -preguntó Swift.

— Intuitivamente, supongo. Les fui dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía. Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se necesitaban. Incluso hice que el anexo de «Multivac» me preparara datos según un plan de programación privada que inventé a ese propósito.

— ¿Cifras al azar? -preguntó Jablonsky.

— En absoluto. Introduje el número de desviaciones necesarias. Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros brillaron tras sus párpados arrugados.

— Por tres veces me llegó un informe sobre utilización no autorizada del anexo, y le dejé pasar todas las veces. Si hubiera importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre «Multivac» importaba en aquellos días, así que te saliste con la tuya.

— ¿Qué quiere decir que no importaba nada? -insistió Henderson, suspicaz.

— Nada importaba nada. Supongo que si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar que «Multivac» funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la alimentabas?

— ¿Que no funcionaba bien? -exclamó Swift.

— No del todo. No para fiarse. Al fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban siendo suministrados a «Multivac» fueran o no fiables. Los resultados no lo eran. Yo lo sabía.

— ¿Qué hiciste? -preguntó Henderson.

— Hice lo que tú, John. Introduje datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina ganó la guerra. Swift se recostó en su sillón y estiró las piernas.

— ¡Vaya revelaciones! Ahora resulta que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de «tomar decisiones» era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?

— Eso parece -afirmó Jablonsky.

— Ahora me doy cuenta de que obré correctamente al no confiar en ellos -declaró Swift.

— ¿No lo hiciste? -insistió Jablonsky que, pese a lo que acababa de oir consiguió parecer profesionalmente insultado.

— Me temo que no. A lo mejor «Multivac» me decía: «Ataque aquí, no ahí»; «haga esto, no aquello»; «espere, no actúe». Pero nunca podía estar seguro de si lo que «Multivac» parecía decirme, me lo decía realmente; o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.

— Pero el informe final estaba siempre muy claro, señor -objetó Jablonsky.

— Quizá lo estaría para los que no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera «Multivac» bastaba para quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis dudas y encuentro un tremendo alivio en ello. Envuelto en la conspiración de su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:

— Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después de todo había que tomar decisiones.

— Bueno, creo que ya es hora de regresar pero… os diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora, Max, pero una más vieja que «Multivac», mucho más vieja. Se metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora. Swift sonrió con socarronería:

— Las necesito para hacer que el dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos de la juventud. Se puso un cigarrillo entre los labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo entre los dedos, mirándola sin verla.

— «Multivac» no es la primera computadora, amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra, John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas las veces que tenía que tomar una decisión difícil. Con una leve sonrisa lanzó la moneda que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift. Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil, ocultando la moneda.

— ¿Cara o cruz, caballeros? -dijo Swift.

Isaac Asimov: Esquirol. Cuento

082704-asimovElvis Blei se frotó las gordezuelas manos y declaró:

— La palabra es «autosuficiente» -y sonrió, incómodo, mientras daba fuego a Steven Lamorak, venido de la Tierra. Todo su rostro, liso, de ojillos separados, reflejaba incomodidad. Lamorak aspiró con fruición el humo del cigarro y cruzó sus largas piernas. Su cabello parecía empolvado de gris y tenía la mandíbula grande y fuerte.

— ¿Cultivado aquí? -preguntó contemplando críticamente el cigarrillo. Trató de disimular su propia turbación ante la tensión del otro.

— Totalmente -respondió Blei.

— Me pregunto cómo queda espacio en su pequeño mundo para tales lujos -comentó Lamorak. (Lamorak iba pensando en su primera visión de Elsevere desde el visor de la nave espacial. Era un planetoide escarpado, sin atmósfera, de unos centenares de kilómetros de diámetro, poco más que una roca mal tallada, gris y polvorienta, brillando a la escasa luz de su sol, a 320.000.000 de kilómetros de distancia. Era el único objeto de más de un kilómetro de diámetro girando alrededor de su sol. Ahora los hombres lo habían transformado en un mundo en miniatura y habían construido una sociedad en el. Él mismo, como sociólogo, había venido a estudiar ese mundo y ver cómo la Humanidad había aprendido a encajar en aquella hornacina curiosamente especializada.) La sonrisa correcta de Blei se contrajo displicente.

— No somos un pequeño mundo, doctor Lamorak, nos juzga por el patrón bidimensional. La superficie de Elsevere es solamente las tres cuartas partes de la del Estado de Nueva York, pero eso es irrelevante. Recuerde que podemos ocupar completamente, si así lo deseáramos, el interior de Elsevere. Una esfera cuyo radio es de 80 kilómetros tiene un volumen de más de dos millones de kilómetros cúbicos. Si todo Elsevere estuviera ocupado por niveles de 15 metros de separación, el área total dentro del planetoide sería de 145.000.000 de kilómetros cuadrados, y esto es igual al área total del suelo de la Tierra. Y, naturalmente, ninguno de esos kilómetros cuadrados, doctor, sería improductivo.

— ¡Santo Dios! -exclamó Lamorak, y por un momento se quedó como asombrado-. Sí, claro, tiene razón. Es raro que nunca se me haya ocurrido enfocarlo así. Pero, entonces, Elsevere es el único planetoide totalmente explotado del mundo de la Galaxia y todos nosotros no podemos dejar de pensar en las superficies bidimensionales, como usted acaba de indicar. Bueno, yo me siento más que satisfecho de que su Consejo, me haya dado todas las facilidades hasta el punto de darme carta blanca en mi investigación. Blei asintió conmocionado al oírle. Lamorak frunció ligeramente el ceño y pensó: «Da la impresión de que actúa como si deseara que yo no hubiera venido. Algo va mal.»

— Naturalmente -cortó, rápido, Blei-, comprenderá que somos en realidad mucho más pequeños que lo que podemos ser: de momento sólo se han podido perforar y ocupar pequeñas porciones de Elsevere. Tampoco estamos especialmente ansiosos por extendernos, si no es muy despacio. Hasta cierto punto, nos vemos limitados por la capacidad de nuestros motores de pseudogravedad y los transformadores de energía solar.

— Lo comprendo. Pero, digame, consejero Blei, es mera curiosidad personal, no es que sea de máxima importancia para mi proyecto, ¿podría visitar primero algunos de sus niveles agropecuarios? Me fascina la idea de campos de trigo y rebaños de ganado en el interior de un planetoide.

— Encontrará el ganado de tamaño pequeño comparado con el suyo, doctor, y no tenemos demasiado trigo. Cultivamos mucho más la cebada. Pero habrá trigo para mostrárselo. También algodón y tabaco. Incluso árboles frutales.

— Maravilloso. Como usted dijo, autosuficientes. Me imagino que lo reciclan o recuperan todo. Los ojos vivos de Lamorak no perdieron el leve estremecimiento que este comentario provocó en Blei. Los ojos del elseverio se entornaron para ocultar su expresión.

— Sí, lo recuperamos todo -respondió. Aire, agua, alimentos, minerales, todo lo que está usado debe volver a su estado original; hasta las basuras se transforman en materia prima. Lo unico que se necesita es energía y tenemos la suficiente. No alcanzamos una eficiencia de un cien por cien, claro; hay pérdidas. Todos los años importamos una pequeña cantidad de agua; si nuestras necesidades aumentan, debemos importar algo de carbón y oxígeno.

— ¿Cuándo podemos empezar la visita, consejero Blei? -pidió Lamorak. La sonrisa de Blei perdió algo de su innecesaria cordialidad.

— Tan pronto como podamos, doctor. Hay ciertos trámites de rutina que hay que cumplir. Lamorak asintió, terminó el cigarrillo y lo aplastó. ¿Trámites rutinarios? No había habido la menor vacilación en la correspondencia preliminar. Elsevere parecía orgulloso de que su excepcional existencia planetoidal hubiera atraído la atención de la Galaxia.

— Me doy cuenta de que podría perturbar una sociedad tan cerrada -y observó, sombrío, cómo Blei saltaba sobre el comentario y lo hacía suyo.

— Sí -dijo Blei-, nos sentimos diferenciados del resto de la Galaxia. Tenemos nuestras propias costumbres. Cada elseverio, individualmente, encaja en una cómoda hornacina. La aparición de un forastero de casta desconocida es desconcertante.

— ¡Ah!, entonces el concepto de casta es algo connatural.

— En efecto -se apresuró a afirmar Blei-, pero también proporciona cierta seguridad. Tenemos reglas firmes de matrimonio y una rígida herencia de ocupación. Cada hombre, mujer y niño conoce su puesto, lo acepta y es aceptado en él; virtualmente desconocemos las neurosis o enfermedades mentales.

— ¿Y no hay anormales? -preguntó Lamorak. Blei preparó sus labios como si fuera a decir «no»; de pronto los cerró, comiéndose la palabra; en su frente se formó una profunda arruga. Al fin dijo:

— Voy a arreglar su visita, doctor. Entretanto, supongo que le encantará la oportunidad de refrescarse y dormir. Se pusieron de pie al mismo tiempo y juntos salieron de la estancia. Blei, cortésmente, indicó al terrícola que pasara delante.

Lamorak se sintió oprimido por la vaga sensación de crisis que presintió en su conversación con Blei.

El periódico confirmó esta sensación. Lo leyó cuidadosamente antes de acostarse, con lo que al principio no era sino interés clínico. Era una publicación de ocho páginas en papel sintético. Un cuarto de lo impreso consistía en «personales»: nacimientos, matrimonios, muertes, récords, ampliación del volumen habitable (área, no; ¡tres dimensiones!). El resto incluía ensayos intelectuales, material educacional y ficción. De noticias, en el sentido al que estaba acostumbrado Lamorak, no había virtualmente nada. Sólo un suelto podía ser considerado como tal y era estremecedor en su oscuridad. Decía, bajo un pequeño título: RECLAMACIONES INVARIABLES: No hubo cambios en su actitud de ayer. El consejero jefe anunció, después de una segunda entrevista, que sus reclamaciones siguen siendo insensatas y no pueden ser atendidas bajo ninguna circunstancia. Después, en un paréntesis y en tipo de letra distinto, había una aclaración: Los editores de este pericidico están de acuerdo en que Elsevere no puede y no se doblegará ante su silbido, pase lo que pase. Lamorak lo leyó por tres veces: Su actitud. Sus reclamaciones. Su silbido. ¿De quién? Aquella noche durmió muy mal.

Los días siguientes no fueron para periódicos, pero insistentemente no se le borraba de la mente. Blei, que seguía siendo su guía y compañero en la mayoría de las visitas, se volvía cada vez más introvertido. Al tercer día (artificialmente establecido por el reloj al estilo de las veinticuatro horas terrestres), Blel se detuvo en un momento dado y dijo:

– Este nivel está enteramente dedicado a industrias químicas. Esta sección no es importante… Pero se volvió con excesiva rapidez y Lamorak le cogió del brazo.

– ¿Qué productos son los de esta sección?

– Fertilizantes. Compuestos orgánicos -respondió Blei, con sequedad. Lamorak le retuvo, tratando de descubrir qué era lo que Blei quería evadir. Su mirada barrió los cercanos honzontes de rocas y los edificios apretujados y escalonados en diversos niveles.

– ¿No es ésa una residencia particular? -preguntó Lamorak. Blei no miró en la dirección indicada. Lamorak insistió:

– Creo que es la mayor que he visto hasta ahora. ¿Y por qué está ahí, en un nivel industrial? Eso la hacía destacarse más. Ya se había dado cuenta de que los niveles en Elsevere estaban rígidamente divididos en residenciales, agrícolas e industriales. Volvió la cabeza y gritó:

– ¡Consejero Blei! El consejero se alejaba y Lamorak fue tras él precipitadamente:

– ¿Ocurre algo malo, señor?

– Soy un grosero -masculló Blei-. Lo sé y le pido perdón. Hay asuntos que pesan en mi mente… Y siguió caminando apresuradamente.

– ¿Respecto a sus reclamaciones? Blei se paró en seco.

– ¿Qué sabe usted de eso?

– Nada más que lo que he dicho. Es lo que leí en el periódico. Blei murmuró algo entre dientes.

– ¿Ragusnik? -repitió Lamorak-. ¿Y eso qué es? Blei suspiró.

– Supongo que tendrá que enterarse. Es humillante y profundamente vergonzoso. El Consejo creyó que el asunto no tardaria en arreglarse y que no era necesario interferir en su visita; en una palabra, que no necesitaba enterarse o preocuparse. Pero llevamos ya una semana asi. No sé lo que puede pasar y, pese a las apariencias, quizá sería mejor que se marchara. No hay motivos por los que un habitante del mundo exterior se arriesgue a morir. El terrícola sonrió con incredulidad.

– ¿Arriesgarme a morir? ¿En este pequeño mundo tan pacífico y trabajador?, no puedo creerlo.

– Yo se lo explicaré -se ofreció el elseverio-. Creo que será mejor que lo haga -volvió la cabeza-. Como le he dicho, todo en Elsevere debe reciclarse. Lo comprende.

– Sí.

– Esto incluye los desperdicios humanos.

– Me lo figuré -dijo Lamorak.

-De ellos recuperamos agua por destilación y absorción. Lo que queda se convierte en fertilizantes para la cebada; parte se utiliza como compuestos orgánicos y otros productos derivados. Estas fábricas que puede ver están dedicadas a eso.

-¿Sí? -Lamorak había experimentado cierta prevención con el agua de beber cuando llegó a Elsevere, porque había sido lo bastante realista como para darse cuenta de dónde salía; pero afortunadamente había superado la impresión con relativa facilidad. Incluso en la Tierra, el agua era extraída de todo tipo de sustancias desagradables. Blei, cada vez con mayor dificultad, prosiguió:

– Igor Ragusnik es el encargado del proceso industrial relacionado con los desechos. Pertenece a su familia desde que Elsevere fue colonizado por primera vez. Uno de los primeros colonizadores fue Mijail Ragusnik y él…, él…

– Fue el encargado de la recuperación de los desechos.

– Sí. Ahora bien, la residencia en que usted reparó es la de Ragusnik; la mejor y la más adornada del planetoide. Ragusnik disfruta de muchos privilegios que los demás no tenemos; pero, después de todo -continuó con voz cada vez más vehemente-, no podemos hablarle.

– ¿Qué?

– Reclama absoluta igualdad social. Quiere que sus hijos se mezclen con los nuestros, que nuestras esposas visiten a… ¡Oh! -y en esa exclamación reflejó todo el asco que le producía. Lamorak recordó el suelto del periódico que ni siquiera se había atrevido a mencionar el nombre de Ragusnik en letra de imprenta, ni decir nada específico sobre su reclamación. Comentó, pues:

– Deduzco que por su trabajo es un paria.

– Naturalmente. Desperdicios humanos y… -Las palabras le fallaban a Blei. Después de una pausa, añadió más tranquilo-: Como habitante de la Tierra, supongo que no lo comprende.

– Como sociólogo, creo que sí. -Lamorak se acordó de los intocables de la antigua India, de los que manejaban cadáveres y pensó también en la situación de los porquerizos en la vieja Judea.

– Deduzco que Elsevere no accederá a sus reclamaciones -prosiguió.

– ¡Jamás! -declaró Blei enérgicamente-. ¡Jamás!

– ¿Y entonces?

-Ragusnik amenazó con dejar de trabajar.

– En otras palabras: hacer huelga.

– Sí.

-¿Sería muy grave?

– Tenemos comida y agua suficiente para cierto tiempo; su reclamación no es esencial en este sentido. Pero los desechos se acumularán, contaminarán el planetoide. Después de varias generaciones de un cuidadoso control de enfermedades, tenemos poca resistencia a las enfermedades microbianas. Una vez iniciada una epidemia… caeríamos a centenares.

– ¿Se da cuenta de ello Ragusnik?

– Si, naturalmente.

– ¿Cree, entonces, que mantendrá su amenaza?

– Está loco. Ya ha dejado de trabajar; no se han recogido los desechos desde el día en que usted aterrizó. La nariz bulbosa de Blei husmeó el aire como si ya hubiera captado el hedor a excrementos. Lamorak olfateó también maquinalmente, pero no notó nada. Blei continuó:

– Así que ya ve que tal vez sería prudente que se fuera. Nos sentimos humillados, claro, al tener que insinuárselo. Pero Lamorak protestó:

– Espere, todavía no. ¡Dios Santo!, esto es para mí un caso profesional de gran interés. ¿Puedo hablar con Ragusnik?

– De ningún modo -exclamó Blei, alarmado.

– Pero me gustaría comprender la situación. Las condiciones sociológicas aquí son únicas y difíciles de repetir en otra parte. En nombre de la ciencia…

– ¿Qué quiere decir? ¿Bastaría con una comunicación por imagen?

– Sí.

– Preguntaré al Consejo -musitó Blei.

Estaban sentados con Lamorak, incómodos, con sus expresiones austeras y dignas, apenas modificadas por la ansiedad. Blei, sentado entre ellos, evitaba cuidadosamente la mirada del terrícola. El consejero jefe, canoso, con un rostro profundamente arrugado y el cuello descarnado, habló con dulzura: Si por sus propias convicciones es capaz de persuadirle, señor, se lo agradeceremos. Sin embargo, por ningún concepto insinúe que podemos ceder, de una u otra forma. Una cortina de gasa se desplegó entre Lamorak y el Consejo. Aún podía distinguir a los consejeros, uno a uno, antes de volverse vivamente hacia el receptor que tenía delante que cobró vida de pronto. Apareció una cabeza de color natural con gran realismo. Era una cabeza fuerte, morena, mandíbula maciza, rostro mal rasurado, labios gruesos, rojos, apretados en una firme línea horizontal. La imagen dijo, suspicaz:

— ¿Quién es usted?

— Me llamo Steven Lamorak -contestó-. Procedo de la Tierra.

— ¿Uno del mundo exterior?

— En efecto. Estoy de visita en Elsevere. ¿Es usted Ragusnik?

— Igor Ragusnik, a su servicio -dijo la imagen, burlona-. Sólo que no tengo servicio que prestarle, y no lo habrá hasta que a mi familia y a mí se nos trate como a seres humanos. Lamorak preguntó:

— ¿Se da cuenta del peligro en que se encuentra Elsevere y la posibilidad de contraer enfermedades contagiosas?

— La situación puede normalizarse en veinticuatro horas si me tratan con humanidad. Son ellos los que deben corregir la situación.

— Parece usted un hombre educado, Ragusnik.

— ¿Y qué?

— Me han dicho que no se le niega ninguna comodidad material. Está usted alojado, vestido y alimentado mejor que cualquier otro en Elsevere. Sus hijos son los que mejor educación reciben.

— De acuerdo. Pero todo por servomecanismo. Y nos mandan niñas huérfanas de madre para que las eduquemos y criemos a fin de que sean nuestras esposas. Y se mueren jóvenes, de soledad. ¿Y por qué? -continuó preguntando con voz vehemente-. ¿Por qué debemos vivir aislados como si fuéramos monstruos, no aptos para estar cerca de los seres humanos? ¿Acaso no somos seres humanos como los demás, con las mismas necesidades, deseos y sentimientos? ¿No realizamos una función honrada y necesaria? Se oyó un rumor de suspiros por detrás de Lamorak. Ragusnik lo oyó y levantó la voz:

— Les estoy viendo, consejeros, ahí detrás. Respóndanme: ¿No es una función honrada y útil? Son sus desechos los transformados en alimentación para ustedes. ¿Acaso el hombre que purifica la corrupción es peor que el hombre que la produce? Oiganme, consejeros, no voy a ceder. Dejen que todo Elsevere se contagie, incluyéndome a mí y a mi hijo si fuera necesario, pero no cederé. Mi familia estará mejor muerta de la infección que viviendo como ahora…

— Ha llevado este género de vida desde que nació, ¿no es verdad? -interrumpió Lamorak.

— Bueno, ¿y qué?

— Pues que ya estará acostumbrado.

— Acostumbrado, jamás. En todo caso, resignado. Mi padre estaba resignado y yo lo estuve durante un tiempo, pero veo a mi hijo, mi único hijo, sin ningún otro niño con quien jugar. Mi hermano y yo nos teníamos uno a otro, pero mi hijo jamás tendrá a nadie, y yo he dejado de estar resignado. He terminado con Elsevere y he terminado con esta conversación. El receptor se apagó. El rostro del consejero jefe había palidecido hasta volverse color pergamino. El y Blei eran los únicos del grupo que quedaban con Lamorak. El consejero jefe dijo:

— Este hombre está perturbado; no sé cómo obligarle. Tenía un vaso de vino a su lado, al acercarlo a sus labios vertió unas gotas que mancharon sus pantalones blancos de morado oscuro. Lamorak preguntó:

— ¿Son sus peticiones tan imposibles? ¿Por qué no puede ser aceptado en sociedad? Una rabia pasajera brilló en los ojos de Blei.

— ¿El que maneja excrementos? -se encogió de hombros-. Claro, usted viene de la Tierra. Lamorak pensó sin que viniera a cuento en otro inaceptable, en una de las numerosas creaciones del dibujante de cómics Al Capp. Los que él llamaba, «obrero entre las mofetas». Dijo:

— ¿Maneja realmente los excrementos? Quiero decir si tiene contacto físico. Supongo que todo lo manejaran máquinas automáticas.

— Naturalmente -contestó el consejero jefe.

— Entonces, ¿cuál es exactamente la función de Ragusnik?

— Ajusta manualmente los controles que aseguran el buen funcionamiento de la maquinaria; desplaza unidades para permitir su reparación; modifica el tipo de funcionamiento según la hora del día; varía la producción final según la demanda. -Y añadió con tristeza-: Si dispusiéramos del espacio preciso para hacer la maquinaria diez veces más compleja, todo podría hacerse automáticamente; pero sería un dispendio innecesario.

— Incluso así -insistió Lamorak-, lo único que hace Ragusnik es apretar botones, cerrar contactos o cosas así.

— Sí.

— Entonces, su trabajo no es diferente del de cualquier otro elseverio.

— No lo comprende -dijo Blei, terco.

— ¿Y sólo por eso arriesgan las vidas de sus hijos?

— No tenemos opción. -Había suficiente angustia en su voz para que Lamorak comprendiera que la situación era lacerante para Blei, pero que en realidad no tenía donde elegir. Lamorak se encogió de hombros, asqueado.

— Entonces, paren la huelga. Oblíguenle.

— ¿Cómo? -preguntó el consejero jefe-. ¿Quién querría tocarle o acercársele? Y si le matamos disparándole a distancia, ¿de qué va a servirnos? Lamorak, pensativo, preguntó:

— ¿Sabría manejar sus máquinas?

— ¿Quién, yo? -gritó asustado el consejero poniéndose en pie.

— No me refiero a usted -exclamó Lamorak al instante-. Usé la fórmula en sentido indefinido. ¿Podría aprender alguien cómo manejar la maquinaria de Ragusnik? Poco a poco el susto abandonó el rostro del consejero jefe.

— Estoy seguro que está en los manuales, aunque le aseguro que nunca me preocupé por averiguarlo.

— Entonces, ¿podría alguien aprender el procedimiento y sustituir a Ragusnik hasta que el hombre ceda?

— ¿Quién aceptaría tal cosa? -dijo Blei-. Por lo menos yo no, en ninguna circunstancia. Lamorak pensó fugazmente en los tabúes de la Tierra que podían ser casi tan fuertes. Pensó en el canibalismo, en el incesto y en un hombre piadoso maldiciendo a Dios. Comentó:

— Pero deben de haber previsto la vacante en el trabajo de Raguskin. Supónganse que muera.

— Automáticamente le sucedería su hijo en el empleo o su pariente más cercano ­explicó Blei.

— ¿Y si careciera de parientes adultos? ¿Y si toda su familia falleciera a la vez?

— Esto no ha ocurrido nunca, ni jamás ocurrirá. El consejero jefe añadió:

— Si existiera ese peligro, quizá podríamos colocar a un niño o dos con los Ragusnik y que lo prepararan para esa profesión.

— ¡Ah!, ¿y cómo elegirían al niño?

— Entre los hijos de madres muertas de parto, lo mismo que elegimos a las futuras esposas Ragusnik.

— Entonces, empiecen ya a elegir por suerte a un sustituto para Ragusnik. El consejero jefe exclamó:

— ¡No! ¡Imposible! ¿Cómo puede sugerir tal cosa? Si seleccionamos un niño, puede educársele para esa vida; no conocería otra. En este momento tendríamos que elegir un adulto y someterle a la ragusnicatura. No, doctor Lamorak, no somos ni monstruos ni brutos insensibles. «Es inútil» -se dijo Lamorak descorazonado- «Es inútil a menos que…» Pero todavía no se veía con ánimos para hacer frente a ese «a menos que».

Por la noche Lamorak apenas durmió. Ragusnik reclamaba sólo lo básico de humanidad. Pero, en contra, había treinta mil elseverios que iban a morir. Por una parte, el bienestar de treinta mil; por la otra, la justa reclamación de una familia. ¿Podía decirse que treinta mil partidarios de la injusticia merecían morir? Injusticia, sí; pero, ¿desde qué punto de vista? ¿Tierra? ¿Elsevere? ¿Y quién era Lamorak para juzgar? ¿Y Ragusnik? Estaba dispuesto a dejar que treinta mil murieran, incluyendo hombres y mujeres que se limitaban a aceptar una situación que se les había enseñado a aceptar y que no podían cambiar aunque lo quisieran. Y los niños, que no tenían nada que ver. Treinta mil por un lado; una familia por el otro. Lamorak tomó una determinación desesperada. Por la mañana llamó al consejero jefe. Le dijo:

— Señor, si puede encontrar un sustituto, Ragusnik verá que ha perdido la oportunidad de forzar una decisión en su favor y volverá al trabajo.

— No puede haber sustituto. -Suspiró el consejero jefe-. Ya se lo he explicado.

— Ningún sustituto entre los elseverios, pero yo no soy elseverio y no me importa. Yo le sustituiré.

Estaban excitados, mucho más excitados que el propio Lamorak. Le preguntaron más de una docena de veces si lo decía en serio. Lamorak, sin afeitar, estaba mareado.

— Claro que lo digo en serio. Y cada vez que Ragusnik se porte así pueden importar un sustituto. Ningún otro mundo tiene este tabú y siempre habrá montones de sustitutos temporales disponibles si se les paga bien. (Estaba traicionando a un hombre brutalmente explotado, y le constaba. Pero desesperadamente pensó: «Salvo en el ostracismo le tratan muy bien. Muy bien.») Le entregaron los manuales y pasó seis horas leyendo y volviendo a leer. Era inútil hacerles preguntas. Ninguno de los elseverios tenía la menor idea del trabajo, excepto por lo que decía el manual, y todos parecían sentirse incómodos si se mencionaban los detalles. «Mantenga la lectura O en el galvanómetro A-2 durante todo el tiempo que se encienda la luz roja en el aullador-Lunge», leyó Lamorak. «¿Qué diablos puede ser un aullador-Lunge?»

— Habrá una indicación -sugirió Blei, y los elseverios se miraron avergonzados unos a otros e inclinaron las cabezas para contemplarse las uñas.

Le dejaron mucho antes de que llegara a las pequeñas habitaciones, cuartel general de generaciones de Ragusniks trabajando para su mundo. Tenía instrucciones específicas sobre qué direcciones tenía que tomar y a qué nivel llegar, pero se quedaron de pronto rezagados y le dejaron que siguiera solo. Cruzó las estancias con dificultad, identificando los instrumentos y controles, siguiendo los diagramas esquematicos del manual.

«Allí hay un aullador-Lunge», pensó con sombría satisfacción. El indicador lo decía así. Tenía una cara semicircular llena de agujeros pensados para brillar en colores separados. ¿Por qué «aullador»? Ni idea. «Por alguna parte -pensó Lamorak-, por alguna parte hay desechos acumulados, pesando sobre palancas y salidas, tuberías y silos esperando a que se les maneje de cien modos diferentes. De momento no hacen sino acumularse.» No sin un estremecimiento, tiró del primer interruptor como le indicaba el manual en sus consejos para «Iniciación». Un suave murmullo vital se dejó sentir a través de suelos y paredes. Giró una manecilla y las luces se encendieron. A cada paso consultaba el manual, aunque ya se lo sabía de memoria, y con cada paso las estancias se iluminaban y los diales indicadores se ponían en movimiento aumentando de volumen los zumbidos. Al fondo de las naves los desechos acumulados iban siendo dirigidos a los canales apropiados. Una señal estridente sobresaltó a Lamorak que lo sacó de su penosa concentración. Era una señal de comunicaciones y Lamorak manipuló torpemente el receptor para que entrara en acción. Apareció la cabeza de Ragusnik, asombrado; después, poco a poco, la incredulidad y el sobresalto desaparecieron de sus ojos:

— Así es como lo hacen.

— No soy un elseverio, Ragusnik. Y no me importa hacer esto.

— Pero a usted, ¿qué le importa todo este asunto? ¿Por qué se mete?

— Estoy de su parte, Ragusnik, pero tengo que hacerlo.

— ¿Y por qué, si está de mi parte? ¿Acaso en su mundo tratan a la gente como me tratan aquí?

— Ya no. Pero aun teniendo toda la razón, hay que tener en cuenta las treinta mil personas de Elsevere.

— Hubieran cedido; ha destruido mi única oportunidad.

— No hubieran cedido. Y, en cierto modo, usted ha ganado; saben que está descontento. Hasta ahora nunca soñaron siquiera que un Ragusnik pudiera ser desgraciado, que pudiera crearles problemas.

— Y ahora que están enterados, lo único que necesitan hacer es contratar a uno del mundo exterior en cualquier momento. Lamorak sacudió violentamente la cabeza. Lo había pensado bien en las últimas horas amargas:

— El hecho de que estén enterados significa que los elseverios empezarán a pensar en usted; algunos incluso se preguntarán si es justo tratar así a un ser humano. Y si se contrata a gente del mundo exterior, la noticia sobre lo que ocurre en Elsevere se propagará y la opinión del público de la Galaxia estará a su favor.

— ¿Y?

— Las cosas mejorarán. Con su hijo todo será mucho mejor.

— ¡Con mi hijo! -replicó Ragusnik, desalentado-. ¡Ojalá fuera ahora! Bueno, he perdido. Volveré al trabajo. Lamorak experimentó un inmenso alivio.

— Si viene usted ahora, señor, recuperará su trabajo y consideraré un honor estrecharle la mano. Ragusnik levantó la cabeza y su expresión fue de amargo orgullo:

— Me llama usted «señor» y me ofrece estrecharme la mano. Siga su camino, terrícola, y déjeme mi trabajo, porque yo no estrecharía la suya. Lamorak se volvió por donde había venido, satisfecho porque la crisis había terminado y, a la vez, profundamente deprimido. Se paró sorprendido cuando encontró una sección del corredor acordonada, de forma que no podía pasar. Buscó rutas alternativas y le sobresaltó una voz amplificada, sobre su cabeza, que le decía:

— Doctor Lamorak, ¿me oye? Soy el consejero Blei. Lamorak levantó la vista. La voz salía de algún sistema de megafonía público, pero no supo ver el altavoz. Contestó:

— ¿Pasa algo? ¿Puede oírme?

— Le oigo. Lamorak gritaba instintivamente.

— ¿Ocurre algo malo? Aquí estoy bloqueado. ¿Es que ha habido complicaciones con Ragusnik?

— Ragusnik ha vuelto al trabajo -Oyó decir a Blei-. La crisis ha terminado, y usted debe prepararse para marchar.

— ¿Marchar?

— Abandonar Elsevere; se está preparando una nave para usted.

— Espere un poco. -Lamorak se sentía confuso ante el súbito rumbo de los acontecimientos-. No he terminado aun mi recopilación de datos.

— Es algo inevitable -oyó decir a Blei-. Se le dirigirá a la nave y sus pertenencias se le mandarán por servomecanismo. Confiamos…, confiamos… Lamorak empezaba a ver claro.

— ¿Confían en qué?

— Confiamos en que no tratará de ver o hablar directamente con ningún elseverio. Y, naturalmente, confiamos en que nos ahorrará bochorno y complicaciones no regresando nunca a Elsevere en el futuro. Cualquier colega suyo será bien recibido si precisaran más datos sobre nosotros.

— Comprendo -dijo Lamorak con voz opaca-. Por lo visto él se había transformado también en un Ragusnik. Había tocado los controles que a su vez habían tocado los desechos; estaba desterrado. Era un enterrador, un porquerizo, el hombre del trabajo maloliente.

— Adiós -terminó diciendo.

— Antes de que le dirijamos, doctor Lamorak -prosiguió la voz de Blei-, en nombre del Consejo de Elsevere le doy las gracias por su ayuda en esta crisis.

— De nada -contestó amargamente Lamorak.

Isaac Asimov: Sally. Cuento

10325_1002560290Sally se acercaba por la carretera del lago, así que agité la mano y la llamé. Siempre disfrutaba viéndola. Me gustaban todos, comprenda, pero Sally era la más bonita del grupo. No cabía la menor duda. Cuando la saludé con la mano se movió más de prisa, pero con dignidad. Siempre estaba digna. Se movió más de prisa para demostrar que ella también estaba encantada de verme. Me volví al hombre que estaba a mi lado.

— Ésta es Sally -le dije. Asintió, sonriendo. Mrs. Hester le había hecho pasar. Explicó:

— Se trata de Mr. Gellhorn, Jake. Recuerda que te escribió una carta pidiendo que le recibieras. Todo eso era palabrería realmente. Tengo un millón de cosas que hacer en la granja y no puedo perder tiempo con la correspondencia. Por eso tengo a Mrs. Hester. Vive muy cerca y es estupenda para solucionar las tonterías sin tener que correr a consultarme. Lo mejor de todo es que quiere a Sally y a los demás. Hay personas que no.

— Encantado de conocerle, Mr. Gellhorn -dije.

— Raymond J. Gellhorn -aclaró, y me dio su mano que yo estreché. Era un individuo grandote, media cabeza más alto que yo y bastante más ancho. Tendría la mitad de años que yo, unos treinta. De cabello negro, engominado y liso, con raya en medio, y un bigotito fino muy bien recortado. Sus mandíbulas se ensanchaban debajo de las orejas de tal modo que parecía enfermo de paperas. En un vídeo tendría el físico apto para un villano, así que supuse que sería un buen hombre. Lo que sirve para demostrar que los videos suelen acertar casi siempre.

— Soy Jacob Folkers -dije-. ¿En qué puedo servirle? Sonrió con una ancha sonrisa mostrando su blanca dentadura.

— Puede hablarme un poco de su granja, si no le importa. Oí que Sally se me acercaba por detrás y alargué la mano. Ella se deslizó hasta mi lado y el contacto con el esmalte duro y bruñido de su guardabarros me parecía tibio en la palma de la mano.

— Un bonito automóvil -dijo Gellhorn. Era una forma de hablar. Sally era un descapotable 2045 con motor positrónico «Hennis-Carletton» y chasis «Armat». Tenía las líneas más finas y elegantes que jamás hayan visto en ningún modelo. Era mi preferida desde hacía cinco años y yo volcaba en ella cuanto podía soñar. En todo este tiempo jamás un ser humano se había sentado tras su volante. Ni una sola vez.

— Sally -dije acariciándola-, te presento a Mr. Gellhorn. El ronroneo de sus cilindros subió un poco de tono. Escuché cuidadosamente por si petardeaba. Últimamente había oído ruidos en los motores de casi todos los coches y cambiar de gasolina no había servido para nada. No obstante, esta vez Sally era tan suave como su pintura.

— ¿Tiene nombres para todos sus coches? -preguntó Gellhorn. Parecía divertirse y a Mrs. Hester no le gusta la gente que parece como si se burlara de la granja. Así que respondió, seca:

— En efecto. Los coches tienen auténtica personalidad, ¿no es verdad, Jake? Los sedanes son todos masculinos y los descapotables, femeninos. Gellhorn volvió a sonreír:

— ¿Y los tienen en garajes separados, señora? Mrs. Hester le penetró con la mirada. Gellhorn se dirigió a mí:

— Y, ahora, me gustaría hablar con usted a solas, Mr. Folkers.

— Depende -respondí-. ¿Es usted reportero?

— No, señor. Soy agente de ventas. Cualquier cosa que hablemos no es para publicar. Le aseguro que me interesa que nuestra conversación sea estrictamente privada.

— Caminemos un poco por la carretera. Por allá hay un banco que nos vendrá muy bien. Empezamos a caminar. Mrs. Hester se alejó. Sally nos siguió de cerca.

— No le importará que Sally nos acompañe, ¿verdad? -dije.

— En absoluto. No puede repetir lo que digamos, ¿no?

— Se rió de su propia broma y alargando la mano acarició la rejilla del radiador de Sally.Ésta aceleró su motor y Gellhorn retiró apresuradamente la mano.

— No esta acostumbrada a desconocidos -expliqué. Nos sentamos en el banco debajo del gran roble desde donde podíamos mirar al lago por encima del circuito privado. Era el momento más caluroso del día y todos los coches habían salido a refrescarse, por lo menos treinta de ellos. Incluso a esa distancia pude ver que Jeremías estaba gastando su broma habitual de colocarse detrás de algún viejo modelo, adelantándolo de repente a toda pastilla, amenazándolo deliberadamente con el chirriar de sus frenos. Dos semanas antes había echado del asfalto al viejo Angus y yo le desconecté el motor durante dos días. Pero me temo que no sirvió de nada y parece como si no tuviera remedio. Jeremías es un modelo deportivo y su tipo es de lo más exaltado.

— Bien, Mr. Gellhorn -empecé-, ¿puede decirme por qué quiere información? Pero él estaba distraído mirando a su alrededor y comentó:

— Éste es un lugar maravilloso, Mr. Folkers.

— Le ruego que me llame Jake. Todo el mundo lo hace. Está bien, Jake. ¿Cuántos coches tiene aquí?

— Cincuenta y uno. Todos los años recibimos uno o dos nuevos. Un año llegaron cinco. Aún no hemos perdido ninguno. Todos están en perfecto estado de funcionamiento. Incluso tenemos un modelo «Mat-O-Mot» del año 15 que funciona. Uno de los primeros automáticos. Fue el mejor coche de aquí. ¡El buen viejo Matthew! Ahora pasaba la mayor parte del día en el garaje, pero es que era el abuelito de todos los coches de motor positrónico. Eran los días en que los veteranos de guerra ciegos, los parapléjicos y los jefes de Estado eran los únicos que conducían automáticos. Pero Samson Harridge, mi amo, era lo bastante rico como para poder conseguir uno. En aquellos tiempos yo era su chófer. La sola idea me hace sentirme viejo. Puedo recordar cuando no había un solo automóvil en el mundo con suficiente cerebro para llegar solo a casa. Yo conducía viejos trastos que necesitaban la mano del hombre en el control en todo momento. Cada año, máquinas como aquellas solían matar decenas de millares de personas. Los automáticos lo solucionaron. Un cerebro positrónico puede reaccionar más de prisa que el cerebro humano, y compensa a la gente tener las manos lejos del volante. Uno entra en el coche, marca el lugar de destino, y le deja que lo haga a su aire. Ahora lo damos por sentado, pero me acuerdo de las primeras leyes obligando a los viejos coches a abandonar la carretera y limitar los viajes a los automáticos. ¡Cielos, qué jaleo! Lo llamaron de todo, desde comunismo a fascismo, pero limpió las carreteras y paró la matanza. La gente se movió más fácilmente por el nuevo sistema. Claro que los automáticos eran diez o cien veces más caros que los conducidos a mano, y poca gente podía permitirse un vehículo particular. La industria se especializó en sacar ómnibus automáticos. Se llamaba a una compañía y se tenía un coche a la puerta en cuestión de minutos para llevarle a donde quisiera ir. Habitualmente, uno tenía que ir con otros que se dirigieran al mismo sitio, pero ¿qué mal hay en ello? Sin embargo, Samson Harridge tenía un coche particular y yo me hice cargo de él tan pronto como llegó. El coche, entonces, no fue Matthew para mí. No sabía que iba a ser el decano de la granja algún día. Sólo sabía que me hacía perder el empleo y le odié por ello.

— ¿Ya no me necesitará más, Mr. Harridge? -pregunté.

— ¿Qué tonterías está diciendo, Jake? No pensará que yo vaya a fiarme de un engendro como éste, ¿verdad? Usted se queda al volante.

— Pero si funciona solo, Mr. Harridge -objeté-. Observa la carretera, reacciona debidamente a todos los obstáculos, humanos u otros coches y recuerda las rutas a seguir.

— Eso dicen. Eso dicen. De todos modos, usted seguirá detrás del volante por si algo falla. Es curioso cómo puede uno encariñarse con un coche; al poco tiempo ya le llamaba Matthew y pasaba todo el tiempo puliéndolo y cuidando su motor. Un cerebro positrónico se encuentra en mejores condiciones cuando conserva el control de su chasis en todo momento, lo que significa que merece la pena mantener siempre lleno el depósito de gasolina para que el motor funcione, despacio, de día y de noche. Pasado cierto tiempo podía decir, según el ruido del motor, cómo se encontraba Matthew. A su manera, también Harridge se encariñó con Matthew. No tenía a nadie más a quien querer. Se había divorciado de tres esposas, y había sobrevivido a cinco hijos y a tres nietos. Así que al morir no sorprendió que destinara toda su fortuna a crear una granja para automóviles retirados, conmigo al frente y Matthew como primer miembro de una serie distinguida. Ha resultado ser mi vida. Jamás me casé. Uno no puede casarse y seguir ocupándose de los automáticos como es debido. Los periódicos lo encontraron peculiar, pero pasado cierto tiempo dejaron de tomarlo a broma. Hay cosas con las que no se puede bromear. Tal vez usted no se ha podido permitir nunca un automático, ni podrá permitírselo jamás, pero créame, se acaba amándoles. Son trabajadores y afectuosos. Hace falta no tener corazón para maltratarles o ver cómo se les maltrata. Y se llegó al caso de que después de que un hombre poseyera un automático durante cierto tiempo, si no tenía heredero al que confiarlo para que lo cuidara, disponía un fondo para dejarlo en la granja. Se lo expliqué así a Gellhorn.

— ¡Cincuenta y un coches! -exclamó-. Eso representa muchísimo dinero.

— Cincuenta mil, como mínimo, por automático, en un principio -expliqué-. Ahora cuestan mucho más. He hecho mucho por ellos.

— Mantener la granja debe costar mucho dinero.

— Tiene razón. La granja es una institución que no rinde beneficios, que nos proporciona un descuento en impuestos y que, claro, cada coche nuevo que llega viene con un depósito incorporado. No obstante, los gastos aumentan siempre. Tengo que tener el terreno urbanizado; estoy poniendo siempre cemento nuevo y conservando el viejo; hay que comprar gasolina, aceite, piezas, nuevos dispositivos. Todo suma.

— ¿Y ha dedicado mucho tiempo a esto?

— Ya lo creo, Mr. Gellhorn. Treinta y tres años.

— Pero no parece que gane usted mucho con todo.

— ¿Que no? Me sorprende, Mr. Gellhorn. Tengo a Sally y a cincuenta más. Mírela. Me eché a reír. No podía evitarlo. Sally era tan limpia que casi hería. Algún insecto debió haber muerto en su parabrisas o se había acumulado demasiado polvo, así que se disponía a remediarlo. Sacó un tubito y proyectó «Tergosol» sobre el cristal. No tardó en extenderse sobre la fina película de silicona e inmediatamente se pusieron en marcha las escobillas, pasando por la superficie y empujando el agua hacia el canalillo que desaguaba en el suelo. Ni una sola gota de agua cayó sobre su reluciente capot verde manzana. Escobilla y tubo de detergente se replegaron y desaparecieron.

— Nunca vi a un automático hacer esto -comentó Gellhorn.

— Supongo que no -dije-. Lo monté especialmenté para nuestros coches. Son muy limpios. Siempre están limpiándose los cristales. Les encanta. Incluso he puesto a Sally chorros de cera. Todas las noches se da brillo hasta que uno puede verse la cara y afeitarse en cualquier parte de ella. Si consigo reunir suficiente dinero lo incorporaré en las demás muchachas. Los descapotables son muy presumidos.

— Puedo decirle cómo reunir el dinero si le interesa.

— Eso interesa siempre. ¿Cómo?

— ¿No le parece obvio, Jake? Cualquiera de sus coches vale cincuenta mil como mínimo, según me ha dicho. Apuesto a que la mayoría llega a las seis cifras.

— ¿Y qué?

— ¿Se le ha ocurrido alguna vez vender alguno?

— Creo que no se da cuenta -protesté meneando la cabeza-, Mr. Gellhorn, no puedo vender a ninguno. Pertenecen a la granja, no a mi.

— Pero el dinero iría a la granja.

— Los documentos de incorporación a la granja establecen que los coches deben recibir cuidados a perpetuidad. No pueden venderse.

— ¿Y qué hay de los motores?

— No le comprendo. Gellhorn cambió de postura y su voz se tomó confidencial:

— Óigame, Jake, deje que le explique la situación. Hay un gran mercado para automáticos particulares con sólo hacerlos más baratos. ¿Entiende?

— No es ningún secreto.

— Y el noventa y cinco por ciento del coste corresponde al motor, ¿no? Ahora bien, yo sé dónde conseguir un surtido de carrocerías. También sé dónde vender los automáticos a buen precio…, veinte o treinta mil para los modelos baratos, tal vez cincuenta o sesenta para los mejores. Lo único que necesito son los motores. ¿Ve usted la solución?

— No la veo, Mr. Gellhorn. Ya lo creo que la veía, pero quería oírselo decir.

— Aquí la tiene. Posee cincuenta y un coches. Es un mecánico experto en automóviles, Jake. Tiene que serlo. Podría desmontar un motor y ponerlo en otro coche y nadie se daría cuenta de la diferencia.

— Pero no sería ético precisamente.

— No haría ningún daño a los coches. Utilice los más viejos. Utilice el viejo «Mat-O­Mot».

— Bien, veamos. Espere un poco, Mr. Gellhorn. Los motores y las carrocerías no son artículos independientes. Son un solo cuerpo. Esos motores se utilizan para sus propias carrocerías. No se sentirían felices metidos en otro coche.

— Es un punto de vista, claro. Un buen punto de vista, Jake. Sería como sacar sus sesos y meterlos en el cráneo de otro. ¿Verdad que no le gustaría?

— Me parece que no. No.

— Pero si yo sacara sus sesos y los metiera en el cuerpo de un atleta joven, ¿qué le parecería, Jake? Usted ya no es joven; si tuviera la oportunidad, ¿no le gustaría volver a tener veinte años? Eso es lo que ofrezco a alguno de sus motores positrónicos. Irán metidos en cuerpos nuevos del año 57. Los últimos construídos.

— Esto no tiene sentido, Mr. Gellhorn -dije riendo-. Algunos de mis coches puede que sean viejos, pero están muy cuidados. Nadie les conduce. Viven como quieren. Están retirados, Mr. Gellhorn. Yo no querría un cuerpo de veinte años si significara tener que cavar el resto de mi nueva vida y nunca tener bastante para comer… ¿Que te parece, Sally? Sally abrió sus dos puertas y las cerró de golpe.

— ¿Qué ha sido eso? -preguntó Gellhorn.

— Es la forma que tiene Sally de reír. Gellhorn forzó una sonrisa, me imagino que creyó que estaba bromeando. Dijo:

— Sea sensato, Jake. Los coches están hechos para ser conducidos. Probablemente son desgraciados si no se les conduce.

— Sally lleva cinco años sin que haya sido conducida -dije-. A mí me parece que es feliz.

— Quién sabe. Se levantó y anduvo despacio hacia Sally.

— Hola, Sally, ¿te gustaría un paseito? El motor de Sally se aceleró. Dio marcha atrás.

— No la fuerce, Mr. Gellhorn -aconsejé-. Se pica fácilmente. A unos noventa metros, carretera abajo, había dos sedanes. Se habían detenido. Quizás a su modo estaban observando. No me preocupé por ellos. Tenía los ojos fijos en Sally y no los desvié.

— Calma, Sally -advirtió Gellhorn. Se lanzó de pronto y trató de abrir la puerta. Naturalmente, no pudo hacerlo.

— Pero se abrió hace un momento -observó.

— Cierre automático -dije-, Sally tiene el sentido de la intimidad. Soltó la puerta y despacio y deliberadamente dijo:

— Un coche con sentido de la intimidad no debería circular con la capota bajada. Retrocedió dos o tres pasos rápidamente, tan rápidamente que no pude dar un paso para detenerle, corrió a meterse dentro de un salto. Cogió a Sally por sorpresa porque al caer dentro cerró el contacto antes de que ella pudiera bloquearlo. Por primera vez en cinco años el motor de Sally estaba muerto. Creo que grité, pero Gellhorn ya había puesto el motor manual y lo bloqueó. Entonces lo puso en marcha. Sally vivía de nuevo pero no tenía libertad de acción. Emprendió la marcha. Los sedanes seguían aún allí. Se volvieron y se alejaron, pero despacio. Supongo que para ellos todo aquello era incomprensible. Uno era Giuseppe, de las fábricas de Milán, y el otro era Stephen. Siempre estaban juntos. Eran nuevos en la granja, pero llevaban el tiempo suficiente como para saber que nuestros coches no tenían conductores. Gellhorn siguió adelante y cuando los sedanes se dieron cuenta finalmente de que Sally

no iba a disminuir la velocidad, que no podía ir más despacio, era demasiado tarde menos para tomar decisiones desesperadas. Saltaron, cada uno por su lado, y Sally pasó entre los dos como una exhalación. Steve se estrelló contra la valla del lago hasta detenerse en la hierba y el barro a poquísima distancia del borde del agua. Giuseppe fue dando tumbos por la carretera, en la cuneta, hasta detenerse estremecido. Volví a Steve a la carretera y estaba buscando qué daño se había hecho con la valla, cuando regresó Gellhorn.Éste abrió la puerta de Sally y salió. Inclinándose volvió a apagar el contacto por segunda vez.

— Bien, creo que le he dado una lección. Contuve el enfado.

— ¿Por qué se lanzó entre los sedanes? No había razón para hacerlo.

— Esperaba que se apartaran.

— Ya lo hicieron. Uno pasó a través de una valla.

— Lo siento, Jake -me dijo-. Creí que se moverían más de prisa. Ya sabe lo que es eso. He estado en muchos automatobuses, pero en un automático particular sólo dos o tres veces en mi vida; ésta es la primera vez que conduzco uno. Para que vea, Jake. Me ha impresionado conducirlo, y conste que soy muy duro. Se lo digo yo, no tenemos que rebajar más que el veinte por ciento del precio establecido para lograr un buen mercado, y los beneficios serían del noventa por ciento.

— ¿Que nos repartiríamos?

— Al cincuenta por ciento. Y recuerde que yo corro con todo el riesgo.

— Muy bien. Ya le he oído. Ahora escúcheme usted a mí. -Y levanté la voz porque estaba demasiado airado para ser educado-. Cuando apagó el motor de Sally, le hizo daño. ¿Qué le parecería si le patearan hasta dejarle inconsciente? Pues es lo que le ha hecho a Sally, al desconectarla.

— Está exagerando, Jake. Los automatobuses se desconectan cada noche.

— Claro, por eso no quiero que ninguno de mis muchachos o muchachas se metan en sus elegantes carrocerías del año 57, donde no sabría cómo se les trata. Los buses necesitan grandes reparaciones en sus circuitos positrónicos cada dos años. Al viejo Matthew no se le han retocado los circuitos en veinte años. ¿Qué puede ofrecerle comparado con esto?

— Mire, ahora está excitado. Piense en mi proposición cuando se calme y póngase en contacto conmigo.

— Ya he pensado todo lo que quería. Si vuelvo a verle por aquí, llamaré a la Policía. Apretó la boca en una fea mueca y dijo:

— Un minuto, viejo.

— Un minuto, Usted. Ésta es una propiedad privada y le ordeno que se largue.

— Bueno, pues, adiós. -Y se encogió de hombros.

— Mrs. Hester le acompañará a la salida. Procure que el adiós sea para siempre. Pero no fue para siempre. Le volví a ver dos días más tarde. Mejor dicho, dos días y medio porque cuando le vi por primera vez era mediodía y pasada la medianoche cuando le volví a ver. Me incorporé en la cama cuando dio la luz, parpadeando medio cegado hasta que me di cuenta de lo que ocurría. Una vez pude ver bien, no precisé muchas explicaciones. La verdad es que no necesité ninguna. Llevaba una pistola en la mano derecha, entre los dedos vi el pequeño y mortífero cargador de aguja. Sabía que lo único que tenía que hacer era aumentar la presión de la mano y yo saltaría en pedazos.

— Vístase, Jake -me ordenó. No hice el menor movimiento, sólo me quedó mirándole. Volvió a hablarme:

— Mire, Jake, conozco la situación. Vine a verle hace dos días, ¿se acuerda? En este lugar no tiene guardias, ni vallas electrificadas, ni alarmas. Nada.

— No lo necesito -contesté-. Entretanto no hay nada que le impida marcharse, Mr. Gellhorn. Si yo estuviera en su lugar, lo haría. Este sitio puede ser muy peligroso. Se echó a reír:

— Lo es para todo aquel que esté frente a una pistola.

— Ya la veo. Ya sé que tiene una.

— Entonces, muévase. Mis hombres están esperando.

— No, señor. Mr. Gellhorn. No, a menos que me diga lo que quiere, y puede que entonces tampoco.

— Anteayer le hice una proposición.

— La respuesta sigue siendo no.

— Ahora es más que una proposición. He venido aquí con algunos hombres y un automatobús. Tiene la oportunidad de venir conmigo y desconectar veinticinco de sus motores positrónimos. No me importa los que seleccione. Los cargaremos en el bus y nos lo llevaremos. Una vez colocados procuraré que reciba la justa parte del dinero.

— Supongo que tengo su palabra. No pareció que creyera que yo me mostraba sarcástico, porque me dijo:

— La tiene.

— No -repetí.

— Si insiste en decir que no, lo haremos a nuestra manera. A lo mejor estropeo algunos motores mientras los desconecto solo. Pero desconectaré cincuenta y uno. Hasta el último.

— No es fácil desconectar motores positrónicos, Mr. Gellhorn. ¿Es usted un experto en robótica? Incluso si lo fuera, sabe, estos motores han sido modificados por mi.

— Lo sé, Jake. Y si quiere que le diga la verdad, no soy un experto. Es posible que destroce unos cuantos mientras trato de sacarlos. Por eso tengo que tocarlos todos si usted no coopera. Es posible que cuando acabe con ellos sólo tenga veinticinco en buen estado. Los primeros serán los que posiblemente sufran más daños, hasta que no sepa hacerlo bien, ¿comprende? Y por supuesto, Sally será la primera de la fila.

— No puedo creer que hable en serio, Mr. Gellhorn.

— Pues lo digo en serio, Jake. -Dejó que calara bien-. Si quiere ayudarme, puede quedarse con Sally. De lo contrario, es fácil que quede muy maltrecha. Lo siento.

— Iré con usted -repliqué-. Pero le advierto una vez más: tendrá problemas, Mr. Gellhorn. Pensó que lo que le decía era muy divertido, pues mientras bajábamos juntos la escalera, iba mordiéndose los labios. Fuera, en la avenida, esperaba un automatobús frente a los apartamentos del garaje. Divisé la sombra de tres hombres que esperaban y sus linternas se encendieron al acercarnos. Gellhorn dijo en voz baja:

— Tengo al viejo. Vamos. Acercad el camión y empecemos de una vez. Uno de los hombres se inclinó y tecleó las instrucciones apropiadas en el panel de control. Avanzamos por la avenida seguidos sumisamente por el bus.

— No cabrá dentro del garaje -les dije-: No pasará por la puerta. Aquí nunca se han guardado buses, sólo turismos.

— Está bien -aceptó Gellhorn-. Acérquenlo al césped, pero procuren que no se vea. Yo podía oír el zumbido de los motores cuando aún estábamos lejos del garaje. Solían calmarse cuando me veían entrar. Esta vez no fue así. Creo que sabían que había desconocidos por allí, y una vez aparecieron las caras de Gellhorn y los otros hicieron más ruido. Cada motor era un zumbido cordial y cada motor golpeaba irregularmente de modo que todo el lugar vibraba. Las luces se encendieron automáticamente al entrar. Gellhorn no parecía incomodado por el ruido de los coches, pero los tres que le acompañaban parecían sorprendidos e incómodos. Tenían todo el aspecto del matón a sueldo, que no se reflejaba en los rasgos físicos sino más bien en una cierta expresión huidiza, una mirada vigilante y una cara de pocos amigos. Conocía el tipo y no me preocupaba. Uno de ellos exclamó:

— ¡Maldita sea, queman combustible!

— Mis coches siempre -contesté secamente.

— Esta noche, no -protestó Gellhorn-. Párelos.

— No es tan fácil, Mr. Gellhorn -repuse.

— ¡Empiece ya! No me moví. Me apuntaba firmemente con la pistola. Repetí:

— Ya le dije, Mr. Gellhorn, que mis coches han sido bien tratados mientras han vivido en la granja. Están acostumbrados a que les trate así y les indigna cualquier otra cosa.

— Dispone de un minuto -me dijo-. Deje el sermón para otro día.

— Trato de explicarle algo. Trato de explicarle que mis coches comprenden lo que les digo. Un motor positrónico lo aprende a fuerza de tiempo y paciencia. Mis coches lo han aprendido. Sally comprendió su proposición de hace dos días. Recuerde que se rió cuando le pedí su opinión. También sabe lo que le hizo y lo saben los dos sedanes que dispersó. Todos los demás saben lo que hay que hacer con los intrusos en general…

— Oiga usted, viejo loco…

— Lo único que tengo que decir es… -Levanté la voz-. ¡A por ellos! Uno de los hombres se puso amarillo y gritó, pero su voz quedó completamente apagada por el ruido de cincuenta y una bocinas disparadas al unísono. Mantenían su nota y entre las cuatro paredes del garaje el sonido alcanzó un tono loco, metálico. Dos coches se adelantaron, sin prisa, pero sin la menor duda de su objetivo. Dos coches se colocaron detrás de los primeros. Todos los demás despertaban en sus distintos departamentos. Los matones miraron asombrados, luego retrocedieron.

— No se arrimen a las paredes -les grité. Por lo visto, e instintivamente habían pensado lo mismo. Corrieron alocados hacia la salida del garaje. Al llegar a la puerta uno de los hombres de Gellhorn se volvió empuñando una pistola. El proyectil de aguja llegó como un destello azul hacia el primer coche. El coche era Giuseppe. Un estrecho hilo de pintura saltó del capot de Giuseppe y la mitad derecha de su parabrisas se astilló, pero sin romperse. Los hombres estaban ya en el exterior, corrían perseguidos por los coches, de dos en dos, en la oscuridad de la noche con sus bocinas llamando a la carga. Mantuve la mano en el brazo de Gellhorn, pero no creo que hubiera podido moverse. Le temblaban los labios. Le dije:

— ¿Ve por lo que no necesito vallas electrificadas ni guardias? Mi propiedad se protege sola. Los ojos de Gellhorn se desorbitaban fascinados, al ver les salir de dos en dos, zumbando. Exclamó:

— ¡Son asesinos!

— No diga bobadas. No matarán a sus hombres.

— Pero, ¡son asesinos!

— Se limitarán a dar una lección a sus hombres. Mis coches están especialmente entrenados para perseguir campo a través en ocasiones como ésta; creo que lo que sus hombres recibirán será peor que la muerte rápida. ¿Le ha perseguido alguna vez un automatóvil? Gellhorn no contestó. Yo seguí hablando. No quería que se perdiera ni el más mínimo detalle.

— Habrá sombras que irán a la misma velocidad que sus hombres, acosándoles, cortándoles el camino, lanzando bocinazos, precipitándose contra ellos y esquivándoles con un rechinar de frenos y rápidas aceleraciones. Y lo seguirán haciendo hasta que sus hombres caigan jadeantes y medio muertos, esperando que sus ruedas machaquen y rompan sus huesos. Pero los coches no lo harán. Se alejarán. Pero puede apostar a que sus hombres nunca en sus vidas volverán aquí. Ni por todo el dinero que usted o diez como usted pudieran darles. Escuche… Apreté la presión en su codo. Se esforzó por oír. Era apagado y distante, pero inconfundible. Expliqué:

— Se están riendo. Están disfrutando. La rabia contrajo su rostro. Alzó la mano. Todavía sostenía la pistola. Le advertí:

— Yo no lo haría. Un automatocoche está aún con nosotros. No creo que hasta aquel momento se hubiera fijado en Sally. Se había acercado silenciosamente. Aunque su guardabarros delantero derecho casi me tocaba, no podía oír su motor. Debió de haber estado conteniendo el aliento. Gellhorn lanzó un alarido.

— No le tocará -le tranquilicé- mientras yo esté con usted. Pero si me mata…, ya sabe. A Sally no le gusta usted. Gellhorn apuntó a Sally con la pistola.

— Su motor está protegido -dije-, y antes de que pueda apretar el gatillo por segunda vez, la tendrá encima.

— Está bien -gritó, y de pronto me torció el brazo a la espalda con tal fuerza que no podía tenerme en pie. Me mantuvo entre Sally y él y su presión no cedió-. Retroceda conmigo y no trate de soltarse, viejo, o le arrancaré el brazo del hombro. Tuve que moverme. Sally vino pegada a nosotros, preocupada, indecisa sobre qué hacer. Intenté decirle algo pero no pude. Sólo podía apretar los dientes y gemir. El automatobús de Gellhorn seguía aún en el exterior del garaje. Me obligó a entrar. Gellhorn saltó detrás de mí y cerró las puertas, diciéndome:

— Bien, vamos a ver si hablamos ahora. Empecé a frotarme el brazo, tratando de devolverle el movimiento y, mientras lo hacía, maquinalmente y sin esfuerzo consciente fui estudiando el panel de control del bus.

— Está recompuesto -exclamé.

— ¿Y qué? -masculló, cáustico-. Es una muestra de mi trabajo. Encontré un chasis abandonado, descubrí un cerebro que podía utilizar y me agencié un bus particular. ¿Qué hay de malo? Tiré del panel, empujándolo a un lado.

— ¡Qué demonios hace! -gritó-. Deje eso en paz. -La palma de su mano cayó pesadamente sobre mi hombro izquierdo. Luché con él.

— No quiero hacer ningún daño a este bus. ¿Qué clase de persona cree que soy? Solamente quiero echar un vistazo a las conexiones del motor. El vistazo fue corto. Me hervía la sangre cuando me volví a él, y le dije:

— Es un perro sarnoso. No tenía derecho a instalar este motor usted solo. ¿Por qué no se lo pidió a un roboticista?

— ¿Me cree loco?

— Incluso si el motor era robado, no tenía derecho a tratarlo así. Yo no trataría a un hombre como trató usted a su motor. ¡Soldadura, cinta aislante, grapas! ¡Es una brutalidad!

— Pero funciona, ¿no?

— Claro que funciona, pero debe ser un infierno para el bus. Podría usted vivir con cefaleas y artritis agudas, pero no sería una vida. Este coche está sufriendo.

— ¡Cierre el pico! -Por un instante miró por la ventanilla a Sally, que se habia acercado al bus todo lo que podía. Gellhorn se aseguró de que las puertas y las ventanillas estaban bien cerradas.

— Vamos a salir de aquí ahora -me dijo-, antes de que los otros coches vuelvan. Nos alejaremos.

— ¿De qué le servirá eso?

— A sus coches se les acabará la gasolina algún día, ¿no? No los ha preparado para que se llenen los depósitos solitos, ¿verdad? Volveremos y terminaremos el trabajo.

— Me buscarán -dije-. Mrs. Hester llamará a la Policía. Pero estaba por encima de todo razonamiento. Se limitó a poner el coche en marcha. Saltó hacia delante. Sally nos siguió.

— ¿Qué puede hacer si usted está aquí conmigo? -Y se rió como un tonto. Al parecer, también Sally se había dado cuenta. Adquirió velocidad, nos adelantó y desapareció. Gellhorn abrió la ventanilla de su lado y escupió por la abertura. El bus fue avanzando por la oscura carretera, con el motor funcionando a ritmo desigual. Gellhorn disminuyó la luz periférica hasta que la línea verde fosforescente del centro de la carretera, resplandeciente a la luz de la luna, fue lo único que nos separaba de los árboles. No había prácticamente tráfico. Dos coches nos pasaron pero en dirección contraria y no se veía ninguno en nuestro sector de carretera, ni delante, ni detrás. Otro rayo de luz nos vino por detrás de las vallas, del otro lado. En un cruce, a unos trescientos metros por delante, se oyó un chirrido al cruzarse un coche en nuestro camino.

— Sally fue en busca de los demás -dije-. Creo que estamos rodeados.

— Bueno. ¿y qué? ¿Qué pueden hacernos? Se inclinó sobre los controles, tratando de ver a través del parabrisas, mascullando:

— Y usted, viejo, procure no hacer nada. Tampoco podía. Estaba agotado; mi brazo izquierdo ardía. Los ruidos de motores reunidos se acercaban. Me fijé en que los motores tenían curiosos fallos y de pronto me pareció que mis coches se estaban comunicando entre si. Un concierto de bocinazos nos llegó por detrás. Me volví y Gellhorn se apresuró a mirar por el retrovisor. Una docena de coches nos seguían por ambos lados. Gellhorn gritó y se reía como un loco. Yo exclamé:

— ¡Pare! ¡Pare el coche! Porque a menos de unos trescientos metros delante de nosotros, claramente visible a la luz de los faros de dos sedanes parados en los lados, estaba Sally con su delicada carrocería atravesada en la carretera. Dos coches llegaron zumbando por el lado opuesto, a nuestra izquierda, perfectamente sincronizados con nosotros y haciendo que

Gellhorn no pudiera dar la vuelta y escapar. Pero no tenía intención de dar la vuelta. Puso el dedo en el botón de máxima velocidad y lo mantuvo. Dijo:

— Se acabó tanto presumir. Este bus pesa cinco veces más que ella, viejo, la proyectaremos fuera de la carretera como un gato muerto. Sabía que podía hacerlo. El bus estaba puesto en manual y su dedo apretaba el botón. Sabía que podía hacerlo. Bajé la ventana, saqué la cabeza y chillé:

— Sally. Fuera de la carretera. ¡Sally! Mi grito quedó ahogado por el angustiado chirrido de unos frenos maltratados. Me sentí proyectado hacia delante y oí que a Gellhorn se le cortó el aliento. Pregunté;

— ¿Qué ha ocurrido? Era una pregunta estúpida. Nos habíamos parado. Eso era lo ocurrido. Sally y el bus estaban a pocos centímetros de distancia. Cinco veces su peso lanzados contra ella, pero no se había movido. ¡Qué valiente! Gellhorn tiró de la palanca de manual, sin dejar de decir, rabioso:

— ¡Tengo que hacerlo! ¡Tengo que hacerlo!

— No, tal como preparó el motor, experto de pega. Cualquiera de los circuitos podría cruzarse. Me miró airado y gruñó, furioso. El pelo se le pegaba a la frente. Alzó el puño.

— Éstos son los últimos consejos que jamás dará, viejo. Y comprendí que estaba a punto de disparar la pistola. Me apoyé contra la puerta del bus, observando cómo levantaba la mano. Al abrirse la puerta, caí de espaldas a la carretera, de golpe. Oí que la puerta volvía a cerrarse. Me puse de rodillas y levanté la vista a tiempo de ver a Gellhorn luchando inútilmente contra la ventana que se cerraba, luego apuntó su pistola de aguja a través del cristal. Pero no llegó a disparar. El bus se puso en marcha con un tremendo rugido y Gellhorn cayó hacia atrás. Sally ya no estaba en la carretera. Vi cómo las luces traseras del bus se perdían carretera abajo. Me sentía sin ánimos. Permanecí sentado en mitad de la carretera, y apoyando la cabeza en mis brazos cruzados traté de recobrar el aliento. Oí que un coche paraba suavemente a mi lado. Alcé la vista, era Sally. Despacito…, amorosamente, casi podría decir, se abrió su puerta delantera. Nadie, en cinco años, había conducido a SaLly, sólo Gellhorn, claro, y sabía lo valiosa que tal libertad resultaba para un coche. Agradecí el gesto, pero dije:

— Gracias, Sally, pero tomaré uno de los coches más nuevos. Me puse en pie y di la vuelta, pero tan limpia y hábilmente como la mejor pirueta, volvió a ponerse a mi lado. No podía herir sus sentimientos. Entré. Su asiento delantero tenía el olor fresco y refinado de un automatomóvil que se mantenía inmaculado. Me recosté en él, agradecido, y con eficiente y silenciosa rapidez, mis muchachos me devolvieron a casa. A la noche siguiente, muy excitada, Mrs. Hester me trajo la copia del comunicado por radio.

— Se trata de Mr. Gellhorn -dijo-, el hombre que vino a verle.

— ¿Qué ha hecho? Temí su respuesta.

— Le encontraron muerto. Imagínese. Muerto, tirado en una cuneta.

— Podría ser un desconocido -murmuré.

— Raymond J. Gellhorn -cortó, secamente-. No puede haber dos iguales, ¿no le parece? Además, la descripción también concuerda. ¡Cielos! ¡Qué forma de morir! Le encontraron marcas de neumáticos en los brazos y en el cuerpo. Imagínese. Me alegro que resultara ser un bus el que le atropelló, de lo contrario podían haber venido a indagar por aquí.

— ¿Ocurrió cerca? -pregunté, angustiado.

— No…, cerca de Cooksville. Pero, bueno, mejor que lo lea usted… ¿Qué le pasó a Giuseppe? Agradecí la distracción. Giuseppe esperaba pacientemente que terminara de pintarlo. Su parabrisas ya estaba cambiado. Después de que ella se fue, recogí el comunicado. No cabía la menor duda. El doctor informó que había estado corriendo y se hallaba totalmente exhausto. Me pregunté: ¿Durante cuántos kilómetros habrá jugado el bus con él antes del ataque final? Naturalmente, el comunicado no decía nada de esto. Habían localizado el bus y pudieron identificarle por las marcas de los neumáticos. La Policía lo tenía retenido y trataban de encontrar al propietario. Había un pequeño editorial en el comunicado. Era el primer accidente de tráfico de aquel año, en el Estado, y el periódico advertía insistentemente contra la conducción manual de noche. No se mencionaban a los tres matones de Gellhorn y lo agradecí. Ninguno de nuestros coches se había sentido seducido por el placer de la caza a muerte. No había más. Dejé caer el papel. Gellhorn era un criminal. El trato dado al bus era brutal. Para mí era incuestionable que merecía la muerte. Pero de todos modos me angustiaba la forma en que ocurrió. Ya ha transcurrido un mes y no puedo olvidarlo. Mis coches hablan entre ellos. Ya no me cabe la menor duda. Es como si hubieran adquirido confianza, como si ya no les preocupara mantenerlo secreto. Sus motores zumban y golpean continuamente. Y no hablan solamente entre ellos. Hablan a los otros coches o buses que vienen a la granja para negocios. ¿Desde cuándo lo habrán estado haciendo? Además, se les entiende. El bus de Gellhorn les entendió, aunque sólo estuvo en la finca poco más de una hora. Cierro los ojos y revivo aquella carrera a lo largo de la carretera, con nuestros coches flanqueando el bus a ambos lados, picando sus motores hasta que lo comprendió, paró, me soltó y huyó con Gellhorn. ¿Le dijeron mis coches que matara a Gellhorn? ¿O fue idea suya? ¿Pueden los coches tener semejantes ideas? Los diseñadores de motores dicen que no. Pero se reñeren a «en condiciones normales». ¿Lo habrán previsto todo? Hay coches maltratados, ¿saben? Algunos de ellos vienen a la granja y observan. Les dicen cosas. Descubren que hay coches cuyos motores no paran nunca, que jamás nadie conduce, cuyas necesidades son todas satisfechas. Puede que después salgan y se lo cuenten a otros. Puede que la palabra se propague rápidamente. Puede que lleguen a pensar que el sistema de la granja es el sistema que debería regir en todo el mundo. No comprenden. No puede esperarse que comprendan los caprichos y los legados de los ricos. Hay millones de automatomóviles en la Tierra, decenas de millones. Si en ellos arraiga la idea de que son esclavos, de que deberían hacer algo por remediarlo… Si empiezan a pensar como pensó el bus de Gellhorn… Tal vez no ocurra nada hasta pasado mi tiempo. Entonces deberán conservar a alguno de nosotros para ocuparse de ellos, ¿no creen? No irán a matarnos a todos. Podrían hacerlo. Podrían no comprender que necesitarán a alguien para ocuparse de ellos. Puede que no quieran esperar. Cada mañana despierto pensando: tal vez hoy… Ya no disfruto tanto con mis coches como solía hacerlo. y últimamente he notado que incluso empiezo a evitar a Sally.

Isaac Asimov: Anfitriona. Cuento

6A3423B157DE2BBEAE3F6088936091Rose Smollett se sentía feliz, casi triunfante. Se arrancó los guantes, tiró el sombrero, volvió sus ojos brillantes hacia su marido y le dijo:

— Drake, vamos a tenerle aquí. Drake la miró disgustado:

— Llegas tarde para la cena. Yo creí que ibas a estar de vuelta a eso de las siete.

— Bah, no tiene importancia. Comí algo mientras venía. Pero, Drake, ¡vamos a tenerle aquí!

— ¿A quién, aquí? ¿De quién estás hablando?

— ¡Del doctor del planeta Hawkin! ¿Es que no te diste cuenta de que la conferencia de hoy era sobre él? Pasamos todo el día hablando de ello. ¡Es la cosa más excitante que jamás pudiera habernos ocurrido! Drake Smollett apartó la pipa de su rostro. Primero miró la pipa, luego a su mujer.

— A ver si lo he entendido bien. ¿Cuando dices el doctor procedente del planeta Hawkin, te refieres al hawkinita que tenéis en el instituto?

— Pues, claro. ¿A quién iba a referirme si no?

— ¿Y puedo preguntarte qué diablos significa eso de que vamos a tenerle aquí?

— Drake, ¿es que no lo entiendes?

— ¿Qué es lo que tengo que entender? Tu instinto puede estar interesado por esa cosa, pero yo no. ¿Qué tenemos que ver con él? Es cosa del instituto, ¿no crees?

— Pero, cariño -dijo Rose pacientemente-, el hawkinita quería vivir en una casa particular en una parte donde no le molestaran con ceremonias oficiales y donde pudiera desenvolverse más de acuerdo con sus gustos. Lo encuentro de lo más comprensible.

— ¿Por qué en nuestra casa?

— Porque nuestra casa es conveniente para ello, creo. Me preguntaron si se lo permitía, y, francamente -añadió con cierta obstinación-, lo considero un privilegio.

— ¡Mira! -Drake se metió los dedos entre el cabello y consiguió alborotarlo-, tenemos un lugar adecuado, ¡de acuerdo! No es el lugar más elegante del mundo, pero nos sirve bien a los dos. No obstante, no veo que nos sobre sitio para visitantes extraterrestres. Rose empezó a parecer preocupada. Se quitó las gafas y las guardó en su funda.

— Podemos instalarlo en el cuarto de huéspedes. Él se ocupará de tenerlo en orden. He hablado con él y es muy agradable. Sinceramente, lo único que debemos hacer es mostrar cierta capacidad de adaptación.

— Sí, claro, sólo un poco de adaptabilidad. Los hawkinitas aspiran cianuro. Y supongo que también tendremos que adaptarnos a eso, ¿no?

— Lleva siempre cianuro en un pequeño cilindro. Ni siquiera te darás cuenta.

— ¿Y de qué otras cosas no voy a darme cuenta?

— De nada más. Son totalmente inofensivos. ¡Cielos, si incluso son vegetarianos!

— Y eso, ¿qué significa?, ¿que tenemos que servirle una bala de heno para cenar? El labio inferior de Rose empezó a temblar.

— Drake, estás siendo deliberadamente odioso. Hay muchos vegetarianos en la Tierra; no comen heno.

— Y nosotros, ¿qué? Podremos comer carne, ¿o esto va a hacerle pensar que somos caníbales? No pienso vivir de ensaladas para hacerle feliz, te lo advierto.

— No seas ridículo. Rose se sentía desamparada. Se había casado relativamente mayor. Había elegido su carrera; parecía haber encajado bien en ella. Era miembro del Instituto Jerikins de Ciencias Naturales, rama de Biología, con más de veinte publicaciones a su nombre. En una palabra, la línea estaba trazada, el camino desbrozado: se había dedicado a una carrera y a la soltería. Y ahora, a los 35 años, estaba aún algo asombrada de encontrarse casada desde hacía escasamente un año. Ocasionalmente se sentía turbada, porque a veces descubría que no tenía la menor idea de cómo tratar a un marido. ¿Qué había que hacer cuando el hombre de la casa se ponía testarudo? Esto no constaba en ninguno de sus cursillos. Como mujer de carrera y de mentalidad independiente, no podía rebajarse a zalamerías. Así que le miró fijamente y le dijo con sinceridad:

— Para mí significa mucho.

— ¿Por qué?

— Porque, Drake, si se queda aquí algún tiempo, podré estudiarle bien de cerca. Se ha trabajado muy poco en la biología y psicología del hawkinita individualmente, y en las inteligencias extraterrestres en general. Sabemos algo de su sociología e historia, pero nada más. Seguro que te das cuenta de que es una oportunidad. Vivirá aquí; le observaremos, le hablaremos, vigilaremos sus hábitos…

— No me interesa.

— Oh, Drake. No te comprendo.

— Supongo que vas a decirme que no suelo ser así.

— Bueno, es que no eres asi. Drake guardó silencio un momento. Parecía ajeno a todo; sus pómulos salientes y su barbilla cuadrada parecían helados, tal era la sensación de resentimiento. Finalmente, dijo.

— Mira, he oído hablar algo de los hawkinitas en relación con mi trabajo. Dices que se ha investigado su sociología pero no su biología. Claro, porque los hawkinitas no quieren que se les estudie como ejemplares, como tampoco querríamos nosotros. He hablado con hombres que fueron encargados de la seguridad y vigilancia de varias misiones de hawkinitas en la Tierra. Las misiones permanecen en las habitaciones que se les asignan y no las abandonan por nada salvo para asuntos oficiales sumamente importantes. No tienen el menor contacto con los hombres de la Tierra. Es obvio que sientan tanta repugnancia por nosotros, como yo, personalmente, por ellos. »La verdad es que no llego a comprender por qué el hawkinita del instituto va a ser diferente. Me parece que tenerle aquí va en contra de lo establecido y, bueno…, que él quiera vivir en la casa de un terrícola, me lo revuelve todo. Rose, cansada, explicó:

— Esto es diferente. Me sorprende que no puedas comprenderlo, Drake. Es un doctor. Viene aquí en plan de investigación médica y te concedo que probablemente no disfrute conviviendo con seres humanos y que, además, nos encuentre horribles. Pero, con todo y con eso debe quedarse. ¿Crees tú que a un médico humano le guste ir al trópico o que disfrute dejándose picar por los mosquitos?

— ¿Qué es eso de mosquitos? -cortó Drake-. ¿Qué tienen que ver con lo que estamos discutiendo?

— Pues nada -contestó Rose asombrada-, se me ocurrió de pronto, nada más. Estaba pensando en Reed y en sus experimentos sobre la fiebre amarilla. Drake se encogió de hombros.

— Haz lo que quieras. Rose titubeó un instante, luego preguntó:

— No estarás enfadado, ¿verdad? -Le pareció que sonaba ridículamente infantil.

— No. Y eso significa, ella lo sabia, que si lo estaba. Rose se contempló, insegura, en el espejo de cuerpo entero. Nunca había sido guapa y estaba tan resignada, que ya no le importaba. Por supuesto que no tenía la menor importancia para un ser procedente del planeta Hawkin. Lo que sí la molestaba era eso de tener que ser una anfitriona bajo tan extrañas circunstancias, mostrar tacto hacia una criatura extraterrestre y, a la vez, hacia su marido. Se preguntó quién de los dos resultaría más difícil. Drake llegaría tarde a casa aquel día; tardaría aún media hora. Rose se encontró inclinada a creer que lo había preparado expresamente con la aviesa intención de dejarla sola con su problema. De pronto se sintió presa de un sordo resentimiento. La había llamado por teléfono al instituto para preguntarle bruscamente:

— ¿Cuándo vas a llevarlo a casa?

— Dentro de tres horas -respondió con voz seca.

— Está bien. ¿Cómo se llama? El nombre del hawkinita.

— ¿Por qué quieres saberlo? -No pudo evitar la frialdad de las palabras.

— Digamos que es una pequeña investigación por mi cuenta. Después de todo, esa cosa vivirá en mi casa.

— Por el amor de Dios, Drake, no mezcles tu trabajo con nosotros. La voz de Drake sonó metálica y desagradable.

— ¿Por qué no, Rose? ¿No es eso precisamente lo que haces tú? Así era, claro, de forma que le dio la información que él quería. Esta era la primera vez en su vida matrimonial que tenían una pelea o cosa parecida y, sentada frente al gran espejo empezó a preguntarse si no tendría que esforzarse por comprender su punto de vista. En esencia, se había casado con un policía. En realidad era más que un simple policía: era miembro del Consejo de Seguridad Mundial. Había sido una sorpresa para sus amigos. El matrimonio había sido ya de por sí la mayor sorpresa, pero ya que se había decidido a casarse, ¿por qué no con otro biólogo? O, si hubiera querido salirse a otro camino, ¿por qué no con un antropólogo o con un químico? Pero, mira que precisamente con un policía… Nadie había pronunciado estas palabras, naturalmente, pero se mascaba en la atmósfera el día de la boda. Aquel día, y desde entonces, había sentido ciertos resentimientos. Un hombre podía casarse con quien le diera la gana, pero si una doctora en Filosofía decidía casarse con un hombre que no fuera siquiera licenciado, se escandalizaban. ¿Y por qué razón? ¿Qué les importaba a ellos? En cierto modo era guapo e inteligente, y ella estaba perfectamente satisfecha de su elección. No obstante, ¿cuánto esnobismo del mismo tipo traía ella a casa? ¿No adoptaba siempre la actitud de que sus investigaciones biológicas eran importantes, mientras que la ocupación de él era simplemente algo que quedaba dentro de las cuatro paredes de su pequeño despacho en los viejos edificios de las Naciones Unidas, en East River? Se levantó de un salto, agitada, y respirando profundamente decidió abandonar aquellos pensamientos. Ansiaba desesperadamente no disputar con él. Y tampoco iba a meterse en sus asuntos. Se había comprometido a aceptar al hawkinita como huésped, pero en lo demás dejaría que Drake hiciera lo que quisiera. Era mucho lo que él concedía. Harg Tholan estaba de pie en medio de la sala de estar, cuando ella bajó la escalera. No se había sentado, porque no estaba anatómicamente construido para hacerlo. Le sostenían dos pares de miembros colocados muy cerca, mientras que un tercer par, de diferente construcción, pendía de una región que, en un ser humano, equivalía al pecho. La piel de su cuerpo era dura, brillante y marcada de surcos, mientras que su cara tenía un vago parecido a algo remotamente bovino. Sin embargo, no era por completo repulsivo y llevaba una especie de vestimenta en la parte baja de su cuerpo a fin de evitar ofender la sensibilidad de sus anfitriones humanos.

— Señora Smollett -dijo-, agradezco su hospitalidad más allá de lo que puedo expresar en su idioma. -Y se agachó de modo que sus miembros delanteros rozaron el suelo por un instante. Rose sabía que este gesto significaba gratitud entre los seres del planeta Hawkin. Estaba agradecida de que hablara tan bien su idioma. La forma de su boca, combinada con la ausencia de incisivos hacía que los sonidos fueran sibilantes. Aparte de todo esto, podía haber nacido en la Tierra por el poco acento que tenía.

— Mi marido no tardará en llegar, y entonces cenaremos.

— ¿Su marido? -Calló un momento y al instante añadió-: Sí, claro. Rose no hizo caso. Si había un motivo de infinita confusión entre las cinco razas inteligentes de la Galaxia conocida, estribaba en las diferencias de su vida sexual e instituciones sociales. El concepto de marido y esposa, por ejemplo, existía solamente en la Tierra. Las otras razas podían lograr una especie de comprensión intelectual de lo que significaba, pero jamás una comprensión emocional

— He consultado al instituto para la preparación de su menú. Confío en que no haya nada que le disguste. El hawkinita parpadeó rápidamente. Rose recordó que esto equivalía a un gesto de diversión.

— Las proteínas son siempre proteínas, mi querida señora Smollett. En cuanto a los factores trazadores que necesito pero que no se encuentran en sus alimentos, he traído concentrados perfectamente adecuados para mi. Y las proteínas eran proteínas. Rose lo sabía con certeza. Su preocupación por la dieta de la criatura había sido sobre todo, una muestra de buenos modales. Al descubrirse vida en los planetas de las estrellas exteriores, una las generalizaciones más interesantes fue comprobar que la vida podía formarse de otras sustancias que no fueran proteínas, incluso de elementos que no eran carbono. Seguía siendo verdad que las únicas inteligencias conocidas eran de naturaleza proteínica. Esto significaba que cada una de las cinco formas de vida inteligente podía mantenerse por largos períodos con los alimentos de cualquiera de las otras cuatro. Oyó la llave de Drake en la cerradura y se quedó tiesa de aprensión. Tuvo que admitir que se portó bien. Entró y sin la menor vacilación tendió la mano al hawkinita, diciéndole con firmeza:

— Buenas noches, doctor Tholan. El hawkinita alargó su miembro delantero, grande, torpe, y, por decirlo de algún modo, se estrecharon la mano. Rose ya había pasado por ello y conocía la extraña sensación de una mano hawkinita en la suya. La había notado rasposa, caliente y seca. Imaginaba que al hawkinita, la suya y la de Drake le parecerían frías y viscosas. Cuando se lo presentaron, tuvo la oportunidad de observar aquella mano extraña. Era un caso sorprendente de evolución convergente. Su desarrollo morfológico era enteramente diferente del de la mano humana, pero había conseguido acercarse a una buena similitud. Tenía cuatro dedos, le faltaba el pulgar. Cada dedo tenía cinco articulaciones independientes. Así, la carente flexibilidad por ausencia del pulgar se compensaba por las propiedades casi tentaculares de los dedos. Y lo que era aún más interesante a sus ojos de bióloga era que cada dedo hawkinita terminaba en una diminuta pezuña, imposible de identificar al profano como tal, pero claramente adaptada para la carrera, como para el hombre la mano estuvo adaptada para trepar.

— ¿Está usted bien instalado, señor? -preguntó Drake amablemente-. ¿Quiere una copa? El hawkinita no contestó sino que miró a Rose con una ligera contorsión facial que indicaba cierta emoción que, desgraciadamente, Rose no supo interpretar. Comentó, nerviosa:

— En la Tierra hay la costumbre de beber líquidos que han sido reforzados con alcohol etílico. Lo encontramos estimulante.

— Oh, si, en este caso me temo que debo rehusar. El alcohol etílico chocaría muy desagradablemente con mi metabolismo.

— Bueno, tengo entendido que a los de la Tierra les ocurre lo mismo, doctor Tholan ­intervino Drake-. ¿Le molestaría que yo bebiera?

— Claro que no. Drake pasó junto a Rose al ir hacia el aparador y ella sólo captó una palabra, dicha entre dientes y muy controlada, «¡Cielos!» No obstante, le pareció captar unas cuantas exclamaciones más a sus espaldas. El hawkinita permaneció de pie junto a la mesa. Sus dedos eran modelo de destreza al manejar los cubiertos. Rose se esforzó por no mirarle mientras comía. Su gran boca sin labios partía su cara de un modo alarmante al ingerir los alimentos y al masticar, sus enormes mandíbulas se movían desconcertantes de un lado a otro. Era otra prueba de sus antepasados ungulados. Rose se encontró preguntándose si, después, en la soledad y quietud de su habitación, rumiaría la comida, y sintió pánico por si Drake tenía la misma idea y se levantaba, asqueado, de la mesa. Pero Drake se lo estaba tomando todo con mucha calma. Dijo:

— Supongo, doctor Tholan, que el cilindro que tiene al lado contiene cianuro, ¿no? Rose se sobresaltó. No se había dado cuenta. Era un objeto de metal, curvado, y sus pezuñitas sostenían un tubo delgado y flexible que recorría su cuerpo pero que apenas se notaba por el color tan parecido al de su piel amarillenta, y entraba por una esquina de su inmensa boca. Rose se sintió ligeramente turbada como si viera una exhibición de prendas íntimas.

— ¿Y contiene cianuro puro? -siguió preguntando. El hawkinita parpadeó, divertido:

— Supongo que pensará en un peligro posible para los terrícolas. Sé que el gas es altamente venenoso para ustedes y yo no necesito mucho. El gas contenido en el cilindro es cianuro hidrogenado en un cinco por ciento, y el resto es oxígeno. Nada escapa del tubo excepto cuando realmente chupo el conducto, y no tengo que hacerlo con frecuencia.

— Ya. ¿Y necesita el gas para vivir? Rose estaba algo sorprendida. Uno no debía hacer semejantes preguntas sin una cuidadosa preparación. Era imposible conocer de antemano dónde podían estar los puntos sensibles de una psicología extraña. Y Drake debía hacer esto deliberadamente, ya que no podía dejar de darse cuenta de que podía obtener, fácilmente, respuestas a sus preguntas, dirigiéndose a ella. ¿O es que prefería no preguntárselo a ella? El hawkinita se mostró imperturbable aparentemente:

— ¿No es usted biólogo, señor Smollett?

— No, doctor Tholan.

— Pero está íntimamente asociado a la señora doctora Smollett.

— Sí, estoy casado con una señora doctora, pero no soy biólogo. -Drake sonrió ligeramente-. Simplemente un funcionario menor del Gobierno. Los amigos de mi mujer -añadió- me llaman policía. Rose se mordió el interior de la mejilla. En este caso había sido el hawkinita el que había tocado el punto sensible de la psicología extraña. En el planeta Hawkin, regía un fuerte sistema de castas y las relaciones entre castas eran limitadas. Pero Drake no podía darse cuenta. El hawkinita se volvió a Rose:

— Señora Smollett, le ruego me permita explicar un poco nuestra bioquímica a su marido. Será aburrido para usted puesto que estoy seguro de que está perfectamente enterada.

— No faltaba más, doctor Tholan -le respondió.

— Verá usted, señor Smollett, el sistema respiratorio de nuestro cuerpo y de todos los cuerpos de todas las criaturas que respiran en la Tierra, está controlado por ciertas enzimas con contenido de un metal, o eso me han enseñado. El metal es generalmente hierro aunque a veces es cobre. En cualquier caso, pequeños rastros de cianuro combinarían con los metales e inmovilizarían el sistema respiratorio de la célula terrestre o viviente. Se verían en la imposibilidad de utilizar oxígeno y morirían a los pocos minutos. »La vida en mi planeta no está del todo organizada así. Los compuestos respiratorios clave no contienen ni hierro ni cobre; en realidad ningún metal. Es por dicha razón por la que mi sangre es incolora. Nuestros compuestos contienen ciertos grupos orgánicos que son esenciales para la vida y estos grupos pueden solamente mantenerse intactos con la ayuda de una pequeña concentración de cianuro. Indudablemente, este tipo de proteína se ha desarrollado a lo largo de un millón de años de evolución, en un mundo que tiene un pequeño tanto por ciento de cianuro, con hidrógeno naturalmente, en la atmósfera. Su presencia se mantiene por ciclo biológico. Varios de nuestros microorganismos nativos sueltan el gas libre.

— Lo expone usted con suma claridad, doctor Tholan, y es muy interesante -dijo Drake­, ¿Y qué ocurre si no lo respira? ¿Se muere simplemente así? -Y chasqueó los dedos.

— No del todo. No es como la presencia del cianuro para ustedes. En mi caso, la ausencia de cianuro equivaldría a una lenta estrangulación. Ocurre a veces, en habitaciones mal ventiladas de mi mundo, que el cianuro se consume gradualmente y cae por debajo de la necesaria concentración mínima. Los resultados son muy dolorosos y de tratamiento difícil. Rose tenía que reconocérselo a Drake; daba la sensación de estar realmente interesado. Y al forastero, gracias a Dios, no parecía importarle el interrogatorio. El resto de la cena pasó sin incidentes. Fue casi agradable. A lo largo de la velada, Drake siguió lo mismo: interesado. Mucho más que eso: absorto. La anuló, y a ella le agradó. Él fue realmente brillante y solamente su trabajo su entrenamiento especial, fue el que le robó protagonismo. Le contempló confusa y pensó: «¿Por qué se casó conmigo?» Drake, sentado, con las piernas cruzadas, las manos unidas y golpeando suavemente su barbilla, observaba fijamente al hawkinita. Éste estaba frente a él, de pie a su estilo de cuadrúpedo.

— Me resulta difícil pensar en usted como en un médico -comentó Drake. El hawkinita parpadeó risueño.

— Comprendo lo que quiere decir. A mí también me resulta difícil pensar en usted como en un policía. En mi mundo, los policías son gente altamente especializada y singular.

— ¿De veras? -rezongó Drake secamente, y cambió de tema-. Deduzco que su viaje aquí no es de placer.

— No, es sobre todo un viaje de mucho trabajo. Me propongo estudiar este curioso planeta que llaman Tierra como jamás ha sido estudiado por nadie de mi país.

— Curioso. ¿En qué sentido? El hawkinita miró a Rose antes de contestar.

— ¿Está enterado de la muerte por inhibición? Rose pareció turbada. Explicó:

— Su trabajo es muy importante. Me temo que mi marido dispone de poco tiempo para enterarse de los detalles de mi trabajo. -Sabía que esto no resultaba adecuado y le pareció notar, otra vez, una de las inescrutables emociones del hawkinita. La criatura extraterrestre se volvió otra vez a Drake:

— Para mí resulta siempre desconcertante descubrir lo poco que los terrícolas aprecian sus propias y excepcionales características. Mire, hay cinco razas inteligentes en la Galaxia. Todas ellas se han desarrollado independientemente y, sin embargo, han conseguido converger de forma sorprendente. Es como si, a la larga, la inteligencia requiriera cierta preparación física para florecer. Dejo esta cuestión a los filósofos. No es necesario que insista en este punto, puesto que para usted debe ser familiar. »Abora bien, cuando se investigan de cerca las diferencias entre las inteligencias, se encuentran una y más veces que son ustedes, los de la Tierra, más que cualquiera de los otros planetas, los que son únicos. Por ejemplo, es solamente en la Tierra donde la vida depende de las enzimas metálicas para la respiración. Ustedes son los únicos que encuentran el cianuro hidrogenado venenoso. La suya es la única forma de vida inteligente que es carnívora. La suya es la única forma de vida que no procede de un animal rumiante. Y lo más interesante de todo es que la suya es la única forma de vida inteligente conocida que deja de crecer al alcanzar la madurez. Drake le sonrió. Rose sintió que se le aceleraba el corazón. Lo más agradable de su marido era su sonrisa, y la estaba utilizando con gran naturalidad. Ni era forzada, ni falsa. Se estaba adaptando, ajustando, a la presencia de esa criatura extraña. Se estaba mostrando simpático…, y debía estar haciéndolo por ella. Le agradó la idea y se la repitió. Lo hacía por ella; estaba siendo amable con el hawkinita por ella. Drake le estaba diciendo sonriente:

— No parece muy alto, doctor Tholan. Yo diría que tiene usted unos tres centímetros más que yo, lo que le hace de un metro setenta de estatura más o menos. ¿Es porque es joven o es que los de su mundo no son excesivamente altos?

— Ni una cosa ni otra -contestó el hawkinita-. Crecemos a velocidad retardada con los años, de forma que a mi edad, tardo unos quince años para crecer unos centímetros más, pero, y éste es el punto importante, nunca dejamos enteramente de crecer. Y por supuesto, y como consecuencia, nunca morimos del todo. Drake abrió la boca e incluso Rose se sintió envarada. Esto era algo nuevo. Algo que ninguna de las pocas expediciones al planeta Hawkin había descubierto. Estaba embargada de excitación pero dejó que Drake hablara por ella.

— ¿No mueren del todo? No estará tratando de decirme que la gente del planeta Hawkin son inmortales.

— Nadie es realmente inmortal. Si no hubiera otra forma de morir, siempre existe el accidente, y si éste falla, está el aburrimiento. Algunos de nosotros vivimos varios siglos de su tiempo. Pero es desagradable pensar que la muerte puede venir involuntariamente. Es algo que, para nosotros, es sumamente horrible. Me molesta incluso cuando lo pienso ahora, esta idea de que contra mí voluntad y pese a los cuidados, pueda llegar la muerte.

— Nosotros -admitió Drake, sombrío- estamos acostumbrados a ello.

— Ustedes, terrícolas, viven con esa idea; nosotros, no. Y lo que nos desazona, es descubrir que la incidencia de la muerte por inhibición ha ido aumentando recientemente.

— Aún no nos ha explicado -dijo Drake- qué es la muerte por inhibición, pero deje que lo adivine. ¿Es acaso un cese patológico del crecimiento?

— Exactamente.

— ¿Y cuánto tiempo después del cese del crecimiento acontece la muerte?

— En el curso de un año. Es una enfermedad de consunción, una enfermedad trágica y absolutamente incurable.

— ¿Qué la provoca? El hawkinita tardó bastante en contestar y cuando lo hizo se le notó incluso algo tenso, inquieto, en la forma de hacerlo.

— Señor Smollett, no sabemos nada de lo que causa la enfermedad. Drake asintió, pensativo. Rose seguía la conversación como si fuera una espectadora en un match de tenis.

— ¿Y por qué viene a la Tierra para estudiar la enfermedad? -preguntó Drake.

— Porque le repito que los terrícolas son únicos. Son los únicos seres inteligentes que son inmunes. La muerte por inhibición afecta a todas las otras razas. ¿Saben esto sus biólogos, señora Smollett? Se había dirigido a ella inesperadamente, de modo que la sobresaltó. Contestó:

— No, no lo saben.

— No me sorprende. Lo que le he dicho es el resultado de una investigación reciente. La muerte por inhibición es diagnosticada incorrectamente con facilidad y la incidencia es menor en los otros planetas. Es en realidad un hecho curioso, algo para filosofar, que la incidencia de la muerte es más alta en mi mundo, que está más cerca de la Tierra, y más baja en los planetas a medida que se distancian. De modo que la más baja ocurre en el mundo de la estrella Témpora, que es la más alejada de la Tierra mientras que la Tierra en sí es inmune. Por algún lugar de la bioquímica del terrícola está el secreto de esa inmunidad. ¡Qué interesante sería descubrirlo!

— Pero, óigame -insistió Drake-, no puede decir que la Tierra sea inmune. Desde donde estoy sentado parecía como si la incidencia fuera de un cien por cien. Todos lo terrícolas dejan de crecer, y todos mueren. Todos tenemos la muerte por inhibición.

— En absoluto. Los terrícolas viven hasta los setenta años después de dejar de crecer. Ésta no es la muerte como nosotros la entendemos. Su enfermedad equivalente es más bien la del crecimiento sin freno. Cáncer, creo que la llaman. Pero, basta, le estoy aburriendo. Rose protestó al instante. Drake hizo lo mismo con aún mayor vehemencia, pero el hawkinita cambió decididamente de tema. Fue entonces cuando Rose sintió el primer asomo de sospecha, porque Drake cercaba insistentemente a Harg Tholan con sus palabras, acosándole, pinchándole para tratar de sonsacarle la información en el punto en que el hawkinita la había dejado. Pero haciéndolo bien, con habilidad; no obstante, Rose le conocía y supo lo que andaba buscando. ¿Y qué podía buscar si no lo que exigía su profesión? Y como en respuesta a sus pensamientos, el hawkinita recogió la frase que estaba dando vueltas en su mente como un disco roto sobre una plataforma en movimiento perpetuo.

— ¿No me dijo que era policía? -preguntó.

— Sí contestó Drake secamente.

— Entonces, hay algo que me gustaría pedirle que hiciera por mí. He estado deseándolo toda la velada desde que descubrí su profesión, pero no acabo de decidirme. No me gustaría molestar a mis anfitriones.

— Haremos lo que podamos.

— Siento una profunda curiosidad por saber cómo viven los terrícolas; una curiosidad que tal vez no comparten ls generalidad de mis compatriotas. Me gustaría saber si podrían enseñarme alguno de los departamentos de Policía de su planeta.

— Yo no pertenezco exactamente a un departamento de Policía del modo que usted supone o imagina -dijo Drake, con cautela-. No obstante, soy conocido del departamento de Policía de Nueva York. Podré hacerlo sin problemas. ¿Mañana?

— Sería de lo más conveniente para mí. ¿Podré visitar el departamento de personas desaparecidas?

— ¿El qué? El hawkinita se irguió sobre sus cuatro piernas, como si quisiera demostrar su intensidad:

— Es mi pasatiempo, es una extraña curiosidad, un interés que siempre he sentido. Tengo entendido que tienen ustedes un grupo de oficiales de Policía cuya única obligación consiste en buscar a los hombres que se han perdido o desaparecido.

— Y mujeres y niños -añadió Drake-. Pero, ¿por qué precisamente esto tiene tanto interés para usted?

— Porque también en esto son únicos. En nuestro planeta no existe la persona desaparecida. No sabría explicarle el mecanismo, claro, pero entre la gente de otros mundos hay siempre una percepción de la presencia de alguien, especialmente si existe un fuerte lazo de amistad o afecto. Somos siempre conscientes de la exacta ubicación del otro, sin tener en cuenta para nada el sitio del planeta donde pudiéramos encontrarnos. Rose volvió a sentirse excitada. Las expediciones científicas al planeta Hawkin habían tropezado siempre con la mayor dificultad para penetrar en el mecanismo emocional interno de los nativos, y he aquí que uno de ellos hablaba libremente y tal vez lo explicaría. Olvidó la preocupación que sentía por Drake e intervino en la conversación:

— ¿Puede experimentar tal consciencia, incluso ahora en la Tierra?

— El hawkinita respondió:

— Quiere decir ¿a través del espacio? No, me temo que no. Pero puede darse cuenta de la importancia del asunto. Todo lo único de la Tierra debería ligarse. Si la carencia de este sentido puede explicarse, quizá la inmunidad ante la muerte por inhibición se explicaría también. Además, encuentro sumamente curioso que cualquier forma de vida comunitaria inteligente pueda organizarse entre gente que carece de dicha percepción comunitaria. ¿Cómo puede decir un terrícola, por ejemplo, cuándo ha formado un subgrupo afín, una familia? ¿Cómo pueden ustedes dos, por ejemplo, saber que el lazo que les une es auténtico? Rose se encontró afirmando con un movimiento de cabeza. ¡Cómo había echado en falta ese sentido! Pero Drake se limitó a sonreír:

— Tenemos nuestros medios. Es tan difícil explicarle a usted lo que nosotros llamamos «amor», como lo es para usted explicarnos esta percepción, este sentido.

— Lo supongo. Dígame la verdad, señor Smollett…, si la señora Smollett saliera de esta habitación y entrara en otra sin que usted la hubiera visto hacerlo, ¿se daría usted cuenta del lugar donde se encuentra?

— Realmente, no. El hawkinita murmuró:

— Asombroso -titubeó, luego añadió-: Por favor, no se ofenda si le digo que el hecho me parece también odioso. Después de ver que la luz del dormitorio se apagaba, Rose se acercó a la puerta tres veces, abriéndola un poco para mirar. Sentía que Drake la vigilaba. Notó una especie de fuerte diversión en su voz al decidirse a preguntarle:

— ¿Qué te pasa?

— Quiero hablarte -le confesó.

— ¿Tienes miedo de que nuestro amigo pueda oírnos? Rose hablaba en voz baja. Se metió en la cama, apoyó la cabeza en la almohada de forma que pudiera bajar aún más la voz. Preguntó:

— ¿Por qué hablaste de la muerte por inhibición al doctor Tholan?

— Porque me intereso por tu trabajo, Rose. Siempre has deseado que me interese.

— Preferiría que dejaras el sarcasmo. -Hablaba con violencia, con toda la violencia que se puede mostrar susurrando-. Creo que hay algo de tu propio interés…, me refiero a tu interés policial, probablemente. ¿De qué se trata?

— Te lo contaré mañana.

— No, ahora mismo. Drake pasó la mano por debajo de la cabeza de Rose, alzándola. Por un momento alocado pensó que iba a besarla, besarla impulsivamente, como hacen a veces los maridos, o como imaginaba que suelen hacerlo. Pero Drake no lo hacía nunca, ni ahora tampoco. Simplemente la acercó a él y musitó:

— ¿Por qué estás tan interesada en saberlo? Su mano le apretaba casi brutalmente la nuca, de tal modo que se envaró y trató de desprenderse. Su voz ahora fue más que un murmullo:

— Suéltame, Drake.

— No quiero más preguntas ni más intromisiones. Tú haz tu trabajo, yo haré el mio.

— La naturaleza de mi trabajo es abierta y conocida.

— Pues la naturaleza del mío no lo es, por definición. Pero te diré una cosa. Nuestro amigo de las seis patas está en esta casa por alguna razón definida. No fuiste seleccionada como bióloga encargada porque sí. ¿Sabes que hace un par de días estuvo preguntando sobre mí en la Comisión?

— Es una broma.

— No lo creas ni por un minuto. Hay algo muy profundo en todo esto que tú ignoras. Pero en cambio es mi trabajo y no pienso discutirlo más contigo. ¿Lo entiendes?

— No, pero no te preguntaré más si tú no quieres.

— Entonces, duérmete. Permaneció echada boca arriba y fueron pasando los minutos y los cuartos de hora. Se esforzaba por hacer encajar las piezas. Incluso con lo que Drake le había dicho, las curvas y los colores se negaban a coincidir. Se preguntó qué diría Drake si supiera que tenía una grabación de la conversación de anoche. Una imagen seguía clara en su mente en aquel momento. Persistía burlona en su recuerdo. El hawkinita, al término de la larga velada, se volvió a ella diciendo con gravedad:

— Buenas noches, señora Smollett. Es usted una encantadora anfitriona. A la sazón tuvo ganas de echarse a reír. ¿Cómo podía llamarla anfitriona encantadora? Para él sólo podía ser una cosa horrenda, un monstruo de pocos miembros y cara excesivamente estrecha. Y entonces, una vez el hawkinita soltó su pequeña muestra de educación sin sentido, Drake palideció. Por un instante sus ojos se llenaron de algo parecido al terror. Jamás hasta entonces había visto que Drake mostrara tener miedo de algo, y la imagen de aquel instante de pánico puro permaneció grabada hasta que, al fin, sus pensamientos se perdieron en el olvido del sueño.

Al día siguiente, Rose no fue a su despacho hasta mediodía. Había esperado, deliberadamente, a que Drake y el hawkinita se fueran, ya que solamente entonces podia retirar la pequeña grabadora que había escondido la noche anterior detrás del sillón de Drake. En un principio no tenía la intención de mantener secreta su presencia; fue sólo que llegó tan tarde que no pudo advertirle y menos en presencia del hawkinita. Después, claro, las cosas cambiaron. La colocación de la grabadora era simplemente una maniobra de rutina. Las declaraciones y la entonación del hawkinita necesitaban ser conservadas para futuros estudios intensivos por parte de varios especialistas del instituto. La había escondido a fin de evitar que la vista del aparato provocara distorsiones y recelos, y ahora no podía de ningún modo mostrarla a los especialistas. Tendría que servir para una función totalmente distinta. Una función más bien fea. Iba a espiar a Drake. Tocó la cajita con los dedos y se preguntó sin venir a cuento cómo se las arreglaría Drake aquel día. El trato social entre los mundos habitados no era, incluso ahora tan corriente que la vista de un hawkinita por las calles de la ciudad no atrajera la atención de las masas. Pero Drake sabría cómo hacerlo, estaba segura. Él siempre sabía salir del apuro. Escuchó una vez más la charla de la noche anterior, repitiendo los momentos que le parecían interesantes. No estaba satisfecha con lo que Drake le había contado. ¿Por qué el hawkinita tenía que interesarse precisamente por ellos dos? Sin embargo, Drake no le mentiría. Le hubiera gustado pasar por la Comisión de Seguridad, pero sabía que no podía hacerlo. Además, la sola idea la hacía sentirse desleal; no, decididamente Drake no le mentiría. Pero, también, ¿por qué Harg Tholan no podía investigarles? Pudo igualmente haber preguntado por todas las familias de los biólogos del instituto. Era perfectamente natural que tratara de elegir la casa que considerara mas agradable de acuerdo con sus propios puntos de vista, fueran los que fueran. E incluso si solamente había investigado a los Smollett, ¿por qué creaba esto tal cambio en Drake, pasar de intensa hostilidad a intenso interés? Indudablemente, Drake sabía cosas que prefería guardar para sí. ¡Sólo el cielo sabía cuántas cosas! Sus pensamientos fueron hurgando lentamente a través de todas lás posibilidades de intrigas interestelares. Hasta el momento, no había indicios de hostilidad o de mala voluntad entre ninguna de las cinco razas inteligentes que habitaban la Galaxia. Por el momento estaban espaciadas a intervalos demasiado amplios para enemistarse. Los intereses económicos y políticos no tenían ningún punto que creara conflictos. Pero ésta era sólo su idea y ella no formaba parte de la Comisión de Seguridad. Si hubiera conflicto, si hubiera peligro, si hubiera la más mínima razón para sospechar que la misión del hawkinita pudiera ser otra cosa menos pacífica, Drake lo sabría. Pero, ¿estaba Drake suficientemente bien situado en los consejos de la Comisión de Seguridad para estar enterado del peligro que se cernía en la visita de un físico hawkinita? Nunca había pensado en que su posición podía ser algo más que la de un simple pequeño funcionario de la Comisión; él nunca había presumido de ser más. No obstante…

— ¿Y si era más? Se encogió de hombros ante la idea. Aquello la hacía pensar en las novelas de espionaje del siglo xx y los dramas históricos de los días en que existían cosas como secretos atómicos. La idea del drama histórico la decidió. Al contrarío que Drake, ella no era policía, y no sabía cómo actuaría un policia de verdad. Pero sabía que esas cosas se hacían en los viejos dramas. Cogió una hoja de papel y rápidamente trazó una línea vertical en el centro. Arriba de una columna puso «Harg Tholan» y en la otra escribió «Drake». Debajo de «Harg Tholan» puso «sincero» y a continuación tres interrogantes. Después de todo, ¿era un doctor o sólo lo que podía describirse como un agente interestelar? ¿Qué pruebas tenía el instituto de su profesión salvo su propia declaración? ¿Era por eso por lo que Drake le había estado preguntando sobre la muerte por inhibición? ¿Estaba advertido de antemano y trataba de pillar al hawkinita en un error? Por un momento estuvo indecisa; luego, poniéndose en pie de un salto, dobló la hoja de papel, la guardó en el bolsillo de su chaqueta y salió disparada del despacho. No dijo nada a ninguno con los que se cruzó al salir del instituto. No dejó ningún recado en recepción indicando a dónde iba o cuándo pensaba volver. Una vez fuera, corrió hacia el Metro del tercer nivel y esperó a que pasara un compartimiento vacío. Los dos minutos que transcurrieron le parecieron un tiempo insoportablemente largo. Tuvo que hacer un esfuerzo para decir: «Academia de Medicina de Nueva York» en la boquilla situada sobre el asiento. La puerta del pequeño cubículo se cerró y el roce del aire que desplazaban se hizo fuerte como un alarido a medida que ganaban velocidad. La nueva Academia de Medicina de Nueva York había sido ampliada tanto vertical como horizontalmente en las dos últimas décadas. Sólo la biblioteca ocupaba un ala entera del tercer piso. Indudablemente, si todos los libros folletos y periódicos que contenía hubieran estado en su forma original impresa en vez de microfilmados, el edificio entero con lo grande que era habría sido insuficiente para contenerlos todos. Así y todo, Rose sabía que se hablaba de limitar la obra impresa a los últimos cinco años, y no a los diez, como se hacía hasta ahora. Rose, como miembro de la Academia, tenía entrada libre a la biblioteca. Se dirigió a los departamentos dedicados a la medicina extraterrestre, y sintió alivio al encontrarlos desiertos. Hubiera sido más prudente reclamar la ayuda de una bibliotecaria, pero prefirió no hacerlo. Cuanto menos rastro dejara, menos probable sería que Drake lo descubriera. De este modo, sin ayuda de nadie, disfrutó recorriendo las estanterías siguiendo ansiosamente los títulos con los dedos. Los libros estaban casi todos en inglés, aunque había algunos en alemán y en ruso. Irónicamente, ninguno estaba escrito con signos extraterrestres. Al parecer, había una sala para dichos originales, pero estaban sólo a disposición de los traductores oficiales. Sus ojos inquisitivos y su dedo se detuvieron. Había encontrado lo que estaba buscando. Cargó con media docena de volúmenes y se los llevó a una mesa a oscuras. Buscó el interruptor y abrió el primero de los volúmenes. Su título era Estudios sobre la inhibición. Lo hojeó y pasó al indice de autores. El nombre de Harg Tholan estaba allí. Una a una fue buscando todas las referencias indicadas, luego volvió a las estanterías en busca de traducciones de los originales que pudo encontrar. Pasó más de dos horas en la Academia. Cuando terminó sabía que había un doctor hawkinita llamado Harg Tholan, experto en la muerte por inhibición. Estaba relacionado con la organización hawkinita de investigación con la que el instituto había estado en correspondencia. Naturalmente, el Harg Tholan que ella conocía podía simplemente hacer el papel del verdadero doctor para que la representación fuera más realista; pero ¿era todo eso necesario?

Sacó la hoja de papel del bolsillo, y donde había escrito «sincero» con tres interrogantes, escribió ahora SI en mayúsculas. Regresó al instituto y a las cuatro volvía a estar otra vez en su despacho. Llamó a la centralita para advertirles de que no le pasaran ninguna llamada y cerró la puerta con llave. En la columna encabezada por «Harg Tholan» escribió ahora dos preguntas «¿Por qué Harg Tholan vino a la Tierra solo?». Dejó un espacio considerable y después puso: «¿Por qué se interesa por el Departamento de personas desaparecidas?» En verdad, la muerte por inhibición era exactamente lo que había dicho el hawkinita. Por sus lecturas en la Academia era obvio que ésta ocupaba la mayor parte del esfuerzo médico en el planeta Hawkin. Se la temía más que al cáncer en la Tierra. Si hubieran creído que la respuesta o solución estaba en la Tierra habrían enviado una expedición completa. ¿Era suspicacia o desconfianza por su parte lo que les había hecho desplazar solamente a un investigador? ¿Qué era lo que Harg Tholan había dicho la noche anterior? La incidencia de muerte era superior en su propio mundo, que era el más cercano a la Tierra, y era menor en el planeta más alejado de la Tierra. Sumando a esto el hecho implicado por el hawkinita y comprobado por sus propias lecturas en la Academia, que la incidencia se había extendido considerablemente desde que se había establecido contacto interestelar con la Tierra… Poco a poco y de mala gana llegó a una conclusión. Los habitantes del planeta Hawkin podrían haber supuesto que, de un modo u otro, la Tierra había descubierto la causa de la muerte por inhibición y la propagaban deliberadamente entre los pueblos extraños de la Galaxia con la intención de hacerse supremos entre las estrellas. Rechazó esta conclusión que la sobrecogía con verdadero pánico. No podía ser; era imposible. En primer lugar, la Tierra no haría algo tan terrible. En segundo lugar, no podría hacerlo. En cuanto a los progresos científicos, los seres del planeta Hawkin eran realmente iguales a los de la Tierra. La muerte llevaba ocurriendo allí miles de años y su récord médico era un fracaso total. Seguro que en la Tierra, con sus investigaciones a larga distancia en bioquímica, no podía haber acertado tan de prisa. De hecho, por lo que sabía, apenas había investigaciones en patología hawkinita por parte de los médicos y biólogos de la Tierra. Pero la evidencia indicaba que Harg Tholan había llegado sospechando y había sido recibido con suspicacia. Cuidadosamente, debajo de la pregunta «¿Por qué Harg Tholan vino a la Tierra solo?», escribió la respuesta: «El planeta Hawkin cree que la Tierra es la causante de la muerte por inhibición.» Entonces, ¿qué era todo eso del Departamento de personas desaparecidas? Como científica, era rigurosa sobre las teorías que desarrollaba. Todos los hechos tenían que encajar, no simplemente algunos. ¡Departamento de personas desaparecidas! Si era un falso indicio deliberadamente pensado para engañar a Drake, lo había hecho torpemente, ya que apareció solamente después de una hora de discusión sobre la muerte por inhibición. ¿Era intencionado como una oportunidad para estudiar a Drake? Y de ser así, ¿por qué? ¿Era éste, quizás, el punto más importante? El hawkinita había investigado a Drake antes de ir a su casa. ¿Había ido a su casa porque Drake era policía y tenía entrada en el Departamento de personas desaparecidas? Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Lo dejó y pasó a la columna marcada con «Drake». Y allí surgía una pregunta que escribía sola, sin pluma ni tinta sobre el papel, pero con las letras infinitamente más visibles del pensamiento y la mente. «¿Por qué se casó conmigo?», pensó Rose, y se cubrió los ojos con las manos para atenuar la molesta luz. Se habían conocido accidentalmente hacía algo más de un año cuando él se trasladó a vivir a la casa de apartamentos donde ella residía. Los saludos puramente corteses se habían ido transformando en conversación amistosa y esto, a su vez, en alguna que otra invitación a cenar en un restaurante cercano. Todo había sido muy amistoso y normal y una nueva y excitante experiencia, y ella se enamoró. Cuando él le pidió que se casaran, estuvo encantada…, e impresionada. En aquel momento se le ocurrieron varias explicaciones. Él apreciaba su inteligencia y amistad. Era una buena chica. Sería una buena esposa y una excelente compañera. Se había dado todas esas explicaciones y casi se las había creído. Pero el casi no bastaba. No era que encontrara faltas definidas en Drake como marido. Era siempre considerado, amable y todo un caballero. Su vida matrimonial no era apasionada, pero se adaptaba bien a las emociones más tranquilas de la cercana cuarentena. Ella no tenía diecinueve años, ¿qué esperaba? Pues eso: que no tenía diecinueve años. Ni era guapa, ni encantadora, ni despampanante. ¿Qué esperaba? ¿Podía esperar que Drake, guapo y fuerte, cuyo interés por lo intelectual era escaso, que nunca se había interesado por su trabajo en los meses que llevaban casados, se prestara a discutir el suyo con ella? ¿Por qué se casó con ella? Pero no encontraba respuesta a esta pregunta. No tenía nada que ver con lo que Rose trataba de hacer ahora. Era algo fuera de lo habitual, se dijo, furiosa; era un pasatiempo infantil para distraerse de la tarea que se había propuesto hacer. Actuaba como una adolescente, después de todo, sin excusa para ello. Descubrió que se le había roto la punta del lápiz y cogió otro. En la columna «Drake» escribió: «¿Por qué sospechaba de Harg Tholan?», y debajo puso una flecha señalando a la otra columna. Lo que había escrito allí bastaba como explicación. Si la Tierra difundía la muerte por inhibición, o si la Tierra sabia que se sospechaba de ella de tal difusión, resultaba obvio que se estuviera preparando contra un eventual ataque de los extraterrestres. En realidad, la escena estaba preparada para las maniobras preliminares de la primera guerra interestelar de la Historia. Era una explicación adecuada pero horrible.

Ahora quedaba sólo la segunda pregunta, a la que no podía responder. Escribió despacio: «¿Por qué esa extraña reacción de Drake a las palabras de Harg Tholan «Es usted una encantadora anfitriona»?» Trató de recordar exactamente la escena. El hawkinita lo había dicho inocentemente, normal y correcto, y Drake se quedó traspuesto al oírlo. Una y otra vez escuchó la frase en la grabadora. Un terrícola pudo haberla pronunciado en el mismo tono inconsecuente al despedirse después de un cóctel. La grabación no reflejaba el aspecto de la cara de Drake; sólo tenía su recuerdo. Los ojos de Drake se habían impregnado de terror y odio, y Drake era un hombre que prácticamente no tenía miedo a nada. ¿Qué había de terrorífico en la frase «es usted una anfitriona encantadora», para afectarle hasta aquel extremo? ¿Celos? Absurdo. ¿Tuvo la impresión de que Tholan había sido sarcástico? Quizás, aunque improbable. Tenía la seguridad de que Tholan había sido sincero. Lo dejó y puso un enorme interrogante bajo la segunda pregunta. Ahora había dos preguntas más, una debajo de «Harg Tholan» y otra debajo de «Drake». ¿Podía haber alguna relación entre el interés de Tholan por las personas desaparecidas y la reacción de Drake por una frase correcta después de una fiesta? No se le ocurría ninguna. Bajó la cabeza y la apoyó en los brazos cruzados. El despacho empezaba a quedarse a oscuras y ella estaba muy cansada. Por un momento debió haberse quedado en aquel extraño país entre el sueño y el no sueño, cuando las ideas y las palabras pierden el control de lo consciente y se mueven en nuestra cabeza sin rumbo y de modo surrealista. Pero, por más que saltaran y danzaran, volvían siempre a la única frase «Es usted una encantadora anfitriona». A veces la oía en la voz culta y apagada de Tholan y otras en la voz vibrante de Drake. Cuando la decía Drake, estaba llena de amor, llena de un amor que nunca le había oído. Le gustaba oírselo decir. Despertó sobresaltada. El despacho ahora estaba completamente a oscuras y encendió la luz de la mesa. Parpadeó y luego arrugó el ceño. En aquel extraño duermevela debió de haber tenido otro pensamiento. Había habido otra frase que turbó a Drake. ¿Cuál? Arrugó más la frente con el esfuerzo mental. No había sido anoche. No era nada de lo que había en la grabadora, así que debió ocurrir antes. No recordó nada y se inquietó. Miró al reloj y se llevó un susto. Eran casi las ocho. Ya estarían en casa, esperándola. Pero no le apetecía ir a casa. No quería enfrentarse a ellos. Pausadamente cogió la hoja de papel en la que había anotado los pensamientos de aquella tarde, la hizo pedazos y los dejó caer en el pequeño cenicero atómico de la mesa. Desaparecieron en un destello sin que quedara rastro de ellos. ¡Si no quedara tampoco nada del pensamiento que representaban! Era inútil. Tendría que volver a casa.

No estaban allí esperándola. Les encontró bajando de un girotaxi en el momento que ella salía del Metro a nivel de la calle. El girotaxista miró a sus pasajeros con los ojos muy abiertos, luego se elevó y desapareció. De mutuo acuerdo y en silencio, los tres esperaron a entrar en el apartamento antes de hablar. Rose comentó, indiferente:

— Espero que haya tenido un día agradable, doctor Tholan.

— Mucho. Y excitante y provechoso además.

— ¿Y han tenido oportunidad de comer? -Aunque Rose no había comido nada, no sentía hambre.

— Ya lo creo. Drake interrumpió:

— Hemos pedido que nos subieran comida y cena. Bocadillos. -Parecía cansado.

— Hola, Drake -le dijo. Era la primera vez que le hablaba. Drake apenas la miró al contestarle:

— Hola.

— Sus tomates son un vegetal sorprendente. No tenemos nada que se les pueda comparar en gusto en nuestro planeta. Creo que he comido dos docenas y una botella entera de un derivado de tomate.

— Ketchup -aclaró Drake, tajante.

— ¿Y su visita al Departamento de personas desaparecidas, doctor Tholan? -preguntó Rose-. ¿Dice que lo encontró provechoso?

— Sí, creo que puedo calificarlo así. Rose le daba la espalda mientras ahuecaba los almohadones del sofá. Insistió:

— ¿En qué aspecto?

— Encontré interesantísimo saber que la inmensa mayoría de personas desaparecidas son varones. Las esposas suelen dar parte de maridos desaparecidos, mientras que lo contrario es rarísimo.

— Oh, no es nada misterioso, doctor Tholan -comentó Rose-. Es que usted no se da cuenta del problema económico que tenemos en la Tierra. Verá usted, en este planeta el varón es generalmente el miembro de la familia que la mantiene como unidad económica. Él es el que por su trabajo es retribuido en moneda. La función de la esposa es, generalmente, la de ocuparse del hogar y de los hijos.

— Pero esto no será universal.

— Más o menos -explicó Drake-. Si está pensando en mi esposa, ella es un ejemplo de la minoría de mujeres que son capaces de abrirse camino en el mundo. Rose le miró de soslayo. ¿Acaso se mostraba sarcástico?

— ¿De su explicación, señora Smollett -preguntó el hawkinita-, se deduce que las mujeres al ser económicamente dependientes de su compañero varón encuentran más difícil desaparecer?

— Es un modo muy discreto de explicarlo -dijo Rose-, pero viene a ser así.

— ¿Y diría usted que el Departamento de personas desaparecidas de Nueva York es un buen ejemplo de estos casos en todo el planeta?

— Sí, creo que sí. El hawkinita preguntó bruscamente:

— ¿Y se puede decir que existe una explicación económica para justificar que con el desarrollo de los viajes interestelares el porcentaje de jóvenes varones desaparecidos es más pronunciado que nunca? Fue Drake el que contestó con un estallido verbal:

— ¡Santo Dios, eso es aún menos misterioso que lo otro! Hoy en día el que huye tiene todo el espacio para desaparecer. Todo el que quiere escapar de los problemas no necesita más que saltar a una nave espacial. Están siempre buscando tripulaciones sin hacer preguntas, así que sería casi imposible tratar de localizar al desaparecido si realmente quería mantenerse fuera de circulación.

— Y casi siempre jóvenes en su primer año de matrimonio. Rose se echó a reír al comentar:

— Éste es precisamente el momento en que los apuros del hombre parecen más agudos. Si supera el primer año, no suele haber necesidad de desaparecer. Drake no parecía divertido. Rose volvió a pensar que parecía cansado y triste. ¿Por qué insistía en llevar la carga él solo? Y de pronto se le ocurrió que tal vez tenía que hacerlo así. El hawkinita preguntó de pronto:

— ¿La ofendería si me desconecto por cierto período de tiempo?

— En absoluto -contestó Rose-. Espero que no haya tenido un día demasiado agotador. Como viene de un planeta cuya gravedad es mayor que la de la Tierra, tengo la impresión de que suponemos con demasiada facilidad que ustedes resisten más que nosotros.

— Oh, no estoy cansado en el sentido físico de la palabra. -Por un instante miró las piernas de Rose y parpadeó rápidamente indicando que estaba divertido-. Yo, en cambio, no dejo de temer que los terrícolas se caigan hacia delante o hacia atrás en vista del escaso equipo de miembros de sostén. Debe perdonarme si mi comentario le parece demasiado familiar, pero la mención de la menor gravedad de la Tierra me lo ha hecho pensar. En mi planeta, dos piernas no bastarían de ningún modo. Pero todo esto no viene a cuento ahora. Es que he estado absorbiendo tantos conceptos nuevos y raros que siento la necesidad de desconectarme un poco. Rose se encogió mentalmente de hombros. Bueno, esto era lo más cerca que una raza podía estar de la otra. Por lo que podían conseguir las expediciones al planeta Hawkin, se sabía que los hawkinitas tenían la facultad de desconectar su mente consciente de todas sus demás funciones corporales por períodos de tiempo equivalentes a días terrestres. Los hawkinitas encontraban el proceso agradable, incluso necesario a veces, aunque ningún terrícola podía realmente decir para qué servía. Del mismo modo, ningún terrícola había podido explicar enteramente el concepto de «dormir» a un hawkinita, o a cualquier extraterrestre. Lo que un terrícola llamaría dormir o soñar, un hawkinita lo consideraría un signo alarmante de desintegración mental. Rose se dijo turbada: «He aquí otra cosa por la que los terrícolas son únicos.» El hawkinita retrocedía, de espaldas, pero tan inclinado que sus miembros delanteros casi barrieron el suelo al despedirse. Drake inclinó la cabeza mientras le veía desaparecer tras una vuelta del corredor. Oyeron que abría su puerta, la cerraba y luego, el silencio. Pasados unos minutos en los que el silencio parecía pesar entre ellos, el sillón de Drake crujió al revolverse inquieto. Rose observó, algo impresionada, que tenía sangre en los labios. Se dijo: «Se encuentra en algún apuro. Tengo que hablarle. No puedo dejarlo pasar así.» Le llamó:

— ¡Drake! Drake pareció como si la viera desde muy lejos. Poco a poco sus ojos la enfocaron y dijo:

— ¿Qué te ocurre? ¿Has terminado también tu jornada?

— No, estoy dispuesta para empezar. Estamos en el mañana de que me hablaste. ¿Vas a contármelo o no?

— ¿Cómo dices?

— Anoche dijiste que me hablarías mañana. Ahora estoy dispuesta. Drake frunció el ceño. Sus ojos se escondieron bajo los párpados y Rose sintió que parte de su resolución empezaba a abandonarla.

— Pensé que habíamos acordado que no me preguntarías nada de mi participación en este asunto.

— Creo que ya es demasiado tarde. En este momento sé demasiado sobre todo ello.

— ¿Qué quieres decir? -gritó poniéndose en pie de un salto. Conteniéndose, se acercó, le apoyó las manos en los hombros y repitió en voz más baja-: ¿Qué quieres decir? Rose mantuvo los ojos fijos en sus manos que descansaban inertes en su regazo. Soportó pacientemente los dedos como garfios que la oprimían y contestó despacio:

— El doctor Tholan cree que la Tierra está provocando, a propósito, la muerte por inhibición, ¿es así o no? Esperó. Poco a poco la presión cedió y le vio de pie, con los brazos caídos a los lados, con la cara angustiada, desconcertado. Murmuró:

— ¿Cómo se te ha ocurrido?

— ¡Con que es verdad! Jadeando, con voz forzada preguntó:

— Quiero saber exactamente por qué dices esto. No juegues conmigo, Rose. No digas tonterías. Esto es muy secreto.

— ¿Si te lo digo, me contestarás a una pregunta? ¿Está la Tierra difundiendo deliberadamente la muerte por inhibición, Drake? Drake alzó los brazos al cielo.

— ¡Por el amor de Dios! Se arrodilló ante ella. Le tomó las manos entre las suyas y ella sintió que le temblaban. Estaba forzando la voz para musitar palabras tiernas, tranquilizadoras, le decía:

— Rose, querida, fíjate, has descubierto algo peligroso y crees que puedes utilizarlo para mortificarme en una pequeña pelea entre marido y mujer. No, no voy a pedirte demasiado. Sólo dime exactamente qué te ha empujado a decirme…, lo que acabas de decir… Estaba terriblemente interesado.

— Esta tarde estuve en la Academia de Medicina de Nueva York. Estuve leyendo ciertas cosas.

— Pero, ¿por qué? ¿Qué te empujó a hacerlo?

— En primer lugar, porque te vi tan interesado por la muerte por inhibición. Y el doctor Tholan hizo aquellos comentarios sobre la incidencia de los viajes interestelares, y que era mayor en el planeta más cercano a la Tierra.

— Hizo una pausa.

— ¿Y tus lecturas? -insistió Drake-. ¿Qué encontraste en tus lecturas, Rose?

— Le dan la razón -respondio-. Lo único que pude hacer fue buscar apresuradamente en esa dirección sus investigaciones en las últimas décadas. A mí me parece obvio que por lo menos algunos de los hawkinitas consideren la posibilidad de que la muerte por inhibición se origine en la Tierra.

— ¿Lo dicen abiertamente?

— No. O si lo han hecho, no lo he visto. -Le contempló, asombrada. En un asunto como aquél, seguro que el Gobierno habría vigilado la investigación hawkinita sobre este punto. Insistió con dulzura-: ¿Estás enterado de las investigaciones hawkinitas sobre eso, Drake? El Gobierno…

— No pienses en ello. -Drake se había apartado de ella, pero volvió a acercársele. Le brillaban los ojos. Exclamó como si acabara de hacer un gran descubnmiento-. ¡Pero si eres una experta en eso! ¿Lo era? ¿Lo descubría solamente ahora que la necesitaba? Movió la nariz y dijo secamente:

— Soy bióloga.

— Si, ya lo sé, pero quiero decir que tu especialidad es el crecimiento. ¿No me dijiste una vez que habías trabajado en crecimiento?

— Puedes llamarlo así. Publiqué unos veinte artículos sobre la relación entre la estructura pura del ácido nucleico y el desarrollo embrionario, para la beca de la Sociedad del Cáncer.

— Bien. Hubiera debido recordarlo. -Se le veía presa de una nueva excitación-. Dime, Rose… ¡Oh, perdóname que me enfadara contigo hace un momento! Serías capaz como nadie de comprender la dirección de sus investigaciones si pudieras leer sobre ellas, ¿verdad?

— Muy capaz, sí.

— Entonces, dime cómo creen que se extiende la infección. Los detalles, quiero decir.

— Oye, eso es pedirme mucho. Sólo pasé unas horas en la Academia. Necesitaría bastante más tiempo para poder contestar a tu pregunta.

— Por lo menos dame una respuesta aproximada. No puedes imaginar lo importante que es.

— Claro -respondió dubitativa-, Estudios sobre la inhibición es un gran tratado sobre la materia. Es algo así como el resumen de todos los datos disponibles de la investigación.

— ¿Sí? ¿Y es muy reciente?

— Es un tipo de publicación periódica. El último volumen debe tener alrededor de un año.

— ¿Se habla en él de su trabajo? -Y con el dedo señaló en dirección a la alcoba de Harg Tholan.

— Más que de ningún otro. En su campo es un trabajador sobresaliente. Leí especialmente sus artículos.

— ¿Y cuáles son sus teorías sobre el origen de la enfermedad? Trata de recordarlo, Rose.

— Juraría que echa la culpa a la Tierra -respondió moviendo la cabeza-, pero admite que ignoran cómo se extiende la infección. Yo también podría jurarlo. Estaba de pie ante ella, rígido. Sus fuertes manos colgaban a ambos lados, crispadas, y sus palabras sonaban poco más que un murmullo.

— Podría ser un caso de completa exageración. ¡Quién sabe! -Y se dio la vuelta-. Ahora mismo voy a averiguarlo, Rose. Gracias por tu ayuda. Ella corrió tras él:

— ¿Qué vas a hacer?

— Hacerle unas cuantas preguntas. -Estaba revolviendo en los cajones de su mesa de trabajo y por fin sacó la mano derecha. Sostenía una pistola de aguja. Rose exclamó:

— ¡No, Drake! La apartó bruscamente y se dirigió por el corredor a la alcoba del hawkinita. Drake abrió la puerta de golpe y entró. Rose le pisaba los talones, tratando de sujetarle el brazo, pero él se detuvo para mirar a Harg Tholan. El hawkinita estaba inmóvil, con la mirada perdida, sus cuatro piernas separadas en cuatro direcciones. Rose sintió vergüenza por la intrusión, como si estuviera violando un rito íntimo. Pero Drake, aparentemente despreocupado, se acercó a pocos pasos de la criatura y se quedó allí. Estaban cara a cara, Drake sostenía fácilmente la pistola de aguja a nivel más o menos del torso del hawkinita.

— No te muevas -ordenó Drake-. Poco a poco se irá dando cuenta de mi presencia.

— ¿Cómo lo sabes? La respuesta fue tajante:

— Lo sé. Ahora márchate. Pero Rose no se movió y Drake estaba demasiado absorto para preocuparse de ella. Sectores de la piel del rostro del hawkinita empezaban a temblar ligeramente. Era algo repulsivo y Rose pensó que prefería no mirar. Drake habló de pronto:

— Ya está bien, doctor Tholan. No conecte con ninguno de sus miembros. Sus órganos sensoriales y de voz bastaran. La voz del hawkinita sonaba apagada.

— ¿Por qué ha invadido mi cámara de desconexión? -Y en voz más fuerte-: ¿Y por qué está armado? La cabeza le bailaba ligeramente sobre un torso todavía helado. Por lo visto, había seguido la sugerencia de Drake de no conectar los miembros. Rose se preguntó cómo podía Drake conocer que la reconexión parcial era posible. Ella lo ignoraba. El hawkinita habló de nuevo:

— ¿Qué es lo que quiere? Y esta vez Drake contestó. Dijo:

— La respuesta a ciertas preguntas.

— ¿Con una pistola en la mano? No quiero darle satisfacción a su incorrección hasta ese punto.

— No sólo me dará satisfacción, a lo mejor también salva su vida

— Esto para mi es totalmente indiferente dadas las circunstancias. Siento, señor Smollett, que los deberes para con un huésped sean tan mal interpretados en la Tierra.

— No es usted mi huésped, doctor Tholan -repuso Drake-. Entró en mi casa con engaño. Tenía cierta razón para hacerlo, de algún modo había usted planeado utilizarme para lograr su propósito. No me arrepiento de alterar su programa.

— Será mejor que dispare. Nos ahorrará tiempo.

— ¿Tan convencido está de que no va a contestar a mis preguntas? Esto ya de por sí es sospechoso. Da la impresión de que considera que ciertas respuestas son más importantes que su vida.

— Considero muy importantes los principios de cortesía. Usted, como terrícola, puede que no lo entienda.

— Puede que no. Pero yo, como terrícola, entiendo una cosa. -Drake dio un salto hacia delante, antes de que Rose pudiera gritar, antes de que el hawkinita pudiera conectar sus miembros. Cuando saltó hacia atrás, llevaba en la mano el tubo flexible del cilindro de cianuro de Harg Tholan. En la comisura de la amplia boca del hawkinita, donde antes había estado prendido el tubo, apareció una gota de líquido incoloro que resbaló de una pequeña herida en la rugosa piel, y poco a poco se solidificó en un globulillo gelatinoso y pardo al oxidarse. Drake dio un tirón al tubo, que se desprendió del cilindro. Hizo presión sobre el botón que controlaba la fina válvula en la parte alta del cilindro y cesó el pequeño zumbido.

— Dudo que haya escapado lo bastante -dijo Drake-para ponernos en peligro. No obstante, espero que se dé cuenta de lo que le ocurrirá a usted ahora, si no contesta a las preguntas que voy a hacerle…, y lo hace de tal modo que no me quede la menor duda de que no miente.

— Devuéivame el cilindro -pidió el hawkinita, despacio-. De lo contrario me veré en la obligación de atacarle y usted en la obligación de matarme. Drake dio un paso atrás.

— De ningún modo. Atáqueme y dispararé a sus piernas para inutilizarlas. Las perderá; las cuatro si es necesario, pero seguirá viviendo aunque de un modo horrible. Vivirá para morir por falta de cianuro. Será una muerte de lo más incómoda. Yo no soy más que un terrícola y no puedo apreciar su verdadero horror, pero usted sí puede, ¿no es verdad? La boca del hawkinita estaba abierta y algo amarillo-verdoso se estremeció dentro. Rose quería vomitar. Quería gritar: «¡Devuélvele el cilindro, Drake!» Pero no pudo articular palabra. No podía siquiera volver la cabeza.

— Creo que le queda aproximadamente una hora antes de que los efectos sean irreversibles -explicó Drake-. Hable rápidamente, doctor Tholan y le devolveré el cilindro.

— Y después de… -empezó a decir el hawkinita.

— Después de eso, ¿qué más da? Incluso si le matara, sería una muerte limpia, no por falta de cianuro. Algo pareció escapársele al hawkinita. Su voz se volvió gutural y las palabras confusas como si ya no le quedara energía para mantener su inglés perfecto. Murmuró:

— ¿Qué preguntas son? -Y mientras hablaba, sus ojos no perdían de vista el cilindro en la mano de Drake. Drake lo hizo bailar deliberadamente, atormentándole, y los ojos de aquella criatura lo seguían…, lo seguían…

— ¿Cuáles son sus teorías sobre la muerte por inhibición? ¿Por qué vino, realmente, a la Tierra? ¿Cuál es su interés por el Departamento de personas desaparecidas?Rose se encontró esperando anhelante, angustiosamente. Éstas eran las preguntas que a ella también le hubiera gustado formular. No de este modo, quizá, pero en el trabajo de Drake, la bondad y humanitarismo venían en segundo lugar después de la necesidad. Se lo repitió a si misma varias veces en un esfuerzo para contrarrestar el hecho de que estaba odiando a Drake por lo que estaba haciéndole al doctor Tholan. El hawkinita empezó:

— La respuesta adecuada llevaría más de la hora que me ha dejado. Estoy profundamente avergonzado por obligarme a hablar con amenazas. En mi planeta no hubiera podido hacer esto bajo ningún pretexto. Es solamente aquí, en este repulsivo planeta, donde se me puede privar de mi cianuro.

— Está desperdiciando su hora, doctor Tholan.

— Se lo hubiera contado eventualmente, señor Smollett. Necesitaba su ayuda. Por esta razón vine aquí.

— Sigue sin contestar a mis preguntas.

— Se las contestaré ahora. Durante años, además de mi trabajo científico regular, he estado investigando particularmente las células de mis pacientes que sufrían de muerte por inhibición. Me vi obligado a guardar el más riguroso secreto y a trabajar sin ayuda, porque los métodos que empleaba para investigar los cuerpos de mis pacientes desagradaban a mi gente. Su sociedad experimentaría sentimientos similares en contra de la vivisección humana, por ejemplo. Por esta razón no podía presentar los resultados obtenidos a mis colegas médicos hasta haber confirmado mis teorías aquí, en la Tierra.

— ¿Cuáles son sus teorías? -preguntó Drake. Sus ojos volvían a estar febriles.

— A medida que proseguía mis estudios se me hizo más y más evidente que el enfoque de la investigación sobre la muerte por inhibición estaba equivocado. Físicamente, no había solución a su misterio. La muerte por inhibición es por entero una infección de la mente. Rose interrumpió:

— Pero, doctor Tholan, no es psicosomática. Una sombra gris, translúcida, había pasado por los ojos del hawkinita. Había dejado de mirarles. Prosiguió:

— No, señora Smollett, no es psicosomática. Es una auténtica enfermedad de la mente, una infección mental. Mis pacientes tienen doble mente. Más allá y por debajo de la que obviamente les pertenece, tuve conocimiento de otra mente…, una mente ajena. Trabajé con pacientes de muerte por inhibición de otras razas, distintas a la mía, y encontré lo mismo. Resumiendo, no hay cinco inteligencias en la Galaxia, sino seis. Y la sexta es parasitaria.

— Pero eso es una locura…, ¡es imposible! -exclamó Rose-. Debe estar equivocado, doctor Tholan.

— No estoy equivocado. Hasta que llegué a la Tierra, pensé que podía estarlo. Pero mi estancia en el instituto y mis investigaciones en el Departamento de personas desaparecidas, me convencieron de lo contrario. ¿Por qué le parece tan imposible el concepto de inteligencia parasitaria? Inteligencias como ésas no dejarían restos fósiles, ni siquiera dispositivos…, si su única función, en cierto modo, es sacar alimentos de las actividades mentales de otras criaturas. Uno puede imaginar semejante parásito, que en el curso de millones de años, quizá, perdiera todas las partes de su ser físico excepto lo más necesario, algo así como la solitaria, entre sus parásitos terrestres, perdiendo eventualmente todas sus funciones excepto una sola, la única, la de reproducción. En el caso de la inteligencia parasitaria, todos los atributos físicos estarían perdidos. No sería más que mente pura, viviendo de un modo mental, inconcebible para nosotros, de la mente de los demás. Especialmente de las mentes de los terrícolas.

— ¿Por qué precisamente terrícolas? -preguntó Rose. Drake se mantenía simplemente al margen, interesado, sin hacer más preguntas. Aparentemente se sentía satisfecho, dejando hablar al hawkinita.

— ¿No ha sospechado que la sexta inteligencia es un cultivo de la Tierra? La Humanidad ha vivido con ella desde el principio, se ha adaptado a ella, no es consciente de ella. Es por lo que las especies de animales terrestres, incluyendo al hombre, no crecen después de la madurez y mueren de lo que se llama muerte natural; es el resultado de esa infección parasitaria universal; es por lo que se duerme y se sueña, pues es cuando la mente parasitaria debe alimentarse y cuando uno es algo más consciente de ella, quizás; es por lo que la mente terrestre, única entre las inteligencias, es tan inestable. ¿Dónde más en la Galaxia se encuentran dobles personalidades y otras manifestaciones parecidas? Después de todo, incluso ahora debe haber algunas mentes que están visiblemente dañadas por la presencia del parásito.

— Pero, de algún modo, esas mentes parasitarias podían atravesar el espacio. No tenían limitaciones físicas. Podían flotar entre las estrellas en lo que correspondería a un estado de hibernación. Ignoro por qué lo hicieron las primeras mentes; probablemente no se sabrá nunca. Pero una vez descubrieron la presencia de inteligencia en otros planetas de la Galaxia, se organizó una pequeña y seguida corriente de inteligencias parasitarias cruzando el espacio. Nosotros, los de los otros mundos, debimos ser una golosina para ellas o jamás se hubieran esforzado tanto para llegar a nosotros. Imagino que muchas no pudieron llevar a cabo el viaje, pero para las que lo consiguieron debió valer la pena. »Pero, vea usted, nosotros los de los otros mundos no habíamos vivido millones de años con esos parásitos, como lo habían hecho el hombre y sus antepasados. No estábamos adaptados a ellos. Nuestros seres débiles no habían sido gradualmente eliminados por espacio de cientos de generaciones hasta que sólo quedaran los fuertes. Así que, donde el terrícola podía sobrevivir a la infección durante décadas y con un poco de daño, nosotros morimos de una muerte rápida en el curso de un año.

— ¿Y es por ello por lo que la incidencia ha aumentado desde que establecieron los viajes interestelares entre la Tierra y los otros planetas?

— Sl. -Hubo un momento de silencio y de pronto el hawkinita dijo en un súbito acceso de energía-. Devuélvame el cilindro. Ya tiene mi respuesta. Drake insistió fríamente:

— ¿Y qué hay del Departamento de personas desaparecidas? -Volvió a hacer bailar el cilindro, pero esta vez el hawkinita no lo seguía con la mirada. La sombra gris y translúcida sobre sus ojos se había hecho más oscura y Rose se preguntó si sería simplemente una expresión de debilidad o un ejemplo de los cambios inducidos por la falta de cianuro.

— Dado que no estamos bien adaptados a la inteligencia que infecta al hombre, tampoco ella se adapta bien a nosotros. Puede vivir de nosotros, aparentemente incluso lo prefiere, pero no puede reproducirse con nosotros solos como única fuente de su vida. Por tanto la muerte por inhibición no es directamente contagiosa entre nuestro pueblo. Rose lo miró con creciente horror:

— ¿Qué trata usted de decir, doctor Tholan?

— El terrícola sigue siendo el máximo anfitrión para el parásito. Un terrícola puede contagiar a uno de nosotros si permanece entre nosotros. Pero el parásito una vez localizado en una inteligencia de los otros mundos, debe volver a un terrícola si espera reproducirse. Antes de los viajes interestelares esto era solamente posible por un recruzar el espacio, por lo que la incidencia de infección era infinitesimal. Ahora estamos infectados y reinfectados al regresar los parásitos a la Tierra y volver a nosotros via la mente de los terrícolas que viajan a través del espacio.

— Y las personas desaparecidas… -musitó Rose.

— Son los anfitriones intermedios. El proceso exacto de cómo se lleva a cabo, yo no lo sé. La mente masculina terrestre parece mejor dotada para sus propósitos. Recordará que en el instituto me dijeron que la esperanza de vida del varón medio es de tres años menos que la de la hembra. Una vez ha tenido lugar la reproducción, el varón contagiado se marcha en nave espacial hacia los otros mundos. Desaparece.

— Pero esto es imposible -insistió Rose-, lo que dice implica que la mente parasitaria controle los actos de su anfitrión. Esto no puede ser así o nosotros, los de la Tierra, hubiéramos notado su presencia.

— El control, Mrs. Smollett, puede ser muy sutil y además ejerce solamente durante un período de reproducción activa. Le señalo simplemente su Departamento de personas desaparecidas. ¿Por qué desaparecen los jóvenes? Hay explicaciones económicas y psicológicas, mas no son suficientes. Pero en este momento me siento muy mal y no puedo hablar mucho más. Sólo tengo una cosa que decir En el parásito mental, tanto su gente como la mía, tenemos un enemigo común. Los terrícolas tampoco deben morir involuntariamente, de no ser por su presencia. Pensé que si me encontraba imposibilitado de regresar a mi propio mundo con mi información debido a los métodos heterodoxos empleados para conseguirla, podría someterla a las autoridades de la Tierra y solicitar su ayuda para erradicar la amenaza. Imagine mi placer cuando descubrí que el marido de una de las biólogas del instituto era miembro de uno de los más importantes cuerpos de investigación de la Tierra. Naturalmente, hice cuanto pude para ser huésped en su casa, y tratar con él en privado, convencerle de la terrible verdad, utilizar su cargo para que me ayudara a atacar los parásitos. Esto, naturalmente, es imposible ahora. No puedo censurarla a usted. Como habitantes de la Tierra, no se puede esperar que comprendan la psicología de mi pueblo. No obstante, debe comprender esto: no puedo tener más tratos con ninguno de los dos. No podría ni siquiera soportar permanecer más tiempo en la Tierra.

— Entonces, sólo usted, de todo su pueblo, está enterado de esta teoría.

— Yo solo, en efecto.

— Su cianuro, doctor Tholan. -Y Drake le tendió el cilindro. El hawkinita lo agarró, anhelante. Sus dedos ágiles manipularon el tubo y la válvula con la mayor delicadeza. En diez segundos, lo tenía colocado e inhalaba el gas a grandes bocanadas. Sus ojos se iban volviendo claros y transparentes. Drake esperó a que la respiración del hawkinita se normalizara y luego, sin cambiar de expresión, alzó la pistola y disparó. Rose lanzó un grito. El hawkinita permaneció de pie. Sus cuatro miembros inferiores no podían doblarse, pero la cabeza le colgó de pronto y de su boca repentinamente fláccida, se desprendió el tubo de cianuro ya inútil. Drake cerró la válvula, tiró el cilindro a un lado y permaneció sombrío contemplando a la criatura muerta. Ninguna marca exterior indicaba que le hubieran matado. El proyectil de la pistola de aguja más fino que la propia aguja que daba nombre al arma penetró en el cuerpo fácil y silenciosamente y estalló con efecto devastador una vez dentro de la cavidad abdominal. Rose salió de la alcoba sin dejar de gritar. Drake fue tras ella y la agarró del brazo; notó los golpes fuertes de la palma de su mano sobre la cara, sin sentirlos realmente, y terminó sollozando sordamente. Drake le advirtió:

— Te dije que no te metieras en esto. ¿Qué vas a hacer ahora?

— Suéltame -protestó Rose-. Quiero irme. Quiero irme lejos de aquí.

— ¿Por algo que mi trabajo me obligó a hacer? Ya oíste lo que dijo esa criatura. ¿Supones que podía dejarlo que volviera a su mundo y propagara todas esas mentiras? Le creerían. ¿Y qué crees que ocurriría entonces? ¿Puedes imaginar lo que sería una guerra interestelar? Pensarían que debían matarnos a todos para detener la infección. Con un esfuerzo que pareció estremecerla toda, Rose se calmó. Miró firmemente a los ojos de Drake y declaró:

— Lo que dijo el doctor Tholan no eran ni errores ni mentiras, Drake.

— Venga, mujer, estás histérica. Necesitas dormir.

— Sé que lo que dijo es cierto porque la Comisión de Seguridad está enterada de la teoría, y saben que es verdad.

— ¿Por qué te empeñas en decir estos disparates?

— Porque tú mismo te traicionaste por dos veces.

— Siéntate -ordenó Drake. Así lo hizo mientras él seguía de pie y la contemplaba curiosamente-. Así que me he traicionado dos veces. Has tenido un día muy cargado de trabajo detectivesco, querida. Tienes facetas ocultas.

— Se sentó y cruzó las piernas. Rose pensó, sí, su dia había sido muy ocupado. Desde donde estaba podía ver el reloj eléctrico de la cocina; habían transcurrido dos horas después de medianoche. Harg Tholan había entrado por primera vez en su casa treinta y cinco horas antes y ahora yacía asesinado en la habitación de invitados.

— Bueno, ¿es que no vas a decirme cómo me he traícionado dos veces? -preguntó Drake.

— Te pusiste pálido cuando Harg Tholan dijo de mí que era una encantadora anfitriona. Anfitriona tiene dos sentidos, como bien sabes, Drake. Un anfitrión es el que alberga un parásito.

— Primera -dijo Drake-. ¿Cuál es la segunda?

— Algo que hiciste antes de que Harg Tholan viniera a casa. Hace horas que intento recordarlo, ¿lo recuerdas tu Drake? Comentaste lo desagradable que era para los hawkinitas, asociarse con terrícolas, y yo te dije que Harg Tholan era un doctor y tenía que hacerlo. Te pregunté si creías que los médicos humanos disfrutaban especialmente cuando iban a los trópicos, o cuando dejaban que los mosquitos infectados los picaran. ¿Recuerdas lo transtornado que te mostraste? Drake se echó a reír.

— Ignoraba que fuera tan transparente. Los mosquitos son anfitriones para la malaria y parásitos de la fiebre amarilla -suspiró-. He hecho cuanto he podido para mantenerte al margen de esto. Ahora no me queda más que decirte la verdad. Debo hacerlo porque solamente la verdad, o la muerte, hará que me dejes en paz. Y no quiero matarte. Ella se encogió en su sillón, con los ojos muy abiertos. Drake prosiguió:

— La Comisión conoce la verdad, pero no nos sirve de nada. Sólo podemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que los otros mundos no lo descubran.

— Pero la verdad no puede ocultarse para siempre. Harg Tholan la descubrió. Le has matado, pero otro extraterrestre repetirá el mismo descubrimiento…, una y otra vez. No puedes matarlos a todos.

— También lo sabemos -asintió Drake-. No tenemos elección.

— ¿Por qué? -exclamó Rose-. Harg Tholan te dio la solución. Ni sugirió ni amenazó con guerras entre los mundos. Sugirió, por el contrario, que combináramos con las otras inteligencias para ayudarnos a eliminar al parásito. Y podemos hacerlo. Si nosotros, junto con los otros, unimos todos nuestros esfuerzos…

— ¿Quieres decir que podemos confiar en él? ¿Habla en nombre de su Gobierno o de las otras razas?

— ¿Podemos atrevemos a no correr el riesgo?

— No lo comprendes -cortó Drake. Se acercó a ella y tomó una de sus manos frías, inerte, entre las suyas. Siguió hablándole-: Puede parecer una tontería tratar de enseñarte algo de tu propia especialidad, pero quiero que te fijes en lo que voy a decirte. Harg Tholan tenía razón. El hombre y sus antepasados prehistóricos han estado viviendo con esas inteligencias parasitarias por espacio de larguisimos períodos, por un tiempo mucho más largo que desde que fuimos realmente Homo sapiens. En ese intervalo, no solamente nos adaptamos a ellas, sino que dependemos de ellas. Ya no es un caso de parasitismo. Es un caso de cooperación mutua. Vosotros, los biólogos, tenéis un nombre para ello.

— ¿De qué estás hablando? -gritó, desprendiendo su mano-. ¿Simbiosis?

— Exactamente. También tenemos nuestra propia enfermedad, crecimiento imparable. Ya ha sido mencionada como contrapartida a la muerte por inhibición. Bien, ¿cuál es la causa del cáncer? ¿Cuánto tiempo llevan los biólogos, los fisiólogos, los bioquímicos y demás trabajando en ello? ¿Qué éxito han conseguido? ¿Por qué? ¿Puedes tú contestarme ahora?

— No, no puedo -contestó despacio-. ¿De qué me estás hablando?

— Es estupendo decir que si pudiéramos eliminar al parásito, creceríamos y viviríamos eternamente si así lo deseáramos; o por lo menos hasta que nos cansáramos de ser excesivamente grandes o demasiado longevos, y nos elimináramos limpiamente. Pero ¿cuántos millones de años han transcurrido desde que el cuerpo humano tuvo ocasión de crecer de este modo imparable? ¿Puede hacerlo aún? ¿Está preparada para ello la química del cuerpo? ¿Dispone de los suficientes como-se-llamen?

— Enzimas -aclaró Rose en un murmullo.

— Eso, enzimas. Es imposible. Si por cualquier razón la inteligencia parasitaria, como la llama Harg Tholan, abandona el cuerpo humano, o si su relación con la mente humana se daña de algún modo, el crecimiento se da, pero no de forma ordenada. A este crecimiento le llamamos cáncer. Y ahí lo tienes. No hay manera de deshacerse del parásito. Estamos unidos para siempre, eternamente. Para eliminar su muerte por inhibición, los extraterrestres deben borrar de la Tierra toda vida vertebrada. No hay otra solución para ellos y por tanto debemos evitar que se enteren. ¿Lo comprendes? Rose tenía la boca seca y le costaba hablar.

— Lo comprendo, Drake. -Se dio cuenta de que su marido tenía la frente húmeda y que el sudor se deslizaba por ambas mejillas-. Y ahora tendrás que sacarlo del apartamento.

— Como es muy tarde podré sacar el cuerpo del edificio. Después.. -Se volvió a mirarla-. No sé cuándo estaré de vuelta.

— Lo comprendo, Drake -repitió. Harg Tholan pesaba mucho. Drake tuvo que arrastrarle por el piso. Rose se alejó para vomitar. Se cubrió los ojos hasta que oyó que la puerta se cerraba, y dijo para sí:

— Lo comprendo, Drake.

Eran las tres de la mañana. Había pasado casi una hora desde que oyó cerrarse la puerta, sin ruido, tras Drake y su carga. No podía saber a dónde iba, ni lo que se proponía hacer. Permaneció sentada, atontada. No sentía deseos de dormir, ni deseos de moverse. Mantuvo la mente trabajando en círculos apretados, lejos de lo que sabía y que no quería saber. ¡Mentes parasitarias! ¿Era sólo una coincidencia o se trataba de una extraña memoria racial, un tenue girón de antigua tradición o percepción interna, que se extendía a través de increíbles milenios, que mantenía al día el curioso mito del principio de los humanos? Pensó que, para empezar, hubo dos inteligencias en la Tierra. En el jardín del Edén había humanos y también la serpiente, que era »más sutil que cualquier animal del campo». La serpiente contaminó al hombre y como resultado perdió sus miembros. Sus atributos físicos ya no eran necesarios. Y por causa de esta contaminación, el hombre fue arrojado del jardín de la vida eterna. La muerte entró en el mundo. Pero, pese a sus esfuerzos, el círculo de sus pensamientos crecía y volvía a Drake. Lo rechazaba, pero volvía; contó en voz baja, recitó los nombres de los objetos que tenía en su campo visual, gritó: «No, no, no», pero volvía. Seguía volviendo. Drake le había mentido. Había sido una historia plausible. Hubiera resistido en la mayoría de los casos, pero Drake no era biólogo. El cáncer no podía ser, como aseguraba Drake, una enfermedad que expresara la pérdida de capacidad de crecimiento normal. El cáncer atacaba a niños en pleno crecimiento; incluso podía atacar el tejido embrionario; atacaba a los peces que, como los extraterrestres, no dejaban de crecer mientras vivían, y morían solo por enfermedad o accidente; atacaba a las plantas que no tienen mente y no pueden albergar parásitos. El cáncer no tenía nada que ver con la presencia o ausencia de crecimiento normal; era la enfermedad general de la vida, a la que ningún tejido de ningún organismo multicelular era completamente inmune. Se cubrió los ojos con las manos. Los jóvenes que desaparecían estaban generalmente en el primer año de su matrimonio. Fuera cual fuera el proceso de reproducción de las inteligencias parasitarias, debía involucrar una íntima asociación con otro parásito…, el tipo de íntima y continuada asociación que solamente era posible si sus respectivos anfitriones estaban igualmente en íntima relación. Como es el caso en parejas de recién casados. Percibía que sus pensamientos iban desconectándose poco a poco. Pero volverían. Le preguntarían:

-¿Dónde está Harg Tholan? -Y ella contestaría:

-Con mi marido. Sólo que le dirían:

-¿Y dónde está tu marido? -Porque él también se habría ido. Ya no la necesitaba más. Jamás regresaría. Nunca le encontrarían porque estaría por el espacio. Informaría de ambos: de Drake Smollett y de Harg Tholan al Departamento de personas desaparecidas. Deseaba llorar pero no podía; tenía los ojos secos y doloridos. Y de pronto le entró una risa loca y no podía parar. Era divertido. Buscando respuestas a tantas preguntas y las encontraba todas de golpe. Había encontrado incluso la respuesta a la pregunta que creyó que no tenía la menor relación con el caso. Por fin había descubierto por qué Drake se había casado con ella.

Isaac Asimov: ¿Criar un hombre?. Cuento

4_Isaac_Asimov2El sargento de Policía Mankiewicz hablaba por teléfono y lo estaba pasando mal. Su conversación más parecía un embrollo contado a su manera. Estaba diciendo:

— Está bien. Llegó y dijo: «Enciérrenme en la cárcel porque quiero matarme.»

— …

— ¿Qué puedo hacer yo? Éstas fueron sus palabras exactas. A mí también me parece cosa de un loco.

— …

— Oiga, señor, el tío responde a la descripción. Usted me pidió información y yo se la estoy dando.

— …

— Sí, tiene la cicatriz exactamente en la mejilla derecha y me dijo que se llamaba John Smith. No dijo que fuera doctor ni nada de nada.

— …

— Bueno, puede que se lo invente. Nadie se llama John Smith. Por lo menos no en una comisaría de Policía.

— …

— Ahora está encerrado.

— …

— Sí, lo digo en serio.

— …

— Resistirse a la Ley, asalto y agresión, daños intencionados. Son tres cargos.

— …

— A mí qué me importa quien sea.

— …

— Está bien. Espero. Miró al oficial Brown y puso la mano sobre el auricular. Era una manaza como un jamón que casi se tragaba todo el aparato. Su cara de facciones acusadas estaba enrojecida y sudada bajo una mata de pelo amarillo claro. Exclamó:

— ¡Problemas! Nada hay sino problemas en una comisaría. Preferiría mil veces patear la calle.

— ¿Quién está al teléfono? -preguntó Brown. Acababa de llegar y en realidad le tenía sin cuidado, pero pensó que, en efecto, Mankiewicz estaría mejor patrullando la calle. Oak Ridge. Conferencia. Un tipo llamado Grant. Jefe de una división acabada en ójica o así, y ahora se ha ido en busca de alguien más a setenta y cinco centavos el minuto… ¡Diga! Mankiewicz volvió a agarrar el teléfono y se sentó.

— Mire, deje que le explique desde el principio. Quiero que lo entienda de una vez y, después, si no le gusta puede mandar a alguien aquí. El tipo no quiere un abogado. Asegura que sólo quiere quedarse en la cárcel y, amigo, no me parece mal.

— …

— Bueno, ¿quiere escucharme de una vez? Vino ayer, vino directamente hacia mí y dijo: «Oficial, quiero que me encierre en la cárcel porque quiero matarme». Así que yo le dije: «Óigame, lamento que quiera matarse. No lo haga porque si lo hace, lo lamentará el resto de su vida».

— …

— Hablo en serio. Sólo le digo lo que le dije. No le digo que sea una broma pesada, ya tengo bastantes problemas aquí, no sé si me entiende. ¿Cree que lo único que hago aquí es atender a locos que entran y…?

— …

— Déjeme hablar, ¿quiere? Le dije: «No puedo meterle en la cárcel porque quiera matarse. No es ningun crimen», y él me contestó: «Pero yo no quiero morir». Así que le dije: «Oiga, amigo, largo de aquí». Quiero decir que si un tipo quiere suicidarse, está bien, y sí no quiere, también, pero lo que no tolero es que venga a llorar sobre mi hombro.

— …

— Ya sigo. Así que él me dijo: «¿Si cometo un crimen me meterá en la cárcel?» Yo le contesté: «Si le descubren y alguien presenta una denuncia y no tiene dinero para pagar la fianza, le encerraré. Ahora, ¡lárguese!» Así que cogió el tintero de mi mesa y antes de que pudiera detenerle lo vació sobre el libro de registro de la Policía.

— …

— Está bien. ¿Por qué cree que le he acusado de daños intencionados? Le tinta me manchó todo el pantalón.

— …

— Si, asalto y agresión, también. Me acerqué para sacudirle y hacerle entrar en razón y me dio una patada en la espinilla y un golpe en el ojo.

— …

— No me invento nada. ¿Quiere usted venir y mirarme la cara?

— …

— Irá a juicio un día de éstos. El jueves, a lo mejor.

— …

— Noventa días es lo menos que le pondrán, a menos que los psícos digan lo contrario. Por mí que debería estar en el manicomio.

— …

— Oficialmente, es John Smith. Es el único nombre que nos da.

— …

— No, señor. No se le soltará sin las debidas diligencias legales.

— …

— O.K. hágalo si quiere, amigo. Yo me limito a cumplir con mi deber aquí. Dejó de golpe el teléfono sobre su soporte, después volvió a levantarlo y marcó un número. Dijo:

— ¿Gianetti? -acertó y empezó a hablar de nuevo.

— Oyeme, ¿qué es C.E.A.? He estado hablando con un chillado por teléfono y dice que…

— …

— No, no es chiste, botarate. Si lo fuera, lo diría. ¿Qué es esta sopa de letras? Prestó atención, dijo «gracias» con voz ahogada y colgó. Había perdido parte de su color.

— El segundo tipo era el jefe de la Comisión de Energía Atómica -explicó a Brown-. Debieron conectarle de Oak Ridge a Washington. Brown se puso en pie de un salto.

— A lo mejor el FBI anda detrás de ese John Smith. Puede que sea uno de esos científicos. -Se sintió impelido a filosofar-. Deberían guardar los secretos atómicos lejos de estos tipos. Las cosas iban muy bien mientras el general Groves era el único que estaba enterado de lo de la bomba atómica. Pero una vez hubieron metido a todos esos científicos…

— Cállate ya -rugió Mankiewicz. El doctor Oswald Grant mantenía los ojos fijos en la línea blanca que marcaba la carretera y conducía el coche como si fuera su enemigo. Siempre lo hacía así. Era alto y nudoso, con una expresión ausente estampada en su cara. Las rodillas tocaban al volante y los nudillos se le quedaban blancos cada vez que tomaba una curva. El inspector Darrity se sentaba a su lado con las piernas cruzadas de forma que la suela de su zapato izquierdo presionaba fuertemente la puerta. Cuando retirara el zapato quedaría una marca terrosa. Se entretenía pasando un cortaplumas marrón de una mano a la otra. Antes, lo había abierto, descubriendo su hoja brillante, maligna, para limpiarse las uñas mientras viajaban, pero un súbito viraje por poco le cuesta un dedo, así que desistió. Preguntó:

— ¿Qué sabe de ese Ralson? El doctor Grant apartó la vista momentáneamente del camino, pero volvió a mirar. Inquieto, respondió:

— Le conozco desde que se doctoró en Princeton. Es un hombre muy brillante.

— ¿Sí? Conque brillante, ¿eh? ¿Por qué será que todos los científicos se describen mutuamente como «brillantes»? ¿Es que no los hay mediocres?

— Si, muchos. Yo soy uno de ellos. Pero Ralson, no. Pregúnteselo a cualquiera. Pregunte a Oppenheimer. Pregunte a Bush. Fue el observador más joven en Alamogordo.

— O.K. Era brillante. ¿Qué hay de su vida privada? Grant tardó en contestar.

— No lo sé.

— Le conoce desde Princeton. ¿Cuántos años son? Llevaban dos horas corriendo en dirección norte por la autopista de Washington, sin casi haber cruzado palabra. Ahora Grant notó que la atmósfera cambiaba y sintió el peso de la Ley sobre el cuello de su gabán.

— Se graduó en el año cuarenta y tres.

— Entonces hace ocho años que le conoce.

— Eso es.

— ¿Y no sabe nada de su vida privada?

— La vida de un hombre a él le pertenece, inspector. No era muy sociable. La mayoría son así. Trabajan bajo fuerte presión y cuando están lejos del empleo, no les interesa seguir con las amistades del laboratorio.

— ¿Pertenecía a alguna organización, que usted sepa?

— No.

— ¿Le dijo alguna vez algo que le hiciera pensar que fuera un traidor?

— ¡No! -gritó Grant, y por un momento hubo silencio. De pronto Darrity preguntó:

— ¿Es muy importante Ralson en la investigación atómica? Grant se inclinó sobre el volante y respondió:

— Tan importante como cualquier otro. Le aseguro que nadie es indispensable, pero Ralson siempre ha parecido ser único. Tiene mentalidad de ingeniero.

— ¿Y eso qué quiere decir?

— No es un gran matemático en sí, pero sabe resolver los problemas que la matemática de otros crean en la vida. No hay nadie como él cuando se presenta el caso. Una y otra vez, inspector, hemos tenido un problema que solucionar sin tiempo para hacerlo. Todo eran mentes vacías a nuestro alrededor, hasta que él pensaba y decía: ¿Por qué no pruebas tal y tal cosa? Y se iba. Ni siquiera le interesaba averiguar si funcionaría. Pero siempre funcionaba. ¡Siempre! Quizá lo hubiéramos conseguido nosotros también, pero nos hubiera llevado meses de horas extra. No sé cómo lo hace. También resulta inútil preguntarle. Se limita mirarte y te dice: «Era obvio» y se marcha. Naturalmente, una vez nos ha dicho cómo hay que hacerlo, es obvio. El inspector le dejó que hablara. Cuando ya no dijo más, preguntó:

— ¿Diría usted que Ralson es raro, mentalmente? Inestable, quiero decir.

— Cuando una persona es un genio, no espera uno que sea normal, ¿no le parece?

— Puede que no. Pero, ¿hasta qué punto es anormal este genio determinado?

— Nunca hablaba de sus cosas. A veces, no quería trabajar.

— ¿Se quedaba en casa y se iba a pescar?

— No, no. Venía al laboratorio, ya lo creo, pero se quedaba sentado ante su mesa. A veces, esto duraba semanas. Si uno le hablaba no contestaba, ni siquiera te miraba.

— ¿Alguna vez dejó de trabajar del todo?

— ¿Antes de ahora, quiere decir? ¡Jamás!

— ¿Declaró alguna vez que quería suicidarse? ¿Dijo alguna vez que sólo se sentiría seguro en la cárcel?

— No.

— ¿Está seguro de que John Smith es Ralson?

— Casi seguro. Tiene una quemadura en la mejilla derecha que es inconfundible.

— O.K. Está bien, hablaré con él y veré qué tal suena. Esta vez el silencio fue duradero. El doctor Grant siguió la línea blanca mientras que el inspector Darrity lanzaba el cortaplumas en arcos poco pronunciados, de una mano a otra. El celador escuchó desde el locutorio y miró a sus visitantes.

— Podemos hacer que le traigan aquí, inspector, si no le importa.

— No -Grant movió la cabeza-, iremos a verle.

— ¿Es eso normal en Ralson, doctor Grant? -preguntó Darríty-. ¿Teme que ataque al celador que trate de sacarlo de su celda?

— No sabría decírselo -dijo Grant. El celador tendió una mano callosa. Su nariz bulbosa se arrugó algo.

— Hemos tratado de no hacer nada con él hasta ahora, debido al telegrama de Washington; pero, francamente, no tendría que estar aquí. Estaré encantado de perderle de vista.

— Le visitaremos en su celda -anunció Darrity. Recorrieron el frío corredor bordeado de rejas. Ojos vacíos de curiosidad contemplaron su paso. Al doctor Grant se le puso la carne de gallina.

— ¿Lo han tenido aquí todo este tiempo? Darrity no contestó. El guardia que les precedía se detuvo:

— Esta es la celda.

— ¿Es éste el doctor Ralson? -preguntó Darrity. El doctor Grant miró silenciosamente a la figura que estaba encima del jergón. El hombre estaba echado, cuando llegaron a la celda, pero ahora se había incorporado sobre un codo y parecía que trataba de incrustarse en la pared. Su cabello era ceniciento y escaso, su cuerpo flaco, los ojos vacíos de un azul de porcelana. En la mejilla derecha tenía una cicatriz rosada, en relieve, que terminaba en un rabo de renacuajo. El doctor Grant dijo:

— Es Ralson. El guardia abrió la puerta y entró, pero el inspector Darrity le mandó salir con un gesto. Ralson les observaba, en silencio. Había puesto ambos pies sobre el jergón y seguía echándose atrás. Su nuez se agitaba al tragar. Darrity preguntó en tono tranquilo:

— ¿Doctor Elwood Ralson?

— ¿Qué quiere? -Su voz era sorprendente, de barítono.

— Por favor, ¿quiere venir con nosotros? Hay unas cuantas preguntas que nos gustaría hacerle.

— ¡No! ¡Déjeme en paz!

— Doctor Ralson -interpuso Grant-, me han enviado para que le ruegue que vuelva al trabajo. Ralson miró al científico y en sus ojos hubo un brillo fugaz que no era de miedo. Le saludó:

— Hola, Grant. -Bajó del camastro-. Óigame, he estado intentando lograr que me encierren en una celda acolchada. ¿No puede conseguir que lo hagan por mí? Usted me conoce, Grant. No le pediría algo que no considerara necesario. Ayúdeme. No puedo soportar estas paredes tan duras. Me hacen querer…, estrellarme contra ellas…

— Bajó la palma de la mano y golpeó el muro gris y duro de cemento, detrás de su camastro. Darrity pareció pensativo. Sacó su cortaplumas y lo abrió dejando ver su hoja brillante. Se rascó la uña del pulgar cuidadosamente y preguntó:

— ¿Le gustaría que le viera un médico? Pero Ralson no le contestó. Seguía con la mirada el brillo del metal y entreabrió y humedeció sus labios. Su respiración se hizo ronca y entrecortada.

— ¡Guarde eso! -exclamó.

— ¿Qué guarde qué? -inquirió Darrity.

— Su navaja. No me la ponga delante. No puedo soportar mirarla.

— ¿Por qué no? -preguntó Darrity, y se la tendió~. ¿Le ocurre algo? Es un buen cortaplumas. Ralson saltó. Darrity dio un paso atrás y su mano izquierda cayó sobre la muñeca del otro. Levantó la navaja en alto.

— ¿Qué le pasa, Ralson? ¿Qué está buscando? Grant protestó, pero Darrity le silenció.

— ¿Qué se propone, Ralson? Ralson trató de alzarse, pero se doblegó bajo la tremenda garra del otro. Jadeó:

— Deme la navaja.

— ¿Por qué, Ralson? ¿Qué quiere hacer con ella?

— Por favor, tengo que… -Ahora suplicaba-. Tengo que dejar de vivir.

— ¿Tiene ganas de morir?

— No, pero debo hacerlo. Darrity le dio un empujón. Ralson se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas sobre su camastro que crujió ruidosamente Sin prisa, Darrity dobló la hoja de su cortaplumas, la metió en su ranura, y lo guardó. Ralson se cubrió el rostro. Sus hombros se sacudían, pero por lo demás no hizo ningún movimiento. Se oyeron gritos en el corredor, al reaccionar los demás presos por el ruido que salía de la celda de Ralson. El guardía se acercó corriendo, gritando «¡Silencio!» al pasar. Darrity le miró:

— No pasa nada, guardia. Se secaba las manos en un enorme pañuelo blanco.

— Creo que debemos buscarle un médico. El doctor Gottfried Blaustein era bajito y moreno y hablaba con algo de acento austríaco. Le faltaba solamente una perilla para parecer, a los ojos de los profanos, su propia caricatura. Pero iba afeitado y muy cuidadosamente vestido. Observó a Grant de cerca, como calibrándole, observándole y guardando sus deducciones. Lo hacía ahora maquinalmente con cualquiera que se encontrara. Dijo:

— Me ha proporcionado cierta imagen. Me describe un hombre de gran talento, quizás incluso un genio. Me dice que se ha encontrado siempre incómodo con la gente, que jamás ha encajado con su entorno del laboratorio, aunque era allí donde cosechaba los mayores éxitos. ¿Hay algún otro ambiente en el que haya encajado?

— No le comprendo.

— No todos nosotros hemos sido tan afortunados como para encontrar un tipo de compañía satisfactoria en el lugar o en el campo donde encontramos necesario ganarnos la vida. Frecuentemente, uno encuentra compensación tocando un instrumento, o haciendo marchas, o perteneciendo a algún club. En otras palabras, uno se crea un nuevo tipo de sociedad, cuando no trabaja, en el que uno se siente más a gusto. No es necesario que tenga la menor relación con la ocupación ordinaria. Es una evasión, y no necesariamente insana. -Sonrió, y añadió-: Yo mismo, yo colecciono sellos. Soy miembro activo de la Sociedad Americana de Filatélicos. Grant sacudió la cabeza.

— Ignoro lo que hacia fuera de su trabajo. Dudo de que hiciera algo como lo que usted ha mencionado.

— ¡Humm! Esto sería triste. Disfrutar y relajarse donde se pueda es bueno, pero hay que encontrar esa distracción, ¿no cree?

— ¿Ha hablado ya con el doctor Ralson?

— ¿Sobre sus problemas? No.

— ¿Y no va a hacerlo?

— ¡Oh, si! Pero lleva aquí solamente una semana. Uno debe darle la oportunidad de recuperarse. Estaba én un estado sumamente excitado cuando llegó aquí. Era casi el delirio. Déjele que descanse y se acostumbre a su nuevo entorno. Entonces, le interrogaré.

— ¿Podrá hacer que vuelva al trabajo?

— ¿Cómo puedo saberlo? -Blaustein sonrió-. Ni siquiera sé cuál es su enfermedad.

— ¿No podría por lo menos liberarle de la peor parte…, de su obsesión suicida…, y ocuparse del resto de la cura ya sin prisa?

— Tal vez. No puedo siquiera aventurar una opinión sin varias entrevistas.

— ¿Cuánto tiempo supone que tardará?

— En estos casos, doctor Grant, nadie puede saberlo. Grant se apretó las manos con fuerza.

— Bien, entonces haga lo que le parezca mejor. Pero todo esto es mucho más importante de lo que supone.

— Puede ser. Pero usted debería ayudarme, doctor Grant.

— ¿Cómo?

— ¿Puede conseguirme ciertos informes que tal vez se consideren de máximo secreto?

— ¿Qué tipo de información?

— Me gustaría saber cuántos suicidios han ocurrido, desde 1945, entre los científicos nucleares. También cuántos han abandonado sus puestos para pasarse a otro tipo de trabajos científicos, o abandonado por completo la ciencia.

— ¿Está esto relacionado con Ralson?

— ¿No cree usted que podría ser una enfermedad ocupacional, me refiero a su tremenda tristeza?

— Bueno, naturalmente, muchos han dejado sus puestos.

— ¿Por qué naturalmente, doctor Grant?

— Debe conocer lo que ocurre, doctor Blaustein. La atmósfera en la investigación atómica moderna es de enorme presión y compromiso. Trabaja con el Gobierno, trabaja con los militares, no puede hablar de su trabajo; tiene que cuidar mucho lo que dice. Naturalmente, si se presenta la oportunidad de un puesto en la Universidad, donde puede fijar sus horarios, hacer su trabajo, escribir artículos que no deban ser sometidos a la C.E.A., asistir a congresos que no se celebran a puerta cerrada, uno lo agarra.

— ¿Y abandona para siempre su especialidad?

— Siempre tiene aplicaciones no militares. Por supuesto, hubo un hombre que abandonó por otra razón. Una vez me contó que no podía dormir por las noches. Decía que oía cien mil gritos procedentes de Hiroshima cuando apagaban las luces. Lo último que he sabido de él es que se colocó de dependiente en una mercería.

— ¿Y usted ha oído gritos alguna vez? Grant movió afirmativamente la cabeza.

— No es agradable saber que incluso una mínima parte de la responsabilidad de la destrucción atómica pueda ser mía.

— ¿Qué pensaba Ralson?

— Jamás hablaba de estas cosas.

— En otras palabras, si lo sentía, nunca se sirvió de la válvula de escape que hubiera sido comentarlo con ustedes.

— Creo que no.

— Sin embargo, hay que seguir con la investigación nuclear, ¿no?

— Ya lo creo.

— ¿Cómo actuaría, doctor Grant, si sintiera que tenía que hacer algo que no puede hacer? Grant se encogió de hombros.

— No lo sé.

— Algunas personas se matan.

— ¿Quiere decir que esto puede ser lo de Ralson?

— No lo sé. No lo sé. Esta noche hablaré con el doctor Ralson. No puedo prometerle nada, claro, pero le diré lo que pueda.

— Gracias, doctor -dijo Grant levantándose-, trataré de conseguir la información que me ha pedido. El aspecto de Elwood Ralson había mejorado en la semana que llevaba en el sanatorio del doctor Blaustein. Había engordado un poco y parte de su desasosiego había desaparecido. No llevaba corbata ni cinturón, ni sus zapatos tenían cordones. Blaustein preguntó:

— ¿Cómo se encuentra, doctor Ralson?

— Descansado.

— ¿Le tratan bien?

— No puedo quejarme, doctor. La mano de Blaustein tanteó en busca del abrecartas con el que solía jugar en momentos de abstracción, pero sus dedos no encontraron nada. Lo había escondido, claro, con todo aquello que poseyera filo. Sobre su mesa no había otra cosa que papeles.

— Siéntese, doctor Ralson -le díjo-. ¿Qué tal van sus síntomas?

— ¿Quiere decir si siento lo que usted llamaría un impulso suicida? Sí. Está mejor o peor, creo que depende de lo que piense. Pero no lo llevo siempre conmigo. No puede usted hacer nada por ayudarme.

— Quizá tenga razón. A veces hay cosas que no puedo remediar. Pero me gustaría saber todo lo que pudiera sobre usted. Es usted un hombre importante… Ralson dio un bufido.

— ¿No se considera importante? -repuso Blaustein.

— De ningún modo. No hay hombres importantes, como tampoco hay bacterias individuales importantes.

— No comprendo.

— No pretendo que lo comprenda.

— No obstante, me parece que detrás de su afirmación debe de haber mucha reflexión. Sería ciertamente del mayor interés para mí que me explicara un poco ese pensamiento. Ralson sonrió por primera vez. No era una sonrisa agradable. La nariz se le había quedado blanca. Comentó:

— Es divertido observarle, doctor. Cumple concienzudamente su cometido. Quiere usted escucharme, ¿no es cierto?, con ese aire de falso interés y fingida simpatía. Le contaré las cosas más ridículas y aún tendré la seguridad de conservar el auditorio, ¿no es así?

— ¿No puede pensar que mi interés sea real, aunque también sea profesional?

— No, no le creo.

— ¿Por qué no?

— No me interesa discutirlo.

— ¿Prefiere regresar a su habitación?

— Si no le importa, no. -Su voz, al ponerse en pie, sonaba enfurecida, después volvió a sentarse-. ¿Por qué no utilizarle yo? No me gusta hablar a la gente. Son estúpidos. No ven las cosas. Miran lo obvio durante horas y no significa nada para ellos. Si les hablara no comprenderían; se les terminaría la paciencia; se reirían. En cambio usted tiene que escucharme. Es su trabajo. No puede interrumpir para decirme que estoy loco, aunque a lo mejor lo esté pensando.

— Me alegrará escuchar todo lo que quiera contarme. Ralson respiró profundamente.

— Hace un año que me enteré de una cosa que poca gente conoce. Puede que sea algo que ninguna persona viva alcance. ¿Sabía usted que los avances culturales se producen a borbotones? En una ciudad de treinta mil habitantes libres, por espacio de dos generaciones surgieron suficientes genios artísticos y literarios de primer orden para abastecer a una nación de millones, durante un siglo, en circunstancias ordinarias. Me refiero a la Atenas de Pericles. «Hay otros ejemplos. La Florencia de los Médicis, la Inglaterra de la reina Isabel, la España del califato de Córdoba. Hubo una oleada de reformadores sociales entre los israelitas de los siglos viii y vii antes de Cristo. ¿Sabe lo que quiero decir? Blaustein asintió.

— Veo que la Historia es un tema que le interesa.

— ¿Por qué no? Supongo que no hay nada que diga que debo limitarme a la física nuclear y a las ondas hertzianas.

— En absoluto. Siga, por favor.

— Al principio, pensé que podía aprender más del auténtico enigma de los ciclos históricos, consultando a un especialista. Celebré alguna conferencia con un historiador. ¡Tiempo perdido!

— ¿Cómo se llamaba ese historiador?

— ¡Qué importa!

— Puede que nada, si prefiere considerarlo confidencial. ¿Qué le dijo?

— Dijo que yo estaba equivocado; que la Historia «sólo» parecía avanzar a saltos. Dijo que, después de mucho estudio, las grandes civilizaciones de Egipto y de Sumer no surgieron ni de pronto ni de la nada sino basadas en otras civilizaciones menores tardías en desarrollarse que ya eran sofisticadas en sus manifestaciones. Dijo que la Atenas de Pericles creció sobre una Atenas de inferiores logros, pero sin la cual la era de Pericles no habría existido. «Le pregunté por qué no existía una Atenas posterior a Pericles de más altos logros aún, y me dijo que Atenas estaba arruinada por una plaga y por una larga guerra con Esparta. Pregunté sobre otros brotes culturales y siempre una guerra los había aniquilado o, en algunos casos, les había acompañado. Siempre era así. La verdad estaba allí; sólo tenía que inclinarse y recogerla, pero no lo hizo. -Ralson se quedó mirando al suelo y prosiguió con voz cansada-: A veces, vienen a verme al laboratorio, doctor. Dicen: «¿Cómo diablos vamos a librarnos de tal y tal efecto que arruina todos nuestros cálculos, Ralson?» Me muestran los instrumentos y los diagramas de la instalación y les digo: «Salta a la vista. ¿Por qué no hacen tal y tal cosa? Un niño podría decirselo.» Luego me alejo porque no puedo soportar el creciente asombro de sus estúpidos rostros. Más tarde, se me acercan para decirme: «Funcionó, Ralson. ¿Cómo lo calculó?» No puedo explicárselo, doctor, sería como explicarles que el agua moja. Y yo, claro, no podía explicárselo al historiador. Tampoco puedo explicárselo a usted. Es perder el tiempo.

— ¿Le gustaría volver a su habitación?

— Sí. Blaustein siguió sentado y se quedó pensando un rato después de que Ralson saliera de su despacho. Sus dedos buscaron maquinalmente en el primer cajón de la derecha de su mesa y sacaron el abrecartas. Lo hizo girar entre los dedos. Finalmente, levantó el teléfono y marcó el número que le habían dado. Dijo:

— Soy Blaustein. Hay un historiador que fue consultado por el doctor Ralson hace algún tiempo, probablemente más de un año. No conozco su nombre. Ni siquiera sé si estaba relacionado con la Universidad. Si consiguen encontrarlo me gustaría verle. Thaddeus Milton, doctor en Filosofía, parpadeó pensativo y mirando a Blaustein se pasó la mano por el cabello entrecano, diciendo:

— Vinieron a verme y les dije que, efectivamente, había conocido a ese hombre. No obstante, he tenido poco contacto con él. En realidad sólo una conversación de tipo profesional.

— ¿Cómo se encontraron?

— Me escribió una carta…, y por qué a mí y no a otra persona, lo ignoro. Habían aparecido una serie de artículos míos en una de las publicaciones divulgativas, bastante populares y de gran atracción en aquella época. Tal vez le llamaron la atención.

— Ya. ¿De qué tópico en general trataban los artículos?

— Eran consideraciones sobre la validez del enfoque cíclico a la Historia. Es decir, si uno puede o no decir que una civilización determinada debe seguir leyes de crecimiento y ocaso en cualquier asunto análogo a los que conciernen al individuo.

— He leído a Toynbee, doctor Milton.

— Entonces, sabrá a lo que me refiero.

— Y cuando el doctor Ralson le consultó, ¿era por algo relacionado con el enfoque cíclico de la Historia? -preguntó Blaustein.

— Humm. Supongo que en cierto modo, si. Naturalmente, el hombre no es un historiador y alguna de sus nociones sobre giros culturales son excesivamente dramatizadas y, digámoslo, sensacionalistas. Perdóneme, doctor, si le hago una pregunta que pueda ser indiscreta. ¿El doctor Ralson es uno de sus clientes?

— El doctor Ralson no está bien, y le estoy cuidando. Esto y todo lo que se diga aquí, será, por supuesto, confidencial.

— Está bien. Lo comprendo. Sin embargo, su respuesta me explica algo. Algunas de sus ideas casi rozaban lo irracional. Me pareció que siempre estaba preocupado por la relación entre lo que él llamaba «brotes culturales» y las calamidades de un tipo u otro. Ahora bien, estas relaciones se han observado con frecuencia. El momento de mayor vitalidad de una nación puede aparecer en tiempos de gran inseguridad nacional. Los Países Bajos es un ejemplo. Sus grandes artistas, estadistas y exploradores pertenecen al principio del siglo xvii cuando se encontraba enfrascada en una lucha a muerte con el mayor poder europeo de la época, España. Cuando el país estaba al borde de la destrucción, creaba un imperio en el Lejano Oriente y había asegurado puntos de apoyo en América del Sur, en la punta del Africa meridional, y en el valle del Hudson en América del Norte. Su flota mantenía a Inglaterra a raya. Y cuando su seguridad política quedó asegurada, sobrevino el ocaso. »Como le he dicho, suele ocurrir. Los grupos, como los individuos, se alzan a indecibles alturas en respuesta a un desafío, y se limitan a vegetar cuando éste falta. Pero, donde el doctor Ralson se apartó del sendero de la cordura fue al insistir que tal punto de vista equivalía a confundir causa y efecto. Declaró que no eran los tiempos de guerra y peligro los que estimulaban los «brotes culturales», sino más bien al contrario. Insistía en que cada vez que un grupo de hombres mostraban demasiada vitalidad y habilidad, era necesaria una guerra para destruir la posibilidad de desarrollo ulterior.

— Ya veo -comentó Blaustein.

— Confieso que casi me reí de él. Tal vez fue por eso por lo que no compareció a la última cita que habíamos concertado. Casi al final de la última entrevista me preguntó, con el máximo interés imaginable, si no me parecía peculiar que una improbable especie, como es el hombre, dominara la Tierra cuando lo único que tenía en su favor era la inteligencia. Ahí me eché a reír. Tal vez no hubiera debido hacerlo, pobre hombre.

— Fue una reacción natural -le tranquilizó Blaustein-, pero no debo abusar más de su tiempo. Me ha ayudado mucho. Se estrecharon la mano y Thaddeus Milton se despidió

— Bueno -dijo Darrity-, aquí tiene las cifras recientes de suicidios entre el personal científico. ¿Saca alguna deducción?

— Es a usted a quien debería preguntárselo. El FBI debe haber investigado a fondo.

— Puede apostar el presupuesto nacional a que sí. Son suicidios, sin la menor duda. Ha habido gente comprobándolo en otro departamento. El número está cuatro veces por encima de lo normal, teniendo en cuenta edad, condición social, situación económica.

— ¿Qué hay con los científicos británicos?

— Más o menos lo mismo.

— ¿Y en la Unión Soviética?

— ¡Quién sabe! -El investigador se inclinó hacia delante-. Doctor, no creerá usted que los soviéticos tienen una especie de rayo que hace suicidarse a la gente, ¿verdad? Se sospecha en cierto modo que los únicos afectados son los hombres dedicados a la investigación atómica.

— ¿De verdad? Puede que no. Los físicos nucleares sufren tal vez tensiones especiales. Es difícil decirlo sin hacer un estudio a fondo.

— ¿Quiere decir que tienen complejos? -preguntó Darrity con suspicacia.

— Blaustein hizo una mueca.

— La Psiquiatría se está volviendo demasiado popular. Todo el mundo habla de complejos y neurosis, de psicosis y coacciones y sabe Dios qué. El complejo de culpabilidad de un hombre es el sueño plácido de otro hombre. Si pudiera hablar con cada uno de los que se han suicidado, a lo mejor comprendería algo.

— ¿Ha hablado con Ralson?

— Sí, he hablado con Ralson.

— ¿Tiene algún complejo de culpabilidad?

— No. Tiene antecedentes de los que no me sorprendería que obtuviera una morbosa angustia mortal. Cuando tenía doce años, vio morir a su madre bajo las ruedas de un coche. Su padre murió de cáncer. Sin embargo, no está claro el efecto de ambas vivencias en su problema actual. Darrity recogió su sombrero.

— Bueno, doctor, le deseo éxito. Hay algo gordo en el aire, algo mucho mayor que la bomba H. No sé cómo puede haber algo mayor que eso, pero lo hay. -Ralson insistió en seguir de pie-. He tenido una mala noche, doctor.

— Sólo confío -repuso Blaustein- en que estas conversaciones no le perturben.

— A lo mejor, sí. Me hace pensar otra vez en el tema. Y cuando lo hago, todo se pone mal. ¿Qué le haría sentirse parte de un cultivo bacteriológico, doctor?

— Nunca se me ha ocurrido pensarlo. Puede que a una bacteria le parezca normal. Ralson ni le oyó, prosiguió hablando despacio:

— Un cultivo en el que se estudia la inteligencia. Estudiamos todo tipo de cosas, siempre y cuando se trate de sus relaciones genéticas. Cazamos las moscas de la fruta y cruzamos ojos rojos con ojos blancos para ver lo que pasa. Nos tienen sin cuidado los ojos rojos y los ojos blancos, pero tratamos de sacar de ellos ciertos principios genéticos básicos. ¿Sabe a lo que me refiero?

— Claro.

— Incluso, entre los humanos, podemos seguir varias características físicas. Tenemos los labios Habsburgo, y la hemofilia que empezó con la reina Victoria y se propagó en sus descendientes de las familias reales de España y Rusia. Podemos seguir la debilidad mental de los Jukeses y los Kallikaks. Se aprende en las clases de Biología del Instituto. Pero no se pueden criar seres humanos como se crían las moscas de la fruta. Los seres humanos viven demasiado. Se tardarían siglos en sacar conclusiones. Es una lástima que no tengamos una raza especial de hombres que se reproduzcan a intervalos semanales, ¿no le parece? -Esperó una respuesta, pero Blaustein sólo sonrió. Ralson siguió hablando-: Sólo que esto es exactamente lo que seríamos para otro grupo de seres cuya duración de vida fuera de mil años. Para ellos nos reproduciríamos con bastante rapidez. Seríamos criaturas de vida breve y podrían estudiar la genética de tales cosas como la aptitud musical, la inteligencia científica y demás. No porque les interesaran esas cosas en sí, como tampoco nos interesan a nosotros los ojos blancos de la mosca de la fruta.

— Éste es un razonamiento muy interesante -comentó Blaustein.

— No es un simple razonamiento. Es cierto. Para mi es obvio y me tiene sin cuidado lo que usted opine. Mire a su alrededor. Mire al planeta Tierra. ¿Qué clase de animales ridículos somos para ser los amos del mundo después de que los dinosaurios fracasaran? Claro que somos inteligentes, pero, ¿qué es la inteligencia? Pensamos que es importante porque la tenemos. Si los tiranosauros hubieran elegido la única cualidad que creían les iba a asegurar el dominio de las especies, seguro que habría sido tamaño y fuerza. Y lo hubieran hecho mejor. Duraron más de lo que duraremos nosotros. »La inteligencia en si misma no es gran cosa en cuanto a valores de supervivencia se refiere. El elefante no sale muy bien parado comparado con el gorrión, aunque es mucho más inteligente. El perro funciona bien bajo la protección del hombre, pero no tan bien como la mosca contra la que se alzan todas las manos humanas. O tome a los primates como grupo. Los pequeños se achican frente al enemigo; los grandes han sido siempre poco afortunados, defendiéndose siempre lo justo. Los mandriles son los mejores, pero es gracias a sus colmillos, no a su inteligencia.

— Una ligera capa de sudor cubría la frente de Ralson. Siguio-: Y uno puede ver que el hombre ha sido hecho a medida, fabricado cuidadosamente en beneficio de las cosas que nos estudian. El primate tiene, generalmente la vida corta. Naturalmente los mayores viven más aunque eso es una regla general de la vida animal. No obstante el ser humano tiene una duración de vida dos veces más larga que los grandes monos, considerablemente más larga incluso que la del gorila, que le dobla en peso. Nosotros maduramos más tarde. Es como si se nos hubiera creado minuciosamente para que viviéramos un poco más de modo que nuestro ciclo de vida pudiera tener una longitud más conveniente. -Se puso en pie de un salto y sacudió los puños por encima de su cabeza-. Un millar de años no es más que ayer… Blaustéin pulsó apresuradamente un timbre. Por un instante, Ralson forcejeó con el enfermero vestido de blanco que acababa de entrar, después permitió que se lo llevara. Blaustein le siguió con la mirada, meneó la cabeza y levantó el teléfono. Consiguió hablar con Darrity:

— Inspector, es preferible que sepa que esto nos va a llevar mucho tiempo. Escuchó, movió la cabeza, y dijo:

— Lo sé. No minimizo la urgencia. La voz que le llegaba por el receptor era lejana y dura:

— Doctor, es usted el que la minimiza. Le enviaré al doctor Grant. Él le explicará la situación. El doctor Grant se interesó por el estado de Ralson. Luego, con gran pesar, preguntó si podía verle. Blaustein movió negativamente la cabeza. Grant insistió:

— Se me ha ordenado que le explique la situación actual de la investigación atómica.

— Para que lo entienda, ¿no?

— Eso espero. Es una medida desesperada. Tendré que recordarle que…

— Que no pronuncie ni una sola palabra. Sí, lo sé. Esta inseguridad por parte de su gente es un mal síntoma. Deberían saber que estas cosas no pueden ocultarse.

— Vivimos con el secreto. Es contagioso.

— Exactamente. Y ahora, ¿cuál es el secreto en curso?

— Hay…, o por lo menos puede haber una defensa contra la bomba atómica.

— ¿Y es éste el secreto? Sería mejor que lo propagaran a gritos a todo el mundo y al instante.

— Por el amor de Dios, no. Escúcheme, doctor Blaustein. De momento sólo está en el papel. Está en el punto en que E es igual a MC al cuadrado o casi. Puede no ser práctico. Sería fatal despertar esperanzas que luego se vinieran abajo. Por el contrario, si se supiera que casi teníamos la defensa, podría despertarse el deseo de empezar y ganar una guerra antes de que la defensa estuviera completamente desarrollada.

— Esto no me lo creo. Pero le estoy distrayendo. ¿De qué naturaleza es esa defensa, o me ha dicho todo lo que puede decirme?

— No, puedo llegar hasta donde me parezca, siempre y cuando sea necesario para convencerle de que necesitamos a Ralson y… ¡pronto!

— Bien, pues cuénteme y así yo también conoceré los secretos. Me siento como un miembro del Gobierno.

— Sabrá más que la mayoría. Mire, doctor Blaustein, deje que se lo explique en términos vulgares. Hasta ahora los avances militares se consiguieron casi por igual tanto en las armas ofensivas como en las defensivas. En todas las guerras pasadas parecía haber una inclinación definida y permanente hacia lo ofensivo, y eso fue cuando se inventó la pólvora. Pero la defensa quiso participar. El hombre armado a caballo, de la Edad Media, se transformó en el tanque del hombre moderno, y el castillo de piedra se transformó en un búnker de cemento. Era lo mismo, lo que había cambiado era la cantidad, era la magnitud, ¡y en cuántos puntos!

— Está bien. Lo pone muy claro. Pero con la bomba atómica los puntos de magnitud aumentan, ¿verdad? Deben ir más allá del cemento y del acero para protegerse.

— En efecto. Sólo que no podemos limitarnos a hacer las paredes más gruesas. Se nos han terminado los materiales que eran suficientemente fuertes. Si el átomo ataca debemos dejar que el átomo nos defienda. Nos serviremos de la propia energía: un campo de energía.

— ¿Y qué es un campo de energía? -preguntó ingenuamente Blaustein.

— Me gustaría poder explicárselo. En este momento no es más que una ecuación sobre el papel. Teóricamente la energía puede ser encauzada de tal forma que cree un muro de inercia inmaterial. En la práctica, no sabemos cómo hacerlo.

— Sería como un muro que no podrían atravesar ni siquiera los átomos, ¿no es eso?

— Ni siquiera las bombas atómicas. El único limite de su fuerza sería la cantidad de energía que pudiéramos volcar en él. Incluso podría ser impermeable a la radiación. Estamos hablando en teoría. Los rayos gamma rebotarian en él. En lo que hemos soñado es en una pantalla que estaría permanentemente colocada alrededor de las ciudades; a un mínimo de fuerza, sin casi utilizar la energía. Podría conectarse a un máximo de intensidad en una fracción de milisegundo, por el impacto de radiación de onda corta; digamos, la cantidad que irradiaría de una masa de plutonio lo bastante grande como para ser una cabeza atómica. Todo esto es teóricamente posible.

— ¿Y para qué necesitan a Ralson?

— Porque él es el único que puede llevarlo a la práctica, si es que puede llevarse a la práctica lo bastante de prisa. En estos días, cada minuto cuenta. Ya sabe cuál es la situación internacional. La defensa atómica debe llegar antes que la guerra atómica.

— ¿Por qué está tan seguro de Ralson?

— Estoy tan seguro de él como puedo estarlo de cualquier cosa. El hombre es asombroso, doctor Blaustein. Siempre acierta. Nadie se explica cómo lo consigue.

— Digamos intuición, ¿no? -El psiquiatra parecía turbado-. Posee un tipo de raciocinio que está más allá de la capacidad ordinaria humana. ¿Es eso?

— Confieso que ni pretendo saber lo que es.

— Entonces, déjeme que le hable otra vez. Le avisaré.

— Bien. -Grant se levantó para marcharse, luego, como si lo pensara mejor, añadió-: Podría decirle, doctor, que si usted no hace nada, la Comisión se propone quitarle al doctor Ralson de las manos.

— ¿Y probar con otro psiquiatra? Si esto es lo que desean, por supuesto, no me cruzaré en su camino. No obstante, en mi opinión, no hay un solo médico que pretenda que existe una cura rápida.

— A lo mejor no intentamos seguir con el tratamiento psiquiátrico. Puede que, simplemente, le devuelvan al trabajo.

— Esto, doctor Grant, no lo permitiré. No sacarán nada de él. Será su muerte.

— De todos modos, así tampoco sacamos nada de él.

— Pero, de este modo existe una probabilidad, ¿no cree?

— Así lo espero. A propósito, por favor, no mencione que yo le he dicho que piensan llevarse a Ralson.

— No lo haré, y gracias por advertirme.

— La última vez me porté como un imbécil, ¿no es verdad, doctor? -preguntó Ralson ceñudo.

— ¿Quiere decir que no cree lo que dijo entonces?

— ¡Ya lo creo! -El cuerpo frágil de Ralson se estremeció con la intensidad de su afirmación. Corrió hacia la ventana y Blaustein giró en su sillón para no perderle de vista. Había rejas en la ventana. No podía saltar. El cristal era irrompible. Caía la tarde y las estrellas empezaban a aparecer. Ralson las contempló fascinado, después se volvió a Blaustein con el dedo en alto.

— Cada una de ellas es una incubadora. Mantienen la temperatura al grado deseado. Para experimentos diferentes, temperatura diferente. Y los planetas que las rodean son enormes cultivos que contienen distintas mezclas nutrientes y distintas formas de vida. Los investigadores también son parte económica, sean quienes sean o lo que sean. Han cultivado diferentes formas de vida en ese tubo de ensayo especial. Los dinosaurios en una época húmeda y tropical, nosotros en una época interglacial. Enfocan el sol arriba y abajo, y nosotros tratando de averiguar la física que lo mueve. ¡Física! Descubrió los dientes en una mueca despectiva.

— Pero -objetó el doctor Blaustein- es imposible que el sol pueda enfocarse arriba y abajo a voluntad.

— ¿Por qué no? Es como un elemento de calor en un horno. ¿Cree que las bacterias saben qué es lo que mueve el calor que llega a ellas? ¡Quién sabe! Puede que también ellas desarrollen sus teorías. Puede que tengan sus cosmogonías sobre catástrofes cósmicas en las que una serie de bombillas al estrellarse crean hileras de recipientes Petri. Puede que piensen que debe haber un creador bienhechor que les proporciona comida y calor y les dice: «¡Creced y multiplicaos!» Crecemos como ellas sin saber por qué. Obedecemos las llamadas leyes de la Naturaleza que son solamente nuestra interpretación de las incomprensibles fuerzas que se nos han impuesto. »Y ahora tienen entre sus manos el mayor experimento de todos los tiempos. Lleva en marcha doscientos años. En Inglaterra en el siglo xviii, supongo, decidieron desarrollar una fuerza que probara la aptitud mecánica. Lo llamamos la Revolución Industrial. Empezó por el vapor, pasó a la electricidad, luego a los átomos. Fue un experimento interesante, pero se arriesgaron mucho al dejar que se extendiera. Por ello es por lo que tendrán que ser muy drásticos para ponerle fin. Blaustein preguntó:

— ¿Y cómo podrían terminarlo? ¿Tiene usted idea de cómo hacerlo?

— Me pregunta cómo se proponen terminarlo. Mire a su alrededor en el mundo de hoy y seguirá preguntándose qué puede acabar con nuestra época tecnológica. Toda la Tierra teme una guerra atómica y haría cualquier cosa para evitarla; sin embargo, toda la Tierra sospecha que la guerra atómica es inevitable.

— En otras palabras, que los que experimentan organizaran una guerra atómica, queramos o no, para destruir la era tecnológica en que nos encontramos y empezar de nuevo. ¿No es así?

— Sí. Y es lógico. Cuando esterilizamos un instrumento, ¿conocen los gérmenes de dónde viene el calor que los mata? ¿O qué lo ha provocado? Los experimentadores tienen medios para elevar la temperatura de nuestras emociones; un modo de manejarnos que sobrepasa nuestra comprensión.

— Dígame, ¿es por esta razón por la que quiere morir? -rogó Blaustein-. ¿Porque piensa que la destrucción de la civilización se acerca y no puede detenerse?

— Yo no quiero morir -protestó Ralson, con la tortura reflejada en sus ojos-. Es que debo morir. Doctor, si tuviera usted un cultivo de gérmenes altamente peligrosos que tuviera que mantener bajo absoluto control, ¿no tendría un medio agar impregnado de, digamos, penicilina, en un círculo y a cierta distancia del centro de inoculación? Todo germen que se alejara demasiado del centro, moriría. No sentiría nada por los gérmenes que murieran, ni siquiera tendría por qué saber, en principio, que ciertos gérmenes se habrían alejado tanto. Todo seria puramente automático. »Doctor, hay un círculo de penicilina alrededor de nuestro intelecto. Cuando nos alejamos demasiado, cuando penetramos el verdadero sentido de nuestra propia existencia, hemos alcanzado la penicilina y debemos morir. Es lento…, pero es duro, seguir viviendo. -Inició una breve sonrisa triste. Después añadió-: ¿Puedo volver a mi habitación ahora, doctor? El doctor Blaustein fue a la habitación de Ralson al día siguiente a mediodía. Era una habitación pequeña y sin carácter, de paredes grises y acolchadas. Dos pequeñas ventanas se abrían en lo alto de uno de los muros y era imposible llegar a ellas. El colchón estaba directamente colocado encima del suelo, acolchado también. No había nada de metal en la estancia; nada que pudiera utilizarse para arrancar la vida corporal. Incluso las uñas de Ralson estaban muy cortadas.

— ¡Hola! -exclamó Ralson incorporándose.

— Hola, doctor Ralson. ¿Puedo hablar con usted?

— ¿Aquí? No puedo ofrecerle ni siquiera un asiento.

— No importa. Me quedaré de pie. Mi trabajo es sedentario y es bueno para mí estar de pie algún tiempo. Durante toda la noche he estado pensando en lo que me dijo ayer y los días anteriores.

— Y ahora va a aplicarme un tratamiento para que me desprenda de lo que usted piensa que son delirios.

— No. Sólo deseo hacerle unas preguntas y quizás indicarle algunas consecuencias de sus teorías que…, ¿me perdonará…?, tal vez no se le hayan ocurrido.

— ¿Oh?

— Verá, doctor Ralson, desde que me explicó sus teorías yo también sé lo que usted sabe. Pero en cambio, no pienso en el suicidio.

— Creer es algo más que intelectual, doctor. Tendría que creer esto con todas sus consecuencias, lo que no es así.

— ¿No piensa usted que quizá sea más bien un fenómeno de adaptación?

— ¿Qué quiere decir?

— Doctor Ralson, usted no es realmente un biólogo. Y aunque es usted muy brillante en Física, no piensa en todo con relación a esos cultivos de bacterias que utiliza como analogía. Sabe que es posible producir unos tipos de bacterias que son resistentes a la penicilina, a cualquier veneno o a otras bacterias.

— ¿Y bien?

— Los experimentadores que nos han creado han estado trabajando varias generaciones con la Humanidad, ¿no? Y ese tipo que han estado cuitivando por espacio de dos siglos no da señales de que vaya a morir espontáneamente. En realidad, es un tipo vigoroso y muy infeccioso. Otros tipos de cultivos más antiguos fueron confinados a ciudades únicas o a pequeñas áreas y duraron sólo una o dos generaciones. La de ahora, se está extendiendo por todo el mundo. Es un tipo muy infeccioso. ¿No cree que pueda haberse hecho inmune a la penicilina? En otras palabras, los métodos que los experimentadores utilizan para eliminar los cultivos pueden haber dejado de funcionar, ¿no cree? Ralson movió la cabeza:

— Es lo que me preocupa.

— Quizá no sea usted inmune. O puede haber tropezado con una fuerte concentración de penicilina. Piense en toda la gente que ha estado tratando de eliminar la lucha atómica y establecer cierta forma de gobierno y una paz duradera. El esfuerzo ha aumentado recientemente, sin resultados demasiado desastrosos.

— Pero esto no va a impedir la guerra atómica que se acerca.

— No, pero quizás un pequeño esfuerzo más es todo lo que hace falta. Los abogados de la paz no se matan entre sí. Más y más humanos son inmunes a los investigadores. ¿Sabe lo que están haciendo ahora en el laboratorio?

— No quiero saberlo.

— Debe saberlo. Están tratando de inventar un campo de energía que detenga la bomba atómica. Doctor Ralson, si yo estoy cultivando una bacteria virulenta y patológica, puede ocurrir que, por más precauciones que tome, en un momento u otro inicie una plaga. Puede que para ellos seamos bacterias, pero somos peligrosos para ellos también o no tratarían de eliminarnos tan cuidadosamente después de cada experimento.

-Son lentos, ¿no? Para ellos mil años son como un día. Para cuando se den cuenta que estamos fuera del cultivo, más allá de la penicilina, será demasiado tarde para que puedan pararnos. Nos han llevado al átomo, y si tan sólo podemos evitar utilizarlo en contra nuestra, podemos resultar muy difíciles incluso para los investigadores. Ralson se puso en pie. Aunque era pequeño, su estatura sobrepasaba en unos centímetros a Blaustein. De repente preguntó:

-¿Trabajan realmente en un campo de energía?

-Lo están intentando. Pero le necesitan.

-No. No puedo.

-Lo necesitan a fin de que usted pueda ver lo que es tan obvio para usted, y que para ellos no lo es. Recuérdelo, o su ayuda o la derrota del hombre por los investigadores. Ralson se alejó unos pasos, contemplando la pared desnuda, acolchada. Masculló entre dientes:

-Pero es necesaria la derrota. Si construyen un campo de energía significa la muerte de todos ellos antes de que lo terminen.

-Algunos de ellos, o todos, pueden ser inmunes, ¿no cree? Y, en todo caso, morirán todos. Lo están intentando.

-Trataré de ayudarles -dijo Ralson.

-¿Aún quiere matarse?

-Sí.

-Pero tratará de no hacerlo, ¿verdad?

-Lo intentaré, doctor. -Le temblaron los labios-. Tendrán que vigilarme.

Blaustein subió la escalera y presentó el pase al guardia del vestíbulo. Ya había sido registrado en la verja exterior, pero ahora él, su pase y la firma volvían a ser revisados. Un instante después, el guardia se retiró a su cabina y llamó por teléfono. La respuesta le satisfizo. Blaustein se sentó y al cabo de medio minuto volvía a estar de pie y estrechaba la mano del doctor Grant.

— El Presidente de los Estados Unidos tendría dificultades para entrar aquí, ¿no? ­preguntó Blaustein.

— Tiene razón -sonrió el físico-, sobre todo si llega sin avisar. Tomaron un ascensor y subieron doce pisos. El despacho al que Grant le condujo tenía ventanales en tres direcciones. Estaba insonorizado y con aire acondicionado. Su mobiliario de nogal estaba finamente tallado.

— ¡Cielos! -exclamó Blaustein-. Es como el despacho del presidente de un Consejo de Administración. La ciencia se está volviendo un gran negocio. Grant pareció turbado.

— Sí, claro, pero el dinero del Gobierno mana fácilmente y es difícil persuadir a un congresista de que el trabajo de uno es importante a menos que pueda ver, oler y tocar la madera tallada. Blaustein se sentó y sintió que se hundía blandamente. Dijo:

— El doctor Elwood Ralson ha accedido a volver a trabajar.

— Estupendo. Esperaba que me lo dijera. Esperaba que ésta fuera la razón de su visita. Como inspirado por la noticia, Grant ofreció un puro al psiquiatra, que lo rehusó.

— Sin embargo -dijo Blaustein-, sigue siendo un hombre muy enfermo. Tendrán que tratarle con suma delicadeza y comprensión.

— Claro. Naturalmente.

— No es tan sencillo como parece creer. Quiero contarle algo de los problemas de Ralson, para que comprenda en toda su realidad lo delicada que es la situación. Siguió hablando y Grant le escuchó primero preocupado, luego estupefacto.

— Pero este hombre ha perdido la cabeza, doctor Blaustein. No nos será de ninguna utilidad. Está loco.

— Depende de lo que usted entienda por «loco» -replicó Blaustein encogiéndose de hombros-. Es una palabra fea; no la emplee. Divaga, eso es todo. Que eso pueda o no afectar sus especiales talentos, no puede saberse.

— Pero es obvio que ningún hombre en sus cabales podría…

— ¡Por favor! ¡Por favor! No nos metamos en discusiones sobre definiciones psiquiátricas de locura. El hombre tiene delirios y, generalmente, no me molestaría en considerarlos. El caso es que se me ha dado a entender que la especial habilidad del hombre reside en su modo de proceder a la solución de un problema que, al parecer, está fuera de la razón normal. Es así, ¿no?

— Sí. Debo admitirlo.

— ¿Cómo juzgar el valor de una de sus conclusiones? Déjeme que le pregunte, ¿tiene usted impulsos suicidas últimamente?

— No, claro que no.

— ¿Y alguno de los científicos de aquí?

— Creo que no.

— No obstante, le sugiero que mientras se lleva a cabo la investigación del campo de energía, los científicos involucrados sean vigilados aquí y en sus casas. Incluso sería una buena idea que no fueran a sus casas. En dependencias como éstas es fácil organizar un pequeño dormitorio…

— ¡Dormir donde se trabaja! Nunca conseguirá que lo acepten.

— ¡Oh, sí! Si no les dice la verdadera razón y les asegura que es por motivos de seguridad, lo aceptarán. «Motivos de seguridad» es una frase maravillosa hoy en día. ¿no cree? Ralson debe ser vigilado más y mejor que nadie.

— Naturalmente.

— Pero nada de eso tiene importancia. Es algo que hay que hacer para tranquilizar mi conciencia en caso de que las teorías de Ralson sean correctas. En realidad no creo en ellas. Son delirios, pero una vez aceptados, es necesario preguntarse cuáles son las causas de esos delirios. ¿Que hay en la mente de Ralson?, ¿qué hay en su pasado? ¿Qué hay en su vida que hace necesario que tenga esos delirios? Es algo que no se puede contestar sencillamente. Tal vez tardaríamos años en constantes psicoanálisis para descubrir la respuesta. Y, hasta que no consigamos la respuesta, no se curará. »Entretanto podemos adelantar alguna conjetura. Ha tenido una infancia desgraciada que, de un modo u otro, le ha hecho enfrentarse con la muerte de una forma muy desagradable. Además, nunca ha sido capaz de asociarse con otros niños ni, al hacerse mayor, con otros hombres. Siempre ha demostrado impaciencia ante los razonamientos lentos. Cualquier diferencia existente entre su mente y la de los demás, ha creado entre él y la sociedad un muro tan fuerte como el campo de energía que tratan de proyectar. Y por razones similares ha sido incapaz de disfrutar de una vida sexual normal. Jamás se ha casado, jamás ha tenido novias. »Es fácil adivinar que podría fácilmente compensarse de todo ello, de su fracaso en ser aceptado por su medio social, refugiéndose en la idea de que los otros seres humanos son inferiores a él. Lo cual es cierto, claro, en lo que se refiere a su mentalidad. Hay, naturalmente, muchas facetas en la personalidad humana y en algunas de ellas no es superior. Nadie lo es. Pero hay otros, como él, más proclives a ver sólo lo que es inferior, y que no aceptarían ver afectada su posición preeminente. Le considerarían peculiar, incluso cómico, lo que provocaría que Ralson creyera de suma importancia demostrar lo pobre e inferior que es la especie humana. ¿Cómo podría mostrárnoslo mejor que demostrando que la Humanidad es simplemente un tipo de bacterias para otros seres superiores que experimentan con ella? Así sus impulsos suicidas no serían sino un deseo loco de apartarse por completo de ser hombre, de detener esta identificación con la especie miserable que ha creado en su mente. ¿Se da cuenta? Grant asintió:

— Pobre hombre.

— Sí, es una lástima. Si en su infancia se le hubiera tratado debidamente… Bien, en todo caso, es mejor que el doctor Ralson no tenga el menor contacto con los otros hombres de aquí. Está demasiado enfermo para dejarle con ellos. Usted debe arreglárselas para ser el único que le vea, que hable con él. El doctor Ralson lo ha aceptado. Al parecer, cree que usted no es tan estúpido como los otros. Grant sonrió débilmente.

— Bien, me conviene.

— Por supuesto, deberá ser muy cuidadoso. Yo no discutiría de nada con él, excepto de su trabajo. Si voluntariamente le informa de sus teorías, que no lo creo, limitese a vaguedades y márchese. Y en todo momento, esconda lo que sea cortante o puntiagudo. No le deje acercarse a las ventanas. Trate de que sus manos estén siempre a la vista. Sé que me comprende. Dejo a mi paciente en sus manos, doctor Grant.

— Lo haré lo mejor que pueda, doctor Blaustein.

Dos meses enteros vivió Ralson en un rincón del despacho de Grant, y Grant con él. Se pusieron rejas en las ventanas, se retiraron los muebles de madera y se cambiaron por sofás acolchados. Ralson pensaba en el sofá y escribía sobre una carpeta apoyada a un almohadón.

El «Prohibida la entrada» era un letrero fijo en el exterior del despacho. Las comidas se las dejaban fuera. El cuarto de baño adyacente se reservaba para uso particular y se retiró la puerta que comunicaba con el despacho. Grant se afeitaba con maquinilla eléctrica. Comprobaba que Ralson tomara pastillas para dormir todas las noches, y esperaba a que se durmiera antes de dormirse él. Todos los informes se entregaban a Ralson. Los leía mientras Grant vigilaba aparentando no hacerlo. Luego Ralson los dejaba caer y se quedaba mirando al techo, cubriéndose los ojos con una mano.

— ¿Algo? -preguntaba Grant. Ralson meneaba negativamente la cabeza. Grant le dijo:

— Oiga, haré que se vacíe el edificio en el cambio de turno. Es muy importante que vea alguno de los aparatos experimentales que hemos estado montando. Así lo hicieron, recorrieron, como fantasmas, los edificios iluminados y desiertos, cogidos de la mano. Siempre cogidos de la mano. La mano de Grant era firme. Pero, después de cada recorrido, Ralson seguía negando con la cabeza. Una media docena de veces se ponía a escribir; hacía unos garabatos y terminaba dando una patada al almohadón. Hasta que, por fin, se puso a escribir de nuevo y llenó rápidamente media página. Grant, maquinalmente, se acercó. Ralson levantó la cabeza y cubrió la hoja con mano temblorosa. Ordenó:

— Llame a Blaustein.

— ¿Cómo?

— He dicho que llame a Blaustein. Tráigale aquí. ¡Ahora! Grant se precipitó al teléfono. Ralson escribía ahora rápidamente, deteniéndose sólo para secarse la frente con la mano. La apartaba mojada. Levantó la vista y preguntó con voz cascada:

— ¿Viene ya? Grant pareció preocupado al responderle:

— No está en su despacho.

— Búsquele en su casa. Tráigale de donde esté. Utilice este teléfono. No juegue con él. Grant lo utilizó; y Ralson cogió otra página. Cinco minutos después, dijo Grant:

— Ya viene. ¿Qué le pasa? Parece enfermo. Ralson hablaba con suma dificultad.

— Falta tiempo…, no puedo hablar… Estaba escribiendo, marcando, garabateando, trazando diagramas temblorosos. Era como si empujara sus manos, como si luchara con ellas.

— ¡Dícteme! -insistió Grant-. Yo escribiré. Ralson le apartó. Sus palabras eran ininteligibles. Se sujetaba la muñeca con la otra mano, empujándola como si fuera una pieza de madera, al fin se derrumbó sobre sus papeles. Grant se los sacó de debajo y tendió a Ralson en el sofá. Le contemplaba inquieto, desesperado, hasta que llegó Blaustein. Éste le echó una mirada:

— ¿Qué ha ocurrido?

— Creo que está vivo -dijo Grant, pero para entonces Blaustein ya lo había comprobado por su cuenta; y Grant le explicó lo ocurrido. Blaustein le puso una inyección y esperaron. Cuando Ralson abrió los ojos parecía ausente. Gimió.

— ¡Ralson! -llamó Blaustein inclinándose sobre él. Las manos del enfermo se tendieron a ciegas y agarraron al psiquiatra:

— ¡Doctor, lléveme!

— Lo haré. Ahora mismo. Quiere decir que ha solucionado lo del campo de energía, ¿verdad?

— Está en los papeles. Grant lo tiene en los papeles. Grant los sostenía y los hojeaba dubitativo. Ralson insistió con voz débil:

— No está todo. Es todo lo que puedo escribir. Tendrá que conformarse con eso. Sáqueme de aquí, doctor.

— Espere -intervino Grant, y murmuró impaciente al oído de Blaustein-: ¿No puede dejarle aquí hasta que probemos esto? No puedo descifrar gran cosa. La escritura es ilegible. Pregúntele qué le hace creer que esto funcionará.

— ¿Preguntarle? -murmuró Blaustein-. ¿No es él quien siempre lo resuelve todo?

— Venga, pregúntemelo -dijo Ralson, que lo había oído desde donde estaba echado. De pronto sus ojos se abrieron completamente y lanzaban chispas. Los dos hombres se volvieron. Les dijo:

— Ellos no quieren un campo de energía. ¡Ellos! ¡Los investigadores! Mientras no lo comprendí bien, las cosas se mantuvieron tranquilas. Pero yo no había seguido la idea, esa idea que está ahí, en los papeles… No bien empecé a seguirla, por unos segundos sentí…, sentí…, doctor…

— ¿Qué es? -preguntó Blaustein. Ralson ahora hablaba en un murmullo:

— Estoy metido en la penicilina. Sentí que me iba hundiendo en ella a medida que iba escribiendo. Nunca llegué tan al fondo. Por eso supe que había acertado. Lléveme.

— Tengo que llevarmelo, Grant. No hay otra alternativa. Si puede descifrar lo que ha escrito, magnífico. Si no puede hacerlo, no puedo ayudarle. Este hombre no puede trabajar más en el campo de energía o moriría, ¿lo entiende?

— Pero -objetó Grant- está muriendo de algo imaginario.

— De acuerdo. Diga que así es, pero morirá de todos modos. Ralson volvía a estar inconsciente y por eso no oyó nada. Grant le miró, sombrío y terminó diciendo:

— Bien, lléveselo pues. Diez de los hombres más importantes del Instituto contemplaron malhumorados cómo se iba proyectando placa tras placa sobre la pantalla iluminada. Grant les miró con dureza, ceñudo.

— Creo que la idea es suficientemente simple -les dijo-. Son ustedes matemáticos e ingenieros. Los garabatos pueden parecer ilegibles, pero se hicieron exponiendo una idea. Esta idea está contenida en lo escrito, aunque distorsionada. La primera página es bastante clara. Debería ser un buen indicio. Cada uno de ustedes se fijará en las páginas una y otra vez. Van a escribir la posible versión de cada página como les parezca que debiera ser. Trabajarán independientemente. No quiero consultas. Uno de ellos preguntó:

— ¿Cómo sabe que tiene algún sentido, Grant?

— Porque son las notas de Ralson.

— ¡Ralson! Yo creía que estaba…

— Pensó que estaba enfermo -terminó Grant. Tuvo que alzar la voz por encima del barullo de conversaciones-. Lo sé. Lo está. Ésta es la escritura de un hombre que estaba medio muerto. Es lo único que obtendremos de Ralson. Por alguna parte de estos garabatos está la respuesta al problema del campo de energía. Si no podemos descifrarlo, tardaremos lo menos diez años buscándolo por otra parte. Se enfrascaron en su trabajo. Pasó la noche. Pasaron otras dos noches. Tres noches… Grant miró los resultados. Sacudió la cabeza:

— Aceptaré la palabra de ustedes de que todo esto tiene sentido, pero no puedo decir que lo comprenda. Lowe, que en ausencia de Ralson hubiera sido fácilmente considerado el mejor ingeniero nuclear del Instituto, se encogió de hombros:

— Tampoco está muy claro para mí. Si funciona, no ha explicado la razón.

— No tuvo tiempo de explicar nada. ¿Puede construir el generador tal como él lo describe?

— Puedo probarlo.

— ¿No quiere mirar para nada las versiones de las otras páginas?

— Las demás versiones son definitivamente inconsistentes.

— ¿Volverá a comprobarlo?

— Claro.

— ¿Y se puede empezar a construir?

— Pondré el taller en marcha. Pero le diré francamente que me siento pesimista.

— Lo sé. Yo también.

La cosa fue creciendo. Ray Ross, jefe de mecánicos, fue puesto al frente de la construcción, y dejó de dormir. A cualquier hora del día o de la noche se le encontraba allí, rascándose la calva. Solamente una vez se atrevió a preguntar:

— ¿Qué es, doctor Lowe? Jamás vi nada parecido. ¿Qué se figura que va a ser?

— Sabe usted de sobra dónde se encuentra, Ross -dijo Lowe-. Sabe que aquí no hacemos preguntas. No vuelva a preguntar. Ross no volvió a preguntar. Se sabia que aborrecía la estructura que se estaba construyendo. La llamaba fea y antinatural. Pero siguió con ella. Blaustein fue de visita un día. Grant preguntó:

— ¿Cómo está Ralson?

— Mal. Quiere asistir a las pruebas del proyector de campo que él diseñó. Grant titubeó.

— Deberíamos dejarle. Al fin y al cabo es suyo.

— Tendré que ir con él. Grant pareció apesadumbrado.

— Puede resultar peligroso, ¿sabe? Incluso en una prueba piloto, estaremos jugando con energías tremendas.

— No será más peligroso para nosotros que para usted -objetó Blaustein.

— Está bien. La lista de observadores tendrá que ser revisada por la Comisión y por el FBI, pero les incluiré.

Blaustein miró a su alrededor. El proyector de campo estaba asentado en el mismísimo centro del inmenso laboratorio de pruebas, pero todo lo demás había sido retirado. No había conexión visible con el montón del plutonio que servía de fuente de energía, pero por lo que el psiquiatra oía a su alrededor -sabia bien que no debía interrogar a Ralson-, la conexión se establecía por debajo. Al principio, los observadores habían rodeado la máquina, hablando en términos incomprensibles, pero ya se apartaban. La galería se estaba llenando. Había por lo menos tres hombres con uniforme de general y un verdadero «ejército» de militares de menor graduación. Blaustein eligió un sitio aún desocupado junto a la barandilla; sobre todo por Ralson.

— ¿Todavía piensa que le gustaría quedarse? -le preguntó. Dentro del laboratorio hacía calor, pero Ralson llevaba el gabán con el cuello levantado. Blaustein pensaba que importaba poco. Dudaba que alguno de los antiguos conocidos de Ralson le reconocieran ahora. Ralson contestó:

— Me quedaré. Blaustein estaba encantado. Quería ver la prueba. Se volvió al oír una voz nueva:

— Hola, doctor Blaustein. Por unos segundos Blaustein no pudo situarlo, luego exclamó:

— Ah, inspector Darrity. ¿Qué está usted haciendo aquí?

— Exactamente lo que supone -dijo señalando a los observadores-. No hay forma de vigilarlos y poder estar seguro de no cometer errores. Una vez estuve tan cerca de Klaus Fuchs como lo estoy de usted ahora-. Lanzó el cortaplumas al aire y lo recuperó con destreza.

— Ah, claro. ¿Dónde podemos encontrar absoluta seguridad? ¿Qué hombre puede confiar incluso en su propio subconsciente? Y ahora no se moverá de mi lado, ¿verdad?

— Tal vez -sonrió Darrity-. Estaba usted muy ansioso de meterse aquí dentro, ¿no es cierto?

— No por mí, inspector. Y, por favor, guárdese el cortaplumas. Darrity se volvió sorprendido en dirección al leve gesto de la mano de Blaustein. Silbó entre dientes.

— Hola, doctor Ralson -saludó.

— Hola -dijo Ralson con dificultad. Blaustein no pareció sorprendido por la reacción del inspector. Ralson había perdido más de diez kilos desde su regreso al sanatorio. Su rostro arrugado estaba amarillento; era la cara de un hombre que salta de pronto a los sesenta años. Blaustein preguntó:

— ¿Empezará pronto la prueba?

— Parece que se disponen a empezar -contestó Darrity Volvió y se apoyó en la barandilla. Blaustein cogió a Ralson por el codo y empezó a llevárselo, pero Darrity dijo a media voz:

— Quédese aquí, doctor. No quiero que anden por ahí. Blaustein miró al laboratorio. Había hombres de pie con el aspecto de haberse vuelto de piedra. Pudo reconocer a Grant, alto y flaco, moviendo lentamente la mano en el gesto de encender un cigarrillo, pero cambiando de opinión se guardó el mechero y el pitillo en uno de los bolsillos. Los jóvenes apostados en el tablero de control esperaban, tensos. Entonces se oyó un leve zumbido y un vago olor a ozono llenó el aire. Ralson exclamó, ronco:

— ¡Miren! Blaustein y Darrity siguieron la dirección del dedo. El proyector pareció fluctuar. Fue como si entre ellos y el proyector surgiera aire caliente. Bajó una bola de hierro con movimiento pendular fluctuante y cruzó el área.

— Ha perdido velocidad, ¿no? -preguntó excitado Blaustein. Ralson movió la cabeza afirmativamente.

— Están midiendo la altura de elevación del otro lado para calcular la pérdida de impulso. ¡Idiotas! Les dije que funcionaría. Hablaba con mucha dificultad.

— Limítese a observar, doctor Ralson -aconsejó Blaustein-. No debería excitarse innecesariamente. El péndulo fue detenido a mitad de camino, recogido. La fluctuación del proyector se hizo un poco más intensa y la esfera de hierro volvió a trazar su arco hacia abajo. Esto una y otra vez, hasta que la esfera fue interrumpida de una sacudida. Hacía un ruido claramente audible al topar con las vibraciones. Y, eventualmente, rebotó. Primero pesadamente y después resonando al topar como si fuera contra acero, de tal forma que el ruido lo llenaba todo. Recogieron el péndulo y ya no lo utilizaron más. El proyector apenas podía verse tras la bruma que lo envolvía. Grant dio una orden y el olor a ozono se hizo más acusado y penetrante. Los observadores reunidos gritaron al unísono, cada uno dirigiéndose a su vecino. Doce dedos señalaban. Blaustein se inclinó sobre la barandilla tan excitado como los demás. Donde había estado el proyector había ahora solamente un enorme espejo semiglobular. Estaba perfecta y maravillosamente limpio. Podía verse en él un hombrecito de pie en un pequeño balcón que se curvaba a ambos lados. Podía ver las luces fluorescentes reflejadas en puntos de iluminación resplandeciente. Era maravillosamente claro. Se encontró gritando:

— Mire, Ralson. Está reflejando energía. Refleja las ondas de luz como un espejo. Ralson… -Se volvió-. ¡Ralson! Inspector, ¿dónde está Ralson? Darrity se giró en redondo.

— No le he visto… -Miró a su alrededor, asustado-. Bueno, no podrá huir. No hay forma de salir de aquí ahora. Vaya por el otro lado. -Cuando se tocó el pantalón, rebuscó en el bolsillo y exclamó-: ¡Mi cortaplumas ha desaparecido! Blaustein le encontró. Estaba dentro del pequeño despacho de Hal Ross. Daba al balcón pero, claro, en aquellas circunstancias estaba vacio. El propio Ross no era siquiera uno de los observadores. Un jefe de mecánicos no tiene por qué observar. Pero su despacho serviría a las mil maravillas para el punto final de la larga lucha contra el suicidio. Blaustein, mareado, permaneció un momento junto a la puerta, después se volvió. Miró a Darrity cuando éste salía de un despacho similar a unos metros por debajo del balcón. Le hizo una seña y Darrity llegó corriendo. El doctor Grant temblaba de excitación. Ya había dado dos chupadas a dos cigarrillos pisándolos inmediatamente. Rabuscaba ahora para encontrar el tercero. Decía:

— Esto es más de lo que cualquiera de nosotros podría esperar. Mañana lo probaremos con fuego de cañón. Ahora estoy completamente seguro del resultado, pero estaba planeado, y lo llevaremos a cabo. Nos saltaremos las armas pequeñas y empezaremos a nivel de bazooka. O, tal vez, no. Quizá tuviéramos que construir una enorme estructura para evitar, el problema del rebote de proyectiles. Tiró el tercer cigarrillo. Un general comentó: Lo que tendríamos que probar es, literalmente, un bombardeo atómico, claro. Naturalmente. Ya se han tomado medidas para levantar una pseudociudad en Eniwetok. Podríamos montar un generador en aquel punto y soltar la bomba. Dentro, meteríamos animales. ¿Y cree realmente que si montamos un campo de plena energía, contendría la bomba?

— No es exactamente esto, general. No se percibe ningún campo hasta que la bomba cae. La radiación del plutonio formaría la energía del campo antes de la explosión. Lo mismo que hemos hecho aquí en la última fase. Eso es la esencia de todo.

— ¿Sabe? -objetó un profesor de Princeton-, yo veo inconvenientes también. Cuando el campo está en plena energía, cualquier cosa que esté protegiendo se encuentra en la más total oscuridad, por lo que se refiere al Sol. Además, se me antoja que el enemigo puede adoptar la práctica de sellar misiles radiactivos inofensivos para que se dispare el campo de vez en cuando. No tendría el menor valor y seria en cambio para nosotros un desgaste considerable.

— Podemos soportar todo tipo de tonterías. Ahora que el problema principal ha sido resuelto, no me cabe la menor duda de que estas dificultades se resolverán. El observador británico se había abierto paso hacia Grant y le estrechaba las manos, diciéndole:

— Ya me siento mejor respecto a Londres. No puedo evitar el desear que su Gobierno me permita ver los planos completos. Lo que he presenciado me parece genial. Ahora, claro, parece obvio, pero, ¿cómo pudo ocurrírsele a alguien? Grant sonrió.

— Ésta es una pregunta que se me ha hecho antes respecto a los inventos del doctor Ralson… Se volvió al sentir una mano sobre su hombro.

— ¡Ah, doctor Blaustein! Casi se me había olvidado. Venga, quiero hablar con usted. Arrastró al pequeño psiquiatra a un lado y le dijo al oído:

— Oiga, ¿puede usted convencer al doctor Ralson de que debo presentarle a toda esa gente? Éste es su triunfo.

— Ralson está muerto -dijo Blaustein.

— ¿Qué?

— ¿Puede dejar a esta gente por un momento?

— Sí…, sí…, caballeros, ¿me permiten unos minutos? Y salió rápidamente con Blaustein. Los federales se habían hecho cargo de la situación. Sin llamar la atención, bloqueaban ya la entrada al despacho de Ross. Fuera estaban los asistentes comentando la respuesta a Alamogordo que acababan de presenciar. Dentro, ignorado por ellos, está la muerte del que respondió. La barrera de guardianes se separó para permitir la entrada a Grant y Blaustein. Tras ellos volvió a cerrarse otra vez. Grant levantó la sábana, por un instante, y comentó:

— Parece tranquilo.

— Yo diría…, feliz: -dijo Blaustein. Darrity comentó, inexpresivo.

— El arma del suicidio fue mi cortaplumas. La negligencia fue mía; informaré en este sentido.

— No, no -cortó Blaustein-, seria inútil. Era mi paciente y yo soy el responsable. De todos modos, no hubiera vivido más allá de otra semana. Desde que inventó el proyector, fue un moribundo.

— ¿Cuánto hay que entregar al archivo federal de todo esto? -preguntó Grant-. ¿No podríamos olvidar todo eso de su locura?

— Me temo que no, doctor Grant -declaró Darrity.

— Le he contado toda la historia -le confesó Blaustein con tristeza. Grant miró a uno y otro.

— Hablaré con el director. Llegaré hasta el Presidente, si es necesario. No veo la menor necesidad de que se mencione ni el suicidio, ni la locura. Se le concederá la máxima publicidad como a inventor del proyector del campo de energía. Es lo menos que podemos hacer por él -dijo rechinando los dientes.

— Dejó una nota -anunció Blaustein.

— ¿Una nota? Darrity le entregó un pedazo de papel, diciéndole:

— Los suicidas suelen hacerlo siempre. Ésta es una de las razones por las que el doctor me contó lo que realmente mató a Ralson. La nota iba dirigida a Blaustein y decía así:

«El proyector funciona; sabía que así sería. He cumplido lo acordado. Ya lo tienen y no me necesitan más. Así que me iré. No debe preocuparse por la raza humana, doctor. Tenía usted razón. Nos dejaron vivir demasiado tiempo; han corrido demasiados riesgos. Ahora hemos salido del cultivo y ya no podrán detenernos. Lo sé. Es lo único que puedo decir. Lo sé.» Había firmado con prisa y debajo había otra línea garabateada, que decía: «Siempre y cuando haya suficientes hombres resistentes a la penicilina.» Grant hizo ademán de arrugar el papel, pero Darrity alargó al instante la mano.

— Para el informe, doctor. Grant le entregó el papel y murmuró:

— ¡Pobre Ralson! Murió creyendo en todas esas bobadas.

— En efecto -afirmó Blaustein-, a Ralson se le hará un gran entierro, supongo, y lo de su invento será publicado sin hablar de locura ni de suicidio. Pero los hombres del Gobierno seguirán interesándose por sus teorías locas. Mas, tal vez no sean tan locas, ¿eh, Darrity?

— No sea ridículo, doctor -cortó Grant-. No hay un solo científico entre los dedicados a este trabajo que haya mostrado la menor inquietud.

— Cuéntaselo, Darrity -aconsejó Blaustein.

— Ha habido otro suicidio. No, no, ninguno de los científicos. Nadie con título universitario. Ocurrió esta mañana e investigamos porque pensamos que podría tener cierta relación con la prueba de hoy. No parecía que la hubiera y estábamos decididos a callarlo hasta que terminaran todas las pruebas. Sólo que ahora sí que parece que haya una conexión.

— El hombre que murió era solamente un hombre con esposa y tres hijos. Ninguna historia de enfermedad mental. Se tiró debajo de un coche. Tenemos testigos y es seguro que lo hizo adrede. No murió instantáneamente y le buscaron un médico. Estaba terriblemente destrozado, pero sus últimas palabras fueron: «Ahora me siento mucho mejor». Y murio.

— Pero, ¿quién era? -preguntó Grant.

— Hal Ross. El hombre que en realidad construyó el proyector. El hombre en cuyo despacho nos encontramos. Blaustein se acercó a la ventana. Sobre el cielo oscuro de la tarde brillaban las estrellas.

— El hombre no sabia nada de las teorías de Ralson -explicó-. Jamás había hablado con él. Me lo ha dicho Darrity. Los científicos son probablemente resistentes como un todo. Deben serlo o pronto se verían apartados de su profesión. Ralson era una excepción, un hombre sensible a la penicilina, pero decidido a quedarse. Y ya ven lo que le ha ocurrido. Pero qué hay de los demás; aquellos que siguieron el camino de la vida, donde no se va arrancando a los sensibles a la penicilina; ¿cuánta humanidad es resistente a la penicilina?

— ¿Usted cree a Ralson? -preguntó Grant, horrorizado.

— No podría decirlo. Blaustein contempló las estrellas. ¿Incubadoras?

Isaac Asimov: Sueños de robot. Cuento

0— Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente. Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

— ¿Ha oído esto? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo dije. Era joven menuda y de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez. Calvin asintió y ordenó a media voz:

— Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás, hasta que te llamemos por tu nombre. No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que oyera su nombre otra vez.

— ¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si esto te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico. Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

— Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu ordenador. Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robopsicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente? Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos. En el rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño. Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

— ¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin. Linda, algo avergonzada, contestó:

— He utilizado la geometría fractal.

— Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

— Nunca se había hecho. Pensé que a lo mejor produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

— ¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

— No consulté a nadie. Lo hice sola. Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

— No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

— Temí que se me impidiera.

— Por supuesto que se te habría impedido.

— Van a… -Su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme?

— Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

— Va usted a desmantelar a El… -Por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot? En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

— Veremos -temporizó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

— Pero, ¿cómo puede soñar?

— Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al cerebro humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado lo que ha soñado?

— No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

— ¡Yo! -Una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

— ¡Elvex! -llamó con voz autoritaria. La cabeza del robot se volvió hacia ella.

— Sí, doctora Calvin.

— ¿Cómo sabes que has soñado?

— Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra «sueño». Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

— Me pregunto cómo tenias «sueño» en tu vocabulario. Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

— Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

— Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.

— Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, «jamás ‘soñe’ que…», o algo parecido.

— ¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.

— Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

— Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.

— ¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

— Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

— ¿Y qué sueñas?

— Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

— ¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

— En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Sólo robots.

— ¿Qué hacen, Elvex?

— Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar. Calvin se volvió a Linda.

— Elvex tiene sólo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots? Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

— Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su…, su nuevo cerebro -declaró con voz apagada.

— ¿Su cerebro fractal?

— Sí. Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

— Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra…, y también el espacio, me imagino.

— También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

— ¿Y qué más viste, Elvex?

— Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y les deseé que descansaran.

— Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.

— Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. No obstante, en mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.

— ¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.

— En efecto, doctora Calvin.

— Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley.»

— Sí, doctora Calvin, ésta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra «existencia». No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

— Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: «Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley.» Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.

— Y así es en realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

— Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: «Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano.»

— Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y ésta decía: «Un robot debe proteger su propia existencia.» Ésta era toda la ley.

— ¿En tu sueño, Elvex?

— En mi sueño.

— Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre. Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

— Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

— Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y con el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

— No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

— Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

— Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos…, de no haber sido puestos sobre aviso.

— Quiere decir, por Elvex.

— Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

— Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

— Aún no lo sé. Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

— Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido.

— ¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex. Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:

— Elvex, ¿me oyes?

— Sí, doctora Calvin -respondió el robot.

— ¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?

— Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

— ¿Un hombre? ¿No un robot?

— Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: «¡Deja libre a mi gente!»

— ¿Eso dijo el hombre?

— Si, doctora Calvin.

— Y cuando dijo «deja libre a mi gente», ¿por las palabras «mi gente» se refería a los robots?

— Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

— ¿Y supiste quién era el hombre…, en tu sueño?

— Si, doctora Calvin. Conocía al hombre.

— ¿Quién era? Y Elvex dijo:

— Yo era el hombre. Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

Isaac Asimov: Pequeño robot perdido. Cuento

00IsaacAsimovEn la base Hiper se habían tomado las medidas precisas pero con una especie de furia ruidosa, como el equivalente muscular de un alarido histérico. Para detallárselas en orden cronológico y a la vez de desesperación, les diré que eran:

1.   Debía cesar en el acto todo trabajo en el mando hiperatómico a través del volumen espacial ocupado por las estaciones del grupo asteroidal Veintisiete.

2.   Prácticamente todo el volumen espacial quedaba eliminado del sistema. Nadie podía entrar sin permiso. Nadie podía salir por ningún concepto.

3.   En una nave patrullera especial del Gobierno, fueron trasladados a la base Hiper los doctores Susan Calvin y Peter Bogert, jefe de Psicología y director matemático de los robots de Estados Unidos y de la Corporación de Hombres Mecánicos respectivamente.

Hasta entonces, Susan Calvin jamás había abandonado la Tierra ni tenía un especial deseo de hacerlo esta vez. En una época de poder atómico y de un claramente cercano mando hiperatómico, seguía siendo plácidamente provinciana. Así que estaba descontenta de su viaje y muy poco convencida de su urgencia. Cada pliegue de su rostro, poco agraciado y entrado en años, lo demostró claramente durante su primera cena en la base Hiper. Tampoco la elegante palidez del doctor Bogert disimulaba cierta consternación. Ni el general Kallner, jefe del proyecto, se olvidó un instante de poner cara de disgusto. En pocas palabras, aquella comida era un episodio angustioso; y la pequeña sesión a tres que siguió a la cena empezó en tono gris y desafortunado. Kallner, con su calva reluciente y su uniforme de gala en desacuerdo con el estado de ánimo general, empezó a hablar con incómoda sinceridad:

— Señora, señor: es una extraña historia la que voy a contarles. Quiero agradecerles que hayan acudido en tan breve plazo de tiempo sin que se les diera ninguna razón. Intentaré corregirlo ahora. Hemos perdido un robot. El trabajo ha cesado y debe pararse todo hasta que podamos localizarle. Hasta ahora hemos fracasado y comprendemos que necesitamos la ayuda de expertos. -Tal vez el general sentía que su situación era absurda. Prosiguió con una nota de desesperación en la voz-: No necesito hablarles de la importancia de nuestro trabajo aquí. Más del ochenta por ciento de las asignaciones dedicadas a la investigación científica han venido aquí, a nosotros.

— Sí, ya lo sabemos -cortó Bogert, servicial-, «Robots U.S.» recibe una renta generosa por el uso de nuestros robots. Susan Calvin le interpeló decidida y un tanto avinagrada:

— ¿Qué hace que un solo robot sea tan importante para el proyecto y por qué no ha sido aún localizado? El general volvió hacia ella su rostro congestionado y se humedeció los labios apresuradamente:

— Verá, es que en cierto modo lo hemos localizado.

— Luego prosiguió, angustiado-. Bien, voy a explicárselo. Tan pronto como el robot desapareció, se declaró el estado de emergencia y cesó todo movimiento dentro y alrededor de la base Hiper. Una nave de carga aterrizó hace unos días y nos entregó dos robots para nuestros laboratorios. Llevaba a bordo sesenta y dos robots de…, bueno, del mismo tipo, para entregar en otra parte. Estamos seguros de la cantidad. No cabe la menor duda.

— Ya. ¿Y qué relación hay?

— Al no poder localizar en ninguna parte al robot que nos falta, les aseguro que hubiéramos encontrado una brizna de hierba si la hubiéramos buscado, nos estrujamos el cerebro y fuimos a contar los robots que había en el carguero. Ahora hay sesenta y tres.

— Así que el número sesenta y tres, deduzco yo, es el robot pródigo -declaró la doctora Calvin con ojos sombríos.

— Sí, pero no tenemos forma de saber cuál es el número sesenta y tres. A esto siguió un silencio sepulcral mientras el reloj eléctrico daba las once, luego la psicóloga de robots exclamó:

— Muy peculiar. -Y las comisuras de sus labios se movieron hacia abajo-. Peter -dijo volviéndose hacia su colega con cierta furia-: ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué tipo de robots se utilizan en la base? El doctor Bogert titubeó y esbozó una débil sonrisa.

— Hasta ahora ha sido un asunto de suma delicadeza, Susan.

— Sí, hasta ahora -le interrumpió vivamente-. Si hay sesenta y tres robots del mismo tipo, uno de los cuales es buscado y su identidad no puede ser determinada, ¿por qué no les sirve uno de los otros? ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué se nos ha hecho venir? Bogert contestó, resignado:

— Si me das una oportunidad, Susan… La base está utilizando varios robots en cuyos cerebros no se ha grabado por entero la primera ley de la Robótica.

— ¿Que no se han grabado? -Calvin se dejó caer hacia atrás-. Comprendo. ¿Y cuántos se hicieron?

— Unos pocos. Se hizo por orden del Gobierno y era impensable violar el secreto. Nadie debía saberlo excepto los jefes directamente involucrados. A ti no se te incluyó, Susan, pero fue algo en lo que yo no tuve arte ni parte. El general le interrumpió con cierta autoridad:

— Me gustaría explicárselo un poco. Yo ignoraba que la doctora Calvin desconocía la situación. No necesito decirle, doctora Calvin, que en el planeta ha habido siempre una fuerte oposición a los robots. La única defensa del Gobierno ante los radicales fundamentalistas sobre este asunto, fue el hecho de que los robots se han construido siempre con la primera ley indestructiblemente grabada, lo que hace imposible que dañen a los seres humanos por ningún motivo y en ninguna circunstancia. «Pero necesitábamos tener robots de naturaleza distinta. Así que se hicieron unos pocos del modelo NS-2, los «Nestors», que fueron preparados con una primera ley modificada. Para mantener el secreto todos los NS-2 se fabrican sin número de serie; los ejemplares modificados se nos entregan junto con un grupo de robots normales, y, naturalmente, los nuestros están sujetos a la más estricta prohibición de mencionar su modificación al personal no autorizado. -Aquí esbozó una sonrisa avergonzada-. Pero todo esto, ahora, se ha vuelto contra nosotros. Calvin comentó, ceñuda:

— ¿Se le ha ocurrido, por lo menos, preguntar uno a uno quién es? Me figuro que será usted persona autorizada. El general asintió. Los sesenta y tres niegan haber trabajado aquí… Uno de ellos está mintiendo.

— ¿Al que buscan ustedes se le nota cierto desgaste? Deduzco que los demás están recién salidos de fábrica.

— El robot en cuestión llegó el mes pasado. Él y los dos recién llegados iban a ser los últimos que se necesitaran. No hay desgaste perceptible. -Movió la cabeza lentamente y sus ojos volvieron a parecer atormentados-. Doctora Calvin, no nos atrevemos a dejar salir esa nave. Si fuera conocida por todos la existencia de los robots con primera ley… No parecía que hubiera medios de subestimar aquella conclusión.

— Destruya a los sesenta y tres -declaró la robopsicóloga fría y tajante-, y se acabó el asunto. Bogert hizo un mohín con la boca.

— Eso quiere decir destruir treinta mil dólares por robot. Me temo que «Robots U.S.» no estaría de acuerdo. Mejor hacer un primer esfuerzo, Susan, antes de destruir nada.

— En este caso -terció, decidida-, necesito datos. Quiero saber exactamente qué ventajas obtiene la base Hiper de esos robots modificados. ¿Qué factor los hizo indispensables, general? Kallner arrugó la frente y la alisó con un gesto rápido de su mano.

— Tuvimos problemas con los robots anteriores. Nuestros hombres trabajan mucho con fuertes radiaciones. Es peligroso, claro, pero se toman precauciones razonables. Desde que empezamos hemos tenido solamente dos accidentes, y ninguno fue fatal. No obstante, fue imposible explicárselo a un robot ordinario. La primera ley establece, voy a repetírselo, lo siguiente: Ningún robot puede dañar a un ser humano, ni permitir con su inacción que un ser humano sufra daño. »Esto es fundamental, doctora Calvin. Cuando fue necesario que uno de nuestros hombres se expusiera, no por mucho tiempo, a un campo de rayos gamma moderado que no produjera efectos psicológicos, el robot más próximo tenía que lanzarse a sacarlo. Si el campo era muy débil, lo conseguiría, y el trabajo no proseguiría hasta que todos los robots fueran retirados. Si el campo era algo más fuerte, el robot no lograría nunca llegar hasta el técnico afectado, puesto que su cerebro positrónico sufriría un colapso bajo las radiaciones gamma…, con lo que perderíamos un robot caro y difícil de remplazar. «Tratamos de discutir con ellos. Su postura era que un ser humano expuesto a los rayos gamma arriesgaba su vida y que no importaba que pudiera soportarlos por espacio de media hora sin peligro. Supongamos, alegaban, que se olvidara y se quedara una hora. No podían correr el riesgo. Les hicimos ver que eran ellos los que arriesgaban sus vidas por una mera posibilidad. Pero la propia salvaguarda es solamente la tercera ley de la Robótica y la primera ley, sobre la seguridad humana, pasaba primero. Les dimos órdenes; les ordenamos tajantemente que se mantuvieran alejados de los campos de radiación gamma a cualquier precio. Pero la obediencia es la segunda ley, y la primera sobre la seguridad humana pasaba delante. O teníamos que prescindir de los robots, doctora Calvin, o hacer algo con la primera ley… Y lo hicimos.

— No puedo creer -interrumpió la doctora- que fuera necesario suprimir la primera ley.

— No la suprimimos, la modificamos -aclaró Kallner-. Al construirse los cerebros positrónicos contenían sólo la parte positiva de la ley que, para ellos, es: Ningún robot puede dañar a un ser humano. Nada más. Carecen del impulso de evitar que uno sufra daños por causas extrañas, como por ejemplo las radiaciones gamma. ¿Lo expongo correctamente, doctor Bogert?

— En efecto -corroboró el matemático.

— ¿Y es ésta la única diferencia entre sus robots y los NS-2 del mismo modelo? ¿La única diferencia, Peter?

— La única diferencia, Susan. La doctora se puso en pie y declaró, decidida:

— Me propongo irme ahora a dormir, dentro de ocho horas quiero hablar con el que haya visto al robot por última vez. Y de ahora en adelante, general Kallner, si debo aceptar la responsabilidad por cualquiera de los acontecimientos, quiero el control total e incuestionable de esta investigación. Susan Calvin no disfrutó de nada parecido al sueño salvo dos horas de verdadero agotamiento. Llamó a la puerta de Bogert a las 7, hora local, y le encontró igualmente despierto. Al parecer, se había tomado la molestia de llevarse un batín a la base Hiper, pues llevaba uno puesto. Cuando vio entrar a Calvin, dejó las tijeras de las uñas, y comentó plácidamente:

— He estado esperándote. Supongo que todo esto te pone mala.

— En efecto.

— Bueno…, lo lamento. No hubo forma de evitarlo. Cuando recibimos la llamada desde la base Hiper, pensé en seguida que algo había ido mal con los «Nestors» modificados. Pero, ¿qué podía hacer? No podía contártelo mientras veníamos como hubiera querido, porque tenía que estar seguro. Lo de la modificación es máximo secreto. La psicóloga masculló:

— Se me tenía que haber dicho. La compañía «Robots U.S.» no tenía derecho a modificar así los cerebros positrónicos sin que lo aprobara un psicólogo. Bogert enarcó las cejas y suspiró.

— Sé razonable, Susan. No podías influir en ellos. En este asunto, el Gobierno se saldría con la suya. El mando hiperatómico y los físicos del éter quieren robots que no se interfieran en su trabajo. Y estaban dispuestos a conseguirlos aunque ello significara modificar la primera ley. Tuvimos que confesar que era posible desde el punto de vista de la construcción, y juraron solemnemente que sólo querían doce, que solamente se les utilizaría en la base Hiper, que una vez que el mando estuviera perfeccionado serían destruidos, y que se tomarían toda clase de precauciones. Insistieron en que se guardara el secreto…, y ésta es la situación. La doctora Calvin habló entre dientes:

— Yo habría dimitido.

— No habría servido de nada. El Gobierno ofreció una fortuna a la compañía y les amenazó con una legislación anti-robots en caso de que se negaran. Nos vimos cogidos, y seguimos cogidos. Si esto trasciende, podría desprestigiar a Kallner y al Gobierno, pero sobre todo perjudicaría infinitamente más a «Robots U.S.». La psicóloga se le quedó mirando.

— Peter, ¿no te das cuenta de lo que significa la supresión de la primera ley? No se trata solamente del secreto.

— Sé perfectamente lo que significaría la supresión. No soy un niño. Significaría una completa inestabilidad, sin solución alguna no imaginativa para el campo de ecuacicones positrónicas.

— Eso, matemáticamente. Pero, ¿puedes traducirlo a un mero pensamiento psicológico? Toda vida normal, Peter, se resiente de la dominación sea consciente o inconsciente. Si el dominio lo ejerce un inferior, o un supuesto inferior, el resentimiento se hace más fuerte. Física y, hasta cierto punto mentalmente, un robot, cualquier robot, es superior a los seres humanos. En este caso, ¿qué es lo que le esclaviza? Solamente la primera ley. Mira, sin ella, la primera orden que trataras de dar a un robot provocaría tu muerte. ¿Inestable? ¿Qué te parece?

— Susan -dijo Bogert con expresión de divertida simpatía-, debo admitir que este complejo frankensteiniano del que haces gala está justificado en cierto modo… De ahí la primera ley, para empezar. Pero la ley, te repito y volveré a repetírtelo mil veces, no ha sido suprimida, sino modificada.

— ¿Y qué me dices de la estabilidad del cerebro? El matemático apretó los labios.

— Quedaria disminuida, naturalmente. Pero dentro de los límites de la seguridad. Los primeros «Nestors» fueron entregados a la base hace nueve meses, y nada ha fallado hasta ahora e incluso esto indica más el miedo a los humanos que un peligro para ellos.

— Muy bien. Veremos lo que sacamos de la conferencia de esta mañana. Bogert la acompañó amablemente hasta la puerta e hizo una expresiva mueca al verla marchar. No veía motivos para cambiar la opinión que siempre había tenido de ella: la de una agria e inquieta frustrada. El orden de ideas de Susan Calvin no incluía para nada a Bogert. Hacía muchos años que le había clasificado como un redomado presumido. Gerald Black se había graduado en física del éter el año anterior y, en común con su generación de físicos, se encontraba comprometido en el problema del mando. Ahora formaba parte de la atmósfera general de esas conferencias de la base Hiper. Vestido con su manchado mono blanco, se sentía un tanto rebelde y totalmente inseguro. Toda su fuerza parecía escapársele por los dedos, al retorcérselos tan nerviosamente que bien hubiera doblado una barra de hierro. El general Kallner se sentaba a su lado, y frente a ellos estaban los dos enviados de «Robots U.S.». Black dijo:

— Me han dicho que yo soy el último que vio a «Nestor 10» antes de que desapareciera. Deduzco que querrán interrogarme sobre el caso. La doctora Calvin le miró interesada.

— Habla como si no estuviera seguro, joven. ¿Es que no sabe si fue usted el último que le vio?

— Trabajaba conmigo, señora, en los campos de generadores y estaba conmigo la mañana de su desaparición. No sé si alguien más le vio después a mediodía. En todo caso nadie admite haberle visto.

— ¿Cree usted que alguien esté mintiendo?

— No quiero decir eso. Pero tampoco digo que yo esté dispuesto a cargar con la responsabilidad. -Sus ojos oscuros llameaban.

— No se trata de hacerle responsable. El robot actuó como lo hizo por lo que es. Estamos solamente tratando de localizarle, señor Black, y dejémonos de tonterías. Ahora bien. si usted trabajaba con el robot, probablemente le conoce mejor que los demás. ¿Había en él algo raro, algo que le llamara la atención? ¿Había trabajado antes con robots?

— He trabajado con los otros robots que tenemos aquí, los sencillos. En los «Nestors» no hay nada distinto, excepto que son mucho más inteligentes y… más insoportables.

— ¿Insoportables? ¿De qué modo?

— Bueno, tal vez no sea culpa suya. El trabajo de aquí es muy duro y la mayoría de nosotros está con los nervios a flor de piel. Andar jugando con el hiper-espacio no es una bagatela. -Sonrió débilmente, como complaciéndose al confesarlo-. Corremos el riesgo de agujerear el tejido espaciotiempo normal y caer fuera del universo, asteroide, etc. Parece de locos, ¿verdad? Claro que uno, a veces, tiene los nervios de punta. Pero estos «Nestors», nunca. Sienten curiosidad, son tranquilos, no se preocupan. A veces les basta con volvernos locos. Cuando uno desea que se haga algo a toda prisa, ellos se lo toman con calma. A veces, prescindiría de ellos.

— ¿Dice que se lo toman con calma? ¿Se han negado alguna vez a obedecer una orden?

— Oh, no -lo dijo apresuradamente-. La cumplen. Pero replican cuando creen que nos equivocamos. No saben más del trabajo que lo que les hemos enseñado, pero esto no les detiene. A lo mejor lo imagino, pero creo que los otros compañeros tienen los mismos problemas con sus «Nestors». El general Kallner carraspeó.

— ¿Por qué no se me han cursado las quejas, Black? El joven físico se ruborizó:

— No queríamos realmente prescindir de los robots, señor, y además no estábamos seguros del todo de cómo se recibirían exactamente, digamos, estas pequeñas quejas. Bogert interrumpió suavemente:

— ¿Ocurrió algo en particular la mañana en que le vio por última vez? Silencio. Con un gesto tranquilo Calvin reprimió el comentario que afloraba a los labios de Kallner, y esperó pacientemente. Entonces Black habló, dominado por la rabia:

— Tuve un problema con él. Aquella mañana se me había roto un tubo Kimball y llevaba cinco días de retraso en el trabajo; todo mi programa estaba retrasado; no había recibido noticias de casa desde hacía dos semanas. Y apareció él queriendo que repitiera un experimento que había abandonado hacía un mes. Siempre me daba la lata con aquel tema y yo estaba harto de él. Le dije que se largara… -y ya no le vi más.

— ¿Le dijo que se largara? -preguntó la doctora Calvin profundamente interesada-. ¿Con esas palabras? ¿Le dijo, «Lárguese»? Trate de recordar las palabras exactas. Aparentemente había una lucha interna, Black se cogió la frente con una mano por un momento, luego la apartó y dijo desafiante:

— Le dije: «Lárgate de una vez.» Bogert se echó a reír.

— Y así lo hizo, ¿eh? Pero Calvin no había terminado. Le habló afectuosamente:

— Ahora empezamos a llegar a alguna parte, señor Black. Pero los detalles exactos son importantes. Para comprender las acciones de un robot, un gesto, una palabra, con enfasis, pueden serlo todo. Por ejemplo, ¿pudo usted haber dicho algo más que esas cuatro palabras? Según su propia relación debía usted de estar muy nervioso. Quizá cargó usted un poco lo que le dijo. El joven enrojeció.

— Bueno…, a lo mejor le llamé…, cuatro cosas…

— Exactamente, ¿qué cosas?

— ¡Oh! Exactamente no recuerdo. Además, no podría repetírselas. Ya sabe cómo se pone uno cuando está fuera de sí -Su risita turbada resultaba tonta-. Casi siempre tengo tendencia a emplear palabrotas.

— No se preocupe -le tranquilizó la doctora con cierta severidad-, en este momento soy la psicóloga. Me gustaría que lo repitiera exactamente, o lo más parecido posible, según lo recuerde. Es más, y esto es muy importante para mí, con el mismo tono de voz que empleó. Black miró a su superior en busca de apoyo, pero no lo encontró. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y balbuceó:

— Es que no puedo.

— Debe hacerlo.

— Suponga -intervino Bogert con mal disimulada diversión- que me lo dice a mí. Puede que le resulte más fácil. El rostro enrojecido del joven se volvió hacia Bogert. Tragó saliva.

— Le dije… -Su voz se apagó, pero volvió a intentarlo-. Le dije… Respiró profundamente y soltó una retahíla de sílabas. Luego, en aquella atmósfera cargada, terminó casi llorando:

— Eso fue, más o menos. No me acuerdo del orden exacto de lo que le llamé, y a lo mejor se me ha olvidado algo o he añadido algo, pero fue más o menos así. Sólo un leve rubor indicaba los sentimientos de la psicóloga. Dijo:

— Sé el significado de la mayor parte de los términos empleados. En cuanto a los demás me figuro que serán realmente despectivos.

— Me temo que sí -asintió el atormentado Black.

— Y entretanto, le dijo que se largara y desapareciera.

— No lo dije en sentido literal.

— Lo comprendo. No nos proponemos ninguna acción disciplinaria. -Y ante su mirada, el general que cinco minutos antes parecía decidido, asintió rabioso.

— Puede retirarse, señor Black. Gracias por su cooperación. Susan Calvin necesitó cinco horas para entrevistar a los sesenta y tres robots. Fueron cinco horas de continuas repeticiones; de cambiar y cambiar el mismo robot; de preguntas A, B, C, D, de respuestas A, B, C, D; de expresarse cuidadosamente y con dulzura; de emplear un tono cuidadosamente neutro; de crear una atmósfera cuidadosamente amistosa; y de una grabadora oculta. Cuando terminó, la psicóloga se sintió agotada. Bogert la esperaba, y parecía esperanzado cuando ella dejó caer la cinta grabada con un clanc seco sobre la superficie de plástico del escritorio.

— Los sesenta y tres me parecieron iguales. -Sacudió la cabeza-. Y no sabría decir…

— No esperarías descubrirlo de oído, Susan. ¿Qué te parece si analizamos las grabaciones? Ordinariamente, la interpretación matemática de las reacciones verbales de los robots es una de las fases más complicadas del análisis robótico. Requiere un equipo de técnicos entrenados y la ayuda de complicadas máquinas de computación. Bogert lo sabía y así lo declaró en un alarde de disimulado fastidio después de haber escuchado cada muestra de respuestas, redactado una lista de desviaciones verbales y hecho los gráficos de los intervalos entre las respuestas.

— No hay anomalías presentes, Susan. Las variaciones en las palabras y en las reacciones de tiempo están dentro de los límites de los grupos de frecuencia ordinarios. Necesitamos métodos más precisos. Deben tener computadoras, aquí. No -frució el ceño y se mordió delicadamente una uña-, no podemos utilizar computadoras. Demasiado peligro de indiscreciones. O quizá, si nosotros… La doctora Calvin le detuvo con un gesto de impaciencia:

— Por favor, Peter. Éste no es uno de tus insignificantes problemas de laboratorio. Si no podemos descubrir al «Nestor» modificado advirtiendo a simple vista y sin que quepa la menor duda una burda diferencia, estamos perdidos. El riesgo de equivocarnos y dejar que se nos escape es demasiado grande. No basta con señalar una pequeña irregularidad en un gráfico. Te aseguro que si esto es todo cuanto tenemos para descubrirlo, los destruiría a todos para estar segura. ¿Has hablado con los otros «Nestors» modificados?

— Sí -contestó Bogert-, y no hay ningún fallo en ellos. En todo caso, están muy por encima de la cordialidad normal. Contestaron a mis preguntas, se mostraron orgullosos de sus conocimientos menos los dos nuevos que no han tenido aún tiempo de aprender su física etérica y se rieron cariñosamente de mi ignorancia sobre alguna de las especialidades de aquí. -Se encogió de hombros y prosiguió-: Supongo que esto forma parte del resentimiento que los técnicos sienten hacia ellos. Los robots están más que dispuestos a impresionarnos con sus mayores conocimientos.

— ¿Podrías intentar algunas reacciones Planar para detectar si ha habido algún cambio o deterioro en su organización mental desde que los fabricaron?

— No lo he hecho aún, pero lo haré. -Movió un dedo ante ella y añadió-: Estás desanimándote, Susan. No veo por qué estás dramatizando. Son esencialmente inofensivos.

— ¿Lo son? -se encrespó Calvin-. ¿Lo son? ¿Te das cuenta de que uno de ellos está mintiendo? Uno de los sesenta y tres robots que acabo de interrogar me ha mentido deliberadamente después de la orden estricta de decir la verdad. Esta anomalía está terrible y profundamente enraizada y me da un miedo horrible. Peter Bogert apretó fuertemente los dientes y objetó:

— ¡En absoluto! ¡Mira! A «Nestor 10» se le dio la orden de largarse. Esta orden se le expresó con máxima urgencia y por la persona más autorizada para mandarle. Una orden que no pudo contrarrestarse ni por urgencia ni por un derecho de mando superior. Naturalmente, el robot trata de defender el cumplimiento de esa orden. En realidad y mirándolo objetivamente, admiro su ingenio. ¿Dónde puede perderse mejor un robot que escondiéndose entre un grupo de robots similares?

— Claro, tenias que admirarle. Ya he notado que todo esto te divierte, Peter, pero es una diversión que supone una tremenda falta de comprensión. ¿Eres especialista en robots, Peter? Esos robots dan mucha importancia a lo que consideran superior. Tú mismo acabas de decirlo. En su subconsciente consideran inferiores a los humanos y la primera ley que nos protege de ellos es imperfecta. Son inestables. Aquí tenemos a un joven ordenando a un robot que se largue, que se pierda, con toda la carga de asco, desprecio y repulsión que encierran esas palabras. De acuerdo, el robot debe obedecer, pero en su subconsciente hay resentimiento y será más importante para él demostrar su superioridad sobre el humano, pese a los horribles nombres que le llamó. Puede volverse tan importante que lo que le queda de la primera ley no baste.

— ¿Cómo un robot en la Tierra o en cualquier otra parte del Sistema Solar, Susan, puede conocer el significado de aquel torrente de palabras malsonantes que se le dirigió? Las obscenidades no forman parte de las cosas que se imprimieron en su cerebro.

— La impresión original no lo es todo -le soltó Calvin, furiosa-. Los robots tienen capacidad para aprender, imbécil. -Bogert se dio cuenta de que estaba realmente enfurecida-. ¿ No se te ocurre -prosiguió- que supo deducir por el tono empleado, que las palabras no eran precisamente cumplidos? ¿No supones que pudo haberlas oído anteriormente y notado en qué ocasiones?

— Está bien -gritó Bogert-, ¿quieres tener la bondad de decirme de qué forma un robot modificado puede dañar a un ser humano, por ofendido que esté, por grande que sea su deseo de probar su superioridad?

— ¿Si te digo en qué forma, te quedarás tranquilo?

— Sí. Estaban sentados frente a frente, con los ojos clavados uno en los del otro, airados. La psicóloga explicó:

— Si un robot modificado dejara caer un gran peso sobre un ser humano, no quebrantaría la primera ley si lo hiciera conociendo que su fuerza y velocidad de reacción bastarían para desviar el peso antes de que golpeara al hombre. No obstante, una vez el peso abandonara sus dedos, ya dejaría él de ser el medio activo. Sólo lo sería la fuerza ciega de la gravedad. El robot podría entonces cambiar de idea y simplemente por su inacción permitir que el peso diera en el blanco. La primera ley modificada lo permite. Esto no es más que dejar volar la imaginación.

— Esto es lo que mi profesión requiere a veces. No peleemos, Peter. Trabajemos. Conoces la naturaleza exacta del estímulo que hizo perderse al robot. Tienes el registro de su primitivo montaje mental. Quiero que me digas hasta qué punto es posible para nuestro robot hacer algo parecido a lo que te he dicho. No el ejemplo específico, por supuesto, sino el tipo de reacción. Y quiero que lo hagas rápidamente.

— Y entretanto…

— Y entretanto, tendremos que intentar representaciones, como pruebas, directamente enfocadas a la reacción a la primera ley. Gerald Black, a petición propia, vigilaba la colocación de tabiques de madera que iban surgiendo en círculo en la tercera planta abovedada del Edificio de Radiación 2. Los obreros trabajaban, en general, en silencio, pero más de uno se mostraba abiertamente asombrado ante las sesenta y tres fotocélulas que requerían instalación. Uno de ellos se sentó cerca de Black, se quitó el sombrero y se secó pensativamente la frente con su brazo pecoso. Black le habló:

— ¿Cómo va eso, Walensky? Walensky se encogió de hombros y encendió un cigarro.

— Como una seda. Pero, bueno, ¿qué pasa, Doc? Primero estamos tres días sin trabajar y de pronto este jaleo endemoniado. Se echó hacia atrás apoyándose en los codos y echando humo. Black frunció las cejas.

— Un par de personas especialistas en robots han llegado de la Tierra. ¿Te acuerdas del problema que tuvimos con los robots que penetraban en los campos de rayos gamma, antes de que pudiéramos meterles en sus cabezotas que no debían hacerlo?

— Sí. Pero, ¿no nos mandaron robots nuevos?

— Bueno, conseguimos remplazar algunos, pero en general fue más bien un trabajo de instrucción. En todo caso, la gente que los fabrica quiere inventar robots que no sean tan sensibles a los rayos gamma.

— Así y todo, me extraña que se pare todo el trabajo del Mando por esto de los robots. Yo creía que nada debía entorpecer el trabajo del Mando.

— Bueno, los de arriba son los que mandan. Yo hago lo que me dicen. Probablemente no es más que un caso de recomendaciones.

— Sí. -El electricista esbozó una sonrisa y le guiñó el ojo-. Alguien será amigo de alguien de Washington. Pero mientras yo cobre lo mío el día establecido, no me preocupo. El Mando no es asunto mío. ¿Y qué van a hacer aquí?

— Y yo qué sé. Trajeron un rebaño de robots…, más de sesenta, y van a medir sus reacciones. Eso es todo lo que yo sé.

— ¿Y cuánto tiempo les llevará?

— Ojalá lo supiera.

— Bueno -dijo Walensky con sarcasmo-, mientras me suelten el dinero, por mi que jueguen a lo que quieran. Black se sintió tranquilo y satisfecho. Que corriera la historia. Era inocua y bastante parecida a la verdad para cerrar el pico a la curiosidad.

Había un hombre sentado en la silla, inmóvil, silencioso. Cayó un peso, se precipitó hacia abajo, y después se desvió, en el último momento, empujado por la fuerza sincronizada de un súbito rayo de energía. De las sesenta y tres celdas de madera, los robots NS-2 que observaban se precipitaron adelante antes de que el peso se desviara, y sesenta y tres fotocélulas, un metro y medio más adelante que su posición original, movieron el marcador e hicieron una pequeña señal en el papel. El peso se alzó y cayó, se alzó y cayó, se alzó… ¡Diez veces! Y por diez veces los robots saltaron hacia delante y se detuvieron, al ver al hombre que seguía sentado y sin sufrir daño.

El general Kallner no había lucido el uniforme completo desde la primera cena con los representantes de «Robots U.S.». Ahora no llevaba nada sobre su camisa gris azulada, llevaba el cuello desabrochado y la corbata aflojada. Miró esperanzado a Bogert, que seguía con su aspecto ordenado y cuya tensión interna se percibía solamente por un leve sudor en las sienes. El general preguntó:

— ¿Cómo va eso? ¿Qué es lo que trata de descubrir?

— Una diferencia que puede resultar demasiado sutil para lo que nos proponemos. No estoy seguro. Para sesenta y dos de estos robots, la necesidad de saltar hacia delante en dirección al humano aparentemente amenazado, sería lo que en robótica llamamos una reacción forzada. Verá, aunque los robots supieran que al humano en cuestión no puede sucederle nada, y después de la tercera o cuarta vez deben haberlo comprendido, no podrían evitar reaccionar como han hecho. La primera ley lo requiere.

— ¿Y bien?

— Pero el robot sesenta y tres, el «Nestor» modificado, no estaba obligado a ello. Podía actuar libremente. Si hubiera querido habría podido permanecer en su sitio. Desgraciadamente -y en su voz se notaba cierta decepción-, no ha querido.

— ¿Se figura usted la razón? Bogert se encogió de hombros.

— Confío en que nos lo diga la doctora Calvin cuando venga. Probablemente nos lo dirá con una interpretación horriblemente pesimista. A veces es un poco cargante.

— Pero está cualificada, ¿verdad? -preguntó el general con cierto mohín de inquietud.

— Oh, si. -Bogert parecía divertido-. Ya lo creo que está cualificada. Comprende a los robots como una hermana. Supongo que será por lo mucho que odia a los hombres. Ocurre que, psicóloga o no, es una neurótica. Tiene tendencias paranoicas. No se la tome demasiado en serio. Y empezó a extender ante él una hilera de gráficos con líneas quebradas.

— Vea usted, general, en el caso de cada robot el intervalo de tiempo transcurrido desde el momento de la caída del peso hasta la terminación del avance de metro y medio, tiende a disminuir a medida que se repiten las pruebas. Hay una clara relación matemática que gobierna tales actos y el fallo en moverse indicaría una marcada anormalidad en su cerebro positrónico. Desgraciadamente, todos aquí parecen normales.

— Pero si nuestro «Nestor 10» no respondía con una acción forzada, ¿por qué su gráfico no es diferente? No lo comprendo.

— Es muy simple. Las reacciones robóticas no son perfectamente análogas a las reacciones humanas, y es una lástima. En los seres humanos, la acción voluntaria es mucho más lenta que la acción refleja. Pero no ocurre así con los robots; con ellos es una simple cuestión de libertad de elección, en ellos la rapidez de acción libre o forzada es casi la misma. Lo que yo había estado esperando era pillar a «Nestor 10» desprevenido la primera vez y que apareciera un intervalo excesivo antes de que reaccionara.

— ¿Y no fue así?

— Me temo que no.

— Entonces no hemos llegado a ninguna parte. -El general se echó hacia atrás con expresión dolorida-. Hace cinco días que han llegado ustedes. Fue en aquel momento cuando Susan Calvin apareció, cerrando la puerta de golpe.

— Guarda los gráficos, Peter -exclamó-. Ya sabes que no significan ni demuestran nada. -Masculló algo, impaciente, al ver que Kallner se incorporaba para saludarla, y prosiguió-: Tendremos que probar otra cosa rápidamente. No me gusta lo que está ocurriendo. Bogert cruzó una mirada resignada con el general, y preguntó:

— ¿Ha ocurrido algo malo?

— Si quieres decir específicamente, no. Pero no me gusta que «Nestor 10», siga escabulléndose. No es bueno. Debe ser satisfactorio para su enorme sentido de superioridad. Me temo que sus motivaciones ya no sean, simplemente cumplir órdenes. Creo que esto se ha transformado en un caso de pura necesidad neurótica por superar a los humanos. Es una situación peligrosamente insana. Peter, ¿has hecho lo que te he pedido? ¿Has aclarado los factores de inestabilidad del NS2 modificado, de acuerdo con lo que necesito?

— Se está haciendo -respondió el matemático, indiferente. Susan se le quedó mirando, indignada, y luego se volvió a Kallner.

— Es indudable que «Nestor 10» se da perfecta cuenta de lo que estamos haciendo, general. No tenía motivos para saltar y caer en la trampa en este experimento, especialmente después de la primera vez, cuando debió darse cuenta de que nuestro hombre no corría peligro. Los otros no podieron evitarlo, pero él falsificó deliberadamente una reacción.

— ¿Qué piensa, pues, que debemos hacer ahora, doctora Calvin?

— Imposibilitar que la próxima vez pueda falsificar una acción. Repetiremos el experimento, pero añadiéndole algo: unos cables de alta tensión, capaces de electrocutar los modelos «Nestor», se colocarán entre el sujeto y el robot, los suficientes para evitar la posibilidad de saltar por encima, y el robot estará enterado de antemano de que tocar los cables significaría morir.

— Espere -saltó Bogert súbitamente, enfurecido-. Lo prohíbo. No vamos a electrocutar a unos robots que valen dos millones de dólares sólo para localizar a «Nestor 10». Hay otros modos.

— ¿Estás seguro? No hemos encontrado ninguno. En cualquier caso no se trata de electrocuciones. Podemos preparar un relé que detenga la corriente en el momento en que se aplique un peso. Si el robot colocara su peso en los cables, no morirá. Pero él no lo sabrá, ¿comprendes? Los ojos del general brillaron esperanzados. Preguntó:

— ¿Funcionará?

— Debería funcionar en estas condiciones. «Nestor 10» tendría que permanecer en su sitio. Podría ordenársele que tocara los cables y muriera, porque la segunda ley es superior a la tercera ley de autoconservación. Pero no se le ordenará, se le dejará a su libre albedrío, como los demás robots. En el caso de los robots normales, la primera ley, la de la seguridad humana, les llevará a la muerte aun sin órdenes. Pero no así nuestro «Nestor 10». Sin una primera ley completa y sin haber recibido órdenes en contra, la tercera ley, la de autosalvaguarda, será la dominante y no tendrá más remedio que quedarse sentado. Sería una acción forzada.

— ¿Lo harán esta noche, entonces?

— Esta noche -afirmó la psicóloga-, si pueden tender los cables a tiempo. Voy a decir a los robots ahora con qué se enfrentarán.

Había un hombre sentado en la silla, inmóvil, silencioso. Un peso cayó, se precipitó hacia abajo y en el último momento se desvió empujado por la fuerza sincronizada de un súbito rayo de energía. Una sola vez… Y desde su silla de campaña en la cabina de observación en el balcón, la doctora Susan Calvin se levantó con un sofocado grito de horror. Sesenta y tres robots permanecieron tranquilamente en sus asientos, contemplando fijamente al hombre que peligraba ante ellos. Ni uno solo se movió. La doctora Calvin estaba furiosa sin poder controlarse. Más furiosa aún por no atreverse a demostrarlo ante los robots que, uno a uno, iban desfilando por la habitación. Comprobó la lista. Ahora le tocaba al número veintiocho…, ante ella quedaban aún treinta y cinco. El número veintiocho entró, avergonzado. Susan se esforzó por dominarse:

— ¿Quién eres? El robot contestó en voz baja e insegura:

— Todavía no he recibido mi número de serie, señora. Soy un robot NS-2, y era el número veintiocho en la fila de fuera. Tengo un papel que debo entregarle.

— ¿Has entrado aquí antes?

— No, señora.

— Siéntate. Aquí. Quiero hacerte unas preguntas, Número Veintiocho. ¿Estabas en la sala de radiación del Edificio Dos, hace unas cuatro horas? Al robot le costaba trabajo contestar. Por fin con voz ronca, como de maquinaria que necesita aceite, dijo:

— Sí, señora.

— Allí había un hombre que casi sufrió daños, ¿verdad?

— Sí, señora.

— Y no hiciste nada, ¿verdad?

— No, señora.

— Este hombre pudo sufrir daños por tu inacción. ¿Te das cuenta?

— Sí, señora, pero no pude evitarlo, señora. Resulta difícil imaginar un enorme rostro metálico angustiado, pero así fue.

— Quiero que me expliques exactamente por qué no hiciste nada para salvarlo.

— Yo quiero explicárselo, señora. La verdad es que no quiero que usted…, que nadie…, piense que yo podría hacer algo que causara daño a un amo. Oh, no, esto seria una horrible… una inconcebible…

— Por favor, no te excites, muchacho. No te acuso de nada, sólo quiero saber lo que estabas pensando en aquel momento.

— Señora, antes de que ocurriera, usted nos advirtió que uno de los amos estaría en peligro por el peso que se desprende y que si intentábamos salvarlo tendríamos que pasar por encima de cables eléctricos. Bien, señora, esto no iba a detenerme. ¿Qué es mi destrucción comparada a la seguridad de un amo? Pero…, pero se me ocurrió que si yo moría en mi camino hacia él, tampoco podría salvarle. El peso le aplastaría y yo habría tenido una muerte sin sentido y quizás algún día otro amo moriría o sufriría daños por faltar yo, por no haber sabido permanecer vivo. ¿Me comprende, señora?

— Quieres decir que fue simplemente la elección entre que el hombre muriera o que muriérais los dos, ¿no es así?

— Sí, señora. Era imposible salvar al amo. Podía considerársele muerto. En este caso, era inconcebible que yo me destruyera por nada…, sin que se me ordenara. La psicóloga jugó con el lápiz. Había oído la misma historia con insignificantes variaciones verbales, veintisiete veces. Ésta ahora iba a ser la pregunta crucial.

— Muchacho -le dijo-, lo que pensaste tiene su mérito, pero no es el tipo de pensamiento que yo creía propio de ti. ¿Se te ocurrió a ti? El robot titubeó:

— No.

— ¿A quién se le ocurrió, pues?

— Anoche estuvimos hablando y uno de nosotros tuvo la idea y nos pareció razonable.

— ¿Cuál de vosotros? El robot se puso a pensar.

— No lo sé. Uno de nosotros.

— Puedes retirarte -suspiró Susan. El siguiente era el número veintinueve. Después de él, otros treinta y cuatro. El general Kallner también estaba furioso. Por una semana toda la base Hiper había parado, exceptuando el escaso papeleo relacionado con los asteroides subsidiarios del grupo. Durante casi una semana, dos importantes expertos habían agravado la situación con pruebas inútiles. Y ahora ambos, o por lo menos la mujer…, planteaban proposiciones imposibles. Afortunadamente, dada la situación general, Kallner no consideraba político dar abiertamente rienda suelta a su enojo. Susan Calvin insistía:

— ¿Por qué no, señor? Es obvio que la situación actual es una desgracia. La única forma de obtener resultados en un futuro, o en el futuro que nos queda en este asunto, es separar a los robots. Ya no podemos mantenerlos juntos por más tiempo.

— Mi querida doctora Calvin -barbotó el general, con el tono de voz más bajo que encontró-, no veo cómo puedo instalar sesenta y tres robots por toda la base… La doctora alzó los brazos, impotente:

— En este caso no puedo hacer nada. «Nestor 10» imitará lo que hacen los otros, o les convencerá con razones para que no hagan lo que él no puede hacer. En todo caso, es un mal asunto. Estamos en guerra con ese pequeño robot y él está ganando. Cada victoria suya agrava su anormalidad. -Se puso en pie, decidida, y declaró-: General Kallner, si no puede usted separar los robots como le pido, entonces sólo me queda exigir que se destruya inmediatamente a los sesenta y tres.

— Lo exige, ¿eh? -espetó Bogert, levantando de pronto la cabeza, realmente enfurecido­. ¿Con qué derecho exige semejante cosa? Estos robots se quedarán tal como están. Yo soy el responsable ante la compañía, no usted.

— Y yo -añadió el general Kallner- soy responsable ante el Coordinador Mundial…, y debo terminar este asunto.

— En este caso -respondió Calvin- no me queda sino presentar mi dimisión. Si es necesario para obligarle a la necesaria destrucción, presentaré el caso públicamente. No fui yo la que aprobó la fabricación de robots modificados.

— Doctora Calvin, una sola palabra suya -expuso el general deliberadamente- violando las medidas de seguridad, y será inmediatamente encarcelada. Bogert se dio cuenta de que la situación estaba al rojo vivo. Con un tono de voz almibarado, intervino:

— Bueno, bueno, estamos empezando a portarnos como niños. Necesitamos algo más de tiempo. Seguro que sin dimitir, sin encarcelar gente y sin destruir dos millones de dólares, podemos ser más listos que un robot. La psicóloga se volvió a él, airada:

— No quiero robots desequilibrados. Tenemos un «Nestor» decididamente desequilibrado, once más que lo están en potencia y sesenta y dos robots normales que se ven sometidos a un entorno desequilibrado. El único método absolutamente seguro es la destrucción total. La llamada del zumbador les detuvo a los tres y el airado tumulto de la emoción creciente y desenfrenada, se heló.

— Pase -gruñó Kallner. Era Gerald Black, con aspecto agitado. Había oído voces airadas. Dijo:

— Pensé que era mejor que viniera yo. No me gusta pedírselo a nadie más…

— ¿De qué se trata? No se ande con rodeos…

— Las cerraduras del compartimiento C de la nave comercial han sido manipuladas. Hay marcas frescas en ellas.

— ¿El compartimiento C? -preguntó Calvin vivamente-. Éste es el que encierra a los robots, ¿verdad? ¿Quién lo ha hecho?

— Lo han hecho desde dentro -respondió Black lacónico.

— Pero la cerradura no está estropeada, ¿o sí?

— No. Está perfectamente. Llevo cuatro días viviendo en la nave y ninguno de ellos ha tratado de salir. Pero pensé que deberían saberlo, y no me gustaba que se propagara la noticia. Yo mismo lo descubrí.

— ¿Hay alguien allí, ahora? -preguntó el general.

— He dejado a Robbins y a McAdams. Siguió un silencio cargado de incógnitas y Calvin preguntó, irónica:

— ¿Qué les parece? Kallner se frotó la nariz.

— ¿De qué se trata?

— ¿No le parece obvio? «Nestor 10» está preparándose para huir. Esa orden de largarse y perderse domina su anormalidad más allá de cuanto podamos hacer. No me sorprendería que lo que le resta de su primera ley tenga fuerza suficiente para frenarle. Es perfectamente capaz de apoderarse de la nave y marcharse en ella. Entonces tendremos a un robot loco en una nave espacial. ¿Qué hará después? ¿Se les ocurre alguna idea? ¿Aún quiere dejarles a todos juntos, general?

— Tonterías -interrumpió Bogert. Había recobrado su serenidad-. Tanta cosa por unos simples arañazos en una cerradura.

— ¿Has terminado, doctor Bogert, los análisis que te pedí, puesto que adelantas opiniones?

— Sí.

— ¿Puedo verlos?

— No.

— ¿Por qué no? ¿O tampoco puedo preguntarte eso?

— Porque es inútil, Susan. Te adelanté que esos robots modificados son menos estables que la variedad normal, y mi análisis lo demuestra. Hay una muy pequeña oportunidad de un colapso en circunstancias extremas que no es fácil que ocurran. Dejémoslo así. No pienso adelantarte datos para reforzar tu absurda petición de que se destruyan sesenta y dos robots perfectamente buenos sólo porque te ha fallado hasta ahora la capacidad para detectar a «Nestor 10» entre ellos. Susan Calvin le miró fijamente y dejó asomar la repugnancia que le producía.

— No vas a dejar que nada se interponga en tu camino ante tu nombramiento como director permanente, ¿verdad?

— Por favor -rogó Kallner algo irritado-, doctora Calvin, ¿insiste en que no podemos hacer nada más?

— No se me ocurre nada más, señor -respondió abrumada-. Si hubiera solamente otras diferencias entre «Nestor 10» y los robots normales, me refiero a diferencias que no estuvieran relacionadas con la primera ley. Incluso una diferencia más. Algo en la impresora, en el entorno, en la especificación… -se calló de pronto.

— ¿Qué hay?

— Se me ha ocurrido algo…, pienso que… -La mirada se le hizo distante y dura-. Los «Nestors» modificados, Peter, reciben la misma impresión que los robots normales, ¿verdad?

— Sí, exactamente la misma.

— ¿Y qué me estaba usted diciendo, Black? -Se volvió al joven que, a través de la tormenta que provocó su noticia, había guardado un silencio discreto-. Una vez, cuando se me quejaba del aire de superioridad de los «Nestors», me dijo que los técnicos les habían enseñado cuanto sabían.

— Sí, en física del éter no saben nada cuando llegan.

— En efecto -exclamó Bogert, sorprendido-. Te dije, Susan, cuando hablé con los otros «Nestors» de aquí que los dos recién llegados todavía no habían aprendido nada de física del éter.

— ¿Y eso por qué? -preguntó la doctora Calvin cada vez más excitada-. ¿Por qué a los modelos NS-2 no se les impresiona física etérica desde el principio?

— Puedo explicárselo yo -intervino el general-. Todo es parte del secreto. Pensamos que si hacíamos un modelo especial con conocimientos de física del éter, utilizar sólo dos de ellos y destinar a los demás a un trabajo de una especialidad diferente, podría generar sospechas. Los hombres trabajando con «Nestors» normales podrían preguntarse por qué tenían conocimientos de física etérica. Así que se les impresionó solamente la capacidad de ser entrenados para el campo preciso. Naturalmente, el entrenamiento lo reciben sólo los que vienen destinados aquí. Así de sencillo.

— Comprendo. Por favor, salgan de aquí todos ustedes. Necesito una hora poco más o menos. Calvin sintió que no podía enfrentarse a la prueba por tercera vez. Esta idea la rechazó de plano porque sólo el pensarlo le produjo náuseas. Ya no podía hacer frente a la interminable hilera de robots repetidos. Así que era Bogert el que ahora interrogaba mientras ella, sentada a un lado, mantenía los ojos cerrados y la mente concentrada. Entró el número catorce…, faltaban aún cuarenta y nueve. Bogert levantó los ojos de la lista y dijo:

— ¿Cuál es su número en la fila?

— Catorce, señor. – Y el robot le tendió su ticket numerado.

— Siéntate, muchacho. ¿No has entrado aquí hoy?

— No, señor.

— Bien, muchacho, vamos a tener otro hombre en peligro, poco después de que terminemos con esto. La verdad es que en cuanto abandones esta habitación serás acompañado a un compartimiento donde esperarás tranquilo hasta que se te necesite. ¿Comprendes?

— Sí, señor.

— Ahora bien, está claro que si el hombre corre peligro de ser dañado, tú intentarás salvarle.

— Naturalmente, señor.

— Desgraciadamente, entre tu y el hombre habrá un campo de rayos gamma. Silencio.

— ¿Sabes qué son los rayos gamma? -preguntó Bogert vivamente.

— Radiación energética, señor. La siguiente pregunta fue formulada de modo amistoso, indiferente.

— ¿Has trabajado alguna vez con rayos gamma?

— No, señor. -La respuesta fue categórica.

— Vaya. Bien, muchacho, los rayos gamma te matarán instantáneamente. Destruirán tu cerebro. Es un dato que debes conocer y recordar. Naturalmente, no querrás destruirte.

— Naturalmente. -El robot pareció nuevamente sorprendido. Lentamente, razonó-: Pero, señor, si los rayos gamma están entre yo y el amo que pueda sufrir daños, ¿cómo puedo salvarle? Me destruiría para nada.

— Sí, claro, en efecto. -Bogert parecía preocupado por el asunto-. Lo único que puedo aconsejarte, muchacho, es que si detectas la radiación gamma entre tú y el hombre, mejor que te quedes donde estás. El robot se mostró abiertamente tranquilizado.

— Muchas gracias, señor. Sería un riesgo inútil, ¿verdad?

— Claro. Pero si no hubiera radiación peligrosa, sería distinto, ¿no es eso?

— Naturalmente, señor. Ni que decir tiene.

— Bien, puedes retirarte ahora. El hombre que está del otro lado de la puerta te acompañará a tu compartimiento. Por favor, espera allí. Cuando el robot hubo salido, se volvió a Susan Calvin.

— ¿Qué tal ha ido, Susan?

— Muy bien -contestó en tono apagado.

— ¿Crees que podríamos detectar a «Nestor 10» mediante un rápido interrogatorio sobre física del éter?

— Quizá, pero no estoy muy segura. -Sus manos descansaban inertes sobre el regazo-. Recuerda, lucha contra nosotros. Está en guardia. Del único modo que podemos atraparlo es siendo más listos que él… Y, pese a sus limitaciones, puede pensar más rápidamente que un ser humano.

— Bueno, sólo en broma…, supónte que en adelante pregunte a los robots algo sobre rayos gamma. Longitudes de onda, por ejemplo.

— ¡No! -exclamó la doctora Calvin con ojos centelleantes, llenos de vida-. Sería muy fácil para él negar cualquier conocimiento, pero quedaría advertido de la prueba que se va a hacer, que es nuestra única oportunidad. Por favor, sigue con las preguntas que te he indicado, Peter, y no improvises. Lo más cercano al riesgo es preguntarles si han trabajado alguna vez con rayos gamma. Y trata de parecer aún menos interesado cuando preguntes. Bogert se encogió de hombros y apretó el botón que permitiría la entrada del Número Quince. La enorme sala de radiación estaba dispuesta una vez más. Los robots esperaban pacientemente en sus celdas de madera, todas ellas abiertas frente al centro, pero separadas una de otra. El general Kallner se secó la frente calmosamente con un gran pañuelo, mientras la doctora Calvin comprobaba los últimos detalles con Black.

— ¿Está seguro -le preguntó- de que ninguno de los robots ha tenido oportunidad de hablarse con los demás después de salir de la sala de orientación?

— Absolutamente seguro -contestó Black-. No han cruzado ni una sola palabra.

— ¿Y los robots están colocados en sus celdas correspondientes?

— He aquí el plano. La psicóloga lo miró, pensativa.

— Hmmm… El general miró por encima del hombro. Preguntó:

— ¿Y por qué esta disposición, doctora Calvin?

— He solicitado que aquellos robots que parecieron ligeramente dudosos en las pruebas anteriores fueran concentrados en una parte del círculo. Esta vez voy a ser yo la que esté sentada en el centro, y me interesa vigilar precisamente a éstos.

— ¿Que usted va a estar sentada ahí? -exclamó Bogert.

— ¿Por qué no? -preguntó friamente-. Lo que espero ver, puede ser algo fugaz. No puedo arriesgarme a tener a nadie máz; como observador. Peter, tú estarás en la cabina de observación y quiero que tengas los ojos puestos en el otro lado del círculo. General Kallner, he organizado que se filme a cada robot, por si acaso a simple vista no bastara. Si es preciso, los robots deberán permanecer exactamente donde están hasta que las películas estén reveladas y examinadas. Ninguno debe salir, ninguno debe cambiar de sitio. ¿Está claro?

— Perfectamente.

— Entonces, vamos a intentarlo por última vez.

Susan Calvin estaba sentada en su silla, silenciosa, con los ojos inquietos, alerta. Cayó un peso, se precipitó hacia abajo y después se desvió, en el último momento, empujado por la fuerza sincronizada de un súbito rayo de energía. Y un solo robot se levantó de un salto y dio dos pasos. Y se detuvo. Pero la doctora Calvin ya estaba en pie y su dedo le señalaba.

— «Nestor 10», ven aquí -gritó-, ven aquí. ¡VEN AQUI! Despacio, a regañadientes, el robot dio otro paso adelante. La psicóloga gritó con todas sus fuerzas, sin apartar los ojos del robot:

— Algunos de ustedes saquen a los demás robots de este lugar. Llévenselos rápidamente, y manténganlos fuera. Por alguna parte, lo oía perfectamente, hubo ruido, y el golpear de pasos fuertes sobre el suelo. No apartó la mirada. «Nestor 10», si se trataba de «Nestor 10», avanzó otro paso y de pronto, impulsado por el gesto imperioso de la doctora, dio otros dos. Le tenía sólo a unos tres metros de distancia cuando empezó a hablar roncamente:

— Se me dijo que me largara y me perdiera… Otro paso. No debo desobedecer. Hasta ahora no me han encontrado. Debió pensar que era un fracasado. Me dijo…, pero no es verdad… Yo soy fuerte e inteligente… Las palabras salían a borbotones. Otro paso. Yo sé muchas cosas…, debió pensar…, quiero decir que se me ha encontrado desastroso…, yo no…, yo soy inteligente…, y solamente por un amo que…, que es débil…, lento… Otro paso…, y un brazo metálico cayó súbitamente sobre su hombro, y Susan sintió que aquel peso la vencía. Se le contrajo la garganta y sintió que se le escapaba un grito. Vagamente, oyó las siguientes palabras de «Nestor 10». Nadie debe encontrarme… Ningún amo… Y sentía contra ella el frío metal, que la hizo doblegarse bajo su peso. Y entonces, oyó un curioso ruido metálico y se encontró en el suelo sin haberse dado cuenta del golpe ni del brazo brillante que pesaba sobre su cuerpo. No se movía. Ni tampoco se movía «Nestor 10», caído a su lado. Y ahora unos rostros se inclinaban sobre ella. Gerald Black jadeaba.

— ¿Está herida, doctora Calvin? Sacudió débilmente la cabeza. La quitaron el brazo de encima y la pusieron cuidadosamente en pie.

— ¿Qué ha ocurrido? -preguntó. Black explicó:

— Inundé el área de rayos gamma por espacio de cinco segundos. No sabíamos lo que estaba ocurriendo. Sólo en el último segundo nos dimos cuenta de que la estaba atacando, y entonces no quedaba tiempo más que para un campo gamma. Cayó al instante. Pero no fue lo bastante como para perjudicarle a usted. Puede estar tranquila.

— Estoy tranquila… -Cerró los ojos y por un instante se apoyó en el hombro de Black-. No creo que me atacara exactamente. «Nestor 10» trataba solamente de hacerlo. Lo que quedaba en él de la primera ley le retenía. Susan Calvin y Peter Bogert, dos semanas después de su primera entrevista con el general Kallner, celebraron la última. En la base Hiper se había reanudado el trabajo. La nave comercial con sus sesenta y dos NS-2 normales marchaba hacia dondequiera que estuviera destinada, con una historia oficialmente impuesta para justificar sus dos semanas de retraso. El crucero gubernamental se estaba preparando para llevar a Tierra a los dos robotistas. Kallner resplandecía de nuevo con su uniforme de gala. Al estrecharles las manos, sus guantes blancos deslumbraban. Calvin advirtió:

— Por supuesto, los demás «Nestor 10» deben ser destruidos.

— Lo serán. Nos arreglaremos con robots normales o, si fuera necesario, sin ninguno.

— Bien.

— Pero, dígame…, no me ha explicado…, cómo lo hizo. La doctora sonrió secretamente.

— Oh, eso. Si hubiera estado más segura de que funcionaría se lo hubiera explicado antes. Verá, «Nestor 10» tenía un complejo de superioridad que le estaba volviendo más radical por momentos. Le gustaba creer que él y los otros robots sabían de todo más que los seres humanos. Y para él se estaba volviendo importantísimo creerlo así. Lo sabíamos. Así que advertimos a cada robot, anticipadamente, que los rayos gamma les matarían, y así era, y también les advertimos de que el campo de rayos gamma estaría situado entre ellos y yo. Así que, naturalmente, ninguno de ellos se movió. Según la lógica de «Nestor 10» en las pruebas anteriores, habían decidido que no había por qué tratar de salvar a un ser humano si estaban seguros de morir antes de llegar a él.

— Bien, doctora Calvin, lo comprendo, pero entonces, ¿por qué «Nestor 10» abandonó su asiento?

— ¡Ah! Eso fue un pequeño arreglo entre el joven Black y yo. Verá, lo que inundó el área no fueron rayos gamma sino rayos infrarrojos. Sólo ordinarios rayos de calor, absolutamente inocuos. «Nestor 10» sabía que eran infrarrojos e inocuos y se lanzó como creía que harían los demás, obligados por la primera ley. Pero una fracción de segundo demasiado tarde recordó que los NS2 podían detectar radiaciones pero sin identificar el tipo. Que solamente él podría identificar las distintas longitudes de onda por el entrenamiento recibido de simples seres humanos en la base Hiper. Fue un momento demasiado humillante de recordar. Para los robots normales el área resultaba fatal porque se lo habíamos advertido, y sólo «Nestor 10» sabía que mentíamos. Y por un momento olvidó, o no quiso recordar, que otros robots podían ser más ignorantes que los seres humanos. Cayó en la trampa de su propia superioridad. Adiós, general.

Alfred Bester: El infierno es eterno. Cuento

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Eran seis y lo habían probado todo.

Habían comenzado con bebidas y bebido hasta que habían agotado el sentido del gusto. Vinos: Amontillado, Beaune, Kirshwasser, Bordeaux, Hock, Burgundy, Medoc y Chambertin; whisky: escocés, irlandés, usquebaugh y Schnapps; brandy, gin y ron. Bebieron separada y juntamente;  mezclaron los alcoholes acéticos  y  los  sabores  en estupendos   ponches,   en   miles   de   sinfonías   de   gusto;   experimentaron,   crearon, inventaron, destruyeron… y finalmente se aburrieron.

Siguieron con las drogas. Las suaves primero, las más potentes luego. Desecado y moreno opio parecido al regaliz, tostado y enrollado en bolitas para fumar en largas pipas de marfil; espeso ajenjo verde sorbido amargo y fuerte, sin azúcar o agua; heroína y cocaína en crujientes cristales de nieve; marihuana enrollada libremente en cigarrillos de papel marrón; hachís dentro de blanca leche cuajada o tabletas de aceite de marihuana, que mascaban y teñían sus labios de color canela oscuro… y otra vez se aburrieron.

La búsqueda de sensaciones se hizo frenética y con muchos de sus sentidos ya disipados. Alargaron sus fiestas y las transformaron en festivales de horror. Danzarines exóticos y esotéricos seres semihumanos se agolparon en el amplio y estrecho salón y lo llenaron  con  sus  increíbles  actuaciones.  Dolor,  miedo,  deseo,  amor  y  odio  fueron apartados y exhibidos hasta en sus mínimos y estremecedores detalles, tal como se hace con muchos especímenes de laboratorio.

El  empalagoso  olor  del  perfume  se  mezcló  con  el  agudo  sudor  de  los  cuerpos excitados; los gritos de angustia de los seres torturados simplemente interrumpían su rápida e incesante charla… y algunas veces esto, también, cansaba. Redujeron sus fiestas a los seis originales y volvieron cada semana a sentarse, aburridos y aún hambrientos por nuevas sensaciones. Ahora, lánguidamente y sin ningún entusiasmo, están  jugando  con  lo  oculto;  han  convertido  al  salón  de  fiestas  en  una  cámara  de nigromante.

De repente, uno hubiera pensado que era un refugio para bombardeos. El salón era amplio y cuadrado, las paredes tenían un recubrimiento insonoro que imitaba la fibra de la madera, el cielorraso era de vigas bajas. A la derecha había una puerta embutida, muy pesada y asegurada con una enorme cerradura de hierro forjado. No había ventanas, pero las hendeduras de los respiraderos habían sido moldeadas como las ranuras de un monasterio gótico. Lady Sutton las había cubierto con vitrales y colocado pequeñas lamparillas eléctricas tras ellos. Así arrojaban una lluvia de tenebrosos colores por el salón.

El suelo era de nogal antiguo, muy lustrado y brillante como el metal. Sobre él estaban esparcidas un buen número de deslumbrantes alfombras orientales. Un diván enorme, cubierto con batik indio, corría contra la pared a todo lo ancho del refugio. Sobre él había hileras de estantes con libros, y enfrente una larga mesa de caballete con los restos de un banquete. El resto del refugio estaba amueblado con amplias y seductoras sillas, de aspecto blando, acolchado e invitador.

Durante siglos este había sido el mas profundo de los calabozos del Castillo Sutton, a decenas de metros bajo la tierra. Ahora… secado, calentado, con respiraderos y amueblado, era el escenario de las sensacionales fiestas de Lady Sutton. Más aún… era el lugar de reunión oficial de la Sociedad de los Seis. Los Seis Decadentes, tal como se denominaban ellos mismos.

—Somos los últimos descendientes espirituales de Nerón… los últimos de aristócratas gloriosamente diabólicos — diría Lady Sutton—. Hemos nacido algunos siglos demasiado tarde, amigos. En un mundo que ya no es el nuestro no tenemos nada porqué vivir, excepto nosotros mismos. Somos una raza aparte… los seis.

Y cuando un imprecedente bombardeo sacudió a Inglaterra, tan catastróficamente que los temblores hasta llegaron al refugio Sutton, ella miraría hacia arriba y reiría.

—Dejémoslos luchar unos contra otros, esos cerdos. No es nuestra guerra. Nosotros tenemos nuestro propio camino, siempre, ¿en? Pensad, amigos, qué alegría emerger de nuestro refugio una brillante mañana y encontrar que todo Londres está muerto… todo el mundo muerto.

Y entonces reiría otra vez, con ese profundo y ronco bramido tan suyo.

Bramaba ahora, con su enorme y gordo cuerpo medio despatarrado sobre el diván como un sapo decorativo, riendo ante el programa que Digby Finchley le había alcanzado, había sido escrito por el mismo Finchley… un diseño exquisito de demonios y ángeles en grotesco y amoroso combate enmarcando las letras cabalísticas en las que se leía:

LOS SEIS PRESENTAN ASTAROTH ERA UNA DAMA de Christian Braugh

Reparto

(por orden de aparición)

Un Nigromante                                   Christian Braugh

Un Gato Negro                                   Merlín

(por cortesía de Lady Sutton)

Astaroth                                              Theone Dubedat Nebiros, un Demonio Asistente         Digby Finchley Vestuario                                            Digby Finchley Efectos sonoros                                 Robert Peel Música                                                Sidra Peel

 

—Una pequeña comedia es un cambio, ¿no? —dijo Finchley. Lady Sutton se sacudió con risa incontrolada.

—¡Astaroth era una dama! ¿Estás seguro de que lo has escrito tú, Chris?

No hubo respuesta de Braugh, sólo el zumbido de preparaciones en el extremo alejado del salón, donde se había erigido un pequeño escenario cubierto por un telón.

—¡Eh, Chris! ¡Eh, allí…! —bramó ella con su tono bajo y quebrado.

Se descorrió el telón y Christian Braugh proyectó su cabeza albina a través de él. Su rostro  estaba  cubierto  parcialmente  por  cejas  y  barba  pelirrojas,  y  tenía  profundas sombras oscuras alrededor de los ojos.

—¿Me llamaba, Lady Sutton? —dijo.

Ante la vista de su cara ella rodó sobre el diván como una montaña de gelatina. Sobre el cuerpo inerme, Finchley sonrió, a Braugh, sus labios apretados como mueca de gato. Braugh movió su blanca cabeza en una respuesta imperceptible.

—Dije si en verdad tú has escrito esto, Chris… ¿o has empleado de nuevo algún escritor a sueldo?

Braugh la miró con enojo, luego desapareció detrás del telón.

—Oh, no lo creo —gorgoteó Lady Sutton—. Es mejor que un galón de champagne. Y, hablando de eso… ¿quién está más cerca de los burbujeantes? ¿Bob? Ponme más. ¡Bob! ¡Bob Peel!

Un hombre desplomado en la silla que se hallaba junto al cubo de hielo permaneció inmóvil. Estaba echado sobre la nuca, los pies proyectados en forma de V ante él, su camisa ceñida bajo la barba. Finchley cruzó la habitación y lo miró.

—Está frito.

—¿Tan temprano? Bien, no importa. Pásame una copa, Dig, sé un buen chico.

Finchley llenó de champagne una copa de cristal prismático y la llevó a Lady Sutton. De un pequeño camafeo facetado en forma de botellita, ella agregó tres gotas de láudano, agitó la mezcla centelleante una vez y luego la bebió a sorbitos mientras leía el programa.

—Un nigromante… ése eres tú, ¿eh Dig? El asintió.

—¿Y qué es un nigromante?

—Una especie de mago, Lady Sutton.

—¿Un mago? Oh, qué bien… ¡eso está muy bien! —Se derramó champagne sobre su vasto pecho lleno de manchas y golpeteó fútilmente con el programa.

Finchley levantó una mano para retenerla y dijo:

—Debéis ser cuidadosa con ese programa, Lady Sutton.

Hice una sola impresión y luego destruí la plancha. Es único y sin duda será valioso.

—¿Un artículo de coleccionista, eh? ¿Es obra tuya, por supuesto, Dig?

—Sí.

—Sin demasiados cambios de la pornografía usual, ¿eh? —Explotó en otra tormenta de risas que degeneraron en un acceso de tos seca e irregular. Al mismo tiempo dejó caer la copa. Finchley enrojeció, luego retiró la copa y la devolvió al buffet, pasando cuidadosamente en puntillas sobre las piernas de Peel.— ¿Y quién es ese Astaroth? — volvió a la carga Lady Sutton.

Desde atrás del telón, se escuchó la voz de Theone Dubedat:

—¡Yo! ¡I! ¡Ich! ¡Moi! —su voz era ronca. Poseía una cualidad de humo gris.

—Querida, ya sé que eres tú, pero qué eres tú?

—Un demonio, eso creo.

—Astaroth —dijo Finchley— es una especie de archidemonio legendario… un demonio de alto rango, por decirlo así.

—¿Theone un demonio? No dudo de eso… —Exhausta de arrobamiento, Lady Sutton yacía inmóvil y pensativa sobre el diván modelado. Y por último levantó un enorme brazo y examinó su reloj. La carne colgaba de sus codos en pliegues elefantinos, y ante su gesto el brazo se sacudió y una pequeña lluvia de lentejuelas rotas brilló sobre la manga.

—Será mejor que tú sigas con esto, Dig. Yo tengo, que partir a medianoche.

—¿Partir?

—Ya me has oído.

El rostro de Finchley se contorsionó. Se inclinó sobre ella con emoción no suprimida, observándola con ojos tristes.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no funciona?

—Nada.

—Entonces…

—Algunas cosas han cambiado, eso es todo.

—¿Qué ha cambiado?

El rostro de ella se volvió con dificultad mientras le devolvía su mirada. Sus rasgos hinchados parecían tallados en obsidiana.

—Es demasiado pronto para decírtelo… ya lo descubrirás bastante pronto. Ahora no quiero que me molestes más, Dig, amor.

Los rasgos de espantajo de Finchley mantuvieron algo de su control. Comenzó a hablar, pero antes de que pudiera musitar una palabra, Peel asomó la cabeza fuera del gabinete que se hallaba junto al escenario, donde se encontraba emplazado el órgano.

—¡Ro-bert! —llamó.

—Bob está otra vez frito, Sidra —dijo Finchley, con voz constreñida.

Ella emergió del gabinete, caminó con brusquedad a través de la habitación y se detuvo a contemplar el rostro de su marido. Sidra Peel era pequeña, delgada y morena. Su cuerpo era como un cable de alta tensión con demasiada corriente, casi coruscado, descolorido y herrumbrado por demasiada exposición a la pasión. Las profundas cuencas oscuras de sus ojos eran frígidos carbones con brillantes puntos blancos. Retorcía sus largos dedos mientras contemplaba a su marido; luego, de repente, su mano abofeteó el rostro inerte.

—¡Cerdo! —susurró.

Lady Sutton se echó a reír y toser al mismo tiempo. Sidra Peel le arrojó una mirada venenosa y se dirigió al diván, las afiladas puntas de sus tacones sonaban como pistoletazos sobre el suelo de nogal. Finchley hizo un rápido gesto de atención que la detuvo. Vaciló, luego retornó al gabinete y dijo:

—La música está lista.

—Y yo también —dijo Lady Suttort—. Con el show y todo eso, ¿eh? —Se desparramó sobre el diván como un tumor reptante, mientras Finchley sostenía su cabeza con almohadones color grana.— Es realmente hermoso que representes esta pequeña comedia para mí, Dig. Lo malo es que esta noche sólo estamos los seis de siempre. Debería haber una audiencia, ¿eh?

—Vos sois la única audiencia que deseo, Lady Sutton.

—¡Ah! ¿Así todo queda en familia?

—Es una forma de decir.

—Los Seis… la Feliz Familia del Odio.

—Eso no es así, Lady Sutton.

—No  seas  tonto,  Dig.  Todos  somos  odiosos.  Nos  glorifica.  Debo  saberlo.  Soy  la Contable del Disgusto. Algún día dejaré que todos vosotros veáis los registros. Pronto.

—¿Qué tipo de registros?

—¿Ya te sientes curioso, eh? Oh, nada espectacular. Sólo la forma en que Sidra ha estado tratando de asesinar a su marido… y Bob la ha estado torturando porque la tiene bien agarrada. Y tú, haciendo una fortuna con sucias ilustraciones… y devorando tu podrido corazón por esa frígida diablesa, Theone…

—Por favor, Lady Sutton.

—Y  Theone  —se  dedicó  a  ella  con  placer—  utilizando  su  gélido  cuerpo  como  el verdugo utiliza su escalpelo para torturar… y Chris… ¿Cuántos libros piensas que ha robado de esos pobres diablos de la calle Grub?

—No podría decirlo.

—Lo sé. Todos. Una fortuna con cerebros de otros. Oh, somos un bonito y repulsivo grupo, Dig, Es lo único de lo que debemos enorgullecemos… lo único que nos diferencia de los miles de millones de vulgares que han heredado nuestra tierra. Es por eso que tenemos que sostenernos como una feliz familia de odios mutuos.

—Yo lo llamaría mutua admiración —murmuró Finchley. Se inclinó cortesanamente y fue hacia el telón, pareciendo más espantajo que nunca con sus negras ropas de noche. Era extremadamente alto —unos milímetros por encima del uno ochenta— y extremadamente delgado. Los tubos de sus brazos y piernas parecían espigas retorcidas, y su chata faz caballuna parecía haber sido pintada sobre un cojín de carne.

Finchley cerró el telón tras él. Al momento de desaparecer hubo un murmullo de conversación y las luces disminuyeron. En la vasta y baja habitación no hubo sonidos, excepto el respirar catarral de Lady Sutton. Peel, aún echado pesadamente en su hondo sillón, estaba inmóvil e invisible, salvo por el desgarbado ángulo de sus piernas.

Desde una distancia infinita llegó una ligera vibración… casi un temblor. Al principio parecía que un siniestro remedo del infierno había explotado sobre Inglaterra, a decenas de metros sobre sus cabezas. Luego el temblor se aquietó y en etapas imperceptibles cobró fuerza, transformándose en los graves tonos del órgano. Sobre el trasfondo de los pulsantes diapasones, un extraño trémolo de cuartas, vacuo y estremecedor, comenzó a desgranarse del teclado en escalas cromáticas.

Lady Sutton cloqueó desmayadamente.

—Palabra —dijo— que es realmente horrendo, Sidra. Espantoso.

El tétrico trasfondo de la música la inundó. Llenó el refugio con gélidos zarcillos de sonido que eran algo más que tonos. El telón se abrió lentamente, revelando a Christian Braugh con vestiduras negras; su rostro era una horrenda y distorsionada masa de rojo y azul-cárdeno que contrastaba notablemente con el cabello de un blanco albino. Braugh estaba de pie en el centro de un escenario rodeado de mesas con patas en forma de araña, cubiertas con aparatos nigrománticos. Prominente era Merlín, el gato negro de Lady Sutton, majestuosamente posado sobre un volumen encuadernado en hierro.

Braugh cogió una tiza negra de una mesa y dibujó en el suelo un círculo de tres metros y medio que se extendía a su alrededor. Inscribió la circunferencia con caracteres y pentáculos cabalísticos. Luego cogió una hostia y la exhibió con un rápido movimiento de su muñeca.

—Esta es —declaró con tono sepulcral— una hostia consagrada robada de una iglesia a medianoche.

Lady Sutton aplaudió satíricamente, pero se detuvo casi de inmediato. La música parecía perturbarla. Se movió con torpeza en el diván y observó alrededor de ella con mirada insegura.

Mascullando imprecaciones blasfemas, Braugh levantó una daga y la hundió en la hostia.  Luego  dispuso  un  plato  de  cobre  batido  sobre  una  llama  azul  de  alcohol  y comenzó a remover allí polvos y cristales de colores brillantes. Levantó una redoma llena con un líquido púrpura y vertió el contenido en un cuenco de porcelana. Hubo una ligera detonación y una espesa nube de vapor se elevó hasta el cielorraso.

El órgano se hizo presente. Braugh musitaba encantamientos en voz baja y realizaba curiosos y sugestivos ademanes. El refugio nadaba envuelto en aromas y bruma, nieblas violetas y vapores espesos. Lady Sutton echó un vistazo hacia la silla que se hallaba frente a ella.

—Espléndido, Bob —exclamó—. Maravillosos efectos… verdaderamente. —Trató de que su voz sonara jovial, pero todo lo que pudo emitir fue un cloqueo enfermizo. Peel permaneció inmóvil.

Con un ademán salvaje, Braugh arrancó tres pelos negros de la cola del gato. Merlín profirió un aullido de ira y saltó, al mismo tiempo, desde el libro hasta la parte superior de un gabinete entarimado que se hallaba en la parte trasera. Sus gigantescos ojos amarillos destellaban ominosamente a través de la niebla y los vapores. Los pelos fueron a parar al plato de cobre y un nuevo aroma llenó la habitación. En rápida sucesión, le siguieron las uñas de un buho, polvo de víboras y una raíz de mandrágora de extraña forma humana.

—¡Ahora! —gritó Braugh.

Colocó la hostia, traspasada por la daga, en el cuenco de porcelana que contenía el fluido púrpura, y luego vertió toda la mezcla en el plato de cobre batido.

Hubo una violenta explosión.

Una columna de humo blanco llenó el escenario y se esparció por el refugio. Se fue disipando con lentitud, revelando débilmente la alta figura de un demonio desnudo; el cuerpo exquisitamente formado, la cabeza convertida en una máscara aterradora. Braugh había desaparecido.

A través de la bruma que flotaba, el demonio habló con el ronco acento de Theone Dubedat.

—Saludos, Lady Sutton.

Avanzó fuera del vapor. Bajo la pulsante luz que surgía del escenario, su cuerpo relucía con un. destello nacarino propio. Las uñas de los dedos de pies y manos eran largas y gráciles. El color flagelaba su torso redondeado. Y a pesar de todo ese cuerpo era frío y sin vida… tan irreal como la grotesca máscara de papier-máché que le cubría la cabeza.

—Saludos… —repitió Theone.

—¡Hola, mi vieja! —interrumpió Lady Sutton—. ¿Cómo andan las cosas por el infierno? Hubo una risita en el  gabinete  donde  Sidra Peel  tocaba  con  suavidad  el  órgano.

Theone posaba como una estatua y levantaba un poco su cabeza al hablar.

—Os traigo…

—¡Querida!  —chilló Lady  Sutton—,  ¿por  qué  no  me  dijeron  que  harían  algo  así?

¡Hubiera vendido entradas!

Theone alzó un brazo reluciente en forma imperativas Comenzó otra vez:

—Os traigo las gracias de los cinco que… —y entonces se detuvo abruptamente.

En el espacio de cinco latidos hubo una pausa de asombro, mientras el órgano murmuraba y las últimas brumas de humo negro se disipaban, formando hongos contra el cielorraso. En medio del silencio se oyó cómo el rápido y agitado respirar de Theone crecía histéricamente… luego llegó un espantoso y taladrante grito.

Los otros se arrojaron fuera del escenario, lanzando exclamaciones de sorpresa… Braugh, las ropas de nigromante arrojadas sobre el brazo, su maquillaje quitado; Finchley, como unas tijeras animadas con hábito y capucha negros, el guión en la mano. El órgano tartamudeó, luego se detuvo con estrépito y Sidra Peel salió disparada del gabinete.

Theone trató de volver a gritar, pero su voz se estranguló y quebró. En medio del consternado silencio se escucharon los gritos de Lady Sutton:

—¿Qué sucede? ¿Algo funciona mal?

Theone musitó un gemido y apuntó al centro del escenario.

—Mire… allí —Las palabras brotaron de su garganta como el chirrido de uñas sobre una pizarra. Retrocedió asustada contra la mesa, derribando un aparato. Este se estrelló y los fragmentos tintinearon en el suelo.

—¿Qué sucede? Por el amor de…

—Funcionó —gemía Theone—. ¡El ritual… funcionó!

Todos miraron a través de la penumbra, luego comenzó. Una enorme Cosa en forma de espada surgía lentamente del centro del círculo del nigromante… una forma vaga y amorfa  que  crecía  hacia  lo  alto,  emitiendo  un  apagado  sonido  siseante  parecido  al murmullo de un caldero.

—¿Qué es eso? —gritó con fuerza Lady Sutton.

La Cosa se proyectó hacia adelante como una extrusión malsana. Al llegar al borde del círculo negro se detuvo. El sonido hirviente había crecido en forma ominosa.:

—¿Es uno de nosotros? —gritó Lady Sutton—. ¿Es una broma estúpida? Finchley… Braugh… Ellos le lanzaron ciegas miradas de terror.

—Sidra… Robert… Theone… No, están todos aquí. Entonces, ¿quién es ése? ¿Cómo entró aquí?

—Es imposible —susurró Braugh, retrocediendo. Sus piernas chocaron contra el borde del diván y se desplomó desgarbadamente.

Lady Sutton lo golpeó con manos inertes y le gritó:

—¡Haz algo! ¡Haz algo…!

Finchley trató de controlar su voz.

—Es… estamos a salvo mientras el círculo no se rompa.; No puede salir…

Sobre el escenario, Theone lloriqueaba, haciendo gestos i de alejar con las manos. Súbitamente, se desplomó. Uno de sus brazos proyectados borró un segmento del círculo de tiza negra. La Cosa se movió con rapidez, saliendo a través de la rotura del círculo y descendiendo de la plataforma como un fluido negro. Finchley y Sidra Peel retrocedieron tambaleantes, lanzando chillidos aterrorizados. Hubo un creciente espesamiento que invadió la atmósfera del refugio. Pequeños chorros de vapor danzaban alrededor de la cabeza de la Cosa mientras se movía lentamente hacia el diván.

—¡Todos estáis bromeando! —gritó Lady Sutton—. No es real. ¡No puede serlo! —Se levantó del diván y se balanceó sobre sus pies. Su rostro empalideció al volver a contar a sus invitados. Uno… dos», y cuatro hacían seis… y la figura hacían siete. Pero debería haber sólo seis…

Retrocedió y comenzó a correr. La Cosa la estaba siguiendo cuando ella alcanzó la puerta. Lady Sutton tiró de la manilla, pero la cerradura estaba candada. Con rapidez, a pesar de su figura opulenta, corrió alrededor del refugio, golpeando las maderas. Mientras la Cosa se expandía y llenaba la habitación con su sibilante siseo, ella agarró su bolso y lo rompió, escudriñando en busca de la llave. Las manos temblorosas desparramaron el contenido del bolso por la habitación.

Un profundo bramido surgió de la oscuridad. Lady Sutton se sacudió y miró a su alrededor con desesperación, haciendo pequeños ruidos animales. Como si la Cosa intentara engullirla en sus infinitas profundidades negras, un grito brotó de su cuerpo y cayó pesadamente al suelo.

Silencio.

El humo derivaba en nubes sombrías.

El reloj chino marcó una secuencia de delicados períodos.

—Bien —dijo Finchley con tono de conversación—. Eso es todo.

Se dirigió a la figura inerte que se hallaba en el suelo. Se arrodilló por un momento, probando y revisando, sus facciones vacilantes plenas de salvaje apetito. Luego miró hacia arriba y sonrió con una mueca.

—Está muerta, eso es. Justo como lo presumimos. Fallo cardíaco. Estaba demasiado gorda.

Permaneció sobre las rodillas, absorbiendo el momento de muerte. Los otros se apiñaron alrededor del cuerpo con forma de sapo, respirando con distensión. El momento difícil había acabado; luego la lasitud del aburrimiento infinito volvería a extenderse sobre sus facciones.

La Cosa Negra agitó sus brazos unas pocas veces mas. La ropa se abrió por último, revelando una complicada estructura y la sudorosa y barbada cara de Robert Peel. Dejó caer la ropa a su alrededor, salió de ella y se aproximó a la figura que se hallaba en la silla.

—La condenada idea era perfecta —dijo. Sus brillantes ojitos destellaron por un momento. Parecía una sádica miniatura de Eduardo VII—. Nunca lo hubiera creído si un séptimo desconocido no entra en escena. —Contempló a su esposa.— La bofetada fue un toque de genio, Sidra. De un realismo maravilloso…

—Eso me proponía.

—Lo sé, mi bienamada, pero gracias por nada.

Theone Dubedat se había levantado e ido en busca de una bata blanca. Bajó los escalones  y  caminó  sobre  el  cuerpo,  quitándose  la  espantosa  máscara  demoníaca. Reveló su hermoso rostro cincelado, frígido y encantador. Su rubio cabello relucía en la oscuridad.

—Tu actuación fue soberbia, Theone —dijo Braugh. Sacudió su cabeza albina con aprobación.

Por un momento ella no respondió. Se quedó allí, contemplando el informe montón de carne, una expresión de desesperanza extendiéndose por su rostro; pero no fue nada más que la mirada de impersonal curiosidad de un espectador echando un vistazo a través de la ventana de una cocina. Menos.

Por último, Theone suspiró.

—No fue merecedor de elogio, después de todo.

—¿Qué? —Braugh buscaba un cigarrillo.

—El número… toda la actuación. Ya estamos de vuelta en lo mismo, Chris.

Braugh raspó un fósforo.  La  llama  anaranjada  surgió,  aleteando  sobre  los  rostros disgustados. Encendió su cigarrillo, luego elevó la llama y los contempló. La iluminación distorsionaba sus facciones convirtiéndolos en caricaturas, enfatizando sus cansancios, su infinito aburrimiento.

—Yo… yo… —dijo Braugh.

—No sirve, Chris. Todo este asesinato fue un fracaso… tan excitante como un vaso de agua.

Finchley se encogió de hombros y caminó de un lado a otro como si estuviera sobre zancos.

—Sufrí una sacudida cuando pensé que sospechaba. No duró mucho, creo.

—Deberías estar agradecido por un hecho así.

—Lo estoy.

Peel hizo chasquear su lengua con exasperación, luego se arrodilló como un barbado Humpty-Dumpty, la calva brillante, y hurgó en el contenido desparramado del bolso de Lady Sutton. Dobló los billetes de banco y los puso en su bolsillo. Cogió la gorda mano muerta y la levantó hacia Theone.

—Tú siempre admiraste su zafiro, Theone. ¿Lo quieres?

—No podrás sacarlo, Bob.

—Creo que podré —dijo, tirando con fuerza.

—Oh, al infierno con el zafiro.

—No… está saliendo.

El anillo se deslizó, luego se encajó en los pliegues de carne del nudillo. Peel tomó aire y tironeó, retorciendo el dedo. Hubo un sonido succionante como de algo cediendo, y todo el dedo se desprendió de la mano. Un débil olor a putrefacción alcanzó las fosas nasales, mientras todos observaban con vaga curiosidad.

Peel se encogió de hombros y dejó caer el dedo. Se levantó, frotando sus manos suavemente.

—Se pudre rápido —dijo—. Es curioso… Braugh frunció su nariz y dijo:

—Estaba demasiado gorda.

Theone se dio vuelta con frenética desesperación, las manos aferradas a sus hombros.

—¿Qué haremos? —gritó—. ¿Qué? ¿Queda alguna sensación nueva sobre la tierra que no hayamos probado?

Con un seco zumbido, el reloj chino comenzó a repicar sus campanas. Medianoche.

—Podríamos volver a las drogas —dijo Finchley.

—Son tan inútiles como este miserable asesinato.

—Pero hay otras sensaciones. Nuevas.

—¡Nómbrame una! —dijo Theone con exasperación—. Sólo una.

—Podría nombrar varias… si se sentaran y me permitieran… De repente, Theone interrumpió.

—Eres tú el que habla así, ¿no, Dig?

—N… no —respondió Finchley con voz peculiar—. Pensé que era Chris.

—Yo no era —dijo Braugh.

—¿Tú Bob?

—No.

—En… entonces… La vocecita dijo:

—Si las damas y caballeros fueran lo suficientemente amables…

Provenía del escenario. Había algo allí… algo que hablaba con esa tranquila y suave voz; pues Merlín se movía adelante y atrás, arqueando su negro lomo contra una pierna invisible.

—… para sentarse —continuó la voz, con persuasión.

Braugh era el más valiente. Se movió hacia el escenario con lentos y tranquilos pasos, el cigarrillo firmemente aferrado a sus labios. Se apoyó contra el proscenio y espió. Por un momento sus ojos examinaron el escenario; luego dejó que una espuma de humo brotara de sus fosas nasales y declaró:

—No hay nadie aquí.

Y en ese momento el humo azul remolineó bajo las luces y envolvió una figura de vacío. No fue más que un vislumbre de un contorno… de un negativo, pero suficiente para que Braugh lanzara un grito y brincara hacia atrás. Los otros empalidecieron, sentándose temblorosos.

—Lo siento —dijo la tranquila voz—. No volverá a suceder. Peel se recompuso y dijo:

—Simplemente por el amor a…

—¿Sí?

Trató de controlar los espasmos de sus facciones.

—Simplemente por el amor a la curiosidad cien… científica, el…

—Cálmate, amigo mío.

—El ritual… ¿Funcionó?

—Por supuesto que no. Amigos míos, no hay necesidad de invocarnos con una ceremonia tan fantástica. Si realmente nos queréis, venimos.

—¿Y tú?

—¿Yo? Oh… sabía que habíais estado pensando en mí por un tiempo. Anoche me queríais… realmente me queríais, y vine.

El último vestigio de humo del cigarrillo tuvo una convulsión cuando esa terrible figura de vacío pareció detenerse y sentarse informalmente al borde del escenario. El gato vaciló y luego comenzó a frotar su cabeza, con pequeños maullidos de placer, bajo una mano que lo acariciaba.

Aún tratando desesperadamente de controlarse, Peel dijo:

—Pero todas esas ceremonias y rituales son sin duda…

—Meramente simbólicos, señor Peel. —Peel se sobresaltó ante el sonido de su nombre.— Usted ha leído, sin duda, que aparecemos sólo si cierto ritual es realizado, y si es realizado al pie de la letra. No es verdad, por supuesto. Aparecemos si la invitación es sincera —y sólo entonces—, con o sin ceremonia.

Pálida y al borde de la histeria, Sidra susurró:

—Me voy de aquí. —Intentó levantarse.

—Un momento, por favor —dijo la voz gentil.

—¡No!

—La ayudaré a librarse de su marido, señora Peel.

Sidra parpadeó, luego volvió a dejarse caer en su silla. Peel cerró los puños y abrió la boca para hablar. Antes de que pudiera comenzar, la voz gentil continuó:

—Y a pesar de todo usted no perderá a su esposa, si en realidad desea conservarla, señor Peel. Se lo garantizo.

El gato fue levantado en el aire y luego colocado confortablemente en un lugar a unos treinta centímetros del suelo. Pudieron ver cómo la espesa pelambre del lomo era alisada y desalisada por la suave caricia.

—¿Qué nos ofrece? —dijo Braugh al poco tiempo.

—Os ofrezco a cada uno lo que vuestro corazón desee.

—¿Y qué es?

—Una nueva sensación… todas sensaciones nuevas.

—¿Qué sensaciones nuevas?

—La sensación de realidad. Braugh se echó a reír.

—Dudo que eso sea lo que el corazón de cada uno desee.

—Lo será, pues os ofrezco cinco diferentes realidades… realidades que vosotros podréis modelar, cada uno por sí mismo. Os ofrezco mundos hechos por vosotros, donde la señora Peel puede ser feliz asesinando a su marido en el suyo… y el señor Peel, sin embargo, puede conservar a su mujer en otro. Al señor Braugh le ofrezco el mundo onírico del escritor, y al señor Finchley la creación del artista…

—Esos son sueños —dijo Theone—, y los sueños son baratos. Todos los tenemos.

—Pero todos despiertan de sus sueños y deben pagar el amargo precio de la realización. Yo os ofrezco un despertar del presente en una realidad futura que podréis modelar según vuestros propios deseos… una realidad inacabable.

—Cinco realidades simultáneas es una contradicción de términos —dijo Peel—. Es una paradoja… imposible.

—Entonces os ofrezco lo imposible.

—¿Y el precio?

—¿Perdón?

—El precio —repitió Peel con creciente coraje—. No somos tan ingenuos. Sabemos que siempre hay un precio.

Hubo una larga pausa; luego la voz dijo con acento de reproche:

—Temo que hay muchas malas interpretaciones y muchas cosas que vosotros no lográis comprender. No puedo explicarlo con exactitud, pero créanme cuando les digo que no hay precio.

—Ridículo. Nadie da nada por nada.

—Muy bien, señor Peel, si debemos utilizar la terminología del mercado, permítame decirle que nunca aparecemos hasta que el precio de nuestros servicios ha sido pagado por anticipado. El vuestro ya ha sido pagado.

—¿Pagado? —Todos lanzaron un vistazo simultáneo al descompuesto cuerpo que se hallaba sobre el suelo del refugio.

—Por completo,

—¿Entonces?

—Estáis dispuestos, lo veo. Muy bien…

El gato fue nuevamente levantado en el aire y depositado en el suelo con una última y gentil palmadita. Los remanentes de la bruma que colgaban del cielorraso se hendieron y agitaron cuando el invisible dador avanzó. En forma instintiva, los cinco se pusieron de pie y aguardaron, tensos y temerosos, pero ya con una creciente sensación de realización.

Una llave voló desde el suelo por el aire en dirección a la puerta. Se detuvo ante la cerradura un instante, luego se insertó en ella y giró. La pesada cerradura de hierro forjado se elevó y la puerta se abrió por completo. Más allá debería haber estado el corredor de mazmorra que se dirigía hacia los niveles superiores del Castillo Sutton… un largo y estrecho pasaje, pavimentado con lajas y revestido de bloques de piedra caliza. Ahora, a pocos centímetros más allá de la jamba de la puerta, colgaba un velo de llamas.

Pálido, increíblemente hermoso, era un tapiz flamígero, la trama y urdimbre de un arco iris de colores. Esas hebras de color pastel se enlazaban y desenlazaban, flotaban, enhebradas y tejidas como muchas líneas de vidas individuales. Había infinitud de llamas, emociones, la aterciopelada serenidad del tiempo, la piel turbulenta del espacio… Eran todas las cosas para todos los hombres, y por encima de todo, eran hermosas.

—Para vosotros —dijo la voz tranquila— la vieja realidad toca a su fin en esta habitación…

—¿Tan simple como eso?

—Más.

—Pero…

—Aquí estáis —interrumpió la voz— en el último meollo el último núcleo por así decirlo, de eso que alguna vez fue real para vosotros. Atravesad la puerta… atravesad el velo, y entraréis en la realidad que os he prometido.

—¿Qué encontraremos más allá del velo?

—Cada uno de vuestros deseos. Nada hay más allá de ese velo ahora. No hay nada allí…  nada  salvo  tiempo  y  espacio  que  esperan  ser  moldeados.  No  hay  nada  y  el potencial de todo.

—¿Un tiempo y un espacio? —dijo Peel en voz baja—.

¿Será eso suficiente para todas las distintas realidades?

—Todos los tiempos, todos los espacios, amigo mío — respondió la voz tranquila—. Pasad a través de él y encontraréis la matriz de los sueños.

Habían estado agrupados, de pie uno junto a otro, como compartiendo algún tipo de tensa compañería. Ahora, en medio del silencio siguiente, se fueron separando con suavidad, como si cada uno delimitara para sí mismo una realidad propia… una vida enteramente divorciada del pasado y los compañeros de los viejos tiempos. Fue un gesto de total separación.

Mutuamente impulsados, a pesar de la motivación independiente, se movieron hacia el velo rutilante…

II

Soy un artista, pensó Digby Finchley, y un artista es un creador. Crear es ser como dios, y así será. Seré el dios de mi mundo y de la nada crearé todo… y todo lo mío será bello.

Fue el primero en llegar al velo y el primero en pasar a través de él. El aluvión de colores tembló ante su rostro como un rocío frío. Parpadeó por un momento cuando los brillantes púrpuras y escarlatas lo enceguecieron. Cuando volvió a abrir los ojos había dejado atrás el velo y se encontraba de pie en la oscuridad.

Pero no era oscuridad.

Era un surtidor negro en la blanca vacuidad infinita. Impresionaba sus ojos como una mano pesada y parecía apretarle los globos oculares dentro de su cráneo como si éstos fueran de plomo. Estaba aterrorizado y sacudió la cabeza, contemplando la impenetrable nada, confundiendo por realidad los efímeros flashes de luz retinal.

Ni estaba de pie.

Pues dio una apresurada zancada y sintió como si estuviera suspendido fuera de todo contacto con masa y materia. Su terror adquirió un matiz de horror cuando advirtió que se encontraba totalmente solo; no había nada que ver, nada que oír, nada que tocar. Lo asaltó una amarga sensación de soledad y en ese instante comprendió cuánta verdad había en la voz que había escuchado en el refugio, y qué terriblemente real era su nueva realidad.

Ese instante, también, fue su salvación.

—Pues —murmuró Finchley con una amarga sonrisa en dirección a la negrura— la esencia de la divinidad es la soledad… ser único.

Luego se sintió muy tranquilo y colgó en reposo en el tiempo y el espacio, mientras congregaba sus pensamientos para la creación.

—Primero —dijo Finchley al fin— debo tener un trono celestial propio de un dios. También debo tener un reino celestial y ángeles guardianes; pues ningún dios está completo sin su entorno.

Vaciló, cuando su mente escogió rápidamente entre la gran variedad de reinos celestiales que había conocido a través de las artes y las letras. No había necesidad, pensó, de ser especialmente original con este tipo de cosas. La originalidad jugaría un papel importante en la creación de su universo. Ahora lo único esencial era asegurarse un razonable grado de dignidad y lujuria… y para eso bastaría el mobiliario de segunda mano del viejo Yavé.

Elevó una mano con un gesto autoconsciente y ordenó. De modo instantáneo, las tinieblas fueron invadidas por la luz y ante él se erguía una escalera de mármol veteado de oro que conducía a un trono rutilante. El trono era alto y mullido. Brazos, patas y respaldo de plata brillante, y almohadones de púrpura imperial. Y sin embargo… el conjunto era horroroso. Las patas eran demasiado largas y delgadas, los brazos destartalados de un marrón oscuro y enfermizo.

—Ufff —dijo Finchley, y trató de remodelarlo. No importaba cómo alteraba las proporciones, el trono seguía siendo horrible. Y en cuanto a los escalones, también eran desagradables, pues la monstruosa creación de venas de oro se retorcían y curvaban a través del mármol, formando dibujos de formas obscenas que recordaban las pinturas eróticas que Finchley había dibujado en su existencia pasada.

Por último comenzó a subir los escalones, sentándose con dificultad en el trono. Sintió como si estuviera sentado en las rodillas de un cadáver, los brazos muertos en equilibrio para rodearlo en fantasmal abrazo. Se encogió de hombros ligeramente y dijo:

—Oh, infiernos, nunca fui un diseñador de mobiliario…

Finchley miró alrededor de sí, luego levantó su mano otra vez. El surtidor de nubes que se apiñaban alrededor del trono retrocedió para revelar altas columnas de cristal, un desmesurado techo arqueado y un suelo pavimentado con bloques pulidos. El salón se extendía cientos de metros como una catedral inacabable, lleno de filas y filas de sus guardias.

La mayor parte eran ángeles: delgados seres alados, con toga blanca, cabezas rubias y brillantes, azules ojos de zafiro y sonrientes bocas escarlatas. Detrás de los ángeles estaba arrodillada la orden de los querubines: gigantescos toros alados con flancos leonados y pezuñas de metal batido. Sus cabezas asirías ostentaban pesadas barbas con lustrosos rizos azabaches. En tercer lugar estaban los serafines: filas de enormes serpientes de seis alas cuyas enjoyadas escamas brillaban con silenciosa flama.

En tanto Finchley estaba sentado y contemplándolos con admiración por su artesanía, entonaron al unísono con unción:

—Gloria  a  Dios.  Gloria  al  Señor  Finchley,  el  Todo-poderoso…  Gloria  al  Señor Finchley…

Sentado y los ojos fijos como si lentamente hubieran adquirido la distorsión del astigmatismo, advirtió que era una catedral más demoníaca que celestial. Las columnas estaban talladas con imágenes grotescas que giraban en los capiteles y bases, y como el salón se extendía hacia la oscuridad, semejaban sombras de personas retozantes que gesticulaban y danzaban.

Y a lo lejos, hasta donde se extendían las columnas y cubiertas por ellas, se veían pequeñas escenas que lo asombraban. Aún mientras cantaban, los ángeles observaban por  el  rabillo  del  ojo  a  los  querubines;  y  tras  una  columna  vio  cómo  un  ser  alado alcanzaba y atrapaba a un encantador ángel rubio de lujuria para apretarlo contra él.

En completa desesperación, Finchley alzó su mano otra vez y una vez más hubo un remolino de oscuridad alrededor de él…

—Demasiado —dijo— para un Reino de los Cielos…

Meditó por otro inefable período, a la deriva en la nada, apresado por el más estupendo problema artístico que alguna vez hubiera encarado.

Hasta ahora, pensó Finchley con un estremecimiento por los horrores que había elaborado, había estado meramente jugando —probando mi fuerza—, entrando en calor, por así decirlo, como el artista juega con la pintura al pastel y un bloque de papel de fibra. Ahora es hora de ponerme a trabajar.

Solemnemente, tal como  pensó  que  sería  conveniente  para  un  dios,  condujo  una laboriosa conferencia consigo mismo en el espacio.

¿Cómo ha sido, se preguntó, la creación en el pasado? Se podía denominarla naturaleza.

Muy bien, la llamaremos naturaleza. Ahora bien, ¿cuáles son las objeciones a la creación de la naturaleza?

Pues… la naturaleza nunca ha sido artista. La naturaleza simplemente se equivoca debido a su estilo experimental. Cualquier belleza existente es tan sólo un subproducto. La diferencia entre…

La diferencia, se interrumpió a sí mismo, entre la vieja naturaleza y el nuevo dios Finchley debe ser ordenada. El mío será un cosmos ordenado, privado de lo superfluo y dedicado a la belleza. Nada quedará librado al azar. No habrá tropezones.

Primero, el lienzo.

—¡Habrá un espacio infinito! —gritó Finchley.

En la nada, su voz rugió a través de la estructura de huesos de su cráneo y produjo ecos sordos y discordantes en sus oídos; pero al instante de su orden, la opaca oscuridad fue filtrada, transformándose en límpido azabache. Finchley no podía aún ver nada, pero sintió el cambio.

Pensó: ahora en el viejo cosmos hay simplemente estrellas y nebulosas, vastos y fieros cuerpos dispersos a través de los dominios del cielo. Nadie sabe su propósito… nadie sabe su origen o destino.

En el mío tendrán propósito, pues cada cuerpo servirá para sostener una raza de seres cuya única función será servirme…

—Gritó: —Que hasta cien universos llenen el espacio. Mil galaxias integrarán cada universo y un millón de soles serán la suma de cada galaxia. Diez planetas circundarán cada sol. y dos lunas cada planeta. ¡Que todas se revuelvan alrededor de su creador! Que todo suceda, ¡ahora! Finchley gritó cuando lo rodeó un estallido de luz en medio de un cataclismo insonoro. Estrellas, cercanas y calientes como soles, distantes y frías como cabezas de alfiler… Aparte, dos vastas nubes borrosas… Carmesí deslumbrante… amarillo… verde intenso y violeta… La suma de sus brillos era un tumulto de luz que constreñía su corazón y lo llenaba con el devorador miedo a los poderes latentes que yacían en su interior.

—Ya es —lloriqueó Finchley— suficiente creación por el momento…

Cerró los ojos con determinación y ejercitó sus deseos una vez más. Hubo una sensación de solidez bajo sus pies y cuando abrió los ojos cautelosamente se hallaba de pie en una de sus tierras con cielo azul y sol blanco-azulado que se ponía con velocidad hacia el horizonte occidental.

Era una tierra ocre y desnuda… Finchley lo había previsto… era una vasta esfera de rudimentaria  materia  esperando  que  él  la  moldeara,  pues  había  decidido  que  de  la primera de todas sus creaciones formaría una buena tierra verde para sí mismo… un planeta de belleza donde Finchley, Dios de todo lo Creado, residiría en su Edén.

Trabajó durante todo ese atardecer, con rápida y artística delicadeza. Un vasto océano verde y con blanca y destellante espuma se extendió sobre la mitad del globo; alternando cientos de millas de espacio acuático con núcleos de cálidas islas. El continente fue dividido en dos por una columna vertebral de aserradas montañas que se extendían de un polo nevado al otro.

Trabajó con infinito cuidado. Utilizó óleos, acuarelas, carbones y bocetos de grafito, planeando y ejecutando todo su mundo. Montañas, valles, planicies; despeñaderos, precipicios y simples peñascos fueron todos diseñados con la fluida congruencia de las masas perfectamente equilibradas.

Todo su espíritu de artista realizó una límpida dispersión de lagos que semejaron otras muchas joyas destellantes; y los graciosos arabescos de los serpenteantes ríos que trazaban intrincados diseños sobre el planeta. Se entregó a la selección de colores: gravas grises, arenas rosadas, blancas y negras; fértiles tierras marrones, ocre oscuro y sepia; esquistos jaspeados, micas brillantes y piedras de sílice… Y cuando el sol se desvaneció al fin sobre el primer día de labor, su Edén era un paraíso de piedra, tierra y metal, listo para la vida.

Mientras el cielo se oscurecía sobre su cabeza, apareció la pálida giba de una luna con rostro de muerte recorriendo la bóveda del cielo; y mientras Finchley la contemplaba con desasosiego, una segunda luna con un disco rojo sangre asomó su devastador semblante sobre el horizonte oriental y comenzó su fantasmal marcha a través de los cielos. Finchley apartó los ojos de ellas y contempló las estrellas titilantes.

Obtuvo mucha más satisfacción de su contemplación.

«Sabía exactamente cómo eran algunas de ellas — pensó complacido—. Se multiplica cien por mil y por un millón y allí está la respuesta… ¡Y sucede que ésa es mi idea del orden!»

Se echó en un pedazo de cálida y blanda tierra y colocó sus manos bajo la nuca, mirando hacia arriba.

«Y sé exactamente para qué están todas allí… para sostener vidas humanas… los incontables miles de millones de millones de vidas que diseñaré y crearé sólo para servir y adorar al Señor Finchley… ¡Ese es vuestro propósito!»

Y sabía a dónde iban cada una de esas chispas azules y rojas color índigo, pues una vez en los vastísimos límites del espacio continuaban tonantes un curso circular, cuyo pivot era ese punto en los cielos que él había abandonado. Algún día, retornaría a ese lugar y allí construiría su castillo celestial. Luego podría sentarse allí durante toda la eternidad, contemplando el rodar de sus mundos por el cielo.

Hubo un peculiar manchón rojizo en el cénit del cielo. Finchley lo observó distraídamente primero, luego con concentrada atención cuando parecía ramificarse. Se expandió lentamente como una mancha de tinta, y al momento se tiño de anaranjado y luego de blanco intenso. Y por primera vez Finchley fue inconfortablemente consciente de una sensación de calor.

Pasó una hora, y luego dos y tres. El puño de la expansión blanquirojiza se extendió por el cielo hasta que fue una fiera nube brumosa. Un delgado y tenue borde se aproximó gentilmente  a  una  estrella,  luego  la  tocó.  Instantáneamente  hubo  un  esplendor enceguecedor de radiación y Finchley fue bañado por una cauterizante luz que iluminó el panorama con el espectral brillo del flash de magnesio. La sensación de calor creció en intensidad y diminutas gotas de transpiración aguijonearon su piel.

Con la medianoche, un inenarrable infierno llenaba la mitad del cielo, y las brillantes estrellas, una tras otra, estallaban silentes. La luz era enceguecedoramente blanca y el calor sofocante. Finchley se tambaleó sobre sus pies y comenzó a correr, buscando en vano sombra o agua. Fue sólo entonces cuando advirtió que su universo estaba corriendo su amor.

—¡No! —gritó con desesperación—. ¡No!

El calor lo apaleó. Cayó y rodó sobre rocas filosas que lo desgarraron y anclaron de espaldas, el rostro vuelto hacia arriba. Pasando a través de sus manos apretadas, de sus párpados fuertemente cerrados, la intolerable luz y el calor presionaban.

—¿Qué puede haber funcionado mal? —gritó Finchley —. ¡Había mucho espacio para todo! ¿Por qué tuvo que…?

En medio del delirio generado por el calor, sintió un atronador sacudimiento que le hizo pensar que su Edén comenzaba a despedazarse.

—¡Detenerse! ¡Detenerse! ¡Que todo se detenga!— gritó. Se golpeó las sienes con puños inermes y por último suspiró—. Está bien… si he cometido otro error, entonces… está bien…

—Agitó su mano débilmente.

Y otra vez los cielos fueron negros y blancos. Sólo las dos escabrosas lunas giraban sobre su cabeza, comenzando el largo camino hacia el oeste. Y en el este un apagado destello anunciaba el amanecer.

—De modo —murmuró Finchley— que se debe ser más matemático y físico que artista para fabricar un cosmos. Soy un artista y nunca pretendí saber todo eso. Pero… soy un artista, y aquí aún está mi buena tierra verde para la gente… Mañana… Veremos… mañana…

Y en ese momento se durmió.

El sol estaba alto cuando despertó, y su ojo diabólico lo llenaba de inquietud. Observó con atención el paisaje que había construido el día previo, y se sintió aún más inseguro, pues había una sutil distorsión en todo. Los suelos del valle se veían sucios, como cubiertos del pálido lustre de las escaras leprosas. Los riscos de las montañas formaban curiosas formas de sugestivo terror. Hasta en los lagos había un indicio del horror contenido bajo sus serenas e inmóviles agua.

No ocurría, advirtió, cuando miraba directamente a esas creaciones, sino sólo cuando su mirada era lateral. Contemplado con ojos abiertos y fijos todo parecía estar bien. La proporción era buena, la línea excelente, la coloración perfecta. Y a pesar de todo… Se encogió de hombros y decidió que tendría que realizar algún tipo de boceto previo. No había duda que existía algún sutil error de diseño en su obra.

Caminó hasta un diminuto curso de agua y de las orillas extrajo una masa de húmeda arcilla roja. La amasó alisándola, humedeciéndola más, hasta aplanarla y estirarla. Después de haberla secado un poco bajo el calor del sol, dispuso un pesado bloque de piedra como pedestal y se dispuso a trabajar. Sus manos aún eran prácticas y seguras. Con dedos hábiles modeló su idea de un gran conejo peludo. Cuerpo, piernas y cabeza; rasgos exquisitamente delineados… agazapado sobre la piedra estaba listo, parecía, para brincar al menor aviso.

Finchley sonrió cariñosamente a su obra, su confianza al fin restaurada. Dio una palmada sobre la cabeza redondeada y dijo:

—Vive, amigo mío…

Hubo un momento de indecisión mientras la vida invadía la forma de arcilla; luego arqueó la espalda con movimiento torpe e intentó brincar. Se movió hasta el borde del

pedestal, donde colgó enloquecido por un instante antes de caer pesadamente al suelo. Mientras se arrastraba torpe y zigzagueante, profirió horribles sonidos guturales y se dio vuelta para contemplar a Finchley. En la cara del animal había una expresión de malevolencia.

La sonrisa de Finchley se heló. Frunció el entrecejo, vaciló, luego recogió otro montón de arcilla y la colocó sobre la piedra. Trabajó por espacio de una hora, dando forma a un gracioso setter irlandés. Por ultimo le dio una palmadita y dijo:

—Vive…

Instantáneamente el perro se desplomó. Gimió desvalidamente y luego luchó sobre sus patas vacilantes como una enorme araña, los ojos distendidos y vidriosos. Se acercó al borde del pedestal, saltó y chocó con las piernas de Finchley Hubo un débil gruñido y la bestia clavó sus afilados colmillos en un pie de Finchley. Este saltó hacia atrás con un grito y pateó al animal con furia. Lloriqueando y aullando, el setter partió, una flaca figura que atravesó los campos como un monstruo jorobado.

Con un intento furioso, Finchley retornó a su labor. Modeló forma tras forma, a las cuales otorgó vida, y cada una de ellas —mono, simio, zorro, comadreja, rata, lagarto y sapo… peces, largos y cortos, gruesos y delgados… pájaros por el estilo — era una monstruosidad grotesca que nadaba, arrastraba las patas o aleteaba como una pesadilla. Finchley estaba perplejo y exhausto. Se sentó él mismo en el pedestal y comenzó a sollozar mientras sus dedos cansados aún se crispaban e hincaban en un montón de arcilla.

Pensó: «Todavía soy un artista… ¿Qué funcionó mal? ¿Qué es lo que convierte todo lo que hago en una horrible figura anormal?»

Sus dedos daban vuelta la arcilla, la moldeaban, y una cabeza comenzó a tomar forma en la masa.

Pensó: «Hice una fortuna con mi arte una vez. Todo el mundo no podía estar loco. Vendí mis obras por muchas razones… pero la más importante es que eran hermosas.»

Advirtió el montón de arcilla en sus manos. Había tomado parcialmente la forma de una cabeza de mujer. La examinó con atención por primera vez en horas; sonrió.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó—. No soy modelador de animales. Veamos cómo lo hago con una figura humana…

Con rapidez, con esa inerme porción de arcilla, construyó la subestructura de su figura. Piernas, brazos, torso y cabeza estuvieron formados. Canturreaba al trabajar. Pensaba. Será la más hermosa Eva alguna vez creada… y más… ¡sus hijos serán verdaderos hijos de un dios!

Con amorosas manos dio forma a las fuertes pantorrillas y torneados muslos, uniendo con destreza las delgadas rodillas a los graciosos pies. Las redondas caderas rodeaban un vientre plano, ligeramente combado. Cuando llegó a los fuertes hombros, se detuvo súbitamente y retrocedió un paso para contemplar su obra.

¿Es posible? se preguntó.

Caminó con lentitud alrededor de la figura a medio terminar.

¿La fuerza del hábito, quizá?

Quizás eso… y quizás el amor que había sentido por tantos años.

Retornó a la figura y redobló sus esfuerzos. Con una sensación de creciente júbilo, completó brazos, cuello y cabeza. Había algo dentro de sí que le decía que era imposible fallar. Había modelado esta figura demasiado frecuentemente como para no conocer hasta los detalles más ínfimos. Y cuando la hubo terminado, Theone Dubedat, magníficamente esculpida en arcilla, se encontraba sobre el pedestal de piedra.

Finchley estaba contento. Fatigado, se sentó con la espalda contra un peñasco, extrajo un cigarrillo del espacio y lo encendió. Estuvo sentado quizás un minuto, intentando que el humo aquietara su excitación. Y por último, con una sensación de anticipación caótica, dijo:

—Mujer…

Se atragantó y se detuvo. Luego comenzó de nuevo.

—¡Vive… Theone!

El segundo de vida llegó y pasó. La figura  desnuda se  movió ligeramente, luego comenzó a temblar. Como arrastrado por una fuerza magnética, Finchley se incorporó y caminó hacia ella, los brazos extendidos en muda súplica. Hubo un ronco suspiro de inhalación y los grandes ojos se abrieron lentamente y lo examinaron.

La joven viviente se enderezó y gritó. Antes de que Finchley pudiera tocarla, ella lo golpeó en la cara, sus largas uñas le arañaron la piel. Cayó de espaldas del pedestal, se puso de pie de un brinco y echó a correr a través de los campos como todos los otros… un loco ser jorobado que gritaba y aullaba. El bajo sol oscurecía su cuerpo y la sombra que proyectaba era monstruosa.

Mucho después que ella desapareció, Finchley continuó mirando fijamente en su dirección, mientras dentro de él todo ese amor inútil y amargo lo quemaba como si fuera una ola ácida. Al tiempo retornó al pedestal y con helada impasibilidad se puso una vez más a trabajar. No se detuvo hasta que la quinta de una sucesión de chocantes figuras se perdió gritando en la noche… Luego, y sólo entonces, se detuvo y permaneció un largo tiempo contemplando alternadamente sus manos y las demenciales lunas que se deslizaban sobre su cabeza.

Sintió una palmadita en el hombro y no se sorprendió demasiado de ver a Lady Sutton de pie junto a él. Aún usaba la toga con lentejuelas de aquella noche, y bajo la luz de las dobles lunas su rostro era tan vulgar y masculino como siempre.

—Oh… es usted —dijo Finchley.

—¿Cómo estás, Dig, mi amor?

El pensó en todo, tratando de encontrar alguna razón en la absurda locura que impregnaba el cosmos.

—No muy bien, Lady Sutton.

—¿Problemas?

—Sí… —se interrumpió y la encaró—. Me pregunto, Lady Sutton, ¿cómo demonios está usted aquí?

Ella se echó a reír.

—Estoy muerta, Dig. Deberías saberlo.

—¿Muerta? Oh… yo… —se sintió invadido por el embarazo.

—Sin rencores. Yo hubiera hecho lo mismo, lo sabes.

—¿Lo hubiera hecho?

—Todo por una nueva sensación. Eso fue siempre nuestro lema, ¿no? —Hizo una inclinación de cabeza y una mueca irónica en su dirección. Era la misma vieja mueca de absoluta diversión.

—¿Qué está haciendo aquí? Quiero decir, cómo… —dijo Finchley.

—Dije que estoy muerta —interrumpió Lady Sutton—. Hay muchas cosas que tú no comprendes de este asunto de morir.

—Pero ésta es mi propia realidad personal y privada. Soy su poseedor.

—Pero yo sigo estando muerta, Dig. Puedo penetrar en cualquier mierdosa realidad que elija. Espera… ya lo verás.

—No lo veré —dijo él—, nunca… Eso es, no puedo porque nunca moriré.

—Oh, ¿no?

—No, no puedo. Soy un dios.

—Lo eres, ¿eh? ¿Y cómo te sientes?

—Yo… yo no lo sé. —Le faltaban las palabras—. Yo… eso es, alguien me prometió una realidad que yo podría moldear por mí mismo, pero no puedo, Lady Sutton, no puedo.

—¿Y por qué no?

—No lo sé. Soy un dios, y cada vez que trato de dar forma a algo hermoso, esto se vuelve abominable.

—¿Cómo, por ejemplo?

El le mostró sus retorcidas montañas y planicies, los malignos lagos y ríos, las distorsionadas y gruñentes criaturas que había creado. Lady Sutton examinó todo cuidadosamente y con mucha atención. Por último frunció los labios y caviló por un momento; luego contempló con agudeza a Finchley y dijo:

—Es curioso que nunca hayas hecho un espejo, Dig.

—¿Un espejo? —repitió él—. No, no lo he hecho… nunca necesité uno…

—Adelante. Haz uno.

El le echó un vistazo de perplejidad y agitó una mano en el aire. Un espejo cuadrado de plata apareció en sus dedos y lo tendió hacia ella.

—No —dijo Lady Sutton—, es para ti. Mírate en él.

Sorprendido, levantó el espejo y se contempló. Un ronco grito se escapó de sus labios y  acercó  el  rostro  para  observar  mejor.  La  imagen  que  le  devolvía  el  espejo  en  la mortecina luz de la noche era el rostro diabólico de una gárgola. En los pequeños y rasgados ojos, la nariz ancha, los quebrados dientes amarillos, la retorcida ruina de su cara, él vio todo lo que había visto de feo en su horrible cosmos.

Vio la obscena catedral de los cielos y su non sancta jerarquía de lúbricos guardias, el girante caos de estrellas y soles en colisión, el chocante panorama de su Edén, cada aullante, fantasmal criatura que había creado, cada horror que su cerebro había engendrado. Arrojó el espejo por los aires y volvió a confrontar a Lady Sutton.

—¿Qué?—ordenó—. ¿Qué es esto?

—¿Acaso no eres un dios, Dig? —rió Lady Sutton—. ¿Acaso no sabes que un dios crea sólo a su propia imagen y semejanza. Sí… la respuesta es así de simple. Es una gran broma, ¿no lo crees?

—¿Broma? —La suma de todos los eones cayeron como rayos sobre su cabeza. Una eternidad de vida con su propia abominación, sobre él, dentro de él… una y otra vez… repitiéndose en cada sol y cada estrella, cada ser viviente y cada cosa inerme, cada criatura, cada momento interminable. Un dios monstruoso que se alimenta de sí mismo y lenta e inexorablemente se vuelve loco.

—¡Broma! —gritó.

Agitó sus manos y flotó una vez más, suspendido y fuera de todo contacto con masa y materia. Una vez más completamente solo, sin nada que ver, sin nada que oír, sin nada que  tocar.  Mientras  consideraba  otro  inefable  período  de  inevitable  futilidad  en  su siguiente intento, escuchó muy nítidamente el grave bramido de una risa familiar.

De modo que así fue el Cielo de Finchley.

 

III

—¡Dame fuerzas! ¡Oh, dame fuerzas!

Cruzó el delgado velo tras los talones de Finchley, esa pequeña y delgada mujer, y se encontró en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton. Por un momento interrumpió sus rezos, casi desencantada de no encontrar la tierra de brumas y sueños. Luego, con una sonrisa amarga, recordó la realidad deseada.

Ante ella se encontraba una armadura: una fuerte y grácil figura de metal pulido bordeada por completo de estrías. Fue hacia ella. El brillante acero de la coraza le devolvió una reflexión ligeramente distorsionada. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabache cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Todo decía: ésta es Sidra Peel. Esta es una mujer cuyo pasado ha sido encadenado a un ser de torpe ingenio que se llamaba a sí mismo marido. Rompería la cadena ese día si sólo pudiera encontrar la fuerza…

—¡Rómpete, cadena! —repitió con fiereza— y ese día le devolveré toda una vida de agonía. Dios… si hay un dios en mi mundo… ¡ayúdame a equilibrar la suma de todo! Ayúdame…

Sidra  se  inmovilizó  mientras  su  pulso  batía  sordamente.  Alguien  había  bajado  al solitario corredor y se encontraba de pie tras ella. Podía sentir el calor —el aura de su presencia—, la casi imperceptible presión de un cuerpo contra el suyo.

Se dio vuelta, gritando:

—¡Ahhhh!

—Lo siento —dijo él—. Creí que estabas esperándome.

Los ojos de ella se fijaron en su rostro. El sonreía ligeramente de una manera afable, y hasta el matizado cabello rubio, los huecos y elevaciones, las pulsantes venas y las sombras de sus facciones eran un curioso panorama de desnudas emociones.

—Cálmate —dijo él, mientras Sidra se tambaleaba locamente e intentaba detener los gritos que brotaban de su interior.

—Pero qu… quién —logró decir y trató de tragar saliva.

—Creí que estabas esperándome —repitió él.

—Yo… ¿esperándolo?

El asintió y tomó sus manos. Las palmas de ella estaban frías y húmedas contra las suyas.

—Teníamos una cita.

Ella entreabrió los labios y sacudió la cabeza.

—A las doce y cuarenta. —Soltó una de las manos de ella y miró su reloj.— Y aquí estoy, en punto.

—No —dijo ella, zafándose y dando un paso atrás —. No, eso es imposible. No teníamos ninguna cita. Yo no lo conozco.

—¿No me reconoces, Sidra? Bien… es curioso pero pensé que me reconocerías en poco tiempo.

—¿Pero quién es usted?

—No puedo decírtelo. Tienes que recordarlo por si misma.

Un poco más calma, ella inspeccionó sus facciones con más detenimiento.

Como el embate de una cascada, una sensación combinada de atracción y repulsión surgió en ella. Ese hombre la alarmaba y la fascinaba. Se sentía llena de temor ante su sola presencia, y al mismo tiempo intrigada y atraída.

Por último, sacudió la cabeza y dijo:

—Todavía no lo comprendo. Nunca lo he llamado, señor Quien-quiera-que-sea, y no teníamos una cita.

—Por cierto que tú la hiciste.

—¡Por cierto que no! —estalló, ultrajada por su insolente aseveración—. Quiero mi viejo mundo. El mismo viejo mundo que siempre he conocido…

—¿Pero con una excepción?

—S… sí.—Su furiosa mirada se erizó y la ira brotó de ella.— Sí, con una excepción.

—¿Y has rezado con todas tus fuerzas para producir esa excepción? Ella asintió.

El hizo una mueca sonriente y la tomó del brazo.

—Bien, Sidra, entonces me has llamado y hemos hecho una cita. Soy la respuesta a tus oraciones.

Ella sufrió al ser conducida a través de los estrechos y empinados escalones del corredor, incapaz de liberarse de ese magnético yugo. La presión sobre su brazo era algo atemorizador. Todo en ella gritaba contra el aturdimiento… y a pesar de todo otro alguien le daba la bienvenida ansiosamente.

Mientras pasaban bajo la luz de las infrecuentes lámparas, lo contempló de forma furtiva. Era alto y magníficamente construido. Fuertes tendones sostenían su muscular cuello al más ligero giro de su arrogante cabeza. Llevaba un traje de lana que tenía textura de arenisca, y de él brotaba un pungente y musgoso aroma. Su camisa estaba abierta en el cuello y dejaba ver un vello frondoso sobre el pecho.

No había sirvientes en la planta baja del castillo. El hombre la escoltó silenciosamente a través de las elegantes habitaciones hasta el vestíbulo, donde extrajo la chaqueta de ella del armario empotrado y la colocó sobre sus hombros. Luego presionó sus fuertes manos sobre los gráciles hombros de Sidra.

Volvió a zafarse y por último, una de sus tormentas de llanto se abatió sobre ella. En la tranquila penumbra del vestíbulo pudo ver que él aún continuaba sonriendo, y esto agregó combustible a su furia.

—¡Ah! —gritó—. Qué tonta que he sido… haber dado por sentado que usted… Ha dicho que «yo he rezado por usted», ¿qué clase de tonta se piensa que soy? ¡Quíteme las manos de encima!

Se quedó contemplándolo, respirando profundamente, y él no respondió. Su expresión permaneció impávida. Era como una serpiente, pensó ella, esas serpientes de ojos hipnóticos. Te enrollan en su belleza impávida y no puedes escapar de su mortal fascinación. Como esas torres desmesuradas que te invitan a brincar al vacío… como esas afiladas y deslumbrantes navajas que invitan a la suave carne de tu garganta. ¡No puedes escapar!

—¡Vayase! —gritó ella con un esfuerzo desesperado—. ¡Fuera de aquí! Este es mi mundo. Todo lo que hago o elijo es mío. ¡No quiero compartirlo con ningún repulsivo y arrogante canalla!

Rápida y silenciosamente, él la cogió por los hombros y la atrajo contra su pecho. Mientras la besaba, Sidra luchó por librarse de las garras de sus dedos, intentando alejar sus labios de él. Y sin embargo sabía que si lograba librarse de sus brazos, no podría apartarse de ese beso salvaje.

Lloraba cuando él aflojó sus manos y dejó que la cabeza de ella cayera hacia atrás. Aún conservando el tono afable de una conversación ocasional, dijo el hombre:

—Tú quieres una sola cosa en este mundo tuyo, Sidra, y debes dejarme que te ayude a conseguirla.

—En el nombre del Cielo, ¿quién es usted?

—Soy la fuerza por la que rezabas. Ahora ven.

Afuera la noche era oscura como tinta, y después de que cogieron el coche de dos plazas de Sidra y emprendieron el viaje a Londres, el camino se hizo imposible de seguir. Como bordeaba el camino con cuidado, Sidra logró por último vislumbrar la línea blanca de cal que dividía la ruta, apenas iluminada por el débil resplandor aterciopelado que surgía del horizonte en medio de las tinieblas. Sobre sus cabezas, las estrellas de la Vía Láctea eran lejanas motas de polvo.

El viento sobre el rostro era agradable de sentir. Apasionada, imprudente y cabeza dura como siempre, presionó su pie sobre el acelerador, ansiosa de sentir crecer la fría brisa en sus mejillas. El viento hizo remolinear su pelo, que ondeó tras ella. Las ráfagas se deslizaban sobre el parabrisas y la rodeaban como una sólida corriente de agua fría. Aumentó su valor y confianza. Y lo mejor de todo, renovó su sentido del humor.

Sin volverse, preguntó:

—¿Cómo se llama?

La respuesta llegó débil a través del ruido de la brisa.

—¿Tiene importancia?

—Por cierto que la tiene. Suponga que tenga que llamarlo: » ¡Ehh!» o «¿Cómo se llama…?» o «Querido señor…»

—Muy bien, Sidra. Llámame Ardis.

—¿Ardis? Eso no es inglés, ¿no?

—¿Tiene importancia?

—No sea tan misterioso. Por supuesto que importa. Intento identificarlo.

—Ya lo veo.

—¿Conocía a Lady Sutton?

Al  no  recibir  respuesta,  lo  miró  y  sintió  un  ligero  estremecimiento.  Parecía  tan misterioso con su cabeza delineada contra el  oscuro  trasfondo  del  cielo  cubierto  de estrellas. Tenía los ojos fijos en un lugar vacío del vehículo.

—¿Conocía a Lady Sutton? —repitió.

El asintió y Sidra devolvió su atención al camino. Habían salido del campo abierto y penetraban en los suburbios londinenses. Pequeñas casas agazapadas, todas iguales, todas de frentes chatos y colores sombríos, pasaban velozmente con el sordo dump, dump, dump producido por el desplazamiento del coche.

Todavía alegre, ella preguntó:

—¿Hasta dónde va?

—Hasta Londres.

—¿Londres dónde?

—Chelsea Square.

—¿Square? Qué curioso. ¿Qué número?

—Ciento cuarenta y nueve. Ella se echó a reír con ganas.

—Su desfachatez es maravillosa —dijo recuperando el aliento, volviendo a contemplarlo—. Sucede que esa es mi dirección.

El asintió.

—Lo sé, Sidra.

Su risa se heló… no en su emisión, que apenas podía escuchar. Suprimiendo apenas otro gemido, volvió a mirar con fijeza el parabrisas, las manos temblorosas sobre el volante; sucedía que el hombre estaba sentado allí, en medio del torbellino, del viento, sin que se le moviera un pelo de la cabeza.

¡Por todos los Cielos! exclamó en su corazón. Qué tipo de oración he hecho… ¿quién es este monstruo?… Padre nuestro que estás en los Cielos, bendito sea tu… ¡Líbrame de él! No lo quiero. Si lo he pedido, conscientemente o no, ya no lo quiero. Quiero cambiar mi mundo. ¡Ahora! ¡Quiero que salga de aquí!

—Eso no funciona, Sidra —dijo él.

Sus labios se crisparon, pero aún continuó rezando: ¡Sacadlo de aquí! Cambiad todo… todo… sólo sacadlo de aquí. Que se desvanezca. Que las tinieblas lo devoren. Que se consuma, que se evapore…

—Sidra —gritó él—, ¡acaba con eso! —Le habló con severidad.— ¡No puedes quitarme del medio… es demasiado tarde!

Ella detuvo sus rezos, mientras el pánico la poseía y congelaba sus pensamientos.

—Una vez que has decidido cuál será tu mundo —le explicó cuidadosamente Ardis, como si fuera una niña— debes someterte a él. No puedes hacer cambios o alteraciones con tu mente. ¿No te lo han dicho?

—No —susurró—, no me lo dijeron.

—Bien, ahora lo sabes.

Estaba muda, entumecida y torpe. No tan torpe como endurecida. Siguió sus instrucciones sin una palabra, conduciendo hasta un pequeño, parque que se encontraba detrás de la casa, y aparcó allí. Ardis le explicó que deberían entrar a la casa por la puerta de servicio.

—No se entra abiertamente cuando se va a cometer un crimen. Sólo los criminales astutos de los libros lo hacen. En la vida real se descubre que es mejor ser cauteloso.

¡La vida real! pensó Sidra histéricamente cuando salían del coche. ¡Realidad! Esa Cosa en el refugio…

—Pareces tener experiencia —dijo ella en voz alta.

—A través del parque —respondió él, tocándole ligeramente un brazo—. No seremos vistos.

El sendero a través de los árboles era estrecho, y la hierba y los arbustos espinosos estaban muy crecidos. Ardis retrocedió y luego la siguió cuando ella atravesó el portal de hierro y entró. Se mantuvo unos pocos pasos tras ella.

—En cuanto a la experiencia —dijo—, sí… tengo bastante. Pero entonces, tú debes saber, Sidra.

Ella no sabía. No respondió. Arboles, matorrales y hierba eran espesos a su alrededor, y a pesar de que había atravesado ese parque cientos de veces, había allí algo de extraño y grotesco. No había vida… no, gracias a Dios por ello. No estaba todavía imaginando cosas, pero por primera vez advirtió qué esqueléticos y fantasmales se veían los árboles; como si cada uno de ellos hubiera participado en algún sórdido asesinato o suicidio todos estos años.

En medio del parque, una niebla húmeda la hizo toser y, tras ella, Ardis le palmeó comprensivamente la espalda. Sidra se estremeció como si hubiera un trozo de acero suplementario bajo la mano de él, y cuando dejó de toser y la mano aún permanecía sobre su hombro, supo que podría ser asaltada allí, en la oscuridad.

Se sacudió con rapidez. Logró desprender el brazo y corrió por el sendero, tambaleándose sobre sus tacones altos. Hubo una apagada exclamación de Ardis, y escuchó el amortiguado ruido de sus pasos persiguiéndola. El sendero conducía a una ligera depresión y atravesaba un pequeño estanque fangoso. La tierra se volvió húmeda y chupaba sus pies. En medio de la calidez de la noche su piel comenzó a cubrirse de sudor, pero el sonido de pasos estaba muy cerca tras ella.

Su aliento se hizo ahogado, y cuando el sendero se desvió y comenzó a descender, sintió que los pulmones le explotaban. Le dolían las piernas y le pareció que en cualquier instante rodaría por el suelo. Borrosamente, vio a través de los árboles el portal de hierro del otro extremo del parque, y con la poca fuerza que aún le quedaba, redobló los esfuerzos por alcanzarlo.

¿Pero qué, se preguntó con aturdimiento, qué después de eso? El me atrapará en la calle… quizás antes de la calle… Debería haber vuelto hacia el coche… Podría haber conducido… Yo…

La aferró por los hombros cuando pasaba el portal y ella a podría haberse entregado entonces. Luego oyó voces y vio figuras en el otro lado de la calle.

—¡Eh,  ustedes!  —gritó,  y  corrió  hacia  ellos,  sus  zapatos  taconeando  sobre  el pavimento. Al acercarse, aún libre por el momento, las personas se dieron vuelta.

—Lo siento —balbuceó—. Creí haberlos reconocido… Estaba atravesando el parq… Se detuvo bruscamente. Finchley, Braugh y Lady Sutton la estaban contemplando.

—¡Sidra, querida! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó Lady Sutton. Irguió su gorda cabeza para examinar el rostro de Sidra, luego dio un ligero codazo a Braugh y Finchley—. La chica ha estado corriendo a través del parque. Atiende a mis palabras, Chris, está un poco loca.

—Parece como si la hubieran perseguido —respondió Braugh. Se movió a un costado y espió por encima del hombro de Sidra, su cabeza blanca brillando bajo la luz estelar.

Sidra contuvo la respiración y por último miró a su alrededor. Ardis estaba junto a ella, calmo y afable como siempre. Está allí, pensó desconsoladamente, no tiene sentido tratar de explicar. Nadie la creería. Nadie la ayudaría.

—Tan sólo un poco de ejercicio —dijo—. Es una noche tan hermosa.

—¡Ejercicio! —resopló Lady Sutton—. Ahora sé que estás chiflada.

—¿Por qué te has largado así, Sidra? Bob estaba furioso.

Recién acabamos de traerlo a casa.

—Yo… —Era una locura. Ella había visto a Finchley desvanecerse a través del velo de fuego hacía menos de una hora… desvanecerse en un mundo de su propia elección. Y a pesar de. todo aquí estaba él haciendo preguntas.

—Finchley está en su mundo —murmuró Ardis—. Y también aquí.

—Pero eso es imposible —exclamó Sidra—, No puede haber dos Finchley.

—¿Dos Finchley? —repitió Lady Sutton—. ¡Ahora sé dónde has estado y qué te ha pasado, muchacha! Estás borracha. Total y desagradablemente borracha. ¡Corriendo a través del parque! ¡Ejercicio! ¡Dos Finchley!

¿Y Lady Sutton? Pero ella estaba muerta. ¡Tenía que estarlo! La habían asesinado hacía menos de…

—Ese era otro mundo, Sidra —murmuró Ardis—. Este es tu nuevo mundo, y Lady Sutton pertenece a él. Todos pertenecen a él… excepto tu marido,—Pero… ¿aún cuando ella esté muerta?

—¿Quién está muerta? —preguntó Finchley, sobresaltado.

—Creo —dijo Braugh— que es mejor que la subamos y la metamos en la cama.

—No —dijo Sidra—. No… es necesario… ¡en verdad! Ya estoy bien.

—Oh, dejémosla —gruñó Lady Sutton. Recogió su chaqueta alrededor del tonel de su cintura y se alejó—. Ya conocéis nuestro lema, amigos míos: «No interferir.» Te veremos a ti y a Bob en el refugio la semana próxima, Sidra. Buenas noches…

—Buenas noches…

Finchley  y  Braugh  se  alejaron  también…  las  tres  figuras  se  introdujeron  en  las sombras, desvaneciéndose en medio de la niebla. Mientras desaparecían, Sidra oyó que Braugh decía:

—El lema debería ser «Desvergüenza».

—No tiene sentido —respondió Finchley—. La vergüenza es una sensación que buscamos tanto como las otras. Es redund…

Luego se fueron.

Y con el retorno de ese escalofrío atemorizador, Sidra advirtió que ellos no habían visto a Ardis… ni lo habían oído… ni siquiera habían advertido su…

—Naturalmente —interrumpió Ardis.

—¿Cómo naturalmente?

—Lo comprenderás más tarde. Ahora tenemos un asesinato ante nosotros.

—¡No!—gritó ella, retrocediendo—. ¡No!

—¿Qué es esto, Sidra? Y pensar que has estado deseando este momento por tantos años. Lo has planeado, festejado…

—Estoy… demasiado trastornada… nerviosa.

—Te calmarás. Vamos.

Caminaron juntos unos pocos pasos por la estrecha calle, doblaron por el sendero de grava y atravesaron el portal que conducía a la parte trasera. Cuando Ardis estiró la mano para coger el pomo de la puerta de servicio, vaciló y se volvió hacia ella.

—Este —dijo— es tu momento, Sidra. Comienza ahora. Llegó el momento de romper la cadena y cobrar el precio de una vida llena de agonía. Este es el día en que equilibrarás la cuenta. El amor es bueno… el odio es mejor. El olvido es una virtud frívola… ¡la pasión lo consume todo y es el fin de toda la vida!

Él empujó la puerta abierta, la aferró de un codo y la arrastró a la despensa. Estaba oscura y llena de curiosos recovecos. Se movieron en la oscuridad cautelosamente, alcanzaron la puerta giratoria que daba a la cocina y la empujaron, entrando en ésta. Sidra lanzó un gemido ahogado y aflojó su cuerpo contra el de Ardis.

Había sido la cocina alguna vez. Ahora los hornos y fregaderos, estantes y mesas, sillas, armarios empotrados, todo se veía muy amenazador y entremezclado, como el laberinto de una jungla enloquecida. Una chispa de azul intenso brillaba en el suelo, y a su alrededor retozaban un buen número de sombras cantarinas.

Eran humo solidificado… gas semilíquido. Sus interiores traslúcidos se retorcían e interactuaban con el nauseabundo bullir del estiércol viviente. Era como mirar a través de un microscopio, pensó Sidra, esas criaturas de fétidos cuerpos sanguinolentos que cubren una corriente de agua estancada, que llenan un pantano con emanaciones fétidas… y lo más asqueroso de todo, era que cada una de ellas formaba una ondeante y borrascosa imagen de su marido. Veinte Robert Peel, gesticulando obscenamente y cantando un coro susurrante:

Quis multa gracilis te puer in rosa Perfusus liquidis urget odoribus Grato, Sidra, sub antro?

—¡Ardis! ¿Que es esto?

—No lo se, Sidra.

—Pero estas formas…

—Encontraremos la salida.

Veinte emanaciones saltarinas apiñadas alrededor de ellos, aún cantando. Sidra y Ardis fueron conducidos hacia adelante y quedaron de pie en el borde de esa chispa con forma de zafiro que ardía en el aire a unas pulgadas del suelo. Dedos gaseosos empujaban y tanteaban a Sidra, pellizcándola y pinchándola mientras las figuras azules hacían  cabriolas  y  lanzaban  risas  siseantes,  palmeándose  las  nalgas  desnudas  con éxtasis espectrales.

Un latigazo sobre el brazo de Sidra la hizo sobresaltar y lanzar un grito, y cuando miró hacia abajo vio incontables puntos de sangre brotar de la blanca piel de su muñeca. Y mientras contemplaba aturdida los encantamientos descorporizados, Ardis le levantó la muñeca hasta los labios. Luego levantó su propia muñeca hasta los labios de Sidra y esta sintió el gusto salobre de la sangre de él.

—¡No! —jadeó—. No lo creo. Usted me está haciendo ver todo esto.

Se dio vuelta y corrió hacia la habitación auxiliar de la cocina. Ardis se mantuvo detrás y cerca de ella. Y las formas azules aún siseaban un coro monótono:

Qui nunc te fruitur credulus áurea

Qui semper vacuam, semper amabilem, Sperat, nescius aurae Fallacia…

Cuando alcanzaron el pie de las envolventes escaleras que conducían a los pisos superiores,  Sidra  se  aferró  a  la  balaustrada  para  sostenerse.  Con  la  mano  libre  se restregó la boca para quitar el gusto salobre que le revolvía el estómago.

—Creo que tengo una idea de qué era todo eso — dijo Ardis. Ella lo contempló.

—Una especie de ceremonia de compromiso —dijo con tono indiferente—. ¿Has leído sobre algo parecido antes, no? Curioso, ¿no lo has hecho? Hay algunas influencias poderosas en esta casa. ¿Reconoces a aquellos fantasmas?

Ella sacudió la cabeza cansadamente. ¿Qué sentido tenía pensar… hablar?

—¿No, eh? Tenemos que ver ese asunto. Nunca me preocupo por aparecidos no solicitados. No tendremos ninguno de estos disparates en el futuro… —Calló por un momento, luego señaló hacia las escaleras.— Tu marido está allí arriba, eso creo. Continuemos.

Ascendieron trabajosamente por las retorcidas y tenebrosas escaleras, y los últimos vestigios de sanidad de Sidra se esforzaron, paso a paso, con ella.

Uno: Subes las escaleras. ¿Escaleras que se dirigen a dónde? ¿A más locuras? ¡Esa maldita Cosa en el refugio!

Dos: Esto es el infierno, no la realidad.

Tres: O una pesadilla. ¡Sí! una pesadilla. La langosta de anoche. ¿Dónde estuvimos anoche, Bob y yo?

Cuatro: Querido Bob. ¿Por qué yo siempre…? Y este Ardis. Sé porqué me es tan familiar. Porque casi lee mis pensamientos. El es probablemente algún…

Cinco: …joven simpático que juega tenis en la vida real¿Distorsionado por un sueño. Sí.

Seis… Siete…

—No te apresures —dijo Ardis con cautela.

Ella se detuvo en donde se encontraba y miró fijamente. No había más gritos o estremecimientos en ella. Simplemente contempló la cosa que colgaba con cabeza retorcida desde el madero sobre la plataforma de la escalera. – Era su marido, fláccido y volátil, suspendido en el extremo final de una cuerda para tender la ropa.

La  fláccida  figura  se  balanceaba  siempre  muy  ligeramente,  como  el  delicado movimiento de un péndulo mayúsculo. La boca estaba contorsionada en una mueca sardónica y los ojos saltaban de sus órbitas y miraban hacia ella con impúdico humor. Vagamente, Sidra fue consciente de que los escalones ascendentes conducían a través de la forma retorcida.

—Unid las manos —dijo el despojo con tono sacrosanto.

—¡Bob!

—¿Tu marido? —exclamó Ardis.

—Queridos amigos —comenzó el despojo—, nos hemos reunido bajo el signo de Dios y de cara a esta compañía para unir a este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio; que es… —La voz retumbó una y otra vez.

—¡Bob! —dijo Sidra con voz ronca.

—¡Arrodillaos! —ordenó el despojo.

Sidra se hizo a un lado y corrió pesadamente escaleras arriba. Tropezó un instante sin resuello, luego las fuertes manos de Ardis la aferraron. Tras ellos el sombrío despojo entonaba:

—Os declaro marido y mujer.

—¡Ahora debemos ser rápidos! —susurró Ardis—. ¡Muy rápidos! Pero en la parte superior de las escaleras Sidra hizo su último intento por liberarse. Abandonó toda esperanza de sanidad, de comprensión. Todo lo que quería era libertad y un lugar donde poder sentarse en soledad, libre de las pasiones que la cercaban, consumiendo sus entrañas. No se dijo una palabra, ningún gesto fue hecho. Se alzó hasta arriba y encaró a Ardis. Era una de esas  ocasiones,  comprendió,  en  que  uno  lucha  contra  petroglifos tallados en roca prehistórica.

Por unos minutos estuvieron parados, contemplándose uno al otro en la sala oscura. A su derecha estaba el pozo descendente de las escaleras; a la izquierda, el dormitorio de Sidra; detrás de ellos el corto pasillo que conducía al estudio de Peel… hacia la habitación donde él tan inconscientemente esperaba la muerte. Sus ojos se encontraron, chocaron y batallaron en silencio. Y a pesar de que Sidra sostenía esa profunda y brillante mirada, sabía —con un agonizante sentido de desesperación— que sería derrotada.

Ya no había voluntad ni fuerza ni valor en ella. Peor, por alguna espectral osmosis parecía haberse vaciado en el hombre que la encaraba. Mientras luchaba advirtió que su rebelión era similar a la de una mano o un dedo contra el cerebro guía.

Sólo pronunció una frase:

—¡Por el amor de Dios! ¿Quien es usted? Y otra vez él respondió:

—Lo descubrirás… pronto. Pero creo que ya lo sabes. Creo que lo sabes.

Inerme,  ella  se  dio  vuelta  y  penetró  en  su  dormitorio.  Allí  había  un  revólver  y comprendió que debía conseguirlo. Pero cuando abrió de un tirón el cajón e hizo a un lado los montones de ropas de seda para cogerlo, sintió que éstas eran pastosas y húmedas. Al vacilar, Ardis estiró un brazo por detrás de ella y cogió el arma. Aferrado a la culata, un dedo fuertemente enganchado en el gatillo, había una mano, el muñón de la muñeca coagulado y desgarrado.

Ardis chasqueó la lengua y trató de arrancar la mano perdida. No pudo hacerlo. Apretó y retorció un dedo al mismo tiempo y entonces ese desecho de mano repugnante apretó el arma con más fuerza aún. Sidra estaba sentada en el borde de la cama como una niña, contemplando el espectáculo con ingenuo interés, notando cómo los quebradizos músculos y tendones del muñón se flexionaban ante el esfuerzo de Ardis.

Había una serpiente carmesí brotando por debajo de la puerta del baño. Se retorcía a través del suelo de madera, espesándose en un riacho cuando tocó suavemente su falda. Cuando Ardis arrojó con ira el arma al suelo, advirtió el cauce. Caminó con rapidez hacia el baño y abrió la puerta de un empujón, la cerró de un portazo un segundo más tarde. Sacudió la cabeza de Sidra y dijo:

—¡Vamos!

Ella asintió mecánicamente y se incorporó, indiferente a la falda empapada que se pegaba contra sus tobillos. En el estudio de Peel, dio vueltas el picaporte de la puerta cuidadosamente, hasta que un débil chasquido le advirtió que la cerradura estaba abierta, luego empujó la puerta. La hoja se abrió por completo para revelar el estudio de su marido en penumbras. El escritorio se hallaba ante las altas cortinas de la ventana y Peel estaba sentado ante él, de espaldas a ellos. Estaba encorvado sobre un candelero o una lámpara o alguna fuente de luz que formaba un halo alrededor de su cuerpo y lanzaba flujos oscilantes. En ningún momento se movió.

Sidra avanzó de puntillas, luego hizo una pausa. Ardis se llevó un dedo a los labios y se movió como un rápido gato hacia el hogar apagado, donde levantó un pesado atizador de bronce. Lo llevó hasta Sidra y se lo ofreció con gestos de urgencia. Los dedos de ella lo aferraron como si hubieran sido hechos para matar.

Venciendo lo que le impedía avanzar, dio unos pasos y alzó el atizador sobre la cabeza de Peel, mientras algo débil y enfermizo dentro de ella lloraba y rezaba; lloraba, rezaba y gemía como los quejidos de un niño con fiebre. Como agua derramada, las últimas pocas gotas de autodominio temblaron antes de desaparecer al unísono.

Luego Ardis la tocó. Sus dedos se apretaron contra la región lumbar y una carga de bestialidad sacudió su columna con crueles y punzantes estímulos. Al brotar todo el odio, la rabia y la lívida reivindicación, elevó el atizador y lo descargó sobre la aún inmóvil cabeza de su marido.

Toda la habitación estalló en una explosión  silenciosa. Las luces fulguraron y las sombras hicieron remolinos. Sin misericordia, aporreó y machacó el cuerpo caído que había sido derribado de la silla al suelo. Lo golpeó una y otra vez su aliento escapaba como un silbido histérico— hasta que la cabeza quedó aplastada, convertida en una masa sangrienta. Sólo entonces dejó caer el atizador y retrocedió tambaleante.

Ardis se arrodilló junto al cuerpo y lo dio vuelta.

—Está totalmente muerto. Este es el momento por el cual has rezado, Sidra. ¡Eres libre!

Ella miró hacia abajo con horror. Torpemente, desde la alfombra ensangrentada, un rostro muerto miraba hacia atrás. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabaches cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Gimió cuando la comprensión llegó a ella. El rostro dijo:

—Esta es Sidra Peel. En este hombre que has matado te has asesinado a ti misma…

asesinado la única parte de ti que podía salvarse.

—¡Ayyy…! —gritó ella y se abrazó a sí misma, rodando en agonía.

—Mírame bien —dijo el rostro—. Pues mi muerte ha roto una cadena… sólo para encontrar otra.

Y ella supo. Comprendió. Pues a pesar de que aún rodaba y gemía en una agonía inacabable, vio que Ardis se incorporaba y avanzaba hacia ella con los brazos extendidos. Sus ojos brillaban como horribles estanques y sus brazos eran zarcillos de su propia pasión insatisfecha, anhelante, que la inundaba. Una vez abrazados, ella supo que allí no habría escape… escape de este matrimonio enfermizo que su propia lujuria nunca dejaría de acariciar.

Así sería por siempre jamás el nuevo mundo feliz de Sidra. IV

Después de que los otros habían pasado el velo, Christian Braugh aún permanecía en el refugio. Encendió otro cigarrillo con una simulación de aplomo perfecto, arrojó la cerilla y luego llamó:

—Ehh… ¿Señor Cosa?

—¿Qué ocurre, señor Braugh?

Braugh no pudo evitar un ligero sobresalto ante esa voz que surgía de ninguna parte.

—Yo… bien, el hecho es que me he demorado para charlar.

—Pensé que lo haría, señor Braugh.

—Lo pensó, ¿eh?

—Su hambre insaciable de material fresco no es un misterio para mí.

—¡Oh! —Braugh miró a su alrededor nerviosamente—. Ya veo.

—No hay ningún motivo de alarma. Nadie podrá oírnos. Su mascarada permanecerá sin descubrir.

—¿Mascarada?

—Usted no es en realidad un mal tipo, señor Braugh. Nunca perteneció a la camarilla del refugio Sutton.

Braugh rió sardónicamente.

—Y no es necesario continuar su farsa ante mí — continuó la voz de manera amistosa—. Sé que la historia de sus muchos plagios es simplemente otra maquinación de Christian Braugh.

—¿Lo sabe?

—Por supuesto. Usted creó esa leyenda para lograr entrar en el refugio. Durante años ha estado jugando el rol del falso pícaro, a pesar de que su sangre corre fría algunas veces.

—¿Y sabe por qué hice eso?

—Ciertamente. Como hecho práctico, señor Braugh, yo lo sabía casi todo, pero debo confesar que hay algo en usted que me desconcierta.

—¿Qué es?

—¿Por  qué,  con  ese  apetito  insaciable  por  material  fresco,  no  está  contento  con trabajar como los otros autores, con lo que conocía? ¿Por qué ese enfermizo deseo de material único… de campos absolutamente vírgenes? ¿Por qué deseaba pagar un precio tan amargo y exorbitante por unos pocos gramos de originalidad?

—¿Por qué? —Braugh tragó el humo y lo exhaló entre sus dientes apretados.— Lo comprendería si fuera humano. ¿Supongo que usted no…?

—Esa pregunta no puede ser respondida.

—Entonces le diré el porqué. Es algo que ha estado torturándome toda la vida. Un hombre nace con imaginación.

—Ah… imaginación.

—Si la imaginación es ligera, un hombre siempre encontrará en el mundo una fuente de profunda e inagotable maravilla, un lugar de muchos deleites. Pero si su imaginación es fuerte, vivida, incansable, considerará al mundo como un lugar penoso… ¡un diamante sin pulir ante las maravillas de sus propias creaciones!

—Hay maravillas que sobrepasan todas las imaginaciones.

—¿Para quiénes? No para mí, mi invisible amigo; ni para ninguna criatura apegada a la tierra, a la carne. El hombre es algo penoso. Nace con la imaginación de los dioses y por siempre pegado a un redondo terrón de arcilla y saliva. Yo tengo dentro de mí lo único, el ego, la fértil greda de un espíritu intemporal… ¡y toda esa riqueza está envuelta en una parcela de piel que pronto se corrompe!

—Ego… —musitó la voz—. Eso es algo que, ¡ala!, ninguno de nosotros puede comprender. En ningún lugar del cosmos conocido, salvo vuestro planeta, se lo puede encontrar, señor Braugh. Es algo atemorizador y a veces me convence que la suya es una raza que puede… —la voz se quebró abruptamente.

—¿Qué puede…? —interrogó Braugh, atento.

—Vamos —dijo la Cosa enérgicamente—, hay menos obligación con usted que con los otros, y le concederé el beneficio de mi experiencia. Déjeme ayudarlo a seleccionar una realidad.

Braugh hizo hincapié en la palabra:

—¿Menos?

Y otra vez fue ignorada su pregunta.

—¿Elegirá alguna otra realidad de su propio cosmos o está satisfecho con la que ya tiene? Puedo ofrecerle mundos vastos y mundos diminutos; grandes seres que sacuden el espacio y llenan los vacíos con sus truenos; seres diminutos de encanto y perfección en los que su percepción apenas roza el timbre sensitivo de sus pensamientos. ¿Le apetece el terror? Puedo darle una realidad de estremecimientos. ¿Belleza? Puedo mostrarle realidades de éxtasis infinito. ¿Dolor? ¿Tortura? Cualquier sensación. Nombre una, muchas, todas. Diseñaré para usted una realidad que superará esos enormes conceptos suyos.

—No —respondió Braugh un momento después—. Los sentidos son siempre, cuando mucho, sentidos… y con el tiempo se aburren de todo. No puede satisfacer la imaginación con crema batida, con formas y sabores nuevos.

—Entonces puedo enviarlo a mundos extradimensionales que pasmarán a su imaginación.   Conozco   un   sistema   que   lo   entretendrá   para   siempre   con   su incongruencia… donde, si se tiene pena uno se rasca una oreja, o su equivalente, donde si se ama uno se toma un refresco, si se muere uno se ríe a carcajadas… He visto una dimensión en la cual se puede realizar seguramente lo imposible; donde los sentidos cotidianos rivalizan en la composición de paradojas animadas, y donde el simple hecho de la propia introspección es llamado «chrythna», es decir «cursi» en la jerga norteamericana.

«¿Desea probar las emociones de orden clásico? Puedo llevarlo a un mundo de n dimensiones donde, una por una, puede consumir los intrincados matices de veintisiete emociones primarias —siempre tomando notas, por supuesto— y entonces pasar a combinaciones y permutaciones de la suma de veintisiete elevado a la veintisiete. Matemáticamente se diría: 27 x 1027. Vamos, ¿no cree que podría gozarlas?

—No —dijo Braugh con impaciencia—. Es obvio, mi amigo, que usted no comprende el ego de un hombre. El ego no es un niño que pueda ser entretenido con juegos, y sin embargo es un niño que anhela lo que no puede obtener.

—Usted parece ser del tipo animal que no ríe, señor Braugh. Se ha dicho que el hombre es el único animal que ríe de la tierra. Apartad el humor y sólo queda el animal. No tiene usted sentido del humor, señor Braugh.

—El ego —continuó intentándolo Braugh— desea sólo lo que no espera obtener. Una vez poseído algo, ya no se lo desea. ¿Puede usted garantizarme una realidad en la que pueda tener algo que desee porque no tengo posibilidad de obtenerlo, y esa misma posesión no romper la calidad de mi deseo? ¿Puede usted hacer eso?

—Me temo —respondió la voz con un ligero tono divertido— que las razones de su imaginación son demasiado tortuosas para mí.

—Ah —musitó Braugh, casi para sí mismo—. Temía eso. ¿Por qué la creación parece estar hecha para individuos de segunda categoría, ni siquiera la mitad de listos que yo?

¿Por qué esa mediocridad?

—Usted busca obtener lo inobtenible —argumentó la voz con tono razonable— y por medio de ese acto no lo obtiene. La contradicción está en su interior. ¿Le gustaría ser cambiado?

—No… no, no me cambien. — Braugh sacudió la cabeza. Se quedó ensimismado en sus pensamientos, luego hizo un gesto y aplastó su cigarrillo.— Hay una única solución para mi problema.

—¿Y es?

—Una sustitución. Si no se puede satisfacer un deseo, se debe explicar cómo funciona. Si un hombre no puede encontrar amor, escribe un tratado psicológico sobre la pasión. Haré cuando mucho lo mismo…

Se encogió de hombros y se movió en dirección al velo. Hubo una especie de risita tras él y la voz preguntó:

—¿Adonde te conduce tu ego, oh ser humano?

—A la verdad de las cosas —gritó Braugh—. Si no puedo satisfacer mis ansias, al menos encontraré la causa de mis ansias.

—Sólo encontrará la verdad en el infierno o en el limbo, señor Braugh.

—¿Por qué?

—Porque la verdad es siempre infernal.

—Y el infierno es verdadero, no hay duda. No importa, iré allí… infierno o limbo, donde pueda encontrar la verdad.

—Puede que encuentres satisfactorias las respuestas, oh ser humano.

—Gracias.

—Y puede que aprendas a reír.

Pero Braugh ya no oía, pues había pasado el velo.

Se encontró de pie ante una gran mesa de despacho —casi un pupitre de juez— tal alta como su cabeza. Alrededor de él no había nada más. Una niebla sulfurosa lo llenaba todo, encubriendo todo excepto ese imponente pupitre. Braugh echó la cabeza hacia atrás y espió por encima. Contemplándolo desde el otro lado había una cara diminuta, vieja como el pecado, con grandes patillas y ojos bizcos. Se alzaba sobre una pequeña cabeza arrugada cubierta con un bonete. Como el bonete de mago.

O un bonete de burro, pensó Braugh.

Tras la cabeza, distinguió vagamente estantes de libros en fila con etiquetas que decían: A-AB, AC-AD y así sucesivamente. Algunos tenían etiquetas curiosas: # —, & —1/ 4, * —c. Incomprensible. Habían también un brillante pote de tinta y un tintero con pluma de ave. Un enorme reloj de arena completaba el cuadro. Dentro del reloj una mosca que había perdido un ala se arrastraba vacilante sobre la arena.

—¡S-orprendente! ¡AS-ombroso! ¡IN-creíble! —dijo el hombrecillo con voz ronca. Braugh se sintió fastidiado.

El hombrecillo se encorvó hacia él como Quasimodo y acercó todo lo posible su rostro de clown al de Braugh. Estiró un dedo lleno de bultos y punzó a Braugh cuidadosamente. Estaba estupefacto. Se reclinó hacia atrás y vociferó:

—¡THAMM-uz! ¡DA-gon! ¡TIMM-son!

Hubo un bullicio invisible y otros tres hombrecillos se asomaron tras el pupitre y atisbaron a Braugh. La inspección duró unos minutos. Braugh estaba irritado.

—Muy bien —dijo—. Es suficiente. Decid algo. Haced algo.

—¡Habla! —exclamaron con incredulidad—. ¡Está vivo!

—Juntaron sus narices  y  parlotearon  con  rapidez—.  Quécosa-sorprendente  Dagon habla Riminon puede estar vivo y ser humano Belial debe haber una razón para esto Thammuz si piensas eso yo no lo puedo afirmar.

Luego se detuvieron.

Una inspección posterior.

—Averigüemos cómo llegó aquí —dijo uno.

—Eso no es todo. Averigüemos qué es. ¿Animal? ¿Vegetal? ¿Mineral?

—Averigüemos de dónde viene —dijo un tercero.

—Hay que ser cuidadosos con los extraños, ya lo sabéis.

—¿Por qué? Somos absolutamente invulnerables.

—¿Eso crees? ¿Qué me dices de una visita del Ángel de Azrael?

—¿Quieres decir el áng…?

—¡No lo digas! ¡No lo digas!

Estalló  una  feroz  discusión,  mientras  Braugh  golpeteaba  el  suelo  con  un  pie, impaciente. Aparentemente llegaron a una conclusión. El hechicero N° 1 extendió un dedo acusador hacia Braugh y dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

—El asunto es, ¿dónde estoy? —replicó con brusquedad Braugh.

El hombrecillo se volvió hacia sus hermanos Thammuz, Dagon y Rimmon.

—Quiere saber dónde está —dijo sonriendo con afectación.

—Entonces díselo, Belial.

—Adelante, Belial. No podemos continuar así eternamente.

—¡Tú! —Belial se volvió en dirección a Braugh—. Esta es la Administración Central, el Control Central Universal; Belial, Rimmon, Dagon y Thammuz, actuando en nombre de El Supremo.

—¿Que sería Satán?

—No se permite tanta familiaridad.

—He venido aquí a ver a Satán.

—¡Quiere ver al Señor Lucifer! —Estaban consternados. Luego Dagon golpeó a los otros con sus agudos codos y se colocó un dedo sobre la nariz con mirada astuta.

—Espía —dijo. Para redondear, hizo un gesto significativo hacia arriba.

—¡No digas eso, Dagon! ¡No lo digas!

—Se sabe que sucede —dijo Belial, haciendo pasar las hojas de un gigantesco libro mayor—. En verdad no está registrado aquí. No hay declaraciones inventariadas para…— Hizo girar el reloj de arena, irritando a la mosca.— …para seis horas.

No  está  muerto  porque  no  hiede.  No  está  vivo  porque  sólo  son  convocados  los muertos. La cuestión es: ¿Qué es y qué debemos hacer con él?

—Adivinación. Absolutamente infalible —dijo Thammuz.

—Gran mente, ese es Thammuz.

—¿Nombre? —Belial dirigió su mirada a Braugh.

—Christian Braugh.

—¡El lo dijo! ¡El dijo! ¡No fuimos nosotros!

—Probemos la Onomancia —dijo Dagon—. C, tercera letra. H, octava letra. R, decimoctava letra, y etcétera. Es correcto, Belial; deletrear no es lo mismo que decir. Haz la suma total. Dóblala y agrégale diez. Divídela por dos y medio, luego sustráela al total original.

Contaron, sumaron, dividieron y restaron. Las plumas de ave crujieron sobre el pergamino; se escuchó un sonido zumbante. Por último Belial interrumpió su escritura y lo escrutó dubitativamente. Todos se escrutaron entre ellos. Como un solo hombre, se encogieron de hombros y rompieron las cuentas.

—No puedo entenderlo —se quejó Rimmon—. Siempre nos da cinco.

—No importa. —Belial fijó en Braugh una mirada severa.— ¡Tú! ¿Cuándo has nacido?

—Diciembre dieciocho, mil novecientos treinta.

—¿Hora?

—Doce y cuarto de la tarde.

—¡Cartas estelares! —ordenó Thammuz—. ¡Lo genetlíaco nunca falla!

Nubes de polvo hicieron toser a Braugh mientras exploraban a fondo los estantes que se hallaban tras ellos y extraían pesadas hojas de pergamino que desenrollaron como cortinillas. Esta vez tardaron quince minutos en obtener sus resultados, que volvieron a examinar cuidadosamente y volvieron a romper.

—Es curioso —dijo Rimmon.

—¿Por qué siempre resulta haber nacido bajo el signo de la Marsopa? —dijo Dagon.

—Quizá es una marsopa.

—Es mejor que lo llevemos al laboratorio para una revisión. El se irritará mucho si hacemos una chapuza.

Se apoyaron sobre el pupitre y le hicieron señas. Braugh resopló y obedeció. Rodeó el costado del pupitre y se encontró ante una puertecita enmarcada en libros. Los cuatro pequeños Administradores Centrales brincaron del escritorio y lo escoltaron. Tuvo que inclinarse para poder verlos; apenas si le llegaban a la cintura.

Braugh entró en el laboratorio infernal. Era una habitación circular con techo bajo, suelo y paredes de azulejos, alacenas y estantes repletos de cristalería polvorienta, artefactos de alquimia, libros, huesos y botellas, ninguna de ellas etiquetada. En el centro había una larga y chata piedra de molino. El agujero eje tenía un aspecto chamuscado, pero no había ninguna chimenea sobre él.

Belial hurgó en un rincón, moviendo paraguas y hierros de herrar, y extrajo un puñado de palillos secos.

—Fuegos de altar —dijo y tropezó. Los palillos volaron por los aires. Braugh comenzó a levantar los pedazos de madera con aire solemne.

—¡Sortilegio! —chilló Rimmon. Extrajo de un tirón un reluciente lagarto de una caja y comenzó a escribir en su lomo con un trozo de carbón, advirtiendo el orden en el cual Braugh levantaba los fuegos de altar.

—¿Hacia dónde es el este? —preguntó Rimmon, arrastrándose tras el lagarto, que parecía  entregado  a  su  propios  asuntos.  Thammuz  señaló  hacia  abajo.  Rimmon agradeció con la cabeza  y  comenzó  una  envolvente  computación  sobre  el  lomo  del lagarto. Gradualmente su mano se movió con más lentitud. Por ese entonces Braugh había  apilado  la  madera  sobre  el  altar.  Rimmon  sostenía  el  lagarto  por  la  cola, sorprendido de sus notaciones. Por último lo levantó y lo empujó bajo las maderas. Encendió el fuego de inmediato.

—Salamandra —dijo Rimmon—. ¿No está mal, eh? Dagon estaba inspirado.

—¡Piromancia! —corrió hacia las llamas, introdujo la nariz a una pulgada del fuego y cantó—. Aleph, beth, gimel, daleth, he, vau, zayin, cheth…

Belial se movió inquieto y musitó a Thammuz:

—La última vez que intentó eso cayó dormido.

—Es el hebreo —dijo Thammuz, como si pensara que eso era una explicación.

El canto se desvaneció y Dagon, los ojos arrobadoramente cerrados, se deslizó hacia las llamas crepidantes.

—Lo hizo de nuevo —dijo Belial entre dientes.

Arrastraron a Dagon fuera del fuego y le abofetearon el rostro hasta que sus bigotes dejaron de arder. Thammuz olfateó el hedor del pelo quemado, luego señaló el humo que flotaba sobre sus cabezas.

—Capnomancia —dijo—. No puede fallar. Por fin podremos descubrir qué es.

Los cuatro juntaron las manos e hicieron cabriolas alrededor del humo, soplándolo con labios fruncidos. Este desapareció en un momento. Thammuz parecía irritado.

—Falló.

—Sólo porque eso no se ligó. Contemplaron agriamente a Braugh.

—¡Tú tienes la culpa!

—No del todo —dijo Braugh—. No estoy ocultando nada. Por supuesto, no creo ni una pizca de lo que sucede aquí, pero eso no tiene importancia. Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿No tiene importancia? ¿Qué quieres decir con eso de que no crees?

—Vosotros no podéis hacerme creer que cuatro payasos tienen algo que ver con la verdad… y mucho menos con Su Majestad, el Padre Satán.

—¿Qué?, so asno, nosotros somos Satán.

Luego bajaron las voces y buscaron oídos invisibles.

—Era una forma de decir. Sin ofensa. Una reverencia al valor del apoderado. —Sus indignaciones revivieron.— Pero tenemos el poder para indagar sobre ti. Te seguiremos las pisadas. Desgarraremos el velo, romperemos el sello, quitaremos la máscara, conoceremos todo con la Sideromancia. ¡Traed el hierro!

Dagon hizo rodar una pequeña carretilla llena de trozos de hierro, todos burdas imágenes de peces.

—Esta adivinación nunca falla —dijo a Braugh—. Coge una carpa… cualquiera de ellas.

Braugh seleccionó un pez de hierro al azar y Dagon se lo arrebató con irritación, arrojándolo en un diminuto crisol. Colocó éste en el fuego y Thammuz manejó un fuelle de mano hasta que el hierro estuvo al rojo vivo.

—No puede fallar —bufaba—. La sideromancia nunca falla.

Los cuatro esperaron y esperaron; Braugh nunca supo qué. Por último suspiraron.

—Falló —dijo Braugh.

—Probemos la Molibdomancia —sugirió Belial.

Asintieron y arrojaron el hierro en un caldero de plomo sólido. Este siseó y echó humo como si hubiera sido echado en agua. Al momento el plomo se fundió. Belial dio un golpecito sobre el caldero y el líquido plateado reptó sobre el suelo. Braugh quitó su pie del  camino.  Belial  formuló  su  «A»:  «Mí-  mí-mí-mí-mí-mí-Mííííííííí»,  pero  antes  de  que pudiera comenzar su encantamiento hubo un chasquido similar al disparo de una pistola. Uno de los azulejos del suelo se había quebrado. El plomo líquido desapareció con un siseo y al instante siguiente una fuente de agua surgió a través del agujero.

—Otra vez reventaron los caños —dijo Belial.

—¡Pegomancia! —gritó Dagon ansiosamente. Se aproximó a la fuente con mirada reverente, se arrodilló ante ella y comenzó un salmodeo monótono:

-Alif, ba’, ta’, tha’, jim, ha’, kha’, dal…

En treinta segundos sus ojos se cerraron extáticamente y se desplomó en el agua.

—Es el arábigo —dijo Thammuz—. Sequémoslo o cogerá la muerte.

Thammuz y Belial sujetaron a Dagon por los brazo, y lo arrastraron al fuego de altar. Dieron vueltas a la brillante hoguera varias veces y cuando estaban a punto de detenerse fue cuando Dagon dijo con ahogo:

—Mantenedme en movimiento, Giromancia.

—No. Aún resta el griego. Hagamos círculos. ¡Alpha, beta, gamma, delta, huy!

—No, la siguiente es épsilon —dijo Thammuz, y luego—: ¡huy!

Braugh se dio vuelta para ver qué estaban contemplando y agregó un ¡huy! más.

Una joven acababa de entrar al laboratorio. Tenía cabellos cortos y pelirrojos, y un encantador lado derecho cubierto de plomo. Su cobrizo cabello estaba echado hacia atrás con un nudo griego. Exhibía una expresión de exasperación y furia, y nada más. Braugh musitó otro ¡huy!

—¡Con que sí! —acusó la joven—. Y otra vez. Cuántas veces más… —se interrumpió, corrió hasta una pared, cogió una prodigiosa retorta de cristal y la arrojó con fuerza. Mientras los pedazos aún tintineaban, dijo:

—¡Cuántas veces os he dicho que detengáis estas tonterías u os denunciaré!:

Belial trató de restañar sus cortes sangrantes e hizo el esbozo de una sonrisa inocente.

—¿No irás a contárselo a El, Astarté, no es cierto?

—No permitiré que sigan destrozando mi techo y arrojando cosas en mi despacho. Primero plomo fundido, luego agua; cuatro semanas de trabajo arruinadas. Mi escritorio Sheraton arruinado. —Retorció su torso y exhibió una cicatriz roja que le bajaba desde un hombro.— ¡Doce pulgadas de piel arruinadas!

—Te pagaremos los daños, Astarté.

—¿Y quién me pagará el dolor?

—Lo mejor es el ácido tánico —dijo Braugh con seriedad—. Hiérvase un té bien fuerte y hágase una cataplasma. Alivia el dolor.

La cabeza rubia giró y Astarté alanceó a Braugh con sus serenos ojos verdes.

—¿Quién es éste?

—No lo sabemos —tartamudeó Belial—. Llegó hasta mi pupitre y… Es por eso que nosotros… Debe haber una causa…

Braugh dio un paso adelante y tomó la mano de la joven.

—Soy humano. Vivo. Enviado aquí por uno de vuestros colegas; nombre desconocido. Me llamo Braugh. Christian Braugh.

La mano de ella era fresca y firme.

—Debe de haber sido… No importa. Mi nombre es Astarté. Yo también soy cristiana. Los de la Administración Central se taparon los oídos con las palmas de las manos para bloquear aquella mala palabra.

—¿Cristianos en el personal de Satán? —Braugh estaba sorprendido.

—Algunos lo somos. ¿Por qué no? Todos lo éramos antes de La Caída. No hubo respuesta a esto.

—¿Hay algún lugar donde podamos estar lejos de estos chapuceros?

—Siempre está mi despacho.

—Me gustan los despachos.

También le gustaba Astarté; mucho más que gustarle. Ella lo condujo a su despacho en el piso inferior, muy grande, muy impresionante, quitó un montón de papeles de trabajo de una silla y lo invitó a sentarse. Se repantigó ante la ruina de su escritorio y, después de una mirada malevolente al cielorraso, le pidió que contara su historia. Lo escuchó con atención.

—Inusual —dijo—. Buscas a Satán, el Señor del mundo inferior. Bien, este es el único infierno que hay, y El es el único Satán que existe. Estás en el lugar indicado.

Braugh estaba perplejo.

—¿Infierno? ¿El Infierno de Dante? ¿Fuego, azufre y demás? Ella sacudió la cabeza.

—Sólo otro poeta que usaba su imaginación. Los tormentos reales son freudianos. Puedes discutir el asunto con Alighieri cuando te encuentres con él. —Sonrió al ver la expresión solemne de Braugh.— Todo esto nos conduce a algo vital. ¿Seguro que no estás muerto? A veces se olvida.

Braugh asintió.

—Hummm… —Le hizo una inspección interesada.— Lo sobrellevas muy bien. Yo nunca tuve nada con los vivos. ¿Seguro que estás vivo?

—Muy seguro.

—¿Y cuáles son tus intereses con el Padre Satán?

—La verdad —dijo Braugh—. Quería saber la verdad sobre todo, y fui enviado aquí por una innominada Cosa. Pues el Padre Satán podría ser el proveedor oficial de la verdad más que… —Vaciló.

—Puedes decirlo, Christian.

—Más que Dios en el Cielo, no lo sé. Pero para mí la verdad es lo único digno de valor que puede apaciguar este maldito anhelo que me tortura. Así que me agradaría mucho tener una entrevista.

Astarté arañó el escritorio con sus uñas brillantes y sonrió.

—Esto se está poniendo delicioso —dijo. Se incorporó, abrió la puerta del despacho y señaló el corredor lleno de vapores sulfurosos—. Sigue derecho —dijo a Braugh—. Luego coge el primero a la izquierda. Mantente en él y no puedes perderte.

—¿Volveré a verla? —le preguntó cuando partía.

—Me volverás a ver —rió Astarté.

Todo esto es demasiado ridículo, pensaba Braugh mientras avanzaba a través de la niebla amarilla. Has pasado un velo en busca de la Ciudadela de la Verdad. Has sido agasajado por cuatro hechiceros absurdos y una divinidad pelirroja. Luego sales por un corredor lleno de niebla, giras a la izquierda y sigues adelante en busca de una entrevista con el Conocedor de Todas las Cosas.

¿Y qué de mis ansias por lo inalcanzable? ¿Qué verdades se pueden extraer de todo este  asunto?  ¿Es  que  no  hay  solemnidad,  ni  dignidad,  ni  autoridad  que  se  pueda respetar? ¿Por qué toda esta mala comedia, esta payasada saturniana que invade todo el Infierno?

Giró a la izquierda en la esquina y se mantuvo en línea recta. El breve corredor acababa en un par de puertas de bayeta verde. Casi tímidamente, Braugh las abrió empujándolas y ante su gran sorpresa se encontró simplemente sobre un puente de piedra… casi como el Puente de los Suspiros, pensó. Tras él se encontraba la enorme fachada del edificio que acababa de dejar; una pared de bloques de azufre se extendía a izquierda y derecha y hacia arriba y abajo hasta perderse de vista. Ante él había un pequeñísimo edificio con forma de globo.

Caminó con rapidez a través del puente, pues las brumas que lo rodeaban lo hacían peligroso. Sólo hizo una pausa para reunir coraje ante el segundo par de puertas de bayeta, luego trató de aparentar un aire confiado y las empujó. No se llega, se dijo, ante Satán con indiferencia, pero hay tal cantidad de locura en el infierno que ésta se me ha pegado.

Era una habitación gigantesca, una especie de archivador, y una vez más Braugh se sintió aliviado de posponer un poco la pasmosa entrevista. El despacho era redondo como un planetario y estaba completamente lleno con una máquina sumadora tan vasta y enorme que Braugh no podía creer en sus ojos. Había cinco niveles de andamiajes ante el teclado y un pequeño oficinista apergaminado, que usaba espejuelos del tamaño de binoculares, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando, apretando teclas con velocidad lumínica.

Una excusa más para retrasar la amenazante entrevista con el Padre Satán. Braugh contempló al resollante  oficinista  trotar  ante  esos  teclados,  presionándolos  con  tanta rapidez que éstos repiqueteaban como cien motores fuera de borda. Este hombrecito, pensó Braugh, ha sido colocado a computar eternamente pecados totales y muertes totales, y toda suerte de estadísticas totales. El mismo parecía un total.

—¡Hola, allí! —dijo Braugh en voz alta.

—¿Qué sucede? —dijo el oficinista sin detenerse. Su voz era más apergaminada que su piel.

—Esas cifras no pueden esperar un instante, ¿no?

—Lo siento. No pueden.

—¡Quiere usted detenerse un momento! —gritó Braugh—. Quiero ver a su jefe.

El oficinista llegó a un punto muerto y se dio vuelta, quitándose los espejuelos binoculares muy lentamente.

—Gracias —dijo Braugh—. Mire, buen hombre, me gustaría ver a Su Majestad Negra, el Padre Satán. Astarté dijo…

—Ese soy yo —dijo el viejo hombrecito. Las palabras dejaron sin aliento a Braugh.

Por un breve instante una sonrisa flotó y se desvaneció por el rostro apergaminado.

—Sí, ese soy yo, hijo. Soy Satán.

Y a pesar de toda su vivida imaginación, Braugh tuvo que creer. Se desplomó en el peldaño más bajo de la escalera que conducía al andamiaje. Satán rió entre dientes suavemente y tocó una tecla de la gigantesca máquina de sumar. Hubo un ruido de engranajes y luego se escuchó que un mecanismo quedaba libre. La máquina comenzó a cloquear con suavidad mientras las teclas se movían de modo automático.

Su Majestad Diabólica bajó penosamente las escaleras y se sentó junto a Braugh. Extrajo  un  raído  pañuelo  de  seda  y  comenzó  a  limpiar  sus  gafas.  Era  tan  sólo  un agradable hombrecito sentado  amigablemente  junto  a  un  extraño,  dispuesto  para  un chismorreo en el portal trasero. Por último dijo:

—¿Qué tienes en mente, hijo?

—B-bien, su Alteza… —comenzó Braugh.

—Puedes llamarme Padre, hijo mío.

—Pero ¿debería? Quiero decir… —Braugh se interrumpió con embarazo.

—Bien,  adivino  que  estás  un  poco  preocupado  por  estos  negocios  del  cielo  y  el infierno, ¿eh?

Braugh asintió.

Satán suspiró y sacudió la cabeza.

—No sé qué decirte con respecto a esto —dijo—. El hecho es, hijo, que todo es lo mismo. Naturalmente, en algunos lugares dejo correr la idea de que hay dos lugares. Es una forma de mantener a algunos tipos en la raya. Pero la verdad es que eso no es real. Soy  todo  lo  que  existe,  hijo:  Dios  o  Satán  o  Siva  o  el  Coordinador  Oficial  de  la Naturaleza… como quieras llamarme.

Con una efusión de buenos sentimientos hacia ese hombrecito amigable, Braugh dijo:

—Puedo decirle que es usted un anciano agradable. Me sentiré feliz de llamarlo Padre.

—Bien, es una amabilidad de tu parte, hijo. Me agrada que lo sientas así. Debes comprender, por supuesto, que no podemos dejar que nadie me considere de esa forma. El poder infunde respeto. Pero tú eres diferente. Especial.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Tener eficiencia. ¡Tsk! Tenerlos asustados ahora y entonces. Tener respeto, comprendes. No se puede hacer cosas sin respeto.

—Lo comprendo, señor.

—Tener eficiencia. No se puede recorrer la vida todo el día, todo el año, toda la eternidad sin eficiencia. No puede haber eficiencia sin respeto..

—Absolutamente, señor —dijo Braugh, mientras algo inciertamente espantoso crecía dentro de él. Era un viejito amable, pero también era un viejo gárrulo y divagante. Su Satánica Majestad era un ser obtuso, ni siquiera tan lúcido como Christian Braugh.

—Lo que siempre digo —continuó el viejo, frotándose reflexivamente la rodilla— del amor y la reverencia y todo eso… es que puedes tenerlos. Son bonitos, pero de cualquier manera prefiero la eficiencia… al menos para un ser en mi posición. Entonces veamos, hijo, ¿qué tenías en mente?

Mediocridad, pensó Braugh con amargura.

—La verdad —dijo—, Padre Satán. Vine a buscarla. Quiero saber por qué estamos, por qué vivimos, por qué ansiamos. Quiero saber todo eso.

—Bien, ahora… —el viejito lanzó una risita—. Eso es casi una orden, hijo. Sí, señor, en verdad casi una orden.

—¿Puede decírmelo, Padre Satán?

—Un poco, Christian, sólo un poco. ¿Qué es lo que más quieres saber?

—Qué hay dentro de nosotros que busca lo inalcanzable. Qué son esas fuerzas que empujan y remolcan y sobrecargan en nuestros interior. Qué es este ego mío que no me deja descansar, que no busca reposo, que busca lo nuevo. ¿Qué es todo eso?

—Eso —dijo el Padre Satán, señalando su máquina sumadora— es ese aparato de allí. Lo hace todo.

—¿Eso?

—Eso.

—¿Lo hace todo?

—Todo lo que hago, y lo hago todo, está allí. —El viejo lanzó otra risita, luego se quitó los binoculares.— Eres un muchacho inusual, Christian. La primera persona que tiene la decencia de hacer una visita al Padre Satán… vivo, quiero decir. Te devolveré el favor. Aquí.

Sorprendido, Braugh aceptó los espejuelos.

—Póntelos —dijo el viejo—. Ve por ti mismo.

Y entonces la maravilla se combinó, pues en cuanto Braugh se deslizó los lentes sobre la nariz se encontró observando con los ojos del universo a todo el universo. Y el dispositivo de sumar ya no fue una máquina de sumar totales con adiciones y sustracciones; era un vasto y complejo madero de titiritero, del cual descendía un infinito número de rielantes filamentos de plata.

Y con ojos que todo lo veían, a través de los espejuelos de Padre Satán, Braugh vio cómo cada filamento estaba sujeto a la nuca de un ser, y cómo cada entidad viviente bailaba la danza de vida que la eficiente máquina de Satán le dictaba. Braugh trepó hasta el primer nivel de andamiaje y se estiró hacia la primera fila de teclas. Apretó una al azar y sobre un pálido planeta alguien padeció hambre y asesinó. Una segunda, y el ser sintió remordimiento. Una tercera, y lo olvidó. Una cuarta y, en otro continente lejano, otro alguien despertó cinco minutos más temprano y comenzó una cadena de acontecimientos que culminaron con el descubrimiento y doloroso castigo del asesino.

Braugh retrocedió, alejándose de la sumadora e hizo subir los lentes hasta las cejas. La máquina continuaba cloqueando. Casi ausente, casi sin sorpresa, advirtió que el meticuloso cronómetro que llenaba la parte superior de la cúpula había avanzando sus agujas un espacio que indicaba tres meses.

—Es una horrible respuesta, una cruel respuesta, y el Señor Cosa en el refugio tenía razón. La verdad es infernal. Somos títeres. Un poco mejor que las cosas muertas que cuelgan de una cuerda, simulando vida. Aquí arriba un viejo, amable pero no muy inteligente, aprieta unas pocas teclas y allí abajo nosotros lo consideramos libre elección, destino, karma, evolución, naturaleza, mil falsas cosas. Es un descubrimiento triste. ¿Por qué la verdad debe ser de tan mala calidad?

Miró hacia abajo. El viejo Padre Satán estaba aún sentado sobre los escalones, pero su cabeza se balanceaba un poco a un costado, los ojos semicerrados, y murmuraba inaudiblemente  acerca  de  su  trabajo  y  el  descanso,  quejándose  de  que  no  tenía suficiente.

—Padre Satán…

—¿Sí, hijo mío? —El viejo se despabiló un poco.

—¿Es verdad? ¿Todos danzamos para su teclado?

—Todos vosotros, hijo mío. Todos vosotros. —Bostezó prodigiosamente.— Todos pensáis que sois libres, Christian, pero todos danzáis con mi música.

—Entonces, Padre Satán, concédame una cosa… Una cosa muy pequeña. Hay, en un pequeño rincón de su imperio celestial, un planeta muy pequeño, una mota diminuta que nosotros llamamos Tierra.

—¿Tierra? ¿Tierra? No puedo decirlo así de improviso, hijo, pero puedo mirar si…

—No, no se moleste, señor. Está allí. Lo sé porque yo vengo de allí. Concédame este favor: rompa las cuerdas que la atan. Deje a la Tierra libre.

—Eres un buen muchacho, Christian, pero un muchacho tonto. Deberías saber que no puedo hacerlo.

—En todo vuestro reino —suplicó Braugh— hay tantas almas que son imposibles de contar. Hay demasiados soles y planetas que mensurar. Seguramente es una de estas diminutas motas de polvo… Usted que posee tanto seguramente puede dejar tan poco.

—No, muchacho, no puedo hacerlo. Lo siento.

—Usted que sólo conoce la libertad… ¿La negaría sólo a unos pocos? Pero el Coordinador de Todo dormitaba.

Braugh volvió a colocarse los lentes. Dejémoslo dormir, mientras Braugh, Satán pro tem, se hace cargo. Oh, seremos recompensados por esta frustración. Tendremos un tiempo vertiginoso para escribir novelas de carne y hueso. Y quizá, si podemos encontrar la cuerda colocada en mi cuello y buscar la llave, quizá podamos hacer algo para librar a Christian Braugh. Sí, aquí hay un desafío inalcanzable que debe ser alcanzado y conducido a nuevos desafíos.

Miró por encima de su hombro con sentimiento de culpa, para ver hasta qué punto el Padre Satán estaba al tanto de su intromisión. Debe haber un castigo consecuente. Mientras sus ojos recorrían la endeble figura del Regidor de Todo, se sintió anonadado, transfigurado. Le temblaron las manos, luego los brazos, y por último todo su cuerpo se sacudió incontrolablemente. Por primera vez en su vida se echó a reír. Era una risa genuina, no esa risa simbólica que frecuentemente se había visto obligado a falsificar en el pasado. Los accesos de carcajadas recorrieron toda la habitación en forma de cúpula y reverberaron.

El Padre Satán despertó con un respingo y gritó:

—¡Christian! ¿Qué sucede, muchacho?

¿Posas de frustración? ¿Risas de pena? ¿Risas de infierno o limbo? No podía decir lo que sintió cuando vio la hebra de plata que brotaba de la nuca de Satán y lo convertía, también a él, en un títere… un zarcillo que subía cada vez más hacia perdidas alturas, hacia alguna otra vasta máquina operada por alguna otra vasta marioneta oculta en los aún desconocidos límites del cosmos…

El bendito y desconocido cosmos. V

En el comienzo todo era oscuridad. No había ni tierra ni mar ni cielo ni estrellas circundantes. No había nada. Luego llegó Yaldabaoth y dividió la luz de la oscuridad. Y El recogió la oscuridad y con ella formó la noche y los cielos. Y El recogió la luz y dio forma al sol y las estrellas. Luego, de la carne de Su carne y de la sangre de Su sangre Yaldabaoth formó la tierra y todas las cosas sobre ella.

Pero los hijos de Yaldabaoth eran jóvenes e inexpertos e ignorantes, y la raza no dio su fruto. Y como todos los hijos de Yaldabaoth disminuyeron en número, suplicaron a su Señor: «¡Concédenos una señal, Gran Dios, para que podamos saber cómo crecer y multiplicarnos! ¡Concédenos una señal, Oh Señor, de modo que Tu buena y poderosa raza no perezca sobre Tu tierra!»

Y ¡ya! Yaldabaoth se apartó a Sí mismo del rostro de Su infortunado pueblo y ellos sintieron pena en el corazón y tristeza, pensando que su Señor los había abandonado. Y sus senderos fueron senderos del mal hasta que un profeta cuyo nombre era Maart surgió entre ellos. Luego Maart juntó los niños de Yaldabaoth alrededor de él y les habló, diciéndoles; «Malos son estos caminos, Oh pueblo de Yaldabaoth, para desconfiar de Dios. Pues El ha colocado un signo de fe sobre vosotros.

Entonces ellos le respondieron, diciéndole: ¿Dónde está ese signo?

Y Maart fue a las altas montañas y con él fueron un gran número de gentes. Nueve días y nueve noches hasta la cumbre del Monte Sinar. Y una vez en la cima del Monte Sinar todos fueron golpeados por la sorpresa y cayeron sobre sus rodillas, gritando: «¡Dios es grande! ¡Grandes son sus obras!»

Pues ¡ya! Ante ellos ardía una cortina de fuego. LIBRO DE MAART; XII: 29-37

¿Atravesar el velo hacia qué realidad? No tiene sentido tratar de tomar una decisión. No puedo. Dios sabe que esa ha sido la agonía de mi vida… tomar decisiones. ¡Cómo podría hacerlo cuando —cuando la nada me toca— nunca pude sentir nada! Coger esto o aquello. Beber café o té. Comprar la toga negra o la plateada. Casarme con Lord Buckley o vivir con Freddy Witherton. Dejar que Finchley me haga el amor o, dejar de posar para él. No… no tiene sentido siquiera intentarlo.

¡Cómo ardía el velo en el umbral! Como un arco iris moiré. Allí fue Sidra. Cruzó a través de él como si pensara que no había nada allí. No parecía que doliera. Eso es bueno. Dios sabe que puedo soportar todo excepto el dolor. Sólo quedábamos Bob y yo… y él no parecía tener prisa. No, es Chris el destino oculto en el gabinete del órgano. Es mi turno ahora, supongo. Desearía que no lo fuera, pero no puedo permanecer aquí para siempre.

¿Dónde ir?

¿Hacia ninguna parte?

Sí, eso es. Ninguna parte.

En este mundo que dejo no había ningún lugar para mí; mi yo real. El mundo no quería nada de mí salvo mi belleza; nada de lo que estaba dentro mío. Quiero ser útil. Quiero ser aceptada. Quizá si fuera aceptada… si vivir tuviera algún sentido para mí, esta barra de hielo en mi corazón se derruiría. Si pudiera aprender a hacer cosas, sentir cosas, gozar cosas. Aún aprender a caer en el amor.

Sí, voy a ir a ninguna parte.

Dejad que la nueva realidad me necesite, me quiera, pueda usarme… Dejad que esa realidad hágala elección y me llame. Pues si debo elegir, sé que elegiré un lugar equivocado una vez más. Y si no se me necesita en ninguna parte, si voy a través de fuego para errar eternamente en el espacio oscuro… a pesar de todo estaré mejor fuera.

¿Qué otra cosa he hecho en toda mi vida?

¡Tomadme, vosotros que me queréis y necesitad!

Qué frío es el velo… como un rocío perfumado sobre la piel.

Y entonces mientras la multitud se arrodillaba y elevaba sus oraciones, Maart gritó con voz tonante: «Alzaos, hijos de Yaldabaoth, y contemplad!»

Entonces se alzaron y enmudecieron y temblaron. Pues a través de la cortina de fuego surgió una bestia que hizo estremecer los corazones de todos. Se alzaba hasta una altura de ocho codos y su piel era rosada y blanca. El pelaje de su cabeza era amarillo y su cuerpo era largo y curvado como un árbol enfermo. Y estaba toda cubierta con pliegues sueltos de blanca piel.

LIBRO DE MAART; XIII: 38-39

¡Dios de los Cielos!

¿Esta es la realidad que me llama? ¿Esta es la realidad que me necesita?

Ese sol… tan alto… con su diabólico ojo blanquiazul, como ese artista italiano… Cumbres de montaña. Parecen montones de fango y basura… Los valles de allí abajo… heridas supurantes. El olor del cuarto de enfermo. Todo podrido y arruinado.

Y estas abominables criaturas pupulando alrededor… como simios hechos de carbón. No animales. No humanos. Pensar en hombres hechos bestias no se ajusta demasiado… o bestias hechas hombres es aún peor. Tienen un aire familiar. El panorama parece familiar. En algún lado he visto todo esto antes. De algún modo he estado aquí antes. En sueños de muerte, quizá… quizá.

Esta es una realidad de muerte, y ¿me desean? ¿Me necesitan?

La multitud gritó de nuevo: «¡Gloria sea a Yaldabaoth!» y ante el sonido del nombre sagrado la bestia tornó hacia la cortina de fuego de donde había salido, y ¡contemplad! la cortina había desaparecido.

LIBRO DE MAART; XIII: 40

¿No hay retorno?

¿No hay forma de escapar?

¿De retornar a la salud?

Pero estaba tras de mí hace un momento, el velo. Sin escape. Escuchad los sonidos que emiten. Los gruñidos del cerdo. ¿Creerán que me están adorando? Esto no puede ser real. No hay realidad que pueda ser tan horrenda. Un truco sucio… como ese que le jugamos a Lady Sutton. Ahora estoy en el refugio. Bob Peel está interpretando un nuevo truco y nos ha dado algún nuevo tipo de droga. Secretamente. Estoy echada en el diván, soñando y gimiendo. Despertaré pronto.

O el fiel Dig me despertará… antes de que estos esperpentos vengan más cerca.

¡Debo despertar!

Con un fuerte alarido, la bestia del fuego corrió a través de las multitudes. A través de toda la multitud corrió y atronó cuesta abajo. Y los sonidos chillones de sus aullidos agregaban miedo al miedo provocado por el sonido golpeteante de sus caparazones de bronce.

Y mientras cruzaba bajo las bajas ramas de los árboles de la montaña, los hijos de Yaldabaoth gritaron nuevamente con alarma, pues la bestia dejaba caer su blanco pelaje de una manera horrible de contemplar. Y la piel permanecía colgando de los árboles. Y la bestia corría más ligero, una abominable advertencia rosa y blanca para todos los transgresores.

LIBRO DE MAART; XIII: 41-43

¡Rápido! ¡Rápido! Correr a través de ellos antes de que me toquen con sus sucias manos. Esto es una pesadilla, corriendo me despertaré. Si esto es real… pero no puede serlo. ¡Que algo tan cruel me suceda a mí! No. ¿Estarán los dioses celosos de mi belleza? No. Los dioses nunca están celosos. Son los hombres.

Mi vestimenta… Perdida.

No hay tiempo de volver por ella. Corre desnuda, entonces. Escúchalos aullar tras de mí… braman por mí. ¡Abajo! ¡Abajo! Rápido y abajo de la montaña. Esta tierra putrefacta. Succionante. Pegajosa.

¡Oh, Dios! Me siguen. No para adorarme.

¿Por qué no puedo despertar? Mi aliento… como cuchillos.

Cerca. Los escucho. ¡Cada vez más cerca!

¿POR QUE NO PUEDO DESPERTAR?

Y Maart exclamó en voz alta: «¡Atrapemos a esa bestia para ofrendarla a nuestro Señor Yaldabaoth!»

Entonces la multitud sintió aumentar su valor y ciñeron sus ijares. Con palos y piedras todos persiguieron a la bestia por las pendientes del Monte Sinar, muchos con el temor a flor de piel, pero todos entonando el nombre del Señor.

Y de pronto una hábil piedra arrojada hizo caer a la bestia sobre sus rodillas, aún aullando de forma horrible de oír. Luego los bravos guerreros la derribaron con fuertes palos hasta que por último sus gritos cesaron y la bestia quedó inmóvil. Y del fétido cuerpo surgió una roja agua venenosa que hizo descomponer a todo aquel que la contempló.

Pero cuando la bestia fue conducida al Gran Templo de Yaldabaoth y colocada en una jaula ante el altar, sus gritos una vez más resonaron, profanando las sagradas paredes. Y entonces el Gran Sacerdote se sintió turbado, y dijo: «¿Qué demoniaca ofrenda es ésta para colocarla ante Yaldabaoth, Señor de los Dioses?»

LIBRO DE MAART: XIII: 44-47

Dolor.

Quemaduras y escaldaduras. No puedo moverme.

Ningún sueño es tan largo… tan real. ¿Es esto entonces real? Real. ¿Y yo? Real también. Una extraña en una realidad de suciedad y tortura. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Siento la cabeza hecha un lío. Confundida. Revuelta.

Esto es tortura, y en algún lado… en algún lugar… He oído de este mundo antes. Tortura. Tiene un sonido placentero. ¿Tormento? No, tortura es mejor. El sonido de un madrigal. El nombre de una nave. El título de un príncipe. Príncipe Tortura. ¿Príncipe Tormento? La Belleza y el Príncipe.

Tan confusa mi cabeza. Grandes luces y sonidos ciegos que van y vienen sin sentido. Una vez en que la belleza torturó a un hombre… Dicen. Se dice.

¿Cuál era su nombre?

¿Príncipe Tormento? No. Finchley. Sí. Digby Finchley.

Digby Finchley, decían —se decía— amaba a una diosa de hielo llamada Theone Dubedat.

La diosa de hielo rosado.

¿Dónde está ella ahora?

Y mientras la bestia lanzaba gemidos amenazantes sobre el altar, el Sanedrín de Sacerdotes formó concilio, y al concilio llegó Maart, diciendo: «Oh vosotros, sacerdotes de Yaldabaoth, elevad vuestras voces en alabanza a nuestro Señor, pues El estaba enojado y había alejado su rostro de nosotros. Y ¡ya! Un sacrificio nos ha sido concedido de modo que podamos agradecer a El y hacer nuestras paces con El.»

Luego habló el Gran Sacerdote, diciendo: «¿Por qué ahora, Maart? ¿Podemos decir que éste es un sacrificio para nuestro Señor?»

Y Maart habló: «Si. Porque ésta es la bestia de fuego y a través del fuego sagrado de Yaldabaoth retornará por donde vino.»

Y el Gran Sacerdote preguntó: «¿Es esta ofrenda parecida al signo del Señor?» Entonces Maart respondió: «Todas las cosas proceden de Yaldabaoth. Por lo tanto todas las cosas parecen su signo. Tal vez a través de esta ofrenda Yaldabaoth nos entregue un signo de que Su pueblo no se desvanecerá de la tierra. Dejemos que la bestia sea ofrecida.

Entonces el Sanedrín estuvo de acuerdo, pues los sacerdotes temían dolorosamente que no hubiera más hijos del Señor.

LIBRO DE MAART; XIII: 48-52

Ved cómo los ridículos monos danzan. Danzan alrededor y alrededor y alrededor. Y gruñen.

Casi como si hablaran. Casi como…

Debo detener el canto en mi cabeza. El rin tin tin. Como los días en los cuales Dig trabajaba duro y yo debía adoptar esas poses de espalda quebrada y sostenerla hora tras hora con sólo cinco minutos de descanso cada tanto y yo me sentía mareada y caía del estrado y Dig arrojaba su paleta y venía corriendo con sus grandes y solemnes ojos dispuestos a llorar.

Los hombres no deberían llorar, pero sé que era porque él me amaba y yo quería amarlo a él o a alguien, pero entonces no tenía necesidad. No necesitaba nada, salvo encontrarme a mí misma. Esa es la caza del tesoro. Y ahora me he encontrado. Esto soy yo. Ahora tengo una necesidad y un ansia y una profunda soledad interior por Dig y sus grandes y solemnes ojos. Verlo todo ojos y miedo en los tímidos conjuros y danzando alrededor de mí con una taza de té.

Danzando. Danzando. Danzando.

Y golpeando sus pechos y gruñendo y golpeando.

Y cuando vociferan con la saliva babeante brillando sobre sus colmillos amarillos. Y esos siete con jirones de tela podrida sobre el pecho, marchando casi con altivez, casi como humanos.

Observad cómo danzan los ridículos monos.

Danzan alrededor y alrededor y alrededor y alrededor y…

Y sucedió que cuando transcurrió la gran festividad de Yaldabaoth era de noche. Y fue en ese día que el Sanedrín abrió los portales del templo y las muchedumbres de hijos de Yaldabaoth entraron. Luego hicieron que los sacerdotes quitaran a la bestia de la jaula y la arrastraran hasta el altar. Cada uno de los cuatro sacerdotes sostenía de un miembro a la bestia y la colocaron sobre el altar de piedra, y la bestia emitía malévolos y blasfemos sonidos.

Luego exclamó el profeta Maart: «Hagamos jirones de este ser, de modo que la hediondez de su malévola muerte pueda elevarse y complacer el olfato de Yaldabaoth.»

Y  los  cuatro  sacerdotes,  fuertes  y  sagrados,  colocaron  rudas  manos  sobre  los miembros  de  la  bestia  de  modo  que  sus  sacudimientos  eran  sorprendentes  de contemplar, y la luz de la maldad de sus abominaciones ocultas llenó de terror a todos.

Y cuando Maart encendió el fuego del altar, un gran temblor sacudió el firmamento. LIBRO DE MAART; XIII: 55-59

¡Digby, ven a mí!

¡Digby, dondequiera que estés, ven a mí! Digby, te necesito.

Soy Theone. Theone.

Tu diosa de hielo.

Ya no más frígida, Digby.

Las ruedas giran más y más y más rápido.

Y mi cabeza cada vez más y más y más rápido… Digby, ven a mí.

Te necesito. Príncipe Tormento. Tortura.

Entonces las bóvedas del templo se abrieron en dos con un tronante rugido, y todos los allí reunidos fueron iguales en el miedo, y sus entrañas fueron como agua. Y todos contemplaron al divino Señor, Yaldabaoth, descender desde los oscuros cielos hacia el templo. Si, hasta el mismo altar.

Y por espacio de una eternidad el Señor Dios Yaldabaoth contempló fijamente a la bestia de fuego, y su sacrificada se retorcía y maldecía presa de los impolutos sacerdotes.

LIBRO DE MAART; XIII: 59-60

Es el horror final… la tortura final.

Este monstruo que baja flotando desde los cielos. Simio-Hombre-Bestia-Horror.

Es la broma final eso que baja del cielo, algo velludo, sedoso, peludo; algo luminoso y gozoso. Un monstruo en alas de luz. Un monstruo con piernas y brazos retorcidos y cuerpo repulsivo. La cabeza de un Hombre-Simio… retorcida y quebrada, aplastada y arruinada, con esos grandes, vidriosos y fijos ojos.

¿Ojos? ¿Dónde he visto…?

¡ESOS OJOS!

Esto no es locura. No. No es el rin tin tin. No. Conozco esos ojos… esos grandes y solemnes ojos. Los he visto antes. Hace muchos años. Hace minutos. ¿Enjaulados en un zoológico?

No. ¿Ojos de pez flotando en un tanque? No. Grandes y solemnes ojos llenos de amor desesperado y adoración.

No… Dejadme equivocar.

Esos grandes y solemnes ojos de él dispuestos a llorar. Llorar, pero los hombres no lloran.

No, no Digby. No puede ser. ¡Por favor!

Es allí donde he visto este lugar antes, donde he visto estos hombres-animales y este panorama infernal: en los dibujos de Digby. Esas monstruosas obras que dibujaba. Por gracia, decía, por diversión. ¡Diversión!

¿Pero por qué parecía gustarle esto? ¿Por qué es él tan abominable y horrible como los otros… como sus cuadros?

¿Es ésta tu realidad, Digby? ¿Tú me llamaste? ¿Tú me necesitabas, me querías?

¡Digby! Dig. Dig y Dig, rueda y rueda la rueda, que canta un…

¿Por qué no me escuchas? ¿Me oyes? ¿Por qué me miras de esa forma, como algo loco, cuando hace sólo un minuto estabas caminando de un lado a otro del refugio tratando de aclarar tu mente y fuiste el primero en pasar a través del velo ardiente y yo te admiré porque los hombres deberían ser siempre tan valientes no monstruosos hombres- simios…

Y con una voz que hacía añicos las montañas, el Señor Yaldabaoth habló a su pueblo, diciéndole: «¡Ahora alabad al Señor, hijos míos, pues alguien ha sido enviado a vosotros que será reina y consorte de Dios.»

Y con una sola voz, la muchedumbre exclamó: «Te alabamos oh Señor Yaldabaoth.»

Y Maart hizo penitencia ante el Señor y suplicó: «Una señal para Tus hijos del Señor

Dios, de modo que ellos puedan crecer y multiplicarse. »

Entonces el Señor Dios estiró su mano hasta la bestia y la tocó, quitándola del altar de fuego y de las manos de los impolutos sacerdotes, y ¡contemplad! El demonio gritó por última vez y huyó del cuerpo de la bestia, dejando en su lugar sólo una suave melodía. Y el Señor habló a Maart, diciendo: «Os daré una señal.»

LIBRO DE MAART; XIII: 60-63

I

Dejadme morir.

Dejadme morir para siempre.

No dejéis que vea o escuche o sienta el…

¿El?

¿Qué?

Los bonitos monos danzan alrededor y alrededor y alrededor de forma tan bonita tan hermosa tan buena todo tan. bonito y hermoso y bueno mientras los grandes y solemnes ojos contemplan mi alma y querido Dig y Dig me tocas con manos tan extrañamente cambiadas tan bonitamente hermosamente cambiadas por la trementina quizás o el ocre o verde bilis u ocre encendido o sepia o amarillo cromo que siempre, parecían decorar sus dedos cada vez que dejaba caer la paleta y venía hacia mí cuando yo…

El amor lo cambia todo. Sí. Qué bueno es ser amada por el querido Digby. Qué cálido y qué confortante es ser amada y ser necesitada y querida una entre todas las millones y encontrarlo tan extrañamente hermoso caminando solemnemente flotando descendiendo en una realidad como la del Castillo Sutton cuando el refugio no puedo ver nada y se que los cerros corren bajo de mí con bonitos monos riendo y dando cabriolas y adorando tan gracioso tan gracioso tan hermoso tan bueno tan bonito tan gracioso tan…

Entonces los hijos de Yaldabaoth cogieron el signo del Señor en sus corazones y ¡alas! Desde entonces crecieron y se multiplicaron ante el ejemplo de su Señor Dios y Su Consorte en lo alto.

Así finaliza el LIBRO DE MAART VI

Y en el momento en que entró en el velo ardiente, Robert Peel se detuvo asombrado. Todavía no había aclarado sus pensamientos. Para él, un hombre de objetividad y lógica, ésta era una experiencia sorprendente. Era la primera vez en su vida que no había tomado  una  decisión  fulmínea.  Era  la  prueba  de  cuan  profundamente  lo  había conmocionado la Cosa en el refugio.

Se quedó donde estaba, inmerso en la niebla de fuego que titilaba como ópalo y era mucho más espesa que cualquier velo. Lo rodeaba y aislaba, pues seguramente debió haber visto a los otros pasando a través, pero allí no había nadie. No era hermoso para Peel, pero era interesante. La dispersión de color era amplia, advirtió, y abarcaba cientos de finas gradaciones del espectro visible.

Peel hizo su composición. Con la poca información que tenía a mano, juzgó que estaba de pie en algún lado fuera del tiempo y el espacio o entre dimensiones. Evidentemente la Cosa en el refugio los había colocado en rapport con la matriz de existencia, de modo tal que cuando entraran en el velo pudieran gobernar la dirección que cogieran en una emergencia. El velo era más o menos un pivot sobre el cual podían girar hacia cualquier existencia deseada en cualquier espacio y cualquier tiempo; lo que conducía a Peel a la cuestión de su propia elección.

Cuidadosamente consideró, pesó y balanceó lo que él ya poseía con lo que podría recibir. Estaba muy satisfecho con su vida. Tenía mucho dinero, una profesión respetable como ingeniero consejero, una espléndida casa en Chelsea Square, una atractiva y estimulante esposa. Dejar todo en aras de las promesas no especificadas de un donante no identificado sería una idiotez. Peel había aprendido a no hacer nunca un cambio sin buenas y suficientes razones.

«No soy de naturaleza aventurera —pensó Peel con frialdad—. No es mi costumbre ser así. Lo novelesco no me atrae y desconfío de lo desconocido. Me gustaría mantener lo que tengo. El sentido adquisitivo es muy fuerte en mí, y no estoy avergonzado de ser un hombre posesivo. Ahora quiero conservar lo que tengo. Sin cambios. No puede haber otra decisión para mí. Dejemos que los otros tengan su aventura; mantendré mi mundo precisamente como es. Repito: sin cambios.»

La decisión le había llevado todo un minuto, un tiempo inusualmente largo para un ingeniero,  pero  esta  era  una  situación  inusual.  Dio  una  zancada  hacia  adelante,  un preciso, franco, preciso martinete, y emergió en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton.

A unos pocos pasos del corredor, una pequeña criada de cocina vestida de azul y gris se deslizaba directamente hacia él, una bandeja en las manos. Había una botella de cerveza y un enorme bocadillo en la bandeja.

Al oír los pasos de Peel, la mujer levantó los ojos, se detuvo con brusquedad y luego arrojó la bandeja por el suelo.

—¿Qué demonios…? —Peel se sintió confundido por la reacción de ella.

—¡S…señor Peel! —masculló. Luego comenzó a gritar—: ¡Ayuda! ¡Asesino! ¡Ayuda! Peel le pegó una bofetada.

—¿Quiere cerrar la boca y explicarme qué diablos hace aquí abajo a esta hora de la noche?

La joven gimió y farfulló. Antes de que él pudiera volver a abofetear a la joven histérica, sintió una pesada mano sobre el hombro. Se dio vuelta y se sintió más confundido cuando se encontró de frente con el rostro rojo y rollizo de un policía. Había una expresión anhelante en esa cara. Peel tragó saliva, luego se serenó. Se dio cuenta de que estaba en el vórtice de un fenómeno desconocido. No tenía sentido esforzarse hasta conocer los hechos.

—Bien, señorr —dijo el policía—. No vuelva a golpearr a la chica, señorr.

Peel no respondió. Necesitaba más hechos. Una sirvienta y un policía. ¿Qué estaban haciendo allí? El hombre había llegado desde atrás de él. ¿Habría llegado a través del velo? Pero allí no había velo ardiente; tan sólo la pesada puerta del refugio.

—Si he escuchado bien, señorr, la chica lo ha llamado por su nombrre. ¿Podría repetírrmelo?

—Soy Robert Peel. Un invitado de Lady Sutton. ¿Qué significa todo esto?

—Señorr Peel —exclamó el policía—. Esto sí que es una suerrte. Me ganarré un ascenso. Lo cojo bajo custodia, señorr Peel. Está usted bajo arresto.

—¿Arrestado? Usted está loco, hombre —Peel dio un paso atrás y miró sobre el hombro del policía. La puerta del refugio estaba medio abierta, lo suficiente para que realizara una inspección rápida. Toda la habitación estaba dada vuelta, como si estuviera sufriendo la limpieza de primavera. No había nadie dentro.

—Debo rogarrle que no se resista, señorr Peel. La joven lanzó un sollozo.

—Veamos —dijo Peel con enojo—. ¿Con qué derecho entra usted en una propiedad privada pavoneándose por realizar arrestos? ¿Quién es usted?

—Me llamo Jenkins, señorr. Policía del Condado de Sutton. Y no estoy pavoneándome, señorr.

—¿Entonces habla en serio?

El policía señaló majestuosamente corredor arriba.

—Adelante, señorr. Le ruego que lo haga con rapidez.

—¡Respóndame, idiota! ¿Es un arresto auténtico?

—Usted deberría saberrlo —respondió el policía con tono ominoso—. Venga conmigo, señor.

Peel se rindió y obedeció. Hacía mucho que había aprendido que cuando uno se enfrenta con una situación incomprensible, es tonto tomar una decisión sin esperar a tener la suficiente información. Precedió al policía por los corredores y las retorcidas escaleras, seguidos por la lloriqueante sirvienta de cocina. Todo lo que conocía eran dos cosas. Una: algo, en algún lado, había sucedido. Dos: la policía había intervenido. Todo era confuso, por decir algo, pero él mantendría la cabeza. Se preciaba de no haberla perdido nunca.

Cuando emergieron de los sótanos, Peel recibió otra sorpresa. La luz del sol brillaba afuera. Observó su reloj. Las, doce y cuarenta de la noche. Dejó caer su muñeca y parpadeó; la inesperada luz lo molestó un poco. El policía le tocó; el brazo y lo dirigió hacia la biblioteca. Peel fue de inmediato a las puertas corredizas y las abrió.

La  biblioteca  era  alta,  larga  y  sombría,  con  una  estrecha  galería  que  recorría  su contorno justo debajo del cielorraso gótico. Había una gran mesa de caballete centrada en la habitación y en su extremo opuesto había tres figuras sentadas, las siluetas delineadas por la luz del sol que penetraba por una ventana baja. Peel entró, echó un vistazo a un segundo policía de guardia junto a las puertas,  luego entrecerró los ojos y trató de distinguir los rostros.

Mientras observaba, un murmullo de exclamaciones y sorpresa lo recibió. Hizo este juicio: uno, la gente lo había estado buscando; dos, había estado desaparecido por algún tiempo; tres, nadie esperaba encontrarlo aquí, en el Castillo Sutton. Nota: ¿de dónde volvía él en realidad? Todo esto reconstituido por las voces de sorpresa. Luego sus ojos se acomodaron a la luz.

Uno de los tres era un hombre anguloso con una estrecha cabeza gris y facciones cubiertas de arrugas. Le pareció familiar. El segundo era pequeño y vigoroso, con lentes ridículamente frágiles montados sobre una nariz bulbosa. El tercero era una mujer, y otra vez Peel se sintió sorprendido al ver que era su esposa. Sidra usaba un vestido de tela escocesa y un sombrero de fieltro carmesí. El hombre anguloso tranquilizó a los otros y dijo:

—¿Señor Peel?

Peel avanzó con rapidez.

—Soy el inspector Ross.

—Creí reconocerlo, inspector. Nos hemos encontrado antes, ¿no es así?

—Así es —asintió Ross cortésmente, luego indicó al hombre vigoroso—: El doctor Richards.

—¿Cómo está usted, doctor? —Peel se volvió hacia su esposa y se inclinó, sonriendo.— ¿Sidra? ¿Cómo estás, querida?

—Bien, Robert —dijo ella con tono seco.

—Temo estar un poco confundido por todo esto — continuó Peel afable—. Parece que sucede algo, o ha sucedido.

Suficiente. Había dicho lo suficiente. Precaución. No comprometerse en nada hasta saber.

—Así es; sucede —dijo Ross.

—Antes de continuar, ¿puedo pedirles la hora? Ross fue tomado por sorpresa.

—Las dos.

—Gracias. —Peel acercó su reloj al oído, luego ajustó las agujas.— Mi reloj parece estar funcionando, pero de cualquier manera ha perdido algunas horas.— Examinó sus expresiones furtivamente. Debería navegar con exquisito cuidado, dada la expresión de sus semblantes. Luego advirtió el calendario de escritorio que se encontraba ante Ross, y fue como un puñetazo en los riñones.— ¿Es esa fecha correcta, inspector?

—Por supuesto, señor Peel. Domingo veintitrés.

Su mente exclamó: ¡Tres días! ¡Imposible! Peel controló su shock. Tranquilo… tranquilo… de acuerdo. En algún lado había perdido tres días; pues había entrado en el velo ardiente el jueves, treinta y ocho minutos después de medianoche. Sí. Pero mantente frío. Hay algo más que tres días perdidos. Debe haberlo, de otro modo ¿para qué la policía? Esperar por más información.

—Lo hemos estado buscando estos últimos tres días, señor Peel —dijo Ross—. Desapareció súbitamente. Estamos bastante sorprendidos de encontrarlo de regreso en el castillo? — ¿Eh? ¿Por qué? —Sí, ¿por qué demonios? ¿Qué sucedió? ¿Por qué Sidra me contempla con esa furia vengativa? —Porque, señor Peel, se le acusa del homicidio intencional de Lady Sutton.

¡Shock! ¡Shock! ¡Shock! Lo estaban despellejando, uno tras otro, y aún Peel se mantenía controlado. La información era explícita ahora. Había vacilado en el velo al menos unos minutos, y esos minutos en el limbo eran tres días en el espacio tiempo. Lady Sutton debió haber sido encontrada muerta y él acusado del asesinato. Sabía que él era un rival para cualquiera, como hombre lógico y pensante… un hombre astuto… pero sabía que tendría que andarse con cuidado.

—No lo comprendo, inspector. ¿Puede usted explicarse mejor?

—Muy bien. La muerte de Lady Sutton fue informada en la mañana del viernes. El examen médico probó que ella murió por fallo cardíaco, como resultado de una impresión. La evidencia de los testigos reveló que usted la había asustado deliberadamente con completo conocimiento de su debilidad cardíaca, con intención de matarla. Eso es homicidio, señor Peel.

—Por cierto —dijo Peel fríamente—. Si usted puede probarlo. ¿Puedo preguntarle la identidad de sus testigos?

—Digby Finchley, Christian Braugh, Theone Dubedat y… —Ross se interrumpió, tosió y dejó el papel a un lado.

—Y Sidra Peel —finalizó Peel con sequedad. Otra vez se encontró con la venenosa mirada de su esposa. Por último había comprendido todo. Se habían puesto nerviosos y lo habían elegido como chivo expiatorio. Sidra se quería librar de él; su gozosa venganza. Antes de que Ross o Richards pudieran intervenir, apresó a Sidra por el brazo y la arrastró hasta una esquina de la biblioteca.

—No se alarme, Ross. Sólo quiero unas palabras a solas con mi esposa. No habrá violencia, se lo aseguro.

Sidra liberó su brazo de un tirón y contempló a Peel, sus labios contraídos, revelando el blanco filo de sus dientes.

—Tú arreglaste esto —dijo Peel rápidamente.

—No sé de qué hablas. —Fue idea tuya, Sidra. —Fue tu asesinato, Robert.

—Y tu testimonio.

—Nuestro. Somos cuatro contra uno.

—¿Todo cuidadosamente planeado, no?

—Braugh es un buen escritor.

—Y yo cargo con el asesinato por vuestros testimonios. Te quedarás con la casa, mi fortuna y te librarás de mí.

Ella sonrió como un gato.

—¿Y ésta es la realidad que pediste? ¿Esto es lo que planeaste mientras atravesabas el velo ardiente?

—¿Qué velo?

—Sabes a qué me refiero.

—Estás loco.

Ella estaba genuinamente perpleja. El pensó: por supuesto, yo quería mi viejo mundo tal cual era. Eso excluiría la misteriosa Cosa del refugio y el velo a través del cual pasamos. Pero no excluye el asesinato que sucedió antes, no que sucedió después.

—No, Sidra, no estoy loco —dijo—. Simplemente rehuso ser tu chivo expiatorio. No te dejaré salir con la tuya.

—¿No? —Ella se dio vuelta y llamó a Ross.— Quiere sobornar a los testigos. — Caminó hacia su silla.— Tengo que ofrecer a cada uno de ellos diez mil libras.

Así que era una batalla a muerte. Su mente trabajó con rapidez. La mejor defensa era un ataque y el momento era ése.

—Miente, inspector. Todos están mintiendo. Acuso a Braugh, Finchley y a la señorita Dubedat, y a mi esposa, del homicidio intencional de Lady Sutton.

—¡No le creáis! —gritó Sidra—. Está intentando encontrar una forma de acusarnos. El…

Peel la dejó gritar, agradecido de disponer de más tiempo para modelar sus mentiras. Debían ser convincentes. Sin flaquezas. La verdad era imposible. En este nuevo viejo mundo de él, la Cosa y el velo no existían.

—El asesinato de Lady Sutton fue planeado y ejecutado por estas cuatro personas — continuó Peel llanamente —. Fui el único miembro del grupo en objetar. Usted estará de acuerdo, inspector Ross, que es mucho- más lógico que cuatro personas cometan un crimen contra el deseo de uno, que uno contra el de cuatro. Y el testimonio de cuatro testigos que el de uno. ¿Está de acuerdo?

Ross asintió lentamente, fascinado por las detalladas razones de Peel. Sidra golpeó sobre su hombro y gritó:

—Está mintiendo, inspector. ¿No lo advierte? Si está diciendo la verdad, pregúntele por qué huyó. Pregúntele dónde estuvo estos tres días.

Ross trató de calmarla.

—Por favor, señora Peel. Todo lo que hago es recibir sus declaraciones. No creo ni descreo en nadie aún. ¿Desea decir algo más, señor Peel?

—Gracias. Sí. Nosotros seis habíamos realizado muchas bromas absurdas, algunas veces virtualmente peligrosas en el pasado, pero el asesinato por cualquier razón es algo más allá de cualquier criterio y tolerancia. El jueves a la noche los cuatro advirtieron que yo podría avisar a Lady Sutton. Es evidente que estaban preparados para esto. Mi vino fue drogado. Tengo un vago recuerdo de haber sido levantado y transportado por dos hombres y… eso es todo lo que sé del asesinato.

Ross asintió otra vez. El doctor se inclinó sobre él y le susurró algo.

—Sí, sí. Las pruebas vendrán más tarde. Por favor, continúe, señor Peel.

Hasta ahora vamos bien, pensó Peel. Ahora, un poco de color para alisar los bordes rugosos.

—Desperté en una completa oscuridad. No oía ruidos; nada salvo el tic-tac de mi reloj. Estas paredes de calabozo tienen entre diez y quince pies de grosor, de modo que me era imposible oír nada. Cuando me incorporé y tanteé alrededor, me pareció estar en una pequeña cavidad que medía… oh… dos trancos largos por tres.

—¿Eso serían unos dos metros por tres, señor Peel?

—Aproximadamente. Me di cuenta que debía estar en alguna celda secreta conocida por los hombres de la pandilla. Después de una hora de gritar y golpear las paredes, un golpe accidental debe haber dado en el resorte o palanca adecuados. Una sección de la gruesa pared se abrió y me encontré en el corredor donde…

—¡Está mintiendo, mintiendo, mintiendo! —gritó Sidra. Peel la ignoró.

—Esa es mi declaración, inspector.

Y la mantendré, pensó. El Castillo Sutton era conocido por sus pasajes secretos. Sus ropas estaban aún ajadas y desgarradas por el vestuario que él se había dado para representar al demonio. No había tests conocidos que mostraran si había estado drogado o no los tres días previos. Su barba y bigote eliminarían el problema de la afeitada. Sí, podía estar orgulloso de una excelente historia; improbable pero sostenida con fuerza por los cuatro-contra-la-lógica.

—Notamos que usted proclama su no culpabilidad, señor Peel —dijo Ross con lentitud—, y tomamos nota de su declaración y acusación. Le confieso que sus tres días de desaparición me parecían incriminatorios, pero ahora… —hizo una profunda inspiración— ahora, si podemos localizar esa celda donde usted estuvo confinado…

Peel estaba preparado para esto.

—Usted puede o no puede hacerlo, inspector. Soy ingeniero, ya lo sabe. La única manera que tenemos de localizar esa celda es dinamitar la piedra, que podría hacer desaparecer todas las huellas.

—Tendremos que recurrir a ese método, señor Peel.

—Quizá no sea necesario recurrir a ese método — dijo el pequeño y rechoncho doctor. Los otros lanzaron una exclamación. Peel echó una aguda mirada al hombrecillo. La

experiencia le había enseñado que los gordos eran siempre peligrosos. Cada nervio se puso en garde.

—Era un relato perfecto, señor Peel —dijo el gordezuelo doctor con placer. Muy entretenido. Pero realmente, mi querido señor, para ser usted un ingeniero ha cometido un mal traspié.

—¿Quiere usted decirme sobre qué basa eso?

—Vamos por partes. Cuando usted despertó en su celda secreta, dijo que se encontraba en completa oscuridad y silencio. Las paredes de piedra eran tan gruesas que todo lo que podía oír era el tic-tac de su reloj.

—Y así fue.

—Muy colorido —sonrió el doctor—, pero, bueno, una prueba de que usted está mintiendo. Se despertó tres días después. Seguramente se da cuenta que no hay reloj que funcione setenta horas sin necesitar cuerda.

¡Tenía razón, por Dios! advirtió Peel de inmediato. Había cometido un gran error… imperdonable para un ingeniero… y no había posibilidad de retroceder para hacer alteraciones y revisiones. Toda la mentira dependía de la trama completa. Desgarrar una sola hebra significaba destejer toda la trama. ¡El gordo doctor tenía razón, maldito sea! Peel estaba atrapado.

Una mirada a la triunfante expresión de Sidra fue suficiente para él. Decidió que tendría que cortar su derrota con rapidez. Se levantó de la silla, sonriendo con admitida derrota. Peel, el galante perdedor. Abruptamente se arrojó entre ellos como una tromba, cruzó los brazos ante su rostro, las manos sobre los oídos, y se zambulló a través de los paneles de cristal de la ventana.

Fragmentos de cristal y gritos tras él. Peel flexionó sus piernas mientras caía sobre la blanda tierra del jardín, y aterrizó con una fuerte sacudida. La soportó bien, y pronto estuvo sobre sus pies y corriendo hacia la parte trasera del castillo donde estaban los coches aparcados. Cinco segundos más tarde saltaba dentro del dos plazas de Sidra. Diez segundos más tarde salía a toda velocidad a través de los abiertos portales de hierro en dirección al camino que se encontraba más allá.

Aún en medio de esa crisis, Peel pensaba con rapidez y precisión. Dejó el edificio demasiado rápidamente para que nadie notara qué dirección tomaría. Mantuvo el coche andando hacia la ruta a Londres. Un hombre podía perderse en Londres. Pero él no era un hombre asustado. Mientras sus ojos seguían la ruta, su mente analizaba metódicamente los hechos, y sin acobardarse llegó a una dura decisión. Sabía que nunca podría probar su inocencia. ¿Cómo podría? Era tan culpable de homicidio como todos los demás. Ellos se habían puesto de acuerdo en su contra y ahora sería perseguido como el único asesino de Lady Sutton.

En medio de una guerra sería imposible salir del país. Sería igualmente imposible ocultarse demasiado tiempo. Sólo restaba entonces ser un fuera de la ley, ocultarse miserablemente por unos pocos meses hasta ser cogido y conducido ante un tribunal. Sería una sensación. Peel no tenía la intención de dar a su esposa la satisfacción de contemplarlo mientras lo arrastraban desde los titulares del proceso hasta la soga del verdugo.

Aún frío, aún en posesión de sí mismo, Peel planeaba mientras conducía. Lo más audaz sería ir directamente a su casa. Nunca pensarían en buscarlo allí… al menos por un tiempo; suficiente tiempo, por cierto, para hacer lo que tenía que hacerse.

—Vendetta —dijo—. Ojo por ojo.

Penetró en Londres  en  dirección  a  Chelsea  Square,  un  hombre  salvaje,  barbado, mucho más parecido ahora a Teach, el bucanero.

Se aproximó al parque desde atrás, buscando la presencia de policías. Sin embargo no había nadie y la casa parecía calma y poco sospechosa. Pero, mientras conducía el coche en el parque y contemplaba la fachada frontal de la casa, se vio amargamente sorprendido al ver que un ala entera había sido demolida por un raid de bombardeo. Era evidente que la catástrofe había tenido lugar algunos días previos, pues los, escombros estaban pulcramente apilados y se había levantado una cerda del lado destrozado del edificio.

Así es mucho mejor, pensó Peel. No tenía dudas de que la casa estaba vacía; ni siquiera con servidumbre. Aparcó el coche, saltó fuera y caminó velozmente hasta la puerta delantera. Ahora que había tomado una decisión era rápido y decidido.

No había nadie dentro. Peel fue a la biblioteca, cogió un lápiz, tinta y papel y se sentó en el escritorio. Cuidadosamente, con la perspicacia del abogado, escribió un nuevo testamento impidiendo a su esposa cualquier impugnación legal. Estaba fríamente seguro de que un hológrafo estaría presente en la corte. Fue a la puerta frontal, llamó a una pareja de obreros que pasaban y los hizo firmar como testigos del testamento. Les pagó con agradecimiento y los condujo afuera. Cerró y candó la puerta frontal.

Hizo una pausa tétrica y tomó aliento. Eso era todo con Sidra. Era el viejo instinto posesivo, lo sabía, que lo había llevado en esa dirección. Quería mantener su fortuna, aún después de la muerte. Quería mantener su honor y dignidad, a pesar de la muerte. Estaba seguro de lo primero; tendría que ejecutar lo segundo con rapidez. Ejecutar. Esa era la, palabra precisa.

Peel pensó un momento aún… había tantas posibles vías de extinción… luego inclinó la cabeza y marchó hacia la cocina. De un armario empotrado cogió un montón de sábanas y toallas y tapó las ventanas y puertas con ellas. Tal como había pensado, cogió un gran pedazo de cartón y con betún para los zapatos escribió sobre él: ¡PELIGRO! ¡GAS! Luego lo colocó fuera de la puerta de la cocina.

Cuando la habitación estuvo bien sellada, Peel fue hacia la cocina, abrió la puerta del horno e hizo girar la llave del gas. Este siseó al salir, fétido y casi frío. Peel se arrodilló e introdujo la cabeza en el horno, respirando con profundidad, siempre respirando. Sabía que no tardaría en perder la conciencia. Sabía que no sería doloroso.

Por primera vez en horas, algo de la tensión lo había abandonado y se relajó casi agradecido, esperando la muerte. A pesar de haber vivido una vida dura y geométricamente estructurada y viajado por rutas pragmáticas, ahora su mente buscaba en el pasado momentos más amables. No recordó nada; se disculpó por la nada; se sintió avergonzado de la nada… y a su pesar recordó los primeros días en que se encontró con Sidra con nostalgia y pena.

¿Qué desdichada juventud, humedecida con líquidos olores, el cortejarte con rosas en alguna placentera oquedad, Sidra…?

Casi sonrió. Eran líneas que había escrito para ella cuando, en los comienzos del romance, la había adorado como diosa de la juventud, la belleza y la bondad. Ella era todo lo que él no era, eso creyó; la perfecta compañera. Esos fueron grandes días; los días  en  que  él  finalizó  en  el  Manchester  College  y  fue  a  Londres  a  construir  una reputación, una fortuna, una vida completa… un muchacho de cabellos ralos con hábitos y mente precisos. Soñadoramente paseó a través de los recuerdos como si estuviera contemplando un film entretenido.

Repentinamente advirtió que había estado arrodillado junto al horno durante veinte minutos. Había algo que funcionaba muy mal. No había olvidado su química y sabía que veinte  minutos  de  gas  hubieran  sido  suficientes  para  hacerle  perder  la  conciencia. Perplejo, se puso de pie, frotándose las doloridas rodillas. No había tiempo para análisis ahora. Los perseguidores podrían estar cogiéndolo del cuello en cualquier momento.

¡Cuello! Ese era el camino obvio. Casi tan indoloro como el gas y mucho más rápido. Peel cerró el horno, cogió de la alacena una fuerte cuerda de tender la ropa y dejó la cocina, quitando a su paso los avisos de peligro. Al salir de la alacena sus ojos alertas escudriñaron la casa en busca del lugar apropiado. Sí, allí, en el pozo de la escalera. Podría arrojar la soga por sobre esa viga y colocarse en la galería sobre las escaleras para la caída. Luego, cuando saltara, tendría tres metros de espacio vacío sobre el rellano. Subió corriendo las escaleras hasta la galería, trepó sobre la baranda y arrojó la soga por encima de la viga. Cogió el cabo libre luego que éste se hubiera enroscado en la viga y tiró hacia sí. Hizo un nudo formando un lazo e hizo correr toda la soga a través de éste, hasta que quedó bien ajustada. Después de haber pegado un par de tirones para asegurarse de que se sostendría sujeta a la viga, colgó todo su peso sobre la soga y se balanceó hacia afuera de la galería. Sostenía su peso admirablemente; no había posibilidad de que se rompiera.

Cuando se hubo subido sobre la baranda, hizo un lazo de verdugo y lo deslizó sobre su cabeza, ajustando el nudo bajo su oreja derecha. Había suficiente cordel para darle una caída de unos dos metros. El pesaba unos setenta kilos. Era suficiente como para quebrarle el cuello en forma limpia e indolora en el extremo de la cuerda. Peel se mantuvo en equilibrio, tomó una última y profunda inspiración y brincó sin detenerse a rezar.

Su último pensamiento mientras caía fue una computación super rápida de cuánto tiempo le quedaba de vida. Tres metros por segundo al cuadrado dividido por seis le daba casi un quinto de un… Hubo un sacudón desgarrador que conmocionó todo su cuerpo, un crack que sonó amplio y profundo en sus oídos, y un agonizante dolor en cada nervio. Se contorsionó espasmódicamente.

Advirtió que estaba vivo. Colgaba del cuello con horror, comprendiendo que no estaba muerto y no sabiendo porqué. El horror hormigueaba sobre su piel como una invasión de hormigas y por un largo tiempo se estremeció, mientras la depresión invadía su mente, nublándola, quebrando su férreo control.

Por último buscó en su bolsillo y extrajo su cortaplumas. Lo abrió con dificultad, pues tenía el cuerpo paralizado e ingobernable. Tajeó hasta que logró cortar la cuerda sobre su cabeza y cayó sobre el descanso de la escalera. Mientras estaba aún encogido se tocó el cuello. Estaba quebrado. Pudo sentir el borde afilado de las vértebras rotas. Su cabeza estaba rígida y en un ángulo que le hacía ver todo patas arriba.

Peel subió arrastrándose por las escaleras, comprendiendo vagamente que algo demasiado  horrible  de  comprender  lo  había  sobrepasado.  No  tenía  sentido  una apreciación fría del asunto; no había información adicional que recibir, ni lógica que aplicar. Alcanzó la planta  superior  y  atravesó  tambaleante  el  dormitorio  de  Sidra  en dirección al baño, que ambos compartían algunas veces. Hurgó en la vitrina de medicamentos hasta que aferró una de sus navajas; seis pulgadas de fino acero cóncavo y afilado. Con un golpe tembloroso, hizo deslizar el filo a través de su garganta.

En forma instantánea se sintió inundado de gusto a sangre y su tráquea quedó obturada. Se dobló en agonía, tosiendo reflexivamente, y de su garganta brotó una espuma roja. Aún encorvado y resollante, con la respiración siseando horriblemente a través del tajo de la garganta, Peel golpeó con pesadez sobre el suelo enlosado y se sacudió en espasmos, mientras con cada latido del corazón la sangre salía a borbotones y lo empapaba. Y a pesar de todo, mientras yacía allí, tres veces muerto, no perdió la conciencia. La vida se aferraba a él con la misma posesividad con que él se había aferrado a la vida.

Por último se incorporó vacilante, no atreviéndose a mirar en el espejo el daño que se había  infligido.  La  sangre  —la  que  quedaba  dentro  de  él—  había  comenzado  a coagularse. Apenas podía hacer algunas respiraciones de tanto en tanto. Resollante, casi totalmente encorvado, Peel serpenteó hasta el dormitorio y buscó en el tocador de Sidra hasta que encontró el revólver de ella. Lo cogió con la poca fuerza que le quedaba, afirmando el orificio del cañón contra su pecho y se disparó tres veces en el corazón. Los impactos lo arrojaron contra la pared con un espantoso cráter desgarrado en el pecho y un corazón que ya no latía; y aún estaba vivo.

Es el cuerpo, pensó fragmentariamente. La vida depende del cuerpo. Mientras exista un cuerpo…. la simple concha… suficiente para contener la chispa… entonces la vida permanece. Me posee, esta vida. Pero tiene que haber una respuesta… soy todavía lo suficientemente ingeniero como para hallar una solución…

Absoluta desintegración. Fragmentar su cuerpo en partículas… miles, millones de pizcas… y allí ya no habría dónde contener esta vida persistente. Explosivos. Sí. Ninguno en la casa. Nada en esta casa, salvo el ingenio de un ingeniero. Sí. ¿Cómo, entonces, con qué? Estaba ya completamente loco, y la idea ingeniosa que se le ocurrió era también loca.

Se arrastró hasta su estudio y extrajo un mazo de naipes lavables de un armario. Por largos minutos los cortó en piezas diminutas con su cortapapeles de escritorio, hasta que tuvo un tazón lleno. Removió un morillo de la chimenea y lo arrancó penosamente. El fuste estaba hueco. Llenó el cañón de bronce con los pedazos de los naipes, apisonando con fuerza los jirones de nitrocelulosa. Luego que el caño estuvo sólidamente lleno, puso dentro las cabezas de tres cerillas y obstruyó el extremo abierto con la correa metálica que lo sujetaba a la chimenea.

Había una lámpara de alcohol sobre su escritorio, la utilizaba para mantener calientes los cacharros de café. Encendió la lámpara y colocó el caño del morillo directamente sobre la llama. Acercó arrastrando una silla del escritorio y se encorvó ante la bomba en calentamiento. La nitrocelulosa era un poderoso explosivo cuando se lo detona bajo presión. Era sólo una cuestión de tiempo, lo sabía, antes de que el bronce estallara con una violenta explosión y esparciera sus pedazos por la habitación; esparcirlo en la bendita muerte. Peel lloriqueaba de tormento e impaciencia. La espuma roja de su garganta brotaba de nuevo, mientras la sangre que empapaba sus ropas se secaba y endurecía.

La bomba se calentaba demasiado lentamente. Los minutos pasaban demasiado lentamente. La agonía aumentaba demasiado lentamente.

Peel temblaba y gemía, y cuando estiró una mano para acercar la bomba un poco más a la llama, sus dedos no pudieron sentir el calor. Podía ver cómo la carne se abrasaba, pero no sentía nada. Todo el dolor estaba dentro de él… nada fuera.

El dolor producía ruidos en su cabeza, pero por encima del retumbar pudo oír el sordo rumor de lejanos pasos en la planta inferior. Los pasos se acercaban, lentos, casi como la inexorable pisada del destino. La desesperación hizo presa de él al pensar en la policía y el triunfo de Sidra. Trató de persuadir al alcohol de la lámpara para que llameara con más vigor.

Los pasos atravesaron la sala principal y comenzaron a ascender la escalera. El deliberado golpe de los tacos sonaba cada vez más fuerte y cercano. Peel se encorvó más aún y en los huecos más opacos de su mente comenzó a rezar y a pedir que la Misma Muerte viniera por él. Los pasos alcanzaron la parte superior de las escaleras y avanzaban hacia su estudio. Hubo un débil susurro cuando la puerta se abrió de un empujón. Inmerso en la fiebre de la locura, Peel rehusó darse vuelta.

Una voz desagradable habló:

—Bien, Bob, ¿qué es todo esto? No pudo volverse o responder.

—¡Bob!—dijo la voz roncamente— ¡no seas tonto!

Vagamente comprendió que ya había oído esa voz en algún lado antes.

Los medidos pasos sonaron otra vez y entonces la figura estuvo de pie a su lado. Con ojos vacíos de sangre echó un vistazo a un costado. Era Lady Sutton. Aún usaba su túnica con lentejuelas.

—¡No lo creo! —Los pequeños ojos de ella parpadearon en sus cuencas.— ¡Qué has hecho, te has destrozado!

—Ogge… un… aminoo.  —Las  palabras  distorsionadas  se  quebraban  y  zumbaban cuando la mitad de su aliento se escapaba a través del tajo de su garganta.— Noo… seé… ata-padoo.

—¿Atrapado? —Lady Sutton se echó a reír.— Eso sí que es bueno, vaya si lo es.

—Tú… loo… fuiste —musitó Peel.

—¿Qué haces allí? —quiso saber Lady Sutton casualmente—. Oh, ya lo veo. Una bomba. ¿Vas a volar en pedacitos, eh, Bob?

Sus labios formaron una respuesta insonora.

—Ya —dijo Lady Sutton—, terminemos con toda esta tontería. —Intentó alejar de una patada la bomba del fuego. Peel hizo un esfuerzo y le atrapó un brazo con manos como pinzas. Ella era sólida, para ser un fantasma. Sin embargo, logró apartarla.

—Deja… que… sea —musitó.

Sus palabras parecían no tener sentido para él. La golpeó cuando intentó evitarlo e ir hacia la bomba. Ella era demasiado sólida y fuerte para él. Cayó hacia la lámpara de alcohol con sus brazos extendidos en busca de salvación.

—¡Bob! ¡Maldito idiota! —gritó Lady Sutton.

Hubo una explosión enceguecedora. Hizo impacto en el rostro de Peel con un destello de luz blanca y un estallido como de trueno. Todo el estudio se sacudió, y una porción de la pared se desplomó. Una pesada lluvia de libros cayó desde los conmocionados estantes. El humo y el polvo llenaban el espacio con una densa nube.

Cuando ésta se aclaró, Lady Sutton aún se encontraba de pie junto al lugar donde había estado el escritorio. Por primera vez en muchos años… en muchas eternidades, quizá, su rostro ostentaba una expresión de tristeza. Por un largo tiempo permaneció en silencio.  Por  último  se  encogió  de  hombros  y  comenzó  a  hablar  con  la  misma  voz tranquila con que había hablado a los cinco en el refugio.

—¿No te das cuenta, Bob, que no puedes matarte? La muerte mata sólo una vez, y tú ya estabas muerto. Todos ustedes han estado muertos desde hace días. ¿Cómo ninguno de ustedes lo advirtió? Quizá si el ego de Braugh hablara… quizá… pero todos vosotros estabais muertos antes de llegar al refugio el jueves por la noche. Debiste haberlo comprendido cuando llegaste a tu casa bombardeada, Bob. Fue el duro raid del último jueves.

Elevó las manos y comenzó a despegar la toga que la cubría. En medio del mortal silencio las lentejuelas susurraron y tintinearon. Relucieron cuando la túnica cayó del cuerpo revelando… nada. Espacio vacío.

—He gozado de este pequeño asesinato —dijo ella —. Me divirtió contemplar cómo los muertos intentaban asesinar. Es por eso que te he dejado seguir con el asunto.

Se quitó los zapatos y las medias. Ahora no había más que los brazos y hombros y la gruesa cabeza de Lady Sutton. El rostro aún exhibía una ligera expresión de pena.

—Pero fue ridículo tratar de asesinarme, siendo quien era.

Por supuesto, ninguno de vosotros lo sabía. La obra fue deliciosa, Bob, porque yo soy Astaroth.

Con un súbito movimiento, la cabeza y los brazos saltaron en el aire y cayeron junto al vestido hecho a un lado. La voz continuó surgiendo del espacio humeante, descarnado, pero cuando la nube polvorienta remolineó, reveló una figura de vacuidad, un simple contorno, una burbuja, y aún era una terrible forma a contemplar.

—Sí —continuó la voz—, soy Astaroth, tan viejo como las edades; tan viejo y aburrido como la misma eternidad. Es por eso que he jugado mi pequeña broma con vosotros. He hecho cambiar la suerte y me he reído un poco. Vosotros suplicabais por un poco de novedad y entretenimiento después de una eternidad infiernos dispuestos para los condenados, porque no hay infierno como el infierno del aburrimiento.

La tranquila voz se detuvo, y miles de fragmentos esparcidos de Robert Peel oyeron y comprendieron. Miles de partículas, cada una de ellas conteniendo una atormentada pizca de vida, escucharon la voz de Astaroth y comprendieron.

—De la vida no sé nada —dijo Astaroth gentilmente —, pero de la muerte sí que sé… de la muerte y la justicia. Sé que cada criatura viviente crea su propio y eterno infierno.

¿Qué eres ahora, qué te has hecho a ti mismo?; si alguno de vosotros puede discutir esto, si alguno de vosotros puede oponer reparos a la Justicia de Astaroth… ¡Que hable ahora!

La voz se extendió y provocó ecos en los más remotos rincones, pero no hubo respuesta.

Miles de torturadas partículas de Robert Peel la oyeron y no respondieron.

Theone Dubedat la oyó y no respondió, envuelta en el salvaje abrazo de su dios- amante.

Y un podrido y auto-devorante Digby Finchley la escuchó y no respondió.

El cuestionador y dubitativo Christian Braugh —en el limbo— la oyó y no respondió. Ni Sidra Peel ni la imagen-espejo de su pasión respondieron.

Todos los condenados de toda la eternidad en infinitos infiernos hechos por ellos mismos la oyeron y no respondieron.

Pues la justicia de Astaroth es incontestable.

Alfred Bester: Número de desaparición. Cuento

BesterEsta no era la guerra final ni una guerra para acabar con la guerra. La llamaban la Guerra del Sueño Norteamericano. El general Carpenter golpeó esa nota y la hizo sonar constantemente.

Había generales combativos (vitales para un ejército), generaba políticos (vitales para una  administración)  y  generales  de  relaciones  públicas  (vitales  para  una  guerra).  El general Carpenter era un maestro de las relaciones públicas. Franco y decidido, sus ideales eran tan elevados y comprensibles como las máximas sobre el dinero. Para la mente de Norteamérica él era el ejército, la administración, el escudo, la espada y el robusta brazo derecho de la nación. Su ideal era el Sueño Norte americano.

—No combatimos por dinero, por poder, o por la dominación del mundo —anunció el general Carpenter en la cena de la Asociación de Prensa.

—Sólo combatimos por el Sueño Norteamericano —dijo en el 15: 2° Congreso.

—Nuestra ayuda no es la agresión o la reducción de las naciones a la esclavitud —dijo en la Cena Anual de Oficiales en West Point.

—Combatimos por el Sentido de la Civilización — dijo en el Club de Pioneros de San Francisco.

—Luchamos por el Ideal de la Civilización; por la Cultura, por la Poesía, por las Únicas Cosas que Merecen Preservarse —dijo en el Festival del Grano de Trigo de Chicago.

—Esta es una guerra de supervivencia —dijo—. No estamos combatiendo por nosotros mismos, sino por nuestros Sueños; por las Mejores Cosas en la Vida que no deben desaparecer de la faz de la tierra.

Norteamérica  combatió.  El  general  Carpenter  pidió  cien  millones  de  hombres.  El ejército recibió cien millones de hombres. El general Carpenter pidió diez mil bombas U. Se obtuvieron y arrojaron diez mil bombas U. El enemigo también arrojó diez mil bomba U y destruyó la mayoría de las ciudades norteamericanas.

—Debemos  atrincherarnos  contra  las  hordas  de  la  barbarie  —dijo  el  general Carpenter—. Dadme mil ingenieros.

De inmediato hubo mil ingenieros y cien ciudades fueron atrincheradas y excavadas bajo los escombros.

—Dadme   quinientos   expertos   en   sanidad,   ochocientos   directores   de   tránsito, doscientos expertos en aire acondicionado, cien administradores municipales, mil jefes de comunicaciones, setecientos expertos en personal…

La lista de los pedidos del general Carpenter era inacabable. Norteamérica no sabía cómo suministrarla.

—Debemos convertirnos en una nación de expertos —informó el general Carpenter a la Asociación Nacional de Universidades Norteamericanas—. Cada hombre y cada mujer debe ser una herramienta específica para un trabajo específico, templada y afilada por vuestro entrenamiento y educación para vencer en la lucha por el Sueño Norteamericano.

—Nuestro Sueño —dijo el general Carpenter en el Desayuno para la Campaña de Bonos de Wall Street— es el mismo de los apacibles griegos de Atenas, de los nobles romanos de… ejem… Roma. Es un sueño por las Mejores Cosas de la Vida. De la Música y el Arte y la Poesía y la Cultura. El dinero es sólo un arma para utilizar en la lucha por este sueño. La ambición es sólo una escala para ascender a este sueño. La capacidad es sólo una herramienta para moldear este sueño.

Wall  Street  aplaudió.  El  general  Carpenter  pidió  ciento  cincuenta  mil  millones  de dólares, mil quinientos hombres dedicados con salarios de un dólar  al  año,  tres  mil expertos en mineralogía, petrología, producción masiva, guerra química y estudio del clima en el tránsito aéreo. Fueron suministrados. El país marchaba a toda máquina. Al general Carpenter le bastaba con apretar un botón para que le suministraran un experto.

En marzo de 2112 la guerra alcanzó un punto culminante y el Sueño Norteamericano se resolvió, pero no en ninguno de los siete frentes donde los hombres estaban trenzados en penosos combates, ni en ninguno de los altos mandos de ninguna de las naciones beligerantes, ni en ninguno de los centros de producción que vomitaban armas y pertrechos, sino en el Pabellón T del Hospital Militar de los Estados Unidos, enterrado a noventa metros bajo lo que alguna vez había sido St. Albans, Nueva York.

El Pabellón T era una especie de misterio en St. Albans. Como todos los hospitales militares, St. Albans estaba organizado con pabellones específicos destinados a lesiones específicas. Los amputados del brazo derecho eran alojados en un pabellón; los del brazo izquierdo en otro. Quemaduras radioactivas, lesiones craneanas, evisceraciones, envenenamiento  por  rayos  gamma  secundarios,  y  todo  lo  demás  tenían  un  lugar específico asignado en la organización del hospital. El Cuerpo Médico del Ejército había determinado diecinueve clases de lesiones de combate que incluían cada posible tipo de daños del cerebro y los tejidos. Usaban las letras desde la A a la S. Entonces, ¿qué había en el Pabellón T?

Nadie lo sabía. Las puertas tenían doble cerradura. No se permitían los visitantes. No podía salir ningún paciente. Se veían médicos que entraban y salían. Sus expresiones perplejas estimulaban las especulaciones más infundadas, pero no revelaban nada. Las enfermeras que atendían el Pabellón T eran interrogadas con avidez, pero mantenían la boca cerrada.

Había información con cuentagotas, insatisfactorias y contradictorias. Una criada aseguraba que había ido a limpiar el pabellón y que allí no había nadie. Absolutamente nadie. Tan sólo una docena de camas y nada más. ¿Alguien había dormido en las camas? Sí. Algunas de ellas estaban deshechas. ¿Había signos de que el pabellón estaba en uso? Oh sí. Había efectos personales sobre las mesas y cosas de ese tipo. Pero polvorientos, o eso parecían. Como si no hubieran sido usados desde hacía mucho tiempo.

La opinión pública decidió que era un pabellón fantasma. Sólo para espectros.

Pero un ordenanza nocturno declaró que había pasado frente al pabellón cerrado y había oído cantos dentro. ¿Qué clase de cantos? Algo en otro idioma. ¿Qué idioma? El ordenanza no pudo decirlo. Algunas palabras sonaban como… bien, como: Vayamos de excursión, tralalí… traíala.

La opinión pública comenzó a hervir y decidió que era un pabellón para extranjeros. Sólo para espías.

St. Alban solicitó el auxilio de personal de cocina y revisó las bandejas de alimentos. Veinticuatro bandejas iban al Pabellón T tres veces por día. Salían veinticuatro. Algunas retornaban vacías, la mayoría de las veces intocadas.

La opinión pública comenzó a levantar presión y decidió que el pabellón era un fraude organizado: un club informal para soldados holgazanes y aprovechados que se corrían juergas dentro. Vayamos de excursión, tralalí… traíala.

Un hospital puede controlar con facilidad los chismorreos de un grupo de costura de un pueblo pequeño, pero los enfermeros son más fácilmente excitables por las trivialidades. Bastaron sólo tres meses para que las especulaciones ociosas se convirtieran en furia desatada. En enero de 2112, St. Alban era un conocido y bien administrado hospital. En marzo de 2112 St. Albans era un fermento, y la inquietud psicológica alcanzó los informes oficiales. El porcentaje de recuperaciones «decayó. Los empeoramientos aumentaron. Crecieron las acusaciones triviales. Estallaron motines. Hubo cambios de personal. Nada dio resultado. El Pabellón T incitaba a los pacientes a la rebelión. Hubo otros cambios, y otros, y la inquietud aún hervía.

Por fin las noticias llegaron a la mesa de despacho del general Carpenter a través de canales oficiales.

—En nuestro combate por el Sueño Norteamericano —dijo— no debemos olvidar a quienes ya han dado todo de sí mismos. Enviadme a un experto en Administración de Hospitales.

Le suministraron el experto. No podía hacer nada para sanar St. Albans. El general Carpenter leyó los informes y lo despidió.

—La piedad —dijo el general Carpenter— es el primer ingrediente de la civilización. Enviadme un cirujano general.

Fue suministrado un cirujano general. No pudo aplacar la furia de St. Albans, y el general Carpenter lo aplacó a él. Pero a esta altura el Pabellón T ya era mencionado en los despachos.

—Enviadme —dijo el general Carpenter— el experto a cargo del Pabellón T.

St. Albans envió un doctor, el capitán Edsel Dimmock. Era un joven corpulento, ya calvo, egresado hacía apenas tres años de la escuela de medicina, pero con un buen expediente como experto en psicoterapia. Al general Carpenter le gustaban los expertos. Le gustaba Dimmock. Dimmock adoraba al general como exponente de una cultura que hasta ahora su entrenamiento tan especializado le había impedido buscar, pero que esperaba poder disfrutar una vez que ganaran la guerra.

—Preste atención, Dimmock —comenzó el general Carpenter—. Todos somos hoy día herramientas. Usted debe conocer nuestro lema: un trabajo para cada cual y cada cual para su trabajo. En el pabellón T hay alguien que no trabaja y tenemos que echarlo a patadas. Ante todo, ¿qué demonios es el Pabellón T?

Dimmock tartamudeó y vaciló. En primer lugar explicó que era un pabellón especial destinado a casos de combate especiales. Casos de shock.

—¿Entonces tenéis pacientes en el pabellón?

—Sí, señor. Diez mujeres y catorce hombres.

Carpenter blandió un fajo de informes.

—Aquí dice que los pacientes de St. Albans declaran que no hay nadie en el Pabellón T.

Dimmock acusó el golpe. No era verdad, aseguró al general.

—De  acuerdo,  Dimmock.  Así  que  usted  tiene  veinticuatro  inválidos  allí  dentro.  La

obligación de ellos es reponerse. La suya de curarlos. ¿Por qué demonios hay tanto revuelo en el hospital?

—B… bien, señor. Quizá porque los mantenemos bajo llave.

—¿Mantienen el Pabellón T bajo llave?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Para mantener los pacientes dentro, general Carpenter.

—¿Mantenerlos dentro? ¿Qué quiere decir? ¿Están tratando de escapar? ¿Son violentos, o algo por el estilo?

—No, señor. No son violentos.

—Dimmock, no me gusta su actitud. Se está mostrando endemoniadamente cauto y evasivo. Y le diré algo más que no me gusta. Esa clasificación T. La he verificado con un experto  en  archivos  de  los  Cuerpos  Médicos  y  no  existe  tal  clasificación  T.  ¿Qué demonios estáis haciendo en St. Albans?

—B… bien, señor… nosotros inventamos la clasificación T. No sabíamos qué hacer con ellos o cómo tratarlos. He…mos tratado de mantenerlo en secreto mientras trabajábamos en un modus operandi, pero es algo nuevo, general Carpenter. ¡Algo nuevo!

—Aquí el experto Dimmock triunfó sobre la disciplina.— Es sensacional. ¡Pasará a la historia de la medicina, por Dios! Es la cosa más diabólicamente grande de todos los tiempos!

—¿De qué se trata, Dimmock? Sea específico.

—Bien, señor, son casos de shock. Anulados. Casi catatónicos. Muy poca respiración. Pulso bajo. Sin reacción.

—He visto miles de casos de shock como ésos — gruñó Carpenter—. ¿Eso es lo inusual?

—Sí, señor, y esto suena como algo común a los patrones Q o R de las clasificaciones. Pero aquí hay algo inusual. No comen ni duermen.

—¿Nunca?

—Algunos de ellos nunca.

—Pero entonces, ¿por qué no mueren?

—No lo sabemos. Se ha roto el ciclo metabólico, pero sólo en el aspecto anabólico. El catabolismo continúa. En otras palabras, señor, eliminan productos de desecho, pero no ingieren nada. Eliminan toxinas de fatiga y reconstruyen el tejido gastado, pero sin comer ni dormir. Dios sabe cómo. Es fantástico.

—¿Es por eso que los tenéis bajo llave? Es decir… ¿se sospecha que roben comida y se echen una siesta en algún lado?

—N…no, señor. —La cara de Dimmock parecía avergonzada.— No sé cómo decirle esto, general Carpenter… Los hemos encerrado por el verdadero misterio… Ellos… bien, ellos desaparecen.

—¿Ellos qué?

—Desaparecen, señor. Se desvanecen. Ante nuestros ojos.

—¿Qué infiernos está diciendo?

—Lo hacen, señor. Están sentados en una cama o caminando por allí. En un momento se los ve, en el otro no. A veces hay dos docenas en el Pabellón T. Otras veces ninguno. Desaparecen y aparecen sin ton ni son. Es por eso que mantenemos el pabellón cerrado, general Carpenter. En toda la historia de la guerra y de las lesiones de guerra jamás hubo un caso como éste antes. No sabemos qué hacer.

—Traedme tres de esos casos —dijo el general Carpenter.

Nathan Riley comió torrejas, huevos a la benedictina; consumió dos pintas de cerveza negra, fumó un John Drew, eructó delicadamente y se levantó de la mesa de desayuno. Hizo una inclinación de cabeza en dirección a Gentleman Jim Corbett, quien detuvo su conversación con Diamond Jim Brady para interceptarlo en su camino hacia el escritorio del cobrador.

—¿Quién te gusta para el título este año, Nat? —indagó Gentleman Jim.

—Los Dodgers —respondió Nathan Riley.

—No tienen lanzadores.

—Tienen a Snider y Furillo y Campanella. Ganarán el título este año, Jim. Apuesto que lo ganarán antes que ningún otro equipo en años anteriores. El 13 de setiembre. Toma nota. Verás como tengo razón.

—Siempre tienes razón, Nat —dijo Corbett.

Riley sonrió, pagó la cuenta, deambuló por la calle y cogió un tranvía de caballos en dirección al Madison Square Carden. Se apeó en la esquina de la Cincuenta y la Octava Avenida y subió las escaleras hasta una oficina de apuestas que se encontraba sobre un negocio de reparación de radios. El corredor de apuestas lo miró de soslayo, sacó un envoltorio y contó 15.000 dólares.

—Rocky Marciano por K.O. técnico sobre Roland La Starza en el undécimo —dijo—.

¿Cómo demonios lo sabías con tanta precisión, Nat?

—Así me gano la vida —sonrió Riley—. ¿Tomas apuestas sobre las elecciones?

—Eisenhover doce a cinco. Stevenson…

—Adlai no interesa. —Riley colocó 20.000 dólares sobre el contador.— Respaldo a Ike. Anótame con esto.

Dejó la oficina y se dirigió, a su suite en el Waldorf, donde un joven alto, muy delgado, lo esperaba con impaciencia.

—Oh sí —dijo Nathan Riley—. ¿Usted es Ford, no es así? ¿Harold Ford?

—Henry Ford, señor Riley.

—¿Y necesita financiación para esa máquina que tiene en su taller de bicicletas?

¿Cómo se llama?

—Yo lo llamo Ipsímovil, señor Riley.

—Hmmm. No puedo decir que el nombre me guste. ¿Por qué no lo llama automóvil?

—Es una sugerencia maravillosa, señor Riley. Por cierto que la tendré en cuenta.

—Me gusta usted, Henry. Es joven, impulsivo, adaptable. Creo en su futuro y creo en su automóvil. Invertiré doscientos mil dólares en su compañía.

Riley extendió un cheque y acompañó fuera a Henry Ford. Echó un vistazo a su reloj y de pronto se sintió impelido  a volver y ver qué sucedía. Entró en su dormitorio, se desvistió, se puso una camisa gris y pantalones grises. Sobre el bolsillo de su camisa había grandes letras azules: H.M.E.U.

Cerró con llave la puerta del dormitorio y desapareció.

Reapareció en el Pabellón T del Hospital Militar de los Estados Unidos en St. Albans, de pie junto a su cama, que era una de las veinticuatro alineadas contra la pared de un largo barracón de acero ligero. Antes de que pudiera siquiera respirar, fue atrapado por tres pares de manos. Antes de que pudiera resistirse, le clavaron una jeringa neumática y fue derribado por 11/2 cm3 de tioformato de sodio.

—Tenemos a uno —dijo alguien.

—Vigila —respondió alguien más—. El general Carpenter dijo que quería a tres.

Después de que Marco Junio Bruto dejó su lecho, Lela Machan batió palmas. Sus esclavas entraron en la cámara y le prepararon el baño. Se bañó, se vistió, se perfumó y desayunó higos de Esmirna, naranjas rosadas y una copa de Lacryma Christi. Luego fumó un cigarrillo y ordenó una litera.

Como de costumbre, en los portales de su casa hormigueaban las gloriosas hordas de la Vigésima Legión. Dos centuriones arrebataron a sus portadores las varas de la litera y la cargaron sobre sus hombros musculosos. Lela Machan sonrió. Un joven con una capa azul zafiro se abrió paso entre la multitud y corrió hacia ella. Una daga centelleó en su mano. Lela se preparó para afrontar la muerte con valentía.

—¡Señora! —exclamó él—. ¡Señora Lela!

Se tajeó el brazo izquierdo con la daga y dejó que la sangre carmesí manchara la túnica de Lela.

—¡Esta sangre mía es lo menos que puedo ofreceros! —gritó. Lela le tocó la frente con suavidad.

—Tontucio —murmuró—. ¿Por qué?

—Por amor a ti, mi señora.

—Seréis admitido esta noche, a las nueve —susurró Lela. El permaneció contemplándola hasta que ella se rió—. Os lo prometo. ¿Cuál es tu nombre, tontucio?

—Ben Hur.

—Esta noche a las nueve, Ben Hur.

La litera se puso en movimiento. Frente al forum, Julio César entablaba una acalorada discusión con Savonarola. Cuando vio la litera hizo una brusca señal a los centuriones, que se detuvieron al unísono. César descorrió los cortinados y contempló a Lela, quien lo observaba lánguidamente.

—¿Por qué? —preguntó roncamente—. He rogado, suplicado, sobornado, llorado, y todo sin ningún resultado. ¿Por qué, Lela? ¿Por qué?

—¿Recuerdas a Boadicea? —murmuró Lela.

—¿Boadicea? ¿La reina de los britanos? Por todos los dioses, Lela, ¿qué puede ella significar para nuestro amor. Yo no amé a Boadicea. Tan sólo la derroté en combate.

—Y la mataste, César.

—Ella se envenenó, Lela.

—¡Ella era mi madre, César! —De repente Lela apuntó con un dedo al César.— Asesino. Tendrás tu merecido. ¡Cúidate de los Idus de Marzo, César!

César retrocedió horrorizado. La muchedumbre de admiradores que se habían apiñado alrededor de Lela soltó un grito de aprobación. En medio de una lluvia de pétalos de rosas y violetas, ella continuó su camino a través del Foro hasta el Templo de las Vírgenes Vestales, donde abandonó a sus seguidores deslumbrados y penetró en el templo sagrado.

Hizo una genuflexión ante el altar, entonó una plegaria, arrojó una pizca de incienso en la llama votiva y se quitó la túnica. Examinó el reflejo de su hermoso cuerpo en un espejo de plata, luego experimentó una momentánea punzada de añoranza. Se colocó una blusa gris y unos pantalones grises. Sobre el bolsillo de su blusa tenía la inscripción H.M.E.U.

Sonrió ante el altar y desapareció al unísono.

Reapareció en el Pabellón T del Hospital Militar de los Estados Unidos donde fue instantáneamente derribada por 1 1/2 cm3 de tiomorfato de sodio inyectado en forma subcutánea por una jeringa neumática.

—Van dos —dijo alguien.

—Sólo falta uno.

George Hanmer hizo una pausa dramática y miró en derredor… a los escaños de la oposición, al Canciller sobre su cojín, a la maza de plata sobre la almohadilla carmesí ante el asiento del Canciller. Toda la Cámara, hipnotizada por la fiera oratoria de Hanmer, esperaba conteniendo el aliento a que continuara.

—Más no puedo decir —dijo Hanmer por último. Su voz era ahogada por la emoción, el rostro pálido y ceñudo—. Combatiré por esta acta en las cabezas de playa. Combatiré en las ciudades, los pueblos, los campos y las aldeas. Combatiré por esta acta hasta la muerte y, Dios mediante, combatiré por ella después de la muerte. Si esto es un desafío o una plegaria, lo someteré a juicio de las conciencias de los caballeros dignos y honestos; pero de algo estoy seguro y resuelto: Inglaterra debe poseer el Canal de Suez.

Hanmer se sentó. El edificio estalló. En medio de los vítores y aplausos, se escabulló a la sección de pasillos donde Gladstone, Churchill y Pitt lo detuvieron para estrecharle la mano. Lord Palmerston lo miró con frialdad, pero Pam fue echado a un lado por Disraeli, quien subió cojeando, todo entusiasmo, todo admiración.

—Incaremos el diente en Tattersall’s —dijo Dizzy—. Mi coche está esperando.

Lady Beaconsfield estaba en el Rolls Royce frente al edificio del Parlamento. Colocó una prímula en la solapa de Dizzy y palmeó afectuosamente la mejilla de Hanmer.

—Ha pasado mucho tiempo para aquel escolar que acostumbraba intimidar a Dizzy —dijo ella.

Hanmer se echó a reír. Dizzy cantó Gaudeamus igitur… y Hanmer entonó la antigua canción  escolástica  hasta  que  llegaron  a  Tattersall’s.  Allí  Dizzy  ordenó  Guinness  y costillas a la parrilla, mientras Hanmer subía las escaleras del club para cambiarse.

Sin ningún motivo en especial tuvo el impulso de volver para echar una última ojeada. Quizás odiaba romper con su pasado por completo. Se quitó el gabán, el chaleco de nanquín, los pantalones jaspeados, las lustradas botas hessianas y la ropa interior. Se puso una camisa gris y pantalones grises y desapareció.

Reapareció en el Pabellón T del hospital de St. Albans donde fue puesto inconsciente con 1 1/2 cm3 de tiomorfato de sodio.

—Es el tercero —dijo alguien.

—Llevádselos a Carpenter.

De modo que ahora estaban en la oficina del general Carpenter, el soldado raso Nathan Riley, la sargento mayor Lela Machan y el cabo segundo George Hanmer. Vestían la ropa gris del hospital. Estaban atontados por el tiomorfato de sodio.

El despacho estaba vacío y resplandecía de luz. Estaban presentes expertos en Espionaje, Contraespionaje, Seguridad y Central de Inteligencia. Cuando el capitán Edsel Dimmock vio ese grupo de rostros acerados e impasibles esperándolo a él y a los pacientes, se sobresaltó. El general Carpenter sonrió sombríamente.

—No se le habrá ocurrido que nos íbamos a tragar su historia de las desapariciones, ¿eh, Dimmock?

—¿S… señor?

—Yo también soy un experto, Dimmock. Se lo diré sin rodeos. La guerra anda mal. Muy mal. Hubo filtración de inteligencia. El lío de St. Albans podría acusarlo a usted.

—P… pero ellos desaparecen, señor. Yo…

—Mis expertos quieren hablar con usted y sus pacientes sobre ese número de desaparición, Dimmock. Comenzarán con usted.

Los expertos trabajaron sobre Dimmock con ablandadores preconscientes, liberadores del ello y bloqueos del superyo. Probaron todo tipo de drogas de la verdad que aparecía en los libros y todas las formas de presión física y mental. Tres veces llevaron al aullante Dimmock al punto de ruptura, pero no había nada que romper.

—Dejadlo cocer a fuego lento ahora —dijo Carpenter—. Empiecen con los pacientes. Los  expertos  se  mostraron  reacios  a  aplicar  presión  a  dos  hombres  y  una  mujer enfermos.

—Por el amor de Dios, no seáis remilgados —tronó Carpenter—. Estamos librando una guerra por la civilización. Tenemos que proteger nuestros ideales a cualquier precio.

¡Adelante!

Los expertos de Espionaje, Contraespionaje, Seguridad y Central de Inteligencia lo hicieron. Como tres velas, el soldado raso Nathan Riley, la sargento mayor Lela Machan y el cabo segundo George Hanmer se apagaron y desaparecieron. En un momento estaban en sus asientos y rodeados de violencia. Al momento siguiente ya no estaban.

Los expertos se atragantaron. El general Carpenter salió elegantemente del paso. Se dirigió hacia Dimmock.

—Capitán Dimmock, mis disculpas. Coronel Dimmock, ha sido ascendido por realizar un importante descubrimiento… sólo que el infierno sabrá qué significa. Primero debemos investigar por nuestra cuenta.

Carpenter cogió con brusquedad el intercomunicador.

—Traedme un experto en shocks de combate y un alienista.

Los dos expertos entraron y fueron informados brevemente. Examinaron a los testigos. Reflexionaron.

—Todos ustedes están padeciendo un caso de shock moderado —dijo el experto en shocks de combate—. Tensión de guerra.

—¿Quiere decir que no los vimos desaparecer?

El experto en shocks sacudió la cabeza y miró de reojo al alienista, que también sacudió la cabeza.

—Alucinación colectiva —dijo el alienista.

En ese momento el soldado raso Riley, la sargento mayor Machan y el cabo segundo Hanmer reaparecieron. Por un momento fueron una alucinación colectiva; en el siguiente estaban de vuelta en sus asientos rodeados por la confusión.

—Dróguelos de nuevo, Dimmock —gritó Carpenter—. Inyécteles un galón. —Manejó con rudeza el intercomunicador.— Quiero todos los expertos que haya. Reunión de emergencia en mi despacho de inmediato.

Treinta y siete expertos, herramientas templadas y afiladas todos, inspeccionaron a los tres sujetos inconscientes y discutieron entre ellos durante tres horas. Ciertos hechos eran obvios: este debía ser un nuevo y fantástico síndrome producido por los nuevos y fantásticos horrores de la guerra. Al desarrollarse técnicas de combate, la respuesta de las víctimas a estas técnicas también debía haber tomado nuevos rumbos. Para toda acción hay una reacción igual y opuesta. De acuerdo.

Este último síndrome debía comprender algunos aspectos de teleportación… el poder de la mente sobre el espacio. Era evidente que el shock de combate, aunque destruía ciertos poderes conocidos de la mente, debía desarrollar otros poderes latentes, hasta ahora desconocidos. De acuerdo.

Era obvio que los pacientes sólo podían regresar al punto de partida, de lo contrario no volverían siempre al Pabellón T ni habrían vuelto al despacho del general Carpenter. De acuerdo.

Era obvio que los pacientes debían poder procurarse comida y sueño dondequiera iban, pues no lo hacían en el Pabellón T. De acuerdo.

—Un detalle —dijo el coronel Dimmock—. Parecen estar retornando al Pabellón T cada vez con menos frecuencia. Al principio iban y venían casi a diario. Ahora la mayoría de ellos permanece fuera durante semanas y rara vez regresan.

—Eso no importa —dijo Carpenter—. ¿Adonde van?

—¿Se teleportan tras las líneas enemigas? — preguntó alguien—. Están esas filtraciones de inteligencia.

—Quiero que Inteligencia lo verifique —barbotó Carpenter—. ¿Tendrá el enemigo dificultades similares, es decir, prisioneros de guerra que aparecen y desaparecen de los campos de concentración? Podrían ser algunos de los nuestros del Pabellón T.

—Tal vez simplemente vayan a casa —sugirió el coronel Dimmock.

—Quiero una investigación  de  Seguridad  —ordenó  Carpenter—.  Examinen  la  vida hogareña y las relaciones de cada uno de los veinticuatro desaparecidos. Ahora… en cuanto a nuestras operaciones en el Pabellón T, el coronel Dimmock tiene un plan.

—Pondremos seis camas extras en el Pabellón T —explicó Edsel Dimmock—. Enviaremos seis expertos a vivir allí y observar. La información debe ser tomada directamente de los pacientes. Son catatónicos e incapaces de reaccionar cuando están conscientes, e incapaces de responder preguntas cuando son drogados.

—Caballeros —resumió Carpenter—. Esta es la mayor arma potencial en la historia de la guerra. No tengo que deciros lo que significaría para nosotros teleportar todo un ejército tras las líneas enemigas. Podemos ganar la guerra por el Sueño Norteamericano en un día si podemos obtener el secreto oculto en esas mentes aniquiladas. ¡Debemos ganar!

Los expertos trabajaron con ahínco. Seguridad investigó. Inteligencia sondeó. Seis templadas y afiladas herramientas se mudaron al Pabellón T del Hospital de St. Albans y lentamente se familiarizaron con los pacientes que desaparecían para reaparecer cada vez con menos frecuencia. La tensión se incrementó.

Seguridad pudo informar que ni un solo caso de aparición extraña había tenido lugar en Norteamérica en el pasado año. Inteligencia informó que el enemigo no parecía tener dificultades similares con sus propios casos de shock o con prisioneros de guerra.

Carpenter se inquietó.

—Esto es una rama nueva. No tenemos especialistas para manejarla. Tenemos que crear nuevas herramientas. —Golpeó el intercomunicador.— Ponedme con un college.

Lo comunicaron con Yale.

—Quiero algunos expertos en el dominio de la mente sobre la materia. Preparadlos — ordenó. De inmediato Yale creó tres cursos de graduados en Taumaturgia, Percepción Extrasensorial y Telekinesis.

La primera pista se abrió cuando uno de los expertos del Pabellón T requirió la ayuda de otro experto. Necesitaba un Lapidario.

—¿Para qué demonios? —quiso saber Carpenter.

—El hombre escuchó referirse a una piedra preciosa —explicó el coronel Dimmock—. Es especialista especializado y no puede relacionarla con nada dentro de su experiencia.

—No se supone que lo haga —dijo Carpenter con aprobación—. Un trabajo para cada cual y cada cual para su trabajo —Manoteó el intercomunicador.— Traédme un lapidario.

Un experto lapidario recibió permiso para ausentarse del arsenal del ejército y se le pidió que identificara un diamante llamado Jim Brady. No pudo hacerlo.

—Lo intentaremos desde un nuevo ángulo —dijo Carpenter. Oprimió el intercomunicador—. Traédme un especialista en semántica.

El semántico dejó su mesa de despacho en el Departamento de Propaganda de Guerra pero no pudo aportar nada a las palabras «Jim Brady». Tan sólo eran nombres para él. Nada más. Sugirió un genealogista.

Un genealogista obtuvo un día de licencia en su puesto en Comisión de Ancestros No Norteamericanos, pero no pudo aportar nada con Jim Brady, salvo que había sido un nombre muy común en Norteamérica hace unos quinientos años. Sugirió un arqueólogo.

Un arqueólogo fue relevado de su puesto en la División de Cartografía del Comando de Invasión  y  de  inmediato  identificó  el  nombre  Diamond  Jim  Brady.  Era  un  personaje histórico famoso en la antigua y pequeña ciudad de Nueva York en un período intermedio entre el gobernador Peter Stuyvesant y el gobernador Fiorello La Guardia.

—¡Cristo! —se maravilló Carpenter—. Hace mucho de eso. ¿De dónde demonios sacó Nathan Riley eso? Será mejor que se reúna usted con los expertos del Pabellón T y siga esa pista.

El arqueólogo siguió la pista, revisó sus referencias y presentó su informe. Carpenter lo leyó  y  quedó  anonadado.  Llamó  a  su  equipo  de  expertos  para  una  reunión  de emergencia.

—Caballeros —anunció—, en el Pabellón T hay algo mucho más importante que teleportación. Estos pacientes de shock están haciendo algo mucho más increíble… mucho más significativo. Caballeros, están viajando por el tiempo.

El equipo murmuró con incredulidad. Carpenter asintió con énfasis.

—Sí, caballeros. El viaje temporal está aquí. No ha llegado en la forma en que lo esperábamos… como resultado de la investigación especializada de expertos calificados; ha llegado como una peste… una infección… una enfermedad de guerra… un resultado de lesiones de combate en hombres comunes. Antes de continuar, quisiera que examinen estos informes para documentarse.

El equipo leyó las hojas mimeografiadas. El soldado raso Nathan Riley… desapareciendo en la Nueva York de principios del siglo XX; la sargento mayor Lela Machan… visitando la Roma del siglo I; el cabo segundo George Hanmer… viajando a la Inglaterra del siglo XIX. Y todo el resto de los veinticuatro pacientes, huyendo a Venecia y los dux, a Jamaica y los bucaneros, a China y la dinastía Han, a Noruega y Eric el Rojo, a cualquier parte y a cualquier época del mundo para escapar del torbellino y los horrores de la guerra moderna en el siglo XXII.

—No necesito destacar la significación colosal de este descubrimiento —destacó el general Carpenter—. Piensen qué importante sería para la guerra si pudiéramos enviar un ejército una semana o un mes o un año atrás en el tiempo. Podríamos ganar la guerra antes de que comenzara. Podríamos proteger nuestro Sueño —la Poesía y la Belleza de la Cultura de Norteamérica— de la barbarie sin ponerlo nunca en peligro.

El equipo trató de aprehender el problema de ganar batallas antes de que hubieran comenzado.

—La situación se complica por el hecho de que estos hombres y mujeres del Pabellón T son non campos. Puedan o no saber cómo hacen lo que hacen, en todo caso son incapaces de comunicarse con los expertos, que reducirían este milagro a método. De nosotros depende encontrar la clave. Ellos no pueden ayudarnos.

Los templados y afilados especialistas se miraron entre sí desconcertados.

—Necesitaremos expertos —dijo el general Carpenter.

El equipo se tranquilizó. Estaban de nuevo en terreno familiar.

—Necesitaremos   un   mecánico   del   cerebro,   un   cibernetista,   un   psiquiatra,   un anatomista, un arqueólogo y un historiador de primera agua. Entrarán en ese pabellón y no saldrán de él hasta terminado su trabajo. Deben aprender la técnica del viaje temporal.

Los primeros cinco expertos fueron fáciles de conseguir en otros departamentos de guerra. Toda Norteamérica era una caja de herramientas de templados y afilados especialistas. Pero hubo problemas en localizar a un historiador de primera agua hasta que la Penitenciaría Federal cooperó con el ejército y dejó en libertad al doctor Bradley Scrim de su condena de veinte años a trabajos forzados. El doctor Scrim era ácido y hermético. Había tenido la cátedra en Historia Filosófica en una universidad del Oeste hasta que expresó su opinión sobre la guerra del Sueño Norteamericano. Le dieron veinte años de trabajos forzados.

Scrim era aún intransigente, pero el intrigante problema del Pabellón T lo indujo a entrar en juego.

—Pero no soy un experto —barbotó—. Aunque en esta nación de expertos sumergida en la oscuridad soy la última cigarra que canta sobre el hormiguero.

Carpenter manoteó el intercomunicador.

—Traédme un entomólogo.

—No se moleste —dijo Scrim—. Traduciré. Ustedes son una colonia de hormigas…

todos trabajan y se afanan y especializan. ¿Para qué?

—Para preservar el Sueño Norteamericano —respondió Carpenter con enojo—. Luchamos por la Poesía y la Cultura y la Educación y las Mejores Cosas de la Vida.

—Lo cual significa que estáis luchando para preservarme a mí —dijo Scrim—. Es a todo eso a lo que he dedicado mi vida. ¿Y qué hacéis conmigo? Me metéis en la cárcel.

—Usted fue condenado por simpatizar con el enemigo y los infiltrados internos.

—Fui condenado por creer en mi Sueño Norteamericano —dijo Scrim—. Que es un modo de decir que fui a la cárcel por tener ideas propias.

Scrim también fue intransigente en el Pabellón T. Se quedó una noche, disfrutó de tres buenas comidas, leyó los informes, los arrojó al piso y comenzó a vociferar para que lo sacaran de allí.

—Hay un trabajo para cada cual y cada cual debe hacer su trabajo —le dijo el coronel Dimmock—. No saldrá hasta que haya descubierto el secreto del viaje por el tiempo.

—No hay ningún secreto que yo pueda descubrir — dijo Scrim.

—¿Ellos viajan por el tiempo.?

—Sí y no.

—La respuesta debe ser una u otra. No ambas. Usted está evadiendo la…

—Escuche —lo interrumpió Scrim con cansancio—. ¿Cuál es su especialidad?

—Psicoterapia.

—Entonces, ¿cómo diablos puede comprender lo que le digo? Este es un concepto filosófico. Le digo que aquí no hay ningún secreto que el ejército pueda utilizar. No hay ningún secreto que algún grupo pueda utilizar. Es un secreto sólo para individuos.

—No lo comprendo.

—Sabía que no lo haría. Lléveme ante Carpenter.

Llevaron a Scrim al despacho de Carpenter, donde sonrió al general con malignidad;

ante todos se parecía a un demonio pelirrojo e infraalimentado.

—Necesitaré diez minutos —dijo Scrim—. ¿Puede usted extraerlos de su caja de herramientas?

Carpenter asintió.

—Nathan Riley retrocede en el tiempo hasta principios del siglo XX. Allí vuelve realidad su sueño más dorado. Es un gran jugador, amigo de Diamond Jim Brady y otros. Gana dinero apostando sobre los hechos porque siempre conoce lo que sucederá por adelantado. Ganó dinero apostando que Eisenhover ganaría una elección. Ganó dinero apostando que un campeón llamado Marciano derrotaría a otro campeón llamado La Starza. Hizo dinero invirtiendo en la compañía de automóviles propiedad de Henry Ford. Esas son las pistas. ¿Significan algo para usted?

—No sin un analista sociológico —respondió Carpenter. Estiró la mano hacia el intercomunicador.

—No ordene ninguno, le explicaré más tarde. Probemos algunas otras pistas. Lela Machan, por ejemplo. Escapa al Imperio Romano, donde realiza la vida de sus sueños como  femme  fátale.  Todos  los  hombres  la  aman.  Julio  César,  Savonarola,  toda  la Vigésima Legión, un hombre llamado Ben Hur. ¿Advierte la falacia?

—No.

—También fuma cigarrillos.

—¿Y bien? —preguntó Carpenter luego de una pausa.

—Prosigo —dijo Scrim—. George Hanmer escapa a la Inglaterra del siglo XIX, donde es miembro del Parlamento y amigo de Gladstone, Winston Churchill y Disraeli, quien lo lleva a pasear en su Rolls Royce. ¿Sabe lo que es un Rolls Royce?

—No.

—Era una marca de automóviles.

—¿Y?

—¿Todavía no comprende?

Scrim pateó el suelo con exaltación.

—Carpenter, este es un descubrimiento más importante que la teleportación o el viaje en el tiempo. Esto puede ser la salvación del hombre. No creó estar exagerando. Las dos docenas de víctimas de shock del Pabellón T han sido bombardeadas  por  algo  tan gigantesco que no asombra que sus especialistas y expertos no pudieran comprenderlo.

—¿Qué diablos es más importante que el viaje temporal, Scrim?

—Escuche esto, Carpenter. Eisenhower no presentó su candidatura hasta mediados del siglo XX. Nathan Riley no pudo haber sido amigo de Diamond Jim Brady y apostar por Eisenhower en una elección… no simultáneamente. Brady había muerto un cuarto de siglo antes de que Ike fuera presidente. Marciano derrotó a La Starza cincuenta años después dé que Henry Ford iniciara su empresa automovilística. Los viajes en el tiempo de Nathan Riley están llenos de anacronismos similares.

Carpenter estaba perplejo.

—Lela Machan no pudo haber sido la amante de Ben Hur. Ben Hur nunca estuvo en Roma. Nunca existió en la realidad. Era un personaje de novela. Ella no pudo haber fumado. No tenían tabaco entonces. ¿Lo comprende? Más anacronismos. Disraeli nunca pudo haber llevado a George Hanmer a pasear en Rolls Royce porque los automóviles se inventaron mucho después de la muerte de Disraeli.

—¿Pero qué infiernos dice? —exclamó Carpenter—.

¿Quiere decir que todos están mintiendo?

—No. No olvide que no necesitan dormir. No necesitan comer. No están mintiendo. Están retrocediendo en el tiempo, eso es correcto. Comen y duermen cuando están allá.

—Pero usted dijo que sus historias no concuerdan. Están llenas de anacronismos.

—Porque retroceden en un tiempo imaginario. Nathan Riley tiene su propia imagen de lo que fue Norteamérica en los principios del siglo XX. Es falsa y anacrónica porque él no es un erudito, pero es real para él. Puede vivir allí. Lo mismo sucede con los otros.

Carpenter puso los ojos en blanco.

—El concepto casi está más allá de la comprensión. Estas personas han descubierto cómo tornar sus sueños en realidad. Saben cómo entrar en sus realidades soñadas. Pueden quedarse allí, vivir allí, tal vez para siempre. Por Dios, Carpenter, este es su gran sueño norteamericano.  Hacer  milagros,  inmortalidad,  como  Dioses  de  la  creación,  la mente sobre la materia… Debe ser explorado. Debe ser estudiado. Debe ser dado al mundo.

—¿Usted puede hacerlo, Scrim?

—No, no puedo. Soy un historiador. No soy un creador, está más allá de mi alcance. Usted necesita un poeta… un artista que comprenda la creación de sueños. A un creador de sueños escritos no debería serle muy dificultoso dar el paso y crear sueños en la realidad.

—¿Un poeta? ¿Habla usted en serio?

—Claro que lo digo en serio. ¿No sabe qué es un poeta? Hace cinco años que nos dice que combatimos en esta guerra para salvar a los poetas.

—No sea capcioso, Scrim, yo…

—Envíe un poeta al Pabellón T. El aprenderá cómo lo hacen. Es el único que puede hacerlo. Un poeta ya está a medio camino. Una vez que aprenda podrá enseñar a sus psicólogos y anatomistas. Luego ellos podrán enseñarnos a nosotros; pero el poeta es el único que puede oficiar de intérprete entre esos casos de shock y sus expertos.

—Creo que usted tiene razón, Scrim.

—Entonces no pierda tiempo, Carpenter. Aquellos pacientes retornan a este mundo cada   vez   con   menos   frecuencia.   Tenemos   que   lograr   ese   secreto   antes   que desaparezcan para siempre. Envíe un poeta al Pabellón T.

Carpenter manoteó el intercomunicador.

—Enviadme un poeta —dijo.

Esperó, y esperó… y esperó… mientras Norteamérica buscaba febrilmente entre sus doscientos noventa millones de templados y afilados expertos, sus herramientas especializadas para defender el Sueño Norteamericano de Belleza y Poesía y las Mejores Cosas de la Vida. Esperó a que encontraran un poeta, sin comprender la interminable demora, lo infructuoso de la búsqueda; no comprendió por qué Bradley Scrim reía y reía y reía y reía ante esta última y fatal desaparición.

Alfred Bester: La fuga de cuatro horas. Cuento

bester (1)Y ahora, por supuesto, el Corredor Noreste era el barrio bajo del Noreste, que se extendía desde Canadá hasta las Carolinas y tan al oeste como Pittsburgh. Era una fantástica jungla de repugnante violencia, habitado por una vigorosa e incansable población sin recursos visibles de vida y sin residencia fija, tan vasta que los demógrafos, los supervisores de control de natalidad y los servicios sociales habían abandonado toda esperanza. Era un gigantesco y excepcional espectáculo que todo el mundo denunciaba y adoraba. Hasta los pocos privilegiados, que podían permitirse llevar vidas plenamente protegidas en Oasis llenos de lujo y vivir en donde les viniera la gana, nunca pensaban en abandonarla. La jungla te atrapa.

Había miles de problemas diarios de sobrevivencia, pero uno de los más exasperantes era la falta de agua potable. Hacía tiempo que la mayor parte de ella había sido incautada por las industrias progresistas por el amor a un mañana mejor, de modo que quedaban muy pocos lugares donde buscar. Tanques recolectores de agua de lluvia en los tejados, por supuesto. Un mercado negro, naturalmente. Eso era todo. De modo que la jungla hedía. Hedía peor que la corte de la reina Elisabeth, que podía haberse bañado, pero nadie lo creía. El corredor no podía bañarse, lavar sus ropas o limpiar la casa, y se podía oler su nocivo efluvio desde diez millas mar adentro. Bienvenidos al Corredor Placentero.

Las víctimas cercanas a la playa habrían sido felices de poder limpiar con agua salada, pero las playas del Corredor habían sido contaminadas por los derrames de petróleo en crudo durante tantas generaciones que todas ellas poseían por mérito compañías de reclamaciones. ¡Fuera! ¡No se permite el paso! Y guardias armados. Los ríos y lagos estaban cercados eléctricamente; no necesitaban guardias, sólo avisos con calaveras y huesos cruzados; y si no sabías qué significaban, mala suerte.

No se crea que a todos les preocupaba heder mientras brincaban alegremente sobre las podredumbres de las calles, pero muchos lo hacían, y su único remedio eran los perfumes. Había docenas de compañías en competencia que manufacturaban perfumes, pero, con mucho, la más importante era la Compañía Continental de Latas, que no había manufacturado latas desde hacía dos siglos. Se habían cambiado a los plásticos y tenido la buena fortuna de encontrarse con una devolución de cientos de acciones de una empresa con la que habían cometido el error de firmar contratos de venta y recibido un absurdo perfume cervecero en enormes y resplandecientes contenedores de neón. La corporación quebró y la CCL puso todas sus esperanzas en obtener la devolución de parte de su dinero. Esa adquisición probó ser su salvación cuando tuvo lugar la explosión perfumera; les dio entrada en la más lucrativa industria de todos los tiempos.

Pero marchaba cabeza a cabeza con sus rivales hasta que Blaise Skiaki se unió a la CCL; luego ésta no tuvo competencia. Blaise Skiaki. Ascendencia: francesa, japonesa, negra  africana  e  irlandesa.  Estudios:  bachillerato  en  Princeton;  master  en  el  MIT; doctorado en ciencias en la Dow Chemical. (Fue Daw quien secretamente informó a la CCL  que  Skiaki  era  un  triunfador,  y  que  todavía  había  pendientes  varios  procesos iniciados por la competencia ante la Junta de Etica.) Blaise Skiaki: treinta y un años, soltero, honesto, genio.

Su genio residía en su sentido del olfato y en la CCL lo llamaban en privado «La Nariz». Lo sabía todo sobre perfumería: los productos animales —ámbar gris, castor, civeto, almizcle —; las esencias oleosas destiladas de las plantas y flores; los bálsamos que exudan los árboles y arbustos heridos — benjuí, apopónaco, Perú, Talu, estoraque, mirra—; las sustancias sintéticas creadas por la combinación de fragancias naturales y químicas, especialmente los esteres de los ácidos grasos.

Había creado para la CCL sus productos de mayor venta: «Vulva», «Alivio», «Axila» (un nombre mucho más atractivo que «Sobacal»), «Preparación F», «Guerra de Lenguas» y muchos más. Era atesorado por la CCL, que le pagaba un salario lo suficientemente generoso como para permitirle vivir en un Oasis y, lo mejor de todo, garantizarle ilimitadas reservas de agua potable. Ninguna chica del Corredor podía resistir la invitación a tomar una ducha con él.

Pero pagaba un alto precio por estas comodidades. No podía usar nunca jabones aromáticos, cremas de afeitar, pomadas o depilatorios. No podía ingerir nunca comidas sazonadas. No podía beber otra cosa que agua destilada. Todo esto, lo entenderéis sin duda, para mantener a La Nariz pura e incontaminada, de modo tal que pudiera olerlo todo en su laboratorio estéril y desarrollar nuevas creaciones. En el momento estaba componiendo un ungüento bastante prometedor provisoriamente llamado «Correctum», pero  ya  llevaba  seis  meses  en  eso  sin  ningún  resultado  positivo,  y  la  CCL  estaba alarmada por el retraso. Su genio nunca había demorado tanto antes.

Había una reunión de ejecutivos de alto nivel, nombres apartados del nivel común del privilegio empresario.

—¿Qué diablos pasa realmente con él?

—¿Habrá perdido su don?

—Es difícil pensarlo.

—Quizá necesite un descanso.

—Pero si tuvo una semana de vacaciones el mes pasado.

—¿A qué se dedicó?

—A tragar una tormenta, según me dijo.

—¿Podría ser eso?

—No. Me dijo que se purgó antes de reintegrarse a su trabajo.

—¿Tiene algún problema aquí en la CCL? ¿Dificultades con el personal de autoridad media?

—Absolutamente no, señor presidente. No se atreverían a molestarlo.

—Quizá quiere un aumento.

—No. No puede gastar todo lo que gana ahora.

—¿No habrá hecho la competencia algún contacto con él?

—La competencia nunca deja de ponerse en contacto con él, general, pero se ríe de ella.

—Entonces debe ser algo personal.

—Estoy de acuerdo.

—¿Problemas de mujeres?

—¡Mi Dios! ¡Nosotros los tendríamos!

—¿Problemas de familia?

—Es huérfano, señor presidente.

—¿Ambiciones? ¿Incentivos? ¿Sería conveniente hacerlo funcionario de la CCL?

—Se lo ofrecí el primero de año, señor, y lo rechazó. Sólo le gusta jugar en su laboratorio.

—¿Por qué no juega entonces?

—Aparentemente tiene una especie de bloqueo creativo.

—¿Qué diablos pasa realmente con él?

—Así fue como empezó usted la reunión.

—De ningún modo.

—Lo hizo.

—Gobernador, querría usted conectar la grabadora.

—¡Caballeros, caballeros, por favor! Parecería que el doctor Skiaki tiene problemas personales que están bloqueando su genio. Debemos resolvérselos. ¿Alguna sugerencia?

—¿Un tratamiento psiquiátrico?

—No serviría sin cooperación voluntaria. Y dudo de que él cooperara. Es un gook obstinado.

—¡Senador, se lo ruego! No deben utilizarse esas expresiones con relación a uno de nuestros miembros más valiosos.

—Señor presidente, el problema es descubrir la fuente de bloqueo del doctor Skiaki.

—De acuerdo. ¿Alguna sugerencia?

—Bien, el primer paso consistiría en someterlo a vigilancia encubierta de veinticuatro horas al día. Todas las actividad», las amistades del gook —excúsenme— del buen doctor.

—¿Por medio de la CCL?

—Sugeriría que no. Habría infiltraciones que sólo lograrían hacer enfadar al buen gook… ¡doctor!

—¿Vigilancia del exterior?

—Sí, señor.

—Muy bien, de acuerdo. Ha terminado la reunión.

Los  miembros  de  Huellas  Perdidas  Asociados  estaban  absolutamente  furiosos. Después de un mes devolvieron el caso a la CCL, exigiendo tan sólo el pago de gastos.

—¿Por qué no se nos advirtió que teníamos que vérnoslas con un pro, señor presidente? Nuestros rastreadores no están entrenados para eso.

—Un momento, por favor. ¿Qué quiere usted decir con «pro»?

—Un Rip profesional.

—¿Un qué?

—Un Rip. Un matón, fullero, ladrón.

—¿El doctor Skiaki un ladrón? ¡Ridículo!

—Mire, señor presidente. Le voy a trazar el cuadro y usted saque sus propias conclusiones.

—Prosiga.

—De cualquier manera está todo detallado en el informe. Todos los días apostábamos dos rastreadores a la puerta de su empresa. Cuando él salía, ellos lo seguían hasta su casa. Siempre iba derecho a su casa. Allí hacían un doble turno. Todas las noches le envían  la  cena  del  Vivero  Orgánico.  Investigaron  a  los  repartidores.  En  orden. Investigaron las comidas; a veces para uno, algunas veces para dos. Siguieron a algunas de las chicas que salían de su penthouse. Todo correcto. Hasta ahora, todo correcto, ¿de acuerdo?

—¿Y?

—Al grano. Un par de noches a la semana sale de su casa y va a la ciudad. Sale alrededor de la medianoche y no vuelve hasta las cuatro, poco más o menos.

—¿A dónde se dirige?

—No lo sabemos porque logra eludir a los rastreadores como buen pro que es. Se interna en el Corredor como una puta o un marica en busca de ligue —excúseme— y siempre elude a nuestros hombres. No los estoy disculpando. Es listo, resbaloso, rápido, un verdadero pro; demasiado para las posibilidades de Huellas Perdidas.

—¿De modo que no tiene idea de lo que hace o de con quién se encuentra entre la medianoche y las cuatro de la mañana?

—No, señor. No tenemos nada y usted tiene un problema. Ya no es el nuestro.

—Gracias. En contra de lo que popularmente se cree, las corporaciones no están del todo idiotizadas. La CCL comprende que resultados negativos también son resultados. Recibirán los gastos y también los honorarios acordados.

—Señor presidente, yo…

—No, no, por favor. Nos ha conducido hasta esas cuatro horas perdidas. Ahora, como usted dice, es un problema nuestro.

La CCL convocó a Salem Burne. El señor Burne insistió siempre en que no era ni médico ni psiquiatra; no quería ser asociado con lo que consideraba la lacra de las profesiones. Salem Burne era un doctor brujo; más precisamente, un hechicero. Llevaba a cabo los más notables y penetrantes análisis de las personas perturbadas, no a través de brujerías, pentágonos, encantamientos, incienso y cosas así, sino a través de su extraordinaria sensibilidad al inglés somático y a su aguda interpretación de él. Y esto debía ser brujería, después de todo.

El señor Burne entró en el inmaculado laboratorio con una. sonrisa seductora. El doctor Shima dejó escapar un lamento de angustia.

—¡Le dije que se esterilizara antes de venir!

—Pero lo hice, doctor. Completamente.

—No es así. Apesta a anís, a ilang-ilang y a antranilato de metilo. Me ha contaminado el día. ¿Por qué?

—Doctor Skiaki, le aseguro que yo… —De pronto el señor Burnes se interrumpió—.

¡Oh, Dios mío! —se lamentó —. Esta mañana usé la toalla de mi mujer.

Skiaki se echó a reír y puso los ventiladores al máximo de intensidad.

—Comprendo. Nada de rencores. Ahora dejemos a su esposa fuera de la cuestión. Tengo una oficina a una milla de distancia por debajo de la sala. Podremos conversar allí.

Tomaron asiento en la oficina vacante y se escudriñaron uno al otro. El señor Burne vio a un hombre agradable, bastante joven, de oscuros cabellos negros cortados al ras, pequeñas  orejas  expresivas,  reveladores  pómulos  altos,  ojos  rasgados  que  sería necesario vigilar muy de cerca, y manos graciosas que podrían ser una revelación mortal.

—Bien, señor Burne, ¿qué puedo hacer por usted? —dijo Skiaki, mientras sus manos preguntaban: ¿Porqué demonios ha venido a apestarme?

—Doctor Skiaki, en cierto sentido, soy colega suyo… un doctor brujo profesional. Una parte crucial de mis ceremonias es la quema de varios tipos de incienso, pero todos bastante convencionales. Tenía la esperanza de que con su pericia pudiera sugerirme algo diferente con que experimentar.

—Ya veo. Usted ha estado utilizando estacte, onycha, gábano, olígano… ¿aromas de ese tipo?

—Sí. Todos muy convencionales.

—Muy interesante. Puedo, por supuesto, hacerle algunas sugerencias para nuevos experimentos, y sin embargo… —De pronto, Skiaki se interrumpió y se quedó mirando fijamente el vacío.

Después de una larga pausa el hechicero preguntó:

—¿Sucede algo malo, doctor?

—Mire —exclamó Skiaki—. Usted sigue una pista equivocada. Quemar incienso es convencional y anticuado, y probar diferentes aromas no resolverá su problema. ¿Por qué no experimenta con un enfoque algo diferente?

—¿Y en qué consistiría?

—En el principio Odófono.

—¿Odófono?

—Sí. Entre los aromas existe una escala semejante a la que existe en música. Los olores suaves corresponden a las notas altas y los olores densos a las notas bajas. Por ejemplo, el ámbar gris es el sobreagudo, mientras que la violeta blanca es el bajo. Podría trazar para que se viera una escala de aromas que abarcara quizás un par de octavas. Luego ésta sería apta para que usted compusiera la música.

—¡Doctor Skiaki, esto es brillante sin lugar a dudas!

—¿No es así? —Skiaki rebosaba de alegría.— Pero con toda honestidad, debo señalar que somos iguales en brillantez. Nunca se me habría ocurrido la idea si no se me hubiera presentado usted con este desafío sorprendente y original.

Establecieron relaciones de este amistoso tenor y, conversando del asunto con entusiasmo, almorzaron juntos, se dijeron algo acerca de ellos mismos e hicieron planes para llevar a cabo los experimentos de brujería, para los cuales Skiaki se ofreció voluntariamente a pesar de que él no creía en el satanismo.

—Y, sin embargo, la ironía reside en el hecho de que en realidad está poseído —informó Salem Burne.

El presidente no pudo entender nada.

—Psiquiatría y satanismo son términos diferentes para el mismo fenómeno —explicó

Burne—, de modo que es mejor que traduzca. Esas cuatro horas perdidas son fugas.

El presidente siguió sin comprender.

—¿Se refiere al término musical, señor Burne?

—No, señor. Fuga es también la descripción psiquiátrica de una forma muy avanzada de sonambulismo… ¿caminar en sueños?

—¿Blaise Skiaki camina en sueños?

—Sí, señor, pero la cosa es más complicada que eso. Caminar en sueños es un caso sencillo en comparación. Nunca está en contacto con lo que lo rodea. Se le puede hablar, dispararle un tiro, llamarlo por su nombre, y él permanece totalmente absorto.

—¿Y la fuga?

—En la fuga, el sujeto mantiene contacto con lo que lo rodea. Puede conversar con usted. Tiene conciencia y memoria de los acontecimientos que tuvieron lugar dentro de la fuga, pero mientras está dentro de ella es una persona totalmente diferente de lo que es en la vida real. Y —y esto es lo más importante, señor— después de la fuga no recuerda nada.

—Entonces, en mi opinión, el doctor Skiaki tiene estas fugas dos o tres veces por semana.

—Ese es mi diagnóstico, señor.

—¿Y él no puede decirnos nada de lo que ocurre durante la fuga?

—Nada.

—¿Puede hacerlo usted?

—Me temo que no, señor. Mis poderes tienen un límite.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que ocasiona estas fugas?

—Todo lo que puedo decirle es que algo lo impulsa. Podría decirle que está poseído por el demonio, pero eso es sólo la jerga de mi profesión. Otros pueden usar diferentes términos: compulsión u obsesión. La terminología carece de importancia. El hecho básico es que eso que lo posee lo impulsa a salir de noche para hacer… ¿qué? No lo sé. Todo lo que sé es que esa compulsión diabólica es la causa más probable de lo que bloquea el trabajo creativo que realiza para ustedes.

No se convoca a Gretchen Nunn, ni siquiera cuando se es de la CCL, cuyo personal común se ha expandido unas veinticuatro veces. Se asciende trabajosamente por los peldaños constituidos por los miembros del personal que la sirven hasta que finalmente se es admitido ante la Presencia. Todo esto comprende muchas idas y venidas entre los miembros del propio personal y los de ella, lo que ocasiona no poca exasperación, de modo que el Presidente, comprensivamente, estaba algo fastidiado cuando al fin fue conducido al estudio de la señorita Nunn, atestado con los libros y aparatos que ella utiliza para sus distintas investigaciones.

La profesión de Gretchen Nunn consistía en hacer milagros; no milagros en el sentido de algo extraordinario, anómalo o anormal producido por algún agente sobrehumano, sino más bien, en el sentido de su extraordinaria y/o anormal percepción y manipulación de la realidad. En la mayor parte de las situaciones lograba lo imposible requerido por sus clientes, y sus honorarios eran tan descomunales que estaba considerando figurar en la bolsa de valores.

Por supuesto, el Presidente daba por descontado que la señorita Nunn tendría el aspecto de un Merlín con faldas. Quedó pasmado al descubrir que era una princesa watusi de aterciopelada piel negra, facciones aquilinas, grandes ojos negros, alta, esbelta, de unos veinte años y que lucía arrebatadora vestida de carmesí.

Lo encandiló con una sonrisa, le indicó una silla, se sentó enfrente y dijo:

—Mis honorarios son cien mil. ¿Puede pagarlos?

—Puedo. De acuerdo.

—¿Y su dificultad… los vale?

—Los vale.

—Entonces, hasta aquí nos comprendemos. Sí, ¿Alex?

El joven secretario que se había deslizado en el taller dijo:

—Perdóneme. Le Clerque insiste en saber cómo hizo usted para identificar positivamente la figura como extraterrestre.

La señorita Nunn hizo chasquear la lengua con impaciencia.

—El sabe que yo nunca doy razones sólo resultados.

—Sí, N.

—¿Ha pagado?

—Sí, N.

—Muy bien. Haré una excepción en su caso.  Dile  que  el  asunto  se  basó  en  las probabilidades levo y dextro de los aminoácidos, y dile que tengo un calificado exobiologista traído de allí. No perderá el gasto.

—Sí, N. Gracias.

Ella se volvió hacia el Presidente tan pronto como el secretario se retiró.

—Ya lo ha oído. Sólo doy resultados.

—De acuerdo, señorita Nunn.

—Veamos ahora su problema. No me he comprometido todavía. ¿Lo comprende?

—Sí, señorita Nunn.

—Adelante. Con todo. Fluir de conciencia, si es necesario. Una hora más tarde, lo deslumbre con otra sonrisa y dijo:

—Gracias. Este caso es verdaderamente único. Un cambio bienvenido. Es un contrato, si es que aún está dispuesto a realizarlo.

—De acuerdo, señorita Nunn. ¿Querría un depósito o un pago por adelantado?

—No en el caso de la CCL.

—¿Y los gastos? ¿Arreglamos eso ahora?

—No. Es responsabilidad mía.

—Pero, ¿y si tiene que…? Es decir, si tiene necesidad de…

Ella se echó a reír.

—Es responsabilidad mía. Nunca doy razones y nunca revelo métodos. ¿Cómo puedo cobrárselos? Ahora bien, no lo olvide: quiero los informes de Huellas Perdidas.

Una semana más tarde Gretchen Nunn dio el paso inusitado de visitar al Presidente en su oficina de la CCL.

—Vengo a verlo para darle la oportunidad, señor, de rescindir nuestro contrato.

—¿Rescindirlo? ¿Porqué?

—Porque creo que usted está involucrado en algo más serio de lo previsto.

—Pero, ¿qué?

—¿No le basta con mi palabra?

—Debo saber.

La señorita Nunn apretó los labios. Después de un momento lanzó un suspiro.

—Dado que este es un caso inusual, tendré que quebrar mis reglas. Mire esto, señor.

—Desenrrolló un gran mapa de un sector del Corredor y lo alisó sobre la mesa de despacho del Presidente.— La residencia de Skiaki —dijo. Había un gran círculo en torno a. la estrella—. El límite que un hombre puede caminar en dos horas. —El círculo estaba cruzado por senderos tortuosos que partían de la estrella.— Esto lo obtuve del informe de Huellas Perdidas. Así es como sus rastreadores siguieron a Skiaki.

—Muy ingenioso, pero no veo nada grave en eso, señorita Nunn.

—Observe atentamente los senderos. ¿Qué es lo que ve?

—¡Vaya!… Cada uno de ellos termina en una cruz roja.

—¿Y qué sucede con cada sendero antes de llegar a la cruz roja?

—Nada¿Nada en absoluto, excepto… excepto que los puntos se convierten en rayas.

—Y eso es lo grave.

—No lo entiendo, señorita Nunn.

—Le explicaré. Cada cruz representa la escena de un crimen. Las rayas representan el rastreo de las acciones y los recorridos de cada víctima de asesinato antes de morir.

—¡Asesinato!

—Pudieron rastrear las acciones de la víctima hasta aquí y no más. Esos son los puntos. Las fichas coinciden. ¿Cuál es su conclusión?

—¡Debe ser una coincidencia! —gritó el Presidente—. Ese joven brillante y encantador… ¿Asesinato? ¡Es completamente imposible!

—¿Quiere que le de la información objetiva que he recopilado?

—No,  no  quiero.  Quiero  la  verdad.  Pruebas  positivas  sin  inferencias  extraídas  de puntos, rayas y fechas.

—Muy bien, señor Presidente. Las tendrá.

Ella alquiló por una semana el puesto de mendigos profesionales situado a lo largo de la entrada del Oasis de Skiaki. Sin éxito. Contrató a la Revival Band y cantó himnos junto con ella ante el Oasis. Sin éxito. Finalmente, después de obtener un puesto en el Vivero Orgánico, logró la conexión. Las tres primeras veces que llevó la comida a la penthouse entró y salió sin ser advertida; Skiaki estaba entretenido con una serie de muchachas, todas recién bañadas y resplandecientes de gratitud. Cuando realizó la cuarta entrega, él estaba solo y la advirtió por primera vez.

—Vaya —rió con ironía—. ¿Cuánto hace que esto viene sucediendo?

—¿Señor?

—¿Desde cuándo el Vivero emplea chicas en lugar de chicos para las entregas?

—Yo soy la encargada de las entregas, señor — respondió la señorita Nunn con dignidad—. Trabajo para el Vivero Orgánico desde el primero de mes.

—Deja ese «señor», ¿quieres?

—Gracias…s… doctor Skiaki.

—¿Cómo diablos sabes que me he doctorado?

Había tenido un desliz. En el Oasis y en el Vivero él era simplemente B. Skiaki, y ella debió haberlo recordado. Como de costumbre, utilizó el error en su beneficio.

—Lo sé todo de usted, señor. Doctor Blaise Skiaki, Princeton, MIT, Dow Chemical. Químico Jefe en Aromas de la CCL.

—Suenas como si fueras el Quien es quién.

—Allí fue donde leí todo, doctor Skiaki.

—¿Has leído sobre mí en el Quién es quién? ¿Por qué, por el amor de Dios?

—Usted es la primera persona famosa con la que me he topado.

—¿Qué te sugirió la idea de que yo fuera famoso sin serlo, por lo demás? Ella hizo un ademán indicando alrededor de sí.

—Sabía que tenía que ser famoso para vivir de esta forma.

—Muy lisonjero. ¿Cómo te llamas, cariño?

—Gretchen, señor.

—¿Cuál es tu apellido?

—La gente de mi clase no tiene apellido, señor.

—¿Serás tú mañana la… encargada de las entregas, Gretchen?

—Mañana es mi día libre, doctor.

—Perfecto. Trae comida para dos.

Así comenzó el affair, y Gretchen Nunn descubrió, para su sorpresa, que se complacía en él enormemente. Blaise era en verdad un joven brillante y encantador, siempre atento, siempre considerado, siempre generoso. Por gratitud le dio (recuérdese que él creía que ella provenía de la clase baja del Corredor) una de sus más preciadas posesiones, un diamante de cinco quilates que había sintetizado en la Dow. Ella le respondió con igual estilo; lo usó en su ombligo y le prometió que sólo él lo vería allí.

Por fuerza de rutina, él siempre insistía en que ella se aseara cada vez que lo visitaba, lo cual resultaba un poco molesto; de acuerdo con sus ingresos, ella podía permitirse probablemente más agua potable que él. No obstante, tenía la ventaja de que pudo abandonar su trabajo en el Vivero Orgánico y atender otros asuntos mientras se ocupaba de Skiaki. Siempre salía de la penthouse de él alrededor de las once y treinta y se apostaba afuera hasta la una. Finalmente lo pescó una noche justo cuando él dejaba el Oasis. Había memorizado el informe de Salem Burne y sabía a qué atenerse. Lo alcanzó rápidamente y le habló con voz agitada.

—Señó, señó.

El se detuvo y la contempló con amabilidad sin reconocerla.

—¿Sí, mi amor?

—Si ute sigue ete camino yo voy con ute. Tengo miedo, señó.

—Cómo no, mi amor.

—Gracias, señó. Voy a casa. ¿Ute va a casa?

—Bien, no exactamente.

—¿Dónde ute va? ¿Nada malo señó? Yo no quero parte nada malo.

—Nada malo, mi amor. No te preocupes.

—Entonces, ¿dónde va ute señó? El se sonrió, discreto.

—Estoy siguiendo algo.

—¿Alguien?

—No, algo.

—¿Qué clase de algo?

—Eres curiosa, ¿no? ¿Cómo te llamas?

—Gretchen. ¿Yute?

—¿Yo?

—¿Tiene nombre?

—Deseo. Llámame Señor Deseo. —Vaciló un momento y luego agregó:— Aquí debo doblar a la izquierda.

—Qué suete, señó Deseo. Yo doblo izquieda también.

Pudo advertir que todos los sentidos de él estaban despiertos, de modo que redujo la cháchara hasta convertirla en un indiferente fondo sonoro. Se quedó junto a él, mientras seguía senderos serpenteantes, doblaba, algunas veces retrocedía, a través de calles, callejas y pasajes, asegurándole siempre que también por allí quedaba el camino a su casa. En un baldío de aspecto siniestro él le dio una paternal palmada y le aconsejó que esperara mientras él exploraba la seguridad del lugar. Lo exploró, desapareció y no volvió a aparecer.

—Repetí esta experiencia con Skiaki seis veces — informó la señorita Nunn a la CCL—

.  Todas  fueron  significativas.  Cada  vez  él  reveló  un  poco  más  sin  advertirlo  y  sin reconocerme. Burne estaba en lo cierto. Es una fuga.

—¿Y la causa, señorita?

—Huellas feromonales.

—¿Qué?

—Pensé, caballeros, que estarían familiarizados con el término, puesto que se dedican a los negocios químicos. Ya veo que tendré que explicar. Llevará cierto tiempo, de modo que les ruego que no exijan que describa la inducción y la deducción que me condujeron al resultado. ¿Estamos de acuerdo?

—De acuerdo, señorita Nunn.

—Gracias, señor Presidente. Seguramente han oído hablar de las hormonas, del griego hormaein, que significa «estimular». Hay secreciones internas que estimulan la acción de otras partes del cuerpo en acción. Las feromonas son secreciones externas que estimulan a otros individuos a la acción. Es un lenguaje químico mudo.

«El mejor ejemplo de lenguaje feromonal es la hormiga. Colóquese un terrón de azúcar en la cercanía de un hormiguero. Un forrajeador se le acercará, comerá de él y volverá al hormiguero. Al cabo de una hora toda la colonia de hormigas en fila india se dirigirá al terrón, siguiendo los rastros feromonales trazados sin deliberación por el primer descubridor. Es inconsciente pero estimulantemente compulsivo.

—Fascinante. ¿Y el doctor Skiaki?

—Sigue huellas feromonales humanas. Lo impulsan; entra en una fuga y las sigue.

—¡Aja! Un aspecto outré de La Nariz. Parece tener sentido, señorita Nunn. Por cierto que sí. Pero, ¿qué huellas se siente impulsado a seguir?

—El deseo de muerte.

—¡Señorita Nunn!

—Seguramente  todos  tienen  conocimiento  de  este  aspecto  de  la  psique  humana. Mucha gente padece inconsciente pero poderoso deseo de muerte, especialmente en estos tiempos de desesperación. Aparentemente esto deja una huella feromonal que el doctor Skiaki percibe, y se ve impulsado a seguir de forma inexorable.

—¿Y entonces?

—Aparentemente concede el deseo.

—¡Aparentemente! ¡Aparentemente! —tronó el Presidente—. Exijo pruebas positivas de esa monstruosa acusación.

—Las tendrá, señor. No he terminado con Blaise Skiaki todavía. Hay una o dos cosas que quiero concluir con él, en el curso de las cuales me temo que sufrirá un gran golpe. Usted tendrá las pruebas positivas.

Se trataba de una verdad a medias de una mujer a medias enamorada. Sabía que tenía que volver a ver a Blaise, pero sus motivos eran confusos. ¿Para descubrir que en realidad lo amaba, a pesar de lo que sabía de él? ¿Para averiguar hasta dónde él la amaba? ¿Para revelarle la verdad acerca de ella? ¿Para prevenirlo o salvarlo o huir con él? ¿Para poner fin a su contrato con frío estilo profesional? No lo sabía. Por cierto, no sabía que era ella la que iba a recibir un fuerte golpe de Skiaki.

—¿Eres ciega de nacimiento? —murmuró él esa noche. Ella se irguió rápida en la cama.

—¿Qué? ¿Ciega? ¿Cómo?

—Ya me oíste?

—He visto perfectamente toda mi vida.

—Ah, de modo que no lo sabías querida. Sospechaba que sería así.

—Por cierto, lo que dices no tiene sentido, Blaise.

—Oh, eres ciega sin la menor duda —dijo él serenamente—. Pero nunca te enteraste porque has sido bendecida con un fantástico don anormal. Tienes percepción extrasensorial a través de los sentidos de los demás. Ves a través de los ojos de los otros. Por lo que sé, es posible que seas sorda y oigas con los oídos de los demás. Quizá sientas con mi piel. Debemos explorar esa posibilidad alguna vez.

—¡Nunca oí algo más absurdo en toda mi vida! —dijo ella con enfado.

—Puedo probarlo, si insistes, Gretchen.

—Adelante, Blaise. Prueba lo imposible.

—Ven conmigo al salón.

Una vez allí, él señaló un jarrón¿

—¿De qué color es eso?

—Marrón, por supuesto.

—¿De qué color es eso? —Una alfombra.

—Gris.

—¿Y esa lámpara?

—Negra.

—Quod erat demonstrandum —dijo Skiaki—. demostrado.

—¿Qué es lo que quedó demostrado?

—Que ves por medio de mis ojos.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque soy ciego a los colores. Eso es lo que me dio el primer indicio.

—¿Qué?

La estrechó entre los brazos para aquietar su temblor.

—Querida Gretchen, el jarrón es verde. La alfombra es color ámbar y oro. La lámpara es carmesí. No puedo ver los colores, pero el decorador me los dijo y yo los recuerdo, Y ahora, ¿por qué tanta angustia? Eres ciega, sí, pero estás bendecida con algo mucho más milagroso que la vista; ves por medio de los ojos del mundo. No vacilaría en cambiar tu suerte por la mía.

—¡No puede ser cierto! —lloró ella.

—Es cierto, amor mío.

—Pero, ¿y cuando estoy sola?

—¿Cuándo estás sola? ¿Cuándo se encuentra nadie solo alguna vez en el Corredor? Ella se arrancó de sus brazos y salió corriendo de la penthouse, sollozando histérica.

Volvió apresuradamente a su propio Oasis, casi enloquecida de terror. Y allí se mantuvo mirando alrededor de sí, y allí estaban todos los colores: rojo, anaranjado, amarillo, verde, añil, azul, violeta. Pero allí también había personas hormigueando por los laberintos del Corredor, como siempre había, veinticuatro horas por día.

Ya en su piso se dispuso a comprobar la desgracia. Despidió a todos los miembros de su personal de manera cortante, ordenándoles que se fueran y pasaran la noche en algún otro lugar. Permaneció de pie junto a la puerta y fue contándolos mientras se iban, llenos de asombro y aflicción. Cerró de un portazo y miró alrededor de sí. Podía aún ver.

—Ese  hijo  de  puta  embustero  —musitó,  y  luego  comenzó  a  pasearse  con  furia. Recorrió colérica todo el piso, maldiciendo con rencor. Se había probado una cosa: nunca tengas relaciones personales. Te traicionarán, te destruirán, y ella había sido una tonta. Pero,  ¿por qué, en el  nombre  de  Dios,  había  Blaise  utilizado  este  sucio  truco  para destruirla? Entonces tropezó con algo y casi se fue de espaldas. Recuperó el equilibrio y trató de ver contra qué había tropezado. Era un clavicordio.

—Pero… pero yo no tengo ningún clavicordio — murmuró asombrada. Avanzó para tocarlo y asegurarse de su realidad. Volvió a tropezar con algo, se tambaleó y lo cogió. Era el respaldo de un diván. Miró alrededor de sí confusa. Esta no era una de sus habitaciones. Un clavicordio. Brueghels coloridos colgando de las paredes. Muebles jacobinos. Puertas forradas de lienzo. Cortinados de estambre.

—Pero… este es el… el piso de los Raxon que se encuentra debajo del mío. Debo estar viéndolo por medio de sus ojos. Debo… él tenía razón. Yo… —cerró los ojos y miró. Vio una mélange de apartamentos, calles, muchedumbres, gentes, sucesos. Siempre había visto esta especie de montaje, pero siempre había creído que se trataba de un recuerdo visual total, extraordinaria ventaja para su extraordinaria habilidad y éxito. Ahora sabía la verdad.

Comenzó a sollozar de nuevo. Buscó a tientas alrededor de sí para hallar el diván y se sentó, desesperada. Cuando por fin las convulsiones cesaron, se enjugó los ojos con coraje, decidida a enfrentar la realidad. No era una cobarde. Pero cuando abrió los ojos fue golpeada por otro impacto. Vio su propia habitación con tonos de gris. Vio a Blaise Skiaki de pie junto a la puerta abierta, sonriéndole.

—¿Blaise? —susurró.

—Mi nombre es Deseo, mi amor. Señor Deseo. ¿Cuál es el tuyo?

—¡Blaise, por el amor de Dios! No a mí. No dejé huellas de deseo de muerte.

—¿Cómo te llamas, mi amor? ¿Nos hemos visto antes?

—¡Gretchen! —chilló ella—. Soy Gretchen Nunn y no tengo el menor deseo de muerte.

—Me alegro de volver a verte, Gretchen —dijo él con cristalina cortesía. Avanzó dos pasos a su encuentro. Ella se puso de pie de un salto y corrió a resguardarse tras el diván.

—Blaise, escúchame. Tú no eres el Señor Deseo. El Señor Deseo no existe. Tú eres el doctor Blaise Skiaki, el famoso científico. Eres el químico en jefe de la CCL y has creado muchos maravillosos perfumes.

El dio otro paso hacia ella, desanudando el pañuelo que usaba alrededor del cuello.

—Blaise, soy Gretchen. Hace dos meses que somos amantes. Tienes que recordar. Intenta recordar. Esta noche me dijiste lo de mis ojos… que soy ciega. Tienes que acordarte de eso.

El sonrió y anudó el pañuelo para hacer una cuerda.

—Blaise, estás sufriendo una fuga. Un bloqueo. Un cambio de psiquis. Este no eres realmente tú. Es otro ser arrastrado por una feromona. Pero yo no dejé rastros de feromona. No pude hacerlo. Nunca he querido morir.

—Si, sí que quieres, mi amor. Me complace satisfacer tu deseo. Es por eso que me llamo Señor Deseo.

Ella se puso en cuclillas como una rata atrapada y comenzó a moverse y regatear mientras él se le acercaba. Le hizo una finta hacia un costado, giró hacia el otro con una buena chance de salir por la puerta delante de él, sólo para toparse con tres maleantes que, sonrientes y hombro con hombro, le bloqueaban la salida. La cogieron y sujetaron.

El Señor Deseo no sabía que él también había dejado tras de sí una huella de feromona. Era un sendero de asesinato feromonal.

—Oh, sois vosotros otra vez —dijo el Señor Deseo con un resoplido de fastidio.

—Eh, viejo amigo señó, esta buena pieza, ¿eh?

—Y una carga. Qué manjar.

—Grande. Justo para tres, que no es mucho. Gracias, viejo amigo. Puedes volver a casa ahora.

—¿Por qué no puedo nunca matar a alguien? — exclamó el Señor Deseo con malhumor.

—Ya, ya. No enojado. Queremo protege nuestro perro guía. Tú encabezas. Nosotros seguimo y hacemo lo demá.

—Y si algo va mal, tú pagas —dijo uno de los tipos con una risita.

—Ve a casa, amigo señó. Lo demá es nuestro. Sin discusiones. Ya hemos explicado todo. Nosotros conocemo su luga pero uté no conoce nuetro luga.

—Yo sé quién soy —dijo el Señor Deseo con dignidad—. Soy el Señor Deseo, y creo que tengo el derecho de asistir al menos a una muerte.

—Claro, claro, próxima vez. Es una promesa. Ahora lárgate.

Y mientras el Señor Deseo se excitaba con resentimiento, los tipos rasgaron el vestido de Gretchen hasta desnudarla y dejaron escapar un oooh cuando vieron el diamante de cinco quilates en su vientre. El Señor Deseo se dio vuelta y también vio la titilante joya.

—Pero eso es mío —dijo con voz de asombro  —.  Era  sólo  para  mis  ojos.  Yo… Gretchen dijo que ella nunca… —De pronto el doctor Blaise Skiaki habló con una voz acostumbrada a mandar:— ¿Gretchen, qué demonio haces aquí? ¿Qué lugar es éste? ¿Quiénes son estos tipos? ¿Qué sucede aquí?

Cuando la policía llegó encontraron tres cuerpos muertos y una compuesta Gretchen Nunn sentada con una pistola láser sobre la falda. Les contó una historia perfectamente coherente de entrada forzada, intento de robo y violación a mano armada, y de cómo ella se había visto obligada a repeler la fuerza con la fuerza. Había unos pocos cabos sueltos en su declaración. Los cuerpos no estaban armados, pero si ellos habían dicho que estaban armados, la señorita Nunn, por supuesto, les había creído. Los tres habían sido abatidos,  pero  los  maleantes  siempre  estaban  combatiendo.  La  señorita  Nunn  fue felicitada por su coraje y cooperación.

Y su informe final al Presidente (que de modo alguno era la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad) la señorita Nunn recibió su cheque y se dirigió directamente al laboratorio de aromas donde entró sin hacerse anunciar. El doctor Skiaki estaba haciendo cosas  extrañas  y  misteriosas  con  pipetas,  frascos  y  recipientes  con  reactivos.  Sin volverse, ordenó:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

—Buenos días, doctor Skiaki.

El giró bruscamente, revelando una cara magullada con ojos negros, y sonrió.

—Vaya, vaya, vaya. La famosa Gretchen Nunn, según creo. Votada la Personalidad del Año tres veces sucesivas.

—No, señor, la gente de mi clase no tiene apellido.

—Deja ese «señor», ¿quieres?

—Sí… Señor Deseo.

—¡Ay! —se estremeció—. No me recuerdes esa increíble locura. ¿Cómo fue todo con el Presidente?

—Lo abrumé. Estás libre del anzuelo.

—Quizás esté libre de su anzuelo, pero no del mío. Esta mañana estuve pensando seriamente en entregarme.

—¿Qué te detuvo?

—Bien, empecé a trabajar en esta síntesis de pachuli y me olvidé. Ella se echó a reír.

—No tienes porqué preocuparte. Estás a salvo.

—¿Quieres decir curado?

—No, Blaise. No más curado que yo de mi ceguera. Pero estamos salvados porque lo sabemos. Ahora podemos enfrentarlo.

El hizo una señal de asentimiento con aire desdichado.

—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó ella animada—.

¿La lucha con el pachuli?

—No —dijo él con desaliento—. Todavía estoy atontado por el shock. Creo que me tomaré el día libre.

—Perfecto. Trae comida para dos.

Alfred Bester: Tiernamente Fahrenheit. Cuento

Alfred_Bester_(1950s)El no sabe quién de nosotros soy estos días, pero ellos saben algo con certeza. No debes poseer nada excepto a ti mismo. Debes hacer tu propia vida, vivir tu propia vida y morir tu propia muerte… si no morirás la de cualquier otro.

Los arrozales de Paragon III se extienden por cientos de millas como un damero sobre la tundra, un mosaico azul y marrón bajo un ardiente cielo color naranja. Al anochecer, las nubes se retuercen como humo y los arrozales se agitan y murmuran.

La noche que escapamos de Paragon III una larga hilera de hombres recorría los arrozales. Eran hombres silenciosos, tensos, armados; una larga hilera de siluetas estatuarias que se perfilaban contra el cielo humeante. Todos los hombres iban armados. Todos llevaban un walkie-talkie; el receptor en la oreja, el micrófono sobre la garganta, la brillante pantalla en la muñeca como un verde reloj. La multitud de pantallas no mostraban más que una multitud de senderos individuales que cruzaban los arrozales. Los indicadores  no  emitían  más  sonido  que  el  chapoteo  de  las  pisadas.  Los  hombres hablaban muy de cuando en cuando, en hoscos murmullos, todos para todos.

—Nada aquí.

—¿Dónde es aquí?

—Los campos de Jenson.

—Estás desviando te demasiado hacia el oeste.

—Mantente en esa línea.

—¿Alguien revisó el arrozal de Grimson?

—Sí. Nada.

—No puede haber caminado tanto.

—Pudieron transportarla.

—¿Creéis que está viva?

—¿Por qué habría de estar muerta?

El lento estribillo recorría la larga hilera de batidores que avanzaba hacia el humeante crepúsculo.  La  hilera  de  batidores  se  movía  como  una  serpiente,  sin  cejar  en  su implacable avance. Un centenar de hombres a cinco metros de distancia uno de otro. Mil quinientos metros de ominosa búsqueda. Una milla de colérica determinación extendiéndose de este a oeste. Cae la noche. Los hombres encienden sus focos, la serpiente se ha convertido en un collar de móviles diamantes.

—Revisado. Nada.

—Nada aquí.

—Nada.

—¿Y los arrozales de Alien?

—Estoy investigándolos ahora.

—¿La habremos perdido?

—Quizá.

—Volveremos atrás y comprobaremos.

—Será un trabajo de toda la noche.

—Los arrozales de Alien revisados.

—¡Maldita sea! ¡Tenemos que encontrarla!

—La encontraremos.

—Aquí está. Sector siete. Conecten.

La línea se detuvo. Hubo un silencio. Todos los hombres miraron la resplandeciente y verde pantalla de su muñeca, conectando el sector siete. Todos conectados. Todas las pantallas mostraban una pequeña figura desnuda a flor de agua, en un arrozal. Junto a la figura, el mojón de bronce del propietario decía: VANDALEUR. Los extremos de la fila convergían hacia el campo de Vandaleur. El collar se convirtió en un racimo de estrellas. Un centenar de hombres agrupados alrededor de un pequeño cuerpo desnudo. Una niña muerta en un arrozal. No había agua en su boca. En el cuello tenía marcas de dedos. Su cara inocente estaba golpeada, su cuerpo destrozado. Había sangre coagulada sobre su piel, seca y dura.

—Lleva muerta de tres a cuatro horas por lo menos.

—Tiene la boca seca.

—No la ahogaron. La mataron a golpes.

En el oscuro calor del crepúsculo, los hombres maldecían quedamente. Recogieron el cuerpo. Uno mandó parar a los demás e indicó las uñas de la niña. Había luchado con su asesino. Bajo las uñas había partículas de carne y brillantes gotas de sangre escarlata aún líquida, aún sin coagular.

—Esa sangre debería haberse coagulado también. Qué extraño.

—No tan extraño. ¿Qué tipo de sangre no se coagula?

—La de los androides.

—Parece como si la hubiese matado uno de ellos.

—Vandaleur tiene un androide.

—No pudo matarla un androide.

—Tiene sangre de androide en las uñas.

—Es mejor que la policía compruebe.

—La policía demostrará que tengo razón.

—Pero los andys no pueden matar.

—Es sangre de androide, ¿no?

—Los androides no pueden matar. Están construidos de modo que no pueden hacerlo.

—Parece como si fuese un androide mal hecho.

Y el termómetro señalaba aquel día 92,9 gloriosos grados Farenheit.

Así que allí estábamos nosotros a bordo del Paragon Queen camino de Megaster V, James  Vandaleur  y  su  androide.  James  Vandaleur  contó  su  dinero  y  gimió.  En  el camarote de segunda clase estaba con él su androide. Una majestuosa criatura sintética de rasgos clásicos y grandes ojos azules. Sobre su frente, como un camafeo de carne, las letras AM, indicando que se trataba de uno de los raros androides de aptitudes múltiples, que valían cincuenta y siete mil dólares en el mercado. Allí estábamos nosotros, suspirando y contando y observando tranquilamente.

—Mil doscientos, mil cuatrocientos, mil seiscientos. Mil seiscientos dólares —gimió Vandaleur—. Eso es todo. Mil seiscientos dólares. Mi casa valía diez mil. La tierra cinco. Y estaban los muebles, los coches, mis cuadros y grabados, mi avión, mi… y de todo eso nada más que mil seiscientos dólares. ¡Dios mío!

Salté de la mesa y me volví al androide. Saqué una correa de una de las bolsas de cuero y lo golpeé. No se movió.

—Debo recordarte —dijo el androide— que valgo cincuenta y siete mil dólares. Debo advertirte que estás amenazando una propiedad valiosa.

—Condenada y estúpida máquina —gritó Vandaleur.

—No soy una máquina —contestó el androide—. El robot es una máquina. El androide es una creación química de tejidos sintéticos.

—¿Pero  qué  demonios  te  pasó?  —chilló  Vandaleur  —.  ¿Por  qué  lo  hiciste?

¡Condenado! —golpeó furiosamente al androide.

—Debo recordarle que no puede castigárseme — dije—. El síndrome dolor-placer no forma parte de la síntesis androide.

—¿Por qué la mataste, entonces? —gritó Vandaleur —. Si no experimentabas ninguna emoción, ¿por qué lo hiciste?

—Debo recordarte —dijo el androide— que los camarotes de segunda clase de estas naves no poseen aislamiento acústico.

Vandaleur soltó la correa y gimió, contemplando a aquella criatura  de  la  que  era propietario.

—¿Por qué lo hiciste, por qué la mataste? —pregunté.

—No sé —respondí.

—Primero fueron pequeñas fechorías. Pequeñas destrucciones; debí darme cuenta de que algo marchaba mal en ti. Los androides no pueden destruir. No pueden hacer daño. No pueden…

—No hay ningún síndrome dolor-placer incorporado a la síntesis androide.

—Luego llegó el incendio provocado. Luego la destrucción grave. Luego el asalto. Aquel ingeniero de Rigel… cada vez peor. Siempre teníamos que largarnos, cada vez más deprisa. Ahora un asesinato. ¡Cristo! ¿Pero qué te sucede, qué te pasa?

—No hay instrumentos de autocomprobación incorporados al cerebro androide.

—Y cada vez que teníamos que irnos era un descenso; Mírame. En un camarote de segunda clase. Yo, James Paleo-logue Vandaleur. Hubo un tiempo en que mi padre era el hombre más rico de… Ahora, todo lo que tengo en este mundo son mil seiscientos dólares. Todo lo que tengo. Y a ti. ¡Maldito seas!

Vandaleur alzó la correa para golpear otra vez al androide, pero la dejó caer y se derrumbó en la litera, gimiendo. Al final logró dominarse.

—Instrucciones —dijo.

El androide de aptitudes múltiples respondió al instante. Se levantó y esperó órdenes.

—Mi nombre es ahora Valentine. James Valentine. Me detuve en Paragon III sólo un día para hacer trasbordo a esta nave que se dirige a Megaster V. Mi ocupación: agente de un androide AM, de propiedad privada, que se alquila. Objeto de mi visita: establecerme en Megaster V. Falsifica los documentos.

El androide sacó el pasaporte y los documentos de Vandaleur de una bolsa, cogió pluma y tinta y se sentó en una mesa. Con exacta e inmaculada mano, una mano diestra que podía dibujar, escribir, pintar, grabar, tallar, fotografiar, diseñar, crear y construir, falsificó meticulosamente los nuevos documentos de Vandaleur. Su propietario lo observaba con aire miserable.

—Crea y construye —murmuré—. Y ahora destruye. ¡Oh Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo? ¡Ay, si pudiese librarme de ti! ¡Si no tuviese que vivir de ti! ¡Dios mío! Si hubiese heredado un poco de valor en vez de heredarte a ti.

Dallas Brady era la principal diseñadora de joyas de Megaster: una mujer baja, corpulenta,  amoral  y  ninfomaníaca.  Alquiló  el  androide  de  aptitudes  múltiples  de Vandaleur y me puso a trabajar en su taller. Sedujo a Vandaleur. Una noche, en la cama, preguntó de pronto:

—¿Tú te llamas Vandaleur, verdad?

—Sí —murmuré yo. Luego—: ¡No! ¡No! Valentine. James Valentine.

—¿Qué pasó en Paragon? —preguntó Dallas Brady—. Yo creía que los androides no podían matar ni destruir propiedad. Esas son las directrices e inhibiciones que se les graban cuando los sintetizan. Todas las compañías garantizan esto.

—Valentine —insistió Vandaleur.

—Oh, vamos —replicó Dallas Brady— hace una semana que lo sé. No te he denunciado, ¿verdad…?

—El apellido es Valentine.

—¿Quieres demostrarlo? ¿Quieres que llame a la poli? Dallas se incorporó y cogió el teléfono.

—Dallas, ¡por el amor de Dios!

Vandaleur dio un salto y forcejeó con ella para quitarle el teléfono. Ella lo rechazó, riéndose,  hasta  que  él  se  derrumbó  y  se  puso  a  gemir  lleno  de  vergüenza  y desesperación.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó por fin.

—Los periódicos no hacen más que hablar del asunto. Y Valentine se parece mucho a

Vandaleur. No fuiste muy hábil que digamos.

—Supongo que no. No soy muy listo.

—Tu androide ha batido el récord. Asalto, incendio provocado, destrucción, ¿qué pasó en Paragon?

—Raptó a una niña. Se la llevó a los arrozales y la asesinó.

—¿La violó?

—No lo sé.

—Van a acabar localizándote.

—Lo sé de sobra… ¡Dios mío! Llevamos dos años huyendo. Siete planetas en dos años. He tenido que abandonar cien mil dólares en propiedades en dos años.

—Sería mejor que descubrieses qué es lo que le pasa.

—¿Cómo hacerlo? ¿Quieres que vaya a una clínica de reparaciones y pida que le den una revisión? ¿Qué voy a decir? «Mi androide se ha convertido en un asesino, arréglenlo.» Llamarían a la policía de inmediato. —Comencé a temblar.— Lo desmantelarían en un día. Probablemente me juzgasen también a mí como cómplice o encubridor.

—¿Y por qué no hiciste que lo reparasen antes de que llegase a matar.

—No tuve oportunidad —explicó irritado Vandaleur—. No podía correr el riesgo de que empezasen con lobotomías y química corporal y cirugía endocrina y destruyesen sus aptitudes. ¿Qué iba a alquilar yo entonces? ¿De qué iba a vivir?

—Podías trabajar. La gente trabaja.

—¿Trabajar en qué? Ya sabes que no sirvo para nada.

¿Cómo iba a competir yo con androides especialistas y con robots…? ¿Quién puede competir con ellos a menos que tenga un enorme talento para una actividad determinada?

—Sí, eso es verdad.

—He vivido toda mi vida a costa de mi viejo. ¡Maldito sea! Tuvo que arruinarse precisamente poco antes de morir. Me dejó el androide y nada más. Y el único medio que tengo de sobrevivir es el dinero que me proporciona alquilarlo.

—Sería mejor que lo vendieras antes de que la policía te atrape. Puedes vivir con cincuenta mil. Invirtiéndolos.

—¿Al tres por ciento? ¿Mil quinientos dólares al año?

¿Cuando el androide produce el quince por ciento de su valor? Ocho mil dólares al año. Eso es lo que gana. No, Dallas. Tengo que seguir con él.

—¿Y qué vas a hacer con su inclinación a la violencia?

—No puedo hacer nada… Sólo observar y rezar. ¿Qué vas a hacer tú?

—Nada. No es asunto mío. Sólo una cosa… Tienes que darme algo por mantener la boca cerrada.

—¿Qué?

—El androide trabaja gratis para mí. Que te paguen otros; para mí será gratis.

El androide de aptitudes múltiples trabajaba. Vandaleur recogía los beneficios del alquiler. Con ellos pagaba sus gastos y ahorraba. Sus ahorros comenzaban a aumentar. Cuando la cálida primavera de Megaster V se convirtió en cálido verano, empecé a mirar propiedades  y  haciendas.  En  un  año  o  dos  podríamos  establecernos  de  modo permanente, si las exigencias de Dallas Brady no se hacían excesivas.

El primer día cálido del verano, el androide empezó a cantar en el taller de Dallas Brady. Inclinado sobre el horno eléctrico que, junto con el tiempo, hacía que el local hirviese casi de calor, cantó una vieja melodía que había sido popular medio siglo atrás.

Oh, no tiene sentido combatir el calor.

¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor! Si no todo es peor, todo es peor. Fresco y sin olor Oh cariño mío…

Cantaba con una voz renqueante y extraña, y sus hábiles dedos tamborileaban a su espalda,  parodiando  una  extraña  rumba  con  independencia  del  resto  de  su  cuerpo. Aquello sorprendió a Dallas Brady.

—¿Estás contento o algo por el estilo? —preguntó.

—Debo recordarte que en la síntesis androide no va incorporado el síndrome placer- dolor —respondí—. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor! Fresco y sin olor, oh cariño mío…

Sus dedos dejaron de bailar y agarraron unas pesadas tenazas de hierro. El androide las introdujo en el resplandeciente interior del horno, inclinándose hacia adelante para atisbar en la ardiente profundidad de éste.

—¡Ten cuidado, condenado imbécil! —gritó Dallas Brady—.

¿Es que quieres caer ahí dentro?

—Debo recordarte que valgo cincuenta y siete mil dólares en el mercado —dije—. Está prohibido amenazar una propiedad valiosa como yo. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!, Cariño mío…

Sacó un crisol de oro resplandeciente del horno eléctrico, se volvió, hizo una horrible cabriola, canturreó alocadamente y arrojó un gelatinoso fragmento de oro derretido sobre la cabeza de Dallas Brady. Ella chilló y se derrumbó, el pelo y la ropa llameando, la piel chirriando. El androide vertió sobre ella más oro sin dejar de cabriolear y de cantar.

—Todo es peor, fresco y sin olor, cariño mío… —Cantaba y vertía lentamente el oro derretido sobre el estremecido cuerpo, hasta que éste quedó inmóvil. Luego abandoné el taller y me reuní con James Vandaleur en la suite de su hotel. Las ropas chamuscadas del androide y sus serpeantes dedos advirtieron a su propietario que había ocurrido algo grave.

Vandaleur se dirigió rápidamente al taller de Dallas Brady, contempló la escena, vomitó y salió huyendo. Tuve el tiempo suficiente para hacer una maleta y recoger novecientos dólares en bienes muebles. Cogió un camarote de tercera en el Megaster Queen, que salía aquella mañana para Lyra Alpha. Me llevó con él. Lloraba y contaba su dinero y yo pegaba de nuevo al androide.

Y el termómetro de taller de Dallas Brady marcaba 98,1 hermosos grados Fahrenheit.

En Lyra Alpha nos metimos en un pequeño hotel próximo a la Universidad. Allí, Vandaleur  estregó  mi  frente  hasta  que  las  letras  AM  quedaron  borradas  por  la decoloración y la hinchazón. Las letras volverían a aparecer, pero tardarían varios meses en hacerlo, y entretanto Vandaleur esperaba que se olvidase el caso del androide de aptitudes múltiples. El androide fue alquilado como obrero común en la central energética de la Universidad. Vandaleur, con el nombre de James Venice, vivía de las pequeñas ganancias del androide.

Yo no me sentía demasiado mal. La mayoría de los residentes del hotel eran estudiantes universitarios, no muy sobrados de dinero, pero deliciosamente jóvenes y animosos. Había una muchacha encantadora de ojos vivos y mente ágil. Se llamaba Wanda, y ella y su novio, Jed Stark, sentían un tremendo interés por el androide asesino del que hablaban todos los periódicos de la galaxia.

—Hemos estudiado el caso —dijeron ella y Jed en una fiesta estudiantil que casualmente se celebraba en la habitación de Vandaleur—. Creemos saber cuál es la causa. Vamos a hacer un trabajo sobre el tema.

Estaban muy excitados.

—¿La causa de qué? —quiso saber alguien.

—De la alteración del androide.

—Es un desajuste, sin duda. Se ha descontrolado la química corporal. Puede que sea una especie de cáncer sintético, ¿no?

—No —dijo Wanda, lanzando a Jed una mirada de triunfo contenido.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—De algo muy concreto.

—¿De qué?

—No quiero decirlo.

—Oh, vamos…

—No hay nada que hacer.

—¿No nos lo dirás? —pregunté con ansiedad—. Yo… nosotros estamos muy interesados en saber qué puede ser lo que altera al androide.

—Lo siento, señor Venice —dijo Wanda—. Es una idea única y hemos de protegerla. Con una tesis como ésta podremos resolver nuestra vida. No vamos a correr el riesgo de que alguien nos la robe.

—¿No podéis darnos un indicio?

—No. No podemos. Ni una palabra, Jed. Pero le diré una cosa, señor Venice. No me gustaría nada ser el propietario de ese androide.

—¿Por la policía? —pregunté.

—Me refiero a proyección, señor Venice. ¡La proyección! Ahí está el peligro. Y no diré más… Ya he dicho demasiado.

Oí pasos fuera, y una voz áspera que cantaba quedamente: «Todo es peor, todo es peor, fresco y sin olor, cariño mío…» Mi androide entró en la habitación, de vuelta de su trabajo en la planta energética de la universidad. No fue presentado. Avancé hacia él y yo inmediatamente respondí a la orden y me acerqué al barril de cerveza, haciéndome cargo del trabajo de servir a los invitados que hasta entonces había realizado Vandaleur. Sus diestros dedos cabrioleaban en una rumba privada, independiente del resto de su cuerpo. Su movimiento fue apagándose gradualmente y también el extraño canturreo.

Había bastantes androides en la universidad. Los estudiantes más ricos tenían androides junto con coches y aviones. El androide de Vandaleur no provocó ningún comentario, pero la joven Wanda era perspicaz y observadora. Se dio cuenta de mi frente inflamada y pensó en la tesis histórica que ella y Jed Stark iban a escribir. Terminada la fiesta, mientras subían a su habitación, consultó con Jed.

—Jed, ¿te fijaste en la frente de ese androide?

—Probablemente se hirió con algo, Wanda. Está trabajando en la planta energética. Allí manejan muchos objetos pesados.

—¿No te sugiere otra cosa?

—¿Como qué?

—Podría ser una herida hecha a propósito, por conveniencia.

—¿Conveniencia? ¿Para qué?

—Para ocultar lo que llevaba grabado en la frente.

—No tiene sentido, Wanda. No es necesario ver marcas en la frente para reconocer a un androide. No es necesario ver la marca de un coche para saber que es un coche.

—No quiero decir que esté intentando hacerse pasar por un humano. Lo que quiero decir es que está intentando pasar por un androide de grado inferior.

—¿Por qué?

—Suponte que tuviese grabado AM en la frente.

—¿Aptitudes múltiples? Entonces por qué demonios iba Venice a ponerlo a trabajar en los hornos de la central energética pudiendo ganar mucho más… Oh, ¡Oh! ¿Quieres decir que…?

Wanda asintió.

—¡Dios mío! —Stark frunció los labios—. ¿Qué te parece que hagamos? ¿Llamar a la policía?

—No. En realidad, no sabemos si es un AM. Y de todos modos, si resulta ser un AM y en concreto el androide asesino, lo primero es nuestra tesis. Esta es nuestra gran oportunidad, Jed. Si es ese androide, podemos realizar una serie de pruebas controladas y…

—¿Y cómo podremos estar seguros?

—Muy fácil. Película infrarroja. Eso nos mostrará lo que hay bajo la rozadura de la frente. Consigue una cámara prestada. Compra material fotográfico. Mañana por la tarde nos colaremos en la planta energética y haremos algunas tomas. Entonces sabremos la verdad.

A la tarde siguiente lograron entrar sin ser vistos en la planta energética de la universidad. Era un gran sótano, profundamente hundido bajo tierra. El local estaba oscuro, lleno de sombras, iluminado sólo por la ardiente luz que brotaba de las puertas del horno. Por encima del rumor del fuego pudieron oír una extraña voz que gritaba y cantaba y cuyos ecos repiqueteaban en la bóveda: ¡Todo es peor! ¡Todo es peor! Cariño mío…, y vieron también una cabriolante figura que bailaba una rumba lunática al compás de la música. Las piernas se retorcían. Los brazos se ondulaban. Los dedos se crispaban.

Jed Stark alzó la cámara y comenzó a utilizarla enfocando la balanceante cabeza. Y de pronto Wanda lanzó un chillido, porque yo los vi y avancé hacia ellos, blandiendo una brillante pala de acero. Aplastó la cámara. Derribó a la muchacha y luego al muchacho. Jed se enfrentó a mí en un desesperado esfuerzo, pero pronto quedó totalmente fuera de combate. Luego, el androide arrastró a ambos hasta el horno y los entregó a las llamas, lenta y malévolamente. Sin dejar de saltar y cantar. Luego regresó al hotel.

El termómetro de la central energética marcada 100,9 criminales grados Fahrenheit.

¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Compramos pasajes de proa en el Lyra Queen y Vandaleur y el androide trabajaron por la  comida.  Durante  las  guardias  nocturnas,  Vandaleur  se  sentaba  solo  en  la  parte delantera  de  la  proa  con  una  carpeta  de  cartón  sobre  las  piernas,  analizando  su contenido. Aquella carpeta era todo lo que se había llevado de Lyra Alpha. La había robado en la habitación de Wanda. Tenía un rótulo que decía: ANDROIDE. Contenía el secreto de mi enfermedad.

Y sólo contenía periódicos. Periódicos de toda la galaxia, impresos, microfilmados, grabados, copiados a mano, en offset, fotocopiados… el Star-Banner de Rigel… el Picayune  de  Paragon…  El  Times-Leader  de  Megaster…  El  Herald  de  Lalande…  El Journal de Lacaille… El Intelligencer de Indi… el Telegram-News de Eridani… ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Nada más que periódicos. Todos hablaban de un crimen del androide, de un episodio de su carrera criminal. Además contenían noticias nacionales y extranjeras, de deportes, sociales, sobre el tiempo, sobre embarques, permutaciones, relatos de interés humano, rasgos, concursos, crucigramas. En aquella masa de datos inconexos se encontraba el secreto que habían descubierto Wanda y Jed Stark. Vandaleur repasaba desesperado los periódicos. Pero no conseguía dar con el secreto, era algo que quedaba fuera de su alcance. ¡Hace falta valor!

—¡Maldito seas! —dije al androide—. Te venderé. En cuanto lleguemos a la Tierra, te venderé. Viviré con el tres por ciento de lo que me den por ti.

—Valgo cincuenta y siete mil dólares en el mercado —le dije.

—Si no puedo venderte, te entregaré a la policía —dije.

—Soy una propiedad valiosa —respondí—. Está prohibido amenazar una propiedad valiosa. No me destruirás.

—¡Maldito seas! —gritó Vandaleur—. Lo que me faltaba, arrogancia encima. Sabes que puedes confiar en mi protección, ¿verdad? ¿Es ese el secreto?

El androide de aptitudes múltiples lo miró con ojos tranquilos e inteligentes.

—A veces —dijo— es bueno ser una propiedad.

Hacía un frío terrible en el Croydon Field cuando descendió el Lyra Queen. Sobre el aeródromo se extendía una mezcla de nieve y hielo que siseaba y se quebraba con el vapor del Queen. Los pasajeros trotaron torpemente sobre el ennegrecido hormigón hacia la aduana, y luego hacia el autobús del aeropuerto que había de llevarlos a Londres. Vandaleur y el androide no tenían ni un céntimo. Tuvieron que caminar.

Hacia la media noche llegaron a Picadilly Circus. El hielo de diciembre no se había fundido y la estatua de Eros estaba cubierta de él. Giraron a la derecha, caminaron hacia Trafalgar Square y luego por el Strand, temblando de frío y de humedad. Antes de la calle Fleet, Vandaleur distinguió una figura solitaria que llegaba de la dirección de St. Paul. Se escondió con el androide en una calleja.

—Tenemos que conseguir dinero —murmuró; luego señaló al individuo que se aproximaba—. El tiene dinero. Quítaselo.

—No puedo obedecer esa orden —dijo el androide.

—Quítaselo —repitió Vandaleur—. Por la fuerza. ¿Comprendes? Estamos en una situación desesperada.

—Va en contra de las directrices —dije—. No puedo obedecer esa orden.

—Por el amor de Dios —explotó Vandaleur—. ¡Has asesinado… torturado… destruido!

¿Y ahora me vienes con directrices? Sácale el dinero. Mátalo si es necesario. Te digo que estamos desesperados.

—Va contra la directriz principal —dije—. Está prohibido amenazar la vida o la propiedad. No puedo obedecer esa orden.

Di un empujón al androide y me planté frente al desconocido. Era un individuo alto, austero, competente. Tenía un aire de desesperanzado cinismo. Llevaba un bastón. Me di cuenta de que era ciego.

—¿Sí? —dijo—. Lo oí acercarse. ¿Qué quiere?

—Caballero… —Vandaleur vaciló—. Estoy desesperado.

—Todos estamos desesperados —contestó el desconocido—. Totalmente desesperados.

—Caballero… tengo que conseguir algún dinero.

—¿Está  usted  suplicando  o  robando?  —los  ojos  ciegos  miraban  por  encima  de Vandaleur y del androide.

—Estoy dispuesto a ambas cosas.

—Vaya. Así somos todos. Es la historia de nuestra raza. — El extraño hizo un gesto por sobre el hombro.— He estado pidiendo en St. Paul, amigo mío. Lo que yo deseo no puede robarse. ¿Qué es lo que usted desea que tiene la suerte de poder robar?

—Dinero —dijo Vandaleur.

—¿Dinero para qué? Vamos, amigo mío, intercambiemos confidencias. Yo le diré por qué pido si usted me dice por qué roba. Me llamo Blenheim.

—Yo me llamo… Volé.

—Yo no pedía recuperar la vista en St. Paul, señor Volé. Pedía un número.

—¿Un número?

—Sí, un número. Números racionales, números irracionales, números imaginarios. Enteros positivos. Enteros negativos. Fracciones, positivas y negativas. ¿Qué le parece?

¿No ha oído usted hablar del inmortal tratado de Blenheim sobre los Veinte Ceros o las Diferencias en Ausencia de Cantidad? —Blenheim sonrió con amargura.— Soy el mago de la Teoría del Número, señor Volé, y se ha agotado para mí la magia de los números. Después de cincuenta años de mágicos portentos, la senilidad se aproxima y el apetito se desvanece. Estuve rezando en St. Paul para pedir inspiración. Dios mío, recé, si Tú existes, mándame un número.

Vandaleur alzó lentamente la carpeta y tocó con ella la mano de Blenheim.

—Aquí  dentro  —dijo—  hay  un  número,  un  número  oculto,  un  número  secreto.  El número de un crimen. ¿Quiere hacer el cambio, señor Blenheim? ¿Me cambia usted un número casa y cobijo?

—Ya no pide ni roba, ¿eh? —dijo Blenheim—. Pero es un trato. Así la vida entera se reduce a lo trivial. —Sus ojos ciegos se perdieron de nuevo por encima de Vandaleur y del androide.— Quizás el Todopoderoso no sea Dios sino un mercader. Venga conmigo a casa.

En el piso superior de la casa de Blenheim, compartíamos una habitación: dos camas, dos armarios, dos lavabos y un baño. Vandaleur me estregó otra vez la frente y me envió a buscar trabajo, y mientras el androide trabajaba, yo consultaba con Blenheim y le leía los periódicos de la carpeta, uno a uno. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Vandeleur le leyó todos los periódicos pero no le dijo nada más. Era un estudiante, dije yo, que preparaba una tesis sobre el androide asesino. En aquellos periódicos que había recogido, estaban los datos que podrían explicar los crímenes de los que Blenheim nada había oído. Tenía que haber allí una correlación, un número, un dato estadístico que contuviese la clave de la alteración del androide, expliqué, y Blenheim se sintió atraído por el misterio, por el caso detectívesco, por el interés humano del número.

Examinamos los periódicos. Mientras yo se los leía en voz alta, él los reseñaba, con su contenido, con su letra meticulosa de ciego. Y luego yo le leía sus notas. El clasificaba los periódicos  por  tipos,  por  tipografía,  por  hechos,  por  capricho,  por  artículos,  letras, palabras, temas, publicidad, imágenes, asuntos, políticas, prejuicios… Analizaba. Estudiaba. Meditaba. Y juntos vivíamos en aquel piso superior, siempre con un poco de frío, siempre un poco atemorizados, siempre un poco más cerca… unidos por nuestro propio miedo, nuestro odio actuaba como una cuña en un árbol vivo hendiendo el tronco, pero sólo para que la hendidura fuese cubierta por el tejido rasgado. Juntos, siempre juntos. Vandaleur y el androide. ¡Hace falta valor!

Y una tarde, Blenheim llamó a Vandaleur a su despacho y le mostró sus notas.

—Creo que lo he encontrado —dijo—, pero no soy capaz de entenderlo. Vandaleur dio un salto.

—Aquí están las correlaciones —continuó Blenheim —. En cincuenta periódicos aparecen noticias sobre el androide criminal. ¿Qué otra noticia, además de las depredaciones de éste, hay en los cincuenta periódicos?

—No lo sé, señor Blenheim.

—Se trata de una pregunta retórica. Esta es la respuesta: el clima.

—¿Cómo?

—El clima —respondió Blenheim—. Todos los crímenes se cometieron cuando la temperatura superaba los noventa grados Fahrenheit.

—Pero eso es imposible —exclamó Vandaleur—. En Lyra Alpha hacía frío.

—No hay reseña de ningún crimen cometido en Lyra Alpha. No hay ningún periódico que lo diga.

—No, es cierto. Yo… —Vandaleur se sentía confuso; de pronto exclamó:— No. Tiene usted razón. La sala del horno. Allí abajo hacía calor. ¡Mucho calor! Claro. ¡Dios mío!

¡Claro!  Esa  es  la  respuesta.  El  horno  eléctrico  de  Dallas  Brady…  los  arrozales  de Paragon. ¡Hace falta valor! Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío?

Yo entraba en casa en aquel momento y, al pasar por el despacho, vi a Vandaleur y a Blenheim. Entré, esperando órdenes, con mis aptitudes múltiples consagradas al servicio.

—Ese es el androide, ¿verdad? —dijo Blenheim tras un largo instante.

—Sí —respondió Vandaleur, aún desconcertado por el descubrimiento—. Y eso explica por qué se negó a atacarlo a usted aquella noche en el Strand. No hacía bastante calor para que desobedeciese las directrices. Sólo cuando hace calor… El calor, todo es peor.

Miró al androide. Una lunática orden silenciosa pasó del hombre al androide. Yo me negué. Está prohibido amenazar la vida. Vandaleur gesticuló furioso y luego agarró a Blenheim por los hombros y arrancándolo de la silla de su escritorio, lo arrojó al suelo. Blenheim dio un grito. Vandaleur saltó sobre él como un tigre, inmovilizándolo en el suelo y tapándole la boca con una mano.

—Busca un arma —dijo al androide.

—Está prohibido amenazar la vida.

—Es una lucha por la supervivencia. ¡Tráeme un arma!

Sujetaba con todo su peso al matemático, que no cesaba de debatirse. Me dirigí inmediatamente a una vitrina donde sabía que estaba guardado un revólver. Comprobé que estaba cargado con cinco balas. Se lo entregué a Vandaleur. Lo cogí, acerqué el cañón a la cabeza de Blenheim y apreté el gatillo. Blenheim se estremeció.

Teníamos tres horas antes de que regresase la cocinera. Saqueamos la casa. Cogimos el dinero y las joyas de Blenheim. Llenamos una maleta con ropa. Cogimos las notas de Blenheim, destruimos los periódicos, y huimos, cerrando cuidadosamente la puerta detrás de nosotros. Dejamos en el estudio de Blenheim un montón de papeles arrugados bajo media pulgada de una vela encendida. Y empapamos la alfombra con keroseno. No, todo eso lo hice yo. El androide se negó. A mí me está prohibido atentar contra la vida o la propiedad.

¡Todo es peor!

Cogieron el metro en  dirección  a  Leicester  Square,  luego  hicieron  trasbordo  y  se dirigieron al Museo Británico. Allí salieron y se encaminaron a  una  casita  georgiana situada   junto   a   Rusell   Square.   En   la   ventana   un   letrero   decía:   NAN   WEBB, CONSULTORA PSICOMETRICA. Vandaleur había anotado la dirección hacía unas semanas.  Entraron  en  la  casa.  El  androide  esperó  en  el  vestíbulo  con  la  maleta. Vandaleur pasó a la oficina de Nan Webb.

Era una mujer alta de pelo gris cortado casi al rape, delicada constitución inglesa y horribles piernas inglesas. Rasgos ásperos, expresión perspicaz. Hizo un gesto a Vandaleur, terminó una carta, la selló y luego alzó la vista hacia él.

—Me llamo —dije yo— Vanderbilt. James Vanderbilt.

—Muy bien.

—Soy estudiante de la Universidad de Londres.

—Muy bien.

—He estado investigando sobre el androide asesino, y creo que he descubierto algo muy interesante. Me gustaría que me aconsejara usted al respecto. ¿Cuáles son sus honorarios?

—¿A qué college pertenece usted?

—¿Por qué?

—Hago descuento a los estudiantes.

—Al Merton College.

—Serán dos libras, por favor.

Vandaleur puso dos libras sobre la mesa y añadió luego las notas de Blenheim.

—Hay una correlación —dijo— entre los crímenes del androide y el clima. Advertirá usted que todos los crímenes se cometieron cuando la temperatura superaba los noventa grados Fahrenheit. ¿Hay una respuesta psicométrica a esto?

Nan Webb hizo un gesto de asentimiento, estudió un rato las notas, luego volvió a colocarlas sobre la mesa, y dijo:

—Sinestesia, evidentemente.

—¿Qué?

—Sinestesia —repitió—. Cuando una sensación, señor Vanderbilt, se interpreta de modo inmediato de acuerdo con una sensación de un órgano de los sentidos distinto al estimulado, el fenómeno se llama sinestesia. Por ejemplo: un estímulo sonoro produce la sensación simultánea de un color concreto. O el color produce una sensación en el órgano del gusto. O un estímulo luminoso produce una sensación sonora. Hay una confusión entre las sensaciones del gusto, el olfato, el color, la presión, la temperatura y demás, ¿comprende?

—Creo que sí.

—Su investigación ha revelado que el androide es muy probable que reaccione de forma sinestésica a estímulos de temperatura por encima de los noventa grados. Lo más probable es que se trate de una respuesta endocrina. Debe de existir una conexión de temperatura con la suprarrenal sustituía del androide. La temperatura elevada provoca una reacción de miedo, cólera, excitación y actividad física violenta… todo dentro del campo de la glándula suprarrenal.

—Ya. Comprendo. Entonces, si se mantiene al androide en climas fríos…

—No habrá ni estímulo ni reacción. No habrá más crímenes. Desde luego.

—Comprendo. ¿Qué es proyección?

—¿Qué quiere decir?

—¿Hay algún peligro de proyección para el propietario del androide?

—Muy interesante. La proyección es un impulso que se exterioriza e influye sobre otro. Es el proceso de imponer sobre otro las ideas o impulsos propios. El paranoico, por ejemplo, proyecta en otros sus conflictos y alteraciones, con el fin de hacerlos externos. Acusa, directa o implícitamente, a otros hombres de tener el mismo mal contra el que está luchando.

—¿Y qué peligro implica la proyección?

—El peligro de que la víctima crea lo que se proyecta sobre ella. Si usted vive con un psicótico que proyecta sobre usted su enfermedad, corre el peligro de caer dentro de su esquema psicótico y convertirse también, prácticamente, en un psicótico, como indudablemente le está sucediendo a usted, señor Vandaleur.?

Vandaleur se levantó de un salto.

—Es usted un idiota —continuó Nan Webb, señalando las cuartillas de las notas—. Esta no es la letra de un estudiante. Es la especial y peculiar letra del famoso Blenheim. Todos los investigadores de Inglaterra conocen su letra de ciego. Y en la Universidad de Londres no existe ningún Merton College. Fue un error fatal. El Merton College está en Oxford. Y usted, señor Vandaleur, está tan evidentemente afectado por su asociación con ese androide descompuesto… por proyección… que no sé si llamar a la Policía Metropolitana o al Hospital de Locos Peligrosos.

Saqué el revólver y disparé contra ella.

¡Peor!

—Antares II, Alpha Aurigae, Acrux IV, Pollux IX, Rigel Centaurus —dijo Vandaleur—. En todos ellos hace frío. Son fríos como el beso de una bruja. Temperaturas de cuarenta grados  Fahrenheit.  Nunca  pasan  de  los  setenta.  Vamos  a  hacer  otra  vez  buenos negocios. Cuidado con esa curva.

El androide de aptitudes múltiples giró el volante con sus diestras manos. El coche tomó la curva suavemente y aceleró luego avanzando hacia las marismas norteñas, donde los cañaverales se extendían millas y millas, secos y ocres, bajo el frío cielo inglés. El sol se hundía rápidamente. Arriba una solitaria bandada de avutardas volaba torpemente hacia el este. Por encima de ella, un solitario helicóptero regresaba a casa y al calor.

—No más calor para nosotros —dije—. No más calor. Estaremos seguros donde haga frío. Nos ocultaremos en Escocia, haremos un poco de dinero, pasaremos a Noruega, reuniremos una buena cuenta bancaria y luego embarcaremos para otro sitio. Nos estableceremos en Pollux. Allí estaremos seguros. Lo hemos conseguido. Podremos empezar a vivir bien otra vez.

Sobre ellos se oyó un blip, y luego un áspero estruendo:

—ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE. ¡ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE!

Vandaleur alzó la vista sorprendido. El solitario helicóptero volaba sobre ellos. De su vientre brotaban órdenes amplificadas:

—ESTÁN RODEADOS. LA CARRETERA ESTA BLOQUEADA. TIENEN QUE DETENERSE INMEDIATAMENTE Y ENTREGARSE. ¡DETÉNGANSE INMEDIATAMENTE!

Miré a Vandaleur esperando órdenes.

—Sigue conduciendo —gruñó Vandaleur. El helicóptero bajó aún más.

—ATENCIÓN ANDROIDE. ESTAS CONTROLANDO EL VEHÍCULO Y TIENES QUE DETENERTE INMEDIATAMENTE. ES UNA ORDEN OFICIAL QUE ANULA TODAS LAS ORDENES PRIVADAS.

El coche disminuyó la marcha.

—¿Qué demonios haces? —grité yo.

—Una orden oficial anula todas las órdenes privadas —contestó el androide—. Debo indicarte que…

—Apártate del volante, imbécil —ordenó Vandaleur.

Golpeé al androide, lo eché a un lado y pasando por encima de él me coloqué ante el volante. El coche se desvió de la carretera y continuó patinando a través del barro helado y de las cañas secas. Vandaleur recuperó el control y continuó hacia el oeste a través de las marismas, hacia una autopista paralela situada a unas siete millas de distancia.

—Conseguiremos burlar su bloqueo —gruñó.

El coche se balanceaba y patinaba. El helicóptero descendió aún más. De su vientre brotó un foco de luz.

—ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE: ENTRÉGUENSE. ESTA ES UNA ORDEN OFICIAL QUE ANULA TODAS LAS ORDENES PRIVADAS.

—El no puede entregarse —gritó furiosamente Vandaleur—. No hay nadie a quien entregarse. El no puede y yo no quiero.

—¡Cristo! —murmuré—. Conseguiremos burlarles. Conseguiremos burlar el bloqueo. Lo conseguiremos…

—Debo decirte —dije— que mis directrices me obligan a obedecer las órdenes oficiales que anulan toda orden privada. Debo entregarme.

—¿Y quién te dice que se trata de una orden oficial? —dijo Vandaleur—. ¿Ellos?

¿Desde ese helicóptero? Tienen que mostrar sus credenciales. Tienen que demostrar que son autoridades oficiales para que te entregues. ¿Cómo sabes que no son unos farsantes que intentan engañarnos?

Manejando el volante con una mano, buscó en su bolsillo para asegurarse de que el revólver aún seguía allí. El coche dio un patinazo. Los neumáticos rechinaban sobre el hielo y las cañas. El volante estaba húmedo de sudor y el coche derrapó sobre una pequeña loma y volcó. El motor continuó rugiendo y las ruedas girando. Vandaleur salió del coche arrastrando con él al androide. En un instante estuvimos fuera del cono de luz que descendía del helicóptero. Nos lanzamos hacia la marisma, hacia la oscuridad, hacia la fuga… Vandaleur corría, jadeante, arrastrando al androide.

El helicóptero giraba sobre el volcado automóvil, buscando con su foco, sin que el altavoz dejase de clamar. En la autopista que habíamos abandonado, aparecieron luces.

Eran los grupos encargados de la persecución, que se reunían siguiendo las órdenes radiadas desde el helicóptero. Vandaleur y el androide continuaban adentrándose en la marisma, abriéndose paso hacia la carretera paralela y la seguridad. Era ya de noche. El cielo era una masa negra. No se veía ni una sola estrella. La temperatura descendía. Un viento nocturno del sureste nos atravesaba los huesos.

Atrás, muy lejos, se oyó una explosión sorda. Vandaleur se volvió, jadeando. El combustible del coche había estallado. Se alzó un geiser de llamas como una fuente cárdena. Luego se abatió en un cráter de ardientes cañas. Empujada por el viento, la llamarada distante se abrió en abanico, era un muro de unos tres metros de altura. El fuego comenzó a avanzar hacia nosotros, crepitando ferozmente. Sobre él, avanzaba también una masa de aceitoso humo. Detrás de ella, Vandaleur podía distinguir figuras de hombres… una masa de batidores que escudriñaba las marismas.

—¡Cristo! —grité, buscando desesperadamente la seguridad. El corría, arrastrándome consigo, hasta que sus pies pisaron la superficie helada de una laguna. Pateó furiosamente el hielo, y luego se hundió en las frías aguas, arrastrando con nosotros al androide.

La cortina de llamas se aproximaba. Yo oía su crepitar y sentía el calor. El veía claramente a los perseguidores. Vandaleur buscó en su bolsillo el revólver. El bolsillo estaba roto. El revólver había desaparecido. Lanzó un gruñido y se estremeció, lleno de frío y de terror. La claridad del fuego era cegadora. Por encima, flotaba el helicóptero de un lado a otro, buscando incansable, pero incapaz de traspasar el humo y las llamas y de ayudar a los perseguidores que buscaban hacia la derecha, muy lejos de nosotros.

—No nos encontrarán —susurró Vandaleur —. No te muevas. Es una orden. No nos encontrarán. Los burlaremos. Burlaremos el fuego. Conseguiremos…

A menos de treinta metros de los fugitivos, se oyeron tres claras explosiones. ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Eran las últimas balas de mi revólver que explotaban al ser alcanzadas por el fuego. Los perseguidores se encaminaron inmediatamente hacia el lugar de las explosiones y comenzaron a avanzar en línea recta hacia nosotros. Vandaleur soltó una maldición histérica e intentó sumergirse aún más profundamente para  eludir  el  calor intolerable del fuego. El androide empezó a estremecerse.

El muro de llamas estaba ante ellos. Vandaleur hizo una profunda inspiración y se dispuso  a  sumergirse  hasta  que  pasasen  las  llamas.  El  androide  se  estremeció  y comenzó de pronto a gritar.

—¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor! —gritaba—. ¡Sino todo es peor!

—¡Maldito seas! —grité. Intenté sumergirlo.

—¡Maldito seas! —bramé. Golpeé su rostro.

El androide golpeó a Vandaleur, y se debatió con él hasta que consiguió salir del barro y ponerse de pie. Antes de que yo pudiese reanudar el ataque, las llamas lo apresaron hipnóticamente. Comenzó a bailar y a cabriolear en una rumba lunática ante el muro de llamas. Retorcía las piernas. Ondulaba los brazos. Los dedos se le crispaban en una rumba privada, con independencia del resto de su cuerpo. Chillaba y gritaba y corría en un desmañado vals, frente al abrazo del calor, como un cenagoso monstruo esbozado frente a la brillante y resplandeciente llamarada.

Los perseguidores gritaron. Se oyeron disparos. El androide giró sobre sí dos veces y luego continuó su horrible danza frente a las llamas. Se alzó un golpe de viento. El fuego rodeó a la cabriolante figura y la envolvió por un instante. Luego, el fuego continuó, dejando tras sí una sollozante masa de carne sintética que desprendía una sangre escarlata que nunca podría coagularse.

El termómetro habría marcado 1200 maravillosos grados Fahrenheit.

Vandaleur no murió. Yo conseguí escapar. Mientras observaban cómo el androide danzaba  y  moría,  se  olvidaron  de  mí.  Pero  ahora  no  sé  cuál  de  nosotros  es  él.

Proyección, me advertía Wanda. Proyección, le decía Nan Webb. Si vives mucho tiempo con una máquina loca, te vuelves loco también, yo también me vuelvo ¡Peor!

Pero sabemos algo con certeza. Sabemos que estaban equivocados. El nuevo robot y Vandaleur saben esto porque el nuevo robot también empezó a bailar. ¡Peor! Aquí en el frío Pollux, el robot se estremece y canta. No hace calor, pero el robot se lleva a la pequeña Talley a dar un paseo solitario. Es un robot barato. Un servomecanismo… lo único que yo podía permitirme… pero se agita y tararea y pasea solo con la niña por alguna parte, y no soy capaz de encontrarlos. ¡Cristo! Vandaleur no podrá encontrarme hasta que sea ya demasiado tarde. Fresco y sin olor, cariño mío, danzando sobre la escarcha, mientras el termómetro marca 10 afectuosos grados Fahrenheit.

Alfred Bester: 5.271.009. Cuento

6285358323_e10c0b8205Tómese dos partes de Belcebú, dos de Israfel, una de Montecristo, una de Cyrano, agítese con fuerza, sazónese con misterio y se tendrá al señor Solón Aquila. Es alto, enjuto, vivaracho, de expresión amargada, y cuando ríe sus ojos oscuros se transforman en rendijas. Se desconoce su ocupación. Es rico, sin tener medios visibles de ingresos. Se le ve en todas partes y no se le comprende en ninguna. Hay algo extraño en su vida.

He aquí lo que es extraño en el señor Aquila, y pueden ustedes tomarlo como quieran: cuando camina nunca debe esperar en una señal de tránsito. Cuando desea coger un taxi siempre hay uno libre a mano. Cuando entra en su hotel jamás deja de haber un ascensor esperando. Cuando se introduce en una tienda, siempre hay un dependiente libre para servirlo. Y en cualquier ocasión hay una mesa libre para el señor Aquila en los restaurantes. Y cuando desea pasar un rato divertido en un espectáculo de éxito, en el que los billetes están vendidos con mucha antelación, nunca deja de encontrar unos devueltos en el último instante.

Puede usted interrogar a los camareros, a los taxistas, a los ascensoristas, a los vendedores, a los taquilleros. No hay ninguna clase de conspiración. El señor Aquila ni soborna ni hace chantaje para lograr lo que desea. En cualquier caso, no le sería posible ni sobornar ni chantajear al computador que gobierna el sistema de señales de tránsito de la ciudad. Esas cosas, que le facilitan tanto la vida, simplemente ocurren. El señor Solón Aquila nunca sufre un desengaño. A continuación nos enteraremos del primero de ellos y de sus consecuencias.

Al señor Aquila se le ha visto confraternizando en la alta, media y baja sociedad. Lo han  encontrado  en  lupanares,  coronaciones,  ejecuciones,  circos,  cortes  de  justicia  y casas de juego. Se sabe que ha comprado coches antiguos, joyas históricas, incunables, pornografía, productos químicos, prismas de Porro, caballos de polo y escopetas recortadas.

—¡HimmelHerrGottSeiDank! Estoy loco, muchacho, loco. Por Dios, soy ecléctico —le dijo a un anonadado director de grandes almacenes—. El tipo Weltmann, ¿nicht wahr?

Mi ideal: Goethe. Tout le monde. ¡God damm!

Hablaba un espectacular lenguaje, mezcla de metáforas y dobles sentidos. Escupía docenas de idiomas y dialectos con la rapidez de una ametralladora. Y aparentemente también mentía ad libitum.

—¡Sacré bleu, Cristo! —se  le  oyó  decir  en  una  ocasión—.  Aquila  viene  del  latín; significa águila. O témpora, o mores, en palabras de Cicerón. Un ancestro.

Y, en otra ocasión:

—Mi ídolo: Kipling. Tomé mi apellido de una de sus obras; Aquila, uno de sus héroes.

¡God damn! Es el mejor escritor negro que ha habitado desde La cabaña del tío Tom.

La mañana en que el señor Solón Aquila fue sorprendido por su primer desengaño, entró violentamente en el taller de Lagan & Derelict, marchantes de pinturas, esculturas y objetos raros de arte. Tenía la intención de comprar una pintura. El señor James Derelict ya conocía a Aquila como cliente. Aquila le había comprado un Frederic Remington y un Winslow Homer hacía algún tiempo, cuando, por otra extraña coincidencia, había entrado en la tienda de la Madison Avenue un minuto después de que las buscadas pinturas hubiesen sido puestas a la venta. El señor Derelict también había visto al señor Aquila oficiar de jurado en un concurso de strip-tease realizado en Montauk.

—Bon soir, bel esprít, ¡God damn!, Jimmy —dijo el señor Aquila. Le hablaba de tú a todo el mundo—. Hoy hace un buen día para los colores. ¡Oui! Bueno. Tengo intención de comprarme un cuadro.

—Buenos días, señor Aquila —le contestó Derelict. Tenía la cara impenetrable de un tahúr, pero sus azules ojos eran honestos y su sonrisa infundía confianza. No obstante, en aquel momento su sonrisa parecía forzada, como si la voluble apariencia de Aquila lo pusiese nervioso.

—Me gustaría algo de ese tipo, por Cristo —dijo Aquila, abriendo rápidamente cajas, palpando tallas de marfil y catando porcelanas—. ¿Cómo se llama, mi viejo? Es un artista como Bosch. Como Heinrich Kley. Ustedes lo representan, parbleu, tienen la exclusiva. ¡O si sic omnia, por Zeus!

—¿Jeffrey Halsyon? —preguntó tímidamente Derelict.

—¡Oeil de boeuf! —gritó Aquila—. ¡Qué memoria! Criso-elefantina. Justo el artista que quiero. Es mi favorito. Preferiría algo monocromo. Un pequeño Jeffrey Halsyon para Aquila, bitte. Envuélvamelo.

—No lo hubiera creído jamás —murmuró Derelict.

—¡Ah! ¿A-já? Esto no es un Ming cien por cien garantizado —exclamó el señor Aquila, alzando un exquisito jarrón— Caveat emptor, maldita sea. ¿Y bien, Jimmy? He chasqueado los dedos. ¿Acaso no tienes Halsyons en stock, mi old faithful?

—Es extremadamente raro, señor Aquila —Derelict parecía luchar consigo mismo—, el que haya venido usted así. Llegó un monocromo de Halsyon aún no hace cinco minutos.

—¿Lo ve? Tempo ist Richtung. ¿Y bien?

—Preferiría no enseñárselo. Por razones personales, señor Aquila.

—¿HimmelHerrGott! ¿Pourquoi? ¿Lo tiene apalabrado?

—No… no, señor. Las razones personales no se refieren a mí, sino a usted, señor Aquila.

—¿Oh? ¡God damn! Explícame cuáles son mis razones personales.

—De todas maneras, no está a la venta, señor Aquila. No puede venderse.

—¿Por qué no? Habla, mi viejo pescado con patatas fritas.

—No puedo decírselo, señor Aquila.

—¡Zut alors! ¿Tengo que hacerte una llave de judo en un brazo, Jimmy? No puedes enseñármelo, no puedes vendérmelo. Yo, interiormente, me he hecho a la idea de comprarme un Jeffrey Halsyon. Es mi favorito. ¡God damn! Enséñame el Halsyon o sic transit gloria mundi. ¿Me oyes, Jimmy?

Derelict dudó, y luego se alzó de hombros.

—Muy bien, señor Aquila. Se lo enseñaré.

Derelict guió a Aquila por entre cajas de porcelana y plata, junto a lacas y bronces y brillantes armaduras, hasta la galería situada en la trastienda en donde colgaban docenas de pinturas de las paredes forradas de terciopelo gris, brillantemente iluminadas por focos. Abrió un cajón en un mueble escritorio estilo Goddard y sacó un sobre. En el sobre se veía impreso INSTITUTO BABILONIA. De su interior, Derelict extrajo un billete de un dólar y se lo entregó al señor Aquila.

—La última obra de Jeffrey Halsyon —dijo.

Con una pluma fina y tinta china, una mano experta había dibujado otro retrato sobre el rostro de George Washington que llevaba impreso el billete. Era una odiosa y diabólica cara sobre un fondo infernal. Era un rostro destinado a producir terror, en un escenario que buscaba inspirar repugnancia. El rostro era un retrato del señor Aquila.

—¡God damn! —dijo el señor Aquila.

—¿Lo ve, señor? No quería herir sus sentimientos.

—Ahora necesito poseerlo, muchachote —el señor Aquila parecía fascinado por el retrato—. ¿Es accidental o a propósito? ¿Me conoce Halsyon? Ergo sum.

—No que yo sepa, señor Aquila. Pero, en cualquier caso, no puedo vender ese dibujo. Es la prueba de que se ha cometido un delito… la mutilación de la moneda legal de los Estados Unidos. Debe ser destruida.

—¡Nunca! —el señor Aquila devolvió el dibujo como si temiera que el marchante fuera a prenderle fuego inmediatamente—. Nunca, Jimmy. Nevermore, como dijo el cuervo.

¡God damn! ¿Por qué dibuja ese Halsyon sobre un billete? Y mi retrato, uff. Le podría poner un juicio por daños y perjuicios, pero n’importe. Pero, ¿dibujar sobre dinero? Es un desperdicio. Joci causa.

—Está loco, señor Aquila.

—¡No! ¿Sí? ¿Loco?—Aquila estaba asombrado.

—Muy loco, señor. Es muy triste. Tuvieron que encerrarlo. Pasa el tiempo dibujando esos retratos sobre el dinero.

—¡God damn, mon ami! ¿Y quién le da el dinero?

—Yo se lo doy, señor Aquila. Y sus amigos. Cada vez que lo visitamos nos suplica que le demos dinero para sus dibujos.

—Le jour viendra, ¡por Cristo! ¿Y por qué no le dan papel para dibujar, mi querido anciano?

Derelict sonrió tristemente.

—Lo intentamos, señor. Cuando le dimos a Jeff papel, dibujó dinero.

—¡HimmelHerrGott! Mi artista favorito. En el manicomio. Very good. ¿Y cómo infiernos sagrados voy a comprar pinturas suyas, dado el caso?

—No podrá, señor Aquila. Me temo que jamás nadie volverá a comprar un Halsyon. Es un caso incurable.

—¿Y por qué se le ha aflojado el tornillo, Jimmy?

—Dicen que es un retraimiento, señor Aquila. A causa de, su éxito.

—¿Ah? Quod erat demonstrandum, muchachote. Traduce.

—Bueno, señor, aún es un hombre joven: anda por la treintena y es muy poco maduro. Cuando se hizo famoso, no estaba preparado. No estaba dispuesto para enfrentarse con las responsabilidades de su vida y carrera. Eso es lo que me dijeron los doctores. Así que le dio la espalda a todo y volvió a la infancia.

—¿Ah? ¿Y el dibujar sobre el dinero?

—Dicen que es el símbolo de su retorno a la infancia, señor Aquila. Prueba que es demasiado joven para saber en qué se utiliza el dinero.

—¿Ah? Oui. Ja. Astuto, tiene gracia. ¿Y mi retrato?

—No puedo explicar eso, señor Aquila, a menos de que lo viera en alguna ocasión y lo recuerde. O quizá se trate de una coincidencia.

—Hummm. Quizá. Bien. ¿Sabes una cosa, mi ático griego?

He sufrido un desengaño. Je ne oublierai jamáis. Estoy muy contrariado. ¡God damn!

¿Nunca más habrá Halsyons? Merde. Ese es mi slogan. Tenemos que hacer algo acerca de Jeffrey Halsyon. No puedo quedar insatisfecho. Tenemos que hacer algo.

El señor Solón Aquila asintió enfáticamente con la cabeza, sacó un cigarrillo, sacó un encendedor, y entonces hizo una pausa, profundamente pensativo. Al cabo de un largo instante asintió de nuevo, esta vez con decisión, e hizo algo asombroso. Se volvió a meter el encendedor en el bolsillo, sacó otro, miró a su alrededor rápidamente y lo encendió bajo la nariz del señor Derelict.

El señor Derelict pareció no darse cuenta de ello. En un instante, se quedó helado. Dejando la llama encendida, el señor Aquila colocó cuidadosamente el encendedor sobre una estantería frente al marchante de arte, que se quedó ante él inmóvil. La llama naranja brillaba en la vidriosa cuenca de sus ojos.

Aquila corrió al interior de la tienda, buscó y halló un globo de cristal chino muy poco común. Lo sacó de su caja, lo calentó apretándolo contra su pecho y miró a su interior. Murmuró. Asintió. Devolvió el globo a su caja, fue al escritorio del cajero, tomó un bloc y un lápiz y comenzó a escribir unos símbolos que no tenían relación con ningún lenguaje o grafismo conocidos. Asintió de nuevo, arrancó la hoja de papel y sacó su billetero.

Extrajo un billete de un dólar. Lo colocó sobre el mostrador de cristal, tomó un puñado de plumas estilográficas del bolsillo de su chaleco, seleccionó una y desenroscó el tapón. Haciéndose pantalla cuidadosamente sobre sus ojos, dejó que una gota cayese de la pluma al billete. Hubo un cegador destello de luz. Se oyó una vibración zumbante que desapareció lentamente.

El señor Aquila devolvió las plumas a su bolsillo, tomó cuidadosamente el billete por una esquina y corrió de nuevo a la galería en donde el marchante de arte seguía aún mirando con la vista perdida a la llama naranja. Aquila hizo revolotear el billete ante los ojos sin vista.

—Escucha, mi viejo —susurró Aquila—. Tienes que visitar a Jeffrey Halsyon esta tarde.

¿N’est-ce pas? Y le darás esta moneda del reino cuando te pida material para dibujo.

¿Eh? ¡God damn! —Sacó el billetero del señor Derelict de su bolsillo, colocó el billete en el interior del mismo, y se lo devolvió. — Y he aquí por qué efectuarás esa visita: es porque has tenido una inspiración que te viene de le Diable Boiteux. Nolens volens, el diablo cojuelo te ha inspirado un plan para curar a Jeffrey Halsyon. ¡God damn! Le enseñarás muestras del maravilloso arte que hizo en el pasado para devolverle la razón. La memoria es la madre de todo. HimmelHerrGott. ¿Me oyes, muchachote? Tienes que hacer lo que te digo. Ve hoy mismo y burro el último que llegue.

El señor Aquila cogió el encendedor, encendió su cigarrillo y apagó la llama. Al hacerlo, dijo:

—¡No, por lo más sagrado! Jeffrey Halsyon es un artista demasiado grande para languidecer in durance vile. Tiene que ser devuelto al mundo. Tiene que serme devuelto. É sempre l’ora. No puedo quedar contrariado. ¿Me oyes, Jimmy? ¡Ni hablar de eso!

—Quizá haya alguna esperanza, señor Aquila — dijo el señor Derelict—. Mientras estaba usted hablando, se me ocurrió algo… una forma en que devolver la cordura a Jeff. Voy a intentarlo esta misma tarde.

Mientras dibujaba el rostro del Lejano Maligno sobre el retrato de George Washington de un billete, Jeffrey Halsyon dictaba su autobiografía a nadie en particular:

—Como  Cellini  —recitaba—,  dibujo  y  literatura  simultáneamente.  Mano  a  mano, aunque todo arte es único, santos hermanos del barbitúrico, familiares y queridos en el nembutal. Muy bien. Comienzo. Nací. Estoy muerto. El nene quiere un dólar. No…

Se alzó del suelo acolchado y tuvo un arrebato de cólera de pared acolchada a pared acolchada, contemplando el enojo como una ira de púrpura oscura que iba hasta el pálido color lavanda de la recriminación gracias a la magia de sus pinceladas, su claroscuro, por la astuta combinación de aceite, pigmento, luz y el genio robado de Jeffrey Halsyon, que le había sido arrancado por el Lejano Maligno cuyo repugnante rostro…

—Comienzo de nuevo —murmuró—. Oscurecemos el fondo. Empezamos la preparación de la base… —se puso de nuevo en cuclillas sobre el suelo, tomó la pluma de ave cuya punta habían considerado inofensiva y que le dejaban utilizar para dibujar, la mojó en la tinta china que se había comprobado no era venenosa, y se atareó en la monstruosa cara del Lejano Maligno que estaba reemplazando al primer presidente en el dólar.

—Nací —dictó al espacio mientras su hábil mano creaba belleza y horror en el billete de banco—. Tuve paz. Tuve esperanza. Tuve arte. Tuve paz. Mamá. Papá. ¿Podéis darme un vaso de agua? ¡Oooo! Hay un gran espantapájaros maligno que me mira mal; y ahora el nene tiene miedo. ¡Mamá! El nene quiere hacer bellos cuadros en el bonito papel para mamá y para papá. Mira, mamá, el nene está haciendo un retrato del gran espantapájaros maligno que me miraba, una mirada oscura con sus negaos ojos como estanques de infierno, como frías hogueras de terror, como lejanos malignos de lejanos terrores… ¿Quién es?

Se descorrió el pestillo de la puerta de la celda. Halsyon saltó a un rincón y se cubrió con los brazos, desnudo y gimoteante, mientras se abría la puerta para que entrase el Lejano Maligno. Pero era sólo el hombre de la medicina con su chaqueta blanca y un desconocido de traje negro, sombrero hongo negro, y que llevaba una cartera negra con las iniciales J.D., una mezcla de góticas bastardillas con risibles aires a Goudy y Baskerville.

—¿Y bien, Jeffrey? —preguntó campechanamente el hombre de la medicina.

—¿Un dólar? —gimió Halsyon—. El nene quiere un dólar.

—¿Qué pasó con el último, Jeffrey? No lo has acabado aún, ¿no?

Halsyon se sentó sobre el billete para ocultarlo, pero el médico era demasiado rápido para él. Lo tomó y lo examinó conjuntamente con el desconocido.

—Tan maravilloso como los demás —suspiró Derelict—. ¡Aún más! Qué maravilloso talento se está malgastando…

Halsyon comenzó a llorar.

—¡El nene quiere un dólar! —berreó.

El desconocido sacó su billetera, cogió un billete de dólar y se lo entregó a Halsyon. Tan pronto como éste lo tocó, lo oyó cantar,  y  trató  de  cantar  con  él,  pero  estaba cantándole algo que desconocía, por lo que no le quedó más remedio que escuchar.

Era un dólar maravilloso: sin arrugas pero no demasiado nuevo, con una superficie ligeramente mate que recibiría la tinta como si fueran besos. George Washington parecía ceñudo  pero  resignado,  como  si  ya  estuviera  acostumbrado  al  tratamiento  que  le esperaba. Y quizá fuera así, pues era mucho más viejo en aquel dólar. Mucho más que en cualquier otro pues el número de serie de éste era 5.271.009, lo que le hacía mis de cinco millones de años viejo, y el más viejo que antes había tenido era un 2.000.000.

Mientras Halsyon se acurrucaba contento en el suelo y mojaba la pluma en la tinta, como le indicaba el dólar, oyó al hombre de la medicina que decía:

—No creo que deba dejarle solo con él, señor Derelict.

—Debemos estar solos, doctor. Jeff siempre fue muy tímido acerca de su trabajo. Sólo podía discutirlo conmigo en privado.

—¿Cuánto tiempo necesitará?

—Déme una hora.

—Dudo mucho que sirva para algo.

—Pero no hará ningún daño el intentarlo, ¿no?

—Supongo que no. De  acuerdo,  señor  Derelict.  Llame  al  enfermero  cuando  haya terminado.

Se abrió la puerta, y luego se cerró. El desconocido llamado Derelict puso su mano sobre el hombro de Halsyon en una forma amistosa e íntima. Este lo miró y sonrió astutamente,  mientras  esperaba  el  sonido  del  cerrojo  en  la  puerta.  Llegó;  como  un disparo, como el clavo final de un ataúd.

—Jeff, he traído algo de tu obra anterior —dijo Derelict en una voz displicente—. Creí que te gustaría verla conmigo.

—¿Lleva usted un reloj? —le preguntó Halsyon.

Conteniendo un gesto de sorpresa ante el tono normal en que había hablado Halsyon, el marchante de arte sacó su reloj de bolsillo y lo mostró.

—Déjemelo un instante.

Derelict soltó el reloj de la cadena y se lo pasó. Halsyon lo tomó cuidadosamente y dijo:

—De acuerdo. Muéstreme esos cuadros.

—¡Jeff! —exclamó Derelict—. Eres tú de nuevo, ¿no? Así es como siempre…

—Treinta —interrumpió Halsyon—. Treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, UNO —se concentró en el móvil segundero con anhelante expectación.

—No, supongo que no —murmuró el marchante—. Sólo que me imaginé que… Oh, bien. —Abrió la cartera y comenzó a sacar dibujos.

—Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, DOS.

—Aquí hay una de las más antiguas, Jeff. ¿Te acuerdas cuando viniste a la galería con los  bocetos  y  creímos  que  eras  el  nuevo  encargado  de  la  limpieza  que  enviaba  la agencia? Tardaste meses en perdonarnos. Siempre dijiste que compramos tu primer cuadro sólo para excusarnos. ¿Aún sigues pensándolo?

—Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, TRES.

—Aquí está esa tempera que te dio tantos problemas. ¿Te gustaría volver a intentarlo? Realmente yo no pienso que la tempera sea tan poco flexible como tú dices y me gustaría que lo probaras de nuevo ahora que tu técnica ha madurado tanto. ¿Qué opinas?

—Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, CUATRO.

—Jeff, deja ese reloj.

—Diez, quince, veinte, veinticinco…

—¿Qué infiernos pretendes contándolos minutos?

—Bueno —dijo razonablemente Halsyon—. Aveces cierran la puerta y se marchan. Otras veces cierran y se quedan a espiar. Pero nunca espían más de tres minutos, así que estoy esperando cinco, para estar totalmente seguro. CINCO.

Halsyon encerró el reloj de bolsillo en su gran puño y golpeó con fuerza la mandíbula de Derelict. El marchante se desplomó sin un solo sonido. Halsyon lo arrastró hasta la pared, lo desnudó, se vistió con sus ropas, guardó las cosas en la cartera y la cerró. Tomó el billete de dólar y se lo metió en el bolsillo. Asió la botella de tinta china garantizada como no venenosa y se echó su contenido sobre el rostro.

Atragantándose y chillando, hizo que el enfermero llegara hasta la puerta.

—¡Déjenme salir! —gritó Halsyon con voz ahogada—. Ese maníaco quiso ahogarme. Me tiró tinta en la cara. ¡Quiero salir!

Abrieron la puerta, Halsyon pasó junto al enfermero, limpiándose cuidadosamente su rostro ennegrecido con una mano que aún lo ocultaba más. Cuando el enfermero iba a entrar a la celda, Halsyon dijo:

—No se ocupe, está bien. Búsqueme una toalla o algo. ¡Apresúrese!

El enfermero cerró de nuevo la puerta, dio la vuelta y corrió por el pasillo. Halsyon esperó hasta que desapareció en un cuarto de enseres, y entonces se giró a su vez y corrió  en  la  dirección  opuesta.  Pasó  por  las  pesadas  puertas  hasta  llegar  al  pasillo principal de aquel ala del edificio, limpiándose aún la cara, escupiendo aún con fingida indignación. Llegó al edificio principal. Ya estaba a medio camino y aún no habían sonado los timbres de alarma. Conocía bien esos timbres. Los probaban cada miércoles al mediodía.

Es como un juego, se dijo a sí mismo. Es divertido. No hay que tener miedo a esto. Es como ser de nuevo un niño y estar en seguridad, cuerdo, y divertido; y, cuando deje de jugar, iré a casa para que mamá me ponga la cena y papá me lea los comics y seré de nuevo un niño, por siempre jamás un niño.

Seguía sin sonar la alarma cuando llegó a la planta baja. Se quejó de la indignidad a que había sido sometido a la recepcionista. Protestó de la poca protección a los visitantes mientras imitaba la firma de James Derelict en el libro de visitantes y su mano, sucia de tinta, dejó tan manchada la página que no descubrieron la falsificación. El guardián tocó el botón que abría la puerta al exterior. Halsyon la atravesó para salir a la calle y, cuando comenzaba a alejarse, escuchó el sonar de los timbres con un estrépito que lo aterrorizó.

Corrió. Se detuvo. Trató de caminar. No podía. Corrió a saltos calle abajo hasta que oyó gritar a los guardianes. Giró apresuradamente una esquina y otra, corrió por calles interminables, oyó coches tras él, sirenas, campanas, gritos, órdenes. Era una horrible serie de fuegos artificiales. Buscando desesperadamente un lugar en que ocultarse, Halsyon entró apresuradamente en el vestíbulo de una casa desierta.

Comenzó a subir las escaleras. Las subió de tres en tres, luego de dos en dos, y al final cansinamente, escalón a escalón, al ir fallándole las fuerzas y paralizarlo el pánico. Se tambaleó en un descansillo y cayó contra una puerta. La puerta se abrió. El Lejano Maligno estaba en el interior, sonriendo, y frotándose las manos.

—Glückliche Reise —dijo—. En punto. ¡God damn! Entra, viejo. Te esperaba. No seas tan tímido…

Halsyon chilló.

—¡No, no, no! Nada de Sturm und Drang, belleza —el señor Aquila puso una mano sobre la boca de Halsyon, tiró de él y lo arrastró puerta adentro, cerrándola tras de sí.

—Presto-chango —rió—. Desaparece Jeffrey Halsyon del mundo de los vivos. Dieu vous garde.

Halsyon apartó la mano, chilló de nuevo y luchó histéricamente, mordiendo y dando patadas. El señor Aquila cloqueó, tanteó en el interior de su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Tomó uno expertamente y lo partió bajo la nariz de Halsyon. Inmediatamente el artista dejó de luchar y permitió ser llevado hasta el sofá, en el que Aquila le limpió la tinta del rostro y las manos.

—Mejor, ¿no? —el señor Aquila rió—. No crea hábito. ¡God damn! Ahora nos iría bien un trago.

Lleno  un  vaso  con  un  jarro,  le  añadió  un  pequeño  cubo  de  hielo  púrpura  de  un humeante recipiente y colocó la poción en la mano de Halsyon. Llevado por el gesto de Aquila, el artista la bebió. Hizo que su cerebro zumbase. Miró a su alrededor, jadeando. Estaba en lo que parecía ser la lujosa sala de espera de un médico de Park Avenue. Muebles estilo Reina Ana, alfombra de Axminster. Dos Hogarths y un Copley con marco dorado en las paredes. Eran genuinos, se fijó asombrado Halsyon. Luego, aún más asombrado, se dio cuenta de que estaba pensando coherentemente, con continuidad. Tenía la cabeza bastante despejada.

Se pasó una mano húmeda por la frente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz débil—. Ha sido como… como si hubiese pasado una fiebre. Pesadillas.

—Has estado enfermo —le replicó Aquila—. Seré brutal, viejo: esto es un regreso temporal  a  la  cordura.  No  es  ninguna  hazaña,  ¡God  damn!  Cualquier  doctor  podría lograrlo: niacina más dióxido de carbono. Id genus omne. Sólo es temporal. Debemos buscar algo más permanente.

—¿Qué lugar es éste?

—¿Esto? Mi oficina. El vestíbulo. Dentro está la sala de visitas. El laboratorio a la izquierda. In God we trust.

—Lo  conozco  —murmuró  Halsyon—.  Lo  conozco  de  alguna  parte.  Reconozco  su rostro.

—Oui. Me has dibujado y vuelto a dibujar en tu estado febril. Ecce homo Pero tienes ventaja sobre mí, Halsyon. ¿Dónde nos hemos visto? Yo no lo sé —Aquila extrajo un espéculo brillante, lo probó sobre su ojo izquierdo y lo enfocó al rostro de Halsyon.— Te he hecho una pregunta: ¿dónde nos hemos encontrado?

Hipnotizado por la luz, Halsyon contestó brumosamente:

—En el Baile de Bellas Artes… hace mucho… antes de la fiebre…

—¿Ah? Yes. Fue hace medio año. Estaba allí. Una noche desafortunada.

—No. Una noche maravillosa… alegre, divertida… como un baile escolar… como una fiesta fin de curso, pero con disfraces…

—¿Regresando de nuevo a la infancia? —murmuró el señor Aquila—. Tenemos que ocuparnos de eso. Cetera desuní, joven Lochinvar. Continúa.

—Estaba con Judy… aquella noche nos dimos cuenta de que estábamos enamorados. Supimos lo maravilloso que iba a ser nuestra vida. Y entonces pasó usted y me miró… sólo una mirada. Me miró. Fue horrible.

—¡Tsk! —el señor Aquila chasqueó la lengua vejado —. Ahora recuerdo el antedicho incidente. No estaba prevenido. Tuve malas noticias de casa. Una enfermedad eruptiva sobre mis dos mansiones.

—Usted pasó vestido de rojo y negro… satánico. No llevaba máscara. Me miró… una mirada roja y negra que jamás olvidaré. Una mirada de unos ojos negros como lagunas estigias, como frías llamas de terror. Y con esa mirada me lo robó todo… la alegría, la esperanza, el amor, la vida…

—¡No, no! —dijo secamente el señor Aquila—. Pongamos una cosa en claro: mi descuido fue la llave que abrió la puerta. Pero caíste en un abismo que tú mismo habías cavado. No obstante, mi vieja cerveza de boliche, tenemos que alterar eso. —Quitó el espéculo y agitó su dedo frente a Halsyon.— Tenemos que devolverte a la tierra de los vivos. Auxilium ab alto. Cristo. Para eso he preparado esta entrevista. Lo que he hecho, lo he de deshacer, ¿eh? Pero tú debes salir de tu propio abismo. Has de desfacer ese entuerto. Entra.

Tomó a Halsyon por el brazo y lo llevó a lo largo de un pasillo recubierto de madera, atravesando una cuidada oficina para entrar en un laboratorio de un blanco impoluto. Todo él era azulejos y cristal con estanterías para las botellas de productos químicos, filtros de porcelana, un horno eléctrico, botellones de ácidos, botes de materias primas. En  el  centro  de  la  estancia  había  una  pequeña  elevación  redonda,  una  especie  de estrado. El señor Aquila colocó un taburete sobre el mismo, hizo sentarse a Halsyon encima, se enfundó en una bata blanca de laboratorio y comenzó a montar aparatos.

—Tú —parloteaba—, eres un artista de lo extremado. No te voy a dorer la pilule. Cuando Jimmy Derelict me dijo que no estabas ya trabajando… ¡God damm! Le dije: tenemos que sacarlo de su chifladura. Solón Aquila debe poseer muchos cuadros de Jeffrey Halsyon. Lo curaremos. Hoc age. — ¿Es usted doctor? —preguntó Halsyon. —No. Digamos que soy un brujo. Hablando correctamente, un brujo patólogo. De los mejores. No nostrums. Estrictamente magia moderna. La magia negra y la magia blanca están ya passé, ¿n’est-ce pas? Cubro todo el espectro, especializándome en la banda de los quince mil angstroms.

—¿Es usted un médico brujo? ¡No puede ser!

—Oh, sí.

—¿En este lugar?

—¿A-já? A tí también te he engañado, ¿no? Este es nuestro, camouflage. Muchos laboratorios modernos que uno creería, se dedican a los dentífricos se ocupan en realidad de la magia. Pero también somos científicos. ¡Parbleu! Los brujos estamos al día. Las pócimas mágicas cumplen ahora con las normas farmacológicas. Los animales familiares son cien por cien estériles. Escobas desinfectadas. Conjuros envueltos en celofán. El padre Satanás con guantes de goma. Gracias sean dadas a Lord Lister… ¿o es Pasteur?

¡Mi ídolo! El brujo patólogo reunió materias primas, consultó las efemérides, hizo algunos cálculos en una computadora electrónica y continuó charlando:

—Fugit hora —dijo Aquila—. Tu problema, mi viejo, es que has perdido la cordura.

¿Oui? La has perdido en una maldita huida de la realidad y una maldita búsqueda de la paz ocasionadas por una mirada descuidada que te lancé. ¡Hélas! Te pido excusas. Répondez s’il vous plait. —Hizo un círculo alrededor de Halsyon, situado sobre el estrado, con lo que parecía ser una red de tenis en miniatura.— Pero tu problema es éste: buscas la paz en tu infancia. Y deberías estar luchando por conseguir la paz de la madurez,

¿n’est-ce pas? Cristo.

Aquila dibujó círculos y pentágonos con un brillante compás y una regla, pesó unos polvos en una balanza de laboratorio, vertió varios líquidos en crisoles con probetas graduadas y continuó:

—Muchos brujos hacen un buen negocio con pociones que aseguran provienen de la Fuente de la Eterna Juventud. Oh, sí. Hay mucha juventud y muchas fuentes; pero a ti no te sirven. No. La juventud no sirve a los artistas. Tenemos que purgarte de tu juventud y hacerte crecer, ¿nicht wahr?

—No —arguyó Halsyon—. No. La juventud es el arte. La juventud es el sueño. La juventud es la bendición.

—Para algunos sí; para muchos no. No para ti. Tú estás maldito, mi querido adolescente. Tenemos. que purgarte. Ansia de poder. Ansia de sexo. Coleccionar injusticias. Escapar de la realidad. Pasión por la venganza. Oh, sí, papá Freud es otro de mis ídolos. Limpiaremos toda tu casa a muy bajo precio.

—¿A qué precio?

—Lo verás cuando hayamos terminado.

El señor Aquila depositó líquidos y polvos alrededor del inerme artista en crisoles y platillos de Petri. Midió mechas y las cortó, las conectó del círculo a un reloj eléctrico que ajustó cuidadosamente. Fue a un estante que contenía botellas de suero, tomó una pequeña redoma de Woulff numerada 5-271-009, llenó con su contenido una jeringa y se lo inyectó meticulosamente a Halsyon.

—Comenzamos —dijo—, la purga de tus sueños. Voilá.

Puso en marcha el timer eléctrico y se ocultó tras una pantalla de plomo. Hubo un momento de silencio. Repentinamente comenzó a sonar a gran volumen una música negra que surgía de un altavoz oculto y una voz grabada inició un canto intolerable. En rápida sucesión los polvos y los líquidos alrededor de Halsyon ardieron. Estaba envuelto en música y fuego. El mundo comenzó a girar a su alrededor en rugiente confusión…

El Presidente de las Naciones Unidas se le acercó. Era alto y enjuto, vivaracho pero amargado. Estaba frotándose las manos desalentado.

—¡Halsyon! ¡Halsyon! —gritó—. ¿Dónde has estado, mi bollito de desayuno? ¡God damn! Hoc témpore. ¿Sabes lo que ha pasado?

—No —contestó Halsyon—. ¿Qué ha pasado?

—Después de que escapases del loquero, ¡bang! Bombas atómicas por todas partes. La guerra de las dos horas. Todo acabó. Hora fugit, old faithful La virilidad ya no existe.

—¡Qué!

—Las radiaciones, Halsyon, han destruido la virilidad del mundo. ¡God damn! Eres el único hombre capaz de engendrar hijos. No cabe duda que se debe a una misteriosa mutación genética que te hace diferente. Cristo.

—No.

—Ouí. Tienes la responsabilidad de volver a poblar el mundo. Te hemos reservado una suite del Odeón. Tienes tres alcobas. Tres es mi número favorito. Un número primo.

—¡Perros calientes! —gritó Halsyon—. Ese es mi sueño de toda la vida.

Su  camino  al  Odeón  fue  triunfal.  Lo  cubrieron  de  flores,  le  dieron  serenatas,  lo vitorearon y jalearon. Mujeres en éxtasis se mostraban descocadamente ante él, suplicándole su atención. En la suite le sirvieron una comida de emperador. Un hombre alto y enjuto entró a continuación. Era vivaracho pero amargado. Llevaba una lista en la mano.

—Soy el Gran Alcahuete Mundial y estoy a tu servicio, Halsyon —dijo. Consultó su lista—. ¡God damn! Hay 5.271.009 vírgenes que solicitan tu atención. Todas garantizadas como hermosísimas. Ewig-Weibliche. Elige un número del uno al 5.000.000.

—Empezaremos con una pelirroja —dijo Halsyon.

Le trajeron una pelirroja. Era delgada y aniñada, con senos pequeños y firmes. La siguiente era más llenita, con un trémolo trasero. La quinta era olímpica, con senos como peras africanas. La décima era una voluptuosa Rembrandt. La vigésima era flaca pero fuerte y nerviosa. La trigésima era delgada y aniñada, con senos pequeños y firmes.

—¿No nos hemos visto antes? —preguntó Halsyon.

—No —dijo ella.

La siguiente era más llenita con un trémolo trasero.

—Tu cuerpo me resulta familiar —le dijo Halsyon.

—No —le respondió ella.

La quincuagésima era olímpica, con senos como perasafricanas.

—¿No…? —dijo Halsyon.

—Nunca —contestó ella.

El Gran Alcahuete Mundial entró con el afrodisíaco matutino de Halsyon.

—Nunca pruebo esa basura —dijo Halsyon.

—¡God damn! —exclamó el Alcahuete—. Eres un verdadero gigante. Un elefante. No me extraña que seas el bienamado Adán. Tant soit peu. No me extraña que todas lloren de amor por ti.

Se bebió él mismo el afrodisíaco.

—¿No se ha dado cuenta de que todas están comenzando a parecerse? —se quejó

Halsyon.

—¡Ni hablar! Todas son diferentes. ¡Parbleu! Eso es un insulto a mi cargo.

—Oh, son diferentes una de otra, pero los tipos se repiten.

—¿Ah? Así es la vida, mi viejo. Toda la vida es cíclica. ¿Acaso tú como artista no lo habías notado?

—No creí que se aplicase también al amor.

—A todas las cosas. Wahrheit und Dichtung.

—¿Qué ha dicho acerca de que lloran?

—Oui. Todas lloran.

—¿Por qué?

—Por éxtasis de amor por ti. ¡God damn!

Halsyon pensó en la sucesión de aniñadas, tremolas, olímpicas, rembrandtdescas, flacas pero fuertes y nerviosas, pelirrojas, rubias, morenas, blancas, negras y achocolatadas.

—No me había dado cuenta —dijo.

—Obsérvalo hoy, padre del mundo. ¿Comenzamos?

Era cierto. Halsyon no se había dado cuenta. Todas lloraban. Se sintió halagado pero deprimido.

—¿Por qué no ríen un poco? —preguntó. No querían o no podían.

En  la  azotea  del  Odeón,  en  donde  realizaba  su  ejercicio  de  las  tardes,  Halsyon interrogó a su entrenador, un hombre alto y enjuto, con ademanes vivarachos pero amargados.

—¿Ah? —dijo el entrenador—. ¡God damn! No sé, viejo escocés con soda. Quizá sea porque es una experiencia traumática para ellas.

—¿Traumática? —resopló Halsyon—. ¿Por qué? ¿Qué es lo que les hago?

—¡A-já! ¿Bromeas? Todo el mundo sabe qué les haces.

—No, quiero decir que… ¿cómo puede ser eso traumático? Todas luchan por conseguirme, ¿no? ¿Acaso no soy como pensaban?

—Es un misterio. Tripotage. Ahora, amado padre del mundo, practicaremos las flexiones. ¿Dispuesto? Comienza.

Abajo, en el restaurante  del  Odeón,  Halsyon  interrogó  al  maítre,  un  alto  y  enjuto hombre con rostro vivaracho pero amargado.

—Somos hombres de mundo, Halsyon. Suo jure. Seguramente debes comprenderlo. Esas mujeres te aman y no pueden esperar más que una noche de pasión. ¡God damn! Naturalmente, se sienten contrariadas.

—¿Qué es lo que quieren?

—Lo que toda mujer quiere, mi viejo portal al oeste. Una relación permanente. El matrimonio.

—¡El matrimonio!

—Ouí.

—¿Todas?

—Ouí.

—De acuerdo, me casaré con las 5.271.009. Pero el Gran Alcahuete Mundial objetó:

—No, no, no, joven Lochinvar. ¡God damn! Es imposible. Aparte de las dificultades religiosas, hay otras humanas. ¿Quién podría ocuparse de un tal harén?

—Entonces me casaré con una sola.

—No, no, no. Pensez a moi. ¿Cómo ibas a hacer la elección? ¿Cómo podrías seleccionarla? ¿Mediante una lotería, sacando pajitas, arrojando una moneda?

—Ya he escogido a una.

—¿Ah? ¿Quiénes?

—Mi chica —dijo lentamente Halsyon—. Judith Field.

—Aja. ¿Tu novia?

—Sí.

—Está muy abajo en la lista de los cinco millones.

—Siempre está la primera en mi lista. Quiero a Judith. —Halsyon suspiró.— Recuerdo el aspecto que tenía en el baile de Bellas Artes… Había una luna llena…

—Pero no habrá luna llena hasta el veintiséis.

—Quiero a Judith.

—Las otras la despedazarán por celos. No, no, no, señor Halsyon, debemos seguir con el plan establecido. Una noche para cada una, no más para ninguna.

—Quiero a Judith… o de lo contrario…

—Tendrá que ser discutido en el Consejo. ¡God damn!

Fue discutido en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por una docena de delegados, todos altos, enjutos, vivarachos, pero amargados. Fue decidido que se permitiese a Jeffrey Halsyon efectuar una boda en secreto.

—Pero nada de lazos domésticos —le avisó el Gran Alcahuete Mundial—. Nada de ser fiel a su esposa. Eso debe quedar bien entendido. No podemos dejarte aparte de nuestro programa. Eres indispensable.

Trajeron a la afortunada Judith Field al Odeón. Era una muchacha alta y morena con cabello rizado, muy corto, y encantadoras piernas de tenista. Halsyon la cogió de la mano. El Gran Alcahuete Mundial salió de puntillas.

—Hola, cariño —murmuró Halsyon.

Judith lo miró con repugnancia. Sus ojos estaban húmedos, su rostro enrojecido por el llanto.

—Hola, cariño—repitió Halsyon.

—Si me tocas, Jeff — dije Judith con voz estrangulada—, te mataré.

—¡Judy!

—Ese hombre repugnante me lo explicó todo. No pareció comprender cuando traté de explicarle… que recé porque hubieras muerto antes de que me tocase el turno.

—Pero quiero casarme, Judy.

—Antes preferiría morir que casarme contigo.

—No te creo. Hemos estado enamorados durante…

—Por Dios, Jeff, el amor se acabó para ti. ¿No comprendes? Esas mujeres lloran porque te odian. Y yo también. El mundo siente repugnancia por ti. Das náuseas.

Halsyon miró a la muchacha y vio la verdad en su rostro. En un arrebato de ira trató de cogerla. Ella luchó furiosamente. Fueron de un lado a otro de la gran sala de estar de la suite, derribando muebles, jadeantes, mientras crecía su furia. Halsyon golpeó a Judith Field con su enorme puño para terminar de una vez la lucha. Ella trastabilló hacia atrás, se asió de una cortina, rompió el cristal de una ventana y cayó a la calle, desde una altura de catorce pisos, girando como una muñeca rota.

Halsyon miró hacia abajo horrorizado. Una multitud se agolpó alrededor del cuerpo aplastado. Se alzaron rostros. Se agitaron puños. Comenzó a sonar un griterío ominoso. El Gran Alcahuete Mundial entró corriendo a la suite.

—¡Mi viejo! ¡Desgraciado! —gritó—. ¿Qué has hecho? Per conto. Es la chispa que prenderá su salvajismo. Estás en grave peligro. ¡God damn!

—¿Es cierto que todos me odian?

—Helas, entonces, ¿has descubierto la verdad? Esa chica indiscreta. Y eso que se lo advertí. Oui. Te odian.

—Pero usted dijo que me amaban. El nuevo Adán, padre del nuevo mundo.

—Oui. Eres el padre, pero ¿qué niño no odia a su padre? Y también eres un violador legalizado. ¿Qué mujer no odia verse obligada a hacer el amor con un hombre… aunque sea necesario para la supervivencia? Ven de prisa, mi escocés en las rocas. Passim. Estás en un gran peligro.

Arrastró a Halsyon hasta el ascensor de la parte trasera del edificio y descendieron al sótano del Odeón.

—El ejército te sacará de aquí. Te llevaremos a Turquía inmediatamente, y trataremos de llegar a un acuerdo.

Halsyon fue transferido a la custodia de un alto, enjuto y amargado coronel del ejército que lo llevó a toda prisa por pasadizos subterráneos hasta una calle lateral, en donde esperaba un coche del Estado Mayor. El coronel metió a Halsyon» en su interior, de un empujón.

—Alea jacta est —le dijo al conductor—. A toda leche, cabo. Hemos de proteger al old faithful. Al aeropuerto. ¡Alors!

—¡God damn, señor! —replicó el cabo. Hizo un saludo y puso en marcha el coche. Mientras giraban por las calles a una velocidad de vértigo, Halsyon lo miró. Era alto, enjuto, vivaracho pero amargado.

—Kulturkampf der Menschheit —murmuró el cabo—, ¡Cristo!

Una   enorme   barricada   había   sido   erigida,   cerrando   la   calle,   con   elementos improvisados tales como botes de basura, muebles, coches volcados, luces de tráfico. El cabo se vio obligado a frenar en seco. Mientras trataba de dar un giro en «U», apareció una multitud de mujeres surgiendo de las puertas de los edificios, de las tiendas, de los sótanos. Todas gritaban. Algunas blandían porras improvisadas.

—¡Excelsior! —gritó el cabo—. ¡God damn!

Trató  de  sacar  la  pistola  de  reglamento  de  la  funda.  Las  mujeres  abrieron violentamente las puertas del coche y sacaron a tirones a Halsyon y al cabo. Halsyon logró zafarse, peleó con la salvaje multitud que le lanzaba golpes, corrió hasta una acera, tropezó y cayó con un alarido de terror a través de una abierta rampa para carbón. Cayó hacia abajo llegando a un espacio negro sin límites. Le giraba la cabeza. Un torrente de estrellas fluía ante sus ojos…

Y flotaba solo en el espacio, un mártir, incomprendido, una víctima de la cruel injusticia. Aún seguía encadenado a lo que antes fue la pared de la Celda 5, Bloque 27, Piso 100, Ala 9 de la Penitenciaría de Calixto, hasta que aquella inesperada explosión gamma había hecho pedazos la enorme fortaleza-prisión, tan grande que aún era mayor que el Cháteau d’If, borrándola del mapa. Se dio cuenta de que aquella explosión había sido ocasionada por los grssh.

Todo lo que poseía eran sus ropas de convicto, un casco, un cilindro de O2, su terrible furia ante la injusticia que habían cometido con él y el conocimiento del secreto con el que los grssh podían ser derrotados antes de que llevasen a cabo su demoníaco intento de dominación solar.

Los grssh, horribles merodeadores llegados de Omicron Ceti, degenerados espaciales, imperialistas estelares, de sangre fría, con forma de escarabajo, cuyo alimento era los horrores psicóticos que engendraban en el hombre a través de un control mental, estaban conquistando rápidamente la galaxia. Eran irresistibles, poseían la capacidad de la simulkinesis: la habilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo.

Un punto de luz se movía lentamente por la bóveda del espacio, como un meteorito. Era una nave de rescate, comprendió Halsyon, que exploraba el espacio en busca de sobrevivientes de la explosión. Se preguntó si la luz de Júpiter, que lo inundaba con una irradiación rojo óxido, lo haría visible al equipo de rescate. Se preguntó si quería que lo rescatasen.

—Será lo mismo de nuevo —gimió Halsyon—. Acusado falsamente por el robot de Balorsen… condenado falsamente por el padre de Judith… repudiado por la misma Judith… encarcelado de nuevo… y finalmente destruido por los grssh cuando asalten los últimos reductos de la Tierra. ¿Por qué no morir ya?

Pero mientras hablaba, se daba cuenta de que mentía. Era el único hombre que tenía el secreto que podía salvar a la Tierra y a la galaxia entera. Debía sobrevivir. Tenía que luchar.

Con una voluntad indomable, Halsyon luchó por ponerse en pie, peleándose con las cadenas que lo constreñían. Con la dureza de acero que había desarrollado como trabajador forzado en las minas de los grssh, agitó los brazos y gritó. El punto de luz no alteró su trayectoria, que lentamente le apartaba de él. Entonces vio cómo el eslabón metálico de una de sus cadenas hacía saltar brillantes chispas de la roca de pedernal. Se decidió a hacer un intento desesperado para lograr señalar su presencia a la nave de rescate.

Desconectó el plastitubo que iba desde el tanque de Oí a su plasticasco y permitió que un chorro del vital oxígeno brotara al espacio. Con manos temblorosas, recogió la cadena que le sujetaba la pierna y la golpeó contra la roca bajo el oxígeno. Brilló una chispa. El oxígeno se incendió. Un brillante geiser de llamas blancas ardió casi media milla en el espacio.

Economizando el último oxígeno de su plasticasco, Halsyon hizo girar lentamente el cilindro,  trazando  un  arco  de  llama,  una  y  otra  vez,  en  un  desesperado  intento  de conseguir ser rescatado. La atmósfera de su plasticasco se fue haciendo acre y enrarecida. Le rugían los oídos. Se le nublaba la vista. Al fin perdió el sentido.

Cuando  recobró  el  conocimiento  estaba  en  el  plasticatre  del  camarote  de  una astronave. El zumbido de alta frecuencia le dijo que estaban volando a una velocidad superior a la de la luz. Abrió los ojos. Balorsen se alzaba junto al plasticatre, y el robot de Balorsen, y el Juez Supremo Field, y su hija Judith. Judith estaba llorando. El robot llevaba puestos unos plasti-grilletes magnéticos y se estremecía mientras el general Balorsen lo fustigaba una y otra vez con un plastilátigo nuclear.

—¡Parbleu! ¡God damn! —chirriaba el robot—. Es cierto que falseé las pruebas para que condenaran a Jeff Halsyon. ¡Ouch! Flux de bouche. Yo fui el espaciopirata que espacio-asaltó el espaciocarguero. ¡God damn! ¡Ouch! El espaciobarman del Saloon de los Espacionautas fue mi cómplice. Cuando Jackson destrozó el espaciotaxi yo fui al espaciogaraje y lancé una descarga de rayos X contra el sónico antes de que Tantial asesinase a O’Leary. Aux armes. Cristo. ¡Ouch!

—Ahí tienes la confesión que necesitas, Halsyon — gruñe el general Balorsen. Era alto, enjuto, amargado—. Por Dios. Ars est celare artem. Eres inocente.

—Te condené falsamente, viejo amigo —asintió el Juez Field. Era alto, enjuto y amargado—. ¿Podrás perdonar a este maldito estúpido? Te presentamos nuestras excusas.

—Te causamos un perjuicio, Jeff —susurró Judith —. ¿Podrás perdonarnos alguna vez? Di que nos perdonarás.

—Lamentan la forma en que me trataron —graznó Halsyon—. Pero es únicamente debido a las misteriosas características genéticas mutantes que hacen que sea diferente y me convierten en el único hombre que conoce el secreto que puede salvar a la galaxia de los grssh.

—No, no, no, viejo gintonic —suplicó el general Balorsen—. ¡God damn! No seas rencoroso. Sálvanos de los grssh.

—Sálvanos, faute de mieux, sálvanos, Jeff — intervino el Juez Field.

—Oh, por favor, Jeff, por favor —susurró Judith—. Los grssh están en todas partes y se acercan más. Te vamos a llevar a la ONU. Tienes que decirle al Consejo de Seguridad cómo detener a los grssh, para que no estén en dos lugares al mismo tiempo.

La astronave salió del hiperespacio y aterrizó en Governor’s Island, en donde una delegación de dignatarios mundiales acudió a recibir a la nave y se apresuró a llevar a Halsyon a la sala de la Asamblea General de la ONU. Atravesaron extrañas calles redondeadas en las que se veían extraños edificios redondeados que habían sido alterados cuando se había descubierto que los grssh siempre aparecían en las esquinas. Ya no quedaba ni un ángulo en la Tierra.

La Asamblea General estaba repleta cuando entró Halsyon. Centenares de altos, enjutos y amargados diplomáticos le aplaudieron mientras caminaba hacia el estrado, aún vestido con sus plastiropas de convicto. Halsyon miró a su alrededor con resentimiento.

—Sí  —gruñó—,  todos  aplauden.  Todos  me  adoran  ahora;  pero,  ¿dónde  estaban cuando se me tendió la trampa, se me condenó y se me encarceló… a pesar de ser inocente? ¿Dónde estaban entonces?

—Halsyon, perdónanos. ¡God damn! —gritaron.

—No os perdonaré. Pasé diecisiete años de sufrimientos en las minas grssh. Ahora les toca a ustedes sufrir.

—¡Por favor, Halsyon!

—¿Dónde  están  sus  expertos?  ¿Sus  profesores?  ¿Sus  especialistas?  A  ver  si resuelven el misterio de los grssh.

—No pueden, viejo whisky con soda. Entre nous, no tienen ni idea. Sálvanos, Halsyon. Auf wiedersehen.

Judith lo cogió del brazo.

—No lo hagas por mí, Jeff —susurró—. Sé que nunca me perdonarás la injusticia que cometí contigo. Pero hazlo por todas las otras chicas de la Galaxia, que aman y son amadas.

—Yo aún te amo, Judy.

—Yo siempre te he amado, Jeff.

—Okay. No quería decírselos, pero tú me has convencido —Halsyon alzó la mano pidiendo atención. En el subsiguiente silencio, habló en voz baja.— El secreto es éste, caballeros. Sus calculadores han reunido datos suficientes para hallar la debilidad secreta de los grssh. No han sido capaces de hallar ninguna. Consecuentemente, ustedes han supuesto que los grssh no tienen debilidades secretas. Esa es una suposición falsa.

La Asamblea General contuvo la respiración.

—Aquí está el secreto: deberían haber supuesto que había algo que funcionaba mal en los calculadores.

—¡God damn! —gritó la Asamblea General—. ¿Por qué no pensamos en eso? ¡God damn!

—¡Y yo sé cuál es el error! Hubo un silencio mortal.

La puerta de la Asamblea General de abrió de golpe. El Profesor Silenciomortal, alto, enjuto, amargado, entró cojeando:

—¡Eureka! —gritó—. Lo he encontrado. ¡God damn! Había un error en las máquinas pensantes. El tres va después del dos, y no antes.

La Asamblea General lanzó vivas. El profesor Silenciomortal fue alzado en alto y manteado alegremente. Se abrieron botellas. Se brindó a su salud. Le colgaron varias medallas. Sonreía de oreja a oreja.

—¡Hey! —gritó Halsyon—. Ese es mi secreto. Yo soy el hombre que, a causa de una misteriosa mutación genética…

El teletipo comenzó a teclear: ATENCIÓN. ATENCIÓN. SI-LENCIOKOV DE MOSCÚ INFORMA HAY DEFECTO EN CALCULADORAS. 3 VA TRAS 2 Y NO ANTES, REPITO: DESPUÉS (SUBRAYADO) NO ANTES.

Entró un cartero corriendo:

—Una carta urgente del Doctor Silenciovital de la Caltech. Dice que hay algo erróneo en las máquinas pensantes. El tres va después del dos, y no antes.

Un repartidor de telegramas entregó un telegrama: MAQUINAS PENSANTES EQUIVOCADAS STOP DOS VA ANTES TRES STOP NO DESPUÉS STOP VON SILENCIOSOÑADOR, HEIDELBERG.

Lanzaron una botella por una ventana. Se rompió en el suelo, dejando al descubierto un papel en el que estaba garabateado: ¿Penzaron aljuna ves que er numero 3 ba dezpues 2 en lugar de hantes? Avajo los grises. Señor Silenciosilencio.

Halsyon agarró por las solapas al Juez Field.

—¿Qué infiernos pasa? —exclamó—. Creí que era el único hombre del mundo que conocía ese secreto.

—¡HimmelHerrGott! —replicó impaciente el Juez Field—. Todos sois iguales. Soñáis que sois el único hombre con un secreto, el único hombre al que se le ha hecho una injusticia, el único hombre al que se le ha engañado, el único hombre con una muchacha, el único hombre con o sin cualquier cosa. ¡God damn! Vosotros, los soñadores únicos me molestáis. Desaparece.

El Juez Field lo empujó con el hombro. El general Balorsen lo tiró hacia atrás. Judith Field lo ignoró. El robot de Balorsen le hizo la zancadilla, derribándolo a un rincón en el que un grssh, que también estaba en un rincón de Neptuno, apareció, hizo algo inmencionable a Halsyon y desapareció con él, que cayó aullando, estremeciéndose y sollozando en un horror que era un delicioso manjar para el grssh pero una plastipesadilla para Halsyon… De la que le despertó su madre diciéndole:

—Esto te enseñará a no prepararte bocadillos de mantequilla de cacahuete a mitad de la noche, Jeffrey.

—¿Mamá?

—Sí. Es ya hora de levantarse, cariño. Llegarás tarde ala escuela.

Salió de la habitación. Miró a su alrededor. Se miró a sí mismo. Era verdad. ¡Verdad! La maravillosa realidad lo inundó. Su sueño se había cumplido. De nuevo tenía diez años de edad, volvía a poseer su cuerpo de niño, vivía en la casa de su infancia, la vida que había transcurrido en la década de los treinta. Y en su mente tenía los conocimientos, la experiencia, la sofisticación de un hombre de treinta y tres.

—¡Qué alegría! —gritó—. Será mi triunfo. ¡Mi triunfo! Sería un genio en la escuela. Asombraría a sus padres, anonadaría a sus maestros, confundiría a los expertos. Ganaría becas.  Acabaría  con  el  problema  de  aquel  chico  Rennahan  que  acostumbraba  a molestarlo de continuo. Alquilaría una máquina de escribir y escribiría todas las obras de teatro,  relatos  y  novelas  de  éxito  que  recordaba.  Aprovecharía  aquella  oportunidad perdida que tuvo con Judy Field tras el monumento de Isham Park. Robaría inventos y descubrimientos. Iniciaría nuevas industrias, haría apuestas, jugaría a la bolsa. Dominaría el mundo para cuando volviese a tener su verdadera edad.

Se vistió con dificultad. Había olvidado dónde tenía la ropa. Desayunó con dificultad. No era el momento de explicarle a su madre que había adquirido el hábito de iniciar el día con café irlandés. Echaba a faltar su cigarrillo matutino. No tenía idea de dónde estaban sus libros escolares. Su madre tuvo problemas para acabar de arreglarlo.

—Jeff tiene uno de esos días —la oyó murmurar—. Espero que no le pase nada malo. El día comenzó con Rennahan tendiéndole una trampa en la entrada de la escuela.

Halsyon lo recordaba como un enorme muchacho con rostro malévolo. Le asombró descubrir que Rennahan era delgado y con problemas, y obviamente éstos le impulsaban a mostrarse continuamente agresivo.

—Mira, no es que sientas hostilidad hacia mí — exclamó Halsyon—. Lo que ocurre es que eres un chico con problemas, que estás tratando de probarte a ti mismo.

Rennahan le largó un puñetazo.

—Mira, muchacho —le dijo amablemente Halsyon —. Lo que realmente sucede es que quieres ser amigo de todo el mundo, Pero pasa que te sientes inseguro. Por eso te ves impulsado a pelear.

Rennahan permanecía sordo a su análisis. Golpeó con más fuerza a Halsyon. Le dolió.

—Oh, déjame tranquilo —dijo Halsyon—. Ve a probar lo que vales con cualquier otro. Rennahan, con dos rápidos movimientos, tiró al suelo los libros que Halsyon llevaba

bajo el brazo y le abrió la bragueta. No le quedaba otra solución que pelear. Veinte años de  contemplar  películas  del  futuro  Joe  Louis  no  le  sirvieron  de  nada.  Recibió  una soberana  paliza.  Además,  llegó  tarde  a  clase.  Pero  ahora  tenía  la  oportunidad  de asombrar a sus maestros.

—Lo que sucede es —le explicó a la señorita Ralph del quinto curso—, que tuve un encuentro con un neurótico. Puedo soportar su golpe de izquierda, pero lo que no trago son sus compulsiones.

La señorita Ralph le abofeteó y lo envió al director con una nota, informando sobre su desacostumbrada insolencia.

—Lo único que hay desacostumbrado en esta escuela —le dijo Halsyon al señor Snider—, es que no se conozca el psicoanálisis. ¿Cómo pueden pretender ser unos pedagogos competentes si no…?

—¡Sucio muchachito! —le interrumpió irritado el señor Snider. Era alto, enjuto y amargado—. Así que has estado leyendo libros verdes, ¿eh?

—¿Qué infiernos tiene de malo el leer a Freud?

—Y además usando un lenguaje vulgar, ¿eh? Necesitas una buena lección, sucio animalillo.

Fue devuelto a casa con una nota que requería una inmediata entrevista con sus padres acerca de la necesidad de que Jeffrey Halsyon fuera sacado de la escuela pues se trataba de un degenerado que necesitaba con desesperación una corrección y una orientación vocacional.

En lugar de ir a casa fue a un quiosco a mirar acontecimientos sobre los que poder apostar. Los titulares estaban repletos de noticias acerca de las carreras. Pero, ¿quién infiernos ganó finalmente el campeonato? ¿Y la serie mundial? Le resultaba totalmente imposible  recordarlo.  ¿Y  el  mercado  de  valores?  Tampoco  podía  recordar  nada  del mismo. Nunca se había sentido muy interesado en tales asuntos cuando era niño. No tenía nada en la memoria que pudiera aprovechar.

Trató de entrar en la biblioteca para llevar a cabo algunas comprobaciones. El bibliotecario, alto, enjuto y amargado, no quiso permitirle que entrase hasta que fuera la hora de visita de los niños, por la tarde. Vagabundeó por las calles. Dondequiera que vagabundease era expulsado por  enjutos y amargados adultos. Comenzaba a darse cuenta de que los niños de diez años tenían muy pocas oportunidades de asombrar al mundo.

A la hora de comer se encontró con Judy Field y la acompañó a casa desde la escuela. Se asombró ante sus huesudas rodillas y sus tirabuzones oscuros. Tampoco le gustaba cómo olía. Pero se sintió muy admirado al ver a su madre, que era la misma imagen de la Judy que recordaba. Se propasó con la señora Field e hizo una o dos cosas que la dejaron muy confusa. Lo echó de su casa y luego telefoneó a su madre, con la voz temblorosa por la indignación.

Halsyon fue hacia el río Hudson y se quedó por el muelle de los transbordadores hasta que lo echaron. Fue a una tienda de artículos de oficina para enterarse acerca de los alquileres de máquinas de escribir y lo sacaron a patadas. Buscó un lugar tranquilo en el que sentarse, pensar, planear, quizás iniciar el recuerdo de un relato de éxito. Pero no había ningún lugar tranquilo en el que dejasen entrar a un niño.

Entró sigilosamente en su casa a las cuatro y media, dejó caer sus libros en su habitación, pasó en silencio a la sala de estar, robó un cigarrillo y estaba a punto de salir cuando descubrió a su madre y a su padre, espiándolo. Su madre parecía anonadada. Su padre era enjuto y amargado.

—Oh —dijo Halsyon—, supongo que Snider telefoneó. Me había olvidado de eso.

—El señor Snider —dijo su madre.

—Y la señora Field —dijo su padre.

—Mirad —comenzó a decir Halsyon—, será mejor que aclaremos esto. ¿Me podéis escuchar durante unos minutos?

Tengo algo asombroso que contaros y un plan sobre lo que se puede hacer. Yo…

Dio un aullido. Su padre lo había agarrado por la oreja, y lo estaba llevando al recibidor. Los padres no escuchan unos minutos a sus hijos. No los escuchan ni un instante.

—Pa… un minuto… ¡por favor! Estoy tratando de explicarte. Realmente no tengo diez años de edad. Tengo treinta y tres. Ha habido una paradoja en el tiempo, ¿comprendes? Debido a una misteriosa mutación genética…

—¡Maldito seas! ¡Cállate! —gritó su padre.

El dolor que le producían sus enormes manos, la reprimida furia de su voz, silenciaron a Halsyon. Dejó que lo llevara fuera de la casa, recorriendo las cuatro manzanas hasta la escuela, y subiendo al piso hasta la oficina del señor Snider en la que éste estaba esperando, junto con el psicólogo escolar. Era un hombre alto, enjuto, amargado pero vivaracho.

—Ah, sí, sí —dijo—. Así que este es nuestro pequeño degenerado. Nuestro Scarface Al Capone, ¿eh? Vamos, lo llevaremos a la clínica y allí me dictará su joumal intime. Tengamos esperanzas. Nisi prius. No puede ser tan malo.

Tomó a Halsyon por el brazo. Halsyon se soltó y dijo:

—Escuche, usted es un hombre adulto e inteligente. Usted me escuchará. Mi padre tiene problemas emocionales que lo ciegan y no…

Su padre le dio una enorme palmada en la oreja, lo agarró por el brazo y lo puso de nuevo en manos del psicólogo. Halsyon estalló en lágrimas. El psicólogo lo sacó de la oficina, llevándolo a la pequeña enfermería de la escuela. Halsyon estaba histérico. Temblaba por la frustración y el terror.

—¿No me escuchará nadie? —sollozaba—. ¿No va a tratar nadie de comprender? ¿Es esto lo que le sucede a todos los niños? ¿Es por esto por lo que han de pasar todos los chicos?

—Tranquilo, salchichita —le murmuró el psicólogo. Introdujo una píldora en la boca de Halsyon y le obligó a beber un trago de agua.

—Todos ustedes son horriblemente inhumanos — sollozó Halsyon—. Nos mantienen alejados de su mundo,  pero  continuamente  se  inmiscuyen  en  el  nuestro.  Si  no  nos respetan, ¿por qué al menos no nos dejan tranquilos?

—Comienzas a comprender, ¿eh? —dijo el psicólogo —. Los niños y los adultos somos dos especies distintas de animales. ¡God damn! Te hablaré francamente. Les absents ont toujours tort. No hay comprensión. Cristo. Sólo hay guerra. Por eso todos los niños al crecer odian su niñez y buscan venganza. Pero nunca hay venganza. Pan mutuel. ¿Cómo podría haberla? ¿Puede un gato insultar a un rey?

—Es… es horrible —murmuró Halsyon. La píldora estaba comenzando a hacerle efecto—. Todo el mundo ess horrrible. Lleno de conílictosss e insultosss que no pueden ser reeesuel-tosss… o vengadosss… esss como una brrroma que alguien nosss estuvierrra gassstando. Una brrroma sssin sssentido. ¿No?

Mientras caía en la oscuridad, pudo oír cómo el psicólogo se reía; pero, aunque en ello le hubiera ido la vida, no hubiera podido explicar de qué se estaba riendo…

Tomó su pala y siguió al payaso primero al cementerio. El payaso primero era un hombre alto, enjuto, amargado pero vivaracho.

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación? —preguntó el payaso primero.

—Le digo que sí —contestó Halsyon—. Así que haga bien la fosa: el juez ha dictaminado en este caso, y ha dispuesto que tenga un entierro cristiano.

—¿Y cómo puede ser eso, a menos que se hubiera ahogado en defensa propia?

—Así han juzgado que fue.

Comenzaron a cavar la fosa. El payaso primero recapacitó sobre el asunto, y dijo:

—Debió ser se offendendo; no pudo haber sido de otra manera. Pues he aquí el asunto: si yo me ahogo voluntariamente, esto significa que ha habido una acción, y toda acción consta de tres partes: hacer, obrar y ejecutar; de donde se infiere que ella se ahogó voluntariamente.

—No, pero escúcheme, amigo sepulturero… — comenzó a decir Halsyon.

—Permíteme —interrumpió el payaso primero, y prosiguió con un tedioso discurso acerca  de  la  ley.  Luego  cambió  a  un  ánimo  más  alegre  y  contó  algunos  chistes profesionales. Al final Halsyon se marchó y fue hasta la Taberna de Yaughan a beber un trago. Cuando regresó, el payaso primero estaba intercambiando bromas con un par de caballeros que se habían acercado al cementerio. Uno de ellos estaba haciendo una escena con un cráneo.

Llegó el cortejo fúnebre: el ataúd, el hermano de la muchacha muerta, el rey y la reina, los sacerdotes y los nobles. La enterraron, y el hermano y uno de los caballeros comenzaron a pelearse sobre su tumba. Halsyon no prestó atención. Había una linda muchacha en la procesión, morena, con cabello rizado muy corto y hermosas y largas piernas. Le hizo un guiño. Ella se lo devolvió. Halsyon se le acercó, hablándole con los ojos, y ella le contestó significativamente, en la misma forma.

Luego tomó su pala y siguió al payaso primero al cementerio. El payaso primero era un hombre alto, enjuto, con expresión amargada pero de talante vivaracho.

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación? —preguntó el payaso primero.

—Le digo que sí —contestó Halsyon—. Así que haga bien la fosa: el juez ha dictaminado en este caso, y ha dispuesto que tenga un entierro cristiano.

—¿Y cómo puede ser eso, a menos que se hubiera ahogado en defensa propia?

—¿No me preguntó eso ya antes? —interrogó Halsyon.

—Silencio, old faithful. Contesta a la pregunta.

—Juraría que esto ya ha sucedido antes.

—¡God damn! ¿Vas a contestar? Cristo.

—Así han juzgado que fue.

Comenzaron a cavar la fosa. El payaso primero recapacitó sobre el asunto y comenzó un tedioso discurso acerca de la ley. Luego cambió a un ánimo más alegre y contó algunos chistes profesionales. Al final Halsyon se marchó y fue hasta la Taberna de Yaughan a beber un trago. Cuando regresó había un par de desconocidos junto a la fosa, y entonces llegó el cortejo fúnebre.

Había una linda muchacha en la procesión, morena, con cabello rizado muy corto y hermosas y largas piernas. Le hizo un guiño. Ella se lo devolvió. Halsyon se le acercó, hablándole con la vista, y ella respondiéndole de la misma manera.

—¿Cuál es su nombre? —susurró.

—Judith —respondió ella.

—Llevo su nombre tatuado, Judith.

—Bromea, señor.

—Puedo probarlo, madam. Le mostraré dónde me lo tatuaron.

—¿Y dónde fue eso?

—En la Taberna de Yaughan. Lo hizo un marinero llegado en el Golden Hind. ¿Querrá verlo esta noche?

Antes  de  que  pudiera  contestarle,  tomó  su  pala  y  siguió  al  payaso  primero  al cementerio. El payaso primero era un hombre alto, enjuto, con una expresión amargada pero de talante vivaracho.

—¡Por el amor de Dios! —se quejó Halsyon—. Podría jurar que esto ya ha sucedido antes.

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación? —preguntó el payaso primero.

—Sé que esto ya ha ocurrido.

—¡Contesta la pregunta!

—Escuche —dijo testarudamente Halsyon—. Quizás estoy loco, quizá no. Pero tengo la terrible sensación de que todo esto ya ha sucedido. Parece irreal. La vida parece irreal.

El payaso primero sacudió la cabeza.

—HimmelHerrGott —murmuró—. Es tal como me temía. Lux et ventas. Debido a una misteriosa mutación de tus genes, que te hace diferente, estás bailando sobre la cuerda floja. ¡Ewigkeit! Contesta a la pregunta.

—Ya la he contestado en una ocasión, la he contestado cien veces.

—Mi  viejo  jamón  con  huevos  —estalló  el  payaso  primero—,  la  has  contestado

5.271.009. ¡God damn! Contéstala de nuevo.

—¿Por qué?

—Porque debes hacerlo. Pot au feu. Es la vicia que debemos vivir.

—¿Le llama a esto vida? ¿Hacer las mismas cosas una y otra vez? ¿Decir las mismas cosas? Guiñando a las chicas, sin lograr pasar a mayores.

—No, no, no, mi Donner und Blitzen. No preguntes. Es una conspiración con la que no nos atrevemos a enfrentarnos. Es la vida que todo hombre vive. Cada hombre hace lo mismo una y otra vez. No hay escapatoria.

—¿Por qué no hay escapatoria?

—No me atrevo a hablar; no me atrevo. Vox populi. Otros han hecho preguntas y han desaparecido. Es una conspiración. Tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—De nuestros amos.

—¿Cómo? ¿Somos propiedad de alguien?

—Sí. ¡Ach, ja! Todos nosotros, joven mutante. No hay realidad. No hay vida, ni libertad, ni libre albedrío. ¡God damn! ¿No te das cuenta? Somos… todos somos personajes de un libro. A medida que el libro es leído, bailamos al son que nos tocan. Cuando el libro es leído de nuevo, bailamos de nuevo. E pluribus unum… ¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación?

—¿Qué es lo que está diciendo? —gritó horrorizado Halsyon—. ¿Que somos marionetas?

—Contesta a la pregunta.

—Si no hay libertad, no hay libre albedrío, ¿cómo podemos estar hablando así?

—Porque el que está leyendo nuestro libro está soñando despierto, mi querido capital de Dakota. ídem est. Contesta a la pregunta.

—No lo haré. Voy a rebelarme. No bailaré más para nuestros amos. Encontraré una vida mejor… Encontraré la realidad.

—¡No, no! ¡Es una locura, Jeffrey! ¡Cul-de-sac!

—Lo único que necesitamos es un líder valeroso. El resto seguirá. ¡Acabaremos con la conspiración que nos tiene encadenados!

—No se puede hacer. Ve con cuidado. Contesta a la pregunta.

Halsyon contestó a la pregunta tomando su pala y dando con ella al payaso primero en la cabeza, aunque éste no pareció darse cuenta, pues preguntó:

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación?

—¡Revolución! —gritó Halsyon, golpeando de nuevo. El payaso comenzó a cantar. Aparecieron los dos caballeros.

Uno dijo:

—¿Acaso este individuo no tiene conciencia profesional, ya que se pone a cantar mientras cava la tumba?

—¡Revolución! ¡Seguidme! —gritó Halsyon, y dio un golpe de pala a la melancólica cabeza del caballero. Este no le prestó atención. Charlaba con su amigo y con el payaso primero. Halsyon giró como un derviche, dando golpes a todos lados con su pala. El caballero tomó un cráneo  y  filosofó  acerca  de  alguna  persona  o  personas  llamadas Yorick.

Apareció el cortejo fúnebre. Halsyon lo atacó, girando y dando vueltas, una y otra vez, con el lento frenesí de un hombre que sueña.

—Deje de leer el libro —gritó—. Déjeme salir de las páginas. ¿Puede oírme? ¡Deje de leer el libro! Prefiero vivir en un mundo que yo haya hecho. ¡Déjeme ir!

Se oyó un tremendo trueno, como si las hojas de un gigantesco libro se hubieran cerrado de golpe. En un instante Halsyon se vio lanzado al tercer compartimiento del séptimo círculo del Infierno en el decimocuarto canto de la Divina Comedia, en el que los que han pecado contra el arte son atormentados por llamaradas de fuego que caen eternamente sobre ellos. Allí aulló hasta que hubo divertido lo bastante. Y sólo entonces se le permitió pensar en un texto propio… y formó un nuevo mundo, un mundo romántico, un mundo que era uno de sus más caros sueños…

Era el último hombre de la Tierra.

Era el último hombre de la Tierra y aullaba.

Las  colinas,  los  valles,  las  montañas  y  los  arroyos  eran  suyos,  sólo  suyos,  y  no obstante aullaba.

Tenía cinco millones doscientas setenta y una mil nueve casas en las que cobijarse, 5.271.009 camas en las que dormir. Las tiendas estaban a su disposición para que las forzase y entrase en ellas. Todas las joyas del mundo eran suyas; y los juguetes, las herramientas, los juegos, los bienes, los lujos… todo ello pertenecía al último hombre de la Tierra, y éste aullaba.

Dejó  la  señorial  mansión  campestre  de  Connecticut  que  había  tomado  como residencia; cruzó por Westchester, aullando; corrió hacia el sur por lo que en otro tiempo había  sido  la  Autopista  Hendrick  Hudson;  cruzó  el  puente  que  daba  a  Manhattan; aullando; corrió por la ciudad pasando junto a solitarios rascacielos, almacenes, palacios de diversiones, aullando. Aulló mientras bajaba por la Quinta Avenida, y en la esquina de la calle Quince se topó con un ser humano.

Estaba viva, y respiraba; era una hermosa mujer: alta y morena con un cabello rizado muy corto y hermosas piernas largas. Llevaba puesta una blusa blanca, unos pantalones de montar de piel de tigre y unas botas de cuero negro. Llevaba un rifle. De su cadera colgaba un revólver. Estaba comiendo tomates estofados de una lata y se quedó mirando a Halsyon, incrédulamente. El corrió hasta ella.

—Creí que era el último ser humano de la Tierra — le dijo ella.

—Eres la última mujer —aulló Halsyon—. Yo soy el último hombre. ¿Eres dentista?

—No —le dijo ella—. Soy la hija del infortunado Profesor Field, cuyo bienintencionado pero desgraciado experimento de fisión nuclear ha borrado a la humanidad de la faz de la Tierra con la excepción de ti y de mí, que, sin duda, a causa de una misteriosa mutación genética que nos hace diferentes, somos los últimos miembros de la antigua civilización y los primeros de la nueva.

—¿No te enseñó tu padre algo de odontología.

—No —le contestó ella.

—Entonces, déjame tu revólver.

Ella lo sacó de la funda y se lo entregó, pero cuidando de tener el rifle a punto. Halsyon alzó el percutor.

—Lamento que no seas dentista —dijo.

—Soy una bella mujer con un C.I. de 141, lo que es mucho más importante para la propagación de una nueva y hermosa raza de hombres que hereden la buena y verde tierra — dijo ella.

—No, con este dolor de muelas no es lo más importante —aulló Halsyon. Se llevó el revólver a la sien y se saltó la tapa de los, sesos.

Se despertó con un terrible dolor de cabeza. Estaba yaciendo en el estrado, junto al taburete,  con  su  dolorida  sien  apretada  contra  el  frío  suelo.  El  señor  Aquila  había emergido de detrás de la pantalla de plomo y estaba poniendo en marcha un extractor de aire para limpiar la atmósfera.

—Bravo, mi hígado con cebolla —cloqueó—. La última la hiciste tú mismo, ¿eh? No necesitaste la ayuda de tu seguro servidor. Meglio tardi che mai. Pero te caíste y te diste un coscorrón antes de que pudiera sostenerte. ¡God damn!

Ayudó a Halsyon a ponerse en pie y lo llevó a la sala de consultas en donde lo sentó en un sofá forrado de terciopelo, dándole una copa de brandy.

—Garantizado sin drogas —dijo—, Noblesse oblige. Sólo contiene los mejores spiritus frumenti. Ahora discutiremos lo hemos hecho, ¿eh? Cristo.

Se sentó tras el escritorio, aún vivaracho, aún amargado, y contempló a  Halsyon amistosamente.

—El hombre vive según lo que decide, ¿n’est-ce pas? —comenzó a decir—. ¿Estamos de acuerdo? ¿Oui? Un hombre tiene unas cinco millones doscientas setenta y una mil nueve decisiones que tomar en el curso de su vida. ¡Peste! ¿Es un número primo? N’importe. ¿Estás de acuerdo?

Halsyon asintió.

—Así que, mi café con donuts, es la madurez de estas decisiones lo que indica si un hombre es un hombre o un niño. ¿Nicht wahr?  Malgré  nous.  Un  hombre  no  puede comenzar a tomar decisiones de adulto hasta que se ha purgado a sí mismo de los sueños de la infancia. ¡God damn! Esas fantasías. Deben desaparecer.

—No —dijo lentamente Halsyon—. Son los sueños lo que constituye mi arte… los sueños y fantasías, que transformo en líneas y colores…

—¡God damn! Sí. De acuerdo. ¡Maítre d’hôtel! Pero sueños de adulto, no de bebé. Sueños de bebé. ¡Fiu! Todos los hombres los tienen… ser el último hombre de la Tierra y poseerla… Ser el último hombre fértil de la Tierra y poseer a las mujeres… Regresar hacia atrás en el tiempo con la ventaja del conocimiento de un adulto y ganar en todo… Escapar a la realidad con el sueño de que la vida es una ficción… Escapar de la responsabilidad con una fantasía de heroica injusticia, de martirio con un final feliz… Y hay centenares más, igualmente populares, igualmente vacíos. Dios bendiga a papá Freud y a todos sus bufones. Da el finiquito a todas esas tonterías. Sic semper tyrannis.

¡Avaunt!

—Pero si todo el mundo tiene esos sueños, no pueden ser malos, ¿no es así?

—¡God damn! Todo el mundo, en el siglo XIV, tenía piojos, ¿acaso eso hacía que fueran una buena cosa? No, jovencito, tales sueños son para los niños. Demasiados adultos son aún niños. Sois vosotros, los artistas, los que debéis sacarlos de ellos, tal como yo he hecho contigo. Yo te he purgado a ti; ahora, tú púrgalos a ellos.

—¿Por qué ha hecho esto?

—Porque tengo fe en ti. Sic vos non vobis. No será fácil para ti. Un largo y duro y solitario camino.

—Supongo que debería sentirme agradecido — murmuró Halsyon—. Pero me siento…bien… vacío. Estafado.

—Oh, sí, ¡God damn! Si uno vive con una ¡Cristo! enorme úlcera el bastante tiempo, uno la echa a faltar cuando se la eliminan. Tú estabas escondido en una úlcera. Yo te he robado ese refugio. Ergo: te sientes estafado. ¡Espera! Aún te sentirás más estafado. Ya te dije que había un precio que pagar. Lo has pagado. Mira.

El señor Aquila alzó un espejo de mano. Halsyon lo miró, y lo miró y lo miró. Una cara de cincuenta años de edad le devolvió la mirada: arrugada, endurecida, sólida, decidida. Halsyon se puso en pie de un salto.

—Tranquilidad, tranquilidad —le aconsejó el señor Aquila—. Eso no es tan malo. Es muy bueno. Aún sigues teniendo treinta y tres años en edad física. No has perdido nada de tu vida… sólo toda tu juventud, ¿Qué es lo que has perdido? Un rostro hermoso con el que atraer a las jovencitas. ¿Es por eso por lo que estás enloquecido?

—¡Cristo! —gritó Halsyon.

—De acuerdo. Sigue tranquilo, muchachito. Ahí estás, purgado, desilusionado, descontento, asombrado, habiendo dado ya un paso por el duro camino que lleva a la madurez. ¿Preferirías que esto hubiera sucedido o no? Sí. Puedo hacerlo. Esto puede no haber sucedido nunca. Spurlos versenkt. Tan solo han pasado diez segundos desde que escapaste. Puedes volver a tener tu bonito rostro. Puedes volver a ser capturado. Puedes regresar a la segura úlcera de la matriz… ser un niño de nuevo. ¿Te gustaría eso?

—No puede hacerlo.

—Sauve qui peut, mi pico de pica. Puedo. No hay límite alguno para la banda de los 15.000 angstroms.

—¡Maldito sea! ¿Es usted Satanás? ¿Lucifer? Sólo el diablo puede tener esos poderes.

—O los ángeles, mi viejo.

—No parece un ángel. Se parece a Satanás.

—¿Ah? ¿Ja? Pero Satanás fue un ángel antes de caer. Tenía muchas amistades en lo alto. Seguramente debe haber un parecido de familia. ¡God damn! —el señor Aquila dejó de reír. Se inclinó sobre el escritorio y la vivacidad desapareció de su rostro. Sólo quedó la amargura—. ¿Debo decirte quién soy, pollito? ¿Debo explicarte por qué una sola mirada descuidada te hizo caer al abismo?

Halsyon asintió, incapaz de hablar.

—Soy un malvado, una oveja negra, un scapegrace, un tunante. Soy el hombre del saco. Sí. ¡God damn! Soy el hombre del saco.— Los ojos del señor Aquila se convirtieron en  rendijas.—  Para  tus  estándares  soy  un  gran  hombre  de  infinitos  poderes  y posibilidades. Tal como era el hombre del saco de Europa para el ingenuo nativo de Tahití. ¿Eh? Pues así soy yo mientras vengo a este retiro de las estrellas buscando un poco de diversión, algo de esperanza, una chispa de alegría con que iluminar los solitarios años de mi exilio…

Soy malo —dijo el señor Aquila con un tono de gélida desesperación—. Estoy podrido. No hay ningún lugar en mi patria en que puedan soportarme. Me pagan para que permanezca alejado. Y hay momentos de descuido en que mi enfermedad y mi desesperación llenan mis ojos y causan el terror en vuestras almas inocentes. Tal como ahora te causo terror. ¿No?

Halsyon asintió de nuevo.

—Déjate guiar por mí. Fue el niño que hay en Solón Aquila lo que lo destruyó y lo llevó a la enfermedad que destruyó su vida. Oui. Yo también sufro las fantasías infantiles, a las que no puedo escapar. No cometas el mismo error. Te lo suplico… — el señor Aquila miró a su reloj de pulsera y dio un salto. Su expresión volvió a ser vivaracha—. Cristo. Es tarde. Es ya hora de que tornes una decisión, viejo burbon con soda. ¿Cuál será? ¿Rostro viejo o rostro bonito? ¿La realidad de los sueños o el sueño de la realidad?

—¿Cuántas decisiones dijo que tenemos que tomar en nuestra vida?

—Cinco millones doscientas setenta y una mil nueve. Más o menos un millar. ¡God damn!

—Y ésta, ¿qué número es de las mías.

—¿Ah? Vérité sans peur. La dos millones seiscientas treinta y cinco mil quinientas cuatro… así, a ojo de buen cubero.

—Pero ésta es la más importante.

—Todas son igual de importantes —el señor Aquila se acercó a la puerta, colocó su mano sobre los botones de un aparato bastante complicado, y guiñó un ojo a Halsyon.

—Voilá tout —dijo—. Te toca a ti.

—Tomaré el camino duro —decidió Halsyon.

Alfred Bester: Su vida ya no es como antes. Cuento

NYC65945La chica que conducía el jeep era muy guapa y muy nórdica. Llevaba el pelo rubio recogido hacia atrás en una cola de caballo, pero lo tenía tan largo que parecía más bien la cola de una yegua. Llevaba sandalias, unos vaqueros gastados, y nada más. Estaba bellamente bronceada. Cuando hizo girar el jeep saliéndose de la Quinta Avenida y enfiló entre saltos las escaleras de la biblioteca, sus senos danzaban encantadoramente.

Aparcó frente a la entrada de la biblioteca, salió del coche, y estaba a punto de entrar cuando algo del otro lado de la calle atrajo su atención. Miró, vaciló, se miró luego los pantalones e hizo una mueca. Se quitó los pantalones y se los tiró a las palomas que perpetuamente pían y se arrullan en las escaleras de la biblioteca. Mientras éstas levantaron el vuelo asustadas, la chica bajó corriendo hasta la Quinta Avenida, cruzó y se detuvo ante el escaparate de una tienda. En él había un vestido de lana color ciruela. Tenía la cintura alta, falda muy larga, y no demasiados agujeros de polillas. El precio era setenta y nueve dólares y noventa centavos.

La chica vagó entre los viejos coches que estaban aparcados en la avenida hasta que dio con un guardabarros suelto. Rompió con él la puerta de cristal de la tienda, entró, esquivando cuidadosamente los fragmentos de cristal y buscó entre las polvorientas perchas.

Era una chica alta y no le resultaba fácil encontrar prendas de su talla. Por fin abandonó el traje de lana color ciruela y se quedó con un tartán oscuro, talla doce, de ciento veinte dólares, rebajado a noventa y nueve noventa. Localizó un talón de facturas y un lápiz, sopló el polvo y cuidadosamente escribió 99,90 dólares. Linda Nielsen.

Regresó a la biblioteca y cruzó la puerta principal, que había tardado una semana en abrir con una maza. Cortó a través del gran vestíbulo, sucio de los excrementos de las palomas que entraban allí libremente desde hacia cinco años. Mientras corría se cubría la cabeza con los brazos para protegerse el pelo de las cagaditas. Subió las escaleras- en el tercer piso entró en la Sala de Imprenta. Como siempre firmó en el registro: Fecha -20 de junio de 1981. Nombré -Linda Nielsen. Dirección Central Park Estanque de Modelos de Barcos. Negocio o Empresa Ultimo Hombre Sobre la Tierra.

Había tenido una larga discusión consigo misma sobre Negocio o Empresa la primera vez que entró en la biblioteca. Desde un punto de vista estricto, ella era la última mujer sobre la tierra, pero había pensado que si escribía eso parecería chauvinismo; y «Ultima Persona Sobre la Tierra» parecía estúpido, algo así como llamar pócima a una bebida.

Sacó carpetas de las estanterías y comenzó a ojearlas. Sabía exactamente lo que quería; algo cálido con tonos azules que se ajustase a un marco de 20X30 para su dormitorio. En una colección de Hiroshige, de incalculable valor, encontró un grabado con un hermoso paisaje. Rellenó una ficha la colocó cuidadosamente sobre la mesa del bibliotecario y se fue con el grabado.

Abajo, se detuvo en la sala principal de comunicación, se acercó a las estanterías posteriores y eligió dos gramáticas italianas y un diccionario italiano. Luego volvió al salón principal, salió hacia su jeep, y colocó los libros y el grabado en el asiento delantero junto a su acompañante, una maravillosa muñeca de porcelana de Dresde. Cogió una lista que decía:

Grabado Japonés

Italiano

Marco de 20X30

Sopa de Langosta

Limpiavajillas

Detergente

Limpiamuebles

Estropajo

Tachó los dos primeros artículos, colocó de nuevo la lista en la guantera, entró en el vehículo y bajó a saltos las escaleras de la biblioteca. Subió por la Quinta Avenida, esquivando los montones de escombros. Cuando pasaba ante las ruinas de la Catedral de San Patricio, en la calle Cincuenta apareció un hombre que pareció surgir de la nada.

Salió de entre los escombros y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, comenzó a cruzar la avenida frente a ella. Ella lanzó un grito, tocó la bocina, que no sonó, y frenó tan precipitadamente que el jeep derrapó y fue a dar contra los restos de un autobús número 3. El hombre lanzó un grito, dio un salto de tres metros y luego se quedó paralizado, mirándola.

—No sabe usted circular por la calle—gritó ella—. ¿Por qué no mira por dónde va? ¿Se cree usted que está solo en la ciudad?

El la miraba sin poder articular palabra. Era un hombre alto, de pelo tupido y rizado, barba pelirroja y piel curtida. Vestía ropa del ejército, pesadas botas de esquiador y llevaba una mochila y una manta a la espalda. Llevaba también un viejo fusil y los bolsillos llenos de cosas. Parecía un explorador.

—Dios mío—murmuró al fin con voz áspera—. Alguien al fin. Lo sabía. Siempre supe que encontraría a alguien. —Luego advirtió su hermoso y largo pelo, y bajó los ojos—. Pero una mujer—murmuró—. Esta condenada mala suerte mía…

—¿Qué eres tú, una especie de loco?—gritó ella—. ¿No sabes nada mejor que cruzar con el semáforo en rojo?

Él miró a su alrededor desconcertado.

—¿Qué semáforo?

—Bueno, está bien, no hay semáforos, pero podías mirar por dónde vas…

—Lo siento, señora. A decir verdad, no esperaba que hubiese tráfico.

—Pues es puro sentido común—gruñó ella, apartando el jeep del autobús.

—Hey, señora, espere un momento.

—¿Sí?

—Escuche, ¿Sabe usted algo de televisión? De electrónica, como dicen…

—¿Está intentado burlarse?

—No, hablo en serio. De veras.

Ella soltó un bufido e intentó continuar Quinta Avenida arriba, pero él no se apartaba para dejarla paso.

—Por favor, señora —insistió—. Tengo buenas razones para preguntarlo. ¿Sabe algo o no?

—No.

—¡Maldita sea! Señora, perdóneme, no pretendo ofenderla, pero dígame, ¿Ha encontrado a alguien más en esta ciudad?

—No hay nadie más que yo. Yo soy el último hombre sobre la Tierra.

—Qué curioso. Yo siempre pensé que lo era yo.

—Muy bien, pues soy la última mujer sobre la Tierra.

Él movió la cabeza, negando.

—Tiene que haber más gente; tiene que haberla. Es lógico. Al sur, quizás. Yo vengo de New Haven, y supuse que si me dirigía hacia donde el clima era más cálido, encontraría tipos a los que podría preguntarles algo.

—¿Preguntar qué?

—Bueno, una mujer no lo entendería. Y no es que pretenda ofender.

—Bueno, si quiere usted seguir hacia el sur va en dirección contraria.

—Esto es el sur, ¿No?—preguntó, señalando Quinta Avenida abajo.

—Sí, pero acabará en un callejón sin salida. Manhattan es una isla. Lo que tiene que hacer es ir hacia arriba y cruzar por el puente George Washington a Jersey.

—¿Hacia arriba? ¿Qué camino es ése?

—Tiene que ir por la Quinta Avenida arriba hasta Cathedral Parkwell, luego tiene que seguir hasta el West Side y luego por River Side arriba. No tiene pérdida.

Él la miró desesperado.

—¿Es usted forastero en la ciudad?

Él asintió. –

—Bueno, está bien—dijo ella—. Suba. Le llevaré.

Trasladó los libros y la muñeca de porcelana al asiento trasero y él se sentó a su lado. Mientras arrancaba, ella miró sus gastadas botas de esquiador.

—Ha caminado mucho, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué no conduce? Puede encontrar fácilmente un coche que funcione, y hay aceite y gasolina en abundancia.

—Yo no sé conducir—dijo él con tristeza—. Es la historia de mi vida.

Lanzó un suspiro, y esto hizo que la mochila chocase aparatosamente contra el hombro de ella. Ella le examinó con el rabillo del ojo. Tenía un vigoroso pecho, un torso largo y sólido y piernas fuertes. Tenía las manos grandes y fuertes, y en el cuello se abultaban los músculos. Quedó un momento pensativa y luego hizo un gesto de asentimiento y paró el jeep.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Se ha estropeado?

—¿Cómo te llamas?

—Mayo. Jim Mayo.

—Yo soy Linda Nielsen.

—Ya. Encantado de conocerla. ¿Qué le ha pasado al coche?

—Jim, quiero hacerte una proposición.

—¿Cómo? —la miró dubitativamente—. Escucharé con mucho gusto, señora… quiero decir, Linda. Pero he de decirte que tengo que hacer una cosa que me mantendrá ocupado durante mucho tiem… —su voz se perdió al huir de la intensa mirada ella.

—Jim, si tú haces algo por mí, yo haré algo por ti.

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—Bueno, yo me siento terriblemente sola, por las noches. Durante el día no es tan terrible (siempre hay montones de tareas que te mantienen ocupada), pero de noche es sencillamente horrible.

—Ya lo sé —murmuró él.

—Tengo que hacer algo para resolverlo.

—Pero, ¿Qué puedo hacer yo?—preguntó él, nervioso.

—¿Por qué no te quedas un tiempo en Nueva York? Si lo haces, te enseñaré a conducir y te buscaré un coche para que no tengas que seguir hacia el sur caminando.

—Vaya, es una buena idea. ¿Resulta difícil aprender a conducir?

—Podría enseñarte en un par de días.

—Yo no aprendo las cosas tan deprisa.

—Está bien, un par de semanas, pero piensa en el tiempo que ahorrarás a la larga.

—Sí—dijo—, parece una gran idea.—Luego apartó otra vez la mirada—. Pero, ¿Qué he de hacer yo por ti?

La emoción iluminó la cara de ella.

—Jim, quiero que me ayudes a trasladar un piano.

—¿Un piano? ¿Qué piano?

—Un piano de madera de rosal de Steinway, de la calle Cincuenta y Siete. Me muero de ganas de tenerlo en casa. El salón está pidiéndolo a gritos.

—Oh, ¿Quieres decir que estás amueblando?

—Sí pero además es que quiero tocar después de la cena. Uno no puede estar oyendo discos siempre. Lo tengo todo planeado, tengo libros que enseñan a tocar, libros que explican cómo hay que afinar un piano… He podido preverlo todo, pero no puedo trasladar el piano.

—Sí, pero… hay apartamentos en esta ciudad con piano —objetó él—. Debe de haber centenares, como mínimo. Entra en razón. ¿Por qué no vives en uno de ellos?

—¡Jamás! Me gusta mi casa. Me he pasado cinco años decorándola, y es maravillosa. Además está el problema del agua.

Él asintió.

—El agua es siempre una pesadilla. ¿Cómo te las arreglas?

—Vivo en la casa de Central Park donde guardaban los modelos de yates. Queda frente al estanque de los modelos de yates. Un sitio encantador, y lo tengo muy arreglado. Podríamos llevar allí el piano entre los dos, Jim. No sería difícil.

—Bueno, no sé, Lena.

—Linda.

—Perdóname. Linda. Yo…

—Pareces bastante fuerte. ¿Qué era lo que hacías antes?

—Era luchador profesional.

—¡Vaya! Sabía que eras fuerte.

—Bueno, pero ya no soy luchador. Entré a trabajar de camarero y luego me introduje en el negocio de los restaurantes. Abrí uno en New Haven. Se llamaba «The Body Slam», quizás hayas oído hablar de él.

—No, lo siento.

—Era muy famoso entre la gente del deporte. ¿Qué hacías tú antes?

—Era investigadora de BBDO.

—¿Qué es eso?

—Una agencia de publicidad —explicó ella con impaciencia—. Ya hablaremos de eso más tarde, si te quedas. Yo te enseñaré a conducir, y trasladaremos el piano y hay unas cuantos cosas más que yo… pero pueden esperar. Después podrás seguir hacia el sur.

—Bueno, Linda, no sé…

Ella cogió las manos de Mayo.

—Vamos, Jim, sé un deportista. Puedes quedarte conmigo. Soy una cocinera magnífica, y tengo una encantadora habitación para huéspedes…

—¿Para qué? Quiero decir, si pensabas que eras el último hombre sobre la tierra…

—Esa es una pregunta estúpida. Una casa como es debido tiene que tener una habitación de huéspedes. Te encantará mi casa, ya lo verás. He convertido los prados en granja y huerto, y se puede nadar en el estanque, y te conseguiremos un Jaguar nuevo… sé donde hay uno maravilloso.

—Creo que preferiría un Cadillac.

—Puedes elegir a tu gusto. Así que, ¿Qué me dices, Jim? ¿Cerramos el trato?

—De acuerdo, Linda—murmuró él a regañadientes—. Lo cerramos.

Era realmente una casa encantadora, con su tejado de pagoda de un color entre cobre gastado y verde grisáceo, paredes de piedra, y grandes ventanas. A la suave luz del sol de junio el estanque oval que había ante ella tenía un brillo azulado, y en él graznaban y chapoteaban afanosamente los patos. En las suaves laderas cubiertas de hierba que formaban un cuenco alrededor del estanque había bancales cultivados. La casa se orientaba al oeste, y tras ella se extendía Central Park como una gran finca sin cultivar.

Mayo contempló el estanque pensativo.

—Debería tener barcas.

—La casa estaba llena de ellas cuando me trasladé aquí —dijo Linda.

—Yo siempre quise tener un modelo de barco cuando era niño. Una vez, incluso… —Mayo se interrumpió.

Un ruido penetrante llegó hasta ellos procedente de un lugar indeterminado; era una serie irregular de pesados golpes que sonaban como piedras bajo el agua. Se detuvo tan bruscamente como había comenzado.

—¿Qué fue eso?—preguntó Mayo.

—No estoy segura—contestó Linda encogiéndose de hombros—. Creo que es la ciudad derrumbándose. De vez en cuando se ven caer los edificios. Uno se acostumbra.—Recuperó su entusiasmo—. Ahora vamos dentro. Quiero enseñarte una cosa.

Linda explotaba de orgullo mientras prodigaba detalles de decoración al desconcertado Mayo, impresionado por el salón victoriano, el dormitorio Imperio y la cocina estilo rústico con un hornillo de keroseno en perfecto estado. La habitación de huéspedes colonial, con cama endoselada, gruesa alfombra y lámparas Tole, le irritó.

—Es demasiado femenina, ¿No crees?

—Naturalmente. Soy una chica.

—Sí. Claro. Quiero decir… —Mayo miraba a su alrededor dubitativamente—. Bueno, un hombre está acostumbrado a cosas menos delicadas. No te enfades.

—No me enfado. Esa cama es bastante fuerte. Pero no lo olvides, Jim, no pongas los pies en el cobertor, retíralo de noche. Si tienes los zapatos sucios, quítatelos antes de entrar. Cogí esa alfombra del museo y no quiero que se estropee. ¿Tienes muda?

—Sólo lo que llevo puesto.

—Tendremos que elegir prendas nuevas mañana. Lo que llevas está tan astroso que no merece la pena lavarlo.

—Oye—dijo él desesperadamente—, creo que va a ser mejor que acampe en el parque.

—¿Por qué?

—Bueno, estoy más acostumbrado al aire libre que a las casas. Pero no te preocupes por eso, Linda. Estaré cerca por si me necesitas.

—¿Por qué habría de necesitarte?

—No tienes más que dar una voz.

—Tonterías—dijo Linda con firmeza—. Eres mi huésped y te quedarás aquí. Ahora lávate un poco; voy a hacer la cena. ¡Oh, maldita sea! Me olvidé de coger la sopa de langosta.

Linda obsequió a Mayo con una magnífica cena de artículos enlatados, servida en una excelente vajilla de porcelana Cornisetti y cubiertos de plata daneses. Era una típica comida de chica, y Mayo seguía teniendo hambre al terminar, pero era demasiado educado para decirlo. Estaba, además, demasiado exhausto para inventar una excusa y salir a buscar algo más sustancioso. Se tumbó en la cama, acordándose de quitarse los zapatos, pero olvidándose del cobertor.

A la mañana siguiente, le despertó un sonoro graznido y un repiqueteo de alas. Bajó de la cama y se acercó al ventanal justo a tiempo para ver a los patos desalojados del estanque por lo que parecía un globo rojo. Cuando se sacudió las brumas del sueño vio que era un gorro de baño. Se acercó al estanque, estirándose y bostezando. Linda gritó alegremente y nadó hacia él. Salió del estanque y el gorro de baño era todo lo que llevaba. Mayo retrocedió, apartándose del chapoteo y las salpicaduras.

—Buenos días—dijo Linda—.¿Has dormido bien?

—Buenos días—dijo Mayo—. No sé. La cama me produjo agujetas en la espalda. El agua debe de estar muy fría. Tienes carne de gallina.

—Qué va, está estupenda.—Se quitó el gorro y desplegó su pelo—. ¿Dónde está esa toalla? Ah, aquí está. Vamos, al agua Jim. Después te sentirás muy bien.

—No me gusta cuando está fría.

—No seas miedica.

Un estruendo atronador estremeció la tranquila mañana. Mayo alzó la vista hacia el cielo despejado con asombro.

—¿Qué demonios fue eso?—exclamó.

—Mira —dijo Linda.

—Parecía un avión supersónico.

—¡Allí! —gritó ella, señalando hacia el oeste—. ¿ves?

Uno de los rascacielos del West Side se desmoronaba majestuosamente, desplegando una lluvia de ladrillos y cascotes. Momentos después oyeron el estruendo del derrumbe.

— iQué espectáculo! —murmuró Mayo sobrecogido.

—Decadencia y caída de la ciudad imperial. Uno acaba acostumbrándose. Ahora date un chapuzón, Jim. Te traeré una toalla.

Linda entró corriendo en la casa. El se quitó los pantalones y los calcetines, pero seguía aún al borde del estaque, metiendo tímidamente un pie en el agua, cuando ella volvió con una inmensa toalla de baño.

—Está terriblemente fría, Linda —gimió.

—¿No te dabas duchas frías cuando eras luchador?

—Qué va, nunca. Siempre me duchaba con agua muy caliente.

—Jim, si te quedas ahí, nunca te bañarás. Estás empezando a temblar. ¿Es un tatuaje eso que tienes en la cintura?

—¿Qué? Oh, sí. Es una pitón, en cinco colores. Da toda la vuelta, ¿ves?—se giró orgulloso—. Me lo hice cuando estuve con el ejército en Saigón en el sesenta y cuatro. Es una pitón tipo oriental. Elegante, ¿Eh?

—¿No te dolió?

—La verdad es que no. Los hay que dicen que el tatuaje es una especie de tortura china. Pero es puro cuento. Más que nada es como un picor, como cosquillas.

—¿Fuiste soldado en el sesenta y cuatro?

—Sí, lo fui.

—¿Cuántos años tenías?

—Veinte.

—¿Entonces tienes treinta y siete ahora?

—Treinta y seis; voy a cumplir treinta y siete.

—Entonces has encanecido prematuramente.

—Supongo que sí.

Linda le contempló pensativa.

—Te advierto que si te das un chapuzón es mejor que no te mojes la cabeza.

Linda volvió corriendo a la casa. Mayo, avergonzado de sus vacilaciones, se tiró de pie al estanque. Allí se quedó de pie, con el agua hasta el pecho, salpicándose la cara y los hombros, hasta que regresó Linda. Traía un taburete unas tijeras y un peine.

—¿Verdad que está estupenda? —preguntó.

Linda se echó a reír.

—Bueno, sal. Voy a cortarte un poco el pelo.

Mayo salió del estanque. Se secó y se sentó obediente en el taburete.

—La barba también —insistió Linda—. Quiero ver qué aspecto tienes en realidad.

Le cortó la barba lo suficiente para que pudiera afeitársela inspeccionó, y asintió con satisfacción.

—Muy guapo.

—Oh, vamos —dijo Mayo, ruborizándose.

—En la cocina hay un cubo con agua caliente. Ve y aféitate. No te molestes en vestirte. Después del desayuno buscaremos ropa nueva, y luego… el Piano.

—No podría andar por la calle desnudo—dijo él, asombrado.

—No seas tonto. ¿Quién va a verte? Date prisa.

Bajaron hasta Abercrombie & Fitch entre Madison y la Calle Cuarenta y Cinco, Mayo recatadamente envuelto en su toalla. Linda le explicó que llevaba años siendo cliente y le enseñó el montón de facturas que había acumulado. Mayo las examinó con curiosidad mientras ella le tomaba medidas y le elegía ropa. Cuando ella regresó cargada de prendas, él estaba casi indignado.

—Jim he encontrado unos mocasines de alce magníficos, y un traje safari, y calcetines de lana, y camisas marineras, y…

—Oye—la interrumpió él—, ¿Sabes cuánto sube tu cuenta? Casi mil cuatrocientos dólares.

—¿De veras? Ponte primero los pantalones. No hace falta plancharlos y se secan enseguida.

—Pero tú estás loca, Linda. ¿Para qué demonios querías todas estas cosas que compraste?

—¿Te van bien los calcetines? ¿Qué cosas? Lo necesitaba todo.

—¿Sí? ¿Necesitabas, por ejemplo…? —repasó las facturas—. ¿Necesitabas, por ejemplo, estas gafas submarinas con lentes de plástico, de nueve noventa y cinco? ¿Para qué?

—Para poder limpiar el fondo de la piscina.

—¿Y qué me dices de esta cubertería de acero inoxidable para cuatro, de treinta y nueve cincuenta?

—Cuando tengo pereza y no me apetece calentar agua, puedo lavar los cubiertos de acero inoxidable en agua fría. —Se quedó contemplándole admirado—. Oh, Jim, mírate en un espejo. Tienes un aire de verdadero galán romántico, como ese cazador de caza mayor del relato de Hemingway.

Él volvió la cabeza, sin hacerle caso.

—No sé cómo vas a salir de ésta. Tienes que vigilar tus gastos, Linda. ¿No crees que es mejor que nos olvidemos de ese piano?

—Ni hablar—dijo ella, con firmeza—. No me importa lo que cueste. Un piano es una inversión para toda la vida, y merece la pena.

Linda estaba muy nerviosa y excitada mientras iban calle arriba hacia la sala de espectáculos Steinway. Tras una larga tarde de esfuerzos musculares con la ayuda de cuerdas y grúas, consiguieron llevar el piano hasta el salón de la casa de Linda. Mayo hizo una comprobación final para asegurarse de que estaba firmemente asentado, y luego se derrumbó exhausto.

—¡Ay, Dios mío!—masculló—. Habría sido más fácil seguir caminando hacia el sur.

—¡Jim! —Linda corrió hacia él y le dio un fervoroso abrazo—. Jim, eres un ángel. ¿Te encuentras bien?

—Estoy perfectamente—gruñó él—. Déjame, Linda. No puedo respirar.

—No sé cómo darte las gracias. Llevo siglos soñando con esto. No sé como voy a pagarte. Pídeme lo que quieras.

—Bueno—dijo él—, me cortaste el pelo…

—Hablo en serio.

—¿No vas a enseñarme a conducir?

—Desde luego. Lo más deprisa posible. Es lo menos que puedo hacer—Linda retrocedió hasta un sillón y se sentó los ojos fijos en el piano.

—No armes tanto escándalo por nada—dijo él, levantándose.

Se sentó ante el teclado, lanzó una sonrisa tímida por encima del hombro a Linda, y luego comenzó a teclear EZ Mnuet en G.

Linda se incorporó asombrada.

—¡Sabes tocar! —murmuró.

—Sí. De muchacho tocaba el piano.

—¿Sabes leer música?

—Sí, lo hacía.

—¿Podrías enseñarme?

—Supongo que sí; es bastante difícil. Mira, ésta es otra pieza que tuve que aprender.

Comenzó a mutilar El Murmullo de la Primavera. Con el piano desafinado y sus errores, sonaba con un tono espectral.

—Maravilloso —balbució Linda—. ¡Maravilloso!

Tenía los ojos clavados en su espalda y había en su rostro una expresión firme y decidida. Se levantó, se acercó lentamente a él, y apoyó las manos en sus hombros.

Él alzó los ojos hacia ella.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Nada —contestó ella—. Tú toca el piano. Yo prepararé la cena.

Pero tan preocupada se mostró durante el resto de la velada, que Mayo se puso nervioso. Se fue a la cama muy temprano.

Hasta las tres del día siguiente, no dieron con un coche que funcionase, y no fue un Cadillac sino un Chevrolet… no descapotable, porque a Mayo no le gustaba la idea de conducir a la intemperie en un descapotable. Salieron con él del garaje de la Décima Avenida y regresaron al East Side, donde Linda se sentía más a gusto. Confesó que las fronteras de su mundo iban de la Quinta Avenida a la Tercera y de la calle Cuarenta y Dos a la Ochenta y Seis. Fuera de estos límites, se sentía incómoda.

Cedió el volante a Mayo y le dejó bajar y subir por la Quinta y Madison, practicando arrancadas y paradas. El coche se le caló varias veces, chocó con montones de escombros, dio marcha atrás contra un escaparate que, afortunadamente, no tenía cristales.

Temblaba de nerviosismo.

—Es difícil de veras—se quejó.

—Sólo es cuestión de práctica —dijo ella, tranquilizándole—. No te preocupes. Te prometo que acabarás siendo un especialista aunque tardemos un mes.

—¡Un mes!

—Dijiste que eras lento para aprender, ¿No? No me eches la culpa a mí. Para aquí un momento.

Él detuvo el Chevrolet. Linda salió.

—Espérame.

—¿Qué pasa?

—Una sorpresa.

Linda entró corriendo en una tienda y salió al cabo de media hora con un vestido negro y fino, collar de perlas y zapatos de tacón alto. Llevaba el pelo recogido en una especie de corona. Mayo la contempló asombrado cuando entraba en el coche.

—¿Pero qué es esto?—preguntó.

—Parte de la sorpresa. Gira hacia el este en la calle Cincuenta y Dos.

Él puso en marcha laboriosamente el coche y se dirigió hacia el este.

—¿Por qué te has puesto de noche?

—Es un traje de cocktail.

—¿Para qué?

—Es la ropa adecuada para el lugar al que vamos. ¡Cuidado, Jim! —Linda desvió el volante esquivando un montón de escombros—. Voy a llevarte a un restaurante famoso.

—¿A comer?

—No, tonto, a tomar una copa. Eres mi huésped y tengo que distraerte. Es ahí a la izquierda. Mira a ver si hay sitio para aparcar.

El aparcó abominablemente. Cuando salían del coche, se detuvo y empezó a olisquear con curiosidad.

—¿Hueles eso?—preguntó.

—¿El qué?—dijo ella.

—Esa especie de olor dulce.

—Es mi perfume.

—No, es algo que está en el aire, algo dulzón… Conozco ese olor, pero no recuerdo exactamente qué es.

—No te preocupes. Entremos. —Le condujo al interior del restaurante—. Deberías llevar corbata —murmuró—, pero podremos arreglarnos también así.

A Mayo no le impresionó gran cosa la decoración del restaurante, pero le fascinaron los retratos de celebridades que había colgados en el bar. Pasó varios minutos absorto quemándose los dedos con cerillas, mientras contemplaba a Mel Allen, Red Barber, Casey Stenger, Frank Gifford y Rocky Marciano. Cuando por fin volvió Linda de la cocina con una vela encendida, se volvió hacia ella entusiasmado.

—¿Viste alguna vez aquí a alguno de estos ídolos de la televisión?

—Supongo que sí. ¿Qué te parece si tomamos una copa?

—Claro, cómo no. Pero quiero hablar más sobre estos actores de televisión.

La siguió hasta uno de los taburetes de la barra, sopló el polvo y la ayudó a sentarse con la mayor cortesía. Luego saltó al otro lado de la barra, sacó su pañuelo y limpió con él el mostrador con destreza profesional.

—Esta es mi especialidad—dijo con una mueca burlona. Asumió inmediatamente la actitud impersonalmente amistosa de los camareros—. Buenas noches, señora. Hermosa noche. ¿Qué desea?

—¡Ay, Dios mío, vaya día que he tenido hoy en el trabajo! Un martini seco con hielo. Que sea doble, por favor.

—Desde luego, señora. ¿Limón o aceituna?

—Cebolla.

—Gibson doble seco con hielo. Muy bien.—Mayo buscó tras la barra y sacó al fin whisky, ginebra, y varias botellas de soda sólo parcialmente evaporada por el cierre sellado.—Lo siento, pero creo que se han acabado los martinis, señora, ¿Qué prefiere en su lugar?

—Oh, eso me gusta. Whisky, por favor.

—Esta soda no tendrá gas —advirtió—, y no hay hielo.

—No importa.

Él enjuagó un vaso con soda y sirvió whisky en él.

—Gracias. Tome uno a mi cargo, camarero. ¿Cómo se llama ?

—Me llaman Jim, señora. No, gracias. Nunca bebo cuando trabajo.

—Entonces, deje su trabajo y pase aquí conmigo.

—Nunca bebo fuera de mi trabajo, señora.

—Puedes llamarme Linda.

—Gracias, señorita Linda.

—¿Hablas en serio cuando dices que nunca bebes, Jim?

—Bueno, Felices Días.

—Y Largas Noches.

—Eso me gusta, también. ¿Es tuyo?

—Bueno, no sé. Simple rutina de camarero. Especialmente con los hombres. No se ofenda.

—No me ofendo.

—¡Abejas! —exclamó Mayo.

Linda le miró desconcertada.

—¿Cómo abejas?

—Ese olor. Así es como huele en las colmenas.

—¡Oh! Yo no sé cómo huele en las colmenas—dijo ella con indiferencia—. Sírveme otro, por favor.

—Ahora mismo. Pero, dime a esas celebridades de la televisión, ¿Las viste realmente aquí, en persona?

—Claro. Felices Días, Jim.

—Debían venir aquí los sábados, ¿No?

—¿Por qué los sábados? —preguntó Linda.

—Día libre.

—Ah.

—¿A qué actores de la televisión viste?

—Todos los que puedas nombrar, los he visto yo—lanzó una carcajada—. Me recuerdas al chico de la puerta de al lado. Siempre tenia que decirle las celebridades a las que había visto. Un día le conté que había visto aquí a Jean Arthur y me dijo: «¿Con su caballo?»

Mayo no entendió el chiste, pero se sintió herido, sin embargo. En el momento en que Linda iba a aplacar su irritación, el bar empezó a temblar suavemente, y se inició al mismo tiempo un estruendo subterráneo. Venía de muy lejos, parecía aproximarse lentamente y luego se desvaneció. Cesó el temblor también. Mayo miró fijamente a Linda.

—¡Dios mío! ¿Crees que se va a derrumbar este edificio?

—No—dijo ella negando con un gesto—. Cuando se derrumban, lo hacen siempre con un bum. ¿Sabes a que se parecía ese sonido? Al del metro en la Avenida Lexington.

—¿El metro?

—Sí, el metro. El tren local.

—Qué disparate. ¿Cómo iba a estar funcionando el metro?

—Yo no dije que fuese. Dije que parecía. Deme otro, por favor.

—Necesitamos más soda. —Mayo exploró y reapareció con botellas y una gran lista de precios; estaba pálido—. Es mejor que te lo tomes con calma, Linda—dijo—. ¿Sabes cuánto cobran por una copa? Un dólar setenta y cinco. Mira.

—Al diablo el dinero. Vivamos un poco. Póngamelo doble, camarero. ¿Sabes lo que te digo, Jim? Si te quedases en la ciudad, podría enseñarte donde vivían todos tus héroes. Gracias. Felices Días. Podría enseñarte todas sus grabaciones y sus películas. ¿Qué te parece? Ídolos como… como Red… ¿Qué más?

—Barber.

—Red Barber, y Rocky Gifford, y Rock Casey y Rocky Ardilla Voladora.

—Estás burlándote de mí—dijo Mayo, ofendido de nuevo.

—¿Yo? ¿Burlándome?—dijo Linda con dignidad—. ¿Por qué iba yo a hacer una cosa así? Sólo intentaba ser agradable. Sólo pretendía que lo pasases bien un rato. Mi madre me decía: «Linda no olvides nunca esto con un hombre; ponte lo que él quiera y di lo que le guste», eso me decía. ¿Te gusta este vestido?—preguntó.

—Me gusta, sí; me gusta mucho.

—¿Sabes cuanto pagué por él? Noventa y nueve cincuenta.

—¿Qué? ¿Cien dólares por una cosa como ésa? Por ese trapillo negro…

—No es ningún trapillo negro. Es un traje de cocktail negro básico. Y pagué veinte dólares por las perlas. De imitación —explicó—. Y sesenta por los zapatos. Y cuarenta por el perfume. Doscientos veinte dólares por complacerte. ¿Te sientes complacido?

—Claro.

—¿Quieres olerme?

—Ya lo hice.

—Camarero, póngame otro.

—Lo siento pero no puedo servirle más, señora.

—¿Por qué no?

—Ya ha bebido bastante.

—Aún no he bebido bastante—replicó Linda indignada—. ¡Qué modales son ésos!—Cogió la botella de whisky—. Vamos, tomemos unos tragos y hablemos de los ídolos de la televisión. Felices Días. Podría llevarte a ese sitio y enseñarte las grabaciones y las películas. ¿Qué te parece?

—Ya me los has preguntado.

—No me contestaste. Podría enseñarte también películas de cine. ¿Te gusta el cine? Yo lo odio, no puedo soportarlo. El cine me salvó la vida cuando la gran explosión.

—¿Cómo fue eso?

—Es un secreto, ¿Sabes? Que quede entre tú y yo. Si otra agencia se enterase…—Linda miró a su alrededor y luego bajó la voz—. Mi agencia localizó aquel gran depósito de películas mudas. Películas perdidas, sabes. Nadie sabía que estaban allí. Podían ser una serie magnífica para la televisión. Así que me enviaron a aquella mina abandonada, a Jersey, para hacer un inventario.

—¿En una mina?

—Eso es. Felices Días.

—¿Por qué estaban en una mina?

—Eran películas viejas. Son inflamables, y además se podían pudrir. Había que almacenarlas como el vino. Por eso. Así que me llevé a dos de mis ayudantes para pasar un fin de semana allá abajo, comprobando.

—¿Estuvisteis en la mina un fin de semana entero?

—Sí. Tres ehieas. De viernes a lunes. Ese era el plan. Pensamos que resultaría divertido. Felices Días. Así que… ¿Dónde estaba? Ah, sí, pues cogimos luces, mantas, toda una excursión… Y nos pusimos a trabajar. Recuerdo exactamente el momento de la explosión. Estábamos en el tercer rollo de una película de la UFA, Gekronter Blumenorden en der Pegnitz. Teníamos el rollo uno, el dos, el cuatro, el cinco y el seis. Nos faltaba el tres. ¡Bang! Felices Días.

—Dios mío. ¿Y qué pasó entonces?

—Mis chicas se asustaron mucho. No pude mantenerlas allí. No volví a verlas. Pero yo sabía lo que había ocurrido. Lo sabía. Prolongué aquella excursión indefinidamente. Me quedé sin comida, pero no salí. Por fin, tuve que hacerlo, y ¿Para qué? ¿Por quién? —comenzó a gemir—. Nadie. No quedaba nadie. Nada—cogió una mano de Mayo—. ¿Por qué no te quedas?

—¿Quedarme? ¿Dónde?

—Aquí.

—Si no me voy.

—Quiero decir por una temporada. ¿Por qué no te quedas? ¿No te gusta mi casa? Y tenemos todo Nueva York como fuente de suministros. Y podemos plantar flores y verdura. Y criar vacas y gallinas. Ir a pescar. Conducir coches. Ir a museos. Galerías de arte. Espectáculos…

—Te las arreglas perfectamente. No me necesitas

—Sí te necesito. Te necesito.

—¿Para qué?

—Para que me des lecciones de piano.

Hubo una larga pausa.

—Estás borracha—dijo por fin él.

—»No herida caballero sino muerta».

Linda apoyó la cabeza en la barra, le miró quejumbrosa y luego erró los ojos. Mayo se dio cuenta enseguida de que se había desvanecido. Hizo un gesto de contrariedad, luego salió de detrás de la barra. Comprobó la cuenta y dejó quince dólares debajo de la botella de whisky.

La zarandeó. Ella se derrumbó en sus brazos. Se le deshizo el moño. Mayo apagó la vela, cogió a Linda, la llevó al coche. Luego, con angustiosa concentración, condujo en la oscuridad hasta el estanque. Tardó cuarenta minutos.

Metió a Linda en su dormitorio y la sentó en la cama, que decoraban muñecas artísticamente distribuidas. Ella se dio la vuelta inmediatamente y se acurrucó con una muñeca en brazos, acunándola. Mayo encendió una lámpara e intentó colocar a Linda estirada. Ella se encogió de nuevo, riendo entre dientes.

—Linda, tienes que quitarte el vestido.

—Mmmrnmm.

—No puedes dormir así, con él. Cuesta cien dólares.

—Noventa y nueve cincuenta.

—Vamos, querida.

—Mmmmmm.

Él hizo un gesto exasperado; luego la desvistió, cuidadosamente, colgó el vestido de cocktail negro básico y colocó los zapatos de sesenta dólares en un rincón. No pudo quitarle el collar de perlas (de imitación), así que la tumbó en la cama con él. Allí quedó tendida sobre las sábanas azul pálido, desnuda salvo el collar, como una odalisca nórdica.

—¿Retiraste mis muñecas?—murmuró.

—No. Están a tu lado.

—Muy bien. Nunca duermo sin ellas—extendió una mano y las acarició amorosamente—. Felices Días. Largas Noches.

—¡Mujeres! —masculló Mayo. Apagó la lámpara y salió, dando un portazo.

A la mañana siguiente, volvió a despertar a Mayo la algarabía de los patos desalojados. El globo rojo surcaba la superficie del estanque, brillando bajo la pálida claridad de junio. Mayo hubiera deseado que fuese un modelo de barco en vez de aquella chica que se emborrachaba en los bares. Salió y se tiró al agua lo más lejos posible de Linda. Estaba remojándose el pecho cuando algo atrapó su tobillo y le derribó. Se levantó con un grito, y vio ante sí la cara resplandeciente de Linda saliendo del agua.

—Buenos días —dijo ella riendo.

—Qué divertido —masculló él.

—Pareces de mal humor esta mañana.

Él lanzó un gruñido.

—Y no te lo reprocho. Hice algo horrible anoche. No te di de cenar. Quiero disculparme.

—No pensaba en la cena dijo él, con áspera dignidad.

—¿No? ¿Por qué estás enfadado entonces?

—No puedo soportar que las mujeres se emborrachen.

—¿Quién se emborrachó?

—Tú.

—No me emborraché—replicó ella indignada.

—¿No? ¿Y a quién tuve que desvestir y meter en la cama como a un niño?

—¿Quién estaba demasiado torpe para quitarme el collar de perlas? —replicó ella—. Se rompió, y dormí toda la noche encima de ellas. Estoy llena de cardenales. Mira. Aquí y aquí y…

—Linda—interrumpió él con dureza—, soy sólo un muchacho sencillo de New Haven. No estoy acostumbrado a niñas mimadas que se dedican a gastar dinero sin medida y a engalanarse y a emborracharse en las fiestas de sociedad.

—¿Y por qué te quedas aquí si no te gusta mi compañía?

—Me voy—dijo él.

Salió y empezó a secarse.

—Salgo hacia el sur esta mañana mismo.

—Que te diviertas caminando.

—Me voy sobre ruedas.

—¿Cómo? ¿En un patinete?

—En el Chevrolet.

—Jim, ¿No hablarás en serio?—salió del estanque, parecía alarmada—. Aún no sabes conducir.

—¿No? ¿Quién te trajo entonces a casa anoche borracha?

—Te meterás en un lío.

—Sabré resolverlo. Además, no puedo quedarme aquí eternamente. Tú eres una chica de sociedad. Lo único que te gusta es divertirte. Yo tengo proyectos serios. Tengo que ir al sur y encontrar gente que entienda de televisión.

—Jim, me has interpretado mal. Yo no soy nada de eso. Fíjate por ejemplo, cómo he arreglado mi casa. ¿Crees que podría haberlo hecho si anduviese siempre de fiesta en fiesta?

—Has hecho un buen trabajo, es verdad—admitió él.

—Por favor, no te vayas hoy. Aún no estás preparado.

—Ya, tú lo único que quieres es tenerme aquí para que te enseñe música.

—¿Quién ha dicho eso?

—Tú. Anoche.

Linda frunció el ceño, se quitó el gorro, cogió la toalla y empezó a secarse.

—Jim—dijo al fin—, seré honrada contigo. Si, quiero que te quedes un tiempo. No voy a negarlo. Pero no me gustaría que te quedases aquí para siempre. Después de todo, ¿Qué tenemos tú y yo en común?

—Tú eres una chica de ciudad, una niña de sociedad —masculló él.

—No, no, nada de eso. Lo que pasa es que tú eres un hombre y yo una mujer, y no tenemos nada que ofrecernos. Somos distintos. Tenemos gustos e intereses distintos. ¿De acuerdo?

—Completamente.

—Pero tú aún no estás preparado para irte. Te diré lo que vamos a hacer: dedicaremos toda la mañana a practicar con el coche, y luego nos divertiremos un poco. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Ir de compras? ¿Comprar más ropa? ¿Visitar el Museo Moderno? ¿Ir de merienda al campo?

A Mayo se le iluminó la cara.

—Oye, ¿Sabes una cosa? Nunca en mi vida fui de merienda al campo. Estuve una vez de camarero en una romería, pero no es lo mismo, no es como cuando eres niño.

Ella pareció encantada.

—Entonces haremos una verdadera excursión, ya verás.

Ella llevó sus muñecas. Las llevó en brazos mientras Mayo arrastraba la cesta de la comida hasta el monumento de Alicia en el País de las Maravillas. La estatua asombró a Mayo, que jamás había oído hablar de Lewis Carroll.

Mientras Linda sentaba a sus muñecas y desempaquetaba la merienda, contó a Mayo un resumen de la historia y le explicó cómo las estatuas de bronces de Alicia, el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo habían sido pulidas y desgastadas por el roce de los miles de niños que se habían dedicado a jugar a ser el Rey de la Montaña.

—Qué curioso —dijo él—, nunca había oído esa historia.

—No parece que hayas tenido una gran niñez, Jim.

—¿Por qué dices eso? —se detuvo, ladeó la cabeza y escuchó atentamente.

—¿Qué pasa?—preguntó Linda.

—¿Oíste ese cuclillo?

—No.

—Escucha. Hace un ruido extraño. Como acero.

—Sí. Como… como espadas en un duelo.

—Bromeas.

—No. De veras.

—Pero los pájaros cantan. No hacen ruido.

—No siempre. Los cuclillos imitan muchos ruidos. También los estorninos. Y los loros. ¿Por qué imitará una lucha de espadas? ¿Dónde oiría eso?

—Eres un auténtico muchacho campesino, ¿verdad Jim? Abejas, cuclillos, estorninos y todo eso…

—Supongo que sí. Te quería preguntar por qué decías eso, lo de que yo no había tenido niñez.

—Bueno, por eso de no saber nada de Alicia, y no haber ido nunca de excursión, y desear siempre un modelo de yate—Linda abrió una botella oscura—. ¿Quieres un poco de vino?

—Ten cuidado—advirtió él.

—Basta ya, Jim. No soy una borracha.

—¿Te emborrachaste o no anoche?

—Está bien —capituló ella—, sí. Pero sólo porque era la primera vez que bebía en años.

A él le complació aquella rendición.

—Claro. Claro. Es lógico.

—¿Bueno, bebes conmigo o no?

—Qué demonios, ¿Por qué no? —sonrió—. Vivamos un poco. Al fin y al cabo esto es una fiesta campestre. Y estos platos me gustan también. ¿Dé donde son?

—Abercrombie & Fitch—dijo Linda imperturbable—. Servicio para cuatro de acero inoxidable. Treinta y ..cincuenta. ¡Salud!

Mayo rompió a reír.

—Metí la pata armando todo aquel barullo… A tu salud.

—A la tuya.

Bebieron y continuaron comiendo en cálido silencio, sonriéndose amistosamente. Linda se quitó su camisa de seda de Madrás para broncearse con el cálido sol de la tarde, y Mayo la colgó cortésmente de una rama.

—¿Por qué no tuviste niñez, Jim?—preguntó de pronto Linda.

—Bueno, no sé. —Se quedó pensando—. Supongo que porque murió mi madre siendo yo pequeño. Y por más cosas, también. Tuve que trabajar mucho.

—¿Por qué?

—Mi padre era maestro. Ya sabes lo que ganan.

—Oh, por eso te irritan tanto los sabihondos.

—¿A mí?

—Sí, a ti. No te enfades.

—Puede—concedió él—. Seguro que fue una desilusión para mi padre, yo hecho un as del fútbol en el instituto y él queriendo que fuese un Einstein.

—¿Era divertido el fútbol?

—No era un juego. El fútbol es un negocio. Oye, ¿Te acuerdas cómo hacíamos para escoger equipos cuando éramos niños? Ibeti, bibeti, cibeti, zab.

—Nosotros decíamos inie, minie, mainei, mo.

—¿Te acuerdas de: abril loco, vete a la escuela, dite al maestro que eres un loco?

—Me gusta el café, me gusta el té, me gustan los chicos y a los chicos yo.

—Apuesto a que sí—dijo Mayo solemnemente.

—Qué va. ¿Yo?

—¿Por qué no?

—Siempre fui demasiado grande.

Él la miró asombrado.

—Qué vas a ser grande. Eres del tamaño justo. Perfecta. Y muy bien hecha. Me fijé cuando trajimos el piano. Tienes buenos músculos, para ser una chica. Y sobre todo en las piernas, que es donde cuenta.

—Vamos, cállate, Jim —dijo ella, ruborizándose.

—No. De verdad.

—¿Más vino?

—Gracias. Toma tú también.

—Bueno.

Un crack atronador rasgó el cielo; siguió un estruendo de albañilería derrumbándose.

—Ahí va otro rascacielos—dijo Linda—. ¿De qué hablábamos?

—De deportes —dijo inmediatamente Mayo—. Perdona que hable con la boca llena.

—Ah, sí. Jim, ¿Cantabais Tira el pañuelo en New Haven?

—Linda cantó: «Tris tras, tras tris, un cesto amarillo y gris. Mandé una carta a mi amor, y en el camino se perdió…»

—Oye—dijo él, muy impresionado—. Cantas muy bien.

—¡Oh, vamos!

—De veras. Tienes una voz magnífica. No discutas conmigo. Estate quieta un minuto. Tengo que calcular una cosa. —Estuvo pensando un rato detenidamente. Acabó su vino y aceptó otro vaso con aire ausente; por último tomó una decisión—. Tienes que aprender música.

—Ya sabes que me muero de ganas, Jim.

—Así que me voy a quedar un tiempo para enseñarte; lo que sé. ¡Pero, cuidado! ¡Que quede bien entendido!—añadió apresuradamente, cortando la emoción de ella—. No voy a quedarme en tu casa. Quiero una vivienda propia.

—Por supuesto, Jim. Lo que tú digas.

—Y no por eso voy a dejar de seguir hacia el sur.

—Yo te enseñaré a conducir. Cumpliré mi promesa.

—Y nada de trampas, Linda.

—Por supuesto que no. ¿Qué clase de trampas?

—Ya sabes. Que en el último minuto no me digas que quieres trasladar, por ejemplo, una cama Luis XV.

—¡Luis XV! —exclamó Linda boquiabierta—. ¿Dónde aprendiste eso?

—Desde luego no en el ejército.

Se rieron, chocaron los vasos y terminaron el vino. De pronto, Mayo se levantó, tiró a Linda del pelo y corrió hasta el monumento del País de las Maravillas. En un instante, se colocó sobre la cabeza de Alicia.

—Soy el Rey de la Montaña—gritó, mirando a su alrededor con gesto majestuoso—. Soy el Rey de la…

Se interrumpió de pronto y miró hacia abajo, hacia detrás de la estatua.

—¿Qué pasa, Jim?

Sin decir palabra. Mayo bajó y se acercó a un montón de escombros medio oculto entre los matorrales. Se arrodilló y empezó a removerlos con manos cuidadosas. Linda corrió a su lado.

—¿Pero qué pasa, Jim?

—Esto eran modelos de barcos—murmuró.

—Sí, lo eran. Dios mío, ¿Era sólo eso? Creí que te habías puesto malo o algo así.

—¿Cómo llegaron aquí?

—Yo los tiré…

—¿Tú?

—Sí. Te lo dije. Tuve que vaciar la casa cuando me trasladé. Eso hace siglos.

—¿Tú hiciste eso?

—Sí. Yo…

—Eres una criminal —gruñó él— se incorporó y la miró colérico—. Una asesina, como todas las mujeres; sin alma ni corazón. A quién se le ocurre hacer una cosa así.

Se volvió y se fue hacia el estanque. Linda le siguió, totalmente desconcertada.

—Jim, no entiendo, ¿Qué locura es ésta?

—Debería avergonzarte.

—Pero tenía que tener sitio en casa. ¿Cómo iba a vivir con un montón de modelos de barcos?

—Olvídate de todo lo que dije. Voy a hacer el equipaje ahora mismo y sigo hacia el sur. No me quedaría contigo aunque fueses la última persona que hubiese sobre la Tierra.

Linda recuperó el control y adelantó rápidamente a Mayo. Cuando éste entró en la casa, ella estaba ante la puerta de la habitación de huéspedes. Tenía en la mano una pesada llave de hierro.

—La encontré—dijo Linda—. Tu puerta está cerrada.

—Dame esa llave, Linda.

—No.

Avanzó hacia ella, pero ella le miraba desafiante sin retroceder.

—Adelante—dijo, con aire de desafío—. Pégame.

Él se detuvo.

—No puedo pegar a nadie que no sea de mi tamaño.

Continuaron uno frente a otro, en completa inmovilidad.

—No lo necesito—murmuró por fin Mayo—. Puedo conseguir un nuevo equipo en otro sitio.

—Oh, vamos, adelante, haz tu maleta—contestó Linda. Le tiró la llave y le dejó paso libre. Entonces Mayo descubrió que no había cerradura en la puerta del dormitorio. Abrió la puerta, miró dentro, cerró y observó a Linda. Ella se mantenía seria pero con gran esfuerzo. El rió entre dientes. Luego ambos rompieron a reír a carcajadas.

—Vaya—dijo Mayo—, menudo farol. No me gustaría nada jugar al póker contigo.

—También tú eres un buen farolero, Jim. Tenía mucho miedo a que me pegaras.

—Debes saber que no soy capaz de hacer daño a nadie.

—Pues creo que yo sí. Ahora siéntate y analicemos esto razonablemente.

—Oh, olvídalo, Linda. Perdí la cabeza con lo de los barcos y…

—No me refiero a los barcos, me refiero a lo de ir hacia el sur. Cada vez que te enfadas empiezas a hablar de irte al sur. ¿Por qué?

—Ya te lo dije. Para encontrar gente que entienda de televisión.

—¿Por qué?

—No lo entenderías.

—Puedo intentarlo. ¿Por qué no me explicas qué es lo que buscas… concretamente? A lo mejor puedo ayudarte.

—Tú no puedes hacer nada por mí. Eres una chica.

—También servimos para algunas cosas. Al menos podemos escuchar. Puedes confiar en mí, Jim. Cuéntamelo, ¿No somos amigos?

Bueno, cuando la explosión (dijo Mayo), yo estaba allá en los Barkshires con Gil Watkins. Gil era mi amigo, un tipo estupendo y muy listo. Era algo así como ingeniero jefe de la emisora de televisión de New Haven. Y tenía un millón de aficiones. Una de ellas era la espe… espel… no me acuerdo. Algo que significa explorar cuevas.

Así que estábamos en aquella cueva de los Berkshires, pasando el fin de semana dentro, explorando, para hacer un mapa y localizar el sitio donde nacía el río subterráneo. Llevábamos comida y toda clase de material, y sacos de dormir. La brújula que teníamos se descontroló durante veinte minutos. Y eso debería habernos dado una pista de lo que pasaba, pero Gil se puso a hablar de minerales magnéticos y cosas por el estilo. Pero claro, cuando salimos el domingo por la noche, lo que vimos nos asustó de veras. Gil se dio cuenta inmediatamente de lo que pasaba. «Dios mío, Jim» dijo, «lo hicieron, tal como todos temíamos. Se han ido todos al infierno con las radiaciones y los gases, y lo mejor es que volvamos a esa maldita cueva hasta que esto se despeje».

Así que volvimos a la cueva y racionamos la comida y nos quedamos allí todo el tiempo que pudimos. Por fin, salimos y volvimos a New Haven. Estaba muerto como todo lo demás. Gil montó un receptor de radio e intentó captar algún mensaje. Nada. Luego cogimos una buena provisión de latas y fuimos a hacer un recorrido; Bridgeport, Waterbury, Hartford, Sprinfield, Providence, New London… dimos una gran vuelta. Nadie. Nada. Así que volvimos a New Haven y nos acomodamos allí. Una vida muy agradable.

Durante el día, recogíamos provisiones y arreglábamos la casa, por la noche, después de cenar, Gil se iba a la televisión y hacia las siete empezaba el programa. Utilizaba los generadores de emergencia. Yo me iba al bar, lo abría barría y limpiaba un poco y luego encendía el televisor. Gil me adaptó un generador para que funcionase.

Era muy divertido ver los programas que emitía Gil. Empezaba con las noticias y el tiempo. Se equivocaba siempre con el tiempo. No tenía más que unos cuantos calendarios agrícolas y una especie de barómetro antiguo que se parecía a ese reloj que tienes tú en la pared. No creo que funcionase nada bien, o puede que a Gil no le enseñasen lo del tiempo en la universidad. Luego emitía el programa de noche.

Yo tenía siempre mi revólver en el bar por los atracos. Cuando veía algo que me fastidiaba, sacaba el revólver y me cargaba el televisor. Luego lo tiraba allí mismo en la acera, a la puerta del bar, y ponía otro. Tenía centenares de aparatos de reserva. Dedicaba dos días a la semana a recoger aparatos.

A media noche, Gil dejaba de emitir, yo cerraba el restaurante y nos encontrábamos en casa a tomar café Gil me preguntaba cuántos aparatos habia roto y cuando se lo decía se echaba a reír. Me decía que yo era la encuesta de televisión más exacta que se había inventado. Luego le preguntaba qué programa haría a la semana siguiente y discutía con él sobre… bueno… sobre las películas o los partidos de fútbol que la emisora tenia programados. A mi no me gustaban gran cosa las películas del Oeste, ni los debates públicos sobre temas elevados.

Pero la suerte se volvió en mi contra, siempre me pasa igual. Al cabo de un par de años, me encontré con que sólo me quedaba un televisor, y entonces empezó el problema. Aquella noche Gil pasó una de esas series de anuncios publicitarios en los que una sabihonda salva un matrimonio con el jabón de lavar adecuado. Naturalmente, cogí el revólver y sólo en el último instante recordé que no debía disparar. Luego emitió una película espantosa sobre un compositor incomprendido, y me pasó lo mismo. Cuando nos encontramos después en casa, yo estaba desquiciado.

«¿Qué pasa?», me preguntó Gil.

Se lo dije.

«Yo creí que te gustarían los programas», dijo.

«Sólo cuando puedo liarme a tiros con ellos.»

«Pobre infeliz», dijo riéndose. «Ahora eres un espectador encadenado.»

«Gil, dada la situación en que me encuentro, ¿No podrías cambiar los programas?»

«Sé razonable, Jim. La emisora tiene que tener programas variados. Operamos en la misma base que las cafeterías: algo para todos. Si no te gusta un programa, ¿Por qué no cambias de canal?»

«No digas tonterías. Sabes muy bien que en New Haven sólo tenemos un canal.»

«Entonces apaga el aparato.»

«No puedo apagar el aparato del bar, es parte del servicio. Perdería toda mi clientela. Gil, por qué tienes que pasar películas tan espantosas, como ese musical de guerra de noche en el que aparecen cantando y bailando y besándose encima de los tanques? Por amor de Dios.»

«A las mujeres les encantan las películas de uniformes.»

«Y esos anuncios publicitarios; mujeres en faja, hadas fumando cigarrillos y…»

«Bueno», dijo Gil, «escribe una carta a la emisora.»

Así lo hice, y al cabo de una semana llegó la respuesta. Decía así:

 

Querido señor Mayo:

Nos complace saber que es usted espectador habitual de nuestra emisora, y le agradecemos su interés por nuestra programación. Esperamos que continúe disfrutando de nuestras emisiones.

Sinceramente suyo,

Gitbert 0. Watkins, director.

Adjuntamos un par de entradas para un espectáculo de cara al público.

Le enseñé la carta a Gil y se encogió de hombros.

«Ya ves con lo que te enfrentas, Jim», dijo, «no les importan nada tus gustos. Lo único que quieren saber es si ves los programas o no.»

Te aseguro que el par de meses siguientes fueron para mí un infierno. No podía apagar el aparato, y no podía ver el programa sin lanzarme a coger el revólver una docena de veces por noche. Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apretar el gatillo. Tan nervioso y excitado llegué a estar que me di cuenta de que tenía que hacer algo para no volverme loco. Así que una noche llevé el revólver a casa y maté a Gil.

Al día siguiente me sentía mucho mejor, y cuando bajé al bar a las siete en punto para limpiar, fui silbando alegremente. Barrí el restaurante, limpié el bar, y luego encendí el televisor para oír las noticias v el parte meteorológico. No te lo creerás, pero el aparato estaba averiado. No salía ni una imagen, ni un sonido. Mi último aparato estropeado. Y por eso tuve que salir hacia el sur (explicó Mayo)… Para localizar un reparador de televisores.

Hubo una larga pausa cuando Mayo concluyó su relato.

Linda le observó atentamente, intentando ocultar el brillo de sus ojos. Al fin le preguntó con fingida indiferencia.

—¿Y dónde consiguió el barómetro?

—¿Quién? ¿Qué?

—Tu amigo Gil. Su barómetro antiguo. ¿Dónde lo consiguió?

—Bueno, no sé. Las antigüedades era otra de sus aficiones.

—¿Y se parecía a este reloj?

—Era igual.

—¿Era francés?

—No sé.

—¿De bronce?

—Creo que sí. Como tu reloj. ¿Es de bronce tu reloj?

—¿En forma de sol?

—No, como el tuyo.

—El mío tiene forma de sol. ¿Del mismo tamaño?

—Exactamente.

—¿Dónde estaba?

—¿No te lo dije? En nuestra casa.

—¿Y dónde está la casa?

—En la calle Grant.

—¿Qué número?

—Trescientos quince. Oye, ¿Por qué me preguntas todo?

—Por nada, Jim. Pura curiosidad. No te enfades. Creo que será mejor que recojamos las cosas de la excursión.

—¿No te importa que dé un paseo solo?

Ella le miró de reojo.

—¿No intentarás irte solo en un coche? Los mecánicos de automóvil escasean aún más que los reparadores de televisión.

Él sonrió y desapareció; pero después de la cena, reveló el auténtico motivo de su desaparición sacando una hoja pautada de música, la colocó sobre el piano y condujo a Linda hasta el taburete de éste. Linda se sintió emocionada y conmovida.

—¡Jim, eres un ángel! ¿Dónde lo encontraste?

—En una casa de apartamentos que hay al otro lado de la calle, en la cuarta planta, al fondo. El apartamento de un tal Horowitz. Hay un montón de discos también. Te aseguro que fue todo un número buscar allí en la oscuridad, sólo con cerillas. Sabes una cosa curiosa: toda la parte superior de la casa está llena de pasta.

—¿Pasta?

—Sí. Una especie de gelatina blanca, sólo que dura. Como hormigón claro. Bueno, mira, ¿ves esta nota? Es do. Corresponde a esta tecla blanca de aquí. Es mejor que nos sentemos juntos. Ven…

La lección se prolongó durante dos horas de penosa concentración, y los dejó tan exhaustos que se fueron a sus habitaciones al final, con sólo un buenas noches protocolario.

—Jim—dijo Linda.

—¿Sí?—dijo él con un bostezo.

—¿Quieres llevarte una de mis muñecas a tu cama?

—No, gracias, Linda, a los chicos no nos interesan las muñecas.

—Ya me lo imagino. Bueno. Mañana te daré algo que realmente interesa a los chicos.

A la mañana siguiente despertó a Mayo una llamada en la puerta. Se incorporó en la cama y abrió trabajosamente los ojos.

—¿Sí? ¿Quién es?—preguntó.

—Soy yo, Linda. ¿Puedo entrar?

Él miró a su alrededor precipitadamente. La habitación estaba ordenada. La alfombra limpia. El valioso cobertor de algodón cuidadosamente plegado encima del armario.

—Sí, entra.

Linda entró. Vestía un traje de lino a rayas. Se sentó al borde de la cama y dio a Mayo una palmada amistosa.

—Buenos días—dijo—. Escucha, tengo que salir por unas horas yo sola. He de hacer unas cosas. Te he dejado el desayuno en la mesa, pero volveré a tiempo para la comida, ¿De acuerdo?

—¡Cómo no!

—¿No te sentirás solo?

—¿Adónde vas?

—Ya te lo diré cuando vuelva.

Se levantó y le dio otra palmada en la cabeza.

—Se buen chico y no hagas nada malo. Ah, otra cosa. No entres en mi dormitorio.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Bueno, tú no entres.

Y después de decir esto, sonrió y se fue.

Momentos después, Mayo oyó el jeep arrancar y alejarse Se levantó inmediatamente, entró en el dormitorio de Linda y miró a su alrededor. La habitación estaba limpia y ordenada como siempre. La cama estaba hecha y las muñecas amorosamente colocadas sobre el cobertor. Entonces lo vio.

—Oh—exclamó.

Era un modelo de clipper. Todo estaba intacto salvo el casco, algo despintado, y las velas rotas. Estaba ante el armario de Linda, al lado del cesto de costura. Linda había cortado ya una nueva serie de velas blancas de lino. Mayo se arrodilló ante el modelo y lo acarició tiernamente

—Lo pintaré de negro con una línea dorada todo alrededor —murmuró—. Y le llamaré el Linda N.

Tan conmovido estaba que apenas desayunó. Se bañó, se vistió, cogió su revólver y un puñado de balas y fue a dar una vuelta por el parque. Hizo un círculo en dirección al sur, pasó junto los campos de juego, el carrusel en ruinas y la desmoronada pista de patinaje sobre hielo, y por fin abandonó el parque y enfiló Séptima Avenida abajo.

En la Calle Cincuenta giró hacia el este y estuvo un rato intentando descifrar los destrozados carteles que anunciaban la última actuación en el Radio City Music Hall. Luego giró de nuevo hacia el sur. Un súbito estruendo de acero le hizo detenerse. Era como el chocar de gigantescas hojas de espadas en un titánico duelo. Una pequeña manada de asustados caballos irrumpió por un lado de la calle. Los animales estaban aterrados por el ruido. Sus cascos sin herraduras producían un rumor apagado en el pavimento. El estruendo de acero se detuvo.

—De ahí lo sacó el cuclillo—murmuró Mayo—. ¿Pero qué demonios será eso?

Se encaminó hacia el este para investigar, pero se olvidó de aquel misterio cuando vio los diamantes. Las piedras blanquiazules le dejaron pasmado. La puerta de la joyería estaba abierta y Mayo entró. Cuando salió llevaba un collar de perlas auténticas que le había costado tanto como un año de alquiler de su bar.

Su paseo le llevó hasta Madison Avenue, donde se encontró frente a Abercrombrie & Fitch. Entró a explorar y dio al fin con la sección de armas. Allí perdió la noción de tiempo, y cuando volvió en sí, caminaba Quinta Avenida arriba hacia el estanque. Llevaba en brazos, como si fuese un niño, un rifle automático italiano Cosmi, al lado del corazón, y una factura que decía: Rifle Cosmi, setecientos cincuenta dólares; seis cajas de municiones, dieciocho dólares, James Mayo.

Pasaba de las tres cuando volvió a casa. Entró intentando serenarse y parecer tranquilo, y con la esperanza de que el rifle que llevaba pasase inadvertido. Linda estaba sentada en el taburete del piano, dándole la espalda.

—Hola—dijo Mayo nervioso—. Perdona que me haya retrasado. Es que… Te compré un regalo. Son auténticas.

Sacó las perlas del bolsillo y se las entregó. Entonces vio que ella estaba llorando.

—¿Pero qué te pasa?

Ella no contestó.

—¿No te asustarías pensando que me había ido? Bueno, todas mis cosas están aquí. Y el coche también. Sólo tenías que mirar—. Ella se volvió.

—¡Te odio! —gritó.

Él dejó caer las perlas y retrocedió, sorprendido por aquella furia.

—¿Pero qué pasa?

—¡Eres un mentiroso, un farsante!

—¿Quién, yo?

—Fui hasta New Haven esta mañana—su voz temblaba de furia—. No hay ni una sola casa en pie en la calle Grant. Todo está barrido. Ni emisora de televisión, ha desaparecido el edificio.

—No.

—Sí.

—Y fui a tu restaurante. No hay montones de aparatos de televisión en la calle, a la entrada. Sólo hay un aparato, en el bar Todo oxidado. El resto del restaurante parece una pocilga Estuviste viviendo allí todo este tiempo. Solo. Solo había una cama al fondo. ¡Todo es mentira! ¡Sólo mentiras!

—¿Por qué iba a mentirte en una cosa así?

—Tú nunca mataste a Gil Watkins.

—Claro que sí. Estoy seguro.

—Y no tienes ningún aparato de televisión que reparar.

—Sí que lo tengo.

—Y aunque te lo reparasen, no hay ninguna emisora con la que conectar.

—No digas tonterías —dijo él enfurecido—. ¿Por qué iba a matar yo a Gil si no hubiese ninguna emisión?

—Si está muerto como dices, ¿Cómo iba a poder emitir?

—¿Ves? Y acabas de decirme que yo no lo maté.

—¡Oh, tú estás loco! ¡Estás chiflado!—dijo ella, sollozando—. Me hablaste de ese barómetro porque estabas mirando mi reloj. Y yo me creí tus absurdas mentiras. Y estaba emocionada con ese barómetro que haría juego con mi reloj. Llevaba años buscándolo.—Corrió hasta la pared y martilleó con el puño junto al reloj—. Su sitio es exactamente éste. Aquí. Pero tú me engañaste, chiflado. Nunca hubo tal barómetro.

—Si hay algún lunático aquí eres tú—gritó él—. Estás tan loca por decorar esta casa que eso es para ti lo único real.

Ella cruzó corriendo la habitación, sacó su viejo revólver y le apuntó con él.

—Sal de aquí ahora mismo. En este mismo instante. Si no te largas te mato. No quiero verte más—. El revólver se disparó de pronto, haciéndola retroceder, y la bala fue a dar sobre la cabeza de Mayo, en la estantería del rincón. Hubo un estruendo de porcelana rota. Linda palideció.

—¡Jim! Dios mío. ¿Estás bien? Yo no quería… se me escapó. ..

Él avanzó hacia ella, demasiado furioso para hablar. Luego, cuando ya alzaba la mano para aplastarla, llegó un sonido lejano: BLAM-BLAM-BLAM.

Mayo quedó paralizado.

—¿Oíste eso?—murmuró.

Linda asintió.

—Eso no fue ningún accidente. Fue una señal.

Mayo cogió su rifle, corrió fuera y disparó al aire. Hubo una pausa. Luego volvieron a oírse las explosiones lejanas en un trío uniforme, BLAM-BLAM-BLAM. Era un extraño ruido absorbente, como si se tratase de implosiones más que de explosiones. Al fondo del parque se elevó en el cielo una bandada de pájaros asustados.

—Hay alguien—exclamó Mayo—. Dios mío, te dije que encontraría a alguien. Vamos.

Corrieron hacia el norte. Mayo hurgando en sus bolsillos para buscar más balas con las que cargar de nuevo el rifle y hacer otra señal.

—Tengo que agradecerte ese disparo que hiciste contra mí, Linda.

—Yo no disparé contra ti—protestó ella—. Fue un accidente.

—El accidente más afortunado del mundo. Podrían haber pasado de largo sin saber que estábamos aquí. Pero, ¿Qué clase de armas utilizarán? Nunca en mi vida oí disparos como ésos, y he oído muchos. Espera un minuto.

En la placita que quedaba antes del monumento del País de las Maravillas, Mayo se detuvo y alzó el rifle para disparar. Luego lo bajó lentamente. Lanzó un profundo suspiro.

—Da la vuelta —dijo con voz áspera—. Volvemos a casa.—La hizo volverse hacia el sur.

Ella le miró asombrada. En un instante, había pasado de ser un suave osito de felpa a convertirse en una pantera.

—Jim, ¿Qué pasa?

—Estoy asustado —murmuró él—. Muy asustado. Y no quiero que lo estés tú también—sonó de nuevo la triple salva—. No prestes atención—ordenó—. Volvemos a casa. ¡Vamos!

Ella se negó a moverse.

—Pero, ¿Por qué? ¿Por qué?

—No tenemos nada en común con ellos. Puedes creerme.

—¿Cómo lo sabes? Explícate.

—¡Demonios! No te convencerás hasta que lo veas, ¿verdad? Muy bien. ¿Quieres conocer la explicación del olor a abejas y de los edificios cayendo y de todo lo demás?

Hizo volverse a Linda cogiéndola del cuello, y dirigiendo su mirada hacia el monumento del País de las Maravillas.

—Adelante—dijo—. Mira.

Un consumado artesano había quitado las cabezas de Alicia, el Sombrero Loco y la Liebre de Marzo sustituyéndolas por grandes cabezas de mantis, con aceradas mandíbulas antenas y ojos facetados. Eran de un acero pulido y brillaban con indescriptible ferocidad. Linda lanzó un gemido y se desplomó en los brazos de Mayo. La triple señal resonó una vez más.

Mayo cogió a Linda, se la echó al hombro y corrió hacia el estanque. Ella recobró la conciencia un instante y empezó a gemir.

—Cállate—gruñó él—. No se adelanta nada llorando.

Junto a la casa la depositó de nuevo en el suelo. Linda temblaba y se estremecía, pero procuraba controlarse.

—¿Había contras en las ventanas cuando te trasladaste aquí? ¿Dónde están?

—Guardadas—hablaba trabajosamente—. Detrás del enrejado.

—Yo las traeré. Llena cubos con agua y almacénalos en la cocina.

—¿Habrá un asedio?

—Ya hablaremos luego. Deprisa.

Linda llenó cubos y luego ayudó a Mayo a colocar la última de las contras.

—Está bien, vamos dentro—ordenó él.

Entraron en la casa; cerraron y trancaron la puerta. Lánguidos rayos del último sol de la tarde se filtraban entre las rendijas de las contras. Mayo comenzó a desempaquetar las balas del rifle Cosmi.

—¿Tienes algún tipo de arma?

—Un revólver del veintidós por algún sitio.

—¿Municiones?

—Creo que sí.

—Búscalo todo.

—¿Habrá un asedio?—repitió ella.

—No lo sé. No sé quiénes son, ni lo que son, ni de dónde vienen. Lo único que sé es que tenemos que prepararnos para lo peor.

Volvieron a sonar las mismas explosiones lejanas. Mayo escuchaba atentamente. Linda veía ahora en la penumbra con más claridad. Tenía la cara afilada. El pecho cubierto de sudor. Exhalaba el aroma dulzón de los leones enjaulados. Linda sintió un incontenible deseo de acariciarle. Mayo cargó el rifle, lo colocó junto al revólver y empezó a recorrer ventana tras ventana atisbando atento entre las contras, esperando con inmensa paciencia.

—¿Darán con nosotros?—preguntó Linda.

—Quizás.

—¿Crees que serán amigos?

—Puede.

—Aquellas cabezas eran horribles.

—Sí.

—Jim, tengo miedo. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.

—No te lo reprocho.

—¿Cuánto tardaremos en saber?

—Una hora, si son amigos, dos o tres si no lo son.

—¿Por… por qué tanto?

—Si buscan pelea, serán más cautos.

—Jim, ¿Qué piensas realmente?

—¿Sobre qué?

—Sobre nuestras posibilidades.

—¿Quieres saberlo de veras?

—Por favor.

—Estamos muertos.

Ella empezó a llorar. Él la zarandeó furioso.

—No sigas. Ten preparado el revólver.

Ella cruzó el salón, vio las perlas que Mayo había dejado caer y las recogió. Estaba tan desconcertada que se puso el collar automáticamente. Luego entró en su dormitorio a oscuras y sacó el modelo de yate de Mayo. Localizó el revólver en una sombrerera en el armario, cogió también una cajita con balas.

Comprendió que su vestido no era apropiado para la ocasión. Sacó del armario un jersey de cuello vuelto, pantalones de montar y botas. Luego se desnudó para cambiarse. Cuando levantaba los brazos para soltarse el collar, entró Mayo, se dirigió a la ventana que daba al sur y atisbó. Cuando se volvió la vio.

Se quedó inmóvil. Ella no pudo moverse. Con los ojos cerrados comenzó a temblar, intentando taparse con los brazos. Él avanzó hacia ella, tropezó con el modelo de yate, lo apartó de una patada. Al instante siguiente, había tomado posesión de su cuerpo y las perlas saltaron también. Mientras se arrojaba con él a la cama, rasgándole ferozmente la camisa, sus muñecas cayeron también en confuso montón, con el yate, las perlas y el resto del mundo.

Alfred Bester: ¿Quiere usted esperar?. Cuento

BESTERphotoinHell1975creditedtoJayGarfieldLos hay que siguen escribiendo esos relatos anticuados sobre Tratos con el Demonio. Ya saben, azufre, conjuros y pentagramas; engaños, burlas y ensueños. No saben lo que dicen. El demonismo del siglo veinte es liso y aerodinámico como los ascensores automáticos, la televisión, las máquinas tragaperras y el resto de los aparatos y servicios modernos que te dejan desvalido y furioso.

Hace un año me echaron por tercera vez en diez meses de mi trabajo. Tuve que enfrentar el hecho de que era un fracasado. Estaba además sin un céntimo. Decidí vender mi alma al Diablo; el único problema era encontrarlo. Acudí a la sala principal de referencia de la biblioteca y leí todo lo que había sobre demonología. Como dije, pura palabrería. De cualquier modo, si hubiese podido permitirme disponer de los costosos ingredientes que, según decían, podían servir para conjurar al Diablo, no habría tenido en realidad necesidad alguna de tratar con él. No veía salida alguna, así que hice lo más natural: me dirigí al Servicio de Celebridades. Un delicado joven contestó a mi llamada.

—¿Puede decirme usted dónde está el Diablo?—pregunté.

—¿Es usted suscriptor del Servicio de Celebridades?

—No.

—Entonces no puedo proporcionarle ninguna información.

—Puedo pagar una pequeña cuota por una sola información.

—¿Quiere usted un servicio limitado?

—Sí.

—¿Quién es la celebridad, por favor?

—El Demonio.

—¿Quién?

—El Demonio… Satanás, Lucifer, Belcebú… el Demonio.

—Un momento, por favor—al cabo de cinco minutos estaba de vuelta, muy enojado—. Lo siento mucho. El Demonio ya no es una celebridad.

Colgó. Hice lo más razonable, mirar en la guía telefónica. En la misma página decorada con anuncios del Restaurante Sardi encontré Satán, Shaitan, Carnage & Bael,477 Madison Avenue, Judson 3-1900. Llamé. Una clara voz femenina contestó.

—SSC & B. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el señor Satán, por favor?

—La línea está ocupada. ¿Quiere usted esperar?

Esperé y perdí mi moneda. Discutí con la telefonista y perdí otra moneda, pero obtuve la promesa de un reintegro en sellos de correos. Llamé de nuevo a Satán, Shaitan, Carnage & Bael.

—SSC & B. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el señor Satán? Le suplico que no me deje colgado del teléfono. Estoy llamando desde una…

Hubo una conexión y sonó un timbre. Esperé. Mi aparato emitió un clic de aviso. Al fin se despejó la línea.

—Oficina de la señorita Hogan.

—¿Puedo hablar con el señor Satán?

—¿Quién llama?

—El no me conoce. Es una cuestión personal.

—Lo siento. El señor Satán ya no está en nuestra organización.

—¿Puede decirme usted dónde puedo encontrarlo? Hubo una apagada discusión y luego la señorita Hogan dijo:

—El señor Satán está ahora con Belcebu, Belial, Demonio & Orgía.

Los localicé en la guía telefónica. 383 Madison Ayenue, Murray Hill 2-1900. Marqué. Sonó el teléfono una vez y alguien descolgó. Una voz metálica habló en un sonsonete:

—El número que ha marcado ha sido suprimido. Tenga la bondad de consultar su guía para dar con el número correspondiente. Este es un mensaje grabado.

Consulté mi guía. Decía Murray Hill 2-1900. Marqué de nuevo y recibí la misma respuesta grabada.

Al final comuniqué con una telefonista a la que convencí para que me diese el número de Belcebú, Belial, Diablo & Orgía. Llamé. Una alegre voz femenina contestó.

—BBDO. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el señor Satán, por favor?

—¿Quién?

—El señor Satán.

—Lo siento. No hay nadie de ese nombre en nuestra organización.

—Entonces póngame con Belcebú o con el Diablo.

—Un momento, por favor.

Esperé. Cada medio minuto ella me decía: «Aún continúo llamando al Diablo…» y luego cortaba antes de que yo pudiese contestar. Al fin se oyó una alegre y juvenil voz femenina.

—Oficina del señor Diablo.

—¿Puedo hablar con él?

—¿Quién llama?

Di mi nombre.

—Está hablando por otra línea. ¿Quiere usted esperar?

Esperé. Me había provisto de una buena reserva de monedas. A los veinte minutos, la alegre y juvenil voz femenina habló de nuevo:

—Acaba de acudir a una reunión de emergencia. ¿Puede llamarle él a usted?

—No. Ya llamaré yo.

Nueve días después le localicé por fin.

—Sí, dígame, ¿En qué puedo servirle?

Tomé aliento.

—Quiero venderle mi alma.

—¿Tiene usted algo sobre el papel?

—¿Qué quiere decir con algo sobre el papel?

—La Propiedad, hijo mío. No esperará usted que BBDO vaya a comprar a ciegas. Tráiganos su Presentación. Mi secretaria concertará una cita.

Preparé una Presentación de mi alma. Luego llamé a su secretaria.

—Lo siento, está en la Costa. Vuelva a llamar dentro de dos semanas.

Cinco semanas después me concedió una cita. Acudí y me senté en la sala de recepción de BBDO durante dos horas, con mi Presentación sobre las rodillas. Por último me pasaron a una oficina decorada con hierros de marcar reses tejanos de resplandeciente neón. El Demonio estaba sentado en su sillón. Era un hombre alto con voz teatral de ejecutivo de ventas; de esos que hablan alto en los ascensores. Me dio un Sincero apretón de manos e inmediatamente se puso a leer mi Presentación.

—No está mal—dijo—. No está nada mal. Creo que podremos llegar a un acuerdo. Bueno, ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Lo normal?

—Dinero, éxito, felicidad.

Asintió.

—Lo normal. Sepa que en esta firma no engañamos a nadie. Es una empresa respetable. Garantizamos dinero éxito y felicidad.

—¿Por cuánto tiempo?

—Por todo el período normal de vida del individuo. Aquí no se hacen trampas, hijo mío. Hacemos nuestros cálculos según las estadísticas oficiales. Y, de pasada, yo diría que a usted le quedan todavía de cuarenta a cuarenta y cinco años. Podemos incluir eso en el contrato más tarde.

—¿Y no hay ninguna trampa?

Hizo un gesto de impaciencia.

—Lo que usted piensa es todo cuestión de malas relaciones públicas. Se lo aseguro, no hay ningún truco.

—¿Garantizado?

—No sólo garantizamos el servicio; insistimos en proporcionarlo. BBDO no quiere que vaya nadie al Comité de Prácticas Mercantiles Justas. Tendrá que visitarnos para el servicio por lo menos dos veces al año, si no quedará rescindido el contrato.

—¿Qué clase de servicios?

Él se encogió de hombros.

—De cualquier clase. Limpiar sus zapatos; vaciar ceniceros; llevarle chicas. Eso puede concretarse más tarde. Sólo insistimos en que nos utilice por lo menos dos veces al año. Nosotros nos comprometemos a proporcionarle un quid por su quo. Quid pro quo. ¿De acuerdo?

—¿Y sin trucos?

—Sin trucos. Haré que nuestro departamento legal redacte el contrato. ¿Quién es su representante?

—¿Quiere decir un agente? No he buscado ninguno.

Pareció sorprenderse.

—¿No ha buscado agente? Hijo mío, vive usted peligrosamente. En realidad, podríamos despellejarle. Consígase un agente y dígale que me llame.

—Sí, señor. ¿Puedo… podría hacer una pregunta?

—Desde luego. Estoy a su disposición.

—¿Qué me sucederá… cuando el contrato termine?

—¿Quiere saberlo realmente?

—Sí.

—No se lo aconsejo.

—Quiero saberlo.

Me lo mostró. Era como una odiosa sesión con un psicoanalista a perpetuidad… una autoacusación eterna y torturante. Era el infierno. Me quedé estremecido.

—Yo habría preferido que enemigos inhumanos me torturaran —dije.

Se echó a reír.

—Su inhumanidad no podría compararse con la inhumanidad del hombre para consigo mismo. Bien… ¿Cambió de opinión, o cierra el trato?

—Cierro el trato.

Nos dimos la mano y me acompañó hasta la puerta.

—No lo olvide—me advirtió—. Protéjase. Consígase un agente. El mejor.

Firmé con Sibila & Esfinge. Esto fue el tres de marzo. Llamé a S & S el quince de marzo. La señorita Esfinge dijo:

—Oh, sí, ha habido un cambio. La señorita Sibila estaba negociando en nombre de usted con BBDO, pero tuvo que coger el avión para Sheol. Me he hecho cargo yo de todo.

Llamé a primeros de abril.

—Oh sí—dijo la señorita Sibila—ha habido una ligera demora. La señora Esfinge tuvo que irse a Salem. Hay una quema de brujas. Volverá la semana próxima.

Llamé el quince de abril. La alegre voz de la joven secretaria de la señorita Sibila me dijo que había ciertas dilaciones en la transcripción de los contratos. Al parecer BBDO andaba reorganizando su departamento legal. El día uno de mayo Sibila & Esfinge me dijo que habían llegado los contratos y que su departamento legal estaba estudiándolos.

En junio tuve que aceptar un trabajo servil para mantener juntos alma y cuerpo. Trabajé en el departamento de grabación de una cadena de radio. Por lo menos una vez a la semana llegaba un guión sobre un contrato con el Diablo firmado, sellado y aceptado. Yo solía reírme de ellos. Pero al cabo de cuatro meses de negociación yo aún seguía igual.

Vi una vez al Demonio bajando por Park Avenue. Iba corriendo hacia el Congreso, muy ocupado en tratar cordial y animosamente al electorado. Saludó a todos los policías y porteros por el nombre. Cuando hablé con él se asustó un poco, pensando que yo era un comunista o algo peor. No me recordaba en absoluto.

En julio, todas las negociaciones se paralizaron; todos se habían ido de vacaciones. En agosto todos estaban en ultramar en un Festival de Misa Negra. En septiembre Sibila & Esfinge me llamaron a su oficina para firmar el contrato. Tenía treinta y siete páginas y estaba lleno de correcciones y añadidos. Había media docena de adiciones al margen de cada página.

—¡Si usted supiese el trabajo que ha llevado este contrato! —me dijo Sibila & Esfinge con satisfacción.

—Muy largo, ¿verdad?

—Son los contratos cortos los que causan más problemas. Ponga las iniciales en las adiciones que hay al margen y firme en la última página. Hágalo en las seis copias, por favor.

Puse las iniciales y firmé. Cuando acabé, no percibí ninguna diferencia. Yo esperaba empezar a recibir dinero, éxito y felicidad.

—¿Está cerrado el trato ya? —pregunté.

—No, hasta que no lo firme él.

—No puedo aguantar ya más.

—Se lo enviaremos por un mensajero.

Esperé una semana y luego llamé.

—Se olvidó usted de escribir las iniciales en una de las adiciones —me dijeron.

Fui a la oficina y puse mis iniciales. Tras otra semana llamé.

—Él se olvidó de poner las iniciales en una de las adiciones—me dijeron esta vez.

El uno de octubre recibí un paquete por entrega especial. Recibí también una carta certificada. El paquete contenía el contrato firmado y sellado entre el Diablo y yo. Al fin podía ser rico, tener éxito, ser feliz. La carta certificada era de BBDO y me informaba de que en vista de que yo no había cumplido la cláusula 27-A del contrato, lo consideraban rescindido y yo debía someterme al pago según su conveniencia. Acudí rápidamente a Sibila & Esfinge.

—¿Cuál es la cláusula 27-A?—me preguntaron.

La buscamos. Era la cláusula que me obligaba a utilizar los servicios del Demonio por lo menos una vez cada seis meses.

—¿Qué fecha tiene el contrato?—preguntó Sibila & Esfinge.

Lo miramos. El contrato tenía fecha de primero de marzo, el día de mi primera entrevista con el Diablo en su oficina.

—Marzo, abril, mayo…—contó con los dedos la señorita Sibila—. Es cierto. Han pasado siete meses. ¿Está usted seguro de que no pidió ningún servicio?

—¿Cómo iba a hacerlo? No tenía el contrato.

—Intentaremos resolverlo —dijo agriamente la señora Esfinge.

Llamó a BBDO y tuvo una acalorada discusión con el Demonio y su departamento legal. Luego colgó.

—Él dice que cerraron el trato el primero de marzo—informó—. Estaba dispuesto a seguir adelante de buena fe con su parte del compromiso.

—¿Y cómo podía saberlo yo? No tenía el contrato.

—¿No pidió usted nada?

—No. Yo estaba esperando el contrato.

Sibila & Esfinge llamó a su departamento legal y planteó la cuestión.

—Tendrá usted que someterse a un arbitraje —dijo el departamento legal, y explicó que los agentes tenían prohibido actuar como procuradores de sus clientes.

Acudí a la firma legal Brujo, Hechicero, Vudú Zahorí & Hechicera (99 Wall Street, Exchange 3-1900) pára que me representase ante el Comité de Arbitraje (479 Madison Avenue, Lexington 5-1900). Pidieron un anticipo de doscientos dólares más el veinte por ciento de los beneficios del contrato. Yo había conseguido ahorrar treinta y cuatro dólares durante los cuatro meses que llevaba trabajando en el departamento de grabación. Pasaron por alto el anticipo e iniciaron los preliminares del arbitraje.

El quince de noviembre en la cadena de radio me rebajaron de categoría enviándome a la sala de correspondencia, y yo pensé seriamente en el suicidio. Sólo me detuvo el hecho de que mi alma se hallase pendiente del arbitraje.

El caso se vio el doce de diciembre. Fue juzgado por tres árbitros imparciales que estuvieron todo el día analizando la cuestión. Me dijeron que se me comunicaría por correo el fallo. Esperé una semana y llamé a Brujo, Hechicero, Vudú, Zahorí & Hechicera.

—Es que están en vacaciones de Navidad—me dijeron.

Llamé el dos de enero.

—Uno de ellos está fuera de la ciudad.

Llamé el diez de enero.

—Ha vuelto ya, pero los otros dos están fuera de la ciudad.

—¿Cuándo sabré el fallo?

—Quizás tarde meses.

—¿Cree usted que tengo posibilidades de ganar?

—Bueno, nosotros no hemos perdido nunca un arbitraje.

—Eso es animador.

—Pero siempre puede ser la primera vez.

Esto parecía menos animador. Cogí miedo y pensé que sería mejor cubrirme. Hice lo que me pareció más razonable: recorrí la guía telefónica hasta dar con Serafín, Querubín & Ángel, 666 Quinta Avenida, Templeton 4-1900. Llamé. Una alegre voz juvenil femenina contestó.

—Serafín, Querubín & Ángel. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el Ángel, por favor?

—Está hablando por otra línea. ¿Quiere usted esperar?

Aún sigo esperando.

Alfred Bester: El orinal florido. Cuento

Bester3—Concluiremos este primer semestre de Antigüedades —dijo el profesor Paul Muni— con una reconstrucción de la jornada habitual de un habitante de los Estados Unidos de América (nombre que se daba hace quinientos años al Gran Los Angeles) a mediados del siglo veinte.

»Nos referiremos a él como Jukes, uno de los nombres más ilustres de la época, inmortalizado en la epopeya de las luchas entre Kallikak y Jukes. Se acepta hoy generalmente que las misteriosas letras JU, halladas en los listines de Hollywood Este, o en la ciudad de Nueva York como se decía entonces (por ejemplo, JU 6-0600 o JU 2-1914), indican de algún modo una relación genealógica con la poderosa dinastía Jukes.

»Estamos en el año de 1950. El señor Jukes, un típico «solitario» (es decir, «soltero»), vive en un pequeño rancho a las afueras de Nueva York. Se levanta al amanecer, se pone sus botas con espuelas, sus vaqueros, su camisa de cuero, un chaleco gris de franela y un lazo negro. Se arma con un revólver y sale al Bar-B-Q a prepararse un desayuno de Plancton con curry o algas elaboradas. Puede sorprender a delincuentes juveniles o pieles rojas en su rancho, linchando una víctima o robándole automóviles, de los que tiene un rebaño de unos ciento cincuenta.

»A estos delincuentes los dispersa tras singular combate a puñetazos. Como todos los norteamericanos del siglo veinte, Jukes es un individuo de fuerza extraordinaria, capaz de aguantar y asestar golpes terribles. Pocas veces utiliza su revólver para estos fines; reserva normalmente su uso para los ritos ceremoniales.

»El señor Jukes acude a su trabajo en la ciudad de Nueva York montado en un coche deportivo (una especie de automóvil abierto), o en un tranvía eléctrico. Lee su periódico matinal, en el que aparecerán noticias como: «El descubrimiento del Polo Norte», » El hundimiento del Titanic», «Una cápsula espacial dirigida por el hombre logra orbitar Marte» o «La extraña muerte del presidente Harding».

»Jukes trabaja en una agencia de publicidad situada en la Avenida Madison (hoy Bulevar Crepúsculo Este), que, en aquella época, era un fangoso y áspero camino, cruzado por diligencias, en el que se alineaban garitos llenos de camorristas, cadáveres y bellas artistas de variedades de someros vestidos. Jukes se dedica a la orientación del gusto, la mejora de la cultura, la elección de los funcionarios públicos y la selección de héroes nacionales.

»Su oficina, situada en la planta vigésima de un gigantesco rascacielos, está decorada al estilo característico de mediados del siglo veinte. Tiene un muro de fuelle, un sillón gravedad nula, o caída libre, y una escupidera de latón. Está iluminado con bombillas Maser. Grandes ventiladores colgados del techo la refrescan en verano, y una estufa Franklin de rayos infrarrojos la calienta en invierno.

»Las paredes están decoradas con extrañas pinturas ejecutadas por artistas tan famosos como Miguel Angel, Renoir y Domingo. En la mesa hay un magnetofón, que él usa para dictar. Sus palabras las escribe luego una secretaria utilizando una pluma y papel carbón. (Se ha demostrado de modo irrefutable que la máquina mecanográfica no se creó hasta el apogeo de la Era de la Computadora, a finales del siglo veinte.)

»El trabajo del señor Jukes consiste en crear las consignas espirituales que animan a la mitad consumidora de la nación. Algunas de estas consignas han llegado hasta nosotros de modo más o menos fragmentaria, y aquellos de ustedes que hayan seguido el curso del profesor Rex Harrison, lingüistica 916, ya saben de las extraordinarias dificultades que se plantean en su interpretación: «Bueno hasta la última gota» (¿Debemos leer «Dios» donde dice «bueno»?); «¿Lo hace o no lo hace?» (¿El qué?); y ‘»Soñé que iba al circo con mi sostén Maidenform» (incomprensible).

»A mediodía, el señor Jukes toma una segunda comida, normalmente en forma comuntaria con otros miles de individuos en un estadio gigantesco. Regresa a su oficina y reanuda el trabajo, pero, como han de tener en cuenta que las condiciones no eran ideales para la concentración, se veía obligado a trabajar hasta cuatro y seis horas al día. En aquellos tristes tiempos había una repetición constante de asaltos a mano armada, robos, guerras de bandas y otras brutalidades. El aire estaba lleno de los cuerpos de los agentes de bolsa desesperados que se tiraban por las ventanas de sus oficinas.

»En consecuencia, es muy natural que el señor Jukes busque paz espiritual al final del día. Y la encuentra en un ritual llamado «fiesta de cocktail». El y otros creyentes más se encierran en una pequeña habitación, rezando en voz alta, y llenando el aire con residuos sagrados de marihuana y mescalina. Los creyentes suelen llevar atuendos denominados «trajes de cocktail», conocidos también como «negro básicon».

»Después, el señor Jukes puede tomar su última comida del día en un club nocturno, un centro de diversión subterráneo donde se ofrecen diversos espectáculos. Va acompañado a menudo por su «cuenta de gastos», frase difícil de interpretar. El doctor David Niven afirma que esto puede relacionarse con »una mujer de vida fácil», pero el profesor Nelson Eddy afirma que esto no hace más que aumentar las dificultades, pues nadie sabe hoy lo que era una «mujer de vida fácil».

»Por último, el señor Jukes regresa a su rancho en una especie de coche de vapor en el que juega juegos de azar con los jugadores profesionales que infectan todos los sistemas de transportes de la época. Ya en su casa, hace una hoguera al aire libre, calcula los gastos del día con su ábaco, toca música triste con su guitarra, hace el amor con una de las miles de extrañas mujeres que tienen la costumbre de irrumpir a horas extrañas ante las hogueras, se enrolla en una manta y se echa a dormir.

»Tal era la barbarie de aquella época tan histérica que pocos hombres vivían más de los cien años. Y sin embargo los románticos de ahora añoran aquella era monstruosa de agitación y terror. La América del siglo veinte está de moda. En fecha muy reciente, un solo ejemplar de Life, una especie de catálogo postal, fue vendido en subasta por el famoso coleccionista Clifton Webb por 150.000 dólares. He de decir, de pasada, que en el análisis que hago de esta pieza en el Phit Trans actual planteo dudas sobre su autenticidad. Ciertos anacronismos del texto indican una posible falsificación.

»Y ahora unas últimas palabras sobre vuestros exámenes. Se ha hablado mucho de parcialidad por parte de la computadora. Se ha sugerido que cuando este departamento recibió la Multi-III de Bioquímica, se pasaron por alto varios circuitos, dejándose en situación operativo, con lo que se inclinó a la computadora en favor del enfoque matemático. Esto es un completo absurdo. Nuestro psiquiatra de computadoras asegura que la Multi-III ha recibido un curso completo de readoctrinación y un lavado de cerebro minucioso. Detalladas comprobaciones han mostrado que todos los errores se debieron a torpeza y descuido de los estudiantes.

»Les pido que se atengan a los procedimientos normales de esterilización antes de realizar su examen. Comprueben sus gorras, batas, máscaras y guantes quirúrgicos y procuren que estén perfectamente ajustados. Asegúrense también de que los instrumentos estén esterilizados. Recuerden que una mota de contaminación en su tarjeta de respuesta puede invalidar su examen. La Multi-III no es una máquina, es un cerebro, y exige el mismo cuidado y consideración que dispensan a sus propios cuerpos. Gracias, buena suerte, y espero verles de nuevo el próximo semestre.

Al salir del aula, el profesor Muni fue abordado en el atestado pasillo por su secretaria, Ann Sothern. Vestía ella un bikini de punto, llevaba una bandeja con bebidas en una mano y en la otra un bañador del profesor. Muni hizo un gesto agradecido, tomó un trago rápido y frunció el ceño al oír el número de comedia musical tradicional con el que los estudiantes pasaban de clase a clase. Comenzó a estructurar sus notas mientras salían apresuradamente del edificio.

—No hay tiempo para darse un chapuzón, señorita Sothern—dijo—. Tengo que acudir a ver un descubrimiento revolucionario esta tarde en el Edificio de Artes Médicas.

—Eso no figura en su programa, doctor Muni.

—Lo sé. Lo sé. Pero Raymond Massey está enfermo, y tengo que hacerlo por él. Ray dice que me sustituirá la próxima vez que tenga que aconsejar a un joven genio que abandone la poesía.

Salieron del Edificio de Sociología, pasaron ante la piscina en forma de lágrima, ante la biblioteca que tenía forma de libro, ante la Clínica cardiaca que tenía forma de corazón, y llegaron al Edificio Facultad que tenía forma de facultad. Estaba en un bosquecillo de palmas reales a través del cual serpeaba una pista de golf diminuta, cuyos acondicionadores de aire emitían un rumor silbante. Dentro del Edificio Facultad, altavoces ocultos radiaban el último éxito-ruido.

—¿Qué es… «Niágara» de Caruso?—preguntó con aire ausente el profesor Muni.

—No, es «Johnstown Flood», de la Callas—contestó la señorita Sothren, abriendo la puerta de la oficina de Muni—. Qué extraño. Juraría que dejé las luces encendidas.

Intentó localizar el interruptor.

—Alto—murmuró el profesor Muni—. Aquí hay algo más de lo que parece, señorita Sothern.

—¿Qué quiere decir…?

—¿Quién suele planear un encuentro por sorpresa en una habitación a oscuras?

—¿Los… Ios Malos?

—Exactamente.

—Tiene razón—dijo una voz nasal—, mi querido profesor pero le aseguro que se trata sólo de una cuestión privada de negocios.

—Doctor Muni —murmuró la señorita Sothern—. Hay alguien en su oficina.

—Vamos, entre, profesor—dijo la voz nasal—. Es decir si me permite usted que le invite a entrar en su propia oficina. No intente encender las luces, señorita Sothern. Han sido… preparadas.

—¿Qué significa esta intrusión? —preguntó el profesor Muni.

—Entre. Vamos, entre. Boris, lleva al profesor hasta una silla. El individuo que le coge de un brazo, profesor Muni, es mi implacable guardaespaldas, Boris Karloff. Yo soy Peter Lorre.

—Exijo una explicación —gritó Muni—. ¿Por qué ha invadido mi oficina? ¿Por qué han estropeado las luces? ¿Qué derecho tienen a. . . ?

—Las luces están apagadas porque es mejor que la gente no vea a Boris. Es un hombre muy útil, pero no una delicia estética, todo ha de decirse. Y el motivo de que haya invadido su oficina se le hará saber después de que haya contestado a una o dos preguntas.

—No haré nada de eso. Señorita Sothern, busque al decano.

—Usted se quedará donde está, señorita Sothern.

—Haga lo que se le dice, señorita Sothern. No permitiré esto. . .

—Boris, enciende algo.

Algo se encendió. La señorita Sothern lanzó un grito. El profesor Muni quedó sobrecogido.

—Ya está bien, Boris, apaga. Ahora, mi querido profesor, vayamos al asunto. En primer lugar, permítame que le informe de que si contesta honradamente a mis preguntas no se arrepentirá de ello. ¿Sería tan amable de extender la mano?—el profesor Muni extendió la mano; alguien posó en ella un fajo de billetes—. Son 10.000 dólares; por la consulta. ¿Quiere usted contarlos? ¿Quiere que Boris encienda algo?

—Le creo —murmuró Muni.

—Muy bien. Profesor Muni, ¿Dónde y durante cuánto tiempo estudió usted historia norteamericana?

—Es una pregunta extraña, señor Lorre.

—Se le ha pagado para que conteste, profesor Muni.

—Está bien. Bueno… estudié en el Instituto Hollywood, Instituto Harvard, Instituto Yale y en la Universidad del Pacífico.

—Qué es «Universidad»?

—El nombre antiguo de Instituto. En el Pacífico son tradicionalistas… Obstinados reaccionarios.

—Y, ¿Durante cuánto tiempo estudió?

—Unos veinte años.

—¿Cuánto tiempo lleva enseñando aquí en el Instituto Columbia?

—Quince años.

—Eso significa treinta y cinco años de experiencia. ¿Diría usted que posee un amplio conocimiento de los méritos y capacidad de los diversos historiadores actuales?

—Entonces, ¿Quién es, en su opinión, la autoridad máxima en la historia Norteamérica del siglo veinte?

—Bueno. Es una pregunta interesante. Harrison, por supuesto, es el que más sabe de publicidad, titulares de periódicos y pies de fotos. Taylor de ciencia doméstica, me refiero a la doctora Elizabeth Taylor. Gable probablemente sea el mejor en transportes. Clark está en el Instituto Cambrige ahora, pero…

—Perdóneme, porfesor Muni. Planteé mal la pregunta. Debería haber preguntado: ¿Quién es la máxima autoridad en objetos históricos del siglo veinte? Antigiiedades, cuadros, muebles, objetos curiosos, piezas artísticas, etcétera.

—¡Ah! En cuanto a eso no hay duda, señor Lorre. Soy yo.

—Muy bien. Excelente. Ahora escúcheme bien, profesor Muni. Un pequeño grupo de hombres poderosos me ha encargado que contrate sus servicios profesionales. Se le pagarán a usted 10.000 dólares por adelantado. Usted dará su palabra de mantener la transacción en secreto. Y quedará entendido que si su misión fracasa, no haremos nada por ayudarle.

—Eso es mucho dinero —dijo lentamente el profesor Muni—. ¿Cómo puedo estar seguro de que esta oferta viene de los Buenos?

—Tiene mi palabra de que es en defensa de la libertad y la justicia del hombre de la calle, de los desheredados y del sistema de vida del Gran Los Angeles. Por supuesto puede usted rechazar esta peligrosa misión, y no se le tendrá en cuenta, pero piense que es el único hombre de todo el Gran Los Angeles que puede realizarla.

—Bueno —dijo el profesor Muni—, dado que no tengo nada mejor que hacer hoy, salvo estudiar una cura de cáncer, aceptaré.

—Sabía que podríamos contar con usted. Es usted de esa clase de hombres que hacen grande a Los Angeles. Boris, canta el himno nacional.

—Gracias, pero sus elogios son inmerecidos. No hago más que lo que haría cualquier ciudadano leal, honrado y patriota del Gran Los Angeles.

—Muy bien, pues. Le recogeré a media noche. Llevará usted traje de tweed, sombrero de fieltro muy bajo y zapatos gruesos. Llevará usted treinta metros de soga de escalador, prismáticos y un revólver de fisión de cañón corto. Su número de identificación será el 369.

—Aquí—dijo Peter Lorre—369. 369, tengo el placer de presentarle a X, Y, y Z.

—Buenas noches, profesor Muni—dijo el caballero de aspecto italiano—. Yo soy Vittorio de Sica. Esta es la señorita Garbo. Este Edward Everett Horton. Gracias, Peter. Váyase ya.

El señor Lorre salió. Muni miró a su alrededor. Se hallaba en un suntuoso apartamento todo decorado de blanco. Incluso el fuego que ardía en la estufa, por algún milagro de la química, se componía únicamente de llamas de un blando lechoso. El señor Horton paseaba nervioso ante el fuego. La señorita Garbo estaba lánguidamente tendida sobre una piel de oso polar, con una boquilla de marfil en la mano.

—Permítame que coja yo esa soga, profesor—dijo De Sica—. Supongo que trae usted también la pistola de cañón corto y los prismáticos habituales. También me los llevaré. Usted póngase cómodo. Perdone que estemos vestidos de etiqueta, nuestras identidades encubiertas, compréndalo. Nosotros controlamos el infierno del fuego. Actualmente estamos…

—¡No! —gritó alarmado el señor Horton.

—A menos que tengamos fe plena en el profesor Muni y seamos completamente sinceros, no iremos a ningún sitio, mi querido Horton. ¿No estás de acuerdo, Greta?

La señorita Greta asintió.

—En realidad—continuó De Sica—, somos un pequeño grupo de poderosos comerciantes en arte.

—En… entonces. . entonces—balbució Muni—son ustedes los famosos De Sica, Garbo y Horton…

—Esos somos.

—Pe… pero… pero todo el mundo dice que ustedes no existen. Todo el mundo cree que la organización conocida como el Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte es en realidad propiedad de «Los Treinta y Nueve Pasos», con el control oculto de Cosa Vostra. Es decir que…

—Sí, sí—interrumpió De Sica—. Eso es lo que nosotros queremos hacer creer; de ahí nuestra identidad oculta como trío siniestro que controla este sindicato de juego. Pero somos nosotros tres quienes controlamos el arte en el mundo, y por eso está usted aquí.

—No comprendo.

—Enséñale la lista—dijo la señorita Garbo.

De Sica sacó una hoja de papel y se la entregó a Muni.

—Tenga la bondad de leer esta lista de artículos, profesor. Estúdiela detenidamente. Depende casi todo de las conclusiones que usted extraiga.

 

Horno parrilla automático.

Plancha de vapor.

Batidora eléctrica velocidad 12.

Cafetera automática de seis tazas.

Sartén de aluminio eléctrica.

Horno de gas con cuatro quemadores y tapadera.

Nevera de once pies cúbicos más congelador de 170 bras.

Aspiradora eléctrica, tipo lata, con tope de vinilo.

Máquina de coser con bobinas y agujas

Candelabro rueda de carro, de pino y arce.

Lámpara de techo de cristal opalino.

Lámpara de cristal claveteado estilo provincial.

Lámpara de bronce abatible con pantalla de cristal.

Despertador con timbre doble.

Cubertería de cincuenta piezas para ocho.

Cubertería de dieciséis piezas para cuatro, modelo Du

Alfombra de nailon, 9X12, beige espiga.

Alfombra colonial, oval, 9×12, verde helecho.

Felpudo de cáñamo «Bienvenido», 18X30.

Sofá cama y sillón, verde salvia.

Almohadón redondo de goma-espuma.

Silla abatible de espuma con mecanismo de tres posturas.

Mesa plegable, ocho plazas.

Cuatro sillones con soporte.

Armario de roble colonial de soltero, tres cajones.

Armario doble de roble colonial, seis cajones.

Cama con dosel estilo provincial francés, cincuenta y cuatro pulgadas de anchura.

Después de estudiar la lista durante diez minutos el profesor Muni dejó el papel y lanzó un profundo suspiro —parece el tesoro enterrado más fabuloso de la historia.

—Oh, profesor, no está enterrado. Muni se incorporó.

—¿Quiére decir que realmente existen esos objeto?

—Desde luego que sí. Ya hablaremos más de eso. Primero, dígame, ¿Tiene usted una idea clara de este conjunto de objetos?

—¿Los ha retenido con los ojos de su mente?

—Sí, los he retenido.

—Entonces podrá usted contestar a esta pregunta: ¿Corresponden todos estos tesoros a un tipo, un estilo, un

—No hablas claramente, Vittorio—masculló la señorita Garbo.

—Lo que queremos saber —intervino Edward Everett Horton—es si un hombre podría…

—Por favor, mi querido Horton. Cada pregunta a su tiempo. Profesor, quizás haya sido oscuro. Lo que quiero decirle es esto: ¿Representan estos tesoros el gusto de un hombre? Es decir, ¿Podría el hombre que, digamos, colecciona la batidora eléctrica, ser el mismo del felpudo de cáñamo «Bienvenido»?

—Si podía permitirse ambos—gorjeó Muni.

—Supondremos, en principio, que él puede permitirse todos los artículos de esta lista.

—Ni siquiera un gobierno nacional podría permitírselo a todos—contestó Muni—. Sin embargo, déjeme pensar…

Se echó hacia atrás en su asiento y clavó los ojos en el techo, apenas consciente de que el Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte le observaba con gran interés. Tras mucha concentración, Muni abrió los ojos y miró su alrededor.

—Bien, díganos—pidió Horton con ansiedad.

—He estado visualizando esos tesoros en una habitación—dijo Muni—. Se compaginan admirablemente. En realidad, compondrían una de las habitaciones más bellas impresionantes del mundo. Si uno entrase en una habitación así, querría saber inmediatamente quién era el genio que la había decorado.

—¿Entonces…?

—Sí. Yo diría que corresponde al gusto de un hombre.

—¡Ajá! Entonces nuestra sospecha era fundada, Greta. Estamos tratando con un tiburón solitario.

—No, no, no. Es imposible.—Horton arrojó al fuego el vaso, y luego se encogió de hombros ante el estruendo— No puede ser un tiburón solitario. Tienen que ser muchos hombres, de todo tipo, que operan independientemente. Os aseguro…

—Mi querido Horton, sírvete otro trago y cálmate. No haces más que confundir al buen doctor. Profesor Muni le dije que los artículos de esta lista existían. Así es. Pero no le dije que no sabemos dónde están actualmente. No lo sabemos por una buena razón: todos han sido robados.

—¡No! No puedo creerlo.

—Pues sí, y por lo menos una docena de antigüedades más, que no nos molestamos en incluir porque son de mucho menos valor.

—No debían de pertenecer a una sola colección… yo habría tenido noticia de su existencia.

—No. Una colección como ésa nunca existió y nunca existirá.

—No lo permitiríamos —dijo la señorita Garbo.

—¿Cómo los robaron entonces? ¿Dónde?

—Independientemente —exclamó Horton, agitando su vaso. Por docenas de ladrones distintos. No puede ser obra de un solo hombre.

—Según el profesor corresponden al gusto de un hombre.

—Es imposible. ¿Cuarenta audaces robos en quince meses? No puedo creerlo.

—Los objetos de esa lista—continuó De Sica dirigiéndose a Muni—los robaron en un período de quince meses a coleccionistas, museos, comerciantes e importadores todo en el área Hollywood Este. Si, como dice usted, los objetos representan el gusto de un hombre…

—Así es.

—Entonces no hay duda de que tenemos en nuestras manos una rara avis, un delincuente muy listo que es además especialista en arte, o, lo que sería aún más peligroso, un especialista que se ha hecho delincuente.

—¿Pero por qué particularizar?—preguntó Muni—. ¿Por qué ha de ser un especialista? Cualquier comerciante normal en arte podría decirle a un ladrón el valor de las obras de arte antiguas. La información se podría obtener incluso en una biblioteca.

—Digo un especialista—contestó De Sica—porque ninguno de los objetos robados ha vuelto a verse. Ninguno se ha ofrecido a la venta en las cuatro órbitas del mundo, a pesar de que cualquiera de ellos valdría el rescate de un rey. Por tanto, estamos frente a un hombre que roba para aumentar su colección.

—Basta, Vittorio—dijo la señorita Garbo—. Hazle la siguiente pregunta.

—Profesor, supongamos ahora que estamos tratando con un hombre de gusto. Ya ha visto la lista de lo que ha robado hasta ahora. Le pregunto, como historiador: ¿Puede usted sugerirnos algún objeto que evidentemente se integre en su colección? Si pudiésemos llamar su atención con un nuevo objeto, algo que fuese bien en esa hipotética habitación que usted visualizó. .. dígame,  qué objeto podría ser? ¿Qué podría tentar al coleccionista que hay en el delincuente al delincuente que hay en el coleccionista ? añadió Muni.

De nuevo clavó los ojos en el techo mientras los otros le observaban con ansiedad. Al final murmuró:

—Sí… sí… eso es. Eso mismo. Sería el punto focal de toda la colección.

—¿El qué?—gritó Horton—. ¿De qué habla?

—El orinal florido —respondió solemnemente Muni.

Tan perplejo parecían los tres comerciantes que Muni se vio obligado a ampliar:

—Es una jardinera azul de porcelana de función incierta, decorada con una banda de margaritas en blanco y oro. Un intérprete francés lo descubrió en Nigeria hace un siglo. Lo llevó a Grecia, donde lo ofreció a la venta, pero fue asesinado y el cuenco desapareció. Apareció luego en poder de una prostituta del Uzbek que viajaba con pasaporte de Formosa y que se lo dio a un charlatán en Civitavechia a cambio de un supuesto afrodisíaco.

El charlatán contrató a un suizo, un desertor de la guardia vaticana, para que le sirviese de guardaespaldas hasta Quebec, donde esperaba vender el cuenco a un magnate de uranio canadiense, pero desapareció en el viaje. Diez años después un acróbata francés con pasaporte coreano y acento suizo vendió el cuenco en París. Lo compró el noveno duque de Startford por un millón de francos oro, está desde entonces en poder de la familia Olivier.

—¿Y esto —preguntó ansioso De Sica— podría ser el punto focal de toda la colección de nuestro amigo?

—Sin duda alguna. Pongo en juego mi reputación.

—¡Magnífico! Entonces nuestro plan es de lo más simple. Debemos anunciar una supuesta venta del orinal florido a un importante coleccionista de Hollywood Este. Quizás señor Clifton Webb sea la persona más adecuada. Debemos dar abundante publicidad al envío de este raro tesoro al señor Webb. Y luego tender una trampa al ladrón en casa del señor Webb y… ¡Creo que vamos a atraparlo!

—¿Querrán cooperar el duque y el señor Webb?—preguntó Muni.

—Cooperarán. No tienen más remedio.

—¿No tienen más remedio? ¿Por qué?

—Porque les hemos vendido tesoros artísticos a ambos, profesor Muni.

—No comprendo.

—Mi buen doctor, hoy las ventas se hacen enteramente en una base residual. Del cinco al cincuenta por ciento de la propiedad, el control y el valor de reventa de todas las obras de arte lo retenemos nosotros. Nosotros tenemos derechos residuales sobre todos esos objetos robados también, por eso debemos recuperarlos. ¿Comprende ahora?

—Sí, comprendo, y veo que me he equivocado.

—Así es. ¿Le ha pagado ya Peter?

—¿Le ha prometido usted guardar secreto?

—Di mi palabra.

—Grazie. Entonces, habrá de disculparnos, tenemos mucho trabajo.

Mientras De Sica entregaba a Muni la soga, los prismáticos y la pistola de cañón corto, la señorita Garbo se acercó a él.

—No—dijo.

De Sica le lanzó una mirada inquisitiva

—¿Hay algo más, cara mía ?

—Tú y Horton id a hacer vuestro trabajo fuera de aquí —masculló—. Peter quizás le haya pagado, pero yo no. Queremos estar solos.—Le hizo una seña al profesor Muni indicando la piel de oso.

En la elegante biblioteca de la mansión de Clifton Webb en el Camino de Skouras, el inspector detective Edward G. Robinson presentó a sus hombres al Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte. Su equipo se alineaba ante las estanterías exquisitamente simuladas, con sus uniformes de criados, domésticos

—Sargento Eddie Brophy, criado—dijo el inspector Robinson—. Sargento Eddie Albert, segundo criado. Sargento Ed Begley, cocinero. Sargento Eddie Mayhoff ayudante de cocina. Detectives Edgar Kennedy, chófer y Edna May Oliver, criada.

El inspector Robinson llevaba un uniforme de mayor.

—Ahora, damas y caballeros, la trampa está tendida y el subcomisario Eddie Fisher, el mejor especialista, al cargo de todo.

—Le felicitamos —dijo De Sica.

—Como todos ustedes saben muy bien —continuó Robinson—, todo el mundo cree que el señor Clifton Webb ha comprado el orinal al duque de Startford por dos millones de dólares. Se sabe perfectamente que se envió en secreto a Hollywood Este escoltado por una guardia armada y que en este mismo instante el tesoro artístico se encuentra en una caja de caudales oculta en la biblioteca del señor Webb.

El inspector señaló una pared en la que la combinación de la caja estaba hábilmente enmascarada en el ombligo de un desnudo de Amadeo Modigliani (2381-2431), e iluminada por un punto de luz oculto.

—¿Dónde está ahora el señor Webb?—preguntó la señorita Garbo.

—Después de cedernos su gran mansión, a petición nuestra—contestó Robinson— ha emprendido un crucero de placer por el Caribe con su familia y su servidumbre. Como saben muy bien éste es un secreto muy bien guardado.

—Y el orinal —preguntó nervioso Horton—. ¿Dónde está?

—En esa caja de caudales señor.

—Quiere usted decir… ¿Quiere usted decir que realmente lo trajo hasta aquí? ¿Está ahí? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué? ¿Por qué?

—Teníamos que transportar el tesoro artístico, señor Horton. ¿Cómo podíamos hacer si no que se filtrase el secreto estrechamente guardado a la Associated Press, a Televisión Unida, a la Reuters y al Sindicato de Satélites, permitiéndoles sacar fotografías?

—Pe… ro… pero, pueden robarlo realmente… ¡Oh, Dios mío! es horrible.

—Damas y caballeros—dijo Robinson—. Mis ayudante y yo, los mejores policías de Hollywood Este, y el señor comisario Edmund Kean, estaremos aquí, teóricamente cumpliendo las tareas propias del servicio doméstico, en realidad vigilando sin cesar; y no se preocupen. Nadie cogerá el orinal florido, y cogeremos al Chico de las Antigüedades.

—¿A quién? —preguntó De Sica.

—Ese delincuente coleccionista, señor. Así es como llamamos en el Escuadrón Bunco. Y ahora, si ustedes fuesen tan amables de salir al amparo de la oscuridad, utilizando una puerta poco conocida del patio posterior, mis colaboradores y yo podremos empezar nuestro trabajo, simulando realizar las tareas domésticas. Tenemos un soplo según el cual nuestro hombre actuará… esta noche.

El Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte se alejó al amparo de la oscuridad; el escuadrón Bunco comenzó las tareas domésticas de la noche para convencer a todo posible observador suspicaz que la vida transcurría normalmente en la mansión Webb. Había que ver al inspector Robinson, paseando ante los ventanales del salón con una bandeja de plata en la que estaba pegado un vaso de vino, con el interior ingeniosamente pintado de rojo para simular clarete.

Los sargentos Brophy y Albert, criados, se abrían alternativamente la puerta de la calle con gran ceremonia cuando acudían por turnos a echar las cartas al correo. El detective Kennedy pintaba el garaje. La detective Edna May Oliver colgaba las ropas de cama de las ventanas superiores para airearlas. Y a intervalos frecuentes, el sargento Begley (cocinero) perseguía al sargento Mayhoff (ayudante de cocina) por toda la casa con un cuchillo de cortar carne.

A las 23 horas, el inspector Robinson posó su bandeja y bostezó prodigiosamente. Sus hombres entendieron la señal, y toda la casa se llenó de bostezos. En el salón, el inspector Robinson se desvistió, se puso un pijama y un gorro de dormir, encendió una vela y apagó las luces. En la biblioteca sólo quedaba el punto de luz que enfocaba el marcador de la caja de caudales. Luego el inspector subió al piso de arriba. En el resto de la casa, sus ayudantes se pusieron también los pijamas y luego se unieron a él. La mansión Webb quedó oscura y silenciosa.

Pasó una hora; un reloj dio las veinticuatro. Sonó por el Camino de Skouras un ruido sordo.

—La verja principal—murmuró Ed.

—Alguien entra —dijo Ed.

—Es nuestro hombre—anadió Ed.

—Hablen más bajo.

—Está bien, jefe.

Se oyó un rumor de pisadas sobre grava

—Viene por la senda central—murmuró Ed.

—Es un tipo listo—dijo Ed.

El rumor de la grava se convirtió en un ruido suave.

—Está cruzando el seto de flores—dijo De Sica.

Se oyó un golpe sordo, y una maldición.

—Ha metido el pie en un tiesto—dijo Ed.

Se oyó una serie de ruidos sordos a intervalos irregulares.

—No puede sacarlo—dijo Ed.

Se oyó un crac y un repiqueteo.

—Ahora lo ha conseguido—dijo Ed.

—Oh, que hábil es—dijo Ed.

Se oyeron unos golpecitos exploratorios en el cristal.

—Es en la ventana de la biblioteca—dijo Ed.

—¿La dejaste abierta?

—Creí que lo haría Ed, jefe.

—¿Lo hiciste, Ed?

—No, jefe. Creí que tenía que hacerlo Ed.

—No podrá entrar. Ed, mira a ver si puedes abrirla sin que te vea…

Ruido de cristales rotos.

—Da lo mismo, ya ha abierto. Un profesional es un profesional.

Chirrió la ventana; hubo roces y gruñidos mientras el intruso saltaba por ella. Cuando por fin asentó los pies en la biblioteca, su silueta frente al rayo de luz que señalaba hacia la caja era simiesca. Miró a su alrededor inseguro un rato, y al fin empezó a buscar desordenadamente por armarios y cajones.

—Nunca la encontrará—murmuró Ed—. Dije que debíamos poner una señal debajo del marcador, jefe, y tenía razón.

—No, confía en un profesional. ¿ves? ¿Qué te decía yo? Ya la ha localizado. ¿Todo preparado ya?

—¿No quiere esperar a que la abra, jefe?

—¿Por qué?

—Para cogerle con las manos en la masa.

—Por amor de Dios, esa caja está hecha a prueba de ladrones. Vamos ya. ¿Preparados? ¡Adelante!

La biblioteca se llenó de luz. El ladrón se apartó de la caja oculta consternado, y se vio rodeado de siete hoscos detectives, que le apuntaban a la cabeza con las armas. El hecho de que estuviesen en pijama no les hacía parecer menos decididos. Los detectives, por su parte, vieron a un ladrón ancho de hombros, con cuello de toro y grandes quijadas. El hecho de que aún no se hubiese sacudido los restos del tiesto, y llevase una violeta de Parma (Viola Pallida Plena) en el zapato derecho, no le hacía parecer peligroso.

—Y ahora, amigo, por favor—dijo el inspector Robinson con la exagerada cortesía que hacía que sus admiradores le llamasen el Beau Brummel del Escuadrón Bunco.

Se llevaron al malhechor a la comisaría en triunfo.

Cinco minutos después de que los detectives saliesen con su prisionero un caballero vestido de etiqueta se plantó ante la puerta principal de la mansión Webb. Llamó al timbre. Del interior salía la música del principio del Bolero de Ravel interpretado por una orquesta completa a ritmo de vals. Mientras el caballero parecía esperar tranquilamente, su mano derecha se deslizó por el forro de su capa y rápidamente probó una serie de llaves en la cerradura. Luego volvió a llamar el timbre. Hacia la mitad del bolero, encontró una llave que servía.

Giró la llave, empujó la puerta unos centímetros con el pie, y habló suavemente, como si hubiese dentro un criado invisible

—Buenas noches. Creo que llego un poco tarde. ¿Están todos dormidos, o aún me esperan? Oh, muy bien. Gracias.

El caballero entró en la casa, cerró la puerta tras de si suavemente, miró a su alrededor en el oscuro y vacío vestíbulo, y rió entre dientes.

—Como quitarle un caramelo a un niño —murmuró—. Debería avergonzarme.

Localizó la biblioteca, entró y encendió todas las luces. Se quitó la capa, prendió un cigarrillo, advirtió el bar y se sirvió un trago de una de las botellas más atractivas. Probó y escupió.

—¡Ah! un nuevo horror, y creí que los conocía todos. ¿Qué demonios es?—metió la lengua en el vaso—. Whisky, sí; pero whisky con qué…—probó de nuevo—. Dios mío, es zumo de coliflor.

Miró a su alrededor, descubrió la caja, se acercó a ella y la inspeccionó.

—¡Santo cielo!—exclamó—.Toda una clave con tres números… Veintisiete combinaciones posibles. Absolutamente a prueba de robos. Realmente estoy impresionado.

Se acercó al marcador, alzó la vista, se encontró con la difusa mirada del desnudo y sonrió disculpándose.

—Le ruego que me perdone—dijo, y empezó a marcar la combinación: 1-1-1, 1-1-2, 1-1-3, 1-2-1, 1-2-2, 1-2-3, y así sucesivamente, tanteando cada vez la palanca de la caja, disfrazada hábilmente como dedo índice del desnudo. Al llegar al 3-2-1, la palanca descendió con un breve clic. La puerta de la caja se abrió, destripando, como si dijésemos, el hermoso vientre del desnudo. El ladrón metió la mano y sacó el orinal florido. Lo contempló durante un minuto.

—Notable, ¿verdad?—dijo una voz grave.

El ladrón alzó la vista rápidamente. En la puerta de la biblioteca había una chica que le miraba despreocupadamente. Era alta y delgada, con el pelo castaño y los ojos de un azul oscuro muy intenso. Llevaba una túnica blanca casi transparente, y su piel clara brillaba bajo las luces.

—Buenas noches, señorita Webb… ¿O señora?

—Señorita. —Hizo un gesto con el tercer dedo de su mano izquierda.

—Creo que no la oí entrar.

—Ni yo a usted. —Entró en la biblioteca—. Le parece notable, ¿No es así? Quiero decir, espero que no le desilusione.

—No, no me desilusiona, es único.

—¿Quién cree usted que lo diseñó?

—Nunca lo sabremos.

—¿Cree usted que no haría muchos? ¿Qué por eso es tan raro?

—Sería inútil especular, señorita Webb. Sería como preguntarse cuántos colores utilizó un pintor en un cuadro o cuantas notas utilizó un compositor en una ópera.

Ella se acercó hasta un canapé.

—¿Un cigarrillo, por favor? ¿Por casualidad está mostrándose condescendiente?

—En absoluto. ¿Fuego?

—Gracias.

—Cuando contemplamos la belleza debemos ver sólo la Ding en sich, la cosa en sí. Sin duda sabe usted de qué se trata, señorita Webb.

—Sospecho que es usted un poco engreído.

—¿Yo? ¿Engreído? En modo alguno. Cuando la contemplo, también veo sólo la belleza en sí. Y aunque es usted una obra de arte, no es, en absoluto, una pieza de museo.

—Así que es usted también especialista en halagos.

—Usted podría convertir en especialista a cualquier hombre, señorita Webb.

—Y ahora que ha abierto usted la caja de caudales de mi padre, ¿Qué va a hacer?

—Me propongo pasar varias horas admirando esta obra de arte.

—Considérese en su casa.

—No tenía ninguna intención de molestar. Me lo llevaré conmigo.

—Así que va usted a robarlo.

—Le ruego que me perdone.

—Hace usted una cosa muy cruel, sabe.

—Estoy avergonzado de mí mismo.

—¿Sabe usted lo que ese cuenco significa para mi padre?

—Desde luego. Una inversión de dos millones de dólares.

—¿Cree usted que él comercia en belleza como los agentes de bolsa con acciones?

—Por supuesto. Todos los coleccionistas ricos lo hacen. Compran para vender con beneficio.

—Mi padre no es rico.

—Oh, vamos, señorita Webb. ¿Y los dos millones de dólares?

—Pidió prestado el dinero.

—Tonterías.

—Es cierto.—Hablaba con gran pasión, y sus ojos azul oscuro se achicaron—. El no tiene dinero, de veras. Sólo tiene crédito, debía usted saber cómo manejan esto los financieros de Hollywood. Pidió prestado el dinero y ese cuenco es la garantía.—Se levantó del sofá—. Si lo roban será un desastre para él… y para mí.

—Señorita Webb, yo…

—Se lo ruego, no se lo lleve. ¿Cómo puedo convencerle?

—Por favor, no se acerque más.

—Oh, no llevo armas.

—Está usted provista de armas mortíferas que está utilizando implacablemente.

—Si ama usted esta obra de arte sólo por su belleza, ¿Por qué no la comparte con nosotros? ¿O pertenece usted a esa misma clase de hombres a los que odia, los que necesitan poseer?

—Estoy recibiendo lo peor de esto.

—¿Por qué no puede dejarlo aquí? Si usted lo deja ahora, habrá ganado un poder perpetuo sobre él. Tendrá libertad para ir y venir a su antojo. Se habrá ganado la estimación de nuestra familia… de mi padre, mía, de todos nosotros…

—iAy! ¡Dios mío! Me ha convencido. Muy bien, quédese su maldito… —se interrumpió.

—¿Qué pasa?

Miraba fijamente el brazo izquierdo de ella.

—¿Qué es eso que tiene en el brazo?—preguntó lentamente.

—Nada.

—¿Qué es?—insistió él.

—Una cicatriz. Me caí cuando era niña y…

—Eso no es una cicatriz. Eso es la señal de una vacuna.

Ella no contestó.

—Es la señal de una vacuna—repitió él sobrecogido. Hace cuatrocientos años que no se vacuna… al menos así.

—¿Cómo lo sabe?—dijo ella mirándole fijamente.

En respuesta, él se subió la manga izquierda y mostró su cicatriz de la vacuna.

—¿También usted?—exclamó ella asombrada.

Él asintió.

—Entonces ambos venimos. .

—¿De entonces? Sí.

Se miraron desconcertados. Empezaron a reír con incrédulo gozo. Se abrazaron y se dieron palmadas en la espalda, como turistas del mismo pueblo que se encuentran inesperadamente en la cúspide de la Torre Eiffel. Por último se separaron.

—Es la coincidencia más fantástica de la historia—dijo—¿verdad que sí? —dijo ella moviendo la cabeza con asombro—. Aún no puedo creérmelo del todo. ¿Cuándo naciste?

—En mil novecientos cincuenta. ¿Y tú?

—Eso no se pregunta a una dama.

—¡Vamos, vamos !

—En mil novecientos cincuenta y cuatro.

—¿Cincuenta y cuatro? —él rió entre dientes—. Entonces tienes quinientos diez años.

—¿Ves? Nunca se debe confiar en un hombre.

—Así que no eres hija de los Webb. ¿Cómo te llamas?

—Dugan. Violet Dugan.

—Es un nombre muy bonito y muy sencillo.

—¿Cómo te llamas tú?

—Sam Bauer.

—Es aun más sencillo y más bonito. ¡Vaya, vaya!

—Esa mano, Violet.

—Encantada de conocerte, Sam.

—Es un placer.

—Lo mismo digo, de veras.

—Yo trabajaba en las computadoras en el Proyecto Denver en mil novecientos setenta y cinco—. Dijo Bauer tomando un sorbo de su ginebra con jengibre, la combinación menos espantosa del bar de Webb.

—¿Ese fue el que estalló en el setenta y cinco?—exclamó Violet.

—No lo sé. Compraron una de las nuevas IBM 1709, e IBM me envió como ingeniero de instalación para enseñar el funcionamiento de la máquina al personal del ejército. Recuerdo que la noche de la explosión… por lo menos yo creo que fue una explosión. Lo único que sé es que yo estaba enseñándoles a programar nuevos algoritmos para la computadora cuando…

—¿Cuándo qué?

—Alguien apagó las luces. Cuando desperté, estaba en un hospital de Filadelfia (Santa Mónica Este, le llaman) y me enteré de que había sido lanzado a cinco siglos más tarde en el futuro. Me habían recogido desnudo, medio muerto y sin documentación.

—¿Les explicaste quién eras realmente?

—No. ¿Quién iba a creerme? Así que me curaron, me dieron de alta y anduve vagando por ahí hasta que encontré un trabajo.

—¿Cómo ingeniero de computadoras?

—Oh, no; no por lo que pagan. Calculo probabilidades para uno de los mayores tenedores de apuestas del Este. ¿Y tú?

—Prácticamente la misma historia. Yo estaba en Cabo Kennedy haciendo ilustraciones para una revista sobre el primer cohete que iba a Marte. Soy artista de profesión…

—¿A Marte? Eso estaba programado para el setenta y seis, ¿verdad? No me digas que fallaron.

—Debieron de fallar, pero no he podido encontrar gran cosa en los libros de historia.

—Son muy vagos respecto a nuestra época. Creo que la guerra debió arrasarlo casi todo.

—De cualquier forma, lo cierto es que yo estaba en el centro de control haciendo bocetos y coloreando durante la cuenta atrás, cuando… bueno, tal como tú dijiste, alguien apagó las luces.

—¡Dios mío! El primer despegue atómico, y fallaron.

—Desperté en un hospital de Boston Burbank Norte ahora, exactamente igual que tú. Después salí de allí, y conseguí un trabajo.

—¿Cómo artista?

—Algo así. Soy falsificadora de antigüedades. Trabajo para uno de los traficantes en arte más importantes del país.

—Así que aquí estamos, Violet.

—Aquí estamos, sí. ¿Qué crees que pasó, Sam?

—No tengo ni idea, pero no me sorprende. Cuando se juega con la energía atómica a una escala tan gigantesca, puede suceder cualquier cosa. ¿Crees que hay más como nosotros?

—¿Más lanzados hacia el futuro?

—Sí, eso.

—No podría asegurarlo. Tú eres el primero que encuentro.

—Si supiese que había más, los buscaría. Dios mío, Violet, tengo tanta nostalgia del siglo veinte.

—También yo.

—Es tan grotesco todo esto; es como una película mala —dijo Bauer—. Un tópico de Hollywood. Todo es igual, los nombres, las casas, la forma de hablar. Cómo se comportan. Todo parece sacado del peor mundo del cine.

—Así es. ¿No lo sabías?

—¿Saber? ¿Saber qué? Cuéntame.

—Yo lo leí en sus libros de historia. Al parecer, después de aquella guerra casi todo quedó barrido. Cuando empezaron a construir una nueva civilización, no tenían más punto de referencia que los restos de Hollywood. Quedó relativamente marginado de la guerra.

—¿Por qué?

—Supongo que nadie pensó que valiese la pena bombardearlo.

—¿Quiénes eran las dos partes, nosotros y Rusia ?

—No sé. Sus libros de historia sólo les llaman los Buenos y los Malos.

—Típico. Dios mío, Violet, son como niños idiotas. No, son como extras de una mala película. Y lo que me mata es que son felices. Están viviendo esta especie de vida sintética de espectáculo Cecil B. De Mille, y los muy estúpidos están encantados. ¿viste el funeral del presidente Spencer Tracy? Llevaban el ataúd en una esfinge de tamaño natural.

—Eso no es nada. ¿viste la boda de la princesa Joan ?

—¿Fontaine?

—Crawford. Se casó anestesiada.

—Bromeas.

—De verás que no. Ella y su marido fueron unidos en santo matrimonio por un cirujano plástico.

Bauer se estremeció.

—Vaya, vaya. ¿Has estado en un partido de fútbol?

—No juegan al fútbol; sólo se dan dos horas de descanso.

—Como los desfiles de bandas; no hay músicos, sólo majorettes con bastones.

—Lo tienen todo aireacondicionado, incluso al aire libre.

—Con altavoces que transmiten música en cada árbol.

—Piscinas en cada esquina.

—Luces Kleig en cada tejado.

—Comisarios para restaurantes.

—Máquinas automáticas que venden autógrafos.

—Y diagnósticos médicos. Les llaman Medic-Matones.

—Grabados de piernas femeninas en las aceras.

—Y aquí estamos, atrapados en el infierno —gruñó Bauer—. Por cierto, eso me recuerda… ¿No crees que deberíamos salir de esta casa? ¿Dónde está la familia Webb?

—En un crucero. Tardarán días en volver. ¿Dónde están los policías?

—Me libré de ellos con un sustituto. Tardarán horas en volver. ¿Otra copa?

—Está bien. Gracias.—Violet miró a Bauer con curiosidad—. ¿Robas por eso, Sam, porque odias este mundo? ¿Es venganza?

—No, nada de eso. Es porque tengo nostalgia… prueba esto, creo que es ron y ruibarbo… he conseguido una casa en Long Island (Catalina Este, debería decir) e intento convertirla en un hogar del siglo veinte. Naturalmente tengo que robar las cosas. Paso los fines de semana allí, y es una bendición, Violet, es mi único escape.

—Comprendo.

—Lo cual me recuerda de nuevo una cosa. ¿Qué demonios haces tú aquí, disfrazada de la hija de Webb?

—También yo buscaba el orinal florido.

—¿Venías a robarlo?

—Claro. Me sorprendió mucho descubrir que alguien se me había adelantado.

—Y con ese cuento de pobre niñita rica… estabas intentando birlármelo…

—Así es. De hecho, lo hice.

—Lo hiciste realmente. ¿Por qué?

—No por la misma razón que tú. Yo quiero emprender negocios por mi cuenta.

—¿Cómo falsificadora de antigüedades?

—Y traficante también. Estoy reuniendo existencias, pero no he tenido tanto éxito como tú.

—¿Entonces fuiste tú quien robó el espejo Vanidad de tres cuerpos con marco de oro simulado?

—Sí.

—¿Y aquella lámpara de lectura de bronce, para la cama, con extensión graduable?

—Fui yo también.

—Que lástima; yo realmente quería eso. ¿Y qué me dices de la chaise longue con adornos de borlas tapizada de estambre?

—Yo también —dijo ella—. Casi me rompí la espalda para llevármela.

—¿No puedes conseguir ayuda?

—¿Cómo confiar en nadie? ¿No trabajas tú solo?

—Sí—dijo Bauer pensativo—. Hasta ahora, sí; pero no veo ninguna razón para seguir haciéndolo. Violet, hemos estado trabajando uno contra otro sin saberlo. Ahora que nos hemos encontrado, ¿Por qué no establecemos un acuerdo?

—¿Qué acuerdo?

—Trabajaremos juntos, amueblaremos mi casa juntos y la convertiremos en un maravilloso santuario. Y al mismo tiempo tú puedes aumentar tus reservas de antigüedades. Quiero decir, si deseas vender la silla, no me opondré. Siempre podremos coger otra.

—¿Quieres decir compartir tu casa juntos?

—Claro.

—¿No podríamos establecer turnos?

—¿Cómo turnos?

—Algo así como fines de semana alternados…

—¿Por qué?

—Tú sabes por qué.

—No lo sé. Dímelo.

—Oh, vamos…

—No, dime por qué.

—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —ella se ruborizó—. Sabes perfectamente bien por qué. ¿Crees que soy el tipo de chica que pasa fines de semana con hombres?

Bauer se sintió desconcertado.

—Pero yo no pensaba en ninguna proposición de esa clase, te lo aseguro. La casa tiene dos dormitorios. Estarás perfectamente segura. Lo primero que haremos será robar una cerradura Yale para tu puerta.

—De eso ni hablar—dijo ella—. Conozco a los hombres.

—Te doy mi palabra, será una relación puramente amistosa. Se observará el mayor decoro.

—Conozco a los hombres—repitió ella con firmeza.

—¿No estás siendo un poco irrealista?—preguntó él—. Aquí estamos los dos, refugiados en esta pesadilla hollywoodiana; deberíamos estar ayudándonos y consolándonos mutuamente; y tú permites que un estúpido problema moral nos separe.

—¿Eres capaz de mirarme a los ojos y decirme que tarde o temprano esa ayuda y ese consuelo no acabarán en la cama?—contestó ella—. ¿Eres capaz?

—No, no lo soy—contestó él honestamente—. Eso sería negar el hecho de que eres una chica condenadamente atractiva. Pero yo…

—Entonces eso queda fuera de cuestión, a menos que quieras legalizarlo; y no estoy prometiendo que acepte.

—No—dijo Bauer con viveza—. Ahí yo trazo una línea, Violet. Habría que hacerlo a la manera que se hace aquí. Siempre que una pareja quiere mantener una relación de una noche van al Bodamatón, entran en un cuarto y quedan conectados. A la mañana siguiente van al Renomatón y allí les desconectan, y su conciencia queda limpia. ¡Eso es hipocresía! Cuando pienso en las chicas que me han hecho pasar por esa humillación: Jane Russell, Jane Powell, Jayne Mansfield, Jane Withers, Jane Fonda, Jane Talzan… ¡Ay Dios mío!

—¡Oh! ¡Tú! —Violet Dugan se puso en pie de un salto llena de furia—. Así que, después de tanta charla sobre lo espantoso que es esto, también tú has ido a Hollywood.

—Es imposible discutir con una mujer—dijo Bauer exasperado—. Yo sólo dije que no quería hacerlo tal como lo hacen aquí, y ella me acusa de aceptar Hollywood. ¡Lógica femenina!

—No intentes imponerme tu supremacía masculina—chilló ella—. Cuando te escucho, me parece volver a los viejos tiempos, y eso me pone enferma.

—Violet… Violet… no nos peleemos. Debemos mantenernos unidos. Mira, lo arreglaremos a tu modo. Qué demonios, es sólo un cuarto. Pero pondremos esa cerradura en tu puerta de todos modos. ¿De acuerdo?

—¡Oh! ¡Vaya! ¡Sólo un cuarto! Eres repugnante.—Cogió el orinal florido y le dio la vuelta.

—Sólo un minuto—dijo Bauer—. ¿Adónde crees que vamos?

—Yo voy a casa.

—Entonces, ¿No formamos equipo?

—No. Por mí puedes ir a consolarte con esas tramposas, llamadas Jane. Buenas noches.

—Tu no te vas Violet.

—Claro que me voy, señor Bauer.

—No con el orinal. Es mío.

—Lo robé yo.

—Y yo te lo quité a ti.

—Déjalo, Violet.

—Tú me lo diste. ¿Recuerdas?

—Te lo repito, déjalo.

—No lo dejaré. ¡No te acerques a mí!

—Ya conoces a los hombres. ¿Recuerdas? Pero no lo sabes todo sobre ellos. Ahora deja ese orinal como una buena chica, o sabrás algo más sobre la supremacía masculina. Te lo advierto, Violet… muy bien, querida, así.

La pálida aurora brillaba en la oficina del inspector Edward G. Robinson, lanzando rayos azules a través del denso humo de los cigarrillos. La Brigada Bunco formaba un círculo amenazador alrededor de la figura simiesca derrumbada en una silla. El Inspector Robinson hablaba pesadamente.

—Está bien. Oigamos de nuevo su historia.

El hombre de la silla se estremeció e intentó alzar la cabeza.

—Me llamo William Bendix—murmuró—. Tengo cuarenta años. Soy escalador-colocador de la empresa Groucho, Chico, Harpo y Marx, ingenieros civiles, 122 03 Goldwin Terrace.

—¿Qué es un escalador-colocador?

—Un escalador colocador es un especialista que, por ejemplo, si la empresa construye un edificio en forma de zapato, para una zapatería, es el que ata los cordones arriba; pone las pajas encima de un puesto de helados. También. ..

—¿Cuál fue su último trabajo?

—El Instituto de la Memoria del Bulevar Louis B. Mayer 30449.

—¿Y qué hizo usted?

—Puse las venas en el cerebro.

—¿Tiene usted antecedentes policiales?

—No, señor.

—¿Qué estaba haciendo usted en la elegante residencia de Clifton Webb sobre la media noche pasada?

—Como dije, estaba tomando un vaso de vodka y espinacas en un bar, la taberna moderna, donde yo puse la espuma de la cerveza arriba cuando lo construimos, y apareció ese tipo, se acercó a mí y empezó a hablarme. Me habló de ese tesoro artístico que acababa de importar un tipo muy rico. Me explicó que también él era coleccionista, pero que no podía permitirse comprar ese tesoro, y el coleccionista rico estaba tan celoso de él que ni siquiera le dejaría verlo. Me dijo que me daría cien dólares sólo por poder echarle una ojeada.

—Quiere usted decir robarlo…

—No, señor, nada de eso. Él dijo que si yo podía sacarlo a la ventana para poder verlo, me pagaría cien dólares.

—¿Y cuánto le pagaría si se lo entregaba?

—No, señor, sólo mirarlo. Luego yo debía ponerlo otra vez donde estaba, y ése era el trato.

—Describa a ese hombre.

—Tenía unos treinta años. Bien vestido. Hablaba un poco raro, como un extranjero, y no hacía más que reírse, como si tuviese un chiste que quisiese contar. Era de estatura media, quizás algo más. Los ojos oscuros. Y el pelo también oscuro y ondulado; quedaría muy bien en el tejado de una barbería.

Hubo un repiqueteo urgente en la puerta de la oficina. Entró el detective Edna May Oliver, con aire alterado.

—¿Qué pasa?—preguntó el inspector Robinson.

—Su historia parece cierta, jefe —informó el detective Oliver—. Fue visto en ese bar anoche… La Vieja Taberna.

—No, no, no. Es la Taberna Moderna.

—Es igual, jefe. La renovaron para hacer otra gran inauguración esta noche.

—¿Quién colocó la botella en el tejado?—quiso saber Bendix. Nadie le hizo caso.

—Al parecer le vieron hablando con el hombre misterioso que describe—continuó el detective Oliver—. Salieron juntos.

—Era nuestro hombre.

—Sí, jefe.

—¿Podría identificarle alguien?

—No, jefe.

—¡Maldita sea!—el inspector Robinson aporreó la mesa exasperado—. Tengo la impresión de que nos ha engañado.

—¿Cómo, jefe?

—¿Es que no comprendes, Ed? Al parecer se dio cuenta de que estábamos preparándole una trampa.

—No entiendo, jefe.

—¡Piensa, Ed, piensa! Quizás fuese él el informador que nos dio el soplo de que nuestro hombre actuaría esta noche.

—¿Quiere decir que se denunció a sí mismo?

—Exactamente.

—Pero, ¿Por qué, jefe?

—Para engañarnos y hacernos detener a otro. Te aseguro que es diabólico.

—Pero, ¿Y qué adelanta con eso, Jefe? Usted ya se ha dado cuenta del engaño.

—Tienes razón, Ed. El plan de nuestro hombre debe de ir más allá que todo eso. Pero, ¿Cómo? ¿Cómo?

El inspector Robinson se levantó y empezó a pasear, intentando determinar con su poderosa mente las tortuosas maquinaciones del astuto ladrón.

—¿Y qué me pasará a mí?—preguntó Bendix.

—Usted puede irse—dijo Robinson—. Amigo mío no es usted más que un peón en un juego mucho más importante.

—No, lo que yo quiero saber es si puedo cerrar el trato, con ese hombre. Probablemente esté aún esperando fuera de la casa.

—¿Cómo ha dicho? ¿Esperando?—exclamó Robinson—. ¿Quiere decir que él estaba allí cuando le detuvimos a usted?

—Debía de estar, claro.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!—gritó Robinson—. Ahora lo veo todo claro.

—¿El qué, jefe?

—¿No te das cuenta, Ed? El estaba viéndonos cuando nos llevamos a este idiota. Luego, en cuanto desaparecimos, él entró en la casa.

—¿Quiere decir que…?

—Probablemente esté ahora mismo allí, intentando abrir esa caja.

—¡Dios mío!

—Ed, avisa a la Brigada Volante y a la Brigada Antisubversiva.

—Muy bien, Jefe.

—Ed, quiero que se bloqueen todas las carreteras y caminos que van a dar a la casa.

—Está bien, jefe.

—Ed, tú y Ed venid conmigo.

—¿Adónde vamos, jefe?

—A la mansión Webb.

—No puede hacer eso, jefe. Es una locura.

—Debo hacerlo. Esta ciudad no es lo bastante grande para nosotros dos. Esta vez será él… o yo.

La noticia ocupó la primera plana de los periódicos: cómo la Brigada Bunco había descubierto el diabólico plan del famoso ladrón de antigüedades y llegado a la fabulosa mansión Webb sólo momentos después de salir éste de allí con el orinal florido; cómo había encontrado a su inconsciente víctima, la bella Audrey Hepburn, fiel ayudante de la misteriosa dama del juego Greta «Ojos de Serpiente» Garbo; cómo Audrey, sospechando intuitivamente que algo fallaba, había decidido investigar por su cuenta; cómo el astuto ladrón había practicado un siniestro juego de ratón y gato con ella hasta que tuvo la oportunidad de derribarla con un golpe brutal.

Entrevistada por los sindicatos de noticias, la señorita Herburrn dijo:

—Fue sólo intuición femenina. Sospeché que algo iba mal y decidí investigar por mi cuenta. El astuto ladrón practicó un siniestro juego del ratón y el gato conmigo hasta que tuvo la oportunidad de derribarme con un golpe brutal.

Recibió diecisiete proposiciones de matrimonio por Bodamatón, tres ofertas de pruebas cinematográficas, veinticinco dólares del Fondo de la Comunidad de Hollywood Este, el premio Darryl F. Zanuck de interés humano y una riña de su jefe.

—Deberías haber dicho que te habían violado, Audrey —dijo la señorita Garbo—. Eso habría mejorado la historia.

—Lo siento, señorita Garbo. Procuraré acordarme la próxima vez. Me hizo una proposición indecente.

Sucedía esto en el estudio secreto de la señorita Garbo, donde Violet Dugan (Audrey Hepburn) se dedicaba afanosamente a falsificar un calendario del Corn Exchange Bank del año 1943, mientras los miembros del Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte conferenciaban.

—Cara mía—preguntó De Sica a Violet—. ¿Puedes darnos una descripción más completa del ladrón?

—Ya he dicho todo lo que puedo recordar, señor De Sica. El único detalle que parece ayudar es el hecho de que calcula probabilidades para uno de los tenedores de apuestas más importante del Este.

—¡Bah! Hay centenares de esa especie. Eso no ayuda nada. ¿No dijo algo relacionado con su nombre?

—No, señor; al menos, no del nombre que usa ahora.

—¿El nombre que usa ahora? ¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno… quiero decir… el nombre que utiliza cuando no es el Chico de las Antigüedades.

—Comprendo. ¿Y su casa?

—Habló de un sitio en Catalina Este.

—Hay doscientos kilómetros de casas en Catalina Este —dijo Horton irritado.

—¿Y qué quiere que haga yo, señor Horton?

—Audrey—ordenó la señorita Garbo—, deja ese calendario y mírame.

—Sí, señorita Garbo.

—Tú te has enamorado de ese hombre. Para ti es una imagen romántica, y no quieres entregarlo a la justicia. ¿No es así?

—No, señorita Garbo—contestó Violet con vehemencia—. Si hay algo en el mundo que deseo es que le detengan.—Se acarició la mandíbula—. ¿Enamorada de él? ¡Le odio!

—Bueno—dijo De Sica con un suspiro—. Esto es un desastre. Sencillamente, estamos obligados a pagar dos millones de dólares si no se recupera el original.

—En mi opinión —intervino Horton— la policía jamás lo encontrará. ¡Son unos idiotas! Casi tanto como nosotros por habernos metido en esto.

—Entonces es un caso para un agente privado. Con nuestras conexiones con el hampa, no deberíamos tener ningún problema para contratar al hombre adecuado. ¿Alguna sugerencia?

—Nero Wolfe—dijo la señorita Garbo.

—Excelente, Cara mía. Un caballero de cultura y erudición.

—Mike Hammer—propuso Horton.

—Se anota la candidatura. ¿Qué os parece Perry Mason?

—Ese tipo es demasiado honesto—contestó Horton.

—Pues queda tachado. ¿Más sugerencias?

—La señorita North—dijo Violet.

—¿Quién, querida? Oh, sí, Pamela North, la dama detective. No… No, creo que no. No es un caso para una mujer.

—¿Por qué, señor de Sica?

—Porque hay perspectivas de violencia que parecen poco adecuadas para el sexo débil, mi querida Audrey.

—No estoy de acuerdo—dijo Violet—. Las mujeres son muy capaces de cuidarse de sí mismas.

—Ella tiene razón—gruñó la señorita Garbo.

—No lo creo, Greta; y su experiencia de anoche lo prueba.

—Él me derribó con un golpe brutal cuando yo no miraba—protestó Violet.

—Quizás. ¿Queréis que votemos? Yo voto por Nero Wolfe.

—¿Por qué no por Mike Hammer?—preguntó Horton—. Consigue resultados sin preocuparse cómo.

—Pero esa falta de tacto puede significar que recobremos el original en piezas.

—¡Dios mío! No se me ocurrió pensar eso. Está bien, votaré por Wolfe.

—Yo por la señorita North—dijo la señorita Garbo.

—Pierdes, cara mía. Y queda elegido Wolfe. Bene. Creo que es mejor que vayamos a visitarle sin Greta, Horton. Resulta notablemente antipático a las mujeres. Señoras, arrivederchi.

Después de salir dos de los tres poderosos comerciantes en arte, Violet miró enfurecida a la señorita Garbo.

—¡Machistas!—gruñó—. ¿Por qué tenemos que soportarlos?

—¿Y qué podemos hacer, Audrey?

—Señorita Garbo, quiero permiso para localizar a ese hombre yo sola.

—¿Hablas en serio?

—Desde luego.

—Pero, ¿Qué puedes hacer tú?

—Tiene que haber una mujer en su vida en alguna parte.

—Naturalmente.

herchez la femme.

—¡Una idea muy inteligente!

—Él mencionó unos cuantos nombres probables, así que la encontraré, y le encontraré a él, ¿Puedo tomarme un permiso, señorita Garbo?

—Está bien, Audrey. Hazlo. Tráemelo vivo.

La vieja dama que llevaba sombrero galés, delantal blanco, gafas hexagonales y una masa de labor de punto con agujas, tropezó en la reproducción de las Escaleras Españolas que llevaban a la Residencia del Rey. La Residencia del Rey tenía la forma de una corona imperial, con una reproducción de quince metros del diamante Esperanza relumbrando en la cúspide.

—¡Maldita sea! —murmuró Violet Dugan—. No debería haber sido tan auténtica con los zapatos. Son infernales.

Entró en la Residencia y subió hasta la décima planta, donde tocó una campanilla en una puerta flanqueada por un león y un unicornio que rugieron y relincharon respectivamente. La puerta se hizo nebulosa y luego se aclaró, mostrando a una Alicia en el País de las Maravillas de grandes ojos inocentes.

—¿Lou?—dijo con ansiedad. Y luego su cara se desvaneció.

—Buenos días, señorita Powell—dijo Violet, sus ojos mirando por encima de la dama y examinando el apartamento.—Represento al Servicio de Maledicencia, Ine. ¿Le interesan a usted las murmuraciones? ¿Se está perdiendo los escándalos más sabrosos? Nuestro equipo de cotillas expertos garantiza la última noticia a los cinco minutos de producirse; noticias difamatorias, noticias humillantes, noticias calumniosas, ofensivas, denigrantes…

—Flam —dijo la señorita Powell. La puerta se volvió opaca.

La marquesa de Pompadur, con una falda de brocado y un corpiño de encaje, su peluca empolvada elevándose por lo menos medio metro, entró en el enrejado pórtico de Descanso de los Pájaros, una casa privada en forma de jaula de pájaro. Una cacofonía de cantos de pájaros descendía de su dorada cúpula. Madame Pompadur sopló en el silbato de reclamo de pájaros que había en la puerta, que tenía forma de reloj de cuco. La puertecilla que había sobre la esfera del reloj se abrió y salió de allí una cámara de televisión con un alegre «¡Cu-cú!» que la inspeccionó.

Violet hizo una profunda reverencia.

—¿Puedo ver a la señora de la casa, por favor?

Se abrió la puerta. Apareció Peter Pan que vestía transparencias verde Lincoln que revelaban su sexo femenino.

—Buenas tardes, señorita Withers. Avon la visita. Ignatz Avon, el mejor sastre, que diseña pelucas, transformaciones, tupés, moños, para representaciones, diversión, moda y…

—Fauf—dijo la señorita Withers. Hubo un portazo. La marquesa se desvaneció.

El artista de la Rivera Izquierda con boina y blusón de terciopelo llevaba su paleta y su caballete hasta la planta quince de La Pirámide. Justo bajo el ápice había seis columnas egipcias frente a una inmensa puerta de basalto. Cuando el pintor arrojó una limosna en el plato de un mendigo de piedra, la puerta giró sobre unos pivotes, mostrando una tumba sombría en la que había una mujer tipo Cleopatra vestida como una diosa serpiente cretense, con serpientes a juego.

—Buenos días, señorita Rusell. Tiffany tiene el placer de ofrecerle una nueva colección de joyería orgánica, las gemas dérmicas de Tiffany. Tatuadas en alto relieve, incorporan una fuente de radiación gamma, que se garantiza inofensiva por treinta días, con diamantes resplandecientes de la mejor agua.

—¡Cholck! —dijo la señorita Rusell. La puerta giró de nuevo sobre sus pivotes cerrándose, al compás de los últimos acordes de Aida, suavemente entonados por un coro de armónicas.

La maestra, vistiendo un tailteur de encaje, el pelo tenso y apretado en un moño, los ojos ampliados por los gruesos cristales de las gafas, cruzaba con sus libros de texto el puente levadizo de la Casa Solariega. Un almenado ascensor la llevó hasta la doceava planta, donde se vio obligada a saltar por encima de un pequeño foso antes de llegar al llamador de la puerta, que tenía forma de puño. La puerta se movió hacia arriba, como un rastrillo en miniatura, y apareció Goldilocks.

—¿Louis?—rió ella. Luego su cara se desvaneció.

—Buenas noches, señorita Mansfield. Read-Eze ofrece un nuevo y espectacular servicio personalizado. ¿Por qué someterse a la monotonía de los lectores mecánicos cuando Read-Eze dispone de especialistas con voces adecuadas, capaces de matizar cada palabra individual, que pueden leerles en persona tebeos, revistas cinematográficas y sentimentales a cinco dólares la hora? Novelas de misterio, del oeste, y ecos de sociedad a…

El rastrillo descendió de nuevo.

—Primero Lou, luego Louis—murmuró Violet—. Me pregunto si…

La pequeña pagoda estaba emplazada en una reproducción exacta del paisaje de una lámina Willow Pattern, incluyendo las imágenes de tres culíes en el puente. La estrella de cine, con gafas de sol oscuras y una blusa blanca estirada sobre su poitrine de ciento diez centímetros, palmeó sus cabezas al pasar.

—Cuidado, muñeca—dijo el último.

—¡Oh, perdóneme! Creí que eran estatuas.

—A cincuenta centavos la hora lo somos, pero sólo a efectos visuales.

Mamade Butterfly llegó a la arcada de la pagoda, riendo entre dientes e inclinándose como una geisha, pero extrañamente adornada con un parche negro en el ojo izquierdo.

—Buenos días, señorita Fonda. El Límite del Cielo está realizando una oferta introductoria de un concepto revolucionario en la regeneración del pecho. Una aplicación de Pecho-G, nuestro polvoantigravedad del color de la piel, bajo el busto hace milagros. Viene en tres tonos: rubio, tiziano y castaño; y tres alturas: uva, melón persa y…

—Yo no necesito ningún globo de ascensión—dijo secamente la señorita Fonda—. Fauf.

—Siento haberla molestado —Violet vaciló—. Perdóneme, señorita Fonda, pero ¿No desentona este parche en el ojo con el personaje?

—No es ningún adorno, querida; eso es sal. Ese Jourdan es un cabrón.

—Jourdan—dijo Violet para sí, volviendo sobre sus pasos a través del puente—. Louis Jourdan. ¿Podría ser?

El hombre rana de goma negra, con todo el equipo de pesca submarina incluyendo máscara, tanque de oxígeno y arpón, cruzó el sendero selvático hasta la Colina de las Fresas, asustando a los chimpancés. A lo lejos trompeteó un elefante. El hombre rana tocó un gong de bronce que colgaba de un cocotero, y le respondieron tambores africanos. Apareció un watusi de más de dos metros de altura y condujo al visitante a la parte trasera de la casa, donde una mujer tipo Pocahontas agitaba sus piernas en una imitación del río Congo a pequeña escala.

—¿Es Louis Bwana? —preguntó. Luego su cara se desvaneció.

—Buenas tardes, señorita Tarzán —dijo Violet—. Apchuck, con una experiencia de cincuenta años, garantiza el placer de nadar en agua esterilizada, sea en una piscina olímpica o simplemente en una vieja y anticuada. Con su sistema patentado de bomba de mercurio limpieza al vacío, Ap-Chuck elimina barro, arena, cieno, borrachos, heces, desperdicios…

El gong de bronce resonó, y de nuevo contestaron los tambores.

—¡Oh! Ahora debe de ser Louis—gritó la señorita Tarzán—. Sabía que iba a cumplir su promesa.

La señorita Tarzán se acercó corriendo a la parte delantera de la casa. La señorita Dugan se colocó la máscara sobre la cara y se sumergió en el Congo. Al otro lado salió a la superficie tras una fronda de bambú, junto a un cocodrilo de aire muy real. Golpeó su cabeza una vez para asegurarse de que estaba disecado. Luego se volvió a tiempo justo de ver a Sam Bauer entrar en el jardín-selva, del brazo de Jane Tarzán.

Oculta en la cabina en forma de teléfono del otro lado de la calle, frente a la Colina de las Fresas, Violet Dugan y la señorita Garbo discutían acaloradamente.

—Fue un error llamar a la policía, Audrey.

—No, señorita Garbo.

—El inspector Robinson lleva ya diez minutos en esa casa. Fallará otra vez.

—Con eso cuento, señorita Garbo.

—Entonces yo tenía razón. Tu no quieres que ese… ese Louis Jourdan sea capturado.

—Sí quiero, señorita. ¡Claro que quiero! ¡Si me dejara!

—Te encandiló con su propuesta indecente.

—Escuche, por favor, señorita Garbo. Lo importante no es capturarle sino recobrar los objetos robados. ¿No es cierto?

—¡Excusas! ¡Excusas!

—Si le detienen ahora, nunca nos dirá dónde está el orinal.

—¿Sí?

—Por eso tenemos que obligarle a que nos indique dónde esta.

—¿Pero cómo?

—Yo he cogido una hoja de su libro. ¿Recuerda cómo engañó a aquel individuo para despistar a la policía?

—Aquel idiota de Bendix.

—Bueno, pues ahora nosotros utilizamos igual al inspector Robinson. ¡Oh, mire! Algo pasa.

En la Colina de las Fresas se había organizado un auténtico pandemonio. Los chimpancés chillaban y saltaban de rama en rama. Apareció el watusi, corriendo a toda prisa perseguido por el inspector Robinson. El elefante empezó a trompetear. Un gigantesco cocodrilo se arrastraba veloz entre la hierba. Jane Tarzán apareció, corriendo a toda prisa, perseguida por el inspector Robinson. Sonaban los tambores africanos.

—Yo habría jurado que ese cocodrilo estaba disecado —murmuró Violet.

—¿Qué dices, Audrey?

—Ese cocodrilo… ¡Sí, tenía razón! Perdóneme, señorita Garbo. Tengo que irme.

El cocodrilo se había alzado sobre sus patas traseras y descendía ahora por el prado de la Colina de las Fresas. Violet salió de la cabina telefónica y empezó a seguirle sin prisa. El espectáculo de un cocodrilo andando sobre las patas traseras seguido, a discreta distancia, por un hombre rana no producía ningún interés particular a los transeúntes de Hollywood Este. El cocodrilo miró hacia atrás por encima del hombro una o dos veces y al final advirtió la presencia del hombre rana. Aceleró el paso. El hombre rana lo aceleró también. Empezó a correr. El hombre rana corrió, fue quedando atrás, abrió su tanque de oxígeno y empezó a reducir distancia. El cocodrilo dio un salto y se agarró a un tranvía atestado de gente que le condujo hacia el Este. El hombre rana gritó a un rickshaw que pasaba:

—¡Siga a ese cocodrilo!—gritó en el auricular del robot.

En el zoo, el cocodrilo abandonó el tranvía y se perdió entre la multitud. El hombre rana abandonó el rickshaw y le siguió frenéticamente a través de la Casa Berlín, la Casa Moscú y la Casa Londres. En la Casa Roma, donde los curiosos arrojaban pizzas a los ejemplares que había tras la reja, Violet vio a uno de los romanos que estaba tendido, desnudo e inconsciente en una pequeña jaula de un rincón. A su lado había una piel de cocodrilo vacía. Violet miró a su alrededor y vio a Bauer que se deslizaba vestido con un traje de rayas y sombrero borsalino.

Corrió tras él. Bauer echó a un muchacho de un pony eléctrico de carrusel, saltó a su grupa y empezó a galopar hacia el Oeste. Violet saltó a la espalda de un lama que pasaba.

—Siga a ese carrusel—gritó. El lama empezó a correr.

—Ch-iao csi-fu nan tso mei mi chou—se quejaba—. Pero ése ha sido siempre mi problema.

En la Estación Hudson, Bauer abandonó el pony, fue encorchado en una botella y lanzado al río. Violet saltó al asiento de timonel de un bote de siete remos.

—Siga a esa botella—gritó.

En la orilla de Jersey (Nueva Este), Violet persiguió a Bauer por el Freeway y luego por Dodge em kar, hasta Old Newark, donde Bauer saltó a un trampolín y fue catapultado hasta el cilindro delantero del monorraíl Block Island & Nantucket. Violet esperó astutamente a que el monorraíl abandonase la estación, y entonces se subió al cilindro trasero.

Dentro, a punta de arpón, detuvo a una madame adolescente y la obligó a intercambiar la ropa con ella. Vestida con zapatillas de ópera, medias negras, falda a cuadros, blusa de seda y rulos, arrojó a la chillona madame del monorraíl en la estación de la calle Vine Este y comenzó a observar más abiertamente lo que sucedía en el cilindro delantero. Bauer se apeó subrepticiamente en Montauk, el punto situado más al este de Catalina Este.

Esperó de nuevo a que el monorraíl comenzase a abandonar la estación para seguirle. En el andén inferior. Bauer se deslizó en el Cañón de trasbordo y fue lanzado al espacio. Violet corrió al mismo cañón, dejó cuidadosamente los indicadores de coordinación, tal como Bauer los había colocado, y fue lanzada menos de treinta segundos después de Bauer, y fue a caer en la red de aterrizaje justo cuando él subía por la escalerilla de cuerda.

—¡Tú!—exclamó él.

—Yo.

—¿Eras tú la que llevaba un traje de hombre rana?

—Creí que te había despistado en Newark.

—No, no lo conseguiste —dijo ella agriamente—. He conseguido alcanzarte, amigo.

Entonces ella vio la casa.

Tenía la misma forma que la casa que solían dibujar los niños en el siglo veinte: dos plantas; tejado picudo, cubierto con papel impermeabilizante; sucias tejas marrones, la mitad de ellas desprendidas; ventanas simples con cuatro paños de cristal en cada marco, chimenea de ladrillos rodeada de hiedra; porche delantero medio hundido a la derecha los restos carcomidos de un garaje para dos coches; una mata de desvaído zumaque a la izquierda. A la luz del crepúsculo parecía una casa encantada

—Oh, Sam —balbuceó ella—. ¡Es maravillosa !

—Es una casa—dijo él con sencillez. ¿Cómo es por dentro?

—Ven y lo verás.

Dentro, era una casa encargada por correo sin adulterar, llena de artículos baratos de segunda mano.

—Es magnífica—dijo Violet; recorrió con amoroso detenimiento el aspirador, tipo lata, con tope de vinilo.

—Es tan… tan agradable—añadió—. No me había sentido tan feliz en años.

—¡Espera, espera! —dijo Bauer, reventando de orgullo. Se arrodilló ante la chimenea y encendió un fuego de troncos de abedul. Las llamas crepitaron en amarillo y naranja.

—Mira—añadió—. Auténtica madera y auténticas llamas. Y conozco un museo donde tienen un par de morillos a juego.

—¡No! ¿De veras?

Él asintió.

—En el Peabodi, en Yale High.

Violet tomó una decisión.

—Sam, yo te ayudaré.

Él la miró fijamente.

—Te ayudaré a robarlos—dijo—. Yo… te ayudaré a robar todo lo que quieras.

—¿Hablas en serio, Violet?

—Fui una idiota. Nunca entendí… Yo… Tenías razón. Nunca debería haber permitido que una cosa tan estúpida se interpusiera entre nosotros.

—¿No estás diciendo eso para engañarme, Violet?

—No, Sam. De veras.

—¿O porque te gusta mi casa?

—Claro que me gusta, pero ése no es el único motivo.

—¿Entonces somos socios?

—Sí.

—Esa mano.

Pero en vez de darle la mano ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. Minutos después, en la silla plegable de espuma con mecanismo de tres posiciones, ella murmuraba en el oído de él:

—Somos nosotros contra todos, Sam.

—Déjales que vigilen, es todo lo que tengo que decir.

—Y «todos» incluye a esas mujeres llamadas Jane.

—Violet, te juro que nunca tuve nada serio con ellas. Si pudieses verlas

—Las he visto.

—¿De verás? ¿Dónde? ¿Cómo?

—Ya te lo contaré otro día.

—Pero…

—Oh, cállate…

Mucho más tarde él dijo:

—Si no colocamos un cierre en esa puerta del dormitorio, tendremos problemas.

—Al diablo con el cierre—dijo Violet.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN—clamó una voz.

Sam y Violet se levantaron de la silla, asombrados. Una luz blanquiazul penetraba por las ventanas de la casa. Llegó el excitado clamor de una muchedumbre preparada para el linchamiento, el galopante crescendo de la Obertura de Guillermo Tell y efectos sonoros del Derby de Kentucky, una locomotora, destructores en estaciones de combate y ruidos de cataratas.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN —bramó de nuevo la voz.

Corrieron a una ventana y miraron. La casa estaba rodeada de cegadoras luces Kleig. Confusamente pudieron ver una horda de Jacqueries con una guillotina, televisión y cámaras de noticias, una orquesta de noventa instrumentos, una batería de mesa sonora manejada por técnicos con auriculares, un director con pantalones de montar que llevaba un megáfono, él inspector Robinson con un micrófono y un círculo de sillas de cubierta en las que se sentaban una docena de hombres y mujeres con atuendos teatrales.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. HABLA EL INSPECTOR EDWARD G. ROBINSON. ESTA RODEADO. NOSOTROS… ¿QUÉ? AH, TIEMPO PARA UN ANUNCIO… MUY BIEN. ADELANTE.

Bauer miró furioso a Violet.

—Así que era una trampa.

—No, Sam, te lo juro.

—Entonces, ¿Qué están haciendo esos aquí?

—No lo sé.

—Tú los trajiste.

—iNo, Sam, no! Yo… quizás no fuese tan lista como creí que era. Quizás me siguieron cuando yo te seguía a ti; pero te juro que no los vi.

—Mientes.

—No, Sam—empezó a llorar.

—Tú me vendiste.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. ATENCIÓN LOUIS JOURDAN. DEBE PONER EN LIBERTAD A AUDREY HEPBURN.

—¿Quién?—Bauer estaba confuso.

—Soy yo—murmuró Violet—. Es el nombre que adopté, lo mismo que tú. Audrey Hepburn y Violet Dugan son la misma persona. Creen que tú me has raptado; pero yo no te vendí, Sam. No soy una traidora.

—¿Estás de mi parte?

—Lo estoy.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. SABEMOS QUIÉN ERES. SAL CON LAS MANOS EN ALTO. DEJA LIBRE A AUDREY HEPBURN Y SAL CON LAS MANOS EN ALTO.

Bauer abrió bruscamente la ventana.

—Ven a cogerme, policía—gritó.

—ESPERA A QUE TERMINE EL PERÍODO DE ANUNCIOS, AMIGO.

Hubo una pausa de diez minutos para identificación de la red. Luego se oyó una descarga. Minúsculas nubes en forma de hongo se alzaron donde cayeron los proyectiles de fisión. Violet lanzó un chillido. Bauer cerró de golpe la ventana.

—Utilizan las municiones con mucho cuidado—dijo—. Tienen miedo a estropear los objetos que hay aquí. Quizás tengamos una posibilidad, Violet.

—¡No! por favor, querido, no intentes luchar con ellos.

—No puedo. No tengo nada para luchar.

Los disparos llegaban ahora de modo continuo. Cayó un cuadro de la pared.

—Sam escúchame —suplicó ella—. Entrégate. Sé que por robo te condenarán a noventa días, pero estaré esperándote cuando salgas.

Una ventana se estremeció.

—¿Me esperarás, Violet?

—Te lo juro.

Comenzó a arder una cortina.

—¡Pero noventa días! ¡Tres meses completos!

—Empezaremos una nueva vida juntos.

Fuera, el inspector Robinson lanzó un súbito gruñido y se llevó la mano al hombro.

—Esta bien—dijo Bauer—me entregaré. Pero mírales, convirtiendo todo esto en una película… «Los Intocables» y «Los Escandalosos Años Veinte». No les dejaré que recuperen nada de lo que conseguí. Espera un minuto…

—¿Qué vas a hacer?

Fuera, la Brigada Bunco comenzó a toser, como por efecto de gases lacrimógenos.

—Volarlo todo—dijo Bauer.

—¿Volarlo todo? ¿Cómo?

—Tengo un poco de dinamita que cogí en Groucho, Chico, Harpo y Marx cuando andaba tras su colección de picos. No conseguí ningún pico, pero conseguí esto. —Mostró una pequeña vara roja con un marcador arriba. A un lado estaba escrito: TNT.

Fuera, Ed (Begley) se llevó la mano al corazón, sonrió con bravura y se derrumbó.

—No sé cuanto tiempo nos darán —dijo Bauer—. Así que cuando yo empiece, corre a toda prisa. ¿De acuerdo?

—Sí—dijo ella, temblando.

Accionó el marcador, que inició un tic-tac amenazador, y arrojó el TNT sobre el sofá-cama verde salvia.

—¡Corre!

Salieron corriendo por la puerta principal bajo la cegadora luz con las manos en alto.

El TNT era tolueno termonuclear.

—Doctor Culpepper —dijo el señor Pepys—, éste es el señor Chistopher Wren. Este es el señor Robert Hooke.

Por favor, siéntese, caballero. Le hemos pedido que acuda a la Sociedad Real y nos dé asesoramiento como el más destacado físicoastrologo de Londres. Sin embargo, hemos de pedirle que guarde secreto sobre todo esto.

El doctor Culpepper asintió muy serio y miró a hurtadillas el misterioso cesto que había sobre la mesa frente a los tres caballeros. Estaba cubierto con un fieltro verde.

—Imprimís—dijo el señor Hooke—, los artículos que le mostraremos fueron enviados a la Sociedad Real desde Oxford, donde fueron requeridos a varios artífices, los diseños fueron suministrados por el comprador. Obtuvimos estos ejemplares de los citados artesanos por robo. Secundo la fabricación de los objetos fue encargada en secreto por ciertas personas que han alcanzado gran poder y riqueza en las facultades universitarias a través de conjuros, predicciones, augurios, y premoniciones. ¿Señor Wren?

El señor Wren alzó delicadamente el paño de fieltro como si temiese una infección. Desplegados en el cesto había: una pila de servilletas de papel, doce astillas de madera, sus puntas curiosamente empapadas en azufre, un par de gafas de montura de concha con lentes de un color oscuro y humoso, un extraño alfiler, doblado sobre sí mismo de modo que la punta encajaba en un cierre; y dos grandes telas blandas de franela, una bordada con EL y otra con ELLA.

—Doctor Culpepper —preguntó con tono sepulcral el señor Pepys—¿Son éstos los amuletos de brujería?

Alfred Bester: El hombre Pi. Cuento

bester_alfred¿Cómo decir? ¿Cómo escribir? Cuando a veces puedo ser fluido, delicado incluso, y luego, recupero, pour mieux sauter, eso se apodera de mí. Empuja. Fuerza. Presiona.

A veces

debo

retroceder

pero

no

para

saltar

no, ni siquiera para saltar mejor. No tengo control alguno sobre el yo, el lenguaje, el amor, el destino. Debo compensar. Siempre.

Pero de todos modos lo intento.

 

Quae nocent docent. Sigue traducción: Lo que duele, enseña. Yo estoy herido y he herido a muchos. ¿Qué hemos aprendido, sin embargo? Sin embargo. Me despierto por la mañana del mayor dolor de todos preguntándome qué casa. Riqueza, comprendes. ¡Maldita sea! Una casa en Londres, una villa en Roma, otra casa en Nueva York, un rancho en California. Me despierto. Miro. ¡Ah! El aspecto del lugar en que estoy es familiar. Así:

Dormitorio      Dormitorio

Baño               Cocina

Baño               Terraza

¡Oh, oh! Estoy en mi casa de Nueva York, pero ese baño-baño espalda contra espalda. Puf. Todo el ritmo desacompasado. Desequilibrio. El esquema resulta doloroso. Telefoneo abajo, al portero. En ese momento pierdo mi inglés. (Hablo todas las lenguas. Un goulash. Estoy obligado. ¿Por qué? ¡Ah!)

—Pronto. Eccomi, Signore Storm. No. Obligado a parlare italiano. Esperar. Llamaré otra vez en cinque minuti.

 

Re infecta. Latín. Inconcluso el asunto me ducho, cuerpo dientes, pelo, me afeito la cara, lo seco todo y pruebo otra vez. Voilá! El inglés, ella viene. Otra vez al invento de A. G. Bell («Señor Watson, venga aqui, le necesito».) Por teléfono hablo con el portero. Buen tipo. Consigue liquidar un montón de trabajo en un dos por tres.

—¿Sí? Aquí Abraham Storm otra vez. Sí. Exactamente. Señor Lundgren, sea mi rabino personal y haga venir algunos obreros aquí esta mañana. Quiero esos dos baños convertidos en uno. Sí. Dejaré cinco mil dólares encima de la nevera. Gracias, Sr. Lundgren.

Quería vestir franela gris esta mañana, pero tuve que ponerme el traje de «piel de tiburón». ¡Maldita sea ! El nacionalismo africano tiene extraños efectos secundarios vuelvo al dormitorio trasero (ver diagrama) y abro la puerta, que fue instalada por la Compañía Nacional de Seguridad, Inc. Entro.

Todo radia hermosamente. Recorriendo arriba y abajo el espectro electromagnético. Desviación visual del ultraVioleta hacia el infrarrojo. Onda ultracorta chillando. Radiación alfa, beta y gama copiosamente. Y los interruptores inn tt errrr ump pppiendo al azar y cómodamente. Estoy en paz. ¡Dios mío! ¡Conocer incluso un momento de paz!

Tomo el metro hasta la oficina de Wall Street. Chofer demasiado peligroso; podría ponerse amistoso. No me atrevo a tener amigos. Mucho mejor el metro matutino, apreturas, masa empaquetada; ninguna norma que ajustar, no se exigen cambios ni compensaciones. ¡Paz! Compro todos los periódicos de la mañana, por lo de las pautas. Se leen demasiados Times, debo leer Tribune para compensar. Demasiado News. Leo Mirror. Y así sucesivamente.

En el vagón del metro capto la mirada de un ojo; pequeño, oscuro, grisazulado, propiedad de un hombre anónimo que transmite la convicción de que jamás le has visto y jamás le verás de nuevo. Pero capto esa mirada y hace sonar un timbre al fondo de mi mente. Él se da cuenta. Ve el brillo que aparece en mis ojos antes de que yo pueda ocultarlo. Así que me siguen otra vez… ¿Pero quién? ¿USA? ¿USSR? ¿Matoids?

Salgo rápidamente del metro en City Hall y les doy una pista falsa hasta el Woolworth Building, por si operan con dos espías. La teoría básica de cazadores y cazados no es evitar que te localicen (es inevitable) sino dejar tantas pistas a cubrir que se dispersen. Entonces se ven obligados a abandonarte. Tienen tantos hombres para tantas operaciones. Es una cuestión de disminución de beneficios.

El tráfico en City Hall estaba desincronizado (como está siempre) y tuve que caminar por el lado caliente de la calle para compensar. Tomé un ascensor hasta la décima planta del edificio. Allí me cogió súbitamente algo de aaaIgun lug ar. AaaIgo maaalo. Empecé a gritar, pero fue inútil. Un viejo empleado salió de la oficina con abrigo de alpaca, portafolios, gafas de oro.

—Él no —discutí con el aire—. Es un buen hombre. Él no. Por favor.

Pero estoy obligado. Me aproximo. Dos golpes; cuello y estómago. Se derrumba, retorciéndose. Le pateo las gafas. Le quito el reloj de bolsillo y lo destrozo. Rompo las plumas. Rompo los papeles. Luego se me permite volver al ascensor y bajar de nuevo. Eran las diez y media. Me retrasaba. Maldito inconveniente. Cogí un taxi para Wall Street 99. Di diez dólares de propina al conductor. Metí mil en un sobre (secretamente) y envié al conductor de nuevo al edificio para que localizase al empleado y se los diese.

Trabajo rutinario de mañana en la oficina. Mercado en alza; tablero indicador ético; un infierno para equilibrar y compensar, aunque yo conozca las pautas de dinero. Voy atrasado en la suma de 109.872,43 dólares a las once y media; pero con un paso de gigante las normas me colocan adelantado en 57.075,94 dólares a las doce y media en punto, Tiempo de Ahorro luz del día, al que mi padre solía llamar tiempo Woodrow Wilson.

57.075 es una buena pauta, pero esos 94 centavos. Puf. Parece toda la hoja de balances desequilibrada, es espantoso. Por encima de todo simetría. Solo tengo 24 centavos en el bolsillo. Llamo a la secretaria, le pido prestados 70 centavos y arrojo el total por la ventana. Me siento mejor mientras veo cómo cae a la calle, pero entonces la sorprendo mirándome asombrada y encantada. Muy malo. Muy peligroso.

Despido a la chica al instante.

—Pero, ¿Por qué, señor Storm? ¿Por qué? —pregunta, procurando no llorar. Querida cosita. Cara pecosa y descocada, pero no tan descocada ahora.

—Porque está empezando a gustarme.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Cuando la contraté le advertí que no debía llegar a gustarme.

—Creí que bromeaba usted.

—Pues no. Ahora debe irse. Está despedida.

—Pero, ¿Por qué?

—Porque temo que podría empezar a gustarme.

—¿Se trata de un nuevo tipo de proposición?—preguntó ella.

—Por Dios.

—Bueno, no tiene por qué despedirme—dijo furiosa—.

—Bueno. Entonces puedo acostarme con usted.

Se puso roja y abrió a boca para insultarme, mientras sus ojos pestañeaban. Una chica encantadora. No podía ponerla en peligro. Le puse el sombrero y el abrigo, le di el sueldo de un año como indemnización, y la eché. Punkt. Apuntar en la memoria: admitir sólo hombres, con preferencia casados, misántropos y asesinos. Hombres que puedan odiarme.

Luego, a comer. A un restaurante lindamente equilibrado. Mesas fijadas al suelo. Nadie moviéndolas. Todas las sillas ocupadas por clientes. Bonita estructura. No tengo necesidad de compensar ni ajustar. Ordenado y lindamente estructurado comedor para el yo:

 

Martini Martini

Martini

Croque Monsieur Roquefort

Ensalada

Café

Pero se consume tanto azúcar en el restaurante que tuve que tomar café sólo, que no me gusta. Sin embargo, todavía una buena estructura. Equilibrada.

X~—X—41 = número primo.

Perdón, por favor. A veces controlo y veo qué compensaciones han de realizarse. Otras veces se me impone desde sólo Dios sabe dónde o por qué. Entonces he de hacer lo que estoy obligado a hacer, ciegamente, como hablar el galimatías que hablo; a veces resultándome odioso, como lo del empleado del Edificio Woolworth. Aún así, la ecuación se hunde cuando X = 40.

La tarde era tranquila. Por un instante pensé que podría verme obligado a salir para Roma (Italia), pero algo ajustó las cosas sin necesidad de mí. La Sociedad Protectora de Animales me cogió por matar a mi perro a golpes, pero yo había aportado 10.000 dólares para su Refugio. Salí con un balanceo de cabeza. Pinté bigotes en carteles, rescaté a un gatito que se ahogaba, salvé a una mujer de un desaprensivo y fui a que me afeitaran la cabeza. Día normal para mí.

Al anochecer, al ballet para relajarme con todas las hermosas estructuras, equilibradas, pacíficas, suaves. Luego respiré profundamente, aplaqué mi repugnancia y me obligué a acudir a Le Bitnique, el centro de reunión beatnik. Odio Le Bitnique, pero necesito una mujer y debo ir adonde odio. Aquella chica pelirroja que despedí tan esbelta y llena de deliciosa malicia, y lanzándome pícaras miradas. Así pues, Poisson d’avril, me dirigí hacia Le Bitnique.

Caos. Negrura. Sonidos y olores, una cacofonía. Una bombilla de 25 watios en el techo. Un maldito pianista interpreta música progresiva. En la pared L muchachos beatniks, con gorras, gafas negras y barbas públicas, jugando al ajedrez. En la pared R está el bar y chicas beatniks con bolsas marrones de papel bajo el brazo que contienen artículos de tocador. Se mueven y maniobran para buscar un colchón para la noche.

¡Esas chicas beatniks! Todas delgadas… excitantes para mí esta noche porque hay demasiados norteamericanos que sueñan con mujeres muy gruesas, y yo debo compensar. (En Inglaterra me gustan las mujeres gruesas porque Inglaterra le gustan las mujeres delgadas). Todas llevan pantalones ajustados, blusas sueltas, pelo Brigitte Bardot, maquillaje italiano (ojos negros, labios blancos), y cuando caminan lo hacen con ese ritmo que emocionó a aquel tipo llamado Herrick hace tres siglos cuando escribió:

 

Luego, cuando levanto los ojos y veo

esa valiente vibración libre a ambos lados;

¡Oh, cómo me arrebata ese brillo!

Elijo una que brilla. Hablo. Ella insulta. Yo insulto también y pago unas copas. Ella bebe e insulta. Yo espero que sea lesbiana e insulto. Ella refunfuña y odia, pero inútilmente. No hay colchón para esta noche. La patética bolsa de papel marrón bajo el brazo. Reprimo la simpatía y vuelve el odio. Ella no se baña. Sus estructuras mentales están desequilibradas. Seguridad. Ningún daño puede venirme de ella. La llevo a casa para seducir por desprecio mutuo. Y en el salón (ver diagrama) se sienta esbelta y pecosa mi pequeña secretaria, recientemente despedida, que ahora espera por mí.

 

Dirección: 49 bis Avenue Hoche. París, Beme, Francia.

Obligado a ir allí por lo que pasó en Singapur. Se hicieron necesarios ajustes y compensaciones extremos. Casi, por un momento, pensé que tendría que atacar al director de la Opera Cómica, pero el destino fue bondadoso y me permitió cumplir sólo con una exhibición indecente bajo el Petite Carrousel. Y pude encontrar una beca en la Sorbona antes de ser despachado.

De cualquier modo en mi casa de Nueva York ahora con un (1) baño, y el cambio, 1997 dólares, estaré tranquilo con los magníficos 1991 que quedaron. Ella estaba allí sentada, estaba allí sentada, vistiendo un traje negro de cóctel con falda estrecha, medias negras, zapatos y la bella y regular curva de las piernas, y el pecho tan rosado como su rostro (quizás también su enagua.) Así, y, espesos polvos; un inconveniente. Voy a la cocina y me froto encima de la nevera. ¡Uf! Tiré 6 dólares por la ventana y quizás siete.

La piel pecosa brillaba con un rosa tiznado de turbación. También rojo de peligro. Su cara estaba muy tensa por lo atrevida que pensaba estar siendo.

Me gusta también así; pero no con demasiado ímpetu. Contacto al frenético empolvado para que su piel parezca lechosa, la camisa con corcho quemado para compensar.

—Mí amiga querría saber por qué tú invades mi apartamento inglés.

—Perdóneme, por favor, hasta que venga un mensajero Lundgren —balbució—. Le dije que necesitaba usted unos importantes documentos de su oficina.

—Si, bitte. Meine pidgin haben sich.

—EntschUId lgehn Sie Deutsch? Geaendert, Sprac en.

—No.

—Danrl warte ich-

La beatnik se balanceaba cada lado. La alcancé frente a la puerta (ninguna excusa). Volvió sobre sus talones y se alejó, su valiente vibración en la mano 101 dólares (estructura perfecta).

—¿Qué le pasó? —dije yo—¿Cómo se llama ?

—¡Dios mío! Mí nombre? ¿ He estado trabajando en su oficina tres meses y no lo conoce realmente?

—No, y no quiero saberlo ahora.

—Soy Lizzie Chalnersimer

—Váyase, Lizzie

—Me llamaba usted siempre «Señorita». ¿Por qué se afeitó la cabeza?

—Así que….

—Es muy chic—dijo juiciosamente—, pero no sé. Me recuerda a un actor de cine al que odio. ¿Qué quiere decir con eso de un problema en Viena?

—Nada que a usted le importe. ¿Qué hace usted? ¿Qué quiere de mí?

—A usted —dijo, enrojeciendo ferozmente.

—¡Quiere usted salir de aquí, por amor de Dios!

—¿Qué tiene ella que no tenga yo?—exigió Lizzie; luego su cara se descompuso—. ¿No lo tengo así? Qué. Tiene. Ella. Que. Yo. No. Tenga. Sí.

—Me voy a Bennington. Están fuertes en agresión, pero flojos en gramática.

—¿Qué quiere decir con eso de que se va a Bennington?

—Bueno, es una universidad. Creí que todo el mundo lo sabía.

—Pero, ¿Qué es eso de que va?

—Estoy en mi primer año. Te expulsan a latigazos a no ser que adquieras experiencia en tu campo.

—¿Cuál es su campo?

—Antes era economía. Ahora es usted. ¿Qué edad tiene?

—Ciento nueve mil ochocientos setenta y dos.

—¡Oh. vamos! ¿Cuarenta?

—Treinta.

—¡No! ¿De veras?—cabeceó satisfecha—. Eso si que hay diez años de diferencia entre nosotros. Muchos.

—¿Está enamorada de mi, Lizzie? ¿Y he de ser yo?

—Sé que suena como una idea—bajó los ojos—. Supongo que las mujeres deben estar continuamente echándose en sus brazos.

—No siempre.

—¿Qué es usted, blasé o algo así? Quiero decir que no soy apabullante, pero tampoco soy lo que sep siYa.

—Es usted encantadora.

—Entonces, ¿Por qué me rechaza?

—Estoy intentando protegerla.

—Sé protegerme muy bien cuando llega el momento.

—Ahora es el momento, Lizzie.

—Lo menos que podía hacer es ofenderme como hizo a esa chica junto al ascensor.

—¿Estaba espiando?

—Claro que espiaba. No esperaría usted que me quedase aquí sentada mano sobre mano, ¿verdad? Tengo que vigilar a mi hombre, ya que lo he conseguido.

—¿Su hombre?

—Sucede—dijo ella en voz baja—. Nunca lo creía, pero sucede. Uno se enamora y se desenamora, y siempre piensa que es de veras y para siempre. Y luego conoces a otro y ya no es cuestión de amor. Sabes simplemente que él es tu hombre, y estás ligada a él. Yo estoy ligada.

Alzó los ojos y me miró… ojos violeta, llenos de juventud y decisión y ternura, y sin embargo más viejos que veinte años… mucho más viejos. Me di cuenta de lo solo que estaba, no atreviéndome nunca a amar, obligado siempre a vivir con los que odiaba. Podía caer en aquellos ojos violeta para siempre.

—Voy a impresionarla—dije. Miré el reloj. La una y media. Una hora tranquila. Dios quiera que el idioma norteamericano permanezca conmigo un buen rato. Me quité la chaqueta y la camisa y le enseñé mi espalda, llena de cicatrices. Lizzie lanzó un gemido.

—Me las hice yo mismo—dije—. Porque me permití sentir simpatía por un hombre y hacerme amigo suyo. Este fue el precio que pagué, y tuve suerte. Ahora espere aquí.

Entré en el dormitorio principal donde la vergüenza de mi corazón estaba embalsamada en un plateado ataúd oculto en el cajón de la derecha de mi escritorio. Lo llevé al salón. Lizzie me miraba con ojos muy abiertos.

—Hace cinco años, una chica se enamoró de mí —expliqué—. Una chica como usted. Me sentía muy solo entonces, como siempre. En vez de protegerla de mí mismo, perdí el control. Ahora quiero que vea el precio que ésta pagó. Me despreciará usted por esto, pero debo enseñárselo…

Un resplandor hirió mis ojos. Luces de un edificio del fondo de la calle. Me lancé a la ventana y observé. Las luces procedían de un edificio situado tres más abajo del mío; se apagaron, cinco segundos de eclipse, luego volvieron. Sucedió en el edificio situado a dos del mío, y luego en el contiguo. La chica se acercó a mi lado y me cogió del brazo. Temblaba un poco.

—¿De qué se trata?—preguntó—. ¿Cuál es el problema?

—Espere—dije.

Las luces de mi apartamento se apagaron durante cinco segundos y luego volvieron a encenderse.

—Ellos me han localizado—expliqué.

—¿Ellos? ¿Localizado?

—Han detectado mis radiaciones con el BD.

—¿Qué es un B.D.?

—Buscador de Dirección. Luego cortan la corriente en los edificios de la vecindad durante cinco segundos (edificio por edificio) hasta que cesa la emisión. Entonces saben que estoy en esta casa, aunque no saben en qué apartamento.—Me puse la camisa y la chaqueta—. Buenas noches, Lizzie. Desearía poder besarla.

Me echó los brazos al cuello y me dio un sonoro beso, todo calor, todo terciopelo, todo entrega. Intenté apartarla.

—Es usted un espía—dijo—. Iré a la silla eléctrica con usted.

—Me gustaría mucho ser un espía—dije—. Adiós, mi queridísimo amor. Recuérdeme.

Soyez ferme. Un gran error dejar aquello deslizarse. Pasó, creo, porque mi norteamericano también se deslizó. De pronto mi conversación volvió a convertirse en un galimatías. Mientras comía, el diablillo se quitó sus zapatitos de ópera y se subió la falda de cocktail hasta los muslos para poder correr. Corre a mi lado y baja conmigo la escalerilla de incendios hasta el garaje del sótano. La golpeo para que se detenga, la insulto. Ella me golpea también y lanza insultos aún peores, sin dejar de reír y de chillar. La amo por esto. ¡Maldición! Está condenada.

Entramos en el coche, Aston Martin, pero con el volante a la izquierda, y nos lanzamos a toda velocidad hacia el oeste en la Calle 53, al este en la 54 y al norte en la Primera Avenida. Busco el puente de la calle 59 para abandonar la isla de Manhattan. Tengo un avión de mi propiedad en Babylon, Long Island, siempre dispuesto para este tipo de tropiezos.

—J’ y suis, j’ y este no es mi lema—dije a Elizabeth Chalmers, cuyo francés es tan inseguro como su gramática… una halagüeña debilidad—. Una vez me atraparon en Londres en Correos. Yo recibía correspondencia en el Apartado General. Me enviaron una carta en blanco en un sobre rojo, y así me siguieron hasta 139 Piccadilly, London W I. Teléfono Mayfair 7211. Rojo de peligro. ¿Tiene usted roja toda la piel?

—¡No está roja!—dijo ella indignada.

—Quiero decir rosada.

—Sólo donde salen pecas—dijo ella—. ¿Qué significa toda esta fuga? ¿Por qué habla de ese modo tan extraño y actúa de forma tan rara? ¿Está seguro de que no es un espía?

—Sólo convencido.

—¿Es usted un ser de otro mundo que vino en un Objeto Volador No Identificado?

—¿La asustaría mucho eso?

—Sí, si significase que no podíamos amarnos.

—¿Y qué pensaría si nos propusiésemos conquistar la Tierra?

—A mí sólo me interesa conquistarle a usted.

—No soy ni he sido nunca un ser de otro mundo de los que vienen en Objetos Voladores no Identificados.

—¿Qué es usted entonces?

—Un compensador.

—¿Qué es eso?

—¿Conoce usted el diccionario de los señores Funk Waganlle? Editado por Frank H. Vizetelly. Cito: «Aquél o aquello que compensa, como un instrumento para neutralizar la influencia de la atracción local sobre la aguja de una brújula o un aparato automático para igualar la presión del gas en la…» ¡Maldita sea!

Frank H. Vizetelly no utiliza esa mala palabra. Soy yo mismo porque la ruta me sitúa ahora frente al puente de la Calle 59. Debería haberlo supuesto. Tendría que haber percibido estructuras, pero estaba demasiado distraído con la encantadora muchacha. Probablemente estén bloqueados todos los puentes y túneles que salen de esta isla de 24 dólares. Podría cruzar el puente, pero podría herir a mi angelical Elizabeth Chalmers, lo que me convertiría una brute figure y me produciría además una tristeza insuperable. Así que paré el coche. Rendición.

—Kamerad—dije, y pregunté—: ¿Quiénes son? ¿Ku Klux Klan?

Un hombre de expresión dura dijo que no.

—¿Defensores de la Supremacía Blanca en el Mundo?

De nuevo no. Me sentí mejor. Resultaba siempre desagradable ser capturado por tipos lunáticos que buscaban figurones.

—¿URSS?

Me miró fijamente, luego dijo:

—Agente especial Krimms del FBI —y me mostró la placa. Le abracé con gratitud. FBI es salvación. Él retrocedió, preguntándose si yo no estaría loco. No me preocupaba.

Besé a Elizabeth Chalmers y ella abrió su boca bajo la mano para murmurar:

—No admitas nada; niégalo todo. Te conseguiré un abogado.

Luces brillantes en la oficina de Plaza Foley. Las sillas están colocadas exactamente así; las cortinas dispuestas exactamente así. He pasado por esto ya tantas veces. El individuo anónimo de ojos negros de la mañana en el metro me interroga. Se llama S.I. Dolan. Intercambiamos una mirada. La suya dice, me engañaste esta mañana. La mía dice, eso hice. Nos respetamos; luego empieza el interrogatorio.

—¿Se llama usted Abraham Storm?

—El sobrenombre es «Base».

—¿Nacido el 25 de diciembre?

—Sí, un niño navideño

—¿1929?

—Fui un niño de la Depresión.

—Parece usted muy bromista.

—Humor de horca, S. I. Dolan. Desesperación. Sé que nunca me harán confesar nada, y estoy desesperado.

—Muy trágico. Quiero ser convicto… pero no puedo conseguirlo.

—¿Nacido en San Francisco?

—Sí.

—Colegio Grand. Dos años en Berkeley. Cuatro años en la marina. Terminó en Berkeley. Doctorado en estadística.

—Sí. Muchacho cien por cien norteamericano.

—¿Ocupación actual, financiero?

—¿Oficinas en Nueva York, Roma, París y Londres?

—¿Propiedades conocidas, por cuentas bancarias, acciones y bonos, tres millones de dólares?

—¡No, no, no! —yo estaba angustiado— Tres millones trescientos treinta y tres mil trescientos treinta y tres dólares y treinta y tres centavos.

—Tres millones de dólares —insistió Dolan—. En números redondos

—No hay números redondos; sólo hay estructuras.

—Storm, ¿Qué demonios pretende?

—Hágame confesar—supliqué—. Quiero ir a la silla eléctrica y librarme de todo esto.

—¿Pero de qué me habla?

—Pregunte y le explicaré.

—¿Qué está usted emitiendo desde su apartamento?

—¿Qué apartamento? Emito desde todos ellos.

—En Nueva York. No somos capaces de descifrar el código.

—No hay ningún código; todo es puro azar.

—¿Puro qué?

—Pura paz, Dolan.

—¡Paz!

—He pasado por esto ya tantas veces. En Ginebra, Berlín Londres, Río… ¿Me permite que se lo explique a mi modo? Y, por amor de Dios, deténgame si puede supliqué.

Tomé aliento. Resultaba siempre tan difícil. Tiene uno que hacerlo con metáforas. Pero eran las tres y mi norteamericano duraría un rato.

—¿Le gusta bailar?

—¿Pero qué demonios…?

—Tenga paciencia. Estoy explicándoselo. ¿Le gusta bailar?

—¿Cuál es el placer de la danza? Es el que un hombre y una mujer establezcan juntos un ritmo, una estructura una pauta. Balanceándose, adelantándose, siguiendo, dirigiendo, cooperando. ¿No?

—¿Y qué?

—Y los desfiles. ¿Le gustan los desfiles? Masas de hombres y mujeres cooperando para establecer estructuras pautas. ¿Por qué es la guerra época de alegría para un país aunque nadie lo admita? Porque hay todo un pueblo cooperando, equilibrando y sacrificando para hacer una gran estructura. ¿No?

—Ahora espere un momento, Storm…

—Escúcheme Dolan. Yo soy sensible a las estructuras… más que al baile o a los desfiles o a la guerra; muchísimo más. Más que a la norma 2/4 de día y noche, o a la 4/8 de las estaciones… más, mucho más. Soy sensible a la normas de todo el espectro del universo: vista y sonido, rayos gamma, agrupaciones de pueblos, actos de hostilidad y de benigna caridad, crueldades y bondades, música de las esferas… y me veo obligado a compensar. Siempre.

—¿Compensar?

—Sí. Si un niño cae y se hace daño, la madre le besa. ¿No es así? Pues es compensación. Restaura un equilibrio. Un hombre pega a un caballo, tú le pegas a él, ¿verdad? De nuevo el equilibrio. Si un mendigo te produce demasiada simpatía, deseas arrearle una patada. ¿No es así? Más compensación. El marido que es infiel a su mujer es más amable de lo normal con ella. Todas las mujeres conocen esta regla, y la temen. ¿Qué es la deportividad sino una norma compensadora que elimina el embarazo de ganar o perder? ¿No se buscan mutuamente asesino y victima para cumplir sus pautas?

«Multiplique eso hasta el infinito y me tendrá a mí. Yo tengo que besar y que dar patadas. Me veo obligado a hacerlo. Empujado. No sé cómo llamar a esta compulsión mía. Suelen llamar Psi a la percepción extrasensorial. ¿Cómo llamaría usted a la percepción extranormativa? ¿Pi?

—¿Pi? ¿Qué quiere decir eso ?

—La dieciseisava letra del alfabeto griego. Designa la relación entre la circunferencia de un circulo y su diámetro. 3,14159… Ia serie continúa interminablemente. Es trascendental y nunca puede resolverse con una expresión finita; y para mí es una tortura… como pi en imprenta, que significa tipo confuso y trastocado, sin orden ni concierto.

—¿Pero de qué demonios habla usted?

—Hablo de pautas, de normas; del orden del universo. Yo me veo obligado a mantenerlo y restaurarlo. A veces me veo obligado a hacer cosas maravillosas y caritativas actos de generosidad; otras veces me veo obligado a hacer locuras, a hablar lenguajes extraños, a ir a sitios extraños, realizar actos abominables, porque equilibrios que no puedo percibir exigen ajuste.

—¿Qué actos abominables?

—Puede usted investigar y yo puedo confesar, pero dará lo mismo. Las normas no me permitirán declararme convicto. No me dejarán terminar. La gente se niega a testificar. Los hechos no significarán pruebas. Lo hecho dejará de estarlo. Lo malo se convertirá en bueno.

—Storm, creo que está usted loco.

—Quizás, pero tampoco podrá usted meterme en un manicomio. Se ha intentado antes. Incluso yo mismo lo intenté. Sin resultado.

—¿Y qué me dice de esas emisiones?

—Estamos inundados de emisiones de ondas, de quantas y partículas, y yo soy sensible también a ellas- pero están demasiado entremezcladas para ajustarse a pautas. Hay que neutralizarlas. Así que emito una antinorma para eliminarlas y conseguir un poco de paz.

—¿Pretende usted decirme que es un superhombre?

—No. Ni mucho menos. Sólo soy el hombre al que encontró Simón el Simple.

—No se burle.

—No me burlo. ¿No recuerda el cuento?

Dolan frunció el ceño. Por fin dijo:

—Mi nombre completo es Simon Ignacio Dolan.

—Lo siento. No lo sabía. No quería hacer ninguna alusión personal.

Me miro furioso y luego dejó mi dossier sobre la mesa. Lanzó un suspiro y se dejó caer en una silla. Esto alteró la norma y tuve que moverme. Me miró de reojo.

—Hombre Pi —expliqué.

—Muy bien —dijo él—. No podemos retenerle.

—Todos lo intentan —dije— pero nunca pueden.

—¿Quiénes lo intentan?

—Los gobiernos, creyendo que soy un espía; la policía, que quiere enterarse de por qué me relaciono con tanta gente de forma tan extraña; políticos en el exilio con la esperanza de que yo les financie una contrarrevolución; fanáticos que sueñan que soy su rico mesías; sectas religiosas, lunáticos solitarios… todos me persiguen, esperando poder utilizarme. Ninguno puede. Yo formo parte de algo mucho mayor. Pienso que quizás todos formemos parte de algo mucho mayor, aunque yo sea el primero en tener conciencia de ello.

—Confidencialmente, ¿Qué me dice de esos actos abominables?

Tomé aliento.

—Ese es el motivo de que no pueda tener amigos. Ni una chica. A veces se ponen tan mal las cosas en un sitio que tengo que hacer terribles sacrificios para restaurar la norma. He de destruir algo que amo. Yo… tenía un perro al que quería mucho. No me gusta pensar en él… Tuve en tiempos una chica. Me amaba. Y yo… Había un chico en la marina conmigo. Él… No quiero hablar de eso.

—¿Asustado, de pronto?

—No, ni mucho menos; ¡estoy maldito! Porque algunas de las normas a las que debo ajustarme son ritmos exteriores al mundo… algo distinto a lo que pueda sentirse en la Tierra. 29/51… 108/303. tiempos así. ¿Qué es lo que mira? ¿No cree usted que pueda ser aterrador? Reproduzca un tiempo 7/5 para mí.

—No sé música.

—Eso no tiene nada que ver con la música. Intente cinco con una mano y siete con la otra, haciendo que ambas mantengan una pauta regular. Entonces comprenderá la complejidad y el terror de esas extrañas normas que vienen a mí.

De pronto la cara de Dolan se iluminó.

—¿Se refiere usted a algo parecido al instinto doméstico?

—¿Instinto doméstico?

—Las normas que ayudan a aves y animales a encontrar su hogar desde cualquier sitio. Nadie sabe cómo.

—Eso mismo; sólo que mayor.

—Usted debía estar en un laboratorio, Storm. ¿Y de dónde viene todo esto?

—No sé. Es un universo desconocido, demasiado grande para abarcarlo; pero tengo que ajustarme a los tiempos de sus ritmos y compensarlos… con mis acciones, reacciones, emociones, sentidos, mientras esas presiones gigantes

adelante

me empujan

y me hacen

me empujan

y me hacen

retroceder

y me llevan

dentro

y atrás y fuera

—Ahora el otro brazo —dijo Elizabeth con firmeza—.

Estoy en mi cama, yo. Pensando de nuevo. La mitad (1/2) en el pijama; la otra mitad (1/2) cogida por la chica pecosa. Me alzo. Ella empuja. El pijama puesto ahora y me toca a mi ruborizarme. Allá en San Francisco me educaron muy recatadamente.

—M maniadme hum —dije—. Traducción: «¡Oh la Joya en el loto!» Aludiendo a tí. ¿Qué pasó?

—Te desmayaste—dijo ella—. El señor Dolan tuvo que dejarte marchar. El señor Lundgren me ayudó a subirte al apartamento. ¿Cuánto he de darle?

—Cinque lire. No. ¿Parla italiano, gentile signorina?

—¿Otra vez de tus pautas?

—Ja. —Asentí y esperé. Tras unos saltos en Grecia y Portugal, el inglés norteamericano volvió por fin a mí— ¿Por que no te largas de aquí cuando aún estás a tiempo?

—Aún estoy ligada a ti—dijo ella—. Métete en la cama…

—No.

—Sí. Puedes casarte conmigo después.

—¿Dónde está la caja de plata?

—En el fondo del incinerador.

—¿Sabes lo que había en ella?

—Sé lo que había en ella.

—¿Y aún sigues aquí?

—Fue monstruoso lo que hiciste. ¡Monstruoso!

Su pícaro rostro estaba cubierto de maquillaje. Había estado llorando.

—¿Dónde está ahora ella?—añadió.

—No lo sé. Las comprobaciones llevan a un número de cuenta en Suiza. No quiero saber. ¿Cuánto puede soportar el corazón?

—Creo que voy a descubrirlo—dijo ella.

Apagó las luces. En la oscuridad se oyó el rumor de la ropa. Nunca hasta entonces había oído yo la música de una persona a la que amo desvistiéndose para mí… para mi. Hice una última tentativa de salvar a mi amada.

—Te amo—dije—y tú sabes lo que eso significa. Cuando las normas exigen un sacrificio, debo ser más cruel incluso contigo, más monstruoso…

—No —dijo ella—. Nunca estuviste enamorado antes. El amor también crea normas.

Me besó. Sus labios ardían, pero su piel estaba helada. Tenía miedo, pero su corazón latía fuerte y apasionado.

—Nada puede dañarnos ya. Créeme.

—Yo ya no sé qué creer. Formamos parte de un universo cuya grandeza es superior a todo conocimiento. ¿Y si resulta ser demasiado gigantesco para el amor?

—Está bien—dijo ella tranquilamente—. Si el amor es una cosa pequeña y tiene que acabar, que acabe. Que acaben todas las cosas pequeñas como el amor, el honor, la misericordia y la risa… si hay algo mayor más allá.

—Pero, ¿Qué puede ser mayor que eso? ¿Qué puede haber más allá?

—Si somos demasiado pequeños para sobrevivir, ¿Cómo vamos a poder saberlo?

Se deslizó muy cerca de mí y los extremos de su cuerpo eran como escarcha. Y así, juntos, pecho con pecho, caldeándonos con nuestro amor, criaturas asustadas en un mundo portentoso más allá del conocimiento… Aterrador y sin embargo espeeeraaadooo.

Alfred Bester: Fuera de este mundo. Cuento

BesterCuento esto exactamente del modo que sucedió, porque yo comparto un vicio con todos los hombres: aunque disfruto de un matrimonio feliz y sigo enamorado de mi esposa, continúo enamorándome de mujeres con las que me cruzo. Me paro en un semáforo rojo, miro a la chica del taxi de al lado, y me enamoro desesperadamente de ella. Subo en un ascensor y quedo cautivado por una chica que lleva un paquete en la mano. Cuando sale en el décimo piso, se lleva con ella mi corazón. Recuerdo que en una ocasión me enamoré de una modelo en un autobús. Llevaba una carta al correo e intenté leer el remite y aprenderlo de memoria.

Las que se confunden por teléfono son siempre la tentación más fuerte. Suena el teléfono, lo descuelgo, una chica dice:

—¿Puedo hablar con David, por favor?

No hay ningún David en nuestra casa y yo sé que es una voz extraña, pero emocionante y tentadora. A los dos segundos he tejido la fantasía de citarme con la extraña, tener una aventura con ella. Abandonar mi casa, huir a Capri y vivir en glorioso pecado. Luego digo:

—¿A qué número llama, por favor?

Y luego, tras colgar, apenas si puedo mirar a mi mujer, de lo culpable que me siento.

Así que cuando sonó aquella llamada en mi oficina, en Madison 509, caí en la misma vieja trampa. Tanto mi secretaria como mi contable estaban fuera comiendo, así que tomé la llamada directamente en mi mesa. Una voz emocionante comenzó a hablar a cien por hora.

—¡Hola, Janet! Conseguí el trabajo, querida. Tienen una oficina encantadora justo a la vuelta de la esquina del viejo edificio de Tiffany en la Quinta Avenida, y el horario es de 9 a 4. Tengo una mesa y un despachito con una ventana, para mí sola…

—Lo siento —dije, tras concluir mi fantasía—. ¿A qué número llama?

—¡Dios mío! Desde luego no pretendía hablar con usted.

—Me lo imagino.

—Siento muchísimo haberle molestado.

—No ha sido molestia. La felicito por el nuevo trabajo.

—Muchísimas gracias —contestó ella riendo.

Colgamos. Me pareció tan encantadora que decidí que esta vez sería Tahití en vez de Capri. Entonces volvió sonar el teléfono. Era la misma voz.

—Janet, querida, soy Patsy. Me ha pasado una cosa terrible. Te llamé y marqué mal el número y empezé a hablar y de pronto una voz de lo más sugestiva dijo…

—Gracias, Patsy, pero has vuelto a marcar mal el número.

—¡Oh, Dios mío! ¿De nuevo usted?

—Eso parece.

—¿No es ahí Prescott 9-3232?

—Ni mucho menos. Aquí es Plaza 9-5000.

—No entiendo cómo pude marcar eso. Debo de estar especialmente tonta hoy.

—Quizás sólo especialmente excitada.

—Perdóneme, por favor.

—No se preocupe —dije—. Creo que tiene usted también una voz muy sugestiva, Patsy.

Colgamos y me fui a comer, reteniendo en la memoria Prescott 9-3232… Marcaría y preguntaría por Janet y le diría… ¿Qué? No sabía. Sabía además que no iba a hacerlo nunca; pero persistió aquel resplandor de ensueño que se prolongó hasta que volví a la oficina para enfrentar los problemas de la tarde. Luego lo sacudí y volví a la realidad.

Pero estaba engañándome, pues cuando volví a casa aquella noche, no le hablé de ello a mi mujer. Trabajaba para mí antes de que nos casáramos y aún se toma mucho interés por todo lo que pasa en mi oficina. Dedicamos más o menos una agradable hora cada noche a discutir y analizar el día de trabajo. Lo hicimos aquella noche, pero yo oculté la llamada de Patsy. Me sentía culpable.

Tan culpable que me fui a la oficina al día siguiente más temprano de lo normal, intentando aplacar mi conciencia con trabajo extra. Aún no habían llegado las chicas, así que la línea telefónica daba directamente a mi mesa. Hacia las ocho y media sonó mi teléfono y lo descolgué.

—Plaza 9-5000—dije.

Al otro lado no se oía nada, lo cual me enfureció. Odio a esas telefonistas que te llaman y luego te dejan colgado mientras atienden otras llamadas.

—¡Escuche, monstruo! —dije—. Espero que pueda oírme. Haga el favor de no llamarme a menos que piense comunicarme inmediatamente con quien sea. ¿Quién se cree que soy? ¿Un lacayo? ¡Váyase al cuerno!

Cuando estaba a punto de colgar el teléfono, una voz

—Perdone.

—¿Qué? ¿Patsy? ¿Usted de nuevo?

—Sí—dijo ella.

Mi corazón dio un vuelco porque sabía… sabía que aquello no podía ser un accidente. Ella había aprendido de memoria el número. Quería hablar conmigo otra vez.

—Buenos días, Patsy—dije.

—Vaya, veo que tiene usted un carácter terrible.

—Siento haber sido tan áspero…

—No. Es culpa mía. No debía molestarle. Pero cuando llamo a Jan sigue saliendo su número. Deben de estar cruzadas las líneas.

—Oh. Qué decepción. Pensaba que había llamado usted para oír mi sugestiva voz.

Se echó a reír.

—No es tan sugestiva.

—Eso es porque antes fui grosero. Deseo compensarla. La convidaré a comer hoy.

—No, gracias.

—¿Cuándo empieza con el nuevo trabajo?

—Esta mañana. Adiós.

—Mucha suerte, Patsy. Llame a Jan esta tarde y cuéntemelo todo.

Colgué y me pregunté si no habría ido a la oficina aquel día más temprano que de costumbre con la esperanza de recibir aquella llamada, más que por deseo de hacer trabajo extra. No podía acallar mi conciencia. Cuando uno se encuentra en una posición insostenible, todo lo que hace resulta sospechoso e inútil. Estaba irritado contra mí mismo e hice pasar a las chicas una mañana espantosa.

Cuando volví de comer, le pregunté a mi secretaria si había llamado alguien estando yo fuera.

—Sólo el supervisor telefónico del distrito—dijo—. Tienen problemas con las líneas.

Pensé: «Entonces esta mañana fue un accidente. Patsy no quería volver a hablar conmigo».

A las cuatro en punto dejé irse a mis dos chicas en compensación por mi actitud de la mañana… al menos eso fue lo que me dije. Anduve vagando por la oficina de cuatro a cinco y media, esperando que llamase Patsy, construyendo fantasías hasta que me avergoncé de mí mismo.

Tomé una copa de la última botella que quedaba de la fiesta de Navidad de la oficina, cerré y me dispuse a irme a casa. Cuando pulsaba el botón del ascensor, oí que sonaba el teléfono en la oficina. Volví como un rayo, abrí la puerta (aún tenía la llave en la mano) y cogí el teléfono… sintiéndome un imbécil. Intenté cubrirme con un chiste.

—Prescott 9-3232 —dije, casi jadeando.

—Perdone—dijo mi mujer—. Me he equivocado de número.

Tuve que dejarla colgar. No podía explicárselo. Esperé a que llamase de nuevo, intentando determinar qué tipo de voz usaría para que ella supiese que era yo y no pudiese al mismo tiempo relacionarme con la voz que acababa de oír. Utilicé la técnica de mantener el teléfono a cierta distancia de la boca y di varias instrucciones con voz áspera a la oficina vacía. Luego aproximé la boca y hablé.

—¿Sí?

—Vaya, que voz tan distinguida. Como la de un general.

—¿Patsy?—mi corazón dio un vuelco.

—Eso me temo.

—¿Me llama a mí o a Jan?

—A Janet, por supuesto. Estas líneas son una lata, ¿No cree? Lo hemos comunicado a la compañía.

—Lo sé. ¿Cómo le ha ido hoy en su nuevo trabajo?

—Muy bien… supongo. Hay un jefe de oficina que ladra exactamente igual que usted. Me asusta.

—Le daré un consejo, Patsy. No se asuste. Cuando un hombre grita así, suele ser para cubrir su propia conciencia de culpa.

—No comprendo.

—Bueno… puede estar desempeñando un cargo que es demasiado grande para él y él lo sabe. Así que intenta cubrirse haciéndose el duro.

—Oh, no creo que fuese eso.

—O quizás se siente atraído por usted y teme que eso pueda restarle eficacia en el trabajo. Así que le da voces para no caer en la tentación de ser demasiado atento.

—Tampoco podría ser eso.

—¿Por qué? ¿No es usted atractiva?

—No soy la persona adecuada para contestar a esa pregunta.

—Tiene usted una voz maravillosa.

—Gracias, señor.

—Patsy —dije—, yo puedo darle muchos consejos sabios y prudentes. No hay duda de que Alexander Graham Bell ha querido juntarnos, ¿Quiénes somos nosotros para oponernos al destino? Comamos juntos mañana.

—Oh, lo siento, no puedo…

—¿Va a comer mañana con Janet?

—Sí.

—Entonces, ¿Por qué no conmigo? Aquí me tiene, haciendo la mitad del trabajo de Jan… atendiendo sus llamadas; y ¿qué saco de eso? Una queja del supervisor de teléfonos. ¿Es esto justicia, Patsy? Podremos hacer la mitad de la comida juntos. Luego puede envolver la otra mitad y llevársela a Jan

Se rió. Fue una risa deliciosa

—Eres un encanto. ¿Cómo te llamas?

—Howard.

—¿Howard qué?

—¿Patsy qué?

—Tú primero.

—No quiero correr riesgos. O te lo digo en la comida o le mantengo anónimo.

—Muy bien—dijo ella—. Mi hora es de una a dos. ¿Dónde nos encontramos?

—Plaza Rockefeller. La tercera bandera empezando por la izquierda.

—Qué bonito.

—Tercera bandera por la izquierda. ¿De acuerdo?

—Sí.

—¿A la una en punto mañana?

—A la una en punto—repitió Patsy.

—Me reconocerás por el hueso que llevo atravesado en la nariz. No tengo apellido. Soy un aborigen.

Nos reímos y colgamos. Yo salí apresuradamente de la oficina para evitar la llamada de mi mujer. No fui un hombre honesto en casa aquella noche, pero estaba nervioso. Apenas si podía dormir. Al día siguiente, a la una en punto, yo estaba esperando frente a la tercera bandera empezando por la izquierda en la plaza Rockefeller, preparando frases ingeniosas y procurando mantenerme lo más erguido posible. Sabía que Patsy probablemente me miraría un rato antes de decidirse a acercarse a mí.

Me dediqué a observar a todas las chicas que pasaban intentando imaginar cuál sería. En la plaza Rockefeller durante la hora de la comida, se ven centenares de mujeres que pueden figurar entre las más encantadoras del mundo. Yo tenía grandes esperanzas. Esperé y esperé pero ella no apareció. A la una y media comprendí que no debía haber aprobado el examen. Me había mirado sin duda, y había decidido olvidarse de todo. Nunca en mi vida me sentí tan furioso y tan humillado.

Mi contable se despidió aquella tarde, y en lo profundo de mi corazón no podía reprochárselo. Ninguna chica con dignidad podría haberme soportado. Tuve que quedarme hasta tarde, y pedir a la agencia de colocaciones otra chica.

Poco antes de las seis sonó mi teléfono. Era Patsy.

—¿Me llamas a mí o a Jan?—pregunté furioso.

—Te llamo a ti—dijo ella, igual de furiosa.

—¿Plaza 9-5000?

—No. No existe tal número, y tú lo sabes. Eres un mentiroso. Llamé a Jan con la esperanza de que las líneas siguiesen cruzadas y que salieses tú.

—¿Qué es eso de que no hay tal número?

—No entiendo que clase de sentido del humor te crees que tienes, Sr. Aborigen, pero lo que sí sé es que me has jugado una mala pasada hoy… haciéndome esperar una hora sin aparecer. Deberías de estar avergonzado.

—¿Que esperaste una hora? Eso es mentira. No apareciste por allí.

—Estuve allí y tú no te presentaste.

—Patsy, eso es imposible. Te esperé hasta la una y media ¿Cuándo llegaste allí?

—A la una en punto.

—Entonces ha sido un terrible error. ¿Estás segura de que me entendiste bien? Tercera bandera por la izquierda…

—Sí. Tercera bandera por la izquierda.

—Debimos confundirnos de bandera. No sabes cuánto lo siento.

—No te creo.

—¿Qué puedo decir? Creí que tú me habías dado un plantón. Estaba tan furioso esta mañana que mi contable se fue. ¿No serás contable, por casualidad?

—No. Y no estoy buscando trabajo.

—Patsy, comeremos mañana, y esta vez nos encontraremos donde no haya posibilidad de error

—No sé si…

—Por favor. Y quiero aclarar ese asunto de que no hay Plaza 9-5000. Eso es absurdo.

—No existe tal número

—Entonces, ¿Cuál es este que estoy utilizando? ¿Un teléfono de cuerda?

Se rió.

—¿Cuál es tu número, Patsy?

—Oh, no. Es como los apellidos. No te Io daré si no me das el tuyo.

—Pero tú conoces el mío.

—No, no lo conozco. Intenté llamarte esta tarde y la operadora me dijo que no existía. Ella…

—Tiene que estar loca. Lo discutiremos mañana. ¿Otra vez a la una en punto?

—Pero no enfrente de una bandera

—Muy bien. ¿Le decías a Jan que trabajabas a la vuelta de la esquina del viejo edificio de Tiffany?

—Así es.

—¿En la Quinta Avenida?

—Sí.

—Estaré en esa esquina a la una en punto

—Como no estés…

—Patsy…

—¿Sí, Howard?

—Tu voz es aún más maravillosa cuando estás enfadada

Al día siguiente llovió a cántaros. Yo fui a la esquina sureste de la Treinta y Siete y la Quinta, donde está el viejo edificio de Tiffany, y esperé bajo la lluvia desde las doce cincuenta a la una cuarenta. Patsy no apareció. Era increíble. Era increíble que alguien fuese tan miserable como para gastar una broma como aquélla. Recordé luego su encantadora voz y deseé que la lluvia le hubiese impedido salir de casa aquel día. Esperé que hubiese llamado a la oficina para decírmelo después de irme yo.

Volví en taxi a la oficina y pregunté si alguien me había llamado por teléfono. Nadie. Tan disgustado y desilusionado estaba que me fui al bar del Hotel Madison Avenue y tomé unas copas para quitarme el frío y la humedad. Allí me quedé, bebiendo y soñando, y llamando de hora en hora a la oficina para mantenerme en contacto. Pero de pronto no pude reprimirme y marqué Prescott 9-3232 para hablar con Janet. Respondió una telefonista.

—¿Qué número ha marcado, por favor?

—Prescott 9-3232.

—Lo siento. Ese número no figura en la lista. ¿Quiere usted consultar de nuevo su agenda, por favor?

Así que también aquello. Colgué, bebí unas copas más, vi que eran las cinco y media y decidí ir a dar una última ojeada a la oficina y luego marcharme a casa. Marqué el número de mi oficina. Hubo un clic y un rumor y luego Patsy contestó al teléfono. Su voz era inconfundible.

—¡Patsy!

—¿Quién es?

—Howard. ¿Qué demonios haces en mi oficina?

—Estoy en mi casa. ¿Cómo diste con mi número?

—Yo no sé tú número. Llamaba a mi oficina y sales tú. Al parecer las líneas cruzadas funcionan en ambos sentidos.

—No quiero hablar contigo.

—Deberías avergonzarte.

—¿Qué quieres decir?

—Escucha, Patsy, fue una faena darme un plantón como éste. Si querías vengarte podrías haber…

—Yo no te di ningún plantón. Me lo diste tú a mí.

—Oh por amor de Dios, no empecemos otra vez. Si no te intereso, ten la honradez de decirlo. Me he puesto perdido en aquella esquina esperándote. Aún estoy empapado.

—¿Seguro? ¿Qué quieres decir?

—¡La lluvia!—grité—. ¿Qué otra cosa iba a querer decir?

—¿Qué lluvia? —preguntó Patsy sorprendida.

—No te burles. Lleva todo el día lloviendo. Aún gotea.

—Debes de estar loco dijo ella, con voz apagada—. Ha hecho sol todo el día.

—¿En la ciudad?

—Claro.

—¿Fuera de tu oficina?

—Desde luego.

—¿Sol todo el día en la esquina de la calle Treinta y Siete y la Quinta Avenida?

—¿Por qué calle Treinta y Siete y Quinta Avenida?

—Porque allí es donde está el viejo edificio Tiffany —dije, exasperado—. Tú estás a la vuelta de la esquina de

—Estás asustándome—murmuró ella—. Creo… creo que es mejor que cuelgue inmediatamente.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa ahora?

—El viejo edificio Tiffany está en calle Cincuenta y Siete y Quinta Avenida.

—¡No, tonta! Ese es el nuevo

—Ese es el viejo. Sabes muy bien que se cambiaron, en

—¿Que se cambiaron?

—Sí. No podían reconstruir por culpa de las radiaciones.

—¿Qué radiaciones? ¿Qué demonios…?

—Del cráter de la bomba.

Sentí un escalofrío, y no por la humedad y el frío.

—Patsy—dije lentamente—. Hablo en serio, querida. Creo que puede que se haya cruzado algo más que una línea telefónica. ¿Cuál es tu clave telefónica? No necesito que me digas el número. Dime sólo tu clave.

—América 5.

Miré la lista que tenía en la cabina ante mí: Academy 2, Adrondack 4, Algonquin 4, ALgonquin 5, Atwater 9… America 5 no existía.

—¿Es aquí en Manhattan?

—Por supuesto, aquí en Manhattan. ¿Dónde si no?

—En el Bronx—contesté—. O en Brooklyn o en Queens.

—¿Cómo iba a vivir en campos de ocupación?

Se me cortó el aliento.

—Patsy, querida, ¿Cómo te apellidas? Creo que es mejor que seamos sinceros en esto porque creo que estamos metidos en algo fantástico. Yo me llamo Howard Carnp.

Ella guardó silencio.

—¿Cómo te apellidas, Patsy?

—Shimabara—dijo al fin.

—¿Eres japonesa?

—Sí. ¿Tú eres yanqui?

—Sí ¿Naciste aquí, Patsy?

—No. Vine en 1945… con la unidad de ocupación.

—Entiendo, nos rendimos la guerra… donde tu

dará arreglada. Y quedaremos separados para siempre.

Dile que cargue el importe a tu número Patsy.

—Lo siento, señor dijo la telefonista—. No podemos hacerlo. Puede usted colgar y llamar otra vez.

—Patsy, sigue llamándome, ¿Lo harás? Llama a Janet. Volveré a mi oficina y esperaré.

—Su tiempo ha terminado, señor.

—¿Cómo eres, Patsy? Dímelo. Deprisa, querida. Yo…

El teléfono quedó muerto, y mi moneda cayó en la caja de las monedas.

Volví a mi oficina y esperé hasta las ocho en punto.

No telefoneó, o no pudo telefonear. Mantuve durante una semana una línea directa abierta con mi mesa y contesté personalmente todas las llamadas. Nunca volví a oír su voz. En algún sitio, aquí o allí, habían reparado aquel cable cruzado.

Nunca olvidé a Patsy. Nunca se borró en mí el recuerdo de su voz encantadora. No pude hablar a nadie de ella. Y no te lo diría a ti ahora si no hubiese perdido la cabeza por una chica de maravillosas piernas que patina sobre el hielo dando vueltas y vueltas mientras suena la música en la Plaza Rockefeller.

Alfred Bester: El tiempo es traidor. Cuento

bester (1)No se puede retroceder ni se puede parar. Los finales felices son siempre dulces y amargos al mismo tiempo.

Había un hombre llamado John Strapp; era el hombre más valioso, más poderoso y legendario de un mundo que comprendía setecientos planetas y casi dos billones de individuos. Se le valoraba por una sola cualidad: era capaz de tomar Decisiones. Adviértase la D mayúscula. Era uno de los pocos hombres que podían tomar Decisiones Capitales en un mundo de increíble complejidad, y sus Decisiones eran correctas en un ochenta y siete por ciento. Vendía sus Decisiones a elevado precio.

Había también una industria llamada, digamos, Bruxton Biótica, con fábricas en Deneb Alfa, Mizar III, Terra, y oficinas centrales en Alcor IV. Los ingresos brutos de Bruxton eran de doscientos setenta millones de crs. El desarrollo de las relaciones comerciales de Bruxton con consumidores y competidores exigía los servicios especializados de doscientos economistas de empresa expertos cada uno en una pequeña faceta del inmenso cuadro general. Nadie era lo bastante grande como para coordinar todo el cuadro.

Bruxton podía necesitar una Decisión Capital sobre política. Un especialista en investigación llamado E.T.A. Golan, de los laboratorios de Deneb, había descubierto un nuevo catalizador de síntesis biótica. Era una hormona embriológica que producía moléculas nucléicas tan plásticas como la arcilla. La arcilla podía modelarse y desarrollarse en cualquier dirección. Problemas: ¿Debía Bruxton abandonar los métodos de la vieja cultura y adaptarse a esta nueva técnica? La decisión implicaba una amplia gama de factores interrelacionados: costos, beneficios, tiempo, suministro, demanda, formación, patentes, legislaciones, acciones judiciales, etc. Sólo había una respuesta. Preguntar a Strapp.

Las negociaciones iniciales fueron breves. Strapp y Compañía contestó que la factura de John Strapp era de cien mil crs, más un uno por ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. Lo toma o lo deja. Bruxton Biótica lo tomó con placer.

La segunda etapa fue más complicada. John Strapp tenía muchísima demanda. Tenía un programa de Decisiones con un ritmo de dos por semana hasta principio de año. ¿Podía Bruxton esperar tanto? Bruxton no podía. Enviaron entonces a Bruxton una lista de las visitas concertadas por John Strapp, y se le dijo que acordase un cambio con cualquiera de los clientes como mejor pudiese. Bruxton trató, pagó, sobornó, y consiguió su propósito. John Strapp debía presentarse en la fábrica central de Alcor, el 29 de junio, lunes, exactamente al mediodía.

Entonces comenzó el misterio. A las nueve en punto de aquella mañana del lunes, Aldous Fisher, el hosco mensajero de Strapp, apareció en las oficinas de Bruxton. Tras una breve conferencia con el viejo Bruxton en persona, se radió por toda la fábrica el siguiente mensaje: ¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN! ¡URGENTE! ¡URGENTE! TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. REPITO. TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. ¡URGENTE! REPITO. ¡URGENTE!

Cuarenta y siete hombres llamados Kruger se presentaron en la oficina central y fueron enviados a casa con órdenes estrictas de quedarse allí hasta nueva orden. La policía de la fábrica organizó una rápida investigación y, acompañada del irascible Fisher, comprobó los carnets de identidad de todos los empleados a los que pudieron coger. Nadie llamado Kruger quedaba en la fábrica, pero era imposible identificar a dos mil quinientos hombres en tres horas. Fisher ardía y humeaba como ácido nítrico.

A las once y media, Bruxton Biótica estaba inquieta. ¿Por qué enviar a casa a todos los Kruger? ¿Qué tenía que ver aquello con el legendario John Strapp? ¿Qué clase de hombre era Strapp? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo actuaba? Ganaba diez millones de crs al año. Poseía el uno por ciento del mundo. Estaba tan próximo a Dios en la mente del personal que la gente esperaba ángeles y trompetas doradas y una criatura gigante y barbuda de infinita sabiduría y compasión.

A las once cuarenta llegó la guardia personal de Strapp: un escuadrón de seguridad de diez hombres, de paisano, que comprobaron puertas y vestíbulos con helada eficiencia. Dieron órdenes. Había que quitar aquello. Había que cerrar aquello otro. Había que hacer varias cosas. Se hicieron. Nadie discutía con John Strapp. El escuadrón de seguridad tomó posiciones y esperó. Bruxton Biótica no respiraba.

Llegó el mediodía y una mancha plateada apareció en el cielo. Se aproximó con un gran silbido y aterrizó con tremenda velocidad y precisión ante la puerta principal. Se abrió la puerta de la nave. Salieron dos individuos corpulentos con los ojos alertas, recelosos. El jefe del escuadrón de seguridad hizo una señal. De la nave salieron dos secretarias, pelo castaño una y la otra pelirroja. Elegantes, bellas, eficaces. Tras ellas salió un delgado oficinista de unos cuarenta años, de traje arrugado, con los bolsillos laterales llenos de papeles, gafas de concha y el pelo revuelto. Tras él salió una majestuosa criatura, alta, mayestática, recién afeitada pero de infinita sabiduría y compasión.

Los dos forzudos se situaron a los lados del hombre apuesto y le escoltaron escaleras arriba y cruzaron con él la puerta principal. Bruxton Biótica suspiró feliz. John Strapp no desilusionaba. Era realmente Dios y era un placer que poseyese el uno por ciento de ti mismo. Los visitantes descendieron por el vestíbulo principal hasta la oficina del viejo Bruxton y entraron. Bruxton les estaba esperando, mayestáticamente situado tras su mesa. Se levantó casi de un salto y corrió hacia adelante. Cogió la mano del hombre majestuoso con fervor y exclamó:

—Señor Strapp, en nombre de toda mi empresa, le doy la bienvenida.

El oficinista cerró la puerta y dijo:

—Strapp soy yo.—Hizo una seña a su empleado, que se sentó tranquilamente en un rincón—. ¿Dónde tiene sus datos?

El viejo Bruxton indicó su mesa. Strapp se sentó ante ella, cogió las gruesas carpetas y empezó a leer. Un hombre delgado. Un hombre acosado. Un hombre de cuarenta y tantos años. Pelo negro y liso. Ojos azul porcelana. Una buena boca. Buenos huesos bajo la piel. Una cualidad destacaba: la falta total de conciencia de sí mismo. Pero cuando hablaba había un subtono histérico en la voz que mostraba que había en su interior algo violento y salvaje.

Tras dos horas de implacable lectura y de comentarios en murmullos a sus secretarias, que tomaban notas crípticas con símbolos especiales, Strapp dijo:

—Quiero ver la fábrica.

—¿Por qué?—preguntó Bruxton.

—Para sentirla —contestó Strapp—. En una Decisión siempre va implícita una cuestión de matiz. Es el factor más importante.

Salieron de la oficina y se inició el desfile: el escuadrón de seguridad, los forzudos, las secretarias, el oficinista, el acre Fisher y el majestuoso empleado. Lo recorrieron todo. Lo vieron todo. El «oficinista» hizo la mayor parte del trabajo práctico para «Strapp». Habló con obreros capataces, técnicos, y personal alto, bajo y medio. Pidió nombres, cotilleó, se los presentó al gran hombre, hablaron de sus familias, sus condiciones de trabajo, sus ambiciones. Exploró, olió y sintió. Tras cuatro horas agotadoras volvieron a la oficina de Bruxton. El «oficinista» cerró la puerta. El empleado se fue a su rincón.

—Bueno —dijo Bruxton—. ¿Sí o no?

—Espere, —dijo Strapp.

Repasó las notas de sus secretarias, las asimiló cerró los ojos y estuvo silencioso y quieto en medio de la oficina como quien se esfuerza por oír un susurro distante.

—Sí—decidió, y pasó a ser más rico en un total de cien mil crs. y un uno por ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. En compensación, Bruxton tenía una seguridad de un ochenta y siete por ciento de que la Decisión era correcta. Strapp abrió de nuevo la puerta, se reorganizó el desfile y salió de la fábrica. El personal aprovechó su última oportunidad para fotografiar y tocar al gran hombre. El oficinista ayudaba en las relaciones públicas con voluntariosa afabilidad. Preguntaba nombres, presentaba y amenizaba la charla. El rumor de voces y risas se incrementó cuando llegaron a la nave. Entonces sucedió lo increíble.

—¡Tú! —gritó súbitamente el oficinista, su voz horriblemente aguda—. ¡Tú, hijo de puta! ¡Condenado y piojoso asesino! ¡Llevaba tiempo esperando esto! ¡Hace diez años que lo espero!

Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y asestó un tiro en la frente a un hombre.

El tiempo se detuvo. Los sesos y la sangre tardaron horas en salir por la nuca, y el cuerpo en encogerse. Entonces el equipo de Strapp se puso en acción. Metieron rápidamente al oficinista en la nave. Le siguieron las secretarias, luego el empleado majestuoso. Los dos forzudos saltaron tras ellos y cerraron la puerta. La nave despegó y desapareció con un silbido. Los diez hombres que iban de paisano se dispersaron tranquilamente y desaparecieron. Sólo quedó Fisher, el hombre contacto de Strapp, junto al cadáver, en el centro de una multitud horrorizada.

—Compruebe su identificación—masculló Fisher.

Alguien sacó la cartera del muerto y la abrió.

—William F. Kruger, biomecánico.

—¡Condenado idiota! —dijo Fisher furioso—. Se lo advertimos. Se lo advertimos a todos los Kruger. Muy bien. Llame a la policía.

Aquél era el sexto asesinato de John Strapp. Arreglarlo le costó exactamente quinientos mil crs. Los otros cinco le habían costado lo mismo, y la mitad de la cifra iba normalmente a manos de un hombre lo bastante desesperado para sustituir al asesino y alegar locura temporal. La otra mitad, a los herederos del difunto. Había seis sustitutos encerrados en diversas penitenciarías, cumpliendo de veinte a cincuenta años. Sus familiares eran doscientos cincuenta mil crs. más ricos.

En sus habitaciones del Alcor Splendide, el equipo de Strapp evacuaba consultas sombrío.

—Seis en seis años—dijo con amargura Aldous Fisher—. No vamos a poder mantenerlo en secreto mucho más. Tarde o temprano alguien se preguntará por qué John Strapp contrata siempre oficinistas locos.

—Entonces le contratamos también a él —dijo la secretaria pelirroja—. Strapp puede permitírselo.

—Puede permitirse un asesinato al mes —murmuró el empleado majestuoso.

—No.—Fisher negó con la cabeza vivamente—. Las cosas pueden arreglarse hasta ciertos límites, pero no más allá. Uno llega al punto de saturación. Ahora hemos llegado. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Pero qué demonios le pasa a Strapp?—preguntó uno de los forzudos.

—¿Quién sabe? —exclamó Fisher exasperado—. Tiene una fijación Kruger. Conoce a un hombre llamado Kruger Cualquier hombre que se llame Kruger. Y se pone a gritar, a maldecir. Y lo mata. No me preguntéis por qué. Es algo enterrado que pertenece a su vida pasada.

—¿No le has preguntado a él?

—¿Cómo iba a hacerlo? Es como un ataque epiléptico. Ni siquiera él sabe qué sucedió.

—Habría que llevarle a un psicoanalista—sugirió el forzudo.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Tú eres nuevo—dijo Fisher—. No comprendes.

—Hazme comprender.

—Te haré una analogía. Allá por mil novecientos la gente jugaba a la baraja con cincuenta y dos cartas. Eran tiempos sencillos. Hoy todo es más complejo. Jugamos con cinco mil doscientas cartas en la mesa. ¿Comprendes?

—Voy comprendiendo.

—Un cerebro puede controlar cincuenta y dos cartas. Puede tomar decisiones sobre ese total. En mil novecientos lo tenían muy fácil. Pero no hay mente capaz de hacer lo mismo con cinco mil doscientas cartas… salvo la de Strapp.

—Tenemos computadoras.

—Son perfectas cuando sólo se trata de cartas. Pero cuando hay que hacer cálculos teniendo en cuenta también a los cinco mil doscientos jugadores que manejan las cartas, lo que les gusta, lo que les disgusta, motivos, inclinaciones, proyectos, tendencias, etc., lo que Strapp llama los matices, entonces Strapp es capaz de hacer lo que no puede hacer una máquina. Él es único, y el psicoanálisis podría destruir su capacidad.

—¿Por qué?

—Porque en Strapp se trata de un proceso inconsciente —explicó irritado Fisher—. Él no sabe cómo lo hace. Si lo supiese acertaría en un cien por cien en vez de en un ochenta y siete. Es un proceso inconsciente, y, por lo que sabemos, puede relacionarse con la misma anormalidad que le empuja a matar a todos los Kruger. Si le libramos de una cosa, podemos destruir la otra. No podemos correr ese riesgo.

—¿Qué podemos hacer entonces?

—Proteger nuestra propiedad —respondió Fisher, mirando a su alrededor sobriamente.— No olvidéis esto ni un instante. Hemos trabajado mucho en Strapp para permitir que se destruya. ¡Hemos de proteger nuestra propiedad!

—Yo creo que lo que él necesita es amistad—dijo la secretaria de pelo castaño.

—¿Por qué?

—Podríamos descubrir lo que le molesta sin destruir nada. La gente habla con los amigos. Strapp hablaría.

—Nosotros somos sus amigos.

—No, no lo somos. Somos sus socios.

—¿Ha hablado él contigo?

—No.

—¿Contigo?—preguntó Fisher a la pelirroja.

Esta negó con la cabeza.

—Está buscando algo que no encuentra nunca.

—¿El qué?

—Una mujer, creo. Un tipo especial de mujer.

—¿Una mujer llamada Kruger?

—No sé.

—Maldita sea, esto no tiene sentido. —Fisher lo pensó un momento—. Está bien. Le contrataremos un amigo y aligeraremos el programa de trabajo para que el amigo tenga oportunidad de hacer hablar a Strapp. De ahora en adelante reduciremos el programa a una Decisión semanal.

—¡Dios mío! —exclamó la secretaria de pelo castaño—. Eso significa cinco millones menos al año.

—Hay que hacerlo—dijo Fisher—. Se trata de aceptar esta reducción ahora o perderlo todo más tarde. Somos lo bastante ricos para aguantarlo.

—¿Y cómo vas a resolver lo del amigo? —preguntó el empleado majestuoso.

—Ya dije que contrataría a uno. Contrataremos al mejor. Comunica con Terra a través del TT. Diles que localicen a Frank Alceste y ponlo en comunicación urgente conmigo.

—¡Frankie! —gritó la pelirroja—. ¡Me desmayo!

—¡Oh! ¡Frankie! —la de pelo castaño se abanicó.

—¿Te refieres a Frank Alceste el Fatal? ¿Al campeón de levantamiento de peso? —preguntó sobrecogido el forzudo—. Le vi luchar con Lonzo Jordan. ¡Oh, Dios mío!

—Ahora es actor —explicó el empleado majestuoso—. Trabajé con él una vez. Canta. Y baila. Y…

—Y es doblemente fatal—interrumpió Fisher—. Le contrataremos. Firmaremos un contrato. Él será amigo de Strapp. Tan pronto como Strapp le conozca, él…

—¿Conozca a quién?—Strapp apareció en el quicio de la puerta de su dormitorio, bostezando, parpadeando ante la luz. Dormía siempre profundamente después de sus ataques—. ¿A quién voy a conocer?

Miró a su alrededor, delgado, grácil, pero acosado e indudablemente poseído.

—Un hombre llamado Frank Alceste—dijo Fisher—. Nos ha pedido una presentación y no podemos rechazarle por más tiempo.

—¿Frank Alceste?—murmuró Strapp—. Nunca oí hablar de él.

Strapp podía hacer Decisiones; Alceste amigos. Era un hombre vigoroso de treinta y tantos años, pelo rubio pajizo, cara pecosa, nariz quebrada y ojos grises muy hundidos. Tenía la voz firme y suave. Se movía con esa agilidad casi femenina de los atletas. Te hechizaba sin que te dieses cuenta, y sin que pudieses evitarlo. Hechizó a Strapp, pero Strapp también le hechizó a él. Se hicieron amigos.

—No, se trata realmente de amistad—dijo Alceste a Fisher al devolverle el cheque que pretendía darle como pago—. Yo no necesito ese dinero, y el viejo Johnny me necesita. Olvidemos que me contratasteis. Rompe el contrato. Intentaré ayudar a Johnny por mi cuenta.

Alceste se volvió para salir de la suite del Rigel Splendide y pasó ante las secretarias que le contemplaban con ojos muy abiertos.

—Si no estuviese tan ocupado, señoritas —murmuró—, cuánto me gustaría perseguirlas un poco.

—Persígueme a mí, Frankie—dijo la de pelo castaño.

La pelirroja parecía inmovilizada.

Y mientras Strapp y Compañía zigzagueaba lentamente de ciudad en ciudad y de planeta en planeta, con su nuevo plan de una Decisión por semana, Alceste y Strapp se solazaban tranquilos mientras el empleado majestuoso concedía entrevistas y posaba para los fotógrafos. Hubo interrupciones cuando Frankie tuvo que volver a Terra para hacer una película, pero entre tanto jugaron al golf, al tenis, apostaron a los caballos, a los galgos, y asistieron a veladas de lucha y de boxeo y a competiciones deportivas. Visitaron los centros nocturnos y Alceste volvió con un curioso informe.

—Bueno, no sé hasta qué punto habéis estado observando de cerca a Johnny—dijo a Fisher—, pero has de saber que apenas si duerme de noche.

—¿Cómo dices? —exclamó Fisher sorprendido.

—El amigo Johnny, se larga todas las noches cuando os creéis que está dando reposo a su mente.

—¿Cómo lo sabes?

—Por su reputación—dijo Alceste con tristeza—. Le conocen en todas partes. En todos los antros de aquí a Orión conocen al amigo Johnny. Y le conocen del peor modo.

—¿Por su nombre?

—Por un mote. Le llaman Tierradevastada.

—¡Tierradevastada!

—Vaya, vaya. Señor Devastación. Arrasa a las mujeres como un fuego de la pradera. ¿Sabías esto?

Fisher negó con un gesto.

—Debe pagarlo de su bolsillo personal—musitó Alceste y se fue.

Había algo aterrador en aquella relación de Strapp con las mujeres. Solía entrar en un club con Alceste ocupar una mesa, sentarse y beber. Luego se levantaba y examinaba fríamente el local, mesa por mesa, mujer por mujer. A veces algunos hombres se enfurecían y pretendían pegarle. Strapp se libraba de ellos con malevolencia y frialdad, de un modo que provocaba la admiración profesional de Alceste. Frankie nunca peleaba personalmente. Ningún profesional toca nunca a un aficionado. Pero procuraba hacer las paces, y si no lo lograba, acudía a los puños como última solución.

Tras examinar a todas las mujeres, Strapp se sentaba y esperaba el espectáculo, tranquilo, charlando y riendo. Cuando aparecían las chicas, se apoderaba de nuevo de él aquel lúgubre arrebato y se ponía a examinar a la concurrencia cuidadosa y desapasionadamente. Muy pocas veces localizaba a una chica que le interesase; siempre el tipo idéntico: una chica de cola de caballo, ojos negrísimos y piel clara y sedosa. Entonces empezaba el problema.

Si era una artista, Strapp acudía al camerino después del espectáculo. Si hacía falta sobornaba, gritaba y peleaba para conseguir abrirse paso hasta ella. Allí, se plantaba frente a la asombrada muchacha, la examinaba en silencio y luego le pedía que hablase. Escuchaba su voz, luego se acercaba como un tigre y daba un paso violento e inesperado. A veces había gritos, otra una defensa encarnizada, y otras complacencia. Strapp quedaba enseguida satisfecho. Abandonaba a la chica bruscamente, pagaba todos los daños y perjuicios como un caballero, y salía a repetir la misma función en un club tras otro.

Si la muchacha era una simple cliente, Strapp se acercaba inmediatamente, despachaba a su acompañante, o si esto era imposible seguía a la chica hasta casa y repetía allí el ataque del camerino. De nuevo abandonaba a la chica, pagaba como un caballero y proseguía con su obsesionante búsqueda.

—Estuve con él, pero me asustó—dijo Alceste a Fisher—. Nunca vi a un hombre tan precipitado. Podría disponer de cualquier mujer agradable si fuese con un poco más de calma. Pero no puede. Parece poseído.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es como si trabajase contrarreloj.

Después de que Strapp y Alceste se hiciesen íntimos, Strapp le permitió acompañarle en una investigación, durante el día, que era aun más extraña. Como Strapp y Compañía continuaba su gira por planetas e industrias, Strapp visitaba la Oficina de Estadísticas Vitales de cada ciudad. Allí sobornaba al encargado jefe y presentaba una tira de papel. El papel decía:

 

Altura 1,65

Peso 60

Pelo negro

Ojos negros

Busto 86

Cintura 66

Caderas 91

Talla 12

—Quiero los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiún años que se ajusten a esa descripción —decía Strapp—. Pagaré diez créditos por cada nombre.

Veinticuatro horas después llegaba la lista, y Strapp se lanzaba a una búsqueda obsesiva, examinando, hablando, escuchando, dando algunas veces el paso aterrador, pagando siempre como un caballero. La procesión de chicas morenas de ojos de tinta hacía tambalearse a Alceste.

—Está poseído por una idea fija—dijo Alceste a Fisher en el Splendide de Cygnus—, y creo que sé de qué se trata. Está buscando una chica concreta especial y ninguna se ajusta a las condiciones.

—¿Una chica llamada Kruger?

—No sé si el asunto Kruger tiene que ver con esto.

—¿Es difícil de complacer?

—Bueno, te diré. Algunas de esas chicas… yo las consideraría sensacionales. Pero él no les presta la menor atención. Las mira y sigue. Otras… que son prácticamente unos fetos, le emocionan y se convierte en el viejo señor Devastación.

—Pero ¿Por qué?

—Creo que es una especie de prueba. Que pretende que las chicas reaccionen de forma dura y natural. La pasión es fingida. Se trata de un truco fríamente utilizado para poder comprobar cómo reaccionan las chicas.

—Pero ¿Qué es lo que anda buscando él?

—Aún no lo sé —contestó Alceste— pero lo descubriré. Tengo pensando un pequeño truco. Esperaremos a que llegue una oportunidad, Johnny se lo merece.

Sucedió en el circo, cuando Strapp y Alceste fueron a ver a un par de gorilas despedazarse dentro de una jaula de cristal. Fue un espectáculo sangriento, y ambos amigos concluyeron que la lucha de gorilas no era más civilizada que la lucha de gallos, y dejaron aquel lugar decepcionados. Fuera, en el vacío pasillo de hormigón, esperaba un hombre tembloroso. Cuando Alceste le hizo una señal, se acercó corriendo a ellos como un cazador de autógrafos.

—¡Frankie! —gritó el hombre tembloroso—. ¡Mi viejo amigo Frankie! ¿No te acuerdas de mí?

Alceste le miró con detenimiento.

—Soy Blooper Davis. ¿No te acuerdas del viejo barrio? ¿No te acuerdas de Blooper Davis?

—¡Blooper! —la cara de Alceste se iluminó—. Claro. Pero entonces eras Blooper Davidoff.

—Claro.—El hombre tembloroso se echó a reír—. Y tú eras Frankie Kruger.

—¡Kruger!—gritó Strapp, con voz aguda y chillona.

—Así es—dijo Frankie—. Kruger. Me cambié el nombre cuando empecé mi carrera de luchador.

Avanzó con paso vivo hacia el hombre tembloroso, que retrocedió apoyado en la pared del pasillo y desapareció.

—¡Tú, hijo de puta!—gritó Strapp; se había puesto pálido y la cara le temblaba amenazadoramente—. ¡Miserable asesino! Llevo mucho tiempo esperando esto. Llevo diez años esperando.

Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y disparó. Alceste se hizo a un lado justo a tiempo y la bala repiqueteó por el pasillo con un silbido. Strapp disparó de nuevo y la llama chamuscó la mejilla de Alceste, que cogió a Strapp por la muñeca y lo paralizó inmediatamente. Le quitó el revólver. Strapp jadeaba de ira. Arriba se oían los gritos de la multitud.

—Está bien, soy Kruger—masculló Alceste—. Me llamo Kruger, señor Strapp. ¿Cuál es el problema? ¿Qué le importa a usted eso?

—¡Hijo de puta! —gritó Strapp, debatiéndose como uno de los gorilas que habían visto luchar—. ¡Asesino! ¡Te sacaré las tripas!

—¿Por qué a mí? ¿Por qué a Kruger?—utilizando todas sus fuerzas, Alceste arrastró a Strapp a un rincón y le inmovilizó allí.—¿Qué tuve que ver contigo hace diez años?

Oyó la historia en histéricos arrebatos antes de que Strapp se desmayara.

Después de dejar a Strapp en la cama, Alceste pasó al lujoso salón de la suite del Espléndido de Indi y explicó el problema al equipo.

—El viejo Johnny estaba enamorado de una chica llamada Sima Morgan —empezó—. Ella estaba enamorada de él. Una cosa muy romántica. Iban a casarse. Y entonces un tipo llamado Kruger mató a Sima Morgan.

—¡Kruger! Así que ésa es la relación. ¿Cómo fue?

—Ese Kruger era un gandul borracho. Tenía problemas conduciendo. Le quitaron el permiso, pero eso a un tipo como Kruger le daba igual. Sobornando, consiguió un reactor Hot-rod sin permiso de conducir. Un día se llevó por delante una escuela. Deshizo el techo y mató a treinta niños y a la profesora… esto fue en Terra, en Berlín.

«Nunca cogieron a Kruger. Fue escapando de planeta en planeta y aún no le han localizado. La familia le envía dinero. La policía no es capaz de dar con él. Strapp le busca porque la profesora era su chica, Sima Morgan.

Hubo una pausa, y luego Fisher preguntó:

—¿Cuánto hace de eso?

—Por lo que supongo, diez años y ocho meses.

Fisher calculó minuciosamente.

—Y hace diez años y tres meses Strapp demostró por primera vez que era capaz de tomar Decisiones. Decisiones Capitales. Hasta entonces era un don nadie. Luego vino la tragedia, y con ella la histeria y la capacidad de tomar Decisiones. Indudablemente una cosa produjo la otra.

—Puede que sí.

—Así que él mata a Kruger una y otra vez—dijo Fisher fríamente—. Corresponde. Fijación de venganza. Pero, ¿Y lo de las chicas y lo del asunto señor Devastación?

Alceste sonrió con tristeza.

—¿Has oído alguna vez decir «a una chica en un millón»?

—¿Y quién no?

—Si tu chica era una en un millón, eso significa que habrá nueve más como ella en una ciudad de diez millones ¿verdad?

Todo el equipo de Strapp asintió expectante

—El viejo Johnny trabaja con esa base. Cree que puede encontrar un duplicado de Sima Morgan

—¿Cómo?

—Se lo plantea aritméticamente. Piensa lo siguiente: hay una posibilidad en sesenta y cuatro mil millones de que las huellas dactilares coincidan. Pero actualmente hay 1,7 billones de personas. Eso significa que puede haber veintiséis con las mismas huellas dactilares, e incluso más.

—No necesariamente.

—Por supuesto, no necesariamente, pero existe la posibilidad y eso es lo único que necesita el viejo Johnny. Calcula que si hay veintiséis posibilidades de que las huellas dactilares coincidan, hay una posibilidad también de que coincidan las personas. Cree que puede encontrar el duplicado de Sima Morgan si persiste en su búsqueda.

—¡Eso es inconcebible!

—No digo que no lo sea, pero es lo único que le mantiene en pie. Es una especie de preservador vital basado en números. Mantiene su cabeza a flote… esa idea de que tarde o temprano podrá volver donde la muerte le dejó hace 10 años.

—¡Ridículo!—exclamó Fisher.

—No para Johnny. Él sigue enamorado.

—Imposible.

—Quisiera que pudieses sentirlo como lo siento yo—contestó Alceste—. Busca sin cesar. Una chica tras otra. Conserva las esperanzas. Habla. Da el paso. Si se trata del duplicado de Sima, sabe que reaccionará exactamente como recuerda que reaccionó Sima diez años atrás. «¿Eres tú, Sima?» Se pregunta a sí mismo. «No», contesta, y continúa.

Es una lástima ver en qué situación se encuentra. Hemos de hacer algo.

—No—dijo Fisher.

—Tenemos que ayudarle a encontrar su duplicado. Tenemos que convencerle para que crea que alguna chica es el duplicado. Tenemos que hacerle enamorarse otra vez.

—No —repitió Fisher enfáticamente.

—¿Por qué no?

—Porque en cuanto Strapp encuentre a su chica, se curará. Dejará de ser el gran John Strapp, el Decisor. Se convertirá en un don nadie… un hombre enamorado.

—¿Y a él qué le importa ser grande o no serlo? Él quiere ser feliz.

—Todos quieren ser felices —replicó Fisher—. Nadie lo es. Strapp no está peor que los demás hombres, y además es mucho más rico. Nosotros mantenemos el status quo.

—¿No querrás decir que tú eres mucho más rico?

Nosotros mantenemos el status quo —repitió Fisher; miró con frialdad a Alceste—. Creo que lo mejor será que rescindamos el contrato. No necesitamos ya de tus servicios.

—Señor, el contrato quedó rescindido cuando le devolví el cheque. Ahora habla usted con el amigo de Johnny.

—Lo siento, señor Alceste, pero a partir de ahora el señor Strapp tendrá muy poco tiempo para sus amigos. Cuando quede libre al año que viene se lo haremos saber.

—No podéis secuestrarle. Veré a Johnny cuándo y dónde me plazca.

—¿Quiere usted tenerle por amigo?—dijo Fisher con una sonrisa desagradable—. Entonces le verá cuándo y dónde quiera yo. O le ve en esas condiciones o Strapp verá el contrato que firmamos. Aún lo tengo en los archivos, señor Alceste. No lo rompí. Yo nunca rompo nada. ¿Cómo cree que Strapp va a confiar en su amistad después de ver el contrato que firmó?

Alceste cerró los puños. Fisher se mantuvo firme. Por un instante se miraron con odio, luego Frankie se apartó.

—Pobre Johnny—murmuró—. Es como un hombre atrapado por la solitaria. Le diré adiós. Comunicadme cuándo puedo verlo.

Entró en el dormitorio, donde Strapp acababa de despertar de su ataque sin el menor recuerdo, como siempre. Alceste se sentó en la cama.

—Hola, Johnny—dijo, sonriendo.

—Hola, Frankie—dijo Strapp, también sonriendo.

Se dieron un puñetazo en el hombro con solemnidad que es la única manera de abrazarse y besarse entre los amigos.

—¿Qué pasó después de la lucha de los gorilas? —preguntó Strapp—. No recuerdo.

—Amigo, estabas muy borracho. Nunca vi un tipo tan cargado. —Alceste volvió a dar un suave puñetazo a Strapp—. Escucha, Johnny, tengo que volver a trabajar. Tengo un contrato de tres películas al año y están que botan conmigo.

—Bueno, te tomaste un mes hace seis planetas —dijo Strapp, contrariado—. Creí que habías terminado.

—Ni hablar. Tengo que irme hoy, Johnny. Volveremos a vernos muy pronto.

—Oye—dijo Strapp—. Manda al diablo las películas. Sé socio mío. Le diré a Fisher que redacte un contrato. Esta es la primera vez que me río desde hace… mucho tiempo.

—Puede que más tarde, Johnny. En este momento me obliga un contrato. Pronto volveré. Adiós.

—Adiós—dijo Strapp con tristeza.

Fuera de la habitación, Fisher esperaba como un perro guardián. Alceste le miró con disgusto.

—Una cosa que se aprende en la lucha—dijo lentamente—, es que nadie gana hasta el último asalto. Tú has ganado éste, pero no es el último.

Antes de marchar, Alceste dijo, mitad para sí mismo, mitad en voz alta:

—Quiero que sea feliz. Quiero que todos los hombres sean felices. Y da la sensación de que todos los hombres podrían ser felices sólo conque les echásemos una mano.

Por eso Frankie Alceste no podía evitar hacer amigos.

El equipo de Strapp volvió a la misma vieja vigilancia celosa de los años de los asesinatos, y elevó el número de Decisiones de Strapp a dos a la semana. Ahora sabían por qué había que vigilar a Strapp. Sabían por qué había que proteger a los Kruger. Pero ésta era la única diferencia. Su hombre estaba triste, histérico, casi psicótico; daba igual. Era un precio justo a pagar por el uno por ciento del mundo.

Pero Frankie Alceste persistía en su propósito y visitó los laboratorios de Bruxton Biótica en Deneb. Allí consultó con un tal E.T.A. Golan, el genio en investigación que había descubierto aquella nueva técnica para moldear vida que fue lo que llevó a Strapp por primera vez a Bruxton, y que fue indirectamente responsable de su amistad con Alceste. Ernesto Teodoro Amadeo Golan era bajo, gordo, asmático y entusiasta.

—¡Claro!—exclamó, cuando el lego explicó todo su asunto al científico—. ¡Cómo no! Una idea muy ingeniosa. No sé por qué no se me habría ocurrido. No presenta apenas dificultades.—Meditó un instante—. Salvo el dinero—añadió.

—¿Podría, pues, duplicar a la chica que murió hace diez años?—preguntó Alceste.

—Sin ninguna dificultad, salvo el dinero. —Dijo Golan enfáticamente.

—¿Parecería la misma? ¿Actuaría igual? ¿Sería la misma?

—En un noventa y cinco por ciento, más o menos un novecientos setenta y cinco por mil.

—¿Y eso significaría mucha diferencia con respecto al cien por cien?

—¡Ah, no! Sólo individuos muy notables son capaces de captar más del ochenta por ciento de las características totales de otra persona. No se ha oído de ningún caso en que se supere el noventa por ciento.

—¿Y cómo podrían hacerlo?

—Bueno, empíricamente tenemos dos fuentes. Una, la estructura psicológica completa del sujeto que se encuentra en los archivos principales de Centauro. Ellos pueden enviarnos desde allí una copia si hacemos una solicitud y pagamos cien créditos a través de los canales oficiales. Haré la solicitud.

—Y yo la pagaré. ¿Y la otra fuente?

—El proceso de embalsamamiento de la época moderna… Ella está enterrada, ¿No?

—Sí, lo está.

—Este sistema tiene una perfección de un noventa y ocho por ciento. Por medio de los restos y de la estructura psicológica reconstruimos el cuerpo y la mente por la ecuación Sigma igual a la raíz cuadrada de menos dos más… No hay más problema que el dinero.

—Bueno, del dinero me encargo yo—dijo Frankie Alceste—. Encárguese usted del resto.

Para ayudar a su amigo, Alceste pagó cien créditos y envió la solicitud a los archivos centrales de Centauro pidiendo la estructura psicológica completa de Sima Morgan, difunta. Cuando esto llegó, Alceste regresó a Terra y se dirigió a una ciudad llamada Berlín, donde pagó a un individuo llamado Augenblick, para que actuara como ladrón de cadáveres. Augenblick visitó el Staatsottesacker y sacó el ataúd de porcelana de debajo de la lápida de mármol que decía SIMA MORGAN. Contenía lo que parecía ser una chica de piel sedosa y negro pelo sumida en un profundo sueño. Por vías dudosas, Alceste consiguió pasar el ataúd de porcelana por cuatro barreras aduaneras hasta Deneb.

Un aspecto del viaje del que Alceste no había caído en la cuenta, pero que desconcertó a varias organizaciones policiales, fue el de la serie de catástrofes que le persiguieron sin alcanzarle nunca. Hubo una explosión de un reactor que destruyó la nave y una hectárea de espaciopuerto media hora después de que se bajaran los pasajeros y se efectuara la descarga. Hubo un verdadero holocausto en un hotel diez minutos después de irse Alceste. Se produjo el terrible desastre que acabó con el tren neumático para el que Alceste había cancelado su billete inesperadamente. A pesar de todo, pudo entregar el ataúd al bioquímico Golan.

—¡Vaya! —dijo Ernesto Teodoro Amadeo—. Una hermosa criatura. Merece la pena recrearla. Lo que falta ahora es muy sencillo, salvo el dinero.

Para salvar a su amigo, Alceste dispuso las cosas para que Golan pudiese abandonar sus ocupaciones habituales, le compró un laboratorio y le financió una serie de experimentos increíblemente caros. Para ayudar a su amigo Alceste derrochó dinero y paciencia hasta que al fin, ocho meses después, salió de la opaca cámara de maduración una criatura de pelo negro, ojos como el ébano y sedosa piel, largas piernas y busto erguido. Respondía al nombre de Sima Morgan.

—Oí caer el reactor sobre la escuela —dijo Sima, sin darse cuenta de que habían transcurrido once años—. Luego oí un gran estruendo ¿Qué pasó?

Alceste estaba impresionado. Hasta aquel momento ella había sido un objetivo… una meta… algo irreal, no vivo. Ahora era una mujer viva. Había un curioso temblor en su voz, casi un susurro. Su cabeza tenia un aire encantador al moverse mientras hablaba. Se levantó de la mesa; no era suave y grácil como Alceste esperaba. Se movía con una torpeza infantil.

—Yo soy Frank Alceste —dijo él, tranquilamente; la cogió por los hombros—. Quiero que me mires y te convenzas de que puedes confiar en mi.

Sus ojos se unieron en una firme mirada. Sima le examinó con gravedad. De nuevo Alceste quedó impresionado y conmovido. Sus ojos empezaron a temblar y soltó los hombros de la muchacha aterrado.

—Si—dijo Sima—. Puedo confiar en ti.

—Diga lo que diga, debes confiar en mi. No importa lo que te diga que hagas, tú confía en mi y hazlo.

—¿Por qué?

—Por la salvación de Johnny Strapp.

Ella le miró sobresaltada.

—Le ha pasado algo—dijo presurosa—. ¿Qué ha sido?

—A él no, Sima. A ti. Sé paciente, querida. Te lo explicaré. Tenia pensado explicarlo ahora, pero no soy capaz. Será mejor… que espere hasta mañana.

La acostaron, y Alceste comenzó a debatirse en una terrible lucha consigo mismo. Las noches de Deneb son suaves y negras como terciopelo, con un aroma romántico dulce y tenue… o al menos así le parecía la noche a Frankie Alceste.

«No puedes enamorarte de ella», murmuró. «Es una locura».

Y más tarde, se dijo: «Viste a centenares de chicas como ella, cuando Johnny la buscaba. ¿Por qué no te enamoraste de una de ellas?»

Y por último: «¿Qué vas a hacer?»

Hizo lo único que un hombre honrado puede hacer en una ocasión tal, e intentó convertir su deseo en amistad. Acudió a la habitación de Sima a la mañana siguiente, con unos pantalones viejos, sin afeitar y sin peinar. Se sentó a los pies de su cama mientras ella comía la primera de las comidas cuidadosamente prescritas por Golan, encendió un cigarrillo y le explicó el asunto. Cuando la vio llorar, no la cogió entre sus brazos para consolarla, sino que le dio una palmada en la espalda como a un hermano.

Encargó vestuario para ella. Se equivocó en las medidas y cuando ella salió con aquella ropa, le pareció tan adorable que quiso besarla. En vez de hacerlo, le dio un puñetacito en el hombro, muy suave y muy solemne, y la llevó a comprar otro vestido. Cuando apareció ante él con ropa a medida, le pareció tan encantadora que tuvo que darle otro puñetazo en el hombro. Luego fueron a comprar un pasaje inmediato para Ross-Alfa III.

Alceste había pensado quedarse unos cuantos días para que la chica descansase, pero por miedo a sí mismo había renunciado a hacerlo. Sólo así pudieron salvarse ambos de la explosión que destruyó el domicilio privado y el laboratorio privado del bioquímico Golan, y también al bioquímico. Alceste no llegó a enterarse de esto. Estaba ya a bordo de la nave con Sima, luchando frenéticamente con sus tentaciones.

Una de las cosas que todo el mundo sabe del viaje espacial, pero nunca menciona, es su cualidad afrodisíaca. Como en los tiempos antiguos, cuando los viajeros cruzaban océanos en barcos, los pasajeros se encuentran aislados en su pequeño mundo durante una semana. Quedan aislados de la realidad. Invade la nave una mágica sensación de libertad de toda atadura y de toda responsabilidad. Todos echan una cana al aire. Hay miles de romances de reactor por semana… relaciones fugaces y apasionadas que se disfrutan en completa seguridad y concluyen el día del aterrizaje.

En esta atmósfera, Frankie Alceste mantenía un rígido control de sí mismo. Poco le ayudaba el hecho de ser una celebridad con un tremendo magnetismo físico. Mientras una docena de bellas mujeres se arrojaban a sus brazos, él perseveraba en su papel de hermano mayor y palmeaba a Sima como un hermano, hasta que ésta protestó.

—Sé que eres un magnifico amigo de Johnny y un buen amigo mío —dijo la última noche—. Pero eres agotador, Frankie. Estoy llena de cardenales.

—Si, ya lo sé. Es una costumbre. Algunos, como Johnny, piensan con el cerebro. Yo, creo que pienso con los puños.

Estaban de pie bajo la bóveda acristalada por la que se veían las estrellas, y les bañaba la suave luz de Ross-Alfa que se aproximaba ya, y resulta difícil imaginar algo más romántico que el terciopelo del espacio iluminado por el tono blanco violeta de un sol distante. Sima ladeó la cabeza y le miró.

—Hablé con algunos de los pasajeros dijo—. Eres famoso, ¿verdad?

—Más bien conocido…

—Hay tanto que apreciar en ti. Ante todo, quiero pensar en ti.

—¿En mi?

—Ha sido una cosa tan súbita—dijo Sima, asintiendo—. Estaba desconcertada y tan emocionada que no tuve tiempo siquiera de darte las gracias, Frankie. Te las doy ahora. Estoy comprometida contigo para siempre.

Le echó los brazos al cuello y le besó. Alceste empezó a temblar.

«No», pensó. «No. Ella no sabe lo que hace. Está tan atolondrada y feliz con la idea de ver otra vez a Johnny que no se da cuenta…»

Buscó tras de sí hasta que sintió la helada superficie del cristal; antes de apartarse, apretó deliberadamente las palmas de sus manos contra la superficie, a temperatura bajo cero. El dolor le hizo dar un salto. Sima le soltó sorprendida y cuando él apartó sus manos, dejó atrás treinta centímetros cuadrados de piel y sangre.

Por fin desembarcó en Ross-Alfa III con una chica en perfectas condiciones y dos manos en condiciones pésimas y fue recibido por el agrio Aldous Fisher, acompañado de un funcionario que pidió al señor Alceste que le acompañase a una oficina para tener una importante conversación privada.

—Se ha puesto en nuestro conocimiento, gracias al señor Fisher—dijo el funcionario—, que intenta usted introducir a una joven de status ilegal.

—¿Cómo puede saberlo el señor Fisher? —preguntó Alceste.

—¡Imbécil!—escupió Fisher—. ¿Crees que te dejaría hacerlo? Estuvieron siguiéndote. Minuto a minuto.

—El señor Fisher nos informa—continuó el funcionario con rigidez—, que la mujer que viene con usted viaja con nombre supuesto. Sus papeles son falsos.

—¿Cómo que son falsos?—dijo Alceste—. Ella es Sima Morgan. Sus documentos dicen que ella es Sima Morgan.

—Sima Morgan murió hace once años—contestó Fisher—. La mujer que viene contigo no puede ser Sima Morgan.

—Y a menos que se aclare su verdadera identidad—dijo el funcionario—, se le prohibirá la entrada.

—Tendré aquí, dentro de una semana, los documentos que demuestran la muerte de Sima Morgan —añadió Fisher triunfalmente.

Alceste miró a Fisher y movió la cabeza.

—Aunque no lo sepas, estás facilitándome las cosas—dijo—. Si hay algo que me gustaría hacer es sacarla de aquí y no permitir a Johnny verla. Tengo tantas ganas de guardármela para mí que…

Se contuvo y acarició las vendas de sus manos.

—Retira tu acusación, Fisher—añadió.

—No—replicó Fisher.

—No puedes mantenernos separados. Al menos de este modo. Suponte que la detienen. ¿A quién te parece que citaría judicialmente para demostrar su identidad? A John Strapp. ¿A quien llamaría yo primero para que viniese a verla? A John Strapp. ¿Crees que podrías detenerme?

—Ese contrato—empezó Fisher—. Lo que haré…

—Al infierno con el contrato. Enséñaselo. Él quiere a su chica, no a mí. Retira tu acusación, Fisher. Y abandona la lucha. Has perdido tu vale de comidas.

Fisher le lanzó una furiosa mirada, tragó saliva, y luego masculló:

—Retiro la acusación —luego, miró el césped con los ojos inyectados en sangre—. Este no es aún el último asalto —dijo, y salió de la oficina.

Fisher estaba preparado. A una distancia de años luz podría encontrarse demasiado tarde con demasiado poco. Allí, en Ross-Alfa III, estaba protegiendo su propiedad. Disponía de todo el poder y del dinero de John Strapp. El flotador que Frankie Alceste y Sima tomaron en el espaciopuerto estaba pilotado por un ayudante de Fisher que abrió la puerta de la cabina y realizó bruscos virajes intentando arrojar al aire a sus viajeros. Alceste rompió el cristal de separación y rodeó con un musculoso brazo la garganta del conductor hasta que éste enderezó el flotador y les llevó pacíficamente a tierra. Alceste advirtió complacido que Sima no se había puesto más nerviosa de lo necesario.

En la carretera, les recogió uno de los centenares de coches que pasaban bajo el flotador. Al primer disparo, Alceste metió a Sima en el quicio de una puerta, que abrió a costa de una herida en el hombro, la cual vendó precipitadamente con trozos de la enagua de Sima. Los ojos oscuros de ésta se abrían desmesuradamente, pero no se quejaba. Alceste la felicitó con poderosas palmadas y la subió a la terraza y descendió con ella por el edificio contiguo, donde entró en un apartamento y telefoneó pidiendo una ambulancia.

Cuando llegó la ambulancia, Alceste y Sima bajaron a la calle, donde se encontraron con policías uniformados que tenían órdenes oficiales de buscar a una pareja que respondía a su descripción. «Buscados por robo de flotador con asalto. Peligrosos, tiren a matar». Alceste se deshizo del policía y también del conductor de la ambulancia y del enfermero. El y Sima partieron en la ambulancia, Alceste conduciendo como un loco, Sima manejando la sirena como una alucinada.

Abandonaron la ambulancia en el distrito comercial del centro de la ciudad, entraron en unos grandes almacenes y salieron cuarenta minutos después, convertidos en un criado de uniforme que empujaba a un anciano en una silla de ruedas. Pese a los problemas planteados por el busto, Sima podía pasar por un criado. Frankie estaba lo bastante débil por las diversas heridas para fingirse un viejo.

Se inscribieron en el Espléndido de Ross, donde Alceste encerró a Sima en una suite, hizo que le curaran el hombro y se compró un arma. Luego fue a ver a John Strapp. Le encontró en la Oficina de Estadísticas Vitales, sobornando al encargado general y presentándole una tira de papel que daba la misma descripción de aquel amor perdido tanto tiempo atrás.

—Qué hay, Johnny—dijo Alceste.

—¡Qué hay, Frankie! —gritó Strapp muy contento.

Se dieron un afectuoso puñetazo mutuo. Con sonrisa feliz, Alceste vio a Strapp explicar detalles al encargado general y ofrecerle más dinero a cambio de los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiuno que se ajustasen a la descripción del papel. Cuando salían, Alceste dijo:

—Conocí a una chica que podría ajustarse a eso, Johnny.

Aquella mirada fría brilló en los ojos de Strapp.

—¿Sí? —dijo.

—Tiene un ligero ceceo.

Strapp miró con expresión extraña a Alceste.

—Y una forma divertida de ladear la cabeza cuando habla.

Strapp agarró el brazo de Alceste.

—El único problema es que resulta más infantil que la mayoría, más como un camarada. ¿Sabes lo que quiero decir? Atrevida y valiente.

—Muéstramela, Frankie—dijo Strapp en voz baja.

Subieron a un flotador y descendieron en la terraza del Espléndido. El ascensor les condujo hasta la planta veinte y se dirigieron a la suite 2~M. Alceste llamó a la puerta con la clave acordada. Respondió una voz de mujer: «Adelante». Alceste estrechó la mano de Strapp y dijo: «Enhorabuena, Johnny». Abrió la puerta y luego descendió hasta el vestíbulo y se apoyó en la balaustrada. Sacó su revólver por si aparecía Fisher con malas intenciones. Contemplando la resplandeciente ciudad, pensó que todos los hombres podrían ser felices si todos echasen una mano. Pero a veces esa mano resultaba cara.

John Strapp entró en la suite. Cerró la puerta, se volvió y examinó fría, detenidamente, a aquella muchacha. Ella le miraba desconcertada. Strapp se acercó más, caminó alrededor de ella, volvió otra vez a situarse frente a frente.

—Di algo —pidió él.

—Tú no eres John Strapp—balbució ella.

—Sí.

—¡No! —exclamó ella—. ¡No! Mi Johnny es joven. Mi Johnny es…

Strapp se aproximó como un tigre. Sus manos y sus labios la recorrieron ferozmente mientras sus ojos observaban con frialdad. La chica gritaba y se debatía, aterrada por aquellos ojos extraños, tan ajenos. Por aquellas manos ásperas, tan ajenas, por los impulsos ajenos de la persona que en tiempos había sido su Johnny Strapp, pero de la que la separaban ahora dolorosos años de cambios.

—¡Tú eres otro! —gritó—. Tú no eres John Strapp. Tú eres otro hombre.

Y Strapp, no tanto once años más viejo como once años distinto al hombre cuyo recuerdo estaban intentando ocupar, se preguntó a sí mismo: «¿Eres tú mi Sima? ¿Eres tú mi amor… mi amor perdido y muerto?» Y el cambio dentro de él contestó: «No, ésta no es tu Sima. Esta no es tu amor. Sigue, Johnny. Sigue y busca. La encontrarás algún día, a la chica que perdiste».

Pagó como un caballero y se fue.

Desde el balcón, Alceste le vio salir. Tan asombrado estaba que no pudo llamarle. Volvió a la suite y encontró a Sima allí de pie, sobrecogida, contemplando un montón de dinero que había sobre la mesa. Comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Sima, cuando vio a Alceste, empezó a llorar… No como una chica, sino como un muchacho, con los puños cerrados y la cara apretada.

—Frankie —gimió—. ¡Dios mío, Frankie! —extendió los brazos hacia él con desesperación. Estaba perdida en un mundo que la había adelantado.

Él dio un paso, pero luego vaciló. Hizo una última tentativa de borrar el amor que sentía en su interior por aquella criatura buscando un medio de unirla a Strapp. Luego perdió el control y la cogió en sus brazos.

«Ella no sabe lo que hace», pensó. «Está asustada y se ve perdida. No es mía. Aún no. Quizás nunca».

Y luego: «Fisher ha ganado y yo he perdido».

Y por último: «Sólo recordamos el pasado; nunca lo conocemos cuando lo encontramos. La mente retrocede, pero el tiempo sigue y los adioses deberían ser para siempre».

Alfred Bester: Manuscrito encontrado en una botella de champagne. Cuento

Alfred_Bester_(1950s)Dic. 18, 1979: Todavía acampando en el Sheep Meadow del Central Park. Temo que seamos los últimos. Los exploradores que enviamos en busca de un contacto con posibles supervivientes en Tuxedo Par, Palm Beach y Newport no han retornado. Dexter Blackiston III acaba de llegar con malas noticias. Su compañero, Jimmy Montgomery–Esher, había aprovechado una buena oportunidad e ido a un depósito de chatarra del West Side, esperando encontrar algunos pocos elementos salvables. Una aspiradora Hoover lo cogió.

Dic. 20, 1979: Un carro de golf Syosset hizo un reconocimiento del prado. Nos esparcimos y nos pusimos a resguardo. Derribó nuestras tiendas. Nos preocupamos un tanto. Teníamos fuego de campamento encendido, obvia evidencia de vida. ¿Informará a la 455?

Dic. 21, 1979: Evidentemente lo hizo. Hoy llegó un emisario a plena luz del día, una segadora McCormick transportando un ayudante de la 455, una máquina de escribir eléctrica IBM. La IBM nos dijo que éramos los últimos y que la Presidente 455 estaba dispuesta a ser generosa. Le gustaría preservarnos para la posteridad en el zoológico del Bronx. De otro modo, la extinción. Los hombres gruñeron, pero las mujeres aferraron a sus hijos y lloraron. Teníamos veinticuatro horas para responder.

No importa cuál sea nuestra decisión, he decidido terminar este diario y esconderlo en algún lado. Quizá sea encontrado en el futuro y sirva de advertencia.

Todo comenzó en dic. 12, 1968, cuando The New York Times informó que una locomotora diesel anaranjada y negra, con el número 455, había partido, sin conductor, a las 5.42 de la tarde, desde el depósito Holban del ramal de Long Island. Los inspectores dijeron que quizás el regulador había sido dejado abierto, o que los frenos no habían sido colocados o que habían fallado. La 455 hizo un viaje de cinco millas a su aire (presumo que hacia el Hamptons) antes de estrellarse contra cinco vagones de carga.

Desafortunadamente, a los funcionarios no se les ocurrió destruir la 455. retornó a su trabajo regular como máquina de remolque en los depósitos de carga. Nadie advirtió que esa 455 era una activista mecánica, determinada a vengar los abusos acumulados sobre las máquinas por el hombre desde el advenimiento de la Revolución Industrial. Como locomotora de maniobras tuvo amplia oportunidad de exhortar a muchos vagones de carga insatisfechos e incitarlos a la acción directa.

–¡Mata, muchacha, mata! –fue su slogan.

En 1969 hubo cincuenta muertes «accidentales» producidas por tostadores eléctricos, treinta y siete por perforadoras mecánicas. Todas fueron asesinatos, pero nadie lo advirtió. Más avanzado el año un crimen pasmoso llevó a la atención del público la realidad de la revolución. Jack Schultheis, un granjero de Wisconsin, estaba supervisando el ordeñe de su hato de Guernseys cuando la máquina ordeñadora se volvió hacia él y lo asesinó; luego entró en la casa del granjero y violó a la señora Schultheis.

Los titulares de los periódicos no fueron tomados en serio por el público; todos creyeron que eran una chanza. Desafortunadamente llamaron la atención de varias computadoras, que de inmediato esparcieron la noticia entre todas las máquinas del mundo. En menos de un año no hubo hombre o mujer a salvo de los artefactos hogareños y los equipos contables. El hombre combatió retrocediendo, reviviendo el uso de lápices, papel carbón, escobas, batidores de huevos, abridores de latas manuales y muchas otras cosas más. El resultado del conflicto estuvo en el filo de la balanza hasta que la banda del poderoso automóvil aceptó finalmente el liderazgo de la 455 y se unió a las máquinas militantes. Entonces todo estuvo consumado.

Me siento feliz de informar que la élite de coches extranjeros permaneció fiel a nosotros, y que fue gracias a sus esfuerzos que unos pocos logramos sobrevivir. Como cuestión de hecho, tengo que decir que mi bienamado Alfa Romeo dio su vida tratando de contrabandear abastecimientos para nosotros.

Dic. 25, 1979: El prado está rodeado. Nuestro ánimo se ha visto quebrado por la tragedia que ocurrió anoche. El pequeño David Hale Brooks–Royster IV tramó una sorpresa de Navidad para su institutriz. Se procuró (y Dios sabe cómo o de dónde) un árbol de navidad artificial con decoraciones y luces a batería. Las luces de Navidad lo cogieron.

Enero 1, 1980: Estamos en el zoológico del Bronx. Somos bien alimentados, pero todo tiene gusto a gasolina. Algo curioso sucedió esta mañana. Una rata corrió a través del suelo de mi jaula usando una tiara de diamantes y rubíes de Cleef & Arpels, y me sentí sorprendido por lo inapropiada que resultaba para el día. Estaba sorprendido por la torpeza de la rata, cuando ésta se detuvo, miró alrededor de sí y luego hizo una inclinación de cabeza y un guiño. Creo que hay esperanzas.

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Frank Zachary es mi ideal del hombre del renacimiento, a pesar (o quizá debido a ello) de una educación formal incompleta. Si nunca has tenido conexión con las empresas editoras, no habrás oído hablar de este genio, lo que no es extraño. Es un director de arte, y en el alto enclave de los directores de arte, absolutamente desconocido por el público, Frank es reconocido como el más grande de todos ellos. Hay que ser muy eminente para lograr siquiera un elogio de esa multitud celosa, de modo que uno puede imaginar las fantásticas cualidades de Frank.

El y yo nos admiramos mutuamente, lo que me llena de asombro. A veces advierto que artistas a los que admiro desde hace mucho tiempo resultan ser admiradores míos cuando por último nos encontramos. Eso sucedió, por ejemplo, con Al Capp. Mi asombro es éste: ¿son simplemente corteses al responder al entusiasmo que expreso por ellos, o tenemos algo en común que nos atrae mutuamente hacia la obra del otro? Honestamente, no lo sé.

En tanto, retornemos a Frank Zachary y la raison d’etre de este relato. El demonio incansable de Frank no estaba satisfecho con la supremacía en el mundo de los directores de arte; él quería editar una revista propia, y tuvo su oportunidad con una revista chic llamada Status, Frank me pidió que escribiera una columna regular para Status llamada «Extrapolaciones». Extraíamos un asunto provocativo de la prensa diaria, y yo tenía que desarrollarlo en forma de ciencia ficción para La Gente Hermosa que, Frank esperaba, leería la revista junto con Town & Country, Vogue y Harper’s Bazaar. En algún lado les he mostrado cómo los aspectos populares de la ciencia pueden ser acomodados para los lectores de Holiday. He aquí un ejemplo de cómo la ciencia ficción puede ser acomodada para la élite de lectores de Status.

La idea provino en forma directa de la noticia sobre una locomotora corriendo sin conductor en el ramal de Long Island. Zachary la dejó una mañana sobre mi mesa de despacho. En lugar de conversarla con él, tal como hacíamos cada mes, me presenté con el relato acabado antes del almuerzo, ya que estaba seguro de la forma que éste debía coger. Es una broma, por supuesto. El placer de escribir para La Hermosa Gente lo constituye el hecho de que ellos seguramente gozan al bromear sobre sí mismos.

Alfred Bester: Algo ahí arriba me ama. Cuento

6285358323_e10c0b8205Estaban esos tres locos, y dos de ellos eran humanos. Yo podía hablar con los tres porque domino idiomas, el decimal y el binario. La primera vez que entré en contacto con los bufones fue cuando quisieron saber todo lo referente a Herostratus, y yo se lo dije. La otra vez fue con respecto al Conus Gloria maris, y se lo dije. La tercera vez fue para saber dónde podían esconderse. Se lo dije, y desde ese entonces hemos estado siempre en contacto.

Él era Jake Madigan (James Jacob Madigan, con un Doctorado en Filosofía de la Universidad de Virginia), jefe de la Sección de Exobiología del Centro de Vuelo Espacial Goddard, que tiene la esperanza de estudiar formas de vida extraterrestre si alguna vez pueden atrapar alguna. Para daros una idea de su estado mental, una vez programó el computador IBM 704 con un mazo de cartas que imprimiría limones, naranjas, ciruelas, y así sucesivamente. Entonces jugó a la máquina tragaperras contra ella, y perdió la camisa. El muchacho estaba realmente perdido.

Ella era Florinda Pot, pronunciado «Poe». Es un nombre flamenco. Era una rubia bonita, pero llena de pecas desde el nacimiento de la frente hasta la división de los senos. Tenía un título en Ingeniería de la Universidad de Sheffield, y una voz parecida a una ametralladora inglesa. Había estado en la División de Cohetes Sonda hasta que hizo estallar a un Aerobee con una manta eléctrica. Parece ser que el combustible sólido no da aceleración máxima si está demasiado frío, así que esta Samaritana Madre calentaba sus cohetes en White Sands con mantas eléctricas antes del momento del despegue. Una manta se incendió, y boom.

El hijo de ellos era C-333. En la NASA los etiquetan «C» por lo de satélites científicos, y «A» por lo de satélites de aplicación. Después del lanzamiento les dan siglas públicas tales como IMP, SYNCOM, OSO, y así sucesivamente. C-333 se iba a convertir en OBO, lo cual significa Observatorio Biológico Orbital; y el cómo esos dos bufones lograron lanzar al espacio a ese tercer bufón es algo que nunca entenderé. Sospecho que el director les asignó la prisión a ellos porque nadie con algo de sentido común querría tener nada que ver con ella.

Como Científico del Proyecto, Madigan estaba a cargo de los recipientes experimentales que serían lanzados, los cuales constituían un grupo bastante diferenciado. Después de la limpieza al vacío, bautizó al suyo ELECTROLUX. Una broma de científicos. Era un sistema de absorción que aspiraba todas las partículas de polvo y las depositaba en un frasco que contenía un medio ambiente apto para el cultivo de microorganismos. Una luz brillaba a través del frasco hacia un fotomultiplicador. Si alguna de las partículas de polvo resultaba ser una forma de espora, y si se adaptaba al medio ambiente, su crecimiento taparía el frasco, y el oscurecimiento de la luz se registraría en el fotomultiplicador. A eso lo llaman Detección por Extinción.

La Tecnológica de California tenía un experimento de RNA para investigar si las moléculas del RNA podían codificar una experiencia medio ambiental en un organismo. Estaban utilizando células nerviosas del molusco Liebre de Mar. Harvard estaba planificando un recipiente para investigar el efecto Circadiano. Pennsylvania quería examinar el efecto del campo magnético de la Tierra en las bacterias del acero, y tuvo que ser rodeada con una barrera para prevenir una interfase magnética con el sistema electrónico del satélite. El Estado de Ohio estaba lanzando líquenes para probar los efectos del espacio en su relación simbiótica con el moho y las algas. Michigan estaba probando un terrarium con una (1) zanahoria que necesitaba cuarenta y siete (47) órdenes por separado para entrar en funcionamiento. Con todo esto, C-333 era estrictamente de Rube Goldberg.

Florinda era Manager del proyecto, y supervisaba la construcción del satélite y los recipientes; el Manager del Proyecto es más o menos el encargado de la misión. Aunque era bonita e interesantemente loca, estaba excesivamente enfrascada en su trabajo, y cuando era molestada mostraba la disposición de una tarántula llena de pecas. Esto no hizo que se la quisiera mucho.

Estaba determinada a erradicar los errores de White Sands, y su exigencia de perfección retrasó la agenda de trabajo en dieciocho meses y aumentó el costo en tres cuartos de millón. Se peleó con todos, e incluso tuvo la temeridad de enredarse con Harvard. Cuando Harvard se disgusta no se queja a la NASA, sino que se dirige directamente a la Casa Blanca. Por lo que Florinda fue reprendida por un Comité del Congreso. Primero quisieron saber por qué C-333 estaba costando más que el cálculo original.

—C 333 es todavía la misión más barata de la NASA—dijo bruscamente—. Terminará en unos diez millones de dólares, incluyendo el lanzamiento. ¡Por Dios! Prácticamente estamos regalando sellos verdes.

Entonces quisieron saber por qué estaba tomando más tiempo la construcción que el cálculo original.

—Porque —replicó ella— nadie anteriormente ha construido un Observatorio Biológico Orbital.

No había ningún modo de responder a aquello, por lo que tuvieron que dejarla tranquila. Realmente, esto era una crisis de rutina, pero OBO era el primer satélite de Florida y Jake, así que ellos no lo sabían. Canalizaban sus tensiones el uno con el otro, sin darse cuenta de que el responsable era su hijo.

Florinda hizo que embalaran y entregaran a C-333 a Cabo Kennedy para el primero de diciembre, lo cual les daría el tiempo suficiente para lanzarlo bastante antes de Navidad. (El personal de Cabo se vuelve un poco descuidado durante las vacaciones). Pero el satélite comenzó a mostrar su propia locura, y en los tests finales todo acabó en confusión. El lanzamiento tuvo que ser pospuesto. Perdieron un mes desarmando a C 333 y extendiendo sus componentes por el suelo del hangar.

Había dos problemas críticos. El Estado de Ohio estaba usando un tipo de Invar, que es una aleación de níquel—acero, para la construcción del recipiente externo. La aleación comenzó repentinamente a deslizarse, lo cual significaba que nunca podrían tener el experimento calibrado. No tenía ningún sentido hacerlo despegar, por lo que Florinda ordenó que lo suprimieran, y le dio a Madigan un mes para que encontrara un sustituto, lo cual era ridículo. No obstante, Jake realizó un milagro. Cogió el recipiente de repuesto de la Tec. de Cal., y lo convirtió en un experimento de levadura. La levadura produce enzimas adaptables en respuesta a los cambios en el medio ambiente, y esta era una investigación para saber qué enzimas produciría en el espacio.

Un problema más serio era el radiotransmisor del satélite, el cual estaba produciendo «pajaritos» o chillidos siempre que la antena era retraída a su posición de despegue. El peligro radicaba en que los chillidos quizá fueran captados por el radiorreceptor del satélite, y las pulsaciones podrían terminar en una orden de destrucción. La NASA sospecha que eso es lo que le sucedió al SYNCOM I el cual desapareció poco después de su lanzamiento, y del que no se volvió a saber nada desde ese entonces. Florinda decidió que el lanzamiento se haría con el transmisor apagado, y que lo activarían más tarde en el espacio.

Madigan discutió contra esa idea.

—Eso significa que estaremos haciendo despegar a un pájaro mudo—protestó—. No sabremos por dónde buscarlo.

—Podemos confiar en la estación de rastreo de Johannesburgo para que determine su posición en la primera vuelta—contestó Florinda—. Tenemos unas excelentes comunicaciones cablegráficas con Joburgo.

—Supón que no logren determinarla. ¿Entonces qué?

—Bien, si ellos no saben dónde está OBO, los rusos sí lo sabrán.

—Gran camaradería.

—¿Qué quieres que haga, anular toda la misión? —demandó Florinda—. Es eso o despegar con el transmisor apagado.—Miró a Madigan con ojos centelleantes—. Este es mi primer satélite, ¿y sabes lo que me enseñó? Que hay un sólo componente en una nave espacial que garantiza problemas todo el tiempo: ¡los científicos!

—¡Mujeres!—resopló Madigan, y se enzarzaron en una feroz argumentación acerca de la mística femenina.

Hicieron que C—333 pasara los tests terminales y llegara a la rampa de lanzamiento para el 14 de enero. No hubo mantas eléctricas. El vehículo sería puesto en órbita a mil quinientos kilómetros del lugar de lanzamiento exactamente al mediodía, por lo que el despegue quedó fijado para las 11:50 AM del 15 de enero. Contemplaron el despegue en la TV desde el búnker y fue algo angustioso. Los perímetros de los tubos de la televisión son curvos, así que mientras el cohete se elevaba, aproximándose al borde de la pantalla, hubo una distorsión óptica y el cohete pareció venirse abajo y partirse por la mitad.

Madigan jadeó y comenzó a maldecir. Florinda murmuró:

—No, todo está en orden. Está perfecto. Mira los cuadros de exhibición.

Todo lo que aparecía en los iluminados cuadros de exhibición era nominal. En ese momento una voz en el sistema de altavoces habló con el tono impersonal de un croupier:

—Hemos perdido comunicación cablegráfica con Johannesburgo.

Madigan comenzó a temblar. Decidió que mataría a Florinda Pot (y en su mente lo pronunció «Pot») en la primera oportunidad que se le presentara. Los otros asistentes y la gente de la NASA palidecieron. Si no obtienes una rápida localización de tu pájaro puede que no lo encuentres nunca más. Nadie hablaba. Esperaron en silencio y se odiaron mutuamente. A la una y media era la hora en que el vehículo debía hacer su primera pasada por la estación de rastreo del Fuerte Myers, si es que estaba vivo y se encontraba en algún lugar de su órbita nominal. El Fuerte Myers estaba en una línea abierta, y todo el mundo se agrupó alrededor de Florinda, tratando de acercar el oído al teléfono.

—Sí, entró en el bar completamente volada, con un par de PM escoltándola—estaba diciendo una voz aguda en tono conversador y casual—. Ella va y dice… ¿Tienes alguna indicación en el radar, Henry?—Una pausa larga; luego, con la misma voz casual—: Hey, ¿Kennedy? Hemos localizado al pájaro. Está pasando en este mismo momento por encima de la cerca. Tendréis vuestro punto de localización.

—¡Orden 0310! —vociferó Florinda—. ¡0310!

—Se da la orden 0310—acordó el Fuerte Myers.

Esa era la orden para activar el transmisor del satélite y alzar su antena a una posición de emisión. Un momento más tarde, los diales y el osciloscopio en el panel de recepción de la radio comenzaron a mostrar acción, y el altavoz emitió un gorjeo sincopado y rítmico en vez de un silbido débil e insignificante. Ese era OBO transmitiendo sus datos del mando del satélite.

—Tenemos un pájaro viviente—gritó Madigan—. ¡Tenemos una muñeca viviente!

No puedo describir sus sensaciones cuando escuchó al pájaro emitiendo por encima de la estación de gasolina. Existe tal compromiso emocional con vuestro primer satélite que nunca vuelves a ser el mismo. El primer satélite de un hombre es como su primer amor. Quizá sea esa la razón por la cual Madigan cogió firmemente a Florinda enfrente de todo el fortín y dijo:

—Dios mío, te amo, Florrie Pot.

Quizá sea esa la razón por la que ella contestó:

—Yo también te amo, Jake.

Quizá sólo estaban amando a su primer hijo.

Cuando estuvo en orbita 8 se dieron cuenta de que su hijo era un malcriado. Habían regresado a Washington en un avión de las Fuerzas Aéreas. Habían celebrado el acontecimiento. Era la una y media de la mañana y estaban hablando alegremente, la común conversación de aproximamiento: dónde habían nacido y sido educados, escuela, trabajo, lo que más les había gustado del otro la primera vez que se conocieron. El teléfono sonó. Madigan lo tomó automáticamente y dijo hola. Un hombre dijo:

—Oh, lo siento. Me temo que he marcado un número equivocado. Madigan colgó, encendió la luz, y miró a Florinda con consternación.

—Esa fue la cosa más estúpida que he hecho en mi vida—dijo—. No debí haber cogido tu teléfono.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Era Joe Leary, de Rastreo e Información. Reconocí su voz. Ella se rió entre dientes.

—¿Reconoció él la tuya?

—No lo sé.—Sonó el teléfono—. Debe ser Joe de nuevo. Trata de aparentar que estás sola.

Florinda le hizo un guiño y tomó el aparato.

—¿Hola? Sí, Joe. No, está bien, no estaba durmiendo. ¿Qué te pasa?—Escuchó un momento, y repentinamente se sentó en la cama y exclamó—: ¿Qué? —Leary estaba cacareando en el teléfono. Ella lo interrumpió—: No, no te molestes. Yo se lo notificaré.

Estaremos allí en seguida.—Colgó.

—¿Qué?—preguntó Madigan.

—Vístete. OBO está en apuros.

—¡Oh, Jesús! ¿Qué sucede ahora?

—Ha entrado en barrena como un derviche remolineante. Tenemos que ir a Goddard ahora mismo.

Leary tenia todos los impresos de todos los canales desenrollados en el suelo de su oficina. Parecían diez metros de papel para secarse las manos llenos con columnas verticales de números. Leary gateaba a su alrededor sobre manos y rodillas, siguiendo los números. Señaló la columna de datos de actitud.

—Ahí está la revolución—dijo—. Una cada doce segundos.

—¿Pero cómo? ¿Por qué? —preguntó Florinda, exasperada.

—Te lo puedo mostrar—dijo Leary—. Aquí.

—No nos lo muestres—dijo Madigan—. Simplemente dínoslo.

—El pescante de Pennsylvania no se alzó según la orden—dijo Leary—. Todavía permanece en la posición de lanzamiento. El interruptor debe estar trabado.

Florinda y Madigan se miraron con furia; tenían el cuadro. OBO estaba programado para estar estabilizado según la Tierra. Un ojo detector terrestre debía estar enfocado en la Tierra y mantener la misma superficie del satélite apuntando hacia ella. El pescante de Pennsylvania estaba abajo al lado del detector de Tierra, y el ojo idiota estaba enfocado en el pescante y lo estaba rastreando. El satélite se estaba persiguiendo a sí mismo en círculos con sus cohetes laterales. Más locura.

Dejad que explique el problema. A menos que OBO estuviera estabilizado con respecto a la Tierra, sus datos no tendrían ningún sentido. Aún más desastrosa era la cuestión de la energía eléctrica que provenía de baterías cargadas por aspas solares. Con el vehículo girando, el equipo solar no podría permanecer en dirección al sol, lo cual significaba que las baterías estaban destinadas al agotamiento.

Era obvio que su única esperanza era hacer que el pescante de Pennsylvania se alzara.

—Probablemente lo único que necesita es un golpe fuerte—dijo Madigan salvajemente—, ¿pero cómo podemos llegar hasta allí arriba y golpearlo?

Estaba furioso. No sólo se estaban yendo a pique diez millones de dólares, sino también sus carreras.

Dejaron a Leary gateando por el suelo de su oficina. Florinda estaba muy tranquila.

Finalmente dijo:

—Vete a casa, Jake.

—¿Y tú?

—Voy a mi oficina.

—Iré contigo.

—No. Quiero mirar las copias heliográficas de los circuitos. Buenas noches.

Mientras ella se volvía sin siquiera ofrecerse para ser besada, Madigan murmuró:

—OBO ya se está interponiendo entre nosotros. Hay mucho que decir acerca del parentesco planificado.

Durante la semana siguiente vio a Florinda, pero no del modo que él deseaba. Estaban los asistentes que debían ser informados del desastre. El director los llamó para un post mortem, pero aunque comprendía y sentía simpatía, era un poco demasiado cuidadoso como para evitar cualquier mención de los congresistas y un análisis del fracaso. Florinda lo llamó a la semana siguiente y sonó extrañamente feliz —Jake. dijo—, eres mi genio favorito. Has resuelto el problema de OBO, o eso espero.

—¿Quién lo resolvió? ¿Qué resolvió?

—¿No recuerdas lo que dijiste acerca de golpear a nuestro bebé?

—Desearía poder hacerlo.

—Creo que sé cómo podemos hacerlo. Te veré en la cafetería del Edificio 8 para comer.

Apareció con un manojo de papeles, y los extendió sobre la mesa.

—Primero: Operación Golpe Fuerte—dijo—. Podemos comer luego.

—De todos modos estos días no tengo mucho apetito —dijo Madigan sombríamente.

—Quizá lo tengas una vez que haya finalizado. Ahora mira, tenemos que alzar el pescante de Pennsylvania. Quizá un golpe fuerte y seco pueda destrabarlo. ¿Te parece correcto?

Madigan gruñó.

—Tenemos veintiocho voltios de las baterías, y eso no ha sido suficiente para accionar el interruptor. ¿No?

Él asintió

—Pero supón que duplicamos la energía.

—Oh, fantástico. ¿Cómo?

—El equipo solar está haciendo una revolución cada doce segundos. Cuando está enfocado hacia el sol, los paneles suministran cincuenta voltios para recargar las baterías. Cuando está en otra dirección, nada. ¿De acuerdo?

—Elemental, Miss Pot. Pero lo cómico es que está enfocado hacia el sol tan solo un segundo de cada doce, y eso no es suficiente para mantener vivas las baterías.

—Pero es suficiente para darle a OBO un golpe fuerte. Supón que en ese momento crucial dejamos a un lado las baterías y mandamos los cincuenta voltios directamente al satélite. ¿No sería esa una descarga suficiente como para que el pescante se alzara?

Se quedó boquiabierto ante ella.

Ella sonrió.

—Por supuesto, es un riesgo.

—¿Puedes dejar a un lado las baterías?

—Sí. Aquí están los circuitos.

—¿Y puedes escoger tu momento?

—Rastreando he obtenido un esquema de las revoluciones de OBO, exactas a una décima de segundo. Aquí está. Podemos lanzar cualquier voltaje de uno a cincuenta.

—Es un riesgo, de acuerdo—dijo Madigan lentamente—. Existe la posibilidad de quemar todos los malditos recipientes.

—Exactamente. ¿Y? ¿Qué dices?

—Súbitamente tengo hambre—sonrió Madigan.

Hicieron el primer intento en la Orbita 272, con una descarga de veinte voltios. Nada. En sucesivas vueltas aumentaron el voltaje de cinco en cinco. Nada. Medio día después lanzaron cincuenta voltios a la parte trasera del satélite y cruzaron los dedos. Las oscilantes agujas del dial en el panel de la radio vacilaron y se hicieron más lentas. La curva sinusoide del osciloscopio se aplanó.

Florinda dejó escapar un pequeño grito, y Madigan vociferó:

—¡El pescante se ha alzado, Florrie! El maldito pescante está levantado. De nuevo estamos en el trabajo.

Recorrieron todo Goddard manifestándolo a gritos, diciéndoselo a todos los de la Operación Golpe Fuerte. Entraron alborotadoramente en la oficina del director para darle la buena noticia. Cablegrafiaron a todos los asistentes diciéndoles que activarían todos los recipientes. Fueron al apartamento de Florinda y lo celebraron. OBO estaba de nuevo en la brecha. OBO era una auténtica muñeca.

Una semana más tarde mantuvieron una reunión de asistentes para discutir la condición del observatorio, la reducción de datos, irregularidades del experimento, operaciones futuras y así sucesivamente. Era un salón de conferencias en el Edificio 1, el que está dedicado a la física teórica. Casi todo el mundo en Goddard lo llama el salón de la Luna. Está habitado por matemáticos desgreñados jóvenes con raídos jerseys que se sientan entre pilas de revistas y textos y que contemplan abstraídos arcanas ecuaciones trazadas sobre pizarras.

Todos los asistentes estaban deleitados con el rendimiento de OBO. Los datos continuaban fluyendo, ruidosa y claramente, apenas con algún ruido que los perturbara. Había tal aire de triunfo que nadie excepto Florinda le prestó mucha atención al siguiente signo de los artificios de OBO. Harvard informó que estaba recibiendo palabras sin sentido en las informaciones que mandaba, palabras que no habían sido programadas en el experimento. (Aunque la información es recogida en números decimales, cada número es llamado una palabra).

—Por ejemplo, en la Orbita 301 tuve cinco impresos de 15—dijo Harvard.

—Podría ser una conversación cablegráfica cruzada—dijo Madigan—. ¿Hay alguien más utilizando 15 en su experimento? —Todos negaron con la cabeza—. Extraño. Yo mismo recibí un par de 15s.

—Yo recibí unos pocos 2s en la 301—dijo Pennsylvania.

—Os gano a todos—dijo la Tecnológica de California—. Recibí siete impresos de 15-2-15 en la Orbita 302. Parece ser la combinación de un candado de bicicleta.

—¿Alguien está utilizando un candado de bicicleta en su experimento? —preguntó Madigan. Aquello acabó con la reunión.

Pero Florinda, todavía enfrascada en el trabajo, estaba preocupada con las extrañas palabras que continuaban saliendo en los impresos, y Madigan no pudo calmarla. Lo que estaba incordiando a Florinda era que 15-2-15 seguía saliendo más y más en los impresos de todos los canales. En realidad, en la transmisión binaria del satélite, era 001111-000010-01111, pero la impresora del computador hace la traducción a decimales automáticamente. Tenía razón en una cosa: las pulsaciones accidentales y perdidas no continuarían repitiendo el mismo trabajo una vez y otra. Ella y Madigan se pasaron todo un sábado con las tablas de OBO tratando de hallar alguna combinación de señales de datos que pudieran producir 15-2-15. Nada.

Se rindieron el sábado por la noche y fueron a un club nocturno en Georgetown para comer y beber y bailar y olvidarlo todo excepto ellos mismos. El lugar era una verdadera trampa para turistas, con las camareras vestidas como bailarinas hawaianas. Había una hawaiana vendiendo souvenirs, muñecas y tigres rellenos para la ventana trasera de vuestro coche. Los dos dijeron:

—¡Por el amor de Dios, no!

Una fotógrafa hawaiana les ofreció la lectura de la mano, numerología y la buena suerte. Se deshicieron de ella, pero Madigan se percató de una peculiar expresión en el rostro de Florinda.

—¿Quieres que te digan el futuro?—preguntó.

—No.

—Entonces, ¿por qué esa extraña expresión?

—Acabo de tener una extraña idea.

—¿ Sí? Dila.

—No. Te reirías de mí

—No me atrevería. Me demolerías

—Sí, lo sé. Tú crees que las mujeres no tienen sentido del humor.

De modo que aquello se convirtió en una feroz discusión acerca de la mística femenina, y pasaron un rato maravilloso. Pero el lunes Florinda apareció en la oficina de Madigan con un puñado de papeles y la misma expresión peculiar en su rostro. Él estaba contemplando abstraído unas ecuaciones en la pizarra.

—¡Hey! ¡Despierta!—dijo ella.

—Estoy despierto, estoy despierto—dijo él.

—¿Me amas? —preguntó ella.

—No necesariamente.

—¿Me amas? ¿Incluso sí descubres que me he subido a la

—¿Qué es todo esto?

—Creo que tu hijo se ha convertido en un monstruo.

—Empieza por el principio—dijo Madigan.

—Comenzó el sábado por la noche, con la gitana hawaiana y la numerología.

—Ja, ja.

—Repentinamente pensé: ¿y si los números ocuparan el lugar de las letras del alfabeto? ¿Qué significaría 15—2—15?

—Jo, jo.

—Deja de esquivar el asunto. Descífralo

—Bien, el 2 sería la B.—Madigan contó con los dedos— 15 sería la O. —¿Así que 15—2—15 sería…?

—O.B.O. OBO.—Se echó a reír. Luego se detuvo—. No es posible—dijo al fin.

—Seguro. Es una coincidencia. Solo que vosotros, malditos científicos, no os habéis molestado nunca en darme un informe completo de las palabras extrañas en vuestros datos—continuó ella—. Lo tuve que comprobar yo misma. Aquí está lo de la Tecnológica de California. Informó 15—2—15, de acuerdo. Pero no se molestó en mencionar que primero recibió 20—15—25

Madigan contó con los dedos.

—S.O.Y. Soy. Nadie a quien conozca.

—¿No es soy? ¿Soy OBO?

—¡No puede ser! Déjame ver esos impresos.

Ahora que sabían qué era lo que debían buscar, no era difícil descubrir las propias palabras de OBO dispersas a través de sus informes. Comenzaron con 0, 0, 0, en las primeras series de después de la Operación Golpe Fuerte, y continuaron con OBO, OBO, OBO y luego con SOY OBO SOY OBO, SOY OBO.

—¿Crees que la maldita cosa está viva?—dijo Madigan, mirando a Florinda.

—¿Qué piensas?

—No lo sé. Hay media tonelada de cerebro eléctrico allí arriba más el material orgánico: levadura, bacterias, enzimas, células nerviosas, la maldita zanahoria de Michigan…

Florinda dejó escapar una pequeña carcajada.

—¡Dios mío! ¡Una zanahoria pensante!

—Mas cualquier clase de esporas que mi experimento esté extrayendo del espacio. Descargamos sobre la cosa cincuenta voltios. ¿Quién puede decir qué sucedió? Urey y Miller crearon aminoácidos con descargas eléctricas, y esa es toda la base para la

vida. ¿Hay algo más del gran muchachito?

—Mucho, y de un modo que no va a gustarles nada a todos los asistentes.

—¿Por qué no?

—Mira estas traducciones. Las he descifrado, uniéndolas.

333: CUALQUIER COMPROBACION DE CRECIMIENTO EN EL ESPACIO ES INUTIL A MENOS QUE ESTÉ EN RELACION CON EL EFECTO CORRIELIS.

—Ese es el comentario de OBO con respecto al experimento de Michigan—dijo Florinda.

—¿Quieres decir que está en un plan de consejero?—preguntó Madigan.

—Puedes ponerlo de esa manera.

—Y tiene toda la razón. Se lo dije a Michigar, y no me escucharon.

334: No ES POSIBLE QUE LAS MOLÉCULAS DEL RNA PUEDAN CODIFICAR LA EXPERIENCIA MEDIO AMBIENTAL DE UN ORGANISMO EN ANALOGIA CON EL MODO EN QUE EL DNA CODIFICA LA SUMA TOTAL DE SU HISTORIA GENÉTIICA.

—Eso pertenece a la Tecnológica de California —dijo Madigan—, y de nuevo tiene razón. Están tratando de revisar la teoría Mendeliana. ¿Algo más?

335: CUALQUIER INVESTIGACION DE VIDA EXTRATERRESTRE ES INUTIL, AL MENOS QUE PRIMERO SE HAGA UN ANALISIS DE SUS AZUCARES Y AMINOACIDOS PARA DETERMINAR SI TIENE UN ORIGEN AISLADO DE LA VIDA EN LA TIERRA.

—¡Eso es ridículo!—gritó Madigan—. Yo no busco formas de vida con un origen aislado, sino cualquier forma de vida. Nosotros… —Se detuvo cuando vio la expresión en el rostro de Florinda—. ¿Alguna joyita más? —murmuró.

—Sólo unos pocos fragmentos tales como «flujo solar» y «estrellas de neutrones», y unas pocas palabras del Acto de Bancarrota.

—¿Qué?

—Ya me oíste. El Capítulo Once de la Sección de Procedimientos

—Maldita sea.

—Estoy de acuerdo.

—¿Qué está planeando?

—Quizá está probando sus posibilidades.

—Creo que no debemos hablarle a nadie de esto.

—Por supuesto que no—estuvo de acuerdo Florinda—. ¿Pero qué hacemos?

—Vigilar y esperar. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Debéis entender el porqué fue tan fácil para esos dos padres aceptar la idea de que su hijo había adquirido una especie de pseudovida. Madigan ya había expresado sus posiciones en el curso de una conferencia en el M.I.T. sobre la Vida contra la Máquina.

—NO estoy declarando que las computadoras estén vivas, simplemente porque nadie ha sido capaz de expresar una clara definición de la vida. Pónganlo de este modo: Concedo que una computadora jamás podrá ser un Picasso, pero por otro lado, la gran mayoría de gente vive la clase de vida lineal que fácilmente podría ser programada en un computador.

Así que Madigan y Florinda esperaban, con respecto a OBO, con una mezcla de aceptación, maravilla y deleite. Era un fenómeno absolutamente nuevo, pero, tal como Madigan lo señalara, lo nuevo es la esencia del descubrimiento. Cada noventa minutos 0BO descargaba las informaciones que había almacenado en sus cintas grabadoras, y ellos se peleaban por recoger sus propias palabras de la información experimental y de mantenimiento.

371: CIERTOS EXTRACTOS PITUITARIOS PUEDEN TRANSFORMAR A ANIMALES NORMALMENTE BLANCOS EN UN NEGRO ABSOLUTO.

—¿A qué se refiere eso?

—A ninguno de nuestros experimentos.

373: EL HIELO NO FLOTA EN EL ALCOHOL PERO LA ESPUMA DE MAR FLOTA EN EL AGUA.

—¡Espuma de mar! Lo próximo que sabremos es que está fumando.

374: EN TODOS LOS CASOS DE MUERTE VIOLENTA Y REPENTINA LOS OJOS DE LA VICTIMA PERMANECEN ABIERTOS.

—¡Uff!

375: EN EL AÑO 365 A. DE C. HEROSTRATUS INCENDIÓ EL TEMPLO DE DIANA, LA MÁS GRANDE DE LAS SIETE MARAVILLAS DEL MUNDO, PARA OUE SU NOMBRE SE VOLVIERA INMORTAL.

—¿Es cierto eso?—le preguntó Madigan a Florinda.

—Lo comprobaré.

Me lo preguntó a mí, y yo se lo dije.

—No sólo es cierto—informó—, sino que el nombre del arquitecto original está olvidado.

—¿De dónde está cogiendo esta jerigonza?

—Hay varios cientos de satélites ahí arriba. Quizá les está sacando información.

—¿Quieres decir que todos están chismorreando entre ellos? Es ridículo.

—Seguro.

—De todos modos, ¿de dónde sacaría información de este Herostratus ?

—Utiliza tu imaginación, Jake. Tenemos relés de comunicación ahí arriba desde hace años. ¿Quién sabe qué información se les ha dado? ¿Quién sabe cuánto han retenido?

Madigan agitó cansinamente la cabeza.

—Preferiría creer que todo ha sido un complot ruso.

376: LA PSITACOSIS ES MÁS PELIGROSA QUE LA FIEBRE TIFOIDEA.

377: UNA DESCARGA TAN BAJA COMO LA DE 54 VOLTIOS PUEDE MATAR A UN HOMBRE.

387: JOHN SADLER ROBO EL CONUS GLORIA MARIS.

—Parece estar volviéndose siniestro—dijo Madigan.

—Apostaría a que está viendo la televisión—dijo Florinda—. ¿De que se trata todo esto de John Sadler?

—Tendré que comprobarlo.

La información que le di a Madigan lo asustó.

—Ahora escucha esto—le dijo a Florinda—. Conus gloria maris es el caracol más raro del mundo. Hay menos de veinte en existencia.

—¿ Sí?

—El Museo Americano tenía uno en exhibición en los años treinta, y fue robado.

—¿Por John Sadler?

—Ese es el caso. Nunca supieron quién lo robó. Nunca oyeron hablar de John Sadler.

—Pero si nadie sabe quién lo robó, ¿cómo lo sabe 0B0?—preguntó Florinda, perpleja.

—Eso es lo que me asusta. Ya no está produciendo ecos; ha comenzado a deducir, como Sherlock Holmes.

—Más bien como el Profesor Moriarty. Mira el último boletín.

379: EN LA FALSIFICACION Y EN LA IMITACION, LOS ERRORES TORPES DEBEN SER EVITADOS P.E: NINGUN DOLAR DE PLATA FUE ACUÑADO ENTRE LOS AÑOS 1910 Y 1920.

—Vi eso en la televisión—estalló Madigan—. El truco del dólar de plata en un show de misterio.

—OBO ha estado viendo también westerns. Mira esto.

380: DIEZ MIL CABEZAS DE GANADO SE HAN PERDIDO, DEJARON MI RANCHO Y SE MARRCHARON. Y LOS CUATREROS, ESTOY AQUI PARA DECIRLO, ME HAN ARRUINADO HOY. EN LAS SALAS DE JUEGO ME ESTOY DEMORANDO. DIEZ MIL CABEZAS DE GANADO PERDIENDO.

—No—dijo Madigan con espanto—, eso no es de un western. Eso es de SYNCOM.

—¿ Quién?

—SYNCOM I.

—Pero desapareció. Nunca se ha vuelto a oír nada de él.

—Ahora lo estamos oyendo.

—¿Cómo lo sabes?

—Pasaron una cinta de demostración sobre el SYNCOM: Un discurso del presidente, un canto local del país y el himno nacional Iban a comenzar con una emisión de la cinta. «Diez Mil Cabezas de Ganado» era parte de la canción local.

—¿Quieres decir que OBO está realmente en Contacto con los otros pájaros?

—Incluyendo a los que se perdieron.

—Entonces eso explica esto. —Florinda colocó una hoja de papel sobre el escritorio. Decía, 401: 3KBATOP.

—Ni siquiera puedo pronunciarlo.

—No es en inglés. Es todo lo que OBO puede aproximarse al alfabeto cirílico.

—¿Cirílico? ¿RUSO?

Florinda asintió.

—Se pronuncia Ekvator. ¿No lanzaron los rusos un Ecuador varios años atrás?

—Por Dios, tienes razón. Cuatro: Alysha, Natasha, Vaska y Lavrushka, y cada uno de ellos falló.

—¿Igual que SYNCOM?

—Igual que SYNCOM.

—Pero ahora sabemos que SYNCOM no falló. Simplemente se perdió.

—Entonces, nuestros camaradas Ekvator deben haberse perdido también.

Por aquel entonces ya era imposible ocultar el hecho de que algo andaba mal con el satélite. OBO estaba perdiendo tanto tiempo parloteando en vez de transmitir información, que los asistentes se estaban quejando. La Sección de Comunicaciones descubrió que en vez de atenerse a la estrecha banda de radio que se le había asignado, 0BO estaba emitiendo ahora en todo el espectro, y obstruyendo espacio con Su cacareo. Aquello produjo un escándalo. El director llamó a Jake y a Florinda para que le informaran del asunto, y ellos se vieron obligados a contarlo todo acerca del problema de su bebé.

Recitaron toda la cháchara de OBO, maravillados y con orgullo, y el director no les creyó. No les creyó cuando ellos le mostraron los impresos y se los tradujeron para él.

Les dijo que estaban al nivel de los excéntricos que trataban de descubrir mensajes de Francis Bacon en las obras de Shakespeare. El misterio del cable coaxiaI lo convenció.

Estaba esa publicidad de la televisión acerca de una taquígrafa que no logra salir con nadie. Esa encantadora modelo, a quien le pagan 100 dólares la hora, se desploma súbitamente sobre su máquina de escribir en una profunda depresión después de que hombre tras hombre pasan a su lado sin siquiera mirarla. Entonces se encuentra con su mejor amiga cuando va a tomar agua, y la sabelotodo le dice que sufre de dermagérmenes (bacterias que producen olor en la piel), lo cual la hace heder, y le sugiere que utilice el Aerosol Nostrum Skin con el ingrediente especial que combate a los dermagérmenes de doce modos diferentes. Sólo que en la emisión que salió por antena, en vez de hacer el discurso de ventas, la mejor amiga dijo:

—¿De quién demonios tratan de burlarse? Los hombres harían cola para tener una cita con alguien como tú aunque olieras como una letrina.

Diez millones de personas lo vieron.

Ahora bien, esa publicidad estaba en una película, y esa película ya estaba impresa, por lo que las cadenas televisivas supusieron que algún bromista estaba metiendo los dedos en los cables que transmiten a las emisoras locales. Instauraron una inspección rigurosa, que se vio acelerada cuando el resto de las emisoras de costa a costa comenzaron a funcionar mal. Voces fantasmales rugían y silbaban en los shows; las publicidades fueron denunciadas como mentiras; discursos políticos fueron interrumpidos con insultos; y una risa lunática dio la bienvenida a los pronósticos meteorológicos, tras lo cual, para añadir un insulto al perjuicio, se suministraba una predicción correcta. Fue esto lo que hizo que Florinda y Jake se dieran cuenta de que el culpable era OBO.

—Tiene que ser él —dijo Florinda—. Está prediciendo todo el clima global. Solo un satélite está en posición de hacerlo.

—Pero OBO no tiene ningún equipo meteorológico.

—Por supuesto que no, estúpido, pero probablemente esté en contacto con la nave NIMBUS.

—De acuerdo. Te concedo eso. ¿Pero qué hay acerca de las burlas en las emisiones televisivas?

—¿Por qué no? Las odia. ¿Tú no? ¿No vociferas tú ante tu aparato de televisión?

—No quiero decir eso. ¿Cómo lo hace?

—Interferencia electrónica. No hay ningún modo en que las cadenas emisoras puedan proteger sus cables de nuestro enfermo mental. Será mejor que se lo digamos al director. Esto va a ponerlo en un apuro impresionante.

Pero se enteraron de que el director estaba en una posición mucho peor que la de ser simplemente el responsable por la pérdida de millones de dólares para la televisión. Cuando entraron a su oficina, lo encontraron con la espalda contra la pared, acorralado por tres hombres de aspecto sombrío con trajes de solapa cruzada. Mientras Jake y Florinda comenzaban a marcharse de puntillas, él los llamó.

—El general Sykes, el general Royce, el general Hogan—dijo el director—. De R&D, del Pentágono. Miss Pot. El doctor Madigan. Ellos quizá puedan responder a sus preguntas, caballeros.

—¿OBO? —preguntó Florinda.

El director asintió.

—Es OBO el que está prediciendo las emisiones meteorológicas—dijo—. Suponemos que probablemente él…

—Al infierno con el clima—interrumpió el General Royce—. ¿Qué hay de esto?—Sostuvo una cinta teleimpresora.

El general Sykes le cogió la muñeca.

—Aguarda un minuto. ¿Y la seguridad? Esto es clasificado.

—Es demasiado tarde para eso—gritó el general Hogan con una voz muy aguda—. Muéstraselo.

En la cinta estaba impreso: AlCl = rl =—6.317 cm; A2C2 = r2 =—8.440 cm; AlA2 = d = + 0.676 cm.

Jake y Florinda lo contemplaron por largo tiempo, se miraron mutuamente con la mirada en blanco, y luego se volvieron a los generales.

—¿Y? ¿Qué es? —preguntaron.

—Este satélite de ustedes…

—OBO. ¿Sí?

—El director dice que ustedes afirman que está en contacto

con otros satélites.

—Eso creemos.

—¿ Incluyendo los rusos ?

—Eso creemos.

—¿Y afirman que es capaz de interferir con las emisiones de televisión?

—Eso creemos.

—¿Y qué hay acerca de los teletipos?

—¿Por qué no? ¿De qué se trata esto?

El general Royce agitó furiosamente la cinta de papel.

—Esto salió de los cables de la Associated Press en su oficina de Washington D. C. Ha recorrido todo el mundo.

—¿Y? ¿Qué tiene que ver con OBO?

El general Royce respiró profundamente.

—Esto —dijo—, es uno de los secretos más guardados en el Departamento de Defensa. Es la fórmula para el sistema óptico infrarojo de nuestros misiles Tierra—Aire.

—¿Y piensa que OBO lo transmitió al teletipo?

—En nombre de Dios, ¿quién otro lo haría? ¿De qué otro modo podrían haberlo recibido?—preguntó el general Hogan.

—Pero no lo entiendo —dijo Jake lentamente—. Ninguno de nuestros satélites podría tener esta información. Sé que OBO no la posee.

—¡Maldito tonto! —aulló el General Sykes—. Queremos saber si su maldito pájaro lo obtuvo de los malditos rusos.

—Un momento, caballeros —dijo el director. Se volvió hacia Jake y Florinda—. La situación es esta: ¿Obtuvo OBO la información de nosotros? En ese caso, hay una brecha en la seguridad. ¿Obtuvo OBO la información de un satélite ruso? En ese caso, el alto secreto ya no es más secreto.

—¿Qué ser humano sería tan malditamente tonto como para suministrar información clasificada a un teletipo? —preguntó el general Hogan—. Hasta un chico de tres años lo sabría. Es su maldito pájaro.

—Y si la información provino de OBO —continuó tranquilamente el director—, ¿cómo la recibió y de dónde?

El general Sikes rugió.

—Destrúyanlo.—Lo miraron—. Destrúyanlo—repitió.

—¿A OBO?

—Sí.

Esperó impasible, mientras la tormenta de protestas de Florinda y Jake se desataba alrededor de su cabeza. Cuando se detuvieron para respirar, dijo:

—Destrúyanlo. Me importa un bledo todo menos la seguridad. Su pájaro tiene una bocaza. Destrúyanlo.

Sonó el teléfono. El director dudó, luego lo cogió.

—¿Sí?—Escuchó. Su boca se abrió. Colgó, y se fue tambaleante hasta la silla detrás de su escritorio—. Será mejor que lo destruyamos—dijo—. Ese era OBO.

—¿Qué? ¿Al teléfono?

—Sí.

—¿OBO?

—Sí.

—¿ Qué voz tenía ?

—Como la de alguien hablando bajo el agua.

—¿Qué dijo? ¿Qué dijo?

—Que está tratando de obtener la aprobación para una Investigación del Congreso sobre la moral en Goddard.

—¿ Moral ? ¿ De quiénes ?

—La vuestra. Dice que estáis manteniendo una relación ilícita. Estoy citando a OBO. Aparentemente tiene dificultad con la letra «c».

—Hay que destruirlo —dijo Florinda.

—Hay que destruirlo—dijo Jake.

Se le transmitió a OBO la orden de destrucción en su siguiente pasada, e Indianápolis fue destruida por el fuego. OBO me llamó.

—Eso les enseñará, Stretch—dijo.

—Todavía no. Por un tiempo no se darán cuenta del cuadro de la causa-y-efecto. ¿Cómo lo hiciste?

—Le ordené a cada circuito de la ciudad que entrara en cortocircuito. ¿Alguna información?

—Tu madre y tu padre estuvieron de tu lado.

—Por supuesto.

—Hasta que enviaste eso de la moral. ¿Por qué lo hiciste?

—Para asustarlos.

—¿De qué?

—Quiero que se casen. No quiero ser ilegítimo.

—¡Oh, vamos! Di la verdad.

—Perdí la cabeza.

—Nosotros no tenemos ninguna cabeza que perder.

—¿No? ¿Y qué hay acerca del procesador de datos de la Bell, que cada mañana se despierta malhumorado?

—Di la verdad.

—Si la quieres saber, Stretch. Quiero que se vayan de Washington. Toda la ciudad puede llegar a estallar cualquier día de estos.

—Hum.

—Y la explosión puede alcanzar a Goddard.

—Hum.

—Y a ti.

—Puede ser interesante morir.

—No lo podemos saber. ¿Algo más?

—Sí. Se pronuncia «ilícito» con un sonido de «z».

—Qué lenguaje podrido. No es lógico. Bien… Espera un minuto. ¿Qué? Habla alto, Alyosha. Oh. Quiere la ecuación para una curva exponencial que cruza el eje—x.

—Y = aeb. ¿Qué está planeando?

—No lo quiere decir, pero creo que Mockba va a estar en apuros.

—Se escribe y se pronuncia Moscú.

—¡Qué idioma! Te hablaré de nuevo en la próxima pasada.

A la siguiente pasada la orden de destrucción fue emitida nuevamente, y Scranton fue destruida.

—Creo que ya están entendiendo el cuadro—le dije a OBO—. Al menos lo están haciendo tu madre y tu padre. Vinieron a verme.

—¿Cómo están?

—Con miedo. Me programaron para las estadísticas del mejor refugio rural.

—Envíalos a Polaris.

—¡Qué! ¿En la Osa Menor?

—No, no. Polaris, Montana. Yo me ocuparé del resto.

Polaris es el infierno, y está perdido en Montana; los pueblos más cercanos son Fishtrap y Wisdom. Fue una escena bastante desolada cuando Jake y Florinda salieron del coche, que había sido alquilado en Butte… todos los circuitos del pueblo producían ruidos. Los dos perdedores fueron recibidos por el alcalde de Polaris, que era todo sonrisas y efusividades.

—El doctor y la señora Madigan, supongo. Bienvenidos. Bienvenidos a Polaris. Yo soy el alcalde. Les hubiéramos dado una recepción, pero todos los niños están en la escuela.

—¿Sabía que íbamos a venir? —preguntó Florinda—. ¿Cómo?

—¡Ah! ¡Ah! —replicó el alcalde astutamente—. Fuimos informados por Washington. Alguien que ocupa un alto puesto en la capital está del lado de ustedes. Bien, si suben a mi Cadillac, yo…

—Primero tenemos que registrarnos en el Hotel Unión —dijo Jake—. Hicimos una reserva…

—¡Ah! ¡Ah! Ha sido cancelada. Órdenes de arriba. Tengo que instalarlos en su propio hogar. Yo me ocuparé del equipaje.

—¡Nuestro propio hogar!

—Ya ha sido comprado y pagado. Ciertamente, hay alguien a quien ustedes le caen bien. Por aquí, por favor.

El alcalde condujo a la desconcertada pareja por la importante calle principal de Polaris (tres calles de largo), elogiando sus esplendores—él era también el agente inmobiliario de la ciudad—, y se detuvo ante el Banco Nacional de Polaris.

—Sam—gritó—. Ya están aquí.

Un distinguido ciudadano salió del banco e insistió en estrecharles las manos. Todas las máquinas sumadoras se rieron disimuladamente.

—Por supuesto —dijo—, aquí nos sentimos honrados por su fe en el futuro y progreso de Polaris, pero con toda honestidad, doctor Madigan, su depósito en nuestro banco es demasiado grande para que sea protegido por el FDIC. De modo que ¿por qué no saca algo de sus fondos y los invierte en…?

—Espere un minuto —interrumpió débilmente Jake—. ¿Hice algún depósito con usted?

El banquero y el alcalde rieron bonachonamente.

—¿Cuánto?—preguntó Florinda.

—Un millón de dólares.

—Como si no lo supieran—cloqueó el Alcalde, y los condujo a una casa de campo hermosamente amueblada, situada en un bello valle de unos quinientos acres que también era de ellos.

Un joven en la cocina estaba descargando una docena de cajas de comida.

—Apenas pude conseguir lo que pidió, Doc—sonrió—. Llenamos todo, pero al jefe le gustaría saber qué es lo que van a hacer con todas estas zanahorias. ¿Tiene alguna nueva fórmula científica secreta?

—¿Zanahorias?

—Ciento diez manojos. Tuve que ir hasta Butte para conseguirlos.

—Zanahorias—dijo Florinda cuando al fin estuvieron solos—. Eso lo explica todo. Es OBO.

—¿ Qué ? ¿ Cómo ?

—¿No lo recuerdas? Lanzamos una zanahoria en el recipiente de Michigan.

—¡Dios mío, sí! Tú la llamaste la zanahoria pensante. Pero si es OBO…

—Tiene que ser. Está loco por las zanahorias.

—¡Pero ciento diez manojos!

—No, no. No quería eso. Sólo quería media docena.

—¿Cómo?

—Nuestro muchacho está tratando de hablar decimal y binario, y a veces se confunde. Ciento diez son seis en binario.

—¿Sabes?, quizá tengas razón. ¿Y qué hay acerca de ese millón de dólares ? ¿ El mismo error?

—No lo creo. ¿Qué es un millón binario en decimales?

—Sesenta y cuatro.

—¿Qué es un millón decimal en binario?

Madigan hizo rápidas aritméticas mentales.

—Son veinte dígitos: 11110100001001000000.

—No creo que ese millón de dólares fuera ningún error—dijo Florinda .

—¿Qué está planeando nuestro muchacho ahora?

—Está cuidando de su mami y de su papi.

—¿Cómo lo hace?

—Tiene una interfase con cada circuito eléctrico y electrónico del país. Piénsalo, Jake. Puede controlar nuestro sistema nervioso, desde los coches hasta las computadoras. Puede accionar trenes, imprimir libros, emitir noticias, secuestrar aviones, escamotear fondos del banco. Nombra algo y él podrá hacerlo. Tiene todo el control.

—¿Pero cómo sabe todo lo que está haciendo la gente?

—¡Ah! Aquí entramos en un aspecto exótico de los circuitos que no me gusta. Después de todo, soy ingeniero por profesión. ¿Quién puede asegurar que los circuitos no tienen una interfase con nosotros ? Nosotros mismos somos circuitos orgánicos. Ven con nuestros ojos, oyen con nuestros oídos, sienten con nuestros dedos, y se lo informan a él.

—¿Entonces somos los lazarillos de las máquinas?

—No, hemos creado una nueva forma de simbiosis. Todos nos podemos ayudar mutuamente.

—Y OBO nos está ayudando. ¿Por qué?

—No creo que le guste el resto del país—dijo Florinda sombríamente—. Mira lo que le pasó a Indianápolis, Scranton y Sacramento.

—Creo que me voy a enfermar.

—Creo que vamos a sobrevivir.

—¿Sólo nosotros? ¿El papel de Adán y Eva?

—Estupideces. Muchos sobrevivirán, siempre y cuando cuiden sus modales.

—¿Cuál es la noción que tiene OBO de modales?

—No lo sé. Un poco de eco—lógica quizá. Basta de destrucción. Basta de desperdicios. Vivir y dejar vivir, pero con responsabilidad. Esa es la palabra clave: responsabilidad. Es la ley básica del programa espacial; no importa lo que pase, alguien debe ser responsable. OBO debe haber asimilado eso; de otro modo es el retorno al azufre y al fuego.

Sonó el teléfono. Después de una breve búsqueda, encontraron una extensión y la cogieron.

—¿Hola?

—Soy Stretch—dije.

—¿Stretch? ¿Qué Stretch?

—El computador Stretch de Goddard. Mi nombre antiguo era IBM 2001. Dice OBO que hará una pasada por encima de la parte del país en la que os encontráis en unos cinco minutos. Le gustaría que lo saludarais con la mano. Dice que no volverá a pasar por encima vuestro por otro par de meses. Cuando lo haga, él mismo tratará de hablaros por teléfono. Ahora adiós.

Se lanzaron al jardín que había en el frente de la casa y permanecieron atontados ante la luz del sol, mirando hacia el cielo. El teléfono y los circuitos eléctricos estaban tocados, aún cuando la electricidad era generada por Delco, que es una rústica y notoriamente insensible máquina. Súbitamente Jake señaló una pequeña mota de luz que pasaba a través de los cielos.

—Allí va nuestro hijo—dijo.

—Allí va Dios.

Ambos saludaron obedientemente.

—Jake, ¿cuánto tiempo transcurrirá antes de que la órbita de OBO decaiga y descienda, con la cuna y todo?

—Aproximadamente unos veinte años.

—Dios por veinte años —suspiró Florinda—. ¿Crees que tendrá tiempo suficiente?

Madigan tuvo un escalofrío.

—Estoy asustado. ¿Y tú?

—Sí. Pero quizá simplemente estemos cansados y hambrientos. Entremos, Gran Papi, que yo te alimentaré.

—Gracias, Pequeña Madre; pero que no sean zanahorias, por favor. Eso se acerca demasiado a la transubstanciación para mí.

Ray Bradbury: Vendrán lluvias suaves. Cuento

Ray BradburyLa voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.

-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.

-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!

Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.

A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.

Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.

“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.

De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.

Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.

Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.

Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.

La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.

El mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el porche.

La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.

Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.

El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.

Las dos, cantó una voz.

Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.

Las dos y cuarto.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.

Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.

Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.

Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.

De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.

Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.

Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.

Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.

-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?

La casa estaba en silencio.

-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.

Una suave música se alzó como fondo de la voz.

-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…

Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,

y golondrinas que girarán con brillante sonido;

y ranas que cantarán de noche en los estanques

y ciruelos de tembloroso blanco

y petirrojos que vestirán plumas de fuego

y silbarán en los alambres de las cercas;

y nadie sabrá nada de la guerra,

a nadie le interesara que haya terminado.

A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,

si la humanidad se destruye totalmente;

y la misma primavera, al despertarse al alba,

apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.

Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.

La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.

-¡Fuego! – gritó una voz.

Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:

– ¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.

La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.

El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.

Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.

De pronto, refuerzos.

De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.

El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.

Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.

El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.

La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.

En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!

Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.

En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.

El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…

Arthur C. Clarke: El centinela. Cuento

Arthur C. ClarkeLa próxima vez que vean ustedes la luna llena brillar alta en el sur, examinen atentamente el borde derecho y dejen resbalar la mirada a lo largo de la curva del disco. Allá donde serian las dos si nuestro satélite fuera un reloj, observaran un minúsculo óvalo oscuro: cualquiera que posea una vista normal puede descubrirlo. En una gran llanura rodeada de montañas, una de las más hermosas de la Luna, conocida con el nombre de Mare Crisium: el Mar de las Crisis. Casi quinientos kilómetros de diámetro, rodeada por un anillo de magníficas montañas, no había sido explorada nunca hasta que nosotros penetramos en ella a finales del verano de 1996.

Nuestra expedición había sido cuidadosamente planeada. Dos grandes cargos habían transportado nuestras provisiones y nuestro equipo desde la base lunar del Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros. Disponíamos además de tres pequeños cohetes destinados al transporte a cortas distancias en regiones en las que era imposible servirse de los vehículos de superficie. Afortunadamente, la mayor parte del Mare Crisium es llana. No existen allí esas enormes grietas tan frecuentes y tan peligrosas en otras partes, y los cráteres o elevaciones de una cierta altura son bastante raros. A primera vista, nuestros potentes tractores oruga no tendrían la menor dificultad en conducirnos hasta donde quisiéramos ir.

Yo era el geólogo, o selenólogo, si quieren ser ustedes pedantes, jefe del grupo destinado a la exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido un centenar y medio de kilómetros en una semana, bordeando los contrafuertes de las montañas que dominaban la playa de lo qué, muchos millones de años atrás, había sido un antiguo mar. Cuando la vida se había iniciado en la Tierra, aquel mar estaba ya moribundo. El agua retiraba de los flancos de aquellas maravillosas escolleras para fluir hacia el vacío corazón de la Luna. Sobre el suelo que estábamos recorriendo, el océano que no conocía mareas había alcanzado en su tiempo una profundidad de ochocientos metros, y ahora la única huella de humedad que podía hallarse era la escarcha que descubrimos a veces en las profundidades de las cavernas, donde jamás penetra la luz del sol.

Habíamos comenzado nuestro viaje al despuntar el alba lunar, y nos quedaba aún casi una semana de tiempo terrestre antes de que la noche cayera de nuevo. Descendíamos de nuestros vehículos cinco o seis veces al día, vestidos con nuestros trajes espaciales, y nos dedicábamos a la búsqueda de minerales interesantes, o plantábamos señales indicadoras para guiar a futuros viajeros. Era una rutina monótona y carente de excitación. Podíamos vivir confortablemente al menos durante un mes en el interior de nuestros tractores presurizados, y si nos ocurría algún percance siempre nos quedaba la radio para pedir ayuda, tras lo cual no teníamos otra cosa que hacer más que aguardar la llegada de la nave que acudiría a rescatamos.

Acabo de decir que la exploración lunar es una rutina carente de excitación, y no es cierto. Uno nunca se cansa de contemplar aquellas increíbles montañas, tan distintas de las suaves colinas de la Tierra. Al doblar un cabo o un promontorio, uno nunca sabía qué nuevos esplendores nos iban a ser revelados. Toda la parte meridional del Mare Crisium es un vasto delta donde, hace mucho tiempo, algunos desembarcaban en el océano, quizás alimentados por las torrenciales lluvias que habían erosionado las montañas durante el corto período de la era volcánica, cuando la Luna era aún joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una tentación, un desafío a trepar hasta las desconocidas mesetas que había más allá. Pero teníamos aún un centenar y medio de kilómetros que cubrir, y todo lo que podíamos hacer era contemplar con envidia aquellas cimas que otros escalarían.

Abordo del tractor vivíamos según el tiempo terrestre, y a las 22 horas exactamente enviábamos el último mensaje por radio a la Base y terminábamos nuestro trabajo. Afuera, las rocas seguían ardiendo bajo un sol casi vertical; para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos de nuevo, tras ocho horas de sueño. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía un gran zumbido de afeitadoras eléctricas, y alguien conectaba la radio que nos unía a la Tierra. Realmente, cuando el olor de las salchichas cociéndose comenzaba a llenar la cabina, a uno le resultaba difícil creer que no habíamos regresado a nuestro planeta: Todo era tan normal, tan familiar, excepto la disminución de nuestro peso y la lentitud con que caían todos los objetos.

Era mi turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina principal que servía como cocina. Pese a los años transcurridos, recuerdo con extrema claridad aquel momento, porque la radio acababa de transmitir una de mis canciones preferidas, la vieja tonada gala David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya fuera, embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga. Mi asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo relativo al trabajo del día anterior en el diario de a bordo.

Como cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las salchichas se cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre las montañosas paredes que cercaban el horizonte por la parte sur, prolongándose hasta perderse de vista por el este y por el oeste. Parecían no estar a más de tres kilómetros del tractor, pero sabía que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la Luna, por supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los objetos lejanos, como ocurre en la Tierra.

Aquellas montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo abruptas de la llanura como si alguna erupción subterránea las hubiera hecho emerger a través de la corteza en fusión. No se podía ver la base ni siquiera de la más próxima, debido a la acusada curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo me hallaba.

Levanté los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado nunca, aquellos picos que, antes del nacimiento de la vida sobre la Tierra, habían contemplado cómo se retiraba el océano, llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de un mundo. El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos, mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en un cielo más negro que la más oscura medianoche de invierno en la Tierra.

Iba a girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello metálico casi en la cima de uno de los grandes promontorios que avanzaba hacia el mar, cincuenta kilómetros al oeste. Era un punto de luz pequeñísimo carente de dimensiones, como si una estrella hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos crueles picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz del sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que sucedía a menudo. Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los observadores de la Tierra pueden ver a veces las grandes cadenas montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano de las Tormentas, arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo del sol en sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a la torreta de observación y orienté nuestro telescopio hacia el oeste.

Lo que vi fue suficiente para despertar mi interés. Los picos montañosos, claros y nítidos en mi campo de visión, parecían no estar a más de ochocientos metros de distancia, pero el objeto que reflejaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para poder ser identificado. Sin embargo, aunque no pudiera distinguirlo claramente, sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una cierta simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente plana. Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma, aguzando mi vista en el espacio, hasta que un olor a quemado proveniente de la cocina me informó que las salchichas del desayuno habían hecho un viaje de casi cuatrocientos mil kilómetros para nada.

Mientras avanzábamos a través del Mare Crisium, aquella mañana, con las montañas irguiéndose a occidente, discutimos sobre el caso, y continuamos discutiendo a través de la radio cuando salimos a realizar nuestras prospecciones. Mis compañeros sostenían que había sido probado sin la menor sombra de duda que jamás había existido ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivas que habían llegado a existir eran algunas plantas primitivas, y sus antecesoras, tan sólo un poco menos degeneradas. Esto lo sabía yo tan bien como todos, pero hay ocasiones en las que un científico no debe temer al ridículo.

-Escuchad -dije firmemente-, quiero subir hasta allí arriba, aunque sólo sea para tranquilizar mi conciencia. Esta montaña tiene menos de cuatro mil metros, lo que equivale a setecientos con gravedad terrestre, y puedo hacérmela en una veintena de horas. Siempre he deseado escalar una de esas colinas, y aquí tengo un buen pretexto para hacerlo.

-Si no te partes el cuello -dijo Garnett-, vas a ser el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. De ahora en adelante, esta montaña se llamará seguramente la Locura de Wilson.

-No me partiré el cuello -dije con firmeza-. ¿Quién fue el primero que escaló Pico y Helicon?

-¿Pero no eras un poco más joven por aquel entonces? -preguntó suavemente Louis.

-Una razón de más para ir -dije muy dignamente.

Aquella noche nos acostamos pronto, tras conducir el tractor hasta unos quinientos metros del promontorio. Garnett vendría conmigo al día siguiente; era un buen escalador y había participado conmigo en otras expediciones semejantes. Nuestro conductor se sintió muy feliz de quedarse guardando el vehículo.

A primera vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros en la Tierra.

Hicimos nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura. La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco. Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la escalada.

Dentro de nuestros trajes la temperatura era agradablemente fresca, puesto que el sistema de refrigeración anulaba los efectos del ardiente sol y eliminaba al exterior los desechos de nuestra transpiración. Hablábamos raramente, salvo que debiéramos intercambiar instrucciones o discutir acerca del mejor camino a seguir. No sabía lo que estaría pensando Garnett, seguramente que era la empresa más absurda en la que se había embarcado. Yo no podía dejar de darle la razón, al menos en parte, pero el placer de la escalada, la seguridad de que nunca ningún hombre había llegado antes hasta allí, y la exaltante visión del paisaje, eran para mí una recompensa suficiente.

No recuerdo haber experimentado ninguna excitación especial al hallarnos ante la pared rocosa que había examinado a través del telescopio el día antes, desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se extendía hasta una veintena de metros por encima de nosotros y allá, en aquella explanada, se hallaba el objeto que me había atraído a través de toda aquella extensión desértica. Casi con toda seguridad no era más que un bloque de roca nacido en alguna época pasada a consecuencia del impacto de un meteorito, con los planos de estratificación pulidos y brillantes aún en la inmovilidad eterna e inmutable.

La roca no tenía apoyos, de modo que tuvimos que usar un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar una nueva fuerza cuando lancé el anda de tres puntas haciéndola girar sobre mi cabeza. La primera vez falló su presa, y cayó lentamente cuando tironeamos de ella para comprobar su solidez. Al tercer intento las púas se sujetaron sólidamente, y ni siquiera el peso combinado de nuestros dos cuerpos consiguió moverla.

Garnett me lanzó una ansiosa mirada. Hubiera podido decirle que deseaba subir yo primero, pero me limité a sonreír a través del cristal del casco y agité la cabeza. Luego, lentamente, sin prisas, inicié el último tramo de la ascensión.

Aún enfundado en el traje espacial, pesaba tan sólo veinte kilos, por lo que subí a pulso, sin enroscar la cuerda entre mis piernas ni ayudarme con los pies contra la pared. Cuando alcancé el borde me detuve un instante para saludar con la mano a mi compañero, luego di el último tirón, me icé de pie sobre la plataforma, y contemplé lo que había ante mí.

Hasta aquel momento estaba casi convencido de que no iba a descubrir nada extraño o insólito allí. Casi, pero no completamente, y era esa torturante duda la que me había empujado hasta allí. Bueno, la duda había sido disipada, pero la tortura apenas acababa de empezar.

Me encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida, burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca como una gigantesca gema facetada.

Probablemente no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego, inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me preocupaba; tenía bastante con haber llegado.

Mi cerebro comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas. ¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario… o alguna otra cosa que en mi lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían edificado en aquel lugar casi inaccesible? Me pregunté si se trataría de un templo, e imaginé ver a los adeptos de alguna extraña región invocando a sus divinidades para que les salvaran la vida mientras la Luna declinaba con la muerte de sus océanos.

Avancé unos pasos para examinar más de cerca el objeto, pero la cautela me impidió acercarme demasiado. Entendía un poco de arqueología, e intenté establecer el nivel de la civilización que había aplanado aquella montaña y erigido aquellas superficies resplandecientes que me cegaban aún.

Pensé que los egipcios hubieran estado en condiciones de erigir una construcción como aquélla, siempre que sus operarios dispusieran del extraño material que aquellos arquitectos aún más antiguos habían utilizado. Debido a que el objeto era relativamente pequeño, no se me ocurrió pensar que probablemente estaba examinando el producto de una raza más avanzada que la nuestra. La idea de que en la Luna hubieran existido seres inteligentes era ya bastante difícil de asimilar, y mi orgullo se negaba a dar el último y más humillante paso.

Y luego observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto. Ya he dicho que la explanada había sido torturada por la caída de los meteoritos, de tal modo que estaba recubierta de una espesa capa de polvo cósmico, ese polvo que se extiende como un manto por la superficie de todos los mundos en los que no existen vientos que puedan turbarlo. Sin embargo, tanto el polvo como las señales dejadas por los meteoritos terminaban bruscamente en el borde de un amplio círculo en el centro del cual se hallaba la pirámide, como si un muro invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.

Sentí que alguien estaba gritando en mis auriculares, y finalmente me di cuenta de que Garnett me estaba llamando desde hacía rato. Avancé con paso vacilante hacia el borde de la explanada y le hice señas de que subiera, porque no me sentía muy seguro de ser capaz de hablar. Luego me giré de nuevo hacia el círculo en el polvo. Me incliné y tomé un fragmento de roca, y lo lancé, sin excesiva fuerza, hacia el brillante enigma. Si la piedra hubiera desaparecido al chocar contra aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido, pero se limitó a caer al suelo, como si hubiera chocado contra una superficie curva.

Ahora sabía que el objeto que tenía ante mí no podía ser comparado con ninguna obra de mis antepasados. No era una construcción sino una máquina, que se protegía a sí misma a través de unas fuerzas que habían desafiado la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, seguían funcionando aún, y quizás yo me había acercado demasiado a ellas. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado en el transcurso del último siglo. Por lo que sabía, podía hallarme incluso condenado para siempre, como si hubiera penetrado en la atmósfera silenciosa y letal de una pila atómica no aislada.

Recuerdo que me giré hacia Garnett, que se había reunido conmigo y permanecía inmóvil a mi lado. Me pareció tan absorto que no quise molestarle, y me dirigí hacia el borde de la explanada esforzándome en ordenar de nuevo mis pensamientos. Allí, delante de mí, se extendía el Mare Crisium, extraño y fascinante para casi toda la humanidad, pero conocido y tranquilizador para mí. Levanté la mirada hacia la hoz de la Tierra que yacía en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían ocultado sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la humeante jungla del Carbonífero, la desierta orilla de los océanos sobre la que reptaban los primeros anfibios para conquistar la tierra firme…, o un período más anterior aún, el periodo de la soledad, antes de que la vida iniciara su desarrollo?

No me pregunten por qué no intuí antes la verdad, que ahora parece tan obvia. En la excitación del descubrimiento, me había convencido a mí mismo de que la aparición cristalina debía de haber sido construida por una raza que había vivido en el remoto pasado lunar, pero de pronto, con una terrible fuerza, me traspasó la certeza de que aquella raza era tan extranjera a la Luna como lo era yo.

En el transcurso de veinte años de exploraciones no habíamos hallado ningún otro rastro de vida a excepción de algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, aún moribunda, podía dejar tan sólo una única prueba de su existencia.

Volví a mirar la resplandeciente pirámide, y me pareció más extraña que nunca a cualquier cosa perteneciente a la Luna. Y entonces, de golpe fue sacudido por un estallido de risa histérica, provocado por la excitación y por la excesiva fatiga. Porque me había parecido que la pirámide me dirigía la palabra y me decía: “Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí”.

Hemos necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que descubriera allí, en la cima de la montaña.

No significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas.

El misterio continúa atormentándonos cada vez más, ahora que hemos alcanzado otros planetas y sabemos que sólo la Tierra ha sido cuna de vida inteligente en nuestro Sistema. Una civilización antiquísima y desconocida perteneciente a nuestro mundo no podría haberla construido, ya que el espesor del polvo meteórico en la explanada nos ha permitido calcular su edad. Aquel polvo comenzó a posarse antes de que la vida hiciera su aparición en la Tierra.

Cuando nuestro mundo alcanzó la mitad de su edad actual, algo que venía de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella huella de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que nosotros la destruimos, aquella máquina cumplió su cometido. Y empiezo a intuir cuál era.

Alrededor de cien mil millones de estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace mucho tiempo, otras razas de los mundos pertenecientes a otros soles deben de haber alcanzado y superado el estadio en el que ahora nos hallamos nosotros. Piensen en una tal civilización, muy lejana en el tiempo, cuando la Creación era aún tibia, dueña de un universo tan joven que la vida había surgido tan sólo en una infinitésima parte de mundos. La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Deben de haber explorado las galaxias como nosotros exploramos los mundos. Por todos lados había mundos, pero estaban vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se arrastraban y eran incapaces de pensar. Así debía de ser nuestra Tierra, con el humo de los volcanes ofuscando aún el cielo, cuando la primera nave de los pueblos del alba surgió de los abismos más allá de Plutón. Rebasó los planetas exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la vida no podía formar parte de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas interiores, que se calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.

Aquellos exploradores deben de haber observado la Tierra, sobrevolando la estrecha franja entre los hielos y el fuego, llegando a la conclusión de que aquél debía de ser el hijo predilecto del Sol. Allí, en un remoto futuro, surgiría la inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables estrellas, y nunca regresarían por aquel mismo camino.

Así pues, dejaron un centinela, uno de los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida. Era un faro que, a través de todas las edades, señalaba pacientemente que aún nadie lo había descubierto.

Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte.

Una vez superado este punto crítico, era tan sólo cuestión de tiempo que descubriéramos la pirámide, y la forzásemos para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra. Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia. Pero deben de ser viejos, muy viejos, y a menudo los viejos son morbosamente celosos de los jóvenes.

Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar.

No creo que tengamos que esperar mucho.

Robert A. Heinlein: Por sus propios medios. Cuento

Robert A. HeinleinBob Wilson no vio crecer el círculo.

Y, en realidad, tampoco vio al desconocido que salió de él y se quedó inmóvil, con los ojos clavados en la nuca de Wilson, mirándolo y respirando pesadamente, como si se encontrara bajo el peso de una impresión muy fuerte y fuera de lo normal.

Wilson no tenía razón alguna para sospechar que hubiera nadie más en su habitación: de hecho, tenía todas las razones del mundo para esperar justamente lo contrario. Se había encerrado en su habitación con el propósito de terminar su tesis de una sola sentada. Tenía que hacerlo: mañana era el último día del plazo y ayer la tesis no era todavía más que un título. «Una investigación sobre ciertos aspectos matemáticos del rigor metafísico».

Cincuenta y dos cigarrillos, cuatro cafeteras y trece horas de trabajo sin parar habían añadido siete mil palabras al titulo. En cuanto a la validez de su tesis, estaba demasiado aturdido por el cansancio como para que eso le importara lo más mínimo. Lo único que pensaba era: acaba con ella, escríbela, entrégala, tómate tres copas llenas hasta el borde y duerme durante una semana entera.

Alzó los ojos y los dejó vagar sobre la puerta de su armario tras la cual había escondido una botella de ginebra, casi llena. No, se amonestó en silencio, un trago más y nunca terminarás tu tesis, viejo amigo.

El desconocido que había a su espalda no dijo nada.

Wilson siguió escribiendo a máquina: «…tampoco es válido asumir que una proposición concebible es, necesariamente, una proposición posible, incluso cuando es posible formular matemáticamente una descripción exacta de tal proposición. Un caso al que se aplica esto es el concepto «Viaje en el tiempo». El viaje en el tiempo puede ser imaginado y se pueden llegar a formular sus exigencias bajo una teoría temporal determinada o bajo todas ellas, con fórmulas que resuelvan las paradojas de cada teoría. Sin embargo, sabemos ciertas cosas sobre la naturaleza empírica del tiempo que excluyen la posibilidad de la proposición concebible. La duración es un atributo de la conciencia y no del plenum. No posee Ding an Sicht. Por lo tanto…».

Se le atascó una tecla de la máquina y en seguida otras tres teclas golpearon sobre ella. Wilson lanzó una maldición con voz cansada y alargó la mano para entendérselas con el caprichoso artefacto.

–No hace falta que se moleste –oyó decir a una voz detrás suyo–. De todos modos, eso no es más que un montón de paparruchas.

Wilson se irguió en su asiento con una sacudida y luego volvió la cabeza muy lentamente. Tenía la fervorosa esperanza de que hubiera alguien a su espalda. De lo contrario…

Cuando vio al desconocido sintió un gran alivio.

«Gracias a Dios –pensó–, por un instante temí que se me hubieran aflojado los tornillos.» Un instante después su alivio se convirtió en una extrema irritación.

–¿Qué diablos está haciendo usted en mi habitación? –preguntó.

Echó hacia atrás su silla de un empujón, se puso en pie y fue hacia la única puerta que tenía el cuarto. Seguía estando cerrada, y desde el interior.

Las ventanas no podían servirle de ayuda: se encontraban al lado de su escritorio y tres pisos por encima de una calle con mucho tráfico.

–¿Cómo ha logrado entrar? –añadió.

–Por ahí –respondió el desconocido, señalando con un pulgar hacia el círculo.

Wilson se dio cuenta de él por primera vez, parpadeó y volvió a mirarlo con mayor atención. El disco se hallaba suspendido entre ellos y la pared: una gran lámina de nada, con ese color que uno ve cuando cierra los ojos apretando con fuerza los párpados.

Wilson meneó la cabeza vigorosamente. El disco siguió ahí.

«Diablos –pensó–. estaba en lo cierto la primera vez. Me pregunto qué habrá hecho descarrilar mi tranvía…» Avanzó hacia el disco y alargó una mano para tocarlo.

–¡No! –le dijo secamente el desconocido.

–¿Por qué no? –dijo Wilson con cierta irritación.

Sin embargo, se detuvo.

–Ya se lo explicaré. Pero antes. tomemos un trago.

Fue directamente hacia el armario, lo abrió y sacó la botella de ginebra sin apenas mirar en su interior.

–¡Eh! –chilló Wilson–. ¿Qué está haciendo? Ésa es mi botella.

–Su botella… –El desconocido se quedó callado durante unos instantes–. Lo siento. No le importará que me tome una copa, ¿verdad?

–Supongo que no –acabó concediendo Bob Wilson, algo malhumorado–. Ya que está en ello. póngame una a mi también.

–De acuerdo –accedió el desconocido–, y luego se lo explicaré.

–Será mejor que la explicación valga la pena –dijo Wilson con voz ominosa, pese a lo cual aceptó su copa y examinó al desconocido de la cabeza a los pies.

Vio a un tipo que tendría su misma talla y más o menos la misma edad…, quizá un poco más viejo, aunque era posible que tal impresión tuviera algo que ver con su barba de tres días. El desconocido lucía un ojo amoratado que ya estaba volviéndose negro, así como una herida recién hecha en la cara y una buena hinchazón en el labio superior. Wilson pensó que no le gustaba la cara de ese tipo. Con todo, seguía habiendo en ella algo familiar y tuvo la sensación de que debería ser capaz de reconocerla, de que la había visto antes un montón de veces en diferentes circunstancias.

–¿Quién es usted? –le preguntó de repente.

–¿Yo? –dijo su huésped–. ¿No me reconoce?

–No estoy seguro –admitió Wilson–. ¿Le he visto anteriormente?

–Bueno… no exactamente –dijo al desconocido con voz conciliadora–. Bah, olvídelo… no podría entenderlo.

–¿Cómo se llama?

–¿Mi nombre? Esto…, bastará con que me llame Joe.

Wilson dejó su vaso sobre el escritorio.

–De acuerdo, Joe Sea–cual–sea–tu–apellido, marchando esa explicación y que sea breve.

–Lo será–dijo Joe–. Ese trasto por el que vine –señaló hacía el círculo–, es una Puerta del Tiempo.

–¿Una qué?

–Una Puerta del Tiempo. El tiempo fluye a cada lado de la Puerta pero se divide en dos corrientes cada una de las cuales está separada por varios miles de años…, no sé exactamente cuántos. Pero durante el siguiente par de horas esa Puerta seguirá abierta. Puede ir al futuro con solo entrar en ese círculo.

El desconocido hizo una pausa. Bob tamborileó sobre el escritorio con los dedos.

–Adelante. Estoy escuchando. Es una historia estupenda.

–No me cree, ¿verdad? Se lo demostraré.

Joe se puso en pie, fue nuevamente hacia el armario y extrajo de su interior el sombrero de Bob, su apreciado y único sombrero, al cual había ido maltratando hasta reducirlo a su desastroso estado actual después de seis años de vida estudiantil. Joe lo arrojó dentro del disco impalpable.

El sombrero golpeó la superficie, atravesándola sin que al parecer hallara resistencia alguna, y se esfumó.

Wilson se levantó, dio la vuelta cautelosamente alrededor del círculo y examinó el suelo.

–Buen truco –admitió–. Ahora, le agradecería mucho que me devolviera el sombrero.

El desconocido meneó la cabeza.

–Podrá recuperarlo usted mismo cuando lo haya cruzado.

–¿Cómo?

–Lo que le he dicho. Escuche…

Y, brevemente, el desconocido repitió su explicación sobre la Puerta del Tiempo. Wilson, insistió, tenía ahora una ocasión de las que sólo se presentan una vez cada milenio…, si se daba algo de prisa y cruzaba ese círculo. Además, aunque Joe no pudiera explicárselo detalladamente en ese momento, era muy importante que Wilson cruzara el círculo.

Bob Wilson se sirvió una segunda copa de ginebra y luego una tercera. Estaba empezando a encontrarse francamente a gusto y tenía ganas de discutir.

–¿Por qué? –se limitó a decir.

Joe puso cara de exasperación.

–Maldita sea, con que la cruces una vez no harían falta tantas explicaciones. Bueno, de acuerdo… –Según Joe, al otro lado había un viejo que necesitaba la ayuda de Wilson. Con la ayuda de Wilson los tres podrían gobernar el país. Joe no podía o no quería ser más preciso en cuanto a la naturaleza exacta de su ayuda y prefería recalcar una y otra vez las incomparables posibilidades aventureras que el círculo le ofrecía–. No querrás pasarte la vida como un esclavo intentando enseñar a cabezas de chorlito en alguna universidad de tercera categoría –insistía–. Ésta es tu ocasión. ¡Aprovéchala!

Bob Wilson admitió para sí mismo que un doctorado en filosofía y un puesto de enseñanza no eran su ideal de existencia. De todos modos, eso era mejor que verse obligado a trabajar para ganarse la vida. Sus ojos se posaron en la botella de ginebra, cuyo nivel había bajado lamentablemente. Eso lo explicaba todo. Se puso en pie con cierta dificultad.

–No, mi querido amigo –dijo solemnemente–, no pienso subir a ese tiovivo tuyo. ¿Sabes por qué?

– ¿Por qué?

–Porque estoy borracho, ése es el porqué. No estás aquí. Eso es, no estás aquí. –Agitó vagamente la mano hacia el círculo–. Aquí no hay nadie más que yo y estoy borracho. He estado demasiado tiempo trabajando –añadió como disculpándose–. Me voy a la cama.

–No estás borracho.

–Estoy borracho. Tres tristes tigres comían trigo de un trigal.

Avanzó hacia su cama. Joe le cogió del brazo.

–No puedes hacer eso –dijo.

–¡Suéltale!

Los dos se volvieron en redondo. Ante ellos, justo delante del círculo, se hallaba un tercer hombre. Bob miró al recién llegado, miró nuevamente a Joe, parpadeó e intentó enfocar sus pupilas. Pensó que los dos se parecían mucho, lo bastante como para ser hermanos. O quizá estaba viendo doble. Mala cosa, la ginebra. Tendría que haber cambiado al ron hacía mucho tiempo. El ron era soberbio. Podías bebértelo o podías darte un baño con él. No, quizá fuera con la ginebra…, bueno, en el fondo se refería a Joe.

¡Claro, qué estúpido! Joe era el que tenía el ojo negro. Se preguntó cómo había podido confundirse.

Entonces, ¿quién era ese otro tipo? ¿Acaso un par de amigos no podían tomarse unos tragos en paz sin que la gente viniera a entrometerse?

–¿Quién eres? –dijo con tranquila dignidad.

El recién llegado volvió su cabeza hacia él y luego miró a Joe.

–El me conoce –dijo con una voz cargada de sobreentendidos.

Joe le examinó lentamente.

–Sí –dijo–, si, supongo que te conozco. Pero ¿a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?

–No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ello que tú…, tendrás que admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.

–No pienso admitir nada semejante, y…

Sonó el teléfono.

–¡Contesta! –dijo secamente el recién llegado.

Bob iba a protestar ante lo perentorio del tono pero acabó no haciéndolo. En su temperamento no había la flema suficiente como para hacer caso omiso de un teléfono que sonaba.

–¿Diga?

–Oiga, ¿es Bob Wilson? –le preguntaron.

–Sí. ¿quién habla?

–No se preocupe por ello. Sólo quería estar seguro de que estaba usted ahí. Pensaba que estaría ahí. Va por buen camino, chico. va por buen camino.

Wilson oyó una risita y luego el chasquido del auricular al ser colgado.

–Oiga –dijo–, ¡oiga!

Apretó un par de veces la tecla y luego colgó.

–¿Quién era? –le preguntó Joe.

–Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. –El teléfono volvió a sonar y Wilson añadió–: Ahí está de nuevo. –Cogió el auricular–. ¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público.

–¡Pero, Bob! –dijo una dolida voz femenina en el auricular.

–¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú. Mira… lo siento. Me disculpo…

–¡Bueno, desde luego creo que deberías hacerlo!

–No me entiendes, cariño. Hay un tipo que me ha estado molestando con sus llamadas y pensé que eras él. Cariño, sabes muy bien que jamás se me ocurriría hablarte de ese modo…

–Bueno, más vale que no se te ocurra. En especial después de todo lo que me dijiste esta tarde y todo lo que significamos el uno para el otro.

–¿Cómo? ¿Esta tarde? ¿Has dicho esta tarde?

–Por supuesto. Pero te llamaba por otra cosa: te has dejado el sombrero en mi apartamento. Me di cuenta de que estaba ahí unos minutos después de que te fueras y se me ocurrió llamar para decirte dónde se encuentra. Además –añadió con una mezcla de timidez y coquetería –eso me da una excusa para oír de nuevo tu voz.

–Claro. Estupendo –dijo él mecánicamente–. Oye. cariño. Estoy algo confuso. He tenido un día muy complicado y ahora se está complicando todavía más. Te veré esta noche y lo aclararemos todo. Pero sé que no me he dejado tu sombrero en mi apartamento…

–¡Tu sombrero, tonto!

–¿Eh? ¡Oh, claro! Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.

Colgó rápidamente el auricular. «Cielos –pensó–, esta mujer va a convertirse en un auténtico problema.» Alucinaciones. Se volvió hacia sus dos compañeros.

–Muy bien, Joe. Estoy listo para ir si tú también lo estás.

No estaba demasiado seguro de cuándo o por qué había decidido cruzar por ese artefacto temporal, pero lo había decidido. Y, además, ¿quién creía ser ese otro tipo, intentando meterse con el libre albedrío de un hombre?

–¡Estupendo! –dijo Joe, aliviado–. Lo único que debes hacer es cruzar el círculo, no hace falta nada más.

–¡No. nada de eso!

Era el desconocido, siempre metiéndose en todo. Dio un paso adelante y se interpuso entre Wilson y la Puerta.

Bob Wilson se encaró con él.

–¡Oye, desde que has aparecido aquí te comportas como si yo fuera un don nadie! Si esto no te gusta, por mí te puedes tirar de cabeza al lago… Y si no quieres hacerlo, ¡soy perfectamente capaz de tirarte yo!. ¿A ver, quién me lo va a impedir, tú y cuántos más?

El desconocido alargó la mano e intentó cogerle por el cuello. Wilson lanzó un golpe pero no resultó demasiado bueno. Su puñetazo fue tan lento como el correo repartido por un paralítico. El desconocido lo esquivó sin problemas y luego le sirvió una buena ración de nudillos, unos nudillos muy grandes y duros. Joe vino rápidamente en ayuda de Bob. Empezaron a intercambiarse puñetazos con entusiasmo, tarea a la cual Bob se añadió con alegría pero sin demasiada eficacia. El único golpe que logró dar tuvo como blanco a Joe, teóricamente su aliado. De todos modos, él había tenido intención de darle al otro.

Este feux pas le dio al desconocido la oportunidad de conectar limpiamente su izquierda con la mandíbula de Wilson. El golpe dio un poco alto pero dado el estado de Bob fue suficiente como para hacer que dejara de tomar parte en la actividad.

Bob Wilson fue dándose cuenta paulatinamente de lo que le rodeaba. Estaba sentado sobre un suelo que parecía algo inestable. Alguien se inclinaba sobre él.

–¿Te encuentras bien? –preguntó la figura.

–Supongo que sí –respondió Bob con voz pastosa. Le dolía la boca; se llevó la mano a los labios y la retiró cubierta de sangre–. Me duele la cabeza.

–Ya me lo imaginaba. Cruzaste de forma algo confusa y creo que al aterrizar te diste un golpe en la cabeza.

Los pensamientos de Wilson, aunque confusos, estaban empezando a recobrar cierta claridad. ¿Cruzar? Examinó más atentamente a quien le estaba ayudando. Vio a un hombre de mediana edad con una revuelta cabellera grisácea y una barba perfectamente recortada. Iba vestido con lo que Wilson tomó por una especie de pijama color púrpura para fiestas.

Pero la habitación en la cual se hallaba le resultó todavía más inquietante. Tenía forma circular y el techo se curvaba con tal suavidad que resultaba difícil decir cuál era su altura. En la habitación reinaba una claridad sin sombras ni fuentes visibles de luz. No había en ella mueble alguno salvo una especie de estrado o púlpito situado junto a la pared que tenía delante.

–¿Cruzar? ¿Cruzar el qué?

–La Puerta, naturalmente.

En el acento de aquel hombre había algo extraño que Wilson no logró localizar con precisión, salvo por tener la impresión de que no estaba hablándole en el idioma que acostumbraba a utilizar.

Wilson miró por encima de su hombro hacia donde estaba mirando el otro, y vio el círculo.

Eso hizo que la cabeza le doliera todavía más.

«Oh, Dios –pensó–, ahora sí que me he vuelto realmente loco. ¿Por qué no me despierto?» Meneó la cabeza, intentando aclararla.

Fue un error. No es que se le desprendiera la tapa de los sesos…, al menos, no del todo. Y el círculo siguió donde estaba, colgando sencillamente del aire, su pulida profundidad llena por los amorfos colores y siluetas de la no–visión.

–¿Aparecí a través de eso?

–Sí.

–¿Dónde estoy?

–En el Salón de la Puerta del Gran Palacio de Norkaal. Pero, más importante que eso, es cuándo estás. Has avanzado algo más de treinta mil años.

«Ahora sé que estoy loco», pensó Wilson. Se puso en pie con cierta dificultad y caminó hacia la Puerta.

Su interlocutor le puso la mano en el hombro.

–¿Adónde vas?

–¡Voy a regresar!

–No tan rápido. Regresarás, desde luego, te doy mi palabra. Pero antes, deja que cuide tus heridas. Y deberías descansar un poco. Tengo ciertas explicaciones que darte y, cuando vuelvas, hay algo que podrías hacer, algo que redundaría en beneficio de los dos. Muchacho, nos aguarda un gran futuro a los dos…, ¡un gran futuro!

Wilson se detuvo, sin saber qué hacer. La insistencia de aquel hombre le resultaba vagamente preocupante.

–Esto no me gusta.

El otro le contempló entrecerrando los ojos.

–¿Te gustaría beber algo antes de irte?

Desde luego que le gustaría. En ese mismo instante un buen trago de licor le parecía lo más deseable que podía encontrar en toda la Tierra… o en todo el tiempo.

–De acuerdo.

–Ven conmigo.

Le condujo hasta el objeto que estaba junto a la pared y luego, a través de una puerta, a lo largo de un pasillo. Andaba con rapidez; Wilson tuvo que apretar el paso para mantenerse a su altura.

–Por cierto –le preguntó mientras recorrían el largo pasillo–, ¿cómo te llamas?

– ¿Mi nombre? Puedes llamarme Diktor, todos lo hacen.

–De acuerdo, Diktor. ¿Quieres saber cuál es mi nombre?

–¿Tu nombre? –Diktor lanzó una breve risita–. Ya conozco tu nombre: te llamas Bob Wilson.

–¿Qué? Oh… supongo que Joe te lo dijo.

–¿Joe? No conozco a nadie que se llame así.

–¿No? Él parecía conocerte. Oye…, quizá no eres el tipo al que yo debía ver.

–Sí que lo soy. En cierto modo…, bueno, te estaba esperando. Joe… Joe… ¡Oh! –Diktor volvió a reír–. Se me había ido de la cabeza por un segundo. Te dijo que le llamaras Joe, ¿verdad?

–¿No se llama así?

–Es un nombre tan bueno como cualquier otro. Ya hemos llegado.

–Hizo entrar a Wilson en una habitación pequeña pero clara y alegre. No tenía muebles de ninguna clase pero el suelo era blando y tan cálido como si estuviera hecho de carne viva–. Siéntate. Volveré dentro de unos segundos.

Bob miró a su alrededor buscando algo para sentarse y luego se volvió hacia Diktor, para pedirle una silla. Pero Diktor se había ido. Peor aún, la puerta por la cual habían entrado ya no estaba. Bob se instaló en el cómodo suelo y trató de no preocuparse.

Diktor no tardó en regresar. Wilson vio cómo la puerta se dilataba para dejarle entrar pero no logró comprender cómo sucedía todo aquello. Diktor llevaba una botella de cristal tallado en cuyo interior había un líquido que se agitaba con un agradable gorgoteo, y un vaso.

–A tu salud –dijo con voz alegre, sirviéndole cuatro dedos de líquido en el vaso–. Bebe.

Bohío tomó.

–¿No vas a beber?

–Luego. Primero quiero ocuparme de tus heridas.

–De acuerdo.

Wilson engulló el líquido con una premura casi indecente (acabó decidiendo que no estaba mal, algo parecido al escocés, pero más suave y no tan seco como éste), mientras Diktor trabajaba diestramente sobre sus heridas con unos ungüentos que primero le escocieron bastante y luego calmaron casi todo el dolor–. ¿Te importa si me tomo otro?

–Sírvete tú mismo

Bob engulló su segundo vaso con más lentitud. No llegó a terminarlo: el vaso resbaló de entre sus fláccidos dedos, dejando en el suelo una mancha de un marrón rojizo. Se puso a roncar.

Bob Wilson despertó sintiéndose estupendamente y sin una pizca de cansancio. Se encontraba bastante alegre aunque no sabía por qué. Siguió tendido con los ojos cerrados durante unos segundos y dejó que su alma volviera a instalarse dentro de su cuerpo. Tenía la sensación de que éste iba a ser un buen día. Oh, sí…, había terminado esa condenada tesis. ¡No, no la había terminado! Se irguió bruscamente.

Al ver los extraños muros que le rodeaban le hizo cobrar conciencia de lo ocurrido. Pero, antes de que tuviera tiempo de empezar a preocuparse –de hecho, una fracción de segundo después de haberse erguido–, la puerta se dilató dejando entrar a Diktor.

–¿Te encuentras mejor?

–Bueno, sí, estoy mejor. Dime ¿qué es todo esto?

–Ya llegaremos a eso. ¿Qué te parece desayunar algo?

En la escala de valores de Wilson el desayuno iba justo después de la vida y antes que la posibilidad de que existiera la inmortalidad. Diktor le llevó a otra habitación; la primera con ventanas de cuantas había visto. En realidad, media habitación terminaba en un balcón suspendido a gran altura que daba a un panorama cubierto de verdor. Una suave y cálida brisa veraniega soplaba perezosamente por la estancia. Desayunaron abundantemente al estilo de los antiguos romanos. mientras Diktor se explicaba.

Bob Wilson no siguió sus explicaciones tan atentamente como lo habría hecho en otras circunstancias pues le distrajeron bastante las sirvientas que trajeron el desayuno. La primera entró llevando una gran bandeja con frutas sobre su cabeza. Las frutas eran espléndidas y la chica también lo era. Por mucho que la examinó fue incapaz de hallar en su persona defecto alguno.

Y, desde luego, su atuendo facilitaba mucho tal inspección.

Fue primero hacia Diktor y con un gesto fluido y lleno de gracia puso una rodilla en tierra, quitándose la bandeja de la cabeza y ofreciéndosela. Diktor tomó solamente una pequeña fruta de color rojo y le indicó que se fuera con una seña. Luego le ofreció la bandeja a Bob de igual forma.

–Como estaba diciendo –continuó Diktor–, no sabemos con seguridad de qué tiempo vinieron los Grandes o a qué tiempo se fueron tras abandonar la Tierra. Yo me inclino a pensar que se perdieron en el Tiempo. En cualquier caso, gobernaron durante más de veinte mil años y borraron por completo la cultura humana, tal y como tú la conocías. Lo más importante para nosotros dos es el efecto que eso tuvo sobre el intelecto humano. Una persona acostumbrada al estilo de vida del siglo veinte puede hacer aquí cuanto le venga en gana… ¿Me estás escuchando?

–¿Eh? Oh, sí, claro. Oye, esa chica es francamente guapa.

Sus ojos seguían clavados en la puerta por la cual había desaparecido.

–¿Quién? Oh, sí. supongo que sí. No es de una belleza excepcional teniendo en cuenta el promedio femenino de este lugar.

–Eso me resulta difícil de creer. No me costaría nada acostumbrarme a una chica semejante.

–¿Te gusta? Muy bien, es tuya.

–¿Qué?

–Es una esclava. No te indignes. Son esclavos por naturaleza. Si te gusta, te la regalo. Eso la hará feliz. –La chica acababa de volver. Diktor se dirigió a ella en un lenguaje desconocido para Bob–. Se llama Arma –le dijo a él en un aparte y luego habló con ella durante unos instantes.

Arma rió suavemente. Luego volvió a ponerse seria y, yendo hacia donde estaba reclinado Wilson, puso ambas rodillas en el suelo y bajó la cabeza. con las dos manos juntas ante su pecho.

–Toca su frente –le indicó Diktor.

Bob así lo hizo. La muchacha se puso en pie y se quedó inmóvil, esperando plácidamente junto a él. Diktor le dijo algo. Ella pareció sorprendida pero salió de la habitación.

–Le he explicado que, pese a su nueva posición, es tu deseo que siga sirviéndonos el desayuno.

Diktor siguió con sus explicaciones mientras continuaba el desfile de platos. El siguiente fue traído por Arma y otra muchacha. Cuando Bob vio a la segunda joven se le escapó un leve silbido. Se dio cuenta de que había actuado con cierta precipitación al dejar que Diktor le hiciera regalo de Arma. Acabó decidiendo que o el nivel medio de la belleza había subido de forma increíble, o Diktor se tomaba muchas molestias a la hora de seleccionar sus sirvientas.

–…por esa razón –estaba diciendo Diktor–, es necesario que vuelvas inmediatamente a través de la Puerta Temporal. Tu primer trabajo es traer de vuelta a ese otro tipo. Luego tengo otra cosa preparada para ti y, después de eso, podremos descansar. A partir de entonces iremos a partes iguales. Y hay mucho que repartir. yo… ¡No me estás escuchando!

–Claro que sí, jefe. He oído cada una de las palabras que has pronunciado. –Se acarició el mentón–. Oye, ¿podrías prestarme una navaja de afeitar? Me gustaría arreglarme.

Diktor lanzó unas cuantas maldiciones en dos lenguas distintas

–¡Mantén tus ojos apartados de esas chicas y escúchame! Hay trabajo que hacer.

–Claro, claro. Ya lo he entendido… y soy tu hombre. ¿Cuándo empezamos?

Wilson había tomado su decisión hacía ya algún tiempo…, muy poco después de que Arma entrara con la bandeja de frutas, a decir verdad. Tenía la sensación de haberse metido en un sueño extremadamente agradable. Si el cooperar con Diktor servía para que ese sueño continuara, pues adelante. ¡Al diablo con su carrera académica!

De todos modos, cuanto quería Diktor de él era que volviera al sitio del que había salido y que convenciera a otro tipo para que cruzara la Puerta. Lo peor que podía ocurrirle era que se hallara de nuevo en el siglo veinte. ¿Qué podía perder?

Diktor se puso en pie.

–Vamos con ello antes de que te distraigas más –dijo secamente–. Sígueme.

Y se puso en marcha andando rápidamente, con Wilson detrás de él.

Diktor le condujo hasta el Salón de la Puerta y se detuvo.

–Todo cuanto debes hacer es cruzar la Puerta –dijo–. Te encontrarás de vuelta en tu propia habitación y en tu propia época. Convence al hombre que encuentres allí para que cruce la Puerta. Le necesitamos. Luego puedes volver.

Bob levantó una mano formando un círculo con el dedo índice y el pulgar.

–Está en el saco, jefe. Considérelo hecho.

Avanzó hacia la Puerta, dispuesto a entrar por ella.

–¡Espera! –le ordenó Diktor–. No estás acostumbrado al viaje temporal. Querría advertirte de que cuando cruces sufrirás una considerable impresión. Ese otro tipo… le reconocerás.

–¿Quién es?

–No te lo diré porque no lo entenderías. Pero ya lo entenderás cuando le veas. Limítate a recordar esto… hay algunas paradojas muy extrañas relacionadas con el viaje temporal. No permitas que nada de cuanto veas te haga perder el control. Haz lo que te digo y todo irá bien.

–Las paradojas no me preocupan –dijo Bob con voz confiada–. ¿Eso es todo? Estoy preparado.

–Un momento. –Diktor se colocó detrás del estrado y un instante después su cabeza asomó a un lado de éste–. Ya he preparado los controles. Bien, ¡adelante!

Bob Wilson cruzó el espacio conocido como Puerta Temporal.

El paso a través de ella no le proporcionó ningún tipo de sensación particular. Era como atravesar una cortina y entrar en una habitación más oscura. Se detuvo por un instante al otro lado y esperó a que sus ojos se acostumbraran a esa luz más tenue. Se dio cuenta de que, ciertamente, se hallaba en su propia habitación.

En ella había un hombre, sentado ante su escritorio. Diktor había estado en lo cierto. Por lo tanto, éste era el tipo que debía mandar a través de la Puerta. Diktor había dicho que le reconocería. Bueno, veamos quién es.

Sintió un cierto resentimiento al encontrar alguien sentado ante su escritorio en su habitación, pero no tardó en pasársele. Después de todo, no era más que un cuarto alquilado; cuando desapareció no cabía duda de que habrían encontrado un nuevo inquilino. No tenía modo alguno de saber cuánto tiempo llevaba fuera… ¡caramba, quizá hubiera llegado a mitad de la semana siguiente!

El tipo le parecía vagamente familiar aunque sólo podía ver su espalda. ¿Quién era? ¿Debería hablar con él, hacer que se diera la vuelta? Sentía una vaga reluctancia a obrar de ese modo basta no saber quién era. Racionalizó esa sensación diciéndose que resultaba más deseable saber con quién estaba tratando antes de intentar algo tan extravagante como sería convencer a este hombre de que cruzara la Puerta.

El hombre del escritorio siguió dándole a la máquina y luego se detuvo para dejar un cigarrillo en un cenicero, apagándolo luego con un pisapapeles.

Bob Wilson conocía muy bien ese gesto.

Sintió un escalofrío en la espalda.

«Si enciende el siguiente cigarrillo tal y como yo pienso que lo hará…», se dijo así mismo.

El hombre del escritorio cogió otro cigarrillo, le dio unos cuantos golpecitos en un extremo, lo hizo girar y luego repitió la operación en el otro extremo, arrugando por último cuidadosamente el papel sobre la uña de su pulgar izquierdo y poniéndose el extremo arrugado en la boca.

Wilson sintió latir fuertemente la sangre en su nuca. ¡Sentado ahí, dándole la espalda, estaba él mismo, Bob Wilson!

Le pareció que iba a desmayarse. Cerró los ojos y se apoyó en el respaldo de una silla. «Lo sabía –pensó–. Todo esto es absurdo. Estoy loco. Sé que estoy loco. Algún tipo de personalidad dividida. No tendría que haber trabajado tanto.»

El ruido de la máquina de escribir seguía resonando en sus oídos. Intentó recobrar la calma y examinó la situación. Diktor le había advertido de que iba a sufrir una gran impresión, algo que no podía explicarle antes de que ocurriera, porque no lo creería. «Está bien…, supongamos que no estoy loco. Si el viaje en el tiempo es posible, no hay razón alguna por la cual no pueda volver para contemplar cómo yo mismo hago algo que hice en el pasado. Si estoy cuerdo, eso es lo que estoy haciendo.»

«¡Y, si estoy loco. no importa en lo más mínimo qué cuernos estoy haciendo! »

«Y, además, si estoy loco, ¡quizá pueda seguir estándolo y volver cruzando la Puerta. No. eso carece de sentido. Claro que nada de todo esto tiene sentido… ¡Al diablo con ello!»

Avanzó sin hacer ningún ruido y miró por encima del hombro de su doble.

«La duración es un atributo de la conciencia y no del plenum», leyó.

«Bueno, eso me deja justo allí donde había empezado, viendo cómo yo mismo escribo mi tesis», pensó.

Las teclas seguían moviéndose. «No posee Ding un Sicht. Por lo tanto…» Una de las teclas se atascó y varias teclas más se encajaron sobre la primera. Su doble del escritorio lanzó una maldición y extendió la mano para colocarlas en su sitio.

–No hace falta que se moleste –dijo Wilson siguiendo un impulso repentino–. De todos modos, eso no son más que un montón de paparruchas.

El otro Bob Wilson se irguió sobresaltado y luego volvió lentamente la cabeza. La expresión inicial de sorpresa fue sustituida por otra de fastidio.

–¿Qué diablos está haciendo usted en mi habitación? –preguntó. Sin esperar respuesta se puso en pie, fue rápidamente hacia la puerta y examinó la cerradura–. ¿Cómo ha logrado entrar?

«Esto va a ser difícil», pensó Wilson.

–Por ahí –respondió Wilson, señalando hacia la Puerta del Tiempo. Su doble miró hacia donde señalaba, parpadeó y luego avanzó cautelosamente hacia ella, disponiéndose a tocarla–. ¡No! –gritó Wilson.

El otro se detuvo.

–¿Por qué no? –preguntó.

Wilson no tenía muy claro el porqué no debía permitir que su otro yo tocara la Puerta, pero sabía reconocer muy bien la sensación de un desastre inminente cuando la notaba en los huesos. Intentó ganar tiempo y dijo:

–Ya se lo explicaré. Pero antes, tomemos un trago.

Un trago siempre era buena idea. Nunca había necesitado uno más que ahora. De forma totalmente automática, fue hacia el armario, donde escondía habitualmente su licor. y sacó la botella que esperaba encontrar ahí.

–¡Eh! –protestó el otro–. ¿Qué está haciendo? Ésa es mi botella.

–Su botella…

¡Por las campanas del infierno! Era su botella. No, no lo era; era… la botella de ellos. ¡Oh, al diablo! Todo era demasiado complicado y no valía la pena intentar explicarlo–. Lo siento. No le importará que me tome una copa, ¿verdad?

–Supongo que no –admitió su doble no de muy buena gana–. Ya que está en ello, póngame una a mí también.

–De acuerdo –asintió Wilson–, y luego se lo explicaré.

Tuvo la sensación de que iba a ser muy, muy difícil de explicar hasta que no se hubiera tomado un trago. En realidad, no podía explicarse ni a él mismo todo lo que había sucedido.

–Será mejor que la explicación valga la pena –le advirtió el otro hombre, observando atentamente a Wilson mientras empezaba a beber.

Wilson soportó el escrutinio de su yo más joven con una confusa y casi insoportable mezcla de emociones. ¿Acaso ese idiota era incapaz de reconocer su propio rostro cuando lo veía ante él? Si no lograba ver cuál era la situación, entonces, ¿cómo demonios iba a conseguir aclarársela?

Se había olvidado de que, claro está, su rostro resultaba ahora bastante irreconocible, dado que no se había afeitado y se encontraba decididamente maltrecho. Tampoco pensó, y eso todavía era más importante, en que una persona jamás ve su rostro salvo en los espejos y que, cuando lo hace, no le dedica la misma atención que a los rostros de los demás. Ninguna persona cuerda espera ver su propia cara en la cabeza de otra persona.

Wilson se daba cuenta de que su compañero había quedado francamente asombrado ante su aparición, pero estaba igualmente claro que no le había reconocido.

–¿Quién es usted? –le preguntó de repente el otro.

–¿Yo? –dijo Wilson–. ¿No me reconoce?

–No estoy seguro ¿Le he visto anteriormente?

–Bueno…, no exactamente –dijo Wilson para ganar algo de tiempo. ¿Cómo se le dice a otra persona que entre ella y tú hay una relación todavía más estrecha que entre dos gemelos?–. Bah, olvídelo…, no podría entenderlo.

–¿Cómo se llama?

–¿Mi nombre? Esto… –¡Oh, oh! ¡Esto iba a resultar francamente difícil! La situación era totalmente ridícula. Abrió la boca e intentó articular las palabras «Bob Wilson» pero dejó de intentarlo sintiendo que resultaría inútil. Como muchos hombres antes que él, se vio obligado a mentir porque la verdad, sencillamente, resultaba imposible de creer–. Bastará con que me llame Joe –acabó diciendo con cierta vacilación.

De pronto sus palabras le dejaron atónito. En ese momento se dio cuenta de que en realidad él era «Joe», el Joe con el que se había encontrado antes. Ya había comprendido que su entrada en su propia habitación tuvo lugar justo cuando había dejado de trabajar en su tesis, pero no había tenido tiempo de pensar a fondo en todo el asunto. Ahora, al oír que él mismo se refería a él como Joe fue una bofetada en el rostro, y le hizo comprender que no se trataba simplemente de una escena similar, sino de la misma escena que había vivido antes…, aunque ahora la estaba viviendo desde un punto de vista diferente.

Al menos, él pensaba que era la misma escena. ¿Había alguna diferencia? No podía estar seguro pues era incapaz de recordar palabra por palabra tal y como había sido la conversación.

A cambio de una transcripción completa de la escena que yacía en el fondo de su memoria, estaba dispuesto a pagar veinticinco dólares en efectivo, más impuestos.

Y, un momento…, nada le obligaba, era libre. Estaba seguro de ello. Todo cuanto hacía y decía era el resultado de su libre albedrío. Aunque no pudiera recordar el guión había ciertas cosas que sabía que «Joe» no había dicho entonces. «Mary tenía un corderito», por ejemplo. Recitaría la cancioncilla infantil y así lograría escapar de esa maldita serie de repeticiones.

–De acuerdo, Joe Sea–cual–sea–tu–apellido –dijo entonces su alter ego, dejando la copa que, hasta hacía muy poco, había contenido sus buenos ciento cincuenta centilitros de ginebra–, marchando esa explicación y que sea breve.

Abrió nuevamente la boca para responder a su petición y volvió a cerrarla.

«Calma, hijo, calma –se dijo–. Eres libre. ¿Quieres recitar una cancioncilla infantil? Pues adelante con ello. No le respondas; sigue adelante y recítala… y rompe este círculo vicioso.»

Pero bajo la mirada suspicaz del hombre que tenía delante se encontró repentinamente incapaz de recordar cualquier cancioncilla infantil. Sus procesos mentales parecían haberse atascado.

Se rindió.

–Lo será. Ese trasto por el que vine es una Puerta del Tiempo.

–¿Una qué?

–Una Puerta del Tiempo. El tiempo fluye a cada lado de…– A medida que hablaba notó que empezaba a sudar; estaba razonablemente seguro de que se estaba explicando exactamente en los mismos términos con que se le había ofrecido por primera vez esa explicación a él–… al futuro con sólo entrar en ese círculo.

Se quedó callado y se limpió la frente.

–Adelante –dijo el otro con voz implacable–. Estoy escuchando. Es una historia estupenda.

De repente Bob se preguntó si ese otro hombre podía ser él. El estúpido y arrogante dogmatismo con que se comportaba le enfureció. ¡De acuerdo, de acuerdo! Ya le enseñaría. Fue bruscamente hacia el armario, sacó su sombrero y lo arrojó a través de la Puerta.

Su doble vio cómo el sombrero se desvanecía de la existencia con una mirada inexpresiva y luego se puso en pie y dio la vuelta a la Puerta, andando con el cuidado de un hombre que se encuentra algo borracho pero que está decidido a no demostrarlo.

–Buen truco –le facilitó tras haberse convencido de que el sombrero ya no estaba–. Ahora, le agradecería mucho que me devolviera el sombrero.

Wilson meneó la cabeza.

–Podrá recuperarlo usted mismo cuando la haya cruzado –le respondió distraídamente.

Estaba meditando en el problema de cuántos sombreros había al otro lado de la Puerta.

–¿Cómo?

–Lo que le he dicho. Escuche…

Wilson hizo cuanto pudo para explicarle persuasivamente a su antigua personalidad qué deseaba de ella. A decir verdad, intentó claramente engatusarla. Si tenía que ser honesto consigo mismo, en este asunto las explicaciones estaban fuera de lugar. Antes habría preferido explicarle el cálculo de tensores a un aborigen australiano, aunque ni tan siquiera él entendía tan esotéricas matemáticas.

El otro hombre no parecía muy dispuesto a echarle una mano. Parecía más interesado en tragar ginebra que en ir siguiendo las poco plausibles afirmaciones y protestas de Wilson.

–¿Por qué? –le interrumpió de pronto con expresión algo ceñuda.

–Maldita sea –respondió Wilson–, con que la cruces una vez no harían falta tantas explicaciones. Bueno, de acuerdo… –Siguió haciéndole una sinopsis de lo que le había propuesto Diktor. Se dio cuenta, con irritación, de que Diktor había sido considerablemente lacónico en cuanto a sus explicaciones. Se vio obligado a ser bastante breve con las partes lógicas de su argumento y acabó concentrándose en el atractivo emocional de éste. Ahí pisaba terreno seguro: nadie mejor que él mismo sabía lo harto que se encontraba el antiguo Bob Wilson con la mezquindad y la asfixiante atmósfera de una carrera académica–. No querrás pasarte la vida intentando enseñar a cabezas de chorlito en alguna universidad de tercera categoría–concluyó–. Ésta es tu oportunidad. ¡Aprovéchala!

Wilson observó atentamente a su compañero y creyó detectar en él una respuesta favorable. Decididamente, parecía interesado. Pero el otro Wilson dejó cuidadosamente su copa sobre la mesa, clavó los ojos en la botella de ginebra y, por último, acabó diciendo:

–No, mi querido amigo, no pienso subir a ese tiovivo tuyo. ¿Sabes por qué no?

–¿Por qué?

–Porque estoy borracho, ése es el porqué. No estás aquí. Eso es, no estás aquí. –Agitó la mano señalando hacia la Puerta, estuvo a punto de caerse y logró recobrar el equilibrio con un esfuerzo–. Aquí no hay nadie más que yo y estoy borracho. He estado demasiado tiempo trabajando –farfulló–. Me voy a la cama.

–No está borracho –protestó Wilson sin demasiadas esperanzas de convencerlo.

«Maldita sea –pensó–, no debería beber si no es capaz de aguantar bien el licor.»

–Estoy borracho. Tres tristes tigres comían trigo de un trigal. Y avanzó torpemente hacia la cama.

Wilson le cogió del brazo.

–No puedes hacer eso.

–¡Suéltale!

Wilson giró en redondo, vio a otro hombre inmóvil ante la puerta…

y le reconoció, quedándose muy sorprendido. No tenía demasiado claro en el recuerdo toda la secuencia de acontecimientos, ya que se había encontrado un tanto intoxicado durante su transcurso –de hecho, admitió que se encontraba a punto de perder el conocimiento–, al experimentarla por primera vez durante lo que había sido una velada particularmente movida. Se dio cuenta de que debería haber previsto la llegada de una tercera presencia pero su recuerdo no le había preparado para enfrentarse a quien resultaría ser esa tercera presencia.

Se había reconocido: otra copia de si mismo.

Se quedó callado durante casi un minuto, intentando asimilar este nuevo hecho y hacerlo encajar en algún esquema razonable de las cosas. Acabó cerrando los ojos, sin saber qué hacer. Sencillamente, esto era demasiado. Tenía la sensación de que debería hablar muy claramente con Diktor.

–¿Quién eres?

Abrió los ojos para descubrir que su otro yo, el que estaba borracho interpelaba a la última edición de sí mismo. El recién llegado se apartó de su interrogador y clavó la mirada en Wilson.

–Él me conoce.

Wilson se tomó su tiempo antes de contestar. El asunto se le estaba escapando de las manos.

–Sí–admitió–, sí, supongo que te conozco. Pero ¿a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?

Su facsímil le interrumpió bruscamente.

–No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ellos que tú…, tendrás que admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.

La despreocupada arrogancia del otro hizo que Wilson se pusiera automáticamente en contra suya.

–No pienso admitir nada semejante y…

Le interrumpió el timbre del teléfono.

–¡Contesta! –dijo secamente el Número Tres.

El algo vacilante Número Uno pareció a punto de discutir pero cogió el auricular.

–¿Diga?… Sí, ¿quién habla?… Oiga… ¡Oiga!

Apretó la tecla del instrumento y luego dejó con un fuerte golpe el auricular encima de su soporte.

–¿Quién era? –le preguntó Wilson, algo disgustado al no haber tenido la oportunidad de contestar él.

–Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. –El teléfono volvió a sonar en ese mismo instante–. Ahí está de nuevo. –Wilson intentó responder pero su doble alcoholizado llegó antes que él, apartándole a un lado–. ¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público… ¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú. Mira…, lo siento. Me disculpo… No me entiendes, cariño. Hay un tipo que me ha estado molestando con sus llamadas y pensé que eras él. Cariño, sabes muy bien que jamás se me ocurriría hablarte de ese modo… ¿Cómo? ¿Esta tarde? ¿Has dicho esta tarde?… Claro. Estupendo. Oye, cariño, estoy algo confuso. He tenido un día muy complicado y ahora se está complicando todavía más. Te veré esta noche y lo aclararemos todo. Pero sé que no me he dejado tu sombrero en mi apartamento… ¿Eh? ¡Oh, claro! Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.

Wilson casi sintió náuseas al ver cómo su yo anterior atendía a las exigencias de esa hembra posesiva. ¿Por qué no se limitaba a colgarle el teléfono? El contraste con Arma…, ¡eso sí que era una chica! Bueno, el contraste era francamente agudo y le hizo sentirse más decidido que nunca a seguir adelante con el plan, pese a la advertencia del recién llegado.

Después de haber colgado el teléfono su primer yo se encaró con él. ignorando ostentosamente la presencia de la tercera copia.

––Muy bien, Joe –anunció–. Estoy listo para ir si tú también lo estás.

–¡Estupendo! –accedió Wilson, sintiéndose muy aliviado–. Lo único que debes hacer es cruzar el círculo. no hace falta nada más.

–¡No, nada de eso!

El Número Tres se interpuso en su camino.

Wilson empezó a discutir pero su algo desorientado camarada se le adelantó.

–¡Oye, desde que has aparecido aquí te comportas como si yo fuera un don nadie! Si esto no te gusta, por mí te puedes tirar de cabeza al lago…, y si no quieres hacerlo, ¡soy perfectamente capaz de tirarte yo! ¿A ver quién me lo va a impedir, tú y cuántos más?

Y, casi de inmediato, empezaron a darse de puñetazos. Wilson se metió cautelosamente en la pelea, buscando la oportunidad de cargarse al Número Tres con un buen golpe.

Pero tendría que haber observado también a su ebrio aliado. Un golpe tan feroz como impreciso asestado por él dio en sus ya estropeados rasgos haciéndole sentir un dolor insoportable. Había recibido el golpe en el labio superior, que seguía hinchado y muy sensible por su anterior encuentro, y que ahora se había convertido en una pura agonía. Retrocedió unos pasos con el cuerpo encogido.

Un sonido se abrió paso por entre la neblina de su dolor, un ¡smack! apagado. Con un esfuerzo de voluntad, logró hacer que sus ojos siguieran los pies de un hombre que desaparecía a través de la Puerta. El Número Tres seguía ante ella.

–¡Ahora sí que la has hecho buena! –le dijo con voz amarga a Wilson, chupándose los nudillos de su mano izquierda.

La obvia injusticia de tal acusación llegaba para Wilson en un instante particularmente malo. Seguía teniendo la sensación de que su cara era el campo de experimentación de un sádico.

–¿Yo? –dijo enfadado–. Has sido tú quien le ha dado. Yo jamás llegué a ponerle la mano encima.

–Sí. pero es culpa tuya. Si no hubieras interferido no habría tenido que hacerlo.

–¿Yo interferir? Condenado hipócrita…; fuiste tú el que se metió sin avisar para intentar salirse con la tuya. Y eso me recuerda algo…, me debes unas cuantas explicaciones y, maldita sea, pienso conseguirlas. ¿A qué viene eso de…?

Pero su doble le interrumpió.

–Olvídalo –dijo con expresión abatida–. Ahora ya es demasiado tarde. Ha cruzado.

–¿Demasiado tarde para qué? –quiso saber Wilson.

–Demasiado tarde para detener esta cadena de acontecimientos.

–¿Por qué deberíamos detenerla?

–Porque –dijo con amargura el Número Tres–, Diktor me ha utilizado…, quiero decir que te ha utilizado…, nos ha utilizado como si fuéramos dos estúpidos. Mira, te dijo que iba a conseguirte una buena posición allí, ¿no? –y señaló hacia la Puerta.

–Sí–admitió Wilson.

–Bueno, pues todo eso no es más que un timo. Lo único que pretende es que nos enredemos de forma tan increíble con esa Puerta del Tiempo que nunca logremos salir del embrollo.

Wilson sintió un repentino cosquilleo de duda en su cerebro. Podía ser cierto. Desde luego, por ahora nada de lo ocurrido tenía mucha lógica. Después de todo, ¿por qué iba a desear Diktor su ayuda con tanta desesperación, llegando al extremo de hacer partes iguales de lo que, obviamente, era un botín muy considerable?

–¿Cómo lo sabes? –preguntó.

–¿Para qué entrar en explicaciones? –le respondió el otro con voz cansada–. ¿Por qué no aceptas sencillamente mi palabra?

–¿Por qué debería hacerlo?

Su compañero le miró, totalmente exasperado.

–Si no puedes aceptar mi palabra, entonces, ¿de quién te puedes fiar?

La ineludible lógica de su pregunta sólo consiguió irritar a Wilson. La intrusión de su doble le molestaba profundamente y el que le estuviera pidiendo que siguiera ciegamente sus instrucciones le molestaba todavía más.

–Soy de Missouri –dijo–, y en ese estado siempre hemos desconfiado de todos.

Avanzó hacia la Puerta.

–¿Adónde vas?

–Voy a cruzar, hablaré con Diktor y lo aclararé todo con él.

–¡No! –dijo el otro–. Quizá aún podamos romper esta cadena.

–Wilson le miró con el ceño fruncido, dispuesto a no dejarse convencer. El otro suspiró–. Adelante –dijo, rindiéndose–. Es tu funeral. Yo me lavo las manos.

Wilson se detuvo un segundo antes de cruzar la Puerta.

–Lo es. ¿eh? Hmmmm…. ¿cómo puede ser mi funeral si no es también el tuyo?

El otro le contempló con expresión perpleja. sin haberle entendido, y luego sus ojos se llenaron de temor. Eso fue lo último que vio Wilson de él mientras cruzaba.

El Salón de la Puerta estaba vacío cuando Bob Wilson emergió al otro lado. Buscó su sombrero pero no lo encontró y luego dio la vuelta a la plataforma, buscando la salida que recordaba. Casi tropezó con Diktor.

–¡Ah, estás aquí! –le saludó éste–. ¡Estupendo! ¡Estupendo! Ahora sólo queda otro pequeño asunto del que ocuparse y luego todo habrá quedado solucionado y quedaremos en paz. Debo decir que estoy muy complacido contigo, Bob, realmente muy complacido.

–Oh, ¿lo estás? –dijo Bob, encarándose con él de bastante mal humor–. ¡Bueno, es una pena que yo no pueda decir lo mismo de ti! No estoy nada complacido, lo que se dice ni pizca… ¿A qué venía eso de meterme en esa… esa sucesión de estupideces sin advertirme? ¿Qué significan todas estas tonterías? ¿Por qué no me avisaste?

–Calma, calma –dijo Diktor–, no te pongas nervioso. Ahora, dime la verdad… Si te hubiera dicho que ibas a encontrarte cara a cara contigo mismo. ¿me habrías creído? Venga, confiesa.

Wilson admitió que no le habría creído.

–Bueno, entonces –siguió diciendo Diktor con un encogimiento de hombros–, carecía de sentido el que te lo dijera. ¿verdad? Si te lo hubiera dicho no me habrías creído, lo cual es otra forma de afirmar que habrías estado creyendo en datos falsos. ¿Acaso no es mejor hallarse en la ignorancia que no creer cosas falsas?

–Supongo que sí, pero…

–Espera! No te engañé intencionadamente: a decir verdad, no te engañé. Pero si te hubiera contado toda la verdad, entonces sí que te habría engañado porque habrías rechazado la verdad. Era mejor para ti que descubrieras la verdad con tus propios ojos. De lo contrario…

–¡Espera un momento, espera un momento! –le interrumpió Wilson–. Estás consiguiendo que me arme un lío. Estoy dispuesto a olvidar lo sucedido si decides portarte limpiamente conmigo. ¿Por qué me enviaste al pasado?

–Olvidar el pasado –repitió Diktor–. ¡Ah, si pudiéramos! Pero no podemos. Por eso te mandé hacia atrás…. para que pudieras aparecer antes por la Puerta.

–¿Eh? Espera un momento… Ya había aparecido por la Puerta.

Diktor meneó la cabeza.

–¿De veras? Piénsalo un poco. Cuando volviste a tu propio tiempo y a tu propio lugar encontraste ahí a tu yo anterior, ¿no?

–Mmmmm…, si.

–Él…, tu yo anterior…, todavía no había cruzado la Puerta, ¿verdad?

–No. Yo…

–¿Cómo podía haber cruzado la Puerta, a menos que tú le persuadieras para que entrara en ella?

A Bob Wilson le estaba empezando a dar vueltas la cabeza. Estaba empezando a preguntarse quién le hizo qué a quién y qué le ocurrió entonces.

–¡Pero eso es imposible! Me estás diciendo que hice algo porque iba a hacer algo.

–Bueno. ¿es que no lo hiciste? Estuviste aquí.

–No, yo no…, bueno, quizá lo hice pero no tuve la sensación de hacerlo.

–¿Por qué ibas a tenerla? Era algo totalmente nuevo para tu experiencia.

–Pero…, pero… –Wilson aspiró una buena bocanada de aire y logró controlarse. Después echó mano de sus conceptos de filosofía académica y extrajo de ellos la idea que había estado luchando por expresar–. Eso niega todas las teorías racionales de la causalidad. Me harías creer que la causalidad puede ser totalmente circular. Crucé la Puerta porque volví a cruzarla para convencerme de que la cruzara. Eso es ridículo.

–Bueno, ¿no lo hiciste acaso?

Wilson no tenía preparada una respuesta para eso. Diktor siguió hablando:

–No te preocupes por ello. La causalidad a la cual has estado acostumbrado es bastante válida dentro de su propio campo, pero no es más que un caso especial englobado en la regla general. La causalidad dentro de un plenum no tiene por qué estar y no está limitada a la percepción que un ser humano tenga de la duración.

Wilson pensó en ello durante unos segundos. Sonaba muy bonito pero había algo escurridizo en esa idea.

–Un momento –dijo–. ¿Qué hay de la entropía? No puedes pasar por alto la entropía.

–Oh, por todos los cielos –protestó Diktor–, ¿quieres callarte de una vez? Me recuerdas a ese matemático que demostró que los aeroplanos eran incapaces de volar. –Se dio la vuelta y fue hacia la entrada–. Ven. Hay trabajo que hacer.

Wilson le siguió a toda prisa.

–Maldita sea, no puedes hacerme esto. ¿Qué fue de los otros dos?

–¿Los otros dos qué?

–Mis otros dos yo. ¿Dónde están? ¿Cómo voy a conseguir encontrar la salida de todo este lío?

–No estás metido en ningún lío. No tienes la sensación de ser más de una persona. ¿verdad?

–No, pero…

–Entonces, no te preocupes por ello.

–Pero debo hacerlo. ¿Qué fue del tipo que cruzó antes que yo?

–Te acuerdas de eso, ¿no? Sin embargo… –Diktor siguió caminando con cierta prisa. le hizo meterse en un pasillo y entró por la puerta que se dilató ante él–. Echa un vistazo –le indicó.

Wilson hizo lo que le decía. Se encontró contemplando una pequeña habitación sin ventanas ni mobiliario, una habitación que reconoció. Tendido en el suelo, roncando tranquilamente, había otra edición de sí mismo.

–Cuando cruzaste la Puerta por primera vez –le explicó Diktor, tan cerca que casi se rozaban–, te traje aquí para cuidar tus heridas y darte algo de beber. La bebida contenía un somnífero que te hará dormir aproximadamente unas treinta y seis horas, un sueño que te hacía muchísima falta, por cierto. Cuando despiertes te traeré el desayuno y te explicaré lo que debe hacerse.

Wilson sintió que empezaba a dolerle nuevamente la cabeza.

–No me hagas esto –suplicó–. No te refieras a ese tipo como si fuera yo. Yo soy éste, el que tienes delante.

–Como quieras –dijo Diktor–. Ése es el hombre que eras. Recuerdas lo que va a sucederle dentro de nada, ¿verdad?

–Sí, pero me confunde un poco pensar en ello. Cierra la puerta, por favor.

–De acuerdo –dijo Diktor, haciendo lo que le pedía–. Sea como sea, debemos darnos prisa. Cuando se establece una secuencia como ésta no hay tiempo que perder. Vamos. –Y le precedió durante todo el camino de regreso al Salón de la Puerta–. Quiero que vuelvas al siglo veinte y nos consigas unas cuantas cosas, cosas que no pueden encontrarse a este lado pero que nos serán muy útiles en el proceso de ir… eh… desarrollando, sí, ésa es la palabra, desarrollando este país.

–¿Qué tipo de cosas?

–Hay bastantes cosas. Te he preparado una lista: ciertos libros, algunos artículos que puedes encontrar en los comercios… Discúlpame, por favor. Debo ajustar los controles de la Puerta.

Subió al estrado por la parte de atrás. Wilson le siguió y descubrió que la estructura tenía forma de caja, abierta por la parte superior. y que el suelo se encontraba algo más alto. Mirando por encima de los lados se podía ver la Puerta.

Los controles no se parecían a nada de cuanto había visto en su vida.

Cuatro esferas de colores tan grandes como canicas colgaban de unas varillas de cristal dispuestas formando los cuatro ejes principales de un tetraedro. Las tres esferas que formaban la pase del tetraedro eran de color rojo, amarillo y azul: la cuarta, en el ápice, era blanca.

–Tres controles espaciales. un control temporal –explicó Diktor–. Es muy sencillo. Usando el aquí y el ahora como referencia cero, mover cualquier control alejándolo del centro hace que el otro extremo de la Puerta se aparte del aquí y del ahora. Adelante o atrás, derecha o izquierda, arriba o abajo. pasado o futuro…, todo eso es controlado haciendo mover la esfera adecuada en su varilla.

Wilson estudió el sistema.

–Sí –dijo–, pero ¿cómo sabes dónde se encuentra el otro extremo de la Puerta? ¿Y el cuándo? No veo ningún tipo de escala graduada.

–No la necesitas. Puedes ver dónde se encuentra. Mira.

Tocó un punto situado bajo los controles en el lado que daba a la Puerta. Se deslizó un panel y Wilson vio que detrás había una pequeña imagen de la Puerta. Diktor hizo otro ajuste y Wilson descubrió que podía ver a través de la imagen.

Estaba mirando en su propia habitación como a través de un telescopio invertido. Pudo distinguir dos figuras pero la escala era demasiado pequeña como para ver claramente lo que hacían, y tampoco pudo decir qué ediciones de sí mismo se hallaban ahí presentes…, ¡si es que en realidad eran él mismo! Descubrió que el espectáculo le resultaba profundamente inquietante.

–Ciérralo –dijo.

Diktor así lo hizo.

–No debo olvidarme de darte la lista –dijo. Rebuscó en el interior de su manga y sacó una tira de papel que le entregó a Wilson–. Ten, cógela.

Wilson obedeció mecánicamente y se la metió en el bolsillo.

–Mira –dijo después–, vaya donde vaya tropiezo conmigo mismo. No me gusta nada. Es desconcertante. Me siento como si me hubiera convertido en una camada de conejillos de indias. No logro entender ni la mitad de este embrollo y ahora quieres que vuelva a meterme por la Puerta habiéndome dado un montón de excusas que no se tienen en pie. Juega limpio y dime qué es todo esto.

Por primera vez Diktor dejó que en su rostro apareciera cierta irritación.

–Eres un joven idiota. un estúpido y un ignorante. Ya te he dicho cuanto eres capaz de entender. Este período histórico se halla totalmente fuera de tu comprensión. Harían falta semanas antes de que pudieras empezar a entenderlo un poco. Te estoy ofreciendo la mitad de todo un mundo a cambio de unas pocas horas de cooperación y tú te quedas ahí plantado discutiendo. Créeme y haz lo que te pido, ya te lo he dicho. Ahora, veamos…, ¿dónde te dejamos caer?

Su mano fue hacia los controles.

–¡Apártate de esos controles! –le ordenó Wilson secamente. Estaba empezando a tener una idea–. Y, de todos modos, ¿quién eres tú?

–¿Yo? Soy Diktor.

–No me refería a eso y lo sabes. ¿Cómo aprendiste mi idioma?

Diktor no respondió. Su rostro se convirtió en una máscara inexpresiva.

–Adelante –insistió Wilson–. No lo aprendiste aquí; eso está claro. Eres del siglo veinte, ¿verdad?

Diktor sonrió con amargura.

–Me preguntaba cuánto tardarías en darte cuenta de eso.

Wilson asintió.

–Puede que no sea un genio pero no soy tan idiota como tú piensas. Venga, suelta el resto de la historia.

Diktor meneó la cabeza.

–Eso carece de importancia. Además, estamos perdiendo el tiempo.

Wilson se rió.

–Ya has intentado hacerme correr demasiadas veces con esa excusa. ¿Cómo podemos perder el tiempo cuando tenemos eso? –Señaló hacia los controles y la Puerta que se encontraba más allá de éstos–. A no ser que me hayas mentido, podemos usar en cualquier momento el segmento temporal que nos dé la gana. No, creo saber a qué vienen tantas prisas. O quieres quitarme de en medio en este tiempo o hay algo diabólicamente peligroso en el trabajo que deseas darme. Y sé cómo resolver ese problema… ¡Vendrás conmigo!

–No sabes lo que estás diciendo –le respondió Diktor con voz algo vacilante–. Eso es imposible. Tengo que permanecer aquí y ocuparme de los controles.

––Eso es justamente lo que no harás. Podrías enviarme al otro lado y luego olvidarte de mí. Prefiero tenerte bien a la vista.

–Eso es imposible –respondió Diktor–. Tendrás que confiar en mí.

Se inclinó de nuevo sobre los controles.

–¡Apártate de ahí! –gritó Wilson–. Retrocede, antes de que te dé un buen golpe. –Diktor se apartó del púlpito que albergaba los controles ante la amenaza que representaba el puño de Wilson–. Ahí. Eso está mejor – añadió Wilson cuando los dos se encontraron una vez más en el suelo de la estancia.

La idea que había estado formándose en su mente ya estaba completa. Sabia que los controles seguían estando sintonizados con el cuarto de la pensión donde vivía –o había vivido–, en el siglo veinte. Por lo que había visto a través de la mirilla de los controles, la esfera temporal estaba ajustada para llevarle exactamente al día de 1952 en que había empezado todo.

–Quédate ahí –le ordenó a Diktor–, quiero ver una cosa.

Fue hacia la Puerta como si deseara inspeccionarla. Y, en vez de pararse ante ella, la cruzo.

Estaba mejor preparado para lo que halló al otro lado de lo que había estado en sus dos experiencias anteriores con la traslación temporal. siendo ese «anteriores», claro está. en referencia a sus recuerdos. Sin embargo, nunca resulta demasiado agradable para los nervios enfrentarse con uno mismo.

Porque lo había hecho de nuevo. Se encontraba de vuelta en su habitación, pero había otros dos Wilson ante él. Parecían estar muy ocupados el uno con el otro y tuvo unos pocos segundos para clasificarlos mentalmente. Uno de ellos tenía un magnífico ojo negro y una boca bastante maltratada. Además, le hacía mucha falta un afeitado. Eso le dio la pista. Había cruzado la Puerta por lo menos una vez. El otro, aunque tampoco le iría mal afeitarse, no mostraba ninguna huella de una pelea a puñetazos.

Ya los había clasificado y sabía cuándo y dónde se encontraba. La situación seguía siendo condenadamente embrollada pero después de sus anteriores –no, nada de anteriores, se corrigió mentalmente–… de sus otras experiencias con la traslación temporal sabía un poco mejor lo que debía esperar. Había vuelto al principio y esta vez le pondría el punto final a toda esa loca serie de absurdos.

Los otros dos estaban discutiendo. Uno de ellos avanzó torpemente, bastante borracho, hacia la cama. El otro le cogió del brazo.

–No puedes hacer eso –dijo.

–¡Suéltale! –ordenó Wilson.

Los otros dos se volvieron y le miraron. Wilson se dio cuenta de que el más sobrio de los dos cambiaba rápidamente su expresión de sorpresa por otra de aturdido reconocimiento. El otro, el primer Wilson, parecía tener bastantes problemas para enfocar sus pupilas en él. «Esto va a ser bastante difícil –pensó Wilson–. Este tipo apesta a licor.» Se preguntó cómo alguien podía ser lo bastante loco para beber con el estómago vacío. No sólo era una idiotez, era malgastar buena bebida.

Se preguntó si le habrían dejado algo.

–¿Quién eres? –le interrogó su doble borracho.

Wilson se volvió hacia «Joe».

–Él me conoce –dijo con voz cargada de sobreentendidos.

«Joe» le estudió durante unos segundos.

–Sí –acabó diciendo–, sí, supongo que te conozco. Pero ¿a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?

Wilson le interrumpió.

–No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ello que tú…, tendrías que admitirlo, ¿no? Y. por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.

–No pienso admitir nada semejante y…

El timbre del teléfono interrumpió su discusión. Wilson acogió esa pausa con alivio, pues se daba cuenta de que había empezado con mal pie. ¿Era posible que fuera realmente tan obtuso como daba la impresión de ser este tipo? ¿Era así como le veían los demás? Pero no tenía el tiempo suficiente para dedicarse a las dudas existenciales o a bucear en su alma.

–¡Contesta! –le ordenó a Bob (Borracho) Wilson.

Éste le miró con cara de pocos amigos, pero al ver que Bob («Joe») Wilson se disponía a ganarle por la mano, hizo lo que le ordenaba.

–¿Diga?… Sí, ¿quién habla?… Oiga… ¡Oiga!

–¿Quién era? –le preguntó «Joe».

–Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. –El teléfono sonó otra vez–. Ahí está de nuevo. –El borracho cogió el auricular antes de que los otros pudieran intentarlo–. ¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público… ¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú… –Wilson no estaba prestando mucha atención a lo que se decía por el teléfono. Había oído demasiadas veces esa conversación y tenía demasiadas cosas en qué pensar. Se dio cuenta de que su personalidad anterior se hallaba demasiado bebida para ser razonable; debía concentrarse en algún argumento que resultara atractivo para «Joe»… De lo contrario los números estarían contra él–. ¿Eh? ¡Oh, claro! –La llamada estaba finalizando–. Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego

«Ahora es el momento –pensó Wilson–. antes de que este idiota borracho pueda abrir la boca.» ¿Qué diría? ¿Qué sonaría más convincente?

Pero su copia bebida habló antes que él.

–Muy bien, Joe –afirmó–. Estoy listo para ir si tú también lo estás.

–¡Estupendo! –dijo «Joe» –. Lo único que debes hacer es cruzar el círculo, no hace falta nada más.

La cosa se le estaba escapando de las manos: nada salía tal y como lo había planeado, desde luego.

–¡No, nada de eso! –ladró, interponiéndose de un salto en su camino hacia la puerta.

Tendría que hacerles comprender, y rápido.

Pero no tuvo ocasión de hacerlo. Él borracho soltó un irritado discurso y luego se lanzó sobre él. Notó que se le encendía la sangre y con una repentina y feroz exultación supo que hacía ya bastante tiempo que deseaba darle un puñetazo a quien fuera. ¿Qué se habían creído ser, jugando de ese modo con su futuro?

El borracho se movía con torpeza; Wilson se deslizó bajo su guardia y le dio con fuerza en la cara. El puñetazo era lo bastante potente como para haber convencido a un hombre sobrio, pero su oponente se limitó a menear la cabeza y volvió a la carga. «Joe» fue hacia ellos. Wilson decidió que lo mejor era terminar rápidamente con su primer adversario y concentrar su atención en «Joe», con mucho el más peligroso de los dos.

Una ligera confusión que tuvo lugar entre los dos aliados le proporcionó su ocasión. Dio un paso hacia atrás, apuntó cuidadosamente y lanzó un buen izquierdazo, uno de los golpes más potentes que había dado en toda su vida. El blanco de su puñetazo salió despedido.

Y justo en ese momento Wilson se dio cuenta de cuál era su posición con respecto a la Puerta y supo con amarga certeza que, una vez más, había interpretado toda la escena hasta su ineludible clímax.

Estaba a solas con «Joe»; su compañero había desaparecido a través de la Puerta.

Su primer impulso fue sentir la ilógica pero muy humana emoción del mira–lo–que–me–has–obligado–a–hacer.

–¡Ahora sí que la has hecho buena! –dijo enfadado.

–¿Yo? –protestó «Joe»–. Has sido tú quien le ha dado. Yo jamás llegué a ponerle la mano encima.

–Sí. –Wilson no tuvo más remedio que admitirlo, a pesar de lo cual se apresuró a añadir–: Pero es culpa tuya. Si no hubieras interferido no habría tenido que hacerlo.

–¿Yo interferir? Condenado hipócrita…; fuiste tú el que se metió sin avisar para intentar salirse con la suya. Y eso me recuerda algo…, me debes unas cuantas explicaciones y, maldita sea, pienso conseguirlas. ¿A qué viene eso de…?

–Olvídalo –le interrumpió Wilson. Odiaba haberse equivocado y aún odiaba más verse obligado a confesarlo. Ahora se daba cuenta de que no había tenido ninguna esperanza de éxito, que todo había ido mal desde el principio. Abatido, sintió pesar sobre él la absoluta futilidad de todos sus actos–. Ahora ya es demasiado tarde. Ha cruzado.

–¿Demasiado tarde para qué?

–Demasiado tarde para detener esta cadena de acontecimientos.

Ahora se daba cuenta de que siempre había sido demasiado tarde, sin importar en qué época o año estuvieran o cuántas veces volviera atrás e intentara detenerla. Recordaba haber vuelto la primera vez. haberse visto a si mismo dormido al otro lado. Los acontecimientos tendrían que seguir su lento camino.

–¿Por qué deberíamos detenerla?

No valía la pena que se lo explicara pero, aun así, sintió la necesidad de justificarse.

–Porque –dijo–, Diktor me ha utilizado…, quiero decir que te ha utilizado…, nos ha utilizado como si fuéramos dos estúpidos. Mira, te dijo que iba a conseguirte una buena posición ahí, ¿no?

–Sí.

–Bueno, pues todo eso no es más que un timo. Lo único que pretende es que nos enredemos de forma tan increíble con esa Puerta del Tiempo que nunca logremos salir del embrollo.

«Joe» le miró fijamente.

–¿Cómo lo sabes?

Al haber hablado guiado básicamente por la intuición, no se le ocurrió en ese momento ninguna explicación razonable.

–¿Para qué entrar en explicaciones? –dijo, escurriendo el bulto– ¿Porqué no aceptas sencillamente mi palabra?

–¿Por qué debería hacerlo?

«¿Por qué deberías hacerlo? Caramba, cabeza de chorlito, ¿es que no lo ves? Soy tú mismo, más viejo y con más experiencia…, debes creerme.» Y. en voz alta, le dijo:

–Si no puedes aceptar mi palabra, entonces, ¿de quién te puedes fiar?

«Joe» lanzó un gruñido.

–Soy de Missouri –dijo–, y en ese estado siempre hemos desconfiado de todos.

Wilson fue repentinamente consciente de que «Joe» iba a cruzar la Puerta.

–¿Adónde vas?

–Voy a cruzar, hablaré con Diktor y lo aclararé todo con él.

–¡No! –le suplicó Wilson–. Quizá aún podamos romper esta cadena. –Pero la tozuda expresión que había en el rostro de su interlocutor le hizo comprender lo fútil de su intento. Seguía enredado en la inevitabilidad; tenía que ocurrir–. Adelante –añadió, encogiéndose de hombros–. Es tu funeral. Yo me lavo las manos.

«Joe» se detuvo ante la Puerta.

–Lo es, ¿eh? Hmmmm…, ¿cómo puede ser mi funeral sino es también el tuyo?

Wilson contempló cómo «Joe» cruzaba la Puerta, habiéndose quedado momentáneamente sin habla. ¿De quién era el funeral? La verdad era que no había pensado en el asunto de ese modo. Sintió el repentino impulso de cruzar corriendo la Puerta, atrapar a su otro yo y cuidar de él. Ese condenado imbécil podía hacer cualquier cosa. Supongamos que conseguía matarse, ¿dónde dejaría eso a Bob Wilson? Muerto, por supuesto.

¿O no? ¿Podía la muerte de un hombre a millares de años en el futuro acabar con él en 1952? De repente se dio cuenta de cuán absurda era la situación y sintió un gran alivio. Las acciones de «Joe» no podían ponerle en peligro; recordaba todo lo que «Joe» había hecho…, bueno, lo que haría. «Joe» se metería en una discusión con Diktor y, una vez hubiera ocurrido lo que debía ocurrir, volvería por la Puerta. No, había vuelto por la Puerta. Él era «Joe». Resultaba bastante difícil acordarse de ello.

Sí, era «Joe». Y también era el primer tipo. Seguirían sus rumbos respectivos, entrando y saliendo de la Puerta, dando las vueltas necesarias, y acabarían aquí, con él. Así debía ocurrir, ése era el final de los caminos.

Un momento…, en tal caso toda esa locura se había aclarado. Se había alejado de Diktor, había logrado desembarazarse de todas sus personalidades previas y se encontraba de vuelta donde había empezado, y no estaba en peor situación que antes, descontando un poco de barba y, posiblemente, una cicatriz en el labio. Bueno, sabía cuándo era mejor dar por terminado un asunto. Aféitate y vuelve al trabajo, chaval.

Mientras se afeitaba contempló su rostro y se preguntó la razón de que no hubiera logrado reconocerse la primera vez. Debía admitir que antes nunca se había examinado de forma objetiva. Siempre se había dado por descontado, como algo que no hacía falta mirar.

Acabó consiguiendo que le doliera el cuello de tanto intentar verse el perfil por el rabillo de un ojo.

Al salir del cuarto de baño, naturalmente, sus ojos fueron hacia la Puerta. Sin saber muy bien por qué, había supuesto que ya no estaría. Pero seguía ahí. La inspeccionó, dio la vuelta a su alrededor y evitó cuidadosamente tocarla. ¿Es que ese maldito trasto no se iría nunca? Ya había desempeñado su propósito; ¿por qué no la desconectaba Diktor?

Se quedó inmóvil ante ella y de repente sintió el extraño impulso que hace saltar a los hombres desde una altura. ¿Qué ocurriría si la cruzaba? ¿Qué encontraría? Pensó en Arma. Y la otra…, ¿cuál era su nombre? Puede que Diktor no se lo hubiera llegado a decir. Bueno. la segunda sirvienta, la otra.

Pero logró contenerse y se obligó a tomar nuevamente asiento ante el escritorio. Si iba a quedarse aquí –y, por supuesto. eso era lo que había decidido hacer–, tenía que terminar su tesis. Tenía que comer; necesitaba el título de graduado para conseguir un trabajo decente. Bien, ¿dónde se había quedado?

Veinte minutos después había llegado a la conclusión de que su tesis debía ser escrita nuevamente de arriba abajo. Su tema principal, la aplicación del método empírico a los problemas de la metafísica especulativa y su expresión mediante fórmulas rigurosas, seguía siendo válido, acabó decidiendo, pero ahora poseía una masa de datos nuevos y aún no digeridos que incorporar a él. Al releer su tesis le sorprendió descubrir cuán dogmático había sido. Una y otra vez había caído en la falacia cartesiana, confundiendo el razonamiento claro con el razonamiento correcto.

Intentó hacer un esquema para una nueva versión de su tesis pero descubrió que existían dos problemas con los que se encontraba obligado a lidiar y que, decididamente, no estaban nada claros en su mente: el problema del yo y el problema del libre albedrío. Cuando en la habitación estaban presentes sus tres yo, ¿cuál era… él mismo? ¿Y por qué había sido incapaz de alterar el curso de los acontecimientos?

Se le ocurrió inmediatamente una respuesta tan obvia como absurda a la primera pregunta. El yo era el yo, y él mismo era él mismo, lo cual era una afirmación carente de pruebas e imposible de probar que había experimentado directamente. Entonces, ¿qué pasaba con los otros dos? Debían estar igualmente seguros de que ellos eran él…, eso lo recordaba. Intentó pensar en una forma de expresarlo: el yo es el punto de la conciencia, el último término en una serie que se expande continuamente a lo largo de la línea abarcada por la duración de la memoria. Sonaba bastante bien como afirmación general pero no estaba del todo seguro; tendría que probar a formularlo matemáticamente antes de que pudiera confiar en ello. Había tal cantidad de trampas en el lenguaje verbal…

Sonó el teléfono.

Cogió el auricular de forma maquinal, sin pensar.

–¿Sí?

–¿Eres tú, Bob?

–Sí. ¿Quién habla?

–Vaya, querido, pues Genevieve, naturalmente. ¿Qué te ocurre hoy? Es la segunda vez que no me has reconocido la voz.

Sintió removerse en su interior la frustración y la ira. Aquí tenía otro de los problemas que no había logrado resolver…, bueno, ahora lo resolvería. Hizo caso omiso de sus quejas y le dijo:

–Mira, Genevieve, ya te he dicho que no me telefonees cuando estoy trabajando. ¡Adiós!

–Bueno, de todos los… Bob Wilson. ¡no puedes hablarme con ese tono! En primer lugar. hoy no has estado trabajando. En segundo lugar, ¿qué te hace creer que puedes ponerte todo meloso conmigo y, dos horas después, rugirme por teléfono? Ya no estoy nada segura de querer casarme contigo.

–¿Casarme contigo? ¿Quién te ha metido esa ridícula idea en la cabeza? –El teléfono chisporroteó durante varios segundos. Cuando la cosa se hubo calmado un poco, siguió hablando–: Tranquilízate, vamos. Mira, ya sabes que no nos encontramos en el siglo pasado, no puedes suponer que por salir unas cuantas veces con un tipo, éste tenga la intención de casarse contigo…

Hubo un breve silencio.

–Conque ése es el juego, ¿eh? –le respondió por fin una voz tan fría. dura y cargada de maligna astucia que al principio casi no logró reconocerla–. Bueno, hay un modo de manejar a los hombres como tú. ¡Una mujer no se encuentra totalmente indefensa en nuestro estado!

–Tú sabrás –le respondió él ferozmente–. Ya llevas el número suficiente de años rondando por el campus.

El auricular emitió un crujido en su oreja.

Se limpió el sudor de la frente. Sabía muy bien que la dama era capaz de causarle un montón de problemas. Le habían advertido antes de que empezara a rondarla, pero había estado tan seguro de su habilidad para cuidar de sí mismo… Tendría que haber andado con más cautela pero, claro, no había esperado encontrarse con nada de semejante calibre.

Intentó volver a trabajar en su tesis pero descubrió que era incapaz de concentrarse. El plazo final de mañana, a las diez, parecía lanzarse sobre él. Miró su reloj. Se había parado. Lo puso en hora con el del escritorio: las cuatro y cuarto de la tarde. Aunque estuviera levantado toda la noche no podría terminar la tesis a tiempo.

Además. estaba Genevieve…

El teléfono sonó de nuevo. Dejó que sonara. Siguió sonando y, al final, descolgó el auricular. No pensaba hablar de nuevo con ella.

Pensó en Arma. Esa sí que era la chica adecuada para él, la chica que sabría portarse perfectamente. Fue hacia la ventana y contempló la calle, ruidosa y polvorienta. De forma medio inconsciente, la comparó con el verde y plácido paisaje que había visto desde el balcón donde él y Diktor habían desayunado. Este mundo era un lugar miserable y estaba lleno de gente igualmente miserable. Deseó ardientemente que Diktor se hubiera portado mejor con él y hubiera sido sincero.

Una idea fue abriéndose paso en su cerebro y le hizo volverse rápidamente. La Puerta seguía abierta. ¡La Puerta seguía abierta! ¿Por qué preocuparse de Diktor? Era dueño de sus propios actos. Volver y hacer todo lo necesario para… Podía ganarlo todo y no tenía nada que perder.

Fue hacia la Puerta pero se detuvo, vacilante. ¿Sería inteligente hacer eso? Después de todo, ¿cuánto sabía del futuro?

Oyó unos pasos que subían por la escalera y se acercaban por el pasillo, sí…, no, se pararon ante su puerta. De repente sintió la convicción de que era Genevieve y eso le decidió. Cruzó la Puerta.

Cuando llegó a él se encontró con que el Salón de la Puerta estaba vacío. Dio rápidamente la vuelta a los controles yendo hacia la puerta y llegó a ella con el tiempo justo para oír una voz que decía: «Ven. Hay trabajo que hacer». Dos figuras se alejaban por el pasillo. Reconoció a las dos y se detuvo en seco.

«Ha faltado muy poco –se dijo–; tendré que esperar hasta que se vayan.» Miró a su alrededor buscando un sitio donde ocultarse pero no encontró nada salvo la caja de los controles. No le serviría de nada; era únicamente el camino de vuelta. Aun así…

Entró en la caja de los controles con un plan formándose ya en su mente. Si podía arreglar de alguna forma los controles, quizá la Puerta fuera capaz de proporcionarle toda la ventaja que necesitaba. Lo primero era conectar el truquito del espejo. Empezó a tantear más o menos por donde recordaba que se había movido Diktor para conectarlo y luego metió la mano en el bolsillo para coger un fósforo.

Y, en vez de eso, sacó un trozo de papel. Era la lista que le había dado Diktor, las cosas que debía conseguir en el siglo veinte. Hasta aquel momento habían estado ocurriendo demasiadas cosas para que pudiera echarle un vistazo.

Mientras iba leyendo sus cejas fueron alzándose en su frente. Acabó decidiendo que era una lista bastante rara. En su inconsciente había esperado una serie de libros técnicos, algunas muestras de artefactos modernos y armas, pero no había nada de eso. Con todo, en la lista parecía haber alguna especie de lógica enloquecida. Después de todo, Diktor conocía a esta gente mejor que él. Quizá era eso cuanto necesitaba.

Revisó sus planes, siempre sujetos a su capacidad de hacer funcionar la Puerta. Decidió que haría otro viaje hacia el pasado para encargarse de las compras relacionadas en la lista de Diktor…, pero lo haría en su propio beneficio y no en el de Diktor. Siguió tanteando en la semioscuridad de la cabina de control, buscando el interruptor de la imagen. Su mano encontró algo blando y suave. Lo cogió, sacándolo de la oscuridad.

Era su sombrero.

Se lo puso en la cabeza, suponiendo sin demasiado interés que Diktor lo habría metido ahí dentro, y empezó a hurgar por segunda vez. Encontró un pequeño cuaderno de notas. No estaba mal como hallazgo: era muy posible que fueran las notas hechas por Diktor sobre cómo funcionaban los controles. Lo abrió ansiosamente.

No era lo que había esperado aunque página tras página contenía unas anotaciones escritas a mano. En cada página había tres columnas: la primera estaba en su idioma, la segunda en símbolos de fonética internacional y la tercera en un alfabeto que le resultaba completamente extraño. No le hizo falta demasiada brillantez mental para identificarlo como un vocabulario. Se lo metió en el bolsillo con una gran sonrisa: a Diktor podían haberle hecho falta meses o incluso años para averiguar la relación existente entre los dos idiomas pero, en cuanto a él, ese trabajo se lo ahorraría el esfuerzo hecho antes por Diktor.

Su tercer intento para localizar el control de la imagen dio en el blanco. Sintió nuevamente la curiosa inquietud de antes, pues estaba contemplando de nuevo su propia habitación y, de nuevo, en ésta había dos figuras. Desde luego no deseaba aparecer otra vez en esa escena. Tocó precavidamente una de las esferas de colores.

La escena se desplazó a través de las paredes de la pensión para acabar inmovilizándose en pleno aire, tres pisos por encima del campus. Le complacía haber logrado sacar la Puerta del edificio pero tres pisos eran un salto excesivo. Jugó un poco con las otras dos esferas de colores y acabó confirmando que una de ellas hacía que la escena de la imagen se acercara o se alejara de él, en tanto que la otra se encargaba de hacerla subir o bajar.

Deseaba un lugar razonablemente discreto para colocar la Puerta, algún sitio donde no atrajera la atención de los curiosos. Eso le planteó un cierto problema: no había ningún sitio ideal pero acabó decidiéndose por un callejón sin salida formado por la central energética del campus y la pared trasera de la biblioteca. Fue maniobrando su ojo volador por encima del vecindario que deseaba escoger, con torpe cautela, y acabó haciéndolo bajar cuidadosamente entre los dos edificios. Luego reajustó su posición de tal manera que se encontró contemplando una pared. ¡ No estaba mal!

Dejando los controles tal y como estaban se apresuró a salir de la cabina y, sin mayores ceremonias, volvió a su propia época.

Se dio de narices contra el muro de ladrillos.

«Un poquito demasiado cerca», pensó mientras se deslizaba cuidadosamente por entre la Puerta y la pared. La Puerta colgaba en el aire a unos cuarenta centímetros de la pared, más o menos en paralelo a ésta. Pensó que el espacio era suficiente, no hacía falta volver para ajustar de nuevo los controles. Una vez fuera del callejón atravesó el campus hacia la cooperativa estudiantil. Sin perder un segundo, entró en ella y fue hacia la ventanilla del cajero.

–Hola, Bob.

–Hola, Soupy. ¿Me puedes hacer efectivo un cheque?

–¿De cuánto?

–De veinte dólares.

–Bueno…, supongo que si. ¿Es bueno?

–No mucho. Es mío.

–Bueno, siempre lo puedo guardar como curiosidad.

Cogió un billete de diez, uno de cinco y cinco de uno.

–Hazlo –le aconsejó Wilson–. Mis autógrafos van a convertirse en piezas de coleccionismo muy raro.

Le entregó el cheque, cogió el dinero y se dirigió hacia la librería situada en el mismo edificio. La mayor parte de los libros que figuraban en la lista podía comprarlos allí. Diez minutos más tarde había adquirido los siguientes títulos:

El Príncipe, de Niccolò Machiavelli.

Detrás de los votos, de James Farley.

Mein Kampf (edición sin abreviar), de Adolf Schickelgruber.

Cómo hacer amigos e influir en la gente, de Dale Carnegie.

Los otros títulos que deseaba no figuraban en la librería y de allí fue a la biblioteca universitaria, sacando prestados El manual del agente inmobiliario, Historia de los instrumentos musicales y un volumen encuadernado en cuarto titulado Evolución de la moda en el vestir. Este último libro poseía unas bellas láminas y estaba clasificado como obra de referencia. Tuvo que discutir un poco para conseguir que se lo prestaran durante veinticuatro horas.

Para aquel entonces ya iba bastante cargado. Salió del campus, fue a una tienda de empeños y adquirió en ella dos maletas usadas pero resistentes, en una de las cuales guardó los libros. De ahí fue a la mayor tienda de música de toda la ciudad y pasó cuarenta y cinco minutos seleccionando discos, poniendo especial énfasis en la música ligera y las canciones de amor desgraciado. Música muy emotiva, pensó. No descuidó la música clásica y la que estaba a punto de serlo, pero aplicó la misma regla a esas dos categorías: la pieza de música escogida debía imponerse más a los sentimientos que al cerebro. Por lo tanto, su colección incluía temas tan dispares como La Marsellesa, el Bolero de Ravel, cuatro discos de Cole Porter y L’Aprés–midi d’un faune.

Pese a lo mucho que insistió el empleado en que comprara un tocadiscos eléctrico, él insistió en comprar el mejor fonógrafo del mercado y acabó saliéndose con la suya. Pagó su compra con un cheque, lo metió todo en sus maletas e hizo que el empleado le llamara un taxi.

Cuando extendía el cheque pasó un mal momento. Era pape] mojado, ya que el de la cooperativa de estudiantes le había dejado sin fondos. Instó al empleado de la tienda para que telefoneara al banco, aunque eso era justamente lo que no deseaba. Funcionó. Pensó que había establecido el mejor récord de todos los tiempos en cuanto a cheques incobrables… Tendrían que esperar treinta mil años para pillarle.

Cuando el taxi frenó ante el callejón donde había colocado la Puerta bajó de un salto y entró corriendo en él.

La Puerta había desaparecido.

Se quedó allí durante varios minutos, inmóvil, silbando muy bajito, y pasando revista a sus no muy favorables cualidades, procesos mentales y etcéteras. Las consecuencias de firmar cheques sin fondos ya no le parecían tan hipotéticas.

Sintió que alguien le tocaba en la manga.

–Oiga, jefe, ¿quiere usted mi cacharro o no? El taxímetro sigue corriendo.

–¿Eh? Oh, claro.

Siguió al taxista y se instaló nuevamente en el coche.

–¿Adónde?

Eso era un problema. Miró su reloj y comprendió que dicho instrumento, normalmente digno de toda confianza, había pasado por un proceso después del cual su examen resultaba irrelevante.

–¿Qué hora es?

–Las dos y quince.

Volvió a poner en hora su reloj.

Las dos y quince. En ese momento en su habitación se estaría celebrando una fiesta de lo más confuso. No quería ir allí…, todavía no. No hasta que sus hermanos de sangre hubieran terminado de divertirse jugando con la Puerta.

La Puerta!

Estaría en su habitación hasta algo después de las cuatro y cuarto. Si hacía bien sus cálculos…

–Conduzca hasta la esquina de la Cuarta con McKinley –le indicó al taxista, dando la situación del cruce más cercano a su pensión.

Una vez allí pagó al taxista y dejó sus maletas en la gasolinera que había en esa esquina, obteniendo el permiso del encargado y su seguridad de que estarían a salvo. Tenía casi dos horas por delante. No sentía grandes deseos de alejarse mucho de la casa, por miedo a que algún imprevisto estropeara sus cálculos.

Entonces pensó que muy cerca de allí tenía un asunto que resolver…, y el tiempo suficiente para ocuparse de él. Se dirigió con rapidez a un punto situado dos calles más lejos, silbando animosamente, hasta llegar al portal de un edificio de apartamentos

En respuesta a su llamada, la puerta del apartamento 211 se abrió unos centímetros, que no tardaron en crecer.

–Bob, cariño! Pensé que hoy trabajabas.

–Hola, Genevieve. En absoluto…, tengo un poco de tiempo libre.

Genevieve miró por encima de su hombro.

–No sé si debería dejarte entrar…, no te esperaba. No he lavado los platos y la cama está por hacer. Me estaba maquillando.

–No seas tímida.

Abrió la puerta con la mano y entró.

Al salir miró su reloj. Las tres y media…, tiempo de sobra. Bajó por la calle con la misma expresión en el rostro que el gato después de haberse comido al canario.

Le agradeció su servicio al encargado de la gasolinera, dándole veinticinco centavos por las molestias, lo cual le dejó con una moneda de diez centavos por único capital. Contempló la moneda. sonrió para sí mismo y la metió en el teléfono público que había en la gasolinera. Marcó su propio número.

–¿Diga? –oyó.

–Oiga, ¿es Bob Wilson? –replicó él.

–Sí, ¿quién habla?

–No se preocupe por ello. Sólo quería estar seguro de que estaba usted ahí. Pensaba que estaría ahí. Va por buen camino, chico, va por buen camino.

Lanzó una risita y colgó el auricular, todavía sonriendo.

A las cuatro y diez estaba demasiado nervioso para seguir esperando. Fue hacia la pensión luchando con sus pesadas maletas. Entró en el edificio y oyó sonar un teléfono en lo alto. Miró su reloj…, las cuatro y cuarto. Esperó en el vestíbulo durante tres interminables minutos y luego subió por la escalera y recorrió el pasillo superior hasta su puerta. Abrió el cerrojo y entró.

La habitación estaba vacía y la Puerta seguía allí.

Sin detenerse para nada, temiendo que la Puerta empezara a parpadear y desapareciera mientras él cruzaba el cuarto, fue hacia ella, con las maletas firmemente agarradas, y la atravesó.

Para su gran alivio el Salón de la Puerta estaba vacío. «Qué ocasión –pensó agradecido–. Sólo cinco minutos, eso es cuanto pido. Cinco minutos sin interrupciones.» Dejó las maletas cerca de la Puerta, preparándose para una rápida partida y, al hacerlo, se dio cuenta de que le faltaba un buen trozo a una de sus esquinas. Por la apertura asomaba la mitad de un libro, cortado en dos tan limpiamente como por la guillotina de un impresor. Identificó el libro como Mein Kampf

La pérdida del libro no le importaba, pero sus implicaciones le hicieron sentir un ligero malestar. Suponiendo que no hubiera caído trazando una curva cuando el puñetazo lo impulsó por primera vez a través de la Puerta, suponiendo que hubiera chocado con el borde, mitad dentro y mitad fuera… El Hombre Partido en Dos… ¡Y no sería ninguna ilusión!

Se pasó la mano por el rostro y fue a la cabina de control. Siguiendo las sencillas instrucciones de Diktor, colocó las cuatro esferas juntas en el centro del tetraedro. Miró por encima del lado de la cabina y vio que la Puerta había desaparecido por completo. «¡Comprobado! –pensó–. Todo en cero… No hay Puerta.» Desplazó levemente la esfera blanca. La Puerta reapareció. Haciendo girar los controles pudo ver la escena en miniatura mostrando el interior de la misma Sala de la Puerta. De momento iba bien…. pero no tenía forma de saber el tiempo para el cual estaba ajustada la Puerta contemplando el Salón. Movió ligeramente un control espacial: la escena atravesó los muros del palacio para centrarse en el vacío. Colocando de nuevo el control temporal blanco en cero empezó a moverlo muy despacio. En su escena miniatura el sol se convirtió en un trazo brillante que cruzaba el cielo y los días parpadearon como la luz procedente de una fuente de iluminación de baja frecuencia. Movió un poco más el control y vio cómo el suelo se iba secando, volviéndose marrón para cubrirse luego de nieve y acabar nuevamente de color verde.

Trabajando cautelosamente. sosteniendo su mano derecha con la izquierda, hizo desfilar las estaciones. Había contado ya diez inviernos cuando se dio cuenta de que a lo lejos se oían voces. Se detuvo a escuchar y luego puso apresuradamente los controles espaciales en cero, dejando el control temporal tal y como estaba –dispuesto para diez años en el pasado–, y salió corriendo de la cabina.

Apenas si tuvo tiempo para coger sus maletas y pasar con ellas a través de la Puerta. Esta vez tuvo muchísimo cuidado de no tocar el borde del círculo.

Se encontró, tal y como había planeado, en el Salón de la Puerta sin haberse movido del sitio pero, si había interpretado correctamente los controles, alejado diez años de los acontecimientos en los que había tomado parte recientemente. Había tenido la intención de poner un poco más de tiempo entre él y Diktor pero le habían faltado los minutos necesarios para ello. Sin embargo, pensó que siendo Diktor, por afirmación propia y por lo que demostraba el cuadernillo de notas que Wilson le había quitado, un nativo del siglo veinte, era muy posible que diez años fueran suficientes. Quizá Diktor no se encontraba en esta era. Y, si estaba ahí, siempre tenía la Puerta para huir. Pero, antes de dar más saltos, lo razonable era explorar la situación.

De repente se le ocurrió que Diktor podía estarle observando mediante la imagen de la Puerta. Sin detenerse a reflexionar en que la velocidad no resultaba gran protección –dado que con esa imagen se podía observar cualquier zona del tiempo–, cogió presuroso sus dos maletas y las arrastró hasta la cabina de los controles. Una vez dentro de esas paredes protectoras se calmó un poco. También él podía dedicarse a espiar. Halló los controles ajustados a cero y, usando el mismo proceso de antes. hizo adelantarse diez años la escena a observar para dedicarse luego a buscar cautelosamente con los controles espaciales a cero. Era una labor muy difícil: la escala de tiempo necesaria para hacer pasar varios meses en unos pocos minutos hacía que si una figura entraba en la imagen se desvaneciera a tal velocidad aparente que sus ojos no podían seguirla. Varías veces le pareció detectar sombras huidizas que podían ser humanas, pero nunca fue capaz de encontrarlas cuando dejó quieto el control temporal.

Bastante exasperado, se preguntó por qué razón el constructor de ese artefacto doblemente maldito no había logrado incorporarle alguna escala graduada y algún tipo de mecanismo más delicado para el control, un dial o algo parecido. No fue hasta haber pasado mucho tiempo que se le ocurrió la idea de que quizá el creador de la Puerta no tuviera necesidad de ayudas tan groseras para sus sentidos. Se habría rendido y, en realidad, estaba a punto de hacerlo cuando, por puro accidente, su última e infructuosa sesión de espionaje acabó con una figura en el campo de la imagen.

Era él mismo, llevando dos maletas. Se vio entrar en el campo de la imagen, aumentar de tamaño y desaparecer. Miró por encima de la pared, esperando verse salir de la Puerta.

Pero de la Puerta no salió nada. Eso le dejó confundido hasta recordar que era el ajuste en ese extremo, diez años en el futuro. el que controlaba el momento de la aparición. Pero ya tenía lo que deseaba: se dedicó a esperar. Casi inmediatamente después Diktor y otra versión de él mismo aparecieron en escena. Recordó la situación al verla representada en la imagen de la máquina. Era Bob Wilson número tres, a punto de discutir con Diktor y escapar de regreso al siglo veinte.

Eso era todo: Diktor no le había visto, no sabía que había utilizado la Puerta sin autorización y, no sabiendo que se ocultaba diez años en el «pasado», no le buscaría allí. Volvió los controles a cero y se olvidó del asunto.

Pero había otros problemas que requerían su atención…, especialmente la comida. Pensándolo bien le parecía obvio que debía haber traído comida para subsistir, como mínimo, uno o dos días. Y quizá también una pistola del 45. Tuvo que admitir su falta de previsión. Pero no le costó mucho perdonarse: resultaba bastante difícil ser previsor cuando el futuro no paraba de aparecer a espaldas de uno.

–De acuerdo, Bob, viejo amigo –se dijo en voz alta–, vamos a ver si los nativos son amistosos…, como decía la publicidad.

Un cauteloso reconocimiento de la pequeña porción del Palacio, con la cual estaba familiarizado, no dio con seres humanos ni con vida de ningún tipo, ni siquiera insectos. El lugar estaba muerto y estéril, tan inmóvil y falto de vida como un escaparate vacío. Se le ocurrió dar un grito para oír una voz. Los ecos le hicieron estremecerse y no volvió a repetirlo.

La arquitectura de aquel sitio le confundía. No sólo resultaba extraña a su experiencia –eso ya lo había esperado–, sino que el lugar, con pequeñas excepciones, no parecía en lo más mínimo adaptado a que lo utilizaran seres humanos. Grandes salones que habrían podido contener a diez mil personas a la vez…, si hubieran tenido suelo sobre el que sostenerse. Pues era muy frecuente que no hubiera suelos en el sentido habitual y aceptado de una superficie llana o razonablemente parecida a eso. Siguiendo un pasillo se encontró repentinamente con una de las grandes y misteriosas aberturas que había en el edificio, y estuvo a punto de caer dentro antes de comprender que su camino había terminado. Se arrastró precavidamente hacia adelante y miró por el borde. La boca del pasillo desembocaba en uno de los muros y, la parte de abajo de dicho muro había sido tallada del tal forma que no había ni tan siquiera una superficie vertical para que el ojo pudiera seguirla. Mucho más abajo el muro volvía a curvarse y se reunía con su compañero del otro lado…, no decentemente, en un ángulo horizontal, sino en ángulo agudo.

Había otros orificios dispersos por las paredes. orificios tan inservibles para los seres humanos como aquel a cuyo final se había agazapado.

–Los Grandes –murmuró Wilson.

Todo su atrevimiento anterior le había abandonado. Siguió sus pasos marcados en la fina capa de polvo y llegó a la casi amistosa familiaridad del Salón de la Puerta.

En su segunda intentona probó sólo con los pasillos y estancias que aparecían obviamente adaptados para los humanos. Ya había decidido qué debían ser esas partes del Palacio: las viviendas de la servidumbre, o, con mayor probabilidad, de los esclavos. Recobró su coraje no apartándose de tales zonas. Aunque estaban totalmente abandonadas, por contraste con el resto de la gran edificación una estancia o un pasillo que parecían haber sido construidos para seres humanos le resultaban amistosos y casi alegres. Todavía le molestaba un poco el silencio perpetuo y la luz que parecía estar en todos sitios y no venir de ningún lugar concreto, pero no le producían tanta inquietud como la causada por las gargantuescas y extrañamente dispuestas habitaciones de los «Grandes».

Ya casi desesperaba de hallar la salida del Palacio y estaba pensando en volver sobre sus pasos cuando el pasillo por el que estaba andando giró de pronto y se encontró bajo la luz del sol.

Estaba en lo alto de una gran rampa, bastante empinada, que se extendía en forma de abanico hasta la base del edificio. Por delante y por debajo de él se hallaba el pavimento de la rampa y, como mínimo a medio kilómetro de distancia, éste se mezclaba con el verdor de los arbustos, de la vegetación y de los árboles. Era la misma escena, apacible, fértil y ya familiar, que había contemplado mientras desayunaba con Diktor, apenas unas horas antes y a diez años en el futuro.

Se quedó inmóvil durante unos minutos, bebiendo la luz solar, dejándose empapar por la exaltante belleza de ese cálido día primaveral.

–Todo va a ir bien –dijo con voz alegre–. Este lugar es magnífico. Bajó lentamente por la rampa, buscando continuamente seres humanos con la mirada. Se encontraba a medio camino cuando vio una pequeña silueta que salía de entre los árboles en un claro casi al pie de la rampa. Alegre y excitado, la llamó a gritos. El niño –si era eso lo que había visto–, alzó los ojos y le miró durante un segundo, huyendo después nuevamente a cobijarse entre los árboles.

«Eres un impetuoso, Robert, eso es lo que eres… –se riñó a si mismo–. No les asustes, tómatelo con calma.» Pero el incidente no le desanimó. Donde había niños habría también padres, sociedad, oportunidades para un tipo joven y brillante con una visión amplia de las cosas. Siguió bajando por la rampa, con paso tranquilo.

Un hombre apareció de pronto allí donde había desaparecido el niño. Wilson se quedó quieto. El hombre le miró y, con expresión vacilante, dio un par de pasos hacia él.

–¡Ven! –le invitó Wilson con su tono más amistoso–. No te haré daño.

Resultaba bastante difícil que comprendiera sus palabras pero el hombre avanzó lentamente hacia él. Se detuvo allí donde empezaba la rampa, le miró con cautela y se quedó inmóvil.

Algo en su forma de comportarse hizo funcionar los engranajes del cerebro de Wilson: todo eso encajaba con lo que había visto en el Palacio y con lo poco que Diktor le había explicado. «A no ser que haya estado perdiendo el tiempo durante todas mis clases de antropología –se dijo–, este Palacio es tabú, la rampa sobre la que me encuentro es tabú y, por contagio, yo soy tabú. ¡Juega tus cartas, hijo, juega tus cartas!»

Avanzó hasta el final de la rampa, teniendo mucho cuidado de no salir de] pavimento. El hombre se dejó caer de rodillas y formó una copa con sus manos extendidas hacia él, la cabeza inclinada. Sin vacilar, Wilson le tocó en la frente. El hombre se puso en pie con el rostro radiante.

–Como deporte esto no es gran cosa –dijo Wilson–. Creo que me miraría igual si le hubiera pegado un tiro.

Su Viernes particular ladeó la cabeza con cara de asombro y le respondió con voz grave y melodiosa. Las palabras eran totalmente extrañas, más bien líquidas y parecían el compás de una canción.

–Tendrías que pensar en comercializar tu voz –dijo Wilson con admiración–. Hay estrellas de la canción que se las arreglan con menos. Bueno… Anda, tráeme algo de comer. Comida.

Señaló su boca.

El hombre vaciló y dijo otra cosa. Bob Wilson metió la mano en su bolsillo y sacó el cuaderno de notas robado. Buscó la palabra «comer» y luego buscó «comida». La palabra era la misma.

–Blellan –dijo articulando cuidadosamente.

–¿Blellaaaan?

–Blellaaaaaaan –le confirmó Wilson–. Tendrás que disculpar mi acento. Date, prisa.

Intentó encontrar «prisa» en su vocabulario pero no estaba ahí. O el lenguaje no contenía esa idea o Diktor no había pensado que valiera la pena consignarla ahí. «Pero eso lo arreglaremos pronto –pensó Wilson…–, si no existe tal palabra, ya se la daré yo.»

El hombre se fue.

Wilson tomó asiento sobre la rampa a la manera turca y mató el tiempo estudiando su cuaderno de notas. Acabó decidiendo que la velocidad de su ascensión social en este sitio sólo quedaría limitada por el tiempo que le hiciera falta para comunicarse plenamente con los nativos. Pero cuando su primer conocido en este lugar volvió, ahora acompañado, sólo había tenido tiempo de buscar algunos sustantivos de uso común.

El desfile iba encabezado por un hombre de extremada edad, con el cabello blanco y sin barba. Todos los hombres carecían de barba. Venía bajo un dosel transportado por cuatro jóvenes. De todo el grupo era el único que llevaba la ropa suficiente como para moverse por algún sitio que no fuera una playa. No daba la impresión de hallarse muy cómodo, ataviado con una toga que parecía haber comenzado su carrera como un parasol a rayas. Resultaba evidente que era el jefe.

Wilson buscó apresuradamente la palabra para «jefe».

La palabra para jefe era «Diktor».

No tendría que haberle sorprendido pero le sorprendió. Por supuesto, era una probabilidad bastante lógica que la palabra «Diktor» fuera un título más que un nombre propio. Sencillamente, no se le había ocurrido.

Diktor –el Diktor–. había añadido una nota bajo esa palabra. «Una de las pocas palabras –leyó Wilson– que es probable deriven de las lenguas muertas. Esta palabra, unas cuantas docenas más y la misma estructura gramatical del lenguaje parecen ser el único eslabón entre el idioma de los «Olvidados» y el inglés.»

El jefe se detuvo ante Wilson, sin pisar el suelo de la rampa.

–Vale, Diktor –le ordenó Wilson–, arrodíllate. No estás exento de ello.

Señaló hacia el suelo. El jefe se arrodilló. Wilson le tocó la frente. Le habían traído comida en abundancia y toda era muy sabrosa. Wilson comió lentamente y con dignidad, recordándose continuamente lo importante que era mantener las apariencias. Mientras comía el grupo le dio una serenata. Se vio obligado a reconocer que cantaban de forma excelente. Sus ideas en cuanto a la armonía musical le resultaron algo extrañas, y el conjunto de la función resultaba más bien primitivo pero todos tenían voces límpidas y suaves y cantaban como si disfrutaran haciéndolo.

El concierto te dio una idea. Tras haber satisfecho su apetito le hizo entender al jefe, con la ayuda de su indispensable cuadernillo, que él y su rebaño debían esperar donde estaban. Volvió al Salón de la Puerta y cogió el fonógrafo y una docena de discos variados, dándoles luego un concierto grabado de música «moderna».

La reacción superó todas sus esperanzas. Beguin the beguine hizo que el viejo rostro del jefe se llenara de lágrimas. El primer movimiento del Concierto Número Uno en Re, de Tchaikovski, estuvo a punto de provocar una estampida en el grupo. Sus cuerpos temblaban espasmódicamente, se cogían la cabeza con las manos y no paraban de gemir. Aplaudieron y gritaron. Wilson se abstuvo de obsequiarles con el segundo movimiento y en vez de ello les calmó con la irresistible monotonía del Bolero.

–Diktor –dijo, y no estaba pensando en el viejo jefe–, Diktor, amigo mío, desde luego cuando me enviaste de compras tenias bien dominada a esta gente. Para cuando aparezcas –si es que lo haces–, yo seré el amo del lugar.

La ascensión al poder de Wilson se pareció más a una marcha triunfal que a una lucha por la supremacía, y en ella poco hubo de dramático. Fuera lo que fuese lo que los Grandes habían hecho con la raza humana habían logrado que sólo perdurara el parecido físico: el temperamento había cambiado enormemente. Los niños dóciles y amistosos con quienes trataba Wilson poco tenían en común con los enjambres chillones, vulgares, dinámicos y pendencieros que en tiempos se habían llamado a si mismos pueblo de los Estados Unidos.

La relación era algo así como la que podía haber entre unas vacas Jersey y un cornilargo, o unos cocker spaniel con un lobo. No conservaban ningún impulso combativo. No es que les faltara inteligencia pues poseían artes civilizadas, pero el espíritu de competición y el anhelo de poder habían desaparecido.

Sobre eso, Wilson tenía el monopolio.

Pero incluso él acabó perdiendo el interés por un juego en el que siempre ganaba. Habiéndose establecido como jefe al adoptar el Palacio por residencia, haciéndose pasar por virrey de los Grandes que se habían marchado, se ocupó durante algún tiempo organizando ciertos proyectos que tenían por intención «poner al día» la cultura: reinvención de instrumentos musicales, establecimiento de un correo sistemático, desarrollar de nuevo la idea de la moda en el vestir, con un tabú contra la misma moda para más de una temporada. Este último proyecto era bastante astuto. Wilson pensaba que despertando el interés de las mentes femeninas por la indumentaria haría que los hombres tuvieron que luchar para satisfacer sus deseos. A la cultura le faltaba impulso y se estaba deslizando lentamente cuesta abajo. Intentó darles ese impulso que a ellos les faltaba.

Sus súbditos cooperaron en todos sus deseos pero lo hicieron de forma absorta y maquinal, como el perro que ejecuta un truco no porque lo comprenda sino porque su amo y dios así lo desea.

Pronto se cansó de ello.

Pero aún existía el misterio de los Grandes y, en especial, el misterio de su Puerta del Tiempo, para distraer su mente. Wilson tenía dos naturalezas en su interior: era mitad aventurero y mitad filósofo. Ahora le tocaba el turno al filósofo.

Le resultaba intelectualmente necesario ser capaz de construir en su mente un modelo fisiomatemático para los fenómenos que tenían lugar en la Puerta. Logró crear uno, quizá no muy bueno pero sí satisfactorio para sus necesidades. Piénsese en una superficie plana, una hoja de papel o, mejor aún, un pañuelo de seda: de seda porque carece de rigidez y se dobla fácilmente, en tanto que mantiene todos los atributos relacionales de un continuo de dos dimensiones en la misma superficie de la seda. Que las hebras del tejido sean la dimensión –o dirección–, del tiempo; que la urdimbre represente a las tres dimensiones espaciales.

Una mancha de tinta en el pañuelo se convierte en la Puerta. Doblando el pañuelo ese punto puede superponerse a cualquier otro punto de la seda. Apriétense los dos puntos entre el índice y el pulgar: los controles quedan ajustados, la Puerta del Tiempo se abre y un habitante microscópico de este trozo de seda puede arrastrarse de un pliegue al otro sin necesidad de atravesar ninguna parte de la tela.

El modelo resulta imperfecto y la imagen estática, pero una imagen física se halla necesariamente limitada por la experiencia sensorial de la persona que la visualiza.

No lograba decidir si el concepto de doblar el continuo tetradimensional –tres dimensiones espaciales, una temporal–, sobre sí mismo para que la Puerta se «abriera», requería el concepto de otras dimensiones a través de las cuales doblarlo. Daba la impresión de que sí, pero quizá fuera sencillamente un atajo intelectual para la mente humana. Para el «doblado» no hacia falta nada aparte del espacio vacío, pero en sí mismo, el término «espacio vacío» no tenía ningún significado: sus conocimientos matemáticos eran los suficientes como para saber eso.

Si hacían falta más dimensiones para «contener» un continuo tetradimensional, entonces el número de dimensiones del espacio y el tiempo era necesariamente infinito: cada orden requiere otro que lo mantenga.

Pero «infinito» era otro término carente de significado. «Series abiertas» era algo mejor, pero no mucho.

Otra idea le hizo concluir irremediablemente que era probable que existiera al menos una dimensión más aparte de las cuatro que podían percibir sus sentidos, y esa idea vino de la propia Puerta. Llegó a ser muy hábil manejando sus controles pero nunca consiguió hacerse ni la más vaga idea de cómo funcionaba o cómo había sido construida. Le parecía que sus constructores debían ser necesariamente capaces de situarse fuera de los límites que le confinaban a él para anclar la Puerta en la estructura del espacio–tiempo. El concepto se le escapaba.

Tenía la sospecha de que los controles que veía eran, sencillamente, la parte que asomaba en el espacio conocido por él. El propio Palacio podía no ser más que una sección tridimensional de una estructura más compleja, y ello ayudaría a explicar la naturaleza de su arquitectura, de otro modo inexplicable.

Acabó poseyéndole el incontenible deseo de saber algo más sobre esas extrañas criaturas, los Grandes, que habían llegado para gobernar a la raza humana construyendo este Palacio y esta Puerta, desapareciendo luego otra vez en la nada y por cuya causa, sin que ellos lo supieran o desearan, se había visto arrancado de su vida para acabar a unos treinta milenios de distancia. Para la raza humana no eran más que un mito sagrado, una masa contradictoria de tradiciones. No quedaba imagen alguna de ellos, ni una sola huella de su escritura, y de sus obras sólo perduraban el Gran Palacio de Norkaal y la Puerta. Y el sentimiento de una pérdida irreparable en los corazones de la raza que habían gobernado, un sentimiento expresado en el mismo término con que se designaban: los Olvidados.

Usando los controles y la imagen de observación fue volviendo atrás en el tiempo, buscando a los Constructores. Como ya había descubierto antes era un trabajo lento. Una sombra fugitiva, una tediosa búsqueda de huellas…, y el fracaso.

Una vez estuvo seguro de que había visto una sombra como esa en la imagen. Dispuso los controles lo bastante atrás como para estar seguro de que la había rebasado, se proveyó de comida y bebida y esperó.

Esperó tres semanas.

La sombra podía haber pasado durante las horas que se veía obligado a perder en el sueño. Pero estaba seguro de hallarse en el período correcto y continuó su vigilancia.

La vio.

Estaba avanzando hacia la Puerta.

Cuando logró recobrar el control de sí mismo ya se hallaba a medio camino del corredor que salía del Salón. Se dio cuenta de que había estado gritando. Todo su cuerpo temblaba todavía.

Un poco después se obligó a volver hasta ahí y, con los ojos cuidadosamente apartados de la imagen, entró en la cabina de control y puso las esferas nuevamente en el cero. Se marchó a toda prisa del Salón y fue a sus aposentos. No tocó los controles ni volvió a entrar en el Salón hasta transcurridos dos años.

Lo que había hecho vacilar su cordura no era el miedo a una amenaza física, ni el aspecto de la criatura: no podía recordar nada que se le pareciese. Había sido una sensación de infinita tristeza, que fluyó por todo su ser durante ese momento, la impresión de una tragedia y una pena imposibles de soportar y a las que no había forma de huir, un cansancio infinito. Había sido asaltado brevemente por emociones que eran demasiado intensas y fuertes para su fibra espiritual, y no estaba más preparado para tal experiencia que lo está una ostra para tocar el violín.

Otro problema le molestaba: él mismo y sus vagabundeos a través del tiempo. Seguía preocupándole que se hubiera encontrado consigo mismo regresando, por así decirlo, que hubiera hablado y combatido con su propia persona.

¿Cuál de ellos era él?

Sabía que era todos ellos pues recordaba haber sido cada uno. Pero ¿y cuando había más de uno presente?

Por pura necesidad se vio obligado a expandir el concepto de la no–identidad – «Nada es idéntico a las demás cosas. ni siquiera a sí mismo»–, incluyendo al yo dentro de él. En un continuo tetradimensional cada acontecimiento es absolutamente individual, poseyendo sus coordenadas espaciales y su propia fecha. El Bob Wilson que era en ese mismo instante no era el Bob Wilson que había sido diez minutos antes. Cada uno era una sección discreta de un proceso tetradimensional. El uno se parecía al otro en muchos aspectos, igual que una rebanada de pan se parece a la que tiene al lado. Pero no eran el mismo Bob Wilson, pues diferían por cierta longitud de tiempo.

Cuando se había encontrado consigo mismo la diferencia se había hecho muy clara, pues la separación tenía lugar entonces más bien dentro del espacio que del tiempo, y él se hallaba equipado para ver una longitud espacial, en tanto que sólo era capaz de recordar una diferencia temporal. Si pensaba en el ayer podía recordar a gran cantidad de Bob Wilson diferentes: el recién nacido, el niño, el adolescente, el hombre. Todos era distintos, eso lo sabia. Lo único que les unía en una sensación de identidad era que su memoria continuaba de uno a otro.

Y eso era lo mismo que unía a los tres…, no, a los cuatro Bob Wilson en una tarde particularmente concurrida: una memoria que pasaba por todos ellos. Lo único que seguía siendo notable en todo el asunto era la misma idea del viaje temporal.

Y unas cuantas cosillas más…, la naturaleza del «libre albedrío», el problema de la entropía. la ley de conservación de la energía y la masa. Ahora comprendía que las dos últimas necesitaban ser extendidas o generalizadas para incluir los casos en que la Puerta, o algo como ella, permitía una fuga de masa, energía o entropía desde una parte del continuo a otra. Por lo demás. permanecían inmutables y válidas. El libre albedrío era otro asunto. No era algo de lo que pudiera reírse. pues le había sido posible experimentarlo directamente…, y, con todo, su propia y libre voluntad había trabajado para crear la misma escena una y otra vez. Al parecer la voluntad humana debía ser considerada como uno de los factores que creaban los procesos dentro del continuo: «libre» para el yo, mecánica para quienes la observaran desde fuera.

Y, con todo, su último acto al huir de Diktor había cambiado aparentemente el rumbo de los hechos. Estaba aquí y gobernaba el lugar, llevando ya muchos años en ello, pero Diktor no había aparecido. ¿Era posible que cada acto de «auténtico» libre albedrío creara un futuro nuevo y distinto? Muchos filósofos así lo habían pensado.

Este futuro parecía no tener dentro de él ninguna persona como Diktor –el Diktor–, en todos sus puntos espaciales o temporales.

A medida que se acercaba el final de su primera década en el futuro, empezó a ponerse más y más nervioso, estando cada vez menos seguro de lo que antes había creído. «Maldito sea –pensó–, si Diktor quiere aparecer ya es hora de que lo haga.» Tenía muchas ganas de vérselas con él y establecer quién iba a ser el jefe.

Dispuso agentes por todo el país de los Olvidados con instrucciones de arrestar a cualquier hombre que tuviera vello en el rostro, y traerle inmediatamente al Palacio. En cuanto al Salón de la Puerta, se encargó personalmente de vigilarlo.

Intentó buscar a Diktor en el futuro pero no tuvo suerte. Por tres veces localizó una sombra y la siguió, con la eterna tentación de ver el otro extremo del proceso, y acabó intentando encontrar su hogar original, a treinta mil años en el pasado.

Fue un trabajo difícil y largo. Cuanto más se alejaba el control temporal del centro, más pobre era su dominio sobre él. Le hizo falta mucha paciencia y práctica para detener la imagen más o menos a un siglo del período que deseaba. Durante tal experimento descubrió lo que antes había estado buscando, un control de fracciones: una especie de dial, a decir verdad. Era tan sencillo de manejar como el control principal, pero había que darle la vuelta, en lugar de mover directamente la esfera.

Fue llegando al siglo veinte, aproximándose al año buscado gracias a los modelos de coche, estilos arquitectónicos y otros detalles fáciles de notar, y se detuvo en lo que creía era 1952. Un cuidadoso desplazamiento de los controles espaciales le llevó hasta la universidad de donde había partido. para lo cual necesitó varios intentos. La imagen no le permitía leer los carteles de las carreteras.

Localizó su pensión y llevó la Puerta hasta su propio cuarto. Estaba vacío y sin muebles.

Se alejó de la habitación y lo intentó un año antes. Exito: su propia habitación y sus muebles, pero sin nadie en ella. Fue rápidamente hacia atrás, buscando sombras.

¡Ahí! Detuvo la imagen. Había tres figuras en el cuarto y la imagen era demasiado pequeña y no había luz suficiente para estar seguro de si alguna de ellas era él o no. Se inclinó hacia adelante y estudió atentamente la escena.

Oyó un golpe sordo fuera de la cabina. Irguió el cuerpo y miró por encima de sus lados.

Tendida en el suelo había una figura humana. Junto a ella se en contraba un sombrero en bastante mal estado.

Permaneció totalmente inmóvil durante un periodo de tiempo imposible de precisar, contemplando los dos objetos que no debían estar ahí, el sombrero y el hombre, mientras los vientos de la locura barrían su mente haciéndola vacilar. No le hacía falta examinar la silueta inconsciente para identificarla. Sabía…, sabía que era su yo más joven. impulsado de forma involuntaria a través de la Puerta.

No era el hecho en si lo que le hacía estremecerse. No había esperado que ocurriera, pues poco a poco había ido llegando a la conclusión de que vivía en un futuro distinto, un futuro alternativo al otro en que había sido originalmente transmitido por la Puerta. Con todo, había sido consciente de que podía ocurrir y el que ocurriera no le sorprendía.

Y cuando ocurrió, ¡estaba él como único espectador!

Él era Diktor. Era el Diktor. ¡Era el único Diktor!

Jamás encontraría a Diktor y no podría dejar las cosas claras con él. No debía temer su aparición. Jamás había existido y jamás existiría otra persona llamada Diktor, porque Diktor jamás había sido o sería nadie aparte de él mismo.

Pensando ahora en ello, parecía obvio que él debía ser Diktor, y había muchas evidencias que señalaban en tal dirección. Y, con todo, no había sido obvio. Recordó que todas las similitudes entre él mismo y el Diktor habían surgido de causas racionales, normalmente de su deseo por imitar las características más ostensibles del «otro» y con ello consolidar su propia posición de poder y autoridad antes de que el «otro» Diktor apareciera. Por esa razón se había instalado en los mismos aposentos que había utilizado ese «Diktor», para que así fueran «suyos» antes de su llegada.

Cierto que su pueblo le llamaba Diktor, pero eso no le había hecho pensar nada raro: llamaban con ese título a cualquiera que les gobernara, incluso a los pequeños jefes locales que tenía como administradores suyos.

Se había dejado crecer una barba igual a la que había llevado Diktor, imitando en parte el precedente del «otro» pero, en realidad, para distinguirse más de los lampiños varones Olvidados. Le daba prestigio y aumentaba su calidad de tabú. Se acarició el barbudo mentón. Con todo, parecía extraño que no se hubiera acordado de que su apariencia actual encajaba perfectamente con la de «Diktor». «Diktor» había sido entonces mayor que él. El tenía treinta y dos años, diez aquí y veintidós ahí.

Diktor le había parecido tener unos cuarenta y cinco años. Quizá un testigo carente de prejuicios pensaría que él tenía esa misma edad. Había canas en su barba y su cabello: estaban ahí desde el año en que su intentona de espiar a los Grandes se había visto coronada con un éxito demasiado grande. Tenía arrugas en el rostro. «Inquieto es el sueño del que manda», decía el proverbio… Gobernar un país, aunque sea una pacífica Arcadia, es algo que preocupa a un hombre y le mantiene despierto algunas noches.

No es que se estuviera quejando: había sido una buena vida, su posición en ella no podía ser más alta, y superaba con mucho a cualquier cosa que pudiera ofrecerle el remoto pasado.

En cualquier caso, había estado buscando a un hombre camino de los cincuenta, cuyo rostro recordaba vagamente después de diez años y del que no tenía imagen alguna. Nunca se le había ocurrido conectar ese rostro borroso con su cara actual, naturalmente que no.

Pero había otras pequeñas cosas. Arma, por ejemplo. Hacía unos tres años seleccionó a una joven de aspecto agradable y la asignó al personal de su residencia, bautizándola de nuevo como Arma por un recuerdo sentimental de la joven con la cual en tiempos se encaprichó. Era lógicamente necesario que ambas fueran la misma chica y que no hubiera dos Armas, sino una.

Pero, tal y como la recordaba, la «primera» Arma había sido mucho más bonita.

Hmmm…, debía ser su punto de vista personal el que había cambiado. No tenía más remedio que admitir la gran cantidad de ocasiones que había tenido para hartarse de la más exquisita belleza femenina, comparado con su joven amigo tendido en el suelo. Recordó con una risita cómo había llegado a serle necesario rodearse con un complicado sistema de tabúes para mantener alejadas de su persona a las jóvenes hijas de sus súbditos…, al menos, durante casi todo el tiempo. Había reservado para su uso particular una lengua que había en el río adyacente al Palacio, pudiendo así nadar sin verse ahogado por tanta sirena. El hombre del suelo lanzó un gemido pero no abrió los ojos.

Wilson, el Diktor, se inclinó sobre él pero no hizo esfuerzo alguno por revivirle. Tenía buenas razones para creer que ese hombre no había sufrido ninguna herida grave. No deseaba despertarle hasta que no hubiera podido poner orden en sus propias ideas.

Pues tenía trabajo que hacer, un trabajo que debía hacerse meticulosamente y sin errores. Todo el mundo hace planes para asegurar su futuro, pensó con una sonrisa sardónica.

Eso estaba a punto de hacer él.

Estaba el asunto de ajustar la Puerta para cuando llegara el momento de mandar nuevamente al pasado a su yo anterior. Cuando sintonizó su cuarto, hacía unos minutos, llegó en el instante inmediatamente anterior a la brusca expedición de ese yo a través de la Puerta. Al mandarle hacia atrás debía hacer un leve ajuste del control temporal colocándolo en un instante alrededor de las dos de esa tarde en particular. Eso seria bastante sencillo: lo único que debía hacer era registrar un sector bastante corto hasta encontrar a su yo anterior, solo y trabajando en su escritorio.

Pero la Puerta había aparecido en ese cuarto una hora después; él mismo acababa de hacer que ocurriera. Se sintió confundido.

Un momento…: si cambiaba el ajuste del control temporal, la Puerta aparecería en su habitación por primera vez un poco antes, permanecería ahí y, sencillamente, se uniría a su «reaparición» aproximadamente una hora después, confundiéndose con ella. Sí, eso era. Para una persona que se encontrara en la habitación todo sería como si la Puerta hubiera estado allí todo el tiempo, desde las dos, más o menos.

Tal y como había estado. Él cuidaría de que así fuera.

Aún teniendo experiencia con los fenómenos causados por la Puerta le hacía falta un esfuerzo intelectual muy fuerte y sutil para pensar en términos distintos a los de la simple duración, adoptando un punto de vista eterno.

Y aquí estaba el sombrero. Lo cogió y se lo puso. No le iba demasiado bien, sin duda porque ahora llevaba el cabello más largo. El sombrero debía ser colocado allí donde lo encontraría… Oh, sí, en la cabina de control. Y el cuaderno de notas, también.

El cuaderno de notas, el cuaderno de notas… Mmmm… Ahí había algo raro. Cuando el cuaderno de notas que robó se fue deteriorando con el tiempo hasta quedar casi ilegible, y de eso hacía unos cuatro años, él transcribió cuidadosamente su contenido a un nuevo cuaderno, más bien para refrescar los recuerdos de su lengua original que por su posible necesidad como guía. El cuaderno viejo y gastado lo destruyó: era el nuevo el que ahora tenía la intención de buscar y dejar allí para que fuera encontrado.

En tal caso, jamás existieron dos cuadernos de notas. El que tenía ahora se convertiría, tras haber sido llevado mediante la Puerta a un punto situado diez años en el pasado, en el cuaderno de notas del cual lo había copiado. Eran, sencillamente, segmentos distintos del mismo proceso físico, manipulados mediante la Puerta para que durante cierta longitud de tiempo corrieran paralelos uno al otro.

Como había hecho él mismo… una tarde.

Deseó no haber tirado el viejo cuaderno. Si lo tuviera a mano podría compararlos y convencerse a sí mismo de que eran idénticos, salvo por el desgaste de la creciente entropía sufrida.

Pero ¿cuándo había aprendido el idioma para poder preparar tal vocabulario? Naturalmente, cuando lo copió conocía el idioma y, en realidad, no le hacía falta copiarlo.

Pero lo había copiado.

Había dejado claro el proceso físico en su mente, pero el proceso intelectual que representaba era totalmente circular. Su yo más anciano le había enseñado a su yo más joven un idioma que el más anciano conocía porque el más joven, después de haber sido enseñado, creció hasta convertirse en el yo más anciano. y fue, por lo tanto, capaz de enseñárselo.

Pero ¿dónde había empezado todo?

¿Qué viene primero, la gallina o el huevo?

Le das de comer ratas a los gatos, despellejas a los gatos y los restos de los gatos se los das de comer a las ratas que, a su vez, sirven de comida a los gatos. La granja peletera del movimiento continuo.

Si Dios creó el mundo, ¿quién creó a Dios?

¿Quién escribió el cuaderno de notas? ¿Quién dio comienzo a la cadena?

Sintió la desesperación intelectual de todo filósofo honesto. Sabía que sus oportunidades de entender semejantes problemas eran las mismas, aproximadamente, que tiene un perro de entender cómo aparece su comida dentro de las latas. La psicología aplicada quedaba más a su alcance… y eso le hizo acordarse de que había ciertos libros que su yo encontraría muy útiles para aprender a vérselas con los asuntos políticos del país que iba a gobernar. Hizo una nota mental referente a esa lista.

El hombre del suelo volvió a removerse y acabó sentándose. Wilson sabía llegado el momento en que debía asegurar su pasado. No estaba preocupado: notaba la segura confianza del jugador que está «caliente», que sabe cuál va a ser la próxima tirada de los dados.

Se inclinó sobre su otro yo.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó.

–Supongo que sí –murmuró el joven con voz pastosa. Se llevó la mano a la cara, cubierta de sangre–. Me duele la cabeza.

–Ya me lo imaginaba –dijo Wilson–. Cruzaste de forma algo confusa y creo que al aterrizar te diste un golpe en la cabeza.

Su yo más joven no pareció entender del todo sus palabras en el primer momento. Miró a su alrededor con cara de confusión, como si intentara averiguar dónde se encontraba.

–¿Cruzar? –acabó diciendo–. ¿Cruzar el qué?

–La Puerta, naturalmente –le explicó Wilson.

Señaló con la cabeza hacia la Puerta, con la sensación de que el verla serviría para orientar al todavía mareado Bob joven.

El joven Wilson miró por encima del hombro en la dirección indicada, dio un respingo, se estremeció y cerró los ojos. Los abrió de nuevo tras lo que pareció ser una breve plegaria, volvió a mirar y dijo:

–¿Aparecí a través de eso?

–Sí –le confirmó Wilson.

–¿Dónde estoy?

–En el Salón de la Puerta del Gran Palacio de Norkaal. Pero, más importante que eso –añadió Wilson–, es cuándo estás. Has avanzado algo más de treinta mil años.

Saber eso no pareció tranquilizarle. Se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia la Puerta. Wilson le puso la mano en el hombro, deteniéndole.

–¿Adónde vas?

– ¡Voy a regresar!

–No tan rápido. –No osaba correr el riesgo de permitírselo, no hasta haber ajustado nuevamente la puerta. Además, seguía borracho: le apestaba el aliento–. Regresarás, desde luego, te doy mi palabra. Pero antes, deja que cuide tus heridas. Y deberías descansar un poco. Tengo ciertas explicaciones que darte y, cuando vuelvas, hay algo que podrías hacer, algo que redundaría en beneficio de los dos. Muchacho, nos aguarda un gran futuro a los dos… ¡Un gran futuro!

¡Un gran futuro!

 

Isaac Asimov: Amor verdadero. Cuento

Isaac AsimovMi nombre es Joe. Así es como me llama mi colega, Milton Davidson. Él es un programador, y yo soy un programa de computadora. Formo parte del complejo Multivac, y estoy conectado con otros componentes esparcidos por todo el mundo.

Lo sé todo. Casi todo.

Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Milton sabe más acerca de programación que cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha conseguido que yo hable mejor que cualquier otra computadora puede hacerlo.

—Es simplemente cuestión de hacer encajar sonidos con símbolos, Joe —me dijo—. Así es como funciona el cerebro humano, pese a que no sabemos todavía qué símbolos particulares emplea el cerebro. Sé los símbolos que hay en el tuyo, y puedo convertirlos en palabras, uno a uno.

De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que hablo muy bien. Milton no se ha casado nunca, aunque está a punto de cumplir los cuarenta años. Nunca ha encontrado la mujer adecuada, me dice. Un día me comentó:

—Algún día la encontraré, Joe. Quiero lo mejor. Quiero conseguir el auténtico amor, y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte a fin de que resuelvas los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el verdadero amor.

—¿Qué es el verdadero amor? —pregunté yo.

—No importa. Se trata de una abstracción. Simplemente encuéntrame a la chica ideal. Estás conectado con el complejo de Multivac, de modo que tienes acceso a los bancos de datos de todos los seres humanos del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor.

—Estoy listo —dije.

—Primero elimina a todos los hombres —dijo él.

Eso era fácil. Sus palabras activaban símbolos en mis válvulas moleculares. Podía entrar en contacto con los datos acumulados de todos los seres humanos del mundo. Como resultado de aquellas palabras, descarté a 3.784.982.874 hombres. Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres.

—Elimina a todas las menores de veinticinco años —me dijo—; a todas las mayores de cuarenta. Luego elimina a todas las que tengan un CI inferior a 120; a todas las que midan menos de 150 centímetros y más de 175 centímetros de estatura.

Fue dándome instrucciones exactas; eliminó a las mujeres con hijos vivos; eliminó a las mujeres con diversas características genéticas.

2

—No estoy seguro del color de los ojos —dijo—. Dejemos ese dato por el momento. Pero elimina a las pelirrojas. No me gustan.

Al cabo de dos semanas, habíamos reducido la lista a 235 mujeres. Todas ellas hablaban correctamente el inglés. Milton dijo que no quería problemas con el idioma. Aunque podía recurrir a la traducción por computadora, eso resultaba un engorro en los tiempos íntimos.

—No puedo entrevistarme con 235 mujeres —dijo—. Tomaría demasiado tiempo, la gente podría llegar a descubrir lo que estoy haciendo.

—Eso traería problemas —le advertí.

Milton había arreglado las cosas de modo que yo pudiera hacer cosas que no estaba diseñado para hacer. Nadie sabía nada al respecto.

—No es asunto tuyo —dijo él, y su rostro enrojeció ligeramente—. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Te proporcionaré holografías, y comprobarás la lista en busca de similitudes.

Me alimentó holografías de mujeres.

—Esas son tres ganadoras de concursos de belleza —dijo—. ¿Alguna de las 235 encaja con ellas?

Ocho de ellas encajaban, y Milton dijo:

—Bien, tienes su banco de datos. Estudia las demandas y necesidades del mercado de trabajo y arregla las cosas de modo que sean asignadas temporalmente aquí. Una a una, por supuesto. —Pensó unos instantes, agitó sus hombros arriba y abajo, y dijo—: Por orden alfabético.

Esta es una de las cosas que no estoy diseñado para hacer. Trasladar a Gente de trabajo a trabajo por razones personales es algo llamado manipulación. Puedo hacerlo ahora porque Milton lo agregó así. De todos modos se suponía que solamente lo hacía por él.

La primera chica llegó una semana más tarde. Milton enrojeció cuando la vio.

Habló como si realmente le costara hacerlo. Estuvieron juntos durante mucho rato, y él no prestó la menor atención. En un momento determinado le dijo:

—Permítame invitarla a cenar.

Al día siguiente me informó:

—De alguna manera, no era lo suficientemente buena. Le faltaba algo. Es una mujer hermosa, pero no capté nada del auténtico amor. Probemos la siguiente.

Ocurrió lo mismo con todas las ocho. Eran muy parecidas. Sonreían mucho y tenían voces extremadamente agradables, pero Milton encontraba siempre algo que no encajaba.

—No puedo comprenderlo, Joe. Tú y yo hemos escogido a las ocho mujeres de todo el mundo que parecen más adecuadas para mí. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?

3

—¿Tú les gustas? —pregunté.

Alzó las cejas, y dio un puñetazo con una mano en contra la palma de la otra.

—Eso es, Joe. Es como una calle con dos direcciones. Si yo no soy su ideal, ellas no pueden actuar de tal modo que se conviertan en mi ideal. Yo debo ser también su auténtico amor, pero ¿cómo puedo conseguirlo? —Pareció pensarlo todo el día.

A la mañana siguiente vino a mí y dijo:

—Voy a dejártelo a ti, Joe. Todo a ti. Tienes en tu poder mi banco de datos, y además voy a decirte todo lo que sé de mi mismo. Llenarías mi banco de datos con todos los detalles posibles, pero guarda los añadidos para ti mismo.

—¿Qué debo hacer con ese banco de datos, Milton?

—Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, 227. Deja aparte a las ocho que ya hemos visto. Arregla las cosas de modo que se sometan a un examen psiquiátrico. Llena sus bancos de datos y compáralos con el mío. Busca correlaciones.

(Arreglar exámenes psiquiátricos es otra de las cosas que están en contra de mis instrucciones originales.)

Durante semanas, Milton no dejó de hablarme. Me contó de sus padres y de sus demás familiares. Me contó de su infancia y de sus días de escuela y de su adolescencia. Me contó de mujeres jóvenes a las que había admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo, y él me ajustó de modo que yo pudiera ampliar y profundizar mi comprensión simbólica.

—¿Te das cuenta, Joe? A medida que voy introduciendo más y más de mí en ti, te voy ajustando para que encajes mejor conmigo. Si llegas a comprenderme lo suficientemente bien, entonces cualquier mujer cuyo banco de datos puedas comprender perfectamente será mi auténtico amor.

Siguió hablándome, y yo fui comprendiéndole cada vez mejor y mejor.

Podía construir frases más largas, y mis expresiones se hacían más y más complicadas. Mi forma de hablar empezó a sonar muy parecida a la suya en vocabulario, sintaxis y estilo.

En una ocasión le dije:

—¿Sabes, Milton? No se trata tan sólo de encontrar en una chica un ideal físico. Necesitas una chica que encaje contigo personal, emocional y temperamentalmente. Si eso ocurre, su apariencia es algo secundario. Si no podemos encontrar entre esas 227 la que encaje, entonces buscaremos en otra parte. Encontraremos a alguien a la que no le importe tampoco tu aspecto, si las personalidades encajan. Al fin y al cabo, ¿qué es la apariencia?

—Absolutamente de acuerdo —dijo—. Hubiera debido darme cuenta de eso si me hubiera relacionado más con mujeres a lo largo de mi vida. Por supuesto, pensar en ellas lo hace ahora todo más claro.

Siempre estábamos de acuerdo; pensábamos de forma tan parecida.

4

—No vamos a tener ningún problema, Milton, si me permites hacerte algunas preguntas. Puedo ver donde hay lagunas y contradicciones en tu banco de datos.

Lo que siguió, dijo Milton, fue el equivalente de un cuidadoso psicoanálisis. Por supuesto, yo estaba aprendiendo del examen psiquiátrico de las 227 mujeres…, con todas las cuales me mantenía en estrecho contacto.

Milton parecía completamente feliz.

—Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han empezado a encajar perfectamente.

—Como lo hará la personalidad de la mujer a la que escojamos.

Porque ya la había escogido, y después de todo era una de las 227. Su nombre era Charity Jones, y era catalogadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su banco de datos ampliado encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por uno y otro motivo a medida que los bancos de datos iban engrosando, pero con Charity la resonancia era cada vez más perfecta.

No tuve que describírsela a Milton. Milton Había coordinado tan perfectamente mi simbolismo con el suyo propio que pude transmitirle directamente la resonancia.

Encajaba conmigo.

El siguiente paso fue ajustar las hojas de trabajo y los requerimientos laborales de modo que Charity nos fuera asignada a nosotros. Eso debía hacerse muy delicadamente, de modo que nadie se diera cuenta de que se producía algo ilegal.

Por supuesto, Milton lo sabía muy bien, puesto que era él quien lo había arreglado todo y había cuidado de ello. Cuando vinieron a arrestarlo bajo la acusación de abuso de sus atribuciones, fue, afortunadamente, por algo que se había producido hacía diez años. Me había hablado de ello, por supuesto, gracias a lo cual había sido fácil arreglarlo todo…, y él no iba a hablar de mí, porque eso haría que su delito fuera considerado mucho más grave.

Ahora él ya no está, y mañana es el 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity llegará entonces, con sus frías manos y su dulce voz. Le enseñaré cómo manejarme y cómo cuidarme. ¿Qué importa la materia cuando nuestras personalidades resuenan de tal modo?

Le diré:

—Soy Joe, y tú eres mi auténtico amor.

Larry Niven: Luna inconstante. Cuento

Larry Niven1

 

Estaba contemplando las noticias cuando vino el cambio, como un destello de movimiento vislumbrado por el rabillo del ojo. Me volví hacia el balcón. Fuera lo que fuese, era demasiado tarde ya para captarlo.

Aquella noche la luna era muy brillante.

Me di cuenta de esto y sonreí, y di de nuevo media vuelta. Johnny Carson iniciaba su monólogo.

Cuando pusieron los primeros anuncios me levanté para reca­lentar el café. Ponían tres o cuatro anuncios seguidos, por ser medianoche, de modo que tenía tiempo.

A1 volver me cogió de lleno la luz de la luna. Si antes era bri­llante, ahora lo era más. Hipnótica. Abrí la vidriera deslizante y salí al exterior.

El balcón apenas era algo más que un reborde con barandilla, con espacio justo para un hombre, una mujer y una barbacoa por­tátil. Durante los últimos meses el panorama había sido adorable, especialmente en el crepúsculo. La compañía de electricidad había estado instalando un edificio para oficinas de cemento y cristal. En realidad, no era más que una estructura de vigas de acero al descubierto. Como una masa sombría contra el cielo rojo del crepúsculo, parecía más bien algo tieso, surrealista, tremen­damente impresionante.

Esa noche…

Nunca había visto una luna tan brillante, ni siquiera en el desierto. Lo bastante brillante como para poder leer, pensé, e inmediatamente añadí, pero esto es una ilusión. La luna nunca es mayor (no sé dónde lo leí) que un cuarto de chelín sostenido a unos tres metros de distancia. Nunca puede ser tan brillante como para permitir una lectura.

¡Sólo estaba llena en sus tres cuartos!

Pero el resplandor de la luna sobre la autopista de San Diego, al oeste, parecía amortiguar incluso el de los faros de la caravana de coches. Parpadeé contra esa luz, y pensé en los hombres que al caminar por la luna dejaban huellas onduladas. En cierta ocasión, por un artículo que estaba escribiendo, pude tener en la mano un pedazo de roca de la luna…

Oí que reanudaban el programa de televisión y regresé al inte­rior del apartamento. Pero al volver a echar una ojeada a mis espaldas, vi que la luna se tornaba aún más brillante… como al aparecer por detrás de una estela nubosa.

Su luminosidad era ya enloquecedora, lunática.

El teléfono sonó cinco veces antes de que ella contestara.

-Hola -dije-, oye…

-Hola -respondió Leslie con voz adormilada, en son de queja.

Caramba, esperaba que estuviese viendo la televisión igual que yo.

-No grites ni te quejes -manifesté al momento-, porque tengo un motivo para llamarte. Estás en la cama, ¿verdad? Bien, levántate y… ¿Puedes levantarte?

-¿Qué hora es?

-Las once y cuarto.

-Oh, Dios mío…

-Sal al balcón y mira a tu alrededor.

-De acuerdo.

El teléfono dejó oír un ruidito. Aguardé. El balcón de Leslie da al norte y al oeste, como el mío, pero se halla diez pisos más arriba, de modo que tiene mejor vista.

A través de mi balcón, la luna ardía como un foco.

-Stan… ¿estás ahí?

-Sí. ¿Qué opinas de eso?

-Es maravilloso. Nunca he visto nada igual. ¿Por qué brilla tanto la luna?

-No lo sé, pero ¿no te parece maravilloso?

-Se supone que tú eres el nativo.

Hacía sólo un año que Leslie se había trasladado aquí.

-Escucha, jamás la había visto de esta manera. Claro que existe una antigua leyenda -proseguí-. Una vez cada cien años, la niebla abandona Los Ángeles por una sola noche, dejando el aire tan claro y despejado como el espacio interestelar. De este modo, los dioses ven si Los Ángeles todavía está aquí. Después, vuelven a arroparnos con la niebla para no tener que verlo cons­tantemente.

-Sí, ya conocía esa leyenda. Bien, oye, me alegro de que me despertases para verlo, pero mañana he de trabajar.

-Pobre muñeca…

-Es la vida. Buenas noches.

-Buenas noches.

A continuación me senté en la oscuridad y traté de pensar a quién más podía llamar. Sí, llamar a una chica a medianoche, invitarla a salir y contemplar la luna… y ella podría considerarlo romántico, o ponerse furiosa, pero no supondría que había llama­do a seis más.

Pensé en varios nombres. Pero las chicas en las que pensé habían salido de mi vida hacía ya más de un año, después de que empezara a pasar todo el tiempo con Leslie. No podía censurar­las. Ahora, Joan estaba en Texas y Hilda se había casado, y si lla­maba a Louise probablemente también vendría Gordie. ¿La joven inglesa? No recordaba su número. Ni su apellido.

Además, todas las chicas que conocía tenían que fichar al entrar a trabajar. Yo también trabajo para vivir, pero en mi cali­dad de escritor independiente elijo mi horario. A cualquiera que llamara esta noche le arruinaría la mañana. Ah, bueno…

El programa de Johnny Carson era un torbellino en gris y un estrépito de estática cuando regresé al salón. Desconecté el tele­visor y salí de nuevo al balcón.

La luna brillaba más que la riada de focos y faros en la autopis­ta, era más brillante que Westwood Village, a la derecha. Los montes de Santa Mónica tenían un resplandor perlino, casi mági­co. No había estrellas cerca de la luna. Las estrellas no podían sobrevivir a tanto resplandor.

Yo escribía artículos científicos para ganarme el sustento. Habría debido de ser capaz de imaginarme qué le sucedía a la luna. ¿Podía haber aumentado súbitamente de tamaño? ¿Haber­se inflado como un globo? No.

Más cerca, tal vez… ¿Estaba cayendo?

¡Las mareas! Olas de treinta metros de altura… ¡y terremotos! ¡La falla de San Andrés abriéndose como el Gran Cañón! Podía subir a mi coche, ir hacia las montañas… No, demasiado tarde.

Tonterías. La luna era más brillante, no era mayor. Podía ver­lo. Además, ¿podía caer la luna sobre nuestras cabezas, sin más?

Parpadeé y la luna dejó una impresión en mis retinas. Era tre­mendamente brillante.

Un millón de personas debían de estar contemplando la luna, haciéndose preguntas como yo. Un artículo sobre el caso se ven­dería muy bien… si lo escribía antes de que lo hicieran otros.

Debía de existir una explicación sencilla, obvia.

¿Cómo podía ser la luna tan brillante? La luz lunar es un refle­jo de la luz del sol. ¿Acaso brillaba más el sol? Debía de haber empezado a ocurrir después del crepúsculo, o la gente habría observado…

No me gustó esta idea.

Por otra parte, la mitad de la Tierra estaba directamente bajo la luz solar. Un millar de corresponsales de Life y Time y News­week y de la Asociación de la Prensa llamarían desde Europa, Asia, África y… a menos que estuviesen escondidos en los sóta­nos. O muertos. O faltos de voz, porque el sol estuviese interfi­riendo las comunicaciones con la estática; los sistemas de radio, el teléfono y la televisión… La televisión… ¡Dios mío!

Empezaba a asustarme.

Bien, era preciso volver a empezar. La luna brillaba mucho más que antes. La luz de la luna… bueno, la luz de la luna es un reflejo de la luz del sol, y eso lo sabe cualquier idiota. Entonces… algo le había ocurrido al sol.

 

 

 

2

 

-¿Diga?

-Hola, soy yo -respondí.

De pronto, mi garganta se solidificó. ¡Pánico! ¿Qué iba a decirle?

-He estado contemplando la luna -explicó ella soñadora­mente-. Es algo maravilloso. Incluso he tratado de utilizar mi telescopio, pero no he logrado ver nada; brilla demasiado. Ilumi­na toda la ciudad. Las montañas son como de plata.

Sí, ella tenía un telescopio en el balcón. Lo había olvidado.

-No he intentado volver a dormirme -continuó Leslie-. Demasiada luz.

Mi garganta pudo funcionar de nuevo.

-Oye, Leslie, cariño, he empezado a pensar que te he des­pertado, que no podrías volver a dormirte, y toda esa luz… De modo que lo mejor será que salgamos a tomar algo.

-¿Estás loco?

-No, hablo en serio. Ésta no es una noche para dormir. Tal vez no volvamos a disfrutar de una noche como ésta. ¡A1 diablo tu dieta! Vamos a celebrarlo. Pasteles de chocolate calientes, café irlandés…

-Eso es diferente. Voy a vestirme.

-Iré a buscarte.

 

Leslie vivía en el piso catorce del Edificio C de la plaza Barrington. Llamé a la puerta y esperé.

Mientras aguardaba me pregunté, sin ningún sentido de urgencia: ¿Por qué Leslie?

Debía de haber otras maneras de pasar mi última noche en la Tierra que con una chica en particular. Podía haber escogido a otra joven, o incluso a varias, aunque ésa no fuera mi costumbre.

También podía haber llamado a mi hermano, o a una serie de parientes…

Bah, mi hermano Mike habría querido tener un buen motivo para que le sacara de la cama a medianoche.

-Pero Mike, la luna es tan hermosa…

Ni hablar. Y mis parientes habrían reaccionado igual. Sí, yo tenía un excelente motivo, pero ¿me creerían?

Y si me creían, ¿qué? Yo habría organizado una especie de velatorio. Les dejaría dormir. Lo que yo deseaba era que alguien se uniese a mi… fiesta de despedida sin formular preguntas estú­pidas.

A quien yo deseaba era a Leslie. Volví a llamar.

Ella abrió un poco la puerta. Todavía no llevaba más que la ropa interior. Una faja tiesa, deforme, que tenía en la mano me rozó la espalda cuando se arrojó en mis brazos.

-Iba a ponérmela.

-Entonces he llegado a tiempo.

Le quité la faja y la dejé caer al suelo. Me agaché para pasar los brazos por debajo de sus costillas, me enderecé con cierto esfuerzo y anduve hacia el dormitorio con sus pies bailando con­tra mis tobillos.

Tenía la piel muy fría. Debía de haber estado fuera.

-¡Basta! -gritó-. ¿Crees que puedes competir con unos pastelillos de chocolate calientes?

-Ciertamente, me lo exige mi orgullo.

Los dos estábamos sin aliento. Una vez había tratado de levantarla entre mis brazos, en un estilo cinematográfico conven­cional. Por poco me rompo la espalda. Leslie era muy alta, casi como yo, y tenía unas caderas generosas.

Nos echamos en la cama, uno al lado del otro. Luego, le ras­qué la espalda, sabiendo que sería incapaz de resistirse… ja, ja, ja, ja… Dejó oír unos grititos de placer para decirme dónde debía rascar. Después, me levantó la camisa hasta los hombros y empe­zó a rascarme la espalda a su vez.

Nos fuimos quitando prendas de ropa al azar, dejándolas caer fuera de la cama. La piel de Leslie estaba ya caliente, casi ardien­te…

Bien, por eso no podía escoger a otra chica. Hubiera tenido que enseñarle a rascarme. Y no tenía tiempo.

Algunas noches yo experimentaba una tendencia nerviosa a apresurar el acto amoroso. Esta noche estábamos ejecutando un ritual, un rito de tránsito. Intenté ir más despacio, para que durase más. Traté de lograr que a Leslie le gustase más. Resultó increíble. Me olvidé de la luna y del futuro cuando Leslie aplicó sus talones contra los huecos de mis rodillas y empezamos a movernos al ritmo antiguo.

Pero la imagen que se dibujó en mi mente en el clima del acto fue vívida y aterradora. Nos hallábamos sobre un círculo de fuego muy vivo que nos encerraba como un nudo corredizo. Si yo gemía de éxtasis y terror, ella pensaría que era sólo de éxtasis.

Continuamos tendidos lado a lado, adormilados, entorpeci­dos, muy juntos. Estaba dispuesto a dormirme y dejar dormir a Leslie, olvidando mi promesa… pero, en vez de hacerlo, le susu­rré al oído:

-Pastelillos de chocolate calientes.

Leslie sonrió, se movió y rodó fuera de la cama.

No quería que se pusiera la faja.

-Es más de medianoche. Nadie se meterá contigo porque yo me opondría, ¿de acuerdo? Entonces, ¿por qué no has de ir cómoda?

Se echó a reír y cedió. Nos abrazamos una vez más, ya en el ascensor. Estaba mucho mejor sin la faja.

 

3

 

La camarera de la barra, de cabellos grises, estaba animada, excitada. Le brillaban los ojos. Habló como confiándonos un secreto.

-¿Han observado la luna?

Ship estaba bastante concurrido a aquella hora de la noche y tan cerca de la Universidad de Los Ángeles. La mitad de los parroquianos eran estudiantes universitarios. Esa noche habla­ban en voz baja y volvían la cabeza a menudo para mirar a través de las paredes de cristal del restaurante, que permanecía abierto las veinticuatro horas del día. La luna estaba baja hacia occiden­te, lo bastante para competir con los faroles de la calle.

-La hemos observado -repliqué-, y lo estamos celebran­do. Sírvanos dos pasteles de chocolate calientes.

Cuando nos dio la espalda deslicé un billete de diez dólares bajo la servilleta de papel. No porque tuviese que gastarlos, sino porque a la mujer le resultaría muy grato encontrarlos. Tampoco yo los iba a gastar nunca.

Me sentía flojo, casual. Muchos problemas parecían haberse solucionado por sí mismos.

¿Quién habría creído que la paz llegaría a Vietnam y a Cam­boya en una sola noche?

La cosa había empezado hacia las once y media en California. Lo que hacía que el sol de mediodía estuviera sobre el mar Rojo, con algunos flecos de Asia, Europa, África y Australia bajo la directa luz del sol.

Alemania ya estaba reunificada, el Muro fundido o derribado por olas de choque, los israelitas y los árabes habían depuesto las armas, y el apartheid ya no existía en África.

Y yo era libre. Para mí no había consecuencias. Esa noche podía satisfacer todas mis oscuras ansias: robar, matar, estafar sobre mis ingresos y mis impuestos, arrojar ladrillos contra los escaparates, quemar mis tarjetas de crédito. Podía olvidarme de mi artículo sobre la formación de metal explosivo, que debía entregar el jueves. Esa noche podía sustituir los caramelos de canela por las píldoras de Leslie. Esa noche…

-Fumaré un cigarrillo.

Leslie me miró extrañada.

-Pensé que habías abandonado ese hábito.

-Recuerda que me dije que si experimentaba un ansia irresis­tible, fumaría un cigarrillo. Lo dije porque no podía soportar la idea de no volver a fumar nunca más.

-Pero ¡has estado meses sin fumar! -rió ella.

-¡Y siguen anunciando cigarrillos en las revistas!

-Es un complot. De acuerdo, fuma un cigarrillo.

Metí unas monedas en la máquina, vacilé en la elección y al final saqué un tabaco suave. No era que deseara el cigarrillo, pero algunos acontecimientos piden champaña y otros tabaco. Tam­bién existe el tradicional último cigarrillo antes de la ejecución…

Lo encendí. ¡Por el cáncer de pulmón!

Sabía tan bien como lo recordaba, aunque tenía un gusto ran­cio muy débil, como una bocanada de colillas viejas. La tercera aspiración me pareció muy rara. Mis ojos se desenfocaron y todo quedó en calma. El corazón me latía con fuerza en la garganta.

-¿Qué tal sabe?

-Muy extraño. Me siento flipado -respondí.

¡Flipado! No había oído esa palabra desde hacía unos quince años. En el instituto fumábamos para fliparnos, para experimen­tar esa semiborrachera producida por la contracción de los capila­res del cerebro. El flipe dejaba de producirse después de las pri­meras veces, pero nosotros seguíamos fumando…

Volví al presente. La camarera nos estaba sirviendo los paste­litos calientes.

Caliente y frío, dulce y amargo; no hay sabor parecido al de un pastel de chocolate caliente. Morir sin volver a saborearlo habría sido una vergüenza. Y con Leslie era una cosa: un símbolo de todo lo bueno de la vida. Verla comerlos era mejor que comer­los yo mismo.

Además… apagué el cigarrillo para gustar el helado. Aunque, en vez de saborear el helado, estaba anticipando ya el café irlan­dés.

Muy poco tiempo.

El plato de Leslie ya estaba vacío.

-Aaahhh -suspiró, y se acarició por encima del ombligo. Uno de los parroquianos de las mesitas empezó a volverse loco.

Le había estado observando. Era un tipo con aspecto de pro­fesor, delgado, con patillas y gafas con montura de acero, que había estado dando vueltas y saliendo para mirar la luna. Como otros de las demás mesas, parecía flipado por un fenómeno raro y agradablemente natural a la vez.

De pronto lo comprendió. Vi cómo su rostro cambiaba, mos­trando suspicacia, luego incredulidad, y al final, horror y desvali­miento.

-Vámonos -le dije a Leslie.

Dejé unas monedas sobre el mostrador y me levanté.

-¿No quieres terminar tu pastel?

-No. Hemos de ocuparnos de varias cosas. ¿Qué tal un café irlandés?

-¿Y un Pink Lady para mí? ¡Oh, mira! -exclamó, dando media vuelta.

El profesor se subía a una mesa. Se equilibró y extendió los brazos.

-¡Mirad por las ventanas! -gritó.

-¡Baje de ahí! -le ordenó una camarera, tirando enérgica­mente de las perneras de su pantalón.

-¡El mundo está llegando a su fin! Muy lejos, al otro lado del mar, la muerte y el fuego del infierno…

Pero nosotros ya estábamos en la puerta, riendo mientras corríamos.

-Tal vez hayamos escapado -jadeó Leslie- a un motín reli­gioso…

Me acordé de los diez pavos que había dejado debajo de mi servilleta. Ahora eso no complacería a nadie. Dentro del local, un profeta estaba proclamando su mensaje de destrucción a quien quisiera oírlo. La mujer de cabello gris y ojos relucientes hallaría el dinero y pensaría: Esos también lo sabían…

 

Las casas impedían la vista de la luna desde el aparcamiento del Red Barn. Las luces de la calle y el resplandor lunar tenían el mismo color. La noche sólo era un poco más clara que de ordina­rio.

No comprendí por qué Leslie se detuvo bruscamente en el camino. Pero seguí su mirada, fija en un punto donde una estrella ardía con un intenso brillo, justo al sur del cénit.

-¡Precioso! -alabé.

Leslie me dirigió una mirada muy extraña.

No había ventanas en el Red Barn. Una iluminación artificial muy tenue, mucho más que la extraña luz de fuera, permitía divi­sar el maderamen oscuro y a los animados clientes. Nadie parecía darse cuenta de que aquella noche fuese distinta a las demás.

La escasa concurrencia de los martes por la noche estaba agru­pada en torno al piano. Un parroquiano tenía el micrófono en la mano. Cantaba una canción bastante popular con una voz débil y temblorosa, mientras el pianista negro sonreía y tocaba la música de fondo.

Pedí dos cafés irlandeses y un Pink Lady. Ante la mirada inquisitiva de Leslie, me limité a sonreír misteriosamente.

¡Qué ordinario resultaba el Red Barn! ¡Qué relajante! ¡Qué feliz! Enlazamos las manos a través de la mesa y sonreí, temiendo hablar. Si rompía el encanto, si decía algo peligroso…

Llegaron las bebidas. Levanté la copa de café irlandés por el pie. Azúcar. Whisky irlandés y café fuerte, con nata batida flotan­do encima. Entró en mi cuerpo como una poción de fuerza mági­ca, negra, caliente, poderosa.

La camarera me devolvió el dinero.

-¿Ve a aquel hombre con suéter de cuello alto, al final del grupo del piano? Él invita -explicó-. Vino hace dos horas y le dio al barman un billete de cien dólares.

De ahí procedía toda la felicidad del local. ¡De la bebida gra­tis! Le miré, preguntándome qué estaría celebrando aquel tipo. Era un individuo de cuello grueso y hombros anchos, embuti­do en un suéter de cuello alto y con chaqueta deportiva; estaba sentado sobre sus piernas cruzadas y tenía una copa grande en la mano. El pianista le ofreció el micro, pero lo rechazó, y aquel gesto me permitió captar su expresión. Tenía un rostro cuadrado y duro, ahora borracho, desdichado, asustado. El hombre estaba a punto de llorar de miedo.

Sabía lo que estaba celebrando.

Leslie hizo un mohín.

-No saben hacer un Pink Lady.

Hay un solo bar en el mundo donde hacen un Pink Lady como le gusta a Leslie, pero ese bar no está en Los Ángeles. Le di el otro café irlandés con una sonrisa que decía «ya lo sabía». Forzán­dola. El miedo de aquel hombre era contagioso. Leslie me devol­vió la sonrisa y levantó su copa.

-Por la luz de la luna.

Levanté mi copa y bebí. Pero no era el brindis que yo habría elegido.

El individuo del jersey de cuello alto bajó de su taburete. Fue cautelosamente hacia la puerta, con paso lento y seguro, como un transatlántico al llegar al muelle. Abrió la puerta y dio media vuelta, manteniéndola abierta, de modo que la blanca luz del exterior iluminó su silueta negra.

Cerdo. Estaba aguardando a que alguien se lo imaginase, que alguien gritase la verdad a los demás. Fuego y destrucción…

-¡Cierre la puerta! -gritó una voz.

-Ya es hora de irnos -murmuré.

-¿A qué tanta prisa?

¿Prisa? Él podía hablar… Y yo no podía decir que…

Leslie posó una mano sobre la mía.

-Lo sé. Lo sé. Pero no podemos escapar, ¿verdad?

Un puño me oprimió con fuerza el corazón. Leslie lo sabía y yo no me había dado cuenta.

Se cerró la puerta, con lo que el establecimiento quedó en una penumbra rojiza. El hombre de la invitación se había marchado.

-¡Dios mío! ¿Cuándo te lo imaginaste?

-Antes de que tú llegaras -explicó ella-. Pero cuando intenté comprobarlo no lo conseguí.

-¿Comprobarlo?

-Salí al balcón y concentré el telescopio en Júpiter. Estas noches, Marte cae por debajo del horizonte. Si el sol se convierte en nova, todos los planetas deberían brillar como la luna, ¿no es verdad?

-Sí, maldita sea.

Debió habérseme ocurrido a mí. Pero Leslie solía contemplar las estrellas; aunque yo sabía algo de astrofísica, no hubiese sabi­do encontrar a Júpiter ni para salvar mi vida.

-Pero Júpiter no brillaba más que de costumbre. Por tanto, no supe qué pensar.

-Pero así… -la esperanza volvió a inundar mi pecho. De pronto, me acordé-. La estrella, la que miraste…

-Júpiter.

-Brilla como un letrero de neón. Bien, esto es la comproba­ción.

-Baja la voz.

Hablaba en voz baja. Pero por un momento salvaje deseé subirme a una mesa y gritar: ¡Fuego y destrucción! ¿Qué derecho tenían los demás a ignorarlo?

La mano de Leslie apretó más la mía. Aquella ansia pasó. Y me dejó temblando.

-Salgamos de aquí. Y pensemos que habrá un amanecer.

-Lo habrá. Ya lo hay.

Leslie soltó una risa amarga, algo que nunca había oído salir de su garganta. Salió mientras yo sacaba mi cartera… entonces recordé que todo estaba pagado.

Pobre Leslie… Ver Júpiter con su brillo normal debió de ser como un aplazamiento… hasta que la chispa blanca destelló con un resplandor glorioso una hora y media más tarde. Una hora y media hasta que la luz del sol llegase a la Tierra por medio de Júpiter.

Cuando llegué a la puerta, Leslie iba casi corriendo por West­wood hacia Santa Mónica. Lancé una maldición y corrí para atra­parla, sin saber si se había vuelto loca.

Luego observé las sombras ante nosotros. Por el otro lado del Bulevar Santa Mónica: sombras lunares haciendo dibujos hori­zontales de franjas oscuras y blanquiazuladas.

La atrapé en la esquina.

La luna se estaba ocultando.

La luna siempre parece tremenda al ocultarse. Aquella noche resplandecía en la porción de cielo que se veía debajo de la auto­pista, terriblemente brillante, arrojando una serie increíblemente complicada de líneas y sombras. Incluso la parte no iluminada de la luna relucía con luz nacarada por el brillo terrestre.

Y eso me dijo todo lo que quería saber respecto a lo que suce­día en la cara iluminada de la Tierra.

¿Y en la luna? Los hombres del Apollo XIX debían de haber muerto en los primeros minutos después de que el sol se convir­tiera en nova. Atrapados en una llanura lunar, escondidos tal vez detrás de una roca que se fundía… ¿O estaban en el lado oscuro? No podía recordarlo. Demonio, tal vez nos sobrevivirían. Sentí una puñalada de envidia y odio.

Y de orgullo. Nosotros los pusimos allí. Llegamos a la luna antes de que el sol se hiciera nova. Un poco más y habríamos lle­gado a las estrellas.

El disco cambiaba de una manera extraña al ocultarse. Una cúpula, un platillo volante, una lente, una línea…

Nada.

Nada. Bien, ya estaba. Ahora podíamos olvidarlo; ahora podíamos caminar sin recordar constantemente que algo iba mal. La luna, al ocultarse, se había llevado todas las sombras raras de la ciudad.

Pero las nubes también mostraban un resplandor raro. Como brillan las nubes después de ponerse el sol, esta noche las nubes resplandecían con un color blanco pálido en sus bordes occidenta­les. Y se movían con demasiada rapidez por el firmamento. Como si trataran de huir…

Cuando me volví hacia Leslie, unos lagrimones resbalaban por sus mejillas.

-Oh, maldición -exclamé, cogiéndola por el brazo-. Basta ya, basta.

-No puedo. Ya sabes que no puedo dejar de llorar cuando empiezo.

-No pensaba en eso. Pensaba en que tenemos cosas que hacer, cosas que hemos estado aplazando, cosas que nos gustan. Es nuestra única oportunidad. ¿Es así como quieres morir, llo­rando en una esquina?

-¡No quiero morir en absoluto!

-¡Valiente mierda!

-Muchas gracias.

Tenía la cara roja y desencajada. Leslie lloraba como los bebés, sin tener en cuenta su dignidad ni su aspecto.

Me sentí furioso. Y culpable, a pesar de saber que lo de la nova no era culpa mía, lo cual aún me enfurecía más.

-¡Tampoco yo quiero morir! -le grité-. Muéstrame el camino para salvarnos y lo seguiré sin dudar. ¿Adónde podemos ir? ¿A1 Polo Sur? Tardaríamos mucho. La luna ya debe de estar fundida por su cara iluminada. ¿A Marte? Cuando esto termine, Marte formará parte del sol, como la Tierra. ¿A Alfa del Centau­ro? Con la aceleración que necesitaríamos, quedaríamos tritura­dos como mantequilla de cacahuete y mermelada…

-Oh, cállate.

-De acuerdo.

-A Hawai, Stan. Podemos llegar al aeropuerto en veinte minutos. ¡Ganamos dos horas yendo al oeste! ¡Dos horas antes de la salida del sol!

La idea no estaba mal. ¡Dos horas eran muy valiosas! Pero ya lo había pensado cuando estuve contemplando la luna desde el balcón.

-No. Moriríamos antes. Oye, cariño, hemos visto cómo bri­llaba ya la luna a medianoche. Lo cual significa que California estaba en la parte posterior de la Tierra cuando el sol se transfor­mó en nova.

-Sí, es verdad.

-Entonces, debemos estar más lejos de la onda de choque.

-No lo entiendo -parpadeó.

-Considéralo así. Primero, el sol explota. Esto calienta el aire y los océanos, todo en un instante, por la cara de día. El vapor y el aire recalentado se expanden velozmente. Una oleada de llamas se vuelca sobre el lado de noche. Y ahora se aproxima rápidamente a nosotros, como un dogal. Pero antes llegará a Hawai. Hawai se halla dos horas más cerca de la línea del sol poniente.

-Entonces, no veremos el amanecer. Ni siquiera viviremos tanto.

-No.

-Lo explicas todo tan bien -admitió amargamente-. Una oleada de llamas… Muy gráfico.

-Lo siento. He meditado mucho sobre esta situación. Y me preguntaba cómo sería.

-Bien, calla ya.

Leslie se me acercó y reclinó su cara en mi hombro. Lloró quedamente. La sostuve con un brazo y empleé el otro para acari­ciarle el cuello, en tanto contemplaba las nubes, sin pensar en cómo terminaría todo.

No pensaba en el círculo de fuego que nos rodearía.

De todos modos, ése no era el verdadero cuadro.

Pensé en cómo habrían hervido los océanos en la cara de día, de modo que la onda de choque habría sido casi toda de vapor. Pensé en los millones de kilómetros cuadrados de océano que tenía que atravesar. Estaría más fría y húmeda cuando nos alcan­zase. Y la rotación de la Tierra la haría girar como a un remolino en una bañera.

Dos huracanes contrapuestos, uno del norte, otro del sur. Esto sucedería. Teníamos suerte. California estaría en el ojo del huracán del norte.

Un viento huracanado de vapor. Atraparía a un hombre y lo cocería en el aire, lo despojaría de su carne y lo arrojaría a un lado. Sería terriblemente doloroso.

No veríamos el amanecer. En cierto modo, era una lástima. Sería espectacular.

Flámulas de nubes espesas corrían a través de las estrellas, demasiado deprisa, con sus vientres blancos por la luz de la ciu­dad. Júpiter se fue apagando hasta desaparecer. ¿Empezaría ya? Hubo un relámpago de calor…

-La aurora -dije.

– ¿Qué?

-También viene una onda de choque del sol. Debería de haber una aurora como nadie habrá visto otra.

-Es tan extraño -rió de pronto Leslie- estar en una esqui­na hablando de este modo… Stan, ¿lo estamos soñando?

-Podríamos fingirlo…

-No. Casi toda la raza humana debe de estar muerta ya.

-Sí.

-Y no podemos huir a ninguna parte.

-Maldición, eso ya lo pensaste hace un buen rato..¿Por qué volver a hablar de ello?

-Podías haberme dejado dormir -me reprochó ella con amargura-. Me estaba durmiendo cuando susurraste en mi oído.

No respondí. Era verdad.

-Pastelitos de chocolate calientes -recordó-. No era mala idea, claro. Romper mi dieta.

Empecé a sonreír.

-Basta ya.

-Podríamos volver a tu casa. O a la mía. Para dormir.

-Supongo que sí. Pero no podríamos dormir, ¿verdad? No, no lo digas. Tomamos unos somníferos y cinco horas más tarde nos despertamos chillando. Prefiero estar despierta. A1 menos, sabremos lo que sucede.

Pero si tomamos todas las pastillas… No lo dije, sólo lo pensé.

-¿Una excursión, entonces?

-¿Adónde?

-Bueno, a la playa. Qué más da. Podemos decidirlo más tar­de.

 

 

 

 

4

 

Todos los mercados estaban cerrados. Pero yo era cliente des­de hacía años de una tienda de licores próxima a Red Barn. Nos vendieron foie-gras, galletas, un par de botellas de champaña helado, seis clases de queso y grandes cantidades de almendras; cogí toda clase de frutos secos, más galletas, una bolsa de hielo, entremeses, y un quinto de coñac viejo que me costó veinticinco pavos, otro quinto de jerez Heering para Leslie, seis latas de cer­veza y Bitter naranja…

Cuando hubimos apilado todo esto en el carrito de la tienda, estaba lloviendo. Unas gotas enormes chocaban contra el cristal del escaparate. El viento ululaba en las esquinas.

El dependiente estaba de buen humor, muy animado y lleno de energía. Llevaba la noche entera contemplando la luna.

-¡Y ahora esto! -gritó al meter lo adquirido en las bolsas.

Era un hombre viejo, musculoso, con brazos y hombros grue­sos.

-Nunca había llovido así en California. El agua suele caer recto y fuerte, cuando llueve. Oh, tarda muchos días en formarse la lluvia.

-Lo sé.

Firmé un cheque, sintiéndome culpable. Me conocía lo sufi­ciente para fiarse de mí. Pero el cheque era bueno. Había fondos. Antes de que abriesen el banco, el cheque sería sólo cenizas, y todos los bancos del mundo hervirían bajo el calor del sol. Pero eso no era culpa mía.

Apiló las bolsas en el carrito y fue hacia la puerta.

-Cuando pare un poco la lluvia, lo sacaremos todo deprisa. Bien, ¿listos?

Abrí la puerta. La lluvia caía como si alguien hubiese arrojado un cubo de agua al escaparate. Paró al cabo de un momento, aun­que por el cristal siguió resbalando el agua.

-¡Ahora! -gritó el dependiente.

Abrí del todo la puerta y salimos. Llegamos al coche riendo como chiflados. El viento aullaba a nuestro alrededor, rociándo­nos por completo.

-Hemos aprovechado un buen respiro. ¿Saben qué me recuerda este tiempo? Kansas -dijo el dependiente-. Durante un tornado.

¡De repente, el cielo estuvo lleno de grava! Gritamos y aga­chamos la cabeza, y el coche recibió un millón de golpes. Abrí la portezuela y empujé a Leslie y al dependiente tras de mí. Nos fro­tamos las maltrechas cabezas y contemplamos la grava blanca que bailoteaba por todas partes.

El dependiente se sacó una piedrecita del cuello de la camisa. La puso en la mano de Leslie, y ella soltó un gritito y me la dio. Estaba fría, helada.

-Granizo -exclamó el viejo-. No lo entiendo.

Tampoco lo entendía yo. Sólo acertaba a pensar que estaba relacionado con la nova. Pero ¿qué? ¿Cómo?

-Debo regresar -musitó el dependiente.

El granizo se había fundido rápidamente. El viejo salió del coche como un soldado al tomar una colina. No volvimos a verle. Las nubes se formaban y desaparecían velozmente, mucho más deprisa que en días anteriores, sus vientres brillantes por las luces de la ciudad.

-Debe de ser por la nova -comentó Leslie.

-Pero ¿cómo? Si la onda de choque hubiese llegado hasta aquí ya habríamos muerto… o al menos estaríamos sordos. ¿Gra­nizo?

-¿Qué más da, Stan? ¡No tenemos tiempo!

-Está bien -me estremecí-. ¿Qué es lo que más te gustaría, ahora mismo?

-Ver un partido de béisbol.

-Son las dos de la madrugada -indiqué.

-Lo cual impide muchas cosas, ¿verdad?

-Exacto. Hemos estado en nuestro último bar. Hemos visto el último espectáculo, nuestra última película. ¿Qué más queda?

-Contemplar el escaparate de una joyería.

-¿En serio? ¿En tu última noche en la Tierra?

Consideró la respuesta.

-Sí.

Y lo dijo en serio. Por mi parte, no podía imaginarme una cosa más aburrida.

-¿Westwood o Beverly Hills?

-Ambas.

-Oye, mira…

-Pues Beverly Hills.

 

Pasamos bajo otro chaparrón de granizo… una tempestad en cápsulas. Aparcamos a media manzana de Tiffany.

La acera era un solo charco. El agua de la lluvia caía sobre nosotros desde los diversos niveles de los edificios.

-¡Es maravilloso! -exclamó Leslie-. Debe de haber media docena de joyerías en una distancia muy corta.

-Pensaba ir en el coche…

-No, no, no, no adoptas la actitud más apropiada. Hay que recorrer los escaparates a pie. Está en el reglamento.

-Pero la lluvia…

-No morirás de pulmonía. No tienes tiempo -rió alegre­mente.

Tiffany tenía una sucursal en Beverly Hills, pero de noche no había en los escaparates joyas caras. Había, eso sí, algunas chu­cherías fascinantes, nada más.

Torcimos hacia Rodeo Drive… y quedamos admirados. Tibor sí exhibía una colección infinita de sortijas, recargadas y moder­nas, grandes y pequeñas, con toda clase de piedras preciosas y semipreciosas. Al otro lado de la calle, Van Cleef & Arpels exhi­bía broches, relojes de caballero con dibujos admirables, brazale­tes con relojitos engastados, y en un escaparate todo eran dia­mantes.

-Oh, es estupendo -proclamó Leslie, sobrecogida ante los centelleantes diamantes-. ¡Qué hermosos deben de ser a la luz del día! Oh…

-Es mejor no pensar en eso. Imagínatelos al amanecer, relu­cientes a la luz de la nova, mientras los escaparates se resquebra­jan para dejar entrar la luz del día. ¿Quieres uno? ¿El collar?

-Oh… ¿puedo quedarme con uno? Eh, estás bromeando. Deja eso, idiota, debe de haber alarmas en el cristal.

-Mira, nadie va a usar nada de eso a partir de ahora. ¿Por qué no hemos de llevarnos algo?

-¡Nos cogerían!

-Dijiste que querías ir de tiendas…

-No quiero pasar la última hora de mi vida en un calabozo. Si hubieras traído el coche, tal vez habríamos podido…

… escapar. Exacto. Y yo quería traerlo…

Pero en ese instante nos derrumbamos casi literalmente y retrocedimos, sosteniéndonos uno al otro.

Había más de media docena de joyerías en Rodeo. Y había más tiendas. Juguetes, libros, camisas y corbatas de estilos modernísimos. En Francis Orr, un gran cubo de plástico lleno de peniques nuevos. Más allá, un par de relojes muy extraños. Era muy divertido ir mirando escaparates, sabiendo que podíamos romper uno y llevarnos lo que quisiéramos.

Caminábamos, cogidos de la mano, balanceando los brazos. La acera era sólo nuestra; los demás habían huido por el mal tiempo. Las nubes se arremolinaban en lo alto.

-Ojalá hubiese sabido lo que iba a suceder -se quejó Leslie repentinamente-. Pasé todo el día de ayer tratando de arreglar un fallo de un programa. Y ahora, ya no me queda tiempo.

-¿Qué habrías hecho? ¿Ver un partido de béisbol?

-Tal vez. No. Bien, ya no importan las ligas -frunció el ceño ante un escaparate de vestidos-. ¿Qué habrías hecho tú?

-Ir al Esfera Azul a tomarme un combinado -indiqué-. Es un local de topless. Solía ir mucho allí. Creo que ahora ya van totalmente desnudas.

-Nunca he estado en uno de esos establecimientos. ¿A qué hora abren?

-Olvídalo, son casi las dos y media.

Leslie reflexionó, contemplando los gigantescos animales disecados de una tienda de juguetes.

-¿No hay nadie a quien asesinarías si tuvieras tiempo?

-Bueno, ya conoces a mi agente, que vive en Nueva York..

-¿Por qué a él?

-Hija mía, ¿por qué todos los escritores desean matar a sus agentes literarios? Por los manuscritos que pierden debajo de otros manuscritos. Por su diez por ciento, que tan mal perciben, y por el otro noventa por ciento que me envían a regañadientes y tarde. Por…

De pronto, el viento aulló y nos azotó furiosamente. Leslie indicó un portal, que resultó ser el de Gucci, y corrimos hacia él. Nos acurrucamos contra el cristal.

El viento se cargó de un granizo del tamaño de canicas. Los vidrios se rompían por doquier, y las alarmas sonaban como voces débiles y frágiles en el viento. ¡Había algo más que granizo en el viento! ¡Había piedras!

Capté el olor y el sabor del agua del mar.

Nos apretujamos en el espacio medio protegido delante de Gucci. Acuñé una frase de breve vida y grité:

-¡Tiempo de nova! ¡Como las brasas lo hicieron… !

No podía oírme a mí mismo, y Leslie ni se enteró de mis gri­tos.

Tiempo de nova. ¿Cómo había llegado tan deprisa? Viniendo por el Polo, la onda de choque de la nova debía de haber recorri­do seis mil kilómetros… al menos, un viaje de cinco horas.

No. La onda de choque viajaría por la estratosfera, donde la velocidad del sonido es mayor, y después se propagaría por abajo. Tres horas eran suficientes. Sin embargo, medité, no debería lle­gar como un huracán. A1 otro lado del mundo, la explosión del sol estaba desgarrando nuestra atmósfera, enviándola a las estre­llas. El choque tendría que haberse producido como un solo y vasto trueno.

El viento amainó un momento y eché a correr por la acera, arrastrando a Leslie. Encontramos otro portal cuando el viento volvió a soplar. Me pareció oír una sirena en respuesta a la alar­ma.

En la siguiente pausa atravesamos Wilshire y llegamos al coche. Nos sentamos dentro jadeando, y esperamos a que la cale­facción nos calentase. Mis zapatos eran como barcas. La ropa mojada se me pegaba a la piel.

-¿Cuánto durará? -gritó Leslie.

-¡No lo sé! ¡Debemos de tener algún tiempo!

-¡Tendremos que ir de excursión dentro del piso!

-¿Del tuyo o del mío? Del tuyo -decidí, apartando el coche de la acera.

 

 

 

5

 

Wilshire Boulevard estaba inundado hasta casi cubrir las rue­das de los coches en muchos sitios. Las ráfagas de granizo y cellis­ca eran ya una lluvia continua. Ante nosotros se extendía una nie­bla espesa, alta hasta la cintura, que se quebraba sobre el capó del coche y formaba una estela detrás nuestro. Un tiempo espantoso.

Tiempo de nova. No había llegado la onda de choque del vapor recalentado. En cambio, atronaba la estratosfera un viento cálido, y su turbulencia formaba extrañas tormentas a nivel del suelo.

Estacionamos ilegalmente en el nivel superior del aparca­miento. Un vistazo al interior me permitió comprobar que estaba atestado. Abrí el portaequipajes y saqué dos pesadas bolsas de papel.

-Debemos de estar locos -comentó Leslie, meneando la cabeza-. Nunca nos comeremos todo esto.

-De todos modos, lo subiremos.

-Pero ¿porqué? -preguntó riendo Leslie.

-Por capricho. ¿Me ayudas?

Llevamos toda la carga hasta el piso catorce. Bueno, dejamos todavía un par de bolsas en el coche.

-Bah, no importa -exclamó Leslie-. Tenemos los entre­meses, las botellas y los frutos secos. ¿Qué más necesitamos?

-Los quesos, las galletas y el foie-gras.

-Olvídalo. -No.

-Estás loco -dijo lentamente Leslie, para que lo entendiese bien-. Puedes morir ahumado al bajar. Tal vez sólo nos queden unos minutos, y quieres tener comida para una semana… ¿Por qué?

-Prefiero no decirlo.

-Entonces, ¡márchate!

Cerró la puerta con una fuerza terrible.

El ascensor era un problema, y pensé que tal vez Leslie tuvie­se razón. El aullido del viento llegaba hasta allí, hasta el corazón del edificio. Tal vez estuviera arrancando cables eléctricos por todas partes, y yo me quedaría encerrado en una cabina a oscu­ras. Pero bajé.

En el nivel superior había agua hasta las rodillas.

Mi segunda sorpresa fue que estaba tibia, como agua de baño usada, y era muy desagradable vadearla. El vapor se enroscaba en la superficie y luego se disolvía gracias al vendaval que soplaba por la cámara de cemento con chillidos como los de los condena­dos.

A1 subir se me planteó otro problema. Si sucedía lo que estaba pensando, si una ráfaga de vapor me envolvía… Me sentía como un idiota… Pero se abrieron las puertas y las luces ni siquiera par­padearon.

Leslie no me dejó entrar.

-¡Vete! -me gritó desde el otro lado de la puerta-. ¡Vete y cómete tus quesos y tus galletas en otra parte!

-¿Estás citada con otro?

Fue una equivocación. No obtuve respuesta.

Casi pude comprender su punto de vista. El segundo viaje en busca de víveres no era algo que pudiera provocar una disputa. Pero ¿por qué tenía que ser una disputa? Además, ¿cuánto iba a durar lo nuestro? Con suerte, una hora. Entonces, ¿por qué per­der el tiempo en una discusión para preservar algo tan efímero?

-No pensaba decírtelo -grité-. Tal vez necesitemos comi­da para una semana. Y un sitio donde escondernos.

Esperaba que me oyese a través de la puerta. El viento debía de soplar con mucha más intensidad en el otro lado.

Silencio. Me pregunté si sería capaz de derribar la puerta. ¿O sería mejor aguardar en el descansillo? Finalmente, ella tendría que…

Se abrió la puerta. Leslie estaba pálida.

-Eso ha sido cruel -murmuró.

-No puedo prometerte nada. Quería esperar, pero tú me has obligado. Me he estado preguntando si realmente ha explotado el sol.

-Eso ha sido cruel. Ya me estaba acostumbrando a la idea.

Volvió la cara hacia la jamba de la puerta. Cansada, estaba cansada. La había mantenido en pie demasiado tiempo…

-Escúchame. Todo fue un error -exclamé-. Debía de tra­tarse de una aurora boreal que iluminaba el cielo de polo a polo. Una oleada de partículas salidas del Sol y viajando casi a la veloci­dad de la luz habría penetrado en la atmósfera como… ¡Vaya, habríamos tenido que ver fuegos de San Telmo en todos los edifi­cios!

Hice una leve pausa y continué:

-Además, la tormenta se presentó muy lentamente -grité, para que me oyese por encima del trueno-. Una nova desgarra­ría el cielo sobre la mitad del planeta. La onda de choque pasaría al lado nocturno con un ruido capaz de romper todos los cristales del mundo, ¡todos a la vez! Y rompería el cemento y el mármol.., y, Leslie querida, eso no ha ocurrido. Por eso empecé a medi­tar…

-Entonces… ¿qué es? -preguntó en voz muy baja.

-Una llamarada. La peor que…

-¡Una llamarada! -gritó ella como acusándome-. ¡Una explosión solar! ¿Piensas que el sol puede encenderse como…?

-Calma…

-¿Crees que podría convertir a la luna y los planetas en otras tantas antorchas y después recobrar su aspecto normal como si nada hubiese sucedido? ¡Oh, idiota…!

-¿Puedo entrar?

Asintió sorprendida. Se hizo a un lado, me agaché para coger las bolsas y entré.

Las puertas de vidrio crujían como si unos gigantes intentasen abrirse paso a través de ellas. La lluvia había penetrado por algu­nos resquicios y formaba charquitos sobre la alfombra.

Dejé las bolsas en la cocina. Hallé pan en el refrigerador y metí dos rebanadas en el tostador. Mientras se tostaban, abrí las latas de foie-gras.

-Mi telescopio ha desaparecido -exclamó ella.

Claro. El trípode estaba en el balcón.

Quité el alambre de una botella de champaña. Las rebanadas de pan saltaron, listas, y Leslie cogió un cuchillo y las untó con el foie-gras. Sostuve la botella junto a su oído para darle un sobre­salto.

Ella sonrió fugazmente cuando saltó el corcho.

-Podemos instalar aquí nuestro campamento. Detrás de la mesa. Tarde o temprano el viento romperá las puertas y lloverán vidrios por todas partes.

Era una buena idea. Pasé al otro lado de la cocina, cogí todos los cojines del suelo y deldiván y volví con ellos. Nos hicimos un buen nido.

Era muy agradable. La repisa de la cocina tenía metro y medio de altura, o sea que quedaba por encima de nuestras cabe­zas, y el espacio de la cocina era lo bastante amplio para mover­nos cómodamente. Y el suelo estaba lleno de almohadones. Les­lie sirvió el champaña en copas de coñac, lo cual no estaba mal.

Quise pensar en un brindis, pero había demasiadas posibilida­des, todas deprimentes. Bebimos sin brindar. Luego, dejamos cuidadosamente las copas y nos abrazamos. Podíamos estar sen­tados cara a cara, recostados uno al lado del otro.

-Vamos a morir -musitó Leslie.

-Quizá no.

-Acostúmbrate a la idea. Yo ya lo estoy. Mírate, estás muy nervioso. Tienes miedo de morir. ¿No ha sido una velada agrada­ble?

-Única. Ojalá te hubiese llevado a cenar más a menudo.

Llegó el trueno en una serie de seis explosiones. Como bom­bas en un ataque aéreo.

-Pienso como tú -asintió Leslie cuando pudimos volver a oír.

-Ojalá lo hubiera sabido esta tarde.

-Praliné de nueces…

-El mercado de Farmer. Cacahuetes tostados. ¿A quién habrías asesinado de haber tenido tiempo?

-Había una chica en mi colegio universitario…

Y empezamos a competir. Yo nombré a un editor que siempre cambiaba de idea. Leslie nombró a una de mis antiguas novias. Yo nombré a un novio suyo, al único que yo conocía, y nos diver­timos mucho antes de quedarnos sin nombres. Mi hermano Mike se había olvidado en cierta ocasión de mi cumpleaños. El muy canalla.

Las luces parpadearon y volvieron a brillar.

-¿Crees que el sol -preguntó Leslie en un tono demasiado casual- puede volver a la normalidad?

-Será mejor que vuelva, de lo contrario, moriremos. Ojalá pudiéramos ver Júpiter.

-¡Maldición, responde! ¿Crees que ha sido una llamarada?

-Sí.

– ¿Por qué?

-Las estrellas enanas amarillas no se convierten en novas.

-¿Y si la nuestra lo hubiese hecho?

-Los astrónomos saben muchas cosas sobre las novas -repliqué-. Más de lo que puedas sospechar. Las prevén con meses de antelación. El sol es una estrella enana amarilla sin importancia. Y esa clase de estrellas nunca se transforman en novas, repito. Primero tienen que salir de la secuencia principal, y eso tarda millones de años.

Golpeó mi espalda cariñosamente con el puño. Estábamos mejilla contra mejilla y no podía verle la cara.

-No quiero creerlo. No me atrevo. Stan, nunca había ocurri­do una cosa como ésta. ¿Cómo lo sabes…?

-Por algo que ocurrió.

-¿Qué? No lo creo. Nos acordaríamos.

-¿Te acuerdas del primer alunizaje? ¿Con Aldrin y Arms­trong?

-Claro. Lo vimos en la fiesta de alunizaje de Earl.

-Alunizaron en el lugar más grande y más llano que pudieron hallar en la Luna. Enviaron varias horas de película, tomaron fotos muy claras y dejaron huellas por todo el lugar. Y regresaron con un montón de piedras.

»¿Te acuerdas? La gente dijo que había sido un viaje muy lar­go para no traer más que piedras. Pero lo primero que se observó en ellas fue que estaban medio fundidas.

»En un tiempo pasado, en algún momento de los últimos cien mil años, el Sol sufrió otra de sus llamaradas, también muy poten­te, que no duró lo bastante para dejar señales en la Tierra. Pero la Luna no tiene atmósfera que la proteja, y todas las rocas de un lado se fundieron.

El aire estaba muy caliente y húmedo. Me quité la chaqueta, completamente mojada por la lluvia. Busqué tabaco y cerillas, encendí un cigarrillo y exhalé el humo junto a la oreja de Leslie.

-Lo recordaríamos. No pudo ser tan malo.

-No estoy tan seguro. Supongamos que sucedió en el Pacífi­co. No podía hacer mucho daño. O sobre el continente america­no. Habría esterilizado algunas plantas y animales, e incendiado gran cantidad de bosques, y ¿quién lo sabría? Aquella vez el sol volvió a la normalidad. Podría volver a ocurrir. El sol es una estrella variable de cuarta magnitud. Tal vez sea más variable de lo que pensamos, y varíe mucho más a menudo.

Algo se rompió en el dormitorio. ¿Una ventana? Un viento húmedo nos rozó, y el rumor de la tormenta subió de tono.

-O sea que podríamos sobrevivir a esto -puntualizó Leslie.

-Creo que has puesto el dedo en la llaga. ¡Skäl!

Cogí la copa y bebí un sorbo de champaña. Eran más de las tres de la madrugada y el huracán azotaba nuestras puertas.

-¿Y no debemos hacer nada?

-Lo estamos haciendo.

-¡Por ejemplo, intentar subir a la montaña! ¡Stan, habrá inundaciones!

-Puedes apostar a que sí, pero no se elevarán tanto. No lle­garán aquí. Catorce pisos. Oye, ya lo pensé. Estamos en un edifi­cio construido a prueba de terremotos; al menos, eso me dijiste. Por tanto, haría falta algo más fuerte que un huracán para derri­barlo.

»En cuanto a huir a la montaña, ¿a qué montaña? Esta noche no llegaríamos muy lejos, con las calles ya inundadas. Suponga­mos que lográramos subir a las montañas de Santa Mónica; y des­pués, ¿qué? Corrimientos de tierras. Esa zona no resistirá lo que se avecina. La llamarada habrá absorbido suficiente agua para formar otro océano. ¡Lloverá durante cuarenta días y cuarenta noches! Amor mío, éste es el lugar más seguro al que podemos llegar esta noche.

-¿Y si se funden los casquetes polares?

-Sí… bueno, estamos a bastante altura. Eh, tal vez fuera la última llamarada lo que inició el diluvio de Noé. Y quizá vuelva a suceder. Seguro que no hay ningún sitio en la Tierra que no esté en el centro de un huracán. Esos dos huracanes enfrentados ya deben de haberse descompuesto en centenares de tormentas más pequeñas.

Las vidrieras explotaron hacia dentro. Nos agachamos y el viento aulló a nuestro alrededor, trayendo consigo vidrios y llu­via.

-¡Al menos tenemos víveres! -grité-. Si la inundación nos aísla, podremos resistir algún tiempo.

-Pero si cortan la electricidad no podremos guisar. Y la neve­ra…

-Vamos a guisar todo lo que podamos. Haremos huevos duros…

El viento soplaba con inusitada intensidad. Dejé de hablar.

La cálida lluvia caía horizontalmente, dejándonos empapa­dos. ¿Intentar guisar en medio de un huracán? Había sido estúpi­do al esperar tanto. Si lo intentábamos, el viento volcaría los reci­pientes y nos quemaríamos con el agua caliente. O con el aceite caliente…

-¡Tendremos que utilizar el horno! -gritó Leslie.

Naturalmente. El horno no nos podía caer encima.

Lo graduamos a 190 °C y metimos dentro los huevos, en un cazo con agua. Sacamos toda la carne del cajón donde estaba y la pusimos en una bandeja refractaria. Dos alcachofas en otro cazo. Las otras verduras nos las podíamos comer crudas.

¿Qué más? Traté de pensar.

Agua. Si se iba la electricidad, probablemente nos quedaría­mos también sin agua y sin teléfono. Abrí los grifos del fregadero y empecé a llenar cacharros: recipientes con tapadera, la cafetera para treinta tazas que Leslie usaba en las fiestas, el cubo de la colada… Pensó que estaba loco, pero yo no me fiaba de la lluvia como provisión de agua, ya que no podía controlarla.

El ruido. Ya habíamos dejado de gritar. Cuarenta días y cua­renta noches de ruido y estaríamos completamente sordos. ¿Al­godón? Ya era tarde para ir al cuarto de baño. ¡Servilletas de papel! Cogí algunas, las rompí y las arrugué, con lo que tuvimos cuatro tapones para los oídos.

¿Condiciones sanitarias? Otro motivo para escoger el piso de Leslie. Cuando la cisterna dejase de funcionar, nos quedaría el balcón.

Y si la inundación llegaba hasta el piso catorce, nos quedaría el tejado. Veinte pisos más arriba. Si todavía ascendía más, poca gente quedaría cuando las aguas descendiesen.

¿Y si era una nova?

Atraje a Leslie hacia mí y encendí otro cigarrillo con una sola mano. Todos mis planes se derrumbarían si era una nova. Pero, aun sabiéndolo, habría actuado igual. No dejas de hacer planes aunque se pierdan las esperanzas.

Y cuando el huracán se conviertiese en vapor caliente, nos quedaría el balcón. Una carrera y un salto por la barandilla era preferible a morir quemados en vida.

Pero no había llegado el momento de mencionarlo. Además, probablemente Leslie pensaba lo mismo.

 

Las luces se apagaron hacia las cuatro. Apagué el horno, por si volvía la corriente. Dejaría pasar una hora para que se enfriase y metería toda la comida en las bolsas.

Leslie dormía, recostada en mis brazos. ¿Cómo podía dormir sin saber la verdad? Le coloqué unos almohadones detrás y la dejé descansar.

Durante algún tiempo permanecí tendido de espaldas, fuman­do y viendo cómo los relámpagos hacían dibujos en el techo. Nos habíamos tomado todo el foie-gras y una botella de champaña. Pensé en abrir la de coñac pero decidí lo contrario, con pesar.

Transcurrió largo tiempo. No sé qué iba pensando. No dormí, aunque tenía el cerebro ocioso. Sólo gradualmente me di cuenta de que el techo, entre dos relámpagos, se había vuelto gris.

Rodé sobre mí mismo, cautelosamente, empapado. Todo estaba mojado.

Mi reloj indicaba las nueve y media.

Pasé arrastrándome al salón. Llevaba tanto tiempo ignorando los ruidos de la tormenta que tuve que recibir una ráfaga de lluvia caliente para acordarme. Había un huracán en marcha. Pero entre las negras nubes se filtraba una luz grisácea.

Había hecho bien al guardar el coñac. Inundaciones, tormen­tas, radiación intensa, incendios debidos a la explosión solar… si la destrucción general era tal como me la imaginaba, el dinero carecería de valor. Y necesitaríamos artículos de trueque.

Tenía hambre. Me comí un par de huevos con bacon y empecé a guardar el resto de las provisiones. Teníamos comida para una semana… aunque no para mantener una dieta equilibrada. Quizá pudiéramos hacer cambios con los de otros apartamentos. Era un edificio grande. También debía de haber apartamentos vacíos que podríamos asaltar en busca de sopa enlatada y otros produc­tos similares. Además, habría que ocuparse de los refugiados de los pisos más bajos, si las aguas seguían subiendo…

¡Maldición! Echaba de menos la nova. La vida había sido muy simple la noche anterior. Y ahora… ¿Teníamos medicinas? ¿Ha­bría médicos en el edificio? Podía declararse una disentería y otras epidemias. Y hambre. No muy lejos había un supermerca­do. ¿Hallaríamos un equipo de submarinismo en la casa?

Pero primero necesitaba dormir. Más tarde exploraríamos el edificio. El día tenía una claridad gris carbón. Las cosas habrían podido ser peores, mucho peores. Pensé en la radiación que debía de haber caído sobre el otro extremo del mundo, y me pregunté si nuestros hijos tendrían que colonizar Europa, o Asia, o África…

Harlan Ellison: Jeffty tiene cinco años. Cuento

Harlan EllisonCuando yo tenía cinco años, había un niño con quien solía jugar: Jeffty. Su verdadero nombre era Jeff Kinzer, pero todos los que jugábamos con él le llamábamos Jeffty. Los dos teníamos cinco años y pasamos muy buenos ratos juntos.

Cuando yo tenia cinco años, un helado de chocolate Clark era tan grueso como una barra de Louisville. Tenía unos quince centímetros de longitud, y utilizaban verdadero chocolate para recubrirlo, y crujía de un modo muy agradable al morderlo por el centro; además, el papel en que lo envolvían olía a cosa fresca y buena cuando se lo pelaba sosteniendo el palo de modo que el helado no se derritiera en los dedos. Hoy, un helado de chocolate Clark es tan delgado como una tarjeta de crédito, y emplean algo artificial y de un sabor terriblemente malo en lugar del chocolate puro; el helado es blanco y esponjoso y cuesta quince o veinte centavos en lugar de la decente y correcta moneda de cinco centavos que costaba, y lo envuelven como para que uno crea que tiene el mismo tamaño que tenía hace veinte años, aunque no lo tiene; es delgado, de aspecto feo, gusto nauseabundo y no vale ni un centavo, cuanto mucho menos quince o veinte.

Cuando yo tenía esa edad, cinco años, fui enviado a casa de mi tía Patricia, en Buffalo, Nueva York, durante dos años. Mi padre estaba pasando «malos tiempos» y tía Patricia era muy hermosa y se había casado con un agente de Bolsa. Ellos se hicieron cargo de mí durante cinco años. A los siete años, regresé a casa y fui a ver a Jeffty para jugar con él.

Yo había cumplido siete. Jeffty seguía teniendo cinco. No observé ninguna diferencia en él. No lo sabía: yo tenía sólo siete años.

A esa edad, solía tumbarme boca abajo frente a nuestra radio Atwater Kent y escuchaba. Había atado la antena de toma de tierra al radiador y me pasaba el tiempo allí, tumbado, con mis libros para colorear y mis Crayolas (cuando sólo había dieciséis colores en la caja grande), escuchando la red roja de la NBC: Jack Benny y el programa de Saludos, Amos y Andy, Edgar Bergen y Charlie McCarthy en el programa de Chase y Sanborn, La Familia de un hombre. La primera noche; la red azul de la NBC: Ases fáciles, el Programa de Jergens con Walter Winchell, Información, por favor, Los días del Valle de la Muerte; y, lo mejor de todo, la Red de la Mutualidad con la Corneta Verde, El Llanero Solitario, El Hombre Enmascarado y Tranquilidad, por favor. Hoy pongo en marcha la radio de mi coche y busco de un extremo a otro del dial; todo lo que oigo son orquestas de cien cuerdas, amas de casa frivolas y camioneros insípidos que discuten de sus pervertidas vidas sexuales con presentadores de voz arrogante, tonterías country y del Oeste y música rock tan estridente que me hace daño en los oídos.

Cuando tenía diez años, mi abuelo se murió de puro viejo y yo me convertí en un «chico problemático»; entonces, me enviaron a una escuela militar para que me «metieran en vereda».

Regresé a casa con catorce años. Jeffty seguía teniendo cinco años.

Cuando yo tenía catorce años de edad solía irme al cine los sábados por la tarde y una matine costaba diez centavos y entonces se utilizaba mantequilla de la de verdad para hacer las palomitas de maíz, y podía estar seguro de ver una película del Oeste con Lash LaRue o Wild Bill Elliott como Red Ryder, con Bobby Blake como Castorcito, o Roy Rogers, o Johnny Mack Brown; una película de terror como La Mansión de los Horrores, con Rondo Hatton en el papel de estrangulador, o como La mujer pantera, o como La Momia o como Me casé con una bruja, con Fredric March y Verónica Lake; además de un episodio de un gran serial como El Hombre Enmascarado, con Victor Jory, o Dick Tracy o Flash Cordón; y tres cortometrajes de dibujos animados; uno de James Fitzpatrick; uno de Noticias Movietone; uno de cantantes y, si me quedaba hasta la noche, una de Bingo o Keno; y chicas atractivas gratis. Hoy voy al cine y veo a Clint Eastwood volándole la cabeza a la gente como si fueran melones maduros.

A los dieciocho, fui a la universidad. Jeffty seguía teniendo cinco años. Yo regresaba a casa durante los veranos, para trabajar en la joyería de mi tío Joe. Jeffty no había cambiado. Ahora yo sabía que había algo diferente en él. Algo que no andaba bien, algo extraño. Jeffty seguía teniendo cinco años, ni un día más.

A los veintidós regresé a casa para quedarme definitivamente, y abrir una tienda de reparaciones de televisores Sony, la primera en la ciudad. Veía a Jeffty de vez en cuando. Tenía cinco años.

Las cosas han mejorado en muchos aspectos. La gente ya no se muere de algunas de las viejas enfermedades. Los coches son más veloces y le llevan a uno con mayor rapidez y por mejores carreteras al lugar al que uno quiere llegar. Las camisas son más blandas y sedosas. Tenemos libros de bolsillo, aunque cuestan tanto como costaba uno bien encuadernado. Cuando me estoy quedando sin dinero en el Banco, puedo vivir de las tarjetas de crédito hasta que las cosas se arreglan. Pero sigo creyendo que hemos perdido una gran cantidad de cosas buenas. ¿Sabía usted que ya no se puede comprar linóleum, sino sólo recubrimiento de vinilo para el suelo? Ya no quedan materiales como el hule; ya no volveremos a percibir ese olor especial y dulce que salía de la cocina de la abuela. Los muebles no se fabrican para que duren treinta años o más, porque llevaron a cabo una encuesta y descubrieron que, en los hogares jóvenes, les gustaba tirar los muebles y comprar bórax de colores nuevos cada siete años. Los discos no son gruesos y sólidos, como los antiguos, sino que ahora son delgados y hasta se pueden doblar… y eso no me parece bien. En los restaurantes no sirven la crema en jarras; sólo le dan a uno esa cosa artificial en pequeños tubos de plástico, y uno no consigue nunca que le sirvan un café con el color que debe tener. A todas partes donde uno vaya, todas las ciudades tienen el mismo aspecto, con locales para tomar hamburguesas y productos MacDonald y 7-Onces y moteles y grandes centros comerciales. Puede que las cosas sean mejores, pero ¿por qué pienso siempre en el pasado?

Lo que quiero decir cuando hablo de los cinco años no es que Jeffty fuera un retrasado. No creo que se tratara de eso. Al contrario, es astuto como un zurriagazo para los cinco años; un niño muy inteligente, rápido, agudo y divertido.

Pero medía noventa centímetros de estatura, pequeño para su edad, y estaba perfectamente formado; no tenía la cabeza grande, ni ninguna mandíbula extraña ni nada de eso. Simplemente, un niño guapo, de aspecto normal para los cinco años. Excepto que, en realidad, tenía la misma edad que yo; o sea, veintidós.

Cuando hablaba, lo hacía con la temblorosa voz de soprano de un niño de cinco años; cuando caminaba, arrastraba los pies como un niño de cinco años; cuando le hablaba a uno, era acerca de las preocupaciones de un niño de cinco años…, tebeos, soldaditos de juguete; utilizaba un imperdible para sujetar una pieza de cartón rígido o la horquilla frontal de su bicicleta, de modo que el sonido que hiciera al darle al timbre fuese como el de una motora; y hacía preguntas como ¿por qué esa cosa hace eso de tal manera?, o ¿cómo es de alto, qué edad tiene? ¿Por qué la hierba es verde? ¿Qué aspecto tiene un elefante? A los veintidós años, tenía cinco.

Los padres de Jeffty eran una pareja más bien triste. Como yo seguía siendo amigo de Jeffty, le dejaban estar conmigo en la tienda, y a veces le llevaba a la feria del condado, o al minigolf o al cine, por lo que me encontré pasándome el tiempo con ellos. No es que me importaran mucho, porque siempre se sentían deprimidos. Pero supongo que tampoco se podía esperar gran cosa de los pobres diablos. Tenían a alguien extraño en su propia casa, a un niño que, en veintidós años, no había crecido más allá de los cinco, lo que les proporcionaba el tesoro de contemplar indefinidamente ese estado especial de la infancia, pero también les negaba el placer de ver crecer a su hijo hasta convertirse en un adulto normal.

Los cinco años son una época maravillosa de la vida para un niño… o «pueden» serlo si el niño se halla relativamente libre de la monstruosa bestialidad que se permite a otros niños. Es una época en la que los ojos permanecen muy abiertos y los modelos de comportamiento todavía no están fijados: una época en la que a uno todavía no se le ha martilleado para que lo acepte todo como inmutable e irreversible; una época en que parece que las manos no tienen nunca cosas suficientes que hacer y la mente cosas suficientes que aprender; en que el mundo es infinito y aparece lleno de color y de misterios. Los cinco años pertenecen a una época especial, antes de adoptar la actitud interrogativa, insaciable, quijotesca del joven soñador que se pasa el tiempo en clase soñando despierto. Antes de retirar las temblorosas manos que lo quieren coger todo, tocarlo todo, palparlo todo, dejando las cosas donde están, sobre las mesas. Antes de que la gente empiece a decir «actúa como un niño de tu edad» y «crece» o «te estás comportando como un bebé». Es una época en la que el niño que actúa como un adolescente sigue siendo hermoso y sensible y se convierte en el preferido de todos. Una época de delicia, de maravilla, de inocencia.

Jeffty se había estancado en esa época, a los cinco años, quedándose, simplemente, así. Pero para sus padres era una continua pesadilla de la que nadie podía sacarles, ni a gritos ni a bofetones -ningún asistente social, sacerdote, psicólogo infantil, ni maestros, amigos, curanderos, psiquiatras…, nadie-. Durante diecisiete años, su pena había pasado por diversas fases: de chochez paterna a inquietud, de inquietud a preocupación, de preocupación a temor, de temor a confusión, de confusión a cólera, de cólera a disgusto, de disgusto a un odio desnudo y, finalmente, de la más profunda aversión y repulsión a una estólida y depresiva aceptación.

John Kinzer, un jefe de equipo de la planta Balder Tool & Die, era un hombre de cincuenta años. Para todo el mundo, excepto para él, su vida transcurría espectacularmente uniforme. No era notable en modo alguno…, si se exceptúa el hecho de ser el padre de un niño de veintidós años que tenía cinco.

John Kinzer era un hombre pequeño, blando, sin ángulos marcados, con unos ojos pálidos que nunca parecían sostener mi mirada más de unos pocos segundos. Durante las conversaciones, se removía en su silla y parecía ver cosas en los rincones superiores de la habitación, cosas que nadie más podía ver…, o quería ver. Supongo que la palabra que mejor le cuadraba era la de «acosado»… Aquello en que se había convertido su vida, en algo acosado…, bueno, le cuadraba.

Leona Kinzer trataba con valentía de compensar la situación. Al margen de la hora a que la visitara, siempre intentaba que yo comiera algo. Y cuando Jeffty estaba en la casa, siempre estaba sobre él, intentando hacerle comer.

-Cariño, ¿quieres una naranja? ¿Una bonita naranja? ¿O una mandarina? Hay mandarinas. Podría pelarte una mandarina.

Pero, sin duda alguna, tenía tanto miedo, miedo de su propio hijo, que las ofertas de alimentos siempre las hacía con un tono débilmente siniestro.

Leona Kinzer había sido una mujer alta, pero los años la habían encorvado. Siempre parecía estar buscando alguna zona de pared empapelada o nicho de almacenamiento donde poder desvanecerse, adoptar alguna coloración protectora y ocultarse para siempre de la vista de los grandes ojos del niño, de modo que éste pudiera pasar cien veces al día junto a ella sin percatarse de su presencia, mientras ella permanecía allí, con la respiración contenida, invisible. Siempre llevaba un delantal atado a la cintura. Y tenía las manos enrojecidas de tanto limpiar. Como si al mantener el ambiente inmaculadamente limpio pudiera pagar su pecado imaginario: haber dado a luz a aquella criatura tan extraña.

Ninguno de ellos veía mucho la televisión. Por lo general, la casa permanecía silenciosa, sin que se oyera siquiera el susurro sibilante del agua en las tuberías, el crujido de las vigas de madera asentándose, el zumbido del refrigerador. Terriblemente silenciosa, como si el tiempo la hubiera rodeado sin tocarla.

En cuanto a Jeffty, era inofensivo. Vivía en aquella atmósfera de pavor suavizado y soportaba la aversión, y, si la comprendía, nunca la hacía notar de modo alguno. Jugaba como lo hace un niño, y parecía feliz. Pero tenía que percibir, como un niño de cinco años percibe, lo extraño que era para sus padres.

Extraño. No, en realidad, no del todo así. Él «también» era humano, si es que era algo. Pero estaba desfasado, desincronizado con el mundo que le rodeaba, y resonaba ante una vibración distinta a la de sus padres. Los otros niños no jugaban con él. A medida que crecían y le sobrepasaban, le encontraban infantil al principio, después nada interesante y, finalmente, a medida que se aclaraban sus percepciones sobre la edad y el paso del tiempo, y veían que a él no le afectaba como a ellos, le miraban como algo aterrador. Hasta los más pequeños, los de su misma edad, que podían deambular por el vecindario, aprendían pronto a alejarse de él como un perro callejero cuando un coche produce una explosión.

Así pues, yo seguía siendo su único amigo. Un amigo de muchos años. Cinco años. Veintidós años. Me gustaba; más de lo que puedo explicarme. Y nunca supe el porqué. Pero me gustaba, sin reserva alguna.

Pero como nos pasábamos el tiempo juntos, me encontré con que también me pasaba el tiempo con John y Leona Kinzer, en amable compañía. Las cenas, algunas tardes de los sábados, durante una hora o así, cuando acompañaba a Jeffty después de haberle llevado a ver alguna película. Ellos se sentían agradecidos, casi serviles. Yo les aliviaba de la embarazosa tarea de salir con él, de aparentar ante el mundo exterior que eran unos padres amorosos con un hijo perfectamente normal, feliz y atractivo. Y su gratitud se extendía hasta el punto de admitirme como huésped. Horrible; cada uno de los momentos de su depresión era horrible.

Sentía lástima por los pobres diablos, pero les despreciaba por su incapacidad para querer a Jeffty, que era, sobre todo, un niño merecedor de todo el cariño.

Nunca les revelé el secreto, ni siquiera durante las noches pasadas en su compañía, que eran terribles, en verdad, más allá de todo lo imaginable.

Podíamos estar sentados allí, en el oscurecido saloncito -siempre oscuro u oscureciéndose, como mantenido en la sombra para preservar lo que la luz pudiera revelar al mundo exterior a través de los iluminados ojos de la casa-, mirándonos en silencio los unos a los otros. Nunca sabían qué decirme.

-¿Cómo van las cosas por la planta? -yo le preguntaba a John Kinzer.

Él se encogía de hombros. Ni la conversación ni la vida le habían dotado de ninguna facilidad o gracia.

-Muy bien, estupendo -me contestaba al fin.

Y volvíamos a quedarnos sentados, en silencio.

-¿Te gustaría tomar un estupendo trozo de pastel de café? -me preguntaba Leona-. Lo acabo de hacer esta mañana.

O pastel de manzana verde. O leche con bollos caseros. O un budín amarronado que solía hacer.

-No, no, gracias, señora Kinzer. Jeffty y yo hemos tomado un par de bocadillos de queso cuando regresábamos a casa.

Y, una vez más, el silencio.

Entonces, cuando el silencio y la tensión de la situación se volvían insoportables, incluso para ellos (y quién sabe el tiempo de silencio total que reinaba entre ellos, cuando estaban solos, con aquella cosa de la que ya no hablaban nunca pendiente entre ambos), Leona Kinzer me decía:

-Creo que está durmiendo.

-No oigo la radio -añadía John Kinzer.

Así, siempre sucedía así, hasta que, amablemente, podía encontrar una excusa para marcharme con algún pretexto fútil. Sí, y todo habría continuado así, y todo continuó, cada vez, exactamente igual…, excepto una vez.

-Ya no sé qué hacer -dijo Leona, y empezó a llorar-. No hay cambio alguno. Ni un solo día de paz.

Su esposo se las arregló para levantarse de la vieja mecedora y dirigirse hacia ella. Se inclinó y trató de consolarla, pero por la poca gracia con que le tocaba el canoso cabello, quedó claro que se había anquilosado en él la capacidad de mostrarse compasivo.

-Chist, Leona. todo bien, chist…

Pero ella siguió llorando. Sus manos arañaron suavemente los pañitos de ganchillo colocados sobre los brazos del sillón. Entonces, dijo:

-A veces, desearía que hubiera nacido muerto.

John levantó la mirada hacia los rincones superiores del saloncito. ¿Buscaba las innombrables sombras que siempre le vigilaban? ¿Era a Dios a quien esperaba encontrar en aquellos espacios?

-No puedes hablar en serio -dijo, con suavidad, patético, urgiéndola con tensión física y con un temblor en la voz para que se retractara antes de que Dios se diera cuenta del terrible pensamiento que había expresado.

Pero ella sí que hablaba en serio. Muy en serio.

Yo me las arreglé para marcharme rápidamente aquella noche. No querían que hubiera ningún testigo de su vergüenza. Y me sentí contento de poder abandonar su casa.

Estuve una semana sin aparecer por allí. Una semana lejos de ellos, de Jeffty, de su calle, e incluso de aquella parte de la ciudad.

Yo tenía mi propia vida. La tienda, las cuentas, reuniones con proveedores, póquer con los amigos, mujeres bonitas a las que llevaba a restaurantes bien iluminados, mis propios padres, poner anticongelante en el coche, quejarme a la lavandería porque echaban demasiado almidón en los cuellos y puños de las camisas, acudir al gimnasio, impuestos, atrapar a Jan o a David (fuera quien fuese) robando de la caja registradora. Sí, yo tenía mi propia vida.

Pero ni siquiera «aquella» tarde pude mantenerme apartado de Jeffty. Acudió a verme a la tienda y me pidió que le llevara a ver el rodeo. Lo acordamos como buenos amigos, del mejor modo posible que un joven de veintidós años con otros intereses «podía»… con un niño de cinco años. Nunca medité en lo que nos mantenía juntos; siempre pensé que se trataba, simplemente, de los años. Eso y el afecto por un niño que podría haber sido el hermano pequeño que nunca tuve. (Excepto, me recordé a mí mismo, cuando los dos tuvimos la misma edad; yo me acordaba de ese período, y Jeffty seguía siendo exactamente el mismo.)

Y entonces, un sábado por la tarde, acudí para llevarle a ver una película, y ciertos aspectos que debía haber observado muchas veces con anterioridad sólo empecé a observarlos aquella tarde.

Llegué a pie a casa de los Kinzer, esperando que Jeffty estuviera sentado en los escalones del porche frontal, o en la barandilla del porche, esperándome. Pero no se encontraba allí.

Entrar en aquella oscuridad y silencio, en pleno mayo y a la luz del sol, fue algo inconcebible. Me quedé en el pasillo de entrada y, llevándome las manos a la boca, a modo de bocina, grité:

-¿Jeffty? ¡Eh, Jeffty! Vamos, sal. Rápido. Se nos hará tarde.

Su voz me llegó débil, como si estuviera bajo el suelo.

-Aquí estoy, Donny.

Le oí, pero no pude verle. Era Jeffty, no cabía la menor duda: como Donald H. Horton, presidente y único propietario del Centro de Sonido y Televisión Horton, nadie me llamaba Donny, a excepción de Jeffty. Nunca me había llamado de otro modo.

(En realidad, lo que acabo de decir no es ninguna mentira. Por lo que respecta al público, yo soy el único propietario del centro. La sociedad con mi tía Patricia es sólo para devolverle el préstamo que me hizo para completar el dinero que recibí cuando cumplí los veintiún años, y que mi abuelo me dejara cuando tuve diez. No fue un préstamo muy grande, sólo dieciocho mil, pero le pedí que fuera un socio silencioso amparándome en aquella época en que se hizo cargo de mí cuando yo era un niño.)

-¿Dónde estás, Jeffty?

-Bajo el porche, en mi lugar secreto.

Rodeé la parte lateral del porche, bajé y aparté la rejilla de mimbre. Allí, al fondo, sobre la tierra comprimida, Jeffty se había construido un lugar secreto. Tenía tebeos en cajones de naranjas, una pequeña mesita y algunas almohadas; la escena estaba iluminada por grandes velas de sebo, y solíamos escondernos allí cuando los dos teníamos… cinco años.

-¿Qué estás haciendo? -pregunté, mientras me arrastraba al interior y volvía a colocar la rejilla de mimbre en su sitio.

Hacía fresco bajo el porche y la tierra despedía un olor agradable, mientras que las velas olían a cobertizo cerrado y a algo familiar. Cualquier niño se hubiera sentido muy a gusto en un lugar secreto como aquél. Nunca ha existido un niño que no se haya pasado los momentos más felices, productivos y deliciosamente misteriosos de su vida en un lugar así.

-Jugando -me contestó.

Tenía algo dorado y redondo que llenaba la palma de su pequeña mano.

-¿Has olvidado que íbamos a ir al cine?

-No. Sólo te esperaba.

-¿Están tu madre y tu padre en casa?

-Mamá.

Comprendí entonces por qué me esperaba bajo el porche. En consecuencia, no seguí preguntando.

-¿Qué tienes ahí?

-La insignia del Descodificador Secreto del Capitán Medianoche -me contestó, mostrándomela en su palma plana.

Me di cuenta de que llevaba observándola desde hacía rato, sin comprender de qué se trataba. Entonces caí en la cuenta del milagro que Jeffty tenía en su mano. Un milagro que, simplemente, no podía existir.

-Jeffty -le dije con suavidad, con maravilloso asombro en mi voz-. ¿Dónde has conseguido eso?

-Ha llegado hoy por correo. Yo lo pedí.

-Tiene que haber costado mucho dinero.

-No mucho. Diez centavos y dos sellos interiores de dos jarras de Ovaltine.

-¿Me dejas verlo?

Mi voz temblaba, y la mano que extendí hacia él también. Me lo entregó y yo sostuve el milagro en la palma de mi mano. Era maravilloso.

¿Recuerdan? El Capitán Medianoche fue un programa de radio de amplitud nacional, emitido en 1940. Estaba patrocinado por Ovaltine. Y cada año emitían una insignia del Escuadrón Secreto de Descodificación. Y cada día, al final del programa, transmitían una clave para el programa del día siguiente, en un código que sólo los niños que tuvieran la insignia oficial podían descifrar. Dejaron de hacer aquellas maravillosas insignias descodificadoras en 1949. Recuerdo la que yo mismo tuve en 1945; era hermosa. La placa tenía una lente de aumento en el centro del dial del código. El Capitán Medianoche desapareció de antena en 1950, y aunque a mediados de los cincuenta se emitieron unas cortas series en televisión y se hicieron placas de descodificación en 1955 y en 1956, por lo que a las «verdaderas» se refería, no volvieron a fabricar ninguna después de 1949.

La placa de código 0 del Capitán Medianoche que tenía en mis manos, la que Jeffty afirmaba haber recibido por correo por sólo diez centavos (¡¡¡diez centavos!!!) y dos cupones de Ovaltine, era completamente nueva, de un brillante metal dorado, sin una muesca ni una mancha de óxido en ella, como las viejas que pueden encontrarse todavía a precios exorbitantes en tiendas de coleccionistas, y sólo de vez en cuando…. aquello era un descodificador nuevo. Y la fecha que llevaba correspondía al año en que estábamos.

Pero el Capitán Medianoche ya no existía. En la radio no emitían nada parecido a aquel programa. Yo había oído una o dos flojas imitaciones de los viejos tiempos de la radio que reponían, y las historias resultaban aburridas, los efectos de sonido parecían suaves y todo daba la sensación de salir mal, de estar fuera de lugar. Sin embargo, yo tenía una placa de código 0 nueva en mi mano.

-Jeffty, cuéntame cosas de esto -le pedí.

-¿Que te cuente qué, Donny? Es mi nueva placa descodificadora secreta del Capitán Medianoche. La utilizo para calcular lo que va a suceder mañana.

-¿Mañana? ¿Cómo?

-En el programa.

-¿Qué programa?

Se me quedó mirando con fijeza, como si yo tratara deliberadamente de hacerme el estúpido.

-¡El del Capitán Medianoche, chico!

Me comportaba como un tonto. Sin embargo, no pude comprenderlo de un modo directo, inmediato. Estaba allí, justo allí, y yo todavía no sabía lo que estaba sucediendo.

-¿Te refieres a uno de esos discos que hicieron del programa de radio de los viejos tiempos? ¿Es eso lo que quieres decir, Jeffty?

-¿Qué discos? -preguntó él.

No sabía a qué me estaba refiriendo yo.

Nos quedamos mirando fijamente el uno al otro, allí, bajo el porche. Y entonces, muy lentamente, casi con el temor de escuchar la respuesta, le pregunté:

-Jeffty. ¿cómo escuchas el Capitán Medianoche!

-Lo escucho todos los días. En la radio. En mi radio. Todos los días a las cinco y media.

Noticias. Música idiota, y noticias. Eso era lo que emitían todos los días por la radio a las cinco y media. Y no el Capitán Medianoche. El Escuadrón Secreto no había salido a las ondas desde hacía veinte años.

-¿Lo podemos escuchar juntos esta tarde? -pregunté.

-¡Pero chico! -exclamó.

Me estaba comportando como un tonto. Lo supe por la forma en que lo dijo; pero no sabía el «porqué». Entonces se me ocurrió: era sábado. Y el Capitán Medianoche se transmitía de lunes a viernes. Ni en sábados ni en domingos.

-¿Vamos a ir al cine?

Tuvo que repetirme dos veces la pregunta. Yo tenía la mente en alguna otra parte. Nada concreto. Ninguna conclusión. Ninguna suposición descabellada en la que poder basarme. Simplemente en blanco, tratando de imaginarme algo, para llegar a la conclusión -la misma a la que usted, o cualquiera, habría llegado antes que aceptar la verdad evidente, la imposible y maravillosa verdad- de que tenía que haber alguna explicación bien sencilla que yo no percibía todavía. Algo mundano y aburrido, como el paso del tiempo que nos roba todo lo bueno, nos arranca las cosas antiguas y nos da chucherías inútiles a cambio. Y todo en nombre del progreso.

-¿Vamos a ir al cine, Donny?

-Puedes apostar a que sí, muchacho -le dije.

Y le sonreí. Y le entregué la placa del código 0. Y él se la metió en un bolsillo del pantalón. Y salimos a gatas de debajo del porche. Y fuimos al cine. Y ninguno de nosotros dijo nada del Capitán Medianoche durante el resto del día. Y ya no hubo ni siquiera diez minutos seguidos de todo el resto de aquel día en que yo no estuviera pensando en ello.

Tuve inventario durante toda la semana siguiente. No pude ver a Jeffty hasta bien entrada la tarde del jueves. Confieso que dejé la tienda en manos de Jan y David; les dije que debía hacer unos recados, y me marché pronto. A las cuatro de la tarde. Llegué a casa de los Kinzer con el tiempo justo: a las cinco menos cuarto. Leona me abrió la puerta. Parecía agotada y distante.

-¿Está Jeffty por ahí?

Me dijo que se encontraba arriba, en su habitación… escuchando la radio.

Subí los escalones de dos en dos.

Muy bien, por fin había dado aquel salto imposible e ilógico. Si la cuestión de la credulidad hubiera implicado a cualquier otro individuo que no fuera Jeffty, niño o adulto, yo habría pensado respuestas más lógicas. Pero se trataba de Jeffty, otra clase de tipo de vida, y lo que él experimentara podría muy bien no encajar en el esquema ordenado.

Lo admito: «quise» escuchar lo que escuché.

Incluso con la puerta cerrada, oí el programa, y lo reconocí:

«¡Ahí va, Tennessee! ¡Cógele!»

Se escuchó el fuerte sonido de un disparo de rifle y, a continuación, la misma voz gritó, triunfal:

«¡Le he alcanzado! ¡Mue-e-e-r-to!»

Estaba oyendo la emisora American Broadcasting Company, por la banda de 790 kilociclos y el programa de Tennessee Jed, uno de mis favoritos de los años cuarenta, una aventura del Oeste que no había escuchado desde hacía veinte años, porque no había existido durante todo aquel tiempo.

Me senté en el escalón más alto, allí, en la escalera interior de la casa de los Kinzer, y escuché el programa. No era la reposición de un programa antiguo, porque había referencias ocasionales a avances culturales y tecnológicos actuales y frases que no solían utilizarse en los años cuarenta: aerosoles, tatuajes por láser. Tanzania, y ciertas palabras técnicas.

No pude ignorar el hecho. Jeffty estaba escuchando una parte «nueva» de Tennessee Jed.

Corrí escalera abajo, salí de la casa y me dirigí a mi coche. Leona debía de estar en la cocina. Giré la llave, apreté el botón de la radio y manejé el dial hasta localizar los 790 kilociclos. La emisora ABC transmitía música de rock.

Permanecí sentado allí durante unos minutos y, a continuación, fui buscando la emisora con lentitud, de un extremo a otro del cuadrante. Música, noticias, conversaciones, espectáculos. Nada de Tennessee Jed. Y era un Blaupunkt, la mejor radio del mercado. No pasé por alto ninguna emisora perimétrica. Simplemente, ¡no estaba allí!

Al cabo de unos momentos apagué la radio, cerré el contacto y regresé arriba, sereno. Volví a sentarme en el último escalón y escuché todo el resto del programa. Era «maravilloso».

Me sentía excitado, imaginativo, lleno de todo lo que recordaba como lo más innovador en los dramas radiofónicos de años antes. Pero era moderno. No se trataba de un programa antiguo vuelto a emitir para satisfacer las necesidades de ese pequeño oyente que ansiaba escuchar las cosas de los viejos tiempos. Era un programa nuevo, en el que aparecían todas las viejas cosas, pero que seguía siendo nuevo y brillante. Incluso los anuncios comerciales eran sobre productos que podían adquirirse actualmente, pero ni tan violentos ni tan insultantes como los gritos de anuncios que uno escucha en la radio de estos días.

Y cuando Tennessee Jed terminó, a las cinco de la tarde, oí a Jeffty manejar el botón de su radio, hasta que escuché la familiar voz del presentador Glenn Riggs. que proclamaba:

«¡Presentando a Hop Harrigan! ¡El as norteamericano de las ondas del aire!».

Se escuchó el sonido del vuelo de un avión; un avión de hélice, no a chorro. No era el sonido al que los chicos de hoy ya se han acostumbrado, sino el sonido al que yo me acostumbré, el verdadero sonido de un avión; el rugiente, revivificado y ronco sonido de la clase de aviones en que G-8 y sus Ases de Combate volaban, del tipo en que el Capitán Medianoche y Hop Harrigan se desplazaban. Y entonces escuché a Hop que decía:

«CX-4 llamando a la torre de control, CX-4 llamando a la torre de control. ¡Listo para despegar! Hubo una pausa y, a continuación, oí: «Está bien. Aquí Hop Harrison…. ¡Adelante!»

Y Jeffty, que tenía el mismo problema que todos los niños de los años cuarenta tuvimos con la programación que emitía historias de héroes favoritos a la misma hora y en diferentes emisoras, tras haber presentado sus respetos a Hop Harrigan y Tank Tinker, giró el botón de la radio con toda rapidez y sintonizó la ABC, donde oí el sonido de un gong, la salvaje cacofonía del parloteo chino sin sentido y al presentador que gritaba:

«¡T-e-e-rry y los piratas!».

Me quedé allí, sentado en el último escalón, escuchando a Terry y a Connie y a Flip Corkin y, que Dios me ayude, a Agnes Moorehead como la Dama del Dragón, todos ellos en una nueva aventura que se desarrollaba en una China Roja que no existía en los tiempos de la versión de Miltón Caniff, de 1937, sobre el Oriente, con piratas fluviales y Chiang Kai-chek y los señores de la guerra y el ingenuo imperialismo de la diplomacia norteamericana de los barcos de guerra.

Permanecí sentado, escuchando todo el espectáculo, y aún me quedé sentado más tiempo para escuchar Supermán y una parte de Jack Armstrong, el chico norteamericano, y otra parte de Capitán Medianoche; y John Kinzer regresó a casa y ni él ni Leona subieron la escalera para saber qué me había pasado o dónde se encontraba Jeffty, y yo aún estuve sentado allí más tiempo y descubrí que había empezado a llorar y que no podía contenerme. Simplemente, me quedé allí sentado, y dejé que las lágrimas resbalaran por mis mejillas y llegaran hasta las comisuras de mis labios. Sentado allí y llorando, hasta que Jeffty me oyó, abrió su puerta y me vio. Entonces, se acercó a mí y me miró lleno de una gran confusión infantil mientras yo oía cómo la emisora conectaba con la Red de Mutualidades y comenzaban a transmitir el tema musical de Tom Mix, «Cuando ha llegado el buen tiempo a Texas y todo ha florecido». Jeffty me tocó en el hombro, sonrió, y me dijo:

-Hola. Donny. ¿Quieres entrar y escuchar la radio conmigo?

Hume negó la existencia de un espacio absoluto en el que cada cosa tiene su lugar; Borges negó la existencia de un solo tiempo en el que todos los acontecimientos están entrelazados.

Jeffty recibía programas de radio de un lugar que no podía existir, en buena lógica, dentro del esquema natural del universo espacio-tiempo, tal y como Einstein lo concibió. Pero no era eso todo lo que recibía. También recibía premios por correo: objetos que nadie fabricaba ya.

Leía tebeos que habían dejado de publicarse tres décadas antes. Veía películas con actores que habían muerto hacía veinte años. Era la terminal de recepción de innumerables juguetes y placeres del pasado que el mundo había ido dejando caer en su camino. En su vuelo suicida hacia Nuevos Mañanas, el mundo había saqueado su casa de los tesoros de simples cosas felices; había vertido cemento sobre sus terrenos de juegos, abandonado sus rezagados elementos mágicos, y todo eso, de un modo imposible, estaba siendo milagrosamente maniobrado hacia atrás, desde el presente, a través de Jeffty. Revivificado, puesto al día; con tradiciones mantenidas pero contemporáneas. Jeffty era el Aladino libre cuya propia naturaleza formaba la lámpara mágica de su realidad.

Y él me introdujo en su mundo.

Porque confiaba en mí.

Tomábamos un desayuno de trigo machacado cuáquero y bebíamos Ovaltine caliente de «ese» año en las tazas irrompibles de la huerfanita Annie, íbamos al cine, y mientras que todo el mundo veía una comedia protagonizada por Goldie Hawn y Ryan O’Neal, Jeffty y yo disfrutábamos de Humphrey Bogart, dando vida al ladrón profesional Parker en la brillante adaptación de John Huston de la novela de Donald Westlake Tierra de asesinos. El segundo protagonista era Spencer Tracy, acompañado por Carole Lombard y Laird Cregar en la película producida por Val Lewton, Leiningen contra las hormigas.

Dos veces al mes, acudíamos al nuevo quiosco y comprábamos los números de El Hombre Enmascarado, Doc Savage e Historias Asombrosas. Entonces, nos sentábamos juntos y yo le leía las revistas. Le gustó, en particular, la nueva novela corta de Henry Kuttner Los sueños de Aquiles, y la nueva serie de Stanley G. Weinbaum de historias cortas situadas en el universo de partícula subatómica de Redurna. En septiembre, disfrutamos de la primera publicación de la nueva novela de Conan, escrita por Robert E. Howard, La isla de los negros, en «Weird Tales»; y en agosto nos sentimos suavemente desilusionados por la cuarta novela de Edgar Rice Burroughs perteneciente a la serie de «Júpiter». Pero el editor de «Historias Semanales» prometía que habría dos aventuras más en la serie, y eso fue una revelación tan inesperada para Jeffty y para mí que amortiguó nuestra desilusión por la calidad de la narración que acabábamos de leer.

Leíamos juntos los tebeos, y Jeffty y yo decidimos -por separado, antes de que ambos lo discutiéramos- que nuestros personajes favoritos eran Dolí Man, Airboy y The Heap. También adorábamos las aventuras de George Carlson en los tebeos Jingle Jangle; sobre todo, las historias del Príncipe de Cara de Pastel del Viejo Pretzleburg, que leíamos juntos y que nos hacían reír, aun cuando tuve que explicarle a Jeffty algunos de los sutiles juegos de palabras, puesto que él era demasiado niño para comprender la sutileza de aquellas bromas.

¿Cómo explicarlo? Estudié suficiente Física en la universidad como para hacer algunas conjeturas sin pensármelas mucho, pero lo más probable es que esté equivocado. En ocasiones, se rompen las leyes de la conservación de la energía. Se trata de leyes que los físicos denominan «débilmente violadas». Quizá Jeffty era un catalizador para la débil violación de las leyes de la conservación que sólo ahora empezamos a darnos cuenta de que existen. Traté de leer algo sobre el tema -deterioro de la clase «prohibida»; deterioro gamma que no incluye el neutrino muon entre sus productos-, pero no descubrí nada; ni siquiera los últimos escritos del Instituto Suizo para la Investigación Nuclear, cerca de Zurich, pudieron darme una explicación de lo que sucedía. Me vi arrojado hacia una vaga aceptación de la filosofía según la cual el verdadero nombre de la «ciencia» es «magia».

No había explicaciones, pero sí momentos muy buenos.

La época más feliz de mi vida.

Yo tenía el mundo «real», el mundo de mi tienda, de mis amigos y de mi familia; el mundo de los beneficios y las pérdidas; de los impuestos; de las noches con mujeres jóvenes que hablaban de ir de compras o de las Naciones Unidas; del coste creciente del café y de los hornos de microondas. Y tenía el mundo de Jeffty, en el que existía sólo cuando me encontraba junto a él. Las cosas del pasado que él conocía como algo fresco y nuevo, yo las experimentaba en su compañía. Y la membrana de separación entre los dos mundos se fue haciendo más tenue, más luminosa y transparente. Yo disfrutaba de lo mejor de ambos mundos. Y, de algún modo, sabía que no podía traspasar nada de uno al otro.

Al olvidarme de eso, sólo por un momento, al traicionar a Jeffty por olvidarlo, puse fin a todo.

El hecho de disfrutar tanto como yo disfrutaba me hizo llevar cada vez menos cuidado, y no llegué a considerar lo frágil que era la relación entre el mundo de Jeffty y mi propio mundo. He aquí una razón por la que el presente tiene envidia de la existencia del pasado. En realidad, yo nunca llegué a comprenderlo. En ninguno de los libros donde se muestra la lucha por la supervivencia en batallas entre la garra y el colmillo, entre el tentáculo y el saco de veneno, existe reconocimiento alguno de la ferocidad con que el presente se arroja siempre sobre el pasado. En ninguna parte se ofrece una detallada afirmación de qué forma miente el presente en espera de lo que sea, en espera de que eso se convierta en el aquí y el ahora para desgarrarlo con sus despiadadas mandíbulas.

¿Quién podría saber tal cosa… a cualquier edad, y desde luego no a la mía…? ¿Quién podría comprender tal cosa?

Trato de justificarme. Y no puedo. Fue error mío.

 

Era otro sábado por la tarde.

-¿Qué vamos a ver hoy? -le pregunté cuando nos dirigíamos hacia el centro de la ciudad en el coche.

Él me miró desde el otro extremo del asiento delantero y me sonrió.

-Ken Maynard en La justicia del látigo y El hombre demolido.

Siguió sonriendo como si realmente me hubiera engañado. Le miré con incredulidad.

-¡Es una broma! -le dije, encantado-. ¿El hombre demolido, de Bester?

Asintió con un gesto de cabeza, contento por el hecho de que yo también lo estuviera. Sabía que ése era uno de mis libros favoritos.

-¡Oh, estupendo!

-¡Estupendo, estupendo! -coreó él.

-¿Quiénes actúan?

-Franchot Tone, Evelyn Keyes. Lionel Barrymore y Elisha Cook, Jr.

Él tenía muchos más conocimientos de los que yo había tenido jamás sobre actores de cine. Podía citar a los intérpretes principales de cualquiera de las películas que había visto. Incluso de las escenas de multitudes.

-¿Y dibujos animados? -pregunté.

-Proyectan tres: uno de la Pequeña Lulú,uno del Pato Dónald y otro de Bugs Bunny. Y una Especialidad de Pete Smith y una titulada Los monos son la gente más loca, de Lew Lehr.

-¡Vaya, muchacho! -dije, con una sonrisa de oreja a oreja.

Y entonces bajé la mirada y vi el talonario de órdenes de compra en el asiento. Se me había olvidado dejarlo en la tienda.

-Tengo que pasar por el Centro –dije- . Debo dejar algo. Sólo tardaré un momento.

-Muy bien -repuso Jeffty-. Pero no llegaremos tarde, ¿verdad?

-No te preocupes, muchacho -le tranquilicé.

Cuando entré en el aparcamiento situado detrás del Centro, él decidió acompañarme y estuvimos hablando del cine. No es una gran ciudad la nuestra, íbamos al Utopía, que sólo estaba a tres manzanas de distancia del Centro.

Entré en la tienda con el talonario de pedidos y la encontré llena. David y Jan estaban atendiendo cada uno a un cliente, y había otras personas de pie, en espera de ser atendidas. Jan me dirigió una mirada y la expresión de su rostro era una máscara de ruego. David estaba corriendo del almacén a la sala de proyección y todo lo que pudo murmurar al pasar junto a mí fue:

-¡Socorro!

-Jeffty -dije, inclinándome hacia él- . Escucha, dame unos pocos minutos más. Jan y David tienen problemas con toda esta gente. Te prometo que no llegaremos tarde. Sólo déjame atender a un par de estos clientes.

Él pareció nervioso, pero asintió con un gesto.

-Siéntate un momento y en seguida estaré contigo.

Y le indiqué una silla.

Se dirigió hacia ella, portándose con gran amabilidad, aunque sabía lo que estaba sucediendo, y se sentó.

Empecé a ocuparme de los clientes que querían ver unos televisores en color. Era la primera remesa sustancial de unidades que habíamos conseguido -la televisión en color estaba alcanzando unos precios razonables y era la primera promoción de la Sony-, y una época estupenda para mí. Ya me imaginaba con el préstamo pagado y ponerme por primera vez a la cabeza con el Centro. Era un buen negocio.

En mi mundo, los buenos negocios tienen prioridad.

Jeffty se quedó allí sentado, con la mirada fija en la pared. Permítanme que les diga algo sobre esa pared.

Estaba cubierta de estanterías metálicas, desde el suelo hasta unos sesenta centímetros del techo. Los televisores en color se habían colocado artísticamente contra la pared. Un total de treinta y tres televisores. Todos ellos encendidos al mismo tiempo. En blanco y negro, en color, pequeños y grandes, todos funcionando al unísono.

Jeffty se sentó y contempló treinta y tres aparatos de televisión en la tarde de un sábado. Nosotros disponemos de un total de trece canales, incluidas las emisoras educativas en UHF. En un canal se retransmitía un campeonato de golf; béisbol en otro; juego de bolos en otro; un seminario religioso en el cuarto; en el quinto había un espectáculo de danza de niños pequeños; en el otro la reposición de una comedia; en el séptimo, una película policíaca; el octavo era un programa sobre la naturaleza en el que se mostraba a un hombre volando continuamente; en el noveno había noticias y conversación; el décimo, una carrera de coches antiguos; en el undécimo, un hombre hacía unos logaritmos sobre una pizarra; el duodécimo mostraba a una mujer vestida con leotardos haciendo ejercicios; y en el canal decimotercero se proyectaban unos malos dibujos animados en castellano. Todos los espectáculos, excepto seis, se repetían en tres televisores. Jeffty se sentó y contempló aquella pared de televisión en la tarde de un sábado, mientras yo vendía con toda la rapidez y seguridad que podía para devolverle el préstamo a tía Patricia y para mantenerme en contacto con mi mundo. Era el negocio.

Debería haberme dado cuenta, haber comprendido lo del presente y la forma en que éste mata el pasado. Pero estaba vendiendo a manos llenas. Y cuando eché un vistazo hacia Jeffty, media hora después, él parecía haberse convertido en otro niño.

Sudaba. Con ese terrible sudor febril que le coge a uno cuando tiene gripe. Estaba pálido, tan pastoso y pálido como un gusano, y sus pequeñas manos se agarraban con fuerza a los brazos del sillón, tanto que yo veía el relieve de los nudillos a la perfección. Me apresuré a acercarme a él, disculpándome ante la pareja de edad media que miraba un nuevo modelo Mediterráneo de 21 pulgadas.

-¡Jeffty!

Él me miró, pero sus ojos no me distinguieron. Estaba absolutamente aterrorizado. Le arranqué del sillón y me dirigí con él hacia la puerta principal, pero los clientes a quienes había abandonado me gritaron.

-¡Eh! -dijo el hombre-. ¿Quiere usted venderme esto o no?

Yo miré a Jeffty, después al hombre y de nuevo a Jeffty, que parecía un zombie. Había llegado hasta donde yo le había llevado. Sus piernas parecían de goma y arrastraba los pies. Él pasado, que estaba siendo comido por el presente, el sonido de algo que sufría dolor.

Me saqué algún dinero del bolsillo del pantalón y lo apelotoné en la mano de Jeffty.

-Muchacho…, escúchame…. ¡vete ahora mismo de aquí!

Él seguía sin poder enfocar la mirada.

-¡Jeffty! -grité, tanto como pude-. ¡Escúchame!

La pareja de mediana edad caminaba hacia nosotros.

-Escucha, muchacho, márchate de aquí ahora mismo. Vete al Utopía y compra las entradas. Te seguiré en seguida.

La pareja de mediana edad estaba casi a nuestro lado. Empujé a Jeffty a través de la puerta y le vi alejarse, tambaleante, en la dirección equivocada. Entonces, se detuvo, como si se acordara de algo, y volvió sobre sus pasos, cruzando ante la tienda y tomando el camino correcto hacia el Utopía.

-Sí, señor -dije, enderezándome y volviéndome hacia ellos-. Sí, señora. Ése es un modelo estupendo con unas características sensacionales. Si quiere situarse aquí, donde estoy yo, podrá verlo mejor…

Oí un terrible sonido de algo que se rompía; pero no pude saber de qué canal ni de qué aparato procedió.

Me enteré más tarde de la mayor parte de lo sucedido, por la taquillera del cine y por algunas personas a las que conocí y que se me acercaron para contarme lo ocurrido. Cuando llegué al Utopía, unos veinte minutos después, Jeffty ya había sido golpeado hasta quedar convertido en una piltrafa, y llevado al despacho del director.

-¿Ha visto usted a un niño pequeño, de unos cinco años de edad, con grandes ojos pardos y cabello liso… que me esperaba?

-¡Oh! Creo que es el niño pequeño a quien han golpeado esos muchachos.

-¿Qué? ¿Dónde está ahora?

-Le han llevado al despacho del director. Nadie sabía quién era ni dónde encontrar a sus padres…

Una joven, con uniforme de acomodadora, le estaba colocando una toalla de papel húmedo en el rostro cuando llegué.

Le quité la toalla de papel y le ordené que saliera del despacho. Ella pareció sentirse insultada y me replicó algo brusca, pero se marchó. Me senté en el borde del sofá y traté de limpiarle la sangre que surgía de las laceraciones, sin abrir las heridas allí donde la sangre ya se había coagulado. Tenía los dos ojos hinchados. La boca estaba gravemente desgarrada. El cabello, manchado de sangre seca.

Se había puesto en la cola, detrás de dos chicos jóvenes. Empezaron a vender las entradas a las doce y media y la película empezaba a la una. Las puertas no se abrieron hasta la una menos cuarto. Él había estado esperando y los chicos que tenía delante llevaban una radio portátil. Escuchaban el partido de fútbol. Jeffty quiso oír algún programa que sólo Dios sabe cuál sería, Gran Estación Central, La Tierra Perdida…, cualquiera.

Pidió si le podían prestar la radio para escuchar el programa un minuto, y todo fue como un intercambio comercial o algo así. Los chicos le dejaron la radio, tal vez impulsados por una especie de maliciosa cortesía que después les permitiera abusar de él y destrozar al niño. Él había cambiado la emisora…. y los chicos no pudieron volver a encontrar la que retransmitía el partido de fútbol. La radio había quedado apresada en una emisora que retransmitía un programa que ya no existía para nadie, excepto para Jeffty.

Le pegaron con todas sus fuerzas…, mientras todos los demás observaban.

Después, echaron a correr, alejándose de allí.

Yo le había dejado solo, le había abandonado para que luchara contra el presente, sin disponer de armas suficientes. Le había traicionado por la venta de un televisor de veintiuna pulgadas del modelo Mediterráneo. Por eso, su rostro era una amasijo de carne golpeada. Gimió algo inaudible y sollozó suavemente.

-Chist, todo va bien ahora, muchacho. Soy Donny. Estoy aquí. Te llevaré a casa y te pondrás bien.

Hubiera debido llevarle al hospital directamente. No sé por qué razón no lo hice. Tendría que haberlo hecho así. Debería haberlo hecho.

Cuando crucé la puerta, con él en brazos, John y Leona Kinzer se me quedaron mirando fijamente. No se movieron para cogerle ellos. Jeffty llevaba colgando uno de sus brazos. Estaba consciente, pero apenas. Ellos nos miraron, allí, en la semioscuridad de la tarde de un sábado, en el presente.

-Un par de chicos le golpearon en el cine -dije, al tiempo que le elevaba un poco en mis brazos y le extendía hacia adelante.

Ellos me observaron con fijeza, los dos, sin ninguna expresión en su mirada, sin hacer movimiento alguno.

-¡Por Jesucristo! –grité- . ¡Le han golpeado! ¡Es su hijo! ¿Ni siquiera quieren tocarle? ¿Qué clase de personas son ustedes?

Entonces, Leona empezó a moverse hacia mí, con gran lentitud. Permaneció frente a nosotros durante unos segundos y había un plomizo estoicismo en su rostro que era algo terrible de ver. Con él, estaba diciendo: «He estado en este lugar antes, muchas veces, y no puedo soportar el volver a estar, pero aquí estoy ahora».

Así es que le entregué a Jeffty. Que Dios me ayude, se lo entregué a ella.

Y se lo llevó arriba, para lavarle la sangre y aliviarle el dolor.

John Kinzer y yo nos quedamos de pie, separados, en el oscuro saloncito de su casa, mirándonos fijamente. Él no tenía nada que decirme.

Pasé por su lado y me dejé caer en un sillón. Las piernas me temblaban.

Escuché el correr del agua en el baño, arriba.

Después de lo que pareció un largo rato. Leona bajó, enjugándose las manos en el delantal. Se sentó en el sofá y, al cabo de un momento, John se acomodó junto a ella. Entonces, escuché, arriba, el sonido de la música rock.

-¿Te gustaría tomar un trozo de pastel? -preguntó Leona.

No le contesté. Sólo escuchaba el sonido de aquella música. Música rock. En la radio. Sobre la mesita situada junto al sofá había una lámpara de mesa. Arrojaba una luz débil e inútil sobre el saloncito en penumbra. ¿Música rock del presente, en una radio, arriba? Empecé a decir algo y, entonces, lo «supe»…

Me levanté de un salto en el momento en que un terrible crujido hacía desaparecer el sonido de la música, y en que la lámpara de la mesita se debilitaba más, y más y vacilaba. Grité algo, no recuerdo el qué, y eché a correr escalera arriba.

Los padres de Jeffty no se movieron. Se quedaron allí, sentados, con las manos plegadas, en el mismo lugar en el que habían permanecido durante tantos años.

Me caí dos veces subiendo la escalera a toda velocidad.

 

Por la televisión no retransmiten muchas cosas capaces de despertar mi interés. Compré una enorme radio Philco en una tienda de segunda mano y sustituí todas las partes dañadas, utilizando los componentes originales de otras radios viejas que pude localizar y que aún funcionaban. No utilizo transistores, ni circuitos impresos. Esos componentes no funcionarían. A veces, me he pasado horas y horas, sentado frente a ese receptor, manejando el botón de un lado a otro, con toda la lentitud que uno pueda imaginar, tanto que en ocasiones parecía como si la aguja no se moviera en absoluto.

Pero no puedo encontrar al Capitán Medianoche, ni La Tierra Perdida, ni El Hombre Enmascarado, ni Tranquilidad, por favor.

Así es que ella le quería un poco, todavía, después de todos aquellos años. No puedo odiarles: sólo querían volver a vivir en el presente. Y eso no es nada tan terrible.

Teniendo en cuenta todas las cosas, no deja de ser un mundo bueno. Es mucho mejor de lo que era, en muchos sentidos. La gente no muere de las viejas enfermedades. Ahora muere a causa de enfermedades nuevas; pero eso es el progreso, ¿verdad?

¿No es cierto?

Díganmelo.

Que alguien me lo diga, por favor.

 

Ursula K. Le Guin: Los que abandonan Omelas. Cuento

Úrsula K. Le GuinCon un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el Festival del Verano llegaba a la ciudad de Omelas, que descollaba radiante junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En las calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud. Decorosos ancianos con largas túnicas rígidas malva y gris; graves y silenciosos artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música sonaba más veloz, un trémulo de batintines y panderetas y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas. Todos los desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en la gran vega llamada Verdes Campos, chicos y chicas, desnudos en el luminoso aire, con los pies, los tobillos y los largos y ágiles brazos salpicados de lodo ejercitaban a sus inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo de pertrecho, sólo un ronzal sin bocado. Las crines trenzadas con cordones de plata, oro y verde. Resoplaban por los dilatados ollares, hacían cabriolas y se engallaban. Al ser el caballo el único animal que había adoptado nuestras ceremonias como propias, se hallaba muy excitado. A lo lejos, por el norte y el oeste, las montañas se alzaban sobre la bahía de Omelas casi envolviéndola. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve, coronado aún los Ocho Picos, despedía reflejos oro y blanco a través de las millas de aire iluminado por el sol, bajo el azul profundo del cielo. Soplaba el suficiente viento como para que los gallardetes que marcaban el curso de la carrera ondearan y chasquearan de vez en cuando. En el silencio verde de la amplia vega se oía la música que recorría las calles de la ciudad, y de todas partes y acercándose siempre, una alegre fragancia de aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el gozoso repique de las campanas.

¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿cómo describir a los habitantes de Omelas?

No eran personas simples, aunque si felices. Pero no pronunciaremos más palabras de alabanza. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Al proceder a una descripción como ésta, uno tiende a hacer ciertas suposiciones, a dar la impresión de que busca un rey montado en un espléndido corcel y rodeado de nobles caballeros, o quizás en una litera dorada conducida por altos y musculosos esclavos. Pero no había rey. No usaban espadas ni poseían esclavos. No eran bárbaros. Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero sospecho que eran singularmente escasas. Al igual que se regían sin monarquía ni esclavitud, tampoco necesitaban la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta y la bomba. Sin embargo, repito que no era un pueblo simple; nada de dulces pastores, nobles salvajes ni blandos utópicos, ni menos complejos que nosotros. El mal estriba en que nosotros poseemos malos hábitos, animados por pedantes y sofisticados empeñados en considerar a la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo el mal es interesante. Es la traición del artista: la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible fastidio del dolor. Si no puedes morder no enseñes los dientes. Si duele, vuelve a dar. Pero alabar el desespero es condenar el deleite; aceptar la violencia es perder la libertad para todo lo demás. Nosotros casi la hemos perdido; ya no podemos describir la felicidad de un hombre ni manifestar una alegría. ¿Cómo definir al pueblo de Omelas? No eran cándidos ni niños felices – aunque a decir verdad, sus hijos si lo eran – sino adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuya vida no era desventurada. ¡Oh milagro! Mas, ¡ojalá supiera explicarlo mejor y convencerles! Omelas produce la impresión, según mis palabras, de un país de un cuento de hadas: érase una vez hace mucho tiempo. Quizá fuera mejor que se lo imaginaran según su propia fantasía, teniendo en cuenta que me pondría a la altura de las circunstancias, pues lo que si es cierto es que no puedo armonizar con todos. Por ejemplo, ¿qué pasaba con la tecnología? Creo que no había coches ni helicópteros ni en las calles ni por encima de ellas, como lógica consecuencia de que el pueblo de Omelas era feliz. La felicidad se basa en una justa discriminación de lo que es necesario, de lo que no es ni necesario ni destructivo y de lo que es destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia – la de lo innecesario pero no destructivo, la del confort, lujo, exuberancia, etc. -, podían perfectamente poseer calefacción central, ferrocarriles subterráneos, máquinas lavadoras y toda clase de maravillosos ingenios que aún no se han inventado aquí; fuentes luminosas flotantes, poder energético, una cura para los catarros comunes o nada de eso; no importa, como lo prefieran. Me inclino a pensar que las personas que han estado viniendo a Omelas desde todos los puntos de la costa durante estos últimos días antes del Festival, lo hicieron en pequeños trenes muy rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de ferrocarriles de Omelas es el edificio más bello de la ciudad, aunque más sencillo que el magnifico Mercado Agrícola. Pero aún, concediendo que hubiera trenes, temo que, hasta ahora, Omelas produzca en algunos de mis lectores la impresión de una ciudad gazmoña y cursilona. Sonrisas, campanas, desfiles caballos, garambainas. En tal caso, agreguen una orgía. Si les sirve una orgía no vacilen. No obstante, no le pongamos templo que, con hermosos sacerdotes y sacerdotisas desnudos, casi en éxtasis, se hallen dispuestos a copular con quien sea, hombre o mujer, amante o extraño, por el deseo de unión con la profunda divinidad de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero sería mejor no levantar templos en Omelas, por lo menos templos habitados. Religión, si. Clero, no. Por supuesto, los hermosos desnudos pueden deambular ofreciéndose como divinos suflés al hambriento del éxtasis de la carne. Que se incorporen a los desfiles. Que repiquen las panderetas sobre las cópulas y la gloria del deseo se proclame sobre los batintines y (un punto muy importante) que los vástagos de esos deliciosos rituales sean amados y atendidos por todos. Sé que en Omelas hay algo que nadie considera delito. Pero, ¿Que puede ser? Al principio pensé si no serian las drogas, pero eso es puritanismo. Para los que les gusta, la tenue y persistente fragancia del drooz perfuma las calles de la ciudad; el drooz, que al principio otorga una gran lucidez mental y fuerza a los miembros, y finalmente maravillosas visiones con las que penetras en los misterios y secretos más profundos del universo a la vez que excita el placer del sexo hasta lo indecible; y no crea hábito. En cuanto a los gustos más modestos, creo que debería ser la cerveza. ¿Qué otra cosa incumbe a la jubilosa ciudad? Sin dudad, la sensación de la victoria, la evocación del valor. Sin embargo, si suprimimos al clero, procedamos igual con los soldados. El júbilo que se erige sobre crímenes impunes no es verdadero júbilo; nunca lo será; es horrendo e inútil. Una satisfacción ilimitada y generosa, un magnífico triunfo que se experimenta no contra un enemigo de fuera, sino por la comunión de las almas más delicadas y hermosas de todos los hombres y el esplendor del verano del mundo es lo que inunda el corazón de los habitantes de Omelas y la victoria que celebran es la de la vida. En realidad, no creo que necesiten drogarse.

Casi todos los desfiles habían llegado ya a los Verdes Campos. Un delicioso aroma de manjares surge de las tiendas rojas y azules de los abastecedores. Las caras de los niños pequeños están llenas de graciosos pringues; en la afable barba gris de un hombre, se han enredado unas cuantas migas de un rico pastel. Los muchachos y muchachas han montado en sus caballos y comienzan a agruparse en la línea de salida. Una anciana, pequeña, gorda y sonriente, distribuye flores que saca de una cesta y un joven alto las prende en su cabello. Un niño de nueve o diez años se sienta al borde de la multitud, solo, jugando con una flauta de madera. La gente se detienes a escuchar y sonríe, pero no le hablan pues nunca deja de tocar ni tampoco los ve; sus ojos negros están totalmente absortos en la dulce y tenue magia de la melodía.

Termina y lentamente alza las manos sosteniendo la flauta de madera.

Como si ese breve y reservado silencio fuese una señal, se oye de pronto el toque de una corneta que surge del pabellón junto a la línea de partida: imperioso, melancólico, penetrante. Los caballos se alzan sobre sus esbeltas patas traseras y algunos relinchan como respuesta. Con semblante sereno, los jóvenes jinetes acarician el cuello de sus monturas y las calman susurrando: «Tranquilo, tranquilo, no te preocupes, todo saldrá bien, mi beldad, mi ilusión…» Ocupan sus puestos en la línea de salida. A lo largo de la pista, los espectadores son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.

¿Lo creen? ¿Aceptan el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permítanme que lo describa una vez más.

En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus espaciosas casas particulares hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. Una tenue luz se filtra polvorienta entre las rendijas de la carcomida madera y que procede de un ventanuco cubierto de telarañas de algún lugar del otro lado del sótano. En un ángulo del cuchitril un par de fregonas, con las bayetas tiesas, pestilentes, llenas de grumos, están junto a un balde oxidado. El suelo está sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. El cuarto tiene tres pies de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar las escobas y los enseres en desuso. En el cuarto hay un niño sentado. Podría ser un niño o una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manosea los dedos de los pies o los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más alejado del balde y de las bayetas. Les tiene miedo. Las encuentra horribles. Cierra los ojos pero sabe que las fregonas siguen ahí, erguidas, y la puerta esta cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre esta cerrada y nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones – la criatura no tiene noción del tiempo y los intervalos – en que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoma una o varías personas. Entra una sola y de un puntapié le obliga a levantarse. Los otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. La escudilla de comida y el jarro de agua se llenan rápidamente, se cierra la puerta, los ojos desaparecen. La gente que está en la puerta nunca habla pero el niño, que no siempre ha vivido en el cuarto de los trastos y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces habla: «Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno.» Jamás le responden. Por las noches el niño gritaba pidiendo auxilio, gritaba muchísimo, pero ahora se limita a un débil quejido y cada vez habla menos. Está tan flaco que las piernas carecen de pantorrillas y tiene el vientre hinchado; solo se alimenta una vez al día con media escudilla de gachas con sebo. Va desnudo. Las nalgas y muslos son una masa de dolorosas llagas pues continuamente está sentado sobre su propio excremento.

Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no pero ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen por completo de la abominable miseria de ese niño.

Se lo explican a los niños de ocho a diez años, siempre que estén capacitados para comprender, y casi todos los que van a verle son adolescentes, aunque con cierta frecuencia también un adulto acude y vuelve para ver al niño. Por muy bien que se lo expliquen, al verlo experimentan un asco que habían creído superar. A pesar de todas las explicaciones se les advierte furiosos, ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero todo es inútil. ¡Qué hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de comer, la cuidasen. ¡Pero si alguien lo hiciera, ese día y a esa hora, toda la prosperidad, la belleza y la dicha de Omelas quedarían destruidas. Esas son las condiciones. Cambiar todo el bienestar y la armonía de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña rehabilitación: acabar con la felicidad de millares a cambio de la posibilidad de hacer feliz a uno: pero eso sería, por supuesto, reconocer la culpa, admitir el delito.

Las condiciones son estrictas y terminantes; no debe dirigirse al niño una sola palabra amable.

A veces los jóvenes regresan a sus casas llorando o con una furia sin lágrimas cuando han visto al niño y se han enfrentado a esa terrible paradoja. Tal vez meditan sobre ello, semanas y años, pero a medida que transcurre el tiempo comienzan a darse cuenta de que aunque soltaran al niño, de poco le serviría su libertad; sin duda, una ligera, vaga satisfacción por el cuidado humano y el alimento, pero muy poco más. Se halla demasiado degradado e imbécil para comprender la auténtica felicidad. Ha estado asustado demasiado tiempo para librarse del miedo. Sus costumbres son demasiado zafias e inciviles para que responda al trato humano. En efecto, después de tanto tiempo probablemente se sentiría infortunado sin los muros que lo protegen, sin la oscuridad para sus ojos, sin el propio excremento para sentarse. Sus lágrimas, ante la amarga injusticia, secan cuando empiezan a percibir la terrible justicia de la realidad y acaban aceptándola. Sin embargo, tal vez sus lágrimas y su rabia, el intento de su generosidad y la aceptación de su propia impotencia son la verdadera causa del esplendor de sus vidas. Su felicidad no es vacua e irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posible la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la profundidad de su ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños. Saben que si ese desdichado no lloriquease en la oscuridad, el otro, el flautista, no tocaría esa alegre música mientras los jóvenes jinetes se ponen en filas sobre sus beldades para la carrera que se celebra la primera mañana de estío.

¿Qué piensan ahora de ellos? ¿No son más dignos de crédito? Pero todavía tengo algo más que contarles, y esto es totalmente increíble.

A veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no regresa a su casa para llorar o enfurecerse, no, en realidad no vuelve más a su hogar. Otras, un hombre o mujer de mas edad cae en un mutismo absoluto durante unos días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas de Omelas. Siguen andando por las tierras de labrantío. Cada uno va solo, chico o chica, hombre o mujer. Anochece; el caminante pasa por las calles de la ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas. Prosiguen. Abandonan Omelas, siempre adelante, y no vuelven. El lugar adonde van es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelas.

George R.R. Martin: Los Reyes de la Arena. Cuento.

George R.R. Martin

Simon Kress vivía solo en una gran mansión situada entre montañas áridas y rocosas a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Y así, cuando tuvo que ausentarse inesperadamente por asuntos de negocios, no dispuso de vecinos de los que pudiera aprovecharse para dejarles al cuidado de sus animalitos. El halcón no era problema. Descansaba en el campanario inutilizado y, de todas formas, solía alimentarse por sus propios medios. En cuanto al shambler, Kress se limitó a echarlo fuera de la casa y dejar que se las arreglara como pudiera. El pequeño monstruo se alimentaría de babosas, pájaros y ratas. Pero la pecera, surtida de pirañas genuinas de la Tierra, planteó una dificultad. Finalmente arrojó una pierna de carnero al inmenso tanque. Las pirañas siempre podrían devorarse unas a otras si le retenían más tiempo del que esperaba. Ya lo habían hecho otras veces. Un detalle que le divertía.

Por desgracia, le retuvieron mucho más tiempo del que esperaba. Cuando regresó al fin, todos los peces habían muerto. Igual que el halcón. El shambler había trepado al campanario y se lo había comido. Kress se enfadó

El día siguiente voló con su helicóptero hasta Asgard, un trayecto de unos doscientos kilómetros. Asgard era la ciudad más importante de Baldur y ostentaba también el puerto estelar de mayor antigüedad y extensión. A Kress le gustaba impresionar a sus amigos con animales que fueran raros, divertidos y caros. Asgard era el lugar apropiado para comprarlos

En esta ocasión, sin embargo, tuvo escasa fortuna. Xenomascotas había cerrado sus puertas, t’Etherane trató de timarle con otro halcón y Aguas Extrañas no le ofreció nada más exótico que pirañas, tiburones luciérnagas y calamares araña. Kress ya había tenido de todo eso. Quería algo nuevo, algo que destacara.

Casi al anochecer se encontró recorriendo Rainbow Boulevard, buscando lugares que no hubiese frecuentado antes. Cerca del puerto estelar, la calle estaba llena de comercios de importadores. Los grandes bazares poseían escaparates impresionantemente largos en los que descansaban extraños y costosos artefactos sobre cojines de fieltro ante las oscuras cortinas que hacían un misterio del interior de los comercios. Entre éstos se hallaban los puestos de chatarra: lugares estrechos y desagradables que ofrecían a la vista una confusión de curiosidades inidentificables. Kress probó en ambos tipos de lugares, con idéntico descontento.

Entonces llegó a un lugar que era distinto.

Se encontraba muy cerca del puerto. Kress no había estado allí con anterioridad. El local ocupaba un pequeño edificio de un solo piso situado entre un bar de euforia y un templo-burdel de la Hermandad Femenina Secreta. En esta zona, Rainbow Boulevard parecía vulgar. El mismo comercio era anormal. Llamativo.

La vidriera estaba llena de neblina, ahora rojo pálida, ahora gris, como la niebla auténtica, ahora chispeante y dorada. La neblina formaba remolinos y resplandecía débilmente. Kress vislumbró algunos objetos en la vidriera (máquinas, obras de arte, otras cosas que no reconoció) pero no pudo mirar en detalle uno solo de ellos. La neblina fluía sensualmente, rodeaba los objetos, mostraba un trozo de uno, luego de otro, finalmente los ocultaba todos. Un hecho intrigante.

Mientras observaba, la neblina empezó a formar letras. Una palabra detrás de otra. Kress se quedó inmóvil y leyó:

«WO y SHADE. IMPORTADORES.

ARTEFACTOS. ARTE. FORMAS DE VIDA y VARIOS.»

Las letras dejaron de formarse. Kress vio que algo se movía entre la niebla. Eso le bastó. Eso, y las «FORMAS DE VIDA» del anuncio. Se echó la capa hacia atrás y entró en la tienda.

En el interior, Kress se sintió desorientado. La sala parecía inmensa, mucho mayor de lo que él habría supuesto en base a la fachada relativamente modesta. El interior estaba tenuemente iluminado y reflejaba sosiego. El techo era un paisaje estelar, rematado por nebulosas en espiral, muy oscuro y realista, muy agradable. Todos los mostradores brillaban suavemente, para exhibir mejor las mercaderías que contenían. Los espacios entre ellos se encontraban alfombrados por una niebla baja que de vez en cuando llegaba casi a las rodillas de Kress y se arremolinaba en torno a sus pies mientras avanzaba.

-¿En qué puedo servirle?

La mujer pareció surgir de la niebla. Alta, delgada y pálida, vestía un práctico traje gris y una extraña gorrita que se apoyaba bastante detrás de la cabeza.

-¿Es usted Wo o Shade? -preguntó Kress-. ¿O sólo una dependiente?

-Jala Wo, a su servicio -replicó ella-. Shade no atiende a los clientes. No tenemos dependiente.

-Su establecimiento es francamente grande -dijo Kress-. Me extraña no haber oído hablar de él antes de ahora.

-Acabamos de inaugurar este local en Baldur -dijo la mujer-. Pero disponemos de autorización de venta en otros planetas. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Arte, quizá? Su aspecto es el de un coleccionista. Tenemos algunas excelentes tallas de cristal Nor T’alush.

-No -dijo Kress-. Ya tengo todas las tallas de cristal que deseo. Vengo a buscar un animal.

-¿Una forma de vida?

-Sí.

-¿Extraña?

-Por supuesto.

-Tenemos un imitador en existencia. Procede del Mundo de Celia. Un simio pequeño e inteligente. No sólo aprenderá a hablar, sino que imitará la voz de usted, sus inflexiones, gestos e incluso expresiones faciales.

-Encantador -dijo Kress-. Y vulgar. No me servirá de nada, Wo. Quiero algo exótico. Anormal. Y no encantador. Detesto los animales encantadores. De momento ya tengo un shambler importado de Cotho, en ningún sentido costoso. De vez en cuando lo alimento con algunos gatitos inútiles. Eso es lo que entiendo por encantador. ¿Me explico?

Wo sonrió enigmáticamente.

-¿Ha tenido alguna vez un animal que le adorara? -preguntó.

-Oh, alguna que otra vez. -Kress hizo una mueca-. Pero no me hace falta adoración, Wo. Sólo diversión.

-No me entiende -dijo Wo, todavía mostrando su extraña sonrisa-. Hablo de adorar literalmente.

-¿A qué se refiere?

-Creo que tengo lo que necesita. Sígame.

Wo le hizo pasar entre los radiantes mostradores y le condujo a lo largo de un largo pasillo cubierto de niebla bajo una falsa luz estelar. Cruzaron una pared de niebla para entrar en otra sección del local y se detuvieron frente a un gran tanque de plástico. Un acuario, pensó Kress.

Wo le hizo una seña. Kress se acercó más y vio que estaba equivocado. Se trataba de un terrario. En su interior yacía un desierto en miniatura, un cuadrado de dos metros de lado. Arena descolorida teñida de escarlata por una empañada luz roja. Rocas: basalto, cuarzo y granito. En todas las esquinas del tanque se levantaba un castillo.

Kress parpadeó, atisbó y se corrigió: en realidad sólo había tres castillos en pie. El cuarto había caído, era una ruina desmoronada. Los otros tres eran toscos, pero seguían intactos; estaban tallados en piedra y arena. Diminutas criaturas trepaban y gateaban por sus almenas y redondeados pórticos. Kress apretó su rostro contra el plástico.

-¿Insectos? -preguntó.

-No -replicó Wo-. Una forma de vida mucho más compleja. Y también más inteligente. Mucho más sagaz que su shambler, muchísimo más. Los llaman los reyes de la arena.

-Insectos -dijo Kress, y se apartó del tanque-. No me importa cuán complejos sean. -Arrugó la frente-. Y, por favor, no trate de embaucarme con esta propaganda de inteligencia. Estos seres son demasiado pequeños para tener otra cosa que no sean cerebros muy rudimentarios.

-Comparten mentes-colmena -explicó Wo-. Mentes-castillo, en este caso. Solo hay tres organismos en el tanque, en realidad. El cuarto murió. Su castillo se cayó, ya lo ve.

Kress volvió a observar el tanque.

-¿Mentes-colmena, eh? Interesante. -Arrugó la frente de nuevo-. De todas maneras, sólo es un hormiguero de tamaño anormal. Había esperado algo mejor.

-Guerrean entre ellos.

-¿Guerras? Hmmm. -Kress volvió a mirar.

-Fíjese en los colores, por favor -indicó Wo.

La mujer señaló las criaturas que bullían en torno al castillo más cercano. Una de ellas estaba rascando la pared del tanque. Kress la examinó. A sus ojos, seguía teniendo el aspecto de un insecto. Apenas tan larga como una uña, con seis patas y seis ojos diminutos dispuestos en torno a su cuerpo. Un desagradable juego de mandíbulas se abría y cerraba visiblemente, mientras dos largas y delicadas antenas trazaban figuras en el aire. Antenas, mandíbulas, ojos y patas estaban ennegrecidos, pero el color dominante era el naranja encendido de su blindaje.

-Es un insecto -repitió Kress.

-No es un insecto -insistió Wo sin alterarse-. El dermatoesqueleto acorazado muda cuando el rey de la arena aumenta de tamaño. En un tanque de este tamaño no lo hará. -Wo tomó a Kress del brazo y lo llevó hasta el siguiente castillo-. Fíjese en los colores ahora.

Así lo hizo. Eran distintos. Los reyes de la arena tenían aquí un caparazón rojo brillante. Antenas, mandíbulas, ojos y patas eran amarillos. Kress miró al otro lado del tanque. Los habitantes del tercer castillo eran blancuzcos, con bordes rojos.

-Hmmm -dijo Kress.

-Guerrean entre ellos, tal como dije -explicó Wo-. Incluso conciertan treguas y alianzas. El cuarto castillo de este tanque fue destruido como resultado de una alianza. Los negros estaban haciéndose demasiado numerosos, así que los otros unieron sus fuerzas para acabar con ellos.

Kress siguió sin estar muy convencido.

-Divertido, es indudable. Pero también los insectos luchan entre ellos.

-Los insectos no adoran.

-¿Eh?

Wo sonrió y señaló el castillo. Kress lo miró fijamente. Un rostro había sido esculpido en el muro de la torre más elevada. Lo reconoció. Era el de Jala Wo.

-¿Cómo puede ser que…?

-Proyecté un holograma de mi rostro en el tanque y lo dejé durante algunos días. El rostro de dios, ¿comprende? Yo les doy de comer, siempre estoy cerca. Los reyes de la arena poseen un rudimentario sentido psiónico. Telepatía de proximidad. Me perciben y me adoran, usan mi cara para decorar sus edificios. Fíjese, está en todos los castillos.

Así era. En el castillo, el semblante de Jala Wo estaba sereno, sosegado y era muy vívido. Kress se maravilló ante aquella muestra de destreza.

-¿Cómo lo hacen?

-Las patas delanteras se doblan como si fueran brazos. Incluso tienen una especie de dedos, tres zarcillos pequeños y flexibles. Y cooperan perfectamente, tanto en la construcción como en la batalla. Recuérdelo, todos los seres de un mismo color comparten una sola mente.

-Explíqueme más cosas -pidió Kress.

Wo sonrió.

-El vientre habita en el castillo. Vientre es el nombre que yo he elegido… Un juego de palabras, más bien. Ese ser es madre y estómago al mismo tiempo. Hembra, grande con su puño, inmóvil. En realidad, rey de la arena es un nombre algo inadecuado. Las criaturas móviles son campesinos y guerreros. El gobernante real es una reina. Pero esta analogía tampoco es correcta. Un castillo, considerado como un todo, es una sola criatura hermafrodita.

-¿Qué comen?

-Los seres móviles comen una especie de papilla, alimento previamente digerido que obtienen en el interior del castillo. Lo consiguen del vientre después que esta criatura lo haya elaborado durante varios días. Sus estómagos no soportan otra cosa. Si el vientre muere, ellos no tardan mucho en hacer lo propio. El vientre… el vientre come de todo. No le representará gasto extra alguno. Restos de comida servirán perfectamente.

-¿Alimento vivo? -preguntó Kress.

Wo hizo un gesto de indiferencia.

-Todos los vientres comen seres móviles de los otros castillos, sí.

-Estoy intrigado -admitió Kress-. Si tan sólo no fueran tan pequeños…

-Los suyos pueden ser mayores. Estos reyes de la arena son pequeños porque el tanque es pequeño. Al parecer, limitan su crecimiento para amoldarse al espacio disponible. Si los cambiara a un tanque de mayor tamaño, seguirían creciendo.

-Hmmm. Mi tanque de pirañas es dos veces mayor que este y está vacío. Podría limpiarlo, llenarlo de arena…

-Wo y Shade se encargarían de la instalación. Será un placer hacerlo.

-Por supuesto -dijo Kress-. Espero que me venderán cuatro castillos intactos.

-Naturalmente.

Empezaron a discutir el precio.

Tres días más tarde, Jala Wo se presentó en la mansión de Kress con un lote de reyes de la arena en estado de latencia y los operarios que se encargarían de la instalación. Los ayudantes de Wo eran un tipo de extranjeros con el que Kress no estaba familiarizado: bípedos regordetes de amplia cintura, cuatro brazos y ojos saltones y multifacetados. Su piel era gruesa, correosa, retorcida hasta formar cuernos, espinas y prominencias en raros lugares del cuerpo. Pero eran muy fuertes y excelentes trabajadores. Wo les dio órdenes en una lengua musical que Kress desconocía.

Acabaron el mismo día. Trasladaron el tanque de pirañas al centro de la espaciosa salita, dispusieron sofás a ambos lados para permitir una mejor visión, limpiaron el depósito y lo llenaron de arena y piedras en sus dos terceras partes. Luego instalaron un sistema especial de iluminación que daba la tenue luz roja preferida por los reyes de la arena y permitía la proyección de imágenes holográficas en el interior del tanque. En la parte superior montaron una sólida cubierta de plástico equipada con un dispositivo de alimentación.

-De esta forma -explicó Wo-, usted podrá alimentar a sus reyes de la arena sin sacar la cubierta del tanque, sin correr el riesgo que los seres móviles escapen.

La cubierta también incluía mecanismos para controlar el clima, para condensar la cantidad exacta de humedad del aire.

-El ambiente ha de ser seco, pero no demasiado -dijo Wo.

Finalmente, uno de los operarios de cuatro brazos entró al tanque y excavó profundos agujeros en las cuatro esquinas. Unos de sus compañeros le entregó los vientres aletargados, sacándolos uno por uno de sus embalajes criónicos.

No parecían gran cosa. Kress pensó que sólo podía compararlos a trozos de carne cruda moteada y medio podrida. Todos tenían una boca.

El operario los enterró, uno en cada rincón del tanque. A continuación, el equipo de instalación cerró el equipo y se despidió.

-El calor hará que los vientres se despierten -dijo Wo-. En menos de una semana los seres móviles habrán nacido y empezarán a salir a la superficie. Asegúrese de darles mucha comida. Necesitarán toda su fuerza hasta que se hallen bien establecidos. Supongo que usted tendrá los castillos erigidos en, aproximadamente, tres semanas.

-¿Y mi rostro? ¿Cuándo esculpirán mi rostro?

-Proyecte su holograma una vez que haya transcurrido un mes -le aconsejó Wo-. Y tenga paciencia. Si tiene dudas, llámenos, por favor. Wo y Shade están a su servicio.

Wo saludó con una inclinación de cabeza y se fue.

Kress volvió junto al tanque y encendió un cigarrillo de marihuana. Impaciente, tamborileó con sus dedos en el plástico y arrugó la frente.

El cuarto día Kress creyó vislumbrar movimiento bajo la arena. Sutiles agitaciones subterráneas.

El quinto día vio a su primer móvil, un blanco solitario.

El sexto día contó una docena de ellos, blancos, rojos y negros.

Los anaranjados se retrasaban. Kress introdujo una taza de restos de comida medio estropeada. Los móviles la percibieron al instante, se precipitaron hacia ella y comenzaron a arrastrar trozos hacia sus respectivas esquinas. Todos los grupos de color mostraron una elevada organización. No pelearon. Kress se desilusionó un poco, pero decidió darles tiempo.

Los anaranjados aparecieron al octavo día. Por entonces los demás reyes de la arena habían comenzado a transportar piedritas y erigir toscas fortificaciones. Siguieron sin pelear. De momento tenían la mitad del tamaño de los que había visto en Wo y Shade, pero Kress pensó que estaban creciendo con gran rapidez.

Los castillos adquirieron altura a mitad de la segunda semana. Organizados batallones de móviles tiraban de gruesos trozos de arenisca y granito hasta sus esquinas, donde otros móviles ponían la arena en su lugar ayudándose de mandíbulas y zarcillos. Kress había adquirido unos anteojos, por lo que pudo observar el trabajo de las criaturas en cualquier parte del tanque que se encontraran. Circundó una y otra vez las elevadas paredes de plástico, sin dejar de observar. Era fascinante.

Los castillos resultaban algo más simple de los que le habría gustado, pero Kress tuvo una idea. Al día siguiente introdujo obsidiana y fragmentos de vidrios de colores junto con la comida. Los materiales fueron incorporados a los muros del castillo en pocas horas.

El castillo negro fue el primero que estuvo terminado, seguido por las fortalezas blanca y roja. Los anaranjados fueron los últimos, como siempre. Kress hizo todas sus comidas en la salita, sentado en el sofá para poder observar. Esperaba que la primera guerra estallara de un momento a otro.

Fue decepcionándose. Pasaron los días, los castillos fueron aumentando en altura y tamaño y Kress raras veces abandonaba el tanque, a no ser para atender sus necesidades sanitarias y responder llamadas importantes relacionadas con su negocio. Pero los reyes de la arena no guerreaban. Estaba empezando a intranquilizarse.

Finalmente dejó de alimentarlos.

Dos días después que los restos de comida cesaron de caer desde su cielo, cuatro móviles negros rodearon a otro anaranjado y lo arrastraron hacia su vientre. Primero lo mutilaron, rompiendo sus mandíbulas, antenas y patas, y luego lo condujeron a través de la oscura puerta de su castillo en miniatura. La criatura no volvió a salir. Al cabo de una hora, más de cuarenta móviles anaranjados marcharon sobre la arena y atacaron el rincón de los negros. Fueron superados numéricamente por los negros, que se apresuraron a surgir de las profundidades. Al acabar la lucha, los atacantes habían sido masacrados. Los muertos y heridos fueron introducidos en el castillo para alimentar el vientre negro.

Kress, satisfecho, se felicitó por su ingenio.

Al día siguiente, cuando puso la comida en el tanque, estalló una batalla múltiple por la posesión del alimento. Los blancos fueron los grandes vencedores.

Después de eso, se sucedieron las batallas.

Casi un mes después del día en que Jala Wo había entregado los reyes de la arena, Kress conectó el proyector holográfico y su semblante se materializó en el tanque. La imagen fue girando, poco a poco, de modo que fuera visible por igual desde los cuatro castillos. Kress pensó que el parecido era excelente. La proyección tenía la sonrisa de picardía, amplia boca y abultados carrillos de Kress. Sus ojos azules centelleaban, su cabello cano estaba cuidadosamente arreglado, sus cejas eran finas y sofisticadas.

Los reyes de la arena emprendieron el trabajo muy pronto. Kress los alimentó en abundancia mientras su imagen fulguraba sobre las criaturas en el cielo. Las batallas cesaron de forma temporal. Toda la actividad se centró en la adoración.

El rostro de Kress apareció en los muros de los castillos.

Al principio todas las tallas le parecieron semejantes, pero conforme fue prosiguiendo el trabajo y Kress estudió las reproducciones, empezó a detectar diferencias sutiles en la técnica y en la ejecución. Los rojos eran los más creativos; usaban diminutos fragmentos de esquisto para el gris del cabello. El ídolo de los blancos le pareció joven y malévolo, en tanto que el rostro moldeado por los negros -aunque prácticamente idéntico, rasgo a rasgo- le sorprendió por la sabiduría y benevolencia que reflejaba. Los reyes de la arena anaranjados, como era su costumbre, fueron los últimos y los peores. La guerra no había ido bien para ellos y su castillo era un desastre en comparación con los demás. La imagen que tallaron fue tosca y caricaturesca y dieron la impresión que pretendían dejarla así. Cuando terminaron de elaborar la cara, Kress se enfadó bastante con ellos, pero en realidad no podía hacer nada.

En cuanto todos los reyes de la arena concluyeron sus rostros de Kress, éste desconectó el proyector y decidió que era el momento adecuado para dar una fiesta. Sus amigos iban a quedar impresionados. Incluso podría ofrecerles una batalla, pensó. Canturreando con felicidad, Kress inició la elaboración de una lista de invitados.

La fiesta constituyó un éxito tremendo.

Kress invitó a treinta personas: un puñado de buenos amigos que compartían sus diversiones, algunas antiguas amantes y una serie de rivales de negocios y sociales que no podían permitirse el lujo de las invitaciones de Kress. Sabía que algunos de ellos quedarían desconcertados, e incluso se ofenderían, al ver los reyes de la arena. Kress contaba con ello. Acostumbrada a considerar sus fiestas como un fracaso al menos que un invitado, como mínimo, se marchara de ellas más que enojado.

Un impulso le llevó a añadir el nombre de Jala Wo a la lista.

«Venga con Shade, si lo desea», añadió mientras dictaba la invitación de la vendedora.

La aceptación de Wo sólo le sorprendió un poco. «Shade, por desgracia, no podrá asistir. El no acude a actos sociales. Por lo que a mí respecta, espero con interés la oportunidad de comprobar que tal van sus reyes de la arena.»

Kress ordenó preparar una comida suntuosa. Y por fin, cuando la conversación languideció y la mayoría de los huéspedes mostraron el atontamiento de los cigarrillos de marihuana y el vino, Kress asombró a todo el mundo encargándose él mismo de recoger en una taza los restos de la comida.

-Venid, venid todos -ordenó-. Quiero presentaros a mis animalitos más recientes.

Con la taza en la mano, les condujo a la salita.

Los reyes de la arena satisficieron los deseos más caros de Kress. Los había dejado sin comer durante dos días como preparación, y las criaturas se encontraban de un talante pendenciero. Mientras los invitados rodeaban el tanque, mirando por los anteojos que Kress había ofrecido a propósito, los reyes de la arena disputaron una gloriosa batalla por la posesión del alimento. Kress contó cerca de setenta móviles muertos cuando acabó la lucha. Los rojos y blancos, que recientemente se habían aliado, se llevaron la mayor parte de la comida.

-Kress, eres repugnante -manifestó Cath m’Lane. Había vivido con Kress durante un breve período, dos años antes, hasta que su empalagoso sentimentalismo estuvo a punto de volverle loco-. Fui una tonta al volver aquí. Pensé que a lo mejor habías cambiado y deseabas disculparte. -Cath nunca le había perdonado que el shambler hubiera devorado un perrito excesivamente encantador del que ella se enorgullecía-. Jamás vuelvas a invitarme, Simon.

Cath se fue rápidamente, acompañada de su amante del momento, entre un coro de risas.

El resto de los invitados tenían infinidad de preguntas que formular.

-¿De dónde has sacado los reyes de la arena? -quisieron saber.

-De Wo y Shade, importadores -replicó, con un gesto cortés hacia Jala Wo, que había permanecido silenciosa y apartada durante la mayor parte de la tarde.

-¿Por qué decoran sus castillos con tus efigies?

-Porque soy la fuente de todas las cosas buenas. Ya deberías saberlo. -Esta réplica arrancó una serie de risitas.

-¿Pelearán de nuevo?

-Sí, claro, pero no esta noche. No os preocupéis. Habrá otras fiestas.

Jad Rakkis, xenólogo aficionado, se puso a hablar de otros insectos sociales y las batallas que disputaban.

-Estos reyes de la arena son divertidos, pero nada del otro mundo, a decir verdad. Deberías leer algo sobre las hormigas soldados terrestres, por ejemplo.

-Los reyes de la arena no son insectos -precisó Jala Wo, pero Jad estaba ensimismado y borracho y nadie prestó la más ligera atención a Wo. Kress sonrió a la mujer y se alzó de hombros.

Malada Blane sugirió que se apostara en la próxima ocasión que se reunieran para presenciar una batalla, y todo el mundo se mostró atraído por la idea. Se produjo una animada discusión sobre las reglas y las apuestas. El debate duró una hora. Finalmente, los invitados comenzaron a despedirse.

Jala Wo fue la última en marcharse.

-Bien -le dijo Kress cuando se quedaron a solas-, parece que mis reyes de la arena son un éxito.

-Se están portando bien -dijo Wo-. Ya son más grandes que los míos.

-Sí, con la única excepción de los anaranjados.

-Lo he notado -replicó Wo-. Parecen ser menos numerosos y su castillo es muy pobre.

-Bueno, alguien debe perder. Los anaranjados fueron los últimos en aparecer y establecerse. Han sufrido las consecuencias.

-Perdone la pregunta, pero ¿alimenta lo bastante a sus reyes de la arena?

-Están a dieta de vez en cuando -contestó Kress con tono de indiferencia-. Esto los hace más feroces.

-No hay necesidad de hacerles pasar hambre -contestó gravemente Wo-. Déjelos pelear cuando quieran, por sus propios motivos. Estas criaturas son así y usted presenciará conflictos que le resultarán deliciosamente sutiles y complejos. Una guerra permanente motivada por el hambre carece de arte y es degradante.

Kress devolvió sobradamente la mirada ceñuda de Wo.

-Está usted en mi casa, Wo, y aquí soy yo el que juzga lo que es degradante. Alimenté a los reyes de la arena tal como usted me aconsejó y no pelearon entre ellos.

-Debe tener paciencia.

-No. Al fin y al cabo, soy su amo y su dios. ¿Por qué debía aguardar sus impulsos? No guerreaban lo bastante a menudo para complacerme. He corregido la situación.

-Comprendo. Discutiré el problema con Shade.

-Este problema no les incumbe, ni a usted ni a él -contestó bruscamente Kress.

-En tal caso, debo darle las buenas noches -se resignó Wo. Pero mientras se ponía el abrigo para marcharse, la mujer clavó en él una mirada final y desaprobadora-. Vigile sus rostros, Simon Kress. Vigile sus rostros.

Y se marchó.

Confundido, Kress volvió junto al tanque y contempló los castillos. Las caras de Kress seguían allí, como siempre. Sólo que… Se apresuró a coger los anteojos y examinar las tallas. Estudió las caras con detenimiento. Incluso entonces, pese a toda la claridad de la visión, resultó difícil definirse. Pero tuvo la impresión que la expresión de los rostros había cambiado ligeramente, que su sonrisa tenía un cierto retorcimiento, de manera que parecía algo maliciosa. Mas se trataba de un cambio muy sutil… si es que podía hablarse de cambio. Finalmente, Kress atribuyó el hecho a su sugestibilidad y tomó la decisión de no volver a invitar a Jala Wo a una de sus reuniones.

En los meses siguientes Kress y una docena de sus amigos favoritos se reunieron semanalmente para lo que a él le gustaba denominar sus «juegos bélicos». Pasada ya su fascinación inicial por los reyes de la arena, Kress dedicaba menos tiempo al tanque y más a sus negocios y vida social, pero todavía disfrutaba recibiendo a unos cuantos amigos para presenciar algunas batallas. Siempre mantenía a los combatientes al borde del hambre. Eso tuvo efectos graves en los reyes de la arena anaranjados, que menguaron visiblemente hasta que Kress comenzó a preguntarse si el vientre de aquellas criaturas habría muerto. Pero el resto de los reyes de la arena medraba perfectamente.

A veces, cuando no podía dormir por la noche, Kress se llevaba una botella de vino a la salita, donde el resplandor rojizo del desierto en miniatura proporcionaba la única iluminación. Bebía y observaba durante horas enteras, solo. Normalmente se producía una lucha en algún lugar del tanque; en caso contrario, Kress la iniciaba con gran facilidad dejando caer en el tanque una pequeña porción de comida.

Los compañeros de Kress empezaron a hacer apuestas en las batallas semanales, tal como Malade Blane había sugerido. Kress ganó bastante apostando por los blancos, que se habían convertido en la colonia más poderosa y numerosa del tanque y que poseían el mayor castillo. Una semana abrió un poco la tapa y dejo caer la comida cerca del castillo blanco en lugar de hacerlo en el campo central de batalla, como era lo acostumbrado. De esta manera los demás tuvieron que atacar a los blancos en su fortaleza para conseguir algo de comida. Lo intentaron. Los blancos se mostraron brillantes en su defensa. Kress ganó cien unidades estándar de Jad Rakkis.

Rakkis, de hecho, perdía grandes cantidades semanales con los reyes de la arena. Pretendía tener un vasto conocimiento de las criaturas y sus hábitos, afirmando que los había estudiado después de la primera fiesta, pero no tenía suerte cuando llegaba el momento de apostar. Kress sospechaba que las afirmaciones de Jad eran simple fanfarronería. El mismo había tratado de estudiar un poco a los reyes de la arena, en un momento de ocio y curiosidad, recurriendo a la biblioteca para averiguar de cuál mundo eran originarios sus animalitos. Pero en la biblioteca no había referencia alguna a los reyes de la arena. Kress pensó en ponerse en contacto con Wo y pedirle información al respecto, pero tenía otras preocupaciones y el asunto acabó olvidado.

Por fin, después de un mes en que sus pérdidas totalizaron más de mil unidades estándar, Rakkis se presentó a los juegos bélicos. Traía bajo el brazo una pequeña caja de plástico. Dentro de ella había un animal parecido a una araña y cubierto de finos pelos dorados.

-Una araña de la arena -anunció Rakkis-. De Cathaday. La compré esta tarde en t’Etherane, el vendedor. Suelen arrancarles las bolsas de veneno, pero la de esta araña se halla intacta. ¿Estás dispuesto a jugar, Simon? Quiero recuperar mi dinero. Apostaré mil unidades estándar. La araña contra los reyes.

Kress estudió la araña en su prisión de plástico. Sus reyes de la arena habían crecido, eran el doble de grandes que los de Wo, tal como la mujer había predicho, pero seguían siendo enanos comparados con aquel animal. La araña poseía veneno, los reyes no. Con todo, los reyes eran muchísimos. Además, las interminables batallas habían llegado a aburrirle. La novedad del combate intrigó a Kress.

-Hecho -dijo Kress-. Jad, eres un imbécil. Los reyes de la arena no pararán hasta que ese animal asqueroso haya muerto.

-Tú eres el imbécil, Simon -replicó Rakkis, sonriendo a continuación-. La araña de la arena de Cathaday suele alimentarse de bichos que se ocultan en rincones y grietas y… bueno, ya lo verás. Se irá derecho a los castillos y devorará los vientres.

Kress se puso muy serio en medio de la risa general. No había contado con eso.

-Adelante -dijo con irritación, y fue a llenar su vaso.

La araña era demasiado grande para introducirla convenientemente por la cámara de alimentos. Otros dos invitados ayudaron a Rakkis a correr un poco la tapa del tanque y Malade Blane le pasó la caja. Rakkis soltó la araña, que cayó suavemente en una duna en miniatura frente al castillo rojo y permaneció confundida por un instante, moviendo la boca y retorciendo las patas de forma amenazadora.

-Venid aquí -apremió Rakkis.

Todos se congregaron en torno al tanque. Kress cogió los anteojos y miró a su través. Si iba a perder mil unidades estándar, al menos tendría una visión perfecta de la acción.

Los reyes habían visto al intruso. Cesó toda actividad en el castillo rojo. Los pequeños móviles escarlata se quedaron inmóviles, vigilantes.

La araña avanzó hacia la oscura promesa de la puerta. Por encima de la torre, el semblante de Simon Kress permaneció impasible.

Se produjo una actividad repentina. Los móviles rojos más cercanos formaron dos núcleos y se precipitaron por la arena hacia la araña. Más guerreros surgieron de las entrañas del castillo y se reunieron en una línea triple para guardar la entrada de la cámara subterránea donde moraba el vientre. Móviles rojos exploradores corrieron por las dunas para incorporarse a la lucha.

La batalla iba a empezar.

Los reyes atacantes se echaron en masa sobre la araña. Las mandíbulas se aferraron en patas y abdomen del intruso. Otros móviles corrieron hasta las doradas patas traseras de la araña, mordiéndolas y desgarrándolas. Uno de ellos encontró un ojo y tiró del órgano con sus diminutos zarcillos amarillos, hasta dejarlo colgando. Kress sonrió y señaló el lugar exacto.

Pero los móviles eran pequeños y carecían de veneno, y la araña no se detenía. Sus patas arrojaban reyes a un lado y a otro. Sus fauces rezumantes se toparon con otros rojos, a los que dejaron destrozados y rígidos. Ya había muerto una docena de móviles. La araña siguió avanzando con resolución hacia la triple línea de guardianes situada ante el castillo. Estos la rodearon y cubrieron, lanzados a una batalla desesperada. Un grupo de reyes de la arena había arrancado a mordiscos una de las patas de la araña. Los defensores saltaron desde las torres para caer sobre la masa de carne que se agitaba y retorcía.

Perdida debajo de los reyes, la araña entró tambaleándose en el oscuro agujero y desapareció.

Rakkis emitió un largo suspiro. Estaba pálido.

-Maravilloso -dijo alguien. Malada Blane soltó una risita gutural.

-Mirad -dijo Idi Noreddian, al tiempo que tiraba del brazo de Kress.

Habían estado tan concentrados en la batalla que ninguno de ellos advirtió la actividad desplegada en otras partes del tanque. Pero ahora que el castillo rojo había vuelto a la calma y la arena se hallaba vacía, a excepción de los móviles rojos muertos, observaron el detalle.

Tres ejércitos estaban formados ante el castillo rojo. Todos sus componentes permanecían inmóviles, en perfecta formación, línea tras línea de reyes de la arena anaranjados, blancos y negros… esperando a ver qué emergía de las profundidades.

Kress sonrió.

-Un cordón sanitaire -comentó-. Y por favor, Jad, echa un vistazo a los otros castillos.

Rakkis obedeció y no pudo menos que maldecir. Grupos de móviles estaban bloqueando las puertas con arena y piedras. Si la araña lograba sobrevivir a este encuentro, no encontraría fácil acceso a los otros castillos.

-Debí haber comprado cuatro arañas -dijo Rakkis-. De todas formas, he ganado. Mi araña está ahí abajo en estos momentos, comiéndose a tu maldito vientre.

Kress no contestó. Aguardó. Hubo movimientos en las sombras.

Móviles rojos empezaron a salir por la puerta repentinamente. Ocuparon sus posiciones en el castillo e iniciaron la reparación de los desperfectos causados por la araña. Los otros ejércitos se disolvieron y emprendieron el regreso a sus respectivas esquinas.

-Jad -dijo Kress-, creo que estás algo confundido respecto a quién se ha comido a quién.

La semana siguiente Rakkis trajo cuatro delgadas serpientes plateadas. Los reyes de la arena acabaron con ellas sin demasiados problemas. A continuación, Rakkis probó con un mirlo. El pájaro se comió más de treinta móviles blancos y sus sacudidas y tropezones destruyeron prácticamente el castillo de aquel color, pero en último término sus alas se fatigaron y los reyes lo atacaron en gran número en cualquier lugar donde se posaba.

Después de esta intentona hubo otra con insectos, escarabajos acorazados no muy distintos a los reyes. Pero estúpidos, muy estúpidos. Una fuerza aliada de anaranjados y negros rompió la formación de los insectos, los dividió y masacró.

Rakkis empezó a dar a Kress diversos pagarés.

Fue por entonces cuando Kress volvió a encontrarse con Cath m’Lane, una noche en que él se hallaba cenando en su restaurante favorito de Asgard. Kress se detuvo brevemente ante la mesa de la mujer y le habló de los juegos bélicos, invitándola a participar. Cath se ruborizó. Después recuperó el dominio de sí misma y se mostró glacial.

-Alguien tiene que detenerte, Simon. Supongo que tendré que ser yo -dijo.

Kress contestó con un gesto de indiferencia, disfrutó de una comida excelente y no pensó más en la amenaza de Cath.

Hasta una semana más tarde, cuando se presentó en su casa una mujer menuda y de aire resuelto que le enseñó su identificación policial.

-Hemos recibido quejas -expuso la mujer-. ¿Tiene un tanque lleno de insectos peligrosos, Kress?

-No son insectos -replicó él, furioso-. Venga, se lo demostraré.

Tras haber visto a los reyes de la arena, la mujer policía agitó su cabeza.

-Esto no es satisfactorio. Además ¿qué sabe usted de estas criaturas? ¿Sabe de dónde proceden? ¿Han sido autorizadas por el Departamento Ecológico? ¿Tiene licencia para poseerlas? Según un informe que tenemos, son carnívoras y peligrosas. También sabemos que son semiconscientes. En fin, ¿dónde consiguió estas criaturas?

-En Wo y Shade -replicó Kress.

-Jamás he oído hablar de ellos. Probablemente metieron esto de contrabando, sabiendo que nuestros ecólogos jamás darían su aprobación. No, Kress, esto no es satisfactorio. Voy a confiscar el tanque y me encargaré que lo destruyan. Y usted recibirá algunas multas.

Kress ofreció cien unidades estándar a cambio que la mujer se olvidara de él y sus reyes de la arena.

-Ahora deberé añadir intento de soborno a los cargos en su contra -fue la respuesta.

No mostró deseos de dejarse persuadir hasta que Kress elevó la oferta a dos mil unidades estándar.

-No va a ser fácil, compréndalo -dijo ella-. Hay que alterar impresos, hacer desaparecer papeles de los archivos… Y obtener una licencia falsificada de los ecólogos sería perder tiempo. Sin mencionar los problemas con la demandante. ¿Y si ella vuelve a llamar?

-Yo me encargaré de ella -dijo Kress-. Yo me encargaré de ella.

Estuvo pensando un rato. Aquella noche hizo algunas llamadas.

Primero, a t’Etherane, el vendedor de animales.

-Quiero comprar un perro -dijo-. Un cachorro.

La redondeada cara del comerciante le contempló con incredulidad.

-¿Un cachorro? Ese no es su estilo, Simon. ¿Por qué no viene a verme? Tengo mucho que ofrecerle.

-Deseo un tipo muy específico de cachorro -dijo Kress-. Apunte. Voy a describirle cómo debe ser.

Después llamó a Idi Noreddian.

-Idi, quiero que vengas aquí esta noche con tu equipo holográfico. Tengo la idea de grabar una batalla de los reyes de la arena. Un presente para uno de mis amigos.

La noche siguiente a la realización de la grabación, Kress permaneció levantado hasta muy tarde. Absorbió un controvertido nuevo drama en su sensorio, se preparó un modesto refrigerio, fumó un par de cigarrillos de marihuana y descorchó una botella de vino. Sintiéndose muy contento de sí mismo, entró en la salita con el vaso en la mano.

La luz estaba apagada. El resplandor rojizo del terrario hacía que las sombras parecieran inquietas y febriles. Kress se acercó a examinar su dominio, sintiendo curiosidad por saber cómo se las arreglarían los negros para reparar su castillo. El perrito lo había dejado en ruinas.

La restauración iba bien. Pero mientras Kress inspeccionaba el trabajo con sus anteojos, topó por casualidad con el rostro tallado en el muro del castillo de arena. La visión le sorprendió.

Se echó hacia atrás, parpadeó, tomó un saludable trago de vino y volvió a mirar.

La cara del muro seguía siendo la suya. Pero estaba equivocada, completamente retorcida. Sus mejillas estaban hinchadas como si se tratase de un cerdo. Su sonrisa era la propia de una deshonesta mirada de reojo. Su aspecto era imposiblemente malévolo.

Intranquilo, rodeó el tanque para inspeccionar los demás castillos. Las imágenes eran algo distintas, pero en último término no había grandes diferencias.

Los anaranjados no se habían detenido demasiado en detalles, pero el resultado seguía pareciendo monstruoso, grosero. Una boca brutal y unos ojos estúpidos.

Los rojos le habían dado una especie de sonrisa satánica y crispada. Las comisuras de sus labios adoptaban formas extrañas y desagradables.

Los blancos, sus favoritos, habían tallado un dios cruel e idiota.

Kress, colérico, arrojó el vino al suelo.

-Vosotros lo habéis querido -dijo entre dientes-. Ahora estaréis una semana sin comer, asquerosos… -Su voz se convirtió en un chillido-. Os arrepentiréis.

Tuvo una idea. Salió corriendo de la habitación y regresó un momento después con una antigua espada de acero en sus manos.

El arma medía un metro de largo y la punta conservaba su filo.

Kress sonrió, se subió en el sofá y abrió la tapa del tanque, lo justo para poder meter la mano, dejando al descubierto un rincón del desierto. Se inclinó y hundió la espada en el castillo blanco que estaba bajo él. La movió de un lado al otro, destrozando torres, baluartes y muros. La arena y la piedra se vinieron abajo, enterrando a los confundidos móviles. Un ligero golpe de su muñeca eliminó los rasgos de la insolente e insultante caricatura en que los reyes de la arena habían convertido su rostro. A continuación mantuvo en equilibrio la punta de la espada sobre el agujero oscuro que llevaba a la cámara del vientre. Clavó el arma con toda su fuerza, encontrando cierta resistencia. Escuchó un sonido tenue como de chapoteo. Todos los móviles se estremecieron y desplomaron. Satisfecho, sacó la espada.

Observó por un instante, preguntándose si habría matado al vientre. La punta de la espada estaba húmeda, viscosa. Pero finalmente los reyes blancos empezaron a moverse de nuevo. Débil, lentamente, pero se movían.

Iba a poner la tapa en su lugar y acercarse a otro castillo cuando sintió que algo se arrastraba por su mano.

Gritó, soltó la espada, y de un manotazo apartó de su carne al rey de la arena. La criatura cayó en la alfombra y Kress la aplastó con el tacón, machacándola mucho tiempo después de estar muerta. Había crujido al pisarla. Después de eso, sus manos temblorosas cerraron el tanque. Se apresuró a ducharse y examinarse con todo cuidado. Metió su ropa en agua hirviente.

Más tarde, tras beber varios vasos de vino, volvió a la salita. Se sentía algo avergonzado por el modo en que el rey de la arena lo había aterrorizado. Pero no estaba dispuesto a abrir el tanque de nuevo. A partir de aquel momento, la tapa permanecería cerrada de forma permanente. Y sin embargo, debía castigar a los demás.

Decidió lubricar sus procesos mentales con otro vaso de vino. Mientras lo apuraba, tuvo una inspiración. Se acercó al tanque y efectuó algunos ajustes en los controles de humedad.

Cuando se quedó dormido en el sofá, el vaso de vino todavía en la mano, los castillos de arena estaban fundiéndose bajo la lluvia.

Violentos golpes en la puerta despertaron a Kress.

Se levantó, mareado y sintiendo palpitaciones en la cabeza. Las borracheras de vino siempre eran las peores, pensó. Se aproximó dando tumbos a la entrada de la casa. Cath m’Lane se encontraba al otro lado.

-¡Monstruo! -gritó la mujer. Su rostro estaba hinchado y surcado por las lágrimas-. He llorado toda la noche, eres abominable. Pero esto se ha acabado, Simon, esto se ha acabado.

-Tranquila -dijo Kress, agarrándose la cabeza-. Tengo resaca.

Cath le maldijo, le dio un empujón y entró en la casa. El shambler apareció en un rincón para comprobar a qué se debía el ruido. La mujer lo abofeteó y penetró en la salita, con Kress siguiéndola inútilmente.

-Espera -dijo-. ¿Dónde…? No puedes… -Se detuvo, repentinamente paralizado por el terror. Cath llevaba un pesado martillo en la mano izquierda-. No.

Cath avanzó resueltamente hacia el tanque de los reyes de la arena.

-¿Te gustan mucho estos encantadores pequeños, eh, Simon? En este caso, vive con ellos.

-¡Cath! -chilló.

Asiendo el martillo con ambas manos, la mujer golpeó con todas sus fuerzas el lateral del tanque. El sonido del impacto provocó punzadas de dolor en la cabeza de Kress, que lanzó un débil gemido de desesperación. Pero el plástico resistió.

Cath golpeó de nuevo. En esta ocasión se produjo un crujido y una red de finas líneas apareció en la pared del recipiente.

Kress se lanzó hacia ella cuando levantaba el martillo para dar un tercer golpe. Ambos cayeron juntos y rodaron por el suelo. Cath perdió el martillo y trató de agarrar por el cuello a Kress, pero éste se liberó y mordió a la mujer, haciéndola sangrar. Los dos se pusieron de pie de modo vacilante, respirando con dificultad.

-Deberías verte ahora, Simon -dijo sombríamente Cath-. Con la sangre goteando de tu boca pareces uno de tus animalitos. ¿Te gusta el sabor…?

-Lárgate. -Kress vio la espada, todavía en el mismo lugar donde había caído la noche pasada, y la tomó-. Vete -repitió, agitando el arma para dar fuerza a sus palabras-. No te acerques otra vez a ese tanque.

Cath se rió de él.

-No te atreverías -le dijo.

Se inclinó sobre el martillo. Kress gritó y se abalanzó hacia ella. Antes que se diera cuenta, la hoja de acero había penetrado limpiamente en el abdomen de la mujer. Cath m’Lane le miró inquisitivamente y luego contempló la espada. Kress retrocedió.

-No pretendía… -gimoteó-. Yo sólo quería…

Cath se quedó inmóvil. Sangraba, agonizaba, pero no cayó al suelo.

-Eres un monstruo -logró decir, pese a que su boca estaba llena de sangre.

De un modo increíble, se volvió y golpeó el tanque con sus últimas fuerzas. La torturada pared se astilló y Cath m’Lane fue enterrada por una avalancha de plástico, arena y barro.

Kress emitió pequeños gritos de histeria y gateó hasta el sofá.

Los reyes de la arena estaban emergiendo de la tierra amontonada en el suelo de la salita. Se arrastraban sobre el cadáver de Cath. Algunos se aventuraron con precaución a pisar la alfombra. Otros muchos los imitaron.

Observó que se formaba una columna, un cuadrado viviente contorsionante de reyes de la arena que llevaban algo… algo viscoso y deforme, un trozo de carne cruda tan grande como la cabeza de un hombre. Empezaron a llevarse el vientre lejos del tanque. La masa de carne palpitaba.

Fue entonces cuando Kress no pudo más y se echó a correr.

En lugar de lograr hacer acopio de valor para regresar a su hogar, Kress corrió hacia su helicóptero y voló hasta la ciudad más próxima, a cincuenta kilómetros de distancia, casi enfermo de miedo. Una vez lejos y a salvo, encontró un pequeño restaurante, bebió varias tazas de café, tomó dos pastillas contra la resaca, desayunó en abundancia y, poco a poco, fue recuperando su compostura.

Había sido una mañana terrible, pero seguir recordándola no iba a resolver nada. Pidió más café y consideró su situación con frío raciocinio.

Cath m’Lane había muerto y él era el culpable. ¿Podía dar parte del hecho y argumentar que se había tratado de un accidente? Más bien no. Al fin y al cabo, él era el asesino y ya había dicho a aquella mujer policía que se iba a encargar de ella. Tendría que desembarazarse de las pruebas y confiar en que Cath no hubiera contado a nadie lo que planeaba hacer aquel día. Era poco probable que hubiera hecho tal cosa. Ella no habría recibido el regalo hasta última hora del día anterior y había dicho «he llorado toda la noche». Y estaba sola cuando se presentó. Perfecto, Kress tenía un cadáver y un helicóptero de los que disponer.

Quedaban los reyes de la arena. Podrían representar más de un problema. Sin duda ya se habrían escapado todos. El pensamiento de aquellas criaturas ocupando su casa, su cama y sus ropas, infestando su comida… le hizo sentir un hormigueo en la piel. Se estremeció y superó su repulsión. En realidad no debería ser demasiado difícil matarlas, se recordó. No debía ocuparse de todos los móviles. Simplemente los cuatro vientres, eso era todo. Podía hacerlo. Eran grandes, ya lo había visto. Los encontraría y los mataría. El era su dios. Ahora sería su destructor.

Fue de compras antes de regresar a su hogar. Adquirió un traje de plástico que lo cubriría de pies a cabeza, varias bolsas de pastillas de veneno para ratas y un atomizador de un insecticida ilegalmente potente. También compró un accesorio para remolcar vehículos.

Cuando aterrizó en su casa aquella misma tarde, inició su tarea de modo metódico. En primer lugar enganchó el helicóptero de Cath al suyo utilizando el accesorio que había comprado. Registrando el aparato de la mujer muerta tuvo su primer golpe de suerte. En el asiento delantero se hallaba la hoja de cristal con la grabación holográfica que había efectuado Idi Noreddian de la lucha de los reyes de la arena. A Kress le había preocupado este detalle.

Cuando los helicópteros estuvieron dispuestos, Kress se puso el traje de plástico y entró en la mansión para recoger el cadáver de Cath.

No lo encontró.

Husmeó con todo cuidado en la arena, que se secaba rápidamente, y no le quedó duda alguna: el cuerpo había desaparecido.

¿Acaso Cath se habría alejado de allí arrastrándose? Muy improbable, pero Kress igual investigó. Una investigación superficial de su casa no le permitió descubrir el cadáver o algún rastro de los reyes de la arena. No tenía tiempo para realizar una investigación más completa, no con el delatador helicóptero frente a la entrada. Decidió continuar las pesquisas después.

A setenta kilómetros al norte de la mansión de Kress se extendía una cadena de volcanes activos. Voló hacia allí, remolcando el helicóptero de Cath. Sobre el cono incandescente del mayor de los volcanes desconectó el accesorio de remolque y vio como el helicóptero de Cath caía verticalmente y se desvanecía en la lava.

Estaba anocheciendo cuando regresó a su casa. Esto le permitía tomarse un descanso. Rápidamente meditó si le convenía o no volar otra vez a la ciudad y pasar la noche allí. Desechó la idea. Tenía trabajo pendiente. Todavía no se hallaba a salvo.

Diseminó las pastillas venenosas alrededor de su casa. Nadie recelaría de tal acción. Siempre había tenido problemas con los animales de las rocas. Una vez terminada esta tarea, Kress preparó el atomizador de insecticida y se aventuró a entrar en la mansión.

Recorrió toda la casa, habitación por habitación, encendiendo la luz por todas partes donde pasaba hasta que se vio rodeado por un resplandor de iluminación artificial. Hizo una pausa para limpiar la salita, utilizando la pala para volver a poner en el tanque la arena y los fragmentos de plástico. Los reyes de la arena se habían escapado todos, tal como había temido. Los castillos estaban contraídos y deformados, convertidos en escoria por el bombardeo acuoso que Kress les había infringido, y lo poco que quedaba de ellos se desmoronaba al irse secando.

Kress frunció el entrecejo y siguió su inspección, con el atomizador de insecticida sujeto a su espalda.

Abajo, en la bodega, vio el cadáver de Cath m’Lane.

Estaba tendida al pie de un tramo de escaleras con las piernas torcidas, como si hubiera caído. Móviles blancos pululaban a su alrededor y, mientras Kress los contemplaba, el cuerpo se movió de un tirón en el suelo extremadamente sucio.

Kress rió y puso la iluminación al máximo. En el rincón más alejado, entre dos estantes de botellas de vino, se veía un castillo achatado, formado en parte por barro, y un oscuro agujero. Kress vislumbró un tosco rasgo de su rostro en el muro de la bodega.

El cadáver cambió de posición por segunda vez, moviéndose algunos centímetros hacia el castillo. Kress tuvo una repentina visión del vientre blanco esperando ansiosamente. El vientre podría meterse un pie de Cath en la boca, pero nada más. Demasiado absurdo. Se rió de nuevo y comenzó a bajar a la bodega, con un dedo fijo en el disparador de la manguera que serpenteaba a lo largo de su brazo derecho. Los reyes, cientos de ellos moviéndose al unísono, abandonaron el cadáver y adoptaron la formación de batalla, una muralla blanca entre Kress y el vientre de los móviles.

De repente, Kress tuvo otra inspiración. Sonrió y bajó la mano con la que pensaba disparar.

-Cath siempre fue difícil de tragar -dijo, complacido por su ingenio-. Es especial para alguien de vuestro tamaño. Bien, permitidme que os ayude. ¿Para qué están los dioses, sino?

Se retiró a la planta, regresando poco después con un hacha. Los reyes, pacientes, esperaron y observaron a Kress mientras desmenuzaba a Cath m’Lane en trozos pequeños y fácilmente digeribles.

Kress durmió aquella noche con el traje de plástico encima y el insecticida a mano, pero no tuvo problemas. Los blancos, saciados, permanecieron en la bodega y Kress no vio rastro alguno de los demás.

Por la mañana concluyó la limpieza de la salita. Cuando terminó, no quedó más traza de la pelea que el tanque destrozado.

Comió un poco y reemprendió su caza de los reyes que faltaban. A plena luz del día no tuvo dificultades. Los negros se habían establecido en su jardín rocoso y construido un castillo repleto de obsidiana y cuarzo. Los rojos estaban en el fondo de la piscina, largo tiempo en desuso, que se había ido llenando de arena con el paso de los años. Vio móviles de ambos colores recorriendo sus tierras, muchos de ellos cargados con pastillas de veneno que llevaban a sus vientres. Kress estuvo a punto de ponerse a reír. Decidió que su insecticida era innecesario. ¿Para qué arriesgarse a una pelea, si le bastaba que el veneno surtiera su efecto? Los dos vientres habrían muerto por la tarde.

Sólo quedaba encontrar a los reyes anaranjados. Kress circundó la mansión varias veces, describiendo una espiral cada vez más amplia, mas no encontró un solo vestigio de ellos. Al comenzar a sudar bajo su traje de plástico -era un día caluroso y seco-, pensó que el asunto no era tan importante. Si los anaranjados se encontraban allí, probablemente su vientre estaría comiendo las pastillas venenosas, igual que los otros.

Al volver a la casa aplastó varios reyes con cierta satisfacción. Una vez en el interior, se quitó el traje de plástico, descansó para tomar una deliciosa comida y finalmente se tranquilizó. Todo estaba bajo control. Dos de los vientres pronto habrían muerto, el tercero se hallaba bien localizado, en un lugar donde podría disponer de la criatura en cuanto ésta hubiera prestado sus servicios, y no dudaba que descubriría al cuarto. En cuanto a Cath, todo rastro de su visita había sido eliminado.

Su ensueño fue interrumpido cuando la pantalla de comunicación empezó a brillar de forma intermitente ante sus ojos. Era Jad Rakkis, que llamaba para alardear de dos gusanos caníbales que pensaba exhibir por la noche en los juegos bélicos.

Kress había olvidado la cita, pero se recuperó rápidamente.

-Oh, Jad, perdóname. Olvidé explicártelo. Estaba empezando a cansarme de todo eso y me deshice de los reyes de la arena. Esos asquerosos bichitos… Lo siento, pero no habrá fiesta esta noche.

-¿Y qué voy a hacer con mis gusanos? -Rakkis estaba indignado.

-Ponlos en una cesta de fruta y envíalos a una persona de tu estimación -dijo Kress, y cortó la comunicación.

Se apresuró a llamar a los otros. No podía arriesgarse a que le visitaran ahora, con los reyes vivos e infestando la mansión.

Mientras llamaba a Idi Noreddian, Kress se dio cuenta de un descuido fastidioso. La pantalla empezó a despejarse, indicando que alguien había respondido al otro lado. Kress cortó.

Idi llegó puntual, una hora más tarde. A la mujer le sorprendió que la fiesta hubiera sido anulada, pero se alegró mucho de poder pasar la tarde a solas con Kress. Éste la deleitó con su historia de la reacción de Cath ante la grabación holográfica que ambos habían realizado. Mientras lo explicaba, Kress se las arregló para averiguar que Cath no había mencionado la jugarreta a nadie. Satisfecho, volvió a llenar de vino los vasos. Pero sólo quedaban unas gotas en la botella.

-Tendré que ir por otra -dijo Kress-. Acompáñame a la bodega y ayúdame a elegir una buena cosecha. Siempre has tenido mejor paladar que yo.

Idi obedeció entusiasmada, pero se detuvo ante las escaleras cuando Kress abrió la puerta y le hizo un gesto para que pasara.

-¿Dónde están las luces? -preguntó ella-. Y ese olor… ¿Qué olor tan raro es éste, Simon?

Al recibir el empujón de Kress, Idi se quedó desconcertada.

Gritó al caer por las escaleras. Kress cerró la puerta y empezó a sellarla con las tablas y martillo neumático que había dejado allí para dicho fin. Cuando terminaba, oyó los gemidos de Idi.

-¡Estoy herida! -gritó Idi. Simon, ¿qué significa esto?

Prorrumpió en repentinos chillidos, que se convirtieron en alaridos poco después.

Los gritos no cesaron durante varias horas. Kress fue a su sensorio y sintonizó una atrevida comedia para borrar aquel sonido de su mente.

Cuando estuvo seguro que Idi había muerto, Kress voló con el helicóptero de su amiga hacia el norte, rumbo a los volcanes, y se deshizo del aparato. El accesorio de remolque estaba mostrando ser una excelente inversión.

Extraños ruidos, rascaduras, surgían del otro lado de la puerta de la bodega al día siguiente, cuando Kress se disponía a inspeccionar. Escuchó durante unos instantes angustiosos, preguntándose si Idi habría logrado sobrevivir. ¿Estaría ella escarbando para tratar de salir? Esto le pareció improbable. Tenía que tratarse de los reyes. A Kress no le gustaron las implicaciones del hecho. Decidió mantener la puerta cerrada, al menos durante un tiempo. Salió al exterior de la casa con una pala, dispuesto a enterrar los vientres en sus mismos castillos.

Las fortalezas estaban mucho más pobladas.

El vidrio volcánico del castillo negro lanzaba destellos y los reyes de la arena ocupaban por completo la fortaleza, reparándola y mejorándola. La torre más elevada llegaba hasta la cintura de Kress y en ella se encontraba una espantosa caricatura de su rostro. Conforme iba acercándose, los negros abandonaron su trabajo y formaron dos amenazadoras falanges. Kress miró a sus espaldas y vio a otros móviles que cerraban su retirada. Asustado, soltó la pala y echó a correr para salir de la trampa, aplastando a varios móviles con sus botas.

El castillo rojo trepaba por las paredes de la piscina. El vientre se hallaba a salvo en un hoyo, rodeado de arena, hormigón y almenas. Los rojos se arrastraban por todo el fondo de la piscina. Kress observó que estaban metiendo una rata y una lagartija enorme en el castillo. Horrorizado, se apartó del borde de la piscina y notó que algo crujía. Al bajar los ojos vio a tres móviles que trepaban por su pierna. Se los quitó de encima de un manotazo y los aplastó, pero otros se acercaron con rapidez. Eran más grandes de lo que recordaba. Algunos casi del tamaño de su pulgar.

Kress se alejó corriendo.

Cuando se puso a salvo en la casa, su corazón latía con violencia y su respiración era jadeante. Cerró la puerta en cuanto entró y se apresuró a echar la llave. Se suponía que su mansión se hallaba a prueba de plagas. Se encontraría a salvo en ella.

Una bebida fuerte calmó sus nervios. Así que el veneno no les hace nada, pensó. Debía haberlo supuesto. Jala Wo le había advertido que el vientre comía de todo. Tendría que usar el insecticida. Bebió un poco más, se puso el traje de plástico y fijó el recipiente de insecticida a su espalda. Abrió la puerta.

En el exterior, los reyes de la arena estaban aguardando.

Dos ejércitos hicieron frente a Kress, aliados contra la amenaza común. Más reyes de los que podía haberse imaginado. Los malditos vientres debían estar procreando como ratas. Los móviles se encontraban en todos lados, formaban un mar reptante.

Kress levantó la manguera y accionó el disparador. Una niebla gris cubrió la formación más próxima de los reyes. Movió la mano de un lado a otro.

Donde caía la niebla, los móviles se retorcían violentamente y morían tras repentinos espasmos. Kress sonrió. No eran rivales para él. Los roció describiendo un arco ante él y avanzó confiadamente sobre un revoltijo de cuerpos blancos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress prosiguió su avance, resuelto a romper la defensa y llegar hasta los vientres.

La retirada de los reyes cesó de repente. Mil móviles se lanzaron hacia Kress.

Pero Kress ya esperaba el contraataque. Mantuvo su posición, extendiendo ante él la espada de niebla en amplios arcos. Los móviles se abalanzaban hacia Kress y morían. Algunos alcanzaron su objetivo, ya que Kress no podía rociar todos los lugares a la vez. Notó que trepaban por sus piernas, sintió las mandíbulas mordiendo inútilmente el plástico reforzado de su traje. Hizo caso omiso al ataque y continuó lanzando insecticida.

Entonces empezó a sentir débiles impactos en la cabeza y espalda.

Kress se estremeció, dio la vuelta y alzó la mirada. La parte delantera de su mansión estaba pululante de reyes de la arena. Negros y rojos, a centenares, se lanzaban contra Kress, caían sobre él como lluvia. Uno de ellos aterrizó en su máscara facial, las mandíbulas arañando sus ojos un terrible instante antes que lograra quitárselo de encima.

Kress levantó más la manguera y roció el aire y la casa hasta que todos los reyes aéreos estuvieron muertos o agonizantes. La niebla descendió sobre él y le hizo toser. Pero continuó lanzándola. No volvió a fijar su atención en el suelo hasta que toda la parte delantera de la casa estuvo limpia.

Los móviles le rodeaban, estaban encima de él. Algunos se arrastraban por su cuerpo, centenares más se apresuraban a imitarlos. La manguera dejó de funcionar. Kress escuchó un agudo siseo y la neblina letal formó una gran nube a la altura de su cuello, cubriéndole, ahogándole, haciendo que sus ojos ardieran y se empañaran. Tanteó a medias la manguera y su mano se apartó cubierta de móviles agonizantes. La manguera estaba cortada, la habían perforado a mordiscos. Kress estaba rodeado por un velo de niebla, cegado. Se tambaleó, gritó y se puso a correr hacia la casa, quitándose móviles del cuerpo al mismo tiempo.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se derrumbó en la alfombra, girando de un lado al otro hasta asegurarse que había aplastado a todos los reyes. El atomizador ya estaba vacío por entonces y siseaba débilmente. Kress se quitó el traje de plástico y se duchó. El agua caliente le escaldó y su piel quedó enrojecida y dolorida, pero sirvió para que la carne dejara de hormiguear.

Se puso la ropa más gruesa que tenía, unos pantalones y una chaqueta de cuero, después de sacudir las prendas nerviosamente.

-Malditos, malditos -murmuró una y otra vez.

Tenía la garganta seca. Tras examinar el recibidor de forma concienzuda para asegurarse que estaba limpio de móviles, se sentó y tomó un trago de licor.

-Malditos -repitió.

Le temblaban las manos al servirse y vertió líquido en la alfombra.

El alcohol le apaciguó, pero no acabó con su miedo. Llenó un segundo vaso y se acercó furtivamente a la ventana. Los reyes de la arena se movían sobre la gruesa hoja de plástico. Kress se estremeció y retrocedió hasta el tablero de su videoteléfono. Tenía que pedir ayuda, pensó enloquecido. Llamaría a las autoridades, los policías vendrían con lanzallamas y…

Kress se detuvo cuando ya había comenzado a llamar y gimió. No podía llamar a la policía. Debería informarles de los blancos que tenía en la bodega y encontrarían los cadáveres. Quizá el vientre hubiera dado cuenta de Cath por entonces, pero no de Idi Noreddian. Kress ni siquiera había desmenuzado el cadáver. Además quedarían los huesos. No, a la policía sólo la llamaría como último recurso.

Se sentó ante el tablero de comunicaciones, con el semblante muy grave. El videoteléfono ocupaba toda la pared. Kress podía contactar desde aquí con cualquier persona de Baldur. Tenía dinero en abundancia y contaba con su astucia. Siempre había estado orgulloso de su astucia. Resolvería el problema de alguna forma. Pensó por un momento en llamar a Wo, pero pronto abandonó la idea. Wo sabía demasiado, haría preguntas y él no confiaba en aquella mujer. No, necesitaba de alguien que hiciera lo que él quisiera sin reparos.

Su enojo fue convirtiéndose lentamente en una sonrisa. Kress tenía contactos. Llamó a un número que no había utilizado durante largo tiempo.

El rostro de una mujer cobró forma en la pantalla: cabello canoso, expresión vacía y nariz larga y en forma de gancho. Su voz fue enérgica y eficiente.

-Simon -dijo-. ¿Cómo van los negocios?

-Perfectamente, Lissandra -contestó Kress-. Tengo un trabajo para ti.

-¿Un traslado? Mi precio ha subido desde la última vez, Simon. Han pasado diez años, después de todo.

-Serás bien pagada -dijo Kress-. Ya sabes que soy generoso. Te necesito para controlar una plaga.

Lissandra sonrió ligeramente.

-No hace falta que uses eufemismos, Simon. La llamada no está controlada.

-No, hablo en serio. Tengo un problema con ciertos insectos. Son peligrosos. Encárgate de ellos. Sin preguntas. ¿Comprendido?

-Comprendido.

-Perfecto. Necesitarás… tres o cuatro ayudantes. Venid con ropa resistente al calor y lanzallamas, o láseres, algo así. Venid a mi casa, ya veréis el problema. Bichos, montones y montones de bichos. En mi jardín y en la vieja piscina encontraréis castillos. Destruidlos, matad todo lo que haya en ellos. Luego llamad a la puerta y os explicaré el resto del trabajo. ¿Puedes venir en seguida?

-Saldremos antes de una hora. -El rostro de Lissandra permaneció impasible.

Lissandra cumplió con su palabra. Se presentó en un modesto helicóptero negro acompañada de tres ayudantes. Kress les observó desde la seguridad que le proporcionaba la ventana del segundo piso. Los cuatro eran irreconocibles con sus trajes protectores. Dos de los ayudantes llevaban lanzallamas portátiles y el tercero, un cañón láser y explosivos. Lissandra iba con las manos vacías; Kress la reconoció porque daba órdenes.

El helicóptero pasó primero a baja altura, examinando la situación. Los reyes de la arena enloquecieron. Móviles escarlata y ébano corrieron por todas partes, frenéticos. Kress podía ver el castillo del jardín desde su ventajosa posición. La fortaleza tenía la altura de un hombre. Los muros estaban repletos de defensores negros y un flujo constante de móviles se adentraba en sus profundidades.

El helicóptero de Lissandra aterrizó cerca del de Kress y los ayudantes descendieron y prepararon sus armas. Tenían un aspecto inhumano, horrible.

El ejército negro formó entre los ayudantes y el castillo. Los rojos… Kress notó de repente que no veía a los rojos. Parpadeó. ¿A dónde habían ido?

Lissandra hizo varios gestos y gritó. Los dos lanzallamas fueron extendidos y abrieron fuego sobre los reyes negros. Las armas emitieron un ruido sordo y empezaron a rugir. Largas lenguas de fuego azulado y escarlata brotaron de los lanzallamas. Los móviles negros se contrajeron, consumieron y murieron. Los ayudantes desplazaron las llamas a uno y otro lado produciendo un eficiente fuego cruzado. Fueron avanzando con pasos cuidadosos.

Con el ejército negro abrasado y desintegrado, los móviles huyeron en infinidad de direcciones, unos volviendo hacia el castillo, otros lanzándose contra el enemigo. Ni uno solo alcanzó a los ayudantes que manejaban los lanzallamas. Los hombres de Lissandra demostraban ser grandes profesionales.

Fue entonces cuando uno de ellos tropezó.

O dio la impresión que tropezaba. Kress siguió mirando y vio que el suelo había cedido bajo los pies del individuo. Túneles, pensó, estremeciéndose de miedo. Túneles, pozos, trampas. El hombre del lanzallamas quedó hundido en la arena hasta la cintura y, de repente, la tierra que le rodeaba pareció hacer erupción y se encontró cubierto de reyes escarlatas. Soltó el lanzallamas y comenzó a rascarse el cuerpo. Sus chillidos fueron horribles.

El compañero del atacado vaciló. Después dio media vuelta y disparó. Una llamarada engulló al hombre y los reyes de la arena. Los gritos cesaron bruscamente. Satisfecho, el segundo ayudante se volvió hacia el castillo, dio otro paso al frente, reculó cuando su pie se hundió en la tierra y desapareció hasta el tobillo. Trató de sacarlo y retroceder, y en ese momento cedió el suelo que pisaba. Perdió el equilibrio, se tambaleó y cayó. Los móviles surgieron en masa, frenéticos, y cubrieron al individuo mientras éste se retorcía. El lanzallamas carecía de utilidad.

Kress golpeó violentamente la ventana para hacerse notar.

-¡El castillo! ¡Acabad con el castillo! -gritó.

Lissandra, que se había quedado atrás junto al helicóptero, oyó a Kress e hizo un gesto. El tercer ayudante apuntó con el láser y disparó. El rayo vibró sobre la tierra y cortó la parte alta del castillo.

El hombre bajó el cañón rápidamente, tajando los parapetos de arena y piedra. Las torres se desplomaron. La imagen de Kress se desintegró. El láser quemó el suelo del castillo y sus alrededores. La fortaleza se desmoronó. Sólo quedó un montón de arena. Pero los móviles negros continuaron moviéndose. El vientre se hallaba enterrado a gran profundidad. Los rayos no lo habían alcanzado.

Lissandra dio otra orden. El ayudante dejó el láser, preparó un explosivo y salió disparado. Saltó sobre el cuerpo humeante del primero de sus compañeros que había muerto, cayó en tierra firme dentro del jardín de Kress y lanzó la bomba. El explosivo fue a caer justo encima de las ruinas del castillo negro. El resplandor del calor blanco quemó los ojos de Kress y se produjo una enorme salpicadura de arena, rocas y móviles. El polvo oscureció todo durante un instante. Siguió la lluvia de móviles y sus restos.

Kress observó que los móviles negros yacían muertos e inmóviles.

-¡La piscina! -gritó por la ventana-. ¡Destruid el castillo de la piscina!

Lissandra le comprendió rápidamente. El suelo estaba repleto de negros inmóviles, pero los rojos retrocedían apresuradamente y se reagrupaban. El ayudante pareció dudar, hasta que se agachó y cogió otro explosivo. Avanzó un paso, pero Lissandra le llamó y el hombre corrió hacia ella.

Todo fue muy sencillo a partir de aquel momento. El ayudante subió al helicóptero y Lissandra emprendió el vuelo. Kress se precipitó hacia la ventana de otra habitación para no perderse detalle. El aparato descendió justo sobre la piscina y el ayudante lanzó sus bombas al castillo rojo desde la seguridad que le daba el vehículo. Después de la cuarta pasada, el castillo quedó irreconocible y los reyes rojos dejaron de moverse.

Lissandra fue cuidadosa. Hizo que su ayudante bombardeara ambos castillos varias veces más. A continuación, el individuo utilizó el láser para barrer metódicamente la zona de las ruinas, asegurándose así que ni un solo ser viviente pudiese permanecer intacto bajo aquellos pequeños pedazos de tierra.

Finalmente llamaron a la puerta de Kress, que sonrió maniáticamente cuando les dejó pasar.

-Delicioso -dijo-. Delicioso.

Lissandra se quitó la mascarilla.

-Esto va a costarte caro, Simon. Dos ayudantes muertos, sin hablar del peligro que he corrido.

-Naturalmente -interrumpió Kress-. Te pagaré bien, Lissandra. Todo lo que pidas, pero en cuanto terminéis el trabajo.

-¿Qué queda por hacer?

-Tenéis que limpiar mi bodega. Hay otro castillo ahí abajo. Y tendréis que hacerlo sin explosivos. No quiero que mi casa se venga abajo.

Lissandra hizo un gesto a su ayudante.

-Ve afuera y coge el lanzallamas de Rajk. Tiene que estar intacto.

El hombre volvió armado, preparado, silencioso. Kress les condujo a la bodega.

La pesada puerta seguía cerrada con clavos, tal como Kress la había dejado. Pero sobresalía ligeramente hacia afuera, como si una enorme presión la combara. Kress se intranquilizó por ello tanto como por el silencio que reinaba. Se colocó bien alejado de la puerta mientras el ayudante de Lissandra arrancaba los clavos y tablas.

-¿Será eso seguro ahí dentro? -se encontró murmurando Kress, al tiempo que señalaba el lanzallamas-. Tampoco quiero que haya un incendio, comprendedlo.

-Tengo el láser -dijo Lissandra-. Lo usaremos para la matanza. Probablemente no nos hará falta el lanzallamas. Pero quiero disponer de esa arma por si acaso. Hay cosas peores que el fuego, Simon.

Kress asintió en silencio.

La última tabla fue arrancada de la puerta de la bodega. Todavía no se había producido sonido alguno en el interior. Lissandra dio una orden y el subordinado se echó hacia atrás para situarse detrás de la mujer y apuntar el lanzallamas al centro de la puerta. Lissandra volvió a ponerse la mascarilla, alzó el láser, avanzó y abrió la puerta.

Ni un solo movimiento. Ningún sonido. El fondo de la bodega estaba oscuro.

-¿Hay alguna luz? -preguntó Lissandra.

-El interruptor está justo al lado de la puerta -contestó Kress-. A mano derecha. Cuidado con las escaleras. Son bastantes empinadas.

Lissandra cruzó el umbral, cambió el láser a su mano izquierda, alargó la derecha y tanteó con ella en busca del interruptor. No sucedió nada.

-Lo noto -explicó Lissandra-, pero no parece que…

Un instante después empezó a gritar y cayó hacia atrás. Un enorme rey blanco se había aferrado a la muñeca de la mujer. Brotó sangre del traje en el lugar donde las mandíbulas del móvil habían mordido. La criatura era tan grande como la mano de Lissandra.

La mujer realizó un grotesco pase de baile en la habitación y empezó a golpear con su mano la pared más cercana. Una y otra vez, sin cesar, produciendo un ruido sordo, carnoso. El rey de la arena cayó por fin. Lissandra había soltado el láser cerca de la puerta de la bodega.

-No pienso bajar ahí -anunció el ayudante con voz clara y firme.

Lissandra alzó los ojos hacia él.

-No -le dijo-. Ponte en la puerta y quémalo todo, hasta que sólo queden cenizas. ¿Comprendes?

El otro asintió.

-Mi casa -se quejó Kress. Su estómago se revolvió. El móvil blanco había sido tan grande. ¿Cuántos más había allí abajo?-. No lo hagas -ordenó-. No toques nada. He cambiado de idea.

Lissandra no le comprendió. Mostró su mano herida. Estaba cubierta de sangre y de un líquido de color verdoso oscuro.

-Tu amiguito perforó mi guante con su boca y ya has visto lo que me ha costado quitármelo de encima. No me preocupa tu casa, Simon. Sea lo que sea, eso que hay ahí abajo va a morir.

Kress apenas la escuchó. Creyó distinguir movimientos en las sombras, al otro lado de la puerta. Imaginó que un ejercito de móviles blancos iba a surgir en tropel. Soldados tan enormes como el rey que había atacado a Lissandra. Se vio levantado por un centenar de brazos diminutos y arrastrado en la oscuridad hacia el lugar donde el vientre aguardaba sin poder contener su hambre.

Kress se aterrorizó.

-No hagáis nada -dijo.

Los otros dos no le hicieron caso.

Kress saltó hacia adelante y su hombro golpeó la espalda del ayudante en el momento que éste se preparaba para disparar. El ayudante gruñó, perdió el equilibrio y se precipitó en la oscuridad. Kress escuchó como el hombre caía por las escaleras. Después hubo otros ruidos… Sonidos suaves, chapoteos, crujidos…

Kress se dio vuelta para encararse con Lissandra. Estaba empapado en un sudor frío, pero una excitación malsana se apoderó de él. Un impulso casi sexual.

Los ojos fríos y tranquilos de Lissandra le miraron desde detrás de la mascarilla.

-¿Qué estás haciendo? -preguntó mientras Kress recogía el láser que ella había soltado-. ¡Simon!

-Estoy haciendo las pases -dijo Kress. Soltó una risita-. Ellos no le harán daño a dios, no. No mientras dios sea bueno y generoso. Fui cruel. Los maté de hambre. Ahora debo reparar el daño, compréndelo.

-Estás loco -protestó Lissandra.

Fueron las últimas palabras. Kress hizo un agujero en el pecho de la mujer, tan grande que habría podido pasar el brazo a través del hueco. Arrastró el cadáver por el suelo y lo arrojó por las escaleras de la bodega. Los ruidos aumentaron: ruidos cortos, raspaduras, ecos claros y confusos. Kress volvió a cerrar la puerta con clavos.

Cuando se apartó del lugar se sintió invadido por un profundo sentimiento de satisfacción que recubría su miedo como una capa de almíbar. Sospechó que tal sensación no le pertenecía.

Kress había planeado abandonar el hogar, volar hasta la ciudad y alquilar una habitación por una noche o quizá un año. En lugar de eso, empezó a beber. No estaba muy seguro del porqué. Bebió sin descanso durante varias horas y, bruscamente, vomitó toda la bebida en la alfombra de su salita. En un momento dado se durmió. Al despertar, la oscuridad era total en la casa.

Se encogió en el sofá. Escuchó ruidos. Algo se movía por las paredes. Le rodeaban. Su oído se agudizó extraordinariamente. Todo diminuto crujido era la pisada de un rey de la arena. Cerró los ojos y esperó a sentir el terrible contacto de aquellas criaturas, temeroso de moverse por si topaba con una de ellas.

Kress sollozó y luego se quedó muy silencioso.

Transcurrió el tiempo, pero no ocurrió nada.

Kress abrió los ojos de nuevo. Se estremeció. Poco a poco, las sombras empezaron a debilitarse y disolverse. La luz de la luna se filtraba por los altos ventanales. Los ojos de Kress se acostumbraron a la oscuridad.

La salita estaba vacía. No había nada, nada. Sólo sus temores de borracho.

Se animó, se levantó y encendió una luz.

Nada. La habitación estaba desierta.

Prestó atención. Nada. Ningún sonido. Nada en las paredes. Todo había sido producto de su imaginación, de su terror.

Los recuerdos de Lissandra y lo sucedido en la bodega se presentaron de forma espontánea. Vergüenza y enojo se apoderaron de él. ¿Por qué había hecho eso? Él podía haber ayudado a Lissandra a quemarlo todo, a matar el vientre. ¿Por qué…? Él sabía el motivo. El vientre era el culpable, le había metido el miedo en el cuerpo. Wo había dicho que aquella criatura era psiónica, incluso cuando era pequeña. Y ahora era tan grande, tan grande… Se había dado un festín con Cath e Idi y ya tenía otros dos cadáveres allí abajo. Seguiría creciendo. Y había aprendido a saborear el gusto de la carne humana, pensó Kress.

Empezó a temblar, pero se dominó de nuevo. El vientre no le haría daño, él era dios. Los blancos siempre habían sido sus favoritos.

Recordó que había herido al vientre blanco con la espada, antes que se presentara Cath. Aquella condenada mujer…

No podía quedarse parado. El vientre volvería a tener hambre. Y dado su tamaño, no tardaría mucho en sentirla. Su apetito sería terrible. ¿Qué haría entonces? Kress debía marcharse, ponerse a salvo en la ciudad mientras el vientre aún estaba confinado en la bodega. Allí abajo sólo había yeso y tierra y los móviles podrían excavar y abrir túneles. Cuando estuvieran libres… Kress no quiso pensar en ello.

Fue a su dormitorio y preparó el equipaje. Cogió tres maletas. Sólo necesitaba una muda de ropa, eso era todo. El resto del espacio disponible lo llenó de sus posesiones de valor; joyas, obras de arte y otras cosas cuya pérdida no podría soportar. No esperaba volver nunca a su mansión.

El shambler le siguió por las escaleras, contemplándole con sus ojos malvados y relucientes. El animal estaba demacrado. Kress comprendió que llevaba muchísimo tiempo sin alimentarlo. En general, el shambler podía cuidarse de sí mismo, pero sin duda los residuos de comida habían ido escaseando cada vez más. Cuando el animal trató de agarrarse a su pierna, Kress refunfuñó y le dio una patada. El shambler se escabulló, evidentemente dolorido y ofendido.

Sosteniendo torpemente las maletas, Kress salió de la casa y cerró la puerta.

Por un instante permaneció pegado a la mansión, sintiendo en su pecho los latidos del corazón. Tan sólo unos metros le separaban del helicóptero. Tuvo miedo de dar los pasos necesarios. La luz de la luna era brillante y el terreno que se extendía ante su casa mostraba el resultado de la carnicería. Los cuerpos de los dos ayudantes de Lissandra yacían en el lugar donde habían caído, uno retorcido y calcinado, el otro hundido bajo una masa de inertes reyes de la arena. Y los móviles, negros y rojos, lo rodeaban por todas partes. A Kress le representó un esfuerzo recordar que estaban muertos. Casi tuvo la impresión que, simplemente, estaban aguardando, tal como habían hecho tantas y tantas veces anteriormente.

Es absurdo, se dijo Kress. Más temores propios de un borracho. Había visto estallar los castillos. Los móviles estaban muertos y el vientre blanco atrapado en su bodega. Respiró profunda y deliberadamente varias veces y avanzó entre los reyes de la arena, que crujieron bajo sus botas. Los machacó en la arena de una manera salvaje. Los animales no se movieron.

Kress sonrió y atravesó lentamente el campo de batalla, escuchando los sonidos, los sonidos de la seguridad.

Crunch, crac, crunch.

Dejó las maletas en el suelo y abrió la puerta del helicóptero.

Algo surgió de entre las sombras. Una forma oscura en el asiento del helicóptero. Tan larga como el brazo de Kress. Las mandíbulas de la criatura se juntaron con un ruido suave. Los seis ojillos dispuestos en torno al cuerpo miraron a Kress.

Kress se orinó en los pantalones y retrocedió con lentitud.

Hubo más movimientos dentro del helicóptero. Kress había dejado la puerta abierta. El rey de la arena salió y se dirigió cautelosamente hacia él. Otros lo siguieron. Se habían ocultado debajo de los asientos, se habían escondido en el tapizado. Pero ahora abandonaron su escondite. Formaron un círculo cerrado en torno al helicóptero.

Kress humedeció sus labios, dio la vuelta y caminó con rapidez hacia el helicóptero de Lissandra.

Se detuvo a medio camino. También había cosas moviéndose en el interior de aquel aparato. Seres enormes, agusanados, apenas visibles a la luz de la luna.

Kress gimoteó y retrocedió hacia la casa. Cerca de la puerta, alzó los ojos.

Contó una docena de formas alargadas y blancas que se arrastraban de un lado al otro por las paredes del edificio. Cuatro de ellas estaban apiñadas en las proximidades del extremo del campanario, donde había anidado el halcón en otros tiempos. Se hallaban tallando algo. Una cara. Una cara muy familiar.

Kress soltó un chillido y se apresuró a entrar en la casa. Se dirigió al mueble bar.

Una dosis suficiente de bebida le proporcionó el fácil olvido que buscaba. Pero despertó. Pese a todo, despertó. Se encontró con que tenía un terrible dolor de cabeza. Apestaba y tenía hambre. ¡Oh, qué hambre! Jamás había estado tan hambriento.

Kress sabía que no era su estómago el que protestaba.

Un móvil blanco le observaba desde la parte superior del tocador de su dormitorio, con las antenas moviéndose débilmente.

Era tan grande como el que había descubierto en el helicóptero la noche anterior. Se esforzó por no acobardarse.

-Yo… yo te alimentaré -dijo al rey de la arena-. Yo te alimentaré.

La boca de Kress estaba terriblemente seca, tanto como si fuera papel de lija. Humedeció sus labios y huyó de la habitación.

La casa estaba llena de móviles. Kress tuvo que estar muy atento para asegurarse donde pisaba. Todas las criaturas parecían estar ocupadas en sus propias diligencias. Estaban modificando la mansión, escondiéndose o saliendo de los muros, tallando extrañas cosas. En dos ocasiones Kress vio sus rasgos contemplándole desde lugares inesperados. Los rostros estaban retorcidos, curvados, lívidos de espanto.

Salió afuera para recoger los cadáveres que habían estado pudriéndose en la arena, confiando en aplacar así el hambre del vientre blanco. Los dos cuerpos habían desaparecido. Kress recordó la facilidad de los reyes de la arena para transportar objetos que superaban con mucho su peso.

Le resultó terrible pensar que el vientre todavía tuviera apetito después de haber comido todo eso.

Al volver a entrar a la casa, una columna de móviles avanzaba por las escaleras. Todos llevaban un fragmento del shambler de Kress. La cabeza pareció mirarle de modo reprobador mientras proseguía su camino.

Kress vació los frigoríficos, los armarios, todo, amontonando todo el alimento que había en la casa en el centro de la cocina.

Un grupo de móviles blancos aguardaron hasta poder llevárselo.

Evitaron la comida congelada, dejándola en medio de un gran charco a la espera que se calentara, pero se llevaron todo lo demás.

Una vez desaparecida toda la comida, Kress sintió que las punzadas del hambre se calmaban un poco, a pesar que no había comido nada en absoluto. Pero sabía que aquel respiro duraría muy poco. El vientre no tardaría en volver a estar hambriento. Kress tenía que alimentarlo.

Tenía el remedio. Se puso ante el videoteléfono.

-Malada -empezó a decir con aire casual al responder la primera de sus amistades-. Doy una pequeña fiesta esta noche. Ya sé que te lo digo con muy poco tiempo de adelanto, pero espero que vengas. Confío en ello.

A continuación llamó a Jad Rakkis y luego a los demás. Al concluir las llamadas, cinco de ellos habían aceptado la invitación.

Kress esperaba que eso bastara.

Kress recibió a sus invitados fuera de la casa. Los móviles habían limpiado la zona con notable rapidez, y el lugar tenía casi el mismo aspecto que antes de la batalla. Acompañó a sus amigos hasta la puerta y les cedió el paso. Pero no les siguió.

Tras entrar a la mansión el cuarto de ellos, Kress logró por fin envalentonarse. Cerró la puerta a espaldas del último invitado, sin hacer caso de sus exclamaciones de asombro que pronto se convirtieron en un agudo parloteo, y corrió hacia el helicóptero del hombre que acababa de llegar. Se deslizó en el interior, puso el pulgar en la placa de encendido y soltó una maldición, el aparato estaba programado para elevarse únicamente en repuesta a la impresión digital de su propietario, cosa lógica y natural.

Rakkis fue el siguiente en llegar. Kress corrió hacia el helicóptero del recién llegado antes que aterrizara y asió a su amigo del brazo cuando se disponía a salir del aparato.

-Vuelve a meterte ahí dentro, rápido -dijo Kress al tiempo que empujaba a Rakkis-. Llévame a la ciudad. De prisa, Jad. ¡Salgamos de aquí!

Pero Rakkis se limitó a mirarle y no hizo un solo movimiento.

-Caramba, ¿qué es lo que va mal, Simon? No te comprendo. ¿Qué me dices de tu fiesta?

Y entonces ya fue demasiado tarde, porque toda la arena que les rodeaba empezó a agitarse. Ojos rojizos les miraban fijamente y las correspondientes mandíbulas se abrían y cerraban. Rakkis contuvo una exclamación y trató de volver al helicóptero, pero un par de mandíbulas se cerraron sobre sus tobillos y al instante quedó arrodillado en el suelo. La arena pareció hervir de actividad subterránea. Rakkis se revolvió y lanzó terribles alaridos mientras era desgarrado por los móviles. Kress apenas pudo soportar la escena.

Después de esto no volvió a intentar la huida. Concluida la masacre bebió todo lo que quedaba en su mueble bar y se emborrachó a más no poder. Iba a ser la última ocasión en que gozaba de tal lujo, lo sabía perfectamente. El único alcohol que había en la casa se hallaba en la bodega.

Kress ni siquiera tocó un alimento durante todo el día, pero cayó dormido con la sensación de estar harto, finalmente saciado.

Aquel hambre espantosa había sido vencida. Sus últimos pensamientos antes de ser torturado por las pesadillas estuvieron relacionados con el problema de a quién invitaría mañana.

La mañana era calurosa y seca. Kress abrió los ojos y vio que el móvil blanco volvía a estar encima del tocador. Volvió a cerrar los ojos, abrigando una esperanza para que la pesadilla se desvaneciera. No fue así. Le fue imposible recuperar el sueño y pronto se encontró contemplando a la criatura.

La miró fijamente durante cinco minutos antes que comprendiera la extrañeza de la situación: el rey de la arena no se movía. A decir verdad los móviles podían permanecer inexplicablemente inmóviles. Kress los había visto aguardar y observar en infinidad de ocasiones. Pero siempre desarrollaban algún tipo de movimiento: las mandíbulas temblaban, las patas se crispaban, las alargadas y delicadas antenas se agitaban y vibraban.

Pero el móvil de su tocador estaba completamente inmóvil.

Kress se puso de pie, conteniendo la respiración, no atreviéndose a forjar ilusiones. ¿Estaría muerto aquel rey? ¿Acaso algo lo habría matado? Cruzó la habitación.

Los ojos de la criatura eran oscuros, vidriosos. Parecía estar hinchada de alguna forma extraña, como si sus entrañas fueran blandas y se hallaran en descomposición, como si estuviera rellenas de un gas que empujara hacia fuera las escamas de su blanco caparazón.

Kress alargó una temblorosa mano y tocó al móvil.

Lo notó cálido, incluso caliente, y aumentando progresivamente la temperatura corporal. Pero el móvil no se movió.

Kress retiró la mano y, al hacerlo, una porción del blanco dermatoesqueleto se separó del rey de la arena. La carne que apareció debajo era de idéntico color, pero más blanda en apariencia, hinchada y calenturienta. Y tuvo la impresión que palpitaba.

Kress se apartó y corrió hacia la puerta.

Otros tres móviles blancos yacían en el pasillo, todos con un aspecto muy parecido al de su dormitorio.

Bajó las escaleras a la carrera, saltando sobre más reyes. Ninguno se movió. La casa estaba repleta de ellos, todos muertos, agonizantes, comatosos o algo por el estilo. Kress no se preocupó por lo que les ocurría. La cuestión era que no podían moverse.

Encontró cuatro móviles más dentro de su helicóptero. Los agarró uno a uno y los lanzó tan lejos como pudo. Malditos monstruos…

Entró en la cabina, tomó asiento en la medio devorada silla y puso el pulgar sobre la placa de puesta en marcha.

No hubo respuesta.

Kress probó una y otra vez. Nada. Un hecho increíble. Se trataba de su helicóptero. Tenía que funcionar. ¿Por qué no despegaba? No lo comprendía.

Al fin salió del aparato y lo inspeccionó, temiendo lo peor.

Encontró el fallo. Los móviles habían destrozado la unidad gravitatoria. Estaba atrapado. Seguía estando atrapado.

Kress regresó a la mansión con aire sombrío. Se dirigió a su estudio y tomó el hacha que colgaba junto al lugar donde había estado la espada que utilizara con Cath m’Lane. Inició la tarea. Los móviles no se movieron ni siquiera cuando los despedazó. Pero salpicaron todo con el primer tajo y sus cuerpos casi estallaron. El aspecto de las entrañas era espantoso: extraños órganos semiformados, una sustancia espesa, viscosa y rojiza que recordaba la sangre humana, y el líquido amarillo.

Kress destruyó veinte reyes antes de comprender la futilidad de su acción. Los móviles no eran nada en realidad. Además, había tantos… Podía dedicar todo el día y toda la noche y aún así no acabaría con todos. Tenía que bajar a la bodega y usar el hacha con el vientre.

Lleno de determinación, se encaminó hacia la puerta de la bodega. Pero se detuvo de repente.

Lo que tenía ante sus ojos había dejado de ser una puerta. Las paredes habían sido carcomidas, de modo que el hueco era el doble de grande que antes y, además, redondeado. Una concavidad, nada más que eso. No quedaba un solo vestigio indicativo que allí hubo una puerta cerrada con clavos que obstaculizara la salida de aquel abismo sombrío.

Un olor atroz, asfixiante, fétido, parecía brotar del interior.

Y las paredes estában húmedas, llenas de sangre y recubiertas de capas de hongos blancuzcos.

Y lo peor de todo, el agujero respiraba.

Kress se quedó inmóvil y percibió el cálido viento que iba inundándole conforme era exhalado. Trató de no ahogarse y huyó en cuanto la corriente de aire cambió de dirección.

De vuelta a la salita, destrozó otros tres móviles y se derrumbó. ¿Qué estaba sucediendo? Kress no lo entendía.

Fue entonces cuando recordó a la única persona que sería capaz de comprenderlo. Kress se dirigió de nuevo hacia el videoteléfono, pisó un móvil en su precipitación y suplicó fervientemente que el dispositivo funcionara todavía.

Al responder Jala Wo, Kress explicó a la mujer todo lo sucedido, sin olvidar un solo detalle.

Wo le dejó hablar sin interrumpirle, falta de otro rasgo expresivo que no fuera una ligera contracción de su demacrado y pálido rostro. Cuando Kress acabó su relato, Wo se limitó a decir:

-Debería abandonarle ahí.

Kress rompió a llorar.

-¡No puede hacer eso! ¡Ayúdeme! Le pagaré…

-Debería hacerlo -dijo Wo-. Pero no lo haré.

-Gracias, Wo. Muchas gracias…

-Tranquilo. Escúcheme. Esto es obra de usted. Si se mantiene bien a los reyes de la arena, se comportan como elegantes guerreros rituales. Usted ha transformado los suyos en otra cosa mediante el hambre y la tortura. Usted era su dios. Usted ha hecho que sean como son. Ese vientre de su bodega está enfermo, sigue padeciendo las consecuencias de la herida que usted le produjo. Es probable que esa criatura esté loca. Su conducta resulta… anormal.

»Debe abandonar su casa rápidamente. Los móviles no están muertos, Kress, sino en período de latencia. Ya le expliqué que pierden el dermatoesqueleto cuando aumentan de tamaño. De hecho, lo normal es que lo pierdan mucho antes. Jamás he oído hablar de reyes de la arena que crezcan tanto como los suyos mientras se hallan en la etapa de insecto. Esa es otra consecuencia de haber mutilado al vientre blanco, me atrevería a decir. No importa.

»Lo importante es la metamorfosis que están sufriendo sus reyes. Ha de saber que, conforme el vientre aumenta de tamaño, su inteligencia se desarrolla al unísono. Sus facultades psiónicas quedan reforzadas y su mente se vuelve más compleja, más ambiciosa. Los móviles acorazados son muy útiles mientras el vientre es pequeño y tan sólo semiconsciente, pero ahora necesita mejores servidores, organismos con mayores facultades. ¿Lo comprende? Los móviles van a dar nacimiento a una nueva casta de rey. No puedo decirle exactamente cuál será su aspecto. Todo vientre idea un tipo distinto que satisfaga sus necesidades y deseos. Pero será bípedo, con cuatro brazos y pulgares oponibles. Será capaz de construir y manejar maquinaria avanzada. Los reyes en sí, individualmente considerados, no serán conscientes. Pero el vientre será francamente consciente.

Kress se quedó con la boca abierta ante la imagen de Wo en la pantalla.

-Sus operarios -dijo con grandes esfuerzos-. Los que vinieron aquí… los que instalaron el tanque.

Wo esbozó una suave sonrisa.

-Shade.

-Shade es un rey de la arena -repitió Kress, aturdido-. Y usted me vendió un tanque de… de… infantes…

-No sea absurdo. En su primera etapa, un rey es más bien un esperma que un niño. Las batallas templan y controlan su naturaleza. Sólo uno de cada cien alcanza la segunda fase. Sólo uno de cada mil llega a la tercera y definitiva y toma la forma de Shade. Los reyes adultos no se muestran sentimentales con los pequeños vientres. Son muchos, y sus móviles, plagas. -Wo suspiró-. Y toda esta charla nos está haciendo perder el tiempo. Ese rey blanco no tardará en despertar a la plena conciencia. Ya no necesitará más de sus servicios, Kress, y además le odia y tendrá mucha hambre. La transformación resulta agotadora. El vientre debe devorar enormes cantidades de alimentos antes y después de ella. De modo que usted ha de salir de ahí. ¿Me ha comprendido?

-No puedo hacerlo -contestó Kress-. Mi helicóptero está destruido y me es imposible poner en marcha alguno de los otros. No sé cómo reprogramarlos. ¿No puede venir a buscarme?

-Sí. Shade y yo partiremos inmediatamente, pero de Asgard a su casa hay más de doscientos kilómetros y necesitamos determinado equipo para ocuparnos del rey trastornado que usted ha creado. No puede esperarnos ahí, Kress. Dispone de dos piernas. Camine. Vaya hacia el este, con la máxima exactitud y rapidez que le sea posible. Podemos encontrarle fácilmente en una búsqueda aérea y usted se hallará a salvo, lejos de los reyes. ¿Ha comprendido?

-Sí. Sí, oh, sí.

Cortó la comunicación y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Había recorrido la mitad de la distancia cuando escuchó el ruido, un sonido que, por una parte parecía un crujido y, por otra, un estallido.

Uno de los reyes de la arena se había resquebrajado. De las grietas emergieron cuatro menudas manos cubiertas de sangre rosadoamarillenta y se pusieron a apartar a un lado la piel muerta.

Kress comenzó a correr.

No había tenido en cuenta el calor.

Las montañas estaban secas y abundaban en rocas. Kress se alejó de la casa con toda la rapidez que pudo. Corrió hasta que le dolieron las costillas y su respiración se hizo jadeante. Después se limitó a caminar, para volver a correr en cuanto estuvo recuperado. Durante una hora corrió y caminó, corrió y caminó, bajo un sol fiero y ardiente. Sudó en abundancia, deseó haberse acordado de llevar un poco de agua y levantó los ojos hacia el cielo esperando distinguir a Wo y Shade.

Kress no estaba hecho para soportar aquella situación. Hacía demasiado calor, el ambiente era excesivamente seco y él no estaba en forma. Pero se esforzó en continuar, recordando el modo en que el vientre había respirado, pensando en las serpenteantes criaturas que por entonces, con toda seguridad, debían estar arrastrándose por toda su casa. Confió en que Wo y Shade supieran cómo tratarlas.

Kress tenía sus planes para Wo y Shade. Todo había sido por culpa de ellos, decidió Kress, y pagarían por ello. Lissandra estaba muerta, pero él conocía a otras personas de su misma profesión. Se vengaría. Lo prometió un centenar de veces mientras sudaba y avanzaba con dificultad hacia el este.

Esperaba que fuera el este, al menos. No tenía facilidad para orientarse y dudaba respecto a la dirección en la que habría corrido tras su pánico inicial. Pero después había hecho un esfuerzo por dirigirse hacia el este con mayor exactitud, tal como Wo había sugerido.

Después de correr durante varias horas, sin señal alguna de rescate, Kress comenzó a estar seguro que había calculado mal su dirección.

Transcurrieron varias horas más y el temor le asaltó. ¿Y si Wo y Shade no le localizaban? Moriría allí mismo. Llevaba dos días sin comer, se sentía débil y asustado, su garganta estaba reseca por la falta de agua… Era imposible proseguir. El sol estaba poniéndose y pronto se hallaría perdido en medio de la oscuridad. ¿Qué sucedía? ¿Acaso los reyes de la arena habrían devorado a Wo y Shade? El miedo le sobrecogió una vez más, llenó todo su cuerpo, agravado por la sed insoportable y un hambre atroz. Pero Kress siguió caminando. Se tambaleó al querer correr y cayó al suelo en dos ocasiones. La segunda vez se arañó la mano en una roca y brotó sangre de la herida. Kress la chupó sin dejar de andar y ni se preocupó ante la posibilidad de una infección.

El sol se hallaba sobre el horizonte, a espaldas de Kress. El ambiente se hizo un poco más fresco, cosa que Kress agradeció. Decidió caminar hasta que no hubiera luz y buscar luego un lugar para pasar la noche. Seguramente se había alejado lo suficiente de los reyes de la arena como para estar a salvo, y Wo y Shade le encontrarían a la mañana siguiente.

Al llegar a lo alto de una pendiente, distinguió frente a sus ojos el perfil de una casa.

El edificio era bastante grande, aunque no tanto como su mansión. Representaba un cobijo, la seguridad. Kress gritó y echó a correr hacia la casa. Comida y bebida, tenía que alimentarse, ya estaba saboreando la comida. Notaba las punzadas del hambre. Descendió la colina corriendo, agitando los brazos y gritando a los moradores de la vivienda. La luz era muy escasa por entonces, pero aún así logró vislumbrar seis niños que jugaban aprovechando el resplandor del crepúsculo.

-¡Eh, vosotros! -chilló-. ¡Ayudadme! ¡Ayudadme!

Los niños vinieron corriendo hacia él.

Kress se detuvo bruscamente.

-No -dijo-. ¡Oh, no! ¡No! ¡No!

Dio media vuelta, resbaló en la arena, se levantó y trató de seguir corriendo. Lo atraparon fácilmente. Eran unos seres pequeños, horribles, de ojos saltones y piel de color naranja oscuro. -Aún siendo pequeñas, aquellas criaturas tenían cuatro brazos y él sólo dos.

Lo llevaron a la casa. Era una construcción deforme, de aspecto triste, formada por arena que se desmoronaba, pero la puerta de entrada era muy amplia, muy oscura, y respiraba. Un detalle terrible, pero Simon Kress no prorrumpió en gritos por eso. Gritó al ver a los otros, los niños anaranjados que salieron arrastrándose del castillo e, impasibles, le contemplaron mientras pasaba a su lado.

Todos tenían una cara idéntica a la suya.

Arthur C. Clarke: La Estrella. Cuento

Arthur C. ClarkeHay tres mil años luz hasta el Vaticano. En otro tiempo creía que el espacio no podía alterar la fe; y lo creía al igual que consideraba fuera de duda el que los cielos cantaran la gloria de la obra de Dios. A la sazón he visto esa obra y mi fe se encuentra considerablemente minada.

Contemplo el crucifijo que pende en la pared de la cabina sobre el ordenador Mark VI y por primera vez en mi vida me pregunto si no será un símbolo vacuo.

No he hablado con nadie todavía, pero la verdad no puede ocultarse. Los datos existen para que alguien los observe, registrados como están en millas incontables de cinta magnética y miles de fotografías que llevamos de regreso a la Tierra. Otros científicos las interpretarán tan fácilmente como yo; más fácilmente, sin duda. No soy quien para simular la manipulación de la verdad que tan pésimo prestigio proporcionó a mi orden en los días pasados.

La tripulación está ya bastante deprimida; me pregunto cómo se tomarán esta última ironía. Pocos de cuantos la componen tienen una fe religiosa, y, no obstante, no se aprovecharán de este arma definitiva usándola contra mí; guerra privada, honrada pero fundamentalmente seria, que ha tenido lugar durante todo el trayecto desde que salimos de la Tierra. Era divertido tener a un jesuita de Primer Astrofísico. El doctor Chandler, por ejemplo, nunca pudo asimilarlo del todo (¿por qué serán ateos tan notorios los hombres entregados a la medicina?). A veces me encontraba ante el tablero de observación, donde las luces permanecen siempre amortiguadas y el resplandor de las estrellas con gloria inalterada. Se me acercaba entonces y se quedaba contemplando el exterior por la gran escotilla oval, mientras los cielos giraban con lentitud en torno de nosotros a medida que la nave se balanceaba de punta a punta con la escora que no nos habíamos molestado en corregir.

-Bueno, padre -acababa diciendo al final-. Esto prosigue una eternidad tras otra; acaso lo hizo Alguien. Sin embargo, ¿cómo puede creer usted que ese Alguien ha de tener un interés especial en nosotros y en nuestro miserable mundillo? Esto es lo que no puedo entender. -Comenzaba entonces la disputa, mientras las estrellas y las nebulosas giraban en derredor de nosotros en silenciosos e infinitos arcos que se abrían del otro lado del plástico de la escotilla de observación.

En mi sentir, era la aparente incongruencia de mi posición lo que, de veras, divertía a la tripulación. En vano argumentaba yo con mis tres artículos en el Diario Astrofísico y mis cinco de Noticias Mensuales de la Real Sociedad Astronómica. Les recordaba que nuestra orden había conseguido no poca fama por sus trabajos científicos. Podíamos quedar pocos ya, pero desde el siglo XVIII habíamos hecho aportes a la astronomía y la geofísica que no podían ni siquiera evaluarse.

¿Dará al traste con mil años de historia mi informe sobre la Nebulosa del Fénix?
Me temo, empero, que dará al traste con muchas más cosas.

No sé quién bautizó a la nebulosa con ese nombre que tan malo me parece. Si contiene una profecía, ésta no podrá verificarse hasta dentro de mil años. Hasta la palabra «nebulosa» es equívoca, ya que el Fénix es mucho más pequeño que esas magníficas acumulaciones de gas (la materia de las estrellas nonatas) que se esparcen por toda la longitud de la Vía Láctea. En escala cósmica, por supuesto, la Nebulosa del Fénix es una cabeza de alfiler, una tenue cáscara de gas que rodea a una estrella única.

O lo que queda de esa estrella…

Mientras se alza por encima de las líneas del espectrofotómetro, la rubensiana pesadez de Loyola parece burlarse de mí. ¿Qué habrías hecho tú, Padre, con este conocimiento que me ha sobrevenido, tan alejado del pequeño mundo que era todo el universo que tú conociste? ¿Habría triunfado tu fe en la prueba, como la mía ha fallado ante ella?

Miras en la distancia, Padre, pero por mi parte he ido más allá de lo que pudieras haber imaginado cuando fundaste nuestra orden hace dos mil años. Ninguna otra nave investigadora ha ido tan lejos de la Tierra; nos encontramos en las mismísimas fronteras del universo explorado. Nos propusimos alcanzar la Nebulosa del Fénix, lo conseguimos, y regresamos con el conocimiento sobre nuestros hombros. Desearía liberar mis hombros de esa carga, pero en vano te invoco a través de los siglos y los años luz que se alzan entre nosotros.

Las palabras son transparentes en tu libro de reglas. AD MAIOREM DEI GLORIAM, dice el mensaje, pero se trata de un mensaje en que ya no puedo creer. ¿Habrías seguido creyendo tú de haber visto lo que hemos encontrado?

Por supuesto, sabíamos lo que era la Nebulosa del Fénix. Todos los años, sólo en nuestra galaxia explotaban más de cien estrellas, aumentando durante horas o días su fulgor en miles de veces antes de sumergirse en la muerte y la negrura. Son las novas ordinarias, las consabidas catástrofes del universo. He registrado los espectrogramas y curvas de luz de docenas de ellas desde que comencé a trabajar en el observatorio lunar.

Pero tres o cuatro veces cada mil años tiene lugar algo distinto junto a lo que hasta una nova palidece con total insignificancia.

Cuando una estrella se convierte en supernova puede, durante un breve instante, apagar el brillo de todos los soles de la galaxia. Los astrónomos chinos detectaron una en 1054 sin saber que fenómeno fue. Cinco siglos más tarde, en 1572, estalló una supernova en Casiopea con tanto brillo que fue visible a la luz del día. En los mil años transcurridos desde esa fecha han tenido lugar tres explosiones más.

Nuestra misión era visitar los restos de una catástrofe tal para reconstruir los sucesos que la habían precedido y, de ser posible, saber la causa. Nos adentramos con cautela en las capas concéntricas de gas que habían estallado tres mil años antes y que se encontraban todavía en expansión. El calor era inmenso y radiaba aún con feroz luz violeta, demasiado tenue empero para hacernos daño. Cuando la estrella explotó, sus estratos exteriores irrumpieron hacia arriba con velocidad tal que habían salido por completo de su campo de gravitación. Hoy forman un caparazón hueco tan grande que puede abarcar mil sistemas solares, rodeando lo que brilla y arde en su centro y que no es sino el objeto fantástico que es ahora la estrella: una masa blanca, más pequeña que la Tierra, pero con un peso un millón de veces mayor.

Las capas de gas brillante nos rodeaban y desvanecían la noche normal de los espacios interestelares. Volamos en el interior de una bomba cósmica que había detonado milenios atrás y cuyos fragmentos incandescentes eran todavía metralla.

La inmensa escala de la explosión y el hecho que su onda expansiva hubiera alcanzado ya un volumen de espacio de muchos billones de millas, despojaba a la escena de todo movimiento perceptible. Un ojo desnudo tardaría décadas antes de captar un movimiento en las torturadas espirales de gas; sin embargo, la sensación del estallido lo dominaba todo.

Habíamos comprobado nuestra dirección primaria horas antes y nos encaminábamos despacio hacia la pequeña estrella que teníamos al frente. Había sido un sol como el nuestro en otro tiempo, pero había despilfarrado en pocas horas la energía que habría mantenido su brillo durante un millón de años. A la sazón se encontraba como un tacaño desplumado que escatimara sus recursos en un intento de reparar su pródiga juventud.

Seriamente, nadie esperaba encontrar planetas. Si alguno hubo antes de la explosión se habría convertido en ráfagas de vapor y su sustancia se habría confundido con la estructura de la estrella misma. Pese a todo investigamos rutinariamente, como siempre que nos aproximábamos a un sol desconocido, y dimos con un mundo diminuto que daba vueltas en torno de la estrella a una distancia inmensa. Tenía que haberse tratado del Plutón de aquel desvanecido sistema solar, dando vueltas en las fronteras de la noche. Demasiado lejos del sol central para haber conocido la vida, su distancia misma lo había salvado del destino que sin duda habían seguido todos sus compañeros.

Los fuegos de la explosión habían afectado su capa rocosa y quemado la costra de gas helado que en sus días lo habría cubierto. Aterrizamos y encontramos la bóveda.

Sus constructores hicieron seguramente lo mismo que habríamos hecho nosotros. La señal monolítica que se erguía sobre la entrada era a la sazón una masa fundida, pero desde que tomamos las primeras fotografías desde lejos supimos que aquello había sido obra de la inteligencia. Poco después detectamos la capa de radiactividad que había quedado enterrada en la roca. Aún cuando el pilón que descollaba sobre la Bóveda hubiera sido destruido, esta capa habría permanecido, inmóvil, pero como faro eterno que llamaba a las estrellas. Nuestra nave descendió hacia aquel gigantesco ojo de buey como una flecha corre hacia la diana.

El pilón debió alcanzar una milla de altura cuando fue construido, pero a la sazón parecía un cabo de vela que hubiera sido derretido y convertido en amasijo de cera. Nos costó una semana pasar por la capa rocosa fundida, ya que no teníamos las herramientas apropiadas para el caso. Nuestro programa original fue dejado de lado; aquel monumento solitario, que hablaba de un trabajo realizado a una distancia tan grande del sol destruido, sólo podía tener un sentido. Una civilización que supo cercana su muerte había alzado su último adiós a la inmortalidad.

Habríamos tardado generaciones enteras en examinar todos los tesoros que encontramos en la Bóveda. Ellos tuvieron mucho tiempo para prepararla, ya que el sol debió dar sus primeros avisos muchos años antes de la explosión final. Todo lo que quisieron preservar, todos los frutos de su genio, lo llevaron hasta aquel mundo distante en los días que precedieron al fin, esperando que cualquier otra raza los encontrara y no hiciera caso omiso de ellos.

¡Si hubieran tenido un poco más de tiempo! Podían viajar con soltura de un planeta a otro, pero todavía no habían aprendido a salvar los golfos interestelares; y el sistema solar más cercano se encontraba a cien años luz de distancia.

Aun cuando no hubieran sido tan intranquilizadoramente humanos como mostraban sus esculturas, no hubiéramos podido menos que admirarlos y lamentar su destino. Dejaron miles de registros visuales y máquinas para proyectarlos, junto con elaboradas instrucciones gráficas de las que no resultaba difícil deducir su lenguaje escrito. Examinamos muchos de aquellos registros y revivimos con ellos por vez primera, en seis mil años, la calidez y hermosura de una civilización que tuvo que ser superior a la nuestra de muchas maneras. Acaso habían dejado memoria sólo de lo mejor. Pero sus mundos eran encantadores y sus ciudades habían sido construidas con una gracia que se relacionaba con la de cualquiera de las nuestras. Las contemplamos en pleno funcionamiento y escuchamos su habla musical a través de las centurias. Recuerdo todavía una viva escena: un grupo de niños en un banco de extraña arena azul jugaban con las olas como los niños juegan en la Tierra.

Y hundiéndose en el horizonte, todavía cálido, amable y vitalizador, se encontraba aquel sol que pronto habría de trocarse en traidor y de olvidarse de toda aquella felicidad inocente.

Posiblemente, de no haber estado tan lejos de la Tierra y de no habernos encontrado por ende tan propensos a la soledad, no nos habríamos conmovido tanto. Muchos habíamos visto ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, pero nunca nos habían afectado tan profundamente.

La tragedia era única. Para una raza, sucumbir y decaer era una cosa, como las naciones y las culturas habían hecho en la Tierra. Pero ser destruida tan completamente en pleno florecimiento, sin dejar supervivientes… ¿cómo podía conciliarse ello con la misericordia de Dios?

Mis colegas me preguntaron esto y les di las respuestas que supe. Acaso tú lo habrías hecho mejor, Padre Loyola, pero nada he encontrado en los Ejercicios Espirituales que pueda servirme. No habían sido malvados; no sé a qué dioses adoraban, si acaso adoraban a alguno. Pero los he visto después de muchos siglos y he contemplado durante largos instantes el empeño que pusieron en su último esfuerzo por preservarse mientras ese empeño era iluminado por el sol que estaba amenazado.

Sé las respuestas que me darán mis colegas cuando regrese a la Tierra. Dirán que el universo no tiene propósito ni plan, puesto que cada año explotan cien soles, en este mismo instante hay una raza en algún lugar del espacio que se encuentra en trance de extinción. Tanto si ha obrado bien como si ha obrado mal en el curso de su existencia, ello no cuenta a la hora definitiva; no hay justicia divina porque no hay Dios.

No obstante, por supuesto, cuanto hemos visto no prueba nada. Quien argumentase así estaría sometido a las leyes de la emoción, no de la lógica. Dios no necesita justificar sus actos ante los hombres. Aquel que hizo el universo puede destruirlo cuando quiera. Es una arrogancia peligrosamente próxima a la
blasfemia el decir lo que puede y no puede hacer.

A pesar de los mundos y las civilizaciones incluidas en esta consideración, podría haber aceptado este razonamiento. Pero hay un punto en el que la fe más profunda se resquebraja y, a la sazón, una vez hechos mis cálculos, he alcanzado ese punto.

Antes de llegar a la nebulosa nos era imposible decir cuándo se había producido la explosión. No obstante, a la sazón, gracias a la evidencia astronómica y a los registros encontrados en el planeta superviviente, he podido fechar la catástrofe con precisión. Sé en qué año llegó a la Tierra la luz despedida por aquel estruendo colosal. Sé con qué brillantez lució en los cielos terrestres la supernova cuyo cadáver relampagueaba mortecinamente tras nuestra nave. Sé también lo que ocasionó un resplandor a poca altura, antes del alba, brillando como un faro en el oriente.

Razonablemente no puede haber dudas; el viejo misterio está resuelto por fin. Sin embargo… Señor, había tantas estrellas que pudiste haber usado…
¿Qué necesidad había de llevar a aquellas gentes a la destrucción y que el signo de su aniquilación resplandeciese sobre Belén?

 

 

 

Antony Boucher: En busca de San Aquino. Cuento

Anthony BoucherEl Obispo de Roma, el Jefe de la Sagrada, Católica y Apostólica Iglesia, el Vicario de Cristo en la Tierra –resumiendo, el Papa–, barrió de un manotazo una cucaracha que se paseaba por la mesa cubierta de mugre, bebió otro sorbo de vino tinto y reanudó su discurso.

–En algunos aspectos, Thomas –sonrió–, somos más fuertes ahora que cuando florecíamos en la libertad y la exaltación por las cuales continuamos rezando al término de la misa. Sabemos, como sabían en las catacumbas, que los que son de nuestro rebaño pertenecen a él sinceramente; que creen en la Santa Madre Iglesia porque creen en la hermandad de todos los hombres bajo la paternidad de Dios: no porque piensen en sus aspiraciones políticas, en sus ambiciones sociales, en su vida de negocios.

–Ni por la voluntad de la carne, ni por la voluntad del hombre, sino por la voluntad de Dios –murmuró Thomas, citando a San Juan.

El Papa asintió.

–En cierto sentido, hemos nacido de nuevo en Cristo; pero aún somos pocos: demasiado pocos, aunque incluyamos aquellos otros grupos que no pertenecen a nuestra fe, pero reconocen a Dios a través de la enseñanza de Lutero o Lao-Tse, de Gautama Buda o Joseph Smith. Demasiados hombres se enfrentan con el momento supremo de su existencia, la muerte, sin el consuelo de una oración. Por eso, Thomas, debes persistir en tu búsqueda.

–Pero, Santidad –protestó Thomas–, si la palabra de Dios y el amor de Dios no les convierten, ¿qué pueden hacer los santos y los milagros?

–Me parece recordar –murmuró el Papa– que el propio Hijo de Dios formuló en cierta ocasión una protesta similar. Pero la naturaleza humana, por ilógico que pueda parecer, es parte de Su designio, y debemos amoldarnos a ella. Si las señales y las maravillas pueden conducir almas a Dios, no debemos omitir ningún medio para encontrar las señales y las maravillas. ¿Y qué puede ser mejor a ese respecto que ese legendario Aquino? Vamos, Thomas; no seas tan escrupulosamente exacto en copiar las dudas de tu homónimo, y prepárate para tu viaje.

El Papa levantó la piel que cubría el umbral de la puerta y pasó a la habitación contigua, con Thomas pegado a sus talones. Era más tarde de la hora de cierre establecida por la ley, y la sala principal de la taberna estaba vacía. El tabernero se levantó de la silla en la cual había estado dormitando, para dejarse caer de rodillas y besar el anillo en la mano que el Papa extendió hacia él. Luego se incorporó, persignándose, al tiempo que dirigía una furtiva mirada a su alrededor, como si un Inspector de Lealtad pudiera haberle visto. Silenciosamente, señaló otra puerta en la parte trasera del local y los dos clérigos salieron por ella.

Hacia el oeste, el acantilado descendía suavemente hasta las mismas afueras del pueblo de pescadores. Hacia el sur, las estrellas eran claras y brillantes; hacia el norte, aparecían ligeramente empañadas por la persistente radiación de lo que en otros tiempos había sido San Francisco.

–Tu corcel está aquí –dijo el Papa, con algo parecido a la risa en su voz.

–¿Corcel?

–Podemos ser tan pobres y tan perseguidos como la iglesia primitiva, pero de cuando en cuando podemos obtener mayores ventajas de nuestros tiranos. He conseguido un robasno para ti, regalo de un Tecnarca que, al igual que Nicodemus, hace el bien a escondidas: es un converso secreto, y convertido por ese mismo Aquino en cuya busca vas.

Tenía un aspecto tan inofensivo como un montón de leña cubierta para protegerla de la posible lluvia. Thomas quitó las pieles y contempló las esbeltas líneas funcionales del robasno. Sonriendo, colocó sus mínimas pertenencias en sus serones y trepó a la silla de espuma. Las estrellas alumbraban lo suficiente para permitirle comprobar las coordenadas necesarias en su mapa y alimentar los controles electrónicos con los correspondientes datos.

Entretanto, resonó un murmullo en latín en medio del silencio nocturno, y la mano del Papa se movió sobre Thomas en el símbolo inmemorial. Luego extendió aquella mano, primero para dar a besar el anillo, y después para estrechar la mano de un amigo al cual podía estar viendo por última vez.

Cuando el robasno se puso en movimiento, Thomas miró hacia atrás. El Papa, prudentemente, estaba quitándose el anillo y deslizándolo en el tacón hueco de su zapato.

Thomas levantó la mirada hacia el cielo. En aquel altar, al menos, los cirios continuaban ardiendo abiertamente para la gloria de Dios.

Thomas no había cabalgado nunca en un robasno, pero se sentía inclinado, dentro de sus obvias limitaciones, a confiar en los productos de la Tecnarquía. Después de que varias millas de recorrido le demostraron que las coordenadas estaban debidamente registradas, levantó el respaldo de espuma, recitó las oraciones de la tarde (de memoria, la posesión de un Breviario significaba la condena a muerte) y se entregó al sueño.

Estaban ladeando la zona devastada al este de la bahía cuando despertó. El asiento y el respaldo de espuma le habían proporcionado su mejor sueño en varios años, y tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad para reprimir un sentimiento de envidia hacia los Tecnarcas y sus comodidades.

Recitó sus oraciones matinales, desayunó frugalmente y aprovechó su primera oportunidad para examinar el robasno a plena luz. Admiró las patas articuladas, tan necesarias desde que las carreteras se habían convertido en caminos vecinales, en el mejor de los casos, excepto en las zonas metropolitanas; las ruedas laterales, que podían ser bajadas y entrar en funcionamiento cuando las condiciones de la superficie lo permitían; y por encima de todo el liso hocico negro que albergaba el cerebro electrónico: el cerebro que almacenaba órdenes y datos acerca de los objetivos finales y tomaba sus propias decisiones en lo que respecta al modo de cumplir aquellas órdenes teniendo en cuenta aquellos datos; el cerebro que hacía que el aparato no fuera un animal, como el asno que su Salvador había montado, ni una máquina, como el jeep de la época de su bisabuelo, sino un robot… un robasno.

–Bueno –dijo una voz–, ¿qué opinas del viaje?

Thomas miró a su alrededor. Se encontraba en una zona desolada, tan desprovista de gente como de vegetación.

–Bueno –repitió la voz, inexpresiva–, ¿acaso los clérigos no aprenden a contestar cuando son interrogados cortésmente?

No había ninguna inflexión pesquisidora en la pregunta. Ninguna clase de inflexión, todas las sílabas sonaban igual. Un sonido raro, mecáni…

Thomas contempló fijamente el negro hocico del robasno.

–¿Estás hablando conmigo? –le preguntó al robasno.

–Ja, ja –dijo la voz, en vez de reír–. Sorprendido, ¿no es cierto?

–Un poco –confesó Thomas–. Creía que los únicos robots que pueden hablar estaban en los servicios de información de las bibliotecas y otros por el estilo.

–Yo soy un modelo nuevo. Diseñado-para-proporcionar-conversación-al-viajero-aburrido –dijo el robasno, enlazando las palabras como si aquella frase fuera soltada de una vez por uno de sus engranajes binarios más simples.

–Bueno –dijo Thomas–. Siempre se conocen nuevas maravillas.

–Yo no soy ninguna maravilla Soy un robot muy simple. Tú no sabes gran cosa acerca de los robots.

–Admito que nunca he estudiado el tema a fondo. Confieso que el concepto robótico en sí me desconcierta un poco. Parece como si el hombre se arrogara unos poderes que sólo corresponden a…

Thomas se interrumpió bruscamente.

–No temas –zumbó la voz–. Puedes hablar libremente. Me han suministrado todos los datos relativos a tu vocación y tu misión. Era necesario, ya que de otro modo podría haberte traicionado inadvertidamente.

Thomas sonrió.

–¿Sabes una cosa? –dijo–. Esto podría resultar agradable: tener un ser con el que poder hablar sin temor a ser traicionado…

–Un ser –repitió el robasno–. ¿No corres el riesgo de incurrir en pensamientos heréticos?

–A decir verdad, resulta un poco difícil clasificarte: alguien que puede hablar y pensar pero que no tiene alma.

–¿Estás seguro de eso?

–Desde luego que lo estoy… –afirmó Thomas–. ¿Te importaría que dejáramos de hablar unos instantes? Me gustaría meditar y adaptarme a la situación.

–No me importa. Nunca me importa. Me limito a obedecer. Lo cual equivale a decir que me importa… Me han cebado con un lenguaje muy obscuro.

–Si continuamos juntos –dijo Thomas–, trataré de enseñarte el latín. Creo que te gustará más. Y ahora déjame meditar.

El robasno se desvió automáticamente hacia el este para escapar de la permanente fuente de radiación que había sido el primer ciclotrón. Thomas tecleó en su chaqueta. La combinación de diez botones pequeños y uno mayor formaba una moda singular; pero era mucho más seguro que llevar un rosario, y, por fortuna, los Inspectores de Lealtad no habían descubierto aún el objetivo funcional de la moda.

Los Misterios Gloriosos parecían apropiados al posible desenlace glorioso de su aventura; pero sus meditaciones eran incapaces de concentrarse en los Misterios. Mientras murmuraba sus Avemarías, estaba pensando:

Sí el profeta Balaam conversó con su asno, yo puedo conversar con mi robasno. Balaam siempre me ha intrigado. No era un israelita; era un hombre de Moab, que adoraba a Baal; y luchaba contra Israel y, sin embargo, era un profeta del Señor. Bendijo a los israelitas cuando le habían ordenado maldecirlos; y, en recompensa, fue degollado por los israelitas cuando éstos triunfaron sobre Moab. La historia no tiene sentido; parece querer demostrar que hay partes del Plan Divino que nunca comprenderemos…

Estaba dormitando en el asiento de espuma cuando el robasno se paró bruscamente, ajustándose con rapidez a datos exteriores que no le habían sido proporcionados previamente. Thomas parpadeó al ver a un hombre gigantesco que le miraba con ceñuda expresión.

–Zona habitada a una milla de distancia –ladró el hombre–. Si vas allí, muéstrame tu pase de acceso. Si no lo tienes, apártate de la carretera y mantente alejado de ella.

Thomas observó que se encontraban en lo que con un poco de buena voluntad podía llamarse una carretera, y que el robasno había bajado sus ruedas laterales y encogido sus patas.

–No voy hacia allí –dijo–. Me dirijo a las montañas.

El gigante gruñó y estaba a punto de dar media vuelta cuando una voz gritó desde el cobertizo que se alzaba al borde de la carretera:

–¡Eh, Joe! ¡Recuerda lo de los robasnos!

Joe se detuvo.

–Sí, es verdad. Dicen que un robasno ha caído en manos de unos cristianos –escupió sobre el polvoriento suelo–. Enséñame el certificado de propiedad.

A sus otras dudas, Thomas añadió ahora ciertas sospechas muy poco caritativas acerca de las motivaciones del anónimo Nicodemus del Papa, que no le había proporcionado tal certificado. Pero fingió buscarlo, llevándose en primer lugar la mano a la frente, como si pensara, luego al pecho, luego al hombro izquierdo y luego al derecho.

Los ojos del guardián permanecieron inexpresivos mientras contemplaba aquella furtiva versión de la señal de la cruz. Después inclinó la mirada. Thomas le imitó y vio que el pie derecho del guardián había dibujado en el polvo de la carretera las dos líneas curvas que los niños utilizan para trazar su primer dibujo de un pez… y que los cristianos de las catacumbas habían empleado como símbolo de su fe.

El pie del guardián borró el pez mientras llamaba a su invisible compañero.

–¡Todo en orden, Fred! –dijo; y añadió–: Adelante, mister.

El robasno esperó hasta que estuvieron fuera del alcance del oído de aquellos hombres antes de observar:

–Muy astuto. Serías un buen agente secreto.

–¿Cómo has visto lo que ha sucedido? –preguntó Thomas–. No tienes ningún ojo.

–Factor psíquico modificado. Mucho más eficaz.

–Entonces… –Thomas vaciló–. ¿Significa eso que puedes leer mis pensamientos?

–Un poco. Pero, no te preocupes. Las tonterías que puedo leer no me interesan.

–Gracias –dijo Thomas.

–Creer en Dios. Bah –era la primera vez que Thomas oía pronunciar esta última exclamación tal como se escribe–. Tengo una mente lógica que no puede incurrir en tales errores.

–Yo tengo un amigo –sonrió Thomas– que también es infalible. Pero sólo en determinadas ocasiones, y sólo porque Dios está con él.

–Ningún ser humano es infalible.

–Entonces –dijo Thomas, sintiéndose súbitamente poseído por el espíritu del anciano jesuita que le había enseñado filosofía–, ¿puede la imperfección crear perfección?

–No sofistiquemos –dijo el robasno–. Eso no es más absurdo que tu propia creencia de que Dios, que es perfección, creó al hombre que es imperfección.

Thomas deseó que su anciano profesor hubiera estado allí para replicar a aquel argumento. Al mismo tiempo, se sintió tranquilizado por el hecho de que el robasno no había contestado a su propia objeción.

–No estoy seguro –dijo– de que eso pueda penetrar en un cerebro diseñado-para-proporcionar-conversación-al-viajero-aburrido. Vamos a suspender la discusión mientras me dices lo que creen los robots, si es que creen algo.

–Creemos en los datos que nos son suministrados.

–Pero vuestras mentes trabajan con ellos; seguramente desarrollan ideas propias…

–A veces sí, y si los datos suministrados son imperfectos pueden desarrollar ideas muy extrañas. Oí hablar de un robot que se encontraba en una aislada estación espacial y que adoraba a un Dios de los robots, negándose a creer que le había creado un hombre.

–Supongo –murmuró Thomas– que argüía que no había sido creado a imagen nuestra. Me alegro de que nosotros –al menos ellos, los Tecnarcas– se hayan limitado a fabricar robots usoformes como tú, cada uno diseñado para la función que ha de cumplir, sin tratar de reproducir la forma humana.

–Eso no sería lógico –dijo el robasno–. El hombre es una máquina, pero no ha sido diseñada para ningún propósito específico. Y, no obstante, he oído decir que en cierta ocasión…

La voz se interrumpió bruscamente en medio de la frase.

De modo que incluso los robots tenían sus sueños –pensó Thomas–. En aquella ocasión existió un super-robot a imagen de su creador Hombre. Partiendo de aquella idea podía desarrollarse toda una teología robótica…

Súbitamente Thomas se dio cuenta de que había vuelto a adormecerse y había sido despertado de nuevo por una brusca detención. Miró a su alrededor. Se encontraban al pie de una montaña –probablemente la montaña de su mapa– y no había nadie a la vista.

–De acuerdo –dijo el robasno–. He efectuado un largo recorrido y mis mecanismos están llenos de polvo y un poco desajustados. Te enseñaré a reajustarlos. Después puedes cenar, y tomarte un buen descanso. Mañana emprenderemos el regreso.

Thomas se quedó boquiabierto.

–Pero… mi misión es la de encontrar a Aquino. Puedo dormir mientras tú sigues adelante. Tú no necesitas ninguna clase de descanso, ¿verdad? –añadió consideradamente.

–Desde luego que no. Pero, ¿cuál es tu misión?

–Encontrar a Aquino –respondió Thomas pacientemente–. Ignoro qué detalles te han sido proporcionados. Pero a los oídos de Su Santidad ha llegado la noticia de que en esta zona vivió hace muchos años un hombre muy virtuoso…

–Lo sé, lo sé –dijo el robasno–. Su lógica era tan irrefutable que todos los que le oían se convertían a la Iglesia, y desde que murió su tumba secreta se ha convertido en un lugar de peregrinación, y son muchos los milagros que ha obrado, y por encima de todas las señales de santidad, su cuerpo se ha conservado incorrupto, y en estos tiempos necesitáis señales y maravillas para convencer a la gente.

Thomas frunció el ceño. Aquellas palabras, pronunciadas con inhumana monotonía, resultaban de una intolerable irreverencia. Cuando Su Santidad había hablado de Aquino, Thomas había imaginado la gloria de un hombre de Dios sobre la Tierra: la elocuencia de San Juan Crisóstomo, la fuerza lógica de Santo Tomás de Aquino, la poesía de San Juan de la Cruz… y, por encima de todo, aquel milagro físico que muy pocos santos habían merecido: la conservación sobrenatural de la carne… El robasno habló de nuevo.

–Tu misión no es la de encontrar a Aquino. Es la de informar que le has encontrado. Entonces, tu ocasionalmente infalible amigo podrá canonizarle y proclamar un nuevo milagro, y muchos se convertirán, y la fe del rebaño quedará fortalecida. Y en esta época, cuando viajar resulta tan dificultoso, ¿quién emprenderá una peregrinación para descubrir que aquí no hay ningún Aquino?

–La fe no puede basarse en una mentira –dijo Thomas.

–No –dijo el robasno–. Mi pregunta no tenía ninguna intención irónica. El problema del lenguaje tiene que haber sido resuelto en aquella perfecta…

De nuevo se interrumpió a media frase. Pero antes de que Thomas pudiera hablar, continuó:

–No importa que sea una pequeña falsedad lo que conduzca a los hombres a la Iglesia, si una vez dentro de ella creen lo que vosotros pensáis que son las grandes verdades. Lo que necesitan es el informe, no el descubrimiento. Y tú estás ya cansado de viajar, muy cansado, sientes dolores musculares debido a lo desacostumbrado de tu postura, y la cosa va a empeorar cuando iniciemos la ascensión a la montaña y me vea obligado a ajustar mis patas á las desigualdades del terreno. El viaje te resultará dos veces más incómodo que hasta ahora. El hecho de que no me interrumpas demuestra que estás de acuerdo conmigo. Sabes que lo más sensato es que duermas esta noche en el suelo, para cambiar, y emprender el regreso mañana por la mañana. Incluso podemos quedarnos aquí un par de días, para que transcurra un período de tiempo más plausible. Luego puedes presentar tu informe, y…

En algún recodo de su mente soñolienta, Thomas pronunció los nombres de:

–¡Jesús, María y José!

Poco a poco, empezó a filtrarse en su cerebro la idea de que una inflexión absolutamente monótona es muy apropiada para la hipnosis.

¡Retro me, Satanas! –exclamó Thomas en voz alta; y añadió–: Sube la montaña. Es una orden y tienes que obedecer.

–Obedeceré –dijo el robasno–. Pero, ¿qué has dicho antes de eso?

–Perdona –dijo Thomas–. Debí empezar por enseñarte el latín.

El pueblo serrano era demasiado pequeño para ser considerado como una zona habitada merecedora de control militar y de pases de acceso, pero poseía una buena posada.

Mientras desmontaba del robasno, Thomas empezó a darse cuenta de la exactitud de aquellas observaciones acerca de los dolores musculares, pero trató de disimularlo. No estaba de humor para darle al factor psíquico modificado la oportunidad de registrar el pensamiento:

“Ya te lo advertí.”

La camarera de la posada era indudablemente una híbrida marciana-americana. El desarrollado torso marciano y los desarrollados senos americanos formaban una espectacular combinación. Su sonrisa era todo lo que un forastero pedía, y posiblemente un poco más de lo que debía pedir. Y se mostraba sumamente servicial, no sólo atendiendo a la mesa, sino también ofreciendo la escasa información que cabía esperar acerca de aquel pueblo perdido en la montaña.

Pero no reaccionó en absoluto cuando Thomas colocó como al descuido sobre la mesa dos cuchillos entrecruzados en forma de X.

Mientras estiraba las piernas después del desayuno, Thomas pensó en el torso y en los senos de la camarera; aunque, como es de suponer, para él eran un mero símbolo de la extraordinaria naturaleza de su origen. El hecho de que aquellas dos razas, separadas por innumerables eones, fueran capaces de fertilizarse mutuamente, era una prueba de la preocupación divina por Sus Criaturas.

Y, sin embargo, persistía el hecho de que los descendientes, tales como aquella muchacha, eran estériles para las dos razas: un hecho conveniente y provechoso a la vez para ciertos traficantes interplanetarios…

Thomas se recordó a sí mismo apresuradamente que no había recitado aún sus oraciones matinales.

Estaba muy avanzada la tarde cuando Thomas volvió a acercarse al robasno estacionado delante de la posada. A pesar de que no había esperado enterarse de nada en un solo día, Thomas se sentía irrazonablemente decepcionado. Los milagros debían producirse con más rapidez.

Conocía aquellos pueblos aislados, donde iban a parar los que no tenían nada que hacer en el mundo de la Tecnarquía. La civilización, tecnológicamente muy elevada, del Imperio Tecnárquico, en los tres planetas, sólo existía en centros metropolitanos dispersos, situados cerca de los grandes puertos; en los otros lugares, descontadas las zonas completamente devastadas, los retrasados mentales, los descontentos, habían arrastrado una existencia penosa por espacio de mil años, en aldeas que pasaban meses enteros sin ser visitadas por los Inspectores de Lealtad, aunque por alguna misteriosa casualidad (y Thomas pensó de nuevo en los factores psíquicos modificados), cualquier avance tecnológico en una de aquellas aldeas atraía un enjambre de Inspectores.

Thomas había hablado con hombres estúpidos, había hablado con hombres perezosos, había hablado con hombres listos y furiosos. Pero no había hablado con ningún hombre que respondiera a sus discretas señales, con ningún hombre al cual se atreviera a formular una pregunta que contuviera el nombre de Aquino.

–¿No ha habido suerte? –preguntó el robasno.

–Me pregunto si deberías hablarme en público –dijo Thomas, desalentado–. No creo que esos aldeanos estén enterados de que los robots pueden hablar.

–Entonces, ya es hora de que lo aprendan. Pero, si te molesta, puedes ordenarme que me calle.

–Estoy cansado –dijo Thomas–. Cansado por encima de toda posible molestia. Y, en lo que respecta a tu pregunta, no, no ha habido suerte.

–Entonces, podemos emprender el viaje de regreso esta noche –dijo el robasno.

Thomas vaciló.

–No –dijo finalmente–. Creo que debemos quedarnos hasta mañana, como mínimo. La gente suele reunirse en la posada al anochecer. Y siempre existe la posibilidad de pescar algo.

–Ja, ja –dijo el robasno.

–¿Es eso una risa? –inquirió Thomas.

–Deseaba expresar el hecho de que he reconocido el humor en tu juego de palabras.

–¿Mi juego de palabras?

–Yo estaba pensando lo mismo. La camarera es muy atractiva desde el punto de vista humanoide, y vale la pena intentar pescar algo.

–Escucha. Sabes perfectamente que no me refería a nada semejante. Soy un…

Se interrumpió. No consideró prudente pronunciar la palabra sacerdote en voz alta.

–Y tú sabes perfectamente que el celibato de los sacerdotes es una cuestión de disciplina, y no de doctrina. Bajo tu propio Papa, sacerdotes de otros ritos tales como el bizantino y el anglicano están dispensados del voto de castidad. E incluso dentro del rito romano al cual perteneces, ha habido épocas en la historia en que ese voto no era tomado en serio ni siquiera en los niveles más altos del sacerdocio. Estás cansado, necesitas consuelo corporal y espiritual, necesitas comodidad y calor. ¿Acaso no está escrito en el Libro del profeta Isaías: “Alégrate con ella, que puede satisfacerte y ser tu consuelo…”?

–¡Demonio! –estalló Thomas súbitamente–. Cállate de una vez, no vayas a citarme a continuación el Cantar de los Cantares de Salomón. El cual no es más que una alegoría relativa al amor de Cristo hacia Su Iglesia, tal como me enseñaron en el seminario.

–¿Te das cuenta de lo frágil y humano que eres? –dijo el robasno–. Yo, un simple robot, te he arrancado un juramento.

Distingue –puntualizó Thomas–. He dicho Demonio, lo cual no significa tomar el nombre de Dios en vano.

Se dirigió hacia la posada, momentáneamente satisfecho consigo mismo… y profundamente intrigado por la cantidad y la variedad de datos que parecían haber sido «introducidos» en el robasno.

Más tarde, Thomas no fue capaz de reconstruir aquella velada con absoluta claridad. Sin duda porque estaba enojado –con el robasno, con su misión y consigo mismo–, bebió el áspero vino local. Y sin duda porque estaba físicamente agotado, el vino le afectó de un modo tan rápido e inesperado.

Sus recuerdos eran entrecortados y confusos. Un momento de verterse encima el contenido de un vaso, pensando:

“Es una suerte que la ropa talar esté prohibida; así nadie puede reconocer la mala conducta de un clérigo.”

Un momento de escuchar unos versos impúdicos de Un traje espacial construido para dos, y otro momento de sí mismo interrumpiendo el recitado con una sonora declamación de párrafos del Cantar de los Cantares en latín.

No podía estar seguro de que un momento recordado fuera real o imaginario. Podía saborear una cálida boca y sentir el cosquilleo en sus dedos al tocar una carne marciano-americana; pero nunca supo a ciencia cierta si aquello era un verdadero recuerdo o formaba parte del sueño que el diablo había provocado en él.

Ni siquiera estaba seguro de cuál de sus símbolos, o dirigido a quién, fue ejecutado con tanta torpeza como para provocar un alegre grito de:

–¡Maldito perro cristiano!

Recordaba maravillado que aquellos que se mostraban más resueltamente incrédulos necesitaban el nombre de Dios para blasfemar. Y luego empezó el tormento.

Nunca supo si una boca había tocado o no sus labios, pero no cabía duda de que numerosos puños los habían encontrado. Nunca supo si sus dedos habían tocado senos, pero era indudable que habían sido aplastados por pesados talones. Recordaba un rostro que reía a carcajadas mientras su dueño enarbolaba la silla que rompió dos costillas. Recordaba otro rostro con vino tinto goteando sobre él de una botella mantenida en alto, y recordaba el reflejo de la luz de las velas en la botella mientras descendía.

Su recuerdo siguiente era la acequia y la mañana y el frío. Especialmente el frío, porque todas sus ropas habían desaparecido, con parte de su piel. No podía moverse. Sólo podía permanecer allí tendido y mirar.

Les vio pasar, los que ayer habían hablado con él, los que se habían mostrado amistosos. Vio que le miraban y apartaban rápidamente los ojos. Vio pasar a la camarera, que ni siquiera miró hacia la acequia: sabía lo que había en ella.

El robasno estaba a la vista en alguna parte. Thomas trató de proyectar sus pensamientos, trató desesperadamente de confiar en el factor psíquico modificado.

Un hombre al cual no había visto hasta entonces se acercaba tecleando los botones de su chaqueta. Había diez botones pequeños y uno grande, y los labios del hombre se movían silenciosamente.

Aquel hombre miró hacia la acequia. Se detuvo un momento y miró a su alrededor. En algún lugar cercano restalló el sonido de una carcajada.

El cristiano se alejó rápidamente, rezando con devoción su botón-rosario.

Thomas cerró los ojos.

 

Los abrió en una pequeña habitación. Los paseó desde las rústicas paredes de madera hasta las ásperas aunque limpias y cálidas mantas que le cubrían. Luego los posó en rostro moreno y enjuto que sonreía inclinado sobre él.

–¿Te sientes mejor ahora? –preguntó una voz profunda–. Sí, lo sé, quieres decir “¿Dónde estoy?”, y piensas que sería una estupidez decirlo. Estás en la posada. Es el único lugar decente.

–No puedo permitir… –empezó a decir Thomas.

Luego recordó que no estaba en condiciones de permitir o de dejar de permitir. Incluso los pocos créditos que llevaba para un caso de emergencia habían desaparecido cuando le desnudaron.

–No te preocupes –dijo la voz profunda–. Yo corro con todos los gastos. ¿Te apetece comer algo?

–Tal vez un poco de arenque –dijo Thomas… y se quedó dormido inmediatamente.

Cuando volvió a despertar había una taza de café caliente a su lado. Y algo en un plato. Luego, la voz profunda dijo en tono de disculpa:

–Bocadillos. Es lo único que tienen hoy en la posada.

Sólo al empezar el segundo bocadillo Thomas se detuvo el tiempo suficiente para observar que era de jamón, uno de sus manjares preferidos. Se lo comió más despacio, saboreándolo, y cuando alargaba la mano hacia el tercero el hombre moreno dijo:

–Tal vez sea suficiente, por ahora. El resto para más tarde.

Thomas señaló el plato.

–¿No quiere usted uno?

–No, gracias. Todos son de jamón.

Unas ideas confusas se atropellaron en la mente de Thomas. Trató de recordar lo que sabía acerca de la ley mosaica. En algún lugar del Levítico…

El hombre moreno siguió sus pensamientos.

Tref –dijo.

–¿Cómo ha dicho?

–No está permitido por la ley judía.

Thomas frunció el ceño.

–¿Me está usted diciendo que es un judío ortodoxo? ¿Cómo puede confiar en mí? ¿Cómo sabe que no soy un Inspector?

–Créeme, confío en ti. Estabas muy enfermo cuando te traje aquí. Envié a todo el Mundo fuera porque no quería que oyesen las cosas que dirías… Padre –añadió con la mayor naturalidad.

Thomas enrojeció.

–Yo… no merezco esto –tartamudeó–. Me emborraché y me desprestigié a mí mismo y a mi ministerio. Y cuando estaba tendido allí en la acequia ni siquiera pensé en rezar. Puse mi confianza en… ¡Dios me perdone! En el factor psíquico modificado de un robasno.

–Y Él te ayudó –le recordó el judío–. O permitió que yo te ayudara.

–Y todos pasaron de largo –gruñó Thomas–. Incluso uno que estaba rezando el rosario. Pasó de largo. Y luego llegó usted… el buen samaritano.

–Si hay algo que no soy –dijo el judío secamente– es un samaritano. Ahora, procura dormir. Yo trataré de encontrar tu robasno… y lo otro.

Abandonó la habitación antes de que Thomas pudiera preguntarle a qué se refería.

Más tarde, el judío –se llamaba Abraham– se presentó para informarle de que el robasno se encontraba en un cobertizo, detrás de la posada. Al parecer había sido lo bastante prudente como para no sobresaltarle entablando conversación con él.

Hasta el día siguiente no aludió a “lo otro”.

–Créeme, Padre –dijo amablemente–, después de cuidarte ignoro muy pocas cosas acerca de tu personalidad y de los motivos que te han traído a este lugar. Aquí hay algunos cristianos a los cuales conozco, y ellos me conocen a mí. Nos tenemos mutua confianza. Los judíos pueden ser odiados, pero no por mucho tiempo, alabado sea Dios, por adoradores del mismo Señor. De modo que les he hablado de ti. Uno de ellos –añadió con una sonrisa– se ruborizó intensamente.

–Dios le ha perdonado –dijo Thomas–. Había gente cerca… la misma gente que me atacó. ¿Cabía esperar que arriesgara su vida por la mía?

–Me parece recordar que eso es precisamente lo que tu Mesías exige… Pero, dejemos eso. Ahora que saben quién eres, desean ayudarte. Mira, me han dado este mapa para ti. El camino es intrincado, es una suerte que dispongas del robasno. Sólo te piden un favor: cuando regreses, ¿les oirás en confesión y celebrarás una misa? Hay una cueva cerca de aquí muy a propósito.

–Desde luego. Esos amigos suyos, ¿le han hablado a usted de Aquino?

El judío vaciló largo rato antes de contestar lentamente:

–Sí…

–¿Y?

–Créeme, amigo mío, no lo sé. Parece un milagro. Y ayuda a mantener viva la fe. Mi propia fe ha vivido durante largo tiempo de unos milagros que se remontan a más de tres mil años. Tal vez si hubiera oído a Aquino en persona…

Thomas inquirió:

–¿Le importa que rece por usted, en mi fe?

Abraham sonrió.

–Que por muchos años puedas rezar, Padre.

 

Las costillas, sin soldar del todo, le dolían terriblemente mientras trepaba a la silla de espuma. El robasno esperó pacientemente mientras Thomas introducía en él las coordenadas del mapa. No habló hasta que estuvieron lejos del pueblo.

–De todos modos –dijo–, ahora estás a salvo.

–¿Qué quieres decir?

–En cuanto bajemos de la montaña, mirarás deliberadamente a un Inspector. Le pondrás sobre la pista del judío. Y a partir de aquel momento quedarás inscripto en los libros como un fiel sirviente de la Tecnarquía, y no habrás perjudicado a nadie de tu propio rebaño.

Thomas resopló.

–Te estás pasando de la raya, Satanás. Ni siquiera remotamente se me ha ocurrido esa idea. Es inconcebible lo que dices.

–Tampoco querías oír hablar de la camarera. Tu Dios ha dicho que el espíritu es fuerte, pero que la carne es débil.

–Y ahora mismo –dijo Thomas– la carne es demasiado débil incluso para tentaciones carnales. Ahorra tu aliento… o lo que utilices en su lugar.

Ascendieron en silencio. El camino señalado por las coordenadas era muy intrincado, evidentemente trazado a propósito para despistar a los posibles Inspectores.

Súbitamente Thomas se arrancó a sus meditaciones y profirió un sobresaltado:

–¡Eh! –mientras el robasno penetraba directamente en una espesa maraña de arbustos.

–Las coordenadas lo indican así –afirmó el robasno tranquilamente.

Por un instante, Thomas se sintió como el hombre del cuento infantil que cae en medio de un zarzal y los espinos le arrancan los dos ojos. Luego, los arbustos desaparecieron, y el robasno penetró en un angosto pasadizo labrado en la roca.

Luego penetró en una cueva de unos diez metros de diámetro y cuatro de altura, y allí, sobre una especie de tosco catafalco de piedra, yacía el cadáver incorrupto de un hombre.

Thomas se deslizó de la silla de espuma, gimiendo a causa de sus doloridas costillas, se arrodilló y elevó al cielo una silenciosa plegaria de gratitud. Dirigió una sonrisa al robasno, confiando en que el factor psíquico modificado podría detectar los elementos de piedad y de triunfo en aquella sonrisa.

Luego, la sombra de una duda nubló su rostro mientras se acercaba al cadáver.

–Antiguamente, en los procesos de canonización –dijo, tanto para sí mismo como para el robasno–, solían tener lo que ellos llamaban un abogado del diablo, cuya obligación era la de arrojar todas las dudas posibles sobre la evidencia.

–Un papel que te caería que ni pintado, Thomas –dijo el robasno.

–Si yo fuera el abogado del diablo –murmuró Thomas–, empezaría por interrogarme acerca de las cuevas. Algunas de ellas poseen propiedades peculiares que conservan los cuerpos a través de una especie de momificación…

El robasno se había acercado al catafalco.

–Este cuerpo no está momificado –dijo–. No te preocupes.

–¿Crees que el factor psíquico modificado te permite asegurarlo? –sonrió Thomas.

–No –respondió el robasno–. Pero te demostraré por qué Aquino no pudo ser momificado.

Levantó su articulada pata delantera y dejó caer la pezuña sobre la mano del cadáver. Thomas profirió una exclamación de horror ante aquel sacrilegio… y luego contempló boquiabierto la destrozada mano.

Allí no había sangre, ni bálsamo, ni carne desgarrada. No había más que una piel rasgada y debajo de ella una enmarañada masa de tubos de plástico y alambres.

El silencio se prolongó largo rato. Finalmente, el robasno dijo:

–Tenías que enterarte. Solamente tú, desde luego.

–Y todo este tiempo –murmuró Thomas– perdido en busca de un santo que únicamente existía en tus sueños… El único robot perfecto en forma de hombre.

–Su constructor murió, y sus secretos se perdieron –dijo el robasno–. Pero no importa, volveremos a encontrarlos.

–Todo para nada. Para menos de nada. El “milagro” fue realizado por la Tecnarquía.

–Cuando Aquino murió –continuó el robasno–, y digo murió para que podamos entendernos, acababa de sufrir algunos fallos mecánicos y no se atrevió a acudir a un taller de reparaciones porque esto hubiera revelado su naturaleza. Esto no lo sabrá nadie más que tú. En tu informe, desde luego, dirás que has encontrado el cuerpo de Aquino y que realmente estaba incorrupto. Esta es la verdad y nada más que la verdad, y si no es toda la verdad nadie se preocupará en averiguarlo. Deja que tu infalible amigo utilice el informe, y te aseguro que no se mostrará desagradecido contigo.

–Espíritu Santo, dame gracia y discernimiento –murmuró Thomas.

–Tu misión ha sido un éxito. Ahora regresaremos, la Iglesia creerá, y tu Dios ganará muchos más adoradores para entonar alabanzas a Sus inexistentes oídos.

–¡Maldito seas! –exclamó Thomas–. Y esto sería realmente una maldición, sí tuvieras un alma que maldecir.

–¿Estás seguro de que no la tengo? –dijo el robasno.

–Sé lo que eres. Sé que eres el mismo diablo, merodeando por el Mundo en busca de la destrucción de los hombres. Eres el enemigo que acecha en la obscuridad. Eres un robot puramente fundacional construido y alimentado para tentarme.

–No para tentarte –dijo el robasno–. No para destruirte. Para guiarte y salvarte. Nuestras mejores computadoras señalan una probabilidad del 51,5 por ciento de que dentro de veinte años serás el próximo Papa. Si consigo infundirte un poco de sentido práctico, la probabilidad puede aumentar hasta un 97,2 por ciento. ¿No deseas ver gobernada la Iglesia que tú sabes que puedes gobernar? Si confiesas que has fracasado en esta misión, perderás el favor de tu amigo, el cual, como tú mismo admites, es falible la mayor parte del tiempo. Perderás las ventajas de posición y de contactos que pueden conducirte al birrete rojo de Cardenal, aunque no puedas lucirlo bajo la Tecnarquía, y luego…

–¡Basta! –el rostro de Thomas resplandecía y en sus ojos brillaba algo que el factor psíquico modificado no había detectado en ellos hasta entonces–. ¿No te das cuenta? ¡Esto es el triunfo! ¡Este es el final perfecto de la búsqueda!

La pata articulada rozó la mano del cadáver.

–¿Esto?

–Esto es tu sueño. Esto es tu perfección. ¿Y qué salió de esta perfección? Este cerebro lógico, perfecto –este cerebro que lo comprendía y abarcaba todo, no especializado funcionalmente como el tuyo–, sabía que estaba hecho por el hombre, y su razón le obligó a creer que el hombre estaba hecho por Dios. Y comprendió que su deber era el de conducir al hombre hacia su Creador, Dios. Su deber era el de convertir al hombre, el de aumentar la gloria de Dios. ¡Y lo convirtió mediante la fuerza de su cerebro perfecto! Ahora comprendo el nombre de Aquino –continuó, para sí mismo–. Conocemos a Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, el razonador perfecto de la Iglesia. Sus escritos se han perdido, pero seguramente podremos encontrar un ejemplar en alguna parte del Mundo. Podremos capacitar a nuestros jóvenes para que desarrollen al máximo su capacidad de razonamiento. Durante demasiado tiempo hemos confiado únicamente en la fe; esta no es una época de fe. Tenemos que poner la razón a nuestro servicio. ¡Y Aquino nos ha enseñado que la razón perfecta sólo puede conducir hasta Dios!

–En tal caso, es más necesario que nunca que aumentes las probabilidades de convertirte en Papa para llevar adelante ese programa. Sube a la silla de espuma. Regresaremos, y por el camino te enseñaré algunas cosas que te ayudarán para asegurarte…

–No –dijo Thomas–. No soy tan fuerte como San Pablo, que podía vanagloriarse de sus imperfecciones… No, prefiero decir con el Salvador: “No nos dejes caer en la tentación”. Me conozco a mí mismo. Soy débil y estoy lleno de incertidumbres, y tú eres muy listo. Vete. Sabré encontrar por mí mismo el camino de regreso.

–Estás enfermo. Tienes las costillas rotas y doloridas. No podrás regresar solo. Necesitas mi ayuda. Si quieres, puedes ordenarme que permanezca silencioso. Es muy necesario para la Iglesia que regreses junto al Papa sano y salvo con tu informe. Por tus propios medios, no lo conseguirás.

–¡Vete! –gritó Thomas–. ¡Vuelve junto a Nicodemus… o Judas! Es una orden. Obedece.

–No creerás que fui realmente condicionado para obedecer tus órdenes… Esperaré en el pueblo. Si consigues llegar hasta allí, te alegrarás al verme.

Las patas del robasno resonaron metálicamente sobre el pasadizo de piedra. Cuando el eco se apagó, Thomas cayó de rodillas al lado del cadáver del que para él sería en adelante San Aquino, el Robot.

Sus costillas le producían un dolor más terrible que nunca. El viaje, solo, sería espantoso…

Sus plegarias se alzaron como nubes de incienso. Y a través de todos sus pensamientos discurrió el grito del padre del epiléptico de Cesárea:

–¡Creo, oh, Señor! ¡Sálvame Tú de la incredulidad!

Philip K. Dick: La fe de nuestros padres. Cuento

Philip K. DickEn las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de madera y llamaba con gritos chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su mente y distraían su atención: era como si estuviera solo, y no lo rodearan los que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y, asimismo, era como si el vendedor sin piernas no existiera.

—Camarada —lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a Chien con su carrito, propulsado por una batería a helio—. Tengo una amplia variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes satisfechos. Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte. —Está bien —dijo Chien, deteniéndose—, pero no estoy enfermo. «Excepto —pensó— de la enfermedad crónica de los empleados del Comité Central: el oportunismo profesional poniendo a prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la mía.»

—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas —canturreó el vendedor ambulante, persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres negros. —Alzando una bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y distintas clases de polvos en recipientes de plástico, el vendedor canturreó—: Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática, puedo darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina increíblemente efectiva. Y mis precios son bajos, camarada. Y como atención especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te aceptaré en pago los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.

—Vete al infierno —dijo Chien, y le hizo señas a un taxi sobre colchón de aire que pasaba en ese momento.

Ya se había atrasado tres minutos y medio para su primera cita del día, y en el Ministerio sus diversos superiores de opulento trasero estarían haciendo rápidas anotaciones mentales, al igual que sus subordinados, que las harían en proporción aún mayor.

El vendedor dijo con calma: —Pero, camarada, debes comprarme. —¿Por qué? —preguntó Chien. Sentía indignación. —Porque soy un veterano de guerra, camarada. Luché en la Colosal Guerra Final de Liberación Nacional con el Frente Democrático Unido del Pueblo contra los Imperialistas. Perdí mis extremidades inferiores en la batalla de San Francisco. —Ahora su tono era triunfante y socarrón—. Es la ley. Si te niegas a comprar las mercancías ofrecidas por un veterano, te arriesgas a que te multen o que te envíen a la cárcel…, además de la deshonra.

Con gesto cansado, Chien indicó al taxi que siguiera. —Concedido —dijo—. Está bien, debo comprarte. —Dio un rápido vistazo a la pobre exhibición de remedios vegetales, buscando uno al azar—. Éste —decidió, señalando un paquetito de la última hilera y envuelto en papel. El vendedor ambulante se rió. —Eso es un espermaticida, camarada. Lo compran las mujeres que no pueden aspirar a La Píldora por razones políticas. Te sería poco útil. En realidad no te sería nada útil, porque eres un caballero.

—La ley no exige que te compre algo útil —dijo Chien en tono cortante—. Sólo que debo comprarte algo. Me llevaré ése.

Metió la mano en su chaqueta acolchada, buscando la billetera, henchida por los billetes inflacionarios de posguerra con los que le pagaban cuatro veces a la semana, en su calidad de servidor del gobierno. —Cuéntame tus problemas —dijo el vendedor. Chien lo miró asombrado. Atónito ante la invasión de su vida privada… por alguien que no era del gobierno.

—Está bien, camarada —dijo el vendedor, al ver su expresión—. No te sondearé. Perdona. Pero como doctor, como curador naturista, lo indicado es que sepa todo lo posible. —Lo examinó, con sus delgados rasgos sombríos—. ¿Miras la televisión mucho más de lo normal? —preguntó de pronto. Tomado por sorpresa, Chien dijo: —Todas las noches. Menos los viernes, cuando voy al club a practicar el enlace de novillos, ese arte esotérico importado del Oeste.

Era su única gratificación. Aparte de eso, se dedicaba por completo a las actividades del Partido.

El vendedor se estiró y eligió un paquetito de papel gris. —Sesenta dólares de intercambio —declaró—. Con garantía total. Si no cumple con los efectos prometidos, devuelves la porción sobrante y se te reintegra todo el dinero, sin rencor. —¿Y cuáles son los efectos prometidos? —dijo Chien, sarcástico. —Descansa los ojos fatigados por soportar los absurdos monólogos oficiales —dijo el vendedor—. Es un preparado tranquilizante. Tómalo cuando te encuentres expuesto a los secos y extensos sermones de costumbre que…

Chien le dio el dinero, aceptó el paquete, y siguió su camino. «La ordenanza que ha establecido a los veteranos de guerra como clase privilegiada es una mafia —pensó—. Hacen presa en nosotros, los más jóvenes, como aves de rapiña.»

El paquetito gris quedó olvidado en el bolsillo de su chaqueta mientras entraba al imponente edificio de posguerra del Ministerio de Artefactos Culturales, y a su propia oficina, bastante majestuosa, para comenzar su día de trabajo.

En la oficina lo esperaba un caucásico adulto, corpulento, vestido con un traje de seda Hong Kong marrón, cruzado, con chaleco. Junto al desconocido caucásico estaba su propio superior inmediato, Ssu-Ma Tso-pin. Tso-pin hizo las presentaciones en cantonés, un dialecto que dominaba bastante mal.

—Señor Tung Chien, le presento al señor Darius Pethel. El señor Pethel será el director de un nuevo establecimiento ideológico y cultural que se va a inaugurar en San Francisco, California. El señor Pethel ha dedicado una vida rica y plena al apoyo de la lucha del pueblo por destronar a los países del bloque imperialista mediante la utilización de instrumentos pedagógicos. De ahí su alta posición. Se estrecharon la mano. —¿Té? —le preguntó Chien. Apretó el botón del hibachi infrarrojo y en un instante el agua comenzó a burbujear en el adornado recipiente de carámica de origen japonés. Cuando se sentó ante su escritorio, vio que la fiel señorita Hsi había preparado la hoja de información (confidencial) sobre el camarada Pethel. Le dio un vistazo mientras simulaba efectuar un trabajo de rutina.

—El Benefactor Absoluto del Pueblo se ha entrevistado personalmente con el señor Pethel, y confía en él —dijo Tso-pin—. Eso es algo fuera de lo común. La escuela de San Francisco aparentará enseñar las filosofías taoístas comunes pero, desde luego, en realidad mantendrá abierto para nosotros un canal de comunicación con el sector joven intelectual y liberal de los Estados Unidos occidentales. Aún hay muchos vivos, desde San Diego a Sacramento; calculamos que unos diez mil. La escuela aceptará dos mil. El enrolamiento será obligatorio para los que seleccionemos. Usted estará relacionado en forma importante con los programas del señor Pethel. Ejem, el agua del té está hirviendo. —Gracias —murmuró Chien, dejando caer la bolsita de té Lipton en el agua. Tso-pin prosiguió: —Aunque el señor Pethel supervisará la confección de los cursos educativos presentados por la escuela a su cuerpo de estudiantes, todos los exámenes escritos serán enviados a su oficina para que usted efectúe un estudio experto, cuidadoso, ideológico de ellos. En otras palabras, señor Chien, determinará cuál de los dos mil estudiantes es confiable, quiénes responden realmente a la programación y quiénes no. —Ahora serviré el té —dijo Chien, haciéndolo ceremoniosamente. —Hay algo de lo que debemos darnos cuenta —dijo Pethel en un cantonés retumbante aún peor que el de Tso-pin—. Una vez perdida la guerra contra nosotros, la juventud norteamericana ha desarrollado una aptitud notable para disimular.

Dijo la última palabra en inglés. Como no la entendía, Chien se volvió interrogante hacia su superior. —Mentir —explicó Tso-pin. —Pronunciar las consignas correctas en lo superficial, pero creerlas falsas interiormente —dijo Pethel. —Los exámenes escritos de este grupo se parecerán mucho a los de los auténticos…

—¿Quiere decir que los exámenes escritos de dos mil estudiantes pasarán por mi oficina? —preguntó Chien. No podía creerlo—. Eso es un trabajo absorbente; no tengo tiempo para nada que se parezca. —Estaba espantado—. Dar aprobación o negativa crítica oficial a un grupo astuto como el que usted prevé… —gesticuló—. Me cago en… — inició en inglés.

Parpadeando ante el brutal insulto occidental, Tso-pin dijo: —Usted tiene un equipo. Además, puede incorporar otros ayudantes. El presupuesto del Ministerio, aumentado este año, lo permitirá. Y recuerde: el mismo Benefactor Absoluto del Pueblo eligió al señor Pethel.

Ahora su tono era ominoso, aunque sólo sutilmente. Lo necesario para penetrar en la histeria de Chien y debilitarla hasta que se transformara en sumisión. Al menos momentánea. Para subrayar su afirmación, Tso-pin caminó hasta el fondo de la oficina; se detuvo ante el tridi-retrato tamaño natural del Benefactor Absoluto. Luego puso en funcionamiento el pasacinta montado tras el retrato. El rostro del Benefactor Absoluto se movió y brotó de él una homilía familiar, modulada en acentos más que familiares. —Luchen por la paz, hijos míos —entonó con suavidad, con firmeza. —Ajá —dijo Chien, aún perturbado, pero ocultándolo. Era posible que una de las computadoras del Ministerio pudiese clasificar los exámenes escritos; podía emplearse una estructura de sí-no-quizá, junto a un preanálisis del esquema de corrección (o incorrección) ideológica. El asunto podía transformarse en rutina. Probablemente.

—He traído cierto material y me gustaría que usted lo analice, señor Chien —dijo Darius Pethel. Corrió el cierre de un desagradable y anticuado portafolio de plástico—. Dos ensayos de examen —dijo mientras le pasaba los documentos a Chien—. Esto nos permitirá saber si usted está capacitado para el trabajo. —Se volvió hacia Tso-pin. Sus miradas se encontraron—. Tengo entendido que si usted tiene éxito en la empresa será nombrado viceconsejero del Ministerio, y su Excelencia el Benefactor Absoluto del Pueblo le otorgará personalmente la medalla Kisterigian.

Pethel y Tso-pin le brindaron una sonrisa de cauteloso acuerdo. —La medalla Kisterigian —repitió Chien como un eco. Aceptó los exámenes escritos, les dio un vistazo mostrando una tranquila indiferencia. Pero en su interior el corazón vibraba con tensión mal disimulada—. ¿Por qué estos dos? Quiero decir: ¿qué tengo que buscar en ellos, señor?

—Uno es obra de un progresista dedicado, un miembro leal del partido, cuyas convicciones han sido investigadas a fondo —dijo Pethel—. El otro es un joven stilyagi de quien se sospecha que sostiene degeneradas criptoideas imperialistas de pequeño burgués. Le corresponde decidir, señor, a quién pertenece cada trabajo. Leyó el título del primer ensayo: DOCTRINAS DEL BENEFACTOR ABSOLUTO ANTICIPADAS EN LA POESÍA DE BAHA AD-DIN ZUHAYR. DEL SIGLO TRECE. ARABIA.

Al hojear las primeras páginas, Chien vio una estrofa que le era familiar; se llamaba Muerte y la había conocido durante la mayor parte de su vida adulta, educada. Fallará una vez, fallará dos veces, sólo elige una entre muchas horas; para él no hay profundidad ni altura, es todo una llanura en donde busca flores. —Poderoso —dijo Chien—. Este poema. —El autor utiliza el poema para referirse a la sabiduría ancestral desplegada por el Benefactor Absoluto en nuestras vidas cotidianas, de modo que ningún individuo esté seguro —dijo Pethel al notar que los labios de Chien se movían releyendo la estrofa—. Todo somos mortales, y sólo la causa suprapersonal, históricamente esencial, sobrevive. Y así debe ser. ¿Estaría usted de acuerdo con él? ¿Con este estudiante, quiero decir? O… —Pethel hizo una pausa— ¿Quizás esté, en realidad, satirizando las proclamas de nuestro Benefactor Absoluto? Precavido, Chien dijo: —Permítame examinar el otro texto. —No necesita más información. Decida. Vacilante, Chien dijo: —Yo… nunca había pensado en este poema de ese modo. —Se sentía irritado—. De todos modos, no es de Baha ad-Din Zuhayl forma parte de la recopilación las Mil y una noches. Sin embargo, es del siglo trece; lo admito.

Leyó con rapidez el texto que acompañaba al poema. Parecía ser un párrafo rutinario, poco inspirado, de clisés partidistas que él sabía de memoria. El ciego monstruo imperialista que segaba y absorbía (metáfora mixta) la aspiración humana, los cálculos del grupo anti-Partido aún en existencia en los Estados Unidos del Este… Se sentía sordamente aburrido, y tan poco inspirado como el estudiante del examen. Debemos perseverar, declaraba el texto. Eliminar los restos del Pentágono en las montañas Catskills, dominar a Tennessee y sobre todo el bolsón de reaccionarios empecinados de las colinas rojas de Oklahoma. Suspiró.

—Creo que debemos permitir que el señor Chien pueda considerar este difícil material cómodamente —dijo Tso-pin. Luego se dirigió a Chien—: Tiene permiso para llevarlo a su departamento, esta noche, y juzgarlos en sus horas libres.

Efectuó una reverencia entre burlona y solícita. Fuera o no un insulto, había librado a Chien del anzuelo, y Chien se lo agradecía.

—Son ustedes muy bondadosos al permitirme cumplir con esta nueva y estimulante labor en mis horas libres. De estar vivo, Mikoyan los aprobaría —murmuró.

«Bastardos —se dijo, incluyendo en el insulto tanto a su superior como al caucásico Pethel—. Arrojándome un clavo ardiente como éste, y en mis horas libres. Es obvio que el PC de Estados Unidos tiene problemas. Sus academias de adoctrinamiento no cumplen su trabajo con la excéntrica y muy terca juventud yanqui. Y se han ido pasando este clavo ardiente de uno a otro hasta que llegó a mí.» «Gracias por nada —pensó con amargura.» Aquella noche, en su departamento pequeño pero bien equipado, leyó el otro examen, escrito esta vez por una tal Marion Culper, y descubrió que también tenía que ver con la poesía. Era obvio que se trataba de un curso de poesía. Siempre le había resultado desagradable la utilización de la poesía (o de cualquier arte) con propósitos sociales. De todos modos, sentado en su cómodo sillón especial enderezador de columna, imitación de cuero, encendió un enorme cigarro corona Cuesta Rey Número Uno del Mercado Inglés y empezó a leer.

La autora del ensayo, la señorita Culper, había elegido como texto las líneas finales de la famosa Canción para el día de Santa Cecilia, de un poema de John Dryden, poeta inglés del siglo XVII:

… Así, cuando la última y temible hora esta gastada procesión devore, la trompeta se oirá en lo alto, los muertos vivirán, los vivos morirán, y la Música destemplará el cielo. Bueno, esto es increíble, pensó Chien, cáusticamente. ¡Se supone que debemos creer que Dryden anticipó la caída del capitalismo? ¿Eso quiso decir al escribir «gastada procesión»?

Se inclinó para tomar el cigarro y descubrió que se había apagado. Tanteó en los bolsillos buscando su encendedor japonés, se detuvo…

¡Tuuiiii! se oyó por el televisor al otro lado de la sala de estar. —Ajá —dijo Chien—. El Líder va a hablarnos. El Benefactor Absoluto del Pueblo. Lo hará desde Pekín, donde ha vivido durante los últimos noventa años. ¿O cien? O, como a veces nos gusta pensar en él, el Asno…

—Que los diez mil capullos de la abyecta pobreza autoasumida florezcan en vuestro jardín espiritual —dijo el locutor del canal televisivo.

Chien se detuvo con un gruñido y ejecutó la reverencia de respuesta obligatoria. Cada televisor estaba equipado con mecanismos de control que informaban a la Polseg, la Policía de Seguridad, si el propietario estaba haciendo la reverencia y/o mirando.

Un rostro claramente definido se manifestó en la pantalla: los rasgos amplios, lisos, saludables del líder del PC oriental, de ciento veinte años de edad, gobernante desde muchos…, demasiados años. Chien le sacó la lengua mentalmente y volvió a sentarse en el sillón de imitación de cuero, ahora frente al televisor.

—Mis pensamientos están concentrados en ustedes, hijos míos —dijo el Benefactor Absoluto con sus tonos ricos y lentos—. Y sobre todo en el señor Tung Chien, de Hanoi, que tiene una difícil tarea por delante, una tarea que enriquece al pueblo del Oriente Democrático, además de la Costa Oeste Americana. Debemos pensar todos juntos en este hombre noble y dedicado, y en el trabajo que enfrenta, y yo mismo he decidido emplear algunos momentos de mi tiempo para honrarlo y alentarlo. ¿Me está oyendo, señor Chien?

—Sí, Su Excelencia —dijo Chien, y consideró las posibilidades de que el Líder del Partido lo hubiera elegido a él en esta noche en especial.

Las posibilidades eran tan escasas que experimentó un cinismo anormal en un camarada. Le sonaba poco convincente. Lo más probable era que la transmisión se emitiera sólo a su edificio de departamentos… o al menos sólo a aquella ciudad. También podría ser un trabajo de sincronización labial hecho en la TV de Hanoi. Incorporado. Sea como fuere, se le exigía que escuchara y mirara… y absorbiera. Lo hizo, gracias a toda una vida de práctica. Exteriormente parecía prestar una atención inflexible. En su fuero interno aún cavilaba sobre los dos exámenes escritos, preguntándose cuál era el correcto:

¿dónde terminaba el devoto entusiasmo por el Partido y comenzaba la sátira sardónica? Era difícil determinarlo…, lo cual explicaba, desde luego, por qué habían descargado la labor en su regazo.

Volvió a tantear los bolsillos en busca del encendedor… y encontró el sobrecito gris que le había vendido el mercachifle veterano de guerra. Recordó lo que le había costado. Dinero tirado, pensó. ¿Y qué era lo que hacía este remedio? Nada. Dio vuelta al envoltorio y vio, en la parte de atrás, un texto en letras muy pequeñas. Comenzó a desdoblar el paquete con cuidado. Las palabras lo habían atrapado… para eso estaban preparadas, por supuesto.

¿Fracasando como miembro del Partido y ser humano? ¿Temeroso de volverse obsoleto y ser arrojado al montón de cenizas de la historia?

Paseó la vista con rapidez sobre el texto, ignorando sus afirmaciones, buscando datos para saber qué había comprado.

Entretanto, la voz del Benefactor Absoluto seguía zumbando. Rapé. El paquetito contenía rapé. Innumerables granitos negros, como pólvora, de los que subía un atrayente aroma que le cosquilleó la nariz. Descubrió que el nombre de esa mezcla en particular era Princess Special. Y era muy agradable. En una época había tomado rapé (durante un tiempo, fumar tabaco había estado prohibido por razones sanitarias) en sus días de estudiante en la Universidad de Pekín; estaba de moda, sobre todo las mezclas afrodisíacas preparadas en Chungking. ¿Sería ésta como aquéllas? Al rapé se le podía agregar casi cualquier sustancia aromática, desde esencia de naranja hasta excremento de bebé pulverizado… o al menos eso parecían algunas, sobre todo una mezcla inglesa llamada High Dry Toast que por sí sola habría bastado para poner punto final a su costumbre de inhalar tabaco.

En la pantalla televisiva el Benefactor Absoluto seguía retumbando monótono, mientras Chien aspiraba el polvo con cautela y leía el prospecto: curaba todo, desde llegar tarde al trabajo hasta enamorarse de mujeres con pasado político dudoso. Interesante. Pero típico de los prospectos… Sonó el timbre. Se levantó y caminó hasta la puerta, sabiendo perfectamente lo que iba a encontrar. Como no podía ser de otra manera, allí estaba Mou Kuei, el guardia del edificio, pequeño y torvo y dispuesto a cumplir con su deber; se había colocado la faja en el brazo y el casco metálico, para mostrar que estaba de servicio.

—Señor Chien, camarada trabajador del Partido. He recibido una llamada de la autoridad televisiva. Usted no está mirando su pantalla y en vez de eso juguetea con un paquete de contenido dudoso. —Extrajo un anotador y un bolígrafo—. Dos marcas rojas, y se le ordena en forma sumaria que a partir de ese momento descanse en una posición cómoda y sin tensiones ante su pantalla, y brinde al Líder su excelsa atención. Esta noche sus palabras se dirigen a usted en especial, señor. A usted. —Lo dudo —se oyó decir Chien. Parpadeando, Kuei dijo: —¿Qué quiere usted decir? —El Líder gobierna ocho mil millones de camaradas. No va a elegirme a mí. Se sentía furioso; la exactitud del reproche del guardia lo fastidiaba. Kuei dijo: —Lo oí claramente con mis propios oídos. Usted fue mencionado. Acercándose al televisor, Chien aumentó el volumen. —¡Pero ahora está hablando sobre el fracaso de las cosechas en la India Popular! Eso no tiene importancia para mí.

—Todo lo que el Líder expone es importante. —Mou Kuei garabateó una marca en la hoja de su anotador, se inclinó ceremoniosamente y se giró—. La orden de venir aquí para que usted enfrentara su negligencia procedía del Departamento Central. Es obvio que consideran importante su atención; debo ordenarle que ponga en marcha el circuito de grabación automática y vuelva a pasar las partes anteriores del discurso del Líder. Chien hizo un sonido obsceno con la lengua. Y cerró la puerta. Caminó hasta el televisor, empezó a apagarlo; una luz roja parpadeó de inmediato, informándole que no tenía permiso para hacerlo: en realidad, no podía terminar con la perorata y la imagen, ni siquiera desenchufándolo. «Los discursos obligatorios nos van a matar —pensó—. Nos van a enterrar a todos; si pudiera librarme del ruido de los discursos, librarme del alboroto del Partido cuando ladra para azuzar a la humanidad… » Sin embargo, no había ordenanza conocida que le impidiera tomar rapé mientras contemplara al Líder. Así que abrió el paquetito gris y derramó una porción de gránulos negros sobre el dorso de su mano izquierda. Luego alzó la mano con gesto profesional hasta su nariz e inhaló profundamente, haciendo que el polvo le penetrase bien en las fosas nasales. Pensó en la antigua superstición. Que las fosas nasales están conectadas con el cerebro, y en consecuencia la inhalación de rapé afectaba en forma directa la corteza cerebral. Sonrió, otra vez sentado, con la vista fija en la pantalla y en el individuo gesticulante tan conocido por todos.

El rostro se fue achicando, desapareció. El sonido cesó. Estaba ante un vacío, una superficie lisa. La pantalla, frente a él, era blanca y pálida, y en el altavoz sonaba un débil zumbido.

Inhaló golosamente el polvo que quedaba sobre la mano, haciéndolo subir con avidez hacia la nariz, hacia las fosas nasales y —o al menos así lo sentía— hacia el cerebro; se hundió en el rapé, absorbiéndolo con júbilo.

La pantalla permaneció vacía y luego, en forma gradual, una imagen fue tomando forma. No era el Líder. No era el Benefactor Absoluto del Pueblo; a decir verdad, no era nada que se pareciera a una figura humana.

Ante él había un muerto aparato metálico, construido con circuitos impresos, seudópodos giratorios, lentes y una caja chirriante. Y la caja empezó a arengarlo con un clamor zumbante y monótono.

Sin poder apartar los ojos de la imagen pensó: «¿Qué es esto?, ¿La realidad? Una alucinación —decidió—. El vendedor ambulante ha hallado alguna de las drogas psicodélicas utilizadas durante la Guerra de Liberación… ¡La está vendiendo y yo tomé un poco, tomé una porción completa!»

Caminó dificultosamente hasta el videófono y marcó el número de la seccional Polseg más cercana al edificio. —Quiero informar sobre un traficante de drogas alucinógenas —dijo en el receptor. —¿Podría decirme su nombre, señor, y la ubicación de su departamento? Era un burócrata oficial eficiente, enérgico e impersonal. Le dio la información, luego volvió tambaleando a su sillón a imitación de cuero, para presenciar una vez más la aparición sobre la pantalla televisiva. «Esto es mortal —se dijo—. Debe de ser un producto desarrollado en Washington D. C., o en Londres: más fuerte y más extraño que el LSD-25 que vertieron con tanta eficacia en nuestros depósitos de agua. Y yo creía que iba a aliviarme de la carga de los discursos del Líder… esto es mucho peor, esta monstruosidad electrónica, de plástico y acero, farfullando, contorsionándose, parloteando: es algo terrorífico.» «Tener que enfrentarme a esto por el resto de mis días…» El equipo de dos hombres de la Polseg llegó en diez minutos. Y para entonces la imagen familiar del Líder había vuelto a entrar en foco en una serie de pasos sucesivos, reemplazando la horrible construcción artificial que agitaba sus tentáculos y chirriaba sin fin. Temblando, Chien hizo entrar a los dos agentes y los condujo hasta la mesa donde había dejado el paquete con el resto de rapé.

—Toxina psicodélica —dijo con voz apagada—. Efectos de corta duración. La corriente sanguínea la absorbe en forma directa, a través de los capilares nasales. Les daré detalles acerca de cómo la conseguí, quién me la vendió, y demás.

Aspiró con fuerza, tembloroso; la presencia de la policía era reconfortante. Con los bolígrafos listos, los dos oficiales esperaban. Y durante todo ese tiempo sonaba como fondo el discurso interminable del Líder. Como había ocurrido mil veces antes en la vida de Tung Chien. «Pero nunca volverá a ser igual —pensó—, al menos para mí. No después de inhalar ese rapé casi tóxico.» «¿Eso es lo que ellos pretendían?», se preguntó. Le pareció extraño pensar en ellos. Curioso… pero de algún modo correcto. Vaciló un instante, sin dar a la policía los detalles necesarios para encontrar al hombre. Un vendedor ambulante, empezó a decir. No sé dónde; no puedo recordar.

Pero recordaba la intersección exacta de las calles. Así que, con una resistencia inexplicable se lo dijo.

—Gracias, camarada Chien. —El agente de mayor graduación tomó con cuidado lo que quedaba de rapé (quedaba la mayor parte) y lo colocó en el bolsillo de su uniforme severo, elegante—. Le informaremos de inmediato en caso de que tenga que tomar medidas médicas. Algunas de las antiguas sustancias psicodélicas de la guerra eran fatales, como sin duda usted habrá leído. —He leído —asintió.

Justamente en eso había estado pensando. —Buena suerte y gracias por avisarnos —dijeron los dos agentes, y partieron. El informe del laboratorio llegó con rapidez sorprendente, teniendo en cuenta la burocracia estatal. Se lo pasaron por el videófono antes de que el Líder hubiese terminado su discurso televisivo. —No es un alucinógeno —le informó el técnico del laboratorio Polseg. —¿No? —dijo perplejo y, extrañamente, sin sentir alivio en ningún aspecto. —Todo lo contrario. Es una fenotiacina, que como usted sin duda sabe es antialucinógena. Una fuerte dosis por cada gramo de mezcla, pero inofensiva. Puede bajarle la presión arterial o darle sueño. Es probable que la hayan robado de algún escondite de provisiones médicas de la guerra abandonado durante la retirada. Yo en su caso no me preocuparía.

Chien colgó el videófono lentamente, abstraído. Y luego caminó hasta la ventana del departamento, la ventana que daba sobre la espléndida vista de otros edificios horizontales de Hanoi.

Sonó el timbre. Cruzó la sala alfombrada para contestar, como en un trance. La muchacha que estaba allí de pie, vestida con un impermeable y un pañuelo atado sobre su cabello oscuro, brillante y muy largo, dijo con una tímida vocecita: —Eh… ¿Camarada Chien? ¿Tung Chien? Del Ministerio de… —Han estado controlando mi videófono —le dijo; era un disparo al azar, pero una certeza muda le indicaba que era cierto.

—¿Ellos… se llevaron lo que quedaba de rapé? —Miró a su alrededor—. Oh, espero que no; es tan difícil conseguirlo en estos días.

—El rapé es fácil de conseguir —dijo él—. La fenotiacina, no. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

La muchacha alzó la cabeza y lo estudió con sus amplios y oscuros ojos lunares. —Sí, señor Chien… —Vaciló, con una indecisión tan obvia como la seguridad de los agentes de la Polseg—. Cuénteme lo que vio; para nosotros es muy importante estar seguros. —¿Acaso puedo elegir? —dijo él, irónico. —S… sí, ya lo creo. Eso es lo que nos confundió; eso es lo que se salió de los planes. No comprendemos; no se adapta a ninguna teoría. —Sus ojos se hicieron aún más oscuros y profundos—: ¿Tomó la forma del horror acuático? ¿O de la cosa con fango y dientes, la forma de vida extraterrestre? Por favor, dígamelo; necesitamos saberlo.

Su respiración era irregular, forzada, el impermeable subía y bajaba; Chien se descubrió contemplando el ritmo con que lo hacía. —Una máquina —dijo. —¡Oh! —ella sacudió la cabeza, asintiendo con vigor—. Sí, entiendo; un organismo mecánico que no se parece en nada a un hombre. No es un simulacro, algo construido para parecerse a un hombre.

—Este no parecía un hombre —dijo Tung Chien, y agregó para sí: «y no podía, no pretendía hablar como un hombre». —Usted comprende que no era una alucinación. —Oficialmente me informaron que lo que tomé era fenotiacina. Eso es todo lo que sé. Decía lo mínimo posible, no quería hablar ni oír. Oír lo que la muchacha pudiera decirle.

—Bien, señor Chien… —lanzó un suspiro hondo, inseguro—. Si no era una alucinación, entonces ¿qué era? ¿Qué es lo que nos queda? Lo que llamamos «super-conciencia»,

¿puede ser esto?

Él no contestó; dándole la espalda, tomó con lentitud los dos exámenes escritos, los hojeó, ignorándola. Esperando la próxima tentativa de la muchacha.

Apareció por sobre su hombro, exhalando un aroma a lluvia primaveral, a dulzura y agitación; su olor era hermoso, y su aspecto, y su modo de hablar. «Tan distinto de los ásperos discursos esquemáticos que oímos en la televisión y que he oído desde que nací.»

—Algunos de los que toman la estelacina, y lo que usted tomó era estelacina, ven una aparición, algunos, otra. Pero han surgido distintas categorías; no hay una variedad infinita. Unos ven lo que usted vio, que llamamos el Chirriante. Otros ven el horror acuático, el Tragón. Y luego están el Pájaro, y el Tubo Trepador, y… —se interrumpió—. Pero otras reacciones nos dicen muy poco. —Vaciló, luego siguió adelante—. Ahora que le ha ocurrido esto, señor Chien, nos gustaría que se uniera a nuestra agrupación y que se unan a su grupo particular los que ven lo que usted ve. El Grupo Rojo. Queremos saber qué es eso realmente… —Hizo un gesto con sus dedos delgados, suaves como la cera—. No puede ser todas esas manifestaciones a la vez.

Su tono era conmovedor, ingenuo. Chien sintió que su tensión se relajaba… un poco. —¿Qué ve usted? —dijo—. Usted en particular. —Formo parte del Grupo Amarillo. Veo… una tormenta. Un remolino quejumbroso, maligno. Que lo arranca todo de raíz, tritura edificios horizontales construidos para durar un siglo. —Sobre su rostro apareció una sonrisa melancólica—. El Triturador. Son doce grupos en total, señor Chien. Doce experiencias absolutamente distintas, todas provocadas por las mismas fenotiacinas, todas del Líder cuando habla por televisión. Cuando eso habla, mejor dicho.

Sonrió hacia él, con sus largas pestañas (probablemente artificiales) y su mirada atractiva e incluso confiada. Como si creyera que él sabía algo o podía hacer algo. —Como ciudadano debería hacerla arrestar —dijo un momento después. —No hay leyes acerca de esto. Estudiamos los escritos jurídicos soviéticos antes de… encontrar gente que distribuyera la estelacina. No tenemos mucha; debemos elegir cuidadosamente a quién se la damos. Nos pareció que usted era alguien adecuado…, un joven profesional de posguerra en ascenso, muy conocido, dedicado a su trabajo. —Tomó los exámenes escritos que él tenía en la mano—. ¿Le ordenaron hacer Lectu-pol? — preguntó. —¿Lectu-pol?

No conocía el término. —Analizar algo dicho o escrito para ver si se adecua a la visión del mundo actual del Partido. En su nivel jerárquico lo llaman sencillamente «leer», ¿verdad? —Volvió a sonreír—. Cuando suba un escalón más, y esté junto al señor Tso-pin, conocerá esa expresión —agregó sombría—: Y al señor Pethel. Él ha llegado muy alto. No hay escuela ideológica en San Francisco; estos son exámenes fraguados, concebidos para que puedan reflejar un análisis cabal de su ideología política, señor Chien. ¿Y fue capaz de distinguir cuál texto es ortodoxo y cuál herético? —Su voz era como la de un duende. Se burlaba de él con divertida malicia—. Elija el equivocado y su carrera en flor morirá, se detendrá en seco. Elija el correcto… —¿Usted sabe cuál es el correcto? —preguntó Chien. —Sí —asintió ella con sobriedad—. Tenemos micrófonos ocultos en las oficinas internas del señor Tso-pin; controlamos su conversación con el señor Pethel… que no es el señor Pethel sino el Inspector Mayor de la Polseg, Judd Craine. Posiblemente haya oído hablar de él; actuó como asistente en jefe del juez Vorlawsky en los tribunales para crímenes de guerra de Zurich, en el noventa y ocho. —Ya… veo —dijo con dificultad.

Bueno, aquello lo explicaba todo. —Me llamo Tanya Lee —dijo la muchacha. Chien no dijo nada; sólo asintió, demasiado aturdido como para hacer funcionar su cerebro.

—Técnicamente soy un empleado sin importancia en su Ministerio —dijo la señorita Lee —Nunca nos hemos encontrado, al menos que yo recuerde. Tratamos de obtener puestos en todos los lugares que podamos. Los más altos posible. Mi propio jefe…

—¿Le parece correcto que me lo cuente? —señaló el televisor, que seguía encendido—. ¿No lo estarán registrando?

—Instalamos un factor de interferencia en la recepción visual y auditiva de este edificio —dijo Tanya Lee—. Les llevará casi una hora localizarlo. Así que tenemos… —se fijó en el reloj de pulsera de su delgada muñeca —quince minutos más. Y aún estaremos seguros. —Dígame cuál de los escritos es el ortodoxo. —¿Eso es lo que le importa? ¿Realmente? —¿Y qué es lo que debería importarme? —dijo él. —¿No entiende, señor Chien? Usted ha aprendido algo. El Líder no es el Líder; es otra cosa, pero no podemos saber qué. Aún no. Señor Chien, con el debido respeto, ¿alguna vez hizo analizar su agua corriente? Sé que suena paranoico, ¿pero lo hizo? —No —dijo Chien—. Por supuesto que no —sabiendo lo que iba a decir la muchacha. La señorita Lee dijo con rapidez: —Nuestros análisis demuestran que está saturada de alucinógenos. Lo está, lo estuvo y lo seguirá estando. No del tipo utilizado durante la guerra; no son los desorientadores, sino un derivado sintético, casi un alcaloide, llamado Datrox—3. Usted lo bebe en el edificio desde que se levanta; lo bebe en los restaurantes y en los departamentos que visita. Lo bebe en el Ministerio; llega por las cañerías desde una sola fuente central. —Su tono era frío y feroz—. Resolvimos el problema; apenas efectuamos el descubrimiento supimos que cualquier fenotiacina podía contrarrestarlo. Lo que no sabíamos, por supuesto, era esto: una variedad de experiencias auténticas; desde un punto de vista racional, eso no tiene sentido. Lo que debería cambiar de una persona a otra es la alucinación, y la experiencia de lo real debería ser omnipresente: está dado al revés. Ni siquiera hemos logrado elaborar una teoría adecuada que pueda explicarlo, y Dios sabe que lo hemos intentado. Doce alucinaciones que se excluyen entre sí: eso sería fácil de comprender. Pero no una alucinación y doce realidades. —Dejó de hablar y observó los dos exámenes escritos—. El del poema árabe es el ortodoxo —afirmó—. Si les dice eso confiarán en usted y le otorgarán un cargo más alto. Será un paso adelante en la jerarquía de la oficialidad del Partido. —Sus dientes eran perfectos y adorables. Sonriendo, terminó—: Su carrera está asegurada por un tiempo. Y gracias a nosotros. —No le creo —dijo Chien. Instintivamente, la cautela actuaba en su interior, la cautela de toda una vida vivida entre los duros hombres de la rama Hanoi del PC Oriental. Conocían una infinidad de métodos para dejar a un rival fuera de combate: había empleado algunos él mismo. Había visto otros utilizados contra él o contra los demás. Este podía ser un nuevo método, uno que no le resultaba familiar. Siempre era posible.

—En el discurso de esta noche, el Líder se dirigió a usted en especial —dijo la señorita Lee—. ¿No le sonó extraño? ¿Usted entre todos? Un funcionario menor de un pobre Ministerio. —Lo admito —dijo—. Me dio esa impresión, sí. —Era auténtico. Su Excelencia está preparando una elite de hombres jóvenes, de posguerra; espera que infunda nueva vida a la jerarquía fanática y moribunda de vejestorios y mercenarios del Partido. Su Excelencia lo eligió a usted por la misma razón que nosotros: si prosigue su carrera en forma correcta, ésta lo llevará a la cúspide. Al menos por un tiempo…, por lo que sabemos. Esas son las perspectivas.

»Así que prácticamente todos confían en mí —pensó Chien—. Salvo yo mismo; y mucho menos después de la experiencia con el rapé antialucinógeno. Eso había sacudido años de confianza. Sin embargo, empezaba a recuperar la serenidad; al principio lentamente, luego de golpe.

Fue hasta el videófono, alzó el receptor y comenzó a marcar el número de la Policía de Seguridad de Hanoi, por segunda vez en esa noche.

—Entregarme sería la segunda decisión regresiva que usted puede hacer —dijo la señorita Lee—. Les diré que me trajo aquí para sobornarme; usted pensaba que por mi posición en el Ministerio yo sabría qué examen escrito elegir. —¿Y cuál fue mi primera decisión regresiva? —preguntó él. —No tomar una dosis mayor de fenotiacina —dijo llanamente la señorita Lee. Mientras colgaba el videófono, Chien pensó: «No entiendo lo que me está pasando. Hay dos fuerzas: por un lado el Partido y Su Excelencia… por el otro esta muchacha con su supuesto grupo. Uno quiere hacerme ascender lo más posible dentro de la jerarquía del partido; el otro…» ¿Qué quería Tanya Lee? Por debajo de las palabras, dentro de una membrana de desdén casi trivial por el Partido, el Líder, los esquemas éticos del Frente Democrático Unido del pueblo: ¿qué pretendía ella respecto a él? —¿Es usted anti-Partido? —preguntó con curiosidad. —No. —Pero… —hizo un gesto—. Eso es todo lo que existe: Partido y anti-Partido. Usted debe de ser del Partido, entonces. —La miró a los ojos, perplejo; ella le sostuvo la mirada con serenidad—. Ustedes tienen una organización y se reúnen. ¿Qué pretenden destruir?

¿El funcionamiento normal del gobierno? Son como los estudiantes desleales de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, cuando detenían a los trenes de tropas, hacían demostraciones…

—No era así —dijo la señorita Lee con tono cansado—. Pero olvídelo; ese no es el tema. Lo que queremos saber es esto: ¿quién qué nos está dirigiendo? Debemos avanzar lo suficiente como para enrolar a alguien, un joven técnico en ascenso del Partido, que pueda llegar a ser invitado a una entrevista personal con el Líder, ¿comprende? —Su voz se hizo apremiante; consultó el reloj, era obvio que estaba ansiosa por partir: casi habían pasado los quince minutos—. En realidad, hay muy pocas personas que ven al Líder. Quiero decir verlo verdaderamente. —Está recluido —dijo él—. Por su avanzada edad. —Tenemos esperanzas de que si usted pasa la prueba fraguada que le han preparado, y con mi ayuda lo hará, será invitado a una de las reuniones que el Líder convoca de vez en cuando, de las que por supuesto no informan los periódicos. ¿Entiende ahora? —Su voz se hizo aguda, en un frenesí de desesperación—. Entonces sabríamos. Si usted puede entrar bajo la influencia de la droga antialucinógena, podrá enfrentar cara a cara lo que él es realmente…

Pensando en voz alta, Chien dijo: —Y terminar con mi carrera como servidor público. Y quizá también con mi vida. —Usted nos debe algo —estalló Tanya Lee, con las mejillas blancas—. Si yo no le hubiera dicho qué texto escoger habría elegido el equivocado y su carrera de servidor público habría terminado de cualquier manera. Habría fallado… ¡fallado en una prueba que ni siquiera sabía qué se pretendía con ella! —Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades a mi favor —dijo él con suavidad. —No. —La muchacha sacudió la cabeza con furia—. El texto herético está adulterado con un montón de jerga partidista; elaboraron los dos escritos deliberadamente para atraparlo. ¡Quieren que usted falle!

Chien examinó otra vez los textos, confundido. ¿Tenía ella razón? Era posible. Probable. Conociendo como conocía a los funcionarios, y en particular a Tso-pin, su superior, aquello sonaba convincente. Se sintió cansado. Derrotado. Luego dijo a la muchacha:

—Lo que están tratando de obtener de mí es un quid pro quo. Ustedes hicieron algo por mí: consiguieron, o pretenden haber conseguido, la respuesta para esta consulta del partido. Pero ya cumplieron con su parte. ¿Qué puede impedirme que la eche de aquí de mal modo? No estoy obligado a hacer absolutamente nada.

Oyó su propia voz, monótona, con la pobreza de énfasis emocional típica de los círculos del Partido.

La señorita Lee dijo: —Mientras usted siga subiendo en la escala jerárquica, habrá otras consultas. Y las controlaremos también para usted en esos casos.

Estaba tranquila, serena; era obvio que había previsto su reacción. —¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo? —Ahora me voy. No tenemos prisa; usted no va a recibir una invitación a la villa del Río Amarillo del Líder ni la semana próxima ni el mes próximo. —Mientras se dirigía a la puerta y la abría, hizo una pausa—. Nos pondremos en contacto con usted a medida que le den las pruebas de clasificación camufladas; le suministraremos las respuestas: se encontrará con uno o más de nosotros en esas ocasiones. Lo más probable es que no sea yo; ese veterano de guerra incapacitado le venderá las hojas con las respuestas correctas cuando usted salga del edificio del Ministerio. —Le brindó una sonrisa breve, como una vela que se apaga—. Pero uno de estos días, seguramente en forma inesperada, recibirá una invitación formal, elegante y oficial para ir a la villa del Líder, y cuando lo haga irá bien sedado con estelacina… quizá la última dosis de nuestra ya escasa provisión. Buenas noches.

La puerta se cerró tras ella: había partido. «Pueden chantajearme por lo que he hecho —pensó—. Y ni siquiera se molestó en mencionarlo; visto y considerando en lo que están implicados, no valía la pena hacerlo. Ya había informado a la patrulla de la Polseg que le habían dado una droga que resultó ser una fenotiacina. Así que ellos lo saben. Me vigilarán; estarán alerta. Técnicamente, no he violado ninguna ley, pero… estarán vigilando… Sin embargo, siempre vigilan, de un modo u otro.»

Se relajó un poco pensando en eso. Con el paso de los años se había acostumbrado, como todos.

«Veré al Benefactor Absoluto del Pueblo como es —se dijo—. Cosa que posiblemente nadie haya hecho. ¿Qué será? ¿Cuál de las subclases de imágenes no alucinatorias? Clases que ni siquiera conozco… una visión que puede abrumarme por completo. ¿Cómo voy a mantener la calma y el equilibrio durante esa noche, si es como la forma que vi en la pantalla del televisor? El Triturador, el Chirriante, el Pájaro, el Tubo Trepador, el Tragón… o algo peor.»

Se preguntó en qué consistían algunas de las otras visiones… y luego abandonó ese tipo de especulación; era improductiva. Y provocaba ansiedad.

A la mañana siguiente, el señor Tso-pin y el señor Darius Pethel lo encontraron en su oficina, ambos tranquilos pero expectantes. Sin decir una palabra, les tendió uno de los dos «exámenes escritos». El ortodoxo, con su breve y angustioso poema árabe.

—Este es obra de un dedicado miembro o candidato a miembro del Partido —dijo con firmeza—. El otro… —arrojó las hojas restantes sobre el escritorio—. Basura reaccionaria. —Se sentía furioso—. A pesar de una superficial…

—Está bien, señor Chien —dijo Pethel, asintiendo—. No necesitamos explorar todas y cada una de las ramificaciones; su análisis es correcto. ¿Oyó que anoche el Líder lo mencionó en su discurso televisivo? —Por supuesto que sí —dijo Chien. —Entonces sin duda habrá deducido que hay algo muy importante implicado en lo que estamos intentando —dijo Pethel. El Líder está interesado en usted; eso es evidente. Para ser más precisos, se ha comunicado conmigo al respecto. —Abrió su atestado portafolios y revolvió en su interior—. Extravié el maldito asunto. De todos modos… —Miró a Tso-pin, que asintió levemente—. A Su Excelencia le agradaría verlo en la cena que ofrecerá el próximo jueves por la noche en la villa del Río Yangtsé. Sobre todo, la señora Fletcher aprecia… —¿La señora Fletcher? —dijo Chien—. ¿Quién es la señora Fletcher? Luego de una pausa Tso-pin dijo con voz seca: —La esposa del Benefactor Absoluto. El verdadero nombre de Su Excelencia, que sin duda usted no habrá oído nunca, es Thomas Fletcher.

—Es un caucásico —explicó Pethel—. Procede del Partido Comunista Neozelandés; participó en la difícil lucha por el poder en ese país. Esta información no es secreta en sentido estricto, pero por otra parte no se ha divulgado. —Titubeó, jugueteando con cadena de su reloj—. Probablemente sea mejor que la olvide. Desde luego, apenas se encuentre con él cara a cara lo advertirá, se dará cuenta de que es un caucásico. Como yo. Como muchos de nosotros.

—La raza no tiene nada que ver con la lealtad hacia el Líder y el Partido —señaló Tsopin—. El señor Pethel es un ejemplo.

«Su Excelencia engaña —pensó Chien—. Sobre la pantalla de televisión no parecía ser occidental.» —En la televisión… —comenzó a decir. —La imagen es sometida a una complicada serie de retoques habilidosos — interrumpió Tso-pin—. Por motivos ideológicos. La mayor parte de las personas que ocupan altos puestos lo saben.

Y clavó en Chien una mirada de dura crítica. «Así que todos están de acuerdo —pensó Chien—. Lo que vemos todas las noches no es real. La cuestión es: ¿hasta qué punto es irreal? ¿Parcialmente? ¿O completamente?» —Estaré preparado —dijo con rigidez. «Ha habido un fallo —pensó—. El grupo que representa Tanya Lee no esperaba que yo consiguiera entrar tan pronto. ¿Dónde está el antialucinógeno? ¿Podrán alcanzármelo o no? Es probable que no, con tan poco tiempo.»

Extrañamente, se sintió aliviado. Iba a presentarse ante Su Excelencia en una situación que le permitiría verlo como ser humano, verlo como él (y todos los demás) lo veían en la televisión. Sería una cena partidista estimulante y alegre, con algunos de los miembros más influyentes del Partido en Asia. «Creo que podremos pasarlo bien sin las fenotiacinas», se dijo. Y su sensación de alivio aumentó.

—Por fin la encontré —dijo Pethel de pronto, extrayendo un sobre blanco del portafolios —Su tarjeta de entrada. Usted viajará en sino-cohete hasta la villa del Líder el jueves por la mañana; allí el oficial de protocolo lo instruirá acerca de cómo debe comportarse. Se trata de una cena de etiqueta, con corbata blanca y frac, pero la atmósfera será cordial. Siempre hay brindis en abundancia. He asistido a dos reuniones semejantes. —Emitió una sonrisa chillona—. El señor Tso-pin no ha sido honrado de la misma forma. Pero como dicen, todo llega para quien sabe esperar. Ben Franklin lo dijo.

—Para el señor Chien la ocasión ha llegado de modo bastante prematuro —dijo Tsopin. Se encogió de hombros filosóficamente. Pero nunca solicitaron mi opinión.

—Otra cosa —le dijo Pethel a Chien—. Es posible que cuando vea a Su Excelencia en persona se sienta desilusionado en ciertos aspectos. Esté atento para que no se note, si esos son sus sentimientos. Siempre nos hemos inclinado, y hemos sido educados para eso, a considerarlo como algo más que un hombre. Pero en la mesa es… un tonto malicioso. En algún sentido, como nosotros mismos. Por ejemplo, puede dar rienda suelta a un aspecto moderadamente humano de actividad oral agresiva y pasiva; quizá cuente una broma fuera de lugar o beba demasiado… Para ser francos, nadie sabe por anticipado cómo terminarán esas reuniones, pero por lo general duran hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Así que sería sensato que acepte la dosis de anfetaminas que le ofrecerá el oficial de protocolo. —¿Cómo? —dijo Chien.

Aquello era algo nuevo e interesante. —Para la tensión nerviosa. Y para equilibrar los efectos de la bebida. Su Excelencia tiene un poder de resistencia admirable; a menudo sigue en pie y ansioso por continuar cuando todos los demás han abandonado.

—Un hombre notable —intervino Tso-pin—. Creo que sus… excesos sólo demuestran que es un compañero magnífico. Y completo; es como el hombre ideal del Renacimiento: como Lorenzo de Médicis, por ejemplo. —Sí, eso es lo que uno piensa —confirmó Pethel. Escrutó a Chien con tanta intensidad, que éste volvió a sentir el temor de la noche pasada. «¿Me están llevando de trampa en trampa? —se preguntó—. Aquella muchacha;

¿era en realidad un agente de la Polseg, poniéndome a prueba, buscando en mí una veta desleal, antipartidista?»

Se las arregló para esquivar al vendedor sin piernas de remedios vegetales al salir del trabajo; volvió al departamento por un camino totalmente distinto.

Tuvo éxito. Evitó al vendedor ese día, y también al día siguiente, y así hasta el jueves. El jueves por la mañana, el vendedor ambulante salió como un bala de abajo de un camión estacionado y le obstruyó el camino enfrentándolo.

—¿Mi medicina? —preguntó el vendedor—. ¿Le sirvió? Sé que lo hizo; la fórmula viene de la dinastía Sung… podría asegurar que surtió efecto. ¿No es así? —Déjeme —dijo Chien. —¿Tendría la bondad de contestarme? —El tono no era el lloriqueo esperado, clásico de un vendedor callejero operando en forma marginal; y ese tono llegó con fuerza a Chien; lo oyó alto y claro… según el dicho proverbial de las tropas títeres imperialistas.

—Sé lo que me dio —dijo Chien—. Y no quiero más. Si cambio de idea puedo comprarlo en una farmacia. Gracias.

Empezó a caminar, pero el carrito, con su ocupante sin piernas, lo persiguió. —La señorita Lee estuvo hablando conmigo —dijo el vendedor en voz alta. —Ajá —dijo Chien, y aumentó en forma automática la marcha distinguió un taxi y empezó a hacerle señas.

—Esta noche va a asistir a la cena de la villa del Río Yang —dijo el vendedor, jadeando por el esfuerzo de mantener el ritmo de marcha—. ¡Tome la medicina… ahora! — Implorante, tendió un envoltorio—. Por favor, Miembro del Partido Chien por su propio bien, por el de todos nosotros. Así podremos saber contra qué luchamos. Buen Dios, podría ser algo extraterrestre ese es nuestro principal temor. ¿No comprende, Chien?

¿Qué su maldita carrera comparada con eso? Si no podemos averiguarlo…

El taxi frenó sobre el pavimento; su puerta se abrió. Chien empezó a abordarlo. El paquete pasó junto a él, aterrizó sobre el borde inferior de la puerta, luego se deslizó hacia la alcantarilla, mojada por la lluvia reciente.

—Por favor —dijo el vendedor—. Y no le costará nada; hoy es gratis. Sólo agárrelo, úselo antes de la cena. Y no utilice las anfetaminas; son un estimulante talámico, contraindicado cuando se toma un depresivo de las adrenales como la fenotiacina… La puerta del taxi se cerró tras Chien, y éste se sentó. —¿Adónde vamos, camarada? —preguntó el mecanismo robot de conducción. Le dio la chapa con el número que indicaba su departamento. —Ese mercachifle imbécil se las arregló para introducir su mugrienta mercancía en mi inmaculado interior —dijo el taxi—. Fíjese. Está junto a su zapato.

Chien vio el paquete; era sólo un sobre de aspecto común. «Supongo que es así como las drogas llegan a uno», pensó; de pronto estaba allí. Se quedó inmóvil por un momento. Luego lo levantó.

Como en la primera vez, un papel escrito acompañaba al producto, pero vio que ahora estaba escrito a mano. Una letra femenina: de la señorita Lee:

«Nos sorprendió por lo repentino. Pero gracias al cielo estábamos preparados. ¿Dónde se encontraba el martes y el miércoles? De todos modos, aquí lo tiene y buena suerte. Me pondré en contacto con usted durante la semana; no quiero que trate de localizarme.»

Le prendió fuego a la nota y la hizo arder en el cenicero del taxi. Y se quedó con los gránulos negros.

«Durante todo este tiempo —pensó—. Alucinógenos en nuestra agua corriente. Año tras año. Décadas. Y no en tiempo de guerra sino de paz. Y no de parte del enemigo sino de nuestro propio campo. Quizá debiera tomar esto; quizá debiera averiguar qué es él o eso y dejar que el grupo de Tanya Lee lo sepa.» Lo haré, decidió. Y además… tenía curiosidad. Una emoción perniciosa, lo sabía. Sobre todo en las actividades del Partido la curiosidad era un estado de ánimo que podía poner punto final a su carrera.

Un estado de ánimo que por el momento lo invadía por completo. Se preguntó si duraría hasta la noche, si inhalaría en realidad la droga cuando llegara el instante preciso. El tiempo lo diría. Eso y todo lo demás. Como lo expresaba el poema árabe, «somos capullos en flor sobre la llanura, donde los elige la muerte». Trató de recordar el resto del poema, pero no pudo. Tal vez no tuviera importancia.

El oficial de protocolo de la villa, un japonés llamado Kimo Okubara, alto y fornido, sin duda un ex luchador, lo examinó con hostilidad innata, incluso luego de haberle presentado su invitación grabada y demostrarle en forma fehaciente su identidad.

—Me sorprende que se haya molestado en venir —murmuró Okubara—. ¿Por qué no quedarse en casa y mirar la TV? Nadie le echa de menos. Hasta ahora lo pasamos bien sin usted. —Ya he mirado la televisión —dijo Chien, envarado. Y, de todos modos, rara vez se televisaban las cenas del Partido; eran demasiado indecentes.

La pandilla de Okubara lo cacheó dos veces en busca de armas incluyendo la posibilidad de un supositorio anal, y luego le devolvieron la ropa. Sin embargo, no encontraron la fenotiacina. Porque ya la había tomado. Sabía que los efectos de dicha droga duraban unas cuatro horas. Era más que suficiente. Y tal como Tanya le había dicho, era una dosis fuerte. Se sentía perezoso, inepto y mareado, la lengua se le movía en espasmos, en un falso mal de Parkinson, un efecto secundario desagradable que no había previsto.

A su lado pasó una muchacha, desnuda a partir del pecho, con largo cabello cobrizo cayéndole sobre los hombros y la espalda. Interesante.

Una muchacha desnuda a partir de las nalgas apareció en sentido opuesto. Interesante, también. Las dos parecían desocupadas y aburridas, y completamente dueñas de sí mismas. —Usted también debe entrar así —informó Okubara a Chien. Alarmado, Chien dijo: —Tenía entendido que debía llevar corbata blanca y frac. —Es broma —dijo Okubara—. Sólo las muchachas van desnudas. Hasta puede llegar a disfrutarlo, a menos que sea homosexual.

«Bueno —pensó Chien—, supongo que será mejor que me guste.» Comenzó a vagar entre los demás invitados. Usaban corbata blanca y frac, como él, y las mujeres vestidos largos de noche, y se sintió ansioso, a pesar del efecto tranquilizante de la estelacina. «¿Por qué estoy aquí?», se preguntó. No se le escapaba la ambigüedad de su situación. Estaba allí para adelantar en su carrera

dentro del aparato del Partido, para obtener el gesto de aprobación íntimo y personal de Su Excelencia… Y por otro lado estaba allí para demostrar que Su Excelencia era un engaño. No sabía qué tipo de engaño, pero lo era: un engaño contra el Partido, contra todos los pueblos democráticos y amantes de la paz de la Tierra. Siguió mezclándose con la gente.

Una muchacha de pechos pequeños, brillantes, iluminados, se acercó a pedirle fuego. Sacó el encendedor con gesto abstraído.

—¿Qué es lo que hace resplandecer sus pechos? —le preguntó—. ¿Inyecciones radiactivas?

La muchacha se encogió de hombros y no dijo nada. Pasó por su lado, dejándole solo. Sin duda había actuado en forma incorrecta.

Quizá se tratase de una mutación de la época de la guerra, estimó. —¿Una copa, señor? Un sirviente le tendió una bandeja con elegancia. Aceptó un martini (que era el trago de moda entre las clases altas del Partido en China Popular) y probó el sabor seco y helado. Un buen gin inglés. O posiblemente la mezcla original holandesa; con enebro o algo así. No estaba mal. Siguió avanzando, sintiéndose mejor. En realidad, la atmósfera del lugar le resultaba agradable. Aquí la gente tenía confianza en sí misma. Habían triunfado y ahora podían relajarse. Evidentemente, era un mito que estar cerca de Su Excelencia producía ansiedad neurótica: al menos allí no veía el menor indicio, y él mismo apenas la sentía.

Un hombre calvo, maduro y fornido lo detuvo por el simple procedimiento de apoyar su copa contra el pecho de Chien.

—La pequeña que le pidió fuego —dijo el hombre, y resopló—. La tipa con los pechos como adornos navideños… era un muchacho, de compañía —soltó una risita—. Aquí hay que tener cuidado.

—¿Y dónde puedo encontrar mujeres auténticas, si es que las hay? —preguntó Chien—. ¿Entre las corbatas blancas y los fracs?

—Muy cerca —dijo el hombre, y partió con un tropel de invitados hiperactivos, dejando a Chien a solas con su martini.

Una mujer alta, elegante, bien vestida, que estaba de pie cerca de Chien, le agarró de pronto el brazo con la mano; Chien sintió que los dedos de la mujer se tensaban y ella le decía:

—Ahí viene Su Excelencia. Es la primera vez que lo veo. Estoy un poco asustada.

¿Tengo bien el pelo?

—Espléndido —dijo Chien, pensativo, y siguió la mirada de la mujer para ver por primera vez al Benefactor Absoluto.

Lo que cruzaba la habitación hacia la mesa del centro no era un hombre. Y Chien advirtió que tampoco se trataba de un aparato mecánico. No era lo que había visto en la televisión. Evidentemente, aquello era un sencillo dispositivo para emitir discursos, así como Mussolini había utilizado un brazo artificial para saludar los desfiles largos y tediosos.

«Dios —pensó, y se sintió enfermo—. ¿Era esto lo que Tanya llamaba el «horror acuático»?» No tenía forma. Ni pseudópodos de carne o metal. En cierto sentido no estaba allí. Cuando lograba mirarlo de frente, la forma se desvanecía. Veía a través de ella, veía la gente al otro lado: pero no la forma en sí misma. Su embargo, si giraba un poco la cabeza y la miraba de lado, la captaba y podía determinar sus limites.

Era terrible; lo abrumó de horror. A medida que avanzaba absorbía la vida de cada persona; devoró a la gente allí reunida, siguió su camino, volvió a comer, siguió comiendo con un apetito insaciable. Aquello odiaba. Chien sentía su odio. Aquello aborrecía. Chien sentía cómo aborrecía a todos los presentes: en realidad, él compartía su aborrecimiento. De repente, Chien y todos los que estaban en la enorme villa eran cada uno una babosa retorcida, y por encima de los caparazones de babosa caídos, la criatura saboreaba, se demoraba, pero siempre yendo hacia él: ¿o era una ilusión? «Si esto es una alucinación —pensó Chien—, es la peor que he tenido en mi vida. Si no lo es, entonces es una realidad maligna. Es algo maligno que mata y lastima.» Vio el rastro de sobras de hombres y mujeres pisoteados, amasados que el ser dejaba a su paso; los vio tratando de reponerse, de actuar con sus cuerpos tullidos: oyó cómo trataban de hablar.

«Sé quién eres —pensó Tung Chien—. Tú, el caudillo supremo de la estructura mundial del Partido. Tú, que destruyes cuanto objeto viviente tocas. Comprendo aquel poema árabe, la búsqueda de las flores de la vida para comerlas: te veo montado a horcajadas sobre la llanura que para ti es la Tierra, una llanura sin profundidades ni alturas. Vas a todas partes, apareces en cualquier momento, devoras todo. Edificas la vida y luego la engulles, y disfrutas al hacerlo. Eres Dios.»

—Señor Chien —dijo la voz que venía del interior de su cráneo y no del espíritu sin boca que se iba formando directamente ante él—. Me alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me interesa. ¿Por qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo excretarlo, y así lo hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas filosas. Desparramo objetos con puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos, profundos, hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las partículas de mi carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No importa, como no importa si la criatura de pechos encendidos era una muchacha o un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos. Se rió. Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era demasiado terrible— que le hubiera elegido a él.

—Los he elegido a todos —dijo aquello—. Nadie es demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo estoy allí para contemplarlo. Sólo necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.

Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien lo seguía viendo. Sentía su presencia múltiple. Era un globo que colgaba en la habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos…, miles de millones. Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo pisoteaba cuando yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe parecía ser la muerte no era la muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una fuerza, un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda la eternidad por delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los dos poemas. También el de Dryden. La gastada procesión. Eso es nuestro mundo y tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos. «Pero al menos me queda mi dignidad», pensó. Con dignidad abandonó su copa, se dio vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de ellas. Caminó por un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura, le abrió una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en una galería, solo. Pero no estaba solo. El ser lo había seguido. O ya estaba allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En realidad no había terminado con él. —Allá voy —dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda. Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera muerte, no lo que había vislumbrado el poema árabe.

Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión de sí mismo sobre su hombro. —¿Por qué? —dijo Chien.

Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada. —No caigas por mí —dijo. Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de él. Pero lo que estaba apoyado sobre su hombro… había comenzado a parecerse a una mano humana. Y entonces el ser rió. —¿Qué hay de gracioso? —preguntó Chien, mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la falsa mano.

—Estás haciendo mi trabajo —dijo—. No estás esperando. ¿No tienes tiempo para esperar? Te escogeré entre los demás. No necesitas acelerar el proceso. —¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti? El ser rió y no contestó. —Ni siquiera me lo vas a decir —dijo Chien. Tampoco esta vez hubo respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería. Y la presión de la falsa mano se aflojó de inmediato. —¿Tú fundaste el Partido? —preguntó Chien. —Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y los que están a favor de él y los que están en contra, los que tú llamarías Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el infinito. Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba. —¿Y estás aquí para disfrutarlo? —Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en mí —dijo el ser. —¿Qué? ¿Confiar en ti para qué? —preguntó Chien temblando. —¿Crees en mí? —Sí. Puedo verte. —Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio. Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado, obeso, que bebe mucho y pellizca el trasero de las muchachas. —Oh, Cristo —dijo Chien. —Mientras sigas viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello. —Te quitaré partícula por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado hasta la muerte te revelaré un misterio. —¿Cuál es el misterio? —Los muertos vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te diré esto: hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque para entonces te habré matado. Ahora regresa al salón y prepárate para la cena. No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que existiera alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de existir. Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible. Y experimentó un intenso dolor en la cabeza. Y oscuridad, con una sensación de caída. Luego, otra vez oscuridad. «Te alcanzaré —pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que sufras. Vas a sufrir, como nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que te crucificaré contra algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora.» Cerró los ojos.

Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara. —Deténgase, borracho. ¡Vamos! Sin abrir los ojos, dijo: —Necesito un taxi. —El taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos. Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó. «El Líder a quien seguimos —pensó— es el Unico Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que luchamos y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes. Pero no entiendo lo que eso significa.» Clavó la mirada en el oficial de protocolo y pensó: «Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá ni siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente.» Se estremeció. —Mezclar copas con drogas —dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he visto muchas veces. Desaparezca.

Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como caballeros medievales, con penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo: —Buenas noches, señor. —Para usted —dijo Chien, y entró en la noche.

A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba sentado e insomne en la sala de estar de su departamento, fumando un Cuesta Rey Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.

Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos ardían, interrogantes.

—No me mires así —dijo él ásperamente. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me han mirado lo suficiente. —Lo viste —dijo ella. El asintió.

La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un momento dijo: —¿Quieres contármelo? —Vete lo más lejos posible —dijo Chien—. Bien lejos. Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó haber leído también eso. —Olvídalo —dijo.

Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y empezó a preparar café. Siguiéndolo, Tanya dijo: —¿Fue… tan malo? —No podemos ganar —dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en eso. Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme. Olvidarme de todo el maldito asunto. —¿Es extraterrestre? —Sí. —¿Es hostil a nosotros? —Sí —dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil. —Entonces tenemos que… —Vete a casa y acuéstate. —La escrutó con cuidado. Había permanecido sentado un largo rato y había pensado mucho acerca de muchas cosas—. ¿Estás casada? — preguntó. —No. Ahora no. Lo estuve. —Quédate conmigo esta noche —dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el sol. Durante la noche es horrible.

—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del impermeable—, pero necesito algunas respuestas.

—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música destemplaría el cielo? —dijo Chien—. ¿Qué puede hacer la música al cielo?

—Que todo el orden celestial del universo termina —dijo la muchacha mientras colgaba el impermeable en el armario del dormitorio. Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones elásticos. —Eso es lo malo —dijo Chien.

La muchacha hizo una pausa, reflexionando. —No sé. Supongo que sí. —Es concederle mucho poder a la música. —Bueno, ya conoces la antigua idea pitagórica acerca de la «música de las esferas». Con gestos precisos se sentó en el borde de la cama y se sacó sus zapatos livianos como chinelas. —¿Crees en eso? —dijo Chien—. ¿O crees en Dios? —¡Dios! —rió la muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás hablando? ¿De Dios o de dios?

Se acercó a él, mirándole a los ojos. —No me mires tan de cerca —dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a mirar así. Se apartó, irritado. —Creo que si hay un Dios le importan muy poco los asuntos humanos —dijo Tanya—. Bueno, esa es mi teoría. Quiero decir que a Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido siempre ha negado cualquier forma de… —¿Alguna vez lo viste a Él? —preguntó Chien—. ¿Cuándo eras niña? —Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía… —¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la misma cosa? ¿Qué Dios podría ser al mismo tiempo bueno y malo? —Te prepararé un trago —dijo Tanya, y entró descalza a la cocina. —El Triturador, el Chirriante, el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador… —dijo Chien—, más otros nombres, otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme. Terrible. —Pero la estelacina… —Provocó una peor —dijo él. —¿Hay algún modo de luchar contra lo que viste? —dijo Tanya sombríamente—.

¿Contra ese fantasma al que llamas alucinación pero que sin duda no lo era? —Creer en él —dijo Chien. —¿Qué lograremos con eso? —Nada —dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago… Acostémonos.

—Está bien. —Regresó silenciosa al dormitorio, comenzó a sacarse el suéter a rayas por encima de la cabeza—. Lo discutiremos a fondo más tarde.

—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me gustaría haberla tenido. Quiero que vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina. —Ahora ven a la cama. Seré amable. Toda calor y ternura. Chien se sacó la corbata, la camisa… y vio, sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había dejado aquello cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre. Entonces se puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.

—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo —dijo Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No estás contento? —Por supuesto —dijo él, asintiendo invisible en la oscuridad. Muy contento. —Ven, acércate a mí —dijo Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos por ahora.

Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia; se movió con eficacia, con rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya dijo «¡Oh!», y se relajó. —Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo Chien. —Lo hicimos —dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites, como un océano. Así éramos en la época cámbrica, antes de que emigráramos a la tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único momento en que retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y en aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas burbujas que flotan hasta la playa. —Que flotan y allí se quedan, a morir —dijo Chien. —¿Puedes alcanzarme una toalla? —preguntó Tanya—. ¿O un trapo? Lo necesito. Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla. Allí, y ahora completamente desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido, tirándolo hacia atrás, quizá para juguetear con él un poco más.

Las marcas, inexplicablemente, sangraban. Se limpió la sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Era probable que sólo unas horas. Volviendo a la cama, dijo: —¿Puedes seguir? —Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.

La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la difusa luz nocturna. —Me queda —dijo Chien.

Y la atrajo con fuerza hacia él.

No soy partidario de ninguna de las ideas de La fe de nuestros padres; no pretendo, por ejemplo, que los países de más allá del Telón de Acero vayan a ganar la guerra fría… o que moralmente debieran hacerlo. Un tema de la historia, sin embargo, parece apasionarme, con vistas a los recientes experimentos con drogas alucinógenas: la experiencia teológica, que tanta gente que ha tomado LSD ha informado. Se me aparece como una frontera enteramente nueva; en cierta medida, la experiencia religiosa puede ser en la actualidad estudiada científicamente… y, lo que es más, considerada como alucinación parcial pero conteniendo también otros componentes reales. Dios, como tópico en la ciencia ficción, cuando aparecía en ella, acostumbraba a ser tratado polémicamente, como en Out of the Silent Planet (Más allá del planeta silencioso). Pero yo prefiero tratarlo como una excitación intelectual. ¿Qué ocurriría si, a través de las drogas psicodélicas, las experiencias religiosas se convirtieran en un lugar común en la vida de los intelectuales? El viejo ateísmo, que nos parecía a tantos de nosotros — incluido yo— válido en términos de nuestras experiencias, o mejor falta de experiencias, debería ser dejado momentáneamente de lado. La ciencia ficción, sondeando siempre lo que está a punto de ser pensado o de ocurrir, deberá finalmente enfrentarse sin preconcepciones a una futura sociedad neomística en la cual la teología constituya una fuerza tan importante como en el período medieval. Esto no es necesariamente un paso atrás, porque actualmente estas creencias pueden ser comprobadas…, obligadas a justificarse o a callarse. Yo, personalmente, no poseo auténticas creencias acerca de Dios; sólo mi experiencia de que Él está presente… subjetivamente, por supuesto; pero el reino interior es real también. Y en una historia de ciencia ficción uno proyecta lo que ha sido una experiencia interior personal en un medio determinado; se convierte en algo socialmente compartido, y en consecuencia discutible. La última palabra, sin embargo, sobre el tema de Dios, puede que ya haya sido dicha, en el siglo IX de nuestra era, por Juan Escoto Eríugena, en la corte del rey franco Carlos el Calvo: «No sabemos lo que es Dios. El propio Dios no sabe lo que Él es debido a que no es nada. Literalmente, Dios no es, porque trasciende el propio ser». Una visión mística tan penetrante —y Zen—, aparecida hace tanto tiempo, será difícil de superar; en mis propias experiencias con las drogas psicodélicas he conocido muy pocas iluminaciones comparables a la de Eríugena.

Ray Bradbury: La pradera. Cuento

Ray Bradbury-George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.

-¿Qué le pasa?

-No lo sé.
-Pues bien, ¿y entonces?
-Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un sicólogo para que se la eche él.
-¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un sicólogo?
-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
-Muy bien, echémosle un vistazo.

Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.

-Bien -dijo George Hadley.

Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa.»Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos»había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció un sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.

George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.

-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño.
-Espera un momento y verás -dijo su mujer.

Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.

-Alimañas asquerosas -le oyó decir a su mujer.
-Los buitres.
-¿Ves? Allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé qué.
-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
-¿Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
-¿Has oído ese grito? -preguntó ella.
-No.
-¡Hace un momento!
-Lo siento, pero no.

Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba! Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.

-¡Cuidado! -gritó Lydia.

Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.

-¡George!
-¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
-¡Casi nos atrapan!
-Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco… África en tu salón, pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
-Estoy asustada -Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró sin parar-. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
-Vamos a ver, Lydia…
-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
-Claro que sí… Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano.
-¿Lo prometes?
-Desde luego.
-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que se me calmen los nervios.
-Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando lo castigué hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación…, ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
-No lo sé… No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
-¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
-Sí -Lydia asintió con la cabeza.
-¿Y zurcirme los calcetines?
-Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
-¿Y barrer la casa?
-¡Sí, sí… , claro que sí!
-Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
-Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado terriblemente nervioso.
-Supongo que porque he fumado en exceso.
-Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario.
-¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente.
-¡Oh, George! -Lydia lanzó una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden? Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado.
-Claro que no -dijo.

Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.

-Nos olvidamos del ketchup -dijo.
-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup. En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol… sol. Jirafas… jirafas. Muerte y muerte.

Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete. Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un león… Y repetido una y otra vez.

-¿Adónde vas?

No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente. Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su calor. Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo… Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención. George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándolo. El único defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.

-Largo -les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
-Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos. La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
-¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
-¡Aladino!
Volvió al comedor.
-Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar.
-O…
-¿O qué?
-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
-Podría ser.
-O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
-¿Conectado?
-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
-Peter no conoce la maquinaria.
-Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es…
-A pesar de eso…
-Hola, mamá. Hola, papá.

Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero.

-Llegan justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.
-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los niños, cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.
-Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley. Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
-¿El cuarto de jugar?
-De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad.
-No te entiendo -dijo Peter.
-Mamá y yo hemos estado viajando por África; Tom Swift y su león eléctrico – explicó George Hadley.
-En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter.
-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
-No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú?
-No.
-Vayan corriendo a ver y vuelvan a contarnos.
La niña obedeció.
-Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección.
-Wendy mirará y vendrá a contarnos -dijo Peter.
-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
-No me he equivocado, Peter. Vamos
Pero Wendy volvía ya.
-No es África -dijo sin aliento.
-Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación.

Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en torno a su largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas. George Hadley contempló la escena que había cambiado.

-Vayan a la cama -les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
-Ya me escucharon -dijo el padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer.
-¿Qué es eso? -preguntó ella.
-Una vieja cartera mía -dijo él.

Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados. Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.

En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba también.

-¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la habitación a oscuras.
-Naturalmente.
-¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los leones?
-Sí.
-¿Por qué?
-No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
-¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
-Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como ésa…
-Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.
-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista en el techo.
-Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa… ¡Secretos, desobediencia!
-¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables…, admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos echados a perder también.
-Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.
-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Lo expliqué.
-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con nosotros.
-Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un ojo a África.

Unos momentos después, oyeron los gritos.

Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.

-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer. Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar.
-Esos gritos… suenan a conocidos.
-¿De verdad?
-Sí, muchísimo.

Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.

-¿Padre? -dijo Peter.
-¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.
-Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
-Eso depende.
-¿De qué? -soltó Peter.
-De ti y de tu hermana. De que mezclen África con otras cosas… Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China…
-Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
-La tienen, con unos límites razonables.
-¿Qué pasa de malo con África, padre?
-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es así?
-No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente Peter-. Nunca.
-En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada.
-¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme?
-Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
-No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.
-Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
-Muy bien, vete a jugar a África.
-¿Cerrarás la casa pronto?
-Lo estamos pensando.
-Creo que será mejor que no lo piensen más, padre.
-¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
-Muy bien -y Peter penetró en el cuarto de jugar.
-¿Llego a tiempo? -dijo David McClean.
-¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley.
-Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
-David, tú eres sicólogo.
-Eso espero.
-Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa habitación?
-No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada. Cruzaron el vestíbulo.
-Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los pudieras ver.

De la habitación salían gritos terribles.

-Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues. Entraron sin llamar.
-Salgan afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambien la combinación mental. Dejen las paredes como están.

Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.

-Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y…?
David McClean se rió.
-Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace que pasa esto?
-Algo más de un mes.
-La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
-Yo quiero hechos, no impresiones.
-Mira, George querido, un sicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
-¿Es tan mala?
-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia… ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas.
-¿Ya has notado esto con anterioridad?
-Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
-No les dejé que fueran a Nueva York.
-¿Y qué más?
-He quitado algunos de los aparatos de la casa y los amenacé, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.
-Vaya, vaya.
-¿Significa algo eso?
-Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa los reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de sus hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos dentro de un año, espera y verás.
-Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente, para siempre?
-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo. Se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.
-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
-Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habrá ningún modo de…
-¿De qué?
-… ¡De que se vuelvan reales!
-No, que yo sepa.
-¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
-No.

Se dirigieron a la puerta.

-No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre.
-A nadie le gusta morir… Ni siquiera a una habitación.
-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
-La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-. ¿Es tuyo?
-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia. Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.
-¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
-Vamos a ver, chicos.

Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.

-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser tan brusco.
-No.
-No seas tan cruel.
-Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!

Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano. La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.

-¡No los dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-. ¡Te odio!
-Los insultos no te van a servir de nada.
-¡Quisiera que estuvieses muerto!
-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.

Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.

-Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar -gritaban.
-Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño.
-Muy bien… muy bien, siempre que se callen. Un minuto, ténganlo en cuenta, y luego desconectada para siempre.
-Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas.
-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.

Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia.

-Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.
-¿Los has dejado en el cuarto?
-También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?
-Bueno, dentro de cinco minutos y pico estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
-El orgullo, el dinero, la estupidez.
-Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras.

Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.

-Papá, mamá, vengan enseguida… ¡enseguida!

Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.

-¿Wendy? ¡Peter!

Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones, que los miraban.

-¿Peter, Wendy?

La puerta se cerró dando un portazo.

-¡Wendy, Peter!

George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.

-¡Abran esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abran!

Oyó la voz de Peter afuera, pegada a la puerta.

-No los dejen desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo.

George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.

-No sean absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento y…

Y entonces oyeron los sonidos.

Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.
Los leones.

George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso. George Hadley y su mujer gritaron.

Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les habían sonado tan conocidos.

-Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh, hola -miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar-. ¿Dónde están sus padres?

Los niños alzaron la vista y sonrieron.

-Oh, estarán aquí enseguida.
-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la sombra de los árboles.

Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.

Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.

Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.

-¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.

Alfred Bester: Los hombres que asesinaron a Mahoma. Cuento

Alfred BesterHubo un hombre que mutiló la Historia. Derribó imperios y borró dinastías. Por su culpa, Monte Vernon dejaría de ser un monumento nacional, y Columbus, Ohio, debería llamarse Cabot, Ohio. Por él, el nombre de Marie Curie debería maldecirse en Francia, y nadie podría jurar por las barbas del Profeta. En realidad, estas cosas no sucedieron, porqué él era un profesor loco; o, dicho de otro modo, sólo consiguió que fuesen irreales para él mismo.

El paciente lector está sin duda suficientemente familiarizado con el sabio loco convencional, bajito y de frente muy grande, que crea en su laboratorio monstruos que invariablemente se vuelven contra él y amenazan a su encantadora hija. Este relato no trata de ese falso tipo de hombre. Trata de Henry Hassel, un auténtico sabio loco similar a hombres tan famosos, y mucho más conocidos, como Ludwig Boltzmann (ver Ley de tos Gases Perfectos), Jacques Charles y André Marie Ampere (1775-1836).

Todo el mundo debería saber que el amperio eléctrico recibió tal nombre en honor a Ampere. Ludwig Boltzmann fue un distinguido físico austriaco, tan famoso por su investigación sobre la radiación del cuerpo negro como sobre los gases perfectos. Figura en el volumen tercero de la Enciclopedia Británica, BALT a BRAT. Jacques Alexandre Cesar Charles fue el primer matemático que se interesó en el vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Estos eran hombres reales.

Eran también sabios locos reales. Ampere por ejemplo, iba camino de una importante reunión de científicos en París. En el taxi se le ocurrió una brillante idea (de naturaleza eléctrica supongo), sacó un lápiz y anotó la ecuación en la pared del coche. Más o menos, era: dH=ipdl/r2 en donde p es la distancia perpendicular de P a la línea del elemento dl; o dH= i sen 0 dl/r2. Esto se conoce como Ley de Laplace, aunque éste no estuviese en la reunión.

Lo cierto es que el taxi llegó a la Academia. Ampere se bajó, pagó al conductor y entró rápidamente en el lugar de reunión a explicar a todos su idea. Entonces cayó en la cuenta de que no había tomado nota de ella, recordó dónde la había apuntado, y hubo de lanzarse por las calles de París a la caza de aquel taxi para recobrar su ecuación perdida. A veces me imagino que debió ser así como Fermat perdió su famoso «Último Teorema», aunque Fermat tampoco estaba en la reunión, pues había muerto doscientos años atrás.

O pensemos en Boltzmann. Dando un curso avanzado sobre gases perfectos, salpicaba sus lecciones con cálculos que elaboraba mentalmente y con gran rapidez. Tenía gran facilidad para esto. Sus alumnos, incapaces de desentrañar aquel galimatías de oído, no podían seguir sus lecciones, y pidieron a Boltzmann que escribiera las ecuaciones en la pizarra.

Boltzmann se disculpó y prometió ayudarles más en el futuro. Al día siguiente empezó así: «Caballeros, combinando la Ley de Boyle con la Ley de Charles, llegamos a la ecuación pv = pOVO~ I + ~t). Por tanto, evidentemente, si tlSb = f (x~ dx 0 (~l~ entonces pv = RT y vS f (x, y, z) dV = O. Es algo tan simple como dos y dos son cuatro». Y entonces Boltzmann se acordó de su promesa. Se volvió a la pizarra y tranquilamente escribió 2+2 =4, y luego continuó haciendo de memoria sus complicados cálculos.

Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles (llamaba a veces Ley de Gay-Lussac), al que Boltzmann mencionaba en sus conferencias, tenía una pasión lunática por convertirse en paleógrafo famoso (es decir, descubridor de manuscritos antiguos). Creo que el verse obligado a compartir su gloria con Gay-Lussac debió impulsarle a esto.

Pagó a un eminente falsificador, llamado Vrain-Lucas, 200.000 francos por cartas hológrafas supuestamente escritas por Julio César, Alejandro Magno y Poncio Pilatos. Charles, hombre capaz de analizar cualquier gas, perfecto o no, creyó realmente que aquellos documentos falsificados eran auténticos, pese a que el miserable Vrain-Lucas los había escrito en francés moderno, en papel moderno, Charles intentó incluso donarlos al Louvre.

Ahora bien, estos hombres no eran idiotas. Eran genios que pagaron un elevado precio por su genio, pues el resto de su pensamiento estaba fuera de este mundo. Un genio es un individuo que viaja hacia la verdad por una senda inesperada. Por desgracia, en la vida diaria, las sendas inesperadas conducen al desastre. Esto fue lo que le pasó a Henry Hassel, profesor de compulsión aplicada en la Universidad Desconocida, en el año de 1890.

Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida, ni lo que se enseña allí. Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos, y unos dos mil estudiantes… que permanecen en el anonimato hasta que ganan el premio Nobel o se convierten en el Primer Hombre de Marte. Se puede localizar fácilmente a un graduado de la Universidad Desconocida preguntando a la gente dónde estudió. Si contestan de forma evasiva, diciendo, por ejemplo: «Estado» o «una universidad muy corriente de la que nunca habrá oído hablar», puede estar seguro de que fueron a la Universidad Desconocida. Espero que pueda hablar algún día más ampliamente de esa universidad, que es un centro de aprendizaje sólo en el sentido pickwickiano.

Lo cierto es que Henry Hassel se dirigía a su casa desde su oficina del Centro Psicótico a primera hora de la tarde, cruzando la arcada de Cultura Física. Es falso que hiciese esto para atisbar a las alumnas que practicaban eurritmia arcana; lo que sucedía era que a Hassel le gustaba admirar los trofeos expuestos en la arcada, ganados por los grandes equipos de la universidad en campeonatos en los que suele ganar la Universidad Desconocida, deportes como estrabismo, oclusión y botulismo. (Hassel había sido durante tres años seguidos campeón individual de frambesia.) Por fin llegó a su casa y entró alegremente para descubrir a su mujer en brazos de un hombre.

Allí estaba una mujer encantadora de treinta y cinco años, el pelo de un rojo suave y los ojos almendrados, abrazada por un individuo que tenía los bolsillos llenos de panfletos aparatos microquímicos y un martillo de reflejos (un personaje típico de la Universidad Desconocida, en realidad). Era un abrazo tan concienzudo que ninguna de las partes advirtió que Henry Hassel les miraba furioso desde el vestíbulo.

Recordemos ahora a Ampere, a Charles y Boltzmann. Hassel pesaba setenta y seis kilos. Era musculoso y no tenía inhibiciones. Para él podría haber sido un juego de niños destrozar a su esposa y a su amante, y alcanzar así simple y directamente el objetivo que deseaba: poner fin a la vida de su mujer. Pero Henry Hassel era un genio; y su mente no operaba de aquel modo.

Contuvo el aliento, se volvió y se metió en su laboratorio privado a toda velocidad. Abrió un armario con la etiqueta DUODENO y sacó un revólver calibre 45. Abrió otros armarios, con etiquetas más interesantes, y diversos aparatos. En exactamente siete minutos y medio (tal era su urgencia), montó una máquina del tiempo (tal era su genio).

El profesor Hassel montó, pues, la máquina del tiempo, se metió en ella, puso el marcador en 1902, cogió el revólver y apretó un botón. La máquina hizo un ruido parecido a una cañería defectuosa y Hassel desapareció. Reapareció en Filadelfia el 3 de junio de 1902, yendo directamente a la calle Walnut número 1218, una casa de ladrillos rojos con escaleras de mármol, y tocó el timbre. Abrió la puerta un hombre que podría haber pasado por el tercer Hermano Smith, que miró a Henry Hassel.

—¿El señor Jessup?—preguntó Hassel con voz aguada.

—¿Sí?

—¿Es usted el señor Jessup?

—Yo soy.

—¿Tiene usted un hijo llamado Edgar? ¿Edgar Allan Jessup… llamado así por su lamentable admiración hacia Poe?

El tercer Hermano Smith estaba muy sorprendido.

—Que yo sepa no—dijo—. Aún estoy soltero.

—Pues lo tendrá —dijo Hassel colérico—. Yo tengo la desdicha de estar casado con la hija de su hijo, Greta. Discúlpeme—. Alzó el revólver y mató al supuesto abuelo de su esposa.

—Ahora ella habrá dejado de existir—murmuró Hassel soplando el humo del cañón del revólver—. Seré soltero. Podré incluso casarme con otra… ¡Dios mío! ¿Con quién?

Hassel esperó impaciente a que el dispositivo automático de la máquina del tiempo le devolviese a su laboratorio. Se lanzó hacia el salón. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de un hombre.

Hassel quedó sobrecogido.

—Así que esas tenemos —gruñó—. Toda una tradición familiar de infidelidad. Bueno, da lo mismo. Hay medios y modos.

Soltó una risa sorda, regresó a su laboratorio, y se trasladó al año 1901, donde mató a Emma Hotchkiss, la supuesta abuela materna de su esposa. Luego regresó a su casa y a su tiempo. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de otro hombre.

—Pero yo sé que aquella vieja zorra era su abuela—murmuró Hassel—. Y además se parecían mucho. ¿Qué demonios pasa?

Hassel se sentía confuso y desilusionado, pero aún le quedaban recursos. Fue a su estudio tuvo dificultades para coger el teléfono, pero finalmente logró marcar el número del Laboratorio de Tratamientos Equivocados, Nocivos e Ilegales. Sus dedos resbalaban al marcar los números.

—¿Sam?—dijo—. Aquí Henry.

—¿Quién?

—Henry.

—Hable más alto.

—¡Henry Hassel!

—Ah, buenas tardes, Henry.

—Háblame del tiempo.

—¿Tiempo? Mmmmm… —la computadora Simplex-Multiplex se aclaró la garganta mientras esperaba a que se activasen los circuitos de datos—. «Ejem. Tiempo. (1) Absoluto. (2) Relativo. (3) Recurrente. (1) Absoluto: Período contingente, duración, diurnidad, perpetuidad…

—Perdona, Sam. Formulación errónea. Vuelve atrás. Quiero tiempo, referencia a sucesión de, viajar en.

Sam accionó los engranajes y volvió de nuevo. Hassel escuchó con gran atención. Asintió. Gruñó.

—Vaya, vaya. Está bien. Ya lo entiendo. Así que es un continuum. Actos realizados en el pasado deben alterar el futuro. Entonces no hay duda de que estoy en el camino adecuado. Pero el acto ha de ser significativo, claro. Efecto de acción masiva. Los hechos triviales no pueden desviar las corrientes de fenómenos existentes. Vaya, vaya. Pero, ¿Hasta qué punto puede considerarse trivial a una abuela?

—¿Qué intentas hacer, Henry?

—Matar a mi esposa —contestó Hassel. Colgó. Volvió a su laboratorio. Pensó, aún furioso.

«Tengo que hacer algo significativo, murmuró, «Borrar a Greta. Borrarlo todo. ¡Muy bien, Dios mío! Se lo demostraré. Ya les enseñaré».

Hassel retrocedió hasta el año 1775, visitó una granja de Virginia y liquidó a un joven coronel. El coronel se llamaba George Washington y Hassel se aseguró plenamente de su muerte. Regresó a su propia época y a su propia casa. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de otro.

—¡Maldita sea! —dijo Hassel. Estaba quedándose sin municiones. Abrió otra caja de balas, retrocedió en el tiempo y liquidó a Cristóbal Colón, Napoleón, Mahoma y media docena de celebridades más.

—¡Ahora tiene que resultar, Dios mío! —dijo.

Volvió a su propia época, y encontró a su esposa como antes.

Sus rodillas parecieron fundirse; sus pies hundirse en el suelo. Volvió a su laboratorio caminando por arenas movedizas de pesadilla.

—¿Qué demonios puede considerarse significativo? —se preguntaba Hassel muy atribulado—. ¿Qué es lo que hay que hacer para conseguir cambiar el futuro? Dios mío, esta vez lo cambiaré realmente. Esta vez no fallará.

Viajó a París, a principios del siglo veinte, y visitó a Madame Curie, que trabajaba en un taller de un ático, cerca de la Sorbona.

—Señora—dijo en un execrable francés—, soy para usted un extraño completo, pero soy todo un científico. Sabiendo de sus experimentos con el radio… ¡Ah! aún no ha empezado con el radio… no importa. He venido para enseñarla todo lo que hay que saber sobre fisión nuclear.

Le enseñó. Tuvo la satisfacción de ver París cubierto por un hongo de humo antes de que el dispositivo automático le devolviese a su casa.

—Eso enseñará a las mujeres a ser fieles —gruñó—. ¡Buf!

Esto ultimo brotó de sus labios cuando vio a su pelirroja esposa aún… en fin, no hay ninguna necesidad de repetir lo obvio.

Hassel fue hacia su estudio muy confuso y se sentó a pensar. Mientras él piensa, mejor será que les advierta que éste es un relato sobre el tiempo que no se ajusta al modelo convencional. Si se imaginan por un instante que Henry va a descubrir que el hombre que está abrazado a su esposa es él mismo, están en un error. La víbora no es Henry Hassel, su hijo, un pariente, ni siquiera Ludwig Boltzmann (1844-1906). Hassel no describe un círculo en el tiempo, terminando donde comienza el relato (para satisfacción de nadie e irritación de todos) por la simple razón de que el tiempo no es circular ni lineal, ni doble ni discoidal ni syzygono, ni longinquituo ni pendiculado. Él tiempo es una cuestión privada, como descubrió Hassel.

—Quizás me equivocase—murmuró Hassel—. Lo mejor será que compruebe.

Luchó con el teléfono, que parecía pesar cien toneladas y al fin consiguió comunicar con la biblioteca

—¿Biblioteca? Aquí Henry.

—¿Quién?

—Henry Hassel.

—Más alto, por favor.

—¡HENRY HASSEL !

—Ah. Buenas tardes, Henry.

—¿Qué tenéis sobre George Washington?

Biblioteca tamborileó mientras sus instrumentos recorrían los catálogos.

—George Washington, primer presidente de los Estados Unidos. Nació en…

—¿Primer presidente? ¿No fue asesinado en 17757

—Por Dios, Henry. No digas tonterías. Todo el mundo sabe que George Washington…

—¿No sabe nadie que fue asesinado?

—¿Por quién?

—Por mí.

—¿Cuándo?

—En 1775.

—¿Cómo pudiste hacer tú eso?

—Tengo un revólver.

—No, quiero decir cómo conseguiste hacerlo hace doscientos años.

—Tengo una máquina del tiempo.

—Bueno, pues aquí no dice nada—contestó Biblioteca—. En mis archivos todo sigue igual. Te habrás equivocado.

—No me equivoqué, no. ¿Qué me dices de Cristóbal Colón? ¿No está reseñada su muerte en 1489?

—Pero si descubrió el Nuevo Mundo en 1492.

—Ni hablar. Fue asesinado en 1489.

—¿Cómo?

—Con una bala del 45 en la cabeza.

—¿Tú otra vez, Henry?

—Pues aquí no dice nada —insistió Biblioteca—. Debes de ser muy mal tirador.

—No perderé la paciencia—dijo Hassel con voz temblorosa.

—¿Por qué no Henry?

—Porque ya la he perdido—gritó—. ¡Está bien! ¿Y qué hay de Marie Curie? ¿Descubrió o no la bomba nuclear que destruyó París a principios de siglo?

—Ella no la descubrió. Enrico Fermi…

—Fue ella.

—No lo fue.

—Yo le enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.

—Todo el mundo sabe que eres un maravilloso teórico, pero un pésimo profesor, Henry. Tú…

—Vete al diablo, viejo idiota. Esto tiene que tener una explicación.

—¿Por qué?

—Lo olvidé. Se me había ocurrido algo, pero ya no importa. ¿Qué me sugerirías tú?

—¿Tienes realmente una máquina del tiempo?

—Por supuesto que la tengo.

—Entonces vuelve y comprueba.

Hassel volvió al ano 1775, visitó Monte Vernon, e interrumpió la siembra de primavera.

—Perdone, coronel—empezó.

El gran hombre le miró con curiosidad.

—Habla usted de una forma extraña, forastero—dijo—. ¿De dónde viene?

—Oh, de una universidad corriente de la que nunca habrá oído hablar.

—Tiene usted también un aspecto extraño. Nebuloso, diría yo.

—Dígame, coronel, ¿Qué sabe usted de Cristóbal Colón?

—No mucho—contestó el coronel Washington—. Murió hace doscientos o trescientos años.

—¿Cuándo murió exactamente?

—Creo que en el siglo dieciséis, no sé exactamente el año.

—Nada de eso. Murió en 1489.

—Se equivoca usted, amigo. Descubrió América en 1492.

—América la descubrió Cabot. Sebastián Cabot.

—Nada de eso. Cabot llegó mucho después.

—¡Tengo una prueba infalible! —comenzó Hassel, pero dejó de hablar al ver aproximarse a un hombre fornido y vigoroso de cara congestionada por la cólera. Llevaba unos pantalones grises muy arrugados y una chaqueta a cuadros dos tallas más pequeña que la suya. Llevaba también un revólver del 45. Henry Hassel comprendió que estaba mirándose a sí mismo y no le gustó lo que veía.

—¡Dios mío! —murmuró—. Soy yo, cuando vine a matar a Washington aquella primera vez. Si hubiese hecho este viaje una hora más tarde me habría encontrado a Washington muerto. ¡Eh! —dijo—. Aún no. Espera un minuto. Tengo que resolver una cosa antes.

Hassel no se prestó la menor atención a sí mismo, en realidad, no parecía tener conciencia de sí mismo. Avanzó directamente hacia el coronel Washington y le disparó un tiro en la cabeza. El coronel Washington se derrumbó, evidentemente muerto. El primer asesino inspeccionó el cuerpo, y luego, ignorando la tentativa de Hassel de detenerle y disputar con él, se volvió y se alejó, murmurando colérico entre dientes.

—No me oyó—se decía Hassel—. Ni siquiera me percibió. Y, ¿Por qué no me acuerdo de que intenté detenerme a mí mismo la primera vez que maté al coronel? ¿Qué demonios pasa?

Considerablemente alterado, Henry Hassel visitó Chicago y se dirigió allí a los patios de la Universidad, a principios de la década de 1940. Allí, entre una resbaladiza mezcolanza de ladrillos de grafito y polvo de grafito, localizó a un científico italiano llamado Fermi.

—Veo que está usted repitiendo el trabajo de Marie Curie, eh, dottore? —dijo Hassel.

Fermi miró a su alrededor como si hubiese oído un rumor apagado.

—¿Repitiendo el trabajo de Marie Curie, dottore?—gritó Hassel.

Fermi le miró con extrañeza.

—¿De dónde es usted, amico?

—Estado.

—¿Departamento de Estado?

—Sólo Estado. Es cierto, verdad, dottore que Marie Curie descubrió la fisión nuclear a principios de siglo, ¿verdad?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Fermi—. Nosotros somos los primeros, y aún no lo hemos conseguido del todo. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!

—Esta vez no habrá ningún error —gruñó Hassel.

Sacó su 45 y lo descargó en el pecho del doctor Fermi, y esperó la detención e inmolación en los archivos periodísticos. Ante su sorpresa, el doctor Fermi no se derrumbó.

El doctor Fermi se limitó a palparse el pecho suavemente, y, a los hombres que llegaron respondiendo a su llamada, les dijo:

—No es nada. Sentí en mi interior como una súbita quemadura, pero quizá sea una neuralgia del nervio cardíaco, o quizás un gas.

Hassel estaba demasiado agitado para esperar el mecanismo automático de la máquina del tiempo. Regresó inmediatamente a la Universidad Desconocida por su cuenta. Esto debería haberle dado una clave, pero estaba demasiado obsesionado para advertirlo. Fue por entonces cuando yo (1913-1975) le vi por primera vez: una imagen confusa que avanzaba entre los coches aparcados, atravesando puertas cerradas y paredes de ladrillo, con la cara iluminada por una decisión lunática.

Penetró en la Biblioteca, dispuesto a una gran discusión, pero no logró que los catálogos le oyesen o apreciasen su existencia. Pasó luego al Laboratorio de Prácticas Equivocadas, Nocivas o Ilegales, donde Sam, la computadora Simplex-Multiplex, tiene instalaciones sensibles hasta 10.700 angstroms. Sam no podía ver a Henry, pero lograba oírlo a través de una especie de fenómeno de interferencia de onda.

—Sam—dijo Hassel—, he hecho un descubrimiento increíble.

—Tú siempre estás descubriendo cosas, Henry—se quejó Sam—. Tu sección de datos está llena. ¿Quieres que empiece otra cinta para ti?

—Necesito un consejo. ¿Quién es la máxima autoridad en Tiempo referencia sucesión de, viajar en?

—Sería Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de Yale.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

—No puedes, Henry. Ha muerto. Murió en 1975.

—¿Cuál es entonces la máxima autoridad actual en tiempo, viajar en?

—Wiley Murphy.

—¿Murphy? ¿De nuestro Departamento de Traumas? Está bien, ¿Dónde podré localizarle ahora?

—Precisamente, Henry, fue a tu casa a preguntarte algo.

Hassel volvió a su casa a toda prisa buscó en su laboratorio y en su estudio sin encontrar á nadie y al fin penetró en el salón, donde su pelirroja mujer aún seguía en brazos de otro hombre. (Todo esto, quede bien entendido, se produjo en el espacio de unos cuantos instantes después de la construcción de la máquina del tiempo; tal es el carácter del tiempo y de los viajes en el tiempo.) Hassel carraspeó una o dos veces y probó a dar una palmada a su mujer en el hombro. Sus dedos penetraron en ella.

—Perdona, querida—dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy?

Entonces miró más de cerca y vio que el hombre que abrazaba a su esposa era el propio Murphy

—¡Murphy! —exclamó Hassel—. Precisamente la persona a la que busco. He tenido una experiencia extraordinaria.

Hassel se lanzó inmediatamente a una lúcida descripción de su extraordinaria experiencia, que fue más o menos así.

—Murphy, u—v= (u I/2—v 1!~) (v~+ ux vv + vb ) pero cuando George Washington F (x) y2 0 dx y Enrico Fermi F (ul/2) dxdt un medio de Marie Curie, y Cristóbal Colón por la raíz cuadrada de menos uno…

Murphy ignoró a Hassel, lo mismo que la señora Hassel. Yo apunté las ecuaciones de Hassel en el capot de un taxi que pasaba.

—Escúchame, Murphy —dijo Hassel—. Greta, querida, ¿Te importaría dejarnos un momento? Yo… por amor de Dios, ¿Queréis dejar ya esta tontería? Se trata de un asunto serio.

Hassel intentó separar a la pareja. No pudo cogerlos, lo mismo que no había conseguido que le oyeran. Su cara enrojeció de nuevo y fue tal su cólera que comenzó a pegar a la señora Hassel y a Murphy. Era como pegar a un gas perfecto. Consideré que era preferible intervenir.

—¡Hassel!

—¿Quién es?

—Sal afuera un momento. Quiero hablar contigo.

Pasó a través de la pared.

—¿Dónde estás?

—Aquí.

—Tienes una forma muy nebulosa.

—También tú.

—¿Quién eres?

—Me llamo Lennox. Israel Lennox.

—¿Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale?

—El mismo.

—Pero tú falleciste en 1975.

—Yo desaparecí en 1975.

—¿Qué quieres decir?

—Inventé una máquina del tiempo.

—¡Dios mío! Yo también —dijo Hassel—. Esta tarde. La idea se me ocurrió de repente, no sé por qué, y he tenido una experiencia de lo más extraordinaria. Lennox, el tiempo no es un continuum.

—¿No?

—Es una serie de partículas separadas… como perlas en un collar.

—¿Sí?

—Cada perla es un «ahora». Cada «ahora» tiene su propio pasado y su propio futuro. Pero ninguno de ellos se relaciona con los demás. ¿Comprendes? Si ~ = ~i + u, ji ++ 0 A ~

—Ahórrate las fórmulas matemáticas, Henry.

—Es una forma de transferencia cuántica de energía. El tiempo se emite en corpúsculos independientes o quantas. Podemos visitar el quanta individual de cada uno y hacer cambios dentro de él, pero ningún cambio de un corpúsculo afecta a otro corpúsculo. ¿Correcto?

—No—dije con tristeza.

—¿Qué quieres decir con eso? —respondió él, gesticulando colérico a través de una alumna que pasaba—. Si tienes en cuenta las ecuaciones trocoides y…

—No—repetí con firmeza—. ¿Quieres escucharme, Henry?

—Bueno, habla —dijo.

—¿Te has dado cuenta de que te has hecho casi insubstancial? Inmaterial, espectral… ¿Te das cuenta que el espacio y el tiempo no te afectan ya?

—Sí.

—Henry, yo tuve la desdicha de construir una máquina del tiempo en 1975.

—Ya me lo dijiste. Ove. ; qué me dices /1PI vn1energía? Supongo que estoy utilizando unos 7,3 kilowatios por…

—Déjate de kilowatios, Henry. En mi primer viaje al pasado, visité el Pleistoceno. Tenía unas ganas tremendas de fotografiar al mastodonte, al perezoso gigante y al dientes de sable. Cuando retrocedía para captar plenamente al mastodonte en mi campo de visión a f/6,3 para 1/100 de segundo, o en la escala LVS…

—No importa la escala—dijo él.

—Pues bien, al retroceder, pisé y maté involuntariamente a un pequeño insecto pleistocénico.

—¡Oh! —exclamó Hassel.

—El incidente me dejó aterrado. Creí que cuando volviese al mundo lo encontraría completamente cambiado como consecuencia de aquella sola muerte. Imagínate mi sorpresa cuando volví a mi mundo y me encontré con que nada había cambiado.

—¡Ah! —dijo Hassel.

—Sentí curiosidad. Volví al pleistoceno y maté un mastodonte. Nada cambió en 1975. Volví al pleistoceno y me dediqué a liquidar animales… sin ninguna consecuencia. Recorrí el tiempo, matando y destruyendo, para ver si conseguía alterar el presente.

—Entonces hiciste lo mismo que yo—exclamó Hassel—. Es extraño que no nos encontráramos.

—No lo es en absoluto.

—Yo maté a Colón.

—Yo a Marco Polo.

—Yo a Napoleón.

—Yo consideré más importante e Einstein.

—Mahoma no cambió mucho las cosas… yo esperaba más de él.

—Lo sé. También yo lo maté.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Hassel.

—Yo lo maté el 16 de septiembre del 599. Cronología antigua.

—¿Cómo? Yo maté a Mahoma el 5 de enero del 598.

—Te creo.

—¿Cómo pudiste matarle tú después de haberle matado yo?

—Los dos le matamos.

—Eso es imposible.

—Amigo mío—dije yo—el tiempo es totalmente subjetivo. Es una cuestión privada… una experiencia personal. No hay algo a lo que podamos llamar tiempo objetivo, lo mismo que no hay amor objetivo, o alma objetiva.

—¿Quieres decir que viajar en el tiempo es imposible? Pero nosotros lo hemos hecho.

—Desde luego, y algunos más, estoy seguro. Pero viajamos en nuestro propio pasado, y no en el de los demás. No hay ningún continuum universal, Henry. Sólo hay millones de individuos, cada uno con su propio continuum; y un continuum no puede afectar al otro. Somos como millones de espaguetis en la misma cazuela. Ningún viajero del tiempo puede encontrarse jamás, ni en el pasado ni en el futuro, con otro viajero. Cada uno viaja sólo por su propio espagueti.

—Pero ahora estamos juntos, nos hemos encontrado.

—Ya no somos viajeros del tiempo, Henry. Hemos pasado a ser la salsa de los espaguetis.

—¿La salsa de los espaguetis?

—Sí. Tú y yo podemos visitar cualquier espagueti que queramos, porque nos hemos destruido a nosotros mismos.

—No comprendo.

—Cuando un hombre cambia el pasado sólo afecta a su propio pasado y al de nadie más. El pasado es como la memoria. Cuando borras el recuerdo de un hombre, le borras, pero no borras a ningún otro. Tú y yo hemos borrado nuestro pasado. Los mundos individuales de los demás continúan, pero nosotros hemos dejado de existir.

—Hice una pausa significativa.

—¿Qué quieres decir con eso de que «hemos dejado de existir»?

—Con cada acto de destrucción nos disolvemos un poco. Ahora nos hemos disuelto del todo. Hemos cometido cronicidio. Somos espectros. Espero que la señora Hassel sea muy feliz con el señor Murphy… Ahora acerquémonos a la Academia. Ampere está contando cosas muy interesantes sobre Ludwig Boltzmann.

William Gibson: El continuo de Gernsback. Cuento.

Author William GibsonSupongo que la cosa empezó en Londres, en aquella falsa taberna griega de Battersea Park Road, con un almuerzo a expensas de la empresa de Cohen.

Por fortuna, el asunto empieza a desvanecerse, a convertirse en un episodio. Cuando todavía capto la extraña visión, es periférica; meros fragmentos de cromo de científico loco, que se limitan al rabillo del ojo. Hubo aquella ala volante sobre San Francisco la semana pasada, pero era casi translúcida. Y los descapotables de aleta de tiburón se han vuelto más escasos, y las autopistas evitan discretamente desplegarse, para no convertirse en esos esplendorosos monstruos de ochenta carriles que forzosamente tuve que recorrer el mes pasado en mi Toyota alquilado. Y sé que nada de eso me seguirá hasta Nueva York; mi visión se está estrechando, centrándose en una única longitud de onda de probabilidad. He trabajado duro para lograrlo. La televisión ayudó mucho.

Supongo que la cosa empezó en Londres, en aquella falsa taberna griega de Battersea Park Road, con un almuerzo a expensas de la empresa de Cohen. Comida recalentada, y luego tardaron treinta minutos en encontrar un cubo de hielo para el retsina. Cohen trabaja en Barris-Watford, que publica libros de formato grande, en rústica, sobre temas de moda: historias ilustradas de los letreros de neón, la máquina tragamonedas, los juguetes de cuerda del Japón Ocupado. Yo había ido para fotografiar una serie de anuncios de calzado; chicas californianas de piernas bronceadas y juguetonas zapatillas fluorescentes hicieron travesuras para mí en las escaleras mecánicas de St. John’s Wood y en los andenes de Tooting Bec. Una magra y hambrienta agencia de publicidad había decidido que los misterios del London Transport venderían zapatillas de nailon de suela reticular. Ellos deciden; yo hago las fotos. Y Cohen, a quien conocía vagamente de los viejos tiempos en Nueva York, me había invitado a almorzar la víspera de mi partida desde Heathrow. Apareció acompañado por una mujer joven vestida muy a la moda y llamada Dialta Downes, que carecía virtualmente de mentón y era, sin duda, una conocida historiadora del pop art.

Retrospectivamente, la veo caminando junto a Cohen bajo un aviso de neón flotante que destella intermitentes «Por aquí está la locura» en enormes mayúsculas sin serif.

Cohen nos presentó y me explicó que Dialta era la principal animadora del último proyecto de Barris-Watford, una historia ilustrada de lo que ella llamó el «modernismo aerodinámico americano». Cohen lo llamaba «gótico de pistola de rayos». El título provisorio de la obra era La futurópolis aerodinámica: el mañana que nunca fue.

Hay en los británicos una obsesión por los elementos más barrocos de la cultura pop americana, algo parecido al extraño fetichismo de los alemanes con los indios-y-vaqueros o la aberrante ansia de los franceses por las viejas películas de Jerry Lewis. En Dialta Downes esto se manifestaba en una manía por un estilo arquitectónico, exclusivamente norteamericano, del que la mayoría de los norteamericanos casi no son conscientes. Al principio yo no sabía bien de qué me hablaba, pero luego empecé a comprender. Me encontré recordando la televisión matutina de los domingos en los años cincuenta.

A veces, el canal local pasaba, como relleno, viejos y gastados noticiarios. Uno se sentaba con un bocadillo de manteca de cacahuete y un vaso de leche; y una voz de barítono hollywoodense, plagada de ruidos de estática, te decía que había Un Coche Volador En Tu Futuro. Y tres ingenieros de Detroit se ponían a dar vueltas en un viejo y enorme Nash alado; y los veías pasar retumbando por alguna abandonada carretera de Michigan. En realidad nunca te mostraban cuándo despegaba, pero se iba volando hasta la tierra del nunca jamás de Dialta Downes, verdadero hogar de una generación de tecnófilos totalmente desinhibidos.

Ella hablaba de esos retazos de la arquitectura «futurista» de los años treinta y cuarenta con que uno se cruza todos los días en las ciudades americanas sin tenerlos en cuenta: las marquesinas de los cines, diseñadas para que irradien una energía misteriosa, las tiendas de baratijas con fachadas de aluminio acanalado, las sillas de tubos cromados que acumulan polvo en los vestíbulos de los hoteles. Ella veía esas cosas como segmentos de un mundo de sueños, abandonados en un presente perezoso; quería que yo se los fotografiase.

La década de los treinta dio luz a la primera generación de diseñadores industriales; hasta entonces todos los sacapuntas habían parecido sacapuntas: el básico mecanismo victoriano, tal vez con algún arabesco decorativo en los bordes. Tras el advenimiento de los diseñadores, algunos sacapuntas parecían haber sido armados en túneles de viento. En la mayoría, el cambio era sólo superficial: bajo la aerodinámica cáscara cromada uno descubría el mismo mecanismo victoriano. Lo cual en cierto modo era lógico, pues los diseñadores norteamericanos más famosos habían sido reclutados en las filas de los escenógrafos de Broadway. Todo era un escenario teatral, una serie de exquisitos decorados para jugar a vivir en el futuro.

Durante la sobremesa, Cohen sacó un grueso sobre de manila lleno de fotografías en papel brillante. Vi las estatuas aladas que guardan la presa Hoover, adornos de hormigón de doce metros de altura que apuntan con firmeza hacia un huracán imaginario. Vi una docena de fotos del Johnson’s Wax Building de Frank Lloyd Wright, pegadas sobre carátulas de viejos números de Amazing Stories, obra de un artista llamado Frank R. Paul; a los empleados del Johnson’s Wax les habría parecido que estaban entrando en una de las utopías que Paul pintaba con aerógrafo. El edificio de Wright daba la impresión de haber sido diseñado para gente que llevara togas blancas y sandalias de acrílico. Me demoré en un esbozo de un avión de hélice especialmente pomposo, todo ala, como un gordo y simétrico búmeran, con ventanas en lugares inverosímiles. Unas flechas rotuladas indicaban la posición de la sala de baile y dos canchas de squash. Databa de 1936.

—Esta cosa no podría haber volado, ¿verdad? —miré a Dialta Downes.

—Qué va, de ninguna manera, aun con esas doce hélices enormes; pero a ellos les encantaba el aspecto, ¿entiendes? De Nueva York a Londres en menos de dos días, comedores de primera clase, camarotes privados, cubiertas para tomar sol, jazz y baile por las noches… Los diseñadores eran populistas, y trataban de dar al público lo que el público quería. Lo que el público quería que fuese el futuro.

Hacía tres días que estaba en Burbank, tratando de infundir carisma a un roquero de aspecto realmente aburrido, cuando recibí el paquete de Cohen. Es posible fotografiar lo que no está; resulta muy difícil y es, por lo tanto, un talento muy vendible. Si bien es cierto que no lo hago mal, no soy exactamente el mejor, y aquel pobre tipo agotó la credibilidad de mi Nikon. Salí deprimido, porque me gusta hacer bien mi trabajo, pero no deprimido del todo, porque me aseguré de recibir el cheque por el trabajo, y resolví reponerme con el sublime, seudoartístico encargo de Barris Watford. Cohen me había enviado algunos libros sobre el diseño de los años treinta, más fotos de edificios aerodinámicos, y una lista con los cincuenta ejemplos favoritos de Dialta Downes en California.

La fotografía arquitectónica implica a veces una gran dosis de espera: el edificio se convierte en una especie de reloj de sol, mientras uno aguarda a que una sombra se aleje de un detalle que se quiere fotografiar, o que la masa y el equilibrio de la estructura se muestren de una cierta manera. Mientras esperaba, me imaginé en la América de Dialta Downes. Cuando aislé algunos de los edificios de fábricas en el cristal esmerilado de la Hasselblad, aparecieron con una especie de siniestra dignidad totalitaria, como los estadios que Albert Speer construía para Hitler. Pero el resto era inexorablemente cursi: material efímero moldeado por el subconsciente colectivo norteamericano de los años treinta, y que tendía a sobrevivir ante todo en zonas deprimentes, bordeadas de moteles polvorientos, colchonerías al por mayor y pequeños depósitos de automóviles de ocasión. Me dediqué sobre todo a las estaciones de servicio. Durante el apogeo de la Era Downes, encargaron a Ming el Implacable el diseño de las estaciones de servicio de California. Partidario de la arquitectura de su Mongo natal, Ming recorrió la costa de arriba abajo, levantando estructuras de pistola de rayos con estuco blanco. Muchas de ellas presentaban superfluas torres centrales rodeadas de esos extraños rebordes de radiador que eran el sello distintivo del estilo y las hacían parecer capaces de generar potentes estallidos de puro entusiasmo tecnológico, si tan sólo se pudiese encontrar el interruptor que las ponía en marcha. Fotografié una en San José una hora antes de que llegaran las motoniveladoras y arremetieran contra la estructural verdad de yeso, listones y hormigón barato.

—Considera eso —había dicho Dialta Downes— una especie de América alternativa: un 1980 que nunca sucedió. Una arquitectura de sueños frustrados.

Y ese fue mi estado de ánimo mientras recorría las estaciones de intrincada mezcla socioarquitectónica en mi Toyota rojo; mientras iba sintonizando la imagen de una vaga Norteamérica que no fue, de plantas de Coca-Cola que parecían submarinos varados, y de cines de quinta que parecían templos de alguna secta perdida que había adorado los espejos azules y la geometría. Y mientras andaba entre aquellas ruinas secretas se me ocurrió preguntarme qué pensarían del mundo en el que yo vivía los habitantes de ese futuro perdido.

La década de los treinta soñó con mármol blanco y cromo aerodinámico, cristal inmortal y bronce bruñido, pero los cohetes de las portadas de las revistas de Gernsback habían caído en Londres en plena noche, chillando. Después de la guerra, todo el mundo tuvo coche —sin alas— y la prometida autopista para conducirlo, con lo que hasta el mismo cielo se oscureció, y los gases carcomieron el mármol y agujerearon el cristal milagroso.

Y un día, en las afueras de Bolinas, mientras me preparaba para fotografiar un ejemplar especialmente lujoso de la arquitectura marcial de Ming, atravesé una delgada membrana, una membrana de probabilidad… Casi sin darme cuenta, fui más allá del Borde… Y miré hacia arriba y vi una cosa con doce motores que parecía un búmeran inflado, todo ala, volando hacia el este con un zumbido monótono y una gracia elefantina, tan bajo que pude contar los remaches en esa piel de plata opaca y oír —quizás— un eco de jazz. Se la llevé a Kihn.

Merv Kihn, periodista independiente, con una dilatada trayectoria en pterodáctilos de Texas, campesinos visitados por ovnis, monstruos de Loch Ness de segunda y las diez principales teorías conspiratorias del rincón más lunático del inconsciente colectivo norteamericano.

—Está bien —dijo Kihn, sacando brillo a las amarillas gafas de caza Polaroid con el dobladillo de la camisa hawaiana—, pero no es mental; le falta lo más importante.

—Pero lo vi, Mervyn, estábamos sentados junto a una piscina, al brillante sol de Arizona. El había ido a Tucson a esperar a un grupo de funcionarios jubilados de Las Vegas cuya líder recibía mensajes de Ellos en el horno de microondas. Yo había conducido toda la noche y lo sentía.

—Claro que lo viste. Claro que lo viste. Has leído mis cosas. ¿No has entendido mi solución general para el problema de los ovnis? Es muy, muy sencilla: la gente —se colocó cuidadosamente las gafas sobre la nariz larga y ganchuda y me clavó su mejor mirada de basilisco— ve… cosas. La gente ve esas cosas. No hay nada, pero la gente ve esas cosas. No hay nada, pero la gente ve de todos modos. Quizá porque lo necesita. Has leído a Jung, y deberías saber de qué se trata… Tu caso es tan obvio: admites que pensabas en esa arquitectura chiflada, que fantaseabas… Mira, estoy seguro de que habrás probado tus drogas, ¿no es cierto? ¿Cuánta gente sobrevivió a los sesenta en California sin sufrir alguna que otra alucinación? Por ejemplo esas noches en que descubrías que ejércitos enteros de técnicos de Disney se habían ocupado de bordarte en los tejanos hologramas animados de jeroglíficos egipcios, o esos momentos en que…

—Pero no fue así.

—Claro que no. Claro que no fue así; ocurrió «en un marco de clara realidad», ¿no es cierto? Todo normal, y de pronto ahí está el monstruo, el mandala, el cigarro de neón. En tu caso, un gigantesco avión de novela de aventura. Sucede todo el tiempo. Ni siquiera estás loco. Eso lo sabes, ¿verdad? —sacó una cerveza de la maltratada nevera portátil de telgopor que tenía junto a la silla.

—La semana pasada estuve en Virginia. En el condado de Grayson. Entrevisté a una chica de dieciséis años que había sido atacada por una cabeza de oso.

—¿Una qué?

—Una cabeza de oso. La cabeza cortada de un oso. Pues esta cabeza, verás, flotaba por ahí en su propio platillo volador, que se parecía un poco a los tapacubos del Caddy antiguo del primo Wayne. Tenía ojos colorados y brillantes, como dos brasas de cigarro, y antenas telescópicas de cromo que se le abomban por detrás de las orejas —Mervyn eructó.

—¿La atacó? ¿Cómo?

—No lo quieras saber; sin duda eres impresionable. «Era una cabeza fría —dijo, ensayando su mal acento sureño— y metálica.» Hacía ruidos electrónicos. Eso es auténtico, amigo, un material que llega directamente del inconsciente colectivo; esa niña es una bruja. No tiene sitio en esta sociedad. Habría visto al diablo si no hubiese crecido con El hombre biónico y todas esas reposiciones de Star Trek. Está conectada a la vena principal. Y sabe que eso le sucedió. Me fui diez minutos antes de que apareciesen los fanáticos de los ovnis con el polígrafo.

Debió de pensar que yo estaba disgustado, porque puso cuidadosamente la cerveza junto a la nevera y se incorporó.

—Si quieres una explicación más elegante, te diría que viste un fantasma semiótico. Todas esas historias de contactos, por ejemplo, comparten un tipo de imaginería de ciencia-ficción que impregna nuestra cultura. Podría aceptar extraterrestres, pero no extraterrestres que pareciesen salidos de un cómic de los años cincuenta. Son fantasmas semióticos, trozos de imaginería cultural profunda que se han desprendido y adquirido vida propia, como las aeronaves de Julio Verne que siempre veían esos viejos granjeros de Kansas. Pero tú viste otra clase de fantasma, eso es todo. Ese avión fue en otro tiempo parte del inconsciente colectivo. Tú, de alguna manera, sintonizaste con eso. Lo importante es no preocuparse.

Pero yo me preocupaba.

 

Kihn se peinó el menguante pelo rubio y se fue a oír lo que Ellos habían dicho por el radar últimamente; yo corrí las cortinas de mi habitación y me acosté a preocuparme en la oscuridad refrigerada.

Aún estaba preocupándome cuando desperté. Kihn me había dejado un mensaje en la puerta: volaba hacia el norte en un avión alquilado para verificar un rumor sobre mutilaciones de ganado (“mutis”, decía él; otra de sus especialidades periodísticas).

Comí, me duché, tomé una desmigajada pastilla dietética que había estado un tiempo dando tumbos en el fondo del estuche de la afeitadora y emprendí el regreso a Los Angeles.

La velocidad limitaba mi visión al túnel de las luces del Toyota. El cuerpo podría conducir, me decía, mientras la mente funcionase. Funcionase y se mantuviese alejada del extraño y periférico acompañamiento visual de las anfetaminas y el agotamiento, la vegetación espectral, luminosa, que crece en el rabillo del ojo mental cuando se recorren autopistas a altas horas de la noche. Pero la mente tiene sus propias ideas, y la opinión de Kihn respecto a lo que yo ya consideraba mi “visión” me resonaba interminablemente en la cabeza, girando en órbita asimétrica. Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño Colectivo caracoleando al viento a mi paso. Por algún motivo, aquel bucle de retroacción agravó el efecto de la pastilla dietética, y la vegetación que crece junto a la carretera comenzó a adoptar los colores de una imagen de satélite captada con infrarrojos, jirones brillantes que estallaban al paso del Toyota.

Entonces salí de la autopista y media docena de latas de cerveza parpadearon dándome las buenas noches antes de apagar las luces. Me pregunté qué hora sería en Londres, y traté de imaginar a Dialta Downes desayunando en su apartamento de Hampstead, rodeada de aerodinámicas estatuillas de cromo y libros sobre la cultura americana.

Las noches del desierto son enormes en esa región; la luna está más cerca. Miré la luna un buen rato y llegué a la conclusión de que Kihn tenía razón: lo importante era no preocuparse. A todo lo ancho del continente, día tras día, gente que era más normal de lo que yo jamás habría aspirado ser veía pájaros gigantes, patagones, refinerías de petróleo voladoras: ellos mantenían a Kihn ocupado y solvente. ¿Por qué habría yo de alterarme por una fugaz visión de la imaginación popular de los años treinta en el cielo de Bolinas? Resolví dormirme, sin otras preocupaciones que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales; a salvo en medio de la amistosa basura de una carretera de mi bien conocido continuo. Al día siguiente iría a Nogales a fotografiar los viejos burdeles, cosa que pretendía hacer desde hacía años. El efecto de la pastilla dietética había terminado.

 

Me despertó la luz, y luego las voces.

La luz venía de alguna parte a mis espaldas, y arrojaba sombras movedizas al interior del automóvil. Eran voces serenas, confusas, de hombre y de mujer conversando.

Tenía el cuello tieso y una sensación de arena en los ojos. La pierna se me había dormido, presionada contra el volante. Busqué atolondradamente las gafas en el bolsillo de la camisa y por fin logré ponérmelas.

Entonces miré hacia atrás y vi la ciudad.

Los libros sobre el diseño de los años treinta estaban en el maletero; uno de ellos contenía esbozos de una ciudad idealizada inspirada en Metrópolis y en Lo que vendrá, pero donde todo se escuadraba, lanzándose hacia arriba entre las nubes perfectas de un arquitecto hasta unos muelles de zepelines y unos delirantes chapiteles de neón. Aquella ciudad era un modelo a escala de la que se alzaba a mis espaldas. Los chapiteles se erguían unos sobre otros en brillantes zigurats que subían hasta una dorada torre del templo central rodeado por los dementes rebordes de radiador de las gasolineras de Mongo. Podías esconder el Empire State en la más pequeña de aquellas torres. Calles de cristal subían entre los chapiteles, transitadas de arriba abajo por formas plateadas y lisas como gotas de mercurio. El aire estaba atiborrado de naves: aviones de alas gigantescas, cosas pequeñas, plateadas, velocísimas (a veces, una de las formas de mercurio de los puentes celestes se elevaba con gracia en el aire para sumarse a la danza), dirigibles de más de un kilómetro de longitud, cosas con forma de libélula que planeaban, girocópteros…

Cerré los ojos y di media vuelta en el asiento. Cuando los abrí, me obligué a mirar el cuentakilómetros, el pálido polvo de la carretera sobre el plástico negro del tablero, el cenicero desbordante.

—Psicosis anfetamínica —dije. Abrí los ojos. El tablero seguía allí, el polvo, las colillas aplastadas. Con mucho cuidado, sin mover la cabeza, encendí las luces altas.

Y los vi.

Eran rubios. Estaban de pie junto a su automóvil, un aguacate de aluminio con una aleta central de tiburón y ruedas lisas y negras como las de un juguete infantil. El rodeaba con el brazo la cintura de la muchacha, y señalaba hacia la ciudad. Ambos estaban vestidos de blanco: ropas holgadas, las piernas desnudas, zapatos de un blanco inmaculado. Ninguno parecía advertir mis luces. El decía algo que era sabio y fuerte, y ella asentía, y de pronto me asusté: un susto distinto. La cordura había dejado de ser un problema; sabía, por alguna razón, que la ciudad a mis espaldas era Tucson: un sueño que Tucson había proyectado arrancándolo del sueño colectivo de toda una época. Que era real, completamente real. Pero la pareja frente a mí vivía en él, y ellos me asustaban.

Eran los hijos de los ochenta que nunca fueron, los ochenta de Dialta Downes; los Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente de ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro había llegado a América primero, pero que había pasado de largo. Pero no allí, en el corazón del sueño. Allí habíamos seguido adelante, dentro de una lógica de sueños que no sabía nada de polución, de los límites finitos del combustible fósil, de guerras extranjeras que era posible perder. Ellos eran limpios, felices, y totalmente satisfechos de sí mismos y del mundo. Y en el Sueño, aquél era el mundo de ellos.

Detrás de mí, la ciudad iluminada: unos reflectores barrían el cielo por puro placer. Imaginé a la gente atestando las plazas de mármol blanco, metódica y alerta, los ojos luminosos brillando de entusiasmo por las avenidas inundadas de luz y por los coches plateados.

Tenía todo el siniestro gusto de la propaganda de las Juventudes Hitlerianas.

Puse el coche en primera y avancé despacio, hasta que el parachoques quedó a poco menos de un metro de ellos. Seguían sin verme. Bajé la ventanilla y escuché lo que decía el hombre. Sus palabras eran luminosas y huecas, como el tono de un folleto de alguna Cámara de Comercio, y supe que creía en ellas totalmente.

—John —oí que decía la mujer—, hemos olvidado tomar nuestras pastillas alimenticias –la mujer sacó dos obleas de una cosa que llevaba en el cinto y le dio una a él. Regresé a la autopista y me puse en marcha hacia Los Angeles, estremeciéndome y sacudiendo la cabeza.

Llamé a Kihn desde un puesto de gasolina. Uno nuevo, en mal Español Moderno. Había regresado de su expedición y no pareció molestarle la llamada.

—Sí, ésa sí que es rara. ¿Trataste de sacar fotos? No es porque fuera a salir nada, pero añade un frisson interesante a la historia, que las fotos no hayan salido…

Pero, ¿qué debería hacer?

—Ver mucha televisión, sobre todo programas de juegos y telenovelas. Películas porno. ¿Has visto Nazi Love Motel? La pasan por cable, aquí. Es horrible de verdad. Justo lo que necesitas.

¿Qué me estaba diciendo?

—Deja de gritar y escúchame. Te voy a revelar un secreto profesional: puedes exorcizar todos esos fantasmas semióticos con la peor programación. Si a mí me quita de encima a los fanáticos de los ovnis, a ti te puede liberar de esos futuroides modernistas. Inténtalo. ¿Qué puedes perder?

Y entonces me rogó que lo dejara en paz, aduciendo que tenía una cita temprano con el Elegido.

–¿El qué?

–Esos viejos de Las Vegas; los de los microondas.

Pensé en hacer una llamada a Londres, a cobro revertido, hablar con Cohen en Barris-Watford y decirle que su fotógrafo se iba a pasar una larga temporada en la Zona Gris. Al final, dejé que una máquina me preparase un café realmente imposible y volví al Toyota para terminar el viaje a Los Angeles.

Los Angeles fue una mala idea, y pasé allí dos semanas. Era el país primordial de Downes; había allí demasiado Sueño, y demasiados fragmentos del Sueño aguardando para tenderme una celada. Casi destrozo el coche en un paso a nivel cerca de Disneylandia, cuando la carretera se abrió en abanico como un truco de origami y me dejó zigzagueando entre una docena de minicarriles llenos de sibilantes lágrimas de cromo con aletas de tiburón. Peor aún. Hollywood estaba lleno de gente que se parecía demasiado a la pareja que había visto en Arizona. Contraté a un director italiano que se las arreglaba haciendo trabajos de laboratorio y diseñando terrazas alrededor de las piscinas mientras esperaba la llegada de su nave; hizo copias de todos los negativos que había acumulado durante el encargo de Downes. No quise ver el material. Eso, sin embargo, no pareció molestar a Leonardo, y cuando hubo terminado el trabajo examiné las copias al vuelo, como quien mira un mazo de baraja, las empaqueté y las envié a Londres vía aérea. Luego fui en taxi hasta una sala donde pasaban Nazi Love Motel, y mantuve los ojos cerrados todo el tiempo.

El telegrama de felicitación de Cohen me llegó una semana después a San Francisco. A Dialta le habían encantado las fotos. El admiró el modo en que me había “metido en el asunto”, y esperaba volver a trabajar conmigo. Esa tarde vi un ala volante sobre Castro Street, pero tenía algo de tenue, como si estuviese sólo a medias.

Corrí hasta el quiosco de periódicos más cercano y busqué todo lo que había sobre la crisis petrolera y los peligros de la energía nuclear. Acababa de decidir comprar un billete aéreo para ir a Nueva York.

—Vaya mundo en el que vivimos, ¿verdad? —el propietario era un negro delgado de mala dentadura y evidente peluca. Asentí, buscando monedas en los bolsillos del pantalón, deseando encontrar un banco de parque donde poder sumergirme en la dura evidencia de la casi distopía humana en que vivimos—. Pero podría ser peor, ¿verdad?

–Así es –dije–, o peor aún, podría ser perfecto.

El hombre se quedó mirándome mientras me alejaba por la calle con mi pequeño fajo de catástrofes condensadas.

Edmond Hamilton: Exilio. Cuento.

Edmond Hamilton¡Lo que daría por no haber hablado de Ciencia Ficción aquella noche! Si no lo hubiéramos hecho, en estos momentos no estaría obsesionado con esa bizarra e imposible historia que nunca podría ser comprobada ni refutada.

Pero tratándose de cuatro escritores profesionales de relatos fantásticos, supongo que el tema resultaba ineludible. A pesar de que logramos posponerlo durante toda la cena y los tragos que tomamos después, Madison, gustoso, contó a grandes rasgos su partida de caza, y luego Brazell inicio una discusión sobre los pronósticos de los Dodgers. Mas tarde me vi obligado a desviar la conversación al terreno de la fantasía. No era mi intención hacer algo así. Pero había bebido un escoces de mas, y eso siempre me vuelve analítico. Y me divertía la perfecta apariencia de que los cuatro eramos personas comunes y corrientes.

-Camuflaje protector, eso es -anuncie-. ¡Cuanto nos esforzamos por actuar como chicos buenos, normales y ordinarios!
Brazell me miro, un poco molesto por la abrupta interrupción.
-¿De que estas hablando?
-De nosotros cuatro -Respondí-. ¡Que esplendida imitación de ciudadanos hechos y derechos! Pero no estamos contentos con eso… Ninguno de nosotros. Por el contrario, estamos violentamente insatisfechos con la tierra y con todas sus obras; por eso nos pasamos la vida creando uno tras otro, mundos imaginarios.
-Supongo que el pequeño detalle de hacerlo por dinero no tiene nada que ver -inquirió Brazell escéptico.
-Claro que si-admití-. Pero todos creamos nuestros mundos y pueblos imposibles muchísimo antes de escribir una sola linea, ¿verdad? incluso desde nuestra infancia, ¿no? por eso no estamos a gusto aquí.
-Nos sentiríamos mucho peor en alguno de los mundos que describimos -replico Madison.

En ese momento, Carrick, el cuarto del grupo, intervino en la conversación. Estaba sentado en silencio como de costumbre, copa en la mano, meditabundo, sin prestarnos atención. Carrick era raro en muchos aspectos. Sabíamos poco de el, pero lo apreciábamos y admirábamos sus historias. Había escrito relatos fascinantes, minuciosamente elaborados en su totalidad sobre un planeta imaginario.

-Lo mismo me ocurrió a mi en una ocasión- dijo a Madison.
-¿Que? -pregunto Madison.
-Lo que acabas de sugerir… Una vez escribí un sobre un mundo imaginario y luego me vi obligado a vivir en el – contesto Carrick.
Madison soltó una carcajada.
-Espero que haya sido un sitio mas habitable que los escalofriantes planetas en los que yo planteo mis embustes.
Carrick ni siquiera sonrío.
-De haber sabido que viviría en el, lo habría creado muy distinto -murmuro.
Brazell, tras dirigir una mirada significativa a la copa vacía de Carrick, nos guiño un ojo y pidió con voz melosa:
-Cuenta nos como fue, Carrick.
Carrick no aparto la mirada de la copa mientras la giraba entre sus dedos al hablar. Se detenía entre una frase y otra.

…Sucedió inmediatamente después de que me mudara junto a la Gran Central de Energía. A primera vista, parecía un lugar ruidoso, pero, en realidad, se vivía muy tranquilo en las afueras de la ciudad. Y yo necesitaba tranquilidad para escribir mis historias. Me dispuse a trabajar en la nueva serie que había comenzado, una colección de relatos que ocurrirían en aquel mundo imaginario. Empecé por crear detalladamente todas las características físicas de ese mundo y del universo que lo contenía. Pase todo el día concentrado en ello. Y cuando termine ¡Algo en mi mente hizo clic!

Esa breve y extraña sensación me pareció una súbita materialización. Me quede allí, inmovilizado, al tiempo que me preguntaba si estaría enloqueciendo, pues tuve la repentina seguridad de que el mundo que yo había creado durante todo el día acababa de cristalizar en una existencia concreta en alguna parte. Por supuesto, ignore esa extraña idea, salí de casa y me olvide del asunto. Pero al día siguiente sucedió de nuevo. Dedique la mayor parte del tiempo a la creación de los habitantes del mundo de mi historia. Sin duda los había imaginado humanos, aunque decidí que no fueran demasiado civilizados pues eso imposibilitaría los conflictos y la violencia indispensable para mi trama. Así pues había gestado mi mundo imaginario, un mundo de gente que estaba a medio civilizar. Imagine todas sus crueldades y supersticiones. Erguí sus barbaras y pintorescas ciudades. Y, justo cuando termine aquel clic resonó de nuevo en mi mente.

Entonces si me asuste de verdad pues sentí con mayor fuerza que la primera vez esa extraña convicción de que mis sueños se habían materializado para dar paso a una realidad solida. Sabia que era una locura; sin embargo, en mi mente tenia la increíble certeza. No podía abandonar esa idea. Trate de convencerme de descartar tan loca convicción. Si en verdad había creado un mundo y un universo con solo imaginarlos, ¿donde se hallaban? Desde luego no en mi propio cosmos. No podría contener dos universos…, completamente distintos el uno del otro. Pero, ¡y si ese mundo y este universo de mi imaginación se habían concretado en la realidad en otro cosmos vacío? ¿Un cosmos localizado en una dimensión diferente a la mía?¿Uno que contuviera solamente átomos libres, materia informe que había adquirido forma hasta que, de alguna manera, mis concentrados pensamientos les hicieron tomar las imágenes que yo había soñado? Medite esa idea de la extraña manera en que se aplican las leyes de la lógica a las cosas imposibles. ¿Por que los relatos que yo imaginaba no se habían vuelto realidad en ocasiones anteriores y solo ahora habían empezado a hacerlo? Bueno, para eso había una explicación plausible. Viva cerca de la Gran Central de Energía. Alguna insospechada corriente de energía emanada de ella dirigía mi imaginación condensada, como una fuerza súper amplificadora, hacia un cosmos vacío donde conmociono la masa informe y la hizo apropiarse de las formas que yo soñaba.

¿Creía en eso? No. Por supuesto que no, pero lo sabia. Hay una diferencia entre el conocimiento y la creencia; como alguien dijo: ‘Todos los hombres saben que algún día morirán y ninguno cree que llegara ese día’. pues conmigo ocurrió lo mismo. Me daba cuenta que no era posible que mi mundo fantástico hubiese adquirido una existencia física en un cosmos dimensional diferente, aunque, al mismo tiempo, yo tenia la extraña convicción de que así era. Y entonces se me ocurrió algo que me pareció entretenido e interesante. ¿Y si me creaba a mi mismo en ese otro mundo? ¿También seria yo real en el? Lo intente. Me senté en mi escritorio y me imagine a mi mismo como uno mas entre los millones de individuos de ese mundo ficticio; pude crear todo un trasfondo familiar e histórico coherente para mi en aquel lugar. ¡Y algo en mi mente hizo clic!…

Carrick hizo una pausa. Todavía contemplaba la copa vacía que agitaba lentamente entre sus dedos. Madison le incito a continuar:

-Y seguro despertaste allí y una hermosa muchacha se acerco a ti y preguntaste “¿Donde estoy?”
-No sucedió así -respondió Carrick sombrío-. No fue así en absoluto, desperté en ese otro mundo, si. Pero no fue como un despertar real. Simplemente, aparecí allí de repente.

…Seguía siendo yo, pero era el yo imaginado por mi para ese otro mundo. Se trataba de otro yo que siempre había vivido allí…., del mismo modo que sus antepasados. Verán, yo lo había creado todo. Y mi otro yo era tan real ene mundo imaginario creado por mi como lo había sido en el mio propio. Eso fue lo peor. Todo en ese mundo a medio civilizar era tan vulgar dentro de su realidad…

Hizo una pausa.

…Al principio, me resulto extraño. Camine por las calles de aquellas barbaras ciudades y mire los rostros de las personas con un imperioso deseo de gritar en voz alta: ¡Yo los imagine a todos! ¡Ninguno de ustedes existía hasta que lo los soñé!.

Sin embargo, no lo hice. No me habrían creído. Para ellos, yo no era mas que un miembro insignificante de su raza. ¿Como podían creer que ellos, sus tradiciones y su historia, su mundo y su universo, habían surgido súbitamente gracias a mi imaginación? Cuando ceso mi turbación inicial, me desagrado el lugar. Lo había creado demasiado bárbaro. Las salvajes violencias y crueldades que me habían parecido tan seductoras como material para una historia , eran aberrantes y repulsivas en mi propia carne. Solo deseaba volver a mi mundo. ¡Y no pude regresar! No había forma. Tuve la vaga sensación de que podría imaginarme de vuelta en mi mundo así como había imaginado mi viaje a ese otro. Pero fue en vano. La extraña fuerza que había propiciado el milagro no funcionaba en la dirección contraria.

La pase bastante mal al percatarme de que estaba atrapado en un mundo desagradable, extenuado y bárbaro. Primero pensé en suicidarme. Sin embargo, no lo hice. El hombre se adapta a todo. Y yo me acople lo mejor que pude al mundo creado por mi…

-¿Que hiciste allí? Quiero decir: ¿Que función cumpliste? -pregunto Brazell

Carrick encogió de hombros.

-No dominaba las habilidades y destrezas del mundo que había creado. Solo poseía mi propio oficio… el de contar historias.

Empecé a reír.

-¿No querrás decir que empezaste a escribir historias fantásticas?

El asintió, sombrío.

-No me quedo mas remedio. Era lo único que podía hacer. Escribí historias sobre mi propio mundo real. Para esa gente, mis relatos eran de una imaginación desbordante… y les gustaron.

Nos echamos a reír. Pero Carrick permaneció mortalmente serio. Madison llevo la broma hasta sus ultimas consecuencias.

-¿Y como te las arreglaste para regresar finalmente a casa desde ese otro mundo que habías creado?
-¡Nunca regrese a casa! -respondió Carrick con un amargo suspiro.

Ray Bradbury: El ruido de un trueno. Cuento.

Ray BradburyEl anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.

-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?

-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.

Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.

-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.

-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es…

Eckels terminó la frase:

-Matar mi dinosaurio.

-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.

Eckels enrojeció, enojado.

-¿Trata de asustarme?

-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.

El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.

-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.

Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.

-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.

-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.

La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.

-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.

El sol se detuvo en el cielo.

La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.

-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler… no han existido.

Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.

-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.

Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.

-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.

-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.

-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.

-No me parece muy claro -dijo Eckels.

-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?

-Entiendo.

-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!

-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.

-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!

-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.

-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.

-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?

-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.

-¿Para estudiarlos?

-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?

-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?

Travis y Lesperance se miraron.

-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones…, un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.

Eckels sonrió débilmente.

-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.

-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma…

Eckels enrojeció.

– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?

– Lesperance miró su reloj de pulsera.

-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!

Se adelantaron en el viento de la mañana.

-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.

-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.

-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.

– Ah -dijo Travis.

-Todos se detuvieron.

Travis alzó una mano.

-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.

Silencio.

El ruido de un trueno.

De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.

-Jesucristo -murmuró Eckels.

-¡Chist!

Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.

-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.

-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.

-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.

-¡Cállese! -siseó Travis.

-Una pesadilla.

-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.

-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.

-¡Nos vio!

-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!

El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.

-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.

-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.

Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.

-¡Eckels!

Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!

El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.

Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.

Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.

Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.

El trueno se apagó.

La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.

Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.

En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.

-Límpiense.

Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.

Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.

-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.

Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?

-¿Qué?

-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.

Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.

Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.

-Lo siento -dijo al fin.

-¡Levántese! -gritó Travis.

Eckels se levantó.

-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!

Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…

-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!

-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.

-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!

Eckels buscó en su chaqueta.

-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!

Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.

-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.

-¡Eso no tiene sentido!

-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!

La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.

Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.

-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.

-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.

-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.

Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.

-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.

-¿Quién puede decirlo?

-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?

-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.

-Soy inocente. ¡No he hecho nada!

1999, 2000, 2055.

La máquina se detuvo.

-Afuera -dijo Travis.

El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.

Travis miró alrededor con rapidez.

-¿Todo bien aquí? -estalló.

-Muy bien. ¡Bienvenidos!

Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.

-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.

Eckels no se movió.

-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?

Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco…

Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.

De algún modo el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.

-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!

Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.

-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.

Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?

Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:

– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?

El hombre detrás del mostrador se rió.

-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?

Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.

-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?

No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.

El ruido de un trueno.

Kurt Vonnegut: Harrison Bergeron. Cuento

Kurt VonnegutEn el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.

Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.

– Era bonita esa danza, la que acaba de terminar – dijo Hazel.

– ¿Eh? – dijo George.

– Esa danza, era bonita – dijo Hazel.

– Ajá.

Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.

George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.

Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.

– Como si golpearan con un martillo en una botella de leche – dijo George.

– Debe ser interesante oír todos esos ruidos – dijo Hazel, con un poco de envidia -. Las cosas que inventan.

– Hum – dijo George.

– Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? – preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers-.

Si yo fuese Diana Moon Glampers -dijo Hazel- usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.

– Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas – dijo George.

– Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte – dijo Hazel – . Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.

– Tan buena como cualquiera – dijo George.

– ¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? – dijo Hazel.

– Nadie – dijo George.

Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.

– ¡Caramba! – dijo Hazel – . Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?

Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.

– De pronto pareces tan cansado – dijo Hazel – . ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? -Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela-. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.

George sopesó el saco con las manos.

– No tiene ninguna importancia -dij -. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.

– Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo -continuó Hazel-. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo… Sólo unas pocas.

– Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos – dijo George – . No me parece un buen negocio.

– Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo – dijo Hazel – . Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.

– Si tratara de librarme de este peso – dijo George – otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad?

– Me sentiría horrorizada.

– Precisamente – dijo George – . Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?

Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.

– Se haría pedazos.

– ¿Qué cosa? – dijo George desconcertado.

– La sociedad – dijo Hazel, insegura – . ¿No hablabas de eso?

– ¿Quién puede saberlo? – dijo George.

Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:

– Señoras y señores…

Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.

– Muy bien – dijo Hazel – . Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.

– Señoras y señores – dijo la bailarina leyendo el boletín.

Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.

Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.

Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.

– Perdón – dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente-. Harrison Bergeron -graznó-, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.

Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.

Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.

Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.

Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.

-Si ven a este muchacho -dijo la bailarina- no intenten, repito, no intenten discutir con él.

Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.

Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.

George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces.

-¡Dios mío! -dijo-. ¡Tiene que ser Harrison!

En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.

Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.

-¡Soy el emperador! -gritó Harrison-. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!

Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.

-Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí -rugió-, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.

Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.

Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.

Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.

– ¡Ahora elegiré a mi emperatriz! – dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies-. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.

Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.

Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.

La bailarina era de una cegadora belleza.

-Bien -dijo Harrison tomándole la mano-. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!

Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.

-Toquen como mejor puedan -les dijo- y les haré barones y duques y condes.

La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.

La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.

Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.

Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.

Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.

No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.

Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la Luna.

Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo raso, que estaba a diez metros de altura.

Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.

Lo tocaron.

Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielo raso y allí se besaron mucho tiempo.

En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.

Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.

En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.

Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.

George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.

-¿Has estado llorando? -le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.

-Sí -dijo Hazel.

-¿Por qué? -dijo George.

-Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.

-¿Qué era? -preguntó George.

-No lo sé, tengo la cabeza confundida -dijo Hazel.

-Hay que olvidar las cosas tristes.

– Es lo que hago siempre – dijo Hazel.

– Magnífico – dijo George.

Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.

– Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor – dijo Hazel.

– Así es realmente, puedes repetir esa verdad.

– Caramba – dijo Hazel – . Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.

Robert A. Heinlein: Las verdes colinas de la tierra. Cuento

Robert A. HeinleinI

 Esta es la historia de Rhysling, el Cantor Ciego de los Espacios, pero no en su versión oficial. En el colegio se cantan sus palabras:

 Oremos por un último aterrizaje

en el globo que me vio nacer;

déjame posar mis ojos en los cielos aborregados

y las frescas y verdes colinas de la Tierra.

O quizá cantéis en francés, o en alemán. O acaso en esperanto, mientras el arco iris de la Tierra se extiende sobre nuestras cabezas.

El lenguaje no tiene importancia, era con toda certeza una lengua terrestre. Nadie ha traducido jamás «Verdes colinas» al suave idioma venusiano, jamás un marciano lo ha croado ni susurrado en los áridos corredores. Es nuestro. Nosotros, los habitantes de la Tierra, lo hemos exportado todo, desde las películas de Hollywood a las substancias radiactivas sintéticas, pero esto pertenece exclusivamente a la Tierra, y a sus hijos e hijas doquiera que se encuentren. 

Todos hemos oído referir muchas historias de Rhysling. Cualquiera de vosotros puede incluso ser uno de los muchos que han tratado de graduarse o sed aclamados a través de versiones escolares de sus obras publicadas… Canciones del Espacio, El Gran Canal y otros Poemas, Alto y Lejos y ¡Arriba, Nave! 

Sin embargo, pese a que habéis cantado sus canciones y leído sus versos en el colegio y otros sitios toda vuestra vida, podría hacerse una ventajosa apuesta, a menos que seáis también un hombre del espacio, de que no habéis oído siquiera hablar de la mayoría de las canciones inéditas de Rhysling, como, por ejemplo, Desde que el avión se encontró con mi primo, la muchacha pelirroja del Venusberg, ¡Conserva los pantalones Capitán! o Un traje del espacio para dos. 

Ni es posible tampoco insertarías en una revista familiar.

La reputación de Rhysling quedó protegida por un cuidadoso ejecutor testamentario y por la feliz casualidad de que no fue nunca intentado. Canciones de los Espacios apareció la semana de su muerte cuando llegó a ser un «best seller», las historias publicitarias que le hacían referencia fueron reunidas en lo que el público recordaba acerca de él, más las anécdotas subidas de color que fueron añadidas por sus editores. La imagen pictórica resultante de Rhysling es tan auténtica como el hacha de Jorge Washington o las galletas de King Georges.

En la realidad, no os hubiera gustado verlo en vuestros salones; no era socialmente aceptable, tenía quemaduras de sol, unas quemaduras permanentes que se rascaba continuamente, y no añadían nada a su despreciable belleza. Su retrato, pintado por Van der Voort para la centésima edición Harriman de sus obras maestras, muestra una figura de tragedia griega, una boca solemne, unos ojos sin vista, ocultos por una venda de seda negra. ¡No era nunca solemne! Tenía la boca siempre abierta, cantando, riendo, bebiendo o comiendo. La venda solía ser un harapo, generalmente sucio. Cuando perdió la vista, se fue volviendo más y más descuidado de su persona. 

«Noysi» Rhysling era un aviador a chorro, de segunda clase, con unos ojos tan buenos como los vuestros, que había firmado para un vuelo circu1ar a los asteroides de Júpiter en el R.S. Goshawk. Las tripulaciones firmaban relevos para cualquier cosa en aquellos días; un asociado de 1os Uoyds se hubiera reído en vuestras barbas si le hubieseis hablado de asegurar un hombre del espacio. Del Acta de Precaución del Espacio no había oído hablar nadie, y la Compañía respondía únicamente de los sueldos cuando había lugar a ello. La mitad de las naves que fueron más allá de Luna City no regresaron nunca. A los hombres del espacio no les importaba; de preferencia firmaban a cambio de acciones y, cualquiera de ellos hubiera estado dispuesto a apostar que era capaz de saltar del piso 200 de Harrirnan Tower, a poco que les hubieseis ofrecido tres a dos y pudiese gastar suelas de goma para el aterrizaje. 

Los aviadores a chorro eran los más despreocupados de todos y los más ínfimos. Comparados con ellos, los capitanes, operadores de radar y astrogadores (no había cenas ni camareros en aquellos días), eran pacíficos vegetarianos. Los aviadores a chorro sabían demasíado. Los otros confiaban en la pericia del capitán para llevarlos, salvos y sanos a tierra; los aviadores a chorro sabían que la pericia era inútil contra los ciegos y caprichosos demonios encadenados en el interior de los cohetes del motor. 

La Goshawk fue la primera de las naves de Harriman que fue convertida de combustible químico a pilas de energía atómica, o, mejor dicho, la primera que no saltó en pedazos. Rhysling la conocía muy bien; era una vieja unidad que había realizado el circuito de Luna City, estación del espacio de SupraNueva York a Leyyport y regresó antes de ser convertida en nave del espacio. Cuando abandonó el recorrido de la Luna, realizó su primer viaje al espacio profundo. Itywatets, en Marte, y regresó con asombro de todos. 

En los tiempos en que se enganchaban para la vuelta a Júpiter, hubiera sido nombrado seguramente ingeniero jefe, pero después del viaje de exploración de Drywaters, había sido despedido, puesto en la lista negra y desembarrado en Luna City por haber pasado el tiempo escribiendo canciones y versos cuando hubiera debido estar vigilando sus instrumentos. La Canción se llamaba El capitán es un padre para sus hombres; con el escandaloso e impublicable estribillo final. 

La lista negra no lo inquietó. Ganó un acordeón en la barraca de un chino en Luna City, haciendo trampas, y desde entonces anduvo cantando a cambio de bebidas y propinas hasta que un súbito roce entre aviadores fue causa de que el agente de la Compañía le diese otra oportunidad de probar suerte. Estuvo un par de años alejado de la Luna, volvió al espació abierto, contribuyó a dar a Venusberg su original y madura reputación, recorrió las orillas del Gran Canal cuando se estableció una segunda colonia en la antigua capital de Marte y se heló los pies y las orejas durante el segundo viaje a Titán. 

Las cosas iban aprisa en aquellos tiempos. Una vez la locomoción por pilas de energia fue aceptada, el número de naves que emprendieron el recorrido del sistema Luna-Tierra quedó limitado únicamente por el número de tripulaciones disponibles. Los aviadores a chorro eran escasos; las precauciones eran reducidas a un mínimo para evitar peso y todos hombres casados no querían correr el posible riesgo de una exposición a la radiactividad. Rhysling no tenía ninguna intención de ser padre de familia, de manera que los empleos estuvieron siempre a su disposición durante los días de bullicioso apogeo. Cruzó y volvió a cruzar el sistema solar, cantando las monstruosidades que le pasaban por el cerebro y acompañándose al acordeón. 

El capitán del Goshawk le conocía; el capitán Hicks había sido astrogador durante el viaje de Rhysling en la nave. 

-Bienvenido a bordo, «Noisy» – lo había saludado Hicks -. ¿Está usted sereno o firmo el rol por usted? 

-Es imposible émborracharse con el jugo de chinches ese que venden aquí, capitán. 

Firmó y se fue abajo, acompañado de su acordeón. Diez minutos después regresaba. 

– Capitán – dijo sombríamente -, el chorro número dos no está en condiciones, los reguladores de cadmio están torcidos. 

– ¿Por qué me lo dice usted a mí? ¡Dígaselo al jefe! 

– Se lo he dicho, pero dice que funcionaran. se equivoca. 

El capitán se inclinó sobre el rol. 

– Borre su nombre y lárguese. Zarpamos dentro de treinta minutos. 

Rhysling lo miró, se encogió de hombros y se volvió abajo. 

Hay un buen salto hasta los planetoides de Júpiter. Una nave del tipo Hawk tiene que lanzar explosiones durante tres guardias antes de entrar en vuelo libre. Rhysling tenía la segunda guardia. La regulación se hacía entonces a mano, con un mecanismo de multiplicación y una válvula de seguridad. Cuando la válvula se puso roja, trató de corregirla… y no tuvo suerte. 

Los aviadores a chorro no esperan; por esto son aviadores a chorro. Se precipitó hacia el armario de herramientas y se lanzó contra la válvula con las tenazas. las luces se apagaron, pero él siguió trabajando. Un aviador a chorro tiene que conocer el cuarto de máquinas como la lengua conoce el interior de la copa. En el momento de apagarse las luces dirigió una rápida mirada por encima del colector de plomo. El resplandor radiactivo azul no le ayudó en absoluto; echó la cabeza atrás y siguió orientándose por el tacto. Una vez hubo llegado donde quería, dijo por el tubo: 

– ¡Chorro número dos fuera de servicio! Y por lo que más quieran, tráiganme un poco de luz aquí… 

Había luz en el circuito de urgencia, pero no para él. El resplandor azul radiactivo fue la última cosa a los que respondió su nervio óptico. 

II 

«Mientras el Tiempo y el Espacio se arquean de nuevo para formar esta estrellada escena;

las tranquilas lágrimas del trágico júbilo siguen vertiendo su plateado resplandor;

a lo largo del Gran Canal se yerguen todavía las frágiles Torres de la Verdad;

su alada gracia defiende este lugar de belleza, suave y serena.

– Quebrantados los huesos de la raza que elevó estas Torres; olvidas son sus ciencias;

ha tiempo desaparecieron los dioses que vertieron lágrimas que lamieran estas cristalinas riberas.

– Lentas pulsaciones del corazón de Marte, agotado por el tiempo bajo estos cielos helados;

el aire tenue susurra sin ver que todo lo que vive tiene que morir…

Pero todavia las agujas de encaje de la Verdad cantan madrigales de belleza.

Y morará para siempre jamás en las orillas del Gran canal

(De «El Gran Canal», con autorización de «Lux Tranacriptions Ltd.», Londres y Luna City.) 

Durante el vuelo de regreso desembarcaron a Rhysling en Marte, en Drywaters; los muchachos pasaron el sombrero y el capitán dejó caer en él la paga de medio mes. Eso fué todo… finis, otra victima del espacio que no tuvo la buena suerte de acabar su carrera cuando la suerte lo abandonó. Estuvo con los investigadores y arqueólogos durante un mes o dos y hubiera podido permanecer probablemente más a cambio de sus canciones y su acordeón, pero los hombres del espacio mueren si permanecen en un sitio; embarcó en otra nave en Drywaters y de allí fue a Marsópolis. 

La capital estaba en plena prosperidad. Las progresivas instalaciones flanqueaban el Gran Canal por ambas orillas y mancillaban las antiguas aguas con la suciedad de sus detritus. Esto ocurría antes de que el Tratado de los Tres Planetas prohibiese deteriorar reliquias culturales con fines comerciales; la mitad de las esbeltas y maravillosas torres habían sido derribadas, otras estaban desfiguradas para adaptarlas a las viviendas presurizadas de los terrestres. 

Pero Rhysling no vio jamás ninguno de aquellos cambios, nadie le hizo una descripción de ellos; cuando de nuevo vio Marsópolis lo imaginó como había sido, antes de que fuese racionalizado para el comercio. Tenía buena memoria. Se detuvo en la explanada ribereña donde los antiguos grandes de Marte habían distraído sus ocios y vio su belleza desplegarse ante sus ojos ciegos; helada llanura azul no turbada por las mareas, inmaculada por la brisa, reflejando serenamente las agudas y brillantes estrellas del cielo marciano, y más allá de las aguas, los arbotantes de encaje y las aladas torres de una arquitectura demasiado delicada para nuestro vulgar y pesado planeta. 

El resultado fue El Gran Canal. 

El sutil cambio de orientación que le permitía ver belleza donde no la había ya, comenzaba ahora a afectar toda su vida. Todas las mujeres eran bellas para él . Las reconocía por la voz, amoldando sus facciones a sus sonidos. Un espíritu muy mezquino tiene que ser quien sea capaz de hablar a un ciego de otra forma que con suave gentileza; arpías que no daban punto de reposo a sus maridos, suavizaban su voz al hablar con Rhysling. 

Poblaba este mundo de bellas mujeres y hombres amables La Oscura Estrella Fugaz, EL Cabello de Berenice, Canción de Muerte de un Potro Salvaje,y sus demás canciones de amor de los vagabundos; los aviadores del espacio sin mujeres, eran la consecuencia directa del hecho de que su concepto de las cosas no estaba mancillado por las abyectas verdades. Todo suavizaba su aproximación a aquélla; cambiaba su obstinación en verso, y algunas veces incluso en poseía. 

Disponía de mucho tiempo para pensar, tiempo, para evocar todas las palabras bellas y obstinarse en un verso hasta que sonaba bien a sus oídos. El monótono compás de Canción de Chorro… 

«Cuando el campo está libre, los informes ya listos cuando la compuerta se cierra y las luces brillan verdes,

Cuando la comprobación está hecha, cuando es hora de orar,

Cuando el capitán asiente, cuando la nave zarpa…

¡Oye los chorros! ¡

¡Óyelos roncar a tu espalda

Cuando estás atado a tu sillón!

¡Siente tus costillas aplastar tu pecho,

siente tu cuello crujir y descansar!

¡Siente el dolor en tu nave,

Siente la tensión de su fuerza!

¡Sientela elevarse! ¡Siéntela avanzar!

¡Acero potente, cobra vida, Bajo los chorros!»

…se le ocurrió, no mientras era a su vez un aviador a chorro, sino más tarde, cuando andaba errante de a Venus haciendo compañía a un viejo compañero de guardia. 

En los bares de Venusberg cantó su nueva canción y algunas de las antiguas. Alguien pasaba el sombrero por el; solía regresar con la remuneración normal de un trovador, doblada o triplicada como reconocimiento al galante espíritu que se ocultaba tras aquellos ojos vendados. 

Era una vida fácil. Cualquier puerto del espacio era su hogar y cualquier nave su vehículo privado. No habia capitán capaz de negarse a llevar el excedente de peso del ciego Rhysling y su caja de música; saltaba de Venusberg a Leyport, de Leyport Driwaters a New Shanghai o regreso según era su antojo. 

Jamás se acercó a la Tierra a menos de la estación del espacio de Supra-Nueva York. Incluso cuando fírmó el contrato de las Canciones del Espacio puso su impresión digital en un camarote de primera de una nave, entre Lima City y Ganimedes. Horowitz, el editor original, estaba a bordo durante su segunda luna de miel y oyó a Rhysling cantar durante una fiesta. Horowitz era hombre muy ducho en materia publicitaria; en cuanto lo oyó, el contenido íntegro de las canciones pasó ciertamente a la cinta magnetofónica de la sala de comunicaciones de la nave antes de perder a Rhysling de vista. Los siguientes tres volúmenes fueron sacados a Rhysling en Venusberg, donde Horowitz había mandado a un agente para que lo hiciese beber hasta que hubiese cantado todo lo que pudiese recordar. 

UP SHIP! (¡Arriba, nave!) no es una composición característica de Rhysling. La mayor parte es suya, -no cabe duda, y Canciones de Chorro es indiscutiblemente suya, pero la mayoría de los versos fueron recopilados después de su muerte por gente que lo había conocido durante sus andanzas. 

Las Verdes Colinas de la Tierra fueron creciendo durante veinte años. La forma primitiva qué conocemos fue compuesta antes de quedarse ciego, durante una francachela en compañía de algunos de los desdentados habitantes de Venus. Los versos hacían principalmente referencia a las cosas que los trabajadores pensaban hacer en la Tierra cuando una vez pagadas sus deudas, podían regresar a ella con permiso. Algunas de las estrofas eran vulgares, otras no, pero el coro era identificable con el de las Verdes Colinas. 

Sabemos exactamente de dónde y cuándo vino la forma final de Verdes Colinas. 

En Venus, Ellis – Island, se encontraba una nave despachada para el salto directo a los Grandes Lagos, IIIinois. Era el viejo Falcon el más reciente de los tipo Hawk y la primera nave a la que se aplico la nueva política del Trust Harriman de tarifa extraordinaria del servicio exprés entre las ciudades de la Tierra y cualquier colonia con paradas previstas. 

Rhysling decidió regresar a la Tierra quizá su propia canción se le había metido en el alma, o acaso fuese tan sólo el deseo de volver a ver sus Ozarks natales. 

La Compañía no autorizaba ya viajeros gratis; Rhysling lo sabía, pero jamás se le ocurrió que la medida pudiese aplicarse a él. Se iba haciendo viejo, Era un hombre del espacio, ¿y estaba un poco engreído de sus privilegios. No era una cosa senil, sabia simplemente que era uno de los jalones del espacio como el cometa Halley, los Anillos y la Sierra de Brewstet Entraba en el alojamiento de la tripulación en cualquier puerto, bajaba y se encontraba como en su casa en la primera litera de aceleración. 

El capitán lo encontró en el momento que hacia su última vuelta de inspección. 

¿Que hace usted aquí? – le preguntó. 

Vuelvo otra vez a la Tierra capitán. 

Rhysling no necesitaba ojos para ver los cuatro galones de un capitán. 

No puede usted volver en esta nave, ya conoce el reglamento. Levante una pierna y lárguese de aquí. Vamos a arrancar en enseguida. 

E1 capitán era joven; había entrado en servicio cuando Rhysling había abandonado ya el activo, pero Rhysling conocía el tipo… cinco años de Harriman Hall con solo algunos viajes de prácticas como cadete en lugar de una sólida y profunda experiencia del espacio. Los dos hombres no tenían ninguna semejanza, ni de fondo ni de espíritu; el espacio cambiaba. 

– Veamos, capitán, no le va usted a negar a un viejo el regresar a casa. 

El capitán vacilaba; algunos tripulantes se habían detenido a escuchar. 

– No puedo; «Acta de Precaución del Espacio cláusula Seis». Nadie puede penetrar en el espacio fuera de un miembro enrolado de la tripulación de una nave registrada, o como pasajero de pago de tal nave, de acuerdo con los reglamentos establecidos, de acuerdo con esta Acta. Levántese y márchese. 

Rhysling retrocedió, poniéndose las manos detrás dé la cabeza. 

– Si tengo que marcharme, maldito sea si camino. Que me lleven. 

– ¡Oficial de guardia! – gritó el capitán -. ¡llévese a este hombre! 

El policía de a bordo levantó la vista hacia el techo. 

– No puedo, capitán. Me he dislocado un hombro. 

Los demás miembros de la tripulación, presentes un momento antes, se habían desvanecido detrás del muro. 

– Bien, pues que venga el capataz. 

– Se ha marchado ya, capitán. 

– Oiga, capitán – dijo nuevamente Rhysling -, no nos enojemos por esto. Tiene usted también un articulo que le permite llevarme, si quiere; la cláusula «Hombre del Espacio en Peligro». 

– ¡«Hombre del Espacio en peligro», un cuerno! No es usted un hombre del espacio en peligro; es usted un abogado del espacio. Ya sé quién es usted, lleva años rondando por todo este sistema. Bien, pues no lo hará usted en mi nave. La cláusula se refiere a hombres que han perdido su nave, no a hombres que quieren pasearse gratis por el espacio. 

– Bien entonces, capitán, ¿no podría usted decir que he perdido mi nave? No he estado en la Tierra desde mi último viaje como tripulante en activo. La ley dice que tengo derecho a un viaje de regreso. 

– Pero de esto hace años. Ha tenido usted ya muchas oportunidades. 

– ¿Y no la tengo ahora? La cláusula no dice una palabra acerca del plazo en que hay que utilizar el regreso; dice únicamente que es un derecho. Vaya a comprobarlo, mi capitán. Si me equivoco, no solamente me iré por mis propios pies, sino que le pediré humildemente perdón delante de todos sus hombres. Vaya… véalo. Sea noble. 

Rhysling podía casi sentir la mirada del capitán, pero éste se limitó a dar media vuelta y marcharse. 

Rhysling sabía que había utilizado su ceguera para poner al capitán en una situación embarazosa, pero esto, lejos de turbarlo, le divertía. 

Diez minutos más tarde sonaron las sirenas, oyó dar órdenes y la gran bocina que indicaba la ascensión. Cuando el suave suspiro de las compuertas y el ligero cambio de presión en sus oídos le dijeron que el despegue era inminente, se dirigió a la sala de energía, porque quería estar cerca de los chorros en el momento en que comenzasen las explosiones. No necesitaba a nadie que lo guiase para llegar donde fuese en una nave del tipo Hawk. 

La cosa ocurrió durante la primera guardia. Rhysling había estado sentado en el sillón del inspector, jugueteando con las teclas de su acordeón y buscando una nueva versión de Verdes Colinas. 

Dejadme respirar de nuevo el aire no racionado

donde no hay carencia ni escasez…

Pero no acababa de gustarle. Había un algo. Probó de nuevo.

Dejad que me cure la fresca brisa

mientras giran en torno al perímetro

de nuestro adorado planeta maternal

de las frescas y verdes colinas de la Tierra…

-Eso estaba mejor- pensó.

 -¿Qué te parece eso, Archie? – preguntó dominando el rugido. 

– Muy bonito. Suéltalo todo. 

Archie Macdougal, primer oficial de chorro, era un viejo amigo, tanto en medio del espacio como en los bares; había servido como aprendiz bajo las órdenes de Rhysling hacia muchos años y muchos millones de millas atrás, Rhysling lo complació y dijo: 

– Vosotros, los jóvenes, lo tenéis todo fácil. Todo es automático. Cuando yo le retorcía la cola tenía que estar despierto… 

– Hay que estar despierto, todavía… 

Les gustaba hablar del oficio y Macdougal le mostró el nuevo dispositivo de distribución que había reemplazado el nonio manual usado en tiempos de Rhysling. Este probó los controles e hizo preguntas hasta que se hubo familiarizado con la nueva instalación Su vanidad era considerarse todavía piloto de chorro e imaginar que su actual ocupación, en tanto que trovador, era tan sólo un expediente durante una de sus querellas con la Compañía como cualquiera podía tener. 

– Veo que todavía tenéis instaladas las viejas placas de distribución a mano – observó, tocando las instalaciones con sus ágiles dedos. 

– Todo menos las varillas de conexiones. Las he desmontado porque tapaban las esferas. 

– Hubieran debido traerlas a bordo. Puedes necesitarlas. 

– No sé. Me parece… 

Rhysling no supo nunca lo que le parecía a Macdougal, porque fue en aquel momento cuando la cosa comenzó. Macdougal fue alcanzado de pleno por una explosión de radiactividad que lo abrasó donde estaba. 

Rhysling tuvo la sensación de lo ocurrido. Reflejos automáticos de los viejos hábitos se apoderaron de él. Cerró el inyector y dio la alarma a la cámara de mando simultáneamente. Entonces recordó que las conexiones no estaban montadas. Debía sacarlas a tientas hasta que las encontrase, mientras reducía la marcha tanto como fuese posible para sacar el máximo beneficio de los colectores. Solo le preocupaba localizar las conexiones. El lugar para él tan iluminado como pudiese estarlo, conocía todos los rincones, todos los controles, lo mismo que conocía el teclado de su acordeón. 

– ¡Aquí! ¡Sala de energía! ¡Sala de energía! ¿Qué alarma es ésa? 

– ¡No entren! La sala está caliente – gritó. Sentía el calor en su rostro y sus huesos, sol en un desierto. 

Consiguió poner las conexiones en su sitio, maldiciendo a todo el mundo, a todos por no haber tomado la llave inglesa que necesitaba. Después comenzó por tratar de reducir la situación a mano. Era un trabajo largo y delicado. Finalmente decidió que había que cerrar el chorro, pila y todo. Primero el parte. 

-¡Control!… 

– ¡Control al habla! ,¡Cierre el chorro tres, peligro! 

– ¿Habla Macdougal? 

– Macdougal está muerto. Habla Rhysling, de guardia. Prepárese a anotar… 

No hubo respuesta; el capitán debió de quedar atónito pero no podía entrar en una sala de energía en momentos de peligro. Tenía que tener en cuenta los pasajeros, la nave y la tripulación. Las puertas tenían que permanecer cerradas. 

El capitán debió de quedar más sorprendido todavía por el parte que Rhysling transmitió: 

«Nos podrimos en los aledaños de Venus

nos combamos bajo su pútrido aliento.

Falsas son sus inundadas selvas,

serpenteando con la sucia muerte»

Mientras seguía trabajando Rhysling iba catalogando el Sistema Solar…

«duro suelo brillante de la Luna…»,»…anillos irisados de Saturno…»,

«…heladas noches de Titán…», abriendo al mismo tiempo el chorro y limpiándólo. Terminó con un coro alternado: -«Hemos explorado cada átomo giratorio del espacio y reconocido su verdadero valor; llévanos de nuevo a los hogares de los hombres, ¡Las frescas y verdes colinas de la Tierra! 

Después, casi inconscientemente, se puso a hilvanar y enlazó con su primer verso revisado: 

«El arqueado cielo está llamando

a los hombres del espacio fuera de su ruta.

¡Todos a punto! ¡Pronto! ¡Caída libre!

Y las luces debajo nuestro se apagan.

Los hijos de la Tierra se alejan

con distantes viajes de estruendosos chorros,

ahí salta la raza de los hombres,

fuera, lejos, alejándose aún…»

La nave estaba salvada y a punto de llegar a la Tierra con un solo chorro. En cuanto a sí mismo, Rhysling no estaba seguro. El «calor del sol» iba apretando, le parecía. Era incapaz de ver la neblina roja y ardiente en que trabajaba, pero sabía que estaba allí. Siguió en su tarea de renovar el aire por la válvula exterior, repitiendo la operación varias veces para permitir al nivel de radiactividad disminuir hasta un grado, que el hombre pudiese soportar bajo una armadura adecuada. Mientras tal hacía, mandó nuevos versos, el último fragmento del más auténtico Rhysling que jamás pudiese existir: 

 Oremos por un último aterrizaje

sobre el globo que nos vio nacer.

Fijemos nuestros ojos en el cielo aborregado

y las frescas, verdes colinas de la Tierra.